117944863 Caskie Kathryn Serie Hermanas Royle 03 Como Conquistar a Un Principe
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Kathryn Caskie
Hermanas Royle 03
Cómo conquistar a un príncipe
Para Rhonda Ring Marks, lectora y genealogista aficionada que muy bien podría ser una Royle de nuestro tiempo.
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KATHRYN CASKIE
Cómo conquistar a un príncipe
ÍNDICE Capítulo 1..................................................4 Capítulo 2................................................13 Capítulo 3................................................25 Capítulo 4................................................32 Capítulo 5................................................39 Capítulo 6................................................48 Capítulo 7................................................53 Capítulo 8................................................63 Capítulo 9................................................70 Capítulo 10..............................................74 Capítulo 11..............................................83 Capítulo 12..............................................91 Capítulo 13..............................................98 Capítulo 14............................................108 Capítulo 15............................................117 Capítulo 16............................................122 Capítulo 17............................................129 Capítulo 18............................................136 Capítulo 19............................................144 Capítulo 20............................................148 Epílogo...................................................154 Nota de la autora...................................156 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA............................................158
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Cómo conquistar a un príncipe
Capítulo 1 Una boda de ensueño Estaba lloviendo… un poco. Sólo un poco, había dicho su hermana. A Elizabeth Royle le bastó mirar la falda bordada de su vestido de finísima muselina para ponerse enferma. Estaba arruinado sin remedio. Anne y ella sólo llevaban caminando dos minutos y ya estaba empapada hasta las rodillas. El paraguas que compartían no había logrado proteger su vestido ni su mantón de gasa azul de las blancas cortinas de lluvia que caían sobre Pall Mall. Su vestido de paseo de flores no volvería a ser el mismo. Nunca. Hacía un día tan horrendo que, si su hermana Anne no hubiera tenido que partir al día siguiente hacia Brighton, donde iba a pasar su luna de miel, Elizabeth jamás habría accedido a salir a comprar con ella algunas prendas de primera necesidad. Pero entendía perfectamente que su hermana necesitara un atuendo adecuado para salir de viaje. Elizabeth conocía desde hacía tiempo la importancia vital de presentarse impecablemente vestida y acicalada en todo momento. Un sombrero bien elegido, por ejemplo, no sólo podía camuflar una mata de pelo rojo muy poco a la moda, sino también proteger del sol un cutis blanco como el hueso, evitando así la salpicadura de pecas en la nariz y las mejillas que inevitablemente traía consigo cualquier enrojecimiento accidental de la piel. Así pues ¿quién mejor que ella para apreciar el valor de una indumentaria expresamente elegida para realzar los mejores atributos físicos disimulando a un tiempo otros rasgos menos deseables? Al menos la salida de ese día le había ofrecido la oportunidad de comenzar a hablarle a Anne del hombre con el que pensaba casarse, antes de que su hermana se fuera de viaje. A fin de cuentas, era muy posible que Anne quisiera retrasar su luna de miel para asistir al enlace. Aunque sería más probable que pospusiera su viaje si ella tuviera ya una fecha para la boda. O si al menos supiera el nombre del novio. —Santo cielo, Lizzy, eso no significa nada. No fue más que un sueño —dijo Anne haciendo girar sus ojos ambarinos. —No, no fue sólo eso. Fue mucho más. —Elizabeth se paró bruscamente, obligando a una pareja enfurruñada a bajarse inesperadamente del húmedo empedrado y a pisar el barro resbaladizo que bordeaba la calle. —¿Y eso por qué? —Anne levantó el tono con fingido interés y pareció
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hacer un esfuerzo por agrandar los límites de su paciencia. Elizabeth se puso detrás de la oreja un rojo mechón de pelo suelto que colgaba ante sus ojos. —Anne, te juro que anoche envolví un trozo de tu pastel de bodas y lo puse debajo de mi almohada, exactamente como me aconsejó la señora Polkshank, y funcionó: soñé con él, con el hombre con el que voy a casarme. Exasperada, Anne se apartó de la frente un rizo húmedo de sus dorados cabellos, cogió a su hermana del brazo y echó a andar de nuevo por Pall Mall. —¿Y era un… un príncipe? A Elizabeth se le sonrojaron las mejillas. —Pues… sí. —¿Te das cuenta de que eso es un disparate? ¿Cómo estás tan segura de que pertenecía a la realeza? ¿Qué viste en el sueño? —Anne la miró levantando una ceja con aire cínico mientras caminaban, pero esperó sólo un segundo su respuesta antes de añadir—: Además, he de recordarte que no era más que un sueño. Un sueño, Lizzy. —No… no vi nada que indicara que era de sangre real. Pero… lo sentí —intentó explicar Elizabeth. ¿Cómo iba a hacérselo entender a Anne si ella misma no lo entendía? Simplemente lo sabía. —¿Qué viste, entonces? Es muy posible que sólo estés malinterpretando lo que viste, ¿sabes? —Anne, evidentemente, había notado su azoramiento e intentaba tranquilizarla. —Que es increíblemente guapo y fuerte, aunque tiene cierto aire de comedimiento. Lo noté por la determinación con que se movía. Por cómo se movían los demás a su alrededor, por el respeto con que lo trataban. — Una sonrisa asomó a sus labios. —¿Y su pelo? ¿Y su cara? ¿Tenía la nariz larga, una verruga con pelos o el mentón deprimido? ¿Algún rasgo que pueda ayudarte a identificarlo entre la gente? —Anne sonrió pícaramente. —Su cara es bellísima. Perfecta. —Miró a su hermana con el ceño fruncido—. Y lo reconocería en cualquier parte. Sus ojos son tan poco frecuentes… —Se inclinó y miró hacia arriba, más allá del borde chorreante del paraguas—. Son de un gris plomizo, como este cielo, pero rodeados por un fino anillo de azul estival. Nunca he visto unos ojos así… salvo en el sueño. Elizabeth se dejó llevar por el recuerdo de aquellos ojos hechiceros. Se volvió instintivamente al oír pasar un tiro de caballos. Aguzó la vista, pero con la lluvia y la espesa niebla que se alzaba de la calle no vio más que una enorme sombra que pasaba lentamente a su lado. —¡Lizzy! Sigue andando. Casi hemos llegado a la pañería. —Anne le apretó el brazo y tiró de ella, charlando mientras caminaban—. Cuéntame algo más sobre ese caballero. —Si insistes… —Elizabeth sonrió—. Tiene el pelo abundante, oscuro y ondulado, y su piel es casi dorada, como si pasara mucho tiempo al aire libre. —Pues entonces está claro. —Anne se rió, juguetona—. Vas a casarte con un granjero. —Se quedó callada un momento y luego puso cara de burlona preocupación—. Ay, Dios mío, Lizzy. Tu tutor va a llevarse un
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disgusto. —Anne… —A Elizabeth no le hizo ninguna gracia. —Gallantine y los Viejos Libertinos de Marylebone sólo aceptarán un par del reino para la única hija secreta del príncipe de Gales que aún está soltera. —Fingió un suspiro quejoso—. Pero… si has soñado que ibas a casarte con un granjero, supongo que será verdad. —Al oír esto, Elizabeth le propinó un fuerte pellizco en el brazo. —No te burles de eso, por favor. Y ya te lo he dicho: es un príncipe, así que voy a ser princesa. Estoy segura. Todas mis aspiraciones están a punto de hacerse realidad. Una sonrisilla burlona, apenas disimulada, tensó los labios de Anne. —Conque princesa, ¿eh? Ten cuidado con lo que deseas, Lizzy. Tengo la impresión de que la vida de una princesa no son sólo bailes y chucherías. —No pienso tomarme a la ligera esta premonición, hermana. —Ah, ¿ahora es una premonición? —Anne se rió; obviamente, no entendía lo vívido que había sido el presentimiento de Elizabeth—. Por favor, prométeme que no vas a poner todas tus esperanzas en ese sueño. —Mis sueños se hacen realidad… a menudo. —Elizabeth levantó una ceja, irritada. —Sí, pero sólo la mitad de las veces. Y hasta cuando se hacen realidad, la mitad de lo que ves suele estar equivocado. Lo mismo daría que lanzaras un penique al aire para decidir tu futuro. ¡Bah! Su hermana sólo estaba repitiendo lo que decía Mary, la mayor (por escasos minutos) de las trillizas Royle. —Bueno, sigue dudando de mí si quieres. Pero no te hagas de nuevas cuando pidan mi mano y me case antes de que acabe el verano. —Antes de que acabe… ¿este verano? Ay, Elizabeth, ni siquiera conoces a tu futuro marido. Es imposible que dentro de sólo dos meses lleves una alianza en el dedo. —¿Por qué? A ti te pasó, y a Mary también, y el duque y ella ya tienen un bebé. —Cariño, por favor, no te empeñes en eso —le suplicó Anne—. Sólo conseguirás llevarte una desilusión. Elizabeth se paró de pronto, obligando a su hermana a detenerse. —¡Santo cielo, Anne! Es… él. Allí. Levantó el bolso para ocultar el dedo con el que señalaba a un caballero envuelto en bruma que acababa de apearse del carruaje más grande y espléndido que había visto nunca. Era aún más esplendoroso que su carruaje dorado. Llevaba los hombros de la guerrera de paño adornados con doradas charreteras trenzadas. Una banda de raso rojo cruzaba gallardamente su ancho pecho hasta las estrechas caderas, y en ella llevaba prendidas varias medallas militares. Dos hileras reglamentarias de relucientes botones, demasiado brillantes para ser de simple latón, corrían por su chaqueta azul oscura. —¿No te referirás a ese aristócrata? —Anne parpadeó para quitarse la lluvia de los ojos; luego se quedó mirándolo con aire calculador. Era evidente que no creía que aquel hombre fuera a casarse con su hermana. —Desde luego que sí. —Elizabeth le señaló con la cabeza—. Es mi futuro marido.
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—Bueno, está bastante moreno, eso lo reconozco, pero salta a la vista que no es un granjero. —Una risa suave escapó entre los labios de Anne. Elizabeth la miró con enojo. —Eres tú quien ha dicho que era un granjero, no yo. —Me parece que deberíamos echar un vistazo más de cerca para cerciorarnos de que es tu futuro marido. —Anne estaba convirtiendo aquello en un juego—. Vamos, Lizzy, sigámoslo. —Sí, vamos. —A Elizabeth no le importaba lo más mínimo cuáles fueran los motivos de su hermana para seguir a aquel caballero. Estaba convencida de que, si podía verlo más de cerca, estaría absolutamente segura y podría convencer a Anne de la veracidad de su sueño. Pero cuando se volvió para mirarlo de nuevo, había desaparecido. —¡Ay, Dios! ¡Lo hemos perdido! —No, nada de eso. —Anne señaló con la cabeza la tienda que había un poco más allá, en Pall Mall—. Ha entrado ahí mismo, en Hamilton y Compañía. Elizabeth abrió mucho los ojos para ver entre la niebla y la lluvia, y vislumbró a duras penas a dos lacayos de librea que estaban entrando en la tienda. —Ah, «joyero de la Corona por privilegio real» —añadió Anne con un brillo malicioso en la mirada—. Granjero no es, desde luego. Elizabeth no le hizo caso. Apretó el paso, tirando de su hermana. —Puede que haya entrado a elegir un anillo para mí. —Le guiñó un ojo a su hermana, juguetona—. ¿No lo has pensado, Anne? El brillo de los ojos de Anne se apagó de repente y su semblante se ensombreció. —Desde luego que no, y tú tampoco deberías pensarlo. —Exhaló un suspiro, cada vez más enojada con su hermana—. Pero aun así quiero que nos resguardemos de la lluvia, así que entremos. Pero Elizabeth se detuvo delante de la puerta de la tienda. Del letrero de Hamilton y Compañía caía un chorro continuo de agua que, cual estruendosa catarata, golpeaba el paraguas bajo el que se apiñaban ambas. Anne le tiró del brazo. —Elizabeth, nos estamos empapando. ¿A qué esperas? Está ahí dentro. Vamos. Elizabeth tembló. Si su premonición era cierta, tenía su futuro al alcance de la mano, y sin embargo no parecía capaz de cruzar el umbral. ¿Y si, como decía Anne, era únicamente un sueño, una visión sólo cierta a medias? Antes de que pudiera seguir sopesando la cuestión, su hermana bajó el picaporte de bronce y la puerta de la tienda se abrió. Sonó una campanilla mientras Anne la obligaba a cruzar la puerta tirando de ella, y el dependiente pareció sobresaltarse al oír el estrepitoso tintineo que anunció su entrada. El caballero de pelo negro como el ébano al que seguían levantó la mirada de la reluciente joya que sostenía en la mano y también se giró. Sus ojos grises se encontraron al instante con los de Elizabeth. Anne se inclinó hacia ella y susurró: —Qué lástima, está mirando un broche de diamantes y rubíes, Lizzy,
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no un anillo para ti. —Exhaló un suspiro—. ¿Sabes?, no me acuerdo si te gustan los rubíes o las esmeraldas. ¿Qué prefieres? Elizabeth no respondió. No dijo una sola palabra. No podía. Era él. Su príncipe. El dependiente le sonrió a Anne. —Buenas tardes, lady MacLaren, señorita Royle. —Buenas tardes, señor —contestó Anne distraídamente—. Veo que está ocupado, pero no se preocupe. Mi hermana y yo no tenemos prisa porque nos atienda. La verdad es que nos apetece echar un vistazo a sus vitrinas y estanterías. —Por supuesto, lady MacLaren. —El dependiente hizo una rápida reverencia—. Pero voy a avisar a mi hijo Bertrum para que las atienda inmediatamente. Elizabeth apartó los ojos de su prometido y miró vagamente una vitrina con unos pendientes de ámbar, pero aún sentía el calor de su mirada fijo en ella. —Vamos, Lizzy. Mira estas diademas. Vaya, son dignas de una princesa. Preciosas, sencillamente preciosas. ¿Diademas? Le ardían las mejillas y corrió a alcanzar a su hermana, que se había adentrado en la larga y estrecha tienda y tenía la nariz casi pegada al cristal para ver mejor. —Basta ya de juegos, Anne —susurró Elizabeth enérgicamente al oído de su hermana—. No tiene ni pizca de gracia y me estás avergonzando con tus bobadas. —Sólo estoy bromeando, Lizzy. —Anne le sonrió, pero al ver la mirada temerosa de Elizabeth se dio cuenta de lo angustiada que estaba su hermana. —Basta, por favor. —Tenía los nervios a flor de piel y sentía una opresión en el pecho, como si llevara un corsé. —Te pido disculpas. De verdad. Aunque… estas diademas son preciosas, ¿verdad? —Se volvió y miró un momento hacia atrás; luego sonrió, radiante, y murmuró entre dientes—: ¿Es él? Elizabeth se mordisqueó los labios y asintió con la cabeza. —¿Estás segura? —Sí. —Agarró a su hermana de la muñeca y la atrajo hacia sí—. Por Dios, ¿qué hago? Anne volvió a mirar al caballero y Elizabeth siguió su mirada, indecisa. Él estaba examinando un collar triangular cuyas cuentas, en forma de gotas, eran verdes esmeraldas y blanquísimas perlas. —Lo primero, quitarte ese lastimoso sombrero. —Anne le quitó de la cabeza el bonete empapado, con su chorreante pluma blanca, y se lo puso bajo el brazo. —Lo estás aplastando, Anne —refunfuñó Elizabeth entre dientes—. Y ahora va a ver mi horrible pelo. Anne no dijo nada. Miró un momento al apuesto caballero y a continuación extrajo rápidamente cuatro horquillas del pelo de Elizabeth, y una cascada de rizos rojos cayó por la espalda de su hermana. Antes de que Elizabeth pudiera protestar, Anne metió los dedos entre el pelo de su coronilla, aplastado por el sombrero, y ahuecó su lustrosa melena rizada.
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—Eso es, así está mucho mejor. Elizabeth le apartó las manos e intentó coger el sombrero mojado, pero Anne se dio la vuelta para que no pudiera alcanzarlo. —Solamente intento ayudar. Quieres estar presentable, ¿no, Lizzy? Una gorjeante voz masculina surgió de pronto del fondo de la tienda. —¡Ah, mi querida lady MacLaren, señorita Royle! ¡Qué alegría que hayan venido a nuestro humilde establecimiento en un día como hoy! Sobresaltada por la intromisión, Elizabeth volvió la cabeza y vio que un joven enfundado en una levita azul muy ceñida y en unos pantalones negros más ajustados aún se dirigía rápidamente hacia ellas haciendo muchos aspavientos. —Vengo a ponerme a su servicio, señoras mías. No teman. Elizabeth ladeó la cabeza hacia su hermana. —¿Cómo es que los dependientes saben nuestros nombres? —Seguramente los habrán leído en el Times —contestó una voz masculina profunda y resonante justo detrás de ellas. Los ojos de Elizabeth se agrandaron. ¡Santo cielo! Sabía quién estaba allí, tan cerca que sentía el calor que irradiaba su cuerpo. Anne le clavó un codo en el costado con mucho disimulo. —Date la vuelta —masculló casi inaudiblemente. Elizabeth volvió la cabeza lentamente hacia él y apenas un segundo después su cuerpo, impulsado por la inercia, se giró también; de pronto se hallaron frente a frente y pudo ver su mirada penetrante. Se quedó mirándolo con pasmo, no pudo evitarlo. Desde aquella distancia distinguió el anillo azul claro que bordeaba sus ojos grises como la plata. Sofocó un gemido y un estremecimiento sacudió su cuerpo. Cualquier duda sobre su identidad se evaporó al instante. El hombre que tenía delante estaba directamente sacado de su sueño. No había duda. Era el caballero con el que se casaría algún día. Anne, que parecía haber notado su sorpresa, se giró de pronto. Parpadeó de asombro cuando también ella vio el extraño color de sus ojos: exactamente como Elizabeth lo había descrito. Se llevó una mano al pecho. —Eh… le ruego nos disculpe, señor, parece que ninguna de las dos le ha oído acercarse. —Soy yo quien les pide disculpas, lady MacLaren. No quería sobresaltarla… ni tampoco a la señorita Royle. —Exhaló un suspiro agitado, como si estuviera un poco avergonzado—. La señorita Royle ha preguntado y… en fin, sólo quería explicarle que su boda, lady MacLaren, fue noticia en el Times. —Y en todos los demás periódicos del reino —balbuceó el joven joyero—. Vi por lo menos cuatro caricaturas de las señoras. Sería difícil confundir sus caras. Santo cielo, lady MacLaren, su baile de compromiso en Almack's sigue siendo la comidilla de todo Londres. —¡Bertrum! —siseó el señor Hamilton, y señaló con el dedo hacia la trastienda—. Hay que hacer inventario de un pedido nuevo. Ponte enseguida con ello, por favor. —Hamilton padre miró a sus clientes—. Les pido mil perdones. Disculpen a mi hijo, por favor.
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Comprendiendo que se había pasado de la raya, Bertrum Hamilton dio media vuelta, abatido, y se encaminó lentamente hacia la parte de atrás de la tienda; en ese momento, sin embargo, el futuro novio de Elizabeth dijo alzando la voz: —Joven… Bertrum se volvió y vio la mirada de reproche de su padre. Después de que éste asintiera indeciso, se aproximó de nuevo con la cabeza gacha. —Le ruego me perdone, Alteza. ¿En qué puedo servirle? ¿Alteza? Elizabeth volvió a sofocar un gemido y miró fijamente a Anne, cuyos ojos dorados se habían agrandado. —¿Alteza? No, no, me confunde usted con otro. —Los pómulos del caballero se tiñeron visiblemente de rubor. —¿Sí? —Las cejas de Bertrum se deslizaron hacia el puente de su estrecha nariz—. Discúlpeme… se-señor. El príncipe de Elizabeth se apartó del dependiente, irguió la espalda y sacó pecho como si se dispusiera a dirigirse a las damas. —Discúlpeme, por favor, lady MacLaren, y usted también, señorita Royle, pero su comentario acerca de que esas diademas son dignas de una princesa me ha llamado la atención. Y creo que tienen ustedes razón. Son unas diademas preciosas. —Sí que lo son. —Elizabeth le sonrió, radiante. Una gota de agua cayó desde un mechón de su pelo a sus pestañas, y empezó a parpadear frenéticamente. Córcholis, debía de parecer la viva imagen de una señorita ridículamente enamorada. Él levantó un poco las cejas y le lanzó una sonrisa divertida. —Mis queridas señoras, sólo me he acercado con la idea de pedirles un pequeño favor. No debería habérseme ocurrido, ni debería haberlas abordado de este modo, pero ya que lo he hecho me siento en la obligación de presentarme. Soy el marqués Lansdowne de Whitevale. — Hizo una profunda reverencia—. Confío en que disculpen mi impertinencia de hace un momento. Elizabeth vio por el rabillo del ojo que el joven dependiente levantaba los ojos al cielo con incredulidad. Anne tardó sólo un momento en presentarlas a ambas. —Milord, ¿qué favor es ése que quería pedirnos? Será un honor ayudarle en lo que podamos. —Yo… eh… —Señaló al dependiente—. Esa diadema de ahí. La que estaban admirando las señoras. El joven Bertrum Hamilton introdujo la mano en la vitrina y cogió la reluciente diadema de diamantes que reposaba sobre un paño de terciopelo negro. —¿Ésta, milord? —Sí. —Cogió la diadema de piedras preciosas y se la ofreció a Elizabeth—. ¿Haría el favor de probársela para mí… sólo un momento? Se lo ruego. Elizabeth forzó con nerviosismo una sonrisa amable y asintió con la cabeza. Hizo ademán de coger la diadema, pero lord Whitevale le apartó de pronto la mano. —¿Me permite, miss Royle? —preguntó. Elizabeth volvió a asentir en silencio. De todos modos le temblaban
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tanto las manos que seguramente no habría podido colocársela bien sobre la cabeza. No dijo una palabra. Apenas respiraba por miedo a ponerse a chillar de emoción. Su corazón latía con fuerza cuando él levantó la refulgente diadema y la colocó entre los rizos de su cabello rojo, en lo alto de su cabeza. Su sueño se estaba haciendo realidad. ¡Lo sabía! Bueno, verdad a medias, por lo menos. Lord Whitevale no era un príncipe, pero eso carecía de importancia. Allí estaba ella, con una radiante diadema en la cabeza, colocada allí por el hombre de sus sueños. ¿Quién iba a pensar que un día tan horrendo podía volverse tan radiante? Elizabeth tensó los labios al pensarlo y, al ver que lord Whitevale correspondía a su sonrisa, sintió que su cuerpo helado se entibiaba desde las puntas mojadas de los pies hasta la coronilla. Luego, sin previo aviso, él le quitó la diadema de la cabeza y se la devolvió al joyero. —Sí, eso es. ¿Podría enviarla hoy mismo a Cranbourne Lodge? Y envíe también esto, ¿quiere? —Se sacó una carta de la chaqueta y se la entregó a Hamilton hijo. El dependiente hizo una reverencia. —Sí, Alteza… Digo, sí, milord. —Muy agradecido, señorita Royle. Ha decidido usted por mí —dijo lord Whitevale—. No me cabe duda de que a ella le quedará perfectamente. ¿A ella? ¿Le quedará perfectamente? Pero ¿de quién está hablando? Elizabeth lo miró, confusa, esperando una explicación, pero él no se dignó a dársela. Les deseó buenas tardes a Anne y a ella, salió bruscamente de la tienda y, seguido por sus lacayos, se adentró en la densa lluvia. —Bertrum —susurró en voz bastante alta Hamilton padre—, ¿por qué te empeñas en llamar Alteza a lord Whitevale? Bertrum no se molestó en bajar la voz, y Elizabeth comprendió por su tono que quería que le oyeran. —Porque eso es lo que es. Vi llegar su comitiva hace dos días. Yo estaba en primera fila, entre la gente que se había congregado para ver el espectáculo, y pude verle con toda claridad. Además, mira el sello de lacre de su carta. Bertrum colocó enérgicamente la carta sobre el cristal de la vitrina y acercó a ella una lamparita antes de que su padre lograra arrebatársela. —Lo sabía. Mírala con atención. Se ve su firma a través del papel. —Les pido disculpas, señoras mías —tartamudeó Hamilton padre—. Les aseguro que no suelo atender así mi negocio. Todas las compras se efectúan con la máxima confidencialidad. A Elizabeth eso le importaba un bledo. Clavó en Bertrum, su nuevo amigo, una mirada solemne. —¿Quién es en realidad? Dígamelo, por favor. Tengo que saberlo. Bertrum, que parecía orgullosísimo de su capacidad de deducción, levantó la barbilla. —Ese caballero, señorita Royle, no era otro que Leopold de SajoniaCoburgo-Saalfield. A Elizabeth le flanquearon las piernas como si fuera a desmayarse, y tuvo que agarrarse a una silla que había allí cerca.
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—¿El… el príncipe Leopold de Sajonia-Coburgo-Saalfield, quiere decir? Bertrum sonrió. —Así es, en efecto. Anne palideció y volvió a mirar a Elizabeth. —¿No oímos rumores, en el recital de los Kirk, según creo, de que la princesa Charlotte se había enamorado hacía poco del príncipe Leopold? —Oh, no son sólo rumores, lady MacLaren —terció Bertrum—. El Times informó de que en el Parlamento se estaba debatiendo secretamente la unión entre ambas familias. Pero no todos los miembros están de acuerdo. Yo, por mi parte, elegiría al príncipe Leopold para la princesa Charlotte. ¿Se han fijado ustedes en su porte? Santo cielo, ese hombre nació para ser un líder. —¡Bertrum! —exclamó Hamilton padre. A Elizabeth comenzó a dolerle la cabeza al darse cuenta de lo que aquella noticia significaba para ella. Se llevó los dedos a las sienes con la esperanza de aliviar su jaqueca. Sabía, sin embargo, que no serviría de nada. Su rival por el afecto de su futuro prometido era nada menos que la princesa de Gales. Que Dios se apiadara de ella.
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Capítulo 2 Hotel Clarendon Londres —Debería darte vergüenza, mandarme a la calle con este tiempo infernal. —Sumner Lansdowne, marqués de Whitevale, añadió un último chorrito de coñac a las dos gruesas copas de cristal que tenía delante. Se volvió y le dio una a su primo; luego se llevó la otra a los labios y bebió. —Ha sido en nombre del amor. —Leopold, príncipe de SajoniaCoburgo-Saalfield se rió suavemente al borde de su copa y miró luego a Sumner de soslayo—. Alguien tenía que salir. Además, fuiste tú quien se empeñó en que me quedara en la dorada mazmorra de este hotel… sano y salvo. —Sería una estupidez aventurarse a aparecer en público después de lo que pasó ayer. —Sumner lo miró muy serio mientras se llevaba la copa a los labios y bebía coñac lentamente. —El destinatario de esa bala podías ser tú, Sumner, ¿no se te ha ocurrido pensarlo? —Leopold enarcó la ceja izquierda al formular aquella ridícula idea—. O puede que sólo fuera algún espectador entusiasmado que disparó al aire entre la multitud. ¿Es necesario que te lo tomes tan a pecho? —Sí, lo es. Y tú deberías hacer lo mismo, Leopold. Puede que tu vida dependa de ello. No tenemos más remedio que proceder con la mayor cautela en el trascurso de esta misión. O sea, mientras estemos en Londres. —Conque misión, ¿eh, primo? —Leopoldo tensó los labios—. Haces que parezca una campaña militar. ¿He de recordarte que estoy en Londres para hacerle la corte a una mujer, no para usurpar el trono? —Y yo estoy aquí para asegurarme de que sobrevives. Ése es mi cometido, primo. —Sumner levantó la copa y bebió un largo trago de coñac; luego se limpió toscamente la boca con el dorso de la mano. A pesar de que fingiera desdeñar el peligro que entrañaba su presencia en Londres, Leopold era extremadamente inteligente y calculador. Sumner sabía que era consciente de que su vida corría peligro por el simple hecho de haberse presentado allí, sin previa invitación regia, para conquistar la mano de la princesa de Gales. Sobre todo teniendo en cuenta que otro candidato tenía apoyos firmes entre los estamentos más poderosos del Parlamento. —O podrías hacer caso omiso de esas amenazas y pasártelo en grande en Londres —masculló el príncipe. Sumner dejó de golpe su copa sobre la mesa. —Leopold, debemos dar por sentado que ese disparo iba dirigido a ti. Y que posiblemente su autor tiene relación con quienes envían esas cartas
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amenazantes. —Tú siempre protegiéndome. —El príncipe bajó la mirada y meció pensativamente la copa de coñac. Al menos, parecía haberle hecho caso —. Mira, Sumner, sé que sólo cumples con tu deber, pero esto me resulta extraordinariamente difícil. Estoy acostumbrado a embestir de frente, a campo abierto y con toda la caballería, no a esconderme entre los árboles como un cobarde. —No te estás escondiendo como un cobarde. Sólo estás siendo prudente. —Eso dices tú. —Leopold dejó que su mirada vagara por la habitación y se posara en el ventanal del centro de la pared que daba al este. Muy bien podría haber habido rejas frente al cristal. Sumner exhaló un suspiro, consciente de lo mucho que irritaba a Leopold, un militar consumado, que su primo lo vigilara y le diera órdenes constantemente. Verse obligado a mantenerse alejado del peligro. Pero los acontecimientos de los dos meses anteriores habían hecho tristemente necesario que el príncipe tuviera un guardaespaldas personal, y él había sido la elección lógica y natural. Era rápido de reflejos y muy hábil con las armas de fuego, hablaba un inglés perfecto y su lealtad hacia la familia Coburgo no tenía parangón. Los Coburgo sabían que daría su vida por la de Leopold, y por eso confiaban en él. —Las cartas… —Leopold miró a Sumner como si de pronto se hubiera acordado de algo—. Hablando de cartas, mi buen amigo, ¿has incluido la mía en…? ¿Qué es lo que has escogido? Supongo que debería saberlo para poder responder adecuadamente cuando ella haga algún comentario sobre mi regalo. —Una diadema. —Sumner suspiró suavemente al recordar a la bellísima señorita Royle con ella puesta—. Una diadema… digna de una princesa. —Ah, sí —contestó Leopold con aire de aburrido desinterés—. Estoy seguro de que has elegido bien. Pero has incluido la carta, ¿no? —Sí, claro. —Sumner asintió con la cabeza, sorprendido por la rapidez con que su primo se había olvidado de las intrigas contra su vida para pensar en la princesa Charlotte—. Y han vuelto a confundirme contigo. El semblante de Leopold se ensombreció mientras Sumner lo recorría con la mirada, desde el cabello moreno hasta las relucientes puntas de las botas. —Francamente, yo no veo el parecido. Eres por lo menos un palmo más bajo que yo. —Sumner sonrió mientras saboreaba tranquilamente un último trago de coñac—. Y con esos hombros de militar y esos brazos tan musculosos —añadió—, te falta la elegancia y la distinción que yo poseo en abundancia. Leopold miró altivamente a su primo desde lo alto de su aristocrática nariz y luego frunció los labios y movió las cejas morenas. Sumner intentó refrenar la carcajada que subió por su garganta, pero Leopold, siempre tan formal en público, tenía un aspecto endiabladamente ridículo. Presa de un ataque de risa, comenzó a toser salpicando de licor color caramelo las dos filas de copas colocadas sobre la mesa de madera satinada. Vio que algo se movía y miró a los dos lacayos de librea apostados
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junto a la puerta. —Discúlpennos, caballeros —dijo—. Me temo que mi primo no tiene modales. —¿Yo? —Leopold puso unos ojos como platos—. ¿Que yo no tengo modales? —El príncipe se volvió para mirar a los lacayos y a la doncella que había entrado precipitadamente en la habitación—. La culpa la tiene él. —Se giró de nuevo hacia su primo y se puso de puntillas para mirarlo a los ojos—. Yo, señor mío, soy la efigie misma del aristócrata refinado. — Volvió a apoyar los talones en el suelo y miró a los lacayos como si quisiera asegurarse de que le habían oído. No debía importarle lo más mínimo, pero lo cierto era que el hecho de que la gente confundiera constantemente a Sumner con el príncipe de Sajonia-Coburgo-Saalfield parecía sacarle de quicio. La doncella bajó la mirada recatadamente y fue a limpiar la mesa mientras los lacayos colocaban las copas manchadas de coñac en una bandeja. Cuando acabaron, hicieron una profunda reverencia, la doncella se inclinó ante Sumner, y todos ellos saludaron a Leopold con una inclinación de cabeza antes de salir de espaldas y de puntillas de la habitación. —¿Te has fijado? ¿Lo has visto? —bufó Leopold—. ¿Por qué será que, hasta cuando estamos juntos, la gente da por sentado que el príncipe eres tú? —Ya te lo he dicho. —Sumner sonrió antes de acabar la frase—. Es por mi estatura imponente. —Agarró a Leopold del hombro y le llevó hacia los sillones dorados colocados a ambos lados de la chimenea—. Por eso mi plan funcionará a la perfección. —Muy bien. —Leopold resopló al sentarse y acomodarse contra el respaldo tapizado del sillón—. Cuéntame qué está tramando tu astuta mente de estratega. Cavendish Square Biblioteca de lady Upperton Elizabeth procuró no encontrarse con los desvaídos ojos azules de lady Upperton al aceptar el platillo de té. No podía soportar ni una sola mirada más de escepticismo de sus seres queridos, y menos aún de su protectora. —Sé que es sumamente difícil de creer, lady Upperton, pero estoy segura de que voy a casarme con ese hombre. Hasta Anne está convencida. —Imposible. —Lady Upperton se llevó la taza de té a los labios y bebió un sorbito mientras miraba a Elizabeth con incredulidad por encima de su borde—. La semana pasada, en Almack's, corría el rumor de que el príncipe Leopold había llegado de incógnito a Londres para intentar conquistar la mano de Charlotte, la hija del príncipe regente. Y, según se dice, ella ha acogido de muy buen grado las atenciones de ese joven caballero. Sobre todo, después de la debacle del compromiso que le organizó su padre con ese ganso enclenque de Guillermo de Orange. Elizabeth movió el dedo índice de un lado a otro.
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—Yo no lo creo. El Times informó de que la princesa Charlotte ya no está en Londres. Pero el príncipe Leopold sí. Anne y yo le vimos. El brumoso vapor que subía de la taza de lady Upperton tenía un aire de ensoñación, y Elizabeth se retrotrajo de pronto al neblinoso Pall Mall, y al momento en que miró los ojos grises del príncipe cuando él le puso la diadema sobre la cabeza. No, Leopold no iba a casarse con la princesa Charlotte. Iba a casarse con ella. Lo sabía con cada fibra de su ser. Nunca antes había sentido una comunión tan inmediata con otro ser humano como la que había sentido con él. Al mirarlo a los ojos por primera vez, había tenido la extraña impresión de que aquel hombre era la parte de su ser que había echado en falta toda su vida. La pieza que llenaba el doloroso hueco de su alma. Pero ¿cómo iba a hacérselo comprender a los demás? No había forma de expresar el vínculo que sentía con él. —Entonces, ¿visteis al príncipe Leopold, querida? —Lady Upperton dejó su platillo de té sobre la mesa, delante de sí, y se fingió desconcertada—. Perdóname, por favor, cielo, pero creía que habías dicho que habías conocido a un tal… lord Whitevale. —Levantó sus níveas cejas y abrió los ojos de par en par, expectante, como si no supiera ya cuál sería la respuesta de Elizabeth. Elizabeth se puso tensa. ¿Otra vez tenía que explicar lo ocurrido? —Ya se lo he dicho, lady Upperton, él dijo solamente que era lord Whitevale, pero el dueño de la tienda demostró sin lugar a dudas que en realidad era el príncipe Leopold. Nos enseñó el sello real, y la firma del príncipe se veía claramente a través de la vitela… —bajó la voz hasta el nivel de un murmullo— cuando el dependiente le acercó una lámpara. — Levantó la barbilla—. Le aseguro que el caballero al que conocí en la tienda es el hombre con el que voy a casarme. —¡Ay, Elizabeth! —suspiró lady Upperton, apoyando un momento la cara en sus manitas. Cuando volvió a levantar la mirada, su irritación resultaba evidente—. Quítate de la cabeza esas ilusiones, niña. Si Prinny acepta al príncipe Leopold, es indudable que habrá un enlace entre las dos familias. —Se inclinó hacia delante y puso una mano sobre la de Elizabeth —. Debes asumirlo, querida mía. Se oyó un agudo chirrido procedente de la chimenea apagada y ambas miraron en aquella dirección. Allí, una librería se abrió como una puerta y un oscuro pasadizo secreto apareció ante su vista. La entrada secreta absorbió de pronto el aire de la habitación como si la propia biblioteca hubiera dejado escapar una exhalación. Las peludas cejas blancas de lady Upperton se elevaron de nuevo y una sonrisa levantó las comisuras de sus labios pintados. —Ah, aquí está por fin. La vetusta y enjuta figura de lord Gallantine cruzó la puerta, emergiendo entre las sombras del pasadizo secreto, y entró en la biblioteca iluminada por las velas. Se ajustó la rojiza peluca y a continuación tiró con firmeza de las mangas de color verde botella de su antaño elegante levita. Miró a las dos mujeres y luego clavó los ojos en Elizabeth mientras avanzaba. Su tono no sonó en absoluto jovial. De hecho, parecía extrañamente
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ofendido con ella. —¿Qué son esas bobadas que he oído contar, muchacha? —preguntó, no poco enojado—. ¿Un príncipe? ¿Un condenado príncipe? Elizabeth se levantó y saludó al anciano caballero con una reverencia. Hizo una mueca. —No son bobadas, milord. Gallantine fijó su atención en lady Upperton tan rápidamente que la anciana señora se sobresaltó. —¿No has conseguido hacerla entrar en razón? Lady Upperton sacudió la cabeza. Levantó las manos con aire resignado. —Está convencida, y no quiere ni oír hablar de que es completamente imposible que se case con un miembro de la realeza. Un gritito de frustración escapó entre los dientes de Elizabeth. —Será porque aún no he oído ni un solo argumento que demuestre que estoy en un error. —¿De veras? —Aquel comentario pareció intrigar a lady Upperton—. Entonces, permíteme darte uno. Elizabeth asintió con la cabeza, indecisa. Siempre tenía que andarse con mucho ojo cuando estaba con lady Upperton y los Viejos Calaveras. Su hermana Mary le había puesto sobre aviso tras su primer encuentro con el cuarteto de ancianos. Eran todos tan amables y encantadores, tenían tan buen talante, que era natural que los demás bajaran la guardia precisamente cuando más alerta debían estar, porque no había grupo más astuto y sagaz en todo Londres que el formado por lady Upperton y los Viejos Calaveras de Marylebone. —Supongamos, sólo como hipótesis, que el caballero al que conociste era, en efecto, el príncipe Leopold —comenzó a decir lady Upperton. —¡Lo era! —balbució Elizabeth. —Bueno, bueno, déjame acabar. —Su protectora levantó la mano, instándola a cerrar la boca—. Supongamos que se trataba de Leopold. ¿Sabías acaso que el príncipe regente ha encerrado a su hija en Cranbourne Lodge, en Windsor… que, como bien sabes, no está muy lejos de Londres? —Lady Upperton cruzó los brazos y esperó a ver cómo reaccionaba Elizabeth. —¿Cra-cranbourne Lodge, en Windsor? —Tragó saliva, a pesar de que tenía un nudo en la garganta. —Soy vieja y a veces me falla la memoria, claro, pero si no me equivoco… —lady Upperton enderezó la espalda y su mirada se volvió tan cortante como una cuchilla recién afilada— esa diadema, la que ese hombre te puso en la cabeza, tenían que enviarla a Cranbourne Lodge. —S-sí, así es —tartamudeó Elizabeth mientras se rascaba con nerviosismo un lado del cuello. Aquella noticia complicaba las cosas. Sólo un poco. Gallantine, que había tomado asiento, se ajustó de nuevo la peluca de color caoba sobre la cabeza. —Ahora que sabes que el príncipe piensa con toda probabilidad casarse con Charlotte y no contigo, ¿podríamos continuar con la tarea de buscarte un buen marido? Elizabeth bajó la cabeza y miró las hojitas de té que giraban en el
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fondo de su taza. A pesar de que cada vez había más pruebas en contra, sabía que había visto su futuro en un sueño. ¿Cómo iba a hacer caso omiso de aquella profecía y a intentar casarse con otro? Era absurdo. El timbre de voz de Gallantine cambió, y Elizabeth se dio cuenta demasiado tarde de que seguía dirigiéndose a ella. —Mañana por la noche hay un baile privado en Almack's —estaba diciendo—. La lista de invitados es la comidilla de Mayfair, por si no lo sabías. Elizabeth levantó los ojos de la taza de té y asintió con la cabeza. —Vamos a asistir. Lo recuerdo. Lady Upperton ya ha elegido el vestido de raso esmeralda para que lo lleve al baile. Madame Devy prometió enviarlo por la mañana. Gallantine dio una palmada sobre sus nudosas rodillas y se apoyó sobre ellas buscando impulso para levantarse. —Perfecto. Hay una persona a la que lord Lotharian, Lilywhite y yo queremos que conozcas. Elizabeth bajó la mirada de nuevo y se concentró en las espirales de vapor que subían de su taza mientras hacía girar los ojos. Santo cielo. Les había dicho que tenía claro su destino. Iba a casarse con un príncipe. No le cabía ninguna duda. ¿Por qué se empeñan tontamente en buscarme marido? ¿No les he dejado bien claro cuál es mi destino? Evidentemente, no. Miró a lord Gallantine, que en ese momento parecía muy satisfecho consigo mismo. Saltaba a la vista que estaba orgulloso del enlace que habían planeado lord Lotharian, Lilywhite y él, sin duda con ayuda de lady Upperton, que actuaba como compinche en sus constantes desvaríos de casamenteros. En fin, podían haber tenido éxito tramando matrimonios perfectos para sus hermanas, pero el Destino estaba de parte de ella. Y no pensaba permitir que aquel cuarteto de entrometidos se metiera de por medio. No estaba dispuesta a seguirles la corriente. Y así pensaba decírselo… a su manera. —Sin embargo… —Elizabeth tosió, llevándose el puño a la boca—, creo que voy a quedarme en casa tranquilamente, en lugar de asistir al baile. —¿Qué majadería es ésa, Elizabeth? —Lord Gallantine la miró achicando los ojos. Elizabeth clavó la mirada en el suelo y allí la dejó. —Bueno, es que estoy terriblemente fatigada desde que me empapé con la lluvia y… temo haberme resfriado, señor. Levantó la cabeza y fijó la mirada en los ojos de Gallantine, buscando algún indicio de que aquella excusa podía librarla de asistir al baile… y de los planes que él y el resto de los Viejos Calaveras de Marylebone hubieran hecho para ella. Gallantine se apartó de ella bruscamente. —¿Estás enferma? —La preocupación coloreó las arrugas que rodeaban sus ojos; de pronto no parecía tener setenta y dos años, sino muchos más. Elizabeth no debería haber insinuado que estaba enferma, porque no
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era cierto. Pero sabía que cualquier achaque causaba en Gallantine tanta inquietud, si no más, que una estantería con los libros mal alineados, un hilillo en su solapa o una mesa desordenada. Era cruel, incluso terrible, servirse de aquel defecto suyo, pero en ese momento no se le ocurría otra cosa y, demontre, tenía que pensar en su futuro. —Bueno, si estás enferma… —Lady Upperton hizo una pausa momentánea y la miró con suspicacia—. Enferma de verdad, no deberías asistir al baile. ¡Ay, Dios! Su protectora sabía de algún modo que se había inventado sobre la marcha aquella excusa para escapar de un compromiso. Lo veía en los ojos de la anciana. Sintió que su cuerpo se contraía y se hundió en el cojín del sofá, acobardada. Lord Gallantine inclinó la cabeza, dando su aprobación, y la peluca resbaló por su frente y fue a posarse en el puente de su nariz. Tras colocarla en su sitio, miró a Elizabeth con mucha intención. —Es una pena que no puedas asistir, querida niña. Ahora que sé lo de tu premonición, habría jurado que serías capaz de cruzar el Támesis a nado para asistir a ese baile en particular. —Se volvió con un fuerte suspiro y se encaminó hacia la puerta oculta entre las estanterías. ¿Qué es esto? Después de enterarse de mi premonición ¿pensaba que querría asistir al baile en Almack's? —Espere, sir Gallantine. ¡Por favor! —Elizabeth estiró la mano hacia la mesita y soltó bruscamente su platillo de té, que cayó con estrépito sobre su bruñida superficie. —¡Uy! —Al oír aquel ruido, lady Upperton dio un respingo y se llevó la mano al pecho—. Gallantine, la has dejado en ascuas. Vuelve aquí y siéntate. Elizabeth se levantó de un salto y corrió tras él. —Por favor, vuelva y explíqueme qué quería decir. Gallantine se detuvo en cuando Elizabeth tocó su hombro con los dedos. Apartó el brazo, mirando con fijeza el lugar donde le había tocado, y luego se volvió lentamente para mirarla. —Le… le pido disculpas, lord Gallantine. —Elizabeth escondió las manos a la espalda—. No debería haberle tocado el brazo teniendo en cuenta mi posible… aunque improbable resfriado. —Dio un paso atrás para tranquilizarlo—. Sólo quería saber a qué se refería con ese comentario. ¿Por qué iba yo a querer aventurarme en ese baile en particular? —A lady Upperton le ha costado mucho trabajo que tu nombre aparezca entre los muy prestigiosos nombres de la lista de invitados. — Gallantine inclinó la cabeza hacia lady Upperton en señal de agradecimiento, y ella respondió a su gesto de idéntica manera. —No lo sabía. —Elizabeth se volvió e hizo una reverencia ante su protectora—. Muchas gracias, lady Upperton. Es usted muy buena conmigo. —Cuando lady Upperton inclinó la cabeza a modo de respuesta, Elizabeth volvió a fijar su atención en el caballero y esperó a que respondiera a la pregunta que le había formulado. Gallantine tardó un momento en dignarse a complacerla. —Bueno, pensaba que te habrías enterado. —Al mirar hacia lady Upperton, al otro lado de la biblioteca, Elizabeth siguió su mirada. Lady Upperton sacudió la cabeza pesarosamente.
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—Creo que no lo sabe, Gallantine. Aunque no veo de qué va a servir decírselo ahora. A fin de cuentas, se encuentra tan mal que no puede asistir. —Por favor, necesito saberlo. —Estaban jugando con ella y lo sabía. Alguien muy importante y poderoso iba a asistir al baile—. Dígamelo, por favor. —Elizabeth empezó a retorcerse las manos. Tal vez fuera… él. Oh, Dios, ¿sería cierto? Incapaz de contener su creciente nerviosismo, dio un paso apresurado hacia Gallantine. —No, no. —El alto y enjuto vizconde sacudió la cabeza y su peluca se movió hacia la izquierda y luego hacia la derecha, hasta que quedó torcida sobre su calva coronilla—. Lady Upperton tiene razón. Si estás enferma, decirte que se rumorea que el príncipe Leopold va a asistir al baile sólo serviría para que te llevaras una desilusión, pequeña. —¡Oh, Gallantine! —exclamó lady Upperton—. Ya que estás, cuéntaselo todo. —Agitó la mano en el aire desdeñosamente—. Total, ya les has dicho que el príncipe Leopold va a estar en Almack's. —¿Ah, sí? —Deslizó el dedo índice bajo su peluca, se rascó y enderezó a continuación aquel engendro sobre su cabeza—. No lo recuerdo… — masculló para sí mismo. —Claro que sí. —Lady Upperton exhaló un largo suspiro y se encogió de hombros, resignada—. Ahora se pasará la noche sentada en su cama, pensando que habría podido volver a encontrarse con su presunto futuro marido. Pero no queda otro remedio. —Fijó la mirada en Elizabeth—. Porque estás muy enferma. Lo siento terriblemente por ti, querida. Elizabeth miró a uno y a otro, girando la cabeza como hipnotizada. —Puede que mañana me sienta mejor. Sí, estoy segura de que, si esta noche descanso y mañana paso un día tranquilo, cuando llegue el momento de ir al baile estaré como nueva. Gallantine levantó las cejas y Elizabeth comprendió que se disponía a llevarle la contraria. Así que, agarrándose la falda, se dirigió a toda prisa hacia la puerta del vestíbulo. Antes de salir de la biblioteca miró hacia atrás. —Buenas noches, lady Upperton, lord Gallantine. Lady Upperton pulsó la palanca que había a un lado del sofá y un pequeño escabel salió de debajo de éste. La diminuta anciana se bajó del sofá y echó a andar hacia Elizabeth. —Querida mía, no hemos acabado de tomar el té. ¿Adónde vas con tanta prisa? —A Berkeley Square, a casa. —Elizabeth tenía los ojos fijos en la puerta abierta. No se atrevía a mirar atrás por miedo a que lady Upperton le hiciera sentarse de nuevo en el sofá—. Si mañana voy a asistir al baile, tengo que irme a la cama… ¡sin más demora! Unos minutos después salía a la calle y montaba en un coche de punto, camino de Berkeley Square. Mañana… Se puso loca de contenta al pensarlo. Al día siguiente, se encontraría con su príncipe en el baile y demostraría a todo el mundo que su sueño iba a hacerse realidad.
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Berkeley Square Una hora después —No puedes hacer esto, Lizzy. —Anne daba vueltas con nerviosismo a la alianza de boda que lucía en el dedo—. Por favor. Parada en medio del salón de su tía abuela Prudence, Elizabeth miró a Anne. Su hermana la miraba como si estuviera loca, o al menos como si no fuera de fiar. —No sé a qué te refieres, Anne. —Ansiosa por eludir el escrutinio de su hermana, dejó que su mirada se deslizara con ligereza sobre la blanca cabeza de su tía abuela, que dormitaba apaciblemente en un sillón, junto a la chimenea, con un hilillo de baba colgándole entre el labio y el hombro. —Se me ocurre una forma mejor de ocupar el tiempo. —Anne corrió a la librería y sacó el cofrecillo de documentos que su padre les había dejado al morir. —Eso no, Anne —suspiró Elizabeth—. Por favor, ahora no. Pero su hermana no le hizo caso y colocó el cofre sobre la mesa. Introdujo la mano dentro y sacó una llave de bronce. —Anne, por favor… —Elizabeth levantó los ojos al cielo mientras su hermana desenroscaba la ornamentada asa ovalada de la llave y dejaba al descubierto un punzón hexagonal que a continuación usó para quitar el falso fondo del cofrecillo. Sacó entonces dos frasquitos de láudano de color ámbar y, dejando que entrechocaran con un tintineo, se los pasó a Elizabeth, que exhaló lentamente y los sostuvo delante de sus ojos. —Dos frascos con la etiqueta «láudano» y una cuadrícula debajo. Pero después de la cuadrícula no hay ningún número, ni ninguna inicial. Las dos hemos mirado estos frascos durante horas en busca de pistas, pero no hemos encontrado nada, a pesar de que son lo único que queda de las presuntas pruebas que tenía papá. No ofrecen ningún indicio sobre las circunstancias de nuestro nacimiento. Anne suspiró. Elizabeth tenía claro que su hermana no pensaba cejar en su empeño. —Lotharian nos dijo que papá pensaba que el láudano lo había usado lady Jersey, o quizá la propia reina, para drogar a la señora Fitzherbert en el momento del parto… o poco después. Y que no fue nuestro padre quien se lo procuró. Elizabeth agarró la mano de Anne y le devolvió los frascos enérgicamente, sin importarle que se rompiera el cristal. —Aunque supiéramos de dónde salió el láudano, eso no demostraría que seamos de verdad hijas del príncipe de Gales y de la mujer con la que se había casado en secreto. Sólo probaría, en caso de que esa historia sea cierta, que un cirujano más ayudó a ocultar nuestro nacimiento. Así que esa supuesta prueba no tiene ningún valor. —Elizabeth se acercó a la chimenea antes de volver a mirar a su hermana—. Yo me he resignado a la posibilidad de que nunca encontremos pruebas que demuestren que somos hijas del príncipe de Gales. Anne la miró tercamente y devolvió los frasquitos a su escondite, en el interior del cofre.
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—Había pensado que podías entretenerte intentando descubrir algo más sobre esos frascos mientras yo estoy fuera. Eres tan lista… Estoy segura de que puedes descubrir qué significan. —Déjalo, Anne. Basta, por favor. —Se llevó los dedos a las sienes y se las frotó para calmar el dolor que notaba allí. Fijó de nuevo los ojos en su hermana—. Mary y tú parecéis haber olvidado vuestro empeño en demostrar que la historia de papá sobre nuestro nacimiento era cierta. ¿Por qué voy a hacerlo? ¿Por qué he de olvidarme de perseguir mis sueños, como habéis hecho tú y Mary? Anne se puso de puntillas y dejó el cofre en lo alto de la estantería. Cuando se dio la vuelta, Elizabeth vio que el enojo empezaba a colorear sus mejillas. —Laird y yo salimos de viaje mañana, Lizzy. Nos vamos de luna de miel. Por favor, prométeme que no te acercarás al príncipe Leopold en el baile y que no harás ni dirás ninguna tontería. Debes quitarte de la cabeza la idea de que es tu futuro marido. Elizabeth cruzó los brazos. —Yo sé que lo es, Anne —dijo con firmeza. —Lizzy, por todo Londres corre el rumor de que se casará con la princesa Charlotte en cuanto tenga el respaldo del Parlamento y el permiso del regente. —El hecho de que lo desee, o de que se rumoree que lo desea, no significa que vaya a casarse con la princesa. —Elizabeth descruzó los brazos y apoyó las manos en las caderas. —Puede que no, pero tampoco significa que vaya a casarse contigo. —Anne profirió un gruñido—. ¡Sé realista, Lizzy! —Yo sé lo que vi en mi sueño, Anne. —Sí, sabía que todo aquello debía parecerle un disparate al resto del mundo, pero no a Anne. Sus sueños eran proféticos y ambas hermanas tenían pruebas de ello. No sólo había soñado que su hermana Mary se enamoraría y contraería matrimonio con el duque de Blackstone, a pesar de que aseguraba aborrecerlo sobre todos los demás, sino que había vaticinado con acierto que Anne se casaría con lord MacLaren, incluso cuando él decía desear a otra. ¿Por qué su hermana se negaba a escucharla ahora? Anne se acercó y la tomó de las manos. —¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez no eras tú, sino la princesa Charlotte, a quien viste casarse con Leopold? Si la historia de nuestro nacimiento es cierta, puede que Charlotte sea hermana nuestra, aunque sólo de padre. Y eso nos convertiría a todas en hijas del príncipe regente. Elizabeth pensó en las palabras de su hermana, pero no la convencieron. En aquel sueño, se había visto mirando intensamente a los ojos del príncipe. Le daba la mano mientras él deslizaba una alianza en su dedo. Y miraba a través de sus propios ojos, por lo que no estaba viendo la boda de otra. Nada de eso. —No, Anne. La novia era yo. De eso estoy segura. —Pero ¿es que no lo entiendes? Normalmente, tus sueños sólo son verdad a medias. —La exasperación de Anne era palpable—. Tal vez eso sea lo que está mal: que la novia es otra, no tú. Tu media hermana, quizás. Elizabeth se desasió de sus manos y se acercó a la tía abuela
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Prudence, que había abierto los párpados de par en par. A juzgar por su mirada llena de curiosidad, habría apostado a que la anciana había estado escuchando y observando toda la escena sin que nadie se diera cuenta de que tenía el oído atento, como hacía siempre que alguna conversación tomaba derroteros interesantes. Cherie, la criada muda, entró sigilosamente en el salón y pasó entre Anne y ella con una copa de clarete para la tía abuela Prudence. Aquello era sumamente extraño. Cherie había vuelto a hacerlo: se había anticipado a una necesidad antes de que los demás cobraran conciencia de ella. Aquella inaudita habilidad de la doncella francesa nunca dejaba de asombrar a Elizabeth, a sus hermanas o a los invitados que visitaban la casa de la tía abuela Prudence en Berkeley Square. La tía abuela Prudence curvó un poco los labios al ver el clarete y levantó la mano del regazo para coger la copita de cristal. Probó un sorbo, echó la copa hacia atrás y luego engulló parte del vino. Tras chupetearse los labios por si quedaba en ellos algún resto de clarete, traspasó a Elizabeth con la mirada. —Ese tal lord Whitevale podría o no ser un príncipe, Lizzy, pero te elija a ti o elija a Charlotte, acabará casándose con una princesa, ¿no crees? —Se rió alegremente. Elizabeth le sonrió a la anciana y se arrodilló ante ella para ajustar la manta que cubría su regazo. —Confiemos en que permita que sea el Destino quien elija a su compañera, y no Prinny. —Le guiñó un ojo a su tía abuela, que al oírla se echó a reír de buena gana, sacudiéndose de tal modo que estuvo a punto de verterle sobre el brazo el poco clarete que le quedaba en la copita. Elizabeth se incorporó y besó su mejilla. Su anciana tía era una mujer encantadora que podía aparentar fácilmente diez años menos de los setenta y cinco que aseguraba tener. Prudence era, en efecto, una persona entrañable, aunque a veces fuera también algo atolondrada, y a ella le parecía una lástima que no hubieran sabido de su existencia hasta después de la muerte de su padre, cuando las tres hermanas Royle se fueron a vivir con ella a Londres. Habría sido maravilloso que sus hermanas y ella hubieran conocido de pequeñas a aquella parte de la familia. —Lizzy, por favor, júrame que no perseguirás al príncipe Leopold mientras Laird y yo estemos en Brighton —le suplicó Anne. Frunció el entrecejo justo encima del puente de la nariz y tres filas de arrugas aparecieron en su frente—. Estoy segura de que no pegaré ojo mientras esté de viaje si me siento constantemente preocupada por que puedas ponerte en ridículo delante de todo el mundo. —Mi querida Anne, confío de todo corazón en que no pegues ojo mientras estés en Brighton, o me temo que tu luna de miel será terriblemente decepcionante para Laird y para ti. —Elizabeth miró de nuevo a su angustiada hermana y a su tía abuela—. ¿No estás de acuerdo, Prudence? —Sonrió, pero la sonrisa se borró de sus labios. Su tía abuela había vuelto a dormirse. O fingía dormir. Exhalando un suspiro, Elizabeth se dejó caer en el otro sillón colocado junto al fuego. —Descuida, hermana, no perseguiré al príncipe en el baile. Ni me
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casaré con él, aunque me lo pida. —Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios—. Al menos hasta que tu querido conde y tú hayáis vuelto y podáis presenciar cómo se hace realidad mi sueño. Porque ¿qué sería mi boda si no asistieran mis hermanas y sus apuestos maridos? —Lizzy, eres incorregible —siseó Anne. —Te he dado mi palabra. Elizabeth enarcó sus cejas rojizas y abrió de par en par los ojos verdes con expresión candorosa. Anne la miraba con creciente suspicacia, pero Elizabeth mantuvo el semblante sereno, consciente de que estaba diciendo la verdad. No perseguiría al príncipe Leopold en el baile del día siguiente. No haría falta. Lo único que tenía que hacer era colocarse en su camino. De ese modo, no le perseguiría: sería él quien se acercara. Tal y como había previsto el destino.
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Capítulo 3 A la mañana siguiente Había salido el sol, mudando el cielo de un gris sombrío a un azul cerúleo, pero su resplandor no había entibiado el aire aún y el día seguía teniendo el frescor de una mañana de otoño. Aunque la chimenea estaba limpia de cenizas y en la cocina había vuelto a encenderse el fuego para los guisos del día, el frío de la noche persistía aún en la habitación. Sentada ante la mesa de la cocina, Elizabeth se ciñó el chal de damasco mientras leía la lista de la compra de la señora Polkshank, intentando no quedarse dormida. Cerró los párpados y se los frotó con las yemas de los dedos con la esperanza de espabilarse. No había podido dormir después del preocupante sueño que había tenido esa noche. Pero ¿cómo iba a dormir? Decirse que no era más que un sueño no servía de nada. Los suyos no eran sueños corrientes: a menudo se hacían realidad, y la visión que había tenido esa noche sólo auguraba horrores en su futuro inmediato. En el sueño llevaba un vestido de baile de color esmeralda: el vestido que madame Devy, la modista, había confeccionado siguiendo las estrictas instrucciones que le habían dado lady Upperton y ella misma. De pronto notaba un golpe que la dejaba sin aliento. Miraba lentamente hacia abajo y veía un líquido rojo correr por su corpiño. Y en ese instante se apoderaba de ella un presentimiento tan espantoso que la dejaba enferma. Incluso ahora, el recuerdo de aquella pesadilla dejaba su cuerpo molido y helado hasta los huesos. Intentó desprenderse de aquella horrible sensación moviendo la cabeza y los hombros como si se sacudiera la nieve del sombrero y el abrigo antes de entrar en casa, pero fue en vano, así que se puso a interrogar a la señora Polkshank con respecto a la lista de la compra para distraerse. —No somos tantos, señor Polkshank, ¿de verdad necesita tanto cordero? —Una pierna de cordero es una pierna de cordero. No puedo ir y pedir una rodilla, ¿no? —La señora Polkshank cruzó los brazos sobre sus grandes pechos y resopló, enojada con la nueva señora de la casa: la tercera en dos años. La cocinera, una antigua tabernera reclutada por Mary, su tacaña hermana, nunca había sido muy dada a guardarse sus opiniones. Aun así la conservaron, porque siempre se las arreglaba para mantener bien alimentada a la familia con una divertida selección de platos, pese a lo limitado de su presupuesto.
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O eso le habían hecho creer sus hermanas. Elizabeth llevaba apenas una semana administrando los fondos de la familia, puesto que, igual que Mary antes que ella, su hermana Anne había tenido la fortuna de contraer matrimonio y trasladarse a la magnífica mansión de su marido. Ahora, toda la responsabilidad de la casa recaía sobre sus hombros. Dar diariamente el visto bueno a la lista de la compra era una tarea tediosa, como todas las demás labores cotidianas que había heredado de sus hermanas, tales como pagar al servicio, aprobar el menú diario y atender la correspondencia y las reclamaciones de pago. Esta semana, sin embargo, el libro de cuentas en el que se anotaban los gastos de la casa denotaba un cambio interesante: en lugar de bajar tras la marcha de sus hermanas, los gastos semanales estaban aumentando. Así que miró con cautela a la señora Polkshank. —¿No hay nada más… económico? —Es cordero, no falda de ternera. —La señora Polkshank fue levantando la voz a medida que crecía su exasperación—. ¿Qué quiere que comamos, señorita Elizabeth? ¿Palomas del parque? ¿Ratas del callejón? —Dio una palmada en la mesa y el aire que desplazó hizo volar y caer sobre el regazo de Elizabeth la piel de una cebolla que había estado pelando—. Porque si es así habrá que buscar un cazador de ratas. Con eso puedo ayudarla. Conozco a uno muy bueno. Elizabeth se sacudió la piel de cebolla de la falda y miró de nuevo el libro de cuentas. No iba a dejarse distraer por las baladronadas de la señora Polkshank. Saltaba a la vista que los gastos en comida habían aumentado; casi se habían duplicado. De pronto la asaltó una sospecha y achicó los ojos. La señora Polkshank se estaba aprovechando de su falta de experiencia a la hora de administrar el dinero de la casa. Miró la hoja con enojo. Debería encararse con ella inmediatamente. Por supuesto lo negaría todo, y no había modo de demostrar sus acusaciones si no iba ella misma a la carnicería y al mercado para comprobar los precios. Y no iba a hacerlo. Al menos, no ese día. Tenía demasiadas cosas que hacer antes del baile de esa noche. El baile que ahora temía, después del sueño que había tenido esa noche. Aquel sueño espantoso. —Vaya, señorita Elizabeth, está usted temblando. —La cocinera puso cara de preocupación—. El fuego ya está muy vivo. Hace tanto calor en la cocina que una se asa. ¿No habrá cogido un resfriado? —No, no, estoy bien. No me haga caso, por favor, señora Polkshank. —Elizabeth apoyó la cabeza en las manos—. Estoy muy nerviosa. Esta noche hay un baile en Almack's… y puede que asista el príncipe Leopold. La cocinera asintió con la cabeza. —Oh, seguro que va. Por lo menos eso rumorean los criados por toda la ciudad. Elizabeth volvió la cabeza para mirarla. —¿De veras? —Claro. Yo misma hablé anoche con uno de sus lacayos, un muchacho muy fortachón. Que va a asistir al baile es el secreto peor guardado de todo Londres. Le aseguro que el príncipe estará allí, señorita Elizabeth.
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El corazón le dio un vuelco en el pecho y un agradable calorcillo comenzó a difundirse por su cuerpo helado. —Él irá a Almack's. Y yo también. —Una sonrisa asomó a sus labios. La señora Polkshank puso sus grandes y rojas manos sobre los hombros de Elizabeth y empezó a masajear sus músculos como si amasara pan. —Y no se preocupe por lo que digan los demás de sus sueños, señorita. A mí no me parece que esté loca. Yo la creo. Si le digo la verdad, yo también tengo sueños de ésos de vez en cuando. Creo que todos los tenemos, sólo que a la mayoría de la gente le da miedo reconocerlo. Elizabeth giró el cuello para mirar a la cocinera. —¿Cómo sabe lo de mi sueño? La recia mujer se rió intencionadamente. —Nadie sabe más que yo de lo que pasa en esta casa, o con mis señoras, señorita Elizabeth. —En ese momento, algo se movió en la puerta y la señora Polkshank levantó la mirada; Cherie había entrado en la cocina —. Salvo quizás esa mosquita muerta. —Señaló a la doncella ladeando la cabeza. Cherie extendió su fina mano y le tendió una nota. Elizabeth la cogió y deslizó los ojos por ella. Miró a Cherie. —Pero, pero… yo creía que madame Devy iba a mandar el vestido. Lo necesito para esta noche. Y ella lo sabía. —Un hormigueo de temor recorrió su piel. La criada se encogió de hombros. —Me ofrecería a ir a buscarlo, señorita Elizabeth, pero Cherie no puede encargarse de traer la pierna de cordero. Mire esos brazos escuálidos. Dan pena. Y además tiene cosas que hacer. Entre otras, cruzar toda la ciudad para ir a encargar el clarete especial de su tía abuela Prudence. —La señora Polkshank levantó sus cejas velludas. Antes de que Elizabeth pudiera decir nada, la cocinera había tachado aquella posibilidad de su lista. —MacTavish está sacando brillo a la plata esta mañana. Y no creo que quiera usted que toque su vestido después de eso. Por más que se restriegue las manos, manchará la seda. No, no iba a arriesgarse a que a su vestido esmeralda le pasara nada. Sobre todo después de la pesadilla que había tenido esa noche. Apoyó las manos en la madera desnuda de la mesa y se levantó. —Hay tiempo de sobra. Iré a casa de madame Devy yo misma. Discúlpenme, por favor. —Saludó a las criadas inclinando la cabeza, salió resueltamente de la cocina y subió al piso de arriba. A hora tan temprana, esperaba encontrar una corta fila de coches de punto esperando pasajeros en la esquina de Berkeley Square y Bruton, pero no había ninguno. Tendría que ir a pie a la tienda de madame Devy. Pero no le importaba caminar: le vendría bien hacer un poco de ejercicio para calmar los nervios. A fin de cuentas, la tienda estaba bastante cerca, y mientras no lloviera no le pasaría nada. Mientras caminaba, miró los cúmulos de nubes que pendían sobre los edificios, a poca altura. El cielo que asomaba entre la panza gris de las
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nubes era aún de un azul vivo y alegre. Aflojó el paso. Seguramente esa mañana no había que preocuparse porque cayera un chaparrón. Se paró y miró hacia arriba. No, no quería arriesgarse a que la lluvia le chafara otro vestido, así que se dio media vuelta, volvió corriendo por el empedrado y entró en la casa en busca de un paraguas. Al abrir la puerta de golpe estuvo a punto de chocar con su tía abuela, que estaba parada, muy erguida y casi vigorosa, en medio del pasillo. —¡Prudence! Era raro ver caminar a la anciana, como no fuera para ir a su habitación, y Elizabeth jamás la había visto tan… lozana. Le sonrió. —Esta noche debes de haber dormido muy bien. Estás muy activa esta mañana. La tía abuela Prudence miró fijamente a Elizabeth, que se apresuró a apartarse y, pasándose el brazo de la anciana por el hombro, empezó a llevarla hacia el salón. —Ven, deja que te ayude a llegar al sillón. Puedo traerte un libro. ¿Te gustaría? Cherie apareció al fondo del pasillo, vestida para ir a Piccadilly a encargar el clarete. En cuanto vio a la anciana de pie en medio del pasillo, puso unos ojos como platos. Se acercó a toda prisa y enseguida descargó a Elizabeth del peso de la tía abuela Prudence. —Vaya, gracias, Cherie, pero podría habérmelas arreglado. No quiero que te esfuerces demasiado. —Le asombró ver cómo sostenía la menuda sirvienta a la tía abuela Prudence hasta que llegaron a su sillón, junto al fuego. Se quedó mirando a la criadita de brazos huesudos. ¡Qué ideas se le ocurrían a la señora Polkshank! Cherie era perfectamente capaz de llevar una pierna de cordero. ¡Pero si acababa de sujetar a una anciana y prácticamente la había llevado en vilo por todo el salón! Cherie y la tía abuela Prudence cambiaron una rápida mirada llena de intención; luego, la pequeña criada pasó corriendo junto a Elizabeth y regresó un momento después con un paraguas. ¿Cómo sabía que he vuelto por esto? Elizabeth le dio las gracias inclinando la cabeza en silencio, cruzó la puerta y salió a la plaza. Córcholis. Cherie era muy eficiente y muy buena con la tía abuela Prudence, pero había algo en ella que le ponía los pelos de punta. Menos de una hora después, Elizabeth salió de la tienda de madame Devy con su exquisito vestido de baile de color esmeralda. Era sin duda alguna el vestido más bonito que tenía, y se alegraba de que madame Devy se hubiera tomado la molestia de envolver su delicada seda china en una funda de hilo para protegerla de los elementos. Volvió a mirar el cielo. Las nubes empezaban a oscurecerse y sólo aquí y allá, entre sus cúmulos, se adivinaba algún retazo de cielo azul. No, no te arriesgues. Gástate unos chelines. Busca un coche de punto. Cuidado con el vestido. Cuidado con el vestido. Se acercó a la picuda esquina entre Grafton Street y Bond Street y se quedó parada al borde de la calzada, buscando un coche. Miró a lo largo de Old Bond Street y de New Bond Street, pero no vio ninguno. El único
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vehículo que se veía era un hermoso carruaje aparcado cerca de allí, frente al Hotel Clarendon. Elizabeth suspiró. Pero al fijarse un poco más en él, se le ocurrió una idea. Si el dueño estaba dentro, podía pedirle que la llevara hasta Berkeley Square antes de que la lluvia barriera la calle, a ella y a su precioso vestido. Sería muy sencillo. Cabía la posibilidad, sin embargo, de que el propietario no estuviera dentro del coche. En ese caso, sobornaría al cochero para que la llevara hasta la casa de su tía abuela Prudence, que distaba de allí un corto trecho. El coche estaría de vuelta frente al hotel antes de que su dueño se diera cuenta de su falta. Sonrió, satisfecha con su astucia. Tal vez su amistad con la astuta lady Upperton y los Viejos Calaveras de Marylebone tenía más ventajas de las que imaginaba. Mientras se dirigía al carruaje aflojó los lazos de la bolsa. Convenía ir preparada. Tal vez tuviera que enseñar el vestido para convencer al dueño del carruaje de que necesitaba imperiosamente un vehículo en el que resguardarse. Al fin y al cabo, ¿quién iba a negarle su ayuda en cuanto viera la calidad inigualable y el color de aquella seda? Nadie. Firmemente convencida de ello, avanzó por New Bond Street hasta el carruaje y formuló su petición a la joven de rasgos agradables que había sentada en su interior. No esperó a que se lo pidieran: soltó el paraguas que llevaba bajo el brazo, desató los lazos de la funda y le mostró el corpiño de su hermoso vestido esmeralda. —Es usted una joven muy audaz, ¿no le parece, querida? —preguntó la mujer, levantando el delicado arco de sus cejas, divertida… o quizá perpleja. Elizabeth no estaba segura de que fuera una cosa u otra. —No, señora. Estoy desesperada —contestó, y volvió a mirar el cielo cuando la primera gota se estrelló en su mejilla. Sofocó un grito y metió el vestido en el coche para resguardarlo. Pero, para su espanto, la mujer interpreto aquel gesto como una invitación para tocar la seda. —Es un vestido magnífico, y el color hace juego con sus ojos, aunque haya tan poca luz. —Sí, señora. No puedo permitir que se estropee. No hay otro igual. — Miró su paraguas, tirado sobre los adoquines—. Verá, mi paraguas no es lo bastante grande para cubrir el vestido. —Se inclinó hacia el coche al sentir que frescas gotas de agua caían sobre su espalda. Observó el interior del espléndido carruaje y el elegante atuendo de su propietaria—. Sé que usted lo entenderá mejor que nadie. ¿Podría ayudarme, por favor? La mujer se echó a reír, se deslizó por el asiento de cuero y dio unas palmaditas sobre él con su mano enguantada, invitando a Elizabeth a entrar. Ésta puso el pie en el escalón y se inclinó para colocar el vestido con todo cuidado en el asiento de enfrente de modo que no se arrugara. Cuando se dio por satisfecha, se sentó junto a la mujer. El lacayo cerró la puerta del coche, pero pasó un momento sin que las ruedas del carruaje se pusieran en marcha. —Santo cielo, perdóneme, por favor, estaba tan preocupada por mi vestido que temo haberme dejado los modales en el suelo. Soy la señorita Elizabeth Royle y actualmente vivo en Berkeley Square… hacia donde nos
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dirigimos. Muchísimas gracias por socorrerme, señora. La mujer sonrió ampliamente. —Ah… entonces ¿es usted una de las famosas hermanas Royle? —Sí, señora. Soy la pequeña. Por unos minutos, o eso decía mi padre. —Su padre era el médico personal del príncipe de Gales. —Los ojos de la mujer brillaron sagazmente. Dio unos golpecitos en la pared del coche y el carruaje comenzó a avanzar por la calle. —Sí, así es. —Elizabeth empezaba a sentir curiosidad—. Discúlpeme, pero he de preguntárselo. ¿Cómo sabe tanto sobre mí? Fue casi como si su salvadora le hubiera leído el pensamiento. —Porque soy la señorita Margaret Mercer Elphinstone, una de las damas de compañía de la princesa Charlotte. —Sonrió un poco—. Aunque muchos me consideran su confidente y una de sus amigas más queridas. Nos vimos una vez, aunque fue sólo un momento y no nos presentaron formalmente. Estaba usted tumbada de espaldas enfrente de Carlton House. —¡Vaya, no me diga! Estaba usted con la princesa Charlotte el día que su carruaje estuvo a punto de atropellarme —dijo Elizabeth distraídamente. Luego se le ocurrió otra cosa—. Era… era este mismo carruaje. La señorita Elphinstone se rió. —Sí, en efecto. Y ha vuelto a unirnos. —Y otra vez, en cierto modo, ha vuelto usted a salvarme. —Bueno, no podía permitir que un vestido tan hermoso se estropeara. Usted misma ha dicho que no hay otro igual. —La dama le lanzó un guiño juguetón. Elizabeth se quedó en silencio, completamente asombrada. La señorita Mercer Elphinstone era muy lista y divertida, y durante los escasos minutos que tardaron en llegar a Berkeley Square la obsequió con breves anécdotas sobre la alta sociedad. Elizabeth estaba tan contrariada por tener que separarse de la dama que pensó por un momento en fingirse desorientada e ignorar dónde se hallaba la casa de su tía abuela Prudence. Pero era una idea descabellada. Cuando el lacayo abrió al fin la puerta, se quedó parada un momento. —Ha sido todo un placer conocerla —le dijo a la señorita Elphinstone —. Confío en que volvamos a hablar alguna vez. En el baile de esta noche en Almack's, tal vez. —Estoy segura de que volveremos a encontrarnos, señorita Royle, pero no vamos a asistir al baile de esta noche. De hecho, he de regresar a Cranbourne Lodge inmediatamente. Elizabeth reparó entonces en la hoja de papel plegada que la dama sostenía en la mano: una carta adornada con el sello inconfundible del príncipe Leopold de Sajonia-Coburgo. Al ver que miraba la carta, la señorita Elphinstone la apartó de su vista y la escondió subrepticiamente bajo su mantón estampado de cachemira. El lacayo ayudó a bajar a Elizabeth y la dama levantó delicadamente el vestido. Acababa de volverse para entregárselo a su dueña cuando se quedó paralizada. —¡Santo cielo! ¿Qué hace ella aquí? —¿Quién? —Elizabeth se giró, sorprendida, pero sólo vio a su tía
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abuela Prudence, que las observaba desde la ventana del salón. Se rió—. Es sólo la señora Prudence Winks, mi tía abuela. —No, no, estoy segura de que no es así. —La mujer se inclinó y miró fijamente a Prudence. —Me temo que se equivoca. Esa señora es, en efecto, mi tía abuela Prudence. ¿Le apetecería conocerla? La señorita Mercer Elphinstone tardó unos segundos en negar con la cabeza. —En otra ocasión, quizás. Ahora debo marcharme. El aguacero empezaba a arreciar, pero Elizabeth miró de nuevo hacia atrás, entre la lluvia, para asegurarse de que estaban hablando de la misma persona. No vio a nadie más. Paseó la mirada por la calle. En efecto, no se veía ni un alma en Berkeley Square. —Discúlpeme, señorita Royle —dijo la señorita Elphinstone, avergonzada—. Con esta lluvia veo borroso, eso es todo. No hay duda de que he confundido a su tía abuela con otra persona. Qué tonta soy. — Parecía aún muy sorprendida cuando le entregó el vestido a Elizabeth, que esperaba en el empedrado mojado, fuera del carruaje—. Apresúrese a entrar, y tenga cuidado con el vestido. —Con una sonrisa de despedida, dejó que el lacayo cerrara la puerta, y el carruaje se puso de nuevo en marcha. —Gracias por su generosidad —gritó Elizabeth. Hizo una rápida reverencia, dio media vuelta y corrió hacia la casa.
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Capítulo 4 Hotel Clarendon New Bond Street Sumner y el príncipe Leopold estaban delante de un enorme espejo de cuerpo entero, admirando el esplendor de sus trajes de gala. O más bien era Sumner quien admiraba su apariencia; Leopold lo miraba con el ceño fruncido. Sumner se volvió a derecha e izquierda mientras miraba su reflejo con aire crítico. —No, no. Te digo que algo falla. —Es la banda —suspiró el príncipe Leopold, haciendo girar los ojos—. Yo me pondría una banda roja para la ocasión. Sumner se volvió hacia él y le tendió la mano. —¿Y dónde está, entonces? Leopold hizo una seña de mala gana a su ayuda de cámara, que salió del vestidor y regresó un momento después con una banda de raso carmesí. El ayuda de cámara, un hombre esbelto y de cabello gris, miró al príncipe y, al ver que Su Alteza Real asentía, se colocó frente a Sumner. Puso el centro de la banda sobre su ancho hombro y luego dejó caer una mitad sobre su espalda y la otra sobre su fornido pecho. Sujetó los dos extremos con un ornamentado broche militar, pero viendo que la banda no quedaba como debía, empezó de nuevo. Tras varios intentos de alcanzar la perfección, quito la banda y se volvió hacia el príncipe Leopoldo. —Majestad, me temo que he de informarle de que la banda roja es demasiado corta para que la lleve… este caballero. —¿Demasiado corta? —Leopold parecía haberse comido algo muy amargo—. Imposible. Yo siempre me la pongo. —Quiere decir que es demasiado corta para mí. —Sumner levantó una ceja, burlón—. Estoy seguro de que a ti te queda como un guante. Leopold soltó un bufido. —Pues la otra, entonces. Vaya a buscarla. —El ayuda de cámara hizo una reverencia y salió en silencio del vestidor—. Es para ocasiones más importantes que un baile, pero debería ser lo bastante larga para cruzar ese pecho tan ridículamente musculoso. Sumner se rió. —Gracias, querido primo. El ayuda de cámara volvió un momento después y le colocó rápidamente la banda. Abrochó los bordes y se la ajustó por delante. Cuando acabó, dejó escapar un suspiro de placer. —Perfecto.
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—De eso nada. Sigue faltando algo. —Sumner miró al sirviente—. Si el príncipe fuera a asistir al baile de Almack's, ¿es así como le vestiría usted? ¿Hasta el último detalle? —No, Majes… —El ayuda de cámara hizo una mueca—. No, milord. —¿Qué falta, entonces? —Sumner estiró los brazos para que el ayuda de cámara acabara de inventariar su atuendo. —Yo añadiría… medallas. Es usted un hombre de estatura imponente. Yo pondría muchas más. —Miró al príncipe con nerviosismo, de refilón, como si calculara cómo le había sentado su afirmación. —¡Al diablo! Coge las que necesites —refunfuñó el príncipe. Luego se clavó el pulgar en el pecho—. Llévate éstas también. Llévatelas todas. No me cabe duda de que harán falta todas para cubrir ese pecho. —El príncipe Leopold enderezó la espalda y el ayuda de cámara desprendió la hilera de medallas de su guerrera. Leopold se sentó en una silla dorada, tapizada en seda blanca con anchas listas azules. Cruzó las piernas. —¿Estás seguro de que Charlotte no va a asistir? ¿No ha habido ningún cambio? —No, no se ha sabido nada nuevo desde que la señorita Elphinstone se marchó con tu respuesta. —Sumner levantó la barbilla cuando el ayuda de cámara le subió el cuello. —Dichoso Prinny… No sé cómo se ha enterado de que estoy en la ciudad y le ha prohibido a Charlotte asistir al baile de Almack's. —El príncipe Leopoldo exhaló un suspiro—. Por suerte, Mercer ha podido avisarnos. —Y por suerte hemos podido idear un plan alternativo rápidamente. —El ayuda de cámara rodeó su cuello con la corbata, haciéndole difícil hablar—. Yo asistiré al baile en tu lugar y de ese modo todos estarán pendientes de mí, incluida la persona a la que se le ha metido en la cabeza que te dejen plantado. —Pero procura no galopar cuando bailes. La gente pensará que soy yo quien necesita un maestro de baile. —Yo no galopo, Leopold. Galopan los caballos —replicó Sumner. —Exacto. —El príncipe levantó su ceja izquierda—. Te he visto galopar varias veces por un salón de baile. No lo niegues. Sumner soltó un gruñido. —Permíteme seguir repasando nuestra estrategia para esta noche, Leopold. El príncipe agitó una mano, dándole permiso para empezar sin interrumpirle con nuevas pullas. —Mientras yo baile en Almack's, naturalmente sin galopar, Charlotte acudirá a una cita contigo en el lugar convenido, junto al Serpentine. — Sumner detuvo las manos del ayuda de cámara un momento y miró a su primo—. Está todo arreglado. Se ha avisado a un coche de punto para que esté aquí a las once y media. —¿Y yo voy a viajar en un vulgar coche de punto mientras tú disfrutas del esplendor de un carruaje? —El distinguido semblante de Leopold no revelaba emoción alguna, pero Sumner conocía bien a su primo. —Si queremos asegurarnos de que estés a salvo, no queda otro remedio. Una levita azul corriente, calzas grises y zapatos de hebilla, y no
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llamarás la atención de nadie. —Sumner lanzó una mirada al ayuda de cámara para asegurarse de que había entendido sus instrucciones. —Sí, estoy seguro de que, yendo tan elegante, conquistaré el corazón de Charlotte. —Leopold dejó escapar un suspiro extrañamente afligido. —Charlotte quiere verte. Y ya se han hecho progresos para permitir vuestro enlace. —Ahora que ha perdido el interés por el príncipe Augusto. —Leopold descruzó las piernas y se recostó en la silla—. Es curioso que la noticia saliera en los periódicos, a pesar de que era un secreto. Sumner siguió impasible. —Supongo que hasta cierto punto te habrá ayudado. Y lo mismo puede decirse de su tío, el duque de Kent. —¿Me estás ocultando algo? —Nada por lo que tengas que preocuparte, Leopold. Tu cometido consiste únicamente en conquistar a la princesa, y estoy seguro de que te será muy fácil. Al dar las diez y media el alto reloj de péndulo del rincón, el príncipe se puso en pie. —Deberías irte. Procura que todo el mundo te vea, pero vigila tus espaldas y, por el amor de Dios, no me avergüences. Y recuerda, nada de galopar. —Le dio un golpe en la barbilla y chasqueó los dedos para que el ayuda de cámara le siguiera—. Es hora de ponerme mi disfraz de hombre corriente. —Con disfraz o sin él, tú nunca serás un hombre corriente, Leopold — gritó Sumner por encima del hombro, y se volvió para mirarse una última vez en el espejo. Tenía que reconocerlo: estaba soberbio. Y era muchísimo más guapo que Leopold. Practicó delante del espejo su reverencia más galante. Era importante que fuera tan elegante como las de Leopold, porque esa noche pensaba honrar a la encantadora señorita Royle con una de aquellas reverencias antes de que bailaran por primera vez. —Señorita Elizabeth, lady Upperton y los señores llegarán enseguida —le advirtió MacTavish, el mayordomo escocés de la familia—. ¿No debería Cherie empezar a vestirla? —Sí, enseguida. —Elizabeth enderezó la manta de lana que cubría las rodillas de la tía abuela Prudence—. He decidido vestirme en el último momento para que no se me estropee el vestido. —Qué lista es mi niña —dijo la anciana, sonriendo con orgullo. Cherie apareció en la puerta y, tras llamar la atención de Elizabeth, volvió la cabeza para mirar el reloj del pasillo en el momento en que daba la media hora. —Estoy lista, Cherie. —Elizabeth se levantó para salir al pasillo. —Es la hora del clarete —gorjeó alegremente la tía abuela Prudence mientras dejaba de oírse la campanada del reloj. —Sí —contestó Elizabeth—. MacTavish, ¿haría usted el favor de servirle una copa de clarete a mi tía? —Sí, señorita Elizabeth. —El anciano mayordomo decidió hacer una reverencia a destiempo, pero como sus largas piernas ya habían
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empezado a cruzar el salón, su sincero intento pareció un traspié. Elizabeth sonrió y le agradeció el gesto inclinando la cabeza. Un minuto después, cuando entró en su alcoba, casi se quedó sin aliento al ver el espléndido vestido esmeralda que Cherie había desplegado con esmero sobre la cama. Se acercó a él rápidamente cuando por el rabillo del ojo vio entrar en la habitación al gato de la señora Polkshank. Un instante después, el gato saltó por los aires en dirección a la cama. Elizabeth se interpuso de inmediato entre las garras del minino y el vestido esmeralda, dispuesta a sacrificar su piel para protegerlo. Cuatro patas golpearon con fuerza su espalda, y las uñas se clavaron en su tierna piel mientras el felino de color marrón intentaba frenéticamente no caer al suelo. Cherie apareció de pronto junto a la cama, como un ángel. Puso los brazos bajo la tripa del gato para sujetarlo y apartó una a una sus uñas de la espalda dolorida de Elizabeth. Elizabeth notó cómo saltaban los puntos de su vestido mientras Cherie proseguía con su tarea, pero valía la pena perder un traje con tal de preservar el vestido de seda verde. Entonces, en cuanto se vio libre de las garras del malévolo gato de la señora Polkshank, se precipitó hacia la cama. El corazón le latía con violencia dentro de las costillas cuando pasó apresuradamente las manos por su tejido, alisándolo en busca de posibles daños. No había ninguno. Ninguno en absoluto. Exhaló un suspiro de puro alivio. —Cherie, por favor, lleva ese gato a la cocina y cierra la puerta. No puedo arriesgarme a que le pase algo a este vestido. Cherie hizo una rápida reverencia y se marchó con el gato. Sentada en el banco de delante de su tocador, Elizabeth se llevó las manos al corazón y respiró hondo varias veces. Que el cielo la socorriera. Sólo tenía que llegar al baile. El destino se encargaría del resto. Elizabeth bajó las escaleras quince minutos antes de la hora. Llevaba el largo cabello cobrizo recogido por los lados hacia arriba y sujeto con docenas de brillantes; el resto de la melena le caía suelta por la espalda. En contraste con el vibrante color de su vestido, su cabello no parecía de un rojo tan chillón como de costumbre. Esa noche, de hecho, se sentía… bella. El vestido de seda esmeralda era como aire sobre su piel y, si a eso se añadía que la camisa era fina como el rocío, Elizabeth casi tenía la impresión de no llevar nada encima. Aquella idea le hizo ruborizarse al entrar en el salón, donde la esperaban lady Upperton, la tía abuela Prudence y los Viejos Calaveras de Marylebone. Contuvieron el aliento al unísono al verla por primera vez con su vestido nuevo. Ella se sintió recorrida por un arrebato de pura exaltación, porque su reacción le hacía concebir esperanzas de que el príncipe reaccionara de manera parecida al verla entrar en el salón de baile de Almack's una hora después. De los labios de la tía abuela Prudence escapó un sollozo apenas
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sofocado. —Qué guapa estás —musitó la anciana mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Levantó sus manos arrugadas hacia Elizabeth, invitándola a acercarse a su sillón. Ésta se levantó la corta cola de su vestido echándosela sobre la muñeca y corrió junto a su tía abuela. —No llores, querida tía Prudence. Esta noche promete ser una de las más felices de mi vida. Estoy segura de ello. Sólo desearía tenerte a mi lado para compartirla contigo; así sería completamente dichosa. —Se inclinó y besó en la mejilla a su tía abuela. —¡El clarete! —chilló lady Upperton—. ¡Su clarete, señora Winks! Elizabeth miró hacia abajo y vio con espanto que la tía abuela Prudence había dejado caer al suelo su copa de clarete. ¡El vestido no, por favor! Se apartó de un salto, con los brazos extendidos. Parecía incapaz de respirar. —Nada —dijo la tía abuela Prudence, sonriendo—. No ha pasado nada. Elizabeth miró hacia abajo y vio que el vino se había vertido, en efecto, sobre la alfombra y que la fuerza de la caída había arrojado una florida salpicadura roja sobre el pilar izquierdo de la chimenea. Pero, milagrosamente, la tía abuela Prudence tenía razón: sobre el vestido esmeralda no había caído ni una sola gota. Sólo entonces soltó el aliento que había estado conteniendo y le sonrió a Prudence. Su tía abuela se rió alegremente, con una risa profunda y gutural que un momento después les hizo reír a todos a carcajadas. Lord Lotharian tomó la mano de Elizabeth y la apoyó sobre su brazo. —En toda mi vida no había visto una mujer tan bella, señorita Elizabeth. Ella sintió que le ardían las mejillas. —Esta noche acepto vuestra palabra, milord. —Ladeó la cabeza y lo miró entre sus densas pestañas—. Aunque sospecho que le habéis dicho lo mismo a la mitad de las damas de Londres. —Touché, querida mía. —Lotharian sonrió—. Pero no exagero. Te doy mi palabra de que esta noche tu belleza no le pasará desapercibida a nadie. —Estoy de acuerdo —añadió Lilywhite—. Puede que cierto caballero se emocione al ver a nuestra niña y se le declare hoy mismo. Elizabeth se sonrojó. —Sólo espero que el príncipe se acuerde de mí. —Oh, no me refería al príncipe, Elizabeth —dijo Lilywhite—. Me refería a… —No nos demoremos más —terció Lotharian, cortando a Lilywhite—. Los carruajes esperan. ¿Vamos? —Levantó su mano grande y larga y señaló hacia el pasillo. Se despidieron todos de la tía abuela Prudence y uno a uno se encaminaron hacia la puerta principal. Estaban ya en el pasillo cuando Elizabeth cayó en la cuenta de que faltaba lord Gallantine. Se volvió y miró hacia el salón. Cherie pasó corriendo a su lado y entró en él; se arrodilló junto a la mancha húmeda de la alfombra y comenzó a frotarla. El altísimo vizconde de la peluca caoba parecía haberse quedado
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clavado en el suelo, junto a la mancha. Su cara enjuta se contraía en una mueca de horror mientras miraba la mancha de la alfombra y las salpicaduras que, semejantes a sangre, chorreaban por la chimenea. —No podemos irnos dejando el clarete en el suelo. No podemos. ¡No puede ser! —balbució. —No pasa nada —repitió la tía Prudence dirigiéndose a lord Gallantine y luego a Cherie—. No pasa nada. Cherie miró a la anciana, asintió con la cabeza y sonrió. —Lord Gallantine, Cherie se ocupará de la mancha —dijo Elizabeth—. Es muy hábil. Estoy segura de que cuando volvamos no quedará ni rastro del clarete en la alfombra, ni en la chimenea. —Levantó una mano y le hizo una seña—. Vamos, no queremos llegar tarde. Cerrarán las puertas a las once en punto. —Se puso de puntillas y le susurró al oído—: Y creo que había prometido presentarme a alguien especial. —¿Qué? —Lord Gallantine levantó el borde de su peluca con el dedo índice y se rascó la calva coronilla—. Ah, sí. Sí, en efecto. —Ahora que por fin se había olvidado de la mancha, parecía estar casi eufórico—. Y espera a conocerle. Estáis hechos el uno para el otro. De hecho, aunque sé que es un poco pronto para hacer predicciones, creo que tendremos boda por San Miguel. Elizabeth vio de soslayo que la tía abuela Prudence miraba a Gallantine con los ojos entornados al oírle hablar de boda. Volvió a fijar la mirada en él. —Bueno, milord, si seguimos retrasándonos, no tendré oportunidad de conocer a nadie esta noche. —Lo tomó del brazo y tiró de él hacia el pasillo—. Ande, vayámonos. Las señoras recogieron sus chales, sus abanicos y sus bolsos de la mesa de la entrada y la comitiva al completo ya se disponía a salir de la casa cuando la señora Polkshank gritó: —¡Señorita Elizabeth! ¿Puedo hablar un momento con usted antes de que se marche, por favor? Elizabeth volvió la cabeza y miró a la cocinera por encima del hombro, desconcertada. —Por supuesto. —Estese quieta un momento, señorita. Tiene una manchita oscura en el vestido. —La señora Polkshank se acercó apresuradamente—. No quiero entrometerme, pero sé lo mucho que le importa este vestido. Todo tiene que estar perfecto. Elizabeth se quedó paralizada, sin atreverse a moverse. —¿Está segura de que es una mancha? Yo no veo nada. —Yo tampoco veo nada que estropee el vestido. A mí me parece que Elizabeth está perfecta. —Lady Upperton extrajo unos impertinentes de su bolso y miró por ellos—. ¿Qué se propone, señora Polkshank? La señora Polkshank sacó un trapo de la cinturilla de su delantal, se lo acercó a la lengua y restregó luego un trocito de tela de la espalda de Elizabeth, justo debajo del omóplato. —Parecía una manchita de sangre. Pero ya la he quitado. El truco para quitar manchas de sangre es no dejar que se sequen. Elizabeth sofocó un gemido y se giró para mirarse en el espejo. El gato le había arañado la espalda. ¿Habría sangrado y manchado el
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vestido? Entornó los ojos, pero, tal y como había dicho la señora Polkshank, no quedaba ni rastro de sangre en él. Se le encogió el estómago y pensó que iba a vomitar. Porque, aunque no había manchas de sangre, ahora había, en cambio, una mancha de saliva del tamaño y la forma de una guinea. —Espere, póngase el mantón sobre los hombros hasta que llegue. Para entonces ya se le habrá secado y nadie se dará cuenta. —La señora Polkshank la envolvió en el chal—. Buena suerte, señorita Elizabeth. — Guiñó un ojo—. Aunque no la necesita, ¿verdad? Yo creo en su sueño. Esta noche tendrá a su príncipe. Lady Upperton hizo que Elizabeth se diera la vuelta y la condujo por la puerta abierta, hasta el carruaje que esperaba ante la casa de Berkeley Square. Se suponía que todo tenía que ser perfecto. Pero de pronto no lo era. Algo fallaba. Elizabeth sintió que un mal presentimiento recorría su cuerpo, como la vibración de una cuerda de violín demasiado tensa justo antes de romperse… y de que cesara la música.
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Capítulo 5 Salones Almack's Para ser una fiesta tan exclusiva, a Elizabeth le sorprendió la inmensa cantidad de invitados que había en ella. A decir verdad, en menos de media hora se convenció de que esa noche estaban presentes en Almack's todos los ciudadanos de cierta prominencia social, por nimia que fuera. Todos, claro está, excepto la única persona a la que deseaba ver: su príncipe. Cogió una copa de ponche de la bandeja que iba pasando un lacayo absolutamente concentrado en la tarea de encontrar un caminito por el perímetro del salón abarrotado de gente. Pero el caminito se movía y cambiaba tanto que sería prácticamente inevitable que el lacayo acabara tropezando con alguno de los invitados, en su mayoría tan absortos en ver y ser vistos que no reparaban en que una docena de copas de líquido pringoso enfilaba directamente hacia ellos. Elizabeth miró acongojada su precioso vestido, se acordó del instante de horror que había vivido en su sueño (cuando un chorro de líquido rojo corría por su corpiño) y una sensación de fatalidad la envolvió como un sudario, helándola hasta los huesos. Se apartó del lacayo, estremecida: no quería asistir al inevitable desastre indumentario. —Ah, estás ahí, querida mía. —Lord Gallantine la agarró de la muñeca, y su copa de ponche se ladeó precariamente entre sus dedos enguantados. Un temblor nervioso se apoderó de su mano cuando asió con más fuerza la copa para enderezarla—. Éstos son los caballeros a los que tantas ganas tenía de que conocieras —le dijo Gallantine, haciendo un ademán. Ella levantó la mirada de su copa y compuso una sonrisa amable mientras lord Gallantine procedía a presentarle a sir Henry Halford, y a su joven protegido, el honorable William Manton. Hizo una esmerada reverencia delante de los caballeros, pero no pudo evitar echar un vistazo más allá, por si veía algún atisbo de su príncipe. —Sir Henry era un reputado colega de tu padre, querida —le dijo lord Gallantine—. Hace años, claro. Hoy día es el médico que suele atender al rey. Sir Henry Halford era un baronet de aspecto distinguido, pero a Elizabeth no le agradó su forma de observarla con aquellos ojos peligrosamente inteligentes. Ni tampoco el movimiento de satisfacción de sus pobladas cejas oscuras, que resaltaban vivamente sobre su tez pálida y su cabello ralo y gris: tenía, en efecto, la mirada fija en una parte de su cuerpo que parecía interesarle sobremanera. El honorable William Manton, en cambio, demostraba unos modales perfectos. Era ancho de espaldas, y su cabello rubio y sus vívidos ojos
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azules le trajeron a la imaginación el recuerdo de un vikingo de la antigüedad. —Señorita Royle, su padre era un médico eminente, con una intuición extraordinaria y un criterio excelente —le dijo el baronet. Levantó una de sus oscuras cejas y Elizabeth comprendió que sir Henry se disponía a pedirle algo—. Voy a pasar varios días en Bath, pero cuando regrese pienso dar una cena para algunos colegas del Real Colegio de Médicos. Me pregunto si usted, señorita Royle, y lord Gallantine, por supuesto, tendrían la amabilidad de unirse a nosotros. Consideraría un honor saber algo más sobre los misteriosos años que el doctor Royle pasó en Cornualles. ¿Le parece bien el jueves de dentro de dos semanas? Elizabeth no quería ni acercarse al untuoso sir Henry, a pesar de que apenas hacía dos minutos que se conocían. Pero ¿cómo iba a declinar su invitación? —¿El jueves? —balbució, buscando frenética una excusa para librarse de la cena. El señor Manton se acercó e inclinó la cabeza para que ella le oyera mejor. —Por mi parte, esperaré la ocasión de conocer mejor a la encantadora hija del doctor Royle con más ansiedad aún que sir Henry. — Miró a los ojos a Elizabeth y le sostuvo la mirada hasta que, azorada y un tanto halagada por su interés, ella accedió a asistir a la cena. —Muy bien, el jueves, dentro de dos semanas. —Elizabeth miró a lord Gallantine—. Aceptamos encantados la invitación, ¿verdad? Lord Gallantine le sonrió, visiblemente complacido, y asintió con la cabeza. —En Curzon Street, ¿no, sir Henry? —En efecto, así es, a las diez en punto. Sean puntuales, porque tengo una sorpresa única que deseo mostrarles a ambos. —Sir Henry recorrió una vez más a Elizabeth con aquella mirada aceitosa, y a ella le dieron ganas de salir corriendo al tocador de señoras para lavarse la película que el inquietante escrutinio de aquel caballero había dejado sobre su piel—. Espero verlos muy pronto de nuevo, pues. A Elizabeth se le erizó la piel. Paseó la mirada por el salón. —Había oído el rumor de que el príncipe Leopold vendría esta noche. ¿Es cierto? ¿Está aquí? —le preguntó a lord Gallantine. —Yo también había oído ese rumor —terció sir Henry—, pero creo que no es más que eso. En la corte, que siempre es una fuente más fiable en ese sentido, se comenta que el príncipe se halla secretamente en Londres con intención de cortejar a la princesa Charlotte… y ella está en Windsor. Si yo fuera el príncipe, no me aventuraría en Almack's en caso de estar la princesa fuera de la ciudad. Ni siquiera aunque fuera oficiosamente el invitado de honor. Elizabeth se refrenó para no fruncir el ceño. Vendrá. Vendrá. Es el destino. Acababa de clavar la mirada en una dama y un caballero a los que no conocía de nada, decidida a fingir que eran amigos, cuando el joven protegido de sir Henry le quitó de la mano la copa de ponche y le ofreció su brazo. —Señorita Royle —le dijo William en voz baja—, ¿me concede este
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baile? —Ofrecerle el brazo antes de que ella contestara era un pelín presuntuoso, en opinión de ella, pero a pesar de todo se lo agradeció sinceramente, porque al menos así tendría una excusa para escapar de sir Henry. Levantó las comisuras de los labios y tomó el brazo de Manton al tiempo que miraba con recato a lord Gallantine y a sir Henry. —Discúlpennos, por favor, caballeros. El baile nos llama. —Soltó una risilla, como una damisela, para darle a Gallantine la impresión de que los planes celestinescos de los Viejos Libertinos iban viento en popa, y se dejó llevar a la parte del salón habilitada para el baile. Ocuparon sus puestos en una esquina del cuadrilátero y esperaron a que comenzara el rigodón francés. Fue mala suerte que aprovechara aquel momento para escapar de sir Henry. El rigodón acababa de ser introducido en Almack's por lady Jersey, y Elizabeth tuvo que concentrar toda su atención en cada paso del baile para no tropezar con nadie durante la chaise anglaise. Así pues, durante varios minutos sufrió el tormento de no poder escudriñar el salón en busca de su príncipe. No estaba del todo segura de si se debía al grado extraordinario de concentración que exigía la danza o al gran número de invitados que había en el salón, pero cuando acabó el rigodón se notó sudorosa y con las mejillas arreboladas. —Gracias por el baile, señor Manton. He disfrutado muchísimo —dijo Elizabeth, y ejecutó una amable reverencia—, pero veo a mi protectora, lady Upperton, junto a la puerta, y necesito hablar un momento con ella antes de volver a perderla de vista. El señor Manton se inclinó con elegancia ante ella, aunque su fino semblante parecía extrañamente turbado. —Confío en que volvamos a bailar antes de que concluya la velada, señorita Royle. —Yo también, querido señor. —Inclinó rápidamente la cabeza, le dedicó una sonrisa fugaz, dio media vuelta y se abrió paso por la pista de baile y a través del salón atestado de gente, en dirección a lady Upperton, que estaba conversando con lord Gallantine y Lilywhite. Miró hacia atrás para asegurarse de que el señor Manton hubiera regresado junto a sir Henry y no se hubiera aventurado a seguirla. Cuando miró delante de sí, otro lacayo, provisto de una enorme bandeja de copas llenas de ponche de vino, estaba a solo dos pasos de distancia y se dirigía en línea recta hacia ella. ¡Maldición! Esa noche todo le había salido mal, y no estaba dispuesta a arriesgarse a que la regaran con vino. No tentaría al destino atrayendo a la fatalidad. Ni poniendo en peligro su vestido. Aspiró una gran bocanada de aire, cogió cuidadosamente con los dedos la falda de seda verde de su vestido y levantó el bajo del suelo. Viró a la izquierda y se adentró entre la multitud apiñada, pero el lacayo cambió ágilmente de dirección y la siguió. ¡Córcholis! ¿Acaso llevaba una diana pegada a la espalda? De pronto tropezó con alguien. Un fresco goteo de algo que olía a vino corrió entre sus pechos y resbaló por su vestido. Elizabeth gimió y miró hacia abajo, temiendo lo que iba a ver. Un húmedo estallido llenaba el elegante corpiño, convirtiendo su brillante tono esmeralda en un oscurísimo verde bosque. Empezaron a escocerle
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los ojos por la parte de atrás. No, mi vestido no. Mi precioso vestido… Pero curiosamente, aunque sentía una enorme tristeza por su vestido arruinado, no experimentó la abrumadora sensación de miedo y congoja que con tanta fuerza había sentido en su sueño. ¿Cómo podía ser? —Le ruego me disculpe —dijo una voz profunda y resonante. Elizabeth levantó la cabeza y a través de los ojos empañados por las lágrimas vio lo que, en principio, le pareció un muro azul oscuro. Dio un paso atrás al tiempo que tomaba aliento preparándose para reprender a algún idiota por haberle destrozado el vestido. Hasta que se fijó en las medallas. Ay, Dios. Y en la banda roja. —¡Señorita Royle! Yo… no sabía que… —dijo de nuevo aquella voz. Ella miró lentamente hacia arriba y tuvo que esforzarse por hacer descender el pedrusco que parecía haberse alojado de pronto en su garganta. —Ma-majestad… Una mano se posó de pronto sobre su hombro. Miró de soslayo y vio que lord Lotharian estaba tras ella. —Inclínate, Elizabeth —le susurró él, levantando un poco la voz para que le oyera por encima del zumbido de la multitud. Ella se inclinó, deseando con toda su alma poder dejar la mirada clavada en el suelo para no tener que mirar de nuevo hacia arriba y que el príncipe Leopold viera sus mejillas, que sin duda refulgían como ascuas al rojo vivo. Maldita sea. Sumner pensaba buscar a la señorita Royle esa noche, bailar con ella, empezar a cortejarla. Pero no así. No derramando el champán entre sus (no tuvo más remedio que mirarla) grandes y blancos pechos. Arrancó su impúdica mirada del escote de la señorita Royle y la clavó en sus ojos vibrantes, que parecían tan verdes como su vestido esmeralda… antes de que él lo echara a perder. —Le pido mil perdones, señorita Royle, yo… no la he visto acercarse. —Sumner se inclinó, tomó su brazo esbelto y la dispensó de su elegante y larguísima reverencia. Cuando ella volvió a mirarle, él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y las mejillas coloradas de vergüenza. Maldito fuera otra vez. De los centenares de personas que había en el salón, tenía que manchar y humillar precisamente a la mujer a la que no había podido quitarse de la cabeza desde su primer encuentro, el día anterior. Elizabeth Royle era más bella que cualquier otra mujer que hubiera visto nunca, incluso con el vestido manchado de champán. Incluso con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Era perfecta en todos los sentidos. Perfecta para él. Porque, por lo que había oído contar sobre ella en el corto tiempo que hacía que se conocían, no era una dama de alta cuna. Pero, si había que creer lo que continuamente se rumoreaba en los círculos de la alta sociedad, era como él: de la sangre más azul, aunque no de nombre.
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Se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente, como un patán sin modales. —Señorita Royle, si me lo permite, me gustaría ponerme en contacto con su modista para encargarle otro vestido. La señorita Royle sonrió y a continuación soltó una risa forzada. —Mi vestido no importa, Alteza. —Ladeó la cabeza y él vio que las lágrimas de sus ojos parecían haberse secado ya. Aunque Sumner no entendía por qué, ella parecía haberle perdonado su torpeza. Se inclinó hacia él y Sumner sintió su aliento en la mejilla. Un atisbo de sonrisa afloró a sus labios carnosos y rosas. —Aunque la última vez que nos vimos —susurró—, me pareció entender que era usted… lord Whitevale. Sumner sintió una momentánea punzada de alarma. Diablos. Al conocerse, aún no se estaba haciendo pasar por Leopold. Miró instintivamente a su alrededor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca como para haberla oído identificarle. Y como vio que así era, suspiró aliviado. La afirmación de la señorita Royle no suponía ningún riesgo para la seguridad de Leopold. Aun así, sin embargo, tenía que asegurarse su silencio. Así pues, acercó la boca a su oído. A pesar de que acababa de bañarla en champán, ella olía como las flores de azahar en primavera. Sumner aspiró su olor cerrando los ojos un instante antes de contestar: —Fui de incógnito a la joyería. ¿Puedo confiar en que no revele mi alter ego? Sonrió pícaramente al tiempo que enderezaba la espalda y la miraba desde arriba. Ella ya no tenía los ojos empañados y sus mejillas se habían descongestionado, dejando al descubierto su verdadero tono rosado, como Sumner las recordaba de cuando puso la diadema sobre su cabeza en Hamilton y Compañía. —¿De incógnito? —respondió ella en un susurro—. Ah, ya entiendo. Ahora todo tiene sentido. —Sus labios se tensaron y sus hombros empezaron a temblar de risa. Se llevó rápidamente la mano enguantada a la boca. Cuando la bajó, unos segundos después, su hermoso semblante tenía una expresión impasible—. Por supuesto, Majestad. Puede confiar en mi absoluta discreción. Fue entonces cuando Sumner cayó en la cuenta, a destiempo, de que había un caballero muy alto y anciano tras ella, a un paso de distancia. —Disculpe mi tardanza en dirigirme a usted. Creo que no tengo el honor, señor. —Alteza —intervino la señorita Royle—, permítame presentarle al conde Lotharian, uno de mis tutores. Lord Lotharian se inclinó en una gallarda reverencia que tardó varios segundos en deshacer, entre gruñidos y resoplidos. —Majestad. —Es un honor conocerle, lord Lotharian. —Sumner tragó saliva. Aquel hombre lo miraba con aire amenazador, a pesar de sus muchos años y de que ciertamente no constituía una amenaza física. El anciano no le devolvió el cumplido: dio un paso adelante y luego otro, hasta casi pegarse a él. —Se rumorea que está usted en Londres para pedir la mano de la
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princesa Charlotte —afirmó sin rodeos—. ¿Es cierto? —¡Lord Lotharian! —exclamó Elizabeth. Sumner creyó detectar algo más que sorpresa en la respuesta de la señorita Royle a las palabras de su tutor. ¿Enfado, quizá? No era vergüenza, desde luego, a pesar de que eso era lo que habría esperado él. Lord Lotharian no depuso su terca mirada. La mantuvo fija en su persona mientras aguardaba su respuesta. Así pues, decidió decirle la verdad. —Esta noche mi único deseo era persuadir a la señorita Royle para que me concediera un baile. Sólo eso. Lotharian era un caballero de cabello canoso y muy alto, casi tan alto como él, de modo que cuando Sumner se dirigía a él lo miraba directamente a los ojos. Lotharian no dijo una palabra, pero por un momento Sumner tuvo la clara impresión de que estaba estudiándolo. Llegó un momento en que no pudo seguir soportando la seriedad del conde, así que se volvió hacia la señorita Royle, que parecía algo turbada por aquel intenso intercambio de miradas. Entonces sonrió amablemente, confiando en tranquilizarla. —Querría haberle pedido un baile… —miró su corpiño y volvió a fijar la mirada en sus bellísimos y llamativos ojos verdes— pero dado que le he empapado el vestido, me pregunto, señorita Royle, si me concedería el honor de abandonar Almack's un rato para dar un paseo al aire libre. Así se le secará el vestido, y la relativa quietud de la calle a estas horas de la noche es mucho más propicia para la conversación que esta muchedumbre de juerguistas. —Miró un momento a lord Lotharian—. Es decir, si usted da su permiso, milord. —Volvió a posar la mirada en la señorita Royle. Ella lo miraba parpadeando como si no pudiera creer lo que le estaba pidiendo. Se volvió, hecha un manojo de nervios, miró a lord Lotharian y esperó en silencio a que su tutor le diera permiso para abandonar el baile durante un rato. El anciano miró de nuevo a Sumner y luego a Elizabeth. —Muy bien, querida. Pero no tardes. Lady Upperton querrá hablar contigo. —Gracias, milord. —Elizabeth brincó de puntillas un momento, pero enseguida recobro la compostura. Sumner le ofreció el brazo y, al aceptarlo, una gran sonrisa iluminó la cara de ella. Mientras atravesaban la multitud cogidos del brazo, ya no parecía acordarse del champán que manchaba su corpiño. Por el contrario, se la veía sumamente feliz. Y Sumner se alegró inmensamente de ello. De algún modo inexplicable había logrado redimirse. Acababan de bajar la escalinata y un lacayo de librea les había abierto las puertas para que salieran del salón cuando a Elizabeth se le ocurrió mirar hacia atrás. —¿No hay guardias? El príncipe sacudió la cabeza. —Esta noche no hacen falta. Además, soy un militar con experiencia.
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Sé perfectamente qué hacer en caso de ataque. Así que le advierto que no intente nada. Sé muy bien cómo defenderme. Ella se rió y Sumner se sorprendió al notar que apretaba sus bíceps. —No me cabe la menor duda —contestó ella, mirándolo a través de sus pestañas exuberantes. —Por suerte, a menos que esté planeando en secreto un ataque, no creo que haya necesidad de usar mis destrezas castrenses en una noche tan hermosa como ésta. —Sintió la suavidad de su pecho pegado a su brazo, y a pesar de que la noche era relativamente fresca empezó a notarse acalorado por abajo. Ella ladeó la cabeza y lo miró mientras caminaban. —¿Por qué se presentó como lord Whitevale cuando nos conocimos? —Ya le he dicho que iba de incógnito. —Volvió la cabeza y le sonrió un momento antes de mirar de nuevo hacia delante—. No quería llamar la atención. —Claro —repuso ella—. Como le he dicho, puede confiar en mí. Él tenía las piernas muy largas, y por primera vez en su vida Elizabeth tuvo que apretar el paso para seguir el ritmo de su acompañante mientras paseaban. Cuando llevaba varios minutos trotando de esa manera, salieron a la amplia avenida de Pall Mall. Ella notaba en el costado una punzada de cansancio y tuvo que pararse, avergonzada, hasta que se le pasó. —Le pido disculpas —le dijo él—. Hace tanto tiempo que me relaciono principalmente con militares que… Elizabeth desdeñó su comentario con un ademán. —No hace falta que se disculpe. De veras. —Fue entonces cuando reparó en la larga fila de carruajes que flanqueaba Pall Mall. Apenas unos tres más allá se veía uno con la divisa de los Upperton. Ay, gracias a Dios. —¿Le apetecería… descansar un momento? El carruaje de mi protectora está justo allí. —Levantó la mirada sin molestarse en disimular su expresión de súplica. No podía seguir paseando por la calle a la carrera. Él se rió al oírla. —Muy bien. Dejaré que recupere fuerzas durante un rato. Pero se lo advierto de nuevo: nada de ataques. —Con la mayor elegancia, como si estuviera ejecutando un paso de baile, la atrajo hacia sí y le hizo volverse hacia el carruaje. No la soltó enseguida. Siguieron unidos un momento. Ella no deseaba que la soltara y se aferró a él, mirándolo a los ojos. Sintió que su respiración se hacía más trabajosa, que sus pulmones se expandían y se contraían, apretando su pecho duro y musculoso contra el de ella. Ella también empezó a respirar agitadamente. Bajó la mirada hacia su boca y, sin pensarlo, se pasó la punta de la lengua por los labios. Era demasiado tarde cuando se dio cuenta de lo evidentes que debían de ser para él sus ilusiones románticas. Él se puso muy serio de pronto. Elizabeth notó que contenía el aliento apenas un segundo antes de ponerle la mano en la nuca y acercar su boca a la suya. Sus cálidos labios sabían a champán al deslizarse suavemente sobre los suyos. Los brazos de Elizabeth se levantaron y, como si tuvieran voluntad propia, se deslizaron bajo los brazos del príncipe y lo estrecharon
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en un abrazo. Él la incitaba con la boca, y su lengua caliente y resbaladiza le separó los labios y se coló dentro, donde se confundió con la de ella en una danza ancestral. Él gruñó de placer, profiriendo un sonido cargado de anhelo que surgía de lo más hondo de su ser. Elizabeth sintió un hormigueo en el estómago… y más abajo también. Justo en ese momento se oyó un disparo, seguido por un siseo que pasó junto a su cabeza. De pronto, su espalda chocó con los adoquines. El pesado cuerpo del príncipe cayó sobre ella. Le han disparado. Sentía un pálpito violento en la cabeza mientras luchaba por salir de debajo de él. Ay, Dios mío. Ay, Dios mío. No puede estar muerto, no puede ser. Apoyó la mano sobre los frescos adoquines e intentó incorporarse, pero él pesaba tanto que no podía moverse. Sonó otro disparo que fue a incrustarse en el carruaje que había a su lado. Elizabeth gimió de miedo. —No se mueva. Quédese donde está, señorita Royle. Yo la protegeré. —El cálido aliento del príncipe rozó su oído. —¿Está herido? —susurró ella. —No. Quédese quieta. —Se apartó de ella y, agazapándose, escudriñó la calle. Luego se puso en pie. Elizabeth siguió tumbada de espaldas, como él le había ordenado, hasta que vio movimiento en la ventana de arriba de una tienda, a pocos metros de allí. —¡La ventana! ¡Está allí! —Se levantó y abrió la puerta del carruaje de lady Upperton. Agarró al príncipe de la muñeca y tiró de él, haciéndole perder el equilibrio de modo que cayó milagrosamente hacia el interior del coche. Lo empujó hacia el suelo del carruaje en el preciso momento en que otro disparo quebraba el silencio de la noche. Esta vez, su príncipe no se movió. El estruendo de unos pasos en el empedrado la sobresaltó, y cuando levantó la mirada vio que una oscura figura corría hacia ella. Su corazón latía al unísono con el pálpito de su cabeza. ¡Ay, Dios! Sin esperar un instante, empujó al príncipe más adentro y estaba doblando sus largas piernas para meterlas en el coche cuando Edmund, el cochero de lady Upperton, se acercó corriendo al carruaje y apareció a su lado. —Gracias a Dios que es usted —exclamó ella. —¡Santo cielo, señorita Elizabeth! ¿Qué ha pasado? —No se quede ahí mirando. Le han disparado. ¡Ayúdeme, por favor! —le suplicó—. Tenemos que irnos. ¡Deprisa! Edmund subió al coche y acabó de meter dentro al príncipe, colocándolo sobre el asiento delantero. Alargó la mano y ayudó a subir a Elizabeth. —Sangra mucho, señorita. —Lo sé. Lo sé. —Tenía los nervios de punta y la mente hecha un lío—. ¿Puede sacarnos de aquí enseguida? Sé que es peligroso ayudarnos, Edmund, pero necesito que suba al pescante y nos saque de aquí. Alguien intenta matar al príncipe.
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—Sí, señorita. Estoy a su servicio. —Edmund le lanzó una última mirada al príncipe y luego salió agachado del coche y cerró la puerta a sus espaldas—. ¿Adónde vamos? —gritó. —A Hyde Park. Al Serpentine —murmuró el príncipe—. Aprisa. —A Hyde Park, Edmund. ¡Enseguida! —Elizabeth se arrodilló en el suelo, junto al príncipe, mientras el carruaje se ponía en marcha con una sacudida y abandonaba la fila de coches. Le apartó el pelo de la cara y él abrió los ojos; después abrió su chaqueta y su camisa de hilo. Deslizó la mano derecha debajo de él y palpó un agujero redondo en la espalda de la guerrera. Exhaló. El príncipe hizo una mueca cuando pasó el dedo por el borde del orificio; luego intentó incorporarse. —No intente levantarse —dijo Elizabeth mientras rasgaba una tira de seda de su falda y hacía con ella una bola—. Le han dado justo debajo del hombro. Parece que la bala ha salido limpiamente, pero sangra mucho. Él consiguió esbozar una sonrisa, a pesar del dolor. —¿Cómo es que sabe tanto de medicina, señorita Royle? —Se mordió el labio inferior cuando el carruaje se ladeó al doblar una esquina. Ella compuso una sonrisa propia de una enfermera experta a su paciente y se puso a parlotear: la calma empezaba a dar paso a la angustia. —¿No le había dicho que mi padre era médico? Mis hermanas y yo solíamos ayudarle de niñas. Se lo digo porque puedo serle de utilidad. Pronto se sentirá mucho mejor. —Miró sus ojos entornados—. Sólo le va a doler lo que tengo que hacer ahora. Por favor, estese lo más quieto que pueda. Voy a vendarle para contener la hemorragia. Rasgó otra tira de su falda y colocó una de las gasas de seda que había improvisado en el orificio de entrada y la otra sobre el de salida. Se quitó la ancha cinta azul que rodeaba sus costillas y la ató sujetando ambas gasas. Apenas llegaba. El príncipe parpadeó, mirándola, y suspiró. —Le pido disculpas por estropearle el vestido… otra vez. —Elizabeth sabía que intentaba reírse, pero su risa sonó como un gruñido en cuanto salió de su boca—. Le he manchado todo el vestido de sangre. Y me temo que esta vez no bastará un poco de aire fresco para remediarlo. Elizabeth bajó la mirada y vio que un reguero de sangre corría por su corpiño. La tocó y siguió el rastro hacia arriba, por su cuello y su oído, hasta un punto palpitante, justo encima de la sien. Lo tocó precavidamente. Una punzada de dolor atravesó su cráneo, dejándola mareada y confusa. La sangre de su vestido no era de él. Era suya. —Creo que… esta vez —masculló—, no ha sido culpa suya. —Santo cielo. —Sus ojos se agrandaron, llenos de preocupación—. ¿Le han disparado? —No es nada —contestó ella; no quería preocuparle: la herida del príncipe era mucho más grave que la suya—. Sólo es un rasguño. Y ya se sabe que los cortes en la cabeza, por pequeños que sean, sangran mucho. Sintió entonces, sin embargo, un miedo sobrecogedor. Una sensación de fatalidad. Su pesadilla se había hecho realidad.
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Capítulo 6 Elizabeth oía restallar un látigo en el aire de la noche mientras el cochero acuciaba a los caballos a apretar el paso. Sólo tardaron unos minutos en llegar a las verjas de Hyde Park, y para entonces el príncipe había logrado incorporarse en el asiento del coche. Elizabeth estaba impresionada por su fortaleza y su presencia de ánimo, después de que un balazo lo hubiera atravesado literalmente. Casi tenía la impresión de que había logrado por pura fuerza de voluntad que el color empezara a volver a sus labios y sus mejillas. No había tenido tanto éxito, en cambio, a la hora de ocultar sus emociones tras el ataque. Tenía el ceño fruncido por la preocupación y se mordía el labio inferior, aunque Elizabeth no sabía si se debía al dolor o al nerviosismo. Miraba ansiosamente por la ventanilla del coche mientras avanzaban a toda velocidad hacia el Serpentine. —Hemos escapado. —Elizabeth hizo una mueca cuando la primera palabra salió de sus labios. Incluso el movimiento más leve de su mandíbula hacía que un alfilerazo de dolor atravesara su cabeza—. Ya no tiene que preocuparse. Él se volvió lentamente para mirarla y luego, sin decir una palabra, siguió mirando por la ventana. Cuando habló de nuevo, un instante después, ella se sorprendió. —¿Cuánto falta para llegar al Serpentine, donde se une con el Long Water? —Hablaba con voz crispada y al concluir su pregunta inhaló profundamente para calmarse. —Sólo unos minutos, creo. —Elizabeth alargó el brazo y puso suavemente la mano sobre su rodilla—. ¿Por qué hemos de ir al Serpentine, Alteza? Tiene que verle un médico. Él se apartó de nuevo de la ventana para mirarla. A pesar de que sólo una ancha cinta de luz de luna iluminaba el interior del carruaje, Elizabeth vio que su pregunta le alarmaba de algún modo. Se quedó callado un momento, como si cobrara fuerzas antes de responder. —Temo por la seguridad de mi primo. Está allí. —¿Su primo? Pero ¿por qué iba a estar en peligro su primo? Está claro que esos disparos iban dirigidos a usted. He visto al tirador en la ventana. Le apuntaba a usted con su arma. La mirada del príncipe se volvió lúgubre. —¿Ha visto al hombre que ha disparado? Elizabeth asintió con la cabeza. —Sí. —Cobró conciencia de ello de pronto y se quedó paralizada. Le había visto, en efecto, aunque no pudiera atribuirle ningún rasgo concreto debido a la oscuridad. Pero si ella le había visto, era probable que el pistolero la hubiera visto también a ella; sobre todo, si les había seguido—. Alteza, ¿cómo sabía ese hombre que estaría usted paseando por Pall Mall?
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El príncipe sacudió la cabeza lentamente. —No lo sé. Hasta que he vertido el champán sobre su vestido, sólo pensaba en pasar la velada en Almack's y posiblemente en bailar… con usted. Elizabeth sintió un leve estremecimiento al oír aquellas palabras alentadoras. El príncipe deseaba bailar con ella. Tenía pensado buscarla en el baile. Lo había reconocido. Elizabeth se apartó del resplandor de la luna para que él no viera la sonrisa que distendía sus labios, pese a su dolor de cabeza. —Lo que significa —logró decir él—, que nos estaban siguiendo. —¿Siguiéndonos? —Ella arrugó el entrecejo—. Pero ese hombre estaba en la ventana de un primer piso, encima de una tienda. —Creo que es probable que nos haya seguido desde Almack's. Posiblemente haya pensado que necesitaba altura para efectuar un buen disparo. —Respiró hondo antes de continuar—. Así que o ha encontrado una puerta abierta o ha entrado por la fuerza en una tienda cerrada y ha subido hasta una ventana del primer piso que daba a Pall Mall. —El príncipe se quedó callado. Respiraba entrecortadamente. —En todo caso, es probable que estuviera en el baile. Lo que significa que quizás… era uno de los invitados. —Cuando miró al príncipe para ver qué efecto surtían sus palabras, una de las ruedas del carruaje pasó por encima de un bache del camino de tierra mojada de Rotten Row, y ella hizo una mueca. Se llevó automáticamente la mano a la cabeza dolorida. Ya no sentía manar la sangre justo debajo de su sien. Ahora sólo notaba un lento y rítmico goteo que, desde el borde de su mandíbula, se estrellaba de vez en cuando sobre su corpiño. Pero eso era bueno. La sangre empezaba a coagularse. Con suerte, a la herida mucho más grave del príncipe le estaría pasando lo mismo. El carruaje se detuvo unos minutos después. Sus zarandeos hicieron gemir de dolor a sus dos ocupantes cuando Edmund saltó del coche y abrió la puerta. —Ya estamos aquí, señorita Elizabeth. —La ayudó a bajar y entró en el coche para ayudar al príncipe a levantarse. Al apearse y pisar la tierra húmeda de Rotten Row, el príncipe se irguió en toda su estatura. Elizabeth vio entonces que dos hombres corrían hacia ellos desde el puente sobre el Serpentine. El príncipe la agarró y la apretó contra sí, rodeándola con su fuerte brazo. La luz de la luna brilló en las espadas que aquellos hombres llevaban al costado y, mientras se acercaban, Elizabeth vio que cada uno esgrimía una pistola. —Van armados —exclamó, y apoyó su ligero peso contra el príncipe con la esperanza de empujarlo de nuevo dentro del carruaje. Pero él no se movió. La apretó con más fuerza, levantó el brazo izquierdo y gritó dirigiéndose a los hombres: —¡No hay por qué preocuparse! Soy yo. —Los hombres parecieron reconocerle y aflojaron el paso hasta detenerse por completo. Al hacerlo,
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se inclinaron profundamente ante él. Después, un caballero vestido con levita oscura y una figura que a Elizabeth le pareció una mujer envuelta en un manto salieron de entre las sombras y se dirigieron hacia ellos. —¿Qué ocurre, primo? —gritó el hombre—. ¿Debo alarmarme? El príncipe miró más allá de las centelleantes y oscuras aguas del Serpentine, sin dignarse a hablar hasta que el caballero y su dama estuvieron frente a él. Sólo entonces soltó a Elizabeth para apoyarse en el brazo de su primo. Habló en voz baja, en tono mortalmente serio. —Hay motivos de alarma, en efecto. Debemos regresar enseguida. Así pues, aquél era su primo, pensó Elizabeth mientras observaba a aquel hombre algo más bajo. Sí, en efecto. A pesar de la oscuridad, vio que se parecían. Pero la mujer… ¿quién era? Elizabeth flexionó un poco las rodillas e intentó en vano adivinar su identidad. Tenía la cara parcialmente cubierta por la capucha del manto. Lo que veía de su rostro estaba bañado por la luz neblinosa de la luna, que emborronaba sus rasgos. La mujer también la miraba a ella, y a juzgar por su súbito envaramiento, casi se convenció de que la había reconocido. —Estás herido —exclamó el primo del príncipe, señalando su chaqueta abierta y la oscura mancha de sangre que brillaba a la luz de la luna, sobre la blanca camisa almidonada. —Y ella también —añadió la mujer, señalando a Elizabeth con la cabeza. Alargó el brazo y levantó un mechón de su pelo empapado para ver de dónde procedía aquella sangre—. Hay que llevarlos a los dos a un médico. —Miró al príncipe y a su primo, esperando su acuerdo. —Estamos bien —contestó el príncipe—. Es más importante que regresemos al hotel. —No están bien y van a ir los dos a un médico —ordenó prácticamente la dama. Elizabeth intentó de nuevo ver su cara. A juzgar por lo imperioso de su tono, era una señora de cierta importancia, acostumbrada a hacer su voluntad y a que sus órdenes se cumplieran. —Mi médico vive aquí cerca y es de confianza. Atiende a toda mi familia. Incluso mi padre confía en él, y él no se fía de nadie. —La mujer miró a los dos hombres armados que aguardaban allí cerca y levantó el brazo. Uno de ellos silbó y un carruaje negro y bruñido salió de detrás de una hilera de frondosos arces. Elizabeth miró a Edmund y estaba a punto de darle una orden cuando aquella mujer misteriosa habló de nuevo. —Puede despedir a su cochero. Iremos todos en mi carruaje —dijo altivamente—. Dígale que se vaya. Elizabeth se acercó a Edmund. —Gracias, mi buen Edmund. Regrese a buscar a lady Upperton. Nosotros tenemos otro coche. Él inclinó la cabeza y en cuanto Elizabeth se dio media vuelta para regresar con los demás se le ocurrió una idea. Se giró de nuevo. —Limpie los asientos y, por favor, no le diga nada a lady Upperton. Yo hablaré con ella por la mañana y se lo explicaré todo. —Sí, señorita. —Edmund subió al pescante del carruaje, hizo restallar
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su látigo y los caballos volvieron grupas y enfilaron de nuevo Rotten Row, desandando el camino. De haber sabido que aquella dama pensaba llevarlos a Curzon Street, Elizabeth habría vuelto a pie a Berkeley Square, a pesar de estar sangrando por la cabeza. Pero de haber sabido, además, que iba a llevarles a la residencia de sir Henry Halford, el médico del rey (y, por alguna circunstancia extraordinaria, también de aquella mujer), habría saltado del carruaje mientras éste recorría velozmente las calles de Londres. Ahora estaba sentada ante un mortecino fuego de carbón, mientras el señor Manton, el apuesto protegido de sir Henry, le aplicaba un ungüento en la herida de la sien. El señor Manton procedía con delicadeza, y su forma de mirarla a los ojos de vez en cuando para asegurarse de que no le hacía daño era… en fin, enternecedora. —El destino le ha sonreído, señorita Royle —le dijo—. La bala sólo le ha rozado la cabeza. Podría haberla matado. Elizabeth sonrió. —El destino siempre está de mi parte, querido señor. Él no insistió, a pesar de que ella notó que su respuesta le sorprendía. —¿Ha visto al loco que les ha disparado? —Se apartó un poco en espera de su respuesta. —No… Digo, sí. Le he visto. Los ojos azules del señor Manton se redondearon. —Entonces hay que llamar a un inspector de policía inmediatamente. —No creo que el príncipe sea de su misma opinión —contestó ella con suavidad—. Y aunque haya visto a ese hombre, no podría decirle ni una sola cosa respecto a él. Estaba demasiado oscuro y él se hallaba muy lejos. He visto poco más que la silueta de un hombre con una pistola en la mano. La dama bajó las escaleras y se fue derecha hacia la puerta de la calle tan rápidamente que ella apenas la vio pasar. Incorporándose del sillón en el que estaba sentada, rodeó al señor Manton para alcanzarla. —¿Se recuperará? ¿Sabe usted algo? —dijo levantando la voz ansiosamente antes de que la mujer pudiera marcharse. La mujer se echó la caperuza del manto sobre la cabeza y se la bajó sobre los ojos antes de volverse lentamente. Elizabeth no pudo ver más que su nariz y sus labios. —Sí. La bala ha salido limpiamente. Aquella noticia hizo que los músculos de Elizabeth se relajaran. —¿Puedo verle? ¿Sabe si sir Henry me lo permitirá? —preguntó, intentando transmitirle su ansiedad. La mujer hizo caso omiso de su comentario, pero al oír que el lacayo abría la puerta añadió un comentario de despedida. —Un coche de punto estará esperándola en la calle en cuanto el señor Manton acabe de curar su herida, señorita Royle. Es el príncipe quien lo ordena, no yo. Ha dicho que no desea que su familia se preocupe. Debería sentirse honrada porque demuestre tanta consideración hacia usted.
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—Y me siento honrada. Gracias por informarme del estado del príncipe —logró decir ella, pero antes de que pudiera preguntarle quién era, la mujer desapareció por la puerta. —Gracias a Dios que se le ha ocurrido traerles aquí —dijo el señor Manton detrás de ella. Elizabeth se volvió hacia él. Sintió una oleada de aturdimiento y, notando que se tambaleaba, se agarró al marco labrado de la puerta. —La acompañaré a su casa, señorita Royle. —El señor Manton se apresuró a prestarle su brazo para que se apoyara—. El príncipe está bien. No hay por qué preocuparse. Detuvo usted la hemorragia en el momento adecuado. Puede que le haya salvado la vida. Elizabeth exhaló un suspiro de alivio. —Gracias por atenderme, querido señor, pero… —lo miró con toda seriedad— he de preguntárselo… ¿Quién era esa mujer? —¿De veras no lo sabe? —La voz profunda y casi burlona de sir Henry surgió de la oscuridad de la escalera. Sobresaltada, Elizabeth se agarró a la jamba de la puerta y se volvió hacia él. —No, sir Henry. ¿Puede decírmelo, por favor? —Se lo diré, sí. —El baronet se rió suavemente y luego se señaló a sí mismo con orgullo—. A fin de cuentas, yo sí la conozco. Hace años que la atiendo, a ella y a otros miembros de su familia. —Hizo una pausa con el único propósito de que Elizabeth aguardara con expectación el momento en que le revelaría la identidad de aquella dama—. Ésa señora, querida mía, no era otra que la princesa Charlotte. —¿La princesa? —El aturdimiento nubló su cabeza, y sintió ceder sus rodillas bajo el peso de su cuerpo.
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Capítulo 7 Berkeley Square A la mañana siguiente, al abrir los ojos, Elizabeth se halló arropada en su cama. Supuso, al menos, que era por la mañana. La habitación parecía bañada en una luz azulada y neblinosa. Distinguió a duras penas, sobre la mesita de su lado, una bandeja con una taza de té humeante y un plato con rodajas de manzana verde. Las cortinas se abrieron de pronto y allí, delante de la ventana inundada de sol, apareció Cherie. —¿Cómo llegué a casa? —Elizabeth notaba en la sien un latido doloroso—. N-no me acuerdo. Cherie levantó sus cejas elegantemente curvadas, como si la instara a esforzarse un poco más por recordar lo sucedido la noche anterior. Mientras esperaba, la pequeña criada le sirvió el té y le puso el platillo en las manos. Elizabeth se llevó la taza a los labios y dejó que el vapor bañara su cara. Aspiró el aroma reconfortante del té y enseguida lo reconoció. ¡Era té verde! ¿Cómo se le ocurría a la señora Polkshank? El té verde era demasiado caro para el desayuno de un miembro de la familia. Sus preciadas hojas debían reservarse para tomar el té con invitados importantes. Con razón se habían disparado los gastos de la casa. ¡Qué despilfarro! En fin, tendría que hablar con la señora Polkshank enseguida. Entonces sucedió: en su mente aparecieron de pronto, inesperadamente, imágenes fugaces como fogonazos. Un pequeño grupo de caballeros reunido a su alrededor, levantándola en brazos. Abrir los ojos y verse en un oscuro carruaje que se mecía. El pálpito de un corazón. Frotarse la nariz porque un trocito de tela roja le hacía cosquillas. Unos brazos fuertes y capaces que la llevaban. Sentirse tumbada sobre su cama por… por… —¡Santo cielo! —Se incorporó de golpe, derramando el té de la taza. Cherie alargó las manos y rescató el platillo—. ¿Me trajo el príncipe? ¿Fue él quien me tumbó en la cama? —Miraba incrédula a la criada. Cherie sonrió y luego se encogió de hombros. —No, estaba herido. Es imposible. ¡Imposible! —Elizabeth comenzó a tamborilear con los dedos sobre su labio inferior. Aquellas imágenes eran tan claras… Estiró el brazo y rodeó con los dedos la fina muñeca de la criada—. ¿Sucedió de verdad, Cherie? ¿Sí? ¿O estaba soñando? La criada negó con la cabeza. Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo. Estaba claro que no lo sabía. Pero alguien en esta casa tiene que saberlo. Alguien les había abierto la puerta a ella y a quien la había llevado a Berkeley Square. En menos de una hora tendría una explicación. Alguien
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se la daría. —Cherie, por favor, ayúdame a vestirme. —Pasó las piernas por el borde de la cama y ya había empezado a levantarse cuando una oleada de aturdimiento la obligó a sentarse de nuevo sobre el colchón. Alzó los ojos hacia la criada, que parecía sobresaltada—. Estoy bien, Cherie. No te preocupes. Sólo tengo que moverme un poco más despacio hasta que me espabile del todo. Cherie volvió a ofrecerle el platillo de té, que ella cogió sin vacilar. Tal vez la señora Polkshank hubiera acertado al prepararle aquel té fuerte y aromático esa mañana. Sí, probablemente era justo lo que necesitaba en su estado de debilidad. Qué lista era la cocinera. Cherie la vio beberse el té con una mezcla de asombro y preocupación, hasta que en la taza de Elizabeth sólo quedaron unas cuantas hojitas retorcidas. Necesitaba saber cómo había llegado allí y si el príncipe, en efecto, estaba bien. Y pensaba averiguarlo. Sólo que esta vez decidió no darse tanta prisa. Le entregó la taza a la criada, se levantó despacio, cruzó la habitación y se sentó tranquilamente delante de su tocador. Al mirarse en el espejo, comprendió a qué se debía el estupor de Cherie. Tenía el pelo del lado derecho de la cabeza apelmazado y lleno de sangre seca. ¡Santo cielo! Su herida debía de ser mucho más grave de lo que imaginaba. ¡Cuánta sangre! Le temblaba la mano cuando la levantó para apartar unos cuantos mechones de pelo cobrizo y observar la herida. Se inclinó hacia la luna del espejo y la miró atentamente. No le habían puesto ningún apósito, lo cual le sorprendió, habiendo tanta sangre. El señor Manton, sin embargo, había aplicado una pomada de olor desagradable al arañazo que, cubierto por una costra roja oscura, tenía el largo y el ancho de su dedo meñique. Se le revolvió un poco el estómago, lo cual la puso aún más nerviosa. Durante los años en que había ayudado a su padre, jamás había sentido aversión por la sangre. Incluso había detenido la hemorragia de una herida girando con fuerza un torniquete mientras el médico cosía un desgarrón en la pierna de un granjero. Nunca, en toda su vida, había pestañeado siquiera al ver u oler la sangre. Bueno, quizás una vez, cuando un chorro de sangre salpicó su cara, pero habría hecho lo mismo de haber sido agua, así que aquel incidente no tenía importancia. Esta vez, sin embargo, era distinto. Esta vez, la sangre era suya. —Cherie, quiero lavarme el pelo. —Dejó caer los mechones de pelo apelmazado y su propio aspecto le hizo exhalar un suspiro de desagrado. La criada sacudió la cabeza con vehemencia y sus ojos oscuros miraron el reflejo de Elizabeth con expresión suplicante. —Vamos, Cherie, por favor, ve a calentar el agua. Por favor. —Suspiró con fuerza—. Sabes muy bien que no puedo salir de casa con este aspecto: parece que acabo de escapar del cuchillo de un asesino enloquecido. Tengo que bañarme y ponerme mi mejor vestido, si quiero ir a preguntar por la salud del príncipe. Cherie asintió con la cabeza, hizo una rápida reverencia y salió apresuradamente de la habitación. Elizabeth volvió la cabeza y observó dónde tenía la herida. Hmm. Su
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sombrero de paja de ala ancha, el adornado con rosas blancas y una hermosa cinta de raso verde, la taparía perfectamente. Se sonrió en el espejo y se pellizcó las mejillas para darles color. Qué afortunada era por tener un sentido tan agudo de la elegancia. Dos horas después Bajar los dos tramos de escaleras le resultó más difícil de lo que se imaginaba; la cabeza le daba vueltas y cada movimiento, por minúsculo que fuera, le dolía como si alguien estuviera aporreando su cráneo. Daba igual. Sencillamente, le pediría a la señora Polkshank que buscara el polvo de lisimaquia roja para aliviar el dolor de cabeza y después le daría las gracias por el té verde, que, aunque demasiado costoso para tales propósitos, había conseguido revigorizarla. Después saldría a la calle y se iría derecha al Hotel Clarendon, donde había oído que se alojaba el príncipe, y posiblemente también su primo. Acababa de apoyar la mano en el poste de la barandilla y de poner el pie en el pasillo de la entrada cuando oyó la voz de lord Gallantine desde el salón. —Ni se te ocurra, querida —dijo con una voz que, sorprendentemente, sonó bastante severa. Elizabeth hizo una mueca. Era ridículo que estuviera enfadado con ella, después del calvario que había vivido la noche anterior. Así pues, procuró olvidarse de la absurda advertencia de Gallantine. Seguramente estaba hablando con Cherie, de todos modos… o con otra persona. Con ella no, desde luego. Tal vez le habían dicho que se estaba vistiendo y ni siquiera sabía aún que se encontraba en la planta. Así que decidió apresurarse a buscar el polvo de lisimaquia antes de entrar en el salón para ver a lord Gallantine. —Elizabeth, cielo —dijo la dulce voz de lady Upperton—, hemos oído tus pasos en la escalera. Ven al salón. ¡Maldición! Elizabeth se paró en seco y cerró los ojos con fuerza. Habría entrado en el salón nada más tomarse los polvos de lisimaquia. Abrió los ojos despacio y exhaló un profundo suspiro. Tras mirarse en el espejo (la herida quedaba perfectamente tapada por su pelo trenzado, recogido hacia arriba y sujeto a la nuca con horquillas), compuso una linda sonrisa y, manteniendo la cabeza lo más erguida posible, entró en el salón. Sacudió la cabeza dolorosamente en cuanto vio que no sólo estaban allí Gallantine y lady Upperton, sino también lord Lotharian, Lilywhite y su tía abuela Prudence, que, cómo no, dormitaba. —Les pido disculpas. No sabía que teníamos visita y que deseaban hablar conmigo. —¿No lo sabías, Elizabeth? —Lord Lotharian la miró con los ojos entornados—. ¿Por qué íbamos a venir después de que un pistolero persiguiera a nuestra pupila por las calles de Londres en compañía del príncipe Leopold de Sajonia-Coburgo, nada menos, y además le disparara? ¿Te importa decírnoslo? Las mejillas de Elizabeth se sonrojaron.
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—Ha sido sólo un rasguño. Como pueden ver, estoy perfectamente. — Tragó saliva—. ¿Saben… saben algo del estado del príncipe? —Sólo que sobrevivió. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad, niña? —dijo Lotharian, observándola todavía con aquella mirada inquietante. —Sí. —Bajó los ojos, confiando en que Lotharian dejara de mirarla con tanta fijeza—. Sólo quería saber… —¡Podrían haberte matado, Elizabeth! —exclamó Lilywhite, ahogando su voz. Se acercó apresuradamente al armario de las botellas y, aunque todavía era temprano para beber, tanto para los miembros de la alta sociedad como para cualquiera, se sirvió una copa de coñac—. ¿Alguien más quiere un traguito relajante? Su tía abuela abrió los ojos inmediatamente. —Yo. —Levantó la mano y pidió una copa. Lilywhite la complació casi al instante, y ella tomó el coñac y empezó a beber a sorbitos, llena de contento. Elizabeth se acomodó en una butaca vacía, cerca de la puerta. —¿Có-cómo se han enterado de lo de anoche? —Ah, ya. Por Edmund. Abstraída, se dio una palmada en la frente—. ¡Maldita sea! —Levantó los ojos y enseguida se encontró con las miradas escandalizadas del grupo de ancianos—. Disculpen mi exabrupto, por favor. Es que… me duele muchísimo la cabeza. Cherie apareció en el pasillo llevando una bandeja con un vaso de agua turbia. Antes de que pudiera entrar en el salón, la detuvo MacTavish, el mayordomo, que acababa de apostarse junto a la puerta como un centinela. Miró inquisitivamente a la criadita hasta que ella se señaló la cabeza con un dedo y luego el vaso. Elizabeth, que había estado observando la escena de reojo, temiendo que el polvo de lisimaquia, que tanta falta le hacía, se retrasara aún más, estaba a punto de saltar de la silla y agarrar el vaso cuando el mayordomo entró en el salón y se lo ofreció por fin. Se bebió el polvo amargo, pero, consciente de que tardaría en hacerle efecto, comenzó a pensar en unirse a Lilywhite y Prudence en su libación matutina. —La verdad es que fue la señorita Margaret Mercer Elphinstone quien anoche nos comunicó la asombrosa noticia de tus aventuras con el príncipe —confesó lady Upperton—. Te acuerdas de ella, ¿verdad? La dama de compañía de la princesa Charlotte. Elizabeth se quedó callada, intentando recomponer los acontecimientos que podían haber llevado a la señorita Mercer Elphinstone a la puerta de lady Upperton. —Ya os conocéis. Os conocisteis ayer, de hecho —añadió ésta última, y levantó eufóricamente sus cejas algodonosas—. Y debiste causarle una gran impresión. —Más, por favor. —La tía abuela Prudence levantó su copa vacía hacia Elizabeth—. Vamos, Lilywhite, vamos. Pasmada por la aseveración de lady Upperton, Elizabeth empezó a levantarse para rellenar ella misma la copa de su tía cuando sintió la pesada mano de Lilywhite sobre su hombro. —Ya se lo llevo yo, niña —dijo él—. De todos modos a mí también me apetece una copa.
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Elizabeth miró fijamente a lady Upperton. —Le aseguro que no creo haber impresionado en modo alguno a la señorita Elphinstone. Pasamos juntas muy poco tiempo. —Aquel día nada parecía tener sentido, y Elizabeth se preguntó fugazmente si la herida le habría trastornado de algún modo el cerebro—. ¿Por qué se ha puesto en contacto con usted? Lord Gallantine se levantó del sofá en el que estaba sentado junto a lady Upperton y se detuvo delante de Elizabeth. —Has de haber hecho algo extraordinario, querida. Algo inaudito. Elizabeth echó la cabeza hacia atrás para mirarlo. —¿Por qué lo dice, Gallantine? Parece muy convencido. —Elizabeth, la señorita Mercer Elphinstone se ha presentado aquí a primera hora de la mañana con una carta de la princesa Charlotte. —Se quedó callado, como si Elizabeth ya supiera lo que decía aquella misiva. Pero no lo sabía, y, ¡qué demonios!, quería que dejaran de bailar el rigodón alrededor de los hechos y le contaran de una vez lo que había sucedido. —La princesa ha pedido que te reúnas con ella en Cranbourne Lodge temporalmente… justo hasta San Miguel —añadió lord Gallantine. —¿Reunirme con… con la princesa? —Elizabeth movió la cabeza de un lado a otro para mirar más allá de Gallantine, con la esperanza de que alguien le aclarara aquel extraordinario giro de los acontecimientos—. Pero ¿por qué? —Para ser su dama de compañía… como la propia señorita Elphinstone —contestó lady Upperton. —Pero ¿por qué yo? —Pues no lo sabemos, querida —reconoció lady Upperton—. Confiábamos en que tú pudieras darnos ese dato vital. Naturalmente, hemos accedido a su petición y le hemos pedido a la señorita Elphinstone que le llevara la feliz noticia a la princesa. Elizabeth se levantó de un salto al oír aquello. —¿Le… le han dicho que sí? —Te irás a principios de la semana que viene, si estás lo bastante recuperada. Y por tu aspecto parece que ya estás bastante bien. Así que está todo arreglado. —Lady Upperton sonreía con orgullo—. Sabíamos que era lo que querías. Sabíamos que estarías encantada de conocer más íntimamente a la princesa. A fin de cuentas, tú misma lo has dicho: probablemente sois medio hermanas. Elizabeth se sentó de nuevo; la noticia la había dejado sin fuerzas. ¡Todo aquello era un disparate! Sí, durante los meses anteriores se había preguntado a menudo por la princesa Charlotte, su presunta media hermana. Había fantaseado con la idea de vivir como una princesa… si las circunstancias de su nacimiento hubiesen sido otras. Pero ahora… ahora, el destino se le había revelado. Iba a casarse con el príncipe. No podía abandonar Londres y a su futuro marido. Ahora no. Parecía, sin embargo, que sus tutores ya habían sellado su suerte al acordar que entrara al servicio de la princesa Charlotte. Lilywhite sostuvo en el aire una copa de coñac. —Apuesto a que ahora sí te apetece una de éstas, Elizabeth, ¿eh?
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Elizabeth levantó la mano para cogerla. Dios del cielo, por favor, que todo esto sea un sueño. Siete días después supo con toda certeza que no estaba soñando. Su rumbo estaba clarísimo. Durante esa semana, no había recibido noticias respecto al estado del príncipe. Y cuando salió a hurtadillas de la casa para preguntar por él en el hotel Clarendon, donde según se decía estaba alojado, le informaron amablemente de que el príncipe no se encontraba allí. Elizabeth se quedó con la duda de si habría vuelto a París, o incluso a Coburgo, dependiendo de la gravedad de sus heridas. En todo caso, su sueño, aquella vívida visión de su boda, estaba empezando a convertirse rápidamente en una caprichosa fantasía que se disipaba en el viento con el paso de las horas. Cuando llegó el día de su temida marcha a Cranbourne Lodge, sus esperanzas de reunirse con el príncipe se habían desvanecido por completo. Cherie había llenado un bolso de mano con sus cosas más necesarias, y se encargó de que ataran bien sus baúles a lo alto del carruaje. Para consternación de Elizabeth, habían sido precisos dos baúles, pues lady Upperton se había ocupado personalmente de que los vestidos que habían encargado a la señora Devy les fueran entregados antes de su partida… a pesar de que habían hecho falta siete costureras más para acabarlos a tiempo. El único cometido de Elizabeth había sido descansar con el fin de hallarse recuperada cuando llegara el momento de entrar al servicio de la princesa. Pero seguía sin saber en qué iban a consistir tales servicios, lo cual resultaba no poco inquietante. Tras un movidito viaje de tres horas desde Londres, el carruaje que los llevaba a ella y a todas sus pertenencias materiales dobló el último recodo de la carretera y Cranbourne Lodge apareció por fin ante su vista. Elizabeth contuvo el aliento al pensar que iba a vivir de verdad en aquella impresionante mansión. La enorme casa de color claro parecía absorber el sol dorado del atardecer de forma que su gran torre semejaba una columna de oro. Entonces estiró el cuello intentando ver el remate de la torre desde la ventanilla del coche, y cuando al fin lo vio pensó que, si subía hasta allá arriba, vería Londres, a veinte millas de distancia. Cranbourne Lodge no parecía ser mal sitio para vivir, si eso era lo que una deseaba (aunque ése no fuera su caso), pues estaba situada en un paraje muy agradable, no lejos del castillo de Windsor, en la linde de un parque muy antiguo y frondoso flanqueado por el verdor del bosque de Windsor. Su belleza y su antigüedad eran incuestionables. Tener la oportunidad de conocer íntimamente a la princesa Charlotte era un regalo inimaginable… de haberlo deseado. Vivir como una princesa, verse libre de los onerosos deberes de la intendencia doméstica y el cuidado de su familia, era lo que más había deseado desde el momento en que sus hermanas y ella llegaron a Londres. Y ahora ese sueño iba a hacerse realidad.
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Sólo le veía una pega a estar allí, en Cranbourne Lodge, y era que su príncipe no estaría con ella. Ni tampoco la princesa, al parecer. Charlotte había ido a Windsor a visitar a sus tías y a la reina, y no se esperaba su regreso hasta última hora de la tarde. Elizabeth se preguntó si la reina sabía que estaba allí. La princesa Charlotte, se dijo, tenía que haber oído los rumores que corrían entre la alta sociedad respecto al linaje de las hermanas Royle, y si les había concedido algún crédito, se habría dado cuenta de que las Royle y ella eran medio hermanas. El hecho de que la princesa estuviera al corriente de su posible parentesco explicaba al menos su interés por una plebeya de Cornualles. ¿Y qué mejor forma de martirizar a su poderoso padre que su hija ilegítima? Elizabeth hizo una mueca. Aunque la princesa Charlotte supiera quién era, o quién podía ser, la reina no debía saberlo… suponiendo que la historia de su padre fuera cierta. Si lo era, la reina desconocía el hecho de que las hermanas habían sobrevivido pese a su empeño y al de lady Jersey. O, simplemente, ignoraba que estaba en Cranbourne. Había demasiado en juego para que su nieta, la princesa Charlotte, pasara algún tiempo con una de las niñas a las que ella había intentado matar para proteger el futuro acceso de su hijo al trono. Elizabeth meditó sobre lo que podía depararle su estancia en Cranbourne Lodge. ¿Vería a la reina en persona? ¿Coincidiría con ella? Pensó largo y tendido sobre ello. Si se la presentaban, si pasaba un solo instante con ella y la reina se daba cuenta de quién era, estaba convencida de que sabría al instante la verdad sobre lo sucedido con sólo mirar a los ojos de la soberana. Ignoraba, sin embargo, si soportaría mirar a los ojos a la mujer que había ordenado su muerte, en caso de que tal encuentro llegara a producirse. Elizabeth se sacudió aquella idea estremecedora. Fuera cual fuese el motivo por el que se había reclamado su presencia en Cranbourne Lodge, bueno o malo, la habían tratado con toda corrección. La habían acomodado en una habitación pequeña pero confortable, con una ventana arqueada y espléndidas vistas sobre una verde pradera salpicada de conejitos que mordisqueaban los brotes de hierba. Le había dado ya por pensar que allí el tiempo avanzaba con espantosa lentitud. Para entretenerse, se puso a deshacer sus baúles junto con una doncella, y a sacudir sus vestidos nuevos, arrugados por el viaje. Se atusó los mechones rizados que ocultaban su herida y desplegó luego sus polvos, perfumes, cepillos y horquillas sobre el tocador. Después, como no tenía nada más que hacer, decidió bajar a las cuadras y pedir un caballo a alguno de los mozos. Sería divertido dar un corto paseo a caballo por el parque antes de que anocheciera. Los ciervos levantaron la cabeza de la hierba suave y menearon la cola con nerviosismo cuando el bayo de Elizabeth pasó trotando por el camino de tierra que se alejaba de Cranbourne Lodge. Durante unos minutos sopesó la idea de volver a Londres a caballo. Pero sabía que hacer algo tan irresponsable la convertiría en una
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marginada, y entonces, si alguna vez volvía a encontrarse con su príncipe, sería imposible que tuvieran un futuro juntos. Así pues, se armó de valor y se resignó a sus deberes temporales para con la Corona. Hacía más calor del que esperaba a aquella hora de la tarde. Frenó un momento su caballo para desatarse la pañoleta. Se la quitó y la agitó delante de su cara. Pero aquella corriente de aire cálido no la refrescó en absoluto. El ruido de unos cascos en el camino llamó su atención y tirando de las riendas condujo al caballo bajo los árboles. Allí, a lo lejos, cabalgaba un joven a lomos de un enorme caballo negro. Al acercarse más, Elizabeth vio que no llevaba corbata. Su camisa se agitaba al viento, abierta, y dejaba al descubierto los músculos de su recio pecho. Un sudor nervioso brotó en el arranque de su pelo mientras el caballo se aproximaba al galope, y se enjugó la frente con la pañoleta de encaje mientras observaba la figura del caballero. Su aspecto le resultaba familiar. La tarde de verano era calurosa y no llevaba chaqueta, ni charreteras doradas que se agitaran al viento con cada zancada de su corcel. Tampoco lucía una banda carmesí sobre el hombro, terciada sobre el pecho y anudada a la cadera. Pero aun así, a pesar de que iba vestido como un labrador, Elizabeth lo reconoció. Era su príncipe. ¿Qué es esto? ¿Una ilusión óptica? Sumner tiró de las riendas de su enorme caballo hasta detenerlo. Levantó la mano para defenderse del resplandor del sol del atardecer y miró con los ojos entornados la figura casi oculta bajo las ramas de un roble maduro, entre la luz tamizada del sol. Un temblor recorrió sus músculos. Había experimentado aquella misma sensación muchas otras veces. La emoción del instante en que disparaba el primer cañón. Su cuerpo se ponía en movimiento cuando sonaba el primer disparo. Cuando redoblaban los tambores de un gran desfile militar. Pero nunca al ver a una mujer. —¿Señorita Royle? —Le tembló la voz, a pesar de que creía haber dominado por completo su reacción visceral al verla—. ¿Es posible? Ella hizo avanzar a su montura, inclinándose sobre el pomo al pasar bajo un montón de frondosas ramas. Cuando su caballo salió del todo a la luz del sol, Elizabeth se incorporó y sonrió. Tenía las mejillas arreboladas y brillantes, aunque Sumner no sabía si se debía al calor del día o quizá a su vigorosa cabalgada. En todo caso, verla removió algo muy dentro de él. —¿Se encuentra bien? —Al principio pareció preocupada, pero luego levantó la mano y se tapó la boca, riendo suavemente—. Qué pregunta tan tonta. Fíjese. Está espléndido. —Su caballo se acercó y ella bajó la mano y agarró las riendas con fuerza. La sonrisa se borró al instante de sus labios—. Discúlpeme, Majestad. No era mi intención… Quiero decir que… Parece usted hallarse en perfecto estado de salud.
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—Lo mismo digo, señorita Royle. —Y se quedaba corto. Estaba preciosa. A pesar del calor del verano, y de haber dado un largo paseo a caballo, estaba arrebatadora. Perfecta. Ella apartó la mirada y masculló en voz baja algo que se parecía mucho a «espléndido». Cuando volvió a mirarle, la curva de sus labios parecía forzada: saltaba a la vista que era producto de su azoramiento. —Gracias, Alteza. Otra vez aquello: Alteza. Sumner sintió una aguda punzada de culpa en la conciencia. Quería acercarse a ella, confesar y explicarle los motivos que habían hecho necesaria aquella farsa. Pero no podía explicárselo aún. Leopold y él estaban de acuerdo al respecto. Tenía que ser así. De momento, al menos, para preservar la seguridad de Leopold y también la de la señorita Royle. Sumner apretó instintivamente las riendas de su caballo y éste avanzó hasta que su cabeza estuvo junto a la de la montura de la señorita Royle. —¿Qué fuerza celestial ha propiciado el delicioso azar de encontrarla a usted en el camino? Una ráfaga de brisa levantó nubes de polvo seco a su alrededor, pero en lugar de cerrar los párpados ella le sostuvo la mirada. Sus ojos brillaban con el centelleo de las esmeraldas al sol de la tarde. —No sé si el cielo ha tenido algo que ver en esta feliz coincidencia — respondió, y un atisbo de alegría elevó su voz—, aunque creo que tal vez podamos dar las gracias a la señorita Elphinstone por la circunstancia fortuita de hallarnos los dos en Windsor. Sumner juntó las cejas. —¿A qué se refiere, señorita Royle? Ella eludió convenientemente su pregunta un momento y formuló otra. —¿Se aloja usted en el castillo? —Parecía extrañamente desconcertada por la pregunta que ella misma le había hecho, pero saltaba a la vista que se había sentido impelida a formularla. —No, claro que no. Nuestra presencia aquí… —Bajó la cabeza y se concentró ridículamente en una piedra que había junto al casco derecho de su montura. Deseaba sencillamente poder decírselo—. Es un secreto muy bien guardado. —No tanto —repuso ella—, puesto que nos hemos encontrado, ¿no cree? ¿Su primo está por aquí? ¿Leopold? ¿Por qué pregunta por él? Se le encogió el corazón. —¿Qué hace usted aquí, señorita Royle? —Se irguió en la silla y miró a su alrededor—. No veo a nadie más, ni cestos de comida que indiquen que ha salido a pasar la tarde en el campo. La brida y el bocado de su caballo tintinearon, y al bajar la mirada vio que el animal estaba olfateando el cuello del bayo de la señorita Royle. Se sintió extrañamente azorado por ello. O quizá sólo deseaba que los jinetes hicieran aquello mismo sobre una manta, junto al Támesis, sin preocuparse por nada ni por nadie. Pero el decoro y la necesidad de concentrarse en la seguridad de Leopold lo impedían. —No hay cesto, ni nadie más. —Ella se volvió y miró camino arriba—. Me alojo en Cranbourne Lodge. A partir de hoy soy una de las damas de
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compañía de la princesa Charlotte. —¿Se aloja en Cranbourne? —Sumner sintió de nuevo una curiosa sacudida de emoción. —Sí, Alteza, así es. Entonces él notó que una sonrisa de deleite asomaba a sus labios. —Pues nos veremos esta misma noche. Elizabeth levantó las cejas, aparentemente sorprendida. —Vaya, está usted muy seguro de sí mismo, ¿no cree? —Discúlpeme, señorita Royle. Quería decir que nos veremos en la cena. Aquel atractivo rubor volvió a extenderse por sus mejillas, y por un instante Sumner deseó ser lo bastante atrevido como para haber dicho lo que ella había creído entender. Ella lo miró con fingida timidez. —Entonces, ¿he de suponer que se aloja aquí cerca… en secreto? —Así es, en efecto, señorita Royle. Por fin ella se despidió con una inclinación de cabeza. —Buenas tardes, Alteza. Confío en que hablemos de nuevo muy pronto. Sumner la saludó inclinando la cabeza y la vio tirar de las riendas y encaminar al bayo hacia Cranbourne Lodge. —Así será, señorita Royle. No me cabe ninguna duda. Cuando ella desapareció por un recodo del camino, Sumner tiró de las riendas y se adentró al galope en el bosque. Tenía que hablar con Leopold. Inmediatamente.
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Capítulo 8 Cranbourne Cottage Cuando Sumner se acercó a la casita de tejado de brezo situada en la linde del bosque de Windsor, Leopold estaba sentado en el poyete de la ventana del piso de arriba, tomando el aire. A pesar del calor, llevaba una rígida camisa de hilo blanco y una corbata azul cielo flojamente anudada. Había tenido, sin embargo, el buen sentido de quitarse al menos la levita. —Hace un poco de calor para llevar corbata, ¿no crees, Leopold? El príncipe Leopold, que en público siempre vestía con la misma formalidad con la que se conducía, desdeñó con un ademán el comentario de Sumner. —La princesa Charlotte está por aquí —dijo desde la ventana, alzando la voz—. Quiero estar presentable, por si me honra con su compañía. Un joven mozo se acercó a la casa a todo correr, apartándose de los ojos el pelo crespo y sudoroso, del color de la mantequilla. Sumner pasó la pierna por encima del caballo, desmontó y dejó el animal al cuidado del joven. El mozo se inclinó en silencio, sin mirar a Sumner (el príncipe, o eso creía él). Tal y como debía ser. Tal y como había sido siempre: hacerse pasar por otro para proteger a los demás. Era triste, pero cierto, que sólo dos personas en el mundo conocían su verdadera identidad… y ninguna de ellas era Leopold. Así había sido siempre. Leopold creía que era su primo, y Sumner vivía ciñéndose a esa creencia. En su juventud, se habían formado juntos como militares. Leopold estudió estrategia e historia, mientras que él tuvo que someter su mente y su cuerpo a sufrimientos, brutalidades y pruebas de ingenio para alcanzar la posición que ocupaba en el ejército. Pero sus caminos siempre habían discurrido paralelos, y habían estado juntos en campañas y batallas. Igual que ahora. Sumner esperó hasta que el mozo se llevó al caballo del patio antes de responderle a Leopold. —Ella jamás vendría a esta casa, a pesar de su gusto por desobedecer. Es demasiado arriesgado. —Pasó por la puerta agachando la cabeza y antes de que la cerrara tras él Leopold apareció al pie de la escalera—. No pongas esa cara de pena. Me he encontrado a la señorita Elphinstone en el valle y todo va bien. Esta misma noche cenaremos en secreto con la princesa y sus acompañantes. —¿Sus acompañantes? ¿Qué disparate es ése? —preguntó Leopold prácticamente gruñendo. Cruzó la habitación y se sentó en un banco de roble, junto a la ventana abierta de par en par para que entrara un soplo de brisa que refrescara la casa aquella tarde sofocante—. Se supone que
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nadie debe saber que estamos aquí. Podría ser cuestión de vida o muerte. ¡De mi vida y mi muerte! —He dicho que la cena se celebrará en secreto. Sólo saben que estamos alojados aquí, en Cranbourne Cottage, algunos miembros de confianza del servicio de la princesa, la señorita Elphinstone y la princesa Charlotte. —Hizo una pausa—. Bueno, y una persona más. —Levantó los ojos para mirar a Leopold. El verdadero príncipe se puso en pie. —¿Por qué te quedas callado? ¿Quién es esa persona? ¿Deberíamos preocuparnos? Sumner sacudió la cabeza. —Creo que no. Es la señorita Elizabeth Royle. Los ojos de Leopold reflejaron claramente su sorpresa. Tardó unos segundos en volver a hablar. —¿Ha sido… prudente informarle de nuestra presencia, Sumner? Él se encogió de hombros. —En lo que respecta a ella, no sé. En lo que respecta a ti, yo diría que no supone ninguna amenaza. Leopold flexionó las rodillas y volvió a sentarse. —Pero puede que esta noche puedas comprobarlo tú mismo, primo. —¿Está aquí? —Leopold se quedó muy quieto unos segundos; luego sacudió la cabeza lentamente—. ¿Por qué le has pedido que venga? Sabes lo peligroso que es. Ya le dispararon en la cabeza simplemente por ir contigo. Sumner levantó una mano para atajarle. —Yo no le pedí que viniera a Windsor, y sin embargo aquí está. Me la he encontrado en el camino de Cranbourne Lodge hace veinte minutos. —¿Cómo es posible? —Leopold estiró el brazo y se apoyó en el alféizar de la ventana. —Por lo que he podido deducir, tu querida amiga Mercer la ha reclutado como dama de compañía de la princesa Charlotte. —¿La señorita Royle… dama de compañía? Qué elección tan extraña. —Leopold bajó el brazo y apoyó los codos en las rodillas—. Seguramente habrá sido una orden de la princesa Charlotte. No le habrían pedido que se uniera a su séquito, y menos aún estando nosotros aquí, si no fuera por orden expresa de la princesa. —O del príncipe regente. —Sumner levantó las cejas—. Aunque creo que estaremos de acuerdo en que, si el príncipe regente supiera algo de la señorita Royle o de sus hermanas, no permitiría que se acercaran a esa cabezota de Charlotte. Leopold asintió y luego miró a Sumner inquisitivamente. —¿Crees que la princesa Charlotte está al corriente de su posible parentesco con la señorita Royle? ¿O que simplemente notó que le tenías especial aprecio y quiere hacer de casamentera? —No dudo de que tanto ella como Mercer estén quizás algo aburridas y deseen hacer de casamenteras. —Sumner se frotó la barbilla mientras lo pensaba—. Pero me parece más probable que la princesa Charlotte sepa perfectamente quién es la señorita Royle y quizá por eso le haya pedido que sea su dama de compañía, pese a no pertenecer a la nobleza. Leopold apoyó la cabeza en las manos un momento y pareció
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considerar la teoría de Sumner. Asintió, lentamente al principio y luego más aprisa, como si hubiera llegado a una conclusión. —Creo que tienes razón, Sumner. Pero lo que te pregunto es otra cosa. Aquí, en Londres, sólo se me conoce de oídas. Muy pocas personas me han visto en persona. Sumner asintió y se dejó caer en el sillón, junto a la chimenea apagada. —En Almack's todo el mundo pareció creer que yo era el príncipe Leopold. Incluso la señorita Royle, a la que en principio me presenté como lord Sumner Landsowne de Whitevale, cree que soy… en fin, tú. —Exacto. —¿Qué es lo que quieres saber, Leopold? Éste levantó el dedo índice y lo agitó en el aire varias veces señalando a Sumner antes de continuar. —¿Por qué es? —¿Por qué es qué? —Sumner estaba cada vez más irritado por el modo en que su primo se andaba por las ramas. —¿Por qué, después de oír de tus propios labios que no eres el príncipe Leopold, sigue creyendo la señorita Royle que lo eres? Sumner dejó que su mirada se posara en el limpio suelo de piedra. —No estoy seguro. —Levantó los ojos hacia Leopold—. En Almack's me preguntó por qué me había hecho pasar por Whitevale cuando nos conocimos en la joyería. En el baile era evidente que creía que era el príncipe Leopold. Así que jugué con ella; le dije que estaba «de incógnito». —Y estabas de incógnito… en el baile. —Leopold sonrió un poco—. Pero no cuando os conocisteis. —Tenía que decirle algo para aplacar su curiosidad y, por suerte, mi treta dio resultado. Lo que vio en el baile pesó más que lo que oyó en casa de los joyeros. —La mandíbula de Sumner se tensó—. ¿Adónde quieres ir a parar? Leopold se quedó callado. —¿Sospechas algo de la señorita Royle? La mente de Sumner giraba vertiginosamente. ¿Había pasado algo por alto? ¿Acaso la atracción que sentía por ella, sus emociones, habían nublado su entendimiento, poniendo en peligro a Leopold? No. No. Siempre había sido muy intuitivo respecto al carácter de la gente. Y si de algo estaba seguro era de que podía confiar su vida a la señorita Royle. A fin de cuentas, ella ya le había salvado una vez. —Te equivocas con ella, Leopold. —Yo no he dicho nada. —Leopold se levantó despacio y se volvió para mirar por la ventana. —Cree que soy el príncipe, y mantendré la farsa hasta que regresemos a París o me convenza de que tu vida ya no corre peligro. — Sumner se dio cuenta en ese instante de que respiraba agitadamente. Su voz sonaba cortante. Se había enfadado. Respiró hondo varias veces para llenarse de aire los pulmones. Su fría objetividad, su dominio de sí mismo (que siempre le habían permitido tomar decisiones cruciales, tanto en la guerra como a la hora de asegurar el bienestar del príncipe) se habían visto comprometidos por sus emociones.
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Y eso no podía ser. No podía ser. —No temas, Leopold. —Respiró hondo de nuevo—. No permitiré que mis sentimientos pongan en peligro tu seguridad. Te doy mi palabra. Leopold se volvió y se encaminó hacia la puerta. Al pasar junto a Sumner, le dio una palmada en el hombro. —Nunca lo he dudado. Once de la noche Cranbourne Lodge Un fuerte gruñido surgió del estómago de Elizabeth. —Ay, madre. ¿Hay gatos salvajes en el bosque de Windsor? —Miró por encima del hombro, hacia la ventana, y se volvió luego hacia las tres personas sentadas ante la lujosa mesa, a la luz tenue e insuficiente de dos velas parpadeantes. La princesa Charlotte le lanzó a Mercer, su confidente, una sonrisa apenas disimulada. Acababa de volver del castillo, de visitar a su abuela y a sus tías; de ahí que hubieran tardado tanto en cenar. —Sí, señorita Royle, creo que los hay. Y también liebres y tejones, aunque creo que esta noche no les he oído rechistar. Los hombros de Mercer se sacudieron ligeramente, y Elizabeth se dio cuenta de que no había engañado a nadie. Sus mejillas se sonrojaron. —Yo oí a un gato salvaje cuando llegamos al pabellón —dijo el primo del príncipe—. ¿Verdad, Leopold? El príncipe no mostró emoción alguna, y sin embargo asintió. —En efecto, primo. Debe de haber muchos en el bosque. Elizabeth se llevó la servilleta a los labios con nerviosismo. Miró al primo del príncipe. —Discúlpeme, pero con el trajín de la noche del baile no retuve su nombre, señor. La mirada del príncipe voló hacia su primo. Este le lanzó una mirada a la princesa Charlotte, que a su vez se volvió hacia Mercer con los ojos como platos. —Les pido disculpas —dijo Elizabeth, sospechando que allí había gato encerrado—. ¿He preguntado algo inconveniente? —Siguieron mirándose los tres de soslayo. La princesa la miró por fin a los ojos. Alargó el brazo y cogió su mano. —Querida señorita Royle, el primo del príncipe es… el marqués de Whitevale. —Levantó sus ojos sorprendidos hacia el príncipe y miró luego al primo como si les presentara. —¿L-lord Whitevale? —masculló Elizabeth. Se volvió en la silla para mirar al príncipe—. Pero, Alteza, usted se presentó como Whitevale cuando nos conocimos en Hamilton y Compañía. El príncipe se puso colorado. —Como le dije en el baile, señorita Royle… —Ah, sí —le interrumpió ella—. Estaba de incógnito. Ya entiendo. —Señorita Royle… —terció la señorita Margaret Mercer Elphinstone— y llámeme Mercer, por favor; todo el mundo me llama así y, ahora que está entre nosotros, confío en que usted también lo haga. ¿Qué le ha
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parecido Cranbourne Lodge? —Le sonrió a Elizabeth amablemente al formular la pregunta. La señorita Margaret Mercer Elphinstone era una mujer asombrosamente bella, de tez tersa y blanca, ojos grandes y lustrosa cabellera negra. Parecía, tanto en modales como en lo tocante a su aspecto físico, varios años mayor que la princesa y que ella. O quizá fuera su actitud, tan culta y sofisticada, la que le hacía parecer más madura. Por lo que lady Upperton le había dicho, la señorita Mercer Elphinstone, muy respetada entre la buena sociedad de Londres, era siempre la invitada de honor en todas las fiestas y veladas, conocida por su encanto, sus muchos y variados contactos y su rápido y agudo ingenio. —Me parece muy… —Ay, córcholis, ¿cómo lo digo amablemente?— muy propicio para la reflexión. —Elizabeth sonrió al acabar la frase, satisfecha por haber logrado expresar lo que quería decir con tanto tacto. Hasta que la princesa Charlotte y Mercer empezaron a reírse alegremente, y ella empezó a preguntarse si había vuelto a meter la pata. —Mi querida señorita Royle, qué refrescante es usted. Pero eso ya lo sabíamos —le dijo la princesa Charlotte entre risillas femeninas—. Me alegra mucho que haya venido. Es usted tan distinta de mis ayas, siempre tan espantosamente anodinas… —Charlotte, querida, ¿dónde están los viejos carceleros? ¿Los has mandado a alguna parte? Esta noche te estás arriesgando mucho, trayendo aquí a nuestros queridos invitados —dijo Mercer, muy seria—. Si tu padre se entera de esto, te hará volver a Warwick inmediatamente y no sé cómo me las arreglaré para volver a verte. El príncipe y lord Whitevale se levantaron de la mesa, dispuestos a marcharse, pero antes de que pudieran decir palabra la princesa Charlotte se puso en pie de un salto y les indicó que volvieran a sentarse. —No tienen por qué preocuparse. Aunque sé que las circunstancias exigen que Leo y Whitevale vivan un tiempo escondidos en el bosque por su seguridad, no voy a permitir que mi futuro… es decir, que Leo cene todas las noches en la cabaña de un guardabosques. —Charlotte miró a Mercer, puso los brazos en jarras altivamente y separó los pies como un niño obstinado—. Además, nadie va a enterarse. Mis ayas fueron invitadas a quedarse en el castillo después de disfrutar de varias copas de un Madeira excelente que Wellington en persona le regaló a mi familia. Y, díganme, ¿cómo iban a negarse? —La princesa Charlotte echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas—. Yo misma jugué a hacer de anfitriona… aunque les ofrecí Madeira, en lugar de té. —Charlotte soltó un bufido muy poco propio de una princesa. —Qué mala eres, Charlotte. Eres verdaderamente terrible —dijo Mercer, sin mostrar formalidad con la princesa—. Por eso tú y yo nos llevamos tan bien. —Posó su mirada sagaz en Elizabeth—. Y sospecho que la señorita Royle va a ser una incorporación muy interesante a nuestras filas. Sería una flaca descripción del estado de ánimo de Elizabeth decir que se sintió incómoda al comprender que la habían introducido a la fuerza en su círculo íntimo para que les sirviera de bufona destinada a su entretenimiento. Aun así, volvió la cabeza para lanzarle una alegre sonrisa a la
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princesa Charlotte. Pero, al hacerlo, vio que la mirada de la princesa ya estaba fija en ella. Era una mirada calculadora, casi recelosa. Una mirada que fijó enseguida en «Leo», como esa noche le había dado tontamente por llamar al príncipe. La princesa se percató casi enseguida de que Elizabeth era consciente de que la estaba observando. —Señorita Royle… —Por favor, llámenme Elizabeth —les suplicó a todos—. A fin de cuentas, vamos a ser amigos. —Ay, Dios, eso ha sonado verdaderamente repugnante. ¡Qué idiotez! Qué torpe soy codeándome con la realeza. ¿En qué estaría yo pensando cuando me he montado en el carruaje esta mañana? El golpe que me di en la cabeza me ha vuelto loca de remate. —Muy bien, Elizabeth —comenzó de nuevo la princesa Charlotte—. ¿Qué le parece Leo? —Señaló al príncipe con la cabeza, casi como si quisiera obligarle a mirarlo. Mercer se inclinó hacia delante en la silla y se lamió el labio inferior, aguardando ávidamente su respuesta. Elizabeth miró al príncipe. Él no la miró a los ojos. De hecho, pareció sentirse incómodo de pronto y se echó hacia atrás en la silla. —Creo que… creo que el príncipe es muy amable, valiente y… fuerte —tartamudeó Elizabeth. Ay, Dios, ¿es que nunca se va a acabar esta noche? —Y muy guapo, también —añadió Mercer—, igual que su primo. —Le lanzó una sonrisa astuta y cómplice a la princesa antes de volver a mirar a Elizabeth—. ¿No estás de acuerdo, Elizabeth? Elizabeth notó que sus ojos se agrandaban. —Bueno, yo… sí. Es muy apuesto. —¿Dónde está ese tirador? Aquí me tiene. Vamos, pégueme un tiro. ¡Cualquier cosa era preferible a aquel calvario! El príncipe puso las manos sobre la mesa y se levantó. —¿Me disculpan, por favor? Creo que necesito tomar un poco el aire. —Miró a Elizabeth de reojo, saludó a las damas inclinando la cabeza y salió del comedor. Frunciendo el ceño, Whitevale le lanzó a Mercer una mirada rápida y casi imperceptible. Naturalmente, no se atrevía a mirar con aquella expresión a la princesa, que a fin de cuentas era la verdadera causante de la incomodidad del príncipe. No Mercer. —Elizabeth… —Señaló hacia la puerta—. No quiero que esté solo. ¿Le importaría acompañarle, por favor? Elizabeth sacudió la cabeza. —Se lo ruego, no me pida eso. Es evidente que el príncipe desea estar solo. Whitevale miró a la princesa Charlotte. —Puede que sí, pero hace tan poco tiempo que le hirieron que no quiero dejarlo solo. Y si voy yo, me acusará de atosigarle. La princesa Charlotte hizo una mueca y se levantó. —Iré yo, entonces. Whitevale, su primo, sacudió la cabeza. —Por favor, deje que vaya Elizabeth, Alteza. —Le sonrió, y ella soltó una risilla—. Quisiera hablar con usted de la caza en el bosque.
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Charlotte apoyó el brazo sobre el respaldo de su silla. —Bueno, señor, ya sabe usted que hay muchas fieras salvajes sueltas por aquí. —Simuló un rugido sin emitir sonido y arañó el aire; después soltó una carcajada. Elizabeth levantó una ceja al ver aquella exhibición. Eso era. Obviamente, la princesa también había tomado Madeira. En fin, más valía que saliera a buscar al príncipe. La conversación era demasiado enrevesada para que una muchacha tan simple como ella la entendiera. —Discúlpenme —dijo, y se levantó de la silla y volvió a empujarla bajo la mesa—. Creo que voy a ir a ver cómo está el príncipe, después de todo. Tiene usted mucha razón, lord Whitevale: no debemos dejarlo solo. Mercer miró a la princesa Charlotte moviendo sus cejas elegantemente curvadas. —Creo que yo voy a retirarme por esta noche. Ha sido un día muy largo. —Se levantó y, al pasar junto a Charlotte, le apretó la mano—. Buenas noches. Le dio el brazo a Elizabeth. Curiosamente, aquel gesto íntimo pareció natural: Mercer poseía una desenvoltura que hacía que todo el mundo se sintiera cómodo a su lado. Incluso cuando se mostraba malévola, al parecer. Se encaminaron juntas hacia el vestíbulo. —Querida Elizabeth —dijo Mercer mientras caminaban—, estás en Cranbourne Lodge por un motivo, y ese motivo no tiene nada que ver conmigo. Elizabeth juntó las cejas. —¿Y qué motivo puede ser ése, Mercer? Dímelo, por favor. —Eso tienes que averiguarlo tú —contestó Mercer, desasiéndose de su brazo—, pero te será muy divertido descubrirlo. —Elizabeth se quedó junto a la puerta de entrada y Mercer se dirigió hacia la amplia escalera—. No desperdicie este regalo del cielo, señorita Royle. Pasará aquí poco tiempo. Aproveche bien el que tiene. —Yo… yo… —Elizabeth intentó encontrar las palabras adecuadas, pero antes de que lo lograra Mercer desapareció por la escalera en sombras. Un lacayo anciano, vestido con librea, le abrió la puerta. Entonces respiró una bocanada de aire fresco y salió a la noche. El príncipe estaba a unos veinte pasos de la puerta, en medio de una columna de luz de luna. De espaldas a ella, no parecía haberse dado cuenta de que alguien había salido de la casa. Mercer tenía razón. Aquello era un regalo del cielo. Elizabeth creía haberlo perdido una vez, pero el Destino le había concedido otra oportunidad. Esta vez, no se arriesgaría a perderlo. No desperdiciaría su oportunidad. Ni siquiera a causa de la princesa Charlotte. Llena de confianza, levantó del suelo el bajo de su vestido y se acercó a él sin hacer ruido. Puso suavemente una mano sobre su hombro. Él se volvió con un leve sobresalto y la miró a los ojos como si no pudiera creer que estuviera allí. —Elizabeth… —susurró.
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Capítulo 9 Cranbourne Lodge Jardín normando Elizabeth… Un estruendo semejante al eco lejano de una tormenta recorrió por entero a Sumner cuando su mirada se encontró con los ojos brillantes de Elizabeth. Sus manos se crisparon, ansiosas por tenderse hacia ella, por atraerla hacia sí. Sus labios temblaron por el deseo de sentir el calor de su boca. Pero, como le sucedía siempre, su mente dominó las necesidades y deseos de su cuerpo. El deber acorazó su cuerpo contra ella. Ojalá pudiera haber dicho lo mismo de su corazón. —Quería estar solo. —La tomó de los hombros y, aunque sintió que ella se inclinaba blandamente hacia él, estiró los brazos, obligándola a apartarse—. Por favor, vuelve dentro a reunirte con los demás. Puedes decirle a mi primo, si es él quien te manda, que estoy bien y que… que no necesito que me recuerden que mis deseos son siempre secundarios. Conozco mi deber. —Apartó las manos, dejándolas caer junto a sus costados. —¿Conoce su… deber? —Elizabeth dio de nuevo un paso hacia él, imperturbable—. No sé qué quiere decir con eso. Su primo me ha pedido que venga a hacerle compañía. He venido porque deseaba estar con usted. Yo… necesitaba estar aquí. Con usted. ¿Acaso no puede entenderlo? Aquel estrépito en el interior de Sumner pasó de un tamborileo rítmico a un estruendo ensordecedor dentro de su pecho. —Ahora no es momento. Por favor, déjame, Elizabeth. —Ahora sí es momento. —Dio otro paso hacia él. Sumner sintió el calor de su cuerpo cuando se acercó. No tuvo tiempo de retirarse, o quizá fuera que le faltaba voluntad. Ella alargó una de sus finas manos y le acarició lentamente la mejilla. Posó la mano derecha sobre el corazón de él. Algo dentro de él se rompió en ese instante. No estaba preparado para su ternura: para aquella caricia de afecto sincero, para un cariño que llenaba los recovecos más oscuros y vacíos del corazón con un bálsamo salvífico. Sintió un cálido cosquilleo en la parte de atrás de los ojos, sorprendente y humillante al mismo tiempo. Tenía un deber para con Leopold. Ella, y lo que le hacía sentir, era un estorbo. Un estorbo que no podía permitirse estando en juego la vida de su primo. Intentó decírselo otra vez, darle una explicación, pero las palabras le salieron bruscamente, llenas de aspereza.
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—Tengo que cumplir con mi deber. ¡Márchate! Ella tembló, pegada a su cuerpo, y dio un paso atrás, sobresaltada. Sumner no había pretendido asustarla, ni herirla. Levantó la mano y la tendió hacia ella, pero la bajó de nuevo con esfuerzo. Elizabeth no sabía que… que se había acercado demasiado. Que la necesitaba demasiado. Pero él tenía un deber para con Leopold. No podía permitir que su debilidad por Elizabeth pusiera en peligro la seguridad del príncipe, ni su boda estratégica con la princesa Charlotte. Los ojos de Elizabeth brillaron a la luz de la luna, húmedos y satinados. Le tembló la barbilla, pero se mantuvo entera, de cara a él, firme en su postura. —¿Crees que no he oído decir que el apuesto príncipe Leopold está en Londres para cortejar en secreto a la princesa Charlotte? ¿Que piensa casarse con ella? Sumner abrió la boca para contestar, pero no emitió ningún sonido. ¿Cómo podía responder a la verdad? Elizabeth le apuntó con el dedo. —Hablas de deber, pero ¿deber para con quién? ¿Para con SajoniaCoburgo? Atónito, Sumner volvió la cabeza. No podía mirarla. Era consciente de que todo lo que dijera en su defensa sería doloroso para ella. Se quedó mirando la alfombra de flores blancas iluminada por la radiante luz de la luna. —¿Por qué no puedes anteponer el deber que tienes hacia ti mismo? —preguntó ella. Había desesperación en su voz—. Sé que el beso que compartimos significó algo para ti. Y veo por cómo reaccionas que la princesa Charlotte no te importa. Sumner oyó las suelas de sus zapatitos sobre la grava antes de que Elizabeth lo alcanzara. Volviéndose bruscamente, la agarró y la apretó contra sí. Cogiéndola de la cabeza, se apoderó de su boca con ansia. Los dedos suaves de Elizabeth se deslizaron por sus mejillas y sus sienes y se introdujeron entre su denso cabello. Sumner sintió que su cuerpo se crispaba y se endurecía, sintió que la deseaba. Tu deber… Aquella sola idea le hizo volver en sí. Cogió las manos de Elizabeth y las apartó de su pelo. —¿Es que no lo entiendes, Elizabeth? Tengo un deber que cumplir. Esto no puede ser. —Sacudió sus manos y luego las soltó—. Lo nuestro no puede ser. Ignoraba cuál esperaba que fuera su reacción, pero no era, desde luego, la sonrisa que apareció en su cara. No se trataba de una expresión de falsa valentía. No era una mueca destinada a refrenar un borbotón de emociones sofocadas. Era una sonrisa. —Ahí es donde te equivocas. Sí que puede ser —le dijo ella—. Y hagas lo que hagas, o lo que te exija el deber, estaremos juntos. —Se llevó las manos al corazón y las dejó allí—. Lo siento aquí… y tú también. Lo sé. Sumner se sentía en terreno vulnerable. Cualquier cosa que dijera, cualquier paso que diera, sería un error. Así pues, hizo lo que estaba
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acostumbrado a hacer: dio media vuelta y se retiró camino de las cuadras. —El destino lo ha decidido —dijo Elizabeth tras él, levantando la voz —. Tú y yo estamos destinados a estar juntos. Y así será. Sumner apretó el paso, pero no logró escapar de sus palabras. El destino lo ha decidido. Ojalá pudiera creerlo. ¡Cuánto deseaba tener un futuro con aquella mujer bella y generosa! Si fuera posible… Pero él sabía que no lo era. Le debía su existencia misma al padre de Leopold. No defraudaría al príncipe, ni a su familia. Jamás. En lugar de volver directamente a la mansión, Elizabeth se adentró en el frondoso jardín normando, donde encontró un pequeño banco de mármol en el que sentarse. Apoyando las manos tras ella, se echó hacia atrás y se quedó mirando la luna que brillaba, enorme, en el cielo. Todavía sonreía… porque, en efecto, el Destino había decidido. Ella y aquel hombre (aquel hombre bello y tenaz) debían estar juntos. Para siempre. Si tenía alguna duda, se había disipado al agarrarla él y besarla con una pasión que incluso ahora hacía que se le aflojaran las rodillas, como velas dejadas demasiado tiempo al sol de una ventana. Levantó una mano y se tocó los labios con las yemas de los dedos. Tenía aún la boca enternecida y ligeramente hinchada, tal vez por el ardor con que la había devorado el príncipe. Se pasó la lengua por el labio superior. Todavía sentía allí, ligeramente, su sabor. Se chupó los labios un poco. Sintió un sabor salado, con una pizca de vino. Bajó la mano y le lanzó a la luna una gran sonrisa. El príncipe la deseaba. Eso también era evidente. Su miembro duro, apretado íntimamente contra ella, la había sobresaltado al principio… hasta que se dio cuenta de lo que significaba respecto a sus sentimientos hacia ella. Luego su cuerpo reaccionó, y el calor se remansó en su vientre, haciéndole desear cosas que una señorita no debía siquiera pensar… ni siquiera a la luz de la luna y con un príncipe. Inclinándose hacia delante, Elizabeth apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Sería todo tan sencillo, se dijo, si no fuera por su ardiente convicción de que tenía un presunto deber que cumplir… Suspiró. Aunque sabía que su mutua atracción crecería hasta convertirse en amor y que al final su cariño prevalecería y daría fruto, sabía también (¡maldita sea!) que él creía sinceramente que era su deber casarse con la princesa Charlotte por el bien de Sajonia-Coburgo e Inglaterra. Estiró las piernas y se levantó. Tenía ante sí una tarea digna de Hércules. ¿Qué podía ofrecerle a un príncipe para convencerlo de que se casara con ella, una plebeya de los páramos de Cornualles, en vez de con la futura reina de Inglaterra? Vagó por el jardín meditando sobre ello hasta que, al subir por una
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suave pendiente, se encontró con un laberinto pavimentado con blancas conchas machacadas. Miró la luna y luego el laberinto circular que tenía ante ella. Era como si la luna y la redonda maraña de senderos se reflejaran mutuamente, como en un espejo. Con una notable diferencia: Elizabeth podía, sencillamente, contemplar la esfera brillante de la luna y sopesar diferentes alternativas para conquistar al príncipe; el laberinto, en cambio, estaba pensado como camino que recorrer mientras se meditaba. Así pues, fue poniendo un pie delante del otro mientras reflexionaba sobre cómo podía ganarse al príncipe. Siguió las vueltas y revueltas del enorme laberinto, acercándose cada vez más a su centro y, por tanto, a una revelación segura. Y al fin llegó al núcleo del laberinto. Estiró los brazos y echó la cabeza hacia atrás para sentir la luz de la luna mientras esperaba pacientemente una iluminación… que sin duda tenía que llegar, después de haber caminado en círculo tantas veces que la cabeza le daba vueltas. Respiró hondo y cerró los ojos. Y esperó un rato más. Y luego unos cuantos minutos más. —Muéstrame el camino —le susurró a la noche—. Por favor. Cuando llevaba allí al menos un cuarto de hora, le dolían tanto los brazos y sus músculos temblaban tanto como si se hubiera pasado el día tirando al arco. Dejó caer los brazos junto a los costados, inermes. Su destino estaba sellado. Lo había visto en sueños. Lo había sentido en los besos del príncipe. ¿Por qué no se le revelaba la respuesta? Debería saberlo. ¡Tenía que saberlo! Miró la luna y se concentró en una mancha oscura que empañaba su superficie resplandeciente. De pronto se dio cuenta de que ya conocía la respuesta: el destino. Por supuesto. ¡De pronto estaba tan claro…! Cualquier cosa que hiciera desde aquel instante estaba abocada a suceder… porque se casarían antes de que acabara el verano. Ella lo había visto. Se llevó las manos a la boca para sofocar la risa que brotó en su garganta. No había por qué preocuparse. No hacía falta dudar, porque cualquier cosa que hiciera sería la acertada… porque sí. Porque así tenía que ser. Todos sus actos, todas sus palabras, estaban destinadas a ganarse el amor del príncipe. Empezó a saltar de puntillas, emocionada, y salió luego corriendo del laberinto en dirección a la casa. A fin de cuentas, tenía que dormir un poco. Pues a la mañana siguiente debería seducir a un príncipe.
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Capítulo 10 Su primera mañana en Cranbourne Lodge, Elizabeth se despertó antes de que el sol acabara de levantarse. Aunque intentó quedarse en la cama, no pudo. Estaba ansiosa por saber cuáles iban a ser sus deberes como dama de compañía, y en qué diferirían de los de las ayas de la princesa. En cuanto se levantó de la cama adoselada, la puerta de la habitación se abrió y una linda doncella de cabello rubio entró apresuradamente con un jarro de agua caliente, paños y toallas, y empezó a disponerlo todo para ayudarle en su aseo matutino. —¿Se ha levantado ya la princesa? —le preguntó a la doncella mientras se secaba la cara con una toalla. —Oh, no, señorita. Todavía tardará varias horas en levantarse. —Miró fugazmente a Elizabeth, pero enseguida dirigió los ojos hacia el ropero, situado al otro lado de la habitación, y hacia allí se fue. —Ah, qué bien. —Elizabeth se sentía como una boba. Naturalmente, no había nadie levantado a esas horas, excepto el servicio, que tenía que hacerlo por obligación… y, cómo no, una dama de compañía llena de nerviosismo. Cuando la muchacha se volvió para mirarla, se había puesto colorada. —¿Ocurre algo? —preguntó Elizabeth, temiendo haber hecho algo mal, a pesar de que hacía apenas dos minutos que se había levantado de la cama. —Oh, no, señorita. —La doncella bajó la mirada. Aunque parecía haberse sonrojado, Elizabeth decidió que, para evitar un acceso de preocupación innecesario, lo mejor era dar por sentado que su rubor era sólo el reflejo del cielo rosado de la mañana sobre las mejillas de la muchacha, nada más. —¿El vestido carmesí, señorita? —preguntó la doncella, sacando una de las nuevas creaciones de madame Devy. —¿Lo dice en serio? ¿Ese vestido? —A Elizabeth, el vestido rojo le parecía más adecuado para una velada musical o una gala teatral. Las mangas ni siquiera llegaban al codo, y el escote era… en fin, no era nada recatado. Llegó a la conclusión de que allí, en compañía de la princesa de Gales, las normas en el vestir estaban en un plano completamente distinto, y suspiró para sus adentros. Asintió con entusiasmo, segura de que la doncella sabía mejor que ella lo que era apropiado para los… en fin, para los quehaceres matutinos de una dama de compañía en Cranbourne Lodge. Como después de vestida y peinada no había nadie más por allí, tomó un desayuno ligero en su alcoba a base de frutas y té y decidió salir a dar un paseo para ver el jardín a la luz del día.
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Aunque dudaba de que fuera sensato llevar un vestido tan atrevido para pasear al aire fresco de la mañana, sabía que su mantón cubriría lo que no cubriera el escote y que estaría bastante cómoda, aunque se sintiera un poco demasiado elegante para dar un paseo. Al pasar por unas ruinas que antaño parecían haber sido una alta muralla de piedra y entrar en el jardín, no pudo menos que sofocar un gemido de asombro al ver su sencilla belleza. El rocío de la mañana brillaba aún en la hierba y sobre las flores lilas, blancas y rosas de las dedaleras, que se alzaban como guardianes naturales a la entrada del jardín normando. Al principio, casi le pareció oír el tintineo de sus campanillas al sol, pero luego, al adentrarse en él, aquel leve sonsonete se hizo más y más intenso. Se agarró las faldas para protegerlas de la hierba mojada y corrió hacia el laberinto, de donde procedía aquel sonido. Oía a lo lejos un arrastrar de botas, gruñidos y resoplidos mezclados con la aguda reverberación de algún objeto metálico chocando violentamente contra otro. —¡Maldito seas, Sumner! Eres demasiado rápido para ser tan grande —dijo una risueña voz de hombre justo cuando Elizabeth llegó a lo alto del promontorio y se encontró con el laberinto. Allí, ante ella, dos hombres descamisados cuyos cuerpos brillaban de sudor se acometían con las espadas. Leopold y lord Whitevale. El asalto cesó en el instante en que los nobles la vieron. Bajaron sus espadas. Ella parpadeó, atónita. Sumner debe de ser el nombre de pila de Whitevale. Seguro que sí. Qué extraño que no hubiera reconocido aquella voz. Claro que estaban luchando con las espadas. Seguramente aquel extraño timbre de voz se debía al esfuerzo y el cansancio. Ésa tenía que ser la razón. —Les… les pido disculpas por interrumpir —tartamudeó, intentando no mirar la silueta dura y musculosa del príncipe—. Me he despertado temprano y se me ha ocurrido salir a dar un paseo. Al príncipe no parecía importarle si mirar fijamente era o no de mala educación. Clavó la mirada en ella y enseguida se dirigió a su encuentro. Santo cielo, ¿qué he hecho ahora? Elizabeth retrocedió instintivamente. Al llegar él a su lado, no pudo apartar la mirada de su ancho pecho. El príncipe respiraba agitadamente, y el movimiento de su pecho la distraía tanto que no podía mantener el desinterés propio de una dama. Él alargó la mano, se agachó y recogió su mantón del suelo. Córcholis, ni siquiera se había dado cuenta de que se le había caído de los hombros. Elizabeth sonrió cuando se lo devolvió. Una oleada de calor pareció surgir por debajo de su camisa, subiéndole por el pecho y aposentándose en sus mejillas. Horrorizada, miró al cielo y vio que su tono rosado de antes se había metamorfoseado en un espléndido azul vivo. —Buenos días, Alteza. —¿Por qué el valor que había tenido en tanta abundancia la víspera anterior se había evaporado de pronto, más aprisa que el rocío de la mañana?—. Está usted en plena forma.
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Él levantó una ceja, divertido. Maldita sea. —Eh… me refería a su amago, claro. Una delicia. —Se le ha caído el mantón, señorita Royle. Sólo quería devolvérselo. —¿Qué? Ah, no, no. —Cáspita. Elizabeth se quedó callada el tiempo justo para espabilarse y recoger su mantón—. Me refería a ese movimiento hacia delante con el estoque. A su balestra. Pero sí, claro, muchas gracias por devolverme el mantón. —Hizo una desmañada reverencia. —Es un placer, señorita Royle. —Se inclinó hacia ella. La boca de Elizabeth se fue detrás de él instintivamente, antes de que se diera cuenta de que el príncipe sólo iba a hacerle una reverencia, no a besarla. Estaba avergonzada, pero no pensaba marcharse. Se recordó que, hiciera lo que hiciese, lo quisiera o no, el destino iba a cumplirse. Estaba escrito. —¿Le… le apetecería dar un paseo conmigo, Alteza? —preguntó, complacida por su súbito arrebato de valentía. —Me temo que me es imposible, señorita Royle. —Elizabeth. Llámeme Elizabeth. Los ojos del príncipe se redondearon un instante. —Sí, Elizabeth. Ahora mismo estoy en medio de un combate de esgrima con… —Se volvió para señalar a su primo. Pero su primo se había ido. El laberinto estaba desierto. Dejó caer la mano—. Con nadie, por lo visto. —¿Vamos, entonces? —Elizabeth no esperó a que contestara; pasó a su lado rozándole y se encaminó hacia el centro del laberinto. Recogió la camisa del príncipe, tirada en el suelo, y se la llevó—. Hace tan buen día, ¿no le parece? —Levantó las cejas, expectante—. Aunque un poco fresco, a estas horas de la mañana. El príncipe cogió la camisa y se rió suavemente mientras se la pasaba por la cabeza; luego sujetó la espada en el fajín que llevaba en la cadera. —Será para mí un honor regresar con usted a Cranbourne Lodge, señorita… Elizabeth. Maldito seas, Leopold. Sumner apretó los puños mientras escudriñaba el lindero de árboles, en busca de su dichoso primo. El príncipe sabía muy bien que no deseaba quedarse a solas con la señorita Royle… o más bien con Elizabeth. Bueno, lo cierto era que sí lo deseaba: y ése era el problema. Lo deseaba demasiado, por eso lo más conveniente, tanto para él como para Leopold, era que se mantuviera lo más alejado posible de ella. La deseaba demasiado. Y la necesitaba aún más. Era una distracción espantosa, una distracción que podía convertirse fácilmente en un estorbo de consecuencias fatales, si era incapaz de cumplir con su deber de proteger al príncipe. Miró a Elizabeth, que paseaba lentamente a su lado. A aquel paso, tardarían por lo menos diez minutos en llegar a la mansión. El sol doraba su cabello cobrizo, haciéndolo brillar a la luz de la mañana. Sumner siguió con la mirada un tirabuzón desde su sien hasta el
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lugar donde su punta se posaba en el surco de su escote. ¿Cómo se le habría ocurrido ponerse un vestido de inspiración francesa para dar un paseo matinal? Sumner tragó saliva con esfuerzo y se obligó a mirar el camino que tenía delante. No podía permitirse el lujo de reflexionar sobre su belleza y su encanto. Ni sobre cuánto deseaba estrecharla contra su cuerpo. Sentir sus pechos grandes, cálidos y suaves, apretados contra su torso. Santo cielo, qué horror. Sintió que su miembro se endurecía, y enseguida se alegró de no haberse tomado la molestia de remeterse la camisa por dentro de las calzas. Levantó la cabeza y miró fijamente hacia delante, sin atreverse a bajar los ojos. Estaba seguro de que su camisa tapaba cualquier evidencia de su interés por ella, pero si miraba hacia abajo para asegurarse, ella seguiría su mirada y él no quería arriesgarse a verse en ese brete. Cuando volvió a mirar el camino, se dio cuenta de que su falta de atención había propiciado un error fatal. No se dirigían hacia Cranbourne Lodge. Habían tomado el sendero que discurría junto al Támesis, en dirección contraria. Aquello era un disparate. —¿No debería regresar a Cranbourne Lodge, Elizabeth? —Se detuvo y se apartó de ella, fingiendo que miraba el Támesis a lo lejos—. Puede que la princesa se levante pronto y desee que la ayude. Ella se acercó y se quedó parada a su lado, tan cerca que sintió el calor de su cuerpo. —La doncella me ha informado de que la princesa no se levantará hasta dentro de un par de horas o más. —Posó la mano sobre su brazo y le hizo volverse para mirarla. Aquel contacto inofensivo quemó a Sumner como un hierro de marcar, y sintió que su pene vibraba dentro de sus calzas, lleno de expectación. —Parece que su primo y ella estuvieron conversando hasta bien entrada la madrugada. —Ella mantenía los párpados bajos sobre sus brillantes ojos verde esmeralda para protegerlos del sol, e incluso cuando dejó de hablar su boca permaneció ligeramente entreabierta, como si anhelara un beso. Un beso como el que él, quizá tontamente, había esquivado por los pelos en el borde del laberinto unos minutos antes. Sumner volvió la cabeza para no ver su seductora imagen y echó a andar de nuevo por el sendero del río. Necesitaba despejarse. Tenía que concentrarse en su deber. En nada más. Sus pasos eran largos y apresurados, y la fuerza de sus botas levantaba trozos de la gravilla del camino. Maldita sea. ¿Por qué me lo pone tan difícil? Elizabeth se levantó las faldas y trotó tras él. Lo alcanzó donde el sendero describía un recodo; allí, el río corría fragoroso a unos pasos por debajo del borde de la vereda. —No puedo seguir su ritmo, Alteza. ¿Podría caminar un poco más despacio, por favor? Él se giró inesperadamente. —¿Te importaría dejar de llamarme «Alteza»? —le espetó.
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Elizabeth se quedó boquiabierta. —¿Cómo quiere entonces que…? Yo creía que… ¿Cómo debo llamarle? ¿Príncipe Leopold? ¿O sólo… Leopold? —¡No! —Sus ojos se agrandaron: aquel estallido parecía haberle sorprendido incluso a él—. Por favor… no me llames… de ninguna forma. —Dio media vuelta y echó a andar de nuevo por el sendero con paso enérgico. —Pero eso es imposible, ¿no le parece? Estamos los dos aquí, en Windsor, y nuestros caminos tienen que cruzarse por fuerza. —Elizabeth volvió a levantarse las faldas y corrió tras él. Sumner aflojó el paso, se detuvo en medio del sendero y se llevó las manos a las sienes. —Señor… no quisiera parecer indecorosa en su presencia —añadió ella, consciente de que le estaba enojando, pero incapaz de dejar de parlotear. Él bajó las manos y se quedó callado un momento; luego se volvió lentamente para mirarla. —Sumner. —Sus ojos centelleaban, pero Elizabeth no sabía si era de ira, de exasperación o de otra cosa—. Si te diriges a mí en privado, llámame Sumner. Pero, por favor, deja de llamarme Alteza mientras estemos en Windsor. No llevo ninguna corona encima de la cabeza, ¿no? —Apartó la mirada de ella. Elizabeth parpadeó varias veces. —Sumner —repitió. Vio que sus hombros se relajaban al decir ella su nombre—. Sumner. Él se quedó mirándola en silencio un momento antes de volver a hablar. —Es… un mote familiar. Sólo lo usan mis allegados más íntimos. — Hizo otra pausa—. Únicamente quienes no me conocen de verdad piensan en mí como «Leopold». Aquello no tenía sentido, pero Elizabeth se sintió honrada por que la considerara lo bastante íntima como para utilizar el mote por el que se refería a él su familia, en lugar de su título. Ella, que pertenecía al común de los mortales, no entendía por qué le irritaba tanto que le llamaran «Alteza». La única explicación que le parecía plausible era que Leopold fuera un príncipe menor, en lo que al mundo respectaba. Mientras que la princesa Charlotte… Charlotte era, en fin, la verdadera hija del príncipe de Gales: su hija legítima, no como ella y sus hermanas. Aunque las hermanas Royle consiguieran alguna vez demostrar su ascendencia noble, Inglaterra siempre las vería como… bastardas de la realeza. Sólo confiaba en que allí, en Windsor, nadie resumiera en esa horrible descripción las complejas circunstancias de su nacimiento. Al menos, en presencia de Sumner. Maldita sea. Sumner había vuelto a echar a andar por el camino. —¡Espérame! No muy lejos de allí, un sendero que volvía en dirección a Cranbourne Lodge se unía al camino que recorría el Támesis. Allí era adonde se dirigía
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Sumner. —¡Espera, Sumner! ¡Rayos y centellas! ¿Por qué demonios le había dicho su nombre de pila? ¿Porque ella se lo había preguntado? Aquello demostraba un dominio magistral del arte del contrainterrogatorio. —Sumner… Ve más despacio, por favor. Dios, ¿por qué seguía diciendo su nombre? ¿Para recordarle que había olvidado por completo su disciplina marcial, sus deberes para con el príncipe? —Por favor, no me dejes sola aquí, en el bosque —gritó ella—. No sé volver a la casa. Se estaba comportando como un imbécil. Tenía la mente tan enturbiada por la emoción que no sólo había olvidado su disciplina militar, sino también sus modales de caballero. Se paró en seco. —No voy a dejarte sola, Elizabeth. —Se dio la vuelta. No se había dado cuenta de que ella venía tan deprisa. Sorprendida, ella dio un respingo hacia atrás y se tambaleó en el borde del sendero. Sus brazos giraron frenéticamente mientras intentaba mantener el equilibrio. Sumner se abalanzó hacia ella para agarrarla, pero su movimiento repentino pareció hacer que Elizabeth perdiera por completo la concentración y desapareciera por el barranco. —¡Elizabeth! —Sumner dejó su espada y se lanzó de cabeza por el borde del sendero en pos de ella. Cuando abrió los párpados, Elizabeth se encontró mirando los ojos grises de Sumner, llenos de preocupación. Tardó un momento en darse cuenta de que él la acunaba entre sus brazos fuertes y capaces… y un instante más en comprender que estaban ambos calados hasta los huesos. ¿Qué había ocurrido exactamente? Recordaba haberse caído y que el agua del río la había tapado… y luego nada. Hasta ese momento. —Gracias a Dios que respiras. —Sumner echó la cabeza hacia atrás y miró por entre el dosel de los árboles, hacia el cielo azul. El agua corría por su cara y goteaba de su mandíbula angulosa, estrellándose en el cuello de ella y deslizándose luego entre sus pechos. —¿Qué quieres decir? ¿Por qué no iba a respirar? —dijo Elizabeth, pero su voz sonó rasposa y ronca al salir al aire fresco. Le ardía la garganta como si se hubiera tragado una copa entera de coñac. Se llevó la mano al cuello. Sus cejas se acercaron al puente de su nariz en una mueca de confusión. ¿Qué había pasado? Sumner la miró y ella vio que sus ojos brillaban, emocionados. Antes de que pudiera decir otra palabra, Sumner le levantó la cabeza y frotó su mejilla mojada con la nariz; luego, sin previo aviso, sus labios se deslizaron sobre los de ella tierna y apasionadamente. Ella gimió al sentir el calor de su boca, su lengua deslizándose entre sus labios y frotándose con la suya. Aquello no era un beso de alegría. Era un beso de deseo. Sumner agarró su cabeza con su mano grande y la besó aún con
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mayor ansia, apoderándose de cada parte de su boca, zambulléndose en ella y retirándose con afán de conquistarla. Elizabeth deslizó la mano alrededor de su cuello y lo abrazó con fuerza. No quería que aquel instante acabara. Mantenía los ojos cerrados, pero sintió que él la tumbaba. Abrió los párpados cuando su espalda se posó sobre una alfombra de suave musgo y sus bocas se separaron a regañadientes. Sumner intentó apartarse de ella, pero Elizabeth no soltó su cuello. Volvió a atraerlo hacia sí y, para su sorpresa, él no se resistió. Se apoyó a su lado y la besó despacio, apretándola contra el mullido lecho de musgo. Con la mano izquierda apartó unos cuantos mechones mojados que se habían pegado a su cara. —Elizabeth, yo… lo siento. —He resbalado. No es nada. —Sonrió—. Esta vez, la culpa de que mi vestido esté hecho una sopa no la tienes tú. —Su voz era apenas un susurro, pero en aquel momento no hacían falta palabras. Sus cuerpos no parecían considerarlas necesarias. Elizabeth levantó las manos y despegó la camisa empapada de la piel de Sumner; luego metió la mano debajo para sentir el calor de su pecho musculoso. Girándose hacia él, le rodeó la cintura y se apretó firmemente contra su cuerpo. El miembro de Sumner, duro como una roca, presionó el vértice de sus muslos. Una oleada de calor se apoderó de ella al sentirlo. En lugar de atemorizarse, su cuerpo la impulsó a seguir adelante, y se frotó contra él, buscando más. Quería sentirlo más cerca. Quería tocarlo. Quería que él la tocara. Sumner masculló un exabrupto. El deseo ardía dentro de él, y ya no podía refrenarse. Deslizó las manos por la cadera de Elizabeth, hacia arriba, y tocó su pecho grande y pesado, pasando el pulgar por el airoso pezón hasta convertirlo en un pico duro. Ella gimió con voz ronca y el miembro enhiesto de Sumner se estremeció. Empujó suavemente el hombro de Elizabeth para tumbarla de nuevo en el suelo, y hasta a él le sonó trabajosa su respiración. Sin perder ni un instante, liberó sus pechos suaves del escotado corpiño empapado y abrió la boca para chupar aquella gema de punta rosada. Sus dientes rozaron delicadamente el pezón al tiempo que su lengua resbaladiza lamía la punta en rápidas y fugaces pasadas. Elizabeth arqueó la espalda y metió los dedos entre su pelo; llena de osadía, le hizo mover la cabeza hasta su otro pecho y gimió de placer. Él se inclinó hacia arriba y la besó en la boca, más fuerte esta vez, hundiéndole la lengua y chupando luego suavemente antes de sacarla de nuevo, y así una y otra vez. Elizabeth movió las caderas e intentó sin éxito apretarse contra su miembro palpitante. Casi loco de deseo, Sumner deslizó instintivamente la mano bajo su falda mojada. Ella exhaló un suspiro entrecortado cuando sus dedos le rozaron el muslo, y luego otra vez, cuando Sumner levantó la rodilla y se la introdujo
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entre las piernas, alzándole las enaguas. Entonces miró sus ojos verdes como gemas al tiempo que le separaba los muslos para tocarla. Presionó con la palma los rizos rojizos de su pubis y deslizó un dedo entre sus labios hinchados hasta introducirlo en el calor de su flujo. La estaba tocando en sus partes más sensibles mientras su lengua laceraba la de ella, llenándola de emoción. Elizabeth sentía sacudirse y vibrar su miembro erecto contra su cadera, y aquel movimiento le hizo desear apretarlo contra sí y sentirlo dentro de ella. Los dedos de Sumner, humedecidos por su tersa esencia, se deslizaron hacia arriba y acariciaron rítmicamente, en círculos, la perla rosada de entre sus labios. Elizabeth se frotó contra su mano, cada vez más excitada. Clavó los dedos en sus hombros. —Quiero sentirte dentro de mí, Sumner. Por favor. —No puedo… —Su voz sonó profunda. Sus músculos estaban tensos y duros, y Elizabeth comprendió que estaba mintiendo. La deseaba tanto como ella. Lo sabía. —Sí que puedes. Te… te deseo. —Intentó apartarse del dedo con que él seguía incitándola; quería su miembro dentro de ella. Enseguida. Pero Sumner no le hizo caso. No exactamente. Volvió a besarla y, sin apartar los labios de ella, le abrió más aún las piernas. Elizabeth se preparó y contuvo el aliento, esperando que su verga dura la penetrara y la hendiera al romper su virgo. Sintió, en cambio, que dos o tres dedos se deslizaban dentro de ella, hundiéndose en su calor para volver a salir casi enseguida, al tiempo que, con el pulgar, él trazaba círculos enloquecedores alrededor del núcleo de su sexo. La sensación de plenitud provocada por sus caricias era casi embriagadora. Elizabeth gimió contra su boca, arqueó la espalda y apretó los pechos contra él. Un sollozo escapó de su boca cuando una palpitante marea de placer embargó su cuerpo. Cerró los puños con fuerza, temblando de gozo, y sujetó la mano de Sumner hasta que pudo volver a pensar con claridad. Él la besó con ternura y, pasados unos segundos, sacó los dedos. Elizabeth sintió sus muslos mojados cuando un soplo de brisa movió el bajo de sus faldas, todavía amontonadas alrededor de sus caderas. Sumner se sentó y le bajó las faldas para cubrir sus muslos. Se miró los dedos un momento y luego la miró. Ella también bajó la mirada y vio que tenía sangre en los dedos. —Elizabeth… —Sus ojos tenían una expresión horrorizada—. No quería… Ella sabía lo que quería decir, y se llevó la mano a la cara y cerró los ojos. —No he… no he sentido ningún dolor. Siempre he oído decir que dolía. Sumner agarró su muñeca y le apartó la mano de los ojos. —Lo siento, Elizabeth. Pensaba que si tenía cuidado, si lo hacía despacio… si no… —Sus ojos parecían escudriñar los de ella en busca de las palabras adecuadas.
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—No importa. —Elizabeth se incorporó y apoyó el peso de su cuerpo sobre los codos—. No has hecho nada malo, Sumner. —Sí, Elizabeth. —Daba la impresión de que la vergüenza que sentía le impedía mirarla. —No, claro que no. —Se sentó derecha y puso la mano sobre su mejilla—. No has hecho nada que yo no quisiera… que yo no te haya pedido. —Pero te he deshonrado. —¿Deshonrarme? Nada de eso. —Soltó una leve risa—. ¿Por haberme tocado, dices? ¡Qué bobo eres, y qué galante! Y aunque me hubieras deshonrado, no tiene la menor importancia. Nos casaremos muy pronto. —No, Elizabeth. ¿Por qué estás tan segura de eso? —Sumner se puso de rodillas y luego se levantó bruscamente—. ¿Es que no lo entiendes? No podemos estar juntos. Tengo un deber que cumplir. Elizabeth lo miró desconcertada; no entendía lo que quería decir. Seguramente no se refería a que aún pretendía la mano de la princesa Charlotte, después de lo que acababa de suceder. No, claro que no. Él se inclinó, la agarró del brazo y la ayudó a levantarse. Seguía sin mirarla. —Vamos, Elizabeth. Es tarde. Tienes que regresar a la casa y vestirte. La princesa se levantará pronto. Elizabeth sintió que un nudo subía a su garganta y amenazaba con ahogarla. ¿Por qué sucedía aquello? ¿Por qué? En silencio, cegada por las lágrimas que empezaban a brotar de sus ojos, lo siguió por el camino. No puede hablar en serio. No puede, sencillamente. En su corazón, en su mente, ya estaban casados. No se daría por vencida ahora. A fin de cuentas, era una Royle. Y las Royle no se rendían. Haría como habían hecho sus hermanas: cuando las cosas se ponían difíciles, ellas recurrían a su imaginación. Y eso haría ella. Costara lo que costase, le haría cambiar de idea. Y podía hacerlo. A fin de cuentas, se dijo, el Destino estaba de su parte. El Destino estaba de su parte.
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Capítulo 11 Cranbourne Lodge La señorita Margaret Mercer Elphinstone estaba perpleja. Tras escuchar el relato de la ajetreada mañana de Elizabeth, se tapó la boca con las manos para sofocar un gemido de sorpresa y la miró; ella se había sentado ante su tocador mientras su doncella pedía que le llevaran agua caliente para darse un baño. —Santo cielo, querida, podrías haberte ahogado si él no te hubiera salvado. Elizabeth se quitó del pelo un trocito de musgo marrón que la delataba, lo tiró al suelo subrepticiamente y lo pisó con su zapato empapado. —No recuerdo gran cosa de lo que ocurrió. Estaba paseando por el sendero del río y de pronto me encontré mirando los ojos grises de Sumner. —¿De Sumner? —Mercer frunció el ceño—. Creía que habías dicho que… ¿Has dicho Sumner? Elizabeth asintió con la cabeza y se volvió para mirarla. —El príncipe. Me pidió que procurara no llamarle Alteza mientras estuviera en Windsor, pero supongo que fue por deferencia a la posición mucho más importante de la princesa Charlotte. Mercer se quedó sumamente pensativa un momento; luego su buen humor pareció aflorar de nuevo. —Sí, estoy segura de que tienes toda la razón. He oído a su primo llamarle Sumner una o dos veces. Debe de sentirse muy a gusto contigo. Aunque, si yo fuera tú, Elizabeth, tendría cuidado de no mostrar tanta familiaridad con él como para usar ese nombre cuando estés en presencia de otras personas, aparte de nosotros cuatro. —Sí, eso justamente me dijo él. Y yo respetaré sus deseos, desde luego. —Cuando volvió a mirarse en el espejo, Mercer se acercó y posó una mano sobre la manga arrugada de su vestido carmesí. Se puso un mechón de pelo negro tras la oreja y bajó la mirada hacia el vestido empapado de Elizabeth. —Es una lástima que haya quedado inservible. Debías de estar guapísima con él. —Tomó entre los dedos un pellizco de tela, se inclinó y miró el escote—. Elizabeth, has dicho que ese accidente ocurrió… esta mañana, ¿verdad? Elizabeth asintió mientras se pasaba un cepillo de cerdas por su densa y enmarañada melena roja. —No podía dormir y me he levantado temprano. He decidido salir a dar un paseo corto para pasar el rato hasta que se levantara la princesa. —¿Y has elegido este… este vestido para dar un paseo por la
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mañana? Qué elección tan curiosa, amiga mía. —Oh, no. No lo he elegido yo. —Una ramita rota se enredó en las puntas de su pelo y de pronto salió disparada como una flecha y cayó al suelo, empujada por la fuerza del cepillo. Elizabeth siguió su trayectoria con la mirada y palpó el suelo con el pie, confiando en encontrarla y meterla tras el bajo de su vestido—. Yo no soy más que una señorita de Cornualles que no sabe qué se considera á la mode para pasar la mañana en presencia de una princesa. Mercer volvió la cabeza cuando la doncella entró en la habitación con otras dos sirvientas que acarreaban grandes cubos de agua caliente para la bañera. —¿Eligió usted el vestido de la señorita Royle esta mañana, Aida? La doncella se puso muy colorada y fijó los ojos en el suelo. —No, señorita. Yo… sólo se lo ofrecí como posibilidad. Fue la señorita Royle quien lo eligió. Mercer soltó un profundo suspiro. —¿Y quién la instó a confundir a la señorita Royle respecto al vestido que debía ponerse? Es un vestido francés, inadecuado para la mañana… como muy bien sabe usted. La doncella no dijo una palabra, pero sacudió la cabeza despacio, añadiendo un pequeño encogimiento de hombros. Mercer la señaló meneando un dedo. —Es igual, Aida, conozco a la responsable y hablaré con ella en persona. No puede negarse a cumplir sus órdenes, pero no volveré a confiar en usted para atender a la señorita Royle. Márchese y dígale a Georgiana que venga a ayudar a la señorita Royle. Al menos en ella sé que puedo confiar. Aida salió de la alcoba conteniendo un sollozo. Atónita por lo que acababa de oír, Elizabeth seguía mirando el reflejo de Mercer en el espejo cuando Aida cerró la puerta. —¿Alguien le pidió a Aida que me vistiera inadecuadamente? ¿Quién haría tal cosa y por qué? —Se volvió en el asiento para mirarla directamente. Mercer se rió, resignada. —Bueno, nuestra querida Charlotte, naturalmente. —Pe-pero ¿por qué quiere avergonzarme la princesa? —Elizabeth sintió de pronto que su posición en aquella casa era tan precaria como en el sendero del río. —Ah, qué inocente eres, Elizabeth. —Mercer se arrodilló delante de ella y la cogió de los hombros—. Charlotte es mi mejor amiga, pero a veces también puede ser infantil, maleducada y maliciosa. Harías bien manteniéndote en guardia mientras estés en Cranbourne Lodge. —No entiendo, Mercer. ¿Por qué quiere que le sirva de dama de compañía si me tiene manía? Mercer se levantó rápidamente. —Yo no he dicho que te tenga manía. Sólo que es algo traviesa y que se aburre muchísimo encerrada aquí, en Windsor. —Cruzó la habitación, metió el dedo en la bañera y lo sacó de golpe—. Está demasiado caliente. Más vale que esperes unos minutos. —Volvió a mirar a Elizabeth—. Pero al menos aquí se está mejor que en Warwick House. Allí, tenía suerte si
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conseguía hacerle llegar una o dos cartas. Leopold tuvo la astucia de ir a visitarla para tomar el té, a pesar de que Prinny estaba en Carlton House, a un tiro de piedra de allí. Puede que fuera un rasgo de valentía o de locura. O quizá sea amor verdadero. ¿Amor? El aliento de Elizabeth pareció helarse en sus pulmones. —¿El príncipe Leopold fue a ver a la princesa Charlotte a Londres? — Estaba cada vez más inquieta; de pronto se había dado cuenta de que era evidente que Leopold y la princesa tenían un pasado. —Oh, sí. Logró escabullirse antes de que se enterara Prinny, lo cual fue una suerte, porque el padre de Charlotte se puso como loco cuando supo que un príncipe había tomado el té a solas con su hija. A Elizabeth no le gustó la entonación que Mercer dio deliberadamente a la expresión «a solas». Empezó a dolerle la herida de la sien y se rascó alrededor de la costra, intentando aliviar su jaqueca mientras luchaba por encontrar un modo de quitar importancia a las relaciones de Sumner con la princesa. —Si el príncipe de Gales se entera de que el príncipe Leopold visitó a su hija sin su consentimiento —dijo—, lo cual, imagino, es una falta de respeto, ¿cómo es posible que Sumner… que el príncipe Leopold confíe en conseguir su aprobación para casarse con la princesa? Mercer se rió y se acercó a ella casi corriendo. La agarró de la mano y se la apretó, emocionada. —Porque Charlotte mintió: le dijo a su padre que no estaba sola y que, además, el príncipe que había ido a verla era Augusto, no Leopold, como creía él. —Se rió—. ¡Y él la creyó! Charlotte es una cuentista consumada cuando quiere. —Ah. —A Elizabeth se le cayó el alma a los pies. Esa misma mañana creía que el príncipe y ella estaban destinados a ser marido y mujer. Ahora, de pronto, se sentía como una idiota. Anne tenía razón. Debía descartar la estúpida idea de que había soñado con su futuro y asumir la verdad: que el príncipe Leopold de Sajonia-Coburgo se casaría con la princesa Charlotte. Y no había nada que ella pudiera hacer para que su historia con él tuviera un final feliz y sus sueños se hicieran realidad. —… pero ahora que su padre ha renunciado a la ridícula idea de casarla con el holandés, cree que Cranbourne Lodge es, de momento, una prisión bastante segura. Tiene gracia, ¿eh? La única fortaleza que considera segura, y el príncipe Leopold se cuela en ella tranquilamente. Elizabeth sintió que tiraba con fuerza de su brazo y se dio cuenta de que había estado mirando vagamente el espejo, compadeciéndose de sí misma, y que no había prestado atención a todo lo que decía Mercer. —¿Me estás escuchando, Elizabeth? —preguntó ésta, sumamente molesta. —Eh, sí. —Elizabeth se volvió en el asiento y se inclinó hacia ella—. Sólo me estaba preguntando qué haría Prinny si sorprendiera al príncipe Leopold y a su primo aquí, en Cranbourne Lodge. —Oh, se pondría furioso, claro. Por eso no pueden quedarse más. Llevan aquí más de una semana. Intenté advertirle a Charlotte que no debía dar cobijo aquí al príncipe, pero no quiso ni oír hablar del asunto. Alguien intentó matar al príncipe, y Charlotte se empeñó en ofrecerle
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protección hasta que pudiera disponerse otra cosa. Y, por suerte, no ha pasado nada. Elizabeth enderezó la espalda. —¿Me estás diciendo que… que se marchan? —Sí. —Una doncella entró en la habitación y Mercer se distrajo enseguida y no dijo más sobre la marcha del príncipe—. Georgiana, por favor, ayude a la señorita Royle. Está lista para el baño. Georgiana poseía el hermoso cabello oscuro, la piel clara y los ojos azules de las galesas. Tenía, además, unos brazos muy fornidos. Sin pedir a Elizabeth que se pusiera en pie, la levantó del asiento. Le dio la vuelta y empezó a quitarle el vestido estropeado sin remedio. Ella se disponía a interrogar a Mercer sobre la marcha del príncipe y de su primo cuando la oyó soltar una risilla. —Te dejo para que te bañes. —Mercer se encaminó hacia la puerta, pero volvió la cabeza y miró hacia atrás antes de alcanzarla—. Charlotte querrá verte en el saloncito de mañana después de que desayune. Espera a que el reloj dé las doce y entonces baja. Abrió la puerta y se volvió de nuevo. —Georgiana, asegúrese de quitarle todo el musgo del pelo a la señorita Royle, ¿quiere? —Sí, señorita. —Buenos días, Elizabeth… —dijo Mercer al cerrar la puerta. —Buenos dí… —¡Ah, qué idiotez! ¿Para qué molestarse en decir nada? Aquella mañana, que había empezado tan radiante, se había convertido de pronto en el peor día de su vida. Cuando Elizabeth entró en el saloncito de mañana, la princesa Charlotte estaba reclinada en un diván, con un paño de franela húmedo sobre la frente. Una de sus piernas colgaba del asiento y su zapatilla de raso azul pendía precariamente de su dedo gordo. —Cierre la puerta enseguida, sea quien sea —gimió—. Me duele la cabeza. —Soy yo, la señorita Royle —susurró Elizabeth suavemente mientras empezaba a cerrar la puerta, pero un viejo lacayo de librea agarró el picaporte y acabó de cerrarla. —¡Elizabeth! —La princesa Charlotte se quitó el paño de la cabeza y lo tiró al suelo. Una joven criada se acercó sigilosamente al diván para recoger el paño y volvió a su lugar en un rincón del salón, donde un lacayo vertió agua en una jofaina y empezó a mojar otro paño para la princesa. —Mercer me ha contado tu calvario de esta mañana. ¡Qué emocionante habrá sido para ti! —exclamó la princesa casi chillando. —La verdad es que podría haber pasado perfectamente sin las emociones de esta mañana. —Elizabeth sonrió y, al ver que la princesa no respondía, se rió. La princesa Charlotte pareció confusa un momento, hasta que Mercer, que estaba sentada allí cerca, ante un escritorio, comenzó a reírse a carcajadas. —¡Ah, casi nos engañas, Elizabeth! —exclamó—. Toda mujer sueña
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con ser rescatada por un noble alto y guapo. La princesa Charlotte también se rió. —Y pensar que creía que hablabas en serio. Ahora veo que nos estabas tomando el pelo. Ay, eres graciosísima, Elizabeth. Pero te suplico que nos cuentes el momento en que te despertaste en sus brazos. Por favor, Elizabeth. Mi vida es horriblemente aburrida. A mí nunca me pasan cosas tan divertidas. —¡Oh, vamos, Charlotte! —dijo Mercer—. Tú saliste corriendo a la calle y escapaste en un coche de punto del príncipe de Gales, que estaba furioso, por cierto. ¡En un coche de punto! ¿Alguna vez has oído mayor osadía, Elizabeth? —¡Jamás! —exclamó ésta. Cuando la princesa miró a Mercer, Elizabeth arrugó la frente. ¿Montar en un coche de punto? ¿Eso es lo que la princesa Charlotte considera emocionante? ¿Y conocer a la realeza de todo el mundo? ¿Y bailar en fiestas resplandecientes? ¿Y que el príncipe más guapo del mundo quiera casarse contigo? —Aun así —puntualizó la princesa—, a Elizabeth la semana pasada le pegaron un tiro en la cabeza… Elizabeth levantó la barbilla. —Bueno, la bala sólo me rozó la sien. —Y luego, esta mañana, se cae por un barranco y es rescatada por los pelos del agua helada del Támesis. Dime, ¿quién lleva una vida más emocionante: esta joven de Cornualles o yo? —Pu-pues usted, de lejos —masculló Elizabeth. Las comisuras de los labios de la princesa Charlotte se curvaron hacia arriba. —Ah, estás de broma. Tú no querrías cambiar tu vida por la mía ni un solo día. —¡Desde luego que sí! —exclamó Elizabeth, consciente de que, por alguna razón, la princesa necesitaba que le aseguraran que su vida era envidiable. —Me estás tomando el pelo, Elizabeth. —La princesa Charlotte miró a Mercer, y por primera vez desde que había entrado en la habitación, Elizabeth se dio cuenta de que otra vez se traían algo entre manos. Hasta ese momento, no había detectado su juego. —No, no. —Se preguntó si se habría excedido al decir aquello, porque la princesa Charlotte se levantó de un salto y estuvo a punto de tropezar con su zapatilla suelta. —¿Oyes eso, Mercer? Quiere hacerlo. Acaba de decirlo. —Apoyó la mano sobre su cadera y asintió firmemente con la cabeza. —No ha accedido a nada, Charlotte, sólo ha dicho que estaría dispuesta a cambiar su vida por la tuya si tuviera la oportunidad de hacerlo. —Mercer le lanzó a Elizabeth una mirada cargada de recelo. Charlotte avanzó hacia Elizabeth hasta quedar tan cerca de ella que su nariz quedó a la altura de su barbilla, pues era más baja. —¿Y si yo te diera esa oportunidad, Elizabeth… sólo por un día? —¿Darme la oportunidad de… de vivir su vida por un día? —Elizabeth sabía que estaba tartamudeando y que parecía el eco de los acantilados de Cornualles, pero no podía evitarlo. —Sí. —La princesa Charlotte miró a Mercer de reojo antes de volver a
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mirar a Elizabeth con expresión mortalmente seria—. Hoy, de hecho. —¿Ho-hoy? —Elizabeth sabía que no podía desobedecer a la princesa, pero fueran cuales fuesen los planes de ésta, empezaban a ponerla muy, muy nerviosa. Elizabeth se quedó muy quieta mientras Mercer le ponía un turbante en la cabeza, con cuidado de remeter todos sus mechones rojos bajo el imponente tocado. —Así no voy a engañar a nadie. Le saco al menos una cabeza a la princesa y no nos parecemos ni remotamente. —Os parecéis más de lo que crees —respondió Mercer—. Y todo va a salir bien. —Se apartó para contemplar su obra—. ¿Tú qué opinas, Charlotte? La princesa Charlotte se inclinó sobre el brazo del diván y descolgó los brazos. —Va a salir todo a las mil maravillas —gimió—. ¿No es hora de que nos vayamos? —Casi. —Mercer miró a Charlotte—. Te estás arrugando el vestido. Quieres parecer madura y dueña de tus actos. Y no será eso lo que piense el primer ministro si llevas el vestido arrugado. ¿Charlotte va a reunirse con el primer ministro? Ay, Dios, pensó Elizabeth. ¿Qué farsa era aquélla y por qué había accedido a tomar parte en ella? La princesa Charlotte volvió a deslizarse en su asiento y luego se levantó para alisarse el vestido y se dejó caer de nuevo en el diván. Mercer miró a Elizabeth con ojo crítico. —Además, las modistas son francesas y nunca han visto a la princesa. Se les ha ordenado no hablarte, ni mirarte a la cara. Se limitarán a coger con alfileres el vestido, así que no tienes por qué hablar con ellas. Elizabeth notaba sus nervios tan retorcidos como las tiras de tela que envolvían su cabeza. —¿Y no sería más fácil dejar la cita con las modistas para otro día? La princesa Charlotte soltó un bufido. —No. Tú no lo entiendes, Elizabeth. He informado a mis ayas de que estaré ocupada con las modistas hasta el anochecer, al menos, y que luego me retiraré temprano, porque siempre estoy completamente agotada después de probarme tantos vestidos. —Vas a hacerte pasar por Charlotte con las modistas y después te irás a dormir; de ese modo, Charlotte tendrá tiempo de viajar a Londres para entrevistarse en privado con lord Liverpool y regresar luego aquí — explicó Mercer. Elizabeth estaba perpleja. —¿Por qué ha de guardarse en secreto la reunión? No lo entiendo. A fin de cuentas, es usted la princesa de Gales. La princesa Charlotte soltó otro resoplido de exasperación y le lanzó una mirada a Mercer como si le ordenara que se ocupara de tratar en su nombre con aquella bobalicona de Cornualles. Mercer intercedió. —Charlotte piensa informar al primer ministro de que desea casarse
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con el príncipe Leopold. —¡Ay! Dejad que os muestre el discurso que he preparado. —La princesa cruzó remilgadamente las manos sobre el regazo—. Lord Liverpool, mi estancia en Cranbourne Lodge ha sido muy propicia para la reflexión… —Miró a Elizabeth con orgullo—. Esa idea me la diste tú. —La princesa irguió la espalda y al instante borró toda expresión de su rostro —. Sé que es mi deber y lo más conveniente para mi país que, como hija del príncipe de Gales, haga un matrimonio ventajoso. He decidido, por tanto, que debía elegir entre quienes considero los candidatos más apropiados para el matrimonio, y he escogido a uno entre ellos. Sólo deseo constatar que, siendo usted mucho más prudente que yo, puesto que tal enlace afectará a la política del país, apoya mi decisión. Dejando a un lado mis preferencias personales y anteponiendo el interés nacional, he elegido al príncipe Leopold de Sajonia-Coburgo. Elizabeth se quedó mirando a la princesa, anonadada por lo que estaba oyendo. Si el Parlamento apoyaba el enlace entre Charlotte y el príncipe, los últimos hilos de su esperanza se romperían. Delante de sus ojos empezaron a bailar manchitas negras. Se dejó caer en una butaca y miró pasmada a la princesa, que sonreía de oreja a oreja. —Ah, ya lo sé, Elizabeth —dijo ésta, refiriéndose a su ataque de debilidad—. Es un discurso potente, en efecto. He estado de lo más convincente, ¿verdad? —Miró a Mercer para ver cómo reaccionaba—. Creo que la parte en la que busco su sabio consejo le da un toque perfectamente maquiavélico, ¿no estás de acuerdo, Mercer? —Sí, en efecto. —Mercer miró a Elizabeth, que seguía embobada en el centro de la habitación—. Santo cielo, Elizabeth. ¿Es que no has oído lo que acabo de decirle a Charlotte? Levántate, antes de que arrugues el vestido. Elizabeth se levantó, pero enseguida se sintió tambalearse y caer. Cuando abrió los ojos, tras perder el sentido por segunda vez ese día, Mercer estaba sobre ella, mirándola con preocupación. —¿Te encuentras bien? Quizá debas tumbarte en el diván y descansar un rato antes de que lleguen las modistas. El accidente de esta mañana tiene que haberte pasado factura. —Estoy bien. Creo que sólo necesito sentarme un momento — contestó Elizabeth débilmente: no podía reconocer que conocer el plan de la princesa Charlotte de entrevistarse con lord Liverpool era un golpe mucho más duro para su cuerpo que haberse caído en las aguas del Támesis. —No te preocupes demasiado, Mercer. Esto favorece nuestro magnífico plan —estaba diciendo Charlotte—. Y me ha dado otra idea. Me aseguraré de que Aida informe a las ayas de que estaba tan terriblemente fatigada que, aunque no parecía en absoluto enferma, me desmayé y necesito descansar. ¡Perfecto! Eres una maravilla, Elizabeth. Mercer ayudó a Elizabeth a sentarse en el sillón. —¿Quieres que me quede aquí contigo? Elizabeth empezaba a despejarse; de pronto se abrió paso entre la bruma de su cerebro una excusa para desmayarse en presencia de la princesa.
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—No, no, es sólo que no estoy acostumbrada a llevar corsés largos. Son mucho más sofocantes que los cortos, ¿verdad? Al oír que un carruaje se acercaba a la entrada de la casa, la princesa Charlotte corrió a la ventana. —Rápido, Mercer, dame el manto de tu doncella y ese sombrero de gitana. Es la hora. —Sí. —Mercer levantó el hatillo que había en el borde de una mesa reluciente, junto a la puerta, y se lo dio a la princesa, que se puso el sombrero entusiasmada y se echó luego el manto sobre los hombros, tapando su vestido de raso azul vivo, adornado con diversas capas de delicado encaje de color marfil. —Respira hondo, mi querida Charlotte. Porque hoy muy bien podría ser el día más importante de tu joven vida. La princesa sonrió, emocionada, respiró hondo y luego, con un brillo en los ojos, dio media vuelta y corrió hacia la puerta seguida por Mercer. Al llegar a la puerta, ésta se volvió hacia Elizabeth una última vez. —¿Debo entender que accedes a asumir lealmente tu papel como princesa en este día trascendental? —Puedes contar conmigo —contestó Elizabeth con un aplomo que no sentía—. Soy la más leal servidora de la princesa. Sabía que no había modo de escapar de aquella absurda farsa.
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Capítulo 12 Casa del guardabosques Cranbourne Lodge Leopold cruzó las piernas. —La princesa es como una potrilla alazana, llena de brío y energía, pero, por desgracia, completamente falta de disciplina, control y sentido de la moderación. —Apoyó el codo en el brazo del sillón e hizo un ademán con la palma hacia arriba dirigiéndose a Sumner, que estaba sentado en el otro sillón, a un paso de él—. El único modo de sacar a la luz todo el potencial de mi querida Charlotte, toda su gracia y su elegancia, es doblegarla. —Todavía no te he oído decir ni una sola palabra acerca de la atracción, o el amor, que sientes por ella —repuso Sumner. El olor acre de la chimenea apagada irritaba su nariz, pero no se movió. Necesitaba una respuesta—. ¿Cómo es posible que desees tan ardientemente casarte con ella? No lo entiendo. Leopold sacudió la cabeza como si se dispusiera a dar una explicación innecesaria a un chiquillo. —Primo, yo soy el primero en reconocer que, tras mi encuentro con la princesa Charlotte el año pasado, no tenía motivos para creer que pudiera conquistarla. Estaba enamorada de otro y su padre todavía aspiraba a casarla con Guillermo de Orange, el holandés; puede que todavía aspire a ello. —Cogió una naranja de invernadero machacada del pequeño frutero que había sobre una mesita, la apretó ligeramente y la devolvió a su sitio. Por el aspecto de la naranja, no era la primera vez que Leopold la trataba así. Sumner se levantó y volvió a llenar la copa de su primo; luego llevó el decantador a la mesa, y su primo exhaló un suspiro de placer. —Todo cambió en cuanto recibí una carta de Mercer aconsejándome que, si todavía tenía aspiraciones respecto a Charlotte, regresara a Londres inmediatamente. Era muy probable que la princesa acogiera favorablemente mis atenciones. —Pero no regresaste entonces. —No, por supuesto. Nuestro regimiento estaba de servicio en ese momento y Napoleón marchaba con un ejército de un cuarto de millón de hombres —dijo Leopold, y Sumner sintió que se había tomado su pregunta como una afrenta hacia su carácter. Le lanzó a Sumner una mirada afilada —. Tengo un deber que cumplir, a fin de cuentas. Sumner entornó los ojos, preguntándose si el comentario de Leopold sería un recordatorio muy poco sutil dirigido a él. Pero ahora antepondría los intereses de Sajonia-Coburgo a todo lo demás. Sacrificaría su felicidad, quizás incluso su vida, para ayudar a Leopold a conquistar la mano de la
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princesa Charlotte. —¿Por qué no me informaste del contenido de esa carta? —Se inclinó hacia delante y esperó la respuesta de su primo. Nunca, desde niños, habían tenido secretos. Salvo uno. Un inmenso secreto. —Porque se rumoreaba que Charlotte era extremadamente caprichosa. Sabía que, si venía corriendo en su busca, huiría de mis acercamientos. —Leopold se sonrió—. Y parece que hice bien en demorarlo. Después de Waterloo y de mi consiguiente traslado a París, recibí otra carta de Mercer informándome de que Charlotte se había empeñado en casarse conmigo. Mi tardanza en ponerme en contacto con ella y cruzar el canal me había vuelto mucho más deseable. No sé por qué. Al parecer, la princesa es una romántica. —Bebió un largo trago de su copa. Sumner miró el coñac de la suya, todavía intacto. —Sabías, sin embargo, que éste no era momento para abandonar en secreto París y concretar vuestro compromiso. —Sí, así es. —Leopold descruzó las piernas y se inclinó hacia Sumner mientras arañaba nerviosamente con el índice un lado de su copa—. No me juzgues por lo que no entiendes tan claramente como yo, te lo ruego. Mi familia perdió vastos dominios a manos de Napoleón, y sólo ahora empezamos a reclamar lo que se nos arrebató. Pero he extraído una lección muy valiosa de todo esto. Un príncipe menor, de buen talante y facciones agradables… —le sonrió a Sumner por encima de su copa— puede hacer un matrimonio muy ventajoso gracias al cual los dominios ancestrales de su familia no corran riesgo nunca más. —Entiendo. —Sumner levantó los ojos y lo miró directamente. La siguiente pregunta era muy importante—. Así que, a pesar de las apariencias que indican lo contrario, no hay amor entre vosotros. —Oh, nada de eso. —Leopold se rió tranquilamente—. Ella me quiere mucho, o se ha convencido de que me quiere. ¿Y por qué no? —Pero tú no la quieres. Leopold apoyó la cabeza contra el respaldo. —Estoy seguro de que algún día, cuando consiga doblegarla, podré amarla inmensamente. Pero mis sentimientos no tienen cabida en este asunto. Tengo un deber para con mi familia, y el principado ha de ser lo primero. —Guardó silencio unos segundos para añadir peso a lo que se disponía a decir—. Sé que tú lo entiendes mejor que nadie, Sumner. Él se quedó callado y asintió solemnemente con la cabeza. En efecto, lo entendía. Demasiado bien. Cranbourne Lodge Habitaciones de la princesa Charlotte No menos de nueve modistas y pañeros franceses se agolpaban alrededor de Elizabeth, sujetando la tela con alfileres alrededor de su cintura. Le retorcían los brazos y tiraban de ellos a un lado y a otro, tanteaban y clavaban alfileres, y le pincharon tres veces con sus agujas por accidente mientras se afanaban para que cada vestido de noche, cada
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traje de montar, cada bata y cada vestido de mañana se ciñeran como un guante. A la esbelta figura de Elizabeth. No a la más baja y curvilínea de su alteza la princesa Charlotte. Sólo debían apuntar los vestidos con alfileres, no rematar los arreglos con hilo y aguja. Charlotte se lo había explicado a Elizabeth con toda claridad. Preocupada por ello, Elizabeth se quejaba de que necesitaba más holgura para moverse e intentaba decirles que sólo debían coger la tela con alfileres; pero su francés se limitaba a unas pocas frases galantes, cortesía de lady Upperton, y por desgracia no bastaban para comunicar sus deseos. Agarró un alfiletero y se lo enseñó, pero las modistas se limitaron a quitarle los alfileres y a ponerlos fuera de su alcance. Agitó los brazos y se palmeó la cintura, intentando hacerles entender por señas lo que quería decir, pero no sirvió de nada. No la miraban directamente: habían recibido orden de no hacerlo. Tras soportar aquella tortura durante siete horas sin hacerse entender ni una sola vez, Elizabeth decidió por fin que la princesa debería haber imaginado que servirse como maniquí de una mujer más alta y delgada daría como resultado vestidos y trajes más largos y estrechos de lo previsto. Y, además, no pudo impedirles que tomaran medidas definitivas. Eran, sencillamente, demasiado rápidas y eficientes. No había modo de detener a las hacendosas modistas sin salir bruscamente de la habitación y destruir la ilusión de que era la princesa Charlotte. Y no era tan osada como para granjearse la ira de la princesa haciendo tal cosa. No, se ceñiría al plan de la princesa y se limitaría a confiar en que todo saliera bien. Al caer la noche, cuando empezaron a cantar los grillos y las modistas se habían marchado ya, se sentó a mirar por la ventana de la alcoba de la princesa mientras los últimos destellos de luz naranja se hundían bajo la línea de los árboles, en el horizonte. Llamaron a la puerta de la habitación. Elizabeth levantó los ojos y esperó. Tres toques más. Era la señal de Aida, a la que se le había ordenado ejercer de centinela, para avisar a Elizabeth de que debía alejarse de la puerta; de ese modo, los sirvientes pasarían su cena a la habitación sin darse cuenta de que no era la verdadera princesa. Elizabeth se quedó inmóvil y siguió mirando el cielo despejado de la noche. Olfateó cuando el aroma de la carne de ternera se deslizó junto a su nariz, haciendo gruñir su estómago. Era triste que comer ternera fuera lo más entretenido de toda la tarde y la noche. Después de un solo día haciéndose pasar por ella, Elizabeth compadecía a la princesa Charlotte. Aunque le costara creerlo. Ella, la plebeya de Cornualles, sentía lástima de la gran princesa. De la misma mujer que podía poner fin a su sueño de un plumazo. De la joven princesa que en ese mismo instante estaba maniobrando para conseguir el apoyo del Parlamento para su boda con el príncipe Leopold. Pero así era: sentía lástima por ella. Cranbourne Lodge, tan grande y bonita, no era más que una jaula dorada que servía de prisión a la joven princesa. Las libertades escaseaban y, por lo que Elizabeth había podido presenciar, con
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frecuencia Charlotte sólo podía disfrutar de ellas mediante el engaño y la deslealtad hacia otros. Por lo que le habían contado el servicio y la mejor amiga de Charlotte, Mercer, la vida de la princesa era casi siempre muy triste y aburrida. Su propia madre, incapaz de soportarla, había huido de la corte y de su matrimonio con el príncipe de Gales para vivir libremente en el continente. No era de extrañar que la princesa fuera tan maleducada, concluyó Elizabeth. Ella también lo sería, si hubiera tenido que vivir como una prisionera… aunque pudiera llevar una reluciente diadema sobre la cabeza. De pronto cayó en la cuenta de que no había visto ni una sola vez la diadema de Hamilton y Compañía que el príncipe le había enviado a la princesa Charlotte. Se levantó de un salto y comenzó rápidamente a registrar la alcoba de la princesa, hasta que, debajo del tocador, encontró un estuche con el nombre de la joyería. Contuvo el aliento y levantó la tapa, confiando en que la diadema estuviera dentro. Su diadema. La que Sumner le había puesto sobre la cabeza. Su corazón latía con violencia cuando desató los lazos de la bolsita de raso que había dentro del estuche y metió la mano dentro. Sus dedos notaron enseguida el frescor de la piedra y el metal y se cerraron en torno a él. Sacó con cuidado la diadema de su escondite y estuvo unos minutos mirándola con arrobo antes de sentarse ante el tocador, dispuesta a hacer lo inimaginable. Se miró al espejo e imaginó a Sumner sosteniendo la diadema en sus manos y poniéndosela en la cabeza. Exhaló suavemente mientras contemplaba su imagen en el espejo. Estudió serenamente su reflejo. Deseaba aferrarse al recuerdo del día en que conoció al príncipe. Quería preservarlo antes de que la princesa regresara esa noche y aquel instante le fuera arrebatado de las garras al Destino y quedara en manos del Parlamento. Una lágrima asomó en la comisura interior de uno de sus ojos; sabía que era ya demasiado tarde. La princesa Charlotte ya habría obtenido la promesa de apoyo de lord Liverpool. Sólo era cuestión de tiempo que Prinny se convenciera de que debía hacer lo mismo… y que el príncipe Leopold se casara con la princesa. Sofocó un sollozo al quitarse la diadema y volver a dejarla en el estuche, bajo el tocador. Apoyó los codos en la mesa, puso la cara en las manos y dejó que las lágrimas que había intentado refrenar brotaran al fin. Poco después de medianoche, Elizabeth decidió que podía regresar a su dormitorio. La princesa Charlotte y Mercer sin duda volverían de Londres muy pronto. Abrió la puerta con sigilo y encontró a Aida sentada y apoyada contra la jamba. La doncella tenía la boca abierta y roncaba suavemente con cada exhalación. Elizabeth le apretó el hombro y la calmó al despertarse sobresaltada con un suave «chist». Se llevó un dedo a los labios para hacerle callar, le dio las buenas noches con la mano y subió otro tramo de escaleras, hasta
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su habitación. Se quitó la bata de la princesa, se puso la suya y se sentó al borde de la cama. Pero estaba demasiado inquieta para dormir. No podía ahuyentar de su mente ideas inquietantes respecto a un futuro sin Sumner. Se levantó de la cama y estuvo paseándose por la habitación hasta que por fin se dio cuenta de que, si se quedaba un momento más entre las paredes sofocantes de la mansión, se pondría a gritar. Se puso sus zapatos y salió apresuradamente de la habitación. Bajó la escalera en penumbra, cruzó la puerta y salió corriendo a la noche. Una brisa ligera abrió su bata y agitó los lados de ésta tras ella, como grandes y lustrosos estandartes azules. No se molestó en ocultar su camisón de seda: no habría nadie allí a aquellas horas, salvo una dama de compañía acongojada. Por segunda noche consecutiva, la luna, engarzada en un paño de terciopelo negro cubierto de gemas, brillaba casi perfectamente redonda. Elizabeth suspiró al recordarse de pie en el lindero del jardín, con Sumner, una noche antes, viendo aquella misma luna. Estaba tan llena de esperanza… Tan llena de emoción ante la posibilidad cada vez mayor de pasar la vida junto a él… Ahora, en cambio, todo había cambiado. Tomó entonces una decisión absurda, y lo sabía, pero, dejándose guiar por la luna, se alejó de la mansión hasta llegar al sendero del río. Ignoraba por qué seguía aquel camino tan peligroso. Era como si quisiera ir al último lugar donde Sumner y ella habían estado juntos por última vez… a solas. Tenía la impresión de que algo la llamaba, incitándola a ir allí. Cuanto más se acercaba al recodo del sendero, más lamentaba lo que podría haber sido. Notaba contraídas las costillas y un ardor en la parte de atrás de los ojos. Aquella sensación de pérdida inminente creció con cada paso, hasta que pudo sentir el olor del Támesis y oír su fragor por debajo del sendero. Las lágrimas rodaban por sus mejillas cuando dobló el recodo del camino y se dispuso a acercarse al lugar donde Sumner y ella habían yacido juntos. Contuvo el aliento hasta que, mirando más allá de los árboles, pudo ver aquella extensión de suave musgo. Su lecho. Entonces se detuvo. Entornó los ojos para defenderse del resplandor de la luna. Pero no había duda. Allí, bañado por la luz plateada de la luna, estaba su príncipe. —Sumner… Sumner estaba sentado en el mullido lecho de musgo, con la rodilla levantada y un brazo alrededor de ella, cuando oyó que un soplo de brisa le llevaba su nombre por encima del rugido del río. Pensó al principio que era un efecto caprichoso de la noche y de las aguas fragorosas y revueltas del Támesis, pero entonces la vio a ella, a su Elizabeth, de pie en medio de un azulado rayo de luna. Parpadeó, incapaz de creer lo que veían sus ojos. Era como si su intenso deseo de decirle adiós le hubiera hecho salir de la cama y la hubiera llevado hasta aquel paraje iluminado por la luna. —¿Elizabeth? —murmuró. —¡Sumner! —Corrió hacia él con los brazos extendidos.
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Sumner se levantó y salió al encuentro de su cálido abrazo. Sin pensarlo conscientemente, levantó los brazos y la rodeó con ellos. Elizabeth temblaba, pegada a su cuerpo, y él la estrechó con más fuerza. No le preguntó qué hacía en el sendero del río a aquella hora. No tenía importancia. Lo que importaba era que estaba allí, en sus brazos, donde él quería que estuviera. Donde necesitaba que estuviera. Así, gracias al cielo, Sumner podría despedirse de ella. Una dolorosa punzada de reticencia atravesó su corazón. —Elizabeth, yo… Ella se echó un poco hacia atrás para poder mirarlo. Tenía lágrimas en las mejillas y sus ojos brillaban. —No digas nada. Ya lo sé —dijo con voz llena de emoción—. La princesa Charlotte ha ido a ver al primer ministro. —Un sollozo escapó de sus labios y resonó en sus palabras. Sumner la atrajo de nuevo hacia sí. —Chist, Elizabeth, no llores, por favor —susurró junto a su pelo, que a la luz brillante de la luna semejaba un manto rojo sangre extendido sobre sus hombros. —No puedo… no puedo parar. Sé que ha ido a conseguir el apoyo del Parlamento… y lo que eso significa para nosotros. —Respiró hondo, entrecortadamente. —Calla, mi dulce amor. —Cogió su barbilla y besó suavemente su frente. Elizabeth levantó el mentón y Sumner enjugó con un beso la lágrima que empezaba a rodar por su mejilla. Luego, poniendo las yemas de los dedos en el filo de su mandíbula para levantar su boca, besó tiernamente sus labios. —Creía que te habías ido. Que nunca volvería a verte. Que pronto me convertiría para ti en un recuerdo fugaz. —Sus palabras eran como un soplo cálido sobre los labios entreabiertos de Sumner. —Yo jamás podría olvidarte, Elizabeth. Jamás. —Sentía una opresión en el pecho. Deseaba con toda su alma ahorrarse aquel dolor confesándole la verdad: que no era Leopold. Que había jurado proteger al príncipe, su primo, a toda costa. —No soportaba la idea de no volver a verte. Te quiero, Sumner. —Se volvió y lo miró a los ojos—. Te quiero. Sumner contuvo el aliento y un calor abrasador inundó sus ojos. Se apartó de ella y le dio la espalda. No podía permitir que lo viera así. Tan vulnerable. Ella tocó su costado, y él echó a andar bruscamente, hasta que llegó a un viejo roble. Apoyó la cabeza y una mano en el árbol para sostenerse. Nadie le había dicho aquello. Nunca. No estaba preparado para el efecto arrollador que tuvieron aquellas sencillas palabras. Para la sacudida que recorrió su mente y su cuerpo, dejándolo paralizado. —Por favor, no me dejes. —La voz de Elizabeth llegaba desde muy cerca, a sus espaldas, pero podría haber estado a una legua de allí—. Sumner, por favor. —Tengo que irme. —Se le quebró la voz y tuvo que endurecerla para
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añadir—: Es mi deber. Lo he jurado. La hojarasca anunció que Elizabeth había llegado a su lado. Unas manos suaves rodearon su cintura, y ella apoyó la cabeza sobre su espalda. Sumner no se volvió. No podía en ese momento. —Si has de irte, recuerda que te quiero. —Su voz era suave, pero él percibió su tono descarnado—. Y si puedes, vuelve a buscarme algún día, por favor. El cuerpo de Sumner se tensó al oír sus palabras. Volver a buscarla… Clavó los dedos en la corteza del roble. En cuanto el acuerdo matrimonial estuviera sellado y Leopold se hallara a salvo en París, podría volver a buscar a Elizabeth. Sí, le debía mucho a la familia y estaba dispuesto a dar su vida por Leopold, para protegerlo mientras el príncipe cumplía con su deber. Pero una vez que Leopold estuviera a salvo, podría presentar su dimisión y, aunque hasta ahora nunca había sopesado la idea de abandonar el ejército, podría marcharse. Podría volver en su busca. Podría comenzar una nueva vida. Se volvió tan rápidamente que Elizabeth siguió abrazándolo. La apretó fuertemente contra sí. —Volveré a buscarte —dijo en voz más alta de lo que pretendía—. Volveré. Elizabeth fijó en él sus ojos brillantes. Las lágrimas corrieron de nuevo por sus tersas mejillas, pero esta vez eran lágrimas de felicidad. Sumner se inclinó y la besó hondamente. Nunca se había sentido tan dichoso.
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Capítulo 13 Elizabeth no deseaba volver a Cranbourne Lodge, pese a que sabía que era su deber. Sentía un peso en el corazón: le preocupaba que, ahora que el príncipe y ella habían abandonado el refugio del bosque, las espinas de la realidad traspasaran su sueño de un futuro compartido e hicieran jirones la promesa de Sumner de volver en su busca. Éste apartó un mechón de su cara y la besó con ternura en la puerta de la mansión mientras el cielo comenzaba a pasar del negro ébano a un fresco gris. —Confía en mí, Elizabeth. Volveré a buscarte. Créeme. Estaremos juntos. De alguna manera. Algún día. Pronto. Elizabeth asintió con la cabeza; sentía ya que su sonrisa forzada empezaba a disolverse. Miró los ojos grises de Sumner, fijándose en el aro azul brillante que los rodeaba. Tenía que creer en su sueño. Tenía que creer en él y en su amor cada vez mayor. Debía tener fe. —Confío en ti, Sumner. Vuelve a buscarme… pronto. Echó la cabeza hacia atrás y sus labios se encontraron de nuevo en un beso cargado de promesas. Temiendo separarse de él, lo había rodeado con sus brazos cuando oyó correrse los cerrojos de la puerta. Abrió los ojos de par en par. Las puertas se habían cerrado en algún momento tras salir ella. —Sumner, te quiero —musitó—. Pero tienes que irte. ¡Deprisa! Él se inclinó y se apoderó de sus labios en un último beso embriagador; luego dio media vuelta y desapareció entre la bruma que cubría el prado. Un viejo lacayo abrió la puerta mientras se ajustaba somnoliento la peluca blanca. Saludó a Elizabeth inclinando la cabeza. Retrocedió y, sin decir palabra, la dejó entrar en la mansión. Mientras subía lentamente las escaleras hacia su dormitorio y se deslizaba bajo las mantas, una sonrisa de felicidad endulzó sus labios. Creía en Sumner. Sí, él partiría hacia Londres ese mismo día, camino de la residencia de sir Henry en Curzon Street, donde su primo y él habían sido invitados a quedarse, si querían, durante dos semanas, en perfecta reclusión. Pero ella ya no temía su marcha. Cerró los ojos, notando aún en los labios el sabor del beso que le había dado. Ahora podría dormir fácilmente, porque sabía que su sueño iba a hacerse realidad. Sumner le había prometido que de algún modo estarían juntos y que, pasara lo que pasase, volvería en su busca. Cuando el reloj del pasillo dio las diez, Elizabeth abrió los ojos y
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descubrió a la princesa Charlotte sentada junto a su cama, con los brazos cruzados y la boca crispada en una mueca llena de dureza. —Ha vuelto. —Elizabeth se incorporó—. ¿Ha tenido éxito? La princesa la miró con enojo. —Ahora no me sirve ninguno de mis vestidos. Aida ya lo sospechaba, pero yo, naturalmente, tenía mis dudas. Pero cuando ha intentado ponerme dos, uno tras otro, no me abrochaban. Se suponía que las modistas sólo tenían que cogerlos con alfileres, no rematarlos. —Ah… —Elizabeth suspiró—. Le pido disculpas, pero las modistas francesas se empeñaron en que los vestidos y los trajes me quedaran perfectamente. Yo no hablo francés, así que no pude convencerlas de que pararan después de apuntarlos con alfileres. Ni siquiera pude decirles que los dejaran más holgados para tener libertad de movimientos. La princesa Charlotte no dijo nada, pero sus ojos se oscurecieron de rabia. —Estaba muy preocupada, Alteza, hasta que caí en la cuenta de que, siendo su plan tan astuto, seguramente ya había tenido en cuenta lo distintas que son nuestras siluetas y había decidido que escapar a Londres bien valía unos cuantos vestidos. —La preocupación empezó a correrle por la espalda como un escalofrío. La princesa no parecía ablandarse. —Eso pensaste, ¿eh? —Charlotte se levantó de un salto de la butaca. Separó los pies y puso los brazos en jarras—. A pesar de la intercesión de la reina y del poco persuasivo discurso de Henry Brougham sobre la necesidad de aumentar mi asignación, mis rentas siguen siendo las mismas. Y no bastan para sostener mi tren de vida… y menos aún para pagar al servicio. —Yo… no lo sabía. —Elizabeth tragó saliva con esfuerzo. —Me temo que es usted un dispendio demasiado grande, señorita Royle. —La princesa Charlotte dio media vuelta y se encaminó con paso decidido hacia la puerta. —Le pido humildemente disculpas… —comenzó a decir Elizabeth, pero la princesa no la escuchaba. Antes de salir de la habitación, se dio la vuelta. Sus mejillas refulgían como el sol poniente cuando dijo casi escupiendo las palabras: —Nosotras regresaremos a Warwick House esta misma semana. Y usted volverá a Berkeley Square, donde no tendrá ocasión de volver a tomar decisiones costosas a mis expensas. Agarró la puerta y, sin ayuda del lacayo que había alargado la mano hacia el picaporte, la cerró de golpe. Elizabeth se quedó pasmada unos segundos. Luego se recostó en la almohada y sonrió. ¿Qué importaba aquello? Iba a volver a Londres, como su príncipe. Tenía al alcance de la mano su final feliz. Podía sentirlo. Cavendish Square Biblioteca de lady Upperton —Bueno, paloma, me alegra tenerte con nosotros una vez más, pero ¿crees que hacer enfurecer a la princesa ha sido el mejor modo de
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conseguir que te dejaran volver a casa? —Lady Upperton miró de reojo a cada uno de los Viejos Libertinos, que estaban sentados en el sofá, en una hilera perfecta, como cuervos de negras plumas. —Estaba abocada a hacer enfurecer a la princesa. Era inevitable. Tiene muy mal genio y es sumamente infantil. —Elizabeth sacudió las manos delante de sí, confiando en que la entendieran—. Sólo era cuestión de tiempo. —Yo diría que posiblemente su buena opinión de ti es agua pasada. Dentro de la buena sociedad tiene fama de ser muy rencorosa. —Lady Upperton se mordió el labio inferior, preocupada—. Ojalá no intente manchar tu reputación. A Elizabeth no le importaba lo más mínimo lo que la princesa opinara de ella, aunque sabía que debía preocuparle. Charlotte podía convertirla con toda facilidad en una paria para la buena sociedad de Londres… si lograba escapar de su jaula el tiempo suficiente. —Les aseguro que no soy yo la única señorita que la saca de quicio. De hecho, la única mujer a la que parece soportar es Mercer, quiero decir la señorita Elphinstone, y no me explico, de hecho, cómo ella la aguanta. —¿Es posible, Elizabeth, que tus sentimientos hacia la princesa Charlotte estén teñidos por los celos? —inquirió Gallantine mientras se rascaba la barbilla, en la que empezaba a asomar su barba gris. —¿Yo, celosa? —A Elizabeth le indignó que sugiriera tal cosa—. En todo caso era ella quien tenía celos de mí. A fin de cuentas, es a mí a quien quiere el príncipe. Lord Lotharian miró a lady Upperton con preocupación. Después de mirarse un rato en silencio, él se dirigió por fin a Elizabeth. —El Parlamento ha apoyado el matrimonio entre la princesa Charlotte y el príncipe Leopold. El único obstáculo es el permiso de Prinny, que sin duda acabará por darlo tarde o temprano. —Leopold no va a casarse con ella. —Elizabeth sonrió, satisfecha—. Me quiere a mí. —Querida niña —dijo Lilywhite mientras se frotaba distraídamente la redonda barriga—, el amor y el matrimonio no van siempre de la mano, ni siquiera en estos tiempos. —Pero ya les he hablado de mi sueño. —Elizabeth exhaló un suspiro, irritada—. Por favor, créanme. Vamos a casarnos. Gallantine se encogió de hombros. —Cabe la posibilidad de que la chica tenga razón. Sus sueños han estado a… a punto de cumplirse otras veces. El príncipe no tiene aún la bendición de Prinny y hay quienes piensan que aún sigue queriendo casar a su hija con Guillermo de Orange. —Se rió sin venir a cuento. —¿De qué te ríes, Gallantine? —Las cejas aguileñas de Lotharian se desplazaron hacia su nariz. —De que si el regente consigue que se casen, podrá mandar a la chica a Holanda y olvidarse de ella y de sus bobadas. El pueblo le tiene más simpatía a Charlotte que a él, y Prinny sin duda es consciente de ello. Lady Upperton frunció el ceño y lo miró sacudiendo un dedo maleducadamente. —No des pábulo a las ideas de Elizabeth, Gallantine. ¿Cómo se te ocurre?
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—Sólo digo que es posible que el joven príncipe se haya encariñado con nuestra niña. Y sería una estupidez por nuestra parte no explorar tal posibilidad. —Gallantine se levantó torpemente del sofá y rodeó a los demás mientras sopesaba su propia afirmación—. A fin de cuentas, le juramos a Royle ocuparnos de la felicidad y el bienestar de sus hijas… y todos estamos de acuerdo en que eso incluye el matrimonio. ¿Y qué mejor partido para Elizabeth que un príncipe? ¿Eh? Elizabeth comprendió que había encontrado un aliado en su lucha por el príncipe. —El príncipe y su primo han sido invitados a alojarse en casa de sir Henry Halford, en Curzon Street. A Mercer se le escapó que la princesa Charlotte había organizado varias entrevistas entre el príncipe y el duque de Kent y varios ministros del Parlamento, a fin de recabar apoyos para su enlace. —De pronto le costaba respirar—. Aunque creo que el príncipe me elegirá a mí, creo también que he de cumplir con mi parte. Si encuentro un modo de verlo aunque sea sólo una vez antes de que regrese a París… Gallantine empezó a asentir con la cabeza. —Sí, sí. Está la cena en casa de sir Henry, el jueves por la noche. — Una expresión astuta tensó su flácido rostro—. La señorita Elizabeth y yo estamos invitados. —Sí, sí, tiene razón, milord. —Elizabeth se levantó de su silla—. Sin duda el príncipe y su primo estarán allí. —He de reconocer que todo esto me da mala espina. —Lotharian tamborileó con los dedos sobre su rodilla, pero miró una o dos veces a Elizabeth, que hacía lo posible por suplicarle con los ojos—. ¿Asistirá también Manton, el protegido de sir Henry? Gallantine asintió con la cabeza. —Dijo que él también iría. Tengo la impresión de que está prendado de nuestra Elizabeth. La chica se ruborizó. —El señor Manton es muy apuesto y bondadoso, y es el heredero de un vizcondado, sí, pero… yo quiero a Sumner. Lotharian se puso alerta en cuanto Elizabeth pronunció aquel nombre. —¿De quién te has enamorado? —De Sumner —repitió Elizabeth muy despacio, preguntándose si el anciano estaba perdiendo oído. —Ah, te refieres al primo del príncipe, el joven lord Whitevale. — Lotharian parecía traspasarla con la mirada—. Su padre era antiguamente miembro del White's. Pero no le conocía muy bien. No creo que nadie le conociera. —No, no. De su primo, no. Del príncipe. Me dijo que Sumner es como le llaman quienes le conocen más íntimamente —respondió Elizabeth—. Es una especie de apodo familiar, según creo. —¿Y te permite llamarle Sumner? —preguntó lady Upperton, con una expresión llena de curiosidad en su cara redonda. —Sí. Fue él quien me lo pidió. —Elizabeth sintió que le ardían las mejillas—. Nos hemos… nos hemos hecho muy amigos, Sumner y yo. —Conque Sumner, ¿eh? —Lotharian apoyó el codo en la rodilla y se inclinó ligeramente para retorcer algunos pelos de sus pobladas cejas grises. Miró a lady Upperton, que asentía con la cabeza vigorosamente.
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—Sí, creo que debe asistir a la cena. —Lady Upperton miró a los demás en busca de su acuerdo—. A fin de cuentas, es muy probable que el príncipe asista. Lotharian taladró a Gallantine con la mirada. —Mi buen amigo, ¿crees que podrías conseguir otra invitación para la protectora de Elizabeth? Me parece apropiado que lady Upperton también esté presente, puesto que, por lo que tengo entendido, los demás invitados serán caballeros. —Estoy seguro de que algo podré hacer, Lotharian —respondió Gallantine. —Bien, bien. Estoy de acuerdo en que Elizabeth debe al menos tener una oportunidad con… Sumner. —Lotharian fijó su intensa mirada en Elizabeth—. ¿No es así como le llamas, querida? —Sí. —Elizabeth miró a lord Lotharian y luego a lady Upperton con los ojos entornados. Se imaginaba que estaban tramando algo, aunque no sabía qué. Pero daba igual. El jueves vería a su príncipe. Berkeley Square Sentada ante la limpia mesa de pino de la cocina, Elizabeth revisaba el libro de cuentas de la casa y la lista de la compra de la señora Polkshank. Enseguida notó que, durante los escasos días que había pasado en Cranbourne Lodge, los gastos aún habían aumentado más que antes de su marcha. Ese día, sin embargo, no quería que nada le preocupara demasiado. Se sentía muy feliz de estar en casa, ocupada en sus responsabilidades y sus quehaceres, en lugar de pasarse el día sentada sin hacer nada en medio de un regio esplendor. Le entregó a la señora Polkshank la lista de la compra y un pequeño monedero tintineante y se dispuso a salir de la cocina para ver a la tía abuela Prudence. La señora Polkshank cogió la lista y el monedero, pero pareció desconcertada. —¿Qué pasa? ¿Es que no va a protestar por el precio del pan y la carne? Elizabeth se detuvo y se dio la vuelta. —Hoy no, señora Polkshank. —Le lanzó una sonrisa radiante y empezó a subir las escaleras hacia el salón. Encontró a la tía abuela Prudente en su butaca preferida, colocada entre la chimenea y la ventana que daba a Berkeley Square. Estaba completamente despierta. Tenía sobre el regazo un librito que intentó esconder entre su pierna y el brazo del sillón al entrar ella en la habitación. Le lanzó a Elizabeth una sonrisa dientuda mientras su mano temblorosa luchaba por ocultar por completo el libro. —En casa se rumorea que vas a asistir a la cena de sir Henry Halford —dijo la anciana. Elizabeth acercó una silla y se sentó junto a su tía abuela.
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—Sí, entre otros invitados… incluido mi príncipe. —Levantó los labios en una sonrisa recatada. —¿Qué te parece sir Henry, ese baronet con el espinazo de una anguila? Elizabeth se echó a reír. —Santo cielo, ¿dónde has oído que se diga eso de él? —Se lo oí decir a un colega de tu padre, otro cirujano del rey. Wardrop, se llamaba —repuso Prudence—. Fue hace años, claro. Pero no se fiaba de él, y sólo lo he mencionado porque tal vez tú tampoco debas hacerlo, niña. —Te aseguro que no he tenido ocasión de fiarme de sir Henry, ni tampoco de desconfiar de él. —¡Qué cosas se le ocurrían a su tía!—. ¿Qué tal te sientes hoy, querida? Tienes un aspecto estupendo. —Todo lo bien que puede sentirse una a mis años, imagino. Elizabeth introdujo la mano entre la anciana y el brazo de la butaca y sacó el libro que su tía abuela había puesto allí. —Veo que has estado leyendo. —Empezó a abrir el libro, pero su tía la agarró de la mano. —Cherie me ha traído el Times esta mañana. También he leído eso. Según el periódico, Liverpool y el Parlamento apoyan la boda entre la princesa y tu príncipe. Elizabeth dejó el libro sobre su regazo y miró hacia la ventana. —Eso no tiene importancia. —Sí, claro que la tiene, y mucha. La princesa y él sólo necesitan el consentimiento de esa gárgola de Prinny. —Clavó uno de sus huesudos dedos en la rodilla de Elizabeth para recalcar sus palabras. —No se casará con ella —insistió Elizabeth. —Sí, lo hará. Es su deber para con su país. Elizabeth estaba perpleja. —¿Por qué hablas de su deber? —Porque así son los hombres, sobre todo los que tienen formación militar. Siempre es así. —La tía abuela Prudence se inclinó hacia delante y tocó con el dedo el librito que Elizabeth tenía sobre el regazo—. Ábrelo. Dentro hay una tarjeta. Elizabeth no estaba segura de adónde quería ir a parar Prudence, pero hizo lo que le pedía y abrió el libro. En el centro encontró una invitación y un capullo de rosa seco y descolorido. Miró a Prudence, que estaba muy seria. —No entiendo. Bajó los ojos hacia la tarjeta amarillenta que tenía en la mano y empezó a leer. Era una invitación a un desayuno de boda para celebrar el enlace de la señorita Prudence Smythe y el honorable señor Clarence Winks. Levantó los ojos para mirar a su tía, esperando una explicación. Los ojos desvaídos de Prudence se habían llenado de lágrimas, pero ni una sola de ellas llegó a rebasar sus pestañas. —Él se fue a la guerra ese verano. Era su deber, me dijo. Exactamente un año después lo mataron en la batalla de Quebec, junto a todos sus hombres y al propio general Wolfe. Elizabeth sintió que las lágrimas afluían a sus ojos. —¿Y desde entonces…?
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—He estado sola, sí. —Forzó una sonrisa animosa—. Es decir, hasta que tus hermanas y tú vinisteis a vivir conmigo. —Apretó la mano de Elizabeth lo mejor que pudo—. Lo que quiero que entiendas es que aunque nuestros hombres nos amen con todo su corazón, cuando se trata de elegir entre el amor y el deber para con su país, el honor siempre los empuja a decantarse por el deber. Elizabeth sintió que su corazón se encogía dolorosamente. En un instante, antes de que se disolviera en lágrimas, dejó la tarjeta y la rosa entre las páginas del libro con todo cuidado y se lo devolvió a su tía abuela. —Gracias por contármelo —comenzó a decir con voz quebradiza—, pero he de creer que al final estaremos juntos. No podría soportar vivir sin él. No podría, es así de sencillo.
Curzon Street Residencia de sir Henry Halford La cena que había planeado sir Henry era mucho más íntima de lo que esperaba Elizabeth. No había presente ningún miembro del Colegio Real de Médicos, como les había dicho a Gallantine y a ella cuando les invitó en Almack's. Y nadie, salvo quizás el propio sir Henry y posiblemente también el señor Manton, su protegido, parecía contento con el orden de los asientos. Lord Gallantine se hallaba sentado a un extremo de la gran mesa rectangular, lo cual parecía fastidiarle inmensamente porque desde allí no podía oír a sir Henry, que estaba sentado al otro extremo. Elizabeth ocupaba una silla entre Whitevale, el primo del príncipe, y el señor Manton, mientras que Sumner y lady Upperton estaban uno enfrente del otro. —No es ningún secreto, señorita Royle, que corre el rumor entre la buena sociedad de que sus hermanas y usted podrían ser hijas ilegítimas del príncipe de Gales y de Maria Fitzherbert. Elizabeth estuvo a punto de dar un respingo en su silla. Sir Henry parecía ignorar que estaba tildándola de bastarda en la mesa de la cena. —Son muchos los que sostienen que Prinny y la señora Fitzherbert se casaron, sir Henry. —Lord Gallantine apretó con tanta fuerza el cuchillo que la sangre pareció abandonar su mano—. Algunos incluso han visto pruebas materiales de esa unión. Elizabeth forzó una sonrisa. —Usted conocía a mi padre, sir Henry. Fue médico del rey, como usted. —Sí, sí, pero esa historia… —insistió sir Henry—. ¿Qué pruebas hay que la demuestren? Se rumorea que Royle tenía evidencias de algún tipo al respecto. La expresión de lady Upperton no ofrecía dudas de que le desagradaba el rumbo que estaba tomando la conversación. —Sir Henry, por favor, piense en las implicaciones de sus preguntas. La señorita Royle es una invitada en su casa esta noche.
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Sir Henry hizo una mueca y a continuación hizo aflorar a sus labios una sonrisa resbaladiza y untuosa. —Le pido perdón, señorita Royle. A la gente le gustan las buenas historias, ciertas o no. —Sí, en efecto, sir Henry —respondió Sumner—. Pero creo que hablo por la mayoría de los presentes si digo que los chismorreos no deberían tener cabida entre personas cultivadas. Sir Henry palideció ligeramente; luego su expresión cambió de pronto. —Yo, por mi parte, prefiero las buenas historias de aventuras. —Miró a Elizabeth súbitamente—. ¿Le apetece un poco de sal, señorita Royle? — preguntó. La expectación hizo temblar su velluda ceja izquierda. —No, gracias —contestó Elizabeth, pensando que nunca, en toda su vida, un anfitrión le había sugerido que pusiera sal a su comida. —¿Está segura? —Sí, desde luego. —Fue entonces cuando Elizabeth notó que, a diferencia de los demás saleros de plata de los invitados, el suyo era blanco y, aunque redondo, su forma no era perfecta. La mirada de sir Henry, fija todavía en ella, la puso nerviosa. Por fin, cuando parecía que, si no probaba la sal, él no dejaría de mirarla, levantó la mano para coger la cucharilla del salero. El señor Manton alargó la mano rápidamente y cogió la suya. Luego apretó suavemente su palma sobre la mesa. —Por favor, no lo haga, señorita Royle. Elizabeth vio que Sumner erguía la espalda y arrugaba el ceño en cuanto Manton la tocó. Pensó por un instante que iba a abalanzarse sobre él, pero no hizo nada más. Ella se volvió y miró a Manton inquisitivamente. Sir Henry se echó a reír estentóreamente. —Vamos, vamos, Manton, me está arruinando la diversión. —Si continuaba usted, señor, creo que la señorita Royle no habría podido dormir en toda la noche —contestó éste severamente. —Oh, lo dudo. Nuestra señorita Royle tuvo la valentía de intentar salvar la vida del príncipe. —Se inclinó hacia delante y pareció dirigirse en exclusiva a Elizabeth—. Dudo mucho que le dé miedo tocar un hueso. —¿Un hueso? —Elizabeth miró el salero—. ¿Eso es…? Cielo santo, no puede ser. —Miró a sir Henry—. ¿Es una… vértebra? Las cejas de sir Henry formaron una colina peluda. —Es la digna hija de Royle, ¿no es cierto, Manton? Tiene buen ojo clínico. En efecto, lo es, señorita Royle. Una vértebra cervical humana. —¡Por Dios santo! —chilló lady Upperton, tapándose la boca con las manos—. ¿Se puede saber por qué ha puesto eso en la mesa y delante de nuestra joven Elizabeth? Sir Henry bajó la voz hasta casi un susurro. —Porque sospechaba que lo que estoy a punto de revelarles la fascinaría. Pero deben jurar no contarle mi secreto a nadie. —Recorrió la mesa con la mirada, esperando a que cada uno de los invitados asintiera con la cabeza, cosa que hicieron todos, salvo uno. Sumner se limitó a hacer girar los ojos, lo cual pareció bastarle a sir Henry, que miró al señor Manton y le indicó que empezara. Manton suspiró, molesto.
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—En 1649, Carlos I fue decapitado y enterrado en la misma cripta que el gran Enrique VIII. Los féretros, sin embargo, se perdieron… hasta hace dos años, cuando fueron redescubiertos y el príncipe de Gales pidió que se hiciera una autopsia para confirmar la identidad de los esqueletos. Las autopsias las hizo sir Henry. —Manton exhaló un suspiro. Cerró el puño sobre la mesa. Su mano empezó a temblar—. Concluya usted mismo el relato, señor. No quisiera ser yo quien horrorice a las señoras. —Muy bien, si es incapaz de continuar. —Sir Henry lo miró con enojo —. Quiso la suerte que me quedara a solas con los restos largo rato, antes de que volvieran a sellarse los ataúdes. Pude confirmar sus identidades… pero también pude sustraer secretamente un único hueso. En pago por mis servicios, si quieren. —Señaló el salero con la nariz—. La vértebra cervical de Carlos I, que, como ustedes mismos pueden ver, el hacha seccionó limpiamente. Lady Upperton se puso muy pálida y empezó a abanicarse frenéticamente con su servilleta. —Como salero es precioso, ¿no le parece, señorita Royle? —Sir Henry le sonrió. Lady Upperton empezó a pestañear; parecía a punto de poner los ojos en blanco. De pronto se tambaleó y cayó hacia delante, golpeando con la frente el borde de la mesa. Elizabeth se levantó de un salto y pasó corriendo junto a lord Gallantine para llegar hasta ella. Cuando llegó a su lado, Sumner ya estaba levantando en brazos la menuda figura de lady Upperton, que seguía inconsciente. —Voy a llevarla al salón para que descanse en el sofá, si es posible — dijo. Sin esperar respuesta, salió enérgicamente del comedor con Elizabeth tras él. Ella se había arrodillado junto a lady Upperton cuando, un momento después, el señor Manton entró apresuradamente en el salón llevando en la mano una servilleta mojada. Elizabeth se apartó para dejar que el joven médico viera a lady Upperton. El señor Manton la examinó rápidamente y suspiró, aliviado. —No hay por qué preocuparse, señorita Royle. Sólo se ha desmayado —dijo en tono tranquilizador. —Entonces, se recuperará pronto. —Miró con preocupación al señor Manton. —Sí, sí. He visto a sir Henry provocar este mismo efecto en otras damas al menos una docena de veces. Le he aconsejado que no lo haga una y otra vez. Con un poco de vinagre se espabilará del todo. Voy a buscarlo ahora mismo. —Dicho esto salió rápidamente del salón, dejando a Elizabeth y a Sumner junto a lady Upperton. En cuanto se marchó, éste le tendió los brazos a Elizabeth. —¿Podrás reunirte conmigo en el Serpentine mañana al atardecer? Donde nos encontramos con mi primo y la princesa. Ya conoces el lugar. Tenemos que hablar. Elizabeth asintió con fervor. —Sí, pero ¿por qué…? Sumner la estrechó entre sus brazos y la besó con una desesperación cargada de anhelo.
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De pronto oyeron al otro lado de la puerta un tintineo y el ruido de algo rodando por el suelo. Un momento después, Manton entró en la habitación con un frasquito de vinagre en las manos. —Disculpen mi tardanza. El frasco se me ha caído al suelo y ha rodado debajo de una mesa. Pero no se ha roto. Lady Upperton tenía los ojos medio abiertos, pero una oleada o dos del olor penetrante del vinagre bastaron para reanimarla inmediatamente. —Aparte eso, por favor —le espetó, dando un manotazo al frasco de Manton. —Sí, lady Upperton, pero, por favor, no se quite el paño de la frente hasta dentro de un rato —le aconsejó—. Le va a salir un pequeño chichón. Nada preocupante. Me temo que se ha golpeado con el canto de la mesa. Ella miró a Elizabeth. —Eres un cielo. Ve a buscar a Gallantine, ¿quieres? Me temo que me duele la cabeza y quiero volver a casa. Vendrás conmigo en el carruaje, ¿verdad, cariño? —Claro, lady Upperton, estoy segura de que mañana por la tarde, o incluso antes, estará como nueva. —Elizabeth le lanzó a Sumner una rápida sonrisa e inclinó un poco la cabeza—. Informaré a lord Gallantine de nuestro cambio de planes para esta noche. Discúlpenme, por favor, Alteza, señor Manton. —Le hizo una reverencia a cada uno y volvió a toda prisa al comedor. Intentó ocultar la sonrisa confiada que tiraba de sus labios cuando se excusó ante sir Henry e informó a lord Gallantine de que iban a marcharse de Curzon Street antes de lo previsto. Más difícil le resultó disimular su alegría cuando el carruaje las llevó a casa, pues la habilidad de lady Upperton para interpretar una expresión sólo podía compararse con la de lord Lotharian. Aun así, la señora seguía teniendo los nervios deshechos tras la espeluznante bufonada de sir Henry, y no pareció darse cuenta de que el ánimo de Elizabeth había cambiado por completo. Pero así era. Porque, tras el apasionado beso de Sumner, Elizabeth sabía que, la noche siguiente, ante las relucientes aguas del Serpentine, le diría que eso sólo se debía a una cosa: a su amor compartido.
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Capítulo 14 Rotten Row Hyde Park —Esto es una insensatez, Leopold. —Sumner acercó su caballo al del príncipe mientras avanzaban por Rotten Row entre la densa niebla. Era como si las nubes hubieran bajado del cielo para aposentarse fantasmalmente sobre el camino—. Podrían pillarnos desprevenidos con toda facilidad. —No puedo seguir encerrado —respondió el príncipe tajantemente—. Aparte de sentarme en el salón de sir Henry, salir a montar a esta hora tan temprana entre esta apestosa bruma gris es posiblemente lo menos peligroso que puedo hacer. Si no podemos ver acercarse a nadie, dudo que a nosotros nos vean. —Pero pueden oírnos. Estás a punto de cerrar el acuerdo matrimonial. ¿Para qué arriesgarlo todo innecesariamente aventurándote a salir de casa? —Sumner sabía que su voz desvelaba claramente su enojo con Leopold, y no intentaba ocultarlo. Él había detenido el curso de su vida mientras Leopold movía los hilos de la diplomacia para asegurar su boda con una mujer a la que no amaba. —No soporto vivir como un prisionero mientras esté en Londres. —Entonces volvamos a París. —Sumner sabía que era mucho pedir que Leopold se marchara antes de que el príncipe de Gales diera su consentimiento, formal o no, pero tenía que intentarlo—. En París serás libre de deambular por las calles y al mismo tiempo podrás seguir este asunto de cerca a través de despachos. —No puedo, porque no hay nada resuelto. ¡Nada! —Leopold se quedó callado unos segundos; estaba visiblemente nervioso y respiraba con esfuerzo—. He reservado un palco en el teatro de Drury Lane para esta noche —dijo por fin hoscamente—. Y vamos a ir. No quiero oír ni una queja al respecto. Hablaba con voz firme y decidida. No estaba sugiriendo que fueran al teatro. Ya lo había arreglado. —¿Esta noche? —Sumner se tensó—. No puedes hablar en serio. —Sí, esta noche. —El príncipe hablaba con una determinación que él no le había visto nunca, salvo en el calor de la batalla—. Soy consciente de lo que eso supone para mi seguridad. Pero he de ir. Charlotte también estará allí. No tengo elección. —No puedes aparecer en público con la princesa. Es demasiado peligroso. —Y lo era, pero no era ése el único motivo por el que Sumner no quería ir al teatro esa noche. Se había pasado la noche anterior armándose de valor y ensayando para la ingrata tarea de tener que confesarle a Elizabeth esa tarde quién era en realidad.
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Era cierto que Leopold seguía necesitando protección; eso no había cambiado, como no habían cambiado su sentido del deber o la lealtad que le profesaba al príncipe. Tampoco había cambiado la necesidad de que Elizabeth confiara en él y creyera con todo su corazón que volvería a buscarla, a pesar de que todo indicara lo contrario. Pero para que ella confiara en él hasta ese extremo, él debía confiar primero en ella y confesarle que no era el príncipe Leopold, sino su primo, que había jurado protegerlo a toda costa durante la campaña, cada vez más peligrosa, por asegurar la unión matrimonial entre Inglaterra y Sajonia-Coburgo. Había necesitado mucho tiempo, pero al final había llegado a la conclusión de que, si Elizabeth conocía su verdadera identidad, tal vez no se le rompiera el corazón cada vez que el Times informara de algún progreso en el idilio entre el príncipe Leopold y la princesa Charlotte. Y quizás así entendería que el príncipe regresaría pronto a París… pero que él volvería en su busca. Tal y como le había prometido. —Me doy cuenta del peligro. Charlotte no verá la función conmigo, pero estará oculta en un palco vecino desde el que podré verla. Cambiaré con ella melancólicas miradas de anhelo. Nada más. —Estás arriesgando mucho para no obtener ninguna ganancia. — Sumner se enojó al pensar que el príncipe y la princesa fueran a mirarse con arrobo, poniendo en riesgo la vida de Leopold. —La ganancia será grande, si me salgo con la mía. —Leopold espoleó a su caballo para que acelerara el trote—. Tengo intención de provocar a Charlotte para que se enfrente con su padre por la cuestión de su matrimonio. Sumner puso su caballo al paso del de su primo. —¿Crees prudente hacerlo tan pronto? —No puedo esperar más. No estoy ciego: sé que la princesa Charlotte está completamente enamorada de mí… lo mismo que lo ha estado de otros estos últimos años. Debo aprovechar la pasión que siente por mí ahora, antes de que se disipe. Sumner guardó silencio. Leopold tiró de sus riendas. Su caballo se frenó y la brida tintineó cuando el príncipe le hizo detenerse bruscamente. —Tú eres como un hermano para mí, primo. Soy consciente de lo que te estoy pidiendo. Tu vida corre peligro cuando te haces pasar por el príncipe Leopold. —Y sin embargo me pides que lo haga. —Sí. —Leopold miró la tierra húmeda del camino—. Napoleón saqueó Sajonia-Coburgo porque nos faltaba fuerza y poder para defenderlo. Mi boda con la princesa Charlotte unirá a nuestras familias, y SajoniaCoburgo jamás volverá a ser demasiado pequeña, ni estará incapacitada para defenderse. No te pido que hagas esto porque seas mi primo, sangre de mi sangre. Te lo pido porque nadie puede hacerse pasar por mí tan bien como tú. Te lo pido porque confío, sobre todo, en que cumplas con tu deber para con Sajonia-Coburgo. Eres un soldado, un compañero de armas. —Conozco mi deber.
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—Lo sé. —La niebla se está levantando. Deberíamos regresar a Curzon Street —le dijo a Leopold con enérgica frialdad, como si le diera una orden—. Si vamos a ir al teatro esta noche, debo hacer recuento de todas las posibles contingencias y prepararme. Mientras volvían grupas, Sumner notó que Leopold sonreía. —¿Hay algo más que deba saber sobre esta noche? —Oh, sí, una cosa más. —Leopold levantó las cejas con expresión candorosa—. He reservado anónimamente el palco de nuestra izquierda para lady Upperton, la señorita Royle y lord Gallantine, aunque tuve la precaución de pedirle a Mercer que fuera ella quien los invitara. Sumner se quedó mirándolo. —No habrás hecho eso. —Pensaba que querrías saberlo. Por las posibles contingencias, ya sabes. —Leopold se echó a reír; luego espoleó a su caballo y enfiló Rotten Row al galope. Berkeley Square —Lady Upperton, no puedo ir al teatro con usted y los Viejos Libertinos esta noche. —Elizabeth se paseaba por el salón con los brazos cruzados, estrechándose con fuerza—. Debo rehusar la invitación. Tengo otro compromiso. —Bueno, paloma, a menos que me des una explicación justa y razonable de por qué has de rehusar esta invitación, me temo que tendrás que romper tu compromiso —le advirtió lady Upperton—. Es nada menos que la señorita Margaret Mercer Elphinstone quien nos ha invitado y ha reservado un palco para nosotros en la función de esta noche. ¿No crees que cabe dentro de lo posible que no sea ella quien de veras quiere que asistas a la representación, sino más bien la princesa, que te está ofreciendo generosamente una rama de olivo? Elizabeth se giró y miró con expresión crítica a su protectora. —¿Ésa es la conclusión a la que ha llegado? Me había dicho que la tarjeta no iba firmada. —Y así es. Pero cuando he mandado a mi lacayo a preguntar por el titular del palco, he sido informada de que la suscriptora es la señorita Elphinstone. —Mercer es un cielo. —Elizabeth descruzó los brazos—. Habrá mandado la invitación porque lamenta cómo me despidió la princesa, cuando en realidad lo que pasó no fue en absoluto culpa mía. —Sí, ésa podría ser la explicación, si no fuera por una cosa: la tarjeta decía que tanto el príncipe Leopold como la princesa Charlotte asistirán a la función. —Lady Upperton balanceaba sus cortas piernas desde el borde del sofá. Elizabeth dejó de pasearse. —¿El príncipe Leopold estará en el teatro de Drury Lane esta noche? ¿No en el Serpentine, donde me pidió que me reuniera con él? —Sí, el príncipe, y también la princesa Charlotte. ¿Es que no he hablado con claridad, niña?
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Elizabeth miró a lady Upperton. ¿Qué significaba aquello? ¿Había cambiado Sumner de opinión respecto a ella, o simplemente le había sido imposible zafarse de una invitación al teatro procedente de la princesa? Elizabeth se mordió el labio inferior, llena de nerviosismo. En cualquier caso, Mercer se había tomado la molestia de comentar que el príncipe y la princesa asistirían a la representación. Tal vez se lo había pedido Sumner, para hacerle entender que no podría reunirse con ella en el Serpentine, como estaba previsto. Era posible. Y tenía que aferrarse a esa posibilidad. —Muy bien, entonces, lady Upperton —dijo, más calmada—. Esta noche iré encantada con ustedes al teatro. Y mientras estuviera allí, haría todo lo posible por hablar con Sumner. Encontraría algún modo, aunque muriera en el intento. Teatro de Drury Lane Elizabeth se inclinó hacia delante en el asiento y miró lo mejor que pudo la hilera de palcos privados. La luz tenue de las lámparas hacía casi imposible distinguir las caras de la gente. Su príncipe, ataviado con uniforme de gala, destacaría, debido a su considerable altura, entre las olas de caballeros vestidos todos con chaqué negro y almidonadas corbatas blancas. Pero Elizabeth no lo veía por ninguna parte. Se arrimó a lord Lotharian, que nunca perdía detalle. —¿Ha visto a la princesa… o al príncipe? La obra está a punto de empezar y no he visto llegar a sus séquitos. —Ni los verás, hasta que empiece la función. —Lotharian señaló dos grandes palcos vacíos que había a corta distancia de allí—. Sin duda se sentarán allí, o quizás en el palco de al lado. Es una precaución de seguridad, nada más, así que no te hagas ilusiones. —¿Hacerme ilusiones? —Elizabeth arrugó la nariz—. No sé a qué se refiere. —A que la princesa Charlotte no aparezca. Sé que verla aquí, y especialmente en compañía del príncipe, será muy duro para ti. —Me importa un bledo si la princesa disfruta o no de la función de esta noche. Lo único que me interesa es que asista el príncipe. —Elizabeth puso su mano enguantada sobre la barandilla y miró las filas llenas de gente de la platea. Dejó luego que su mirada se deslizara lentamente hacia el palco situado justo a la derecha del suyo—. ¡Ay, Dios! —susurró con aspereza—. Está ahí. Lady Upperton se agarró a la barandilla con ambas manos y se levantó del asiento para mirar más allá de Elizabeth. —¿Quién, querida? —Sir Henry. Se está sentando. —¿Quién has dicho? No te oigo, niña. —Lady Upperton se inclinó sobre la barandilla. —Chist. Sir Henry. —Elizabeth ladeó la cabeza hacia la derecha—. Ahí. —Querida, nadie puede oír lo que dices, y yo menos aún. Hay demasiado jaleo. —Lady Upperton levantó sus gemelos de madreperla y
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miró hacia el lugar que señalaba Elizabeth—. Ah, sí, y está con ese encanto del señor Manton. Ese joven tiene un corazón de oro. —Lady Upperton agarró a Elizabeth de la muñeca—. ¿Te he dicho que el señor Manton envió una nota avisándonos de que vendría esta noche? —No. —Elizabeth hizo una mueca—. Estoy segura de que me acordaría, si me lo hubieras dicho. —En su tarjeta preguntaba si podía pasarse por casa antes de la función para asegurarse de que estaba bien después del incidente con ese… horrible salero de hueso. Elizabeth se volvió en el banco para mirar a su protectora. —¿Y se pasó por allí? Sin duda sir Henry no se habrá atrevido a poner un pie en su casa. —No, ni el señor Manton tampoco. No hacía falta. Les envié una nota diciéndoles que estaríamos aquí. Es una lástima que sir Henry también haya venido esta noche, pero ya me imaginaba que vendría. —Sacó de su bolsito de cuentas un paño doblado y se lo pasó a Elizabeth—. ¿Te importaría devolverle esta servilleta a sir Henry en el intermedio? No soporto tener nada que ver con ese hombre, y esa servilleta me recuerda la cena y sus untuosas maneras. Elizabeth no tenía ningún deseo de conversar con sir Henry, pero tenía que reconocer que la noche anterior lady Upperton se había llevado la peor parte, de modo que accedió a su petición y dejó la servilleta sobre su regazo hasta que llegara el intermedio. La orquesta empezó a tocar en el foso y Edmund Keane salió a escena entre el rugido ensordecedor de los aplausos. Elizabeth volvió la cabeza hacia la derecha y vio que, tal y como había augurado Lotharian, el príncipe y Whitevale, su primo, entraban en el palco contiguo y tomaban asiento delante de sir Henry y el señor Manton. Se inclinó hacia delante para ver al príncipe más allá de lord Lotharian. Justo en ese momento, Sumner, tan apuesto con su chaqueta azul oscura y su banda celeste que Elizabeth sintió que se le henchía el corazón, se llevó la mano a los labios fingiendo que tosía y volvió la mano hacia ella. Dos capullos carmesíes florecieron en sus mejillas, y bajó los ojos recatadamente. Cuando levantó la vista, el señor Manton la estaba observando. Él le dedicó una cálida sonrisa a la que ella correspondió inclinando educadamente la cabeza antes de fijar la mirada de nuevo en su apuesto Sumner. Sólo un minuto después, la princesa Charlotte, Mercer y varias mujeres más (a las que Elizabeth supuso tías de Charlotte) entraron en el palco situado a la derecha del que ocupaba el príncipe. La princesa tomó asiento en una mullida butaca, obviamente colocada allí para su uso, se inclinó luego hacia delante y le sonrió al príncipe, que no le hizo ningún caso. Elizabeth estaba eufórica. El beso que él le había enviado tocándose los labios (a ella, no a la princesa Charlotte) se lo había dicho todo. Sumner no quería deshacerse de ella para casarse con la princesa. Sencillamente, la invitación al teatro había hecho imposible que se encontraran en el Serpentine. La indiferencia que demostraba hacia las
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atenciones de Charlotte, sentada en el palco contiguo, dejaban claro que había tomado una decisión. Y la había elegido a ella. El corazón de Elizabeth comenzó a danzar. Estaba deseando hablar con él. Qué caramba, hasta por rozarse con él accidentalmente valdría la pena soportar la dichosa función. La obra pareció durar una eternidad, y aunque el público disfrutaba de la expresiva actuación de Keane, Elizabeth esperaba con impaciencia el intermedio. Estuvo un rato toqueteando la servilleta de sir Henry que tenía en el regazo y luego, aburrida, la desdobló y se puso a doblarla otra vez. Notó en una esquina, con la yema del dedo enguantado, un pequeño bulto. Levantó la mirada para ver si la princesa Charlotte la estaba observando. Ésta había apoyado los brazos sobre la barandilla, se había vuelto por completo hacia el palco del príncipe y sonreía embobada. Su devoción hacia él saltaba a la vista. Elizabeth pasó distraídamente el dedo por la protuberancia de la servilleta y levantó los ojos hacia el escenario. No se atrevía a hacer algo tan grosero como acercarse la servilleta a los ojos para ver qué es lo que estaba palpando, sobre todo si la invitación al palco era, en efecto, el modo en que la princesa Charlotte le pedía disculpas. Se quitó discretamente el guante y siguió con la yema de un dedo el contorno del bordado. Palpó dos conjuntos de líneas paralelas que se cruzaban. Y entonces cayó en la cuenta. Eran dos haches, una de ellas puesta en horizontal para cruzarse con la otra. La insignia de sir Henry Halford, pulcramente bordada en la esquina de la servilleta blanca. Tenía perfecto sentido. De pronto el teatro se llenó de aplausos y cayó el telón. El intermedio, al fin. Y lady Upperton le había procurado la excusa perfecta para entrar en el palco del príncipe: devolverle a sir Henry su servilleta bordada. Consciente de la cercanía de Elizabeth, Sumner sintió vibrar su cuerpo. Se había arriesgado a hacérselo saber enviándole un beso. Pero suponía que nadie habría sabido interpretar aquel gesto, en caso de estar observándole. No obstante, mientras la princesa Charlotte estuviera tan cerca de Leopold, tendría que evitar cualquier otro contacto con Elizabeth. Desde el momento en que había llegado Charlotte, los miembros y ministros del Parlamento habían empezado a removerse en sus asientos y a inclinarse desde sus palcos para ver a los príncipes. Sumner notaba sus miradas ávidas, al acecho de cualquier indicio que confirmara las noticias de los periódicos y las ingeniosas caricaturas de su secreto y principesco idilio. Sumner no pensaba dar pábulo a chismorreos. Y menos aún desconociendo Elizabeth su verdadera identidad. La veía por el rabillo del ojo, observándole. Sabía, además, que no podía siquiera mirar a la princesa sin lastimar a Elizabeth. No podía permitirse prolongar aquello por más tiempo. Sabía que debía confesarle quién era cuanto antes. Lo habría hecho esa misma
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noche, si Leopold no hubiera necesitado un príncipe falso que ocupara su lugar vestido de gala. Sentado a su lado, Leopold miraba lastimeramente a la princesa de cuando en cuando. Encarnaba tan bien el papel de amante melancólico que, de no haber sabido que el corazón de su primo no estaba en juego, Sumner se habría dejado engañar por su actuación. De pronto, los aplausos retumbaron dentro del teatro y él se levantó de inmediato, preguntándose cómo podía escabullirse para ver a Elizabeth aunque fuera sólo un momento sin llamar la atención de todo el público. Y entonces ella apareció en la puerta de su palco con un paño blanco en la mano. Le hizo una reverencia, mirándolo por entre sus densas pestañas al levantarse, con una sonrisa cómplice en los labios. Pero luego fijó su atención en sir Henry. —Sir Henry. —Hizo una rápida reverencia hacia el médico y después hacia su protegido, el señor Manton—. Lady Upperton desea que le devuelva esto. —Se volvió brevemente hacia el señor Manton—. Y darle las gracias, señor, por su ayuda y su interés. —Levantó el paño blanco, pero cuando sir Henry alargó la mano para recogerlo, ella lo retiró y lo miró más de cerca. —Es una… una cuadrícula. —Sus ojos se redondearon y levantó bruscamente la cabeza para mirar a sir Henry. Él sacudió la cabeza. —No, es mi insignia. Mis iniciales: una hache y otra tumbada de lado. Pero otras personas me han dicho que parece una cuadrícula. No es usted la primera. —Alargó de nuevo la mano para coger la servilleta. Sumner notó que Elizabeth temblaba ligeramente. Sin importarle quién los mirara, la cogió del brazo. Cuando ella lo miró, Sumner vio en sus ojos una inquietante mezcla de furia y miedo. —La cuadrícula —susurró ella—. Es la cuadrícula de los frascos. Fue él… Fue sir Henry. —¿Qué está usted diciendo, señorita Royle? —Sir Henry parecía alterado de pronto. —Permítame acompañarla de vuelta al palco de lady Upperton, señorita Royle —le dijo Sumner suavemente. Se encontró con los ojos severos de Leopold cuando se disponían a salir del palco, pero le sostuvo la mirada hasta obligarle a bajarla. Ignoraba qué había sobresaltado a Elizabeth, pero no iba a abandonarla cuando saltaba a la vista que necesitaba su apoyo. La sacó del palco sin perder un instante. Pero en lugar de llevarla junto a lady Upperton, como había prometido, la condujo por el pasillo, hasta detrás de la cortina roja que había en su extremo. —¿Por qué te has asustado? ¿Qué ha hecho sir Henry? Elizabeth intentó responder. Sus labios se movían, pero de su boca no salía ni una sola palabra. Sumner la estrechó contra su cuerpo y la abrazó con fuerza, acariciando su cabello cobrizo hasta que ella dejó de temblar. Sólo entonces la soltó. Cuando Elizabeth levantó la cabeza para mirarlo, en sus ojos brillaban lágrimas sin derramar.
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—La cuadrícula… era su marca —murmuró—. La he visto en dos frascos con la etiqueta «láudano». Fue él quien le dio el láudano a lady Jersey y a la reina. Él lo sabía. Estoy segura de que sabía lo que se proponían. Es probable que incluso les aconsejara sobre cómo administrárselo a Maria Fitzherbert. —Elizabeth, he oído las historias que rodean tu nacimiento… y que tus hermanas y tú podríais ser hijas del regente. Pero ésta es la primera vez que oigo hablar de la posible implicación de sir Henry. ¿Estás segura de ello? —Sí… y no. ¿Cómo voy a estar segura de nada de todo esto? Los frascos con la cuadrícula los dejó mi padre como pruebas para ayudar a resolver el misterio de nuestro origen. —Un escalofrío recorrió su espalda y su cuerpo tembló de nuevo de la cabeza a los pies—. Pero nunca podremos demostrarlo, nunca sabremos nada con certeza… salvo que el láudano pertenecía a sir Henry, uno de los cirujanos reales. Sumner puso tiernamente los dedos en su barbilla y levantó la boca de Elizabeth hacia la suya. Sus labios se movieron sobre los suyos con suavidad y ternura, transmitiéndole calma y sosiego. —Tu linaje no importa, Elizabeth. —Deslizó los dedos por sus mejillas para enjugar las lágrimas de sus ojos—. Huérfana o princesa real, lo mismo da. Te quiero —susurró—. Quería decírtelo… para que lo sepas. Ella contuvo el aliento y lo miró como si no estuviera segura de haber oído bien. —Te quiero —repitió él con voz clara y resonante. Los ojos de Elizabeth volvieron a inundarse de lágrimas. El sonido de los aplausos devolvió a Sumner al presente. —Ahora tienes que dejar de llorar, querida mía, porque hemos de volver a nuestros palcos. Elizabeth se rió entre lágrimas. —Es que soy tan feliz… Creía que… ¡Oh, no importa! —Se puso de puntillas y lo besó—. Yo también te quiero, Sumner. Se quitó un guante y se limpió las lágrimas de las mejillas; luego se volvió para marcharse. Miró hacia atrás un momento. —¿En el Serpentine, mañana, al atardecer? —Al atardecer. Allí estaré. —Sumner la agarró del brazo y, estrechándola contra su cuerpo, le dio un último y apasionado beso antes de soltarla por detrás de la cortina. Luego respiró hondo y salió, con cuidado de enderezar la banda que cruzaba todo su pecho. De pronto, algo golpeó su pecho y un dolor abrasador le traspasó por entero. Cayó al suelo, abrió los ojos y vio un cuchillo tirado junto a él. Cayó de espaldas y, mientas la oscuridad empezaba a adueñarse de su visión, vislumbró la silueta de un hombre que abría la cortina y se alejaba. —¡Elizabeth! —gritó débilmente. Elizabeth estaba frente a su palco, alisándose el pelo y el vestido antes de entrar, cuando le pareció oír que Sumner la llamaba. Entró en el palco y tomó asiento. Pero estaba inquieta. Inclinándose hacia delante, le buscó con la mirada. Pero él no apareció.
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Su primo le lanzó una mirada cargada de intención, a la que ella respondió negando con la cabeza. Whitevale se levantó de un salto de su asiento y salió corriendo del palco. Algo iba mal. ¿La había llamado Sumner de verdad? Elizabeth se levantó, salió bruscamente del palco y corrió por el pasillo. Cuando llegó al final, Whitevale tenía a Sumner en brazos. La sangre goteaba por las brillantes medallas sujetas a la guerrera y empezaba a saturar la banda azul de su pecho. —¡Traiga a sir Henry! —gritó Whitevale. —¿A sir Henry? Pero… —tartamudeó Elizabeth. —¡Necesita un médico! ¡Aprisa! Ella dio media vuelta, se recogió las faldas y corrió por el pasillo. El señor Manton estaba junto a la puerta del palco real. —¿Qué ocurre? ¿Puedo ayudar? —Sí, por favor. Al final del pasillo. El príncipe está herido. —Sin decir nada más, Elizabeth entró en el palco y agarró a sir Henry de la solapa—. Venga conmigo inmediatamente —le ordenó. Tiró con fuerza de él y sir Henry se levantó, pero no dio ni un paso más. —Señorita Royle, está usted dando un espectáculo —protestó. Un murmullo cundió entre el público, y hasta los actores que ocupaban el escenario se quedaron inmóviles, observando la escena que tenía lugar en el palco. —Venga conmigo enseguida. —Elizabeth intentó tirar de él. —Exijo que me diga por qué —respondió él en voz alta, sin duda para que le oyeran quienes le rodeaban. —¡Porque alguien ha intentado matar al príncipe Leopold! —gritó ella, sin importarle quién la oyera ni lo que pensaran de ella. Su príncipe necesitaba ayuda. La princesa Charlotte chilló en el palco contiguo y el público comenzó a rugir de pánico a medida que la noticia del atentado recorría el teatro. Sir Henry cedió al fin y acompañó a Elizabeth. Ella lo llevó a toda prisa por el pasillo en penumbra. Cuando llegaron junto a los demás, sir Henry se arrodilló al lado del príncipe. Elizabeth cogió la mano de Sumner antes de que sir Henry pudiera tocarlo y miró al médico fijamente a los ojos. —Haga usted lo que es debido, sir Henry. Sálvelo. Sálvelo.
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Capítulo 15 Berkeley Square Elizabeth se paseaba por el salón con una energía irrefrenable, sacudiendo la carta que sostenía ante ella. —Han pasado días y días, Anne, y lo único que tengo es esta carta de Whitevale diciéndome que el príncipe sobrevivirá. Nada más —dijo con voz trémula. Le ofreció la breve misiva a su hermana con un brusco ademán y se sentó en el sofá. Anne cogió la carta y se la acercó a los ojos. Luego se levantó y, siguiendo el ejemplo de Elizabeth, empezó a pasearse por la habitación. Cuando acabó de leer, dejó caer la mano a un lado. —Aquí dice que la cuchillada pudo ser mortal, pero que las medallas que llevaba en el pecho amortiguaron el golpe. La herida es grande, pero superficial. Su vida ya no corre peligro. —Arrugó la frente—. ¿Qué quieres decir con que esto es lo único que tienes? Es una excelente noticia. Tuvo mucha suerte, Elizabeth. Ella asintió, aturdida, y luego se cubrió los ojos con una mano temblorosa. Un sollozo escapó entre sus labios. —Va a recuperarse, Lizzy. ¡Ea! Deberías estar loca de alegría. —Anne se sentó en el sofá, a su lado—. ¿Por qué lloras así? —Por esto. —Alargó la mano y sacó de debajo de la mesita del té un periódico doblado—. Una fuente del Times asegura que los dos atentados contra la vida del príncipe Leopold fueron instigados por una facción del Parlamento que apoya el enlace entre la princesa Charlotte y Guillermo de Orange. —Miró a Anne—. Todo se reduce a intrigas políticas y ansias de poder, ¿verdad? —Me parece bastante obvio que a Inglaterra le conviene acordar un matrimonio lo más ventajoso posible para la princesa. Ese bobo de Guillermo siempre ha contado con fuertes apoyos. Eso hasta tú debes saberlo. Se dice que hasta el propio príncipe de Gales respaldaba la boda de la princesa Charlotte con el holandés. —Anne suspiró—. Me temo que Inglaterra no ganará mucho si la princesa Charlotte se casa con el príncipe Leopold. El príncipe, en cambio, tiene mucho que ganar. —Quieres decir que es su deber hacer un matrimonio ventajoso por el bien de Sajonia-Coburgo. —Elizabeth sollozó; no quería que su hermana confirmara lo que acababa de decir. —Yo no he dicho eso, pero tampoco puedo negarlo. —Anne la abrazó —. Lizzy, lamento tanto lo que ha pasado mientras estábamos de viaje… Volvimos de Brighton en cuanto vimos tu nombre impreso en el periódico. Puedes imaginar lo asustada que estaba pensando que a ti también te había pasado algo y que el periódico no informaba sobre ello debido a la elevada posición de los demás implicados.
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—Te conozco, Anne. Y me duele que te sintieras obligada a regresar de tu luna de miel por mi culpa. Me pediste que no persiguiera al príncipe. —Las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo—. Debería haber hecho caso de la esencia del consejo que me diste, en lugar de oír sólo su tono imperioso. Y ahora mira lo que le ha ocurrido al príncipe. Todo por mi culpa. Anne la agarró de los hombros y le hizo volverse para mirarla. —Lo que le ocurrió al príncipe no es culpa tuya. Elizabeth comenzó a sollozar con más fuerza. —Sí, lo es. No habría estado solo en la oscuridad si no hubiera sido por mí. —¿Qué estás diciendo, Lizzy? —Anne le apretó los hombros como si quisiera obligarla a contestar—. No entiendo lo que quieres decir. —Estuve con él sólo un momento antes de que ocurriera. Me estuvo tranquilizando, me besó, me dijo que me quería… —Se apoyó en el hombro de Anne para taparse los ojos—. Es todo culpa mía. —Lizzy… —Anne la apartó y fijó en ella una mirada cargada de preocupación—. Creo que debes contarme qué ha ocurrido en mi ausencia. Todo lo que ha pasado. Y así, durante las horas siguientes, mientras la tía abuela Prudence dormía profundamente en su sillón, Elizabeth se lo confesó todo a su hermana, desde lo sucedido en Almack's hasta lo ocurrido en el teatro de Drury Lane, pasando por Cranbourne Lodge y el sendero del río, por la odiosa cena en casa de sir Henry y por el hallazgo de la insignia del médico del rey. No se dejó nada, aunque mientras relataba los espantosos acontecimientos de los días anteriores y contemplaba la expresión cada vez más preocupada de Anne, deseó haber omitido una o dos cosas. Cuando concluyó, se sentía física y anímicamente agotada. Anne exhaló un largo suspiro entre sus labios fruncidos. —Yo… no sé qué decir, Lizzy. —Dime sólo qué he de hacer. Por favor —le suplicó Elizabeth. —No puedo. Por lo que me dices, el príncipe te quiere… pero también afirma que lo primero es su deber. —Anne apretó la mano de Elizabeth y se levantó—. La lógica me dice que debe casarse con la princesa si el padre de Charlotte consiente el enlace. Se trata del bien público. —Pero ¿qué te dice tu corazón? Anne esbozó una triste sonrisa. —Que a veces tus sueños se hacen realidad… y que este sueño merece un poco más de tiempo. Espérale, Lizzy. Habla con él. Sabrás qué hacer cuando llegue el momento de actuar. Unos minutos después, mientras miraba por la ventana, Elizabeth vio a su hermana salir a la calle y montar en el reluciente carruaje que la esperaba. Esperar, había dicho Anne. Ojalá fuera tan fácil. Tres días después, Elizabeth decidió que ya había esperado suficiente. Su paciencia se había agotado. A fin de cuentas, habían pasado dos semanas enteras y sin duda el príncipe ya podría recibir visitas. Se puso un vestido blanco de cambray, adornado en el bajo con tres
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volantes de encaje francés que se agitaban suavemente cuando caminaba, y se cubrió la cabeza con un sombrero de raso blanco, rematado con una pluma del mismo color y atado con una cinta azul celeste. No fue una coincidencia que el vestido que eligió diera una leve impresión de inocencia virginal propia de una novia, pero para amortiguar su efecto se echó sobre los hombros un manto de seda azul con lirios de suaves colores bordados en los extremos. Ese día la suerte parecía estar de su parte, pues un coche de punto dejó a un pasajero a menos de tres puertas de la casa de su tía abuela y pudo asegurarse los servicios del cochero sin arriesgarse a que siquiera una mota de polvo manchara su espléndido vestido. Al llegar a Curzon Street, le pidió al cochero que esperara, por si acaso el príncipe no podía recibirla. Pero cuando preguntó por el estado de Sumner en la puerta, el mayordomo de sir Henry la condujo directamente al salón para que aguardara allí. No fue, sin embargo, el príncipe quien salió a recibirla. Una larga sombra cayó sobre ella, y un mal presentimiento se apoderó de su ser. Era nada menos que sir Henry en persona. —Me alegra tanto que haya venido a vernos, señorita Royle —dijo, cruzando rápidamente el salón hacia ella. Elizabeth se envaró, comprendiendo demasiado tarde que no tenía escapatoria. Sir Henry estaba justo delante de ella, tan cerca que no podía levantarse. —Sir Henry… He venido a interesarme por la salud del príncipe. ¿Se encuentra bien? —La última vez que le vi, hace una semana, estaba muy bien. No había infección y la herida estaba cicatrizando perfectamente. Elizabeth miró al baronet parpadeando. —Disculpe, ¿ha dicho… hace una semana? —En efecto. —Sir Henry condescendió a apartarse al fin de ella, pero su cambio de postura no mejoró la situación, porque tomó asiento junto a ella, en el sofá—. Whitevale y él se instalaron hace poco en Carlton House. ¿No lo sabía? —Evidentemente, no, señor. Si no, no le habría molestado. — Elizabeth miró a su alrededor, buscando un modo de huir. —Me alegra que haya venido, señorita Royle, porque quería hablar con usted acerca de… de su padre y ciertos chismorreos inauditos que he oído últimamente. A Elizabeth se le encogió el estómago. Tenía que extraer del baronet toda la información que pudiera y luego irse lo antes posible. —¿Dice usted que el príncipe y Whitevale se han instalado en Carlton House? A instancias del príncipe de Gales, supongo. —Mi querida señorita Royle, entonces, ¿de veras no se ha enterado? —Sonrió con petulancia—. Inmediatamente después del atentado contra el príncipe, la princesa Charlotte le encargó al primer ministro que trasladara a su padre un ultimátum. —¿Un ultimátum… al príncipe regente? —Elizabeth no quería oír nada más, pero tenía que quedarse, por si acaso la noticia no era tan mala para su futuro como intuía.
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—Oh, sí. El riesgo que corrió la vida de Leopold la llenó de valor. Como sin duda usted comprenderá muy bien. Elizabeth intentó defenderse de su mirada, afilada como una daga. —Por favor, sir Henry, hábleme de ese ultimátum. —Muy bien, querida. Lord Liverpool debía informar a Prinny de que, según se creía, el atentado contra la vida del príncipe Leopold había sido instigado por quienes apoyan un enlace matrimonial entre su hija y Guillermo de Orange, una causa que el propio regente respaldaba abiertamente. Así pues, por consideración a la seguridad del príncipe Leopold, la princesa exigió al primer ministro que le comunicara a su padre que había elegido al príncipe como esposo. Si el príncipe regente rechazaba a su candidato, ella se negaría a aceptar a cualquier otro y permanecería soltera el resto de su vida. Elizabeth tragó saliva con dificultad. —¿Y cómo respondió el regente a ese… ultimátum? —Nadie lo sabe con certeza, claro está. Pero ordenó que el príncipe se trasladara a Carlton House hasta su regreso a París. —En un gesto lleno de audacia y grosería, dio unas palmaditas en la rodilla de Elizabeth, haciendo oídos sordos a su gritito de indignación—. Puede que lo hiciera para garantizar la seguridad del príncipe. O puede que simplemente deseara familiarizarse con el hombre que tal vez algún día llegue a casarse con su hija. En cualquier caso, el príncipe cuenta ahora con el interés del regente, ¿no le parece? Yo creo que es inevitable que se case con la princesa Charlotte. ¿No está de acuerdo, señorita Royle? Elizabeth se levantó de un salto del sofá con intención de marcharse inmediatamente. Pero él fue más rápido y la agarró de la muñeca. Elizabeth intentó desasirse. —Suélteme, sir Henry. —No me gustaría que se fuera tan pronto, mi querida señorita Royle, habiendo tantas cosas de las que hemos de hablar. —Yo no tengo nada que hablar con usted. —Elizabeth torció la muñeca, pero no logró que la soltara. —Ahí es donde disentimos. Tenemos mucho de que hablar… empezando por esos frascos de láudano que, según dijo, tenía su padre, y de su convicción de que yo tenía algo que ver con ellos. —Suéltela, señor. —El señor Manton estaba en la puerta—. La señorita desea marcharse. —Manton… No esperaba que volviera tan pronto. —Sir Henry soltó el brazo de Elizabeth y ella corrió hacia la puerta, de donde el señor Manton no se había movido. Éste levantó su muñeca y la examinó. —¿Está usted herida, señorita Royle? Ella sacudió la cabeza enérgicamente. —No, en absoluto. Pero tengo que… marcharme inmediatamente. —Por favor, permítame acompañarla a casa —dijo él con galantería. Elizabeth miró a sir Henry con aprensión antes de contestar. —Se lo agradezco de todo corazón, señor Manton, pero tengo un coche esperándome. Buenos días, señor Manton. —Le sonrió al joven, hizo una reverencia y desasió la mano que él sujetaba con delicadeza. Se volvió sin perder un instante, salió al vestíbulo y cruzó la puerta a todo
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correr, desentendiéndose por completo de sir Henry.
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Capítulo 16 Cuando salió a la calle, el coche, maldito fuera, no estaba por ninguna parte. Elizabeth no esperaba en realidad que estuviera allí, pero aquel comentario le había permitido librarse del señor Manton. Miró hacia la puerta y echó a andar rápidamente por la acera, antes de que el amable señor Manton saliera de nuevo en su auxilio; en aquel momento, no podía soportar que la mirara con aquella expresión compasiva. Ni podía regresar a casa, por la misma razón. Sencillamente, se desharía en lágrimas. El príncipe de Gales daría sin duda su bendición al matrimonio entre la princesa Charlotte y el príncipe Leopold. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no llegaron a caer. Anne la entendería. ¡Ojalá pudiera ir a verla! Pero la casa de su hermana en Cockspur Street estaba a un tiro de piedra de Warwick House, donde se alojaba la princesa Charlotte, y también de Carlton House, donde se había instalado el príncipe. Si iba a ver a Anne, no podría soportar ni por un segundo saber que el hombre al que amaba estaba a unos pasos de allí… posiblemente departiendo con el príncipe de Gales respecto a su enlace con la princesa. No podría soportarlo, sencillamente. Así pues, anduvo y anduvo, pasando por tiendas, plazas y prados de césped hasta que se encontró a las puertas de Hyde Park, más allá de las cuales se extendía el Serpentine. Se le saltaron las lágrimas al darse cuenta de adónde la había conducido su corazón atribulado. Al lugar donde Sumner y ella debían encontrarse la noche misma del aciago acontecimiento que había deshecho su vida para siempre. Se acercó despacio al puente y se quedó de pie junto a la barandilla del centro, mirando las profundidades del lago. Pensó en su tía abuela cuando era joven, cuando tenía exactamente su edad y el deber le robó a su marido. Prudence se lo había advertido. Le había dicho que, al final, para un hombre el deber era siempre lo primero. Debería haberle hecho caso a su tía, se dijo; así se habría ahorrado el dolor de perder al hombre al que amaba. Y debería haber escuchado a Anne, que no había podido negar que Leopold pudiera casarse algún día con la princesa Charlotte, impulsado por su sentido del deber para con Sajonia-Coburgo. Debería haberle hecho caso a Mercer, que le había dicho sin ambages que Charlotte se había decidido por el príncipe Leopold y pensaba casarse con él. Debería haber escuchado a la propia princesa Charlotte cuando regresó victoriosa tras asegurarse el apoyo del Parlamento para su boda con el príncipe Leopold.
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Pero no lo había hecho. Por el contrario, había hecho caso a sus sueños. Había escuchado a su corazón. ¿Y qué había conseguido? Hallarse allí, sola, mirando los acogedores remolinos del Serpentine. Pensó en la mañana, no muy lejana, en que se había caído al Támesis desde el sendero del río. Se acordó del agua fría cubriendo su cara y de cómo se iba difuminando el resplandor de su superficie mientras se hundía cada vez más en el lecho del río. Sólo que ahora, si se caía, Sumner no estaría allí para sacarla del agua. Una gruesa lágrima rodó por su mejilla y cayó desde su mandíbula a las olas de debajo del puente. Reflejó la luz al caer, y por un instante fugaz brilló como un diamante; después, se la tragó la negrura del Serpentine. Espera, Elizabeth. El sabio consejo de Anne se le vino de pronto a la cabeza. —Espera. —Lo oía ahora claramente. —Espera. —Las palabras salían de sus propios labios—. Volverá. Confía en él. Se apartó de la barandilla y se frotó las mejillas para enjugarse las lágrimas. Sumner le había dicho que la quería y que volvería a buscarla. Y ella le creía. A pesar de la lógica. A pesar de lo que dijeran los demás. A pesar del Parlamento… y hasta del príncipe de Gales. Creía en Sumner y en su promesa. Sí. Se agarró la falda y salió corriendo del puente. Sumner volvería a buscarla. Y cuando volviera, ella estaría esperándolo. Dos días más tarde Carlton House —¿Te encuentras lo bastante bien como para asistir a la fiesta, Sumner? —preguntó Leopold mientras el ayuda de cámara que le habían asignado cepillaba la espalda de su chaqueta. —Hace días que estoy bien, pero los guardias no me dejan salir del recinto; ni siquiera puedo enviar un mensaje a… a quien sea. —Sumner dejó que el ayuda de cámara abotonara su chaleco de raso azul, adornado con hilos de oro, y hasta que le ayudara a ponerse la chaqueta, como haría un príncipe. Pero cuando el sirviente comenzó a clavar fila tras fila de relucientes medallas en la pechera de su guerrera azul oscura, hizo una mueca de dolor, agarró la bandeja de plata llena de medallas que había sobre el tocador y la apartó. —Hoy estás un poco irritable, ¿no, primo? —Leopold se miró la elegante chaqueta y sonrió complacido al ver su distinguido reflejo—. No entiendo por qué. Conseguí hacerle llegar un mensaje a Mercer pidiéndole que se asegurara de que la señorita Royle asiste a la fiesta de hoy; que hiciera lo que fuera preciso para introducirla en el jardín de Carlton House. Los hombros de Sumner se tensaron incómodamente bajo su chaqueta.
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—No la quiero aquí hoy. —Pero si hace sólo un momento te estabas quejando de que no habías podido mandarle un mensaje. —Leopold se sentó en un banco tapizado y dejó que el peluquero peinara su cabello a la moda en torno a su cara—. He mandado a buscar a la señorita Royle porque pensaba que era lo que querías. —No la quiero en Carlton House porque no quiero que corra peligro si hay otro atentado. —Y porque no quieres que te vea bailar con la princesa Charlotte — añadió Leopold. —Sí, también por eso. —¿No le has dicho…? —Leopold miró a los numerosos ayudas de cámara, lacayos y ayudantes que había en la habitación y no acabó la frase. —No, no se lo he dicho. Pensaba explicárselo todo la noche en que cambiaron los planes y fuimos al teatro de Drury Lane. —Sumner encogió sus hombros ceñidos por la tela de cachemira. La dichosa chaqueta era demasiado estrecha. Apenas podía respirar—. Pero la fiesta de hoy tampoco es el lugar adecuado, ni el momento más propicio. —Primo, no puedes ignorar sin más a la señorita Royle. Va a asistir a la fiesta. —Leopold le puso la mano sobre el hombro. —He de hacerlo. —Cuando el peluquero se acercó a Sumner con su peine, el príncipe se apartó. Él se sentó en una silla y dejó de mala gana que el sirviente lo peinara al estilo de Leopold—. He de hacerlo, por su seguridad. —Es probable que, puesto que es el príncipe de Gales quien da la fiesta, y va a permitirnos bailar con la princesa Charlotte, los seguidores de Guillermo de Orange comprendan que su causa está perdida. Y creo que lo está, en efecto. El príncipe regente dará su consentimiento con el tiempo. Estoy seguro. —En otras palabras, tal vez no vuelvan a atentar contra mí. —Sí. —Pero quizá te equivoques. Si tú murieras, Leopold, todavía sería posible que Guillermo y Charlotte se casaran. —Sí, pero ahora que Prinny ha comprendido el ultimátum de Charlotte, no creo que mi augurio vaya desencaminado. —Leopold rodeó a Sumner examinando su atuendo—. Zapatos azules oscuros —le dijo al ayuda de cámara—, no negros. Es de día. ¿Qué saben los ingleses del buen vestir? Me gustaría saberlo. Sumner vislumbró la mirada de enfado que el ayuda de cámara le lanzó al verdadero príncipe Leopold y tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. Jardines de Carlton House A las tres en punto, Elizabeth y lady Upperton fueron conducidas al interior del frondoso jardín instantes antes de que llegaran el príncipe regente y la familia real. Bajo las ropas de Prinny se adivinaban claramente sus pliegues de
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grasa: el príncipe presentaba una estampa sobrecogedora sin su corsé. Aun así, le dio el brazo a la reina y condujo al resto de la familia real, incluida la princesa Charlotte, al interior del jardín. Mientras seguía el avance de la reina (la mujer que tal vez había entregado a las hermanas Royle a la muerte tras su nacimiento) por la pradera de césped, Elizabeth vio que lady Upperton la miraba con suspicacia. —Sé que esto es difícil para ti querida, pero por favor, no lo hagas aún más difícil pensando en el pasado remoto y en lo que pudo o no pudo ocurrir. —Lady Upperton alargó el brazo y apretó la mano de Elizabeth. —Creo que estaba deseando que llegara este día desde el momento en que recibí la invitación… hasta que ha llegado la reina. —Elizabeth ahuyentó de su cabeza la turbia imagen de la reina y de lady Jersey—. Pero voy a ver a Sumner, y el Destino se encargará del resto. Lady Upperton suspiró, desanimada, pero no insistió en que Elizabeth abandonara su sueño. —Estarás de acuerdo conmigo en que esto es precioso. —Sí, desde luego. —Elizabeth respiró hondo para recuperar fuerzas y enseguida se sintió más animada. El jardín de Carlton House era tan bello como extenso. Junto a los parterres de flores de brillantes colores se alzaban árboles enormes y lustrosos matorrales. Las damas iban engalanadas de la cabeza a los pies con plumas, diamantes y vestidos de fiesta, igual que si se hallaran en un salón de baile. Los caballeros llevaban ajustadas levitas, calzas blancas hasta la rodilla y zapatos de hebilla. Era un espectáculo digno de contemplarse. Aquí y allá se habían levantado carpas bajo las cuales podían encontrarse mesas con suntuosos manjares y bebidas. En un extremo del jardín se había reunido una orquesta, y el baile acababa de empezar sobre la pradera de césped. Elizabeth se puso de puntillas para buscar a Sumner, pero lady Upperton la agarró del brazo y le hizo volver a apoyar los pies firmemente en el suelo. —Está aquí, en alguna parte —masculló Elizabeth, hablando para sí—. Seguro que ha llegado antes que la familia real. Lady Upperton se llevó los impertinentes a los ojos. —Allí. Está delante de la orquesta. —Señaló sacudiendo un momento los anteojos de mango de marfil. Elizabeth distinguió enseguida a Sumner, y el aire abandonó sus pulmones. Llevaba del brazo a la princesa Charlotte, que, con la cabeza muy alta y erguida, dejó que la condujera al centro del salón de baile. Elizabeth puso a prueba su fuerza de voluntad, intentando apartar la mirada, pero no pudo quitar ojo a la pareja real mientras bailaba una alegre y enérgica danza escocesa. Mientras los observaba, sintió resquebrajarse su corazón: Sumner obsequiaba a la princesa Charlotte con aquella misma mirada irresistible que le había dedicado a ella, la mujer a la que decía amar, en el teatro de Drury Lane. —Es un invitado en la casa de su padre. Estoy segura de que por eso están bailando —comentó lady Upperton. Elizabeth se quedó callada, sin dejar de mirar cómo bailaban el
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príncipe y la princesa. Los invitados que ocupaban el perímetro del terreno de baile parecían cautivados por la escena que componía aquella apuesta pareja de príncipes bailando elegantemente en medio de un jardín paradisíaco. Era una estampa sacada directamente de un cuento de hadas. Pero para Elizabeth era una horrenda pesadilla. Empezaron a arderle los ojos y, sin haber derramado aún una sola lágrima, buscó un pañuelo en su bolsito. Pero antes de que pudiera sacarlo, lord Whitevale, el apuesto primo del príncipe, la cogió de la mano y, sin pedirle permiso, la condujo al terreno de baile. —Hoy no es día para preocupaciones y lágrimas, señorita Royle —le dijo Whitevale—. Sino para divertirse. —La hizo girar sin dejar de sonreírle. La música resonaba dentro de ella, pero, por más que lo intentaba, no lograba concentrarse en el baile estando Sumner tan cerca… y sin embargo tan lejos. Aunque no podía apartar los ojos de él, éste no la miró ni una sola vez durante el baile, ni siquiera cuando tuvieron que girar el uno alrededor del otro. Elizabeth notaba una opresión en la garganta. No podía permanecer ni un momento más allí; cada vez le costaba más respirar. Cuando la orquesta tocó la última nota y los danzantes y el público aplaudieron, escudriñó el gentío en busca de lady Upperton. Tenía que encontrarla: debían irse de inmediato. Aquello era demasiado difícil de soportar. ¿Por qué había insistido tanto Mercer en que fuera a la fiesta, sabiendo lo que iba a ocurrir? Tal vez por eso la había invitado. Para que lo viera con sus propios ojos, para que comprendiera la decisión que había tomado el príncipe Leopold por el bien de Sajonia-Coburgo. Elizabeth compuso la sonrisa más sincera de que fue capaz y le dio las gracias a lord Whitevale por el baile. Tras hacer una reverencia, se volvió para alejarse, pero él la cogió de la muñeca y le hizo volverse… directamente de cara al príncipe. Ella levantó la mirada bruscamente y sus ojos se encontraron durante unos instantes cargados de significado. Él alargó la mano y sostuvo a Elizabeth. En cuanto sus dedos tocaron el brazo de ella, un sordo anhelo se formó en su vientre y el ardor comenzó a remansarse entre sus piernas. Todo aquello era un error. Un error. Sumner había tomado sin duda una decisión. La única que podía tomar. Lo que ella sentía, sin más incitación que un toque inocente, era prácticamente un pecado. Notó en el brazo el calor de los dedos de Sumner, y supo que, si no se marchaba inmediatamente, tal vez cometiera alguna insensatez, algo para persuadirle de que se escabullera un rato para saciar el ansia que sentía por él. Sus labios ardían, deseosos de sus besos. Sus brazos ansiaban estrecharlo. La princesa Charlotte apareció entre el príncipe y su primo con las mejillas encendidas y obsequió a Elizabeth con una sonrisa. —Cuánto me alegra que haya venido a la fiesta, señorita Royle. Verá
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usted, para mí es una especie de celebración secreta, porque mi padre ha accedido a considerar con la debida seriedad mi posible matrimonio con Leo. Elizabeth forzó una sonrisa, pero no pudo mantenerla y se marchitó en sus labios. —Mi abuela cree, sin embargo, que mi padre dará muy pronto su consentimiento. Sólo necesita el tiempo justo para dar la impresión de que ha sido idea suya. —La princesa Charlotte empezó a reírse—. No me importa lo más mínimo, con tal de que dé su permiso antes de que sea demasiado vieja para disfrutar de mi boda con un hombre tan apuesto. Lord Whitevale, que probablemente se sentía tan avergonzado como Elizabeth por el rumbo íntimo que había tomado la conversación, palideció. La orquesta volvió a tocar y las parejas regresaron a la pista de baile. Lord Whitevale se inclinó ante la princesa. —¿Cree usted permisible que bailemos, Alteza? La princesa, que nunca había seguido el protocolo a pies juntillas, soltó una carcajada. —¡Es usted un encanto! Venga, vayamos a bailar. ¿Qué podría argumentar mi padre para prohibirme bailar con usted? Elizabeth no estaba segura de qué hacer. No se fiaba de sí misma, desde luego. Su príncipe estaba allí, justo frente a ella. Y ella podía decir o hacer cualquier cosa por retenerlo. —Elizabeth —dijo él en voz tan baja que ella apenas le oyó—. Hay algo que debo decirte. Pero no podemos hablar aquí, ahora. —No sé qué puedes tener que decirme que no haya dicho ya la princesa de Gales. —Sus palabras sonaron leves como juncos e igual de quebradizas. —Tengo muchas cosas que decirte. Mucho que confesar. Elizabeth se removió, inquieta, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro. No le gustó el término «confesar». Entrañaba una falta premeditada. Levantó la vista y miró sus ojos grises. A la luz del sol, el aro azul que los rodeaba parecía tan brillante y luminoso como el cielo sobre el jardín. No podía negarle nada. —¿Cuándo podremos hablar? —Dentro de dos días. —Parecía bastante ansioso—. Cuando se ponga el sol. Ya sabes dónde. —¿Irás de veras? —Elizabeth no tenía intención de decir aquello en voz alta. Sencillamente, las palabras escaparon de sus labios. Sumner pareció dolido por su comentario. —Iré. —Bajó de nuevo el tono de voz y se inclinó de modo que sólo ella pudiera oírle—. Lo juro por mi amor por ti. El corazón de Elizabeth redobló sus latidos. De pronto sintió el impulso de levantar la cara hacia él, deseosa de que la besara. Para convencerla, para convencerla de veras, de que, jurándolo por su amor, aquello se cumpliría. Pasara lo que pasase. Un grupo de damas curiosas pasó por su lado. Saltaba a la vista que intentaban oír qué le estaba diciendo el príncipe a aquella desvergonzada señorita de Cornualles.
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—Dentro de dos días —repitió ella a media voz, sin saber qué otra cosa decir. —Ha sido maravilloso volver a verla, señorita Royle. Y le doy las gracias por su pronta reacción en el teatro. —Era evidente que también había notado tras él la presencia de aquel grupo de chismosas; sus gestos, sin embargo, indicaban lo contrario. Miraba fijamente, con pasión, los ojos de Elizabeth, y mientras tanto seguía conversando educadamente con ella —. Quizá no habría sobrevivido si no hubiese actuado usted tan rápidamente y no hubiera ido en busca de un médico que se ocupara de mi herida. Es usted admirable, mi querida señorita. Elizabeth inclinó la cabeza con aire recatado e hizo una profunda reverencia. Sumner inclinó la suya ante ella y miró por encima del hombro hacia la pradera, donde Charlotte y su primo seguían bailando. —Buenos días, señorita Royle. Por favor, dele recuerdos a lady Upperton de mi parte —dijo. —Lo haré, Alteza. —Sumner… Al darse la vuelta, él se llevó la mano a los labios y le lanzó de nuevo un beso secreto. Elizabeth no sabía qué sentía en ese momento. Los ojos de Sumner le decían que nada había cambiado. Que la quería tanto como ella a él. Pero al oírle decir que tenía que confesarle algo, se había quedado petrificada. En ese momento se dio cuenta de que estaba mirando a la multitud sin verla. Concentró su atención y, haciendo lo posible por dominar sus emociones, miró en derredor hasta que vio a lady Upperton puesta de puntillas, intentando ver las exquisiteces que podían encontrarse al fondo de una mesa bien repleta. Elizabeth se abrió paso entre la ondulante multitud para ir al encuentro de su protectora. Cada paso era un esfuerzo, porque la alejaba más y más de su príncipe, pero su separación no duraría eternamente, se dijo. Volvería a estar con él. Dentro de dos días.
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Capítulo 17 Berkeley Square La puerta de la calle se abrió con tal fuerza que estuvo a punto de descuadrarse. —Elizabeth, ¿dónde estás? —gritó Anne por el pasillo. Elizabeth se levantó de un salto de la mesa de la cocina, ante la que estaba sentada revisando la lista de la señora Polkshank para la carnicería. Giró la cabeza y miró hacia la escalera a través de la puerta de la cocina. —¿Anne? —preguntó alzando la voz—. ¿Ocurre algo? De pronto pareció que una manada de bueyes bajaba por la escalera, camino de la cocina. Elizabeth sintió un inmenso alivio al ver que sólo era Anne. —Lizzy, ¿has leído el periódico esta mañana? —Mientras intentaba recuperar el aliento, Anne empujó hacia ella un ejemplar del Times. De no saber que era imposible, Elizabeth habría pensado que su hermana había ido corriendo de Cockspur Street a Berkeley Square sólo para darle el periódico. —No he tenido ni un momento libre en toda la mañana. —Elizabeth cogió el periódico y miró con desconcierto a la señora Polkshank. La cocinera se encogió de hombros; parecía tan confusa como ella por la visita sorpresa de Anne. Entonces se sentó a la mesa y desdobló el periódico. Anne se lo quitó de las manos, lo puso bruscamente sobre la mesa y pasó el índice por la página de portada. —Aquí. Lee esto. Elizabeth cogió el periódico y se acercó el artículo a los ojos. Anne volvió a quitarle el Times de las manos. —¡Ay, no puedo esperar a que leas todo el artículo! —Respiró hondo y sacudió las manos como si se las secara en el aire—. ¡Se va a París… hoy! —¿Quién, señorita? —preguntó la señora Polkshank. Anne volvió la cabeza hacia la cocinera y miró luego a Elizabeth. —El príncipe Leopold. Hoy. ¿Me has oído? Se va a París hoy mismo. Elizabeth estaba atónita. —No, eso no puede ser. Hablé con él ayer mismo. Anne clavó el dedo en el periódico. —Lo dice aquí. Léelo. Elizabeth inclinó la cabeza y miró el artículo, pero Anne puso la mano encima. —No, no lo leas —exclamó su hermana, llena de frustración—. ¡No tienes tiempo! —Estoy segura de que sí. El príncipe Leopold no va a ir a ninguna
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parte. Tenemos que vernos mañana por la noche en el… —Elizabeth se quedó callada—. En… el… bueno, no puedo decirlo. Por cuestiones de seguridad, ya sabes. —Lizzy, el príncipe se va de Carlton House hoy a mediodía. —Anne esperó una respuesta, pero al ver que Elizabeth se quedaba sentada, escuchándola, añadió—: Un topo de la corte ha sabido por una fuente fiable que el príncipe de Gales le ha pedido al príncipe Leopold que vaya a conferenciar con la familia Coburgo respecto a la conveniencia de una alianza matrimonial entre las dos familias. Una vez reciba confirmación de que los Coburgo apoyan el enlace, dará su consentimiento… si su hija sigue soltera para entonces. Elizabeth arrugó la frente. —¿Y? —Y el príncipe va a volver a París para ocupar de nuevo su lugar en el ejército y enviar despachos urgentes a su hermano y a su familia. O eso dice esa fuente. —Anne volvió a agitar frenéticamente las manos. No. No era cierto. Ella había visto la expresión en los ojos de Sumner. Él la quería y estaría en el Serpentine al día siguiente al atardecer. Estaba tan segura de ello como de que por la mañana saldría el sol. —Ven conmigo. Si nos vamos ahora, quizás aún puedas hablar con él. —Anne la agarró de la muñeca y tiró de ella. —¿Por qué no va, señorita Elizabeth? —dijo la señora Polkshank—. Demuestre que ese ratón de Carlton House se equivoca. —La cocinera cruzó los brazos sobre su amplio pecho y asintió firmemente con la cabeza. —Es un topo, no un ratón —le dijo Anne. —Me da igual qué clase de bicho sea —respondió la señora Polkshank airosamente—. Hace tiempo que aprendí que no puede una fiarse de una rata, se la llame como se la llame. Elizabeth se levantó de la mesa. —Estoy de acuerdo con la señora Polkshank y voy a acompañarte por la razón que sugiere. No por otra cosa. Porque no creo ni por un instante que el príncipe vaya a dejar Inglaterra hoy mismo. Carlton House Anne ordenó a su cochero que las dejara al final de la verja de Carlton House y volviera luego a su casa en Cockspur Street para esperar allí. —Así, si el príncipe Leopold nos ve desde una ventana o… quizá desde un carruaje… —Anne se detuvo al salir a la calle— podemos decir que venimos de comprar de Pall Mall y vamos a mi casa dando un paseo. —Pero qué lista eres. Lo tienes todo pensado. —Elizabeth suspiró cuando el lacayo la ayudó a apearse del carruaje para reunirse con su hermana. —No hace falta que te enfades conmigo. ¡No soy yo quien ha escrito el artículo del Times! —La espalda de Anne pareció envararse hasta tal punto que Elizabeth se preguntó cómo lograba andar. —No estoy enfadada contigo, querida, estoy furiosa conmigo misma por haber venido a Carlton House a mediodía. —Elizabeth miró las altas
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ventanas que había justo debajo del tejado. Una vez había mirado esas mismas ventanas preguntándose si el príncipe de Gales, quizá su padre natural, la estaría mirando en ese mismo momento. Ahora se preguntaba si su príncipe, su futuro marido, la estaría viendo a través de alguna de ellas. ¡Cómo cambiaban las cosas en unas pocas semanas! Suspiró. No debería haber ido allí. Era una pérdida de tiempo. Una falta de confianza. A lo lejos, un reloj dio las doce. Sin pretenderlo, Elizabeth contuvo el aliento y esperó a que la torre diera las doce campanadas. Ocho… nueve… diez, y seguía sin aparecer un carruaje por la verja. Once… doce. Nada. Soltó el aliento y le sonrió satisfecha a su hermana mientras se acercaban a la puerta custodiada por los guardias. —Ya te lo había dicho, Anne, no va a marcharse de Londres. —¿Siempre te lo tienes que tomar todo tan al pie de la letra? —Anne se detuvo junto a la puerta y fingió buscar algo dentro de su bolso—. Cuando alguien dice «a mediodía», se refiere a eso de las doce. No a las doce en punto. Elizabeth se apoyó en la verja mientras Anne parloteaba; saltaba a la vista que su hermana intentaba ganar tiempo para demostrar que la rata de Carlton House tenía razón desde el principio. De pronto, la verja empezó a chirriar y Elizabeth se apartó de ella de un salto. —¡Apártese, señorita! —gritó el guardia—. Hágase a un lado. Anne corrió a ponerse junto a Elizabeth cuando el reluciente carruaje del príncipe de Gales se detuvo ante el puesto de guardia. Cuando el tiro de seis caballos se detuvo, resoplando, Elizabeth ignoró la advertencia del guardia y dio un paso adelante para mirar dentro del vehículo. No pudo remediarlo. Tenía que asegurarse. Un estremecimiento tan frío y penetrante como el hielo recorrió su espalda y traspasó su corazón. Allí, dentro del carruaje, estaba la princesa Charlotte, y frente a ella el príncipe y su primo. —¡Apártese, señorita! El grito de advertencia del guardia llamó la atención de los pasajeros del carruaje. Los ojos del príncipe se agrandaron cuando vio a Elizabeth allí de pie. Ella se tocó los labios débilmente y abrió luego la mano para lanzarle un beso. La princesa Charlotte miró a Elizabeth y al príncipe y dijo algo. Éste inclinó la cabeza hacia Elizabeth una sola vez y un instante después el carruaje cruzó las puertas y enfiló Pall Mall. El corazón de Elizabeth resonaba en sus oídos como un timbal; tenía la piel fría y húmeda. —¿Lizzy? —Anne la agarró del brazo. Pegó la boca al oído de Elizabeth —. Mantente en pie, hermana. Tu dignidad, ¿recuerdas? Un minuto más, eso es todo, y se perderá de vista. Elizabeth se tambaleó mientras miraba aturdida cómo avanzaba el carruaje por la calle, hasta doblar la esquina de Saint James y
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desaparecer. —Llévame a casa, Anne. —Está demasiado lejos. Iremos a la mía. —Anne le pasó el brazo por la cintura—. Está a la vuelta de la esquina. Cerca de aquí. Un paseo muy corto… —Anne estaba visiblemente preocupada por ella. Siempre se ponía a parlotear cuando estaba cansada o nerviosa. —Puedo arreglármelas. —Elizabeth se apartó del brazo de su hermana y concentró toda su atención en caminar—. Estoy perfectamente. Volverá. Volverá. Berkeley Square Al día siguiente La tía abuela Prudence no salió de su habitación esa mañana. Se quedó sentada ante el pequeño escritorio de su alcoba, tomando notas y haciendo dibujos que no dejaba ver a nadie, salvo a Cherie. Elizabeth se preocupó por su anciana tía cuando Prudence no bajó a comer con ella a mediodía. Pero esperó, pensando que, como decía Anne, el mediodía no era una hora exacta. Pero a las doce y media, preocupada por que le hubiera pasado algo, empezó a subir las escaleras para preguntarle si se encontraba bien. Cherie, que acababa de salir del dormitorio, le indicó por señas que su tía abuela estaba durmiendo. —¿Se encuentra bien? ¿Mando llamar al médico? —preguntó Elizabeth. Cherie sacudió la cabeza con energía y ahuyentó sus preocupaciones con una sonrisa bobalicona. —Tú llamarías al médico si estuvieras preocupada por ella, ¿verdad, Cherie? —No pensaba marcharse del pasillo hasta que la criada muda la sacara de dudas. Cherie asintió con la cabeza, luego pasó junto a Elizabeth y la empujó suavemente por el pasillo. —Está bien, está bien. —Elizabeth sonrió, y al bajar las escaleras se dio cuenta de que era la primera vez que sonreía desde el día anterior a mediodía. Se había mantenido atareada a propósito toda la mañana, y hasta había intentando acompañar a la señora Polkshank a la carnicería, aunque la cocinera le había dicho que su ayuda no era necesaria. Luego añadió que, si doña Desconfiada no se fiaba de ella para comprar la ternera, tal vez debería llevar al carnicero a casa para que la señorita le preguntara a cuánto estaba la libra de carne. Fue entonces cuando Elizabeth decidió quedarse en casa. Empezaban, sin embargo, a faltarle cosas en las que ocupar la mente y las manos hasta el atardecer, y el reducido servicio de la casa comenzó a perder la paciencia con ella, pues no parecía capaz de entretenerse leyendo o escribiendo cartas. Y recurrir a dormir para pasar el rato estaba descartado.
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—Dormir, tal vez soñar… ¡ah, ésa es la cosa! —Debería haber escuchado también a Shakespeare, porque un sueño la había condenado a ver su corazón partido en dos. Cambió de dirección al llegar al poste del pie de la escalera y acababa de encaminarse hacia el salón cuando oyó que la aldaba de bronce golpeaba la puerta de la calle. En lugar de esperar a MacTavish, que sin duda estaría escondiéndose de ella en la cocina con la señora Polkshank, se acercó a la puerta y la abrió. Sus rodillas se volvieron de pronto de cera y un instante después se encontró sentada en el suelo… mirando al príncipe. Sumner miró fijamente a Elizabeth, que estaba sentada en el suelo del vestíbulo, con el brazo todavía levantado y la mano en el picaporte. Se inclinó y la levantó en brazos, pero ella no hizo ningún intento de apoyar los pies en el suelo y erguirse. No decía nada, pero lo miraba con la boca abierta. —No podía esperar hasta esta tarde para verte —le dijo él al inclinarse para apartarle la mano del picaporte. Después, cerró la puerta con el pie. Elizabeth levantó un dedo y señaló hacia el salón sin decir nada. —¿Por ahí? —preguntó él. Ella asintió con la cabeza, así que Sumner la llevó al salón y la depositó suavemente sobre el sofá; entonces se volvió para ir a cerrar la puerta del pasillo. Giró la llave en la cerradura. —Si no te importa, no podría soportar que volvieran a interrumpirnos. Ella recuperó por fin el habla. —No puedo creer que estés aquí. —Sus ojos se llenaron de lágrimas de repente—. Creía que… El periódico decía que te ibas a París ayer. —Prometí que volvería a buscarte. Se sentó a su lado y tocó sin darse cuenta su bolsillo, donde esperaba un pequeño anillo de esmeraldas. —Elizabeth, te dije que había algo que debía confesarte, y he de hacerlo ahora. Ella levantó la mano débilmente. —No sé si hoy puedo soportar una confesión. Encontrarte plantado en la puerta, después de verte ayer marcharte de Carlton House creyendo que era para siempre… Creo que ya he tenido suficientes sorpresas para un solo día. Sumner inclinó la cabeza. Era una perversidad por su parte dejar que Elizabeth sufriera como había sufrido. Pero Leopold había abandonado Londres sano y salvo e iba camino de París. Había llegado el momento de confesárselo todo. Abrió la boca para empezar, pero de pronto Elizabeth se arrojó en sus brazos y lo besó en la boca. No. No, tenía que decírselo. Se apartó. —Elizabeth, por favor. He de confesar. —No quiero oírlo. Ahora no. Déjame fingir un rato más. Por favor. —Le tendió los brazos, pero él la agarró de las muñecas y se las sujetó. —¿Fingir? —Sumner bajó la cabeza—. No hace falta fingir. No voy a
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casarme con la princesa Charlotte. —Notó que no le creía y, después de lo que había ocurrido, no podía culparla por ello. —La princesa Charlotte dijo que su padre daría su consentimiento. — Elizabeth tiraba de él; parecía necesitar zanjar aquel asunto, que tanto daño le hacía—. El Times informó de que volvías a París para retomar tus responsabilidades y solicitar el apoyo de tu familia para el enlace. Las lágrimas batían contra el muro de sus pestañas, amenazando con desbordarlo. Luchó débilmente por apartarse de él, pero Sumner sabía que, si la soltaba, huiría, y no podía tolerar un nuevo retraso: tenía que confesar y poner fin a su sufrimiento. —Tienes que escucharme, Elizabeth. Necesito que lo entiendas. —No puedo. —Sus ojos de color esmeralda brillaron; se echó hacia delante para desasirse de él, pero Sumner la agarró con fuerza y cayeron ambos sobre la gruesa alfombra. Ella intentó apartarse, pero él la apretó contra el suelo, de espaldas, y se pegó a ella, sujetándola para que le escuchara. —Nunca he querido engañarte, Elizabeth. Nunca he querido hacerte daño, ni causarte ningún dolor. —Apartó un grueso mechón cobrizo de su hombro y se inclinó para darle un beso tranquilizador—. Pero antes de decir lo que he de confesarte, quiero que sepas que te amo, y que no hay nada que desee más que estar contigo. Una lágrima se deslizó desde el rabillo del ojo de Elizabeth y rodó por su sien, donde desapareció entre su larga y espesa melena. —Por favor, no te demores. Dime lo que tengas que decir y déjame llorar. —No va a haber más lágrimas. No hacen falta, porque no voy a casarme con la princesa Charlotte… —Respiró hondo para infundirse ánimos—. Porque no soy el príncipe Leopold. Elizabeth parpadeó varias veces seguidas y las lágrimas resbalaron copiosamente por los lados de su cara. —¿Qué has dicho? Creo que no te he entendido. No es posible que te haya entendido. —Sí, me has entendido, pero voy a repetirlo para que estés segura. Yo no soy Leopold. Ella lo miraba fijamente, como si lo viera por primera vez, con ojos llenos de confusión. —La primera vez que os vi a tu hermana y a ti en la joyería, había ido a cumplir un encargo del príncipe Leopold, mi primo. Me presenté como Landsowne, marqués de Whitevale. Y ése soy. Sumner Landsowne, lord Whitevale. Ella lo miró con perplejidad. —Pero yo te vi… Todo el mundo sabía que eras el príncipe Leopold. ¿Cómo puede ser eso cierto? —No todo el mundo me conocía como el príncipe Leopold. La princesa Charlotte, Mercer y el príncipe de Gales, naturalmente, sabían que soy el primo de Leopold, su confidente y su guardaespaldas. Elizabeth había dejado hacía rato de forcejear, pero sujetarla así mientras hablaban era preferible al modo en que había imaginado aquel momento, con ella abrazándose, en busca de consuelo, apoyada contra la fría barandilla del puente del Serpentine.
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—¿Su… su guardaespaldas? —Arrugó la frente, pero con el paso de los segundos fue comprendiendo poco a poco y sus facciones se suavizaron—. ¿Me estás diciendo que te has hecho pasar por Leopold… para que tu primo no fuera atacado? —Sí. —Sumner respondió con un suspiro de alivio. Cerró los ojos un momento y luego prosiguió—: Nuestro primer día en Londres, alguien hizo un disparo entre la multitud. No sabíamos si el objetivo era el príncipe, pero Leopold había recibido cartas amenazadoras en París, antes de que llegáramos aquí, advirtiéndole de que, si insistía en sus aspiraciones de obtener la mano de la princesa Charlotte, había quienes se ocuparían de que no tuviera éxito. Elizabeth tenía los ojos enormes y redondeados. —¿Los partidarios de Guillermo de Orange? —Sí. —Sumner notó entre ellos la esmeralda biselada del anillo que llevaba en el bolsillo, y se distrajo—. Pero no hubo más cartas. Ninguna advertencia más. Aun así, por el bien de Sajonia-Coburgo, la seguridad del príncipe Leopold se convirtió en mi prioridad absoluta en Londres. Elizabeth bajó los ojos. —Hasta que te conocí —añadió Sumner. Ella levantó sus ojos verdes, y él comprendió al fin que iba a perdonarle.
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Capítulo 18 Elizabeth cerró los ojos con fuerza y sin querer hizo que una sola lágrima cayera de sus pestañas húmedas. Aquello era un sueño. Tenía que serlo. En su aburrimiento, se había quedado dormida en el sofá y estaba soñando. Pero… una vez le habían dicho que, si uno se da cuenta de que está soñando, el sueño acaba en ese momento. Que ella supiera, sin embargo, no había acabado. Sentía el cálido cuerpo de Sumner apretado contra el suyo. Abrió los ojos rápidamente para asegurarse, consciente de que, si sólo era un sueño, Sumner desaparecería y ella se encontraría con toda probabilidad al enorme gato rojizo de la señora Polkshank durmiendo sobre su cuerpo y prestándole su calorcillo peludo. Pero Sumner no desapareció. Estaba apoyado sobre ella, besándola tierna y apasionadamente. Elizabeth sintió que la levantaba un poco para deslizar la mano entre su espalda y la alfombra, y que apretaba luego sus riñones, estrechándola firmemente contra sí. Sumner se apartó entonces y, aunque ella persiguió ansiosamente su boca, él se zafó y deslizó los labios por su mejilla y luego por su garganta, hasta llegar al leve hueco de debajo de su clavícula. Elizabeth suspiró cuando, al deslizarse la boca de Sumner aún más abajo, incitándola con su lento avance, comprendió adónde se dirigía. Entonces él levantó la cabeza y tiró de la fina cinta de raso que cerraba su corpiño. Elizabeth no podía soportarlo más. No podía. Metió los dedos entre su cabello oscuro y espeso, juntó las manos detrás de su cabeza y luchó por atraer de nuevo su boca hacia la suya. —Bésame —musitó, pegando los labios a los suyos. Sintió que él sonreía junto a su boca mientras sus dedos desataban al fin la cinta y su sencillo vestido de cambray se abría a sus caricias. Las manos de Sumner, sobre su piel, eran ásperas y cálidas; bajó la camisa de Elizabeth y un leve estremecimiento de placer erizó la piel que había desnudado. Los pezones se le endurecieron, anhelantes. Como era delgada, rara vez llevaba corsé cuando pasaba el día en casa, y al moverse los labios de Sumner sobre sus pechos turgentes, se alegró de que no hubiera otra capa más de ropa entre ella y su boca húmeda y ansiosa. Posó las manos sobre la musculosa pendiente de sus hombros y recorrió a ciegas con las palmas su pecho. Sus manos se estorbaban entre sí al asir las solapas con la esperanza de quitarle la levita, y más, del cuerpo. Sumner captó su tácito mensaje y se incorporó ligeramente para quitarse la chaqueta de los anchos hombros. Su miembro excitado
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presionaba con fuerza contra sus calzas, formando una tensa tienda de campaña. El cuerpo de Elizabeth reaccionó con una oleada de calor entre sus muslos. Pero entonces, para su inmensa sorpresa, dados el ardor y la evidente excitación de Sumner, él dobló cuidadosamente la levita y la dejó sobre el sofá, a su lado. No mostró tanto cuidado con la corbata, ni con el chaleco o la camisa, que estuvo a punto de arrancarse del cuerpo. Era como si tuviera prisa por despojarse de las diversas capas de tela que recubrían su cuerpo. Cuando volvió a inclinarse sobre ella, Elizabeth no pudo evitar pasar los dedos por los suaves surcos de su vientre desnudo y musculoso, y más arriba, por las firmes prominencias de su pecho. Sumner cerró los párpados y suspiró de placer cuando los dedos de Elizabeth rozaron suavemente sus pezones, que se petrificaron bajo la suave caricia de su mano. Se inclinó sobre ella y rozó su boca con los labios. No besándola, sino más bien incitándola, obligándole a perseguir la suya. Pero no se rindió, pese a la mirada severa de Elizabeth. Ésta gimió cuando su miembro duro presionó en el lugar en el que más ansiaba sentirlo. Era enloquecedor. No quería otra cosa que sentirlo al fin, no sus dedos o su boca, sino su miembro viril dentro de ella. Separó los muslos ligeramente al tiempo que levantaba las caderas, frotándose contra él. —Sumner —jadeó—, te necesito. Los ojos de él brillaron malévolamente cuando la agarró y, sin mediar palabra, le bajó por los hombros el vestido veraniego y la camisa. Tiró luego de ellos hasta la cintura, y Elizabeth sofocó un gemido al sentir una súbita ráfaga de aire sobre su piel. Entonces él posó la boca sobre uno de sus pechos y lo chupó bruscamente mientras seguía bajándole el vestido hasta las caderas. Rompió el vínculo entre ambos para deslizar una mano por detrás de Elizabeth y, agarrando un lado de sus nalgas, la levantó lo justo para bajarle el vestido hasta las rodillas. Un momento después, el vestido se hallaba amontonado a sus pies. Ella se quitó los zapatos ayudándose con ellos. Su cuerpo ardía de expectación, ansioso por lo que estaba por llegar. Se encontraba lista para sentirse unida a él. Deseaba ardientemente que Sumner la penetrara, sentir que sus cuerpos se fundían al fin. Él tardó unos segundos más en tocarla y, al abrir los párpados, Elizabeth le vio contemplar admirado su cuerpo desnudo. Se ruborizó de inmediato, y hasta vio que el rubor teñía sus pechos y sintió que seguía desplazándose hacia arriba, hasta caldear sus mejillas. Cruzó los brazos sobre los pechos desnudos y sonrosados, pero Sumner no lo consintió. La asió de las muñecas y le hizo apartar los brazos, colocándolos a ambos lados de su cara al tiempo que sacudía la cabeza lentamente. No iba a permitir que Elizabeth le ocultara su cuerpo. Dejó de mirarla a los ojos cuando pasó las manos por sus muñecas y sus brazos y las deslizó por sus pezones, que se endurecieron casi dolorosamente. Sus dedos siguieron avanzando por la piel erizada de los costados de Elizabeth, cuyo cuerpo temblaba por entero en oleadas. Sus manos prosiguieron explorando sin prisas su silueta; se deslizaron por sus
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caderas y bajaron luego hasta sus piernas enfundadas en medias. Había sólo un lugar que Sumner no había tocado aún, y Elizabeth, consciente de ello, sintió una palpitante punzada de excitación. Él se echó hacia atrás y la miró con ansia. No dijo nada mientras trazaba la curva de su pierna temblorosa, siguiendo la media de seda. Puso luego una mano detrás de su rodilla y le levantó la pierna para arrodillarse entre sus muslos separados. Rozó con las yemas de los dedos el vello del vértice de sus piernas, y Elizabeth tembló, llena de una deliciosa expectación. Por favor, por favor, déjame sentirte. Ahora mismo. Se incorporó lo justo para agarrar la nuca de Sumner con la mano y tirar con fuerza de él, y devoró su boca mientras caían de nuevo sobre la suave alfombra. Se aferró a él mientras la besaba, la tocaba, la conducía al frenesí, haciendo que se retorciera de dulce placer. Pero Elizabeth necesitaba aún algo más. —Sumner, por favor, hazme tuya. Él se detuvo un momento; luego pareció mirar su levita, doblada cuidadosamente sobre el sofá. Pero el pensamiento que le distrajo, fuera cual fuese, se esfumó enseguida, y volvió a inclinarse sobre ella, arrodillado entre sus muslos. Su cuerpo parecía dorado, su vientre, sus caderas, casi morenos en contraste con la blancura de la cara interna de los muslos de Elizabeth. Ella alargó la mano resueltamente y luchó por desabrochar los botones de sus calzas, hasta abrir por completo su bragueta. La dura verga de Sumner cayó sobre su mano. Su miembro erecto palpitaba y se sacudía en su palma, excitándola como ninguna otra cosa antes. No sabía exactamente cómo tocarlo, cómo hacerle gozar, pero su audacia afloró lo mismo que su pasión, y lo acarició con dedos ávidos, deteniéndose un instante al llegar a su glande en forma de ciruela y apretando el grueso surco que había bajo él con el anillo que formaban su índice y su pulgar. Su pene se sacudía de un modo que parecía complacerle. Así pues, Elizabeth se dejó guiar por su instinto. Girando la mano, apretó su miembro y deslizó el puño a lo largo, hasta el vello suave de su gruesa base. Sumner se estremeció y se inclinó sobre ella de nuevo para besarla profundamente. —Te quiero —susurró junto a sus labios. Su verga palpitaba. Ahora era él el que estaba ansioso, y le hizo separar las rodillas con el cuerpo. Deslizó la mano entre sus muslos y la acarició, hundiendo los dedos en el calor de su sexo. Elizabeth se arqueó contra él. Se aferró a sus anchas espaldas. El duro pene de Sumner presionó suavemente entre sus piernas, hasta que ella pensó que se volvería loca si no lo sentía dentro de sí. Sumner cerró los ojos y frotó con el glande sus labios internos, hinchados. Gruñó al sentir su flujo. La penetró sólo un poco, y el cuerpo de Elizabeth ciñó su miembro como si quisiera engullirlo por entero. —Te quiero, Elizabeth —dijo de nuevo al apoyarse sobre los brazos, preparándose para hundirse en ella. La interrogó con la mirada y ella respondió sin vacilar.
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—Te quiero con todo mi corazón, Sumner. Te deseo y te necesito. Elizabeth se envaró cuando la penetró. Aun así, no sintió dolor; únicamente, como la primera vez que él acarició su sexo, un leve aguijonazo a medida que su cuerpo se distendía para acomodarlo por completo. Pasó las manos por los muslos de Sumner, hasta sus caderas, y lo atrajo hacia sí, obligándole a hundirse más en ella. Suspiró al sentir que se frotaba contra ella, muy al fondo. Sumner se retiró lentamente; luego volvió a penetrarla, empujando con más fuerza, más profundamente, con cada acometida. Elizabeth sintió que su cuerpo estremecido se contraía alrededor del miembro de él, presa de un irrefrenable deseo de levantar las caderas, de apretarse contra su cuerpo. De salir al encuentro de cada acometida con una propia. Se sentía como si hubiera tomado demasiado vino, y la cabeza comenzó a darle vueltas. Imposible pensar. Sólo experimentaba la sensación de estar unida a él. Cerró los ojos y se dejó zozobrar en el ápice vertiginoso de aquel ardor que crecía dentro de ella, allí donde sus cuerpos se encontraban y se convertían en uno solo. Sumner se incorporó para mirarla mientras la penetraba cada vez con más fuerza. En su frente brotaron gotas de sudor a medida que aceleraba el ritmo; sus empellones casi hacían saltar el cuerpo de Elizabeth sobre la alfombra cada vez que la penetraba. Ella cerró los ojos y mordió la carne de su labio inferior. Ya no podía seguir el ritmo de sus movimientos. Él se movía demasiado rápido, con demasiado brío para mantenerse a su paso. Le temblaban las piernas, y le rodeó las caderas con ellas, empujando hacia abajo con los talones sus glúteos duros para retenerlo dentro de sí y girándose sólo un poco para controlar la profundidad y la presión de sus acometidas. Se convulsionó contra él y gritó cuando algo dentro de ella ardió de pronto y una salvaje llamarada recorrió el centro de su ser y se extendió por todo su cuerpo. Sumner cerró los ojos con fuerza. Elizabeth le sintió tensarse y notó que un húmedo calorcillo, suave como un susurro, se difundía por su espalda mientras se aferraba a él. Sumner gruñó una y otra vez antes de inclinarse para besarla con ternura; después, descansó sobre ella. Estuvieron varios minutos así tumbados, faltos de energía, reposando lánguidamente el uno en brazos del otro. Entonces por fin se tumbó de espaldas y Elizabeth se puso de lado y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza sobre su hombro. Él la rodeó con el brazo y la estrechó. Y lo que ella sintió entonces fue… en fin, perfecto. Parecía cosa del destino. Volvió la cabeza lo justo para mirarlo. Sumner le sonreía con los ojos llenos de dicha. —Dime que siempre será así —musitó ella, no queriendo que aquel instante acabara. Él se incorporó un poco y se apoyó en el codo. —Puede serlo. Si me aceptas. —Alargó un brazo hacia atrás hasta alcanzar el sofá. Hurgó en su chaqueta y tiró luego la prenda que con tanto cuidado había doblado antes, dejando que cayera al suelo hecha un guiñapo, junto a la chimenea apagada. Elizabeth se rió; no entendía qué estaba haciendo. Sumner la besó suavemente; luego su ardor pareció crecer y sus
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besos se hicieron más insistentes al apoderarse de su boca. —Te quiero, Elizabeth, y deseo estar siempre contigo. —Se echó hacia atrás, levantó su mano izquierda y deslizó en el índice un anillo de oro adornado con una centelleante esmeralda labrada—. Y espero que tú sientas lo mismo. Si es así, deseo que lleves este anillo, tan acorde con el amor que veo en tus ojos, como símbolo de mi compromiso. Elizabeth acercó la mano a su cara y parpadeó mirando el anillo. —¿Me estás pidiendo que…? —Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Elizabeth. —La mirada de sus ojos, tan deseosa e insegura, la conmovió profundamente. —Nunca he deseado nada tanto como ser tu esposa y estar contigo para siempre. —Rodeó su cuello con los brazos y sus labios volvieron a encontrarse. Su sueño se estaba haciendo realidad. Hyde Park El sol se estaba poniendo y jirones de oro brillante teñían el cielo rojizo. Las aguas oscuras del Serpentine reflejaban los colores vibrantes del cielo del atardecer, semejante a un lienzo infinito de seda carmesí. De pie junto a la barandilla del puente, Sumner rodeaba a Elizabeth con el brazo y miraba el sol rosa vivo en su grácil descenso hacia el horizonte. La miró. Ella notó que la estaba observando y volvió la cabeza para mirarlo también. —¿Qué ocurre? —preguntó. —He sido un idiota. Debería haberte dicho la verdad hace mucho tiempo. —Sumner apartó el brazo de su hombro y se inclinó para apoyar los antebrazos sobre la barandilla—. Por mi culpa hemos sufrido los dos innecesariamente. —¿Por qué sigues dándole vueltas a eso? —Rodeó con el brazo sus bíceps y se acercó a él, apretando el costado contra su cuerpo—. Ahora estamos aquí, y nos tenemos el uno al otro, para siempre. —Ladeó la cabeza—. Y, además, no serías el hombre al que amo si pudieras sencillamente dejar de lado tu deber cuando las cosas se ponen difíciles. Y no es eso lo que hiciste. No podías. Protegiste al príncipe Leopold y te aseguraste de que estuviera a salvo por el bien de Sajonia-Coburgo, a pesar de que podía haberte costado la vida. ¿Cómo voy a reprocharte tu valentía y tu sentido de la responsabilidad? Sumner echó la cabeza hacia atrás, respiró hondo, largamente, y exhaló. —Hay algo más que deberías saber. Algo que sólo saben dos personas en el mundo… y Leopold no es una de ellas. Elizabeth le miró inquisitivamente. —Cuéntamelo. Él se quedó callado un momento; nunca había dicho aquello en voz alta, y no estaba seguro de por dónde empezar, ni cómo. —He oído decir que tal vez estés emparentada con el príncipe de
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Gales, Elizabeth. Y sé que, aunque intentaste hacer oídos sordos a los comentarios de sir Henry el día de la cena, puede que los rumores que corren sean ciertos. Tal vez seas hija de Prinny. Sintió que Elizabeth se ponía tensa. —Deseo que sepas que no me importa que seas o no de sangre real. Creo que te he querido desde el momento en que te vi entrar en esa joyería… hecha una sopa. La miró y sonrió; después, fijó la vista en el agua. —Confío en que mi pasado, mi verdadera historia, tampoco altere lo que sientes por mí. Elizabeth se relajó. —A menos que seas hijo secreto de Prinny, y hermano mío, nada de lo que digas me impedirá casarme contigo en cuanto tenga oportunidad. Te quiero, Sumner. A ti. Él tragó saliva. Había llegado el momento. —La familia de Leopold me acogió siendo yo muy niño. Nadie hablaba nunca de mis padres, ni de cómo ingresé en el seno de la familia Coburgo. Descubrí muy pronto que no debía hablar de ello, puesto que el tema parecía poner nerviosos a mis padres adoptivos. Tras años de indagar en busca de la verdad, sólo conseguí descubrir que mi madre había muerto al darme a luz y que mi padre no había podido, o quizá no había querido, hacerse cargo de un bebé. —Pero Leopold y tú siempre os llamáis primos. —Sí. Toda mi vida le he llamado así. ¿Quién iba a ponerlo en duda? Leopold y yo nos parecemos mucho. Pero siempre se rumoreó que no éramos primos tan lejanos… sino medio hermanos. —¿Y es cierto? —No lo sé con exactitud. —Sumner suspiró—. Pero cuando alcancé la mayoría de edad, me informaron de que mi presunto padre, Landsowne, había muerto y de que me había convertido en marqués de Whitevale. —Entonces, ¿nunca conociste a tu padre natural? —No. Nunca he sabido siquiera si era mi padre natural. El parecido entre Leopold y yo es muy llamativo. Nos criamos juntos, fuimos juntos al colegio, nos peleábamos entre nosotros. Para mí, Leopold es mi hermano. —Por eso protegerle era tan importante para ti. Sumner suspiró de nuevo. —Sí. Elizabeth le hizo volverse hacia ella y lo besó sin importarle quién pudiera verlos. —Nada de eso tiene importancia, Sumner. Pero te agradezco que me hayas explicado tu extraordinario vínculo con el príncipe Leopold. Ella tenía razón, pensó Sumner. Las circunstancias de su nacimiento carecían de importancia. Lo que importaba era que pronto se casaría con la mujer a la que amaba con todo su corazón. Se sentía eufórico por haberse despojado del peso de su pasado. —Estaba pensando —comenzó a decir, echando a andar por el puente junto a Elizabeth para dar un paseo—, que puedo dejar el ejército y retirarme a Whitevale. Nunca he estado allí, ¿puedes creerlo? Tú vas a ser mi esposa, así que en realidad debemos decidirlo juntos.
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Elizabeth se rió cuando salieron del puente y comenzaron a avanzar por el césped. —Como tu futura esposa, prefiero cualquier cosa que te aparte de la línea de fuego… y de la punta de las espadas. Pero me pregunto —añadió —, si podrás adaptarte a una vida tranquila y monótona en el campo, estando acostumbrado a esquivar balas y cañonazos. —Contigo, cariño mío, no creo que la vida sea nunca monótona. Vieron de pronto un fogonazo entre las sombras de los árboles y Elizabeth oyó el silbido sobrecogedor, pero ya conocido, de una bala que pasó entre Sumner y ella. —¡Agáchate! —gritó él. En lugar de buscar refugio, corrió en línea recta hacia el destello y desapareció en la oscuridad de los árboles. Angustiada, Elizabeth sofocó un grito y se llevó los dedos a los labios. Sólo estuvo agachada unos instantes; luego se levantó despacio. El sol acababa de ponerse tras la línea de los árboles, y la luz del cielo se disolvía rápidamente en la noche. Su cuerpo entero se tensó mientras esperaba a que apareciera Sumner. Aguzó los oídos, atenta a cualquier ruido, a cualquier indicio de que su amado estaba a salvo. Pero no oía nada. Echó a andar primero, y luego corrió hacia los árboles, angustiada por Sumner. Vio entonces otro fogonazo y oyó el estruendo de un disparo. —¡Sumner! —gritó, y, agachando la cabeza bajo las ramas de los árboles y apartando hojas de su cara, corrió hacia el lugar de donde procedía aquel ruido. Oyó un tumulto, gruñidos y puñetazos, y a continuación unos pasos que iban directamente hacia ella. —¿Sumner? —susurró débilmente, consciente de que, si no era él, corría grave peligro—. Sumner, por favor, contéstame. —Enseguida voy. Vuelve al puente —gritó él a unos metros de allí—. ¡Vete! Elizabeth obedeció, dio media vuelta y volvió apresuradamente al borde del agua, donde todavía había algo de luz. Un momento después, la alta e inconfundible silueta de Sumner salió de entre los árboles. Desde el lugar que ocupaba ella, parecía arrastrar a otro hombre cuyo brazo sujetaba a su espalda. Cuando se acercaron, pudo ver de quién se trataba. —¿Señor Manton? —balbuceó Elizabeth—. No puede ser. —Pues lo es —confirmó Sumner. —¿El pistolero era él? ¿Nuestro apreciado señor Manton era el hombre que intentaba matarnos? Manton levantó la cabeza bruscamente. —A los dos, no. A él. —Miró a Sumner con repugnancia. —Pe-pero ¿por qué? —preguntó Elizabeth. Nada de aquello tenía sentido. El señor Manton siempre había sido un espíritu generoso. —Sospecho que apoya la boda entre Charlotte y Guillermo de Orange. —La furia brilló en los ojos de Sumner al mirar al hombre que tan implacablemente había intentado matarle. Levantó aún más el brazo de Manton por detrás de su espalda, haciéndole gruñir de dolor. —Me importa un bledo Guillermo de Orange —gritó Manton.
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—Entonces, ¿por qué lo ha hecho? —Elizabeth se acercó. A pesar de la violencia que desplegaba, aún podía ver ternura en sus ojos. El semblante de Manton se suavizó. —Por usted. Sumner aflojó un poco la mano para poder girarse lo suficiente para mirar a Manton. —¿Por ella? ¿Qué quiere decir? —Desde la primera vez que la vi en un baile, hace un año, supe que la quería —reconoció, frunciendo las cejas al mirar a Sumner con frialdad—. Últimamente ella me había demostrado afecto. Pero entonces apareció usted. ¿Qué podía ofrecerle yo, cuando saltaba a la vista que un príncipe buscaba sus afectos? —Su expresión cambió bruscamente y miró a Elizabeth con anhelo—. Nunca quise hacerle daño. Fue un accidente. Debe creerme, señorita Royle. Yo jamás la lastimaría intencionadamente. —Fue usted también quien disparó en Pall Mall —dijo ella sin inflexión. Claro. Entonces recordó que se había tropezado con él en el pasillo justo después de que Sumner fuera apuñalado—. Y en el teatro. —Sí. —Manton bajó la mirada, derrotado. —¿Y ese disparo entre la multitud, cuando llegamos a Londres? — insistió Sumner. Manton sacudió la cabeza. —Ése no fui yo, aunque leí lo que contaba el Times sobre el incidente y las sospechas en torno a los partidarios de Guillermo de Orange. Así que, cuando le vi, supe quién era el hombre que había cautivado a Elizabeth. Supe que, si… si moría, la culpa recaería en los partidarios del holandés, un grupo con el que no tengo relación alguna. Tuve claro lo que debía hacer. —Su semblante se crispó en una mueca temible—. Pero usted no murió. —Y tardará mucho tiempo en morir, ahora que le hemos atrapado — dijo Elizabeth, casi escupiendo las palabras. —Venga conmigo. —Sumner tiró de Manton y lo condujo por Rotten Row—. Dejaremos que responda ante las autoridades. —Su voz se hizo más firme—. Y no se atreva a volver a dirigirse a la señorita Royle. ¿Entendido? —Tiró de su brazo—. Ni una palabra. —Sí, Alteza —gimió Manton. —Lord Whitevale, si no le importa, señor. —El rostro de Sumner permaneció impasible, pero al oír sus palabras una leve sonrisa curvó hacia arriba la comisura de los labios de Elizabeth.
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Capítulo 19 Berkeley Square Al entrar en casa, Elizabeth oyó que su tía abuela Prudence la llamaba a voces desde el salón. Se apresuró a entrar, porque su tía rara vez levantaba la voz… a no ser que su copa de clarete estuviera vacía. Cuando entró en el salón, la anciana sonrió ampliamente. —Te he visto marcharte con él. Elizabeth bajó la mirada y se sonrió, aunque notó un levísimo rubor en las mejillas. —Sí. —Vas a casarte con él. —Prudence la señaló con el huesudo índice de la mano izquierda. Elizabeth levantó un dedo y le enseñó la reluciente esmeralda que Sumner le había regalado como anillo de compromiso. —Sí, voy a casarme con él. —¿Cuándo? —La anciana estaba tramando algo, pero ella no sabía qué. —Dentro de dos semanas. —Elizabeth miró con suspicacia a su tía abuela—. Aunque todavía tenemos que hablar con los Viejos Libertinos y con lady Upperton, por supuesto. —Bien. Para entonces tendremos suficiente. —Su tía abuela sonrió, dichosa. —¿Suficiente de qué? —Elizabeth arrugó el ceño. ¿Qué se traía Prudence entre manos? —Suficiente de todo. —Asintió con la cabeza enérgicamente y le lanzó a Elizabeth una amplia sonrisa. En fin… Elizabeth se volvió para retirarse a su habitación, pero se lo pensó mejor. Quería decirle algo sobre Sumner. —No es príncipe, ¿sabes? Acabo de enterarme. —¿Ah, no? —contestó Prudence—. ¿Es jardinero? Elizabeth se rió. —No, es el marqués de Whitevale… pero ¿por qué preguntas si es jardinero, Prudence? —Porque tienes hojas y ramitas en el pelo, querida. —Señaló su coronilla. Elizabeth se llevó la mano a la cabeza y palpó una ramita. Se la quitó del lugar donde se había enredado entre su pelo y la miró. Se sentía muy avergonzada, porque se había pasado por Cockspur Street para darle a su hermana Anne y a Laird, el marido de ésta, la maravillosa noticia. Y ninguno de los dos le había dicho que tenía una ramita y hojas en el pelo. Ahora, sin embargo, sus miradas vagamente divertidas tenían más sentido.
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—No es lo que piensas, Prudence. La verdad es que es todo bastante inocente. —Esta vez. —¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que pienso, querida? —Su tía abuela levantó sus cejas blancas como la nieve—. Me gustaría que me lo dijeras. Quiero saberlo. —Que son… hojas de roble. —Le dedicó a Prudence una expresión de aparente desconcierto—. Pero no lo son. Son de abedul. Es un error muy común. A mí misma me ha pasado una o dos veces. —Elizabeth se dio una palmada en la frente y giró en redondo—. Buenas noches, Prudence. Está claro que necesito descansar —masculló al salir del salón y empezar a subir las escaleras hacia su cuarto. A la mañana siguiente, temprano, Elizabeth bajó decidida a resolver el misterio de sus crecientes gastos domésticos. Cuando se casara con Sumner, dejaría Berkeley Square, y no pensaba permitir que nadie le robara a su tía abuela Prudence delante de sus narices. Cuando llegó a la cocina esperaba ver a la señora Polkshank. Pero se encontró a Cherie sosteniendo una caja de vino muy pesada y a Prudence, con los ojos como platos por la sorpresa, con un jamón ahumado bajo el brazo. —¿Qué es esto? —preguntó, y le quitó el jamón a la tía abuela Prudence y el vino a Cherie y los puso sobre la limpísima mesa de pino. —Ya tenemos suficiente —contestó Prudence—. Más que de sobra. La señora Polkshank, que obviamente había oído la conversación, salió del sótano con una lámpara en la mano. —Yo diría que tiene suficiente champán de contrabando y carnes ahumadas para alimentar a todo el regimiento de su príncipe… o para un desayuno de boda. —Llamó a Elizabeth con un gesto—. Ande, venga, señorita Elizabeth. Querrá ver la razón por la que me ha estado incordiando desde hace casi dos meses. Elizabeth estaba completamente atónita cuando bajó por las escaleras de piedra y adobe. La señora Polkshank sostuvo en alto la lámpara para alumbrar la espaciosa estancia. Allí, por todo el sótano, había cajas y cajas de champán francés de contrabando, un cajón de clarete de primera calidad y carnes ahumadas de todas clases. —Entonces, los gastos de comida eran tan altos porque… —¡Por tu boda! —gritó su tía abuela hacia el interior del sótano. Elizabeth volvió a subir corriendo los pequeños escalones, con la señora Polkshank tras ella, sujetando en alto la vela para que su ama no tropezara en la oscuridad. Cuando salieron las dos, la cocinera cerró la trampilla y puso sobre ella una alfombra de estameña. La mirada de Elizabeth voló directamente hacia Prudence. —Pero ¿cómo sabías que iba a casarme? —Porque lo soñaste, niña. Y tus sueños se cumplen. Casi siempre. — Prudence sonrió—. En cuanto me enteré, comprendí que no tenía mucho tiempo para prepararlo todo, pero Cherie y la señora Polkshank me han ayudado a reunir lo que necesitábamos para un buen desayuno de boda. A Elizabeth se le saltaron las lágrimas. Había sido tan dura con la señora Polkshank por el coste de la comida… Y ella, Cherie y su querida tía
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abuela Prudence sólo estaban planeando la boda en la que creían… a pesar de que ella misma había perdido la esperanza. Abrió los brazos de par en par y las estrechó a todas en un sentido abrazo. Dos semanas después Iglesia de San Jorge, Mayfair —No va a haber suficiente —dijo la tía abuela Prudence al inclinarse sobre su bastón para mirar el interior abarrotado de la iglesia—. ¿Cuánto crees que beberán? Elizabeth se rió. —Es un desayuno, Prudence. No beberán tanto como crees. —Miró a Mary y Anne—. Creo que estoy lista. —¿No estás nada nerviosa? —Mary le puso una mano sobre el hombro con gesto reconfortante, y ahuecó luego el volante de tul que adornaba las mangas cortas de su vestido de boda. —No, nada. He asistido tantas veces a esta boda en sueños y con la imaginación que ni siquiera me preocupa la angustia de Prudence porque no haya suficientes botellas de champán. —Elizabeth se inclinó hacia Anne y le susurró—: ¿Lo has visto? ¿Está aquí? —Está junto al ábside, con el príncipe Leopold a su lado. —Anne tragó saliva. —¿Qué ocurre? Me estás ocultando algo. —Nada importante, pero cuando avances por el pasillo central y llegues a las primeras filas, no mires a tu derecha. —Anne se rascó el cuello con nerviosismo. —¿Por qué? —Elizabeth se ajustó los volantes de tul del bajo de sus blancas enaguas de satén mientras Mary apretaba los lazos blancos de su espalda. —Es sólo que… En fin, qué caramba, tienes que saberlo. Ha venido la princesa Charlotte. —Anne hizo una mueca. —¿Y por qué iba a molestarme eso? Sumner nunca tuvo intención de casarse con ella, y ella nunca ha estado enamorada de él. —Sonrió—. Además, puede que sea nuestra hermana. Y la familia siempre es bienvenida. —Supongo que tienes razón, Lizzy. —Anne seguía sin parecer muy convencida. Elizabeth se subió los guantes de cabritilla hasta los codos mientras Anne colocaba en su cabeza una corona de tul y raso blanco. —¡Qué guapa estás! —exclamaron Anne y Mary al mismo tiempo. Elizabeth se volvió y miró a lord Gallantine, que estaba muy galante con su chaqué oscuro y su corbata de seda. Él le ofreció el brazo y juntos echaron a andar por el largo pasillo central de San Jorge. El cabello blanco de lady Upperton, tocado con un sombrero provisto de una altísima pluma de avestruz, hizo mirar a Elizabeth hacia las primeras filas. Vio que, desde el banco que ocupaba la familia, lord Lotharian la miraba con orgullo y que Lilywhite ya se estaba enjugando los ojos con un pañuelo de encaje. Volvió la mirada hacia el ábside y sus ojos se encontraron de
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inmediato con los de Sumner. Sofocó un gemido de sorpresa, porque lo había visto así antes… en sueños. Estaba guapísimo con su guerrera carmesí y sus anchos hombros adornados con charreteras doradas. Una banda de raso blanco, adornada con varias medallas de honor, cruzaba su pecho. Mientras ella se acercaba, él se llevó un momento la mano a la boca, abrió la palma y le lanzó un beso, y un cálido estremecimiento le recorrió su cuerpo elegantemente ataviado. Cuando llegaron al ábside, lord Gallantine le entregó a Elizabeth a Sumner. Se miraron a los ojos y de pronto fue como si el mundo se disolviera a su alrededor. Ella oía al sacerdote, respondía adecuadamente, pero ni una sola vez apartó los ojos de él durante la ceremonia. Todo era tal y como lo había soñado. Hasta que sucedió algo que no esperaba y con lo que no había soñado ni una sola vez. En el momento en que el sacerdote declaró marido y mujer a Sumner Landsowne, marqués de Whitevale, y a la señorita Elizabeth Royle, el príncipe Leopold se acercó de pronto a su primo. Y allí, sobre un lienzo de terciopelo rojo, Elizabeth vio una diadema resplandeciente. Confusa, la miró más de cerca y reconoció la diadema que Sumner había colocado sobre su cabeza el día en que se conocieron. El príncipe Leopold le sonrió. —Su corazón la eligió para ti, querida, así que ha de ser tuya. — Desvió la mirada, y Elizabeth vio que estaba mirando a la princesa Charlotte. Ella inclinó la cabeza y le sonrió. Entonces miró a Sumner. —Eres mi amor, mi vida y mi princesa, y siempre lo serás —dijo él. Anne se acercó rápidamente y retiró el tocado de tul de la cabellera cobriza de su hermana. —Te quiero, Elizabeth. —Sumner le puso la diadema y se inclinó para besarla. Un momento después, los aplausos resonaron en la iglesia y Elizabeth y su marido regresaron al presente. Juntos se volvieron para mirar a los invitados y empezaron a avanzar por el pasillo central. Al pasar por el banco en el que se hallaban la princesa y la señorita Margaret Mercer Elphinstone, la princesa alargó la mano y tocó el brazo de Elizabeth. Ésta se detuvo para mirarla. —Siempre ha sido un príncipe entre hombres —susurró la princesa—. Nunca ha pretendido ser otra cosa. Elizabeth sonrió y asintió con la cabeza, a pesar de que no necesitaba que Charlotte se lo dijera. Siempre lo había sabido. Sumner era un príncipe de cuento y nunca dejaría de serlo.
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Capítulo 20 Berkeley Square Al día siguiente Elizabeth se miró en el espejo del vestíbulo mientras se ataba la hermosa cinta de raso verde del sombrero y ahuecaba el lazo de su cuello. MacTavish le dio el mantón de sarga rosa, adornado con pequeñas borlas blancas y luego le abrió la puerta. Acababa de cruzarla cuando oyó la voz grave de lord Lotharian procedente del interior de la casa. Volvió a entrar y siguió su voz hasta el salón, donde se sorprendió al verlo charlando animadamente con la tía abuela Prudence. Se volvieron ambos, y parecieron igualmente sorprendidos de verla allí de pie, con la boca abierta. —No sabía que había venido, lord Lotharian. —Elizabeth lo miró con suspicacia. Con aquel viejo y astuto calavera, nada era nunca lo que parecía—. Tenía la impresión de que mis hermanas y sus maridos iban a reunirse con usted en Cavendish Square… en la biblioteca de lady Upperton. ¿Me equivoco? Lotharian le lanzó una sonrisa encantadora. —No, no, en absoluto, querida Elizabeth. Pero como tu marido no ha llegado aún de su reunión en Carlton House, he pensado que quizá necesitarías un medio de transporte. —Vaya, gracias, milord. MacTavish tiene un coche de punto esperando fuera, pero le diré que lo despida. Discúlpeme. —Elizabeth sonrió, dobló la esquina y esperó un momento a que la conversación se reanudara dentro del salón. —Pero, dígame, ¿está completamente segura? —le preguntó Lotharian a Prudence—. Porque, una vez hecho, será muy difícil retractarse. —Ése era el plan desde el principio, Lotharian. En cuanto las chicas estuvieran felizmente casadas, se les diría la… la verdad conveniente. — Prudence hablaba con enérgica convicción—. Se lo dirá hoy, ¿no? —Sí, sí. —Lotharian parecía nervioso por primera vez—. Le ruego que se encargue usted de organizar mi funeral, porque en cuanto oigan lo que tengo que decirles, las chicas y sus maridos me estrangularán, no hay duda. La tía abuela Prudence se echó a reír al oírle. —Lo hará usted muy bien, Lotharian. Confío en usted. Se oyeron unos pasos pesados sobre la alfombra. Lotharian se marchaba. —Si hay algún cambio, avíseme inmediatamente. Elizabeth se escabulló por el pasillo de puntillas, calzada con sus botas de cabritilla, para pedirle a MacTavish que despidiera al cochero.
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Desde allí oía a duras penas a aquellos dos queridos ancianos. —Lo haré —dijo Prudence—. Adiós y buena suerte, lord Lotharian. —Gracias, señora Winks. Voy a necesitarla. Cavendish Square En la biblioteca Se habían llevado más sillas a la espaciosa biblioteca de lady Upperton para la ocasión. De qué ocasión se trataba, sólo lo sabía lord Lotharian. Y posiblemente la tía abuela Prudence. Elizabeth, sin embargo, había oído suficiente para saber que, fuera lo que fuese lo que iba a decirles, cambiaría de nuevo su vida para siempre. Aquello le inquietaba no poco, porque lord Lotharian no hacía nada a medias. Mary, Anne y Elizabeth se sentaron, nerviosas, en el sofá; tras ellas se habían colocado tres grandes butacas para el duque Rogan de Blackstone, marido de Mary, para el conde Laird de MacLaren, flamante esposo de Anne, y por último para Sumner, marqués de Whitevale, que acababa de llegar. Sentada delante de su servidor de té mecánico, lady Upperton entretenía a los presentes poniéndolo en marcha para servir una taza de té tras otra con toda eficacia. Miró la puerta oculta detrás de la librería más cercana a la chimenea. La minúscula señora estaba visiblemente agitada, y a juzgar por cómo temblaban sus manitas, de no haber inventado el servidor de té mecánico, ese día no habría podido asumir el papel de anfitriona para servirlo. De pronto se oyó un chasquido metálico y las llamas de todas las velas de la habitación apuntaron hacia el hogar en el instante en que la puerta secreta se abrió, absorbiendo tanto aire de la biblioteca que los mechones cobrizos del flequillo de Elizabeth se levantaron hacia la puerta. Lilywhite entró primero, seguido por el altísimo Gallantine, provisto de su peluca, y, por último, de Lotharian, que lucía en el semblante aguileño una expresión sumamente seria. Lilywhite y Gallantine ocuparon los sillones tachonados con botones colocados en paralelo a las hermanas Royle, pero Lotharian permaneció de pie. —Querido Lotharian —comenzó a decir Mary—, por favor, no nos torture alargando la espera. Anne asentía con la cabeza. —Esta noche no he podido pegar ojo, porque cuando usted convoca una reunión, la vida de alguien cambia por completo. —Y ahora que las tres estamos felizmente casadas, que fue lo que usted le prometió a nuestro padre y lo que ha cumplido —dijo Elizabeth, pensando en la conversación que había oído en el salón de Prudence—, imagino que tiene algún indicio nuevo del que informarnos, o algún plan en marcha para demostrar los derechos que nos corresponden por nuestro nacimiento. Lotharian movió las cejas al oírla. —Eres muy lista, Elizabeth. Todas lo sois. —Miró a todos los
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presentes, uno por uno, como si intentara deliberadamente posponer su revelación—. Pero, al parecer, no sois tan astutas como… yo. Todos se miraron, desconcertados, y empezaron a murmurar entre sí, pero nadie (ni siquiera los otros dos Viejos Libertinos de Marylebone) sabían qué se traía Lotharian entre manos. La única que no se movía ni hablaba era lady Upperton. Sencillamente, se miraba las manos temblorosas. Sumner se puso en pie. —Basta de juegos, amigo mío. Dígales a las señoras lo que tenga que decirles. Elizabeth y yo debemos emprender viaje hacia Whitevale antes de que se haga de noche. Lotharian le indicó que se sentara, sin dignarse a decir otra palabra hasta que todo el mundo estuvo sentado y en silencio. Cuando al fin se calmaron todos, dijo: —Las hermanas Royle no son hijas del príncipe de Gales y de Maria Fitzherbert. La historia de su nacimiento es una enorme estratagema ideada únicamente por mí con el fin de despertar el interés por ellas entre los círculos de la buena sociedad y hacer que las chicas se sintieran más seguras de sí mismas. —¿Qu-qué? Pero ¿cómo se le ocurrió semejante barbaridad? — preguntó Rogan, y, alargando un brazo, puso una mano sobre el hombro de Mary para tranquilizarla. —Le prometí a Royle que me encargaría de que sus hijas fueran felices y se casaran bien. Y lo he logrado. —Lotharian comenzó a pasearse mientras hablaba, con voz algo menos firme y serena de la que solía mostrar cuando se encontraba en compañía de amigos—. ¿Cómo, si no, iban tres chicas de Cornualles sin dinero ni relaciones a conseguir que se les abrieran las puertas de Almack's y de los mejores salones de Londres? Y, si no lograba que así fuera, ¿cómo iba a casar a las hermanas Royle con caballeros de alcurnia como ustedes? —Señaló a los esposos de las hermanas—. Sumner fue el único novio que no tenía previsto, claro que usted, lord Whitevale, estaba inmerso en otra estratagema para ocultar su verdadera identidad, ¿no es así? Lady Upperton y yo no nos dimos cuenta de quién era hasta que Elizabeth mencionó el nombre de Sumner. El príncipe Leopold es conocido por su formalidad, su elegancia y sus modales exquisitos. Desde el momento en que nos conocimos, señor, no exhibió usted el refinamiento que esperaba, sino más bien las virtudes de un militar: fortaleza de temperamento y lealtad. Gallantine estaba indignado. —¡Maldita sea, Lotharian! Nos has estado mintiendo a todos, incluso a Lilywhite y a mí, tus queridos compañeros del Club de los Viejos Libertinos de Marylebone. ¿Por qué lo has hecho? —Para que mi plan funcionara, todo el mundo tenía que creérselo. — Lotharian sacó el cofrecillo de documentos que había pertenecido al padre de las hermanas Royle. Debía de haber ido a Berkeley Square a buscarlo, pensó Elizabeth, no a llevarla a ella a la biblioteca, como decía. —Por suerte, vuestro padre sí tenía muchos contactos en la corte y el Parlamento. Hizo favores y guardó secretos… en este cofre. Lady Upperton tomó la palabra al fin.
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—Lotharian me pidió que fabricara un falso fondo mecánico en el cofre, cosa que hice. Escondió en él varias cosas que habían pertenecido a vuestro padre, cosas con las que tejer la oscura pero imaginativa historia de que erais las tres hijas secretas de Maria Fitzherbert, la católica con la que el príncipe se casó en secreto. —Entonces, ¿usted conocía su plan desde el principio, lady Upperton? —preguntó Laird. Ella asintió con la cabeza. —Confieso que sí. Casi desde el principio. Mary sacudió la cabeza enérgicamente. —No me lo creo. El chal de cachemira pertenecía a lady Jersey. —Sí, en efecto —reconoció Lotharian—. Royle guardaba muchas cosas. Entre ellas, un chal que lady Jersey usó para detener la hemorragia de Prinny después de una sangría. Como ella decía. Elizabeth observó a Lotharian atentamente. Su aplomo habitual había desaparecido. Tenía que estar mintiendo. —¿Y la página del registro matrimonial que encontramos dentro del libro? —preguntó Anne con impaciencia. —Sólo puse el Libro de enfermedades dentro del cofre porque Royle había escrito toda clase de comentarios crípticos en sus márgenes. Me llevé toda una sorpresa al ver el abrecartas y lo que había dentro del libro —reconoció Lotharian a regañadientes—. Está claro que tus hermanas y tú tenéis un don para el pensamiento deductivo, además de mucha suerte. —Pero, si eso es cierto, ¿los frascos de láudano también los guardó usted? —insistió Elizabeth, sin creer aún la nueva historia de Lotharian—. Llevaban la insignia de sir Henry. —Vuestro padre tenía gran número de frascos y pociones. Era médico del rey, igual que sir Henry. Yo ignoraba que los frascos llevaban la marca del baronet. Incluí los frascos de láudano porque encajaban perfectamente con mi historia inventada. Si Maria Fitzherbert estaba drogada, no podría haber sabido si sus hijas habían nacido vivas o muertas. Y si no lo llegó a saber, y vosotras teníais pruebas concluyentes de que era vuestra madre, dudaba de que os atrevierais a acercaros a ella provistas de una historia tan rocambolesca. Todos, excepto lady Upperton, su cómplice en aquella monstruosa maraña de mentiras, miraban con enojo a Lotharian. —Lo que no entiendo, Lotharian —dijo Anne—, es por qué se tomó tantas molestias para crear una historia fantástica sobre nosotras, un misterio que resolver. —Porque, si sólo os contaba la historia, no os convencería del todo — explicó Lotharian—. Si vosotras mismas descubríais pruebas de vuestro supuesto pasado, era mucho más probable que creyerais que erais… princesas por nacimiento. Dignas de la compañía de la alta sociedad. Elizabeth se levantó y puso los brazos en jarras resueltamente, como había visto hacer tantas veces a la princesa Charlotte. —¿Y por qué habríamos de creerle? Este cuento es tan fantástico como el primero. —Porque vuestro padre me pidió como favor que me encargara de que fuerais felices. Y sabía quién era yo. Lo que era. Por eso, cuando enfermó, recurrió a mí primero entre sus muchos amigos. Sabía que yo
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estaría dispuesto a hacer cualquier cosa. Que no pararía hasta que estuvierais las tres felizmente casadas. Sabía, por cómo soy, que podía confiar que cumpliera su último deseo. La habitación quedó en silencio. —No sé qué pensar —dijo Anne. —¿Qué es más fácil de creer, hermana? —preguntó Mary—. ¿Que somos hijas secretas del príncipe de Gales y Maria Fitzherbert, o que una pobre campesina de Cornualles dejó a tres bebés en el umbral de la casa de nuestro padre? Elizabeth estiró los brazos hacia delante. —Las circunstancias de nuestro nacimiento no importan. —Miró a Sumner y sonrió—. ¿Es que no lo entendéis? Todas estamos casadas con los hombres a los que amamos. Y tú, Mary, ya has sido bendecida con un hijo nacido de ese amor. Lady Upperton levantó la mirada hacia ellas. —Elizabeth tiene razón. Lo que importa no es de dónde procedéis, sino adónde habéis llegado. El regalo que os dejó vuestro padre fue asegurarse, por el medio que fuera, de que sus hijas conocerían el amor. Lotharian ha hecho que el mayor deseo de vuestro padre se hiciera realidad, aunque sus métodos hayan sido muy poco ortodoxos. Lotharian permanecía a un lado, con los brazos cruzados sobre el pecho como para defenderse. Elizabeth cruzó la biblioteca y lo abrazó. —Gracias, Lotharian. —Se volvió y miró a Anne, que también se levantó para acercarse a él. —Aunque me habrían dado ganas de retorcerle el pescuezo de haber sabido lo que estaba haciendo, sólo puedo darle las gracias. Porque ha logrado la meta que se proponía mi padre. Amo, soy amada y me siento más feliz que en toda mi vida. —Abrazó a Lotharian con fuerza. Mary se levantó con los brazos cruzados y miró a Lotharian fijamente a los ojos. —Lo que nos ha hecho pasar… —El amor es lo más valioso para vosotras, y es más probable que dure si hay que esforzarse por conseguirlo —repuso Lotharian—. Ésa es una lección que Rogan y tú teníais que aprender. Mary soltó una risilla. Se acercó a Lotharian y abrazó al anciano. —¿Me perdonáis? —preguntó él, indeciso, y luego miró a los Viejos Libertinos, que se acercaron y le tendieron las manos. Después se volvió en silencio hacia los tres jóvenes caballeros. —Supongo que ahora me sacarán a la calle a patadas. —Sonrió, nervioso. —Sólo si no podemos estrecharle la mano aquí, mi buen amigo —dijo Sumner. —Nos ha hecho usted un gran regalo —añadió Laird—. Le estoy muy agradecido. —Un libertino es un libertino… hasta que se casa —dijo Rogan—. Si lo sabré yo. Así que ¿cómo voy a reprocharle sus poco honorables métodos? —Dio una palmada en la espalda de Lotharian. —Exacto, muchacho —contestó éste—. Pero he llegado a la conclusión de que ya he vivido suficientes años como un libertino. —A sus
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viejos huesos les costó algún esfuerzo, pero se arrodilló delante de lady Upperton—. Querida señora, ¿me concedería usted el honor de ser mi esposa? —Ay, Dios mío. —Lady Upperton puso unos ojos como platos y se llevó una mano al pecho. Tardó un momento en controlar su respiración antes de contestar—: ¿Tiene el consentimiento de mi padre? Lotharian pestañeó, desconcertado por un instante, y luego sonrió. —No, milady, así que supongo que tendremos que huir a Gretna Green para casarnos. Pero, dime, mi querida niña, ¿es rápido el caballo de tu padre? ¿Y tiene buena puntería? Todos se echaron a reír. Hasta que comprendieron que la declaración de Lotharian no era una artimaña. Y que dos días después se exigiría su presencia en Gretna Green para la que sería, con mucho, la boda de la temporada: la de lady Upperton y lord Lotharian, el viejo libertino.
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Epílogo La lluvia corría por los cristales de la ventana, zigzagueando y retorciéndose como las lombrices que la señora Prudence Winks había apartado del camino con su bastón, echándolas al seto empapado del jardín de la casa de su sobrina cuando llegó de visita. Ésta iba muy callada. Su semblante parecía tan sombrío como el cielo de la tarde. —Puedes cambiar de idea, Maria —dijo Prudence—. El hecho de que todas las niñas estén casadas no cambia nada. Aún puedes atreverte y decírselo. Maria Fitzherbert miró a Prudence con sus ojos azules. —No, no puedo. No hace falta. —Sí que hace falta. —Había fingido ser la tía abuela de las trillizas durante dos años, y había llegado a quererlas como si fueran sus hijas—. Ellas querrían saberlo. Maria sacudió la cabeza lentamente. —No les haría ningún bien. Él se enteraría, la Iglesia descubriría su existencia y ellas no volverían a ser dueñas de sus vidas. —Pero si pudieran elegir entre conocerte y llevar una vida normal… —Nunca tendrán oportunidad de elegir, Prudence. Yo he elegido por ellas. —Una lágrima rodó por la mejilla de Maria—. Tomé esa decisión hace más de veinte años. Y todos hemos de atenernos a ella. —Pero Maria… Las comisuras de la boca rosada de Maria se levantaron. —¿Y dices que son felices? Prudence sonrió suavemente. —Lo son. Maria fijó la mirada en sus manos, que tenía unidas sobre el regazo. —Entonces no me arrepiento de mi decisión. Prudence sintió una quemazón en los ojos. No había más que decir. Maria volvió a mirarla. —Cherie ha pedido quedarse contigo. Le he dado mi bendición. —¿De veras? —Prudence se enjugó la lágrima que había quedado prendida en sus pestañas. —Me las he arreglado bastante bien sin ella, pero echaré de menos nuestras charlas semanales sobre las trillizas —reconoció Maria a media voz. —No hay razón para que se interrumpan. Sin duda Cherie y yo veremos a las niñas con frecuencia —dijo Prudence—. Aunque tendrán que acostumbrarse a la idea de que Cherie puede hablar y sólo es muy callada por naturaleza. Maria se rió suavemente. —¿No es increíble que, cuando alguien no habla, los que le rodean
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olviden que puede oír? —Hasta cuando está durmiendo. —Prudence sonrió. Qué lástima que su papel en el magnífico plan de Lotharian hubiera tocado a su fin. Pero las relaciones de las que había disfrutado no habían acabado. Prudence apoyó la punta de su bastón en la alfombra Aubusson y se levantó lentamente. Miró a su querida sobrina una última vez antes de marcharse. —Gracias, Maria. La fina piel que rodeaba los ojos de Maria se arrugó. —¿Gracias, Prudence? ¿Por qué? —Es igual, querida mía. Pero… gracias. Mientras caminaba hacia la puerta apoyándose en el bastón, las lágrimas emborronaban su visión, pero sonreía. Al haberse convertido en todos los sentidos en la tía abuela de las trillizas, disfrutaría de su cariño y de sus cuidados durante los últimos años de su vida, igual que durante las dos últimas temporadas en compañía de las hermanas Royle. Nunca volvería a estar sola. Y por eso siempre le estaría agradecida a Maria por el regalo que le había hecho.
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Nota de la autora Como en mis historias suelen mezclarse los personajes ficticios con los de carne y hueso, los lectores suelen preguntarme: «Pero, ¿de verdad ocurrió todo esto?» Es una pregunta a la que me resulta difícil responder, porque la respuesta es al mismo tiempo sí y no. El meollo de Cómo conquistar a un príncipe (el idilio entre Elizabeth y Sumner) es ficción, pero el resto de la historia es una compleja mezcolanza de hechos históricos e invenciones mías. Así, por ejemplo, Jorge IV y Maria Fitzherbert, una católica, estuvieron casados en secreto hasta que la Corona decidió que su matrimonio era ilegal y que, por tanto, no había tenido lugar, lo cual dejó libre al príncipe para casarse con Caroline, la madre de la princesa Charlotte. Se especuló asimismo, ya durante el periodo de la Regencia, con la posibilidad de que Maria Fitzherbert hubiera dado a luz en secreto a un hijo nacido de esta unión. Estos rumores se vieron alentados por el hecho de que, en el curso de su vida, la propia Maria se negara repetidamente a firmar un documento dando fe de que nunca había tenido un hijo del príncipe. La familia del príncipe Leopold perdió, en efecto, vastos dominios a manos de Napoleón, y su empeño en casarse con la princesa Charlotte obedeció muy probablemente a su necesidad de asegurarse un matrimonio de índole estratégica. Se dice también que, tras su boda con la indomable princesa de Gales, llegó a quererla y sufrió profundamente cuando ella murió de parto poco tiempo después. La bella señorita Margaret Mercer Elphinstone era, en efecto, la única amiga íntima de la princesa Charlotte. Llegó a ser también una buena amiga del príncipe Leopold, y se cree que su intervención fue fundamental para unir a ambos. Sir Henry Halford fue un médico influyente que trataba tanto a miembros de la familia real como a numerosas personalidades del Parlamento. Se lo conoce especialmente por haber sido el médico de cabecera de Jorge III, el rey loco. Realizó, en efecto, las autopsias para determinar la identidad de los esqueletos de los reyes Enrique VIII y Carlos I. Publicó sus hallazgos bajo el título Relación de lo que apareció al abrir el ataúd del rey Carlos I en la cripta del rey Enrique VIII en la capilla de San Jorge de Windsor (Londres, 1813). Existen noticias de que el baronet asustaba y dejaba pasmados a sus invitados utilizando la vértebra cervical seccionada del decapitado Carlos I como macabro salero. La suya era una historia demasiado disparatada para ser una obra de ficción. No tuve más remedio que incluirla en mi relato. Aparte del puente sobre el Serpentine, que no existía aún cuando tuvo lugar esta historia, toda la narración está situada en lugares que existían durante el periodo de la Regencia y que en muchos casos existen todavía hoy.
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En cuanto a las hermanas Royle y su intento de demostrar que eran de sangre real, las heroínas son, por desgracia, completamente ficticias, pero su empeño no lo es. Sé de al menos una familia que, todavía hoy, se empeña en demostrar (a través de pruebas de ADN y no de pistas halladas en el falso fondo de un cofre) que desciende de un hijo fruto de la unión entre Jorge IV y Maria Fitzherbert. Este libro está dedicado a esa familia. Saludos, KATHRYN CASKIE
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA Kathryn Caskie Kathryn Caskie es desde hace tiempo una apasionada de todo lo antiguo. Por lo que no sorprendió a su familia cuando su carrera se desvió de la superautopista en línea para dedicarse a escribir novelas históricas románticas. Kathryn, que está licenciada en comunicaciones y ha trabajado en marketing, publicidad y periodismo, ha escrito profesionalmente para la televisión, la radio, revistas y periódicos en el área metropolitana de Washington, DC. Reside en Virginia, en una casa estilo cuáquero de doscientos años de antigüedad, ubicada en las estribaciones de Blue Ridge Mountains, con su mayor fuente de inspiración, su marido y sus dos hijas pequeñas. Kathryn es autora de Dama de honor, y Las reglas de la seducción, ganadora del prestigioso Golden Heart, concedido por Romance Writers of America a la mejor novela romántica larga, y el Choice Award de Romantic Times Reviewers a la mejor primera novela histórica romántica. Los lectores pueden ponerse en contacto con Kathryn Caskie a través de su página web: www.katrhryncaskie.com.
Cómo conquistar a un príncipe Cuando Elizabeth Royle sueña que va a casarse con un príncipe, nada puede alejarla de lo que siente como una auténtica premonición: ni lo que diga la gente, ni las risas de su hermana Mary frente a tan descabellada idea. Cuando por fin conoce al hombre con quien quiere pasar el resto de su vida, sabe que se cumplirán todas sus ilusiones. Pero la cruda realidad desmoronará sus fantasías: su amado va a desposarse… Y nada menos que con una princesa. Lo que sería un obstáculo para cualquier mujer se convierte en un tentador desafío para Elizabeth: conquistará a su futuro marido bajo cualquier circunstancia. Y elige acercarse a él de un modo arriesgado y excitante: acepta el puesto de dama de compañía de su prometida. Aunque la pequeña de las Royle no se imagina aún las sorpresas que le esperan: para empezar, el noble de quien se ha enamorado guarda un secreto que puede cambiar su vida.
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*** Título original: How to Propose to a Prince Editor original: Avon Books Traducción: Victoria E. Horrillo Ledesma 1ª edición Noviembre 2010 Copyright © 2008 by Kathryn Caskie © de la traducción 2010 by Victoria E. Horrillo Ledesma © 2010 by Ediciones Urano, S.A. www.titania.org ISBN: 978-84-96711-94-5 Depósito legal: B-39.304-2010
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