11 Magic - Los Thran

April 18, 2017 | Author: chusabascal | Category: N/A
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Los Thran

J. Robert King

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Indice Parte I: La Ciudad Guerra Thran-Pirexiana. Día Uno: La Batalla del Desfiladero Megheddon.....................9 Capítulo 1........................................................................................................................17 Capítulo 2:.......................................................................................................................25 Capítulo 3:.......................................................................................................................33 Capítulo 4:.......................................................................................................................39 Capítulo 5:.......................................................................................................................45 Capítulo 6:.......................................................................................................................51 Capítulo 7:.......................................................................................................................59 Capítulo 8:.......................................................................................................................65 Parte II: La Nación Guerra Thran-Pirexiana. Día Dos: La Batalla de la Esfera Nula....................................75 Capítulo 9:.......................................................................................................................81 Capítulo 10:.....................................................................................................................87 Capítulo 11:.....................................................................................................................95 Capítulo 12:...................................................................................................................103 Capítulo 13:...................................................................................................................109 Capítulo 14:...................................................................................................................115 Capítulo 15:...................................................................................................................121 Capítulo 16:...................................................................................................................127 Parte III: El Mundo Guerra Thran-Pirexiana. Día Tres: La Batalla del Desfiladero Megheddon ................137 Capítulo 17:...................................................................................................................141 Capítulo 18:...................................................................................................................149 Capítulo 19:...................................................................................................................155 Capítulo 20:...................................................................................................................161 Capítulo 21:...................................................................................................................167 Capítulo 22:...................................................................................................................175 Capítulo 23:...................................................................................................................183 Parte IV: El Multiverso Guerra Thran-Pirexiana. Los Ultimos Días: La Batalla de Halcyon ............................191 Capítulo 24:...................................................................................................................197 Capítulo 25:...................................................................................................................205 Capítulo 26:...................................................................................................................211 Capítulo 27:...................................................................................................................217 Capítulo 28:...................................................................................................................223 Capítulo 29:...................................................................................................................229 Capítulo 30:...................................................................................................................233

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Parte I La Ciudad

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Guerra Thran-Pirexiana. Día Uno La Batalla del Desfiladero Megheddon

L

a mañana amaneció ardiente en el Desfiladero Megheddon.

Pero poco le importó a la vanguardia del ejército Thran. Los enanos amaban las rocas y el calor. Sus rostros parecían esculpidos en piedra. Su piel tenía el mismo tono oxidado de las paredes de la caverna que se elevaba a ambos lados. Eran enanos de élite de montaña, dos mil de ellos. Solapas de lona del color del polvo cubrían sus armaduras de placas protegiéndolas de la luz solar y de los ojos de encima. Telas similares envolvían las anchas cuchillas de las hachas de batalla. Largos mangos dejaban que estas pesadas armas caminaran por si mismas con sus extremos levantando nubes de polvo al lado de botas con suelas de hierro. El Comandante Enano Curtisworthy dirigía una estricta división. Los humanos marchaban directamente detrás de los enanos. Aunque altos, melancólicos, y vigorosos, estaban fuera de su elemento en las montañas y el desierto. Muchos eran reclutas de señores de guerra tribales de lados opuestos del globo. Los comandantes Thran y las tropas marcharon en medio de ellos para asegurarse de que los bárbaros cumplieran sus órdenes. Todos los humanos, Thran y bárbaros, tenían su valentía. O podría ser llamada arrogancia, o beligerancia. Fuera lo que fuese, se estaban marchitando en plena marcha a través de las montañas. Los cuarenta mil soldados humanos arrastraban los pies con la cansada resignación de los presos. Incluso los veinte mil jinetes apretaban los dientes y enroscaban velos mojados sobre sus bocas para protegerse del polvo. Los elfos eran los peores de todos. Lejos de la soledad de la corteza y el musgo, languidecían bajo el deslumbrante sol. Habían abandonado sus prendas de hojas y se habían envuelto en capas blancas: en parte albornoces del desierto y en parte sudarios mortuorios. Las manos élficas se extendían desde los pliegues retirados, la piel quemada y correosa. La rabia en esos ojos embrujados se había convertido en desesperación. Los elfos habían caído poco a poco a la parte posterior de la columna, demasiado lentos para mantener el paso incluso con la vanguardia enana, demasiado cansados como para luchar con cualquiera salvo una acción de retaguardia. A pesar de esto los elfos contaban unos diez mil y muchos eran magos y sanadores. Con tal de que pudieran lanzar hechizos y sanar a los enfermos ayudarían en gran medida al ejército. Uno de los flancos de la columna estaba custodiado por hombres lagarto. Aunque silenciosos y hoscos, estos combatientes eran astutos en los confines rocosos. En un solo instante de pasos veloces y colas ondulantes los diez mil Viashino podrían desaparecer en las grietas que se alineaban en el camino. Fanáticamente leales a los beys de guerra situados entre ellos estos reptiles estarían más a gusto sobre las extrusiones volcánicas de Halcyon que Yawgmoth mismo. En el otro flanco de la columna marchaban los mejores guerreros del ejército aliado: minotauros. Más decididos y vigorosos que los enanos, más enormes y violentos que los humanos, más implacables en la batalla que los Viashino, los minotauros nacen para la guerra. Aunque el polvo opacaba su armadura desde las coderas hasta los escarpes cada uno de los ojos de los minotauros refulgían con sed de sangre.

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A lo largo de la columna, marchando entre los soldados de carne y hueso, venían guerreros artefactos. Guerreros mantis con abdómenes de hierro flexible, serpientes metálicas con filosas mandíbulas, se escabullían sobre patas en forma de agujas, se tambaleaban hacia delante sobre molientes orugas. El colegio de los artífices nunca había apoyado a Yawgmoth y había acumulado máquinas de guerra más allá de su alcance. Cuando la guerra estalló inevitablemente los artífices hicieron que sus máquinas estuvieran a disposición del esfuerzo aliado. Lo mejor de todo era que unas trescientos carabelas de guerra navegaban por encima del desfiladero. Sus velas agitándose como murciélagos al costado de sus largos y elegantes cascos proyectaban una sombra bendita sobre los languidecentes elfos. Todos estaban listos para la guerra. La Alianza Thran, se llamaron a sí mismos, las cinco ciudades-estado exteriores del imperio unidas con representantes del resto del mundo conocido. Se habían reunido para luchar contra un solo hombre: Yawgmoth. Pero este no era un hombre, sino un monstruo, un monstruo cobarde. Seis meses antes, en Foenon, había salido fuera de la oscuridad de la noche. Había bombardeado a su propio pueblo para evitar que se uniera a sus enemigos. Había luchado y huido. Perverso y traicionero, cruel y sanguinario, no era mucho menos que un demonio. Un grito diabólico llegó desde la vanguardia enana, algo a medio camino de un chillido y un ulular. Los humanos y elfos, minotauros y Viashinos levantaron los ojos. El ejército acaba de rodear la última curva del Desfiladero Megheddon. Más allá de las paredes del cañón se abría una amplia llanura desértica. En el borde opuesto de dicho espacio sobresalía una alta meseta, la extrusión volcánica de Halcyon. Parecía un muro elevándose en medio del desierto, cuatrocientos sesenta metros de altura, con la gran ciudad llenando la meseta encima de ella. Halcyon había sido una vez la capital del Imperio Thran pero ahora cada alma en ella le pertenecía a Yawgmoth. El grito demoníaco se repitió, brotando de gargantas humanas e inhumanas y haciéndose eco a través de la boca rocosa de Megheddon mismo. Fue como si los ejércitos aliados hubieran alzado ese grito diabólico para invocar al demonio de su guarida. * * * * * Yawgmoth oyó la llamada. Sentado plácidamente en una silla de manos blindada a la cabeza de su ejército Pirexiano. Ellos esperaron en silencio en una cámara subterránea excavada para inclinarse hacia abajo en el suelo del desierto. La amplia boca de la caverna estaba cubierta por una pálida muselina para que se mezclara con la tierra blanqueada por el sol. Sería casi invisible para el avance del ejército hasta que el contingente desfilara a su lado. Tres bunkers similares a ese flanqueaban la trepidante tierra y una cuarta caverna natural yacía en un grupo de rocas en la base de la extrusión Halcyta. Ante la orden de Yawgmoth las cortinas caerían de estos bunkers y los cinco mil guerreros que esperaban dentro de cada uno de ellos surgirían en los flancos sin protección de su enemigo. Por ahora, sin embargo, Yawgmoth esperó. Oyó las invocaciones demoníacas pero no contestó. El no era un demonio. Él era un dios. Los últimos seis meses lo habían demostrado. El astuto Lord de Pirexia tenía muchas sorpresas esperando por la Alianza Thran. Sonriendo, Yawgmoth se echó hacia atrás en su silla de manos. "Ninguno de mis adversarios sobrevivirá a esta batalla." En ese mismo momento sus enemigos salían a la llanura. Eran tan audaces como lobos, y ¿por qué no? Liderados por enanos de élite, flanqueados por minotauros y

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Viashinos, custodiados desde el cielo por trescientas carabelas de guerra, apoyados por las mantis guerreras y las escurridizas creaciones de patéticos artífices, ¿por qué no iban a ser tan audaces como lobos? Incluso aullaban como lobos. Escuchar su insolente alarido fue casi suficiente como para hacer que Yawgmoth lanzara el ataque demasiado pronto. Pero esa presión no alcanzó para hacerle cometer tal error. Todo aquello había sido planeado demasiado cuidadosamente. Había pasos apropiados. Entre las legiones que marchaban derivaron las enormes sombras de las naves Thran. Mientras que el ejército había desfilado a través del desfiladero, estos barcos se habían quedado en una columna superior, cubriéndolos del sol deslumbrante y de cualquier posible ataque. Ahora las sombras, tan suaves y silenciosas como un cardumen de leviatanes, comenzaron a alejarse lentamente. Las naves darían indudablemente una vuelta a la ciudad, justo fuera del alcance de los cañones de rayos en sus muros, y le demandarían su rendición. "Veremos quién se rinde." Yawgmoth metió la mano en una caja plana que sostenía un pequeño plano tridimensional del campo de batalla. Pequeñas piedras de poder brillaron en puntos estratégicos en el desfiladero en miniatura y las llanuras. Yawgmoth tocó un cierto cristal incrustado allí y un sonido silbante respondió al movimiento. Sonrió. Los marchantes gritaron una vez más antes de que el sonido se abriera paso. Entonces, el ejército de la Alianza Thran lo oyó. Fue un silbido penetrante que pareció venir del mismo sol. Los soldados entrecerraron los ojos hacia las enormes moles de sus buques de guerra, tratando de ver más allá. En un latido de corazón el silbido se convirtió en un chillido. No había duda de ello. Los aliados habían escuchado ese sonido antes en Foenon. Allí, los barcos habían aparecido saliendo de la persiana de la media noche. Estos barcos salieron del mismísimo ojo del sol. "El único lugar para esconderse en un cielo brillante es justo al lado del sol," dijo Yawgmoth. Las decenas de buques de guerra Pirexianos cayeron sobre la armada aérea Thran. Los cañones de rayos destellaron a bordo de los buques de Yawgmoth. Agujerearon los cascos Thran. Quemaron a sus soldados. Los bárbaros se acobardaron. El aire sobre sus cabezas estaba lleno de barcos Pirexianos. Los humanos y elfos se lanzaron al suelo. Los enanos se plantaron en contra de la embestida, algunos lanzando sus hachas ineficazmente hacia el cielo. Los minotauros también corrieron furiosos contra la tormenta de buques. Algunas de sus cuchillas conectaron en verdad con los cascos sólo para salir rebotando hacia atrás en una lluvia letal. Astillas y humo estallaron de la flota Thran situada encima de sus cabezas. Una lluvia de armas y cuerpos carbonizados cayeron fuera de las naves destrozadas. En la estela de las rugientes naves Pirexianas el campo de batalla estaba cubierto de escombros y muerte. Sí, ahora era un campo de batalla. No había duda de ello. Las carabelas de guerra se estrellaron contra la tierra. Cayeron en un ritmo regular, como las pisadas de un coloso corriendo a toda velocidad. Con cada golpe que se sentía los soldados fueron aplastados por centenares. "Más fácil de lo que esperaba," murmuró Yawgmoth. Entonces lo impensable: fuego de cañón se arrastró través de los navíos Pirexianos. Sus cubiertas se abrieron con un desgarrón. Sus cascos se quebraron como cáscaras de nuez. Cayeron del cielo, ocho de ellos derribados en un instante.

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Yawgmoth lo vio. Una batería de sus propios cañones de rayos había sido arrebatada de la Batalla de Foenon y montada debajo de las carabelas de guerra Thran en la parte posterior de la columna aliada. Su mano se movió hacia el mapa, señalando el siguiente ataque. Mientras los soldados Thran se arrastraban por debajo de los buques de guerra ardiendo y luchaban por cubrirse, la tierra cobró vida repentinamente y horriblemente. El suelo se abrió bajo sus pies. Algunos combatientes cayeron, con sus piernas consumidas hasta la rodilla por la propia tierra. Otros se tambalearon hacia atrás desde un pozo traicionero sólo para hundirse en otro. Cayeron, sus manos, cabezas y rodillas sobresaliendo de agujeros con bordes afilados. Los caballos también se desmoronaron, sus cascos capturados y renqueando inmediatamente. Todo lo que cayó en esos agujeros nunca más volvió a surgir. Con un sonido como el de mandíbulas de tiburón cerrándose precipitadamente, persianas de guadañas aprisionaron cualquier carne y hueso que se les presentó. Los motores giraron. Las cuchillas se encontraron. La sangre fluyó en manantiales. Los guerreros chillaron. Estos se tambalearon hacia atrás con sus extremidades cortadas limpiamente por debajo de la rodilla, a lo largo del tobillo, por encima del codo. Algunos no se volvieron a mover, aquellos cuyas heridas arteriales vaciaron sus corazones y cabezas y cuerpos en un breve chorro. "Mis hermosos cangrejos de arena," suspiró felizmente Yawgmoth estirándose hacia su caja del mapa para tocar otra piedra de poder. "¡Levántense!" Los cadáveres desmembrados se movieron grotescamente. El suelo debajo de ellos se alzó. Monstruos de metal surgieron de centenares de pozos en la arena. Parecían gigantescos cangrejos de acero, chorreando arenilla de sus matrices ópticas. Habían sido enterrados debajo de la superficie y agujeros en sus espaldas se habían abierto para tragar y cortar las extremidades de los soldados Thran. Muchos de los cangrejos de arena cargaban inconscientemente con los cadáveres en sus caparazones metálicos. Otros sólo taladraban los escabrosos senderos dejados por los miembros amputados. Un par de chasqueantes garras precedían a cada bestia. Piernas hundidas se abrieron paso con sus garras para salir de los agujeros. Pinzas capturaron y picaron carne. Aquellos que huyeron, bárbaros y elfos, sólo se toparon con más cangrejos de arena. La mayoría se mantuvo firme. Los humanos y enanos y minotauros se alegraron de tener un enemigo al que mostrarles sus cuchillas. Ese fue todo el daño que pudieron hacerle a las criaturas artefacto. Las espadas tintinearon impotentemente en las armaduras. Los ataques no detuvieron a las silenciosas y eficientes máquinas. Las criaturas artefacto tallaron a los Thran como machetes tallando cañas. Los elfos lanzaron sus hechizos en la retaguardia de las líneas Thran. Los matorrales del desierto crecieron desenfrenadamente atascando a los cangrejos de arena y minotauros por igual. Los artefactos mecánicos se oxidaron y se convirtieron en polvo pero también lo hicieron las hachas de los enanos. Aparecieron criaturas invocadas: feroces osos, arañas gigantes, lobos ferales, pero ninguno estuvo a la altura de esos cangrejos, ninguno estaba destinado a una batalla en el desierto. Sólo el pueblo saqueador en su inmunda multitud logró hacer algún progreso. Ellos y sus especializados hierros y barras encantadas pudieron destrozar un artefacto en un suspiro. Por supuesto, con los cangrejos de arena, aquellos que destrozaron las máquinas fueron también destrozados por ellas. Por cada cangrejo de arena desactivado murieron decenas de saqueadores. Yawgmoth disfrutó del espectáculo un momento más antes de tocar las cinco piedras que invocaron a las cinco divisiones del ejército Pirexiano.

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Las lonas de color arena cayeron de las trincheras. Guerreros con armaduras plateadas marcharon seriamente hacia delante. Parecían máquinas. Hacha y espadas de piedras de poder brillaron con avidez en sus manos. Estos eran los guardias Halcytas. Marcharon como habían sido entrenados, sin romper filas, tallando su camino a través de cualquier impedimento: madera, acero, cerebro, hueso. Su fanatismo natural estaba recubierto por un hechizo de guerra. No desacelerarían. No se rendirían. No se detendrían hasta que sus enemigos estuvieran muertos. Los minotauros y enanos fueron rebanados por la mitad. Las armaduras plateadas tiñéndose de rojo mientras morían los aliados. "Realmente no tienen ninguna posibilidad," dijo Yawgmoth con un toque de falsa tristeza en su voz. Al norte y al sur se formaron cosas inesperadas. Bronceadas como el suelo del desierto, formas serpentinas se levantaron y retorcieron e hincharon. ¿Ciclones? Los remolinos de polvo permanecieron un momento fuera de los ejércitos, ganando velocidad. Sus vacilantes columnas se oscurecieron pareciendo solidificarse. Con una perniciosa intención los tornados convergieron en la guardia Halcyta que marchaba. Aquellos que se dirigieron obstinadamente hacia adelante se vieron atrapados en los vientos y fueron arrojados lejos. "Así que los elfos han traído algo útil después de todo. Es una lástima que más de ellos no sobrevivirán para presenciar mi siguiente sorpresa." Yawgmoth tocó un cristal oscuro y delgado en la caja del mapa. Desde la caverna en la base de la extrusión Halcyon, pisándole los talones a los guardias, acudió una enorme figura. Trepó de los espacios interiores. Forjada de metal negro, parecía un avatar de la cueva oscura misma. A medida que la silueta se elevó a la luz su forma se hizo evidente. Su cabeza inclinada era del tamaño de un mamut. Su mandíbula estaba articulada debajo de dientes de cimitarra. Hombros jorobados surgieron después. Brazos simiescos se agitaron por debajo, con grandes manos lo suficientemente largas como para agarrar y aplastar a diez hombres. Un torso de metal plateado, una pelvis nervuda y patas agazapadas. "¡Un behemot!" El nombre de la cosa fue susurrada por un millar de labios, el terror respirando a través del aire. El coloso galopó con los nudillos y las rodillas hacia fuera sobre el campo de batalla, cientos muriendo con cada pisada. Otro behemot acudió inmediatamente después del primero. Este también corrió velozmente hacia los aterrorizados invasores. El primer behemot se introdujo en las líneas Thran aplastando enanos a cada paso. Sus garras eviscerando falanges enteras de minotauros. Se apoderó de un buque volador, mordió a través de su quilla, extendió la mano por el interior de la bodega y arrancó el núcleo de piedra de poder. La carabela de guerra cayó del cielo en un torrente de chispas y astillas. Mientras tanto, el segundo behemot se abrió paso hacia un grupo de guardias Halcytas. Con un cuidado no mayor que el de un niño arrugando y arrojando hojas de hierba, el behemot agarró elfos, los estrujó en sus garras, y arrojó sus cuerpos rotos encima de los guardias. Rayas de color carmesí marcaron los yelmos y brazales de los que no pudieron evitar los cuerpos que caían. Como si estuviera espantando insectos, la guardia Halcyta se desprendió de las formas moribundas y siguió adelante. "Muy pronto se quedarán sin elfos," se dijo Yawgmoth con auto-satisfacción. "Los elfos luchan como palomitas de maíz. Me gustaría ver a este behemot luchando verdaderamente."

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Y consiguió su deseo. Las grises garras del behemot se llenaron repentinamente de metal retorciéndose: criaturas artefacto. Muchas de ellas eran mantis guerreras. Otras tenían la configuración de seres humanos. Más aún eran un conglomerado de criaturas, con espaldas curvas y piernas contraídas y guadañas surgiendo de sus costados. El behemot levantó una mantis guerrera de aspecto frágil y la aplastó en una garra. Tomó una segunda y la estrelló contra la otra. Miles de servos gimieron cuando el behemot giró sus brazos a la par y lanzó a lo lejos a las mantis. Excepto que las mantis no salieron disparadas. Aunque estaban quebradas, sus patas y sus pinzas aguantaron. Se retorcieron pero no en una destrucción espasmódica. Las patas se movieron a propósito, arañando los brazos levantados del behemot. Este luchó para sacudirse de las cosas sin ningún resultado. Más criaturas artefacto subieron por sus piernas. Parecieron cucarachas pululando por una figura ensangrentada. Treparon, la cubrieron, la abrumaron. "Maldita sea," dijo Yawgmoth. "Deben ser diseños de Glacian." En un momento, el behemot se vio completamente cubierto con artefactos arácnidos. Se tambaleó unos pasos más y luego se derrumbó boca abajo sobre las filas de guerreros mecánicos. La guardia Halcyta siguió adelante con la intención de liberar a la bestia caída. "¡No!," gritó Yawgmoth tocando las piedras en la caja del mapa. "¡No! Retrocedan." Fue demasiado tarde. Comenzó un profundo lamento. Los resortes se estiraron más allá de su capacidad constitucional. El cuerpo gris del behemot se dividió y fue echado hacia atrás. Desde abajo, miles de tendones metálicos azotaron, matando a todos los que lo rodearon. Como si fueran látigos, hicieron añicos tanto a criaturas artefacto como a guardias Halcyta. El acero azul-grisáceo azotó. La armadura plateada se cortó. La sangre roja fluyó. "Malditos guardias Halcytas," gruñó Yawgmoth. "Todos ellos serán Pirexianos." Esta batalla duraría más que un momento abrasador. Poco importaba. Yawgmoth había hecho planes para un combate largo. Sus fuerzas resistirían: la guardia Halcyta y la guardia Pirexiana, la flota, los artefactos mecánicos… "Mientras la Alianza Thran está ocupada yo pasaré a la ofensiva." En las montañas situadas más allá de los ejércitos invasores había un objetivo largamente ignorado. Era sin duda el mayor logro de la Escuela de Artífices Thran, una enorme emisora de comunicaciones que le permitía a la universidad supervisar cada criatura artefacto en el Imperio Thran. También podía apagar cualquier mecanismo que funcionara incorrectamente. Desconocida para todos menos para Yawgmoth, la estación podría incluso darle órdenes a esas criaturas. Yawgmoth capturaría la estación emisora, la Esfera Nula, y con ella comandaría al ejército de artefactos Thran. Yawgmoth sonrió maliciosamente y puso su mano debajo de la piedra de control de su silla de manos. La nave se elevó, silenciosa y suave, desde el bunker y salió disparada hacia la ciudad de la superficie. Su carabela de guerra personal esperaba allí, su tripulación personal. Ellos capturarían la Esfera Nula. Comandarían los artefactos mecánicos del imperio. Yawgmoth aplastaría a los Thran y sus aliados bárbaros y haría poner de rodillas a toda Dominaria.

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Capítulo 1 16

Nueve Años Antes de la Guerra Thran-Pirexiana…

G

lacian amaba las tinieblas y el azufre. Amaba las máquinas enormes.

Gigantescas levas rotaban en respiraderos volcánicos. Conductos siseaban con vapor sobrecalentado. Calderas gruñían sin cesar. Fuegos eructaban de fundiciones. Orbes de cristal resplandecían incandescentemente. Glacian amaba la plataforma de maná de Halcyon: vasta y subterránea, hundida dentro de un volcán inactivo, impregnada de la energía en bruto del mundo. Él era el único en la ciudad que entendía verdaderamente a estas máquinas: ¡en la ciudad y en el mundo! Glacian era el más grande artífice en un imperio de grandes artífices. Esto, su diseño, era diez veces más potente, cien veces más eficiente, y una cuarta parte del tamaño de la plataforma en Shiv. Glacian era el único en el mundo que entendía a estas máquinas y las máquinas le devolvían el favor. Eran las únicas que entendían a Glacian. "¡No! ¡No! ¡Tú costra purulenta!," dijo Glacian dándole una bofetada en la nuca a un trasgo bastante maltratado. "¡Abre los respiraderos cinco y nueve, no cuatro y siete! ¿Quieres hacer volar la plataforma entera? ¡¿Quieres hacer desaparecer Halcyon de la faz de la tierra?!" "Abrir cinco y ocho," dijo la estridente criatura, luchando por contar con los dedos de una mano y faltándole uno. "¡Cinco y ocho no! ¡Cinco y nueve! ¡También cuenta tus pulgares!," gruñó Glacian volviendo a golpear a la criatura. El cabello del hombre se había puesto prematuramente gris por tratar con criaturas como esa. Aunque apenas tenía cuarenta años parecía de cincuenta y cinco. Bajo, flaco y encorvado, era una cobarde criatura adecuada para la oscuridad sulfúrica que amaba. "¡Vete! ¡Fuera de aquí! ¡Lo haré yo mismo! ¡Vete! ¡Sigue adelante hasta que llegues a las Cuevas de los Condenados! Serás más útil para ellos asado en un palo de lo que eres para mí." Eso no era tan cierto. Como en Shiv, ese mecanismo había sido diseñado para ser manejado por trasgos. Las tuberías de acceso no admitirían seres humanos. Aunque muchos de los artífices Thran habían ayudado a construir la plataforma, ningún Thran estaría dispuesto a trabajar en la ardiente oscuridad, corriendo un riesgo incesante de chamuscarse al lado de un alto horno. Los ciudadanos de Halcyon no se dignarían a descender de su paraíso flotante encima de la superficie, aunque su paraíso estuviera sostenido por las piedras de poder de la plataforma. Los prisioneros en las Cuevas de los Condenados tampoco ascenderían para trabajar en la plataforma. Solo los trasgos tenían una afinidad por los espacios oscuros. Sólo los trasgos pondrían soportar al rencoroso Glacian. Incluso a sus propios aprendices no les agradaba su maestro. Por ello Glacian prefería la compañía de los trasgos. Glacian caminó concentradamente por el suelo en medio de chimeneas humeantes y rejas tintineantes y llegó a la matriz que regulaba la ventilación. Una llama tibia ardía tristemente por encima de la acumulación de hollín, arrojando una luz tenue hacia abajo. Glacian tomó un trapo sucio de un gancho cercano y limpió la arenilla de los indicadores. Comprobó los niveles, aflojó la presión de las rejillas de ventilación cinco y nueve, poniéndolas en línea.

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"Esos pequeños patanes podrían nacer con un par de dedos más. Están perdiéndolos constantemente bajo las esferas." Un ruido sordo comenzó a sonar en el pasaje más allá de las máquinas. "Ah, ahí hay uno justo ahora." Glacian se dirigió hacia el sonido dejando atrás flancos de acero sudoroso. Conocía cada uno de los contornos de esos grandes dispositivos. Los había visto todos en su cabeza meses antes que cualquiera que los hubiera visto en la realidad. Los esquemas siempre caían en cascada a través de su mente. El pensaba en diseños tridimensionales como otros pensaban en palabras. Una idea para un motor nuevo podía nacer en el comienzo de un respiro y estar plenamente formada y articulada en su mente antes de que pudiera exhalar. Lo único que lo ralentizaba eran sus manos. No podía poner sus ideas en papel lo suficientemente rápido. La gente lo desaceleraba aún más. Una tercera parte de sus inventos estaban sin construir por falta de dinero y un tercio más por falta de ganas. El tercio final aparecían a su alrededor al igual que lo había hecho esa enorme plataforma: un momento de inspiración realizado durante más de una larga década por un millar de trabajadores. El corazón mismo de esa inspiración rodaba justo por delante. Glacian apareció de entre las máquinas. Entró en un largo pasillo cuyo conducto acolchado bajaba hasta su centro. El conducto se inclinaba suavemente hacia abajo hasta la cámara de carga del cristal a su izquierda. Una gloriosa visión se aproximó desde su derecha. Saliendo de la oscuridad surgió una gigantesca esfera cristalina. Era perfectamente lisa. El orbe, una sólida esfera de cristal, mediría unos seis metros de diámetro y pesaría más de cien toneladas. Glacian conocía esos datos instintivamente pero rara vez pensaba en ellos cuando veía a los globos enormes rodar hacia la cámara de carga. En su lugar pensaba en belleza. Era su única conexión real con la belleza… A excepción de los ubicuos trasgos que la impulsaban en su camino. Metían crudas varas de madera debajo de la esfera, algunas detrás para hacerla rodar hacia adelante, y algunas delante para reducir su velocidad. Glacian les podría haber dotado de una herramienta de ingeniería pero la madera era lo suficientemente suave como para no rayar el cristal. Los huesos de trasgo no lo eran. "¡Fuera del camino!" gritó Glacian avanzando hacia los equipos de trabajo. Apartó a una de las pequeñas criaturas de su vara que quedó atrapada por debajo de la esfera en avance. "¡Vigila tus uñas, tú pequeño escarabajo pelotero! ¿Quieres que esa cosa ruede sobre ti?" Glacian había estrictamente prohibido a los trabajadores que quedaran atrapados debajo de los orbes. Aún así, todos los meses era aplastado uno, estropeando un orbe con arañazos de dientes y huesos. Glacian deseaba frecuentemente idear algún proyecto que suavizara los dientes y huesos de los trasgos, previniendo tales daños, pero las artes oscuras de la medicina habían sido prohibidas desde la guerra civil. "Debes soltar la vara," le aconsejó al trasgo y lo arrastró de vuelta entre las máquinas. "Estará echa astillas después de que pase el orbe." El hombre y el monstruo se pararon uno al lado del otro mientras pasaba rodando la enorme bola. La cosa era tres veces y media más alta que Glacian y a pesar de deslizarse suavemente sacudió el suelo profundamente. "Un solo orbe que se rompa se transformará en mil piedras de poder. Mil piedras cargadas en una única irradiación." Negó con la cabeza, riendo. "Ellos estarían contentos de conseguir un centenar de piedras por mes de la plataforma en Shiv." Un sonido similar a un maullido vino del trasgo a su lado. "Awwj. ¿échale viztasoj esoj? Awwj, ¡maldita sea!" "¿Qué?" preguntó Glacian. "¿Qué?" "Fíjate mi palo." La cosa yacía pulverizada en la pista. "Maldijciónj."

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Glacian empujó a la criatura a un lado. "¡Típico de una bola de pelos como tu! Una joya inapreciable pasa rodando a tu lado y lo único que ves es una línea de aserrín." "Maldita sea," coincidió el trasgo pateando las astillas. "Maldita sea." Glacian negó con la cabeza. Los trasgos eran sólo un poco menos perceptivos que el ciudadano medio de la Halcyon de la superficie. Si no fuera por las oscuras máquinas de Glacian, su plataforma infernal, y sus secuaces incomprensibles, no existiría nada del esplendor celestial de la ciudad. Cada uno de esos orbes estaba destinado a proporcionar los cimientos del Templo Thran, el edificio más alto en toda la ciudad. Aunque la gente de Halcyon viviera sobre, en y por el trabajo de Glacian, eran resentidos y desconfiaban de él de cualquier modo. Glacian ignoró al trasgo abatido y siguió la estela del orbe rodante. Equipos trasgo lo empujaron más allá de máquinas zumbantes y lo introdujeron en una cámara en el extremo del corredor. El espacio se centraba en un pozo circular de dos metros en el suelo. El orbe se asentó en lo alto de este pozo. Las paredes curvas contenían agujeros similares, cada uno dirigiéndose a conductos que admitían la luz del sol a partir de espejos situados a través del desierto. El resto de la cámara era espejada de modo que no se perdiera nada de la energía solar o de la energía térmica del volcán. Incluso la enorme puerta curva que los había admitido tenía espejos en su interior. Glacian dio una vuelta alrededor del globo mientras unos parloteadores trasgos lo pulían con trapos largos. Mientras tanto el hombre se quedó mirando en las profundidades de la piedra. El cristal era tan profundo y tan perfecto que era negro en su centro. Cualquier luz que fluyera en su interior era desviada alrededor de su corazón. El futuro estaba allí, en ese centro invisible, a no más de tres metros de distancia a través del cristal claro y, sin embargo, podría haber sido el núcleo oculto de otro mundo. "Está bien, es suficiente," dijo Glacian a los trasgos. Cualquier polvo o aceite que hubiera quedado en el exterior de la piedra sería quemado instantáneamente en los primeros momentos de la radiación. "Despejen la cámara. Aseguren la puerta." Mientras los trasgos se marchaban del lugar, parloteando, Glacian se retiró a una escalera curva. La subió. Los escalones seguían el borde exterior de la cámara de carga. En la parte superior había una habitación pequeña, su sala de control. Dentro había un asiento solitario ante una consola de piedras de poder. Un pequeño portal negro daba una vista a la cámara de carga. Sólo al ser bombardeada con una energía suficiente como para fundir el basalto la ventana espejada daría una idea de lo que ocurrió dentro. Glacian se sentó ante la consola. Un racimo de tubos de comunicación emergía de su centro. Los abrió. En la base de cada uno descansaba una brillante piedra de poder que transmitiría sus palabras a metros y kilómetros de distancia. "¡Bloqueen las compuertas!" "Puertas bloqueadas," fue la respuesta. "¡Deslicen las escotillas termales!" "Escotillas deslizándose." "¡Abrir canales espectrales!" "Canales abriéndose." "¡Alinear espejos de rayos tres, seis y nueve!" "Espejos alineándose." La pared de la cámara de control comenzó a zumbar y un tenue brillo atravesó el cristal ennegrecido. "Alinear rayos dos, cinco y ocho." La luz se intensificó. Los conductos alrededor de la cámara vertieron la luz en el orbe. La energía térmica ardió desde abajo. "Alinear rayos uno, cuatro y siete."

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El resplandor se hizo más intenso. Dedos de luz y fuego se introdujeron en el negro corazón del orbe. El centro secreto que antes había hecho rebotar la luz ya no pudo contener la brillante inundación. La piedra refulgió como un segundo sol. El calor volcánico se extendió hacia arriba a través del cristal. Este retumbó y se sacudió. El resplandor era insoportable pero Glacian no apartó la mirada. Aquello era su misma mente: inmensa y perfecta, atravesada por un poder tan magnífico que no podría mantenerlo. Las grietas se propagaron a través del cristal como relámpagos a través del sol. Fisuras en zig zag corrieron desde el corazón hacia fuera en todas las direcciones. Las fisuras se reunieron y se multiplicaron a lo largo de las líneas de fractura. Pronto lo que era irregular se convirtió en regular. En vez de fragmentos desiguales de piedras, el gran orbe se estaba dividiendo en joyas perfectas: tetraedros, hexaedros, octaedros, dodecaedros, icosaedros… Quedaron apretadas en estrechos caparazones concéntricos sobre todo el inmenso orbe. Allí donde la geometría del espacio no hubiera permitido sólidos regulares aparecieron otras formas relucientes: gemas ovaladas en una explosión alrededor del núcleo interno y joyas marquesas proliferando en todo el borde exterior. Algunas eran del tamaño de cabezas, algunas de corazones, algunas de ojos, y algunas como dientes pequeños, pero cada una tenía una forma perfecta. Todas esas facetas reflejaron la luz: un millar de nuevas lentes y cientos de miles de nuevos espejos. Esta se volvió a intensificar. El orbe tembló violentamente. Si en ese momento se hubiera partido todas esas piedras sólo se hubieran transformado en pedazos de vidrio finamente cortados, pero si la esfera se mantenía junta un momento más… "Resistiendo más allá de lo imposible," susurró Glacian con avidez. Sus propios ojos brillaban con la furia de la transformación. "¡Qué visión!" Glacian bajó una persiana de tres centímetros de espesor sobre la ventana… justo a tiempo. La luz que estalló más allá fue suficiente como para brillar a través del acero sólido y delinear claramente sus propios huesos de los dedos de las manos sostenidas en alto. En el interior de la cámara se derramó una energía suficiente como para energizar cada piedra independiente en el orbe. Las facetas se mantuvieron, perfectas e inmutables, pero el material dentro de cada piedra fue transformado de materia en energía pura. Una piedra del tamaño de un diente podría iluminar una habitación entera. Una piedra del tamaño de un ojo podría propulsar una silla de manos alrededor de la ciudad. Una piedra del tamaño de un corazón podría calentar una casa incluso en el invierno más frío. Una piedra del tamaño de una cabeza podría enviar carabelas corriendo por el cielo. Una piedra del tamaño de un hombre podría sentar las bases para un templo aéreo, el Templo Thran. Glacian se puso de pie. No había nada más que ver. Cada medidor situado a través de su consola se sacudió en sobrecarga. La ventana cerrada titiló como un centenar de antorchas. Los tubos de comunicaciones rugieron con los informes de los equipos lejanos y cercanos. Glacian ignoró todo eso. Si todo había ido bien ahora la cámara tendría mil piedras de poder. Si había ocurrido incluso un solo fallo, la implosión destriparía toda la plataforma de maná y derrumbaría toda la ciudad. No habría forma de detener el proceso. Glacian abrió la puerta de la sala de control y bajó plácidamente por las escaleras. El muro de piedra junto a él, de tres metros de espesor, resplandecía con la luz y el calor irradiado que rizó el vello de su brazo. El silbó feliz. Para el momento en que llegó al pie de la escalera la reacción se estaba desvaneciendo. El aire ardiente silbaba por las válvulas de escape situadas por toda la cámara y habría matado a

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cualquier criatura que se hubiera parado en el lugar equivocado. Glacian puso su mano en el picaporte y con una suave presión liberó la cerradura. La puerta se abrió de par en par. Allí, delante de él, estaba situado el enorme orbe. Refulgía brillantemente, mil piedras de poder cargadas en la matriz delante de su creador. Pequeñas líneas de humo subían silbando desde todas las grietas para dar una vuelta ominosamente contra el techo espejado. Glacian aspiró el aroma. Era un olor picante y asesino, el olor de un rayo justo antes de caer. Un trasgo le trajo un bastón de madera, ya que la criatura había sido entrenada para ello. Glacian lo levantó encima de la cabeza y lo descargó sobre la esfera de seis metros. Las piedras preciosas cayeron en cascada y provocaron pequeñas campanadas cuando se deslizaron alrededor de su creador. Glacian se situó en medio del resplandeciente diluvio. Pensó en como esas piedras, la mayor de las mil, llevarían hasta el templo su amor por la construcción. Sí, no eran sólo las máquinas y las piedras las que entendían a Glacian el genio. También lo hacía su amada Rebeca. A medida que los cristales se depositaban en el suelo a su alrededor, Glacian murmuró al trasgo: "¡Observa!" Sólo que no era un trasgo. La esbelta y decrépita figura a su lado era un ser humano, un Intocable de las Cuevas de los Condenados. Ellos escapaban de su profunda prisión cada vez que podían y se escabullían hasta la plataforma como ratas curiosas. Éste le miró de reojo hacia arriba, sus ojos iluminados con una furia animal. Sostenía una de las nuevas piedras de poder en su mano. "¡Bienvenido a la compañía de los condenados!" El pequeño hombre retorcido introdujo de un golpe la piedra perfecta en el vientre de Glacian. En los próximos instantes, sólo hubo una golpiza y sangre y el tenue reconocimiento de que los Intocables se habían amotinado por toda la plataforma. Glacian se desplomó, sangrando sobre las piedras relucientes que había hecho. Pero no tenía que haber sangre sobre los brillantes cristales. No tenía que haber sangre en los cimientos del Templo Thran. "Perdóname, Rebeca. Perdóname." * * * * * Rebeca corrió por los pasillos de la enfermería hasta un cruce. Hizo una pausa y se quitó el pelo rubio despeinado de sus ojos. "¿Por dónde? ¿Dónde está?" Golpeó con un puño en su pierna, enviando una nube de polvo de cemento en el aire. Creía conocer a esos blancos y sinuosos pasadizos. Después de todo, ella había diseñado el edificio. Largos bancos de ventanas mostraban la gloriosa ciudad, destinados a dar esperanza a los que estaban enfermos. Las paredes curvas y claraboyas esmeriladas pretendían emular las nubes. Los caminos sinuosos querían parecerse a jardines en el cielo. Algo tan simple como caminar y respirar en ese hospital debería haber devuelto la salud. Todo ello, sin embargo, en ese terrible momento, se había convertido en un laberinto enloquecedor. Rebeca reconoció a uno de los sanadores y corrió por el pasillo hacia ella. "¿Sabes dónde está? ¿Dónde está Glacian?" "¿Glacian?" preguntó la mujer plácidamente en sus túnicas blancas. "¡Sí, Glacian! El genio de Halcyon," insistió Rebeca aferrándose a la mujer. "¿Sabes dónde está?"

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Una luz de reconocimiento entró en los ojos de la sanadora. "Oh, ¿el hombre apuñalado durante los disturbios en la plataforma de maná? ¿Sí? Está justo ahí delante, en la sala de la derecha." Normalmente Rebeca le habría dado las gracias pero estaba demasiado concentrada en la puerta. Más allá, Glacian yacía sobre una mesa de mármol. Sus brazos y piernas estaban extendidos a lo largo de sus bordes. Cada extremidad estaba sostenida por un sanador acurrucado. Tres más trabajaban sobre él. Sus túnicas blancas estaban pintadas con sangre, sus dedos seguros temblorosos por la incertidumbre. "¿Qué es eso?" preguntó Rebeca con ansiedad. "¿Qué le está pasando?" Uno de los sanadores, un hombre mayor con cejas tan amplias y blancas como plumas, miró afligido a los ojos de Rebeca. "Nuestra curación mágica. No está funcionando con él. Sólo parece ponerlo peor. Sólo parece calentar el cristal." Entonces Rebeca lo vio, una piedra del tamaño del corazón de un hombre estaba incrustada en una sangrienta herida en el vientre de Glacian. "La piedra de poder debe estar interfiriendo con la magia. Tienen que sacarla," insistió ella. Los ojos del sanador se ampliaron aún más. "Nuestra fe nos enseña que solo la mano de la magia está para eliminar cualquier objeto extraño ya que los torpes dedos pueden perjudicar aún más al…" Antes de que cualquier sanador pudiera detenerla, Rebeca metió la mano y extrajo la ensangrentada piedra. Era una gema ovalada. La sangre de Glacian corría por sus bordes. Rebeca miró la horrible cosa por un momento y luego la presentó a uno de los sanadores. "Tómala. La magia de curación no funcionará hasta que la piedra haya desaparecido." Un joven recibió la piedra con un asentimiento sin palabras y la sacó rápidamente de la habitación. Rebeca acarició la cara manchada de sudor de su marido. "Ya está fuera, Glacian. La piedra ya está fuera." Las convulsiones del hombre habían cesado. Ahora yacía como un trapo sobre la mesa ensangrentada. "Hay más..." dijo con voz áspera, "... de donde vino esa. Unas buenas… cien para tu… templo..." "El templo no me interesa," dijo Rebeca. "Eres tu quien me preocupa. Dejaré que los sanadores hagan su trabajo. Les dejaré que cierren la herida." Glacian sonrió, una vista poco común. "Esta... se sintió profunda. Se sintió… como si nunca fuera a cerrarse." Antes que Rebeca pudiera responder, un gran estruendo sacudió la enfermería. Se oyó un sonido desgarrador y gritos: una implosión de piedra de poder. Un sanador entró en la sala. "¡Vengan rápido! ¡La mitad del edificio ha desaparecido! ¡La mitad del edificio ha desaparecido!" Rebeca se quedó muda de asombro. "La piedra," jadeó Glacian, "debía… haber sido… imperfecta." "¿Y eso cómo puede ser?" preguntó Rebeca con un temor velando su rostro. Glacian jadeó con tristeza: "¿Qué piedra perfecta… podría haberme apuñalado?"

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Capítulo 2 24

Y

awgmoth se apartó del Camino del Peregrino y se paró en una extrusión

rocosa. El desierto era un disco enorme y de color pardo por allí debajo. No parecía tanto como un lugar sino como un no-lugar. Desde esa altura, los arbustos espinosos y árboles achaparrados sólo parecían líquenes aferrados a una piedra infértil. Caminos y senderos de caza formaban una red frágil por el suelo. Una larga y solitaria carretera atravesaba el desierto, uniendo a las otras ocho ciudades-estado Thran con su capital: Halcyon. Yawgmoth había caminado cada paso a lo largo de esa carretera. El Consejo de Ancianos había revocado su destierro, le había llamado desde los confines del mundo, le había exigido que abandonara a sus camaradas exiliados y se reportara en la capital del imperio, pero al parecer ellos no habían sentido la necesidad de proporcionarle un transporte. Mientras había caminado por el Camino del Peregrino cientos de naves habían pasado por encima de su cabeza. Las naves de carga de grano y cerveza eran aparentemente más preciadas que Yawgmoth. A él no le importó. Yawgmoth era joven, sólo tenía treinta y cinco, una buena musculatura y más alto que la mayoría de los otros Thran. Su piel bronceada resistía hasta el sol abrasador del desierto y su grueso pelo negro le formaba una visera natural a través de sus ojos. Ropas de viajes sucias y andrajosas escondían un cuerpo en sintonía con trabajos forzados y privaciones. No le importó el viaje mortal o el insultante desprecio del consejo. Estaba acostumbrado a ambos. Antes de recibir su llamada, Yawgmoth y todos los practicantes de la "curación médica" habían sido oficialmente expulsados del imperio. Su exilio concluyó una guerra civil que había comenzado cien años atrás. Había sido una guerra por la soberanía de las ciudades-estado. Cuando Halcyon solidificó su posición como capital del imperio, la guerra se politizó como una batalla entre "artífices" y "eugenistas". Los artífices creían que para mejorar a los Thran se debían construir máquinas más grandes y mejores. Los eugenistas creían que para mejorar a los Thran se debía diseccionar y comprender las máquinas de la biología. Ambos querían mejorar a los Thran. No había ningún conflicto entre los genuinos artífices y los genuinos eugenistas. Cada facción, sin embargo, fue defendida por un partido político, los artífices por la elite imperialista y los eugenistas por la chusma republicana. Cuando la chusma fue finalmente derrotada, los defensores de los eugenistas fueron usados como chivos expiatorios y exiliados. Yawgmoth y sus doscientos seguidores habían vagado durante cinco años entre los hombres lagarto y minotauros, trasgos y orcos, estudiando las enfermedades que les atormentaban. Los únicos Thran que los eugenistas vieron fueron parias: leprosos y locos. No importaba. Los leprosos y los locos ayudaron a Yawgmoth en su investigación de patógenos y contagios. Aunque el Consejo de Ancianos había pensado que el destierro castigaría a los eugenistas por su "aproximación poco ortodoxa a la curación" esta sólo les proporcionó un crisol en el que perfeccionar su arte. Las enfermedades y disfunciones no eran causadas por "espíritus malignos" o "vías de maná bloqueadas" o "ciclos lunares" sino por pequeñas criaturas que invadían un cuerpo muy parecido a un ejército invadiendo a una nación. Estas eran provocadas por un mal funcionamiento de los procesos físicos. El cuerpo humano no es más que un complejo mecanismo, una máquina como una plataforma de maná. Los Thran no tenían por qué depender de sanadores y sus asistentes de vida monegasca. Un riguroso estudio de los organismos vivos, la función adecuada, las disfunciones más comunes y las

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especies de enfermedades podrían hacer un programa completamente material y mundano para la curación. Ahora, el Consejo de Ancianos necesitaba la nueva ciencia de Yawgmoth. El gran artífice Glacian se estaba pudriendo como un leproso común. La magia sólo le había hecho empeorar. Había languidecido durante un año en ese patético estado hasta que, finalmente, el exiliado había sido convocado. Una sonrisa se dibujó en los labios de Yawgmoth. Su propio pueblo por fin se había dado cuenta de que lo necesitaba. Ahora Yawgmoth nunca dejaría que lo olviden. Debajo estaba el desierto. Encima se cernía la hermosa y fabulosa Halcyon. El Camino del Peregrino conectaba los dos, torciendo su calzada hasta la cara escarpada de la extrusión volcánica. Era un pasaje empinado y traicionero. El camino del infierno al cielo siempre sería así. Ahora Yawgmoth estaba a sólo unas pocas docenas de pasos de las puertas de ese cielo. Un puente de mármol blanco se elevaba por encima de la estrecha carretera. Era el doble de ancho y tres veces tan alto como cualquier criatura que pudiera haber hecho el viaje hasta la cima. Nichos dentro de las columnas contenían figuras profusamente talladas. A un lado había un hombre desnudo y musculoso y al otro una mujer desnuda y musculosa. Eran la imagen que los Thran tenían de la belleza ideal, enormes extremidades pero, sin embargo, posando con una flexible facilidad a través de sus contexturas carentes de pelo. Yawgmoth rió oscuramente para sí mismo. Él había visto el cuerpo humano por dentro y por fuera, había explorado cada centímetro. Ni siquiera los cuerpos sanos se parecían a esas figuras perfectas. "Es obvio que rechazaran mis teorías. Ellos ni siquiera saben como lucen sus propios cuerpos." Entre las figuras se hallaban unas gigantescas puertas de hierro abiertas de par en par. Las piedras de poder titilaron en las barras oscuras, joyas encantadas que repelerían carneros y asesinarían atacantes. Cruzando las puertas se desplegaba un canal de mármol blanco atravesado por una corriente de agua clara. Simbolismo arquitectónico. Cuando la gente entraba en la ciudad el polvo del mundo era lavado debajo de sus pies. Cuando la gente se marchaba sus primeros pasos más allá de la puerta harían que sus zapatos quedaran cubiertos de un lodo pegajoso. Yawgmoth miró con asombro a la corriente artificial mientras se acercaba. "¿Qué clase de gente desviaría un río para que pasara al otro lado de su puerta?" Levantó los ojos para ver a una mujer joven que llevaba las vestiduras blancas de un miembro del consejo. El traje ceremonial le sentaba mal. Sus manos se movían con impaciencia dentro de las mangas abultadas y la estola alrededor de su cuello era irregular. Su piel bronceada y su pelo descolorido por el sol demostraban que estaba acostumbrada a trabajar fuera y sus ojos pálidos se veían ansiosos e impacientes por encima de sus quisquillosas ropas. Incluso en ese momento, su mirada se hundió hacia el vestido, y ella sonrió a modo de disculpa. "Perdone mi apariencia. Vengo directo de la enfermería. Creí que usted llegaría allí a través del transporte aéreo que envié a Foenon…" Yawgmoth hizo un gesto despreocupado. "Habiendo atravesado los vados de agua de Jamuraa y marchado durante todo el camino hasta Foenon, no me vi impelido a aceptar esa caridad." La mujer se ruborizó bastante bajo su bronceado. "Es verdad. Mis disculpas por eso. Tuve que lidiar una batalla para conseguir que revocaran su destierro. El consejo me prohibió enviar una escolta."

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Una sonrisa reluciente llenó el rostro de Yawgmoth. Era una sonrisa deslumbrante y él lo sabía. "¿Así que usted es la persona que luchó para traerme de vuelta?" "Sí," dijo la mujer. "Fui yo. Me llamo Rebeca." "Ah, la Rebeca. ¡Arquitecta de espacios empíreos!" dijo Yawgmoth impresionado. El rubor halagador volvió a aparecer. "¿Usted ha oído hablar de mí?" "Incluso entre los leprosos y marginados, es conocida, sí," dijo Yawgmoth. El miró hacia abajo en dirección al arroyo claro y fresco que les separaba. Rebeca estaba de pie en el mármol blanco y Yawgmoth en el polvo. "De lo que no habíamos oído hablar era de esto…" "Es una ablución ritual," dijo Rebeca volviendo a mostrar una sonrisa de disculpa. "Tiene el propósito de recordarnos que nosotros nos alzamos del polvo del pasado hacia los límpidos cielos." "¿Qué clase de personas han con…?" "Es un diseño propio," le interrumpió Rebeca, "y yo misma tallé al Padre y Madre Thran allí al lado de las puertas y diseñé gran parte de lo que hay dentro, sólo para que lo sepa." Yawgmoth le dio unas palmaditas a su polvorienta mochila de lona. "Ningún hilillo de agua será suficiente como para lavarme del mundo. Lo tengo bajo mis uñas y aferrado dentro de mi piel. Incluso mi sangre es en parte de barro." Ella se agachó junto al arroyo y le hizo un gesto para que avanzara. "Venga. No le pude conseguir una escolta aérea pero por lo menos podré lavarle los pies que le trajeron aquí." Yawgmoth miró fijamente a la figura inclinada y dijo entrando en el arroyo: "Quizás Halcyon me de la bienvenida después de todo." El agua helada serpenteó a través de sus cordones y cuero y se introdujo en las medias harapientas que llevaba. El barro se desprendió en nubes marrones. Los dedos de Rebeca desataron hábilmente los cordones. Sacó una bota y luego la media. Su tacto se sintió firme pero suave cuando ella lavó la suciedad de la carretera. Masajeó los callos y le calmó el dolor muscular, luego quitó la otra bota. Yawgmoth permaneció de pie mientras ella trabajaba. Sus ojos siguieron la puerta. "¿Usted también se encargó del corte de las joyas?" "Ese es el trabajo de mi marido," contestó Rebeca. "El que está enfermo. Aquel a quien usted se le llamó para sanarlo." Yawgmoth sacó el pie de sus manos. "¿Su marido?" Recogió las botas y las goteantes medias y dio un paso de la corriente al umbral de mármol blanco. Sus pies mojados resbalaron. Rebeca lo atrapó. Era fuerte y firme. Luego se echó a reír. "Ese fue un descuido de mi diseño. El mármol mojado es resbaladizo." La risa fue contagiosa. "Veo el simbolismo. Un extranjero como yo sólo puede entrar en la ciudad con la ayuda de un ciudadano…" "De otro modo podría caerse de culo, sí. Espléndido simbolismo," dijo Rebeca con ironía. "Aquí, apóyese en mí hasta llegar a la silla de manos." "Veo que no tengo otra opción." "Bueno, si quiere podría caerse de culo." "Pero no en tan encantadora compañía." Yawgmoth se inclinó sobre Rebeca mientras los dos se dirigían bajo la sombra del arco. La piedra del color del hielo formaba un pequeño túnel. Había una suave curva construida en forma de arcada de modo que nadie pudiera vislumbrar la ciudad antes de

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cruzar el umbral y que nadie en la ciudad pudiera vislumbrar el mundo exterior hasta salir por completo. El camino, que subía lentamente, les recordaba a los que entraban que debían ascender, y que ascender era trabajoso. Cuando pasó más allá de la curva Yawgmoth tuvo su primer vistazo de la elevada Halcyon. La ciudad era espléndida. Sus centellantes distritos se elevaban a través de ocho terrazas hasta el punto más alto de la meseta occidental. Calles de ladrillos blancos se extendían laberínticamente entre casas de piedra caliza de tres y cuatro pisos. Techos de tejas azules remataban los edificios más pequeños y más convencionales. En la terraza más alta se elevaban minaretes con cúpulas acebolladas, arcadas elevadas y delgados arbotantes. Un gran estadio se elevaba allí, y junto a este el anfiteatro, la Sala del Consejo, y el alto tribunal. Bibliotecas, archivos, palacios nobles, templos… la ciudad llenaba las ocho terrazas hasta el mismo borde de la extrusión. Un ancho muro blanco lo rodeaba todo. Arcadas en el muro se dirigían a cinco puertos aéreos donde flotaban las carabelas mercantes. "Una ciudad hermosa," dijo Yawgmoth. "Una visión de ensueño." "Ese edificio de allí, con las blancas terrazas apiladas y sus ábsides cubiertas de hiedras es la enfermería. Ahí es donde nos dirigiremos." Yawgmoth asintió. "Yo estaba a punto de observar que parecía una pila de platos listos para ser lavados pero, por supuesto, ¿éste es uno de sus diseños?" Ella ladeó la cabeza. "Usted lo nota con rapidez." Señaló a una silla de manos cercana. Era un asiento de baja altura encerrado en un fantástico marco de delgados barrotes blancos. "Este es nuestro vehículo." "¿Esto?" preguntó Yawgmoth señalando el delicado artilugio. "Estoy acostumbrado a viajar en vagones llenos de estiércol." Rebeca ya estaba subiendo. Sus voluminosos vestidos quedaron colgando del marco de la silla de manos y ella tiró con irritación para liberarlos. "No se aparte de mi, Yawgmoth, y la ciudad será suya." "Parece que así lo haré." Dijo él acomodándose en el asiento a su lado. Este estaba cubierto de bordados azules y negros y el polvo de las ropas de Yawgmoth desprendieron el fino tejido. Introdujo suavemente su mochila en una pequeña bodega situada detrás del asiento. "Traje todos mis casi escasos suministros." "Oh, la enfermería ya tiene todos los suministros necesarios," dijo Rebeca chequeando los cielos. "Los sanadores están bien abastecidos. Estoy seguro de que tendrán todo lo que pueda necesitar." "¿Cuchillos, sierras de hueso, agujas curvas, pinzas de tejido, sanguijuelas, derivaciones, opiáceos, somníferos, espíritus...?" Una mirada sombría apareció en el rostro de Rebeca. "Me alegro de que haya traído sus suministros. Me olvidé cuan revolucionarios son sus tratamientos." Ahuecó la mano debajo de una piedra de poder situada en una elevada protuberancia de plata. Sus dedos tocaron suavemente la piedra y la jalaron hacia arriba. Aunque la piedra no se levantó el vehículo lo hizo deslizándose suavemente y silenciosamente en el aire. La enorme puerta quedó atrás y los tejados de azulejos azules sustituyeron a las calles de ladrillos blancos. Yawgmoth miró intrigado. "Hablando de revolucionario." "Imagínese que esta joya es la silla de manos. Pulsando la base de la misma levanto a la nave y a nosotros en el aire. Para girar simplemente presiono en un lado o en el otro. Para levantar la proa o la popa, aplico presión allí." "¿Y qué pasa si lo suelta?" preguntó Yawgmoth retirando de repente la mano de ella. La joya permaneció donde estaba, suspendida en su soporte, y la nave también se mantuvo en su lugar.

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Rebeca sonrió. "Es el diseño de mi marido. Uno no puede caer del cielo. Una silla puede colgar allí con toda seguridad y para siempre." "A menos que fallen las piedras de poder," dijo Yawgmoth mientras el vehículo alzaba la nariz sobre los techos en retirada. "Las piedras de poder no fallan," dijo Rebeca. "Pero en verdad si fallan," dijo Yawgmoth. "En verdad fallarán." Las calles blancas de la ciudad sobresalieron por debajo. "Una vez cargadas, son más duras que los diamantes, que la adamantita. Son geométricamente perfectas y, a no ser que cambien su geometría, no fallarán." Yawgmoth señaló hacia el borde de la enfermería donde trabajadores estaban encaramados entre andamios y formas de cemento. "¿Qué pasó con esa ala de la enfermería?" Rebeca miró fijamente a aquel hombre pero la nave nunca falló. "¿Entonces usted ha oído hablar del accidente? ¿Charlas en el camino?" "He tenido tiempo de intercambiar relatos con viajeros... determinar que emergencia me trajo aquí," respondió simplemente Yawgmoth. "Esa fue una anomalía. Esa piedra aún no se había enfriado cuando fue... cuando el Intocable la introdujo… creo que la sangre comprometió su matriz." "Escuché que había sangre en muchas de las gemas. ¿Se deshicieron de ellas?" "Aquí estamos," dijo Rebeca aterrizando la silla de mano suavemente encima de la enfermería. Varias otras naves estaban encaramadas en plataformas que sobresalían de la azotea de azulejos. Un conjunto de escaleras descendían de ese lugar. Rebeca soltó la piedra de poder, trepó por la nave y bajó las escaleras. Yawgmoth agarró su mochila y la siguió. "Las usaron ¿verdad?" Debajo se abrió una puerta y Rebeca la atravesó. "Hemos limpiado y revisado cada piedra antes de emplearla. Ninguna mostró ningún signo de defecto o debilidad." "La verdad es que ustedes no saben lo que causó la implosión." Dijo Yawgmoth caminando a su lado por un pasillo iluminado suavemente. "No saben cómo funcionan realmente las piedras de poder. Han creado toda una ciudad que se basa en una fuente de energía que no entienden. ‘¡Magia!’ Dicen ustedes. ‘¡Es mágico!’ Oh, que inteligentes. Y luego, cuando la magia falla, simplemente dicen: '¡Tiene que haber sido más magia!' ¡Mire a esta enfermería! Es un monumento a la superstición y la charlatanería. Han puesto sus esperanzas en falsificaciones y farsantes. No es de extrañar que el genio de su marido esté muriendo de una enfermedad degenerativa." Él dijo esto último mientras caminaban a través de una puerta en una habitación donde había un hombre de cabellos grises sentado. El paciente, era claramente eso en su silla de ruedas impulsada por piedras de poder, estaba pálido y demacrado. Sus ojos y mejillas hundidas, sus hombros caídos. Levantó la vista hacia los recién llegados. Sus ojos primero se fijaron en Rebeca y luego pasaron a Yawgmoth. "Usted debe ser Yawgmoth. Soy Glacian, el marido genio que se está muriendo de una enfermedad degenerativa." En el incómodo silencio, Yawgmoth dijo: "Pero ya no más." Se descolgó la mochila de la espalda y caminó confiadamente hacia el hombre en la silla. Yawgmoth tiró su capa de viaje en el suelo, puso su mochila en la cama y echó hacia atrás la solapa. El polvo se posó en las sábanas. Sirvió agua de una jarra en una palangana y se lavó las manos hasta los codos, luego se volvió hacia su mochila, sacó cautelosamente un pequeño cuchillo, un juego de pinzas, y varios frascos herméticos. "No más cháchara. Vamos a descubrir la causa de su enfermedad. Nosotros vamos a curarle."

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Glacian le lanzó una larga mirada sufrida a Rebeca y dio un suspiro ronco. "Usted tiene que entender que no es un salvador, Yawgmoth. Hemos terminado con los sanadores reales. Ellos han agotado sus técnicas y ahora en la desesperación nos hemos dirigido a usted. No estamos dejando a un lado la brujería. La estamos llamando." Glacian le lanzó al enorme hombre una mirada nivelada. "Esos que usted llama ‘métodos’ son muy bien conocidos por nosotros. Yo estaba entre los ancianos que votaron a favor de su destierro. Si fuera por mí, todavía estaría atascado en la lejana Jamuraa, metiendo palos en los traseros de mulas sifilíticas. Pero mi esposa teme por mí y el consejo y la ciudad están aterrorizados de quedarse sin mí ya que soy el único que entiende verdaderamente a la maquinaria debajo de ellos. Ellos están dispuestos a intentar cualquier cosa. Y usted, Yawgmoth, a duras penas califica como cualquier cosa." Los ojos de los hombres se encontraron. El odio saltó como chispas entre ellos. Glacian continuó. "Sin embargo usted ha sido correcto en algo. Me estoy muriendo de una larga y grave enfermedad. Estoy resignado a ello. Sólo por esta resignación le permitiré meter y escarbar. Usted no podrá hacerme algo peor que lo que la muerte misma me hará en breve." Yawgmoth rompió el contacto visual y rió tranquilamente. "Usted no diría eso si fuera una mula sifilítica." Glacian se unió a la risa del hombre. El sonido hizo que Rebeca volviera a respirar ya que no lo había hecho desde que había entrado en la habitación. Su marido tosió entrecortadamente y luego dijo: "Aunque yo fuera una mula sifilítica aun lo seguiría diciendo." "Pues bien," dijo Yawgmoth, "depende de mi convencerle de lo contrario. A usted y a toda la ciudad." Se puso en cuclillas al lado de la silla. "Ahora, las habladurías dicen que hay lesiones. Vamos a echar un vistazo." Los ojos de Glacian se dilataron. "¿Habladurías?" "Todo el imperio está preocupado," le tranquilizó Yawgmoth. Estas palabras sosegaron el ego del hombre y la furia en sus ojos se atenuó. Yawgmoth dijo: "De hecho, usted no es el único que sufre de esta condición. En algunas de las ciudadesestado, se está volviendo endémica, si no epidémica. Muchos de los pobres han sido infectados. Hasta sus propias Cuevas de los Condenados se dice que lo están. Incluso la padecen algunos de la élite. Pero, por supuesto, usted es el primer tesoro nacional que tiene la enfermedad. Ahora vamos a echar un vistazo." "El peor lugar es en la espalda," dijo Rebeca corriendo al lado de su marido y echando hacia atrás la parte posterior de la bata del hombro del hombre. "¿Puede inclinarse?" "Yo no me inclino ante nadie," gruñó Glacian. "Como lo descubrirá pronto." "Entonces será la cama," dijo Yawgmoth. Glacian estuvo repentinamente en sus brazos. Los movimientos de Yawgmoth fueron tan rápidos y seguros que no hubo tiempo para la objeción. Trasladó a su paciente sobre su vientre a la cama y sacó la túnica sumariamente de atrás del cuerpo del hombre. Glacian se quedó allí, pequeño y jadeante. Sus costillas mostraron a través de la carne el color de las setas. La piel estaba cubierta por una gran masa de lesiones supurantes. Un centenar de manchas oscuras se agrupaban a través de una escápula. Una sustancia blanca brotaba de las manchas. Cada lesión mostraba una cola oscura que se hundía en el músculo. "¿Cuándo aparecieron estas por primera vez?"

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"Justo después del ataque," dijo Rebeca. "Vinieron una tras otra. Los sanadores sólo hicieron empeorar las manchas. Hay también secciones sobre su vientre y su nalga izquierda." "Ah," se metió Glacian "creo que él también querrá ver esas." "No," dijo Yawgmoth. "Hoy no. Lo que quiero ver hoy es esto." Tomó el pequeño cuchillo que había sacado de la mochila y raspó ligeramente un poco del líquido transparente de las lesiones. Teniendo cuidado de no tocar la sustancia el mismo limpió el material de la cuchilla sobre el borde de un frasco destapado y luego apretó la tapa. "Este fluido me dirá mucho sobre el origen de esta dolencia. Es linfa, una de las defensas del cuerpo contra la enfermedad. Su composición me dirá contra qué tipo de enfermedad está luchando su cuerpo." "¿También deberé escupir y orinar en sus tarros?," se burló Glacian. "Muy pronto," respondió Yawgmoth sin problemas. "Primero…" Con un par de pinzas sostuvo el extremo de un cabello graso que sobresalía de una lesión. Tiró de un lado a otro del pelo y agrietó poco a poco la piel que lo rodeaba. Glacian tembló con cada tirón y sus manos se aferraron a la cama. Yawgmoth tiró persistentemente del pelo hasta que se liberó arrastrando una sección hecha jirones de carne que depositó cuidadosamente en otro vial. "Este es un folículo, un tejido especializado. El efecto de la enfermedad sobre él me dirá mucho acerca de los medios que utiliza la dolencia para propagarse." "¿Y por qué también no me talla la espalda?" protestó Glacian. "Sí, ¿por qué no?" respondió Yawgmoth. La punta de su cuchillo cortó la piel sana un poco más allá de una gran lesión. Con una lenta precisión que podría haber parecida saboreada, Yawgmoth introdujo la hoja debajo de la lesión, cortando con la profundidad suficiente como para tomar la cola de la infección junto con el cuerpo principal. Los nudillos de Glacian se volvieron más blancos sobre la cama. Yawgmoth terminó el corte y sacó el disco de piel en un par de pinzas. Una sangre oscura brotó en el agujero que había hecho. "Y esta… esta es la dolencia en el microcosmos. Esto me dirá cómo se desarrolla." Depositó el sangriento ítem en un tercer vial. Sangre comenzó a correr desde el corte y Yawgmoth dejó caer ausente un pedazo de lana blanqueada en el lugar. "Diré esto por sus métodos," dijo Glacian. "Usted sabe cómo infligir dolor." Yawgmoth sonrió con su sonrisa deslumbrante. "Tengo maneras de prevenir el dolor: opiáceos y parecidos, pero me imaginé que usted no aceptaría ese tipo de brujerías." "La próxima vez lo haré," dijo Glacian. "La próxima vez lo haré." Yawgmoth asintió, guardando los frascos en su andrajosa mochila. "Mientras tanto, Rebeca, debe evitar tocar las zonas infectadas, la linfa o la sangre de su marido, incluso lo que parece ser una piel sana. Aún no sabemos cómo se propaga esta enfermedad de persona a persona y usted está en un grave riesgo de infectarse a si misma." Rebeca objetó: "Pero hace más de un año que le toco." "Deberá cesar de hacerlo," respondió severamente Yawgmoth. "Ningún contacto con la piel, ni amables caricias en su cabello, ni besos, ni tomarse de la mano, ni abrazos, a menos que los separe una sábana limpia." "¡Ha estado aquí unos pocos minutos y la está tratando de envolver en sudarios!" dijo Glacian. Yawgmoth cubrió rápidamente al hombre en una manta y lo depositó en la silla. "Estoy tratando de apartar a su esposa de los sudarios. Y también les daré la misma instrucción a los sanadores que le tienden." Cerró la mochila, se la colgó al

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hombro y levantó su capa. "Ahora, necesito un baño y un descanso y un lugar para trabajar sobre las muestras." Rebeca se agachó junto a la silla de su marido. Sus manos apartadas nerviosamente de la piel y ropas del hombre. Distraídamente dijo: "He arreglado apartamentos cerca, a pocos pasos, para que pueda atender a mi marido a cualquier hora. Allí tiene un espacio de trabajo: mesas, armarios, luz suficiente, una vista espléndida…" "¿Otro de sus diseños?" bromeó Yawgmoth. Cuando Rebeca asintió él rió. "‘No se aparte mi,’ dijo usted, ‘y la ciudad será suya.’" Él la tomó del brazo y la ayudó a ponerse en pie, lejos de su marido. "Así que no me apartaré de usted."

Capítulo 3 32

Y

awgmoth se sentó en la cama, envuelto en las sábanas. Había pasado meses

en ese apartamento. Estaba empezando a sentirse como en casa. La luz matinal se filtraba por los tragaluces del este. En las ventanas altas por encima de la pared oeste, la ciudad superior flotaba en un panorama de oro. Aquello era típico de los diseños de Rebeca. Su arquitectura siempre atraía la mirada hacia arriba y los pies hacia abajo. Las entradas estaban en el este, el lugar de los orígenes, y en los niveles más bajos. Alzándose a través de un giro suave, la entrada proveía una vista espectacular del oeste, el lugar de los destinos. La Sala del Consejo, el anfiteatro, los palacios, los templos, el horizonte de las ocho terrazas presentaban un festín visual. A modo de suaves escalones, el espectador se elevaba hacia esa visión. La Arquitectura de la Ascensión, la había llamado Rebeca, transformando a todo aquel que entraba. La cama era otra puerta de entrada, admitiendo a una persona de la tierra de los sueños. Yawgmoth acababa de llegar de un lugar así. Había estado visitando a Rebeca allí. Su ojo soñador había visto su acercamiento portando un mundo perfecto en sus brazos. Excepto que no había sido un mundo perfecto, sino un marido lleno de enfermedades. "Tisis," dijo Yawgmoth bostezando. Glacian sufría de tisis, una degeneración progresiva. La magia sólo la exacerbaba. Haber extraído las piedras de poder de la silla de ruedas de Glacian había permitido que las lesiones en su espalda se aclararan. Otros avances llegaron más lentamente. Yawgmoth había encontrado un montón de organismos microbianos, "pequeñas bestias" fue el nombre que utilizó, en las distintas muestras recogidas de su paciente, pero todas habían sido infecciones secundarias. Los microbios principales habían sido muy esquivos. Yawgmoth comenzó a preguntarse si la criatura que buscaba tendía un puente entre el mundo de la carne y el de la magia: afectando a ambos pero sin residir en ninguno de ellos. "Puede que lo descubra hoy." Para buscar esas respuestas se propuso dirigirse al lugar más sucio y oscuro de Halcyon: las Cuevas de los Condenados. Ese laberinto de cavernas debajo de la plataforma de maná era el hogar de los parias criminales de Halcyon: los Intocables. Ellos estaban llenos de tisis. Seguramente Glacian había sido infectado por el hombre que lo apuñaló. Si encontraba a ese hombre encontraría la fuente de la enfermedad. Las Cuevas de los Condenados había sido una colonia penal, a donde la ciudad enviaba a todos sus incorregibles. Los ladrones y los asesinos eran enviados a las sulfúricas tinieblas. Debían estar allí para cultivar setas y atrapar peces ciegos y tallar obsidiana. Para aprender cooperación comunal o morir. Algunos lo aprendieron muy bien. Se juntaron, derrocaron a sus consejeros y facilitadores, y se apropiaron de las cuevas. Cada intento que Halcyon realizó por forzar una rendición tuvo como resultado el asesinato de los negociadores. Se declaró la guerra. La guardia Halcyta marchó para recuperar las cuevas. Los prisioneros lucharon ferozmente en su propio elemento. Pero, finalmente, la ciudad cedió. Se cerraron todas las entradas a las cuevas menos una y se colocó una guarnición para impedir que los delincuentes no pudieran subir a atacar la ciudad.

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Aunque la ciudad había perdido el control de su colonia penal no había perdido un depósito para su basura humana. Cada día, desfiles de prisioneros encadenados eran introducidos en tropel en la oscuridad. Sus crímenes eran lo suficientemente graves como para dar lugar a la renuncia a su ciudadanía. A los ciudadanos de Halcyon se les permitía descender a las cuevas para visitar a sus familiares, para atender a los enfermos o para hacer cualquier cosa que se extendiera más allá del alcance de la ley y la razón. Las armas que entran son identificadas y el ciudadano no puede salir de allí a menos que todas las armas vuelvan con él. Hubo incluso algunos ciudadanos que bajaron allí para quedarse: locos e indigentes, retardados, jóvenes descontentos, pervertidos, pendencieros, y toda clase de otras personas que encontraron la vida en el cielo más infernal que la vida en el infierno. Rebeca lo había dicho una vez: Halcyon es un lugar de ascensión pero algunas personas prefieren descender. Hoy, Yawgmoth sería una de esas personas. Se puso sus viejas ropas de viaje. El cuero había sido limpiado y remendado, ante la insistencia de Rebeca. A pesar de ser andrajosas, habían sido acondicionadas a prueba de dagas en la espalda. Placas de metal y cota de malla cosidas en el forro para asegurarse de esto. Eran ropas que le habían protegido contra los ataques de los orcos y hombres lagarto. Seguramente le protegerían de los enfermos. En un bolsillo interior, metió frascos de metal y un conjunto de escalpelos. En otro deslizó tres linternas de piedras de poder. Dos largos rollos de cuerda yacían en bolsas en la puerta. Luego se ató un ancho cinturón con dagas, dardos y un par de espadas, todo sumergido en veneno. Yawgmoth se sentiría como en casa en compañía de los condenados. * * * * * "¡Una vez que descienda ya no hay nada que podamos hacer por usted!" gritó el capitán de la guardia desde el terraplén por encima de las Cuevas de los Malditos. "Nunca hubo nada que pudieran hacer por mí," le respondió Yawgmoth por encima del hombro. Se paró encima de un túnel de piedra que descendía en la absoluta oscuridad. El espacio parecía una laringe llena de mucosidad, Yawgmoth ya había cortado una de esas una vez, y una brisa fría subía del negro corazón del mundo. Las miles de personas que habían descendido allí habían grabado un camino en zigzag a lo largo de una pared inclinada. Yawgmoth no tenía la paciencia para descender que habían tenido los otros. Se agachó para comprobar el cable que había anudado a la columna de piedra y luego arrojó el rollo hacia el vasto espacio en tinieblas por debajo de él. La cuerda se desenrolló y desapareció por la gigantesca garganta de piedra. Se estiró apretadamente y golpeó contra la pared. Yawgmoth se enrolló la cuerda alrededor de él y colocó su linterna en el cinturón. Se puso unos guantes con palmas de acero, agarró la cuerda por encima con una mano, y sujetó las hebras de abajo con la otra. "Descubrirán que no tiene familiares allí. Le quitarán sus armas y lo matarán y comerán," le insistió el capitán. "Caníbales. Locos. ¡Monstruos!" "¡Locos, monstruos, y yo!" declaró Yawgmoth. Se lanzó hacia el vacío. Se quedó allí un momento y luego se desplomó. El cable zumbó a través de sus manos. La linterna parpadeó. Su luz dorada emitió un anillo a través de las paredes de la cueva. Yawgmoth apretó con más fuerza. La cuerda se tensó y el extendió sus piernas viendo a su propia sombra tejiéndose a través de la pared. Sus

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pies tocaron la piedra. Se apartó de nuevo y soltó la zumbante línea. Paredes ondulantes se deslizaron hacia arriba por delante de él. Se hundió. El aire de la cueva se fue haciendo más frío y húmedo mientras descendía. Oscuridad por encima y oscuridad por debajo. Yawgmoth habitaba un anillo delgado de luz. Cada vez que sus pies tocaban la piedra la linterna parpadeaba, una piedra de poder suelta, y amenazaba con apagarse. Era la clase de momento claustrofóbico que desquiciaría la mente de la mayoría de hombres y mujeres, pero Yawgmoth no necesitaba ni luz ni terreno sólido para estar en casa. Solo se necesitaba a sí mismo. Un rebote lo llevó al lado de una cornisa. Su círculo de luz reveló una pila de huesos, los restos de los viajeros que habían resbalado de su ruta y aterrizado en montones rotos. La caída los había matado y algo se los había comido: grillos de cueva, cucarachas, ratones, tal vez los condenados mismos. Más abajo Yawgmoth pasó al lado de una mujer vestida con harapos haciendo el ascenso. La silueta se acurrucó a la sombra de una estalagmita. Si tenía una luz con ella estaba escondida debajo de su ropa en mal estado. El rápido acercamiento de Yawgmoth la debió haber asustado. El la miró directamente a los ojos y le dirigió su sonrisa resplandeciente. La mirada aterrorizada de ella se profundizó. Yawgmoth aterrizó al lado de su escondite con sus botas resonando profundamente sin quitar su mirada de la de ella. Luego se apartó y se hundió más lejos. La mujer volvió a trepar desde la clandestinidad, encendió su propia luz, una cruda cosa de petróleo con una mecha y se apresuró a seguir subiendo por el traicionero sendero. Yawgmoth siguió descendiendo. Durante un tiempo, sólo existió el zumbido de la cuerda a través de sus guantes con palmas de acero y el ritmo de las botas golpeando contra la piedra. La primera cuerda tenía trescientos metros de largo, con nudos a lo largo de los últimos quince metros. En ese momento él llegó a esos nudos así que se detuvo para desatar los ciento cincuenta metros que llevaba a la cintura. Esta nueva extensión le llevó más abajo hasta que los nudos en su extremo golpearon sus manos. Se detuvo en seco, colgando en medio del aire por debajo de una gran caída. Tomó la linterna de su cintura y apuntó su luz hacia abajo. El pozo descendía inmediatamente en la oscuridad… pero en esa oscuridad se movían siluetas. Eran humanos o lo habían sido. La oscuridad perpetua le había dado a su piel una palidez sobrenatural. Sus ojos eran muy abiertos y negros. Las líneas del ceño arrugaban sus bocas. Cicatrices de cuchillas arrugaban sus mejillas y mandíbulas. Ropas sucias cubrían sus flacas contexturas. Los masculinos más grandes vestían las prendas más gruesas, más limpias y más nuevas. Un gigante de hombre estaba parado en el centro de la multitud. Era más alto que Yawgmoth y del doble de su peso. Llevaba ropas de lana calientes y estaba aprovisionado con armas, era un hombre de considerable influencia y capacidad. "¡Ey tú, arácnido, es mejor que vuelvas a comenzar a subir de nuevo!" gruñó el hombre. "No hay guardias aquí." Yawgmoth, colgando por encima, dijo. "Yo no soy un guardia. Soy un sanador." Una sonrisa enojada se sacudió entre los condenados. El gigante dijo: "¿Un hombre que sana con espadas?" "Un sanador que conoce tanto las cuchillas grandes como las pequeñas," respondió Yawgmoth. "¿Por qué vendría aquí un sanador?" preguntó el gigante señalando discretamente a algunos de los suyos para que subieran a la cornisa que estaba sobre Yawgmoth.

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"Busco a un hombre, un hombre con una enfermedad mortal, una enfermedad que está causando estragos en tu gente," dijo Yawgmoth. Siluetas encorvadas se abrieron paso por el sendero. El gigante refunfuñó. "¿Mi gente? ¿Mi gente? ¿Desde cuándo parásitos como ustedes se preocupan por mi gente?" Yawgmoth no vio ninguna razón para mentir. "Desde que el artífice Glacian ha sido infectado con la plaga. Quiero encontrar al hombre que lo apuñaló, si ese hombre todavía vive. Ocurrió en la última incursión en la plataforma de maná, poco más de un año atrás. Un prisionero apuñaló a un hombre de pelo blanco que estaba de pie en la cámara de carga. Quiero encontrar a ese prisionero. Quiero estudiar la enfermedad que le está matando a él y a Glacian… y también a muchos de los de aquí. Si puedo trazar las etapas de la degeneración, si puedo descubrir los factores que llevan…" Sus palabras fueron cortadas en seco, junto con la cuerda que lo sostenía en alto. Yawgmoth cayó diez metros hacia el suelo de la cueva. Los presos situados debajo de él se dispersaron. Sólo permaneció el gigante. Yawgmoth cayó al suelo y rodó. Se paró en un instante y un par de cuchillas salieron reluciendo en la oscuridad. Golpearon las propias hojas del gigante que ya oscilaban para rebanarle la cabeza. Retiró el acero, se agachó por debajo y retrocedió. El gigante se abalanzó tras él. Yawgmoth fue demasiado rápido. Giró. Sus espadas crujieron contra el metal del prisionero y cortaron un profundo tajo en su costado. Luego se tambaleó hacia atrás quedándose sin aliento. El gigante hizo una pausa. Se pasó una mano ensangrentada por la herida. "Antes de añadir a este sanador portador de espadas a mis quinientas treinta víctimas me gustaría saber su nombre." "Soy Yawgmoth. Pronto todos ustedes conocerán ese nombre… lo conocerán y se alegrarán de conocerlo." Cargó contra el gigante con sus espadas tallando arcos separados hacia el hombre. "Todos menos tu. Tu estarás muerto." Yawgmoth hizo a un lado las defensas de su enemigo y le clavó su espada. El acero se precipitó como una lengua y volvió a saborear la sangre del hombre. La espada salió carmesí. "¿Y a qué rey del inframundo tendré el honor de matar?" Una sangre pulposa cubrió los dientes del hombre mientras se tambaleó hacia atrás, sonriendo. Sus subordinados se burlaron en las sombras. "¿Rey? Yo no soy más que el guardia de la puerta. Soy Dorm el Portero." Como si hubiera sido insultado, Yawgmoth envainó sus espadas y respondió: "Ni siquiera eres eso." Su mano se movió como un rayo hacia su cinturón. Un dardo saltó por los aires y golpeó la frente de Dorm. Este se quedó parado un instante más con el veneno difundiéndose a través de su cerebro. Su sonrisa sangrienta fue su última expresión. El hombre cayó como un árbol talado. Yawgmoth caminó tranquilamente hacia el hombre caído y se subió a su espalda. Dio un giro lentamente a su alrededor con sus ojos inmovilizando a los otros, uno por uno, a la pared. "Aquí tengo más dardos envenenados, los suficientes como para cinco de ustedes. También tengo dagas y espadas y otros dispositivos. Cada uno puede escoger su turno. O, tal vez, me puedan creer y conducirme al interior." Una anciana habló desde la oscuridad. "¿Quién sino un soldado vendría buscando al hombre que apuñaló a un genio?"

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"A ti ahora ya no te importa si yo soy un soldado o un sanador. Ahora solo importa que atraje mi atención sobre otra persona. ¿Acaso a ti te importa si planeo matar a ese hombre? ¿O acaso te importa si tu serás la primera a la que voy a matar?" "Yo te llevaré a él," dijo un niño. La voz fue chillona y determinada y fue ahogada de inmediato por un coro de objeciones adultas. Se agruparon a su alrededor y alguien empezó a arrastrar al niño más profundamente en las cuevas mientras este protestaba. "¡Aléjense de él!" gritó Yawgmoth cargando contra la multitud. "Cualquiera que se le acerque morirá." Ellos se volvieron a dispersar como ratas asustadas. Sólo quedó el niño. Sus mejillas mostraban marcas rojas donde alguien había puesto una mano sobre su boca. El miedo brillaba en sus ojos muy abiertos pero no retrocedió como los demás. Yawgmoth se detuvo ante él y se inclinó en una rodilla. Le lanzó al niño una mirada penetrante. "¿Sabes quién apuñaló al hombre hace un año en la plataforma de maná?" El muchacho asintió con la cabeza. Yawgmoth extendió su mano hacia el muchacho. "Llévame a él." El muchacho guió a Yawgmoth en dirección a un túnel bajo e inclinado que descendía serpenteando en la oscuridad. Sus pasos fueron firmes en esas piedras revueltas. Los de Yawgmoth lo fueron menos. Se agarró al niño con una mano y sostuvo su luz de piedra de poder con la otra. La luz parpadeó débilmente delante de ellos. Detrás de ellos se escucharon los pasos furtivos de los demás, siguiéndoles. Aquí y allá se abrieron oscuras arcadas a cámaras laterales. Ojos atormentados les observaron. El acero brilló. El niño no se introdujo en ninguna de estas. Yawgmoth habló, su voz aguada contra la piedra. "¿A dónde vamos? ¿Dónde está ese hombre?" El muchacho respondió con facilidad. "Está en la cueva de cuarentena con los otros." "Ah. Muy bien," dijo Yawgmoth con un movimiento de cabeza. "Una cueva de cuarentena." "Cada vez que alguien se enferma lo envían allí." "Para evitar que se expanda," agregó Yawgmoth. "Eso está bien." El chico negó con la cabeza. "Sin embargo, se está expandiendo." Llegaron a la base del estrecho pasaje. Este se abrió en una saliente alta. Debajo se extendía una enorme caverna. Parecía un valle en el mundo de arriba, su bóveda oscura con la noche y su base brillando con pequeñas fogatas. Había rostros amontonados alrededor de esos fuegos. Cerca de allí unas figuras dormían en frías posiciones fetales. Había miles de personas en esa caverna. Algunos levantaron sus ojos al ver a los recién llegados, el hombre alto y el niño pequeño, con sus luces dando inútiles puñaladas en la abrumadora oscuridad. "¿Es aquí?" preguntó con asombro Yawgmoth. "Sí," dijo el muchacho. "La cueva de cuarentena." "¿Todos los de aquí tienen la tisis… la enfermedad?" "Todos." Yawgmoth se agachó junto a él pero esta vez no fue para mirarlo a los ojos sino para estabilizarse, para ocultar sus propios ojos de la vista ante él. "¿Está él aquí, el hombre que apuñaló a Glacian? ¿El hombre de la plataforma de maná?"

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El tono del muchacho fue absolutamente solemne. "Si, está aquí. Su nombre es Gix."

Capítulo 4 38

G

ix y Glacian se sentaron enfrentados en la cálida luz de la mañana. El odio,

natural a ambos hombres, acuchilló el aire entre ellos. Glacian había reconocido inmediatamente al Intocable que lo había apuñalado e infectado. Gix había reconocido inmediatamente al Halcyta que había tratado de matar. Si hubieran tenido la oportunidad, cada hombre habría repetido esa lucha librada mucho tiempo atrás, tratando de ponerle fin de manera diferente. Afortunadamente, Glacian y Gix estaban demasiados devastados por la tisis como para luchar. El odio que compartían era ligeramente menos potente que la enfermedad que compartían. Las lesiones se movían a través del cuerpo de Glacian como lentos enjambres. No había mejorado en los meses transcurridos desde la llegada de Gix. En cambio, Gix, había mejorado de manera significativa. Eso estaba bien. Había sido poco más que un esqueleto viviente cuando Yawgmoth lo había encontrado. La enfermedad había unido a estos enemigos. Y también lo había hecho su odio hacia el hombre que era su sanador, captor y torturador, su única esperanza y su posible perdición. Esa mañana Yawgmoth había trabajado con una energía inusual. Se movió de manera eficiente desde su mesa de trabajo a la acristalada alcoba desde donde condujo sus sesiones de curación. Cada mañana después del desayuno los dos pacientes eran traídos de la enfermería y depositados en la alcoba. Yawgmoth trabajó en ellos durante todo el día, arrancando muestras de tejido, aplicando ungüentos, introduciendo tiras de metal debajo de la piel y drogas y polvos en sus gargantas, registrando los resultados y elaborando nuevos tratamientos… Trabajó como un artista en su estudio: puñados maníacos de inspiración intercalados con largos períodos de lánguida incubación. Se paseó furiosamente, improvisando implementos de cuchillería, brebajes asquerosos, y hablando al mismo tiempo con sus pacientes. "…única sustancia que ha tenido un verdadero impacto real en la disolución ha sido el contacto con la piedra de poder, y ese impacto es negativo…" murmuró Yawgmoth para sí mientras dejaba una bandeja de pociones filtradas en una pequeña mesa entre los dos pacientes. Ellos le miraron con sospechosos ojos entrecerrados. Gix, atado boca arriba en su silla de ruedas, lo miró con enojo. "¿Por qué estos? ¿Por qué más veneno?" "Porque él no está tratando de curarnos," gruñó Glacian. "Está tratando de curar la enfermedad. Él no se preocupa por nuestro bienestar y salud, sólo por nuestra contribución a una cura." Yawgmoth parpadeó levemente ante los dos hombres, su pensamiento desviado por un momento. "Pero nosotros no somos sólo sujetos de prueba," continuó diciendo Glacian. "Somos sujetos de prueba famosos, el genio atacado y el hombre que lo atacó. La ciudad entera observa a Yawgmoth. Todos ruegan que tenga éxito. El mismo consejo, el

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cuerpo que una vez lo expulsó como un pedazo de carne podrida, ahora le ofrece cada ayuda en su empresa. Temen que hayan invitado a una nueva guerra civil en medio de ellos, algunos incluso piden el exilio de Yawgmoth, pero mientras tanto rezan por él y sus esfuerzos. El es el escultor y nosotros los trozos de piedra que cincela y corta." Una sonrisa irónica entró en los apuestos rasgos de Yawgmoth y él inclinó la cabeza en reconocimiento. "De hecho, el escultor tiene unos cortes más que hacer esta mañana." Los dos hombres se quejaron. Gix rugió una vulgaridad de los Intocables. Yawgmoth quitó la bata de los estrechos hombros de Gix, exponiendo un grupo de lesiones en el estómago del hombre. Tomó un bisturí y comenzó hábilmente a mellar el centro de cada mancha oscura. "Las pociones de esta mañana deben ser absorbidas directamente en las infecciones." "¡Ah!, ¡Eso arde!" gritó Gix mientras las primeras gotas golpeaban las heridas que supuraban. El hombre luchó contra las correas de lino que sujetaban sus brazos a la silla. "¡Bastardo!" Yawgmoth continuó aplicando gotas plácidamente. "Sí. Esa debe ser la suspensión del alcohol. Acelera la absorción." "El añade sustancias para acelerar la absorción, para disminuir la viscosidad, para estabilizar la composición, para intensificar las interacciones, pero nunca para calmar el dolor, nuca para hacer que el sabor desagradable sea agradable," se quejó Glacian. Yawgmoth terminó con Gix y se volvió hacia Glacian. Cuando dejó un bisturí y tomó el otro su atención se desvió más allá de las ventanas a las brillantes alturas de la ciudad. Algo refulgía brillantemente más allá de la cúpula de la Sala del Consejo. "Hoy tendrás tu deseo." Apartó la túnica de Glacian y comenzó a cortar las lesiones en su hombro. "Hoy tengo una cita en otra parte. Ambos estarán durmiendo por los efectos de estos ungüentos." "Oh, no," protestó Gix. "A mi no. Hoy no. Cada vez que me pones a dormir me despierto para encontrar que me falta otro trozo de piel." "Cállate," le aconsejó Glacian siseando mientras las gotas chorreaban por su espalda. "No te puedes negar. Sólo te inyectará el material y no será demasiado suave al hacerlo." "¡Cállate tú!" escupió Gix. "Tú eres tan prisionero como yo. Al menos yo actúo como un prisionero, no un perro faldero." "Te comportas como un salvaje, un paria." "¡Eso es lo que soy!" "… una ceremonia a la que hoy tengo la obligación de asistir…" musitó Yawgmoth distraídamente mientras terminaba con el hombro de Glacian. Ahora sus pacientes se encontraban en una completa pelea verbal. A él le pareció no oír nada de eso. Dejó a un lado las pociones y volcó un líquido humeante de una taza en una vejiga. Montó una aguja hueca en el extremo de la vejiga y la introdujo en la cadera de Gix. "… y tomará un par de horas que los ungüentos hagan efecto. Sería doloroso, si no estuvieran durmiendo, y yo voy a estar de vuelta antes de que despierten." Los insultos del Intocable se convirtieron en tonterías sin sentido. Se quedó en silencio y se desplomó hacia adelante en su asiento. Yawgmoth miró con satisfacción a la figura encorvada. Se dio la vuelta con la humeante taza en una mano y la vejiga con la aguja en la otra. "¿Quieres una inyección o lo tomarás por ti mismo?"

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"Dámelo," susurró Glacian extendiendo una mano hacia la taza. "¿Acaso no me has cortado ya bastante?" Tomó la taza y vació el contenido humeante en su boca. El sabor de la sustancia era horrible y le quemó la lengua. Yawgmoth observó el movimiento de la garganta de su paciente. "Tengo que prepararme." Dejó la taza vacía sobre una mesa cercana y se retiró a sus aposentos privados. Para cuando regresó, vestido con galas que le proporcionó Rebeca, Yawgmoth encontró a Glacian desplomado con una línea de baba escurriéndose de su labio inferior hasta su regazo. Yawgmoth asintió con satisfacción y se quedó mirando al hombre dormido. "Hoy están inaugurando el Templo Thran y yo no quiero que estés en ningún lugar cercano a tantas piedras de poder. Le diré a tu esposa que estabas demasiado enfermo como para asistir." * * * * * Cuando Yawgmoth se marchó, Glacian se enderezó y miró detrás de él. "Demasiado enfermo para asistir," gruñó. El vaporoso sedativo impregnaba el cojín de su silla de ruedas. "Demasiado enfermo." Sería difícil abrirse paso por las escaleras inclinadas y alrededor de la esquina hasta la puerta pero Glacian estaba decidido. Llegaría a la calle y pediría ayuda. No podría darse el lujo de viajar en una silla de manos impulsada por piedras de poder pero llegaría a las alturas de alguna manera. Vería el triunfo de su esposa. Vería el enorme plano de piedras que ella había montado, piedras que Glacian había creado. "Hoy seré yo el que esté al lado de Rebeca, no ese condenado Yawgmoth." * * * * * Yawgmoth entró en la silla de manos frente a su puerta. Se había vuelto un experto en el manejo de la nave, se había convertido en un verdadero Halcyta. En las otras siete ciudades-estado Thran las sillas de mano eran extravagancias. En Halcyon, los cielos zumbaban día y noche con ellas. Eran símbolos del futuro, el matrimonio perfecto de las innovaciones técnicas de Glacian y los diseños extravagantes de Rebeca. Sus talentos unidos creaban dispositivos que, literalmente, ascendían. Yawgmoth deslizó la mano debajo de la piedra de control y la silla de manos se elevó del pórtico embaldosado. Subió por encima del tejado del apartamento del edificio de Yawgmoth y voló sobre la enfermería. Esta se encontraba en la séptima de las ocho terrazas de Halcyon: "un lugar de muerte y enfermedad no puede residir en la cima más alta de la ciudad," había dicho una vez Rebeca. Los edificios más grandiosos se alzaban en la octava terraza. La berlina de Yawgmoth subió girando por la pared del acantilado hacia ellos. Aquella era la forma más segura que Yawgmoth tenía de viajar. Las calles le eran hostiles. La mayoría de los ciudadanos desconfiaban o incluso temían al exexiliado. La guardia Halcyta le acosaba. El Consejo de Ancianos hacía agasajos para evitar que lo desterraran de nuevo. Como siempre, Yawgmoth sólo podía contar consigo mismo. Poco importaba. Él era la persona más confiable que conocía. Voló sobre las casas de los nobles construidas al viejo estilo: gigantescas y multicolores, con minaretes adornados, balcones y fachadas. Más allá se alzaba la gran cúpula gris de la Sala del Consejo y la lúgubre Sala del Juicio. Estos edificios y los templos situados a los lados eran de un período posterior. En lugar de cúpulas acebolladas y adornos circulares, las casas de funcionarios y los templos tenían una

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severidad angular, con las piedras blancas apuntando hacia el cielo. Ese distrito se extendía hasta el borde escarpado de la extrusión de basalto. Algunos de los edificios más lejanos incluso colgaban sobre el abismo de cuatrocientos sesenta metros de profundidad. Durante medio siglo no había habido espacio para el nuevo edificio. Hasta Rebeca y Glacian. Su Templo Thran no descansaría en el suelo sino que flotaría por encima de el. Sus fundamentos no yacerían no una temblorosa roca sino en una geometría inquebrantable. Nadie había pensado alguna vez en construir sobre ideales en lugar de realidades. La visión para el templo había sido de Rebeca. La innovación para hacerla real, esa era de Glacian. Ese día se pondrían en marcha las bases flotantes de ese templo. La silla de manos de Yawgmoth llegó a la cima de la elevada pared del anfiteatro y los cimientos del Templo Thran situados más allá. Por falta de espacio, habían sido construidos de lado, un muro en el centro del Boulevard del Consejo. Parecía un enorme vitral de cristales multicolores, decenas de miles de enormes piedras de poder apretadas con fuerza. La faz más cercana de esa imponente pared era suave y perfecta. El lado más lejano era dentudo con cristales sobresalientes. La luz del sol matinal golpeaba los cimientos y se dividía en miles de arco iris. Se había reunido una gran multitud. Sus rostros levantados estaban pintados en una brillante luz. Parecía que la ciudad entera estaba allí. Todos llevaban adornos dignos de su futuro templo. La multitud llenaba el Boulevard del Consejo y se derramaba en cinco de las calles transversales. Las sillas de mano estaban estacionadas sobre cualquier superficie plana disponible. Los guardias impedían que la gente aterrizara en los tejados. El punto más cercano disponible yacía a varias manzanas de distancia. "No hay tiempo para aterrizar," observó Yawgmoth y guió a la silla de manos para que flotara sobre el tejado de un templo antiguo. Alguien subió hasta la enorme cúpula gris de la Sala del Consejo. Un conjunto de anchas escaleras de piedra giraban en espiral hasta la cima de la cúpula, donde una torre aguja mostraba una vista de todo el mundo. Con un paso solemne, la figura ascendió a ese lugar alto y se detuvo, proyectando una sombra sobre los cimientos más allá de la pared. Era más que una sombra, la luz de la mañana fluyó más allá de la silueta, llevando su imagen hacia las piedras de poder. Allí, en la múltiple refracción, la figura tomó forma, ya no vestida con carne sino con luz. Era la visión más gloriosa que Yawgmoth hubiera visto jamás. "Rebeca," susurró sin aliento. Ella no sólo había ascendido sino trascendido. Parecía un ángel, un dios, brillando allí, un coloso de luz proyectado sobre los cimientos. Ella sonrió. La ciudad vitoreó. El sonido fue como el aliento de un titán despertando. El grito de Yawgmoth fue tan fuerte como el del resto. Rebeca habló. Las piedras de poder cosidas en su capa llevaron su voz por toda la ciudad. "Bienvenido, Halcyon," dijo simplemente. Otro rugido estalló. Rebeca esperó a que cesara. Sus ojos serenos y sus labios pacientes, su mirada aguda, ninguno de ellos y todos ellos a la vez llevaron a la multitud a un profundo silencio. "Estoy parada aquí en la cúpula de la Sala del Consejo, el punto más alto de nuestra ciudad. Este es el pináculo de nuestro pasado. Es el lugar más lejano al que podríamos ascender como criaturas que caminan sobre la tierra. Hoy día, el pináculo de nuestro pasado se convertirá en el umbral de nuestro futuro."

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"El Templo Thran. Todos ustedes han escuchado estas palabras. Ahora déjenme decirles lo que significan. A diferencia de los templos del pasado este edificio no bloqueará la luz de nosotros sino que nos traerá la luz a nosotros. No sólo dirigirá nuestros ojos hacia arriba sino que también nos elevará. No sólo pondrá nuestras mentes en dioses por encima de nosotros sino que también reunirá nuestras propias imágenes y las proyectará hacia el exterior sobre nuestra ciudad, sobre las nubes, sobre la misma luna y las estrellas. El Templo Thran no tendrá sus cimientos en el pesado mundo sino en el brillante firmamento." "Desde el inicio de nuestro gran imperio nosotros, los Thran, hemos buscado ascender de nuestra contingencia y caos hacia los cielos perfectos. Hoy damos el primer paso." Rebeca hizo un gesto hacia la base de los cimientos. Allí, grupos de artífices soltaron las cadenas de enormes anclas hundidas en el basalto. Poco a poco, con un terrible silencio, la pared de cristal comenzó a elevarse en el aire. "Los cimientos conocen su lugar. Anhelan colgar donde estará el templo. Toda su estructura está en sintonía con su posición correcta. Nunca caerá del cielo. Nunca dejará de hacer brillar sobre nosotros una visión de nuestra propia trascendencia." El muro se elevó magníficamente hacia arriba. La luz-imagen de Rebeca se movió y bailó a lo lejos en un brillante espectáculo. Los cimientos refulgieron deslumbrantemente, como las olas del océano en la luz solar. Mientras se liberaban de la multitud las mejores galas de esta nadó en un espectro de color. Todos ellos fueron bañados por la imagen angelical de Rebeca. La vieja y gris Sala del Consejo también fue cambiando. Capas del resplandor remolonearon en las señoriales columnas y sobrias pilastras. Las altas ventanas se convirtieron en cascadas brillantes. La cúpula de la Sala del Consejo, alguna vez de piedra gris bajo el cielo radiante, se convirtió en una enorme y ondulante nube. Toda la ciudad superior se transfiguró. Yawgmoth nunca había imaginado tanta belleza. Entre los leprosos y los hombres lagarto, había llegado a creer que los seres humanos no eran más que un montón precario de órganos flotantes y huesos quebradizos. Ahora el vislumbraba algo más, algo glorioso. Vio el destino de una nación. Los brillantes cimientos se inclinaron a medida que ascendían, curvándose hacia su orientación final y nivelada y sobrepasando la altura de la Sala del Consejo. Las piedras de poder flotaron justo por encima de la cabeza de Rebeca. El bajo vientre dentado bañó a la mujer con su radiación. Mientras pasaba Rebeca alzó las manos con cariño y las deslizó en una caricia por las piedras. Apenas los cimientos pasaron el lugar donde ella estaba parada se detuvieron en el aire. Ahora nivelado, el plano de las piedras encajó lentamente en su posición, un poco más allá y por encima de la cima donde estaba parada Rebeca. Ella volvió a hablar y la multitud calló. "Aquí estará nuestro templo." Otra ovación sonó. "Reside justo por encima y más allá de nuestro anterior alcance. Algo más que un simple paso lo separa del mundo de abajo. Un salto. Cualquiera que quiera entrar en el templo deberá dejar el mundo atrás y saltar por el aire para alcanzarlo. Déjenme ser la primera en dar ese salto." El silencio de la multitud se profundizó. El mundo contuvo la respiración. Yawgmoth incluso se puso de pie en su silla de manos flotante aferrándose a los blancos barrotes curvilíneos que la encajonaba. Rebeca saltó. La pequeña sombra de su figura se liberó de la codiciosa tierra, colgó por un momento entre los mundos y su pie cayó sobre el reluciente templo. El grito que respondió al aterrizaje fue como la explosión de un volcán.

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Tan pronto como Rebeca aterrizó en el espacio flotante su imagen fue lanzada a través de cada piedra y brilló en un millón de proyecciones sobre los que esperaban abajo. "¡Bienvenido, Halcyon!" La multitud congelada se movió y separó. Aquellos más cercanos a la Sala del Consejo inundaron la ancha escalera que Rebeca había añadido a la fachada oriental. Los jóvenes y las mujeres ganaron la azotea en unos instantes. Sus ojos se iluminaron con una alegría idealista. Corrieron hacia la cúpula central y a la escalera en espiral que la rodeaba. Yawgmoth vio su momento. Se volvió a sentar y tomó la piedra de control de su silla de manos. La nave saltó ante la presión de su mano y se elevó a través de la ciudad alta. La cúpula de la Sala del Consejo estaba repleta por debajo y él alcanzó su pico en un momento, antes que nadie. Sacando su mano de la piedra de control, detuvo la nave en el aire, trepó y se dejó caer en la cúpula. Ascendió por el pináculo de la torre riendo gozosamente y en su cima se lanzó a través del vacío. El mundo giró vertiginosamente debajo de él. Aterrizó sobre los relucientes cimientos en los brazos sorprendidos de Rebeca. Juntos cayeron riendo sobre la piedra lisa del piso, las túnicas enredadas con las túnicas, los brazos y las piernas entrelazadas. Ambos lucharon para volver a pararse. Yawgmoth envolvió a Rebeca en un feliz abrazo. "¡Lo has hecho, Rebeca! ¡Lo has hecho!" Su voz resonó en la ciudad alta. "¡Todos lo hemos hecho!" exclamó ella en respuesta y le devolvió el abrazo. * * * * * Esas palabras casi mataron a Glacian. Las palabras y las risas y la imagen resplandeciente de Rebeca en los brazos de ese bastardo. Todo eso casi lo mata. Los cimientos del templo hicieron supurar sus lesiones. "Llévame… de vuelta... hacia abajo," le dijo Glacian jadeando al hombre que había manejado su silla de ruedas por las calles empinadas. "¡No puedo soportar el resplandor de esa cosa!"

Capítulo 5 44

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ebeca se sentó sobre los cimientos flotantes del Templo Thran. A todo su

alrededor sobresalían peldaños de cristal brillando oscuramente en el sol poniente. Parecían los dientes en una enorme trampa de oso preparados para atrapar a un dios torpe. La anaranjada luz del sol se torcía a través de ellos y se volvía un fuego frío vislumbrada a través de los carámbanos. Rebeca negó con la cabeza, un escalofrío recorrió su cuerpo. Ella no había previsto este estado de ánimo de su templo. Sus otros estados de ánimo eran maravillosos. Antes del amanecer la estructura capturaba la radiación que venía y la hacía caer sobre el pueblo de Halcyon. Durante el día era una cálida maravilla que brillaba como el sol privado de la ciudad. Incluso debajo de las nubes azules, el templo separaba hebras de luz roja y amarilla del resto y las enviaba por toda la ciudad. Cuando los nubarrones se amontonaban en el cielo el templo hacía que un relámpago parecieran veinte. Este miraba en el corazón malicioso de la tormenta y aterrorizaba a todas las personas en el interior de la ciudad pero también predecía la primera aparición del sol a través de las nubes. Al atardecer, sin embargo, en premonición de la noche que seguiría, una presencia fría y caliginosa tomaba posesión de la estructura. El refulgente oro se convertía en una plata helada. Las llamas carmesí se convertían en mantos de nieve. Rebeca había tratado dos veces de permanecer en el frío templo. El lugar se había convertido en una cueva de hielo. La luz de la luna y las estrellas se había hilado en conjunto para formar espectros y fantasmas. El templo que ampliaba la luz del día sobre sus feligreses hacía lo mismo a la noche dejando el corazón negro y frío y embrujado. Rebeca se había parado en el centro de su creación y se había esforzado por soportarlo. No había podido. ¿Aquello era realmente una falla del diseño o del arte? Un oráculo ve lo que ve un oráculo. Esa noche Rebeca estaba decidida a quedarse. Su cuerpo cansado con el día y su piel salpicada de sudor. Temblaba. La maligna presencia, la oscuridad encarnada, la envolvió y la heló. Marcharse era casi tan terrible como quedarse. La Arquitectura de la Ascensión de Rebeca no permitiría una partida agradable. Irse de cualquiera de sus edificios significaba regresión, retroceder desde lo sublime a lo mundano. Todo lo que se ganaba al entrar se perdía al irse. Esa estructura había sido la peor. Tenía el descenso más largo y tortuoso de todos los edificios que había creado, todo ello en una región oscura y fría robadora de almas. "A mayores promesas vienen mayores peligros," se recordó. Al haber invocado un sol privado para su ciudad también tuvo que invitar a la inmensidad del espacio asesino. "Si yo misma no puedo soportar el oscuro corazón de mi creación, ¿cómo puedo esperar que lo haga mi ciudad?" Ella soltó un aliento álgido y se abrazó contra la noche. La noche extendió su mano y se apropió físicamente de ella. Su mano fue fuerte e implacable en su hombro y la hizo darse media vuelta.

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"Ahí estás," dijo una voz acusadora. Una sombra se cernió ante ella. "¡Yawgmoth!" dijo Rebeca jadeando con sus rodillas queriendo doblarse. Él la agarró por los brazos para sostenerla y sus dedos fueron estalactitas. Ella maldijo. "¿Qué estás haciendo acechando en medio de la noche? Me has asustado." "¿No oíste mi llamada?," preguntó él. "Estuve gritando durante todo el camino hasta la cúpula y el capitel." Las manos de él estaban frías. Ella se apartó. "No. Es parte del diseño. Los bloques del templo acallan el sonido de las cosas de abajo. Se supone que se libera del mundo y de sus cambiantes demandas…" "Suficiente," dijo Yawgmoth gentilmente. "Deberías pasar más tiempo con la gente, Rebeca, y menos con el cristal frío. Amas tus ideas, tus diseños, pero se te olvida para quién las estás diseñando." "Lo siento. Me inmerso mucho en mi trabajo," dijo. "Pero esta noche es diferente. Esta es una vigilia. Es un peregrinaje sagrado a través de la oscuridad. Estoy pensando en la gente. Estoy pensando en la divinidad y en la humanidad y en las largas horas por delante." "He venido a buscarte. Tengo noticias, noticias graves…" "¡Glacian!" "El está bien," dijo Yawgmoth consolándola, "por el momento. Aunque las noticias le afectarán. Nos afectarán a todos." "¿Qué sucede?" preguntó Rebeca volviéndose hacia él. "Aquí no," dijo él tomándola de la mano. Ahora sus dedos estaban cálidos. "Debajo. En la enfermería. Quiero decirles a ti y a Glacian y a Gix al mismo tiempo. Hay una silla de manos esperando en la base de la Sala del Consejo. Hubiera aterrizado aquí pero…" "Yo no quiero que nadie aterrice una silla de manos aquí," le interrumpió Rebeca "Destruye el simbolismo." "Lo sé. Tú y tu simbolismo, Rebeca. Vives en un mundo de ideas y un ataque al simbolismo es para ti tan devastador como un terremoto es para el resto de nosotros. Te conozco, querida. Sé que cada construcción que diseñaste tiene la intención de invitar al resto de nosotros para que vivamos en tu mundo de ideas. Sé que construyes estos edificios para que nos acerquemos más a ti pero con cada cristal que colocas te alejas aún más," dijo Yawgmoth. "Ven conmigo esta noche. Vuelve al mundo común por debajo: el mundo de las contingencias, como lo llamas tu. Tenemos graves contingencias que discutir." Rebeca aún parecía perdida detrás de sus ojos. Ella se mordió el labio y dijo simplemente. "Sí." * * * * * "¿Cómo es que demonios así han construido este paraíso?" se preguntó Gix atado a su cama. Los techos eran pulcros, la cama cálida, las habitaciones luminosas, la comida exquisita, las vistas espectaculares.... Pero los ciudadanos… "Me tratan como un pedazo de carne." Yawgmoth siempre lo cortaba y cosía, empalaba e infundía. Lo hacía todo con una febril intensidad, mirando la enfermedad pero no al hombre. Glacian era peor. Era el monstruo en el que el resto de los ciudadanos aspiraban a convertirse: amargo, egoísta, paranoico, brutal… "Demonios," suspiró el joven.

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"Cállate," gruñó Glacian. El hombre se quedó inmóvil dándole la espalda al Intocable. "Es verdad. Son una banda de demonios," dijo Gix. "Tú dices eso sólo porque no perteneces aquí. Nosotros hemos construido esta ciudad y pertenecemos a ella." Glacian tosió espasmódicamente. "Tú y los de tu tipo construyen lo que se construye en las cuevas y ahí es donde pertenecen." "Nosotros no hemos construido las cuevas. Ustedes lo hicieron," le respondió Gix. "Es la sombra oscura de Halcyon. Ustedes no pueden hacer un lugar perfecto. No pueden hacer una vida perfecta. La vida está toda revuelta, lo bueno y lo malo. Lo único que pueden hacer es tratar de separar ambas partes: poner todo las cosas buenas en un sitio y las malas en otro. Para construir su hermosa ciudad tuvieron que hacer las Cuevas de los Condenados a donde pudieran esconder todas las cosas que no querían. Para hacer sus hermosos ciudadanos tuvieron que tirar a la mitad de las personas a la basura." "Nosotros no te tiramos a la basura. Tú mismo fuiste atraída hacia ella," le corrigió Glacian. "Ya no vamos a ser basura por mucho más tiempo. Estamos trepando, Glacian. Estamos saliendo y buscando a la gente que nos empujó allí abajo. Nosotros vamos a asesinarlos." Glacian rió con amargura. El sonido fue casi indistinguible por la tos. "Ustedes van a tratar de asesinarnos inundando las alcantarillas como ratas de la peste y, al igual que las ratas, terminarán retornando pisoteados al suelo de donde vinieron." "Tú y tu gente están condenados, Glacian." "Tú y tu gente está engañada, Gix." "Es posible que todos estemos engañados y condenados," dijo una voz en la puerta. Yawgmoth entró en la habitación. Sus intensos ojos parecieron alargar las sombras que traía con él. Proyectó una acechante imagen a través de las paredes y el techo. "Tengo graves noticias." "¿Cómo estás, Glacian?" interrumpió Rebeca corriendo a arrodillarse junto a la cama de su marido. En un ritual bien establecido en los últimos meses envolvió un pañuelo sobre su nariz y boca y colocó un paño limpio sobre sus manos antes de tocarlo. La preocupación llenaba sus ojos. "Te ves peor que esta mañana." "Es este armiño pulgoso," dijo Glacian lanzando una mano cansada hacia Gix, "parloteando de sus grandes delirios de genocidio." "Puede que no sean delirios," dijo Yawgmoth. "He encontrado la causa de la enfermedad. Bien podría significar la muerte de todos nosotros en Halcyon…" sus ojos eran dos cuchillas gemelas "y de los de las cuevas por debajo." Glacian gruñó. "¡Bueno, escúpelo! Igual nos estamos muriendo." "Piedras de poder," dijo Yawgmoth. "En gran concentración, sus energías son tóxicas." "¿Qué?" dijeron Glacian y Rebeca a coro. "Tóxicas," repitió Yawgmoth. Sacó una piedra carmesí de su bolsillo, una brillante joya del tamaño de un corazón humano. "Una sola piedra no es muy peligrosa, pero combinada: en dispositivos tales como las sillas de mano y las puertas susurrantes, en los mismos hogares y calles de Halcyon, producen corrientes cruzadas que alteran la estructura de las cosas que crecen. Este es el origen de la tisis. Tu carne se degenera porque no puede regenerarse. La influencia de las piedras de poder impide la curación natural incluso el suministro de tejidos con nutrientes para mantener la vida." "Eso es imposible," dijo Glacian. "¿Entonces porqué tu mano no se está marchitando?"

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"Cada criatura tiene una defensa contra estos efectos, así como cada criatura tiene una defensa contra otras enfermedades. Algunos incluso podrían ser inmunes. Pero para la mayoría de nosotros nuestras defensas podrían estar agotándose por la constante exposición a las matrices de piedras de poder. Y una vez que las defensas hayan desparecido nuestros tejidos se romperán y morirán. Y nosotros, eventualmente, también lo haremos," dijo Yawgmoth con seriedad. Sus tonos solemnes fueron interrumpidos por las risas de Gix. Todos los ojos se giraron con odio hacia el joven hombre, incluso Glacian se dio la vuelta para observar. Gix sólo se sintió alentado por su ira y rió aún más con deleite. "Se los dije. Están condenados. Las piedras que hacen posible su hermosa ciudad los están matando. Ustedes no pueden quedarse aquí y vivir. No pueden deshacerse de sus piedras de poder sin que colapse su ciudad. No volverán a vivir como cualquier otra persona en el mundo." Se detuvo para gritar de risa. "¡Se están matando a sí mismos y ni siquiera están dispuestos a detenerse!" "Tu gente también está condenada," dijo sobriamente Yawgmoth. "Glacian podría haber contraído la enfermedad cuando tú le apuñalaste con una piedra de poder pero sus defensas se habían estado agotando por su largo trabajo en la plataforma de maná. Y es por eso que la enfermedad es endémica en las Cuevas de los Condenados. Las energías de la plataforma de maná están envenenando a los Intocables." La alegría de Gix se tornó instantáneamente en rabia. "¡Demonios! Eso es lo que son. ¡Demonios!" Rebeca se puso en pie acercándose a Yawgmoth. Se quitó el pañuelo de su cara. Con ojos implorantes fijos en él. "Esto no puede ser cierto. Yo misma he estado construyendo el templo durante dos años. Es la matriz de piedras de poder más poderosa que se haya reunido jamás. Y aún no muestro signos de la enfermedad." "Puede que seas inmune," dijo tranquilamente Yawgmoth. "Esa es mi esperanza. El hecho de que hayas estado expuesta durante tanto tiempo a tu marido sin enfermarte me hace pensar que lo eres. Después de todo es contagiosa de persona a persona. Las mermadas defensas de una persona merman las defensas de otra. La carne infectada infecta a otra carne." El apretó las manos de ella entre las suyas. "Tengo la esperanza de que eres inmune." "¡Mentiras! ¡Malditas mentiras!" gritó Glacian. "Usted ha venido aquí, un exiliado, un criminal. Ha venido aquí porque nosotros estábamos desesperados por intentar cualquier cosa, incluso sus monstruosas ideas de curación. ¿Ahora nos dice que las piedras de poder pueden matar? Supongo que quiere acabar con todos los artefactos, con todos los artífices. No, esto no puede ser verdad. Durante miles de años hemos vivido con las piedras de poder. Durante miles de años, los sanadores, los verdaderos sanadores, nos han hecho partícipes de la fuerza vital, no nos han trinchado como jabalíes asados." "Esos sanadores les han fallado," dijo Yawgmoth con el fuego ardiendo en sus ojos. "Hasta sus manos son venenosas para ustedes, más magia para comerse su carne. Yo ofrezco la única esperanza. He encontrado la fuente de la enfermedad y encontraré la cura para ella. Salvaré su miserable vida, Glacian, y la suya, Gix. Salvaré la vida de los ciudadanos y de los condenados. Descubriré una manera de hacer que todos nosotros seamos inmunes para que la ciudad pueda vivir, para que el Templo Thran pueda ser la gloria de todas las edades, para que toda una raza dé un salto hacia el futuro y no se acobarde de él. ¡Eso es lo que este medico brujo va a hacer!" "¡Usted no hará nada de eso!" gruñó Glacian. "Usted es incapaz de curar, sólo de diseccionar. Yo mismo veré que lo vuelvan a desterrar…"

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"Espera, Glacian…" le interrumpió Rebeca. "Reuniré a los ancianos contra usted para declararlo un criminal del estado…" "Por favor, esposo…" "¡Para proscribir sus prácticas, sus mentiras!" "¿En verdad son mentiras?" gritó Yawgmoth. Se dirigió a un cajón, sacó un bisturí y realizó un corte hacia abajo en Gix. La cuchilla cortó las correas desde los hombros del hombre hasta sus caderas. Otro hábil corte abrió de par en par las sábanas del joven dejando al descubierto un pecho y un vientre pálido marcado por las lesiones. Yawgmoth colocó la piedra de poder carmesí sobre el esternón del hombre y sostuvo las manos de Gix hacia abajo a su lado. Mientras todos ellos miraban la piel debajo de la piedra se volvió marrón y agrietada. La sangre y la linfa brotaron hacia arriba. La corrupción se extendió lentamente hacia afuera. "¿Mentiras? ¿Mentiras?" Gix gritó retorciéndose de dolor. "¡Detente Yawgmoth!" gritó Rebeca lanzándose para agarrar la piedra. Ella la levantó pero Yawgmoth la agarró por la muñeca. Él la miró penetrantemente a los ojos. "¿Es una mentira?, ¿Verdad?" "No," dijo ella jadeando y mirando incrédulamente al puño del hombre. "¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño! ¡Le estás haciendo daño a él! Tal vez seas nuestra única esperanza. Tal vez encuentres la cura pero no te olvides de la gente a la que le estás buscando esa cura." Esas palabras parecieron apuñalar a Yawgmoth. Sus dedos apretados temblaron en su muñeca. Entonces, de repente, le soltó la mano, se levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo un momento antes de pasar a través de ella girándose hacia la mujer y sus dos pacientes. Miró con ojos atormentados a Rebeca y dijo simplemente: "Sí."

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Capítulo 6 50

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lacian sabía que Yawgmoth mentía. Lo había sabido desde el primer

momento en que había conocido al hombre. Este es un charlatán y un monstruo, se había dicho. La última mentira de Yawgmoth fue la más extravagante de todas. Pensar que la base misma de la ascendencia Thran estaba pudriendo a las personas que la crearon… pensar que los cimientos del imperio estaban tan quebrados y huecos… y basarlo todo en la teoría de la eugenesia: que los seres humanos eran simples animales, que eran animados por fluidos y pequeñas "bestias", que cada tejido se componía de tejidos más pequeños, cada organismo de organismos más pequeños en una infinita regresión, todo eso era ridículo. Glacian lo sabía. Rebeca no. A pesar de que Yawgmoth había quemado al muchacho y salido como una tromba por la puerta, él tenía el oído de Rebeca. Con ese oído ganaría el oído de todo Halcyon. Glacian trató de advertir a su esposa. Una vez que el monstruo se fue, sin embargo, ella sólo oyó los gritos del muchacho. Ella tenía un corazón frágil. Era como una paloma de cristal en su templo de cristal. El muchacho: un peor farsante que Yawgmoth. Su esternón ennegrecido no era nada al lado de las lesiones de Glacian. ¿Acaso Rebeca se agachó sobre su propio marido en señal de preocupación? ¿Acaso ella tocó su piel desnuda de la forma en que había tocado al joven para levantar esa piedra asesina de él: ¡él, un Intocable portador de la tisis! ¿Acaso ella se preocupó así por Glacian? No. Glacian no exageró sus males. El sólo se quejó de una décima parte de los males que sufrió, a diferencia de ese mocoso altanero. "¡No está tan herido!" gruñó Glacian al fin. "¡Cállate!" le había dicho ella desesperadamente. En ese momento el falsificador detuvo su forcejeo y cayó en un aparente desmayo. Todo fue muy conmovedor. Rebeca se aferró a él mientras sanadores acudieron para atender al chico lo más cómodo posible. Ellos lo llamaron coma. Glacian lo llamó un acto. ¿Acaso ellos lo escucharon? Por supuesto que no. Glacian sólo era un genio y ese muchacho una vil rata que se masticaría su propia pierna para salir de una trampa. ¿A quién creerían sino a la rata? Rebeca se quedó allí después de que los otros se fueron. Ella hizo su mejor esfuerzo para calmar su marido. Él hizo su mejor esfuerzo para convencerla de que su Yawgmoth era un monstruo mentiroso y el muchacho un farsante y un asesino. Ella no le oyó, no podía. Rebeca era incapaz de percibir la oscuridad de la humanidad. No tenía ninguna palabra para esta. Ella podía mirar a través de un monstruo y no verlo en absoluto. Cuando se fue esa noche, Glacian se contentó con un experimento mental. Pensar era su único refugio. En ese preciso momento pensó en la dinámica de las piedras de poder. Estaba bien establecido que los cristales quedaban cargados cuando sus núcleos eran bombardeados con la radiación suficiente como para que la materia

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que tenían dentro se convirtiera en energía. En ese instante Glacian se preguntó qué pasaba con el espacio ocupado por esas partículas. En teoría, la materia existía sólo debido a una compactación del espacio. El espacio arrugado atrapaba energía frenándola en forma material. El espacio liso era como una hoja de papel en la lluvia, bombardeada por el agua pero reuniendo poco de ella. Sin embargo, a medida que la lluvia continuara el papel se combaría y recogería más lluvia. Los surcos aumentarían y las depresiones se profundizarían. Así como el papel bombardeado lo suficiente se arrugaría y doblaría atrapando el agua, la energía también bombardeaba y deformaba el espacio. El espacio arrugado atrapaba energía, convirtiéndola en materia. Si era así, cuando la materia dentro de un cristal era convertida en energía, el espacio se desenrollaría y alisaría. Por lo tanto, cargar una piedra de poder desplegaría, e incluso crearía, espacio. Quizás cada piedra de poder contenía no sólo un vasto almacén de energía sino un área, una dimensión diminuta. Este experimento cerebral ocupó la mente de Glacian durante su convalecencia. Cuando su fuerza regresara él llevaría a cabo verdaderos experimentos para probar todo. Entonces Halcyon sabría que su genio había regresado. Glacian volvería a ganar sus oídos. Tales eran los pensamientos de Glacian cuando él cayó en un profundo sueño. Tales fueron sus pensamientos más tarde, sí, él era más brillante en su sueño que los demás estando despiertos, cuando las manos apretaron su garganta cerrada. Mientras se ahogaba Glacian despertó para ver que, una vez más, había sido el único que se había dado cuenta de la verdad. Gix estaba sentado a horcajadas sobre él. El muchacho, a Glacian sólo entonces se le ocurrió que esa figura demacrada era en verdad más un hombre que un muchacho, le había apretado sus brazos debajo de sus rodillas tísicas y lo estaba estrangulando. El pálido rostro de Gix estaba rojo. Cuando Glacian abrió los ojos y cruzó la mirada con el joven la determinación que había allí se desmoronó. Gix debía haber vislumbrado el verdadero horror de lo que estaba haciendo. La pérdida de Glacian no sólo sería para los ciudadanos sino también para las ratas que comían lo que caía de la mesa de los ciudadanos. Gix comenzó a hablar con las manos apretadas alrededor de la garganta de Glacian. "Tú nos hiciste esto. Yo pensaba que era yo el que te había infectado pero eres tú el que nos ha infectado a nosotros. Has sido tú el que ha infectado a miles en las cuevas." Cada vez que él decía la palabra "infectado", saltaba saliva de sus labios. "Esa es una razón suficiente para matarte." Glacian no tenía aire para formar palabras pero sus labios las hablaron en silencio: "¿Para matarme?" "No es asesinato. Es justicia." "Mátame y morirás." La respuesta de Glacian fue poco más que un movimiento de labios y un poco de aire susurrado. Gix aflojó su agarre con un tremendo disgusto permitiéndole a Glacian tomar aliento en sus pulmones. Fue un momento de triunfo para Glacian. Este pretendía ser un héroe pero no tenía resolución. Cuando su propia vida estaba en problemas él haría cualquier acuerdo para salvarse a sí mismo. Glacian tenía un maldito don para ver dentro de la mente de los hombres inferiores y todos los hombres que el había conocido habían sido inferiores. Así que en ese momento Glacian utilizó la única mentira que lo salvaría. La mentira de Yawgmoth. Él gruñó, "Si me perdonas, Yawgmoth te perdonará. Sin Yawgmoth, tú también estás muerto."

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Los ojos de Gix se estrecharon aún más. "No necesito matarte. Sólo sería una bendición. Ambos moriremos. Yawgmoth no nos puede salvar." Esto impresionó mucho a Glacian. Tal vez este muchacho, este león, realmente vislumbraba la verdad. "Pero es mejor que mueras en una lenta agonía como yo, como mi gente. Es mejor que vivas lo suficiente como para ver como ellos se elevan desde las cuevas y matan a tu gente y destruyen tu blanco refugio." Y diciendo eso Gix liberó a Glacian y se bajó de él. Aun así el Intocable sostuvo un puño cerrado sobre la cara de su enemigo. "Da la alarma y sólo te mataré de despecho." Glacian notó con satisfacción las cicatrices cosidas y las lesiones ennegrecidas en todo el cuerpo del joven. "Nunca podrás salir de la ciudad con vida. Nunca llegarás a tus cuevas." "Conozco formas de bajar," dijo ominosamente Gix, "y sé formas para abrirme paso." Culminó mientras corría hacia la puerta. Obviamente Glacian dio la alarma pero con su garganta apretada y sus pulmones débiles no pudo hacer mucho más que maullar como un gatito. Nadie podría oírlo. La gente de Halcyon había dejado de escuchar. Otro hombre les estaba robando sus oídos. * * * * * Si había algo obvio era que Rebeca no había diseñado la Sala del Consejo. Enorme, sombría, gris, aburrida, simétrica, fétida, durante un siglo esa estructura había sido la más alta de Halcyon. Se asentaba como una gorra encima de un gran volcán. Mientras que el resto de edificios de la ciudad se inclinaban hacia el, este edificio presidía sobre ellos con fuerte arrogancia. Este no se inclinaba ante nada mas que a sí mismo. Era un santuario al pasado. Ocho enormes tambores estaban establecidos en lo alto del octógono central del espacio para reuniones, que a su vez soportaba el peso de la empedrada cúpula gris que no dejaba pasar la luz del cielo. Mientras Yawgmoth estaba parado junto a Rebeca justo debajo de la cúpula, se recordó a si mismo que ella había añadido valientemente una escalera de caracol y una aguja a la misma. Tan valientemente como hoy había argumentado con el Consejo de Ancianos. Debajo de cada transepto del octógono estaba sentado un cuerpo de ancianos de cada una de las ocho ciudades-estado Thran. Las más grandes, Halcyon y Nyoron, tenían cincuenta ancianos cada una y las otras menos. A la cabeza de cada grupo había un estrado elevado donde presidía el más anciano de cada ciudad-estado. En el centro del domo estaba el estrado más alto de todos, una plataforma alcanzada por dos conjuntos opuestos de escaleras. Agrupados debajo del estrado central estaban los "líderes": jefes de clanes, videntes y genios. Lo usual era que Glacian hubiera estado sentado entre esos veinte, salvo por su tisis. Glacian y su tisis eran los asuntos del día. "Estoy completamente en desacuerdo," respondió Rebeca a la objeción de un anciano. "Esto no es un problema que sólo le concierna a los Halcytas. El trabajo de mi marido, de Glacian, es estudiado por todo artífice sobre la tierra Los dispositivos que más nos han elevado son suyos. El uso de la piedra de poder fue innovado por él, pero ese no es el asunto de hoy. El asunto es que cada una de nuestras ciudades-estado depende totalmente de la tecnología de las piedras de poder. Nuestras ciudades colapsarán, a veces literalmente, si se elimina esa tecnología." El moderador enmascarado y de túnica gris le dio la palabra a la anciana de Losanon, una mujer majestuosa que le llevaba media cabeza más de alto a la mayoría de los hombres y era tan delgada como una estatua.

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"No hay ninguna evidencia de que esta tisis estuviera afectando a alguien excepto a su marido y las hordas de la prisión en las cuevas. Y, efectivamente, la enfermedad de su esposo vino de las cuevas, no de la ciudad. ¿Por qué no simplemente doblamos la guardia en las cuevas para evitar cualquier fuga y suspendemos el derecho de visita hasta que esta plaga haya seguido su curso?" Rebeca estuvo a punto de responder pero Yawgmoth habló en su lugar, "Eso no es verdad. He visto esta plaga en otras tres ciudades en el camino a aquí y he oído hablar de ella en las otras cuatro…" "Pero siempre entre la chusma," le interrumpió la anciana de Losanon. "Siempre entre los pobres indigentes…" "No," se metió Yawgmoth. "Hay evidencia de infección entre los ciudadanos de Halcyon, entre gente que no han tenido contacto con los Intocables. He trazado la evolución de esta plaga en las Cuevas de los Condenados y conozco los signos iniciales de ella. He encontrado otros seis casos en la ciudad misma y eso que no he llevado a cabo una búsqueda extensa. De hecho, me gustaría especular que entre los cerca de cuatrocientos de nosotros que estamos reunidos aquí, diez están infectados y ni siquiera lo saben." Eso causó un revuelo. El moderador se levantó de su silla, un símbolo para hacer silencio. En las puertas, los vigilantes del moderador se tensaron, listos para arrancar de la multitud a cualquiera que no hiciera silencio. La calma se reanudó. El moderador se sentó y señaló a otro orador: el más anciano de Chignon. El hombre era corpulento y privilegiado, acostumbrado a ser sacado fuera de la Sala del Consejo debido a sus desviaciones de los problemas que pudieran surgir. "Estos informes sin duda son alarmantes, tal vez alarmistas. Usted es un solo hombre, Yawgmoth. Hace tres años, fue un hombre desterrado entre los leprosos, un enemigo del estado. Practica un tipo de curación que repele a la mayoría de nosotros. ¿Por qué deberíamos escucharlo? ¿Por qué deberíamos aceptar su palabra? ¿Por qué deberíamos creer que ha dejado de ser nuestro enemigo y se ha convertido en nuestro amigo?" "No tomen mi palabra," respondió Yawgmoth sacudiendo la cabeza. "Quiero que lo averigüen por ustedes mismos. Lo que estoy pidiendo es que reúnan un cuerpo de sus mentes más brillantes para que vean lo que he encontrado. Ellos pueden juzgar por sí mismos. Estoy pidiendo la oportunidad de demostrarles la realidad y la amenaza de esta enfermedad. Aquellos que piensan que soy un charlatán podrán informar de sus conclusiones a este cuerpo. Por otro lado, los que estén convencidos de mis resultados, mis métodos, podrán unirse a mí en la búsqueda de una cura." Al Anciano de Nyoron se le concedió la palabra. "En su propuesta por escrito, usted pidió más que un cuerpo de observadores. Pidió instalaciones, equipos, el derecho de vigilar a los ciudadanos…" "Sin esas cosas, ¿cómo voy a probar la realidad de esta plaga?" declaró Yawgmoth exasperado. Arrojó sus manos hacia afuera. "Tal vez Rebeca fue demasiado rápida al decir que este era un tema de salud pública más que de la salud de un hombre. Pero yo creo, después de todo lo que Glacian ha hecho por este imperio, que esto me proporcionaría una sola ala de una sola enfermería en la que un pequeño grupo de buscadores serios podría hacer todo lo posible para encontrar una cura para él. Aunque no me asignen el espacio y el dinero para salvarse a ustedes mismos, ¿no lo harían para salvar a Glacian? " El moderador gesticuló a Jameth, la Anciana de Halcyon.

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La mujer se puso de pie. Era una real figura vestida en rojo, con los pómulos altos y ojos legañosos. Jameth abrió un sobre y con paciencia desarrolló una nota en su interior. "Como usted ha mencionado al Líder Glacian creo que es tiempo de leer esto. Me llegó por mensajero esta mañana. Tiene el sello de Glacian. Él me pidió que leyera este mensaje al Consejo reunido: Amigos, Desde mi lecho de enfermo, ¿acaso no me atrevo a llamarlo mi lecho de muerte?, escribo esta urgente petición y aviso. Huid del hombre Yawgmoth. El fue una vez declarado con razón enemigo del estado y exiliado como tal. Les ruego que lo vuelvan a exiliar una vez más. He estado bajo su bisturí y sus supuestos tratamientos durante demasiado tiempo, he sufrido sus programas insoportables, y he visto mi cuerpo decaer con mayor rapidez por culpa de Yawgmoth que por la tisis. En el mejor de los casos es un charlatán y en el peor, un monstruo. Yo no deseaba su vuelta ni tampoco condono que se quede entre nosotros. A menos que sea exiliado, estoy seguro de que nos traerá de nuevo a una guerra civil. Si él es, como supone mi esposa, mi única esperanza, entonces me entrego a morir. Prefiero morir que vivir por más tiempo como prisionero de sus violentas manipulaciones. Por lo tanto, propongo que el Consejo vote inmediatamente desterrar al hombre Yawgmoth, declarándolo ahora y para siempre un enemigo del Imperio Thran. Glacian de Halcyon Tan pronto como salió la última palabra de la boca de Jameth que en otras bocas surgieron gritos de aprobación secundando el movimiento. Yawgmoth miró torvamente a Rebeca pero ella le agarró su mano. Su fuerza pareció fluir a través de él. El moderador se puso una vez más de pie y dijo: "No puedo permitir una votación sobre esta propuesta cuando aún queda por examinar la propia propuesta de Yawgmoth." "Yo sugiero que se combinen las dos," dijo repentinamente Yawgmoth. "Si no se me conceden las instalaciones, asistentes y disposiciones que solicité en mi propuesta, dejaré esta ciudad. Dejaré este imperio. Acepto ser desterrado. Si ustedes votan que no creen en mi trabajo les dejaré a esta tisis en la que tampoco creen. Mis amigos, será esto lo que les llevará a una guerra civil, no yo. A la guerra civil y la aniquilación total. Descrean a Yawgmoth bajo sus propias consecuencias. Descrean en la tisis bajo su propio riesgo. Sugiero que estas dos propuestas se combinen en una sola. Quienes estén a favor de los términos de Glacian de mi destierro votarán sí y quienes estén a favor de mis condiciones para continuar la investigación votarán no." Se escucharon muchas voces de aceptación. "Entonces votaremos," dijo el moderador. "Todos aquellos que estén a favor de los términos de Glacian para la expulsión inmediata de este hombre Yawgmoth digan sí." La respuesta fue hosca e inmediata. Su eco rebotó en la cúpula como si el impasible edificio en sí hubiera hablado. Yawgmoth apretó las manos de Rebeca retornándole la confianza que ella le había concedido.

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"Todos los que se oponen al destierro y a favor de la solicitud de las instalaciones, personal, suministros, y que Yawgmoth continúe con su estudio, digan que no." El sonido fue casi idéntico aunque tal vez un poco más fuerte aunque sólo sea por la voluntad de las voces de los que hablaban. "En la opinión del moderador, la moción para desterrar a Yawgmoth sigue vigente." Las voces pidieron un conteo manual y el moderador lo concedió. Cada uno de los ancianos de las ciudades se volvió hacia sus contingentes realizando la misma votación con las manos alzadas. Aunque Yawgmoth continuó aferrándose a Rebeca su atención estaba en otra parte. Observó con ojo de halcón al grupo de Halcytas, a los que votaron por el destierro. Cada rostro se grabó en la negra porción posterior de su mente. "No lo harán," le susurró Rebeca. "No nos condenarán." Yawgmoth bajó la mirada hacia ella. "¿Quieres decir que no te condenarán a ti y a Glacian, o a ti y a mi?" Los ojos de ella fueron quejumbrosos, casi dolidos. "Condenarte a ti sería condenar a Glacian." Yawgmoth se limitó a asentir. Los músculos de su mandíbula flexionados bajo una brillante barba negra de varios días. Se hizo el conteo y los totales fueron llevados al moderador. Este se puso de pie y anunció: "El sanador Yawgmoth tendrá sus instalaciones y observadores. Los ocho ancianos deberán ver que se cumpla." * * * * * Rebeca estaba como en casa. Era más de medianoche. La luna era una gran hoz rayada lo largo de los cimientos de cristal. Las piedras de poder se erguían ahora en anillos estrellados por todas partes. La luz persiguió a las múltiples facetas y se alzó en helados fantasmas de fatalidad. Rebeca estaba como en casa. La enfermedad de Glacian era horrible. Él era su alma gemela. Juntos, artificio y arte, habían transformado el imperio. Cuando él había caído enfermo ella había sufrido por él pero no había temido por él. Había sentido de alguna manera que ella, por mero ejercicio de la voluntad, podría mantenerlo vivo, podría traerle sanidad. Su muerte parecía imposible mientras ella viviera. Ahora, ninguna perdición era imposible. Los espectros del futuro se habían levantado del arte y el artificio. Si los Thran continuaban por el camino iniciado por Glacian y Rebeca estaban condenados a morir. Si abandonaban esas formas sólo podrían descender a través del helado umbral de las alturas a las que una vez habían ascendido. Ese lugar, la estructura más alta en el imperio, era la encarnación absoluta de la esperanza por un cielo que conducía inexorablemente al infierno. A pesar de que colgaba allí, envenenando a la gente. A pesar de que les daba visiones gloriosas a lo largo de los días, aterrorizaba sus noches con la implacable muerte. Rebeca estaba como en casa. Ella estaba como en su casa entre los fantasmas. Incluso esperaba contagiarse de la tisis que asolaba a su amor y a su tierra. Entonces ella sería uno de ellos. En todo su ascenso ella los había dejado atrás. Ahora sólo Yawgmoth los podría salvar. Sólo Yawgmoth y su desquiciada medicina.

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* * * * * El descenso había sido duro. El ascenso, pura agonía. El cuerpo de Gix se había debilitado a cada momento desde que había soltado a Glacian. Parte de ello era por la tisis, por supuesto. La negra infección en su esternón había empeorado. Parte de ello, la parte más grande, era un miedo persistente. ¿Acaso la supervivencia era más importante para él que los principios? Quizás Gix había perdonado a Glacian sólo porque matar al hombre hubiera significado su propia muerte. Odiaba ese pensamiento. No era cierto, no podía ser cierto… No debería ser cierto una vez que hubiera terminado ese ataque. Los Halcytas pagarían por lo que habían hecho. Glacian pagaría. Los ciudadanos de Halcyon empezarían a entender sus crímenes cuando los ejércitos de los condenados salieron como una inundación a través de las alcantarillas para arrastrarlos en su propio despojos. Cuando los Intocables les obligaran a ponerse de rodillas y les hicieran besar las llagas supurantes en sus nudillos, los ciudadanos sabrían su culpabilidad. Cuando la gente de la basura saltara encima de ellos y les pisoteara la espalda los Halcytas nunca lo olvidarían. Sólo pensamientos así hicieron posible la miserable subida. El cuerpo de Gix estaba atormentado por el dolor. Cuando había descendido a las Cuevas de los Condenados había estado solo, impulsado hacia abajo por la noticia que llevó a su pueblo. Ahora, mientras subía, arrastraba a cientos de otras personas con él. Al menos esta vez, la terrible noticia que llevaba no tenía como destino a los condenados sino a los demonios mismos.

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Capítulo 7 E

l ala de enfermería le otorgó a Yawgmoth una magnífica vista de la ciudad

alta. El Templo Thran brillaba sobre cada aparato a través de un alto grupo de ventanas. Las minuciosas imágenes de Rebeca y sus trabajadores eran proyectadas en diminutos arco iris de luz refractada a través de la habitación. Ellos nadaban lentamente a través de las espaldas de los veinticuatro observadores agrupados, a través del cuello doblado de Yawgmoth, y a través del agonizante rostro de Glacian. "Ya era bastante malo que me mataras tejido por tejido," gruñó Glacian mientras Yawgmoth despellejaba cuidadosamente otra capa de piel de una gran lesión en el estómago del hombre, "pero hacerlo todo con la sanción pública." "¿Ven estas capas aquí?" preguntó Yawgmoth a los observadores, que estiraron el cuello para ver. En los últimos meses los había convencido de la realidad de la enfermedad. "Vean, incluso un órgano tan aparentemente simple como la piel tiene capas diferenciadas, diferentes tejidos para diferentes funciones. El cuerpo es un organismo: es decir, una cosa compuesta de órganos. Cada uno tiene un papel distinto. La enfermedad y la disfunción no son cuestiones de magia sino de un mal funcionamiento de uno o más órganos." Yawgmoth regresó a la lesión desgarrando más carne. "¿Ven cómo la tisis tiene efectos diferentes en los distintos niveles?" "Hay una teoría similar sobre la magia en estos días," dijo un jovencito. Xod era un sanador en el sentido tradicional, entrenado para aplicar el poder arcano sobre las enfermedades mundanas. Era inteligente, hablador y, en la mente de Yawgmoth, felizmente equivocado. "Algunas personas están diciendo que uno puede separar la energía mágica en sus componentes, cada una realizando una función diferente. Es como cada uno de estos pequeños trazos del arco iris flotando alrededor de la habitación: rojos, verdes, azules.... Dicen que el maná se compone de colores, algunos para curación, algunos para destrucción." "¿Y eso que tiene que ver con esta enfermedad?" preguntó Yawgmoth con irritación. "Ustedes ya han visto cómo la curación mágica sólo acelera la tisis." Los hombros de Xod se hundieron. "Sólo es una comparación. Quiero decir que nadie cree realmente que la magia tenga colores. Es sólo una teoría. Usted estaba hablando acerca de cómo la tisis tiene diferentes efectos en diferentes tejidos y yo estaba pensando en que ellos dicen que los diferentes colores tienen diferentes efectos y están bloqueados por cosas diferentes." "¿Por qué no te callas y…" comenzó a decir Yawgmoth. Su bisturí tembló en su mano con la piel desollada adherida a este. Una nueva luz entró en sus ojos. "¿Qué fue eso sobre estar bloqueado?" El hombre se encogió de hombros y dijo con timidez, "sólo más ideas descabelladas."

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"¡No! Dime." "Bueno, sabe... ellos dicen que el hierro bloquea una clase de magia y la plata otra clase, y el oro otra… básicamente son los cinco grandes metales. Más tonterías." Yawgmoth miró por un momento abstraído en el bisturí que sostenía y el tejido ennegrecido que se adhería a el. La piel se había puesto translúcida mientras había estado colgando sobre la cuchilla. Puso el bisturí sobre una mesa pequeña. "Sólo tonterías," repitió Xod. "Eso es lo que pensaban de mí hace unos años." Yawgmoth se levantó de un salto de su asiento. Los observadores estaban acostumbrados a sus movimientos volcánicos y retrocedieron dándole espacio. Se encaminó a la mesa donde yacía Glacian, buscó en el gabinete de implementos y abrió sus cajones violentamente. Rebuscó entre los cuchillos y pinzas y sierras, sacando algunos y poniéndolos encima del gabinete. "¿Qué está haciendo?" preguntó Xod. "No hay suficiente óxido en ninguna de estas," gruñó Yawgmoth. Miró hacia arriba con una inspiración repentina. "La barra de hierro en el balcón… ve allí, toma un cuchillo y un plato y raspa algo de óxido." "¿Yo?" preguntó Xod. "Tú fuiste el que me dio la idea. Y el resto de ustedes, busque en sus bolsillos. Necesito plata y oro y cobre, tres monedas de cada uno." Los otros observadores, atónitos, tantearon a regañadientes en los bolsillos de sus batas mientras el joven sanador se precipitaba hacia la puerta para recoger el óxido. "¡Vamos! Vamos," les apresuró Yawgmoth. "No sean avaros. Estamos por inventar una cura aquí." El joven en el balcón dio un grito. "¡Algo está pasando allí! ¡Un ataque! ¡Los Intocables se están sublevando!" La multitud de observadores se apresuró hacia la puerta en un grupo apretado. Yawgmoth se metió por delante de ellos, impaciente. Llegó a la puerta y lo vio: Intocables harapientos llenaban las calles. Mientras miraba un prisionero golpeaba a una mujer en la cabeza. Ella cayó, la sangre extendiéndose por el camino de piedra. Otros dos ciudadanos corrieron sólo para que los Intocables los cercaran como una jauría de perros, les arrancaran sus túnicas, y se lanzaran sobre ellos. Rocas rompían las ventanas. Incendios saltaban por los tejados. Gritos acudían de puertas golpeadas. Xod vomitó en el balcón. "¡Raspa ese óxido!" le demandó Yawgmoth. "¡Nuestro trabajo es más importante! La enfermería tiene guardias. La ciudad cuenta con guardias. Ese es su trabajo. El nuestro es una cura." Comenzaron las protestas de los delegados pero Yawgmoth los hizo callar, señalando violentamente sobre sus cabezas. "¡Miren! Miren la piel debajo de esos harapos. ¿Ven esa tisis? Es por eso que ellos nos están atacando. La guardia Halcyta los podrá hacer retroceder pero nosotros tenemos la única arma que puede poner fin a estas revueltas para siempre. ¡Ahora raspa ese óxido!" * * * * * Gix rió. Había doblado esa vara de hierro de una reja en la alcantarilla. Ya había matado a cinco, ahora seis, ahora siete. La pequeña comba de metal en el extremo de la vara era una buena garra que abría las espaldas de par en par. Esos ciudadanos eran frágiles. Debajo de sus finas vestimentas se desgarraban como un blanco pez de cueva.

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Ahora, ocho. A pesar de la implacable opresión de los soldados, de las brutales palabras de Glacian y de los brutales actos de Yawgmoth, los otros Halcytas no eran más resistentes que uvas maduras. Ahora, nueve. Gix corrió por la pendiente de la calle empinada. Veinte Intocables le seguían. Destrozó la ventana de una casa. A través de ella gritó un desafío de furia animal. Otro Intocable lanzó un barril lleno hasta la mitad de lluvia en la misma casa. Dieron vuelta la esquina. El dueño de la casa estaba saliendo, medio desnudo y furioso, por la puerta frontal. Gix cargó contra él. El hombre se quedó boquiabierto un momento. Ojos y boca formando círculos de sorpresa. Agarró sus túnicas desordenadas y se giró hacia la puerta. La modestia le costó la vida. La barra de hierro de Gix se hundió en la espalda del hombre. Tuvo un recuerdo fugaz: Yawgmoth y sus escalpelos, cortando paciente y prolijamente. Aquella no era una cirugía cuidadosa. Gix tiró. El hombre se tambaleó pero no cayó, aferrándose a los postes de la puerta. Dos Intocables tomaron sus brazos y los soltaron. Gix tiró de nuevo. El hombre cayó, un invasor en cada brazo. Gix dio un paso atrás. Una cabeza calva golpeó un escalón de baldosas y pareció un huevo con una yema de color rojo. Ahora, diez. Se escuchó un grito desde arriba: soldados, la guardia Halcyta. Por fin habían llegado. Llevaban armas de astas blancas con sus extremos romos. No había necesidad de armas más feroces en la tranquila Halcyon. Cascos y máscaras estaban pintados de acero con un brillo dorado. Relucientes hombreras, pectorales, apretadas musleras habían sido cosidas en las blancas regalías. La guardia Halcyta, cuyas máscaras les hacía parecer a insectos, iba vestida para asustar a sus oponentes, no para atacarlos. Gix se impresionó poco. Parecían chicos nobles en armaduras de esgrima. Era miedo y no furia lo que acechaba en esos ojos enmascarados. Gix sabía lo que acechaba en sus ojos. Gritó una carga y los Intocables le siguieron detrás. Veinte fanáticos contra diez guardias. Un arma de asta se arqueó hacia Gix. El hizo una pausa para dejar que la vara pasara a su lado. La agarró y tiró duro, el soldado cayó, la barra de Gix descendió. Ahora once. Ahora doce… trece… Otro grupo de Intocables brotó de una calle cercana. Gix los recibió con una sonrisa sangrienta. Humo onduló hacia el cielo. Cadáveres llenaban los adoquines. Su líder, un fornido bruto, gritó alegremente: "¿Y ahora qué, Maestro Gix? ¿Y ahora qué?" La sonrisa de Gix se hizo más profunda. Señaló con el dedo hacia arriba. "A las alturas, mi amigo. ¡Echaremos abajo las mismas alturas!" * * * * * Yawgmoth y cuatro observadores se pararon detrás de la atrancada puerta sur de la enfermería. Yawgmoth llevaba su capa de viaje y su cinturón de espadas aunque había entregado cuatro de ellas a los hombres y mujeres que estaban de pie detrás. La quinta y última se la había guardado para sí mismo. "Prepárense para defender la puerta. No le pongan las barras hasta que yo vuelva." Xod protestó. "¿Acaso espera que matemos?" "Espero que mueran si no lo hacen," dijo simplemente Yawgmoth. Sin decir otra palabra levantó la barra de sus soportes, abrió la puerta de par en par, y salió a la caótica calle. Bandas de Intocables daban grandes zancadas subiendo

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por la colina como manadas de lobos escuálidos. Pasaron por encima o sobre los ciudadanos muertos que yacían allí. Un hombre vislumbró a Yawgmoth y lo atacó. El criminal arrojó una tabla llena de clavos hacia su cabeza. Yawgmoth la esquivó casi fortuitamente, observó la ausencia de lesiones en el hombre, y le quitó la cabeza con un golpe rápido. Mientras el rebelde se desplomaba en dos mitades sangrientas a sus pies Yawgmoth chasqueó la lengua, "No era un buen candidato." Levantó la vista hacia la calle en busca de uno mejor. Vislumbró a un hombre flaco cubierto con lesiones y muy poca ropa como para ocultarlas. La miserable figura estaba encima de una mujer Halcyta que lloraba por su marido muerto. La intención del Intocable era clara. "Perfecto." Yawgmoth se dirigió a través de la corriente de rebeldes matando a todo el que lo atacó. Envolvió un brazo musculoso el cuello del hombre escuálido y lo arrastró por los aires. Aunque el Intocable gritó y pataleó no pudo liberarse. La espada de Yawgmoth forjó un camino hacia la enfermería y su prisionero le proporcionó un escudo frente a él. Yawgmoth llegó delante de un grupo tembloroso. Dos rebeldes yacían muertos junto a la puerta. Habían sido arrastrados hasta allí, con sus cabezas pintando surcos carmesí a través del umbral. La punta de la espada de Xod era carmesí. "Trataron de entrar. Todo en lo que pude pensar fue: ¿y si llegan a Glacian?" "Excelente trabajo," dijo Yawgmoth con simpleza mientras caminaba a través de la puerta y empezaba a subir las escaleras. "Ciérrenla y vuelvan a poner las barras." Dijo ascendiendo. Las patadas del rebelde estaban disminuyendo. Se estaba desmayando. Yawgmoth había tenido cuidado de no romper el cuello del hombre o aplastar su tráquea. Necesitaba un sujeto que estuviera, aparte de la tisis, relativamente saludable. Yawgmoth echó hacia atrás la puerta al llegar al recinto de experimentación y dijo: "Tengo un paciente. ¿Está preparada la mezcla?" Los sanadores levantaron la vista de una pequeña sartén de hierro con jirones de vapor procediendo de una mezcla acuosa. "No hay rastro de los fragmentos de metal. Se han disuelto. El líquido se ha aclarado y refinado pero todavía está caliente." "Se enfriará lo suficiente cuando lo decanten. Llenen dos vejigas con el, una para el sujeto de prueba y la otra para el genio," ordenó Yawgmoth mientras arrojaba al ahora inconsciente rebelde sobre una mesa. El hombre cayó de espaldas y se extendió en la madera fría. Xod y sus tres compañeros entraron en la habitación. Yawgmoth ordenó: "Ustedes cuatro, sostengan sus extremidades. Probablemente despertará una vez que se le dé la inyección. No dejen que se escape." Una febril determinación se mostró en el rostro de Xod. "No. No dejaremos que se escape." Yawgmoth hizo un gesto hacia los demás. "Tráiganme una de las vejigas con antídoto y alguien llene otra vejiga con el frasco de veneno que hay en el alféizar de la ventana." Un observador se acercó y le entregó una vejiga con la aguja puesta. "Esta es la primera de las vejigas con antídoto." Yawgmoth tomó el ítem sintiendo el calor del suero a través de las paredes de cuero que lo contenían. Buscó mediante el tacto una vena en el cuello del hombre, la

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encontró, insertó la aguja y apretó lentamente el contenido de la vejiga en ella. Tan pronto como se vació la bolsa Yawgmoth extrajo la aguja hacia atrás. "¡Miren eso!" declaró Xod señalando a las lesiones en el vientre del hombre. Los puntos negros estaban retrocediendo visiblemente. Pareció como si algo dentro de la piel estuviera haciendo desaparecer cada mancha con una picadura, partícula por partícula. En unos minutos, las manchas se convirtieron en llagas fruncidas de color rosa. La negra podredumbre había desaparecido. "Está sucediendo en todas partes: los hombros, la cara, las piernas." Yawgmoth sonrió. "Defensas. Estamos reforzando las defensas del paciente. Las partículas metálicas suspendidas en el suero bloquean las energías mágicas a través de su espectro. Estas energías mágicas son las que están causando la degradación del tejido. El suero bloquea esas, por lo menos mientras permanece en la sangre, y permite que los tejidos comiencen la curación." "¡Una cura!" gritó Xod. "¡No lo puedo creer! Hemos creado una cura." "Yo he creado una cura," le corrigió Yawgmoth. "Una cura en base a sus inspiraciones y mis ridículas nociones sobre la enfermedad." Se escucharon toses alrededor de la mesa. Unos cuantos observadores incluso murmuraron que no habían pensado que sus métodos eran ridículos o incluso extraños. "Además, no es una cura, sólo un tratamiento para luchar contra la enfermedad de manera temporal. Tendremos que ver cuánto tiempo duran estos efectos." Toda la atención se centró en el paciente. Sus ojos se abrieron. El escuálido rebelde miró con miedo a su alrededor. Se esforzó por levantarse pero Xod y sus compañeros lo sujetaban. "¿Dónde estoy? ¿Qué están haciendo?" gritó el hombre. "Estás en la enfermería de Halcyon," dijo Yawgmoth desapasionadamente. "Te estamos curando." "¿Curando? ¿Por qué me están curando?" Yawgmoth se encogió de hombros haciendo un gesto hacia la mujer que había llenado la vejiga de veneno. Ella se acercó y él la tomó de sus manos. "El haberte curado sólo fue un hecho fortuito de los disturbios. No fue nada personal. Así como la violación y el asesinato que perpetraste… nada personal, sólo una ocurrencia incidental." El hombre farfulló: "Bueno... Me alegro que lo piense así." "Y ahora, por tus crímenes, te revoco la vida que te di." Con ninguna de su gentileza anterior Yawgmoth hundió la aguja en el cuello del hombre y apretó. El paciente convulsionó inmediatamente doblándose en dos sobre la mesa. Xod y los otros lo sujetaron con fuerza asegurándose de que no escapara. La lucha fue breve y el hombre se desplomó. El aliento se transformó en un largo gorgoteo y entonces quedó completamente inmóvil. La mayoría de los observadores retrocedió con miedo. Incluso tres de los cuatro que sostenían sus miembros lo soltaron y retrocedieron. Sólo Xod siguió aferrándolo, con la determinación y el terror mezclado en su interior. Yawgmoth soltó un bufido. "Vayamos a ocuparnos sobre el tratamiento de nuestro genio." * * * * * Mientras el genio de Halcyon era infundido con un antídoto para su enfermedad, el resto de Halcyon era infundido con la destrucción y la muerte. Los Intocables gobernaban las calles. La guardia Halcyta luchó desesperadamente contra números

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abrumadores. Muchos de ellos estaban muertos. Cuerpos ardientes estaban esparcidos aquí y allá. La mayoría de los edificios estaban en llamas. La ciudad que había permanecido inexpugnable durante doscientos años estaba ahora bajo asedio desde dentro. Aquellos que habían encerrado la muerte durante tanto tiempo de sí mismos ahora estaban sumergidos en ella. Horribles, violentos y escabrosos monstruos habían surgido de las cloacas. Se levantaron en una marea apestosa hasta las ocho terrazas. Asesinaron a cualquiera que encontraron. Sólo en ese último instante de vida los Halcytas pudieron ver los ojos de sus asesinos y saber que aquellos no eran monstruos. Eran seres humanos. Eran Thran.

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Capítulo 8 R

ebeca estaba en el Templo Thran cuando comenzaron los disturbios. Ella y

un equipo trabajaban en la esquina noroeste, construyendo una escalera de caracol de lados abiertos. Cada paso cristalino fue moldeado con la forma de una amplia cuña de un pedazo de pastel con un mordisco en la punta. Los brillantes bloques habían sido apilados formando una torre autoportante de escaleras con un núcleo hueco. Uno de los lados de la escalera tenía vistas al resplandeciente santuario. El otro se abría sobre el abismo en el borde de la ciudad. Las personas que no estuvieran preparadas para el vertiginoso ascenso podrían dar un paso en falso y caer cuatrocientos sesenta metros. El ascenso era una alegoría: para alcanzar los cielos uno debía perseguir la búsqueda con valor, equilibrio, diligencia y sobriedad. Rebeca y su grupo de trabajo estaban colocando una piedra en el tercer turno de esa elevada escalera cuando notaron por primera vez las columnas de humo que salían de la ciudad. "Alguien, Jonás, ve a hacia la cara este y dinos lo que está pasando," dijo Rebeca. El joven albañil salió corriendo. Los otros continuaron poniendo escalones. Jonás volvió con noticias sorprendentes. "¡Es una invasión! Alguien está atacando la ciudad. Están por todas partes.... Cadáveres y sangre, ¡por todas partes!" "¿Qué?" preguntó Rebeca sacudiéndose las manos mientras bajaba. "¿Qué?" "Una guerra… o algo así," dijo Jonás. "¿Una guerra?" "O algo así…" A Rebeca las palabras le parecieron un sinsentido. Su cabeza le estaba dando vueltas con los cálculos de las tangentes. El fantasma de contrafuertes aún no construidos se levantó en su mente para converger en torno a la escalera. ¿Guerra? ¿Qué quiso decir? Había humo, por supuesto, pero ningún ejército había podido marchar a través del desierto para poner sitio a Halcyon. "Vayamos a ver," dijo Rebeca. "Tomemos un descanso y vayamos a ver la guerra de Jonás." Los trabajadores se sacaron los guantes de las manos sudorosas y tiraron hacia abajo rollos de cuerda. Bromearon sobre las guerras en Halcyon mientras cruzaban los cimientos de piedras de poder, caminando sobre olas relucientes. Rebeca les había advertido de los riesgos de la tisis pero ningún trabajador había renunciado. Esa obra los hacía sentir como dioses. El grupo se acercó a la cara oriental. El humo se retorcía en el aire en una parodia de hollín de la ascensión celestial de Rebeca. Los tejados ardían. Los incendios

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se extendían. Las calles estaban llenas con los caídos. Figuras oscuras se precipitaban entre las puertas rotas. Justo en ese momento una marea de ellas subió a la octava terraza y comenzó a derramarse por el Boulevard del Consejo. Rompieron ventanas, asesinaron ciudadanos y prendieron fuego a su paso. Un grupo de diez guardias Halcytas corrieron por la calle y formaron una línea para detenerlos. "Miren," dijo Rebeca sin aliento. "Miren, la... la guardia se está formando." Los invasores se estrellaron contra esa línea de soldados blancos y pasaron sobre ellos. La ola siguió adelante alcanzando las amplias escaleras en el costado de la Sala del Consejo. Los rostros se alzaron, rostros humanos devastados por el hambre, blanqueados por la oscuridad y marcados con la tisis. "Está bien. Ahí vienen," señaló Rebeca. "Que todo el mundo busque algo, un mazo o un taladro o una palanca, algo. Tenemos que mantenerlos fuera del templo. Tendrán que saltar desde la cima de uno en uno, tal vez de a dos o tres, pero no más. Les haremos retroceder a golpes. Tomen algunos de esos postes de soporte. Mejor llévenselos todos. Nos los alcanzarán a nosotros, a mí y a Jonás. Nosotros nos pondremos delante y derribaremos a cualquiera que trate de saltar por encima. Si consiguen pasarnos tendrán que luchar contra ellos. ¿Entienden?" Hubo aprobaciones por todas partes. "¡Entonces, vamos!" Los constructores, pálidos y con ojos muy abiertos, corrieron a buscar armas improvisadas y el coraje para manejarlas. Mientras tanto Rebeca miraba hacia abajo donde el más rápido de los rebeldes comenzaba el ascenso en espiral hacia la cúpula de la Sala del Consejo. * * * * * La segunda vez que los sanadores abrieron y echaron hacia atrás la puerta de la enfermería todos estaban listos. Yawgmoth los guió con una espada oscilando delante de él. Xod venía detrás, blandiendo una hoja pintada con sangre. Otros tres observadores convertidos en soldados también llevaban espadas y salieron balanceándolas. Detrás de ellos había dieciséis más, armados con patas de las mesas y perillas de las camas e incluso con vejigas llenas de veneno y agujas. Era un variado surtido de armas pero mejores que las que portaban los rebeldes. Yawgmoth decapitó a un atacante y dijo con los dientes apretados. "Después de que sofoquemos la revuelta le pediré al consejo que tenga un almacén de armas reales." Los observadores asintieron con seriedad. Las patas de las mesas se elevaron y cayeron derribando a un par de rebeldes. El grupo se abrió paso por la calle. Los guardias de Glacian atrancaron la puerta detrás de ellos. La espada de Xod volvió a saborear la sangre al embestir el vientre de un desdentado Intocable. La hoja atravesó entrañas demacradas y salió por la espalda del hombre quien cayó a los adoquines. Xod tiró de su espada para liberarla. La herida succionó contra el así que plantó un pie en el costado del cadáver y tiró fuertemente. La espada se desprendió y Xod se tomó un momento para limpiar la séptica sangre de ella. Un harapiento enjambre de Intocables rodeó al grupo. Tres observadores murieron en ese ataque, una cabeza apuñalada, un cuchillo en el ojo, una garganta ensangrentada. Los otros lucharon aún más ferozmente. Las patas de las mesas golpearon y salieron teñidas de rojo. Las barras de metal tintinearon como campanas contra los cráneos. Los sanadores saltaron debajo de armas enredadas para inyectar veneno. Todo fue gritos y caídas y sangre. Entonces el último de sus atacantes yació muerto en el suelo.

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Yawgmoth y sus quince miembros restantes siguieron adelante. "¿A dónde vamos?" preguntó Xod. Yawgmoth asintió con la cabeza hacia el templo a medio construir que brillaba por encima. "Arriba. Iremos hacia arriba." Mató a dos más mientras tomaba un respiro. "Allí es donde estará Gix." "¿Gix?" "Él es el que desencadenó la revuelta," respondió Yawgmoth. "Él puede terminar con ella." "¿Está seguro que lo hará?" Yawgmoth dio unas palmaditas en el bolsillo interior de su capa. "Lo hará cuando le inyecte con esta cura." * * * * * Cinco minutos antes Rebeca nunca había matado a algo más que un mosquito. Ahora había matado a diez hombres, ocho mujeres y tres muchachos. El primero fue el peor, un muchacho de no más de trece años. Llegó a la cima antes que nadie a causa de sus pies rápidos y su corazón joven. "¡Vuelve!" le gritó Rebeca. "Si saltas, te bloquearemos. ¡Te mataremos!" El muchacho no le hizo caso y se lanzó a través del abismo. No dudó, pero Rebeca lo hizo y Jonás también. Sus postes se balancearon torpemente para cerrarle el camino. El Intocable los esquivó, se deslizó por debajo de ellos e introdujo un cuchillo en la garganta de uno de los trabajadores. Un instante después fue una mancha. Rebeca vio a alguien agarrar la harapienta camisa del chico, llevarlo hasta la orilla y echarlo abajo para que se estrellara encima de la bóveda. Fue sólo entonces que se dio cuenta que había sido ella misma la que lo había hecho. Había matado a un muchacho. Sí, pero él había matado a uno de sus trabajadores. No le había dado otra opción. Cuando Rebeca volvió a levantar la pértiga sintió sus manos resbalosas. La sangre del obrero las cubrían empapando profundamente las líneas y los callos. Se limpió con gravedad sobre la túnica blanca y agarró el otro extremo del poste. "Esa fue mi culpa. Si yo no hubiera dudado…" "¡Ahí viene otro!" gritó Jonás. Era una mujer joven. Podría haber sido bonita si hubiera vivido en Halcyon. Las Cuevas de los Condenados habían convertido su piel en un sudario y su cuerpo en un esqueleto. Los ojos de la mujer eran tan amplios que parecían no tener párpados. Saltó… Un lagarto pálido en el aire. Rebeca giró su palo y golpeó el costado de la cara de la mujer lanzándola hacia atrás. La rebelde cayó en medio de la plataforma y arañó a ciegas para poder subir. Rebeca apretó los dientes y volvió a embestir con la punta ensangrentada de su arma el rostro de la mujer. Ella resbaló y cayó. Incluso la amortiguación del sonido del templo no enmascaró el húmedo ruido de su impacto. "¡Maldita sea! ¡Maldita sea!" chilló Rebeca. "¡Tú también vas a tener que matar a algunos de ellos Jonás! ¿Sabes? ¡Maldita sea, tu también tienes un poste!" El joven de pálido rostro mató al siguiente y Rebeca a los próximos tres y luego él a otro. Los rebeldes ya no caían con un ruido a huesos sobre la piedra sino con la bofetada de carne golpeando encima de la carne. Era un trabajo siniestro que no se hizo más fácil por las exhortaciones de los constructores detrás de ellos. En parte estímulos, en parte expiaciones, en parte

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consuelos, los gritos sólo desgarraron a Rebeca. "¡Detén a ese!" "Buen golpe." "Ese costó." "Tenía un cuchillo." "Se lo advertiste." "No te dio otra opción." Diez hombres, ocho mujeres, tres muchachos y un obrero. Rebeca había matado a este último en su vacilación con tanta seguridad como había matado a los otros. Su sangre, su cadáver, se proyectó en los rayos del arco iris por toda la ciudad debajo. "¡Maldita sea!" gritó Rebeca. * * * * * A Yawgmoth le había llevado meses convertir a sus observadores en sanadores. Le tomó unos momentos convertir a sus sanadores en asesinos. A su izquierda, una mujer golpeaba cerebros con la pata de una mesa. A su derecha, un hombre hacía tropezar tísicos y los pinchaba con veneno. Detrás, quedaba una estela de cuerpos sin cabeza. Delante, Xod arrojaba cabezas a las turbas de los Intocables. Xod… Había vomitado en su primera visión de la batalla. Ahora había olvidado sus náuseas. Había olvidado su arrepentimiento. No había tiempo para el miedo. Sólo para la matanza. Los enfurecidos Intocables corrían hacia Xod. Era justo la reacción que él había esperado. Xod se dirigió a su encuentro. Su espada cortó el pecho de un hombre. Este fue capturado en sus costillas en una muerte gradual. El hombre se retorció y él lo arrojó a un lado para embestirlo contra una mujer. Ambos cayeron al suelo. Xod liberó su espada y pisó sus espaldas para dirigirse a sus próximos enemigos. Algunos cayeron sin derramar sangre. Otros siguieron luchando a pesar de que chorreaban el líquido rojo. Fue realmente muy interesante. Había tanta ciencia en matar como en curar. Una ciencia rigurosa y práctica… y divertida. A Xod no le faltaron pacientes. Él y su banda fueron rodeados por tísicos. Cada uno murió de forma diferente. Puedo usar a este, pensó Yawgmoth. Se convertirá en algo aún más mortal. Aunque Xod se estaba divirtiendo, esa lucha no llevaría a Yawgmoth más cerca del Templo Thran. Ahí es donde estaría la verdadera batalla. Vislumbró una silla de manos que había pasado desapercibida y silbando por encima de su hombro le hizo una señal a Xod a su lado. Xod saltó hacia él tan ansioso como un perro llamado a la caza. * * * * * "Sabía que te encontraría aquí. ¡La mejor forma de vengarme de los dos hombres que más odio es matarte!" "¡Gix!" dijo Rebeca jadeando y mirando estupefacto al hombre. El tísico rebelde se paró en la cima de la cúpula de la Sala del Consejo, un poco más allá del alcance del palo de Rebeca. "Glacian me dijo que le amenazaste con esto, pero nadie creyó…" "Aunque es un bastardo tu esposo es el único que ve la verdad," dijo Gix, "excepto por mí." Dijo saltando hacia el templo. Rebeca fue lenta con su arma. Jonás lanzó la suya hacia afuera.

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Gix lo esperaba. Había visto la caída de los otros. Había aprendido la estrategia de Rebeca. Gix agachó la cabeza hacia un lado, agarró el palo y se arrastró hasta aterrizar en el umbral del templo. Jonás soltó el poste para evitar ser arrojado sobre el borde. Demasiado tarde. Gix tenía un buen equilibrio. Se dio la vuelta golpeando el bastón de Rebeca y aplastando sus dedos. Ella dejó caer el arma. Gix giró y golpeó a Jonás en la espalda. El joven se arqueó y aulló. Gix le golpeó de nuevo, equilibró sus pies y lanzó al joven del templo. Jonás cayó como cayeron los Intocables. Murió como ellos habían muerto. Los trabajadores se abalanzaron pero Gix fue demasiado rápido. Dejó inconsciente a un hombre con un golpe, derribó a una mujer, y alejó a los otros con golpes rápidos de su bastón. También fue rápido en otras formas. Detrás de él, los Intocables bajaron una puerta de madera gruesa a través de la brecha entre la cima y el templo y subieron por su puente improvisado. Rebeca no tenía ningún palo para arrojar lejos la puerta y Gix la golpeó tres veces con el bastón de Jonás. Ella retrocedió entre los demás. Cruzaron al otro lado del puente: tres, siete, once, dieciocho, más de los que habían matado hasta el momento. En apenas un instante los rebeldes igualaron a los trabajadores. En momentos más, les superaron en número de dos a uno. Y siguieron llegando. Gix avanzó a la cabeza. Llevaba una sonrisa diabólica. Rebeca y su grupo no llegaron muy lejos. No había ningún lugar a donde ir. Los Intocables los rodearon. Sus andrajosas siluetas brillando en los cristales por todas partes. Por encima de su sonrisa los ojos de Gix fueron casi tristes. Su voz tuvo la tranquila tensión de un resorte apretándose. "Yo sé lo que estás tratando de hacer, Rebeca. Todo el mundo lo sabe. Pero para subir aquí tuviste que trepar usando nuestros cadáveres. La plataforma de maná de tu marido nos mató. Tu templo mata incluso a tu propio pueblo. ¿Te importó? ¿Te detuviste? ¿Desmantelaste los horrores que realizaste o sólo los construiste más altos?" "Yawgmoth está trabajando en una cura," protestó Rebeca haciendo girar una pesada polea en una mano para advertirle que retrocediera. El dispositivo no serviría de mucho contra una vara de dos metros y medio. "Una cura no sólo para mi marido sino para todos los pueblos… también para tu gente." "Yawgmoth no puede encontrar una cura. Incluso si lo hiciera no nos la daría a nosotros." "Lo haría y lo haré," dijo una voz por encima. Una sombra borró el sol. Todas las cabezas se inclinaron hacia atrás. Todos los ojos se entrecerraron para ver quién era el que hablaba. Una silueta descendió en una silla de manos flotante. Parecía vestida de esplendor. Nadie hubiera podido saber de quién se trataba excepto Rebeca y Gix. "Tengo un tratamiento, tal vez una cura," fue la respuesta de Yawgmoth. "Tengo una dosis aquí conmigo. La piel de Glacian ya está mejorando, su sufrimiento está cesando." Gix dejó caer los ojos de la cegadora presencia. "Mentiras. ¡Mentiras! ¿Por qué me traerías una cura en medio de una rebelión que yo mismo empecé?" "Para acabar con ella," dijo simplemente Yawgmoth. "Para rescatar la vida de esta señora y la vida de esta ciudad. Te daré este tratamiento a ti y prometo descender a

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las cuevas y traer suficiente para tratar a todos los presentes en una semana: si pones fin a esta revuelta, si tú y tu gente se retiran de la ciudad." Rebeca podía ver el rubor en el pálido rostro de Gix. El joven quería creer. Quería ser curado y que su pueblo fuera curado. Sin embargo, él sabía que no debía confiar en este enemigo. "Es veneno lo que me traes, no una cura." "No es veneno," dijo otra voz desde la silla de manos. "Yo estaba con él cuando lo inventó. Lo vi curar a un Intocable. Vi que ayudaba a Glacian." "Muéstrenme a ese hombre curado," desafió Gix. "Déjenme hablar con él." "Está ahí abajo," dijo Yawgmoth. "No tengo tiempo para buscar entre los alborotadores para encontrar un hombre." "Él no está allá abajo. No existe tal hombre," dijo Gix. "Ahora vete o mataré a Rebeca mientras observas." El grito de Yawgmoth fue inmediato. "¡No! Bajaré entre ustedes. Me inyectaré con la mitad de la mezcla y cuando veas que no muera o caiga inconsciente sabrás que no es ningún truco. Cuando inyecte el resto en ti sabrás que es una cura." Los ojos de Gix se endurecieron con la desconfianza. Rebeca dijo: "Tu le dijiste a Glacian que tu pueblo se rebelaría porque no tenían nada que perder. Estaban condenados a morir. Ahora, ellos tienen todas las de perder. Escucha a Yawgmoth. Prueba su curación. Deja que ella te cure a ti y a tu gente y a nuestra ciudad." El rubor que delineaba la papada de Gix habló de la esperanza que temía sentir. "Desciende, Yawgmoth. Demuéstrame que eso no es veneno, que es una cura. Jura que nos proporcionarás lo suficiente y sacaré a mi pueblo de Halcyon." Una gran figura se irguió de repente de la silla de manos. Yawgmoth cayó sin previo aviso entre ellos. Sus ojos fueron tan brillantes como el sol al mirar a Gix. Yawgmoth echó el cuello de su abrigo hacia atrás y encontró su propia vena yugular. Con una lenta precisión insertó la aguja y la apretó. Gix pudo ver con sus propios ojos el progreso del líquido en la vena dilatada. Yawgmoth apretó el puño sobre la vejiga. Cuando estuvo por la mitad sacó la aguja de su cuello. Una pequeña línea de sangre salió de la punción, se deslizó por su piel bronceada y se juntó en el hueco de su clavícula. "¿Lo ves? No es veneno o sedante," dijo Yawgmoth desapasionadamente. "Y para mí, no es una cura, porque no estoy enfermo como tú, mi amigo." Yawgmoth se adelantó con la ensangrentada aguja sobresaliendo en su mano. "No me llames amigo," le advirtió Gix. "Si esto es un truco mi gente te destrozará en pedazos a ti, a Rebeca y a toda esta ciudad." Yawgmoth no respondió sino que se acercó al cuello de Gix. El hombre se asustó sólo un momento. Yawgmoth encontró la yugular, apoyó la aguja hueca y empujó suavemente. El suero fluyó hacia Gix. El puño de Yawgmoth apretó con fuerza alrededor de la vejiga, vació la recámara y sacó la aguja. La sangre fluyó suavemente de la punción. La frente de Gix se arrugó mirando a las lesiones en su brazo. "¿Ya está? ¿Eso es todo?" "Fue sólo la mitad de una dosis," dijo Yawgmoth. Los Intocables empezaron a gruñir. Sus manos apretadas sobre las armas. "Y se tarda un momento…" "¡Esperen! ¡Miren!" gritó Gix observando su brazo. Las negras lesiones retrocedieron. Cicatrizados tejidos rosados llenaron los vacíos. Luego él miró a su otro brazo donde tenía lugar el mismo proceso. Las llagas se contrajeron en su pecho, sus piernas, su cara. "No era una mentira. Es una cura."

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"Un tratamiento," dijo Yawgmoth. "Una cura temporal. Pero inyecciones como esta pueden mantenerte sano, a ti y a tu gente, hasta que podamos encontrar una cura permanente." "¿Cuánto tiempo durará esto?" preguntó Gix. "No lo sé. Tal vez una semana" adivinó Yawgmoth. "Tal vez menos, ya que era sólo la mitad de una dosis." Gix lo miró a los ojos. La alegría fue atenuada por el odio. "Tienes una semana. Nos retiraremos y te dejaremos por esa semana. Pero entonces es mejor que aparezcas con inyecciones para todos nosotros." "Sí. Ese es el acuerdo," dijo Yawgmoth. "Tienes una semana."

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Parte II La Nación

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Guerra Thran-Pirexiana. Día Dos. La batalla de la Esfera Nula

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esde lo alto de nublados pliegues de montañas la Esfera Nula parecía una

perla gigante. "Mi perla," susurró Yawgmoth para sí mismo. Miró hacia abajo desde la proa de su carabela de guerra. El viento le azotó. "Mi gloriosa creación." La Esfera Nula no era en verdad una creación de Yawgmoth. Era un invento de Glacian, pero Glacian y todas sus creaciones ahora pertenecían a Yawgmoth. El señor de Pirexia había trepado por la mente del hombre y lo sabía todo. Él había entendido el verdadero y terrible poder de la Esfera Nula. Glacian podría haberla usado para tomar el control del imperio pero no lo hizo por su honradez. Yawgmoth no tenía tal impedimento. Alargó la mano imaginando la Esfera Nula en sus manos. Era una inmensa esfera metálica mayor que Halcyon misma. La mitad inferior de la esfera descansaba dentro de un cráter de impacto profundo. Su contorno se adaptaba perfectamente al cuenco rocoso debajo de ella. Enormes pilotes anclaban el orbe en el cráter. La mitad superior de la esfera formaba una brillante cúpula de acero entre ondulantes nubes. La Esfera Nula no era un globo sólido sino una cáscara de calzadas y redes en torno a un gigantesco vacío. A pesar de su vastedad la estructura era muy ligera. A pesar de su ligereza la estructura era muy resistente. Tal era la maravilla del diseño de Glacian. Sin embargo, la verdadera maravilla era el propósito de todo ese metal parabólico. El hemisferio superior del dispositivo era un plato gigantesco apuntado hacia abajo en la roca. Reunía y concentraba las enormes energías de maná de la montaña. El hemisferio inferior era un plato apuntado hacia el cielo para aprovechar la energía por excelencia de los cielos. La esfera era también infinitamente divisible en platos verticales lo que le permitía apuntar a cada segundo y a cada nanosegundo de arco en todo el continente. De esta manera, la Esfera Nula era una enorme antena, extrayendo energía de la tierra y canalizándola para supervisar y controlar toda criatura artefacto en el Imperio Thran. Los ejércitos de Yawgmoth eran los únicos que estaban más allá de su alcance gracias a los conocimientos secretos de Glacian. Yawgmoth hizo un gesto por encima del hombro llamando a uno de sus oficiales. Una comandante Pirexiana se presentó. Su piel era grisácea y fibrosa como cables de acero. Llevaba un chaleco blindado, polainas quitinosas y botas con puntas de dagas. Los cuernos que sobresalían a lo largo de su mandíbula formaban un conjunto de colmillos externos en una mueca perpetua. Yawgmoth señaló por encima de la barandilla, hacia la carretera principal que atravesaba las montañas. "La guarnición de la esfera se encuentra estacionada allí, debajo de esa plataforma rocosa. Cincuenta guerreros, suficientes para defender ese cuello de botella contra un asalto convencionalmente grande. Aterrizaremos en el teatro de operaciones

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de este lado del cuello de botella. Espero que usted y su fuerza de ataque se introduzca a través de los soldados Thran en cuestión de segundos." "Sí, gran lord Yawgmoth," respondió ella inclinando la cabeza. "Ni un solo soldado Thran debe llegar a la esfera. Solo quiero a los artífices adentro. Usted podrá unirse al equipo en la esfera sólo después de que cada soldado Thran haya muerto." "Sí, gran lord." Yawgmoth convocó al comandante Halcyta con un gesto de la mano. El hombre se acercó, brillando en su plateada armadura de energía. Los ojos de Yawgmoth permanecieron fijos en la esfera. "Una vez que los artífices estén a nuestra disposición, acompáñelos, vivos, al núcleo de control. Manténgalos como rehenes allí hasta que yo llegue." "¡Sí, mi señor!" rugió el comandante Halcyta. "Yo mismo dirigiré al equipo del dispositivo de implosión. Prepare a su equipo." Yawgmoth apartó la mirada de la esfera y giró sus ojos sin luz sobre la tripulación. "Todo el mundo a las estaciones de batalla." Los comandantes Halcytas y Pirexianos dieron cada uno una última reverencia antes de partir a sus tropas. Mientras tanto Yawgmoth caminó por la cubierta hacia el equipo de rappel. Su equipo esperaba. Algunos eran Pirexianos de pieles grises, algunos eran Halcytas vestidos en plata. Todos eran fuertes escaladores, atentos y mortales. En lo alto de sus arneses de escalada habían atado cinturones de los que colgaban grandes piedras de poder y dispositivos de implosión. Yawgmoth sujetó el arnés y la correa en su lugar y sacó un mecanismo abultado de una escotilla en la borda. Era un cargador de piedra, un artefacto experimental y poderosamente explosivo. Lo acunó con una gentileza maternal y miró por la borda. La Esfera Nula se veía enorme, llenando el mundo de abajo. La carabela de guerra ejecutó un arco largo en una curva descendente. La sombra de la nave parecía pequeña en ese entramado sin fin. La nave ladeó y su nariz se zambulló más profundamente. El suelo se disparó hacia arriba. Yawgmoth se aferró a la barandilla y observó con avidez. Las rejillas de acero se deslizaron y el largo horizonte de la esfera cayó a popa. La nave cruzó el labio irregular del cráter y sobrevoló a lo largo de la carretera de la guarnición, estrecha entre los afloramientos de piedra. Más allá se extendía un teatro de operaciones y la pared de un acantilado. La guarnición se agazapaba allí. Tallada de la roca viva y fortificada por muros de mampostería, el puesto de vigilancia era imponente. Los soldados Thran situados a lo largo de la pared del cuartel sonaron una alerta. Se retiraron detrás de gruesas murallas de piedra. A ambos lados del teatro de operaciones un par de antiguos cañones de bombardas pivotaron en sus troneras. "¡Apunten a esas bombardas!" gritó Yawgmoth. "¡Fuego!" El doble haz de radiación roja salió desde los cañones de rayos de la carabela de guerra. Rugieron a través del teatro de operaciones hirviendo el aire a su paso. Una descarga se estrelló contra la bombarda de la derecha. La piel de los artilleros se derritió de sus huesos. Las rocas se desprendieron. La bombarda se licuó como una vela. Las piedras que había estado disparando salieron volando hacia adelante en una lluvia de lava. El fuego no encontró nada que pudiera quemar. El otro disparo del cañón de rayos salió desviado y se estrelló como un ariete contra la pared de la guarnición. La muralla tembló y cedió. Se escuchó un sonido quebradizo, vidrio haciéndose añicos, y el olor a rayos. La piedra se transformó en arena

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al rojo vivo y se desprendió. El espacio hueco que quedó estaba a oscuras. Ojos miraron con terror. Vítores se alzaron de la carabela de guerra pero Yawgmoth no se unió a ellos. Quedaba una bombarda. Esta dio un silbido, miles de rocas subiendo agitadamente por su cañón, y rugió. Una tormenta de piedras salió escupida hacia fuera, seguida por un humo blanco. Anticuado, sí, pero también mortal. La nave giró. No sirvió. Los cañones de rayos dispararon contra la piedra en ascenso. No sirvió. Las rocas golpearon el casco de la carabela de guerra y la nave saltó y se inclinó como si hubiera sido acuchillada por una ballena. Las bordas de treinta centímetros de espesor se abrieron con una explosión y las piedras arrasaron a través del motor. El vapor silbó y un violento gemido vino de innumerables grietas en su fuselaje. La carabela se tambaleó, cayendo en picada y luchando para mantenerse en el aire. El grito del motor contó lo que estaba por venir. Sólo quedaban unos instantes. "¡Artilleros, destruyan esa bombarda!" gritó Yawgmoth. "Equipos de rappel, a los botes salvavidas. ¡El resto de ustedes abandonen el barco!" La comandante Pirexiana y sus guardias saltaron como si fueran arañas sobre la inclinada borda. La quilla de la nave golpeó el suelo mientras ellos corrían a cubierto. Se escabulleron rápidamente a través del teatro de operaciones en dirección al muro destrozado y a los soldados Thran atrincherados dentro. El comandante Halcyta y sus tropas se dejaron caer del casco torcido. Le dieron la espalda a la guarnición y se marcharon velozmente hacia la Esfera Nula. Mientras tanto Yawgmoth cargó a su equipo en un par de botes salvavidas aéreos en la parte alta de la nave. La aeronave se llenó en un momento, diez tripulantes en cada una. Yawgmoth se paró en la proa del primer vehículo. Había colocado cuidadosamente el cargador de piedra dentro de la bodega. Una vez que estuvo a resguardo fue cualquier cosa menos cuidadoso. Cortó la bolina y el motor del bote salvavidas se encendió con un ronroneo. Apartó su nariz fuera de la carabela y su nave compañera le siguió. Un enjambre de piedras desgarró el aire sobre sus cabezas. Yawgmoth apretó los dientes mirando a la bombarda como si su ira pudiera destruirla. Una descarga final lanzada desde el cañón de rayos del costado de la carabela voló a través del teatro de operaciones y se estrelló contra la bombarda. El cañón eructó fuego y lava y se quebró. Los artilleros se convirtieron en cenizas. La tronera se evaporó y el disparo continuó desgarrando un segundo agujero en la pared del cuartel. La voz de Yawgmoth se unió a los vítores de sus tropas. Miró hacia el cañón de rayos y le sonrió a la artillera. Ella comenzó a moverse hacia atrás. El núcleo de la carabela se volvió crítico y la mujer desapareció en una explosión tan brillante como el sol que envolvió a todo el barco. Coronas de llamas saltaron hacia arriba desde el infierno y se dirigieron en bucles a los botes salvavidas que subían extendiendo sus ardientes brazos para arrebatarlos del cielo. "¡Arriba a toda máquina!" ordenó Yawgmoth de pie en la proa. Las naves se lanzaron fuera de la bola de fuego con el grito de motores sobrecalentados. Arrastraron largos dedos de fuego y humo mientras saltaban por encima de la guarnición y apuñalaban hacia la esfera. "Hermoso," murmuró Yawgmoth con aprecio. La mayor parte de la carabela había sido consumida por el primer disparo. Su ardiente esqueleto se asentó. Más allá de ella, la guarnición hervía. El humo se vertía por arriba y los cuerpos por abajo. "Hermoso."

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* * * * * El ataque inicial destrozó las luces principales. La guarnición quedó sumida en la oscuridad. Como para compensar, nuevas ventanas y puertas fueron voladas a través de la pared. La luz natural y la luz del fuego inundó el lugar. Ocho soldados Thran fueron pulverizados por la metralla. El resto se tambaleó en el extraño resplandor y contempló una horrible vista… ¿Una carabela de guerra? ¿Una carabela de guerra Halcyta? ¿Cómo era que Yawgmoth podría gastar una carabela para luchar contra un remoto cuartel de artífices? Más fuego surgió de los cañones de la carabela. Golpeó la pared del cuartel como martillos en un tambor de guerra. Los soldados se quedaron un momento más con las rodillas flojas por la incredulidad. Los fragmentos de roca volaron a su alrededor. La arena se escurrió desde el techo agrietado. Pero estos asaltos no penetraron el malestar de los soldados. Una bombarda Thran rugió y vomitó humo. La blanca sustancia formó una cortina momentánea en el aire antes de ser arrancada por un viento furioso. Una carabela inclinada apareció más allá. Un enorme agujero había sido horadado en el costado del buque y una luz febril provenía de su motor. La carabela se inclinó aún más. Los soldados Thran rugieron con esperanza. Sí, esperanza. Yawgmoth podía ser derribado. ¡Su barco ya estaba condenado! La desazón se había roto. Los soldados se apresuraron hacia las estanterías de ballestas y arrebataron las cosas mortales. Las piedras de poder incrustadas en sus asas les ayudaban a cargar, apuntar y disparar. Una de esas flechas podría perforar un árbol. Los soldados se dirigieron con dificultad a la brecha en el muro, se arrodillaron, cargaron las ballestas y dispararon. La descargaras volaron por el teatro de operaciones. Hubieran tirado hacia la cubierta de la carabela de guerra si esta no se hubiera deslizado en ese momento del aire y estrellado contra la tierra. Las flechas serían innecesarias. Esos Pirexianos se plegarían como el papel. La descarga de una bombarda los había destruido a todos. Ahora huían de su nave. Los soldados Thran rieron con enojo. Esos Pirexianos… no huían… ¡estaban avanzando! Veinte y tantas formas oscuras. Parecían como arañas gigantes, tan rápidas, tan cobardes. Más flechas fueron disparadas pero los Pirexianos las esquivaron. ¡Maldita sea, son ágiles! ¿Qué era eso sobre sus hombros? ¿Armadura? ¿Pinchos? ¿Cuernos? ¿Qué clase de yelmos eran esos? Parecían casi hechos de hueso y piel… No era yelmos… cabezas. ¿Qué eran esos monstruos? "¡Fuego!" gritó el comandante de la guarnición. Sus palabras atravesaron una nueva vacilación. "¡Fuego!" Las descargas atravesaron el teatro de operaciones. Una golpeó a un Pirexiano en los intestinos. El metal desgarró recto a través de él. El musculoso guerrero gris no cayó, ni siquiera desaceleró. Siguió adelante. Se veían más como arañas gigantes mientras se acercaban. Cráneos inhumanos, crestas sagitales, cuernos, colmillos, cordones de músculos grises: sí, esos no eran hombres, eran monstruos. Los Pirexianos llegaron a la guarnición. No lucharon con espadas. No necesitaban armas. Ellos eran las armas. Garras, dientes, cuernos, aguijones, sacos de veneno…

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Los Thran murieron como carne en una picadora. El búnker se volvió resbaladizo con sus cuerpos desmembrados. No se hubiera podido saber qué parte pertenecía a quién. Los Pirexianos los convirtieron a todos en pedazos de carne tirados por el suelo. Se regocijaron en su trabajo. Estuvo claro en su risa exuberante, en sus sonrisas llenas de dientes. * * * * * Los Pirexianos se deslizaron hacia abajo como arañas en cuerdas de seda alrededor de la Esfera Nula. Yawgmoth y su cuerpo de rappel habían aterrizado encima del gran orbe. Se habían expandido desde el polo hacia el exterior, sus posiciones separadas exactamente por dieciocho grados de arco. Cuando la pendiente lo requirió ataron cuerdas y se deslizaron en rappel hacia abajo. En cuestión de minutos cada uno había llegado al ecuador de la esfera. Allí completarían su primera tarea. Yawgmoth apoyó los pies contra una viga y buscó en su cinturón los dispositivos de implosión y las grandes piedras de poder. Colocando uno de los relucientes cristales en sus manos ahuecadas, lo sacó de su recubierta y lo sostuvo en alto delante de su rostro. La piedra refulgió con una fuerza interior. Sus múltiples facetas eran ventanas al poder perfecto. "Cuando Glacian mira a estas piedras ve máquinas," reflexionó Yawgmoth para sí mismo. "Cuando Rebeca las mira ve templos en el cielo. Cuando las miro yo veo un mundo a mis pies." Con una lenta reverencia presionó la piedra contra la enorme viga donde estaba apoyado. El cristal encantado tocó el acero oxidado y se fijó. Ningún mortal lo podría arrancar de allí, ni siquiera Yawgmoth, ni siquiera un dios. Colocó ocho piedras más moviéndose en ambas direcciones a lo largo del ecuador de la esfera. Fue algo simple dejarse caer en el cráter. Él y su equipo pondrían los dispositivos de implosión en las torres de apoyo de allí antes de unirse a los demás en el centro de control. Yawgmoth sonrió apreciativamente mientras se deslizaba hacia abajo en una cuerda similar a una telaraña. De lejos, la Esfera Nula parecía una perla. De cerca, se parecía más a su querida Pirexia. * * * * * "¡Exigimos saber lo que está pasando!" dijo la artífice principal. Joven y rubia, ella era la única que tuvo el valor para hablar. El resto se acobardó en el centro de control, la mitad escondiéndose entre las matrices cristalinas, consolas y tubos de comunicación. Los guerreros Halcytas que los habían traído allí no habían herido a ninguno de ellos. Los artífices tampoco habían respondido a ninguna de las preguntas que les formularon. Su líder había pasado poco a poco de la obediencia al desafío. Ella dijo: "Yawgmoth no tiene derecho…" "Yawgmoth está en todo su derecho," interrumpió una voz. Un imponente hombre se acercó pasando cascadas de cables. Su acercamiento por la calzada de mil quinientos metros de largo había sido totalmente silencioso, como si hubiera sido un lobo al acecho. Trajo una fría presencia a la cámara. Incluso aquellos que no conocían a

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ese hombre sabían de él, sabían quién debía ser. Yawgmoth sonrió hipócritamente a todos ellos. "He tomado la Esfera Nula. Ahora es mía." Aunque se había acobardado del infame lord Pirexiano, la artífice principal se recuperó rápidamente. "Tal vez usted la haya tomado pero no la podrá defender. El imperio traerá un ejército aquí en una semana." "La esfera no estará aquí dentro de una semana," dijo Yawgmoth. Una pregunta se formó en sus labios pero nunca salió. Un profundo estruendo vino desde abajo, múltiples explosiones. El sonido se amplificó por el cráter. La fuerza destructiva se sacudió a través de cada viga y sostén de la esfera. Los ojos de la mujer se abrieron como platos por debajo de sus cejas rubias. "¿La está destruyendo? ¿Está destruyendo la esfera?" "No," dijo Yawgmoth con una sonrisa. "No, me la estoy llevando." Sus palabras fueron seguidas por la inconfundible aceleración de un movimiento ascendente. * * * * * La Esfera Nula se elevó de su cráter con una lenta magnificencia. Fue llevada al cielo en las garras de una ecuador de piedras de poder. El orbe era hermoso atrapado en la luz del atardecer. Fue una pena que nadie, ni Thran ni Pirexiano, hubiera sobrevivido a la batalla de la guarnición. Alguien debería haber sido testigo de ese momento. Alguien debería haber visto el ascenso de la Esfera Nula, una nueva luna sobre Dominaria.

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Capítulo 9 Seis Años Antes de la Guerra Thran-Pirexiana…

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na semana después de los disturbios, la ciudad que había sido destrozada

ahora estaba reunida. Los ciudadanos subieron a la octava terraza y atestaron el Boulevard del Consejo. Llenaron las escaleras a cada lado de la Sala del Consejo y abarrotaron el tejado, la cúpula, y el templo a medio terminar. Todo el mundo sabía quién había detenido los disturbios. Todo el mundo quería estar lo más cerca posible del salvador de la ciudad. Ese era su día de ascensión. Ese día, el asiento del consejo desocupado por el enfermo Glacian sería ocupado por el nuevo genio de la ciudad: el sanador Yawgmoth. El Desfile de Ancianos acudió por el Boulevard del Consejo. Corteses aplausos les apuraron a pasar delante. Entonces apareció Yawgmoth. Este hombre fue recibido con invocaciones, suplicaciones, adoraciones. Fue recibido como un dios. El devastado cuerpo de la guardia Halcyta apenas pudo contener a la gente. Los guardias hicieron un cerco levantando sus armas de asta y empujaron contra la multitud. La turba desdeñó esas armas, esas cosas inútiles que habían sido incapaces de detener los disturbios de los Intocables. Lo que mantuvo atrás a la multitud no fueron las armas de asta sino las espadas: las cinco espadas que colgaban del cinturón de Yawgmoth mientras caminaba por la calle. Esas armas, en las manos de Yawgmoth y sus valientes soldados sanadores, habían salvado a la ciudad. Espadas y Yawgmoth, un nuevo tipo de curación. Rebeca esperó dentro de la Sala del Consejo. Había marchado entre los otros líderes y había tomado su asiento en su interior. Aunque por fuera se veía compuesta por dentro estaba sitiada. Cada impulso básico, cada deseo inferior brotó dentro de ella ante la simple visión de él. Su corazón latía con un deseo impenetrable. Sus pulmones luchaban por degustar un soplo de él. Sus brazos le dolían por no abrazarlo, sus dedos por entrelazarse a través de su pelo. ¿De dónde provenía este rebelde dolor? ¿Por qué se había alzado justo cuando hubo un tratamiento para la enfermedad de su marido? Rebeca se había dicho que todo aquello era simplemente un sobreexcitado agradecimiento por esa milagrosa curación pero ella sabía que esos deseos eran menos que puros. La cura… Mientras Glacian había estado convaleciente Rebeca no hubiera podido haberlo abandonado. Si volvía a curarse… Pero, ¿qué era todo este absurdo? No, 81

Rebeca nunca dejaría a su marido, enfermo o sano. Ella había hecho un voto y el voto no era para romperse, aunque sea por razones correctas. Esta… esta liberación carnal no podía ser correcta. Yawgmoth despertó los impulsos más bajos de toda la ciudad. Ella tenía que resistírsele, todos tendrían que hacerlo. Yawgmoth entró en la Sala del Consejo. Progresó entre ancianos de pie y vitoreándolo. Rebeca se paró, sus rodillas flojas. Yawgmoth parecía emitir una enervante aura. El caminó con un decoro señorial por el pasillo y subió los escalones de la tribuna principal. Las espadas en su cinto resonaron contra la madera pulida y dejaron pequeñas cicatrices. Sus ropas ceremoniales cubriendo cada paso. Alrededor de su cuello llevaba una estola de piedras de poder que enviaría su voz a toda la multitud. Lo hizo y su voz se extendió silenciando a la multitud. "Hace una semana nuestra ciudad se vio inundada. Inundada por su pasado. Las gentes que invadieron nuestras calles y quemaron nuestras casas y mataron a nuestros hermanos e hijas no eran criaturas de un mundo lejano. Eran Thran. Ellos eran lo que éramos todos nosotros hace mil años. Nosotros, como ellos, vivimos alguna vez en esa brutal oscuridad. Fuimos asolados por el hambre y la miseria, por el terror mortal y la enfermedad, la violencia y la guerra. En esos mil años nos hemos liberado lentamente de estas cosas. Hemos ascendido." "Hace una semana la gente de abajo también ascendió. Treparon de la miseria, el hambre y la depravación para entrar en nuestra ciudad. Sobre todo vinieron a causa de la enfermedad que hacia estragos entre ellos. La misma tisis que enfermó a nuestro Glacian corre rampante a través de las cuevas. Subieron a rastras por sus túneles para estar en medio de nosotros. No tenían nada, ni siquiera salud, ni siquiera esperanza. Vinieron, odiándonos por todo lo que teníamos, por haber ascendido. Nos habrían matado a todos." "¿Y que pasó con la guardia Halcyta, ese apéndice atrofiado que alguna vez fue el brazo orgulloso de Halcyon? ¿Qué de la fuerza de combate que le arrancó esta tierra a los enanos, a los elfos y a los trasgos que la infestaban? Cientos de años de paz en nuestra ciudad los ha ablandado de modo que no pudieron defenderse contra la canallada enferma y muerta de hambre que habitaba debajo de nuestros pies. Si se les dejaba el asunto a ellos los condenados nos habrían condenado a todos." "Pero un arma nos salvó...." Yawgmoth hizo una pausa y metió la mano en su capa. Los ancianos se inclinaron apenas perceptiblemente hacia adelante, tratando de vislumbrar la ahora famosa espada que Yawgmoth había portado en la batalla pero el no sacó una espada. En su lugar levantó un frasco de líquido. "La esperanza. Esta es nuestra mayor arma contra los terrores del pasado. La esperanza es lo que nos sacó de la oscuridad y el hambre, la violencia y la guerra. La esperanza ahora nos hace salir de la enfermedad. Este frasco contiene el suero que invierte la tisis de las piedras de poder. Salvará a Glacian y a cualquier otro ciudadano infectado. Salvará a nuestro Templo Thran y a nuestra gloriosa ciudad. Incluso salvará a los condenados, les dará la esperanza que evitará que vuelvan trepar por sus conductos y nos vuelvan a matar." Una gran ovación respondió a estas palabras y gritos de "¡Yawgmoth! ¡Yawgmoth!" puntuaron los aplausos. "Y este vial." Yawgmoth señaló a su propio cráneo. "Este vial contiene la esperanza de una cura definitiva. Yo la encontraré. Yo encontraré una cura no sólo a la tisis de las piedras de poder sino a cada dolencia que nos asalte. Yo encontraré una cura no solo para la enfermedad sino también para la debilidad, para la locura, para la vejez,

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para la depravación, para cada defecto de la carne mortal. Todas estas dolencias y disfunciones son meros vestigios de la oscuridad en donde alguna vez habitamos. El medicamento que os traigo sanará no sólo sus cuerpos, mentes y almas, sino incluso su mortalidad. No les prometo nada menos que eso." Su voz resonó en un silencio conmocionado. Nadie había oído hablar alguna vez tales promesas, sin embargo, la luz que brillaba a través de ese vial lo hacía parecer un Templo Thran en miniatura. Todas las esperanzas de la gente, todos sus sueños, se manifestaron en ese vial y en ese hombre que lo sostenía en alto. El podría curar lo incurable. Él solo podría poner fin a un motín, a una guerra. Parecía que podría hacer cualquier cosa que se esforzara por hacer. La gente vitoreó. El sonido de la misma se hinchó hasta llenar la sala ensordecedoramente, hasta llenar las calles, la ciudad, e incluso los alrededores. Sólo Yawgmoth podría acallarles. Extendió una mano preparándose para volver a hablar. "Mientras tanto, yo, por medio de este vial y esta espada, garantizaré la seguridad de nuestra ciudad, de nuestro imperio. Además de supervisar la creación de la esperanza ayudaré en el fortalecimiento del miedo, miedo que hará que los tísicos permanezcan debajo, miedo al ejército Thran y a la guardia imperial. Ellos también deberían regresar. He sido comisionado por este consejo para formar parte de un comité de reestructuración de la guardia y el ejército. Removeré a esos generales que nunca hayan luchado en una batalla verdadera, elevaré a esos jóvenes soldados que lo han hecho y entrenaré a todos los soldados en las artes modernas de la guerra. Por decirlo así de simple, devolveré a nuestras fuerzas de combate a su esplendor anterior. Si la esperanza no es suficiente para mantener a los condenados debajo el miedo los mantendrá allí." La ovación sacudió los cimientos de la antigua sala. "Ahora, buena gente de Halcyon, yo he hecho mis promesas a ustedes y quiero que cada uno de ustedes me obligue a no separarme de ellas. Como el miembro más reciente del consejo reuniré fuerzas tanto políticas como médicas para realizar nuestro destino" "Ahora mismo tengo que irme. He hecho otra promesa a otras personas en extrema necesidad de esperanza. He prometido traer a las Cuevas de los Condenados la esperanza suficiente para cada uno de los infectados. Iré ahora a descender entre ellos para que ellos no vuelvan a ascender en medio de vosotros." El rugido que siguió fue volcánico. Yawgmoth había despertado fuerzas como aquellas que habían empujado por primera vez a Halcyon hacia el cielo. * * * * * La escena no fue muy diferente en las Cuevas de los Condenados. Todo el mundo sabía que Yawgmoth estaba viniendo. Después de décadas y siglos bajo la tierra, los Intocables había aprendido a contar el tiempo mediante los pulsos de su sangre y las mareas de los mares subterráneos. Hasta el último ocupante de las cuevas sabía que había pasado una semana y su salvación se aproximaba. Incluso aquellos que yacían en harapos enredados, incapaces de moverse por la tisis que amenazaba con arrastrarlos debajo, incluso ellos lo sabían. Ellos más que la mayoría. Cuando una estrella brilló en lo alto del conducto principal, un grito de esperanza se elevó de los cientos de almas apretadas en la entrada. El sonido bajó rodando a través del paso inclinado de más allá y dentro de cavernas laterales a medida que descendía. En la base del descenso el susurro se deslizó en la cueva de cuarentena. Hasta ese momento habían sido palabras: "¡Ya viene! ¡Ya viene!" Palabras apenas

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perceptibles. En la cueva de cuarentena, la noticia se convirtió en un grito, parte reído y parte chillado. Si Yawgmoth venía, él traería la cura. Pronto en la entrada principal, la estrella se hinchó. Rodeó el pozo en una corona de oro descendiendo de alturas inimaginables hacia un pueblo que habitaba en una profunda oscuridad. Los niños treparon las paredes ansiosos por ver al legendario Yawgmoth. Se decía que la salud fluía de sus propias manos. Algunos manifestantes clamaron haber tocado su manto y sanado. Otros contaron de su espada de tres metros de largo y de sus ojos que destellaban relámpagos, y de la forma en que mataría tan pronto como sanaría a cualquiera que se le opusiera. Él tenía un ejército, se decía, entrenado y equipado en privado, cientos de guerreros fanáticamente leales, quienes hacían parecer como lavanderas a la guardia Halcyta. ¿Por qué no? La mayoría de los ciudadanos se habían acobardado y huido delante de los manifestantes. Yawgmoth no. Él era diferente a cualquier otro. Cuan diferente fue una cuestión que surgió en las palabras y las mentes con cada relato. Gix hizo todo lo posible para calmar a la gente. Insistió que Yawgmoth era sólo un hombre y un hombre sin corazón. ¿Por qué un hombre cruel traería una cura a las cuevas?, le preguntaron. ¿Por qué un hombre cruel tocaría voluntariamente a un Intocable? Ahora estaba cerca. La corona creció a literales saltos y rebotes mientras el hombre en su centro bajó haciendo rappel por el pozo. Parecía un gigante: alto, vestido con ropas voluminosas, llevando una mochila enorme. "¡Lo ha traído! ¡Ha traído el suero!" "¡Abran paso! ¡Denle lugar!" gritó Gix empujando a la gente hacia atrás. La cuerda silbó. Yawgmoth aterrizó en medio de ellos con unos pocos saltos finales. Dejó escapar un suspiro. Los Intocables contuvieron su aliento en un suspiro colectivo. Estudiaron a este hombre: alto, sí, pero no de tres metros de altura, poderoso pero encorvado por debajo de la pesada mochila que llevaba, imponente pero no tiránico. Nada de eso importaba, sólo el contenido de esa mochila. Gix se aproximó a Yawgmoth y lo miró fijamente a los ojos. "Así que has venido." El silencio de alrededor era ensordecedor. La gente aguzó el oído. Que diría el hombre. "He venido," resopló Yawgmoth. "Dentro de poco pondremos un ascensor en ese pozo. Usando la cuerda solo pude traer suero para un millar de ustedes." "¿Mil?" gruñó Gix. "Eso es menos de la mitad." "Hemos concentrado la fórmula todo lo que pudimos y hubo dos veces en las que casi me caigo por traerla aquí abajo." "¡No es suficiente!" declaró Gix. Su voz llenó el pasaje con ecos desesperados. "Volveré con más tan pronto como se administre este lote." Aseguró Yawgmoth. "Habrá suficiente. Hoy mismo todos serán tratados." Esas palabras también ondularon por el pasaje, un suspiro en lugar de un silbido. "Para poder volver hoy debo empezar a trabajar ahora mismo. Llévame a la cueva de cuarentena." Gix asintió. Otros imitaron el movimiento convirtiendo el conocimiento en obediencia. "Sígueme," dijo Gix rechinando los dientes.

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A pesar de la presión de la gente el camino se abrió delante de Gix y Yawgmoth. Avanzaron por un pasillo estrecho de almas vigilantes. La mayoría estaban contentos simplemente con mirarle. Otros se acercaron tentativamente para tocarlo. De vez en cuando alguien se aferró a él. Los que estaban alrededor tiraron violentamente del ofensor para volverlo a meter de nuevo entre la multitud. Mientras caminaban, Yawgmoth habló a Gix y a toda la gente a su alrededor. "Yo sé porque atacaron la ciudad." "Sí," respondió llanamente Gix. "Atacamos por venganza. Atacamos porque la ciudad nos estaba envenenando y queríamos venganza." Yawgmoth sonrió paternalmente. "Es más que eso, ¿no? Atacaste a Glacian antes de saber que la plataforma de maná los estaba envenenando. Eso no era venganza. ¿Qué fue lo que le dijiste a Glacian cuando lo apuñalaste?" "Le dije: ‘Bienvenido a la compañía de los condenados.’" "Sí," dijo Yawgmoth. "No es que aborrezcas a los Halcytas por su riqueza y belleza, por la luz del sol y la gloria de su ciudad. Les odias porque te han apartado. Te tratan como un miembro gangrenado, aserrándote del cuerpo sano y arrojándote aquí abajo." No había nada que decir a eso. Yawgmoth estaba en lo cierto. "Hubo una vez que estas cuevas eran parte de Halcyon. Hubo una vez que eran una colonia penitenciaria. La gente de aquí no se quedaba para siempre. Durante un tiempo cayeron de los cielos y pasaron un tiempo trabajando en la oscuridad, sólo para subir de nuevo. Es por eso que atacaste la plataforma de maná y la ciudad: para volver a subir." "Sí," murmuró Gix hipnotizado. Los Intocables que les rodeaban asintieron en acuerdo. "Sí, eso es correcto." "Bueno, no sólo he venido a sanarles," dijo Yawgmoth. "He venido a sacarlos, uno por uno, a la luz del día. He venido a tender un puente entre nuestros dos mundos. Este lugar no debería ser un infierno. No debería ser mucho más que una enfermería moral con la función de curar a aquellos que entren en ella y sacarlos fuera cambiados." Las palabras habían hipnotizado a los Intocables. Sólo Gix mantuvo la cordura. Los recuerdos del despiadado bisturí de ese hombre eran demasiado vívidos. "¿Crees que puedes venir aquí y ofrecernos vida, esperanza y cielo? ¿Crees que eres un dios?," dijo Gix con una súbita comprensión. Aquellos a su alrededor se estremecieron como si hubieran sido apuñalados por esa acusación. Gix vio en sus ojos que ellos empezaban a despertar. "Yo creo que todos somos dioses. Creo que cada uno de nosotros tiene una chispa divina, una chispa a la que no se le debe negar la luz del sol." Las multitudes despiertas volvieron a caer en un dichoso sueño. Llegaron a la cueva de cuarentena. Yawgmoth se introdujo imperiosamente, miró alrededor y vio un hueco estrecho y vacío. "Allí. Trabajaré allí." Sin hacer una pausa se dirigió al lugar y se quitó la mochila. Dejó la lámpara de piedra de poder en una saliente y comenzó a desempacar las vejigas, agujas y envases de suero. Gix se quedó en la entrada de la alcoba. "Has encontrado un tratamiento. Has venido aquí a proporcionárnoslo. Sí, estamos muy agradecidos. Te debemos las gracias, pero ninguna distinción, ninguna adoración. Sé lo que estás tratando de hacer. Sé que estás tratando de robar los corazones de estas personas." Yawgmoth ni siquiera levantó la vista de las parcelas que desempacaba. "¿Qué dios de ellos les ha ofrecido tanto? Si les puedo sanar, llevarlos a la ciudad, si les

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concedo la vida en el cielo, es condenadamente mejor que ellos piensen que soy un dios." Gix se enfureció: "Tú eres el mayor demonio en una ciudad de demonios." Yawgmoth levantó la vista y clavó a Gix con la mirada. "Cuando un demonio es el único que puede hacer un trato contigo, tú deberás hacer un trato con ese demonio. Y tú, Gix, tú harás el mayor trato de todos. Mantendrás la boca cerrada cuando hables de mí. Solo dirás cosas buenas de mí. Me servirás fielmente o no recibirás ningún suero." "Prefiero morir hablando la verdad que vivir una mentira." "Ambos sabemos que eso no es cierto. Pero no hay tiempo para volverte a poner a prueba. Si no me sirves fielmente te negaré el suero a ti y también a tu gente." "Nos volveremos a rebelar." "Ellos no te seguirán. Tu no tienes la cura, solo ira." "No puedes hacernos esto." Una voz vino desde detrás de Gix, la ronca voz de un niño. "¿Puedo tener la cura ahora? ¿Puedo, Maestro Gix?" Gix se volvió y vio a un niño cuyo rostro estaba medio devorado por las lesiones. Una larga y solemne fila de personas se extendía detrás del niño perdiéndose en las oscuridades de la caverna. "¿Puede tenerla, Maestro Gix?" preguntó Yawgmoth. Con la cabeza gacha, Gix dijo: "Sí, hijo. Ven aquí. Este es Yawgmoth. Él es el hombre con la cura. Dile lo agradecido que estás de que él haya llegado...."

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Capítulo 10 Y

awgmoth estaba sanando la ciudad. Ese pensamiento llenó cada una de las

mentes. Nadie sabía qué tan enferma estaba la ciudad, que tan languidecente en la necesidad de las curas de Yawgmoth, hasta ahora. Los primeros síntomas de la tisis se habían publicado durante meses e incluso los niños que no sabían leer podían recitar de memoria la lista: Ciudadanos de Halcyon Un invasor está entre nosotros, un contagio mortal causado por la exposición crónica a las matrices de piedras de poder. Esta enfermedad se puede transmitir de persona a persona. La identificación temprana sigue siendo nuestra mejor defensa. Un caso identificado y tratado a tiempo puede evitar un centenar de casos más. Cualquiera que note alguno de los siguientes síntomas en sí mismo o en sus familiares, amigos o vecinos se le pide que informe al respecto al Consejero de Salud Yawgmoth: fatiga, irritabilidad, nerviosismo, cansancio, falta de memoria, confusión, paranoia, picazón, ronchas, erupción cutánea, palidez, hinchazones, entumecimiento, lesiones, rigidez en las articulaciones, mareos, náuseas, diarrea, estreñimiento, cambios en los hábitos alimentarios o del dormir, dolores de cabeza, dolores de cuello o de espalda. El consejo está declarándole la guerra a esta enfermedad y llama a todos los Halcytas para que ayuden en la lucha contra esa guerra. El Consejero de Salud Yawgmoth personalmente visitará a cada persona denunciada proporcionando un diagnóstico, dando instrucciones para evitar la propagación de la enfermedad, y en caso de ser necesario administrar tratamientos. Es el deber de todos los Halcytas cooperar y ayudar en cualquier forma posible. Un anciano dijo en broma que Yawgmoth había enumerado "los síntomas de ser un humano." Otro añadió: "Yawgmoth afirmó que curaría todas las enfermedades

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mortales y eso es lo que ha enumerado." La publicación fue aprobada de todos modos. A Yawgmoth se le concedió el derecho de publicar este y otros anuncios de interés público que el considerara oportuno. Su respuesta a sus críticos fue simplemente reforzar el lenguaje utilizado cambiando el "se le pide que informe" por "debe informar." Al final del documento añadió otro par de frases: Se aconseja a los ciudadanos que vigilen a sus seres queridos o vecinos que eviten el contacto, usen demasiadas ropas, actúen en secreto, o se opongan a los esfuerzos de la detección precoz. Estas acciones denotan que una persona tiene mucho que ocultar y puede ser el síntoma más claro de la infección. Tales individuos deben ser reportados. La oposición a los programas de Yawgmoth cayó a susurros. Los disidentes no solo se encontraron siendo el objeto de escrutinios no deseados sino también descubrieron que sus puntos de vista no eran bienvenidos entre la mayoría de los oyentes. Las masas amaban a Yawgmoth. Mientras las masas lo hicieran, los ancianos elegidos del consejo lo harían. Glacian y sus compañeros artífices, preferidos durante mucho tiempo por la elite, de repente se encontraron sin apoyo político. Las habladurías del destierro cesaron. ¿Quién exiliaría al nuevo genio de Halcyon? Los artífices sólo podrían esperar su momento y que la voluble opinión pública se cansara de Yawgmoth. Mientras tanto los informes fluyeron al consejero de salud. Sólo en la primera semana hubo ciento cincuenta casos. Yawgmoth acudió personalmente al domicilio de cada paciente. Llevó consigo a Xod y a algunos otros sanadores. Ellos habían dejado de ser meros observadores. Ahora cada uno era un experto en la creación y administración del suero. Yawgmoth los estaba remodelándolos en sanadores según su propia imagen, hábiles con las manos tanto con el bisturí como con la espada. Era algo afortunado. Algunos pacientes eran menos dispuestos que otros. La mayoría de los que chequearon estaban libres de la contaminación. Un gran número de los otros fueron diagnosticados con las primeras etapas de la tisis. Al proveerles el tratamiento, se les ordenó evitar el contacto físico con los demás, bañarse en sales para evitar contagiar los baños y reportarse cada dos semanas para tratamientos posteriores. Un grupo más pequeño mostró evidentes lesiones y degeneración de los tejidos. Yawgmoth puso a estos estrictamente en cuarentena en sus hogares u ocasionalmente en una enfermería especial en las cuevas debajo de la ciudad. El programa dejó a la mayoría de los pacientes agradecidos por la atención de Yawgmoth y por sus hallazgos. Puso a otros en deuda con Yawgmoth, apoyándose en él, no sólo por las inyecciones, sino también por el permiso para permanecer en el mundo de arriba. En cuanto a los enviados a las enfermerías de las cuevas, sólo ellos y sus familias estuvieron descontentos. El resto del barrio, la ciudad, el imperio, dejó escapar un suspiro colectivo de alivio. Los informes entraron y Yawgmoth y su ejército de sanadores salieron. El trabajo los mantuvo ocupados día y noche. Yawgmoth pasaba ocho horas al día ministrando a los ciudadanos, tres más a los condenados, y tres más investigando una cura definitiva. Les permitió a sus treinta y cuatro seguidores tratar a pacientes que él ya había entrevistado pero él mismo quería llevar a cabo cada diagnóstico y evaluación inicial. "Quiero hablar con cada uno, darles la mano, ver sus casas, aprender quienes son y que hacen, no sólo saber si están viviendo o muriendo"

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Fue una declaración ambigua. Los partidarios de Yawgmoth dijeron que mostraba su profunda compasión. Sus oponentes susurraron que demostraba que Yawgmoth tenía diagnósticos diferentes para amigos que para enemigos. Dieron a entender que estaba tamizando a la población, desechando cualquier persona que pudiera resistir su ascenso al poder y manteniendo sólo a aquellos a los que pudiera hipnotizar para apoyarlo. Insinuaron y murmuraron pero no se atrevieron a hacer nada más para no verse entrevistados por el hombre con ojos de hierro. Fue en el camino a una de tales entrevistas que Rebeca se acercó al consejero de salud. Haciendo coincidir sus pasos con los de Yawgmoth dijo, "¿Tienes un momento?" "Hace meses que no lo tengo," respondió seriamente Yawgmoth. "Mi esposo no está mejorando. Todos los demás están respondiendo al suero pero Glacian todavía languidece." "Es un definitivo acertijo," respondió fácilmente Yawgmoth. Comprobó el número tallado en el dintel de una puerta, consultó una lista, y asintió con la cabeza a los sanadores. "Este es el lugar." Yawgmoth llamó a la puerta, una cosa tosca de madera. Rebeca le presionó. "¿Por qué todo el mundo menos mi marido responde al tratamiento?" Yawgmoth enarcó una ceja. "El ya recibió tres veces más de la dosis que cualquier otro paciente. Una cuarta dosis puede ser letal. En verdad muestra signos de mejoría durante la primera hora después de cada inyección pero luego decae rápidamente. Tal vez su larga e intensa exposición destruyó por completo sus defensas." "Han habido un montón de Intocables con peores degeneraciones. Todos ellos están respondiendo. ¿Por qué mi marido es diferente?" "Él siempre fue diferente," respondió Yawgmoth. "Incluso antes de la tisis, incluso antes de que fuera tu marido." "¿Eso qué se supone que…?" La puerta se abrió hacia dentro. Un hombre estaba de pie más allá, viejo y nervioso. Un cabello fino y gris hormigueaba a través de su cabeza calva. Parpadeó sospechosamente a la calle brillante y se envolvió una túnica andrajosa alrededor de sí mismo. "¿Qué es esto?" Yawgmoth sonrió. Era una mirada que emanaba confianza. "Soy el Consejero de Salud Yawgmoth." Echó un vistazo a la lista para dejar que el hombre reconociera su nombre. "He recibido un informe sobre una cierta Dezra que dice que está infectada." El hombre cerró la puerta detrás de él e hizo un gesto de silencio con su dedo índice. "Mire, yo soy su marido. Yo soy el que hizo ese informe. Ella se estaba sintiendo cansada y mareada, algo que estaba en la lista. Pero ahora ella se siente mejor y…" "Hemos venido," le interrumpió Yawgmoth señalando al grupo a su alrededor. "He venido. El examen tomará sólo unos minutos." Sus dedos delgados temblaron con miedo. "Ella ni siquiera lo sabe, no tiene ni idea de que hay… no sabe que usted estaba viniendo." "Nadie lo sabe," dijo Yawgmoth y dio un paso hacia adelante. Sin tocar al hombre, le impulsó a través de la puerta y subió las escaleras más allá. "Por favor. Por favor. Esto no es lo que yo quería," dijo mientras se tambaleaba al subir por las escaleras. Yawgmoth no le hizo caso.

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Rebeca le siguió mirando a su alrededor. Las escaleras de madera debían tener un siglo de antigüedad, el yeso del techo se estaba desprendiendo. Manchas de agua marcaban las paredes. Ella no sabía que existían en Halcyon espacios tan lamentables, había pasado demasiado tiempo en su templo de cristal. Xod entró detrás de ella y otros cuatro sanadores cerraban la marcha. Yawgmoth presionó al hombre: "¿Cuántos dispositivos de piedras de poder poseen?" "Ninguno. Ninguno en absoluto. Ni siquiera te, te, tenemos una silla de manos," tartamudeó el hombre. "¿Usted cree que viviríamos aquí si nos pu, pu, pudiéramos permitir dispositivos de piedras de poder? Ja, ja." "¿Ella tiene alguna joya de piedra de poder?" le presionó Yawgmoth. "Bu, bu, bueno, sí, en realidad, un par de cosas. Sólo unas pocas: anillos, brazaletes, torques. Ella ama todas esas cosas. Pero ella está bien. Es una de esas inmunes. Oí acerca de eso. Algunas personas no se enferman. Ese es el de Dezra…" El estrecho anciano había llegado a la cima de la escalera y caminó dificultosamente hacia las habitaciones superiores. Yawgmoth, Rebeca, y los demás le siguieron. Más allá había una habitación pequeña y desarreglada. Una estera harapienta yacía contra una pared, con ropa de cama sucia agrupada en un montón sobre ella. Más sábanas colgaban en las ventanas, sombras de vidrios rotos proyectadas a través de ellos. Aunque no había utensilios para preparar comida, migas de pan y trozos de carne seca estaban esparcidos aquí y allá por el suelo. No había ni un solo mueble en la habitación. El olor a moho y putrefacción llenaba el aire. La única extravagancia era un espejo grande y redondo apoyado contra una pared manchada. Debajo de este había una tela de terciopelo rojo. Esta, a su vez, sostenía un surtido de relucientes joyas. Había otra extravagancia: Dezra. No podía tener más de veinte años. Estaba encorvada al lado de sus resplandecientes joyas como si fuera parte de la colección. Estas lanzaban estrellas de luz a través de su piel joven y perfecta. El torque alrededor de su cuello brillaba con cuatro piedras de poder del mismo color añil de sus ojos. Mientras los sanadores se vertían en la habitación Dezra se colocó un traje de seda a través de su figura desnuda con fingida modestia y los miró a los ojos, tanto en señal de desafío como de invitación. Finalmente su atención se centró en Yawgmoth y allí se quedó con evidente interés. "Disculpen mi apariencia," dijo Dezra. "Mi marido dijo que se desharía de quien sea que estuviera en la puerta." "Trató," dijo Yawgmoth acercándose a ella y arrodillándose. "No es muy fácil deshacerse de mi." Los sanadores prepararon sus paquetes de implementos. Yawgmoth continuó: "Hemos venido debido a informes de que ha tenido síntomas de la tisis." Dezra sonrió lanzándole dagas a su marido. "Y yo sé quién le informó. Caron siempre está tratando de deshacerse de mí. Piensa que gasto demasiado. Pero entonces, no se atreve a hacerlo y me compra algo para compensarlo. Este episodio le costará muy caro." Yawgmoth asintió sin inmutarse. "Dijo que se sentía cansada y mareada recientemente. ¿Es esto cierto?" Dezra suspiró y se deslizó anillos ociosamente sobre sus dedos. "Uno se sentiría cansado y mareado si pasó todo el día encerrado en esta habitación esperando que Caron volviera a casa. Él no me deja salir sola a no ser que adorne su brazo. Ya ve que sólo

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soy una joya más para él. Tiene miedo de que si me voy por mi cuenta un hombre como usted me pudiera arrebatar." "¿Ha tenido algún otro síntoma: hinchazón, lesiones, enrojecimiento?" Algo revoloteó en su mirada sensual, algo parecido al miedo. "Véalo por usted mismo." Dezra se volvió a sacar la túnica de su figura y se quedó allí desnuda mientras todos los ojos en la sala contemplaron su piel de seda. Dio una vuelta permitiendo una vista completa. "Yo nnn, no, no, veo rastro de tejido corrupto," tartamudeó Xod pretendiendo marcar una lista de control que tenía en sus manos. "Está bien, cúbrase," dijo Rebeca. "Hemos visto suficiente." "Han visto lo que no tengo y lo que tengo," respondió ella volviendo a colocarse la túnica lentamente. Caron caminó a través del grupo y cubrió a su mujer con una sábana andrajosa. "Está bien. Ya la han visto. Ahora váyanse." "Espere," dijo Yawgmoth. "Unas cuantas preguntas más. ¿Alguna vez ha estado en contacto con alguien que tiene la tisis? ¿Quizá durante los disturbios?" "No. Esa fue la única vez que me alegré de estar encerrada," dijo. "Monstruos. ¿Ellos nos atacan y nosotros los sanamos? He visto algunos de esos esqueletos albinos caminando por la ciudad ahora mismo. ¡No puedo creer que usted esté permitiendo que esos monstruos estén entre el resto de nosotros!" "Uno de mis ayudantes aquí presente es de las cuevas," dijo Yawgmoth, señalando a una mujer de rostro pálido que había llevado el paquete de suero a la habitación. "Y ninguno de los que he permitido entrar a la ciudad tiene siquiera un rastro de la tisis." Dezra le lanzó una sonrisa cruel a la mujer pálida. "Lo siento, pero creo que los condenados deben permanecer condenados. Halcyon ya tiene gente fea suficiente en ella." Caron sonrió con tristeza y dijo: "Ven, ella tiene un montón de defectos pero no la enfermedad que están buscando." "Ese torque alrededor de su cuello me parece familiar," dijo Rebeca entrecerrando los ojos. "¿Puedo verlo?" "¿Ustedes son sanadores o ladrones de joyas?" preguntó el marido echándose a reír nerviosamente. "Inclínate nena," dijo Dezra hinchando sus pechos. "Si quieres una vista más cercana." "Dámelo a mí," respondió rotundamente Rebeca extendiendo su mano. Yawgmoth interceptó su mano y la retiró. "Esta entrevista ha terminado." "No," dijo ella con firmeza. "Reconozco ese torque porque deriva de un diseño de mi marido. El creó matrices de piedras de poder que proyectaban ilusiones dinámicas: campos de efectos que responden a estímulos ambientales cambiantes." "¿Qué quiere decir?" "Ella no es lo que parece." Rebeca se soltó del agarre de Yawgmoth, pasó al lado de Caron, agarró la gargantilla y la arrancó del cuello de la mujer. Dezra arañó su brazo y gritó. La sábana cayó hacia atrás. Sin su torque Dezra se vio muy diferente. Era de por lo menos setenta años de edad y mórbidamente obesa. Los pliegues de grasa colgaban sobre las articulaciones casi fusionadas por la artritis. Lo peor de todo, sin embargo, eran las lesiones. Corrían juntas en grandes llagas negras, andrajosas y supurantes. La piel colgaba en jirones en un millar de lugares. Más heridas se abrieron incluso mientras ella luchaba por levantarse para recuperar la joya. De esa infectada

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figura llegó un hedor que casi había sido completamente cubierto por las ilusiones de la gargantilla. Yawgmoth hizo retroceder a Rebeca de la horrible silueta y apartó el torque de sus manos con un golpe. El arañazo de la mujer había destrozado los antebrazos de Rebeca. "¡Los espíritus, ahora!" gritó Yawgmoth. Xod arrebató una botella, sacó el corcho y la derramó a través de las heridas. Rebeca casi se derrumbó por el dolor abrasador. Se dejó caer contra Yawgmoth enterrando su cara gritando en su costado. "¡Neutralícenla!" ordenó Yawgmoth. La joven Intocable lanzó un dardo sedante a través de la habitación que golpeó a la mujer encorvada entre sus joyas en busca de más magia ilusoria. Ella se desmoronó sobre su colección de piedras de poder, rodó contra el espejo quebrándolo y fue cubierta por una lluvia de fragmentos de vidrio. "¡Dezra! ¡Oh, Dezra!," lloró Caron cayendo de rodillas y arrancando los trozos de espejo de ella. "¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho con ella?" "Sáquenla de allí. Adminístrenle tres dosis de suero. Despejen el vidrio. Estabilícenla pero tomen todas las precauciones." Ordenó Yawgmoth. "¡Dezra! ¡Dezra!" Xod extrajo una sábana limpia de su mochila la tiró sobre la cabeza del hombre y lo alejó de su esposa. Sostuvo los brazos del hombre a los costados y se retiró hacia la pared. Los otros sanadores convergieron en la mujer temblando. "¿Qué le han hecho?" dijo Caron llorando. "Usted se lo hizo a ella," gruñó Yawgmoth. "Usted que quería una obra maestra en lugar de una esposa. Usted que le compró las joyas que le devastaron. Administren la prueba." La joven Intocable acababa de inyectar a Dezra y se dirigió resueltamente hacia Caron. Sacó un cuchillo de su cinturón y cortó la sábana sobre la cabeza del hombre. La apartó lo suficiente como para exponer la mitad derecha de su rostro. Entonces, levantando una vejiga con aguja, la clavó en la sien y la apretó lentamente. Cuando Caron comenzó a gritar ella le metió un puñado de sábanas en su boca. "Sólo es un suero de prueba," explicó Yawgmoth. "Si usted lleva la tisis su sien se volverá negra. Si permanece con su tono normal, está sano." "No hay señales de cambio," dijo el Intocable retirando la aguja y frotando la sien del hombre. "La prueba es negativa." "Felicitaciones," dijo Yawgmoth entrecortadamente. "Debe ser inmune pero vamos a tener que llevarnos a su esposa a la cueva de cuarentena. Ella es un peligro para la salud de toda la ciudad." Caron mostró ojos enloquecidos. "Iré con ella. No me importa. Iré con ella." "Ella no tendrá sus joyas. No tendrá su belleza," dijo Yawgmoth. "No me importa. Si ellos la infectaron, si yo la infecté, no la abandonaré." "Suéltenlo," ordenó Yawgmoth. "Que reúna lo que llevará a las cuevas. Xod, ve a buscar un equipo de portadores. Ella no será capaz de caminar. Es por eso que se quedaba encerrada aquí dentro." Xod liberó al hombre, que cayó de rodillas, todavía envuelto en la sábana. Caron se deshizo de ellas. "¿Si no me puedo llevar las joyas, qué va a pasar con ellas? ¿Van a estar aquí cuando volvamos?" "No. La vivienda debe ser esterilizada. No quedará nada. El estado se quedará con cualquier objeto de valor, tales como las piedras, por si acaso decide retornar. En su

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ausencia esta casa será otorgada a gente proveniente de las cuevas como un punto de partida para sus nuevas vidas. " "¿Qué? ¡No le pueden quitar así de simple una casa a un hombre y dársela a otro!" "Yo puedo y lo hago. Usted no tiene necesidad de ella y le debe una recompensa a la ciudad por poner a tantas vidas en peligro," dijo Yawgmoth. "Ahora sea rápido. Los portadores estarán aquí pronto. Descenderá a las cuevas dentro de una hora." Rebeca, todavía aferrándose a él, miró a los serios rasgos de Yawgmoth. Extendió el brazo lastimado y dijo: "Espero… Espero que sea inmune, como tú piensas." Yawgmoth la envolvió con un brazo poderoso. "Obtendrás el mejor tratamiento posible, sólo superado por el de Glacian mismo." Rebeca parpadeó y su respiración se volvió entrecortada. "Gracias, Yawgmoth, por todo lo que has hecho. Y gracias por no enviar a Glacian a las cuevas. Sé que está muy enfermo para permanecer en la ciudad pero si lo envías a las cuevas tendría que ir con él. " La mirada acerada en los ojos de Yawgmoth fue indescifrable. "Lo sé. Lo sé."

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Capítulo 11 E

l sistema de ascensor de Yawgmoth fue instalado en las Cuevas de los

Condenados. Unos autómatas mineros trabajaron sin descanso durante meses perforando un nuevo pozo hacia abajo. Una serie de cables y poleas movían una gran plataforma a través del eje. Esta fea plataforma no era ninguna elegante invención de Glacian sino un diseño de Dungas, el mismo artífice que había inventado el inodoro de piedras de poder llamado con su mismo nombre. El ascensor y el dungas servían para la misma función: arrojar debajo los desperdicios de Halcyon. El primer grupo de pacientes de cuarentena en viajar en el ascensor llegó en la cima de una carga de madera. Seis hombres, tres mujeres y un niño acurrucado entre los cables tensados que bajaron al ascensor. Era una precaria posición. Una vez, cuando el artefacto tambaleó, un hombre cayó entre el ascensor y el eje y fue picado por la máquina. Sus restos cayeron a lo lejos en la oscuridad. En el fondo no fue más que una pasta caliente en el piso. Gix y su grupo estaba de pie un poco más allá de esa pulpa. El ascensor chirrió y se estremeció. Esquirlas revolotearon en medio de una fina lluvia de polvo de madera y arenilla de piedra. Luego la plataforma golpeó el suelo con unas pocas sacudidas finales. Los troncos se desplomaron hacia un lado con sus ataduras rotas. Tablas y refugiados cayeron desde el ascensor al barro. "¡Despejen esa madera! ¡Sáquenlos de ahí!" gritó Gix. El mismo levantó tablones y los arrojó a un lado arañando su camino a manos y rostros. Dos de los hombres estaban inconscientes y sus zapatos de tacón dejaron rastros detrás de ellos cuando fueron sacados libremente. Una mujer tenía un tobillo roto. Otros dos se alejaron ilesos. El niño sobrevivió y los otros tres hombres se alejaron cojeando del accidente. Gix encontró un elemento más entre las sangrientas tablas, una nota:

Del Consejero de Salud Yawgmoth A su Asociado de Confianza Gix, Saludos.

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Haz que estas diez personas se sientan lo más cómodas posible entre los otros pacientes en la cueva de cuarentena. Ellos presentan un riesgo grave para la salud pública. La carga de madera es para que sea usada en la construcción de camas. Clavos y herramientas llegarán en un envío posterior. La ciudad también proporcionará envíos de colchones, sábanas, almohadas, comida, y ropa para cuidar a los enfermos. Utilice esos suministros para recompensar a los que le ayuden y para asegurar el cumplimiento del resto. En compensación a la comunidad de la cueva por esta carga adicional solicito que liberes a las siguientes diez personas de las cuevas. He seleccionado a cada una personalmente por la contribución que él o ella pueden hacer a la ciudad. Hágales saber que hay una vivienda lista para ellos y que serán puestos a trabajar junto a mi propio personal de salud. Felicítelos por mí. Espere otro grupo de refugiados mañana y una lista similar de gente a liberar. Los suministros que acompañan a los recién llegados deberían enriquecer sus vidas y, finalmente, la vida de todas las personas en las cuevas, y en Halcyon. Gracias por la continuidad de su fiel servicio. Les proporcionaré más suero al final de la semana. Yawgmoth.

Gix bajó la nota y miró, incrédulo, al montón ensangrentado de astillas delante de él. Debajo de su aliento dijo: "Yawgmoth nos ha proporcionado camas estupendas. Camas estupendas." * * * * * Seis meses atrás sólo había sido una ociosa especulación. Ahora se trataba de una prueba matemática totalmente desarrollada que transformaría a Halcyon… de nuevo. El lo había demostrado: las piedras de poder no sólo contenían grandes energías sino también grandes espacios. Una piedra lo suficientemente poderosa incluso podría contener a todo un mundo. "Yo soy el genio de Halcyon." Glacian hizo una pausa, buscando febrilmente en cientos de hojas de cálculos. Estas yacían en pilas a todo lo largo del tablero de regazo que él había montado en su silla de ruedas. Columnas de números marchaban en cada página entrelazadas con pruebas lógicas y diagramas de flujo. Había ideado estas teorías en momentos de lucidez entre espasmos de dolor y la inconsciencia que frecuentemente le seguía. Algunas líneas de razonamiento seguían adelante con valentía aunque la mano que las había escrito se debilitó cada vez más. Algunos diagramas habían quedado por la mitad cuando Glacian se desplomó sobre ellos. Estudiando detenidamente su trabajo, Glacian encontró brillantes giros de la lógica y rigurosas argumentaciones que no recordaba haber desarrollado. Era como si otro Glacian hubiera colaborado con él. A pesar de la amnesia y la degeneración física Glacian había desarrollado su teoría más brillante hasta el momento. En este modelo, las dimensiones físicas y temporales de la realidad se deforman por el bombardeo energético. Cuando la realidad se vuelve muy complicada atrapa la energía para que viaje en círculos en lugar de líneas rectas. Así, la deformación de la

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realidad por la energía disminuye y solidifica esa misma energía. Con algo de tiempo la energía y la realidad dimensional se compactan lo suficiente como para formar materia. Inversamente, volver a cambiar la materia en energía, como sucede con la carga de piedras de poder, sería como desenrollar las dimensiones de la realidad para crear espacio. La carga de las piedras de poder desata grandes reservas de energía desenrollando enormes extensiones de espacio. Originalmente, Glacian había creído que la introducción de cualquier materia en ese espacio sólo habría hecho que volviera a colapsar. Ahora sabía que cualquier nueva materia que fuera introducida traería su propio espacio compactado con ella. Por lo tanto, una gran piedra de poder contiene un gran espacio vacío en el que se puede introducir elementos y personas. Se podrían crear nuevos mundos dentro de las piedras de poder. "Y yo conozco a un arquitecto para esos nuevos mundos." Glacian incluso había diagramado los principios de organización de los espacios dentro de varias piedras. Si una piedra es esférica el espacio en su interior estaría organizado en esferas concéntricas, pilas de materia anidadas con el foco de la energía en el centro exacto. Bocetos elaborados mostraban el tipo de esferas anidadas que se podrían construir incluso en una pequeña piedra de poder. Serían barrios flotantes en los que cientos de personas podrían vivir en una belleza luminosa y segura. Rebeca podría construir otra ciudad entera dentro de las piedras de poder de su templo. Por fin, aquellos que ascendieran no les sería necesario volver a descender. Sólo restaba una tarea: descubrir un camino para introducirse en esos vastos espacios. Glacian había estado trabajando en ese problema insoluble durante todo el mes. En tres ocasiones casi le había llevado su descubrimiento a Rebeca pero quería que la revelación fuera completa. "… la energía curva el espacio y el tiempo por lo que quitarla los aplanaría, proveyendo un camino momentáneo que pasara la materia cristalina… no, la explosión resultante destruiría al cristal y al viajero y al mundo, a todo…" Glacian murmuró, arrugando la hoja tan marcada que tenía delante. La sostuvo en alto en un puño tembloroso. "¿Cómo se podría entrar en esa deformación del espacio y la masa? ¿Cómo abrir el portal? ¿Cómo volver a recuperar la ciudad de manos de Yawgmoth? ¿Cómo volver a recuperar a Rebeca?" Se despertó poco después, echándose hacia atrás en su silla de ruedas. Más allá de la ventana el cielo estaba entintado con la noche. Alguien había apilado ordenadamente sus gavillas de pruebas sobre una mesa cercana. Alguien había removido la tabla de su regazo, vaciado los tubos que drenaban su orina, colocado almohadas detrás de su cabeza, y puesto una manta sobre sus hombros. "¿Quién diablos hizo esto?" gruñó Glacian. El joven sanador Xod salió de detrás de una estantería cargada de frascos de suero. "Usted dijo que había terminado de trabajar." "¡Yo no dije tal cosa!" protestó Glacian. "Estaba cerca de desmayarme. Apenas me limité a asentir." La frente de Xod se arrugó y él dejó el bisturí que sostenía. "No. Usted me pidió que le llevara a ver a su esposa y luego dijo que había terminado de trabajar y quería dormir." "¿De qué estás hablando?" gruñó Glacian. "¿Dónde está mi esposa?" "¿No lo recuerda? Acabo de tomar…" "No me importa lo que has acabado de hacer. Llévame a verla. ¿Dónde está mi esposa?" Xod bufó, "Está en la habitación de al lado, comiendo su cena." "¡Llévame con ella!"

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"Déjeme lavarme las manos. He estado diseccionando un gato…" "¡Lléveme!" Una sonrisa forzada cruzó el rostro de Xod. "Por supuesto, le llevaré." Dio la vuelta por detrás de Glacian, manipuló los diversos tubos y bolsas en la parte posterior de la silla de ruedas y lo empujó hacia la puerta. En el camino Glacian tomó el manuscrito apilado y lo puso sobre su regazo. A medida que continuaban por el pasillo habló con un entusiasmo de conspiración. "Tengo algo que mostrarle." "Sí, lo sé," respondió rotundamente Xod. "También lo hizo la última vez." "¿La última vez?" "Debo advertirle, ella no está cenando sola." La lisa extensión de las paredes de la enfermería escondió a los comensales fuera de la vista pero sus sombras se vieron en un brillante movimiento y su conversación se escurrió hacia Glacian. Una voz de hombre "…esa mujer que encontramos meses atrás, la que tenía la gargantilla. Algunos dirían que tú y Glacian le han hecho lo mismo a la ciudad, que han tomado a una señora vieja, gorda y la vistieron en las ilusiones de juventud y salud, mientras que todo se convierte en plaga por debajo. " "¿Quién dice esas cosas?" la voz de Rebeca. "De hecho, ¿qué es el Templo Thran sino una enorme gargantilla proyectando un glamour sobre la ciudad?" "Perdón por la intrusión... otra vez," dijo Xod mientras empujaba a Glacian en la habitación, "pero su esposo me pidió que le trajera hasta aquí." Rebeca estaba sentada en un lado de una mesa de laboratorio bien extendida. Soperas y fuentes soltaban su último vapor a la luz de las velas a medio quemar. Los arrollados se habían enfriado en sus cestas. Yawgmoth estaba sentado en el otro lado de la mesa. Detrás de él ardía un fuego innecesario en un incinerador simulando una romántica chimenea. Glacian los había sorprendido en flagrante delito. Los dos se interrumpieron a mitad de la conversación y se giraron hacia él, confundidos e impacientemente corteses. Rebeca enarcó las cejas. "Hola, Glacian," dijo con una voz que sonaba cansada. "¿Querías verme?" "¿Qué están haciendo, teniendo una cena a la luz de las velas con… con…?" "Otra vez no," respondió ella levantando la servilleta de su regazo, arrugándola, dejándola caer al otro lado de su plato. "Te explicamos todo esto hace no más de veinte minutos." "¿De qué estás hablando?" "Es como si te hubieras dividido en dos personas que no se hablan la una a la otra." Yawgmoth asintió. "No es un efecto típico de la tisis, por lo que he…" "Cállate," gruñó Glacian a Yawgmoth. Giró ojos llenos de ira a su esposa. "¿Una cena con velas? ¿Mientras yo estoy sentado en la otra habitación?" Rebeca inclinó la cabeza, pareciendo reunir paciencia. "Te he invitado a esta hace una semana. Has dicho que no vendrías si…" "Si yo iba a estar aquí," dijo Yawgmoth terminando la frase. "¡Cállate!" le demandó Glacian. "Y yo ya le había preguntado. Fue en reconocimiento a su intensa labor en tu caso." "¿Intensa labor?" "Yawgmoth ha estado trabajando hasta bien entrada la noche en tu condición..."

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"¡En empeorarla!" exclamó Glacian echando chispas. "¿Supongo que tu has estado trabajado hasta bien entrada la noche con él? A veces incluso discuten juntos en sus sueños." Rebeca palideció y sus ojos se enojaron. "¿Qué estás tratando de dar a entender?" "Oh, ¿no es obvio? ¿Sacarse de encima al viejo genio por el nuevo? Comerciar el desgastado leproso anciano por el hombre que se alimenta de desgastados leprosos ancianos…" "Detente, Glacian," gruñó Rebeca. "Detente antes de que digas algo que lamentarás." "Nunca he dicho nada de lo que me arrepienta." "¡Sí! ¡Y mírate!" gritó Yawgmoth de pie. "Amargado. Enojado. Paranoico. Solo a excepción de una persona en todo el mundo y decidido a alejarla a ella también. ¿Así es como pagas la fidelidad?" "¡Está bien, basta con los dos!" dijo Rebeca. Se frotó las sienes con dolor. "Ya hemos tenido esta discusión antes, tan sólo veinte minutos antes. Ahora la cena ha acabado. Muéstranos lo que querías que viéramos." Glacian negó con la cabeza, un niño caprichoso. "Llévame de vuelta, Xod." El joven suspiró y dijo: "Al igual que la última vez." Empujó la silla de ruedas. "Espera, Xod," dijo Yawgmoth caminando hacia ellos. "No quiero que me interrumpan otra cena." "¡No tendrás otra cena con mi esposa! Vete, Xod." "Quédate, Xod," ordenó Yawgmoth. Luego se agachó y arrebató el montón de papeles. "Ah, esto." Asintió con la cabeza pasando las páginas distraídamente y alcanzándole dibujos a Rebeca para que los mirara. "Realmente ingenioso. Descubrió que cada piedra de poder cargada contiene un gran plano. Ves, aquí está la cadena lógica que lo prueba, y una serie de cálculos…" "¡Devuélveme eso!" gritó Glacian. Sus manos arañaron impotentemente el aire. "¡Xod, tráemelo de vuelta!" Xod dio la vuelta alrededor de la silla de ruedas. Yawgmoth alzó una mano delante de él para detenerlo. "Aquí, estos son bocetos de edificios que tu podrías construir en esos espacios. Una sola piedra de los cimientos de tu templo podría contener diez mil de esos edificios, un millón de personas… toda Halcyon y las cuevas y el pueblo a trescientos kilómetros a la redonda." Rebeca miró hacia arriba de la página y dijo, "¡Glacian, esto es magnífico!" "¡Devuélvanlo! ¿Cómo sabes todo esto?" Yawgmoth pasó las páginas y se encogió de hombros. "Tu mismo dijiste que habías estado trabajando en tu propia curación y yo tuve una comprensible curiosidad. Duermes mucho… ni siquiera tuve que levantar las páginas. Estaban todas esparcidas en frente mío." "Eres un ladrón. Robas las ideas de otros hombres y las reclamas como si fueran tuyas," rugió Glacian. "¡Mira esto… ciudades dentro de ciudades!" dijo Rebeca maravillada. "Sólo hay una problema," dijo Yawgmoth con una risita suave. "No hay manera de entrar o salir de uno de estos planos, espacios infinitos que nunca podrán ser alcanzados." "¡Dame eso!" dijo Glacian sacando los papeles de las manos de su atormentador. En un arranque de despecho abrió la parrilla del incinerador y arrojó las páginas dentro. Estas se prendieron fuego inmediatamente.

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"¡No!" gritó Rebeca cayendo de rodillas ante el incinerador. Con sus manos desnudas arrebató las páginas ardientes del fuego y les dio unas palmaditas en el suelo. "¿Por qué hiciste eso?" "Ustedes no merecen mi trabajo. La ciudad no merece mi trabajo," gruñó Glacian. "Xod, sácame de aquí." "Con mucho gusto," respondió el joven y empujó hacia la puerta. Mientras Rebeca sacaba del fuego bocetos carbonizados y ecuaciones Yawgmoth dio la vuelta delante del hombre de la silla de ruedas y se arrodilló a su paso. "Aquí tienes algo en que pensar mientras buscas una puerta al interior de esos cristales. Si cada vez que se carga una piedra de poder se crea un plano tal vez una piedra de poder podría ser cargada absorbiendo un plano existente. Si encuentras una puerta de entrada, también podrías encontrar una manera de absorber grandes extensiones de tierra, incluso mundos enteros: un arma que traerá el fin del mundo. Al igual que con todos tus descubrimientos, la brillantez de esta nueva teoría arroja una sombra asesina." "¡Vámonos! ¡Vámonos!" gritó Glacian golpeando la mano de Yawgmoth. "Sácame de aquí, Xod. ¡Sácame de aquí!" Yawgmoth soltó la silla y se levantó dejando pasar al inválido. Cruzó los brazos sobre el pecho, sacudió la cabeza y se rió. "Ven aquí," le llamó Rebeca tratando de apagar las páginas incandescentes. "Ayúdame a salvar lo que pueda." Yawgmoth se acercó con un casual encogimiento de hombros. "Salvaremos lo que podamos. No te preocupes por el resto. He memorizado la mayor parte. Ya sabes, no soy el genio de Halcyon por nada." * * * * * Glacian se despertó esa madrugada en su cama. La mañana se agazapó por debajo del horizonte. No recordaba haberse ido a la cama. No recordaba haber sido atado. Lo último que recordaba era haber estado sentado en el laboratorio, esperando airadamente que Yawgmoth y Rebeca terminaran su cena y vinieran a ver su obra. ¡Su obra! A la luz de la madrugada pudo ver que los papeles no descansaban en la mesita al lado de la cama. Aquel que lo había puesto allí los debía haber dejado tirados en su escritorio como una comida a medio terminar. Glacian deslizó un brazo por debajo de las correas, tomó un bastón y golpeó con fuerza a la estructura de la cama. Tuvo que seguir con el ruido durante varios minutos, él, un inválido con apenas fuerzas para respirar, para que el somnoliento sanador de guardia acudiera de la habitación contigua. Era Xod, confuso y desarreglado. "¿Qué? ¿Qué pasa?" "Ve a buscar el manuscrito." Xod dio un suspiro de cansancio. "¿Qué manuscrito?" "Aquel en el que he estado trabajando durante estos seis meses, idiota. ¿Qué otro puede ser?" Una mirada de terror llenó los ojos del joven. "Oh, no. Esta vez…" "¿No qué? Tráeme el manuscrito." "Usted quemó el manuscrito." "¿Qué?" "Yo estaba ahí. Usted lo arrojó al incinerador." "¡Eres un mentiroso! ¡Monstruo mentiroso! ¿Dónde está? ¿A dónde lo escondes?"

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"No lo estoy escondiendo. Pregúntele a Yawgmoth. ¡Pregúntele a su esposa!" "Ustedes están todos juntos en esto." "Ellos tienen lo que haya quedado de él, los pedazos que no se quemaron." "¡No lo puedo creer! Ustedes están tratando de destruirme. Yawgmoth está robando mis ideas." "Eso no es verdad en absoluto…" "¡Monstruos! ¡Malditos monstruos!"

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Capítulo 12 A

quello no se trataba de una silla de manos. Rebeca había ayudado a diseñar

los espacios interiores de esa nave voladora, había estudiado minuciosamente los planos de su marido para los lienzos y las vergas, la hélice y los puntales. Ahora volaba en ella, en el asiento al lado de Yawgmoth. "No tenía ni idea de que fueras un piloto," dijo ella con sus ojos trazando las fértiles tierras bajas de la Cuenca del Losanon. El amplio valle llevaba a la gran ciudad del mismo nombre y al mar de más allá. "Aprendí cuando era un sanador en Jamuraa. Era la única manera de que un hombre podía cubrir quinientos mil kilómetros cuadrados de tierras tribales escasamente pobladas," dijo ajustando una palanca. La cabina estaba llena de ellas cada una marcada en cuanto a función y cada una llevando una empuñadura distinta para que pudieran ser manipulada sin mirar. "Por supuesto, esas naves no eran nada como esta, unidas con lianas y pegamento, impulsadas por guijarros de piedras de poder del tamaño de la uña de tu pulgar. No como esta." Incluso entre las aeronaves había pocas como esa. La mayoría eran dirigibles de carga con grandes masas de lonas inflables por arriba proporcionando ascenso a la lenta y pesada nave. A menudo tenían delgadas hélices en el extremo de brazos pivotantes. Las naves delgadas eran menos comunes: navíos de guerra estacionados a lo largo de las fronteras del imperio y preparados para ataques aéreos contra las incursiones bárbaras. Estos rápidos cazas y bombarderos rara vez se acercaban a Halcyon. La nave en la que iban viajando ahora era la élite de la élite: uno de los ocho cortadores construidos por la capital Thran. Habían sido diseñados para el expreso propósito de ir a buscar rápidamente a los ancianos y embajadores de lejanas ciudadesestado que debían asistir a consejos de emergencia. Cada cortador podría llevar hasta treinta personas con poco espacio para otras provisiones. El buque se sostenía en alto por medio de un rígido conjunto de alas curvadas que se arqueaban hacia arriba desde el casco central de la nave. Estas eran ayudadas por un par de esferas flotantes de vacío, una en la nariz y otra en la cola. Las alas y las lonas pintadas de plateado del cortador le hacían parecer un tiburón gigante con la boca abierta. Su tremenda velocidad y agilidad solo reforzaba la impresión. Se habían evitado levantamientos regionales sólo por la temible visión de ocho cortadores de piel de tiburón llegando sobre una ciudad. Los cortadores volaban una o dos veces al año, las revueltas eran sofocadas y la paz restaurada. Esta vez el levantamiento no había sido provocado por una clase inferior oprimida sino por una enfermedad. Esta vez Halcyon mandaba sus propios delegados a las ciudades en general.

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"Losanon aparecerá pronto a la vista," dijo Yawgmoth bajando una palanca que estaba vinculada a diez puntales separados. "Es un lugar hermoso: tropical con palmeras y frondosos bosques. También está en auge. Han estado convirtiendo pantanos donde pudieron y construyendo palafitos sobre ellos donde no pudieron hacerlo. Será una parada interesante para ti. Dijiste que querías estudiar la arquitectura del imperio…" "La arquitectura del imperio… Sí. Es por eso que vine," dijo Rebeca asintiendo como si quisiera convencerse a sí misma. En verdad había ido por una gran cantidad de razones mal definidas siendo la de menor importancia la de la arquitectura del imperio. Rebeca había venido porque Glacian había estado en coma durante casi dos meses. El susto de su manuscrito quemado había sido demasiado para él. Su vigilia junto a la cama se había vuelto cada vez más desgarradora. Todas las noches, en penitencia por algún delito que ella aún no podía identificar, se había sentado junto a su cama y reconstruido los fragmentos quemados de sus notas. Había leído tantas veces en voz alta las teorías que ella misma las sabía casi de memoria. Había interrogado a Yawgmoth intensamente para que le proporcionara lo que recordaba de las páginas que faltaban. No fue suficiente. Nada de eso trajo a su esposo de vuelta. El no había abierto ni un solo ojo, no había murmurado ni una sola palabra. Yawgmoth lo hizo, habló dos: "Ven conmigo." Esa había sido la razón principal por la que Rebeca había ido. Yawgmoth se lo había pedido. Le podía venir bien un par de meses fuera del lecho del enfermo, un par de meses en la compañía de este genio visionario, de este incansable salvador de Halcyon y el imperio. Es por esto que Yawgmoth hacía este viaje: para salvar al imperio. Había encontrado casos avanzados de tisis entre los ancianos y embajadores del consejo. Aquella ya no era una plaga de los pobres. Muchos de los que sufrían la tisis alguna vez se habían opuesto a los esfuerzos de los que ahora se beneficiaban. Eso envió un susto a través de todo el imperio. El consejo votó que Yawgmoth debía establecer grupos de sanadores en las otras siete ciudades-estado. Cada uno sería dirigido por sanadores entrenados por Yawgmoth en persona. Catorce de esos sanadores volaban ahora en la nave cortadora. Otro grupo de una treintena de ellos irían a su encuentro en las ciudades, aquellos que alguna vez habían estado exiliados con Yawgmoth. Este núcleo de eugenistas entrenaría a los locales en el tratamiento de la tisis, los principios de la medicina física, técnicas quirúrgicas, aplicación de drogas, experimentación, vivisección y técnicas para el manejo de entrevistadores hostiles y alborotadores con la peste. Serían sanadores y combatientes. Después de esos dos meses cada ciudad del imperio tendría la semilla de un ejército de sanadores plantada en sus corazones. Hacer un viaje contaría por dos, Yawgmoth también evaluaría las reformas militares de cada ciudad-estado. Él tenía la facultad de sugerir, y a veces requerir, medidas para reformar la débil y corrupta guardia imperial y el ejército Thran. Es por eso que Yawgmoth hacía este viaje: Sanadores y soldados. "Mira, ahí. ¿Ese es el delta?" preguntó Rebeca señalando más allá del caparazón del ala frontal. Allí, el ancho río marrón que había serpenteado perezosamente a través de la cuenca se vaciaba sobre una llanura aluvial. La ciudad se extendía entre sauces descomunales y altos cipreses enredados. Por debajo sus luces brillaban sobre el agua siempre presente. Cada fuego proyectaba un gemelo brillante sobre la negra corriente por debajo. Las siluetas de las casas parecían arbustos naturales de los terraplenes de barro. Algunas tenían una lógica globular, como burbujas amontonadas encima de un bolsillo sumergido de decadencia. Otras eran bulbosas y medio hundidas como las raíces de los cipreses que las rodeaban. Cabañas inclinadas apoyaban sus

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redondos techos de paja entre las palmas. Palafitos se erguían en furtivas manadas en los apacibles remolinos y remansos del río todopoderoso. Rebeca rió. No podía recordar la última vez que se había reído. Yawgmoth sonrió y se volvió hacia ella. "¿Qué pasa?" "La arquitectura del imperio…" dijo ella riendo alegremente. "…formas hermosas, perfectamente adaptadas al paisaje, perfectamente desarrolladas para esta cuenca acuosa. Pero, ¿puedes imaginarte a cualquiera de estas peludas unguladas alineadas a lo largo de las calles de Halcyon?" Ahora el también estaba riendo. "Es verdad, un poco demasiado terrenales." "Un poco demasiado pantanosas," agregó Rebeca secándose una lágrima de su ojo. "Detrás de edificios como éstos uno esperaría encontrar enjambres de mosquitos y montones de excrementos." Yawgmoth golpeó el brazo de su asiento. "Ahora no me hagas chocar." En lo más profundo del delta, los materiales tradicionales: paja, bambú, barro y madera, fueron sustituidos por piedra, mortero, yeso y vidrio. Los naturales marrones y rojos dieron paso a tonos de blanco y gris. Las formas de pequeña escala fueron amplificadas y reinventadas en una arquitectura cívica de cúpulas y curvas. Rebeca sacudió la cabeza y suspiró con satisfacción mientras el costado pasaba junto al amontonamiento blanco de la ciudad central. "No debería reírme. Hay mucho de lo que puedo aprender aquí. Muchas formas hermosas." Yawgmoth soltó una palanca que había estado tirando hacia atrás y su mano cayó, cálida y musculosa, a la rodilla de ella. "Si la risa es todo lo que Losanon te puede ofrecer, ahora mismo te ofrece un montón." * * * * * La cuarentena en las Cuevas de los Condenados se estaba llenando. Gix rió con tristeza. "Camas encantadoras." Los cargamentos de madera seguían llegando, y los refugiados sobre ellos. En correspondencia a los planes que Yawgmoth había enviado Gix y su gente habían construido estantes profundos en las paredes de la caverna. Los enfermos yacerían allí, unos al lado de otros, con sus cabezas hacia el exterior. Cada estante estaba inclinado hacia la pared, con la mitad inferior de los pacientes dejada al descubierto. Los desechos líquidos y sólidos caían por un canal entre el andamio y la pared. Una vez por semana, una brigada de cubos lavaba a los pacientes y el líquido desbordado enjuagaba sus literas. Yawgmoth consideraba esto una innovación. Gix lo consideró una atrocidad. Las lesiones crecieron desenfrenadamente. Las costras y los cortes devastaban la piel. Gachas de carne rancia eran servidas en labios agrietados. Los enfermos yacían en una húmeda oscuridad. Morían. Se alentaba a los pacientes para que informaran las muertes de inmediato. Esto significaba más gachas y más espacio. Los trabajadores de salud desnudaban los cadáveres más frescos, los traspasaban con ganchos para carne y los izaban en una cinta transportadora que atravesaba el techo. Eran arrojados en una caverna adyacente, impregnada de vapor. Los muertos que habían empezado a pudrirse se dejaban más tiempo, algunos tan comidos por las ratas que solo quedaban huesos y cabellos para las carretillas. El suero llegaba una vez por semana. Las gachas de carne rancia una vez al día. Atrocidad.

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Si Gix se rebelaba Yawgmoth simplemente cortaría el suministro de suero. Todos morirían: cadáveres enquistados en una cripta de pared. Si Gix obedecía, estos pobres infelices seguirían viviendo, y otro grupo de prisioneros podrían ascender. "Es mejor vivir en atrocidad que morir con gloria." Se había convertido en el principio dominante de la vida de Gix. Era por eso que él no había muerto en ese primer ataque a la plataforma de maná cuatro años atrás. Era por eso que él no había matado a Glacian, no había matado a Rebeca, había cancelado los disturbios y se había convertido en el sirviente del opresor. Todos los ideales de Gix se desvanecieron ante la mirada latente de la Muerte. El instinto de conservación mantenía a Gix con vida pero lo transformaba en la imagen de su cruel amo. Un mensajero llegó por el pasaje. Era un niño, el que había llegado en ese primer viaje en ascensor. Había sobrevivido a una experiencia tan terrible que hubiera matado a un hombre. El mensaje no pasó desapercibido para el muchacho. Se había hecho asistente de Gix, estaba siempre presente y era condenadamente útil Gix ni siquiera sabía su nombre. "Está llegando otro cargamento. Madera y leprosos." El chico había oído los comentarios despectivos de Gix un día y los había hecho parte de su terminología estándar. "Según dicen vienen unos veintitrés." "Maldito Yawgmoth," se quejó Gix. "¡Ya no tenemos más lugar!" "No sirve de nada maldecir a Yawgmoth," señaló el muchacho inútilmente. "Él es el que te puso aquí, muchacho. Él es el que te condenó." Una sonrisa cruzó su rostro ingenuo. "Él es el que me salvará, como salvó a todos los demás. Las cuevas superiores se están vaciando. Él se lleva a la gente a la luz." Aquello era una retórica religiosa de la Fe de los Condenados. El culto había comenzado aquel último año y convertía a Yawgmoth en un salvador. Gix dijo entre dientes, "Todo el que sale de aquí lo hace subiendo por un montón de cadáveres." "¿Sabes?, como las cuevas superiores se están vaciando, podríamos utilizar una de ellas. Hacerla de cuarentena. Habría espacio para cientos más." Gix suspiró y asintiendo con cansancio respondió. "Sí. Por supuesto. Es una buena idea." * * * * * Ahora las fuerzas de salubridad estaban funcionando en las siete ciudades-estado Thran. Catorce pares de fundadores estaban en su lugar, treinta y tantos eugenistas habían regresado del exilio, y la gente local hacía fila para aprender a curar y luchar. Muchos casos ya habían sido diagnosticados entre los ciudadanos. Un gran número de artífices, siempre rodeados de matrices de piedras de poder, estaban sucumbiendo a la enfermedad. Los mejores y más antiguos artífices fueron los afectados más gravemente. Ellos, que una vez habían desterrado a los eugenistas, estaban ahora a su merced. Los campamentos de cuarentena que habían sido construidos rápidamente se estaban llenando de artífices. Estos campamentos fueron construidos y mantenidos por un nuevo ejército. La guardia imperial y la armada Thran sufrieron purgas en los niveles más altos. Jóvenes oficiales fueron promovidos y adoctrinados en la nueva filosofía militar. Eran responsables ante el consejo, por supuesto, y el consejo era Yawgmoth. Estas fuerzas combatientes trabajarían mano a mano con las fuerzas de salubridad para proteger al pueblo de los enemigos internos y externos.

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Pobladores que habían vivido en una complaciente ignorancia apenas un año antes ahora veían amenazas en cada esquina. Cada peligro les hacía amar más a Yawgmoth. Él era un salvador tanto en Losanon y Chignon, en Wington y Nyoron como en Halcyon. Este pasó cada segundo de su tiempo libre entre los sanadores y los soldados y los civiles en un frenesí de actividad. Para Rebeca, los dos meses fueron un largo respiro. Ella había vagado por los grandes bulevares del imperio, había recorrido los grandes templos y palacios y casas solariegas de la antigua tierra. Se había inmerso en sus columnas de piedra para ver cómo la luz se paseaba por ellas, para saborear el aire que respiraba de la antigua mampostería. Todo aquello había sido una comunión con las mentes del pasado. Rebeca había tratado de transmitir esto a Yawgmoth, pero sólo tuvo tiempo para hablar en el cortador. Por lo general él había dominado esos momentos hablando de su programa de salud y sus esperanzas para el futuro de la nación que una vez le había desterrado. En ese momento finalmente ella tuvo la oportunidad. Estaban volando a casa sobre un terreno alto y hermoso. Montañas coronadas de nieve dominaban amplios valles, verdes por el verano. Pinares trepaban las alturas cinceladas. Ríos cristalinos cantaban en los lechos rocosos de abajo. La ennegrecida tierra llenaba los claros. Álamos brillaban con un viento fresco. "Mira este dulce lugar," dijo Yawgmoth con un suspiro de satisfacción. "Míralo. Esto es lo que quiero para nuestro pueblo, para toda nuestra gente. Una vida de esplendor y abundancia, sí, pero no en ciudades hacinadas con la enfermedad. Una vida en espacios amplios y naturales. Una vida en un paraíso debajo de los cielos." "¿Sabes lo que quiero yo, lo que he estado viendo?" soltó Rebeca de golpe. "He estado observando el pasado pero he estado viendo el futuro. En las criptas antiguas he visto castillos en nubes de mentira, y son perfectamente posibles. El Templo Thran podría ser un universo flotante. He estado viendo arte pero esto es lo que he estado viendo," dijo abriendo su cuaderno de dibujos. Un indudable dibujo de Yawgmoth se asomó en la primera página. Sus penetrantes ojos y su mandíbula cincelada y hombros anchos habían quedado plasmados en líneas rápidas y expertas, al estilo del busto de un anciano. "Y esto…" Ella pasó la página, que mostró de nuevo a Yawgmoth, esta vez al estilo de los antiguos emperadores. "Y esto…" La página siguiente le mostraba a él en un friso que representaba a los ocho patriarcas de los Thran mientras entraban en el continente virgen. "Y esto…" En esta representación final él era nada menos que un dios con los mortales elevándose como figuras de arcilla sin forma de la palma de su mano. Yawgmoth observó cada una de esas imágenes con una mirada única e intensa. Cada vez, impasible, apartó los ojos hacia el gran panorama que tenía delante. "¿Lo ves?" preguntó Rebeca. "¿Ves lo que yo he visto?" Los labios de él fueron una línea sombría en su rostro. "Has visto muchas esculturas." "No, yo he buscado a través de una gran cantidad de esculturas. He visto el futuro. El futuro eres tu." Él parpadeó y respiró profundamente. "No se qué decir a eso." Rebeca le ahorró el trabajo, inclinándose sobre el timón de ese gigantesco cortador y besándole profundamente en los labios. Ella acunó la parte posterior de la cabeza de él en su mano, sintió el calor de sus labios, aspiró su olor. Yawgmoth la empujó suavemente hacia atrás. "¿Qué estás haciendo?" Los ojos de ella buscaron los suyos. "¿Qué quieres decir? con, '¿Qué estoy haciendo?'"

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El pareció casi sonrojarse. El gran Yawgmoth de granito se ruborizó. "Es que con esos picos de hielo… se están acercando de repente. No quiero correr el riesgo de un accidente." Hizo una pausa pareciendo sentir cuan incómodo se estaba poniendo y se rió ligeramente. "No quiero arriesgar el futuro..." Rebeca se volvió a recostar en su asiento. Se sintió como si él la hubiera cortado y hubiera arrastrado todas sus entrañas por el suelo… "Será bueno volver a ver la ciudad," dijo Yawgmoth. "Tengo algunas ideas nuevas para el tratamiento de tu marido." …y luego había escupido y asado su corazón a fuego lento.

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Capítulo 13 Rebeca tenía el corazón en la garganta mientras caminaba por el pasillo de la enfermería. Después de aterrizar había planeado irse a la cama y dormir durante una semana pero los sanadores le dijeron que su marido estaba despierto. Había salido de su coma justo después de que Rebeca y Yawgmoth habían iniciado su viaje. En su conspicua ausencia Glacian había estado ocupado, muy ocupado. Ella entró en el laboratorio de Yawgmoth. Glacian no estaba a la vista. Su silla de ruedas, cama, escritorio, bocetos, todo había desaparecido. Cruzó el pasillo y miró en dos cámaras más antes de encontrarlo. Glacian se veía delgado y sólo vagamente humano. Su rostro era a la vez dichoso e intencionado. Estaba sentado en una silla de ruedas muy modificada. Mecanismos de artificio le rodeaban. Una faja elástica le comprimía el pecho ayudándole a exhalar. Un fuelle conducía aire a través de un tubo que le atravesaba la garganta. Otro tubo inducía un flujo continuo de suero en la sangre. Un halo de metal le levantaba la barbilla lejos de su cuello. Las pequeñas piedras de poder que hacían funcionar todos estos dispositivos titilaban en secuencia a un lado, velas votivas por un dios martirizado. Una cuadrilla de trasgos circulaba alrededor del hombre comprobando los distintos dispositivos que sustentaban su vida. Sirvientes autómatas trabajaban tranquilamente entre ellos. Los trasgos miraron desinteresadamente cuando entró Rebeca. Los ojos de Glacian eran penetrantes. "Ah, Rebeca..." dijo en voz baja. Su voz carraspeó mientras esperaba a que el fuelle volviera a inflar sus pulmones. "Has vuelto de tu pequeña… aventura." Rebeca se sonrojó llegando a arrodillarse ante la silla de su marido. Colocó el borde de su manto sobre su boca. "Lo siento, mi amor. Te atendí durante tus dos meses en coma. Todo eso me estaba matando con tanta seguridad como te estaba matando a ti." "No me estaba matando..., como puedes ver. Sabía que estabas conmigo... cuando estuviste. También supe cuando... te fuiste. Y a dónde. Y con quién." "Fue una misión para el consejo," dijo Rebeca. "Yawgmoth estaba estableciendo…" 109

"Yo sé lo que él estaba estableciendo..." le interrumpió Glacian, "su propio ejército privado a través de todo el imperio. Se posiciona para… tomar el control." "¿Tomar el control? ¿De qué? ¿Del Imperio? ¿Un sanador?" "Del imperio, del mundo, de todo, de… ti." El rostro de Rebeca se endureció. "Yawgmoth no ha hecho el menor intento de hacerse con el control de mí." "¿No crees que es extraño que despertara justo después de… que él se fue? Una vez que él no estaba por aquí para diluir el suero o poner somníferos en el... cuando sólo dejó a sus aduladores para que cuidaran de mí, me desperté…" "Estás paranoico…" "…y tengo mis propios aduladores. Aprendices, aquí en Halcyon pero también en las otras capitales… Algunos son incluso ancianos, ahora. Y estos trasgos aquí, y en la plataforma. Todavía sigo siendo su maestro. . . . Y mientras tenga esto…" él levantó la mano con sus dedos manchados por el lápiz al que se aferraban "…tengo mi propio ejército... Primero, estas máquinas. Mis aduladores las construyeron. Ellos están haciendo más… por mí que cualquier suero. Respiran por mí, me sostienen. Estoy diseñando una para que… bombee… mi corazón." "Pero ellos no pueden detener las lesiones. Ellos no pueden evitar que tu cuerpo decaiga, que tu mente se rompa en dos." "¿Acaso importa? Despierto para encontrar nuevos planes que he diseñado... Los estoy sacando de mi manga. Mira esto… una mantis guerrera. Está basada en mi antiguo diseño pero con armas mejoradas... Mandíbulas filosas, garras con guadañas, abdomen flexible de acero y aguijón, y estas… antenas incendiarias. El consejo ya ha ordenado cincuenta. He enviado... un aprendiz a los gremios de la capital. Las otras ciudades-estado la estarán construyendo... pronto. Tendré mi propio ejército. Los sindicatos de artífices saben que Yawgmoth es... un charlatán. Ellos van a construir mis guerreros. Están basadas en una nueva… configuración de piedras de poder…" "¿Configuraciones de piedras de poder? ¿Insectos guerreros? ¡Mírate!" dijo Rebeca sacudiendo la cabeza con asombro. "Tu mismo te estás convirtiendo en una configuración de piedras de poder, un insecto guerrero." "¿Qué más se supone que debo ser?" gritó Glacian. "¿Nada en absoluto...? ¿Se supone que sólo debo caer plácidamente… en pedazos? Yo sigo siendo el genio de Halcyon. Sigo siendo tu esposo. Tu no puedes simplemente... lanzarme… al montón de chatarra, como ellos hacen con todos los demás con esta... enfermedad." "¿Arrojar la chatarra en el montón?" "Pelearé con él, Rebeca. Lucharé con él por ti... Pelearé con Yawgmoth y pelearé contra la muerte... ellos son uno y lo mismo." "Oh, Glacian, no estás siendo tu. No estás viendo las cosas como son." "¡Lo hago! Nunca he estado tan seguro de una cosa." Extendió la mano para acariciarle el cabello pero ella se apartó de su toque escabroso. Enojado, él dijo: "¡Yo soy el único que ve....! ¡Yo soy el único que siempre ha visto...!" Ella se puso de pie y se giró hacia la puerta. "Sí, mi amor. Tú eres el único." * * * * * "La está diluyendo," insistió Gix mirando alrededor de la mesa alumbrada por las velas en una cámara profunda de las cuevas. En el mes desde el retorno de Yawgmoth, Gix se había deteriorado considerablemente. Las lesiones habían abierto su piel debajo del pañuelo blanco que envolvía su cabeza y su boca. Sentía que su rostro podría simplemente desprenderse.

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Sus manos no estaban mejores. A medida que su piel se había ido deteriorando su voluntad se había hecho más fuerte. Pasaba doce horas al día cuidando a los pacientes en cuarentena y tres más guiando a los Intocables en las cuevas superiores. Ellos le permitían estar entre ellos sólo envuelto así y prometiéndoles que no tocaría a nadie. A pesar de ello habían empezando a escucharle. "Yawgmoth está diluyendo el suero. Ahora ya no detiene la enfermedad. Los más saludables empeoran. El resto muere." Los ojos en torno a esa llama de la vela fueron hoscos y retraídos. "Nos está exterminando. ¿No lo ven?" Una mujer con su cara almohadillada habló por los demás. "Él nos está liberando no nos está exterminando." "Han pasado meses desde que permitió salir por última vez a más gente de las cuevas. Aún así, todos los días, otros diez o quince exiliados llegan a la cuarentena. Han entrado mil veintitrés pacientes desde la última vez que a un Intocable se le permitió ascender." "Intocable ya no es una palabra aceptable," le corrigió la mujer remilgadamente envolviendo sus ropas harapientas a su alrededor. "Yawgmoth mismo la ha prohibido. Ninguno de nosotros volverá a ser un Intocable." "Todos lo somos. ¿No se dan cuenta? Se está llevando de las cuevas a todo aquel que puede usar, a todo aquel a quien pueda ordenar y mantener en la esclavitud. Al resto de ustedes los dejará que se pudran con nosotros." Un nervioso escalofrío circuló entre la gente allí acurrucada alrededor de la mesa. La mujer volvió a hablar. "Es peligroso hablar así." "Es peligroso no hacerlo," insistió Gix. "Él nos matará a todos." Finalmente habló otra voz, esta perteneciente a un joven en una capucha en las sombras. "¿Qué quieres que hagamos?" "Rebelarse. Quiero que nos rebelemos." "¿Qué pasa con los guardias?" preguntó el joven. "Sé mil maneras de burlar a los guardias. Podría conducirlos a la ciudad superior." "¿Nos guiarás hacia arriba?" repitió la mujer de repente interesada. "¿Puedes meternos de contrabando en Halcyon?" "Sí, y una vez allí, asaltaremos la enfermería, tomaremos a Glacian y Yawgmoth de rehenes. Exigiremos suero. Exigiremos la liberación de todas las personas sanas en las cuevas." "¡Nos podrías guiar en la ciudad!" dijo la mujer. "¿Podrías encontrarnos refugio? ¿Podrías encontrarnos un lugar para escondernos hasta que podamos conseguir trabajos, conseguir un lugar donde vivir…?" "¡No!" le interrumpió Gix. "Estoy hablando de una revolución." El joven dijo: "Y nosotros estamos hablando de vivir. Estamos hablando de escapar de las cuevas. Si Yawgmoth no nos conducirá a la libertad, ¿por qué tu no? No queremos matar y morir. Queremos vivir." Mejor vivir en atrocidad que morir en la gloria. "¿Nos salvarás?" Gix exhaló un suspiro dentro de sus vendas y dijo: "Sí... Sí, lo haré." * * * * *

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"Han estado saliendo de las alcantarillas como ratas," declaró la Anciana Jameth de Halcyon. Una mujer señorial en sedas rojas que llevaba sus ropas como una diadema. Desde su podio elevado se dirigió al consejo. "¿Cómo sabemos cuales son legítimos? El albinismo solía ser causa suficiente para su detención. Ahora tenemos Into…. Discúlpenme… ¿cuál es el término preferido? Ahora tenemos a los condenados en medio de nosotros. Su programa de liberación está varado, Yawgmoth." "Como usted sabe, Señora," respondió Yawgmoth. "El programa de liberación ha sido suspendido por cuatro meses. Aquellos que han sido elevados portan papeles, tienen casas y trabajan para mejorar la ciudad. Los otros pueden ser rodeados. Proporciónenme el personal y la financiación y lo haré." Un gruñido de descontento se trasladó a través de la reunión. "Estas incursiones son el resultado del suero diluido," continuó Yawgmoth. "Mi presupuesto no permite un suero puro para cada paciente en las cuevas. Los preciosos componentes de metal son costosos. Si los refugiados pueden subir a la ciudad los alborotadores también lo pueden hacer. Subirán a menos que consiga la financiación para un suero sin diluir." El gruñido se convirtió en un gemido inquieto. "Los disturbios podrían venir incluso con esa ayuda. Todos recordamos lo que pasó la última vez. Será mucho peor. La plaga se extenderá por las calles. La última vez les hice retroceder con una banda de treinta sanadores mal armados. Esta vez, voy a necesitar a la guardia Halcyta recién entrenada en combate. Hago un moción que, en el caso de un motín, se me de el mando de la guardia." "Déjeme entender esto," dijo la Anciana de Halcyon. "¿Quiere más personal y más dinero para evitar otra revuelta y el control de la guardia Halcyta en caso de haber otra rebelión?" "O, si lo desean, puedo trasladar mis esfuerzos a Losanon, donde la plaga también empeora cada día. Estas son las condiciones por las que voy a luchar contra esta plaga por ustedes. Si no están dispuestos a darme estas pocas provisiones será mejor que se busquen a alguien más." El rostro de la Anciana Jameth palideció tanto que pareció uno de los condenados. "Es justo que este voto sea tomado sólo entre los ancianos de Halcyon, para que nuestros amigos de otras ciudades-estados no voten en contra de la medida con el fin de llevarse a Yawgmoth con ellos. Como líder de los ancianos de Halcyon reclamo el derecho a emitir el voto de la ciudad. Estoy de acuerdo con estas asignaciones de personal y dinero. Cualquier Halcyta que se oponga hable ahora." La Sala del Consejo quedó completamente en silencio. * * * * * Veinte y seis veces en los últimos meses Gix había guiado refugiados saludables a la superficie. Más de ciento veinte personas se habían escapado gracias a él. La ruta había sido probada: una chimenea natural en forma de estrella que nunca se cruzaba con la plataforma de maná. Esta chimenea primero emergía en un pozo seco en el límite de la red de alcantarillado Halcyta. A partir de ahí Gix guiaba a cada grupo pasando zonas de lavado a diferentes rejillas pluviales. En el rincón más oscuro de la noche los condujo a cualquier establo o cobertizo que les diera una noche de descanso. Esta vez fue diferente. Era el vigésimo séptimo viaje de Gix, tres veces el malvado número nueve. Su instinto le decía que la muerte esperaba el amor. Gix miró a través de una reja en un callejón oscuro. Estacas de madera se inclinaban como dientes torcidos hacia el callejón. El camino era lo suficientemente

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estrecho como para no admitir vehículos. Estaba lo suficientemente oscuro como para prohibir el tránsito casual. Una cisterna de agua de lluvia situada a un costado de la carretera siempre era suficiente para beber agua y bañarse. Un granero cercano tenía un montón de fábricas abandonadas y galpones de máquinas donde los refugiados podrían ocultarse. Aquel había sido su lugar de retorno, la mejor ubicación en la peor situación. "No creo que deberían ir," le susurró Gix a las cinco almas apiñadas en la oscuridad detrás de él. "Algo no está bien." "¿Qué pasa?" preguntó uno de ellos. "¿Hay alguien ahí?" "Algo no está bien. No sé lo que es." "Entonces llévanos a otro lugar." "No, este es el mejor lugar. No es el lugar. Es la noche. Algo es diferente. Está demasiado tranquilo." Hubo un silencio incrédulo. "Así que, ¿quieres que nos sentemos aquí hasta mañana?" "O volver a bajar conmigo." "¿Bajar? Nosotros no subimos durante cinco horas por un respiradero volcánico sólo para volver." Gix negó con la cabeza. "Tengo la sensación de que si ustedes atraviesan esa rejilla, cualquier rejilla esta noche, van a morir." "Prefiero morir en el intento de escapar que volver a bajar." El joven orador pasó junto a Gix, trepó por el borde cubierto de escombros de la alcantarilla, y abrió la rejilla. Se lanzó fuera de debajo de ella y murmurando con una risa feroz dijo: "Vamos, el resto de ustedes. ¡Salgan fuera! ¡Respiren el aire de la libertad!" Le siguió otro, y luego un tercero, cuarto y quinto. Gix dejó abierta la reja. Eran una multitud de sombras negras proyectadas contra las estacas inclinadas. Se agacharon bajo el cielo nocturno como si todavía estuvieran metidos en las alcantarillas pero había una alegría maníaca en sus hombros encorvados. Sus pies fueron rápidos en los adoquines. Gix miró hacia ellos. "Buena suerte," dijo bajando la reja sobre la alcantarilla. Los cinco murieron de repente. Fue tan rápido como eso. Hubo cinco veloces destellos de dagas y el olor inconfundible de una lluvia de sangre. Las maníacas sombras cayeron en montículos húmedos sobre las piedras del callejón. Detrás de esas dagas vinieron hombres y mujeres. No eran guardias Halcytas sino una clase diferente de guerreros. Elegantes, silenciosos y letales. No había nada de pompa y bravata en el trabajo que hicieron, sólo la eficiencia. "Este no es él," informó uno de los asesinos dejando caer la cabeza de una mujer muerta. "Esta tampoco," dijo otro. "Ninguno de ellos tiene la tisis," dijo la voz de un tercero. "¿Está seguro de que su líder la tiene?" "Sí," respondió una sombra en medio de ellos: Yawgmoth. "Tan seguro como estoy de que él todavía está al acecho en la alcantarilla." "¿No deberíamos ir tras él?" "No. No lo atraparán. Además, me es útil para mí. Predecible. Conducirá a más refugiados aquí. Nosotros capturaremos a cada grupo. El consejo nos dará más soldados, más fondos…" dijo Yawgmoth con seriedad. "No. El me es útil vivo.... Estos cinco son muertos útiles, los primeros frutos de la nueva campaña. El consejo estará contento." Gix lo oyó todo conteniendo el aliento debajo de la reja. Temió moverse no sea que el golpeteo del agua lo traicionara. Permaneció quieto mientras los asesinos se

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llevaban a rastras a los muertos. Sólo después de que se habían ido se dio cuenta de que el goteo que caía sobre su espalda no era lluvia sino sangre.

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Capítulo 14 Y

awgmoth y Rebeca caminaron por el templo a medio terminar. Rebeca

señaló hacia arriba a su más reciente innovación: una red de piedras de poder que flotaban a lo largo de la estructura. Durante el día, estaban oscuras, absorbiendo la luz del sol. Por la noche, refulgían brillantemente, ahuyentando los fantasmas. "Ya no tenemos más necesidad de la luz de la luna o de las estrellas. El templo será nuestra luz. Proyectará un suave resplandor sobre todas las calles, incluso sobre los callejones oscuros." Rebeca hizo una pausa. Su encantadora figura remoloneó tristemente en el reflejo de las piedras preciosas a todo alrededor. "Con más luz, tal vez tus acciones no se volverán tan a menudo mortales." La imagen de Yawgmoth en las piedras de poder fue una sombra que se cernió sobre Rebeca. "Nosotros sólo matamos en defensa propia, cuando un Intocable intenta matarnos." "Lo sé," dijo Rebeca. "Estás luchando una guerra no declarada y toda guerra tiene sus víctimas. Sólo quiero estar segura de que no seas una de las víctimas." Él levantó una ceja. "Si estás preocupada por la salud de tu marido, ahora él está en su mayoría en manos de sus trasgos y máquinas. En cambio yo…" "No, no es Glacian.... Bueno, por supuesto que estoy preocupado por él, sus delirios paranoicos, su ejército de trasgos ayudantes, su cerebro dividido. Se ha deteriorado mucho desde nuestro regreso, sólo unos pocos trasgos y yo pueden seguir entendiéndole. Claro que estoy preocupada..." Siguió caminando, torciendo las manos en señal de incertidumbre. Al llegar a la fachada occidental miró más allá de cañones de cristal. El mundo caía cuatrocientos sesenta metros hasta el desierto interminable. Sólo la mancha ocasional de una carabela aérea brilló en la enorme extensión. "Pero estoy tan preocupada por él como por ti." Yawgmoth se acercó a su lado. "¿Por mí?" Rebeca sacudió la cabeza, abstraída. "Con Glacian perdido en ilusiones, tú eres el único que comparte mis creencias acerca del destino." Respiró temblorosamente y dijo: "Aquí estamos en el umbral de un futuro sin deseos, sin enfermedades, sin guerra. Estamos a punto de dar un paso libre de las cargas del mundo, pero este lanza sus garras hacia nosotros. Los deseos, las enfermedades y la guerra se lanzan del corazón negro del mundo para arrastrarnos hacia abajo."

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Yawgmoth se encogió de hombros. "Luchas y tormentos han creado Halcyon, no el arte y la belleza como tu supones. Es la manera en que las criaturas cambian y se adaptan. Sólo en el rostro de la muerte los seres vivientes se esfuerzan por trascender. La guerra, la peste, el hambre, estos son los dolores de parto de los nuevos imperios. Por supuesto que tienes miedo. Estás dando a luz a un nuevo pueblo." Rebeca se apoyó contra él inhalando el cálido aroma de Yawgmoth en sus pulmones. "Te lo dije, ahora tú eres el único con el que puedo hablar." * * * * * Glacian era miserable. Su piel podría desprenderse con una caricia. Sus uñas se dividían y despegaban. El cabello le caía en mechones. En virtud de su propio peso, su mente se había dividido en dos. Agujeros llenaban su memoria. Lo que podía recordar eran amargas discusiones y larga soledad entre máquinas y trasgos. Rebeca no lo había visitado durante todo el día. Cada vez que él le echaba en cara sus faltas ella afirmaba que le había visitado que él solamente se había olvidado. Ella se negó a transmitir sus instrucciones a la plataforma de maná, se negó a supervisar las obras de los colegios de artífices en las otras ciudades-estado, e incluso lo criticó por hacer la guerra contra "¡el hombre que está tratando de salvar tu vida!" Ella lo comprendía menos que un trasgo. "No hay suficiente aliento. Ajusten el fuelle. ¡Ajuste el fuelle!" Era lo que Glacian había querido decir, aunque las maniobras de alimentación en su garganta hicieron indistinguibles las palabras, las maniobras y sus propios labios y lengua rebeldes. Glacian estaba seguro de que Yawgmoth estaba mezclando un opiáceo con su suero. Tal vez incluso Rebeca lo sabía. Tal vez ella pensó que era para el dolor. Glacian podía tolerar el dolor. No podía tolerar ese mareo. "No hay suficiente aliento." Esos trasgos incluso entendían gruñidos y jadeos. Era su lengua nativa. Las viles bestias repiquetearon entre las matrices de piedras de poder y ajustaron los mecanismos de los fuelles. Por un momento la máquina de respiración artificial dejó de funcionar por completo. Un trasgo se rascó la cabeza. El otro le dio una bofetada. Se produjo una discusión. Mientras tanto la visión de Glacian se estrechó hasta convertirse en una cueva entumecida. Ahora con los pulmones vacíos ni siquiera podía articular las instrucciones. Una mano golpeó débilmente el mango de su silla de ruedas. Los trasgos argumentaron un momento más antes de oír el clic enojado de las uñas partidas del hombre y redoblaron sus esfuerzos. Los pequeños burros casi lo habían matado ocho veces, según lo que él podía recordar. Aún así, sería menos irritante ser asesinado por su ineptitud que por la malicia de Yawgmoth… Todo se volvió negro. Cuando Glacian se volvió a despertar había una mujer de pie en la cámara delante de él. Al principio parecía ser Rebeca: joven, fuerte y delgada, con ojos que brillaban como cristales. Delineada por la luz del pasillo su rostro estaba perdido en las sombras. Esta no era Rebeca. Ella siempre llevaba overol de trabajo, sus rasgos encantadores cubiertos de polvo. Ella no usaría esas negras polainas ajustadas con motivos de serpientes enroscándose alrededor de ellos, ese chaleco bordado con sus incrustaciones de marfil, esa bufanda de seda en su cuello, y relucientes trenzas entrecruzadas en su pelo. Era difícil de decir en la luz oblicua pero su piel parecía de ébano pulido. La mujer habló, su voz profunda y completamente segura de sí mismo. "Ah, ahí estás: Glacian, genio de Halcyon."

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Ella ya tenía su atención. Cuando espantó a los tragos de la habitación y cerró la puerta detrás de ella la atención se convirtió en terror. "¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?" farfulló él sin sentido. Los ojos de la mujer se vieron tristes. "Sabía que estabas convaleciente. No me di cuenta cuan convaleciente te habías convertido." "¿Quién eres?" La mujer se acercó a la silla de ruedas, sacó un taburete y se sentó. "He oído hablar de tu teoría sobre las piedras de poder. Escuché que demostraste la existencia de planos artificiales dentro de cada piedra de poder cargada. Quería conocer al hombre mortal lo suficientemente brillante como para probar la existencia del Multiverso demostrando su necesidad matemática." La mujer pasó ociosamente las hojas de los bocetos carbonizados y las pruebas yaciendo sobre la mesa. "Exacto. Sí, has vislumbrado en simbologías mortales verdades inmortales." "¿Quién eres tú?" dijo él arrastrando las palabras. Como si ella hubiera finalmente comprendido lo miró directamente a los ojos y dijo: "Soy Dyfed. Una vez fui como tu… muy parecida a ti, a excepción de esta enfermedad. Una vez fui humana e inteligente e incomprendida por todos los que me rodeaban. Ahora ya no soy un ser humano. Soy una caminante de planos.". La palabra no significó nada para Glacian. Dyfed continuó. "Dominaria es uno de millones de mundos. Tu has demostrado la existencia de planos artificiales pero también hay muchos planos originales. Estos están cerrados a los mortales. Para los que son como yo, para los caminantes de planos, el Multiverso está abierto de par en par." Un soplo de los fuelles hizo temblar a Glacian. Dyfed parpadeó solemnemente y dijo: "Yo esperaba llevarte en un viaje por los planos. Una vez fui Thran y he estado esperando para que el primero de mi pueblo descubriera estas cosas. Pero el viaje es peligroso incluso para un mortal sano. No podría llevarte en este estado. Podría sanar cualquier otra enfermedad pero ya has visto lo que las energías arcanas le hacen a la tisis de piedras de poder..." Los ojos de Glacian se oscurecieron y sus labios se apretaron en una línea sombría. "Tú no me crees. ¿Crees que estoy tratando de engañarte? Es comprensible," dijo la mujer con gentileza. "Tal vez esto te convenza." Dyfed desapareció de su lado y reapareció al otro lado de la habitación. En su mano, sostenía una flor exótica, sus pétalos rosados tan enormes como la mano de un hombre y ribeteados de un color marrón. Se aproximó y colocó suavemente la flor sobre el pecho de él. "Esta es una orquídea Piruleana, una especie que no se encuentra en ninguna parte de Dominaria. Yo caminé de este mundo a otro, arranqué la flor, y regresé." Ella estudió sus ojos y sonrió con tristeza. "Todavía no estás convencido." Dyfed se arremangó las mangas de su chaqueta. Apretó sus manos juntas y apuñaló hacia adelante en el aire. Separando sus manos abrió un agujero en la realidad. Una visión apareció ante los ojos de Glacian: un mundo de veloces ángeles y nubes flotantes. En medio de continentes neblinosos flotaban imposibles ciudades de oro. Estas brillaban con un esplendor de otro mundo en el espacio entre las manos. "Lugares como este se encuentran más allá de los límites de Dominaria," dijo Dyfed. "Yo te mostraré lugares como este cuando estés en condiciones de viajar." Por un momento, sólo esa imagen ondulante brilló en el cuarto oscuro. Entonces la luz se derramó por la apertura de la puerta. Dyfed quedó sorprendida y el desgarro en la realidad se volvió a cerrar.

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En la luz dorada de la sala estaba parada otra figura: alta, imponente y musculosa. "Los trasgos me dijeron que tenías un visitante, Glacian," dijo Yawgmoth ominosamente. "Pero, ¿qué clase de criatura es esta?" Dyfed se puso rígida. Pareció haber casi un rubor en su piel oscura. "Mi nombre es Dyfed…" "Lo sé," dijo Yawgmoth. "He oído todo. Oí tus declamaciones." Glacian dio un gruñido incomprensible. "¡Hijo de puta!" "¿Estabas escuchando detrás de la puerta?" preguntó Dyfed incrédula. Yawgmoth negó con la cabeza desapasionadamente. "No Tenemos dispositivos de monitoreo aquí. Escuchamos para asegurarnos de que las máquinas funcionen. Protegemos a Glacian con toda clase de disposiciones." "¡Escuchan para mantenerme cautivo!" exclamó Glacian arrastrando palabras ininteligibles. "¡Ten cuidado con él!" "Escuché todas sus declamaciones," le desafió Yawgmoth. "No son declamaciones," dijo Dyfed. "Es la verdad." Yawgmoth entró en la habitación y enrolló su propia manga hacia atrás. La tela se separó para mostrar un tajo largo y brutal en su antebrazo del que rezumaba sangre. "No tuve tiempo todavía para ver a uno de los sanadores por esto: una herida por la guerra callejera. Si eres quien dices, cura esto." Dyfed se quedó mirando a la llaga supurante. Un Intocable había tenido la indudable intención de cortar el cuello del hombre, el antebrazo había recibido el ataque en su lugar. En los bordes, la piel había sido desollada para revelar músculos debajo de un fino pus moteado. En un sitio los tejidos cercenados mostraban una rosada astilla de hueso. "Usted ha estado abriéndose eso," dijo Dyfed tomando el brazo del hombre en sus manos. Sus dedos fueron suaves y elegantes alrededor de la terrible herida. "Usted ha estado investigando para ver sus propios huesos y vasos sanguíneos. No me sorprendería si encuentro un montón de bocetos de vuelta en su laboratorio." Yawgmoth sólo parpadeó. "No es una simple lesión sino también una oportunidad para aprender." Los ojos de Dyfed se encontraron con los suyos. "También he oído hablar de usted, el hombre que cree que la raíz de toda enfermedad es física, no espiritual, que el cuerpo es una gran máquina que puede ser bosquejada y manipulada, reparada y mejorada. Es obvio que tiene razón." Ella puso su mano directamente sobre la herida y esta se cerró. Yawgmoth miró su brazo sanado con asombro. "¡No confíes en él!" susurró Glacian desesperadamente. Yawgmoth se agachó y tomó la exótica orquídea de su pecho. "¿Esto es realmente de otro mundo?" "Sí." Olió profundamente la fragancia de la flor. "A mi me parece recordar haber encontrado justo este tipo de flor en las islas costeras de Jamuraa." Sus manos soltaron el brazo sanado. "Viene del plano de Pirulea." "Sacar una flor de su manga ¿acaso no es un mero juego de manos?" "¿Y qué pasa con la herida que acabo de sanar?" preguntó Dyfed con indignación. "Hay veinte y tantos sanadores en la enfermería que podrían haber hecho algo así." Yawgmoth aspiró otra bocanada de fragancia de la flor. "Sólo significa que eres una sanadora, no una caminante… ¿cuál es la palabra? ¿Caminante de Planos?"

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"¿No lo ves?" protestó Glacian desesperadamente. "Te está manipulando." Una luz ardiente llenó los ojos de Dyfed. "¿Qué pasaría si volviéramos a Pirulea y arrancáramos otra?" Se abalanzó hacia Yawgmoth y le tomó la mano. Los dos desaparecieron. La puerta se abrió apenas hubieron desaparecido. Rebeca apareció. El polvo cayó desde debajo de su cabello y batas mientras miraba alrededor de la habitación. "Los trasgos me dijeron que había una bruja aquí. ¿Dónde está?" "Yo estoy bien." "Yawgmoth vino a enfrentarse a ella, dijeron." Caminó acechante entre los aparatos respiratorios. "¿Dónde están? ¿A dónde se lo llevó?" "A algún otro lugar." Rebeca se detuvo repentinamente y le lanzó a Glacian una mirada desesperada. "Maldita sea, ¿a dónde se lo llevó?" "Pirulea." * * * * * Pasó un momento mientras se deslizaban entre los mundos, un momento terrible. Dyfed se había prendido del mismo brazo que ella había curado. El brazo y el cuerpo fueron arrastrados justo fuera de la realidad. El espacio intermedio era un lugar asesino, lleno de rapaces energías y helados vacíos. Yawgmoth percibió una delgada envoltura de protección a su alrededor, tan delgada y frágil como una película de agua. Sin esa protección su carne hubiera sido arrancada de su esqueleto. Aún con ella, el pasaje fue una agonía. De repente, estaban en el otro lado. El negro desgarrador dio paso al verde omnipresente. "Esto es Pirulea," dijo Dyfed, con una sonrisa en sus labios. Hizo un gesto hacia el exterior. Yawgmoth se asomó por el borde del acantilado donde se encontraban parados. Una extensa selva tropical se expandía en todas las direcciones. Redes de vides y musgos colgaban de árboles milenarios cientos de metros hacia abajo sobre una húmeda maleza. Luminosos pájaros se precipitaron entre las anchas hojas. Extrañas orquídeas se extendían en parches soleados sobre el suelo del bosque. "Es un mundo diferente," dijo Yawgmoth respirando con asombro. No fue la exótica flora y fauna lo que le convenció sino la propagación de la selva misma, literalmente en todas las direcciones. Al norte, sur, este y oeste, el paisaje se curvaba en paredes hacia arriba y hacia fuera. Estas, a su vez, se unían para formar un techo de cielo. Aquello no era un simple cuenco de tierra sino el interior de una enorme esfera. A pesar de las enormes lejanías azules el cielo seguía mostrando las siluetas de los árboles, un tapiz viviente colgando por encima de sus cabezas. El sol brillaba, luminoso y eterno, en el centro del mundo esférico. "Esto es Pirulea," dijo Dyfed. "Uno de los innumerables mundos habitables del Multiverso." Yawgmoth estaba sacudiendo la cabeza. "¿Cómo puede… cómo hace el sol…? ¿Qué impide que las plantas se suelten de…?" Se tambaleó arrodillándose para no caerse. Dyfed parecía complacida. "Las leyes físicas que gobiernan cada plano son diferentes. Lo que a un Dominariano le parece extraño es natural para un Piruleano y viceversa."

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Yawgmoth miró mareado hacia arriba y dijo: "¿Existen los Piruleanos? ¿Hay criaturas inteligentes en este mundo?" "Sí," dijo Dyfed. "Sí, por supuesto." Yawgmoth se dejó caer finalmente en su estómago, gimiendo. "Está bien," le calmó Dyfed colocándole una mano en su espalda "Esa es una respuesta humana normal por caminar por los planos." Yawgmoth se agarró el estómago, se enroscó en una bola y dijo: "Yo no soy... un ser humano normal."

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Capítulo 15



N

o hay libertad para nosotros en Yawgmoth!" gritó Gix en la caverna. Era

la cámara más grande de todas las cuevas, alguna vez el hogar de cerca de diez mil Intocables. Cinco mil permanecían, amontonados en una multitud apretada debajo de la cresta donde el joven rebelde arengaba. "Sí, Yawgmoth nos hizo subir a algunos de nosotros pero al resto lo dejó para que se pudra y muera. Todos los días llegan más marginados tísicos a la cueva de cuarentena pero hace más de un año que no se llama a gente sana desde arriba. Nosotros nivelaremos ese llamado. ¡Yawgmoth ha recogido el grano y ha dejado la paja para ser quemada!" La ira de la multitud rugió en la garganta de roca donde se reunían. "Yo me he esforzado por cumplir las promesas de Yawgmoth. He conducido a la superficie a cualquier persona que tuvo el suficiente coraje y la esperanza para subir. Durante un tiempo, esa gente halló una esperanza en la luz, pero ese tiempo fue demasiado breve. "Yawgmoth no nos introduce en la luz sino en el horno. Él nos quema para alimentar el motor de su ascensión. Yo personalmente le he oído hablar de nuestros muertos como herramientas útiles. Él apila nuestros cuerpos en las escalinatas de la Sala del Consejo como un cazador de ratas buscando su paga y el recibe su recompensa. ¡Los Halcytas están dispuestos a pagar más para que nos maten que para que nos sanen, más para que nos entierren que para levantarnos de esta tumba viviente!" La ira unió a la multitud en una sola voz. "¿Y nosotros contraatacamos? ¿Nos atrevimos a odiar al que nos odió? No, nos acobardamos en nuestras tumbas y le dimos las gracias a Yawgmoth para cada palada de tierra que lanzó sobre nuestras cabezas. ¡Bueno, yo digo, nunca más! ¡Nunca más!" Ellos levantaron sus puños con el suyo. "¡Nunca más! ¡Nunca más!" "¡Nos alzaremos! No esperaremos ser alzados. Nos alzaremos como lava subiendo por la garganta de la montaña. ¡Nos levantaremos!" * * * * *

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Yawgmoth trabajaba serenamente en una mesa junto a la ventana de la enfermería. En el exterior, harapientos alborotadores se vertieron de cada alcantarilla y drenaje pluvial. El los vio y agitó plácidamente un antisuero. El brebaje limpió todas las sustancias metálicas de la sangre y los tejidos, por lo tanto acelerando la tisis. Cualquier persona que ya estuviera infectada empeoraría dramáticamente. Cualquier persona saludable contraería la enfermedad en pocos días. Anteriormente no había habido un uso público para el antisuero pero estos amotinados eran una excelente sugerencia. "Gix los estará liderando," dijo Yawgmoth para sí mismo mientras veía a un brutal Intocable derribar una puerta, sacar a rastras al hombre de la casa, y golpearlo hasta convertirlo en una pasta inerte. "Así que habrá un montón de individuos infectados entre ellos." Yawgmoth levantó el antisuero y miró a través del líquido color rubí. En su distorsión vio al bruto perdiendo la cabeza, cercenada por un guardia Halcyta. Las alabardas habían sido una sugerencia de Yawgmoth. "Ahora si que este precioso vino me será muy útil." Yawgmoth volvió a dejar el antisuero y observó el desarrollo de la batalla. Una turba de Intocables se reunió en la calle, lista para atacar la enfermería. El ya lo había esperado. Gix habría identificado a la enfermería como el objetivo principal y a Yawgmoth como el enemigo a capturar. No era más que un juego de damas. Yawgmoth había planeado cada detalle de la defensa de la ciudad. Gix jugaría el juego como Yawgmoth lo había presentado. Gix y el Consejo de Ancianos, Rebeca y Glacian, incluso la caminante Dyfed. Todos eran oponentes, tanto si lo sabían o no, y este era el juego de Yawgmoth. Abrió un cajón del escritorio y sacó una caja poco profunda. Dentro había un plano en miniatura de la enfermería. Pequeñas piedras de poder brillaron en lugares clave a lo largo del plano. Afuera, un grupo de gentuza, tal vez doscientos hombres, surgió bajando por la calle hacia la enfermería. Por encima de sus cabezas blandían todo tipo de armas, verdaderas o improvisadas, que habían reunido. Un rugido animal los unió en una sola bestia sarnosa. La multitud se extendió en un ataque a toda velocidad. El frente del grupo se precipitó por las escaleras principales. Murales de mármol blanco les concentraron debajo de una elevada estatua de cristal, un gigantesco ángel extendiendo alas de bienvenida delante de ese lugar de curación. Sin disminuir la velocidad, los amotinados se estrellaron atronadoramente contra las puertas de acero de la enfermería. "Rebeca había protestado por esas puertas," murmuró Yawgmoth. Había reemplazado el cristal tallado con un acero grueso. No habría protestado si se hubiera enterado que las nuevas puertas bien podrían haber salvado la vida de su marido. El resto de la turba llegó. Los alborotadores se aplastaron contra el acero. El ímpetu de su carga se gastó en el impacto de cuerpo contra cuerpo. "Ella ciertamente protestará por esto," dijo Yawgmoth deslizando una piedra de poder de la miniatura de la enfermería. El ángel cristalino del exterior no hizo ningún sonido cuando se inclinó sobre sus cimientos. La enorme figura se inclinó por encima de la multitud empujando. El ángel cayó. Sólo en el último instante los ojos se alzaron para verlo desmoronarse, silencioso y sombrío, sobre ellos. Unos cincuenta murieron bajo el impacto inicial. La estatua brilló de carmesí por un instante caída sobre los cadáveres. Entonces miles de grietas corrieron por su ensangrentada figura y esta se hizo añicos. Filosos pedazos de ángel salieron disparados

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para cortar a otros cincuenta. Pareció una fuente roja haciendo llover sangre por arriba y cristales por abajo. Los Intocables cayeron y se sacudieron y volvieron a chapotear en el líquido carmesí. "Una obra devastadora," dijo Yawgmoth. "Un centenar de rebeldes derrotados por una sola obra de arte." A pesar de esto quedó un centenar más. Que sigan vivos, que se horroricen. Que cunda el pánico y propaguen el contagio entre los demás. "Una obra devastadora." La multitud retrocedió. Ya no había ninguna posibilidad de entrar de esa manera, pegajosos de sangre y fragmentos de cristal. Yawgmoth vislumbró a Gix mismo en medio de ellos. Los ojos de Gix estaban abiertos de par en par con horror dentro de sus vendas. Mientras todos los demás miraban con un mudo terror al ángel destrozado y a los cadáveres asesinados Gix lo hizo hacia la ventana superior donde estaba Yawgmoth. "Se ha dado cuenta. Él sabe que esto es un juego," se dijo Yawgmoth a sí mismo. "Pero todavía no se dio cuenta de que no puede ganar." Pareció que Gix en verdad lo hizo al momento siguiente. Gritando por encima de las cabezas de la muchedumbre atónita hizo un llamado para que se dispersaran. "Es una trampa. ¡Divídanse! ¡Divídase todo el mundo!" Ellos no escucharon. Tal vez debido a los gritos de los moribundos. El trató de demostrarlo empujándolos hacia los pasajes laterales fuera de la enfermería. Ellos se tambalearon sólo moviéndose tan lejos como él los pudo empujar. Finalmente Gix agarró las mangas de otros dos alborotadores y los arrastró físicamente fuera de la calle. Ellos fueron los únicos tres que lograrían escapar. Apenas habían huido que cinco de los sanadores de Yawgmoth cerraron la calle levantando sus espadas. Cinco más aparecieron en cada desvío y doce en cada dirección de las calles principales. Detrás de estos venían falanges de la nueva guardia Halcyta, fuerzas que ahora rendían cuentas directamente a Yawgmoth. Él había dado instrucciones a ellos y a los sanadores de que, en caso de una revuelta, se deberían presentar en la enfermería, asegurarla contra el ataque y entrar allí para recibir órdenes. En ese momento empezaban a converger: sesenta y tantos combatientes entrenados, armados y blindados contra una turba de cien personas. Mientras comenzaba la masacre Yawgmoth se retiró felizmente de la ventana y se llevó consigo la caja esquemática de la enfermería. Las piedras de poder de allí le indicaron que las puertas y ventanas de la planta baja estaban siendo violentadas. Otra piedra que monitoreaba el techo brilló intensamente de rojo. Una flotilla de sillas de mano aterrizaba en esa posición. Yawgmoth había esperado ese arribo aéreo: no eran Intocables sino otro grupo de oponentes igualmente desesperados. Caminó desde su laboratorio y subió un conjunto de escaleras que conducían a las plataformas del techo. Tiró la barra de la puerta y la arrojó hacia atrás, apareciendo a plena vista de la terraza llena de gente. Ante él, los consejeros bajaron tambaleándose desde sus sillas volantes. En medio de ellos venía la siempre pomposa Anciana Jameth de Halcyon. Sus ropas estaban arrugadas por la precipitada fuga y su peinado había sufrido de manera similar. Sin embargo, se las arregló para componer su dignidad y aproximarse a Yawgmoth. "Saludos, Sanador Yawgmoth. ¿Sabe por qué estamos aquí." "¿Es el único lugar seguro en la ciudad?" bromeó él gentilmente. A ella no le hizo gracia. "Hemos venido a conferenciar con usted, según lo acordado, el dominio completo de la guardia Halcyta. Usted mantendrá el control hasta que la amenaza de la invasión sea eliminada. La ciudad está a su disposición. Nosotros nos lanzamos a su misericordia."

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Una enigmática sonrisa tocó los labios de Yawgmoth. "No esperaba mucho menos." Hizo un gesto más allá del techo a los saludos que acudían desde donde morían los rebeldes. Los cuerpos de sanadores y la guardia Halcyta marcharon hacia adentro sobre los cuerpos de los caídos. "Como pueden ver, mis fuerzas acaban de llegar justo ahora. Convergen aquí porque yo sabía que este iba a ser el objetivo principal de la revuelta. Asimismo, las tropas convergen para recibir un armamento especial para su lucha contra los tísicos: un pedazo de dulce letalidad." "No habíamos esperado mucho menos," respondió seriamente la Anciana Jameth con sus ojos barriendo la calle que ahora era un río de sangre. Los Ancianos se agrupaban a su lado luciendo miradas hechizadas. Estaban ansiosos por ir abajo, lo mismo que Jameth. "¿Podríamos pasar revista a las tropas?" Yawgmoth se inclinó gentilmente e hizo un gesto hacia la escalera. "Ahora mismo deben estar llenando el salón de abajo. Vengan a ver." Sin detenerse los condujo por la escalera de caracol. Sus botas enviaron ecos marciales a través del pasaje. Los demás les siguieron con sus sandalias de suela blanda susurrando en tono de disculpa. Mientras Yawgmoth descendía, manipuló su caja esquemática, abriendo las puertas a la gran sala. Desde abajo llegó el sonido de los soldados volcándose en su interior. Para el momento en que Yawgmoth y los consejeros llegaron al gran salón, su piso de mármol blanco estaba manchado con huellas rojas. Los soldados formaban en filas, los guardias a un lado de la larga cámara y los sanadores al otro. Ante la insistencia de Yawgmoth, delgadas placas de metal habían sido cosidas en los hombros, vientres, espaldas y muslos de sus trajes. Yawgmoth caminó entre las filas reunidas. Los ancianos le siguieron. "Bienvenidos a la guerra, soldados, sanadores, ancianos," dijo Yawgmoth con ironía. Chasqueó los dedos, haciendo un gesto a un par de soldados en el extremo de la línea. "Traigan las armaduras de batalla y las espadas. Aquí, a mi lado." Los dos soldados corrieron a una pared de armarios y abrieron las altas puertas blancas. Dentro había grandes bastidores, veinte llenos de brillantes armaduras, y diez contenedores con espadas, sus empuñaduras sobresaliendo hacia arriba. Los soldados arrastraron bastidores y contenedores hacia el centro del piso. Yawgmoth alzó un traje brillante de armadura plateada del primer bastidor, hombreras de placas acorazadas, falda, cota de malla, y musleras. Se colocó la armadura con un movimiento rápido. Esta sonó como una campana. Una piedra de poder roja brillaba en su garganta. "Esta armadura hará más que proteger su cuerpo de los ataques que los condenados puedan hacer en su contra. La piedra de poder en cada traje la hará encajar perfectamente en sus cuerpos. Sus movimientos serán amplificados por la armadura, su fuerza se duplicará, sus brazos se estabilizarán. También hay un yelmo para cada uno de ustedes. Una piedra colocada en cada uno de ellos me permitirá seguir sus posiciones y proporcionarles una orden especial en caso de que las circunstancias lo requieran." "Unos impresionantes diseños, Yawgmoth," le interrumpió la Anciana Jameth. "Son de Glacian," dijo él bruscamente hacia ella. Hablando de nuevo a los soldados dijo. "En cuanto a las órdenes específicas, deben marchar y defender el sector de la ciudad al que están asignados en sus deberes rutinarios. Maten a cualquier rebelde que se encuentren. Usen estas espadas." Se inclinó sobre uno de ellos y extrayendo el frasco de antisuero de su bolsillo vertió un poco en cada uno de los contenedores. Luego sacó una espada, una enorme arma de doble filo, con la punta roja manchada por el líquido. "Tienen el mismo peso y longitud que las espadas con las que han practicado pero las piedras incrustadas de aquí hacen que la cuchilla sea lo suficientemente fuerte

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como para cortar a través de la roca. Ahora también están envenenadas así que asegúrense de no cortarse a sí mismos o a cualquier ciudadano. El veneno destruirá a nuestros enemigos." "Una vez más, muy impresionante," dijo la anciana con aprobación. Esta vez Yawgmoth no se dignó a contestar sino que hizo un gesto hacia los bastidores y contenedores. "Vístanse y ármense." Los soldados y sanadores acudieron con el clamor de cientos de botas. Una extraña combinación de miedo y esperanza llenó el rostro de los ancianos mientras se reunían las fuerzas de Yawgmoth. Uno por uno, los soldados se transformaron en brillantes guerreros con grandes espadas mejoradas con magia. "¿Cuánto tiempo he estado al mando de la guardia Halcyta?" preguntó Yawgmoth a los ancianos. "Sólo un momento. Y ahora mírenlos." "Sí," dijo la Anciana Jameth. "Mírenlos ahora." Yawgmoth reunió a los consejeros. "Vengan conmigo. Verán más." A medida que los ejércitos de Halcyon se ataviaban y marchaban por las calles ensangrentadas, Yawgmoth guió a los consejeros escaleras arriba. Sus zapatos mancharon con cada pisada. Susurros emocionados llenaron el aire. Fueron como niños dirigiéndose a una sala llena de regalos. Los ancianos entraron a un corredor superior. Yawgmoth caminó imperiosamente por el pasillo, se detuvo en una puerta, y la abrió. Los consejeros se apretaron para ver qué había más allá. Fue un cómico panorama. En la oscuridad estaba preparada una compañía de diez trasgos. Miraron con temor hacia el exterior, cabezas bulbosas y ojos insectoides brillando en la oscuridad. Cada uno sostenía cualquier implemento médico que les había parecido amenazador: escalpelos, pinzas, correas, tubos… En medio de ellos estaba la figura más patética de todas, Glacian en su estado más miserable de todos. Su piel estaba más picada de viruelas y más arrugada que la de sus trasgos, sus brazos más enclenques, sus ojos más aterrorizados. Se aferraba a una estilográfica como si se tratara de una espada. La única figura imponente de la habitación era Rebeca en su sucio uniforme de trabajo. Blandía una barandilla de la cama en alto, dispuesta a descargarla sobre la cabeza de cualquier atacante. Yawgmoth habló con una burla gentil. "Estás bastante segura aquí, Rebeca. Nadie hará daño a tu marido. La enfermería está bien fortificada." La Anciana Jameth agregó: "Es un verdadero castillo." "Ven con nosotros, Rebeca. Ven a ver. Hoy mismo terminarán los disturbios." Dijo él extendiendo su mano hacia ella. Rebeca se sonrojó y dejando la barandilla de la cama rindió sus dedos al agarre de Yawgmoth. Glacian gruñó una indistinguible objeción. Nadie más que Rebeca podría haber sabido lo que dijo y aún ella no le prestó atención. Yawgmoth la condujo fuera de la oscuridad. Mientras caminaban hacia el laboratorio él levantó la caja esquemática. "¿Ven estas piedras de poder aquí, aquí y aquí? Están vinculadas a las puertas principales. Y éstas están vinculadas a las ventanas. Y estas a otras defensas. Otra innovación de tu marido." Los ojos de Rebeca se abrieron ampliamente de asombro. "¿Este dispositivo salió de sus diseños?" Yawgmoth sonrió. "Su mente dividida ha demostrado ser útil. Siempre que necesito un dispositivo empiezo el diseño yo mismo y lo dejo en su habitación. Él no

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recuerda haber iniciado el trabajo pero lo termina y lo diseña para mí. Juntos hemos creado algunos dispositivos maravillosos para la defensa del imperio." Abrió la puerta del laboratorio y entró, caminando hacia un alto armario en una pared. "Este, sin embargo, es el más grande de todos ellos." Yawgmoth abrió las puertas dejando al descubierto un sencillo panel de madera colocado en su interior. "¿Esto?" preguntó Rebeca mientras los consejeros se acercaban por detrás. "¿Esta ancha y plana pieza de madera es su mayor innovación?" Sin decir una palabra, Yawgmoth se estiró hasta la parte superior del panel y lo bajó. La enorme madera giró sobre bisagras y resortes ocultos hasta que se instaló en una amplia mesa en medio de ellos. La parte superior de la mesa brillaba con una amplio despliegue de pequeñas piedras de poder. Para la mayoría de los ojos la organización de esas piedras habría parecido al azar, pero no para los ojos de Rebeca. Ella había diseñado tantos edificios y avenidas, había mirado diariamente a Halcyon desde las alturas de su templo… "Es la ciudad," murmuró. "Has hecho un mapa de toda la ciudad con piedras de poder." "Están unidas a puertas y ventanas y luces de toda clase. Están unidas a las piedras en los yelmos y espadas de los soldados y los sanadores. Con sólo tocar una piedra puedo controlar a los sitios y los guerreros a través de todo Halcyon." El anterior asombro de la Anciana Jameth ahora se había profundizado en un temor. "Sí, puede hacerlo. Usted puede controlar a toda la ciudad."

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Capítulo 16 Fueron figuras salidas de una pesadilla: guerreros con cuerpos plateados y espadas de rayos. Dondequiera que cayeron esas hojas los cuerpos quedaron divididos por la mitad. Apenas había un momento cuando todos los órganos y huesos cortados quedaban a la vista en el resplandor de la tarde. Entonces la vitalidad se desparramaba en el súbito espacio. Todo se puso rojo y grotesco. Sólo la espada quedaba limpia, lanzándose hacia abajo para hacer muescas en los adoquines antes de subir para volver a matar. Gix se tambaleó, agarrándose a un poste de la cerca cortado por una de esas hojas tan brillantes. Después de siglos de paz en Halcyon no tendría que haber habido necesidad de aplicar nuevas tecnologías de piedras de poder a la guerra. Hizo falta un hombre como Yawgmoth para que mirara en un cristal y viera el potencial que tenía para el asesinato. Una sonrisa enojada se formó bajo los vendajes de Gix. Él mismo había utilizado una piedra de poder en un intento de asesinato. El fue el innovador original y podría innovar más. Una silla de manos esperaba más allá de la valla destrozada en un pequeño jardín de estatuas. Gix respiró hondo, ansioso, y saltó la cerca. Una espada rebanó a través de la madera detrás de él como si esta hubiera estado echa de un simple papel. Gix saltó a la silla de manos y deslizó una mano temblorosa debajo del cristal de control. Tiró hacia arriba. La nave salió propulsada hacia el cielo. Se escuchó el sonido de un choque por debajo y Gix miró por encima del borde flotante de su aeronave. El guerrero plateado que le había perseguido en el jardín se había arrojado sobre su silla de manos, le había errado, perdido el equilibrio, y había quedado desparramado entre las estatuas. Las figuras de mármol estaban derribadas a su alrededor y encima del guardia, apretándolo contra su armadura. Su espada se había clavado profundamente en el suelo y él se esforzaba por retirarla. Gix llevó su mano a la parte superior de la piedra control. La nave se fue a pique. Giró lentamente mientras descendió y se desvió en dirección al guerrero caído. El hombre estaba concentrado en el brazo de su espada clavado bajo las perniciosas estatuas y no fue consciente de esta movida.

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La silla de manos cayó como un martillo sobre este. Ni siquiera una armadura encantada podría resistir ese golpe. Se oyó un grito y un gemido. El guerrero colapsó bajo el peso aplastante. La silla crujió y cayendo a un lado lanzó un silbido de vapor. Gix saltó de los restos y contempló su obra. El jardín estaba en ruinas. Los pedazos de estatuas cubrían el suelo y el guerrero yacía entre las otras figuras. Era poco más que una pulpa dentro de su armadura de piedras de poder. Esta se había alejado de los músculos muertos. Mareado y dolorido, Gix apartó estatuas caídas, desprendió los dedos del hombre de la empuñadura de la espada y la tomó. Tenía un gran peso y hormigueó en sus manos. Pateó el yelmo de la cabeza ensangrentada y se lo puso en su propia cabeza. Este también estaba electrificado con el poder. Febrilmente, se arrodilló y arrancó la armadura bañada en sangre. "Puedo usar esta espada para parecer uno de ellos… para matar a diez de ellos," jadeó mientras trabajaba. "También los podré despojar y.... y vestir a diez Intocables. Cada uno de ellos puede matar a diez, hasta que nos adueñemos de toda la ciudad." La armadura se liberó del hombre pulverizado con cierta succión. Gix se introdujo en el traje resbaladizo y sintió que se apretaba alrededor de él. "Hasta que hayamos tomado toda la ciudad..." La espada cortó la cerca por última vez y Gix se lanzó a través de ella. No había hecho tres pasos que introdujo la cuchilla en el ojo de otro guardia y lo arrastró hasta el jardín de las estatuas. * * * * * Xod hizo una pausa, sacando la espada del pecho de un hombre. Era un trabajo horrible para un sanador cortar esta obra maestra del mundo de las máquinas. Pero no fue por eso que se detuvo sino porque Yawgmoth habló en su mente. Hay impostores entre ustedes. No fue tanto la sensación de una voz sino el sentido del tacto de una mente presionando sobre otra. Den la vuelta. Busquen lesiones. Ni siquiera confíen en aquellos que llevan armaduras. Algunos son intocables. Algunos son los condenados. Se tambaleó, investigando la calle. Su compañía de veinte había estado persiguiendo a un grupo de Intocables a través de un granero. Habían encontrado poca resistencia hasta que habían descubierto una familia encerrada en uno de los silos. Los padres habían luchado como un par de leones para darles a sus hijos la oportunidad de escapar. El plan funcionó y los jóvenes salieron corriendo mientras Xod cortaba a su padre en dos. Era un trabajo horrible para un sanador, pero era la voluntad de Yawgmoth. Otro sanador parado al lado de la madre caída trastabilló hacia atrás. Se tocó la cabeza. El mensaje debía haber estado transmitiéndose a todos ellos, a todos los guerreros Halcytas. Sí, había otros dos mirándose entre ellos en estado de shock, y un tercero que corrió a propósito detrás de sus camaradas. "¡No!" gritó Xod. Fue demasiado tarde. Los dos guardias habían empezado a girar cuando la espada del Intocable destelló. Sus cabezas saltaron desde los hombros en un par de fuentes de color carmesí. Sus armaduras se pusieron flácidas de sus cuerpos aún mientras esos cuerpos caían sin vida al suelo. El Intocable se puso en cuclillas sobre ellos y les arrebató sus dos espadas. Xod llegó un instante después. Su propia cuchilla descendió cortando a través del cuello del Intocable. Entonces hubo tres cabezas yaciendo en el suelo, y tres yelmos,

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y tres cadáveres rezumantes. Xod levantó los ojos, evitando sus rostros, no queriendo ser atrapado por otro Intocable en armadura de plata. Destruye la armadura, Xod. Destruye los yelmos. Los pensamientos de Yawgmoth presionaron en su mente. No permitas que otro Intocable se apodere de ellos. La espada de Xod, como si se moviera por su propia voluntad, azotó descendentemente, dividiendo tres yelmos y tres cabezas. Atacó tres veces más, cortando tres amplios pectorales y los corazones en su interior. ¿Qué pasa con las espadas? Preguntó Xod a un Yawgmoth invisible. Dáselas a los ciudadanos. Que peleen. Que te ayuden a hacer retroceder a los condenados de nuevo a sus alcantarillas. Ahora ve, Xod. Mata a cualquiera que quede y persigue al resto para que vuelvan abajo. Xod asintió aturdido con la cabeza y reunió las tres espadas. Salió del granero vacío. La calle más lejana estaba atestada de Intocables, destrozando cercas, derribando puertas, arrastrando dagas en las gargantas de los ciudadanos, saqueando y quemando. Xod se metió en medio de ellos, matando salvajemente, sin remordimientos. No deberías haber dejado ir a esos niños, Xod. Lo sé, Yawgmoth, lo sé. * * * * * Yawgmoth alejó sus dedos de un gran cristal gris en el mapa de la ciudad baja. Sus ojos permanecieron cerrados. El contacto mental persistió durante un momento incluso después de que se hubiera interrumpido la conexión física. "Los graneros son seguros. Tengo un buen hombre allá abajo. Tenía cinco buenos hombres... ya se ha corrido la voz de que los Intocables se han estado disfrazando con las armaduras Halcytas. Ese truco ya no funcionará." Él abrió los ojos y observó las expresiones en los rostros de allí. Rebeca miraba con atención el mapa de cristal de la mesa. El semblante de la Anciana Jameth parecía de color verde. No había dicho una palabra durante horas. Los ancianos tenían diferentes expresiones: asombro, admiración, preocupación, duda, esperanza. Incluso algunos de los amigos trasgos de Glacian habían entrado en la habitación mirando como niños encantados. En rápida sucesión, Yawgmoth puso sus dedos en varias otras piedras de poder.. "El templo sigue estando seguro.... La Sala del Consejo está siendo recuperada.... Los equipos están recorriendo el anfiteatro y la arena. Hay sólo unos escasos cien rebeldes en ellos y pronto no habrá ninguno en absoluto. La octava terraza estará asegurada una vez que sean asesinados...." Rebeca levantó la vista de las piedras y tembló como si tuviera frío por su tono fácil. Los ancianos a su alrededor se dieron codazos unos a otros en una silenciosa autofelicitación. Pronto sus hogares y lugares de trabajo estarían a salvo. "Yo estimaría mil Halcytas muertos y cuatro mil rebeldes. Ahora están huyendo. Ahora saben que no pueden ganar o incluso sobrevivir. Su líder siempre elegirá sobrevivir...." Sus dedos aferraron la grisácea piedra de poder unida con el granero. Una sonrisa apareció en sus facciones. "Ah, Gix. Incluso ahora huye de vuelta a casa, bajando por el canal que nosotros no fuimos capaces de descubrir. Huye vistiendo un yelmo vinculado a mí." Yawgmoth hizo volar las manos a través de la matriz y cerró los ojos. La sonrisa se amplió.

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"¿Qué está haciendo?" preguntó la Anciana Jameth. Yawgmoth no se detuvo para contestar. Sus manos se movieron en ráfagas violentas a través de la matriz. Cuando finalmente terminó la tarea, se inclinó cansadamente lejos la mesa y parpadeó con los ojos abiertos. "Envié un mensaje a cada uno de mis soldados en la sala inferior. Todos ellos tienen una imagen visual exacta de la ruta de retirada de Gix. Les ordené a la guardia Halcyta que persigan a los rebeldes hacia abajo en las cuevas." "¿Con qué propósito?" le espetó Rebeca. "¿Con qué propósito?" preguntó Yawgmoth. "Ya son prisioneros ahí abajo. A menos que estés planeando una ejecución en masa…" Yawgmoth colocó la mesa de cristal en posición vertical. Esta pasó al lado de sus narices, giró y se introdujo en el armario. Ahora no parecía más que un panel de madera. Yawgmoth cerró plácidamente las puertas delante del tablón. "Hemos ganado la guerra, la demostración ha concluido." "No puedes matarlos así nomás," protestó Rebeca. "Hay muchos ciudadanos en la cueva de cuarentena." "Ya no se entrará más a la cueva de cuarentena," prometió Yawgmoth. "Esas órdenes han sido dadas con claridad. No estamos atacando a inválidos. Estamos exigiendo el castigo sobre los asesinos rebeldes. Ellos hoy han matado a mil ciudadanos. ¿Vamos a dejarlos allí para que vuelvan a subir y maten a otros mil? ¿Una y otra vez?" "Cuanto antes se acabe la amenaza a la ciudad," dijo la Anciana Jameth en voz baja, "mejor." Yawgmoth se frotó las manos con desdén. "Lo que pase allí abajo es la decisión de la guardia Halcyta y sus capitanes. Mientras tanto yo tengo una tarea más importante y más placentera que llevar a cabo." Metió la mano en uno de sus bolsillos de su armadura y sacó un colgante con una piedra azul brillante en ella. Abrió la cadena y solemnemente se colocó el amuleto alrededor de su cuello. "Este es un regalo de una amiga: un amuleto que me permite llamarla en tiempos peligrosos." Rebeca parpadeó, "¿Llamarla?" En respuesta, Yawgmoth agarró la piedra entre sus manos. Una mujer apareció de repente en medio de ellos. Delgada y musculosa, la mujer vestida de negro tenía el pelo rapado y la piel de ébano. Sus ojos eran penetrantes y su sonrisa un poco burlona." Los ancianos saltaron ligeramente hacia atrás debido a su repentina llegada. Rebeca se mantuvo firme con los ojos entrecerrados. "Dyfed." "En la carne," respondió la mujer encorvándose ligeramente. La Anciana Jameth la miró con recelo. "¿Quién es usted? ¿Un mago?" Yawgmoth soltó una carcajada. "No, ella es mucho mas grandiosa que un mago. Dyfed es una nueva especie de ser humano, una especie rara y maravillosa. Ella es la manifestación viva del destino humano. Aunque nació humana ahora es tan diferente de nosotros como nosotros de los animales." "No sabía que me iban a poner en exhibición," dijo Dyfed. "Ella es una caminante de planos," concluyó Yawgmoth. "¿Una caminante de planos? ¿Qué es un caminante de planos?" "Será más fácil que les muestre," dijo Yawgmoth. "Le he pedido que nos conduzca en un recorrido por algunos de los planos, para darnos una idea de lo que es y en lo que nosotros podríamos llegar a ser. Ella aceptó. Nos llevará a caminar por los planos."

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Dyfed giró su brazo abarcando a todo el grupo. Las yemas de sus dedos trazaron una magia palpable como si su brazo hubiera sido un ala hechizada. Alas de energía rozaron sus cabezas y cuerpos y ropas, envolviéndolos en un velo de gasa. El laboratorio se desvaneció de la vista, tan plano como un viejo recuerdo. Una geometría enloquecedora gobernó la oscuridad a su alrededor. Círculos curvados hacia fuera en vez de hacia el interior. Los pentágonos tenían sus esquinas cuadradas. Cada línea se desangró a sí misma en cada otra línea posible. Era un caos de potencialidad, en el que todas las cosas existían y no existían al mismo tiempo. Los Pasillos del Tiempo, dijo Dyfed en sus mentes. Las Eternidades Ciegas. El Plano Bastardo. No importa el nombre que uno le de, este es el sinsentido en el que flotan todos los planos. Todo lo que existe deriva de este lugar de cosas que no existen. No se oyó ninguna respuesta a sus palabras. Los mortales no podían moverse. Tan rígidos como estatuas, colgaron allí uno junto al otro, como habían estado en el laboratorio. Yawgmoth, la Anciana Jameth, los ancianos, Rebeca, e incluso los trasgos, ninguno se movió. Sólo sus ojos tenían vida, la chispa de la inteligencia. De repente, se encontraron en un espacio completamente diferente. Era un mundo de rocas anaranjadas y arena barrida por el viento. A lo lejos se elevaban dedos de piedra demasiado altos y estrechos para ser parte de Dominaria. El cielo era de color rojo y a través de su pálido velo las estrellas titilaban incluso a mediodía. El grupo se encontraba de pie en ese mundo, sus pies imprimiendo huellas en el polvo, pero las alas mágicas de Dyfed todavía les envolvían. No les soltaré por completo aquí. No podrían respirar, y se congelarían, y sus ojos se caerían de sus cuencas. Si no fuera por estas cosas disfrutarían de este lugar. Aquí ustedes podrían saltar tres veces su altura. Les he traído aquí sólo para convencerles de que no es ninguna parte de Dominaria. Y ahora vayamos a un terreno más habitable. Una vez más giraron en las Eternidades Ciegas. Una vez más el mundo sólido se aplanó y plegó y se invirtió a sí mismo. Ese viaje pareció más breve, más tolerable. Salieron a otro mundo. Estaban parados en una nube flotando en un infinito cielo púrpura. No había ninguna tierra por debajo, ningún vacío soleado, sólo esa envoltura púrpura y las pilas y pilas de nubes. Una fina niebla hasta sus rodillas se condensaba en una tierra firme bajo sus pies. Los trazos finales de la magia de Dyfed los liberaron y ellos pudieron moverse, respirar, temblar por el asombro en la nube transformándose lentamente. Rebeca caminó suavemente hacia adelante. Sus pies hicieron un sonido húmedo sobre él nube. Esta se aferró envidiosamente a ella. Unos pocos pasos la llevaron a un acantilado nublado. Caminó con facilidad por la pendiente vertical de piedra y se quedó allí, perpendicular al resto del grupo. "En un plano compuesto de cielo y nubes, es mejor si uno no puede caerse," dijo Dyfed con gusto. Ella volvió a extender su mano y su gesto envolvió al grupo en las sedosas bandas de poder. Rebeca pareció estar acostada de lado mientras pasaban a través de los Salones del Tiempo. Cuando la compañía volvió a emerger, en verdad ella estaba de lado. No habría habido ningún lugar mejor para estar parado en ese alto prado. Aquellos que no estaban acostados o, al menos, de rodillas, colapsaron. Aquel soleado lugar aunque era tan alto como las nubes en las que habían estado era también diez veces más aterrador. Debajo del borde del acantilado los anchos ríos formaban hilos delgados en una amplia llanura. Bosques antiguos solo parecían líquenes colgantes. El océano sin fin en el borde de todo eso se curvaba visiblemente.

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Sólo Dyfed permaneció de pie y, junto a ella, Yawgmoth, porque se apoyó en su contra. Su voz sonó vertiginosa en ese elevado lugar. "Este es nuestro destino. Y comienza hoy. Le he pedido a Dyfed que me buscara un paraíso, un plano perfecto, y que hiciera un portal permanente al mismo desde Halcyon. Las Cuevas de los Condenados se convertirán en una puerta de entrada a nuestro paraíso. Los primeros que morarán aquí serán nuestros enfermos. Las personas que se han enfermado por la tisis de las piedras de poder serán trasladadas a un mundo virgen, a salvo de los estragos de la magia. Ellos serán curados. Una vez que lo estén, abrirán el mundo para el resto de nosotros para su colonización." "Sí, ancianos. Yo prometí poner fin a los disturbios y lo he hecho. Prometí erradicar la tisis y lo estoy haciendo. Prometí elevar nuestra raza a la divinidad, traernos a un mundo perfecto en el que ni siquiera la muerte pueda mantener su dominio. Este día es un primer paso hacia ese nuevo y glorioso mundo." * * * * * Los únicos Intocables que sobrevivieron en las Cuevas de los Condenados fueron los de la caverna de cuarentena, los que tenían la tisis. Los soldados encontraron a Gix entre ellos. Devastado por la enfermedad y la guerra, Gix yacía en un rincón oscuro y jadeaba como un perro aterrorizado por una tormenta. Todavía llevaba puesta la armadura y el yelmo de piedras de poder. En una mano agarraba la espada con la que había matado a dieciocho guardias. Sin embargo su ánimo de matar se había marchado de su ser. No levantó la espada cuando el cuerpo de salubridad lo rodeó. No se aferró a su empuñadura cuando ellos se la arrebataron. Tuvo suerte de que no lo hiciera. Los trabajadores habían recibido la orden de matar a cualquiera que se resistiera. Si Gix se hubiera resistido no habría sobrevivido para ver a Yawgmoth. Por supuesto, sobrevivir era lo que mejor sabía hacer Gix. Yawgmoth se irguió a su lado. La punta de su espada flotando justo por encima de la garganta de Gix. Esta vez no habría forma de escapar. "¿Por qué no lo terminas de una vez por todas?" preguntó Gix tratando de sonar valiente. "¿Terminar que?" respondió Yawgmoth. "¿Por qué no me matas?" Yawgmoth suspiró con impaciencia. "No se si te das cuenta o no, Gix, pero tu eres mi marioneta. Has sido mi marioneta durante años. Yo sabía que te levantarías para guiar a tu pueblo. Tu idealismo es muy fuerte pero no tan profundo como tu miedo a la muerte. Te hace completamente predecible. Honestidad, disciplina, carisma, miedo: esas son las cuerdas que te manejan. A mi me ha complacido tirar de ellas pero ya no tengo más necesidad de un títere." "¡¿Entonces, por qué no lo terminas de una vez por todas y me matas?!" gritó Gix. "Un títere, no, pero un siervo, sí. Al igual que todos nosotros, Gix, debes ascender para sobrevivir. Debes salir de tu antigua piel, ahora es demasiado pequeña para ti. Toma el mando de tus hilos. Júrame lealtad y vivirás." "Si no soy más que un títere," gruñó Gix, "¿por qué simplemente no me obligas a servirte?" Los ojos de Yawgmoth fueron tan filosos como su espada. "Eso es lo que estoy haciendo." Le miró un momento más y luego resopló. "Esto es aburrido." Dijo Yawgmoth alzando la espada para dar el golpe mortal.

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"¡Espera! ¡Lo juro! Te serviré. Lealmente. Para siempre." * * * * * Yawgmoth se dirigió entre los muertos a través de las Cuevas de los Condenados. Los trabajadores del cuerpo de salubridad los tendían sobre carretillas y ganchos de carne. No dudaban en considerar aquello como una fosa común. Yawgmoth cambiaría su opinión. Caminó hacia un determinado túnel: largo y liso en el lecho de roca. Dyfed le había dicho que sería necesario un sitio así, rodeado de basalto sólido. Caminó por el túnel, deslizando sus manos cariñosamente a lo largo de la piedra negra. En su extremo yacía una pequeña cámara, la que había sido la residencia privada de un señor entre los condenados. Allí, justo al otro lado de ese umbral, ella haría un portal al paraíso. Donde otros vieron una fosa común, Yawgmoth vio el futuro.

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Parte III El Mundo

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Guerra Thran-Pirexiana. Día Tres La batalla del Desfiladero Megheddon

E

l Desfiladero Megheddon se había convertido en una picadora de carne.

Enanos, minotauros, Thran, Pirexianos, Halcytas, peleaban entre los muertos. Cuando amaneció el tercer día de la batalla, los Thran y sus aliados bárbaros estaban atrincherados detrás de muros de cadáveres. No podían retirarse en el desfiladero. Aeronaves Halcytas llenaban los cielos sobre este. Tampoco podían pasar a través de las filas del enemigo. Los monstruos Halcytas y las máquinas llenaban el desierto. Los Aliados Thran sólo podían atrincherarse en el punto medio y disparar cualquier misil que les quedara. Mientras tanto, las catapultas Pirexianas hacían misiles de los Thran muertos. Carne pútrida llovía esporádicamente desde los cielos. El Comandante Enano Curtisworthy protegía su barba roja de la última lluvia de trocitos. "¡Monstruos!" dijo entre dientes mientras los trozos repiquetearon en la armadura de su espalda. El ahora había visto a los Pirexianos de cerca y sabía que eran monstruos. Yawgmoth los había cambiado. Cuernos, crestas sagitales, cejas con pinchos, ojos de platillos, colmillos de serpiente, mandíbulas distendidas, lenguas bifurcadas, hombros con púas, garras de cimitarras, caparazones y escamas, aguijones y colas, azotando, aplastando, eviscerando: ellos eran monstruos. No había nada de miedo o arrepentimiento en ellos. Sólo deseaban matar. Así que la Alianza Thran se agazapaba detrás de revestimientos de cadáveres. Incluso los enanos, incluso los minotauros, incluso los guerreros de corazón valiente se refugiaron allí. Eso no era una guerra. Eso era una masacre. "Atrapados, con la muerte a nuestro alrededor," gruñó Curtisworthy. Si no fuera por el torniquete que sujetaba el muñón de su brazo armado habría liderado una carga suicida con la esperanza de pasar a través. Pero ahora no. "Atrapados." Curtisworthy miró por encima de la pared de muertos, mirando a través de una nube de moscas. Solamente los guerreros mecánicos de la Alianza resistían en el frente. La luz de la mañana brillaba a través de los brazos metálicos. Los ejes subían y bajaban. Las lanzas chorreaban sangre. Las criaturas artefacto masticaban carne monstruosa. Sólo los guerreros de metal de Glacian estaban a la altura de los implacables Pirexianos. Las mantis guerreras arrastraron sus flexibles abdómenes de acero sin cesar y sin descanso entre los muertos, en busca de enemigos para matar. Agarraban cabezas Pirexianas con garras ágiles. Con sus mandíbulas masticaban sus brazos monstruosos. Con sus seis patas los desgarraban en pedazos. Lanceros de plata deambulaban por un terreno demasiado traicionero para las cargas de caballería. Se movían con el largo movimiento de piernas arácnidas pero con

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la velocidad de los caballos. Sus lanzas incluso atravesaron las armaduras de piedras de poder. Los guardias Halcytas cayeron uno por uno. El mayor triunfo de Glacian eran sus trituradores, globos metálicos de tres metros de altura formados de cuchillas. Giroscopios giraban en círculos internos de acero proporcionando el impulso y picando toda carne a su paso. En el centro de cada globo flotaba una piedra de poder que dirigía el movimiento de la bola. Estos rebanaban a cualquiera que atrapaban. "Máquinas y monstruos," gruñó el Comandante Curtisworthy. Tal vez los aliados no pudieran seguir adelante pero tampoco iban a retirarse. Yawgmoth agotaría sus defensas… y sería atrapado desprevenido por las reservas Thran. "Nosotros prevaleceremos. Con nuestro ejército de artefactos, nosotros prevaleceremos." * * * * * "No lo haré," protestó la artífice en jefe. La joven mujer de cabello rubio estaba sentada en el núcleo de mando de la Esfera Nula. Ocupaba una de las sillas de comandos llenas de piedras de poder. "¡Me está pidiendo que mate a mi propia gente, a decenas de miles! ¡A cientos de miles!" Yawgmoth miró hacia abajo a la mujer en la delgada silla metálica. Levantó una bota y la hizo descansar en los conductos fibrosos que unían la silla a cada punto de la Esfera. "Le pido que el ejército de artefactos Thran se rinda ante mí." Su espada susurró al salir de su vaina y se deslizó suavemente contra su cuello. "Por lo que veo, no tiene otra opción." La artífice en jefe no levantó la vista. En cambio, sus ojos estaban fijos en sus compañeros, siete artífices más, atados a asientos similares. Ellos controlaban la esfera, el lugar de donde extraía su poder, el lugar de donde canalizaba su poder, las máquinas que monitorizaba, las máquinas que manejaba. "Oh, si tengo otra opción, Yawgmoth. Todos tenemos opciones. Podemos rechazarnos, y morir y salvar a cientos de miles de personas." Yawgmoth simplemente se encogió de hombros. El movimiento fue suficiente. Su armadura de piedras de poder acentúo el movimiento impulsando su espada a lo largo del cuello de la artífice en jefe. El acero cortó a través de la piel, a través de los músculos, a través de la tráquea. En el repentino aerosol, chispas saltaron de miles de conductos. Un humo blanquecino onduló alrededor de la silla. La mujer convulsionó dentro de los brazos relucientes de esta. Desapareció, la espada casi le había rebanado su cabeza, pero las oleadas de energía a través de la silla chamuscaron su figura muerta. Yawgmoth dio un suspiro de leve consternación y retiró su espada. Esta goteó sobre el suelo emparrillado del núcleo de control. Caminó tranquilamente a través de la malla metálica acercándose al siguiente hombre. Allí estaba sentado un joven artífice, temblando. Para haber alcanzado ese puesto a su edad ese hombre debe de haber sido un niño prodigio. Era bueno. Los prodigios son brillantes pero maleables. Yawgmoth limpió distraídamente la hoja resplandeciente sobre el hombro del hombre. Fue un acto con el objeto de asustarlo. Funcionó muy bien. No salió ninguna sangre sino otro líquido, más abajo, que llenó la silla y la electrificó. El niño prodigio convulsionó y murió lentamente.

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Yawgmoth sacudió la cabeza y siguió adelante. El humo se enrolló detrás de él. El joven prodigio gritó lleno de agonía. Había seis asientos más, seis artífices más, cada uno atado en su lugar y custodiado por los Pirexianos de Yawgmoth. Aunque todos ellos murieran, Yawgmoth aún podría tomar el mando de la Esfera Nula. Conocía la mente de Glacian, y al conocerla, conocía todo acerca de esa estación. Aún así, sería más conveniente delegar las funciones. Él deseaba comprometerse personalmente en otro lugar. El siguiente artífice era un resignado anciano de pelo blanco. Había sufrido medio siglo de política en el sindicato de los artífices, había sobrevivido a un imperio cambiante, y esperaba vivir unos momentos más. Yawgmoth se irguió junto al hombre y miró hacia abajo. "Se da cuenta que esto es sólo un tecnicismo. Yo mismo puedo sentarme en estas sillas, comandar la esfera. Usted no salvará a nadie negándome. Se salvará usted mismo si me complace." Su espada se deslizó en su posición en el cuello del anciano. "Es su decisión." El artífice asintió en silencio y dijo: "¿Cuál es su voluntad, Lord Yawgmoth?" Una sonrisa de satisfacción se extendió por el rostro de Yawgmoth. Su espada no se movió de la garganta del anciano. "Quiero que señales a las criaturas artefacto Thran del Desfiladero Megheddon." El anciano cerró los ojos en concentración y movió las manos con destreza a través de las matrices de piedras de poder en su sillón de mando. "¿Quiere que las apague?" "No," dijo felizmente Yawgmoth. "Quiero que las vuelvas contra los Thran. Quiero que les ordenes destruir a su propio pueblo." * * * * * Al mediodía, la batalla cambió. Gemidos salieron de diez mil bocas. Thran y enanos, elfos y Viashino, minotauros y bárbaros, se asomaron por detrás de baluartes de cadáveres para ver lo que pasaba. Los ejércitos de artefactos Thran estaban retrocediendo. Las mantis voltearon alrededor y llegaron a las cimas de las trincheras. Los lanceros sacaron sus armas plateadas de los Halcytas muertos, giraron las cosas sangrientas alrededor y salieron a la carga. Los trituradores dejaron de masticar Pirexianos y rodaron hacia los Thran. "Esto no es un retirada," farfulló el Comandante Enano Curtisworthy. Con la mano que le quedaba tomó su hacha de guerra. "Es una traición." En un instante la ola asesina de metal y carne se estrelló sobre el comandante. Una mantis guerrera emergió escalando la pared de los cuerpos y arrebató el cadáver superior de la pila. Mandíbulas filosas se cerraron en el rostro de la cosa. Un impío resplandor provino de sus ojos sedientos de sangre. El Comandante Curtisworthy hundió su hacha en las fauces mecánicas. El metal se encontró con el metal. El hacha se clavó en el rostro de la máquina mordiendo profundamente y dividiendo paneles brillantes. La cabeza de la mantis se abrió y sus engranajes y cables quedaron al descubierto. La mantis no se detuvo. Con el hacha encajada en su cara pasó por encima de los restos de la muralla. La máquina de seis patas se irguió encima del enano manco. Sus garras delanteras fueron de la velocidad del rayo aferrando la cabeza de Curtisworthy para aplastarla. El comandante no había soltado su hacha. Rugiendo, arrancó la hoja todavía incrustada en el rostro de la mantis y el cráneo de plata se partió como una nuez. Debajo

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de este se escondía un nudoso circuito mecánico. Ojos vidriosos cayeron de sus cuencas arruinadas. La mantis se estremeció y se puso repentinamente rígida. El hacha se desprendió. Curtisworthy no. La mantis todavía lo agarraba. Colgando por encima del suelo ensangrentado, levantó su arma para asestar un golpe final. El filo dividió el cráneo de la mantis. Un chorro de vapor amarillo salió despedido de su cabeza escindida. Curtisworthy saltó hacia atrás retirando la cabeza de las filosas garras de la máquina de guerra. La mantis se derrumbó. Curtisworthy contempló la batalla. El frente había pasado por delante de él. Las traicioneras criaturas artefacto, los guardias Halcytas y los Pirexianos recorrían el terreno. No había ni un solo aliado en cien metros a la redonda. Peor aún, un Pirexiano de aspecto lobuno trotó hacia Curtisworthy. Era una cosa horrible, con la piel de color rosa estallando encima de hombros imposiblemente grandes. Las mismas fuerzas impías que habían estirado las clavículas de esa bestia habían extendido los huesos de su mandíbula en un par de malvados colmillos. Decenas de dientes se apretaban encima de esa boca y un fuego llenaba sus ojos compuestos. El Pirexiano dio un espectacular salto aullando. Curtisworthy arrojó su hacha en la trayectoria de la cosa. Su puntería fue certera. La cuchilla golpeó al Pirexiano como había hecho con la mantis guerrera: en la cabeza. Trituró a través del rostro lleno de dientes y las cavidades nasales y el arco superciliar. Cortó a través del saco cerebral y se introdujo en el cerebro. Dos ataques y dos muertes, ambas con la mano izquierda. Excepto que aquello no fue una muerte. Lo que deshizo al guerrero de metal no pudo detener a este Pirexiano. El cerebro que se escurrió de aquella hendidura no era ningún órgano vital. Se necesitaría la mente de un lagarto para luchar como este… El Pirexiano mordió a través del brazo bueno de Curtisworthy con colmillos afilados y dientes ensangrentados. La piel y el hueso se dividieron. Los huesos crujieron. Los dientes se reunieron con los dientes. Hubo sangre, mucha sangre. Curtisworthy cayó de espaldas, mirando hacia la cosa. Alguna vez había sido un hombre, pero ahora ¿qué era? Encorvado y horrible el monstruo se irguió contra el cielo ardiente. ¿Era este el futuro de los Thran? ¿Era este el futuro de toda Dominaria? El Comandante Enano Curtisworthy apartó la mirada. Si ese era el futuro de Dominaria, él no quería verlo. Su visión final fue aún más extraña. A medida que su sangre brotaba de él vio una gran orbe gris, una luna colgando tan bajo en el cielo que no había cielo. No pudo imaginar lo que podría ser. Brillaba refulgentemente. Proyectó una luz cegadora sobre Halcyon pero lanzó al desfiladero en una profunda oscuridad. El ejército de la Alianza Thran huyó en ese valle de muerte. "¿Qué podía ser? ¿Qué podía significar?" Vislumbró algo pequeño caer del vientre de la gran esfera en el centro del desfiladero, en medio del ejército en fuga. La oscuridad desapareció repentinamente en un resplandor de otro mundo. El Comandante Enano Curtisworthy sonrió por última vez y murió.

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Capítulo 17 Dos años antes de la Guerra Thran-Pirexiana…

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espués del levantamiento de los Intocables tomó meses sanar y reconstruir

Halcyon. Primero vinieron días de humo negro. Oscuras columnas se alzaron de hogueras hacia el cielo. Vientos burlones arrancaron a empujones el hollín ascendente. Cenizas fúnebres flotaron para posarse sobre los vivos. Manchas de grises se pegaron a caminos rojos en medio de enjambres de insectos. La carne inmolada buscó la sangre seca, ambas se reanimaron en los estómagos de las moscas. Aún cuando las piras cesaron, nubes de hollín ascendieron en espiral burlonamente sobre la ciudad. Las brigadas de cubos de agua que habían enmudecido los incendios de los techos ahora lavaban las calles ensangrentadas. Un olor nauseabundo llenaba el aire. La sangre se aferraba a las botas y dejaba huellas en todos los pisos. Permanecía debajo de las uñas y en los pliegues de las manos. Ellos nunca se quitarían esa sangre, nunca. Se filtró en los espacios intermedios de los adoquines y fluyó en grandes ríos sépticos debajo de la ciudad. Giró en las nubes de polvo y se deslizó en el interior de los Halcytas cada vez que respiraron. Tan pronto como los muertos fueron quemados y su sangre lavada de la superficie de las cosas, que las procesiones de duelo comenzaron en cada distrito, en cada terraza, surgieron al mismo tiempo. Los ritos públicos eran antiguos pero casi olvidados después de siglos de paz. La gente vistió humildemente de negro. Efigies de muerte fueron perseguidas por las calles. Porcinos fueron azotados hasta sangrar. Trompetas sonaron a todas horas en canciones fantasmales. Durante un tiempo, Halcyon se sumergió en el embrujo del dolor humano. Estos desfiles incluso desafiaron las calles donde trabajaba el cuerpo de salubridad y donde los guardias Halcytas derribaban edificios semi-destruidos, reconstruían techos, levantaban paredes con cemento, y trabajaban en todos los aspectos de la reconstrucción. Los mismos jóvenes guerreros que habían defendido la ciudad ahora se levantaron de las cenizas. La gente los amaba. La gente amaba a Yawgmoth. Es el amor más que cualquier otra fuerza lo que supera la pena. Los meses pasaron. Los muertos persistieron sólo en la memoria y en el tono de las grietas del adoquinado. La ciudad fue reconstruida. Incluso el templo, el mayor símbolo de la

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esperanza que los Thran habían conocido, apresuró su finalización. Yawgmoth conocía el estado de ánimo de las personas. Ellos estaban listos para salir de la desesperación y celebrar la victoria. Yawgmoth les daría la ciudad más hermosa que jamás hubieran tenido. Ese día era el día: la dedicación del templo y el primer día de la Fiesta de las Victorias. Había habido muchas victorias: el fin de los ataques de abajo, la inminente desaparición de la tisis, la terminación del templo, y la radiante esperanza del paraíso de Yawgmoth. Muchos en el Consejo de Ancianos también creían que ese día sería el momento ceremonial perfecto para que Yawgmoth renunciara a las riendas de las fuerzas armadas. Sin embargo, en la víspera de toda esta alegría, una sombra había caído sobre la ciudad. Una carabela había llegado una semana atrás trayendo en su interior un grupo de embajadores de rostro sombrío. El primero era un enano de la lejana Oryn, un imperio subterráneo de las montañas en Jamuraa. Yawgmoth y sus eugenistas habían residido entre esa gente diminuta, sanándoles de la tos negra que les había diezmado. El embajador de los enanos era el Príncipe Delsuum, hijo de un rey cuyo gobierno había durado doscientos años. Delsuum apenas tenía ochenta años, era musculoso y de ojos claros e iba vestido con sedas en tonos brillantes que la mayoría de los enanos habría desdeñado como vanidosas. Yawgmoth lo recordaba como un príncipe sospechoso y obstinado. Una sacerdotisa elfa desembarcó poco después del Príncipe Delsuum. Ella era Elyssendril Ladernmdrith de los elfos de Daelic. Representaba a la gran confederación de naciones forestales en los Dominios. Yawgmoth y sus compañeros de exilio también habían caminado entre esos pueblos, aunque nunca habían conocido a esta sacerdotisa. Tenía los severos rasgos angulares de su especie, grácil y esbelta como un puñal y casi tan fría. Su ropa consistía en una tela no tanto tejida como crecida, en algunos lugares tan suave como una hoja de palma y en otros tan cutánea como la lana. El bastón viviente que llevaba se enroscaba con zarcillos de hiedra que proclamaban el dominio de su deidad. Miró a la gran ciudad como si se tratara de un carbunclo de leprosos. También había otros: un par de bárbaros vestidos con pieles de ciervo y sombreros formados con gallinas disecadas. Un triunvirato de minotauros siguió después. Los hombres-bestia causarían una sensación aún mayor en las calles de la ciudad que el enano: chistes sobre torpes y lascivos hombres-toros eran comunes en las plazas de los mercados de Halcyon. Incluso los otros delegados evitaban acercárseles. El siguiente arribo fue el de una anciana mujer felina quien esperó fastidiosamente hasta que la brisa hubiera refrescado la pasarela antes de desembarcar. La que alguna vez había sido una guerrera entre los de su exótica raza era ahora una clara matriarca, la autoproclamada Reina de las Mil Tribus. El último de todos era un canoso lagarto anciano de la volcánica Shiv. Cada recién llegado era un peldaño más bajo en la cadena del ser, lejos de la humanidad Thran. Estas bestias eran retrocesos, excavados de entre las rocas y los árboles colgantes, vistiendo pieles muertas. Eran medio animales. Sus cuerpos eran toscos, construidos para la violencia. Sus mentes y sociedades eran lo mismo. Todos habían recibido a Yawgmoth cuando él y sus compañeros habían llegado, sanadores humanos en medio de ellos. Todos habían pagado sus labores con la desconfianza y el odio. Habían tratado a los eugenistas como una molestia, fenómenos humanos entre su pueblo. Ahora eran ellos los fenómenos. Tan pronto como desembarcó, el contingente ofendió a los ancianos que los fueron a recibir. Despreciando las ofertas de amistad, la delegación pidió una audiencia inmediata con todo el consejo reunido. Se les explicó que los miembros del consejo

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estaban desperdigados por todo el continente y que un consejo como tal no se podría convocar en menos de una semana. El Príncipe Delsuum les indicó que no tardaran más de ese tiempo o el cuerpo de embajadores se iría y su mensaje no sería entregado, "provocando un gran peligro para Halcyon." Eso fue todo. Sin indicar de por qué habían venido los embajadores se retiraron a los cuartos asignados a los huéspedes de estado. La semana pasó. La dedicación del templo había llegado. La Fiesta de las Victorias estaba a punto de comenzar. El consejo se reunió para escuchar las noticias de los embajadores bárbaros. Había un aire de fiesta debajo de la cúpula del Salón del Consejo. Los ancianos de Halcyon vestían túnicas brillantes de celebración. Traían con ellos risas y conversaciones en voz alta. Hacía semanas que sus ojos habían estado puestos en ese día y en la Fiesta de las Victorias. Independientemente de la razón que los había convocado allí, no se desviarían mucho de la fiesta cívica. Yawgmoth y Rebeca estaban entre los ataviados para el festival. Rebeca llevaba una túnica amarilla con un entramado de bordados y cintas. Las túnicas de Yawgmoth eran grises como la luna. La pieza del hombro de la túnica tenía incrustaciones plateadas de brillantes piedras de poder destinadas a recordarle a la ciudad sobre los guerreros plateados que el comandaba. "¿De qué se trata todo esto?" preguntó Rebeca. Yawgmoth se encogió de hombros para indicar su tranquilidad. "¿Acaso la diplomacia enana no es un oxímoron?" Rebeca se tapó la boca mientras reía. Hizo una pausa colocando las manos juntas. "Bueno, si las historias son ciertas, los enanos por lo menos son directos. Tal vez irán al punto y nos permitirán llegar a la ceremonia de dedicación." Yawgmoth le agarró las manos envolviéndolas en las suyas. "No te pongas nerviosa. Nada puede alejarte de este día." "No es mi día." "Bueno, entonces, nada puede alejar este día de tu templo." "No es mi templo." "Mira, aquí vienen." El revuelo en el piso de la Sala del Consejo se calmó cuando entraron los delegados bárbaros. Estos lo hicieron por la puerta principal de la cámara. Los minotauros marcharon con un golpe militar en sus cascos, tan brillantes como la obsidiana. Detrás de ellos venía el Príncipe Delsuum, de punta en blanco con la heráldica de Oryn. Miró debajo de cejas rojizas y hubiera podido parecer majestuoso si no hubiera sido por su estatura. Su cabeza sólo llegaba hasta las nalgas de su escolta de minotauros. Elyssendril Lademmdrith venía después, engalanada con sedas de motivos de follaje. Bárbaros humanos y hombres lagarto cerraban la marcha. Los ancianos vieron esta extraña procesión con una paciente indulgencia. Sólo los ancianos de Losanon y Wington se pusieron de pie con una solemne atención mientras los embajadores marcharon hacia el podio en el centro de la cámara. La voz del moderador se alzó, "En orden, Consejo de Ancianos. Hoy recibimos emisarios del extranjero. Démosles la bienvenida." Aplausos comenzaron como una lluvia gentil. El desfile de los delegados marchó a paso sombrío hasta el podio. Los minotauros se colocaron en tres lados, y los hombres lagarto en el cuarto. Mientras tanto, el príncipe Delsuum subió al atril. El escalón casi fue demasiado para él haciéndole contonearse.

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"Espero que pueda ver por encima del atril," dijo Yawgmoth en voz baja a Rebeca. El Príncipe Delsuum subió y miró hacia abajo en dirección a Yawgmoth, como si hubiera oído el comentario. Sacó y desenrolló una hoja de pergamino de un tubo de documentos colgando a su lado. Sus manos temblaron ligeramente mientras lo aplanaba en el atril. "El consejo puede sentarse," dijo el moderador. El grupo se sentó con un estruendo de bancos y susurros de papel. El Príncipe Delsuum se aclaró la garganta. El sonido se canalizó a través de las piedras de poder colocadas a su alrededor y reverberó nerviosamente debajo de la cúpula. Leyó: "Yo, Príncipe Delsuum de la casa reinante de Oryn, he sido seleccionado para hablar en nombre de una coalición de las cinco grandes razas no-humanas del mundo: enanos, elfos, Viashinos, minotauros, y pueblos felinos. Representamos a veinticinco naciones y también hemos entablado una alianza con los humanos no-Thran de Jamuraa y los humanos Thran de las ciudades-estado de Losanon y Wington…" El anuncio trajo un revuelo de especulación al piso de la Sala del Consejo. El Príncipe Delsuum levantó la vista de la página buscando un momento para secarse la frente. El moderador indicó que se hiciera silencio y los guardias se tensaron a lo largo del perímetro. El silencio fue inmediato. El príncipe enano respiró profundamente y reanudó la lectura: "Venimos a ustedes con una historia que les será conocida, una historia de peste y guerra civil y masacre. Por supuesto, siempre habrá pestes, ¿pero desde cuando las pestes han llevado a levantamientos y a matanzas por doquier? ¿Desde cuando excepto en estas últimas décadas? ¿Y desde cuando estas pestes han impulsado a un hombre a la altura de una nación? Sólo desde que ese hombre se convirtió en un sanador. Sólo desde que ese hombre prometió una cura. Sólo desde que pretendió controlar una peste para poder tomar el control de una nación." "Ese hombre ha venido entre nosotros. Ese hombre usó la tos negra en Oryn para provocar la rebelión de los trabajadores. Él, sus compañeros de exilio, y sus rebeldes casi asesinaron a mi padre, casi destruyeron un milenio de dominio enano bajo la montaña, casi convirtieron a este monstruoso hombre en un rey entre los enanos. Ese hombre convirtió el moho de los Bosques de Argoth en una plaga virulenta que casi devoró a los elfos de allí. Sus agentes secuestraron a la Sacerdotisa Elyssendril Lademmdrith y a sus sanadores y tomó de rehén a toda la población a cambio de la cura. Una vez que ellos pagaron el rescate el solo entregó agua endulzada y doce sanadores muertos. Ese mismo hombre soltó la muerte blanca entre los minotauros Talruaanos simplemente para estudiar sus efectos. Ese hombre propagó la rabia entre los reinantes guerreros felinos de Jamuraa hasta que se separaron en un arrebato de furia. Ese hombre envenenó a las tribus humanas de Gulatto Meisha." "Ese hombre capturó y diseccionó al bey de los Viashinos Shivanos." "Nosotros creímos en él y hemos pagado un alto precio por nuestros errores. Ahora hacemos un llamado a la extradición inmediata de este monstruo de Halcyon. En el nombre de las cinco grandes especies no-humanas de Dominaria y de los humanos no-Thran de Gulatto Meisha y los humanos Thran de Losanon y Wington exijo la inmediata extradición del sanador conocido como Yawgmoth." El espinoso silencio que había acompañado la presentación del príncipe enano en ese momento crujió como un trueno. Toda la asamblea se levantó. Algunos gritaron. Algunos sacudieron sus puños. Otros se levantaron y quedaron boquiabiertos y sin aliento. El rugido de protesta y de acuerdo sacudió al enorme edificio.

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Las cejas de Rebeca dibujaron una línea severa. "¿Cómo se atreven a venir aquí y hacer estas acusaciones?" El moderador volvió a pedir silencio. "¡El príncipe sigue en el atril!" Los guardias lucharon con los representantes más turbulentos de la sala. El resto guardó silencio aunque nadie se volvió a sentar. "Él nos engañó," dijo el príncipe enano sin leer. "Él les está engañando. Esta tisis que les afecta, él la ha utilizado para ascender a las alturas de su ciudad. En poco más de seis años ha pasado de ser un exiliado a ser casi un rey. Se ha hecho cargo de su ejército y creó un ejército propio. Ellos están apostados a través de las ciudades-estados de este Imperio. Su poder sólo se ha comprobado en Losanon y Wington. En otros lugares, Yawgmoth gobierna como lo hace aquí. Envía a sus críticos entre los enfermos. Libera a aquellos que le sirven y elimina al resto. Regula la distribución del suero e infecta a cualquiera que se le opone. Ha reformado su ciudad a su imagen. Les rogamos que miren a su alrededor. Vean el fruto de las obras de este hombre. Él es el mal enmascarado en el bien, la enfermedad enmascarada en la curación, la dominación enmascarada en la servidumbre. Deténganlo antes de que se convierta en el gobernante de toda Halcyon, de todo el Imperio Thran. Si él asciende tan lejos, lo consideraremos como una declaración de guerra, una guerra mundial. Si no se nos entrega a nosotros Halcyon tendrá que luchar contra el resto de Dominaria." Ya no hubo ninguna esperanza de retener los gritos. El moderador gritó impotente para pedir silencio. Los ancianos salieron de sus asientos y se metieron en los pasillos. Los minotauros pisotearon con furia amenazando con embestir a todo el que se les acercaba. "No te preocupes Yawgmoth," dijo Rebeca agarrando su manga. "Ninguno de nosotros cree estas mentiras." El sin responder se liberó de ella, se acercó a uno de los minotauros y lo miró directamente a los ojos. "Déjame pasar," dijo Yawgmoth. "Quisiera hablar por estos cargos." Tomando la medida del hombre y sin mirar a la multitud furiosa detrás suyo, el minotauro inclinó la cabeza ligeramente y le hizo señas a Yawgmoth para que siguiera adelante. El subió al podio, su figura gigantesca al lado del diminuto Príncipe. Su sola aparición calmó a la multitud. Con una sola mano en alto, él los hizo callar. "Halcytas, Thran, embajadores, todos, ustedes conocen mis obras. Ustedes saben que yo he defendido hasta al último de ustedes y ayudado a reconstruir una ciudad devastada por los Condenados. Ustedes saben que he ideado un tratamiento para la tisis y estoy cerca de descubrir una cura. Ustedes saben que yo, con Rebeca, buscamos guiar a nuestro pueblo hacia un futuro libre de guerras y enfermedades e incluso de la muerte. Júzguenme por mis obras." Una gran ovación llenó la cámara y gritos de "¡Si! ¡Si!" "Ahora hagamos que concluya este infeliz asunto y levantemos la sesión para irnos a la tan esperada celebración. Pido que se vote. ¿Alguien me secunda?" "Yo secundo," gritó Rebeca. "Entonces, dejemos que la votación decida sobre esta propuesta, ¿el Sanador Yawgmoth debería permanecer en su puesto, sin ser afectado por la petición de extradición? Los que estén a favor, voten sí." La sala del consejo rugió con la respuesta. "Sí." "Los que estén en contra, voten no." La respuesta fue igual de fuerte. "No." Yawgmoth miró hacia la sala, el asombro y la furia en sus ojos.

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"Hago un llamado para una cuenta de ancianos," dijo el asesor. "Ancianos, recuenten, registren y reporten los votos de sus ciudades." Mientras los ancianos lucharon para volver a juntar a sus contingentes Yawgmoth sólo continuó mirando con una ciega incredulidad a las masas. La voz del príncipe enano le llegó por debajo. "Ellos te conocen, Yawgmoth. Incluso después de que purgaste a tus enemigos en medio de ellos, el resto de ellos te conoce. Incluso después de que inundaste la ciudad con tus fieles servidores te conocen al igual que te conozco yo." Sin mirar hacia abajo, Yawgmoth respondió con frialdad. "Usted no me conoce o no habría venido aquí a hacer esto." "Tenemos un recuento," anunció el moderador. "Ancianos informen sus votos. Indiquen extradición o no extradición." El más anciano de la primera ciudad-estado gritó: "Chignon vota por la extradición." El siguiente anciano gritó: "Losanon vota por la extradición." "Wington vota por la extradición." "Nyoron vota por la no extradición." "Seaton vota por la no extradición." "Foenon vota por la no extradición." "Orleason vota por la no extradición." Yawgmoth respiró, agarrando el borde del atril. Tres por extradición y cuatro en contra con sólo la Anciana Jameth de Halcyon faltando emitir su voto. La mujer pareció realizar un gran esfuerzo cuando dijo: "Halcyon vota…por la extradición." Un sonido jubiloso vino del enano al lado de Yawgmoth. El grito fue extraño contra el gruñido que se movió a través de la cámara. El moderador pidió silencio. "Cuatro ciudades a favor y cuatro en contra. La moción pasa a los líderes del consejo. Cuando diga sus nombres den sus respuestas. Quienes estén a favor de la extradición, voten sí. Quienes se opongan voten no...." Yawgmoth observó con ojo de halcón a cada líder allí: sacerdotes y sanadores, héroes y nobles, mientras el voto salía de sus gargantas. Por cada voto en contra, se produjo un sí, de manera que los votos estaban igualados en trece cuando le tocó su turno. Quedó tan sorprendido al oír su propio nombre que le tomó un momento darse cuenta de que lo estaban llamando. "¿Tiene dudas de usted mismo?" se burló el príncipe enano. "No," dijo Yawgmoth. "Mi voto es no." "Y, por último, Rebeca de Halcyon," dijo el moderador. "¿Cuál es su voto?" Rebeca miró a Yawgmoth, una extraña mirada en sus ojos. Parecía que lo estuviera viendo por primera vez. Sin embargo él no supo decir si esa mirada traía alegría o terror. "Mi voto," comenzó a decir ella con su voz siendo un susurro. Se aclaró su garganta y dijo: "Mi voto es no." "Quince en contra, trece a favor. Extradición denegada." El grito de respuesta fue una mezcla de ovación y de alarido. La mirada de Yawgmoth se clavó en aquellos que se le habían opuesto, uno por uno. * * * * * Rebeca había estado demasiado nerviosa por la reunión del consejo para dar su discurso en la dedicación del templo. Yawgmoth se ofreció a ir en su lugar. Se dirigió al

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centro del templo en medio de los aplausos de una inmensa muchedumbre. Su imagen fue proyectada en una multitud de miniaturas a través de la ciudad a sus pies. Esta brilló en todos los ojos levantados hacia allí. Brilló enorme y divina en las nubes. Su voz retumbó como un trueno a través de una estola de piedras de poder. "Siento nublar este día feliz con malas noticias pero debo hacerlo. Esta misma mañana, un grupo de embajadores de las naciones extranjeras apareció en la Sala del Consejo y declaró la guerra al Imperio Thran. Enanos, elfos, hombres lagarto, minotauros, felinos, han jurado atacarnos. Han traído bárbaros humanos entre ellos e incluso han puesto a Losanon, Wington y Chignon en contra de nosotros." Él no esperó a que el furor de la multitud de abajo se apagara. Su voz podía superponerse a todos los gritos. "En este momento de crisis, cuando el mundo nos ha declarado la guerra, y tres de nuestra propias ciudades-estado han iniciado una guerra civil, no tengo más remedio que disolver el consejo y asumir el control de la nación." Él ignoró completamente los gritos. "He ordenado que los cuerpos de salubridad y la guardia Halcyta los escolte a sus hogares para mantener a la ciudad libre de pánico y disturbios. La misma orden se está llevando a cabo ahora mismo en Orleason, Seaton, Nyoron y Foenon. Mientras tanto, la guardia Halcyta y los cuerpos de salubridad en las ciudades-estado rebeldes han recibido la orden de retirarse antes de ser capturados y asesinados por esta malvada coalición." Un terror silencioso respondió a esas palabras. Su voz cambió de líder militar a padre gentil. "No teman, pueblo de Halcyon, gente del imperio. Los he salvado antes. Los volveré a salvar. Fue saliendo de la barbarie de una guerra como nosotros ascendimos a este noble lugar. Saliendo de ella volveremos a ascender una vez más. No abandonen sus sueños por el glorioso futuro, pueblo de Halcyon. Estos no son más que los dolores de parto del cielo que les he prometido."

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Capítulo 18

"

D

ile que él es un monstruo," farfulló Glacian miserablemente en medio del

brillante aparato que lo mantenía con vida. "Ella ya sabe tu opinión," susurró Rebeca a través de un borde de su túnica y mirando por encima del hombro a donde Dyfed esperaba impaciente. La caminante de planos no se dignó a cubrir sus hermosos rasgos, agria con irritación. Se puso de pie, las caderas ladeadas, los brazos cruzados y los labios dudosos. Haber sido convocada por el amuleto azul de piedras preciosas cuando no había una crisis inmediata fue bastante irritante. Haber sido convocada por dos personas que habían robado el amuleto de su legítimo propietario, de Yawgmoth, eso iba casi más allá de su capacidad de soportar. El constante correteo de trasgos a su alrededor, empujando y recogiendo, no hizo más que deshilachar aún más su ya andrajosa paciencia. "Dile que él ha matado a los delegados," farfulló Glacian. "Él no lo ha hecho," gruñó Rebeca. "Los mantiene como rehenes en algún lugar, ¡no estás ayudando!" Ella se volvió rígidamente hacia la caminante de planos y dejó caer su capa. "Perdona nuestros susurros. Glacian quiere darte las gracias por responder a nuestra convocatoria." Dyfed asintió superficialmente. "Dile que ha encarcelado a los ancianos," dijo él arrastrando las palabras. "Es un momento de crisis para nuestra ciudad-estado y nuestro imperio. Estamos bajo amenaza de ataque. Yawgmoth ha utilizado su control de los ejércitos para tomar el mando del imperio. Ha disuelto el Consejo, ha encarcelado a los ancianos de las ciudades-estado rebeldes. Si estos nos atacan él podría verse obligado a ejecutarlos." "¿Qué tiene esto que ver conmigo?" Glacian murmuró, "Dile que debe alejarse de Yawgmoth…" Rebeca sacudió la cabeza con violencia. "Queremos que te lleves a los ancianos a un lugar seguro. Hay cerca de un centenar de ellos." La frente de Dyfed se arrugó y ella inclinó la cabeza. "¿Quieren que haga qué?" Rebeca se giró por completo de su esposo y declaró "Conozco tu poder. Me he metido a través de las Eternidad Ciegas contigo. Sé que puedes simplemente aparecer

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en la cueva de internamiento y envolver a esos cien ancianos en tu poder y llevarlos a un lugar donde estarán a salvo." Incrédula, la caminante de planos dijo: "Pensé que eran amigos de Yawgmoth. ¿Ustedes quieren que yo devuelva a los líderes capturados de la rebelión a sus propios ejércitos?" Rebeca frunció el ceño con consternación. "No. Llévalos a otro mundo. Llévalos a uno de tus planos paradisíacos. Un lugar donde puedan vivir seguros hasta que haya pasado el peligro." "Serían miserables. Ninguno de ellos podría construir ni un cobertizo, ni encender un fuego. Sería como poner bebés en una guarida lobos." "Trasgos," se interpuso Glacian. "Dile que se lleve a algunos de mis trasgos de la plataforma de maná. Podrían ser siervos. Podrían construir refugios y trampas para cabras. De todos modos Yawgmoth los matará tarde o temprano." Rebeca parpadeó con asombro a su marido. "Glacian pide que también lleves trasgos a ese mundo paradisíaco, sus trasgos, que podrían servir a los ancianos." Dyfed bajó la cabeza y rió. "¿Quieren que me lleve a cien ancianos y a un centenar de trasgos a un paraíso en algún lugar?" Rebeca dijo con ojos suplicantes: "Tu puedes hacerlo con un solo pensamiento. Es una pequeña bendición que concederías al genio de Halcyon, al mismo hombre que te trajo por primera vez aquí." Sus ojos se endurecieron y su voz se redujo a un susurro. "Yawgmoth es mi jefe, mi amigo… tal vez más. Esto no es una traición, sólo un acto de misericordia… sólo la simple solicitud de un genio enfermo, que pueden estar muriendo pero que quiere que otros vivan." El lado furioso se había ido de la mirada de Dyfed. Pasó al lado de Rebeca y se acercó a la silla de ruedas donde estaba sentado Glacian. Una mano delgada descendió para tocarlo, para acariciarle su pecho devastado por la tisis. "Está bien. Haré esto por ti, Glacian. Había olvidado quien fuiste… quien eres. Es un pequeño favor y yo lo haré por ti." Luego, sin mover un músculo, desapareció del lugar. Los trasgos retrocedieron del espacio donde había estado. Rebeca se acercó a la silla de ruedas colocando reflexivamente la bata para cubrir su boca y nariz. "Marido, hoy has hecho algo bueno. Has salvado muchas vidas." El apartó el rostro de ella como si sus palabras hubieran sido una bofetada. "¿Cuál es el problema?" "Esa maldita capa sobre tu boca. Dyfed no cubrió la suya. Ella me tocó." "Ella es una caminante de planos," dijo Rebeca. "Y tú eres inmune." Dijo todavía sin mirarla. "¿Qué pasa si no lo soy?" "Tocas a diario las piedras de poder del templo. Podrías contraer la enfermedad de ellas tan fácilmente como de mí." Rebeca bajó lentamente el borde del manto y se acercó a la silla. "Tu crees que soy repugnante." Una mirada de miedo cruzó su rostro. "No. A la enfermedad la encuentro repugnante…" "Yo soy la enfermedad. Eso es todo lo que soy." Rebeca estiró su mano desnuda tal como lo había hecho Dyfed. La puso, temblando, en la escabrosa piel del pecho de Glacian. Cerró sus ojos y tragó, dejó la mano allí. Sólo entonces él se giró para mirarla.

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"Tú estás enamorada de él. Él te engañó incluso a ti. Sólo estás esperando a que me muera para poder estar con él." "No," dijo Rebeca retirando la mano. Ella lo miró, repulsión y amor luchando en su interior. Se inclinó con un rápido movimiento y lo envolvió en un fuerte abrazo. "No, esposo. Nosotros somos almas gemelas. Es sólo la enfermedad, y la guerra, y la agitación. No, él no me ha engañado. Él te curará. Es por eso que creo en él. Porque el te va a curar. Él nos sanará a todos nosotros. Y tú y yo bailaremos juntos en el Templo Thran cuando se acabe este maldito negocio." "¿Qué es esto?" dijo un grito imperioso en la puerta. Yawgmoth caminó por el suelo hacia Glacian y Rebeca. Ella no soltó a su marido. Se aferró a él como si supiera que ese sería su último abrazo. Yawgmoth envolvió un brazo poderoso a su alrededor y dio un tirón. No pudo moverla. Gruñó y tiró con más fuerza. Su mano libre despegó sus dedos alejándolos de la espalda de Glacian. La piel desgarrada sangró a través de la bata que llevaba él. "¡Suéltalo! Te estás infectando. ¡Te estás matando a ti misma!" gritó Yawgmoth. "¡No! ¡Déjame en paz!" El le arrancó la otra mano y un pus negro brotó debajo de las uñas de ella. "¡Mira lo que te has hecho a ti misma!" Glacian quedó fuera de quicio, gimiendo de desesperación y agonía. "¡Mira lo que le has hecho a tu marido!" "¡Suéltame!" gritó Rebeca agitándose contra su agarre. Yawgmoth ignoró su lucha. La sacó a rastras de la habitación de Glacian mientras su marido gritaba epítetos ininteligibles detrás de ellos. Aunque sus brazos eran bandas de acero, la voz de Yawgmoth fue de seda. "Se que todo ha sido demasiado para ti. Lo sé. Has sido valiente todos estos años. Has visto como cada método ha fallado en sanarlo. Todavía lo amas, aún devastado como está…" "Déjame ir…" "…pero piensa en Glacian. Él no querría ponerte en peligro. El no quiere que sufras como él está sufriendo." Yawgmoth pateó violentamente la puerta de su laboratorio y arrastró a Rebeca en su interior. La arrastró pasando al lado de mesas y estanterías hasta un armario donde estaban almacenados los sueros. Abrió las puertas del armario, tomó una botella de alcohol, y sacó él corcho con los dientes. "Glacian no quiere que te suceda nada y yo tampoco" Volcó el ardiente material generosamente sobre las manos, los brazos y el pecho de ella. "Esto matará a cualquier germen que podría haberte contagiado." "¡Maldito seas! ¡Maldito seas, Yawgmoth!" "Shhh, shhh, shhh," le exhortó él. Ella estaba empapada, de la cabeza a los pies Yawgmoth tomó un frasco de suero y un frasco de algo más. Con una sola mano, introdujo las mezclas en una vejiga con aguja, forzó a su descontenta cautiva para que lo enfrentara e inyectó la solución en el brazo. Ella clavó sus uñas en su pecho por un momento antes de caer en sus brazos. "Shhh, shhh, shhh. Eso ayudará a tu cuerpo a combatir cualquier infección que podría haberse metido en tu sangre. Está bien. Ahora estarás a salvo. No te enfermarás. Yo no dejaré que te enfermes." Con la voz ronca por gritar, Rebeca dijo: "¿Por qué no lo curas? ¿Por qué tu suero no funciona para mi marido?" Yawgmoth dijo en un tono desolado, "No lo sé. Honestamente no lo sé. Su caso ha sido diferente desde el principio." "Tu lo has hecho diferente. Tu no quieres que se recupere."

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"Oh, sí, Rebeca," le tranquilizó Yawgrnoth. "Si lo quiero. Necesito que esté bien. Necesito que sea capaz de luchar contra mí por tu mano. No robaré la esposa de un inválido." Rebeca se apartó de él y lo miró fríamente a los ojos. "No hagas esto. No juegues conmigo. He pasado por mucho." "Lo sé. Has pasado por mucho. Has mantenido una vigilia durante siete años. Pensé que yo te estaba haciendo un favor al permitirle permanecer aquí, pero él siempre ha estado fuera de tu alcance. Eso no es un favor. Ahora el cuerpo de salubridad se encargará de él. Lo llevará a las cuevas de cuarentena. Ellos tienen tratamientos nuevos y más agresivos… mucho mejor que estos trasgos y artilugios. Ellos le cuidarán. Ellos le curarán. Te lo prometo Rebeca. Y yo nunca he roto mis promesas." "¿Le curarás?" Una frágil luz iluminó sus ojos. "Dime que tú lo curarás." "Yo lo curaré, Rebeca. Te lo prometo." * * * * * Los ancianos no estaban muy contentos. Habían sido llevados a un paraíso pero no era su paraíso. La salvación es una cosa relativa. Uno hubiera pensado que habrían estado mejor en cualquier sitio menos donde habían estado: sepultados vivos en una caverna oscura durante tres semanas. Un finísimo arroyo que corría a lo largo de su base les proporcionaba agua para beber, para bañarse y eliminar los residuos, tal era su situación. Racimos de setas débilmente brillantes y grillos ciegos que a veces aparecían recortados contra las setas eran la principal fuente de sustento. Lo peor de todo eso era saber que Yawgmoth les había sellado allí. El peso de su desaprobación fue tan enorme e ineludible como los dos mil metros de roca entre ellos y el aire del mundo superior. En comparación con ese lugar, esa tierra verde y exuberante debería haber sido un paraíso. Altos bosques, anchas praderas, ríos caudalosos, la tierra era abundante y virgen. Tenían todo un mundo para explorar, un lugar agradable para esperar el fin de la guerra. Un paraíso excepto por un hecho: el desierto. Las figuras más importantes del Imperio Thran quedaron reducidas a miserables pioneros. Durante las últimas semanas se acurrucaron juntos en ropas sucias y hechas jirones. Estaban peor vestidos, más delgados y más acobardados que los trasgos de la plataforma de maná que circulaban entre ellos. "…podría habernos transportado a cualquier lugar en Dominaria," arremetió la Anciana Jameth, "pero opta por traernos aquí." "Podría haberlos dejado que se pudrieran en la cueva," le señaló Dyfed categóricamente. "Y esto es sólo temporal, sólo hasta que se acabe la guerra y ya no haya mas amenazas hacia ustedes y que ustedes ya no sean una amenaza para el imperio." "Exigimos que nos regrese a nuestra nación," dijo la anciana. "Usted no exige nada," le espetó Dyfed. "Por el momento, esta es su nación. Lo pueden ver desde aquí pero estamos en la cima de una montaña invertida. Igual que su extrusión. Esta los mantendrá a salvo de los nativos y a ellos de ustedes. Estos trasgos les ayudarán. Trátenlos bien. Ellos tendrán una mejor idea que ustedes sobre que plantas son venenosas y que carnívoros son peligrosos. Ellos construirán refugios para ustedes, recolectarán alimentos, servirán como sus sirvientes personales, y todo ello debido a que Glacian se los pidió. Siéntanse como en su casa. Les vendré a buscar cuando la guerra haya terminado." Ella les dio la espalda preparándose para partir. "Espere," gritó la Anciana Jameth. "Por lo menos díganos el nombre de este lugar."

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"Llámenlo como quieran," dijo la caminante de planos con sencillez. Justo antes de desvanecerse de la existencia agregó, "Los nativos de este mundo lo llaman Mercadia." * * * * * Había sido un descenso infernal. Los manifestantes habían destruido el ascensor de Dungas. Glacian descendió a la manera antigua, trasladado a través del camino en zigzag por un grupo de trasgos. Los trabajadores del cuerpo de salubridad marcharon con espadas y linternas delante y detrás de su camilla. Hubo dos veces en que los fuelles dejaron de funcionar y el grupo bajó a Glacian sobre el pasaje para efectuar la reparación. Cada vez que había sucedido había perdido el conocimiento antes de que el mecanismo hubiera podido ser reparado. Cada vez que había sucedido se había despertado a la tenue luz de los faroles colgados sobre los muros de piedra de la cueva. El descenso finalizó. El camino se niveló y amplió. El aire frío de la cueva dio paso al cálido olor rancio de la respiración humana en espacios reducidos. Los trasgos, liderados por el cuerpo de salubridad, procedieron por un sinuoso pasillo, pasaron al lado de una serie de cuevas laterales, y se introdujeron en la cueva de cuarentena. Atravesaron el arco y entraron en una amplia caverna. Glacian había esperado sentir un hedor a carne podrida. Lo que olió fue algo peor, el áspero olor a productos de limpieza. La cueva de cuarentena había sido transformada desde el ascenso de Yawgmoth. Los faroles brillaban a través de la enorme cámara, sus paredes y su suelo habían sido fregados y pulidos hasta haber quedado limpios de toda inmundicia. Las viejas estanterías habían sido derribadas y sustituidas por pilas ordenadas de celdas blancas. Parecían casi ataúdes blancos en los que los enfermos podrían residir en completo aislamiento de la radiación de las piedras de poder y la contaminación cruzada. Cada sarcófago tenía un número, cada uno un conjunto de tablillas con gráficos. Trabajadores del cuerpo de salubridad vestidos de blanco y con máscaras se movían en pasarelas situadas entre los grupos de ataúdes. Anteriormente, los pacientes habían sido víctimas de la plaga en cuarentena. Ahora eran sujetos de prueba. Ratas de laboratorio. La limpieza, la privacidad, los atentos sanadores: estos cambios no estaban destinados a asegurar la comodidad o la decencia o la curación. Estaban destinados a asegurar resultados fiables. Los trasgos transportaron la camilla al centro del complejo. Un hombre vestido de blanco esperaba con un nuevo conjunto de tablillas de informes. "Hola, Glacian. Bienvenido a las cuevas de cuarentena de Halcyon. Recibí tus antecedentes esta mañana. He preparado una cápsula de curación especialmente grande para acomodar tus aparatos…" Glacian se inclinó débilmente sobre su camilla apenas logrando girar su cabeza para ver al hombre que le habló. "No tú," farfulló. "No tu, Gix."

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Capítulo 19 R

ebeca descendió hacia la quinta puerta aérea de Halcyon. Ella la había

diseñado, un gran pasaje en forma de ojo con anchas rampas elevadas a cada lado. Una progresión de profundos escalones conducían hacia arriba desde el centro. Cada uno era lo suficientemente ancho como para contener cincuenta trabajadores de los muelles a la par, cada uno lo suficientemente largo como para permitir dar tres pasos antes de subir al próximo. La puerta había sido un buen diseño pero ahora estaba siendo destruida. Guardias Halcytas pululaban por allí y en medio de ellos: Yawgmoth. El Señor de Halcyon estaba parado sobre el arco de piedra caliza. Sus túnicas de estado ondulaban en el viento. Observaba a los trabajadores tirar de cables de acero a través chirriantes poleas, luchando para colocar un cañón de rayos metálico encima de la pared. Esta gran arma le había costado a la ciudad una pequeña fortuna y Yawgmoth había instalado nueve en cada una de las cinco puertas. Las armas habían venido de los viejos cuadernos de Glacian y Yawgmoth se jactó de que cualquiera de ellas podría derribar aeronaves a kilómetros de distancia. Le había asegurado a la ciudad que esas armas podrían hacer a la ciudad más segura en caso de invasión e incluso había compensado el costo enviando más de este tipo de armas, en un margen considerable, a las otras cuatro ciudades-estados leales. "Una necesidad, una necesidad," se quejó Rebeca mientras subía caminando por la interior escalera de caracol a la cima de la puerta de enlace. "Nada que sea feo es una necesidad." Era uno de sus muchos credos repetido durante los últimos años. Rebeca llegó a la parte superior del arco. Yawgmoth estaba cerca. Sonrió al verla… pero no, no era a ella sino al cañón de rayos establecido en la pared de piedra caliza que tenía delante. Mientras los cables bajaban Yawgmoth se arrodilló al lado de la carcasa brillante pasando los dedos con ternura a través de ella. "Hermosa," susurró emocionado. "No puedo imaginar algo más hermoso." "¿Y qué tal una puerta que no esté repleta de armas?," preguntó Rebeca con las manos en las caderas. Yawgmoth miró hacia arriba y hacia ella, oscura en medio de la aureola de su lejano templo. "Hola, Rebeca. Puedo imaginarme una cosa más hermosa que este…"

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"¿Y qué sigue? ¿Catapultas en la cúpula del consejo? ¿Lanzallamas en el templo?" El continuó acariciando el arma. Su rostro se reflejó en ángulos distorsionados por su carcasa. "Si tú hubieras diseñado estos sitios para la defensa así como para la belleza, estas modernizaciones no hubieran sido necesarias." "Nada que sea feo es necesario." Yawgmoth se puso de pie con sus rasgos serios. Se irguió sobre el arma, la arquitecta y sobre toda la ciudad baja. "Te equivocas en eso, Rebeca. La fealdad es necesaria. Nosotros, los Thran, no fuimos lanzados hacia arriba por visiones de belleza. Fuimos impulsados desde abajo por la fealdad. La acobardada lujuria, la violenta depravación, nos hicieron subir a la luz. El imperio fue forjado en la guerra no en la paz. Se levantó de la lucha y otra lucha se acerca: una guerra fea y violenta que nos conducirá hacia la divinidad." Rebeca lo miró a los ojos. Ese solo hecho fue un ejercicio de la voluntad. Su poderosa figura era la negra encarnación de todas esas fuerzas bestiales que describió. El era brutal y hermoso a la vez, apóstata de todo lo que ella antes había creído. "Guerra civil, naves ardiendo, campos de muertos… ¿merece la pena?" Él parpadeó retirándose por un momento en sus espacios interiores. "Yo me alcé de entre lo leprosos y las víctimas de la peste para gobernar el imperio. Glacian descendió de las glorias a la decadencia. La paz trae la tisis, una degeneración progresiva. La guerra trae la piresis, una generación progresiva. Así es como nos levantaremos, Rebeca… impulsados desde abajo." Rebeca negó con la cabeza y le dio la espalda. Yawgmoth envolvió un brazo poderoso a su alrededor. "Entiendo que tu marido está progresando bien." La mención de Glacian envió arañas de culpa arrastrándose a través del cuero cabelludo de Rebeca. Ella se apartó de él. "Lo tienes en todo un régimen. Injertos de piel, agujas en los nervios, baños de alcohol, sanguijuelas, emplastos…" "La salud a través de la lucha. Nos acercamos a una cura definitiva. La mayoría de los pacientes están respondiendo bien. Incluso tu marido, a pesar de sí mismo." "¡Él está en agonía!" "Por supuesto. Sin ti..." El aire a su lado brilló con una presencia repentina. La figura tomó forma saliendo del cielo claro. Dyfed apareció repentinamente allí. "¿Interrumpo algo?" preguntó con una sonrisa arqueando sus labios. Yawgmoth se giró hacia Dyfed, una mirada ávida en sus ojos. "¿Lo has encontrado?" La sonrisa de la mujer se amplió aún más. "Sí. ¿Te gustaría venir a ver?" "¿Es perfecto?" preguntó Yawgmoth emocionado. "Nueve esferas separadas, cada una con una ecología única." "¿Es amplio?" "El espacio de la tierra es tan grande como lo era su imperio antes de la rebelión… y con trabajo puede ser el doble o tres veces eso." "¿Es… hermoso?" Dyfed cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó la cadera. "¿Quieres venir a verlo o no?" "¿De qué se trata todo esto?" les interrumpió Rebeca. Los ojos de Yawgmoth se pusieron febriles. "Tu hablaste de la fealdad pero déjame enseñarte para que será todo esto." Extendió la mano hacia ella.

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Rebeca quiso rechazarla pero no podía… ya no más. Tan pronto como su mano se posó en su poderoso agarre que Yawgmoth se volvió y tomó la mano de Dyfed. "Llévanos allí. Llévanos al paraíso." Sin ni siquiera un parpadeo de sus ojos Dyfed los llevó lejos a través de las veloces distancias. Su unión con Yawgmoth envió una brillante envoltura de poder a su alrededor. Esta se extendió de su mano a la de Rebeca. El terror la llenó. No pudo moverse, ni siquiera pudo respirar. Sintió la violenta succión del espacio entre los mundos a través de su piel. Fue como si langostas la hubieran rodeado con sus mandíbulas desgarrando la membrana de maná. Luego el caos desapareció. Dyfed salió de las Eternidades Ciegas y se introdujo en un mundo amplio, verde y hermoso. El trío estaba de pie en un afloramiento rocoso. Debajo de ellos yacía una selva primitiva con troncos de árboles de seis metros de ancho y cientos de metros de alto. Las despeinadas copas de los helechos y cipreses respiraban fácilmente en los vientos azules del lugar. Un amplio canal solitario rompió las copas de los árboles, un río enorme y serpenteante muy por debajo. El agua negra se movía sin problemas bajo el espeso dosel aquí y allá reflejando retazos de la luz del sol en las hojas. Enormes serpientes se enrollaban sobre ramas gruesas. El chillido de pájaros extraños llenaba el aire. Más allá del bosque se extendía un prado verde. Llegaba hasta un largo y bajo grupo arrugado de montañas grises en la distancia. "Es hermoso," dijo Rebeca y descubriéndose que jadeaba. Dyfed la miro sonriendo. "Más que hermoso. Fecundo e inmenso. A cada ciudadano Thran, incluso a los rebeldes y los niños, se le podría otorgar mil hectáreas y aún así el imperio sería dueño de la mitad de la tierra. Este es un mundo deshabitado, la criatura más inteligente de aquí tiene un cerebro del tamaño de una castaña. Está bien abierto para su colonización." "Sin guerras, sin enfermedades..." dijo Rebeca. "Has duplicado el tamaño del imperio sin una sola muerte." Yawgmoth aspiró una profunda bocanada de aire fértil. "Primero traeré a todos los que tienen la tisis aquí, lejos de las piedras de poder y sus auras asesinas." Miró con cariño a Rebeca y la atrajo hacia él. "Quiero que diseñes una nueva enfermería para esa colina de allí, por encima del río y más allá de los aleros del bosque. Quiero que diseñes una instalación que admita a nuestras estrategias agresivas de curación pero también que le proporcione a los pacientes luz del sol, aire fresco, vistas hermosas...." Ella lo miró a los ojos como si estuviera viendo un amanecer. "Oh, Yawgmoth. Esto sólo les curaría. Sé que lo haría. Sólo el estar fuera de las cuevas los sanaría. Estar lejos de las piedras de poder y bajo el sol." "Yo quiero que la enfermería haga mucho más que sanarles. Quiero que los perfeccione, Rebeca. Quiero que los fortalezca, que los cure de la mortalidad." La duda oscureció los ojos de Rebeca. "¿Tu quieres hacer qué?" Una mirada extrañada llenó su rostro. "Tu fuiste la que creó la arquitectura de la ascensión. Tu fuiste la que diseñó un templo al que solo se podía entrar dejando el mundo." "Sí, pero todo eso significa aspirar a la divinidad, ser moldeado por su belleza y perfección, ser moldeado por ella pero no convertirse en ella. ¿Acaso nosotros nos podemos convertir en dioses?" Dyfed rió. "Eso ya se ha hecho con bastante facilidad." Ella se dirigió hacia los otros dos, se apoderó de sus manos, y luego salió de la cresta rocosa donde habían estado. Las dimensiones se cerraron a su alrededor como

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una flor atrapada de pronto al caer la noche. Cuando se volvió a abrir estaban de pie en un lugar muy diferente. En lugar de un eterno cielo azul había un elevado techo de elegantes vigas metálicas. Remaches y pernos gigantes formaban constelaciones regulares en la curvada bóveda. Pilares de muchos metros de altura conectaban el techo con el suelo. En la base de esto se abrían chimeneas plateadas aunque no salía ningún hollín de ellas. Un suelo tan brillante como un espejo se extendía a sus pies reflejando el techo distante. Aquel era un mundo de plata y acero, sin un atisbo de pigmentación o herrumbre. Sin un sol o luna o estrellas, el mundo metálico sólo estaba iluminado por el resplandor del propio metal reflejado infinitamente. Rebeca murmuró. "¿Qué es este lugar? ¿Dónde estamos?" "Este es el mismo mundo," dijo Dyfed, "pero una esfera diferente. La primera esfera, donde estábamos antes, se encuentra en el exterior. Esta segunda esfera está anidada en la primera. Esto es lo que tus poetas de la antigüedad llamaban las bases del mundo." Rebeca apuntó hacia el techo y preguntó: "¿El mundo que acabamos de dejar... está ahí arriba?" Dyfed se limitó a asentir. "¿Estas… inmensas columnas... las bóvedas curvas de ahí arriba… sostienen el peso de un mundo?" dijo Rebeca anonadada. "Sí," dijo Dyfed. Rebeca trastabilló perpleja contra Yawgmoth. Él sonrió. "Ella es una arquitecta. Conoce las ecuaciones de carga, sabe lo que se tardaría en construir un mundo como éste." Rebeca susurró: "Los cimientos del mundo..." "Tienen más de un solo sentido," respondió Dyfed. "Estas columnas de metal no solo sostienen el mundo de arriba sino que esta esfera de metal es el origen de todo lo que ves arriba." Rebeca negó con la cabeza. "¿Cómo puede ser que este lugar haya dado a luz a ese lugar? No hay comida, ni agua, ni luz del sol. Nada podría vivir aquí." Dyfed señaló hacia el exterior a lo largo del suelo espejado. Algo se movió en la penumbra, muchos ‘algos’. Las criaturas mismas estaban compuestas de metal pulido y corrían como un amplio enjambre de hormigas. Algunas tenían la configuración de las hormigas. Otras tenían cientos de pies. Más aún tenían diseños arácnidos o figuras como ninguna criatura biológica. Se aproximaron a los tres invasores con algo como el hambre. "¿Qué son?" preguntó Rebeca. "Prototipos. Experimentos. Podrían considerarlas como máquinas altamente avanzadas o criaturas nacientes. Fueron desarrolladas aquí. Este es una especie de laboratorio, uno carente de la contaminación de la vida biológica. Estas criaturas son mecanismos, sí. Pero más tarde los modelos, mejores modelos, se convirtieron en las serpientes del mundo de arriba." "¿Eran mecanismos?" preguntó Rebeca. "¿Eran máquinas?" "Máquinas vivas," le corrigió Dyfed. "Respiran. Comen. Se reproducen. Evolucionan. Mueren. Sólo porque sus orígenes estén en el artificio y no en la biología no significa que no estén vivos. Aunque son metálicos, su carne y el follaje de las plantas que comen podrían alimentarte, Rebeca, y tú, a su vez, podrías alimentarlos." La sonrisa de Yawgmoth sólo se profundizó. "Nos has encontrado no sólo un imperio primitivo. Nos has encontrado un depósito de invenciones. ¿Acaso Glacian no estaría feliz, Rebeca?"

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"No, si somos comidos," dijo ella nerviosamente mientras las bestias metálicas convergían sobre ellos. Dyfed se estiró hacia sus compañeros. Los insectos gigantescos llegaron justo cuando ella se aferró a ellos. Las antenas chispearon con el poder, las garras se arrastraron hacia el interior, las mandíbulas sujetaron los cuellos, cuellos que se habían desvanecido de la existencia. Los tres cayeron a través de los espacios de entre los mundos y luego llegaron a un mundo aún más extraño que los dos últimos. Era un laberinto de tuberías. Algunas de kilómetros de ancho. Otras eran tan anchas como los dedos de Rebeca. Se enrollaban y retorcían a lo largo de las distancias oscuras de esa esfera. Muchas brillaban con un calor interno, como si transportaran magma. Algunas rezumaban líquidos alquitranados. Un rollo de tuberías de cerámica púrpura gorgoteó con océanos descendentes. Era un espacio ruidoso: enorme y amenazante. "Es el mismo mundo pero una esfera más profunda," dijo Rebeca. "Lo estás entendiendo," dijo Dyfed. "Aquí todos los elementos de los otros planos son encaminados y canalizados. Es el gran mecanismo que reproduce el funcionamiento de un mundo natural." Rebeca estaba jadeando lentamente. Miró atontada por la comprensión. "Si este mundo es todo de artificio… ¿quién es su creador?" Miró a Dyfed y preguntó: "¿Tú?" "No," dijo ella sacudiendo la cabeza. "Aunque te doy las gracias por el cumplido. No. Este lugar fue creado por un antiguo y poderoso caminante de planos. Fue la obra de su vida." "Entonces, ¿cómo puedes simplemente otorgarlo?" preguntó ella. "Si esto no es tuyo, si es el mejor trabajo que realizó un caminante de planos en toda su vida, ¿cómo puedes simplemente cederlo al imperio?" "¿Quieres que te muestre?" preguntó Dyfed agarrando la mano de Rebeca y extendiendo la otra a Yawgmoth. El retiró la suya. "Primero muéstranos el resto. Dijiste que había nueve esferas aquí, una anidada dentro de la otra." "Sí, una para cada ciudad-estado y una para Yawgmoth." "Entonces veamos el resto." "Se oscurecen de aquí en adelante, la siguiente es el nivel de los hornos, con incineradores de kilómetros de altura que ahora no están trabajando. Hay enormes montones de refinerías y molinos metálicos. Luego está la quinta esfera, sólo un mar de aceite. Hay una allí abajo que es más caliente que un sol. No es muy acogedora," dijo y luego tomó la mano de él. "Pero la novena esfera…" Esta vez la oscuridad desigual del entre-mundos no fue tan aterradora como el lugar al que entraron. Estaba completamente oscuro y quieto. El aire olía a carne podrida. Incluso en la oscuridad asfixiante Rebeca podía sentir que esta esfera era muy pequeña… sólo tan grande como el laboratorio de Yawgmoth en la enfermería. Debido al lodo suave bajo sus pies ella supo que la mayor parte de la esfera estaba llena con el cadáver de lo que había habitado allí. "¿Acaso esto es acogedor?" dijo Rebeca apretando una mano sobre su boca. "En cierto modo, sí," respondió Dyfed. "El maestro de este lugar murió hace un mes. Todo esto morirá poco a poco después de él. A menos que, por supuesto, el mundo nos de la bienvenida para tomar el lugar del maestro." Ella despertó una luz sobre su mano extendida. El resplandor salpicó a través del gran cadáver.

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"Un dragón," dijo Rebeca con voz entrecortada. Ella estaba de pie en las caderas en descomposición de la criatura. Escamas disecadas se enroscaban como hojas de otoño alrededor de sus pies. Debajo de estas, carne podrida se aferraba a los huesos caídos. Buscó un lugar vacío sobre el cual pararse pero el dragón muerto ocupaba toda la esfera. "¿Un dragón creó todo esto?" Dyfed habló desde la cima de los restos de cuero de un ala donde estaba parada: "Sí. Un dragón era su forma favorita. Es por eso que la primera esfera está llena de serpientes, hecha a su imagen. Pero en verdad, su figura original era un ser humano." Ella agitó la mano. Allí, en el aire pútrido entre ellos, se formó un rostro fantasmal: la visión de un hombre. Parecía un Glacian anciano, sus finos rasgos estaban envueltos en una larga barba blanca y en greñas de pelo. "¿Desde aquí el podía controlar todo el plano?" preguntó Yawgmoth atentamente. "Sí," respondió Dyfed. "¿Si quitamos su cadáver yo podría controlarlo desde aquí?" insistió él. "Si. Ocho esferas para las ciudades-estado y la novena esfera para Yawgmoth." "¿Si unes este plano a una piedra de poder puedes utilizarlo para crear un portal permanente desde Halcyon?" "Ese es el plan," afirmó Dyfed. Yawgmoth sonrió, sus ojos repletos de sueños. "Será un mundo de generación progresiva… de piresis. Será un mundo llamado Pirexia."

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Capítulo 20 L

a ciudad estaba preparada para la guerra. Cañones de rayos se erguían de

cada una de las cinco puertas aéreas. Se colocó un gran peñasco esférico para cerrar la puerta de entrada. Balistas pesadas situadas a lo largo del resto del muro soportaban proyectiles con puntas de piedras de poder que podrían romper el núcleo del motor de una nave enemiga. Nuevos espejos hiperbólicos colgaban a cada lado de la extrusión, con equipos entrenados para enfocar rayos en los ejércitos de tierra del enemigo. Cada día que pasaba se requisaban más carabelas y se las modernizaba para el combate aireaire y aire-tierra. La guardia Halcyta había duplicado su tamaño, cada soldado preparado para demostrar una lealtad fanática y entrenado en el uso de las nuevas armas del arsenal de Glacian. El cuerpo de salubridad era igualmente numeroso, bien equipado y guiado. Se movieron entre la población administrando el suero, limpiando los pocos casos finales de tisis, y acopiando contagios para su uso en ataques relámpago contra los invasores. Los artífices de Halcyon trabajaron día y noche en unos diseños que había dejado Glacian sobre una máquina para cargar piedras de poder. Cuando se activara, este dispositivo podría recargar una piedra de poder vacía, absorbiendo la fuerza vital de toda planta, animal y soldado en un gran radio. Halcyon no fue la única ciudad que se preparó para un asedio. Las otras cuatro ciudades-estado leales: Nyoron, Seaton, Foenon y Orleason, se dispusieron y atrincheraron de la misma forma. Cada una podría soportar la furia de la Alianza Thran, como los bárbaros llamaban a su variopinta fuerza. La Alianza Thran quería a Halcyon y a su campeón, Yawgmoth. Sólo enviarían fuerzas simbólicas a las otras ciudadesestado. Una vez que esas fuerzas fueran derrotadas, Yawgmoth llamaría a sus leales soldados eugenistas de esas ciudades para converger en el ejército bárbaro. Se podía decir que la guerra ya estaba casi ganada. El arma más poderosa de Yawgmoth era la piedra de poder que tenía en su mano. El cristal, del tamaño de dos puños cerrados, estaba perfectamente formado. Sus facetas eran múltiples e impecables. Su núcleo era tan oscuro como las Eternidades Ciegas. Ese cristal capturaría la esencia de su mundo paradisíaco y lo llevaría a las

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Cuevas de los Condenados. Allí, la piedra se dividiría, creando un portal permanente de Dominaria a Pirexia. Dyfed estaba parada junto a él en el centro de Pirexia. El hedor a muerte se había ido. El húmedo cadáver había sido apartado. No quedaba ni rastro del derrumbado cuerpo del dragón. Yawgmoth y su cuerpo de salubridad habían catalogado meticulosamente cada tejido y pedacitos de la bestia caminante de planos llenaban la antigua enfermería en la ciudad. La esfera que la criatura había gobernado había sido limpiada por completo para que no se mantuviera ni un solo fragmento del antiguo amo de ese mundo. Yawgmoth era ahora el maestro de Pirexia. "¿Estás seguro de que deseas realizar el ritual?" preguntó Dyfed. "Un hombre mortal podría no sobrevivir a la embestida de esas energías. Sólo un caminante de planos…" "Caminantes de plano, mortales..." dijo Yawgmoth restándole importancia. "He diseccionado al caminante de planos que gobernó aquí. He investigado cada tejido, analizado cada órgano. No había ni una sola parte mística. Era una criatura biológica como yo. Era esta cámara la que lo hizo un dios y esta cámara también me hará su dios. Yo sobreviviré." "¿Cómo puedes saber eso?" "Lo he sentido," respondió Yawgmoth. Su voz sonó con un esplendor metálico mientras caminaba hacia el borde que corría a lo largo de la esfera. Caminó hasta que se paró en una pared curvada, perpendicular a Dyfed. Se puso en cuclillas con su mano acariciando cariñosamente el vientre interior de la esfera. "Lo sentí. Mientras extraía cada escama de la criatura muerta, mientras recolectaba cada tendón, sentí crecer el hambre de esta cámara. Esta perdió pieza por pieza a su último maestro. Y me ha aceptado, pieza por pieza, como su nuevo amo." Dyfed cruzó los brazos sobre el pecho. "Ten en cuenta que serás un conducto para cada energía de este mundo. La actualidad y la potencialidad pasarán por ti para imprimir la piedra. Una vez iniciada, la descarga de energía continuará hasta el final, aunque seas consumido en el proceso." "Ya me he convertido en un conducto para estas energías. Puedo ver a través de los ojos de las serpientes en la primera esfera. Puedo sentir cada brasa latente en los hornos del cuarto nivel. Puedo flotar a lo largo de la base cristalina del mar de aceite. Puedo hacer que el mundo respire y deje de hacerlo." "Pero tu no eres un caminante de planos, Yawgmoth," le recordó Dyfed. Los ojos de Yawgmoth refulgieron cuando dijo: "Me convertiré en uno." "No puedes hacerlo," dijo Dyfed. "Es algo con lo que nace una persona. Es una semilla de grandeza. Sólo uno en un billón la tiene. La semilla no está en ti." "¿Cómo lo sabes?" le exigió Yawgmoth caminando por la pared hacia ella. "Debido a que los caminantes de planos la pueden detectar en los demás. Es un olor a destino." Los labios de Yawgmoth dibujaron una blanca línea recta. Sus párpados temblaron tensamente. "Estás equivocada acerca de mí. Yo soy el destino encarnado. Cambiaré el mundo para siempre. Cambiaré el Multiverso." Dyfed esbozó una sonrisa engreída. . "Está bien. Quieres ser un dios. Veamos que tan bien lo haces Volveré para recoger la piedra… si sobrevives." Desapareció, dejando a Yawgmoth solo en el santuario interior. En el mismo momento en que ella se fue la cámara se apoderó de él. No hubo ningún cambio físico. La esfera se mantuvo intacta pero los músculos de la magia convergieron alrededor de él y lo levantaron en alto. Fue como ser atrapado en la convulsión de un corazón gigante. La intensa presión abrió su mente con una explosión.

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Él fue escupido a través de las arterias y vasos sanguíneos del mundo. Se movió a través del laberinto de tuberías en la tercera esfera. Su conciencia fluyó a través de las serpientes acuáticas y saltó entre las pulgas mecánicas. Sus pensamientos nadaron por conductos eléctricos y rodaron a través de cascadas de aceite. Los bosques se convirtieron en redes neuronales. Las fallas se convirtieron en crujientes articulaciones. Las morrenas se convirtieron en músculos. Su antiguo cuerpo no fue más que una piel rota y luego incluso menos que eso, ni siquiera un recuerdo. El mundo era su cuerpo. Siempre lo había sido. Siempre lo sería. La cosmología de las mentes humanas eran simples figuras dibujadas en la tierra. La inmutable moralidad se convirtió en un fango de productos químicos a través de las membranas celulares. Ni un solo pensamiento mantenido antes de ese momento fue lo suficientemente grande o lo suficientemente fuerte o lo suficientemente fiel para permanecer en la mente transformada de Yawgmoth. Cada mota de polvo era parte de él, cada criatura podía ser comandada por él. Podía comprender el todo en un solo pensamiento y podía sentir cualquier partícula con sólo desearlo. El respiró y el mundo respiró. Diez mil hornos cobraron vida en el cuarto nivel. El hollín salió disparado desde unas cientos de miles de chimeneas en el segundo. El sol se intensificó por encima de la primera. Ciclones nacieron y bailaron por todo el mundo, haciéndole salvajes cosquillas. Un súbito terror brotó de todos los animales y plantas a través de las esferas, un terror que en los próximos momentos dio paso a un tembloroso éxtasis. Ellos lo supieron. El mundo agonizante supo que ya no estaba muriendo. Estamos vivos. ¡Estamos vivos! ¡ESTAMOS VIVOS! Fue reconocimiento y adulación y obediencia, todo en uno. El mundo fluyó a través de él y en el interior del cristal que sostenía. Todo lo que era real grabó una réplica perfecta allí. El mundo se retiró repentinamente de alrededor de Yawgmoth. Él se encogió. La sensación fue como caer de una gran altura. La mente que momentos antes había comprendido todo un universo ahora residía en el minúsculo cerebro de un hombre normal. Algo se había entrometido entre el dios y su cosmos, algo o alguien. Se dio cuenta de que sus manos estaban vacías. La piedra de poder había desaparecido. Yawgmoth se tambaleó, cayendo mareado de rodillas. "No es necesario que te inclines ante mí," bromeó Dyfed de repente a su lado. "Un simple gracias hubiera sido suficiente." Yawgmoth apretó los dientes y jadeando contestó, "No tenía ninguna intención de inclinarme ante ti." "Has sobrevivido, Yawgmoth," dijo Dyfed uniformemente. "Eso es bueno. He venido a buscarte. El portal permanente está abierto. He roto la piedra encima de un pedestal espejado. Nada podrá cerrar el portal excepto que se coloque una piedra de poder idénticamente cargada sobre el pedestal." Ella le ofreció una mano y él la tomó. Dyfed le sacó del mundo antes de que pudiera levantarse. Navegaron a través de los espacios vacíos, la caminante de planos alta y majestuosa y el anterior dios agachado y mareado. Llegaron casi instantáneamente a la primera esfera. Las Eternidades Ciegas se alejaron, dejando a Yawgmoth y Dyfed de pie en las llanuras cubiertas de hierba al costado del desfiladero boscoso. Justo delante de ellos se abría un gran portal redondo hacia la oscuridad. Dyfed hizo un gesto a través de este. "Más allá se hayan las Cuevas de los Condenados." Yawgmoth soltó su mano y se dirigió a través de la cortina brillante de oscuridad. Su siguiente paso lo introdujo a una cueva tan negra como la noche.

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Justo delante de Yawgmoth se erguía el pedestal del que había hablado Dyfed, un pilar bajo rodeado de espejos. La luz de Pirexia brillaba refulgentemente desde este. En el lado más alejado del pedestal estaba inclinado un libro grande de acero y vidrio. Estaba tallado con extraños glifos: hechizos de caminante de planos que anclaban el portal en el espacio y el tiempo. Todo el conjunto estaba conectado con cables radiantes al techo de la cueva. Era un artefacto elaborado pero tenía un propósito simple: abrir un portal permanente entre Pirexia y Dominaria. El pedestal espejado era una cerradura gigante y en medio de sus cables yacía la llave, la piedra de poder rota. Aunque Yawgmoth había infundido esa piedra con la esencia de todo un mundo el cristal, ahora negro y vacío, estaba apoyado en mitades desiguales en lo alto del pedestal. Yawgmoth se estiró más allá de los cables, tocó las piedras y sintió su ardiente calor. Unas pocas chispas finales de poder fluctuaron a lo largo de los bordes de los cristales. Respiró hondo y levantó las dos mitades del cristal partido. No tenía sentido permitir que alguien duplicara la piedra y cerrara el portal. Yawgmoth colocó las mitades en un bolsillo de su túnica. Tendría que ocultar esas cáscaras en un lugar seguro. "Un lugar seguro..." Una sonrisa de dientes afilados se dibujó en su rostro. Hubo un suave gemido proveniente de los espacios más lejanos de la cueva. Yawgmoth levantó la cabeza y siguió la fuente del sonido. La siguiente caverna estaba llena de pared a pared con temerosos rostros vigilantes. Ellos se asomaron saliendo de la oscuridad total con sus ojos entrecerrados contra el resplandor que envolvía a Yawgmoth. Debajo de los ojos rasgados había mejillas devastadas por la tisis. Los pacientes yacían en sus cápsulas de tratamiento: un cementerio de ataúdes abiertos, con los muertos esperando la resurrección. Entre las cápsulas estaban los protegidos y velados trabajadores de salubridad. Iban ataviados con el mismo metal blanco y liso de las cápsulas. Los pacientes y sanadores esperaron en silencio. Esperaron para entrar por la puerta tan brillante como el sol. Yawgmoth levantó sus manos delante de ellos y gritó con una voz que fue casi risueña, "¡Bienvenidos, hijos míos! ¡Bienvenidos a Pirexia!" * * * * * Yawgmoth fue un estudio de simpatía largamente sufrida mientras estaba sentado en la pasarela metálica junto a la cápsula de curación de Glacian. Los ojos de Yawgmoth eran rendijas sombrías sobre el pañuelo blanco que protegía su boca y nariz. Sus manos colgaban de resignación entre sus rodillas mientras miraba a las cápsulas vacías a su alrededor. La cueva de cuarentena había sido desocupada de sus restantes pacientes y sus ataúdes de reclusión. Todos y cada uno se estaban dirigiendo a la nueva enfermería. Todos y cada uno, excepto Glacian. "…dice que él ya no está dispuesto a someterse a estos… inusuales… procedimientos," le tradujo delicadamente Rebeca a Yawgmoth. Ella también llevaba una máscara para protegerse del hombre contagioso. "Dice que ya se ha cansado de injertos de piel y agujas y... pomadas enzimáticas." "Estaría muerto si no fuera por todo eso," objetó Yawgmoth con los ojos fijos en la bolsa del sanador a sus pies. "¡Tu y tus monstruos eugenistas!" dijo Glacian en un torpe sinsentido. "¡Tu y tus científicos locos! He visto como aserraban extremidades. He visto como cosían caras. ¡He visto las abominaciones que ustedes esconden en estos sarcófagos vivientes!"

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"Él dice que ha terminado con el cuerpo de salubridad. Dice que no quiere más tratamientos. Que quiere que sus máquinas lo vuelvan a subir," dijo Rebeca. "Sus máquinas se manejan con piedras de poder," protestó Yawgmoth. "Lo estaban matando. ¿No le has hablado de la nueva enfermería? ¿No le has dicho sobre el nuevo mundo?" La exasperación pellizcó el rostro de Rebeca. "Por supuesto que le he dicho. Él no se lo cree. Piensa que es sólo otro de tus trucos." Yawgmoth se paró repentinamente irguiéndose sobre la yaciente figura, leprosa y patética, dentro de la cápsula de tratamiento. "Hay baños de aceite. Aceite iridiscente. La piel lo absorbe y se reconstituye. Se mete en la sangre y ayuda a expulsar de los tejidos la radiación producida por las piedras de poder. Hay nuevos procedimientos. Algunos pacientes son más fuertes que nunca. Incluso hay una nueva y prometedora terapia: implantar una piedra de poder sin carga en el músculo del muslo para introducir el exceso de energía en ella. Aquellos con los implantes han sido prácticamente curados. Sus propios sistemas inmunes se han redoblado. Están haciendo crecer una nueva piel, nuevos músculos, nuevos tejidos. Algunos incluso se están volviendo más altos…" "¡No más!" gruñó Glacian. "Ya me has arrastrado a esta cripta. Ya has desollado mi vida tejido por tejido. ¡No me podrás llevar a otro mundo y convertirme en un monstruo!" "Dice que no quiere ir," dijo Rebeca. Yawgmoth se quedó mirando un momento más a las costras y escamas desparramadas dentro de los pliegues herméticos de la cápsula. "Bueno, yo iba a esperar hasta que ambos estuvieran en la enfermería para contarles las buenas noticias." "¿Qué buenas noticias?" preguntó Rebeca. Yawgmoth le echó un vistazo. "Creo que podría haber descubierto por que tu marido no ha respondido a ninguno de los tratamientos que han funcionado para los demás." "No le hagas caso," gruñó Glacian. "Él no tiene ningún cura. ¡Sólo muerte!" "Calla. ¡Quiero escuchar esto!" le dijo ella. "¿Qué es, Yawgmoth? ¿Qué has descubierto?" "¡Nada! ¡Él no ha descubierto nada!" "Se remonta a la infección. Él fue apuñalado por Gix con una piedra de poder cargada." Glacian balbuceó: "¡Sí! Gix! ¡Su hombre de confianza!" "Silencio," le insistió Rebeca. "Y la piedra de poder explotó poco después de que fue removida de la herida," continuó Yawgmoth. "Esta fue dañada en el ataque. Un trozo de esa piedra podría seguir dentro de él, un fragmento cargado. Tal vez es por eso que ha continuado su degeneración. El fragmento le está contaminando. Si pudiera volver a abrir la herida y removerlo…" "¡No hay ningún fragmento!" rugió Glacian. Rebeca miró a Yawgmoth con ojos sospechosos. "¿De verdad crees que esto es verdad? ¿De verdad crees que un trozo de piedra cargada permanece en él? ¿De verdad crees que extraerlo le hará sentir mejor?" Los ojos de Yawgmoth fueron completamente serios. "Lo creo." Rebeca respiró hondo y susurró: "No quiero que sienta ningún tipo de dolor."

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Yawgmoth asintió. Metió la mano en su bolsa de implementos, deslizó guantes en sus manos, y sacó a la luz una vejiga con aguja ya preparada. Con un movimiento rápido y experto clavó la aguja en la cadera de Glacian y apretó. "No puedo creer que lo dejaste…" llegó a decir Glacian desplomándose, como muerto, con los ojos en blanco rodando en cuencas sin párpados. Rebeca lanzó un pequeño sollozo y se inclinó sobre el rostro de su marido. Sus dedos flotaron impacientemente justo por encima de sus devastados rasgos. Quiso cerrar esos ojos ya que no podía soportar la mirada en ellos pero sabía que no debía tocarlo. Mientras tanto, Yawgmoth estaba ocupado sobre la cicatriz en el abdomen de Glacian. La herida se había cerrado y vuelto a abrir numerosas veces a lo largo de los años y crujió como una vaina de asclepia abierta. Yawgmoth tiró a ambos lados dejando al descubierto un montículo hinchado de pus. Estaba apretado y coagulado por debajo del lugar infectado. "Tendré que ampliar el corte," dijo Yawgmoth. Rebeca desvió los ojos. "Haz lo que tengas que hacer." Ella se agachó para sacar otro par de guantes de la bolsa de médico y se los puso. Cerró suavemente los ojos de su marido y le acarició su descamado rostro. Delicadas lágrimas cayeron sobre la almohada. "Vas a estar bien, mi amor. Él te va a sanar. Él nos va a sanar a todos." Yawgmoth trabajó afanosamente quitando cuidadosamente trozos de sustancia fibrosa de color blanco y rojo de la herida. El bolsillo de la infección se había formado debajo de la pared muscular del abdomen de Glacian apretado en un lado de sus órganos internos. Yawgmoth extrajo lo último que quedaba de la sustancia, tomó un puñado de gasa, la roció con alcohol, y limpió el interior del montículo. A pesar del tranquilizante, Glacian se retorció en la cápsula de curación. Rebeca abrazó su cabeza y le susurró palabras tranquilizadoras. Yawgmoth terminó con la gasa y Rebeca vislumbró una gran piedra de poder en su mano, tal vez una fuente de luz. Luego Yawgmoth estiró el cuello sobre la llaga supurante mirando en su interior. Dio un pequeño grito de asombro por el descubrimiento y pareció meter un brazo en el interior, casi hasta el codo. Cuando lo sacó, la sangre fluyó a lo largo de los pelos de su brazo y debajo del insuficiente guante. Entre dos dedos del guante yacía un fragmento brillante de piedra de poder. Su fulgor estaba atenuado debajo de una gruesa cápsula que había crecido a su alrededor. Un moco sanguíneo encerraba el fragmento. El cristal brillaba a través de su vaina. "Es esto," dijo. "Esto es lo que ha estado matando a tu marido." Rebeca se quedó mirando a la piedra encapsulada de carne. El odio y la esperanza lucharon en sus ojos. "Ahora se pondrá mejor, ya verás," dijo Yawgmoth mientras dejaba a un lado la gasa. Ya había sacado una aguja de su mochila, la enhebró, y cosió la herida. "Ya verás."

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Capítulo 21 Y

awgmoth se aferró al corazón de su mundo, el alma y la esencia

transformada. El no sólo estaba en el corazón del mismo sino también en cada extremidad. Era su sangre. Su conciencia corría poderosamente a través de su mundo. Este lugar, este hermoso y enorme y poderoso lugar era su amor. El mundo también le amaba. Ellos eran uno, él estaba seguro dentro del corazón del mundo y el mundo se mantenía vivo por el doloroso éxtasis de él. El amaba las ondulantes laderas del primer nivel, las serpientes que se entrecruzaban entre los tendones de la tierra, los ríos serpenteantes, las hojas escamosas, las livianas y curvas espinas dorsales de las colinas… Amaba la nueva enfermería que en ese mismo momento tomaba forma mientras su mente respiraba a través de sus zigzagueantes pasillos. Rebeca lo había hecho bien. Los diseños del edificio habían capturado instintivamente el corazón del lugar. A diferencia de sus diseños de Halcyon, que se esforzaban hacia el cielo en un vano anhelo, estas estructuras se fundían con el suelo. Ya no había necesidad de la ascensión. El paraíso yacía en derredor. El gran hall de acceso a la enfermería tenía la forma cónica de la caja torácica de un lagarto, con arcos esbeltos uniéndose por arriba en una bóveda larga y sinuosa. Los tísicos que comían en su interior eran como criaturas viviendo en el vientre de una gran bestia, y así lo eran: la gran, benevolente, y abundante bestia era Yawgmoth. Sus cápsulas de curación ya no eran ataúdes para los muertos vivos. Ahora las cámaras blancas yacían apiladas y decorosas al lado de la enfermería, huevos en el nido de una serpiente. La gente en su interior, como criaturas haciendo crecer colmillos y alas, estaba siendo curada de su tisis. El amaba a esa gente por sobre todos los demás. Salamandras, les llamó en broma. A él le parecían salamandras recién nacidas, piel suave y plácida. Novecientas noventa almas hasta el momento, los habitantes humanos del mundo. El sintió a cada

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uno de ellos y podía entrar en sus mentes y corazones a través de las piedras de poder que residían en los músculos del muslo. Esas piedras sanaron a la gente. Yawgmoth los sanó, los fortaleció y los mejoró a través de las piedras. Sus cápsulas les impregnaban de enzimas y hormonas. Los trabajadores del cuerpo de salubridad los reformó a través de terapias agresivas y audaces cirugías. Fueron reformados por la amorosa voluntad de su creador hacia nuevos seres. Todos los días llegaban más pacientes de Halcyon. Todos los días se apilaban más cápsulas ovoides sobre el nido junto a la enfermería. Todos los días un grupo selecto de cápsulas de salamandras viajaban por los tubos de las esferas descendiendo al cuarto nivel. En los nuevos laboratorios y naves laterales de tanques de aceite iridiscente se tomarían muestras de su carne. Ellos contribuirían como mejor pudieran en su composición hacia la esperanza de un poderoso híbrido de humanidad. La élite del cuerpo de salubridad de Yawgmoth supervisó estos tanques, sacerdotes de la nueva fe en la piresis. Los primeros frutos de sus trabajos ya estaban apareciendo arriba. Las salamandras en sus cápsulas estaban cambiando. Su piel se engrosó, sus músculos se hipertrofiaron, su cabello se hizo más negro y puntiagudo, sus uñas se curvaron en casi garras, las orbitas de sus ojos se ensancharon y las iris dentro se ampliaron, sus mandíbulas se extendieron, y sus dientes crecieron. Los músculos atrofiados que una vez se habían convertido en orejas por los sonidos distantes y las fosas nasales cerradas por el chapoteo de los océanos se engrosaron y reiniciaron su antiguo trabajo. Yawgmoth había tomado a la basura humana de Halcyon y los había hecho más fuertes, más altos, más capaces que los mejores guerreros del mundo de arriba. Él los amaba y ellos a él. Él estaba dentro de cada uno de ellos y su vitalidad les traía a la vida. Todos los días llegaban más y más. Pero otra cosa había llegado ese día, noticias no deseadas. Era inquietante escuchar noticias y no simplemente conocerlas. El conocía la mente de todos los residentes de Pirexia, todos los que llevaban piedras de poder en su interior, pero la persona que trajo las noticias no llevaba dicha piedra. Yawgmoth tuvo que oír su voz filtrada a través del trabajador del cuerpo de salubridad a quien ella se dirigió. "Debo hablar con Yawgmoth mismo," estaba diciendo ella. El trabajador se quedó mirándola a través de la máscara de ojos rasgados que llevaba. Su voz retumbó en la armadura hueca. "Nadie habla con Yawgmoth en persona." "¡Yo construí estos edificios! ¡Mi marido diseñó tu maldita armadura!" dijo ella con los dientes apretados. Ella siempre había sido tan hermosa, esa pequeña y ardiente mujer. "¡Llévame a hablar con él!" El sanador empezó a decir otra respuesta desagradable, pero la voz del propio Yawgmoth se alzó a través de él y se apoderó de su garganta como un puño. "Habla, Rebeca. Te escucho. Hablar con este hombre es como hablar conmigo." Ella parpadeó, con la ira dando paso a la sospecha, y luego al temor. "¿Yawgmoth?" "Soy yo. Habla." "Noticias terribles. Un enorme ataque ha aterrizado en Orleason. La ciudad cayó en un día. Los artífices dentro de ella traicionaron a las fuerzas leales. Ahora todas las armas y naves y guerreros mecánicos de la ciudad están en manos de la Alianza Thran." "¿Cuando sucedió esto?" "Hace un mes aunque la noticia nos acaba de llegar. El cuerpo de mensajeros de Orleason fue el primero en ser asesinado para evitar las comunicaciones. Las naciones

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aliadas han aterrizado y están marchando hacia el interior. Ahora mismo están sitiando Foenon. Se espera que caiga rápido. Si lo hace, seis de las ocho ciudades-estado del imperio serán aliadas de los invasores. Foenon tiene un ejército de mantis guerreras mecanizadas." Yawgmoth odiaba cuando las preocupaciones del otro mundo penetraban en su paraíso. Incluso los asuntos graves parecían detalles insignificantes para el dios-mental en el que se había convertido en Pirexia. Le había permitido a sus lugartenientes, tan leales y despiadados como Gix mismo, que manejaran la mayoría de las amenazas a su gobierno pero eso requeriría su atención inmediata. "¿Escuchaste lo que dije?" preguntó Rebeca. "¿Los cargadores de piedras han sido perfeccionados?" "¿Los cargadores de piedras?" Yawgmoth suspiró, aunque fue el sanador blindado el que lanzó el aliento. "Los mecanismos que cargan las piedras de poder extrayendo la vida de la tierra." "Oh," dijo Rebeca. "No. Los equipos de la plataforma de maná han ideado dispositivos de implosión que rompen piedras para succionar todo lo que está a su alrededor. Ellos están listos, algunos cientos de ellos." "No estoy hablando de ellos. Un solo cargador de piedra podría matar a tantos soldados como mil dispositivos de implosión." "No," dijo Rebeca rotundamente. "Los cargadores no están listos." "Entonces será una batalla aérea: nuestras carabelas de guerra contra las de ellos. Llamaremos a las aeronaves de Nyoron y Seaton para que se reúnan con nosotros sobre Foenon. Si no podemos paralizar a las fuerzas aéreas de los invasores podremos destruir a sus unidades de tierra con el bombardeo. Para ese entonces ya estarán listos los cargadores de piedra." "Tal vez no lo estén," advirtió Rebeca. "Hay ciertos límites prácticos…" "Lo estarán," dijo Yawgmoth con la voz del guardia. "Voy a tener que comandar la batalla aérea personalmente." "Yo también quiero ir," dijo Rebeca impasiblemente. Fue como si él hubiera plantado ese pensamiento en su cabeza. "Sí, Rebeca," dijo. "Tú también deberías ir." * * * * * "Ahí está," dijo Yawgmoth cuando el crucero de comandos llegó a la cima de una línea quebrada de montañas. "¡Luces fuera!" El crucero se volvió negro. Las alas de lona se sacudieron en silencio en la oscuridad. El comunicador envió la orden hacia las otras cañoneras y carabelas de guerra y estas también apagaron sus luces. Sólo el brillo anaranjado de sus motores de piedras de poder se vislumbró en contra de la noche. Un brillo muy diferente encendió la tierra por delante. "Ahí está, o, tal vez, allí estaba." Los fuegos brillaron en lo alto de las montañas distantes. Columnas de llamas se elevaban en medio de edificios en ruinas y paredes horadadas. Diminutas figuras con armaduras salvajes se movían entre las ruinas. El humo negro profundizó la oscuridad por encima de la ciudad. Destellos del fuego proyectaban visiones demoníacas a lo largo de vientres rodantes de hollín. Siluetas sólidas remoloneaban en medio de las sucias nubes sobre la ciudad: una armada de naves atracada al costado de la Foenon capturada. El hecho de que esos barcos permanecieran allí, amarrados borda con borda, era una buena señal. La Alianza Thran pensaba que no tenía nada que temer.

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Yawgmoth sonrió. Su propia fuerza de ataque, la armada Pirexiana, había sido rápida y eficaz. Ni un solo centinela Thran había recibido la noticia del ataque que se avecinaba. Pronto la flota Thran estaría tan devastada como la ciudad. "Foenon," dijo Rebeca al lado de Yawgmoth mientras miraba las ruinas ardientes. Había habido una vez en que esa metrópoli montañosa había sido la más antigua, la segunda más rica, y la tercera más poblada de las ciudades-estado del imperio. Ahora era un muñón humeante. "Por lo menos hubo una lucha por aquí. Por lo menos la gente se resistió. La ciudad no cayó a la traición como lo hizo Orleason." "Ellos negaron a los barcos y soldados invasores, pero aún así, cayeron," murmuró Yawgmoth en el viento sobre la borda del crucero. "Lo sintieron." Rebeca echó la mirada hacia atrás. Nueve delgados cañoneros seguían la estela del crucero. Su paso era tan silencioso y extraño como el de los murciélagos. Más allá de ellos volaba la gigantesca flota aérea de Halcyon, Nyoron y Seaton: buques ariete, carabelas de guerra y bombarderos. "¿Qué vas a hacer? ¿Enviar a los cañoneros en un ataque sorpresa?" "Todos vamos a atacar," respondió Yawgmoth. Se giró hacia el oficial de comunicaciones y dijo: "Ordene a los capitanes que marchen a toda máquina. Que fijen un curso justo debajo de las naves enemigas." "¿Por debajo?" preguntó el oficial. "Debajo. Desgarraremos el vientre de esa armada atracada. Ordénele a los artilleros para apunten los cañones de rayos directamente hacia arriba." El oficial de comunicaciones trabajó febrilmente en una consola de piedras de poder. "Dígale a los capitanes que se amontonen alrededor del crucero de mando en una formación cerrada. No queremos quedar extendidos en una línea cuando las naves comiencen a caer. Ordénele a las naves-ariete que cierren la retaguardia y ataquen una vez que el resto de nosotros hayamos dejado la ciudad atrás. Envíe a los bombarderos sobre la ciudad y dígales que suelten sus dispositivos de implosión." Los ojos abiertos como platos y la frente arrugada de Rebeca fueron visibles incluso en la oscuridad. "¿Sobre la ciudad?" "Ninguno de los nuestros ha quedado con vida allí dentro. Sólo invasores y traidores. Su ejército estará allí, saqueando y violando y asesinando." "Si ellos están violando y asesinando, algunos de los nuestros todavía viven…" "Tal vez deberían haber luchado más duramente si hubieran sabido lo que yo iba a hacer. Tal vez la gente de Nyoron y Seaton luchará más arduamente cuando sepan lo que voy a hacer." No hubo más tiempo para el debate. Las vastas extensiones negras de las montañas se habían alejado por debajo de la nave cayendo en picada. Las carabelas de guerra permanecieron al costado del crucero de mando. Las cañoneras se balancearon en los intersticios. Sus motores pequeños enviaron un tenue brillo sobre los cascos pulidos de los barcos más grandes. Los cañones de rayos fueron apuntados hacia arriba por encima de las cubiertas, preparados para abrir una grieta en el casco de los navíos Thran. Las naves-ariete cerraban la marcha del contingente y los bombarderos se abrieron hacia la oscuridad volando hacia la humeante ciudad. La amarrada flota de la Alianza Thran flotó justo por delante, justo por encima de ellos. Era enorme. Veinte cruceros, cincuenta carabelas de guerra, y tal vez un centenar de embarcaciones más pequeñas. A pesar de sus números todos ellos poseían cañones antiguos. Estas naves habían sido diseñadas para desatar una lluvia pausada y nivelada en una ciudad desde kilómetros de altura o para acompañar a otros buques a distancias cortas. Dado que la mayoría también eran naves que surcaban el mar sus

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cascos eran de madera maciza y no tenían ni armas ni vigilantes. Tranquilas, ciegas e indefensas. Las naves se agrupaban allí como uvas gordas colgando de un árbol elevado. "Maduras para su recolección," dijo Yawgmoth. Una mano agarró la barandilla y la otra se levantó para preparar la señal de fuego. El oficial de comunicaciones preparó el mismo mensaje. Un riachuelo de montaña se deslizaba por debajo de la flota oscura. Las luces de sus motores salpicaron momentáneamente el pico al pasar. Entonces las naves se deslizaron hacia el valle por debajo. La ciudad era una enorme y desigual costra en el centro de ese valle. Las últimas naves-ariete dejaron atrás el borde del valle y dieron un impulso final de velocidad. El motor emitió un resplandor tan difuso como la luz del atardecer a través de la cordillera. Una campana de alarma sonó por delante. Los faroles se despertaron a lo largo de la borda de la nave Thran más cercana. Los gritos aumentaron, audibles incluso en el viento tórrido. Poco importó. La armada Pirexiana de Yawgmoth rugió debajo de la flotilla antes de que un solo invasor hubiera podido levantar un arma. El dejó caer la mano, señalizando y ordenando, "¡Fuego a discreción!" Los cañones de rayos se encendieron. Cuñas triangulares de oro y verde se filtraron de las bocas y salpicaron la cubierta oscura. Columnas de energía pura salieron disparadas hacia arriba. Los arietes embistieron rectos, las explosiones se alzaron para estrellarse audiblemente contra los cascos. Madera de veinte centímetros de grosor se incineró en un parpadeo. Agujeros de seis metros de largo fueron abiertos en los cascos de las naves. Unas cosas llovieron hacia fuera: cosas cercenadas y humeantes y cuerpos cercenados y humeantes. Allí donde los disparos no alcanzaron sus objetivos subieron a través de las sentinas y las cubiertas y las habitaciones dentro de las salas de máquinas. Una masacre. Rebeca se agachó junto a la barandilla mirando con terror como la armada Pirexiana volaba debajo de la flota Thran. Una lluvia de escombros salió despedida de los cascos rotos y golpeó las cubiertas de los barcos Pirexianos. Trozos de metal al rojo vivo se deslizaron sobre los tablones. Una cascada de madera ardiente cayó del firmamento. A estribor, un trozo de casco se estrelló sobre una cañonera Pirexiana. La nave se encendió instantáneamente cuando su motor empezó una reacción en cadena. Cayó como un cometa del cielo. A babor, sacos de grano cayeron desde un barco de suministros destrozado, golpearon una carabela Pirexiana que pasaba por debajo y explotaron en asfixiantes nubes de harina. Algo pesado y húmedo golpeó la cubierta detrás de Rebeca, un hombre… o la mitad de uno. No quedaba nada de la cintura para arriba, sus intestinos cauterizados en su lugar. Los restos se deslizaron y rebotaron sobre la veloz cubierta como si las piernas hubieran esperado escapar. ¿Cómo haría la armada Pirexiana para sobrevivir a este granizo asesino? Rebeca se agachó volviendo la mirada hacia la proa. Justo por adelante un titánico buque Thran se escoró horriblemente. "¡Dividan la armada! ¡Evasión!" ordenó Yawgmoth. El crucero de mando se deslizó por debajo de la carabela Thran mientras esta se desplomaba tres metros. La tripulación cayó por la cubierta inclinada. "¡Están perdiendo ascenso!" gritó Rebeca mirando hacia atrás por encima del borda. La nave se hundió, enorme y estremecedora, entre la rápida corriente de buques Pirexianos. Dos cañoneras impactaron con ella y se desintegraron. Una tercera rebotó en

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su casco rodante. Una carabela Pirexiana se introdujo en la borda Thran y abrió un canal hasta las máquinas de abordo. Otra de las naves de Yawgmoth la habría golpeado de frente si no fuera porque el artillero de una cañonera abrió fuego y le fabricó un paso a través. La nave Thran, cubierta con mástiles rotos y alas enredadas, se desplomó y cayó en picada hacia la oscuridad que se abría más allá de la ciudad. La tripulación, el equipo y las provisiones cayeron de ella como la pimienta de un molinillo. El barco chocó contra la tierra en medio de ejércitos Thran acampados. El núcleo de piedra de poder se partió y provocó una reacción en cadena. Su explosión no se escuchó en medio de la tormenta de fuego de los cañones de rayos pero el fulgor de ella iluminó el gran vientre flotante de la armada Thran. "¡Madura para la cosecha!" gritó Yawgmoth de júbilo. Otra carabela Thran se estrelló. Cayó de repente como si hubiera sido cortado el cordón que la mantenía en alto. Dibujó una trayectoria entre un enjambre de naves Pirexianas arrastrando tres pequeñas cañoneras con ella. Una cuarta chocó con el aparejo, giró violentamente e impactó con otra nave Thran partiéndola por la mitad. Las secciones cortadas se separaron, chispeando y silbando, la una de la otra y se perdieron rugiendo en la distancia. Otras tres naves más cayeron en los siguientes segundos. Veinte más en los minutos siguientes. Las naves Pirexianas esquivaron la mayoría de ellas y desgarraron las entrañas de muchas más. Yawgmoth talló un camino de destrucción por debajo de la flota del invasor. El cielo se estaba cayendo. Los barcos Thran se desplomaron sobre las tropas Thran. Las rocas acribillaron en una lluvia mortal. Los soldados cayeron en los cráteres hundidos. La grieta cortada a través por arriba del cielo fue cortada por abajo a través de la carne y la tierra rocosa. Rebeca se aferró a la barandilla. "¿Por qué pensé que tenía que venir?" La peor vista de todas ellas provino de la ciudad en ruinas. Mientras las naves que caían destruían al ejército al que estaban destinadas a proteger, bombas de implosión destrozaban lo que quedaba de Foenon. Cada bombardero dejó largos senderos de carne, huesos y piedra pulverizada. Las blancas explosiones se cruzaron por todas partes dentro de los muros. Los techos y las paredes se desplomaron en los huecos de succión abiertos por las piedras de poder. Fuegos naranjas llovieron por encima de lo que quedaba sin quemar. Llamas rojas saltaron de los hombros de aquellos atrapados en el incendio. Las personas se agitaron y se sacudieron hasta que sus ropas y su piel y sus músculos fueron totalmente quemados y sólo quedaron los huesos para caer al suelo. "Los cañones están casi agotados," informó el alférez de artillería. "¡Aumenten la velocidad!" gritó Yawgmoth. La armada Pirexiana rugió más rápido. Tres carabelas, un crucero pesado, y una veintena de pequeñas cañoneras habían desaparecido debido a las naves Thran atacadas. "¡Disparen lo que resta!" ordenó Yawgmoth. "¡Llame a los bombarderos! A toda máquina hacia Halcyon." El crucero dio un gemido estremecedor cuando las descargas finales de luz se contrajeron desde los cañones. Estos emitieron, uno por uno, ráfagas de humo gris. Los núcleos de los cañones se oscurecieron. Sólo el rugido del viento se mantuvo. El crucero de Yawgmoth salió disparado desde debajo de la armada Thran. Su flota le siguió. Los bombarderos Pirexianos, volando ligeros y vacíos, se reunieron con ellos en la parte superior del cielo. Las naves viraron realizando un arco que las alejó de las montañas circundantes. Una vez que estuvieron más allá de la pared gris que formaban las luces volvieron a encenderse a lo largo de los rieles y mástiles de la nave.

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Yawgmoth las contó y su rostro se mostró serio. "Vamos a necesitar todas las naves. Vamos a necesitar todas las armas." "¿Y ahora qué? ¿Nos perseguirán?" Preguntó Rebeca. "No. Sus pérdidas son demasiado grandes, su ejército demasiado vulnerable. Temerán que tengamos tropas esperando en las montañas para caer sobre ellos. No van a seguirnos." Rebeca sacudió la cabeza. "Si tan sólo fuera verdad que tuviéramos tropas en las montañas..." "Esta batalla sólo fue para equilibrar las cosas. Sólo fue para aventar su flota y su ejército y garantizar que Nyoron y Seaton permanezcan leales o paguen con sangre por el perdón." "El siguiente lugar al que irán será Halcyon," dijo Rebeca. "No llegarán a Halcyon. Al menos no a la propia ciudad. Los detendremos en el Desfiladero Megheddon, justo al este de la ciudad. Ellos deberán pasar por ese valle de muerte para salir a las llanuras del desierto. Las tropas de tierra quedarán atrapadas en un cuello de botella cuando quieran salir por allí. Las unidades de aire se comprometerán en su defensa. Los arrojaremos del cielo. Mientras tanto, nuestro ejército principal los matará por centenares mientras vayan surgiendo. Esa será la mayor batalla de esta guerra. Esa batalla vivirá en la mente del mundo para siempre. La Batalla del Desfiladero Megheddon."

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Capítulo 22 R

ebeca estaba en la cueva de cuarentena cuando comenzó la batalla del

Desfiladero Megheddon. Había estado observando los preparativos de Yawgmoth durante semanas. Había visto bunkers inclinados saliendo del suelo del desierto. Había visto a la guardia Halcyta y Pirexiana entrenando para la batalla que se avecinaba. Había visto las hordas de asesinos mecánicos enterrados en la arena o en fila tras fila de regimientos laterales ocultos. Se aproximaba una horrible destrucción y ella no quería verla. Incluso allí abajo la oyó. Una gran explosión resonó en la profunda cueva. "Está usando mis behemots." La voz de Glacian, inteligiblemente larga para cualquiera menos para su esposa, ahora casi era demasiado confusa incluso para Rebeca. La tisis del hombre había disminuido desde que Yawgmoth le había retirado el fragmento de piedra de poder pero su mente sólo había empeorado. La ruptura se había profundizado entre las dos mitades de su psique. Su memoria le fallaba. La paranoia se alzó. La confusión y la desesperación le destrozaron. Negó la terapia de piedras de poder que había sanado al resto de la ciudad. Se negó incluso a entrar en Pirexia para ser atendido. En cambio, Glacian pasó horas solo en la oscuridad de la cueva de cuarentena, sólo acompañado por sus artilugios de piedras de poder, una cadena de trasgos fieles y, por supuesto, su esposa. Aunque ella lo visitaba todos los días él a menudo la acusaba de alejarse durante semanas. Ese día era una bendición que la paranoia de Glacian hubiera tenido un objetivo diferente al de Rebeca. Otra explosión atronadora llenó la recámara.

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"Yawgmoth está usando mis behemots." Dijo Glacian. Su rostro se estremeció en el brillo de la lámpara de aceite que Rebeca traía en sus visitas. "Ese hijo de puta. Me ha robado cada invento mío... lo retorció para sus propios fines." Rebeca dejó escapar un suspiro de cansancio bajo el pañuelo que cubría su boca. Con una mano enguantada le dio unas palmaditas en el brazo. "Sólo está defendiendo la ciudad, el imperio." "Él los está destruyendo. Sólo se está defendiendo a sí mismo." "Tus inventos están siendo puestos a buen uso." Dedos escabrosos agarraron su mano enguantada. Miró hacia arriba desde su piel desgarrada y sus huesos pulverizados, saliendo del corazón de la loca desesperación. "Él se metió dentro de mí, Rebeca. Se metió dentro de todos nosotros." "¿De qué estás hablando?" preguntó ella alejándose. "Mi mente. Esas piedras que él tiene. Lo que él llama una cura. Él implanta esas piedras y puede ver en las mentes de la gente. Las piedras de poder absorben el carácter de una persona. Ahora lo veo. Asumen las cualidades de las personas fuertes. El lee nuestras mentes. También ha puesto una de sus piedras en mí." Glacian apartó las mantas de la cicatriz en su costado. La cicatriz estaba hinchada e infectada, puntadas como arañas negras cabalgando sobre el corte. "Puso una piedra aquí." Rebeca negó tristemente con la cabeza. "Te sacó un piedra de poder, no te puso una. Yo lo vi." "El puso una allí dentro. La utiliza para devastar mi mente. Toma mis pensamientos, mis inventos, mis sueños y los retuerce. ¿Cómo si no se enteró de los behemots?" "Los behemots son difíciles de ocultar," dijo Rebeca. "Yawgmoth tiene el control completo de la plataforma de maná. Es increíble como no los descubrió antes." "La plataforma de maná.... sí, la plataforma maná…" "Escucha. Estás aquí solo en la oscuridad. Tu mente es... es demasiado brillante para que habites en la oscuridad. No es de extrañar que salgas con estas... creencias acerca de lo que está sucediendo pero no son ciertas." "Tu escucha. He tenido miedo de decirte esto. He tenido miedo incluso de pensarlo. Él está escuchando todo el tiempo, pero ahora no puede escuchar, no mientras esté luchando. Así que ahora te lo diré. No le digas a Yawgmoth. No le digas lo que voy a decirte." Rebeca suspiró de resignación y dijo: "¿Qué es esta vez?" "El Templo Thran. Tu puedes llevarte al pueblo en el Templo Thran. Cada piedra en el templo es un plano en sí misma. No sólo es un mundo entero. Es todo un Multiverso. Ustedes podrían vivir allí para siempre. Nuestro pueblo podría sobrevivir." "Nuestra gente sobrevivirá. Yawgmoth ganará esta guerra. Incluso si no lo hace, está Pirexia." "¡No! Aquellos que van allí son cambiados, destruidos. Puedes salvar al resto. Puedes llevártelos en el Templo Thran." "¿Llevármelos?" "Una piedra de control. Crea una piedra de control, al igual que las que mueven las sillas de mano. Crea una piedra de control, móntala en el altar central del templo, y lo puedes hacer volar lejos de Halcyon, lejos de la guerra, de la destrucción." Rebeca sólo pudo mirar boquiabierta de asombro. "Tú puedes salvar a nuestro pueblo, Rebeca. Ellos pueden ascender justo como tú siempre has deseado. Los podrías llevar al cielo, llevarlos lejos de este infierno."

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Una nueva luz había entrado en los ojos de Rebeca, una luz azul y frágil en la cálida manta del resplandor de la lámpara. "Tú sabes que se puede hacer. Tú sabes que se debe hacer." "Yo sé que se puede hacer," repitió Rebeca en un eco distante. "No le digas a Yawgmoth." "No." "No dejes que plante una de sus piedras en ti." "No." "Prométeme que lo harás. Prométeme que harás la piedra de control. Prométeme que te llevarás a nuestra gente de aquí." "No." Con ojos distantes en el espacio negro, se puso de pie, respiró hondo y dijo: "Tengo que irme. Se está librando una batalla." "Sí, vete, Rebeca. Déjame, pero sálvalos. ¡Sálvalos!" * * * * * La mayoría de las reservas se agotaron para el segundo día. Las tropas Halcytas más frescas estaban cansadas hasta el hueso. No así el Comandante Gix y sus guerreros Pirexianos. Ellos lucharon a pesar de heridas que matarían a simples seres humanos. "¡Adelante!" Una ola de Pirexianos emergió de las trincheras. Gix corrió con ellos. Eran una masa negra e hirviente. Pareció como si el viejo volcán estuviera vomitando una marea de lava burbujeante. Sus armaduras eran escamosas. Sus yelmos terminaban en cuernos de púas. Las articulaciones de las placas de sus hombros, codos y muslos les hacían parecer monstruos inhumanos. "¿No es eso lo que somos?" reflexionó el comandante. No fue más que una observación y no una condena. Yawgmoth había tenido razón en todo. Un día de aquellos, mucho tiempo atrás, había forzado a Gix a aceptar la cura para la tisis, el poder que residía en la cura. Quizás Gix había muerto ese día, el viejo Gix, pero un nuevo hombre había nacido. Un nuevo monstruo. El embistió a la cabeza de esa compañía creciente de Pirexianos. El Comandante Gix sostuvo la cabeza en alto, una cabeza que ahora era un tercio más grande de lo que había sido. El cambio había comenzado poco después de que había sido implantado su corazón de piedra Pirexiana. A pesar de que su piel se había vuelto a sanar los cabellos enredados de su pelo se habían caído. Debajo de estos, tanto la piel como el cráneo habían crecido hacia el exterior. Al principio el cambio le había asustado pero una voz en su interior le aseguró que no había nada que temer. La piel y el cráneo debieron crecer para permitir que su cerebro también creciera. Una nueva claridad de pensamiento pareció confirmar esta creencia. De repente, todo el condenado mundo se había aclarado para él. Mientras su cráneo se había instalado en su forma estriada actual su mente había instalado su devoción a Yawgmoth, su visión de la visión del maestro, su alegría por el trabajo que su maestro hacía. Esa simple claridad de propósito impulsó a su pico para que se clavara limpiamente en la cabeza de un enano. El pequeño bárbaro tembló por un momento en el pico. Este había perforado a través de la parte superior de la cabeza de la cosa como el colmillo de una serpiente en un huevo. La punta debía haber penetrado la columna del enano para hacerlo temblar así. Gix levantó el pico y el bárbaro se elevó con este. No importó. Los brazos de Gix eran más largos y más fuertes de lo que habían sido. Con su brillo abultado y los gruesos tallos de pelos que sobresalían de ellos casi parecían las

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patas de una mosca gigante. Gix dio medio paso y agitó el pico. El enano cayó torpemente del arma, flácido y ensangrentado. Gix hizo girar con impaciencia la empuñadura e hizo descender el hacha para matar a otro enano. "¡Igual que cosechar hongos!" gritó por encima del clamor. Sonrisas corrieron a lo largo de la línea de Pirexianos, sonrisas en donde hubo dientes y labios capaces de sacar esa expresión de ellos. Algunos sólo mostraron su apreciación metiendo sus picos en más cabezas de enanos. Justo como hongos: suaves y blancos, con ese pequeño sonido satisfactorio cuando la punta penetraba la tapa de los sesos. Entonces no hubo más enanos. Estos yacían en un desordenado montón detrás de ellos. La sangre provenía desde un extremo y una sustancia similar del otro. Bárbaros. Esos pequeños hombres setas ni siquiera podían morir bien. Por lo menos los guerreros humanos de más allá les proveyeron de un deporte mejor. Gritaron y se escabulleron, acertaron algunos golpes, esquivaron un poco mejor. Fueron más como las cucarachas albinas en las profundas cavernas: difíciles de atrapar, difíciles de matar, pero sin ser particularmente peligrosas. La forma de matar a las cucarachas, al menos aquellas que uno no había planeando comer, era simplemente aplastarlas. Gix blandió su pico con un brazo y cargando con todo el cuerpo golpeó a dos humanos contra la tierra. Luego tomó su daga con la otra mano. Una rebanada hacia la boca siempre era buena con una daga. De esta manera, si el enemigo trataba de esquivarla, conseguiría cortar sus ojos en rodajas como un par de uvas. Gix era lo suficientemente fuerte como para hacer eso, una tajada que empezara por una sien, rompiendo los huesos nasales, y saliera por el otro lado de la sien. Si el enemigo trataba de saltar conseguiría cortar su garganta. Si el enemigo venía de frente, como en el caso actual, la hoja de Gix cortaría la boca del hombre de oreja a oreja. No sería una lesión muy debilitadora para una raza verdaderamente bélica pero los seres humanos se hallaban increíblemente indispuestos a luchar sólo porque sus mandíbulas colgaban debajo de los músculos seccionados. Este guerrero, por ejemplo, mira su sonrisa ensangrentada y el labio inferior temblando a lo largo de su laringe. Mira cómo cae de rodillas y entierra lo que solía ser una cara en sus manos. Si un Pirexiano era cortado así, habría seguido luchando, llevando una sonrisa permanente. El Comandante Gix siguió adelante, admirando a los guerreros con él. Eran hermosos: grandes cabezas, amplios ojos, narices filosas, colmillos, cuernos en el mentón, orejas puntiagudas, y luchaban hermoso. Una mujer hundió garras similares a las de un tigre en el pecho de un ser humano y le desgarró su torso de par en par. Un hombre, que había perdido la mano de su espada, apuñaló con las puntas cortadas de su radio y cúbito. Un niño, no debía haber tenido más de diez años cuando fue implantado, saltó ágilmente de hombro en hombro, mordiendo trozos de las cabezas como si estuviera saboreando manzanas. ¡Hermoso! Yawgmoth había hecho más que transformar la raza Thran que cualquiera antes que él. Fue como si la humanidad hubiera sido sólo la forma de pupa, suave y débil y fea, de esta nueva especie de criaturas. Los humanos pronto también fueron comidos. Gix y su banda de Pirexianos habían matado a miles, perdiendo tal vez a diez de los suyos. Un porcentaje de matanza de cien a uno. En verdad esas criaturas no eran más que pupas. "Adelante," gritó Gix. "¡Hacia el desfiladero!" * * * * * Un tercer día amaneció en la Guerra Thran-Pirexiana.

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En la ciudad, los sonidos de la batalla quedaron ahogados bajo los aplausos de la gente. Esta estaba alineada al lado de los muros orientales, llenando cada elevación que tenía una vista al campo de batalla por debajo. Llenaron todos los balcones y prominencias del Templo Thran. Los cristales enviaron sus imágenes hacia el exterior en diminutos arco iris. Fue como si los mismos dioses miraran con avidez a la batalla que se desplegaba a sus pies. Sin embargo, estos dioses no veían realmente nada. Vieron todo desde una distancia. Vieron la fuerza y el éxito Pirexiano sin ver su grotesco salvajismo. Para los ciudadanos de Halcyon, la guerra se había convertido en un espectáculo lejano, un carnaval en el sentido literal de la palabra: una fiesta de la carne. La multitud observaba con una silenciosa aprensión. La muchedumbre vitoreó cada vez que era derribada una nave Thran, ya sea por el disparo de un cañón de rayos o por la luces de las matrices de espejos. Cada nueva sorpresa de Yawgmoth trajo más vivas. Los cangrejos de arena, los ejércitos ocultos, los behemots, los guerreros Pirexianos; cada uno trajo gritos de esperanza y júbilo, incluso risas de los Halcytas. El eco del sonido se repitió burlonamente en los oídos de Rebeca. Ella estaba de pie en el punto más alto del Templo Thran. Ese parapeto no estaba abierto al público, de hecho ni siquiera era parte del diseño original. Se había agregado para permitirles a los constructores un acceso más fácil a la matriz de piedras de poder que formaba el techo del templo. Ahora Rebeca estaba parada allí, sola, viendo como se desarrollaba esa sangrienta crueldad. La flota Halcyta ya había derribado más de doscientas de las carabelas enemigas que yacían en ruinas humeantes por todo el suelo del desierto. Muchas de estas naves habían hecho implosión en el impacto. Sus núcleos de piedras de poder se quebraron succionado la materia para llenar el vacío. En este caso, la materia significaba carne: humana, enana, trasgo, minotauro, Viashino. ¿Cuántos miles habían sido absorbidos en la nada? Ni siquiera sus cuerpos habían quedado abandonados para ensuciar el desierto. Otros miles si lo hacían. Incluso desde esa gran altura, a cuatrocientos sesenta metros sobre el suelo del desierto, eran inconfundibles esos cadáveres y las manchas oscuras extendiéndose de sus cabezas y vientres. La mayoría era Thran. Muchos eran Halcytas. Algunos eran incluso Pirexianos. No parecía importar cuántos habían caído. La máquina de guerra de Yawgmoth seguiría adelante, molienda los huesos hasta convertirlos en harina. Un festín de carne. La multitud lo engulló. Rebeca escuchó a personas rogando para unirse a las filas de Pirexianos. Vieron el poder y la destreza Pirexiana, no su mutación. Nadie quería quedarse atrás. Todos querían ser mejorados por Yawgmoth, elevados por él. Los enmarañados espectros del templo de pronto se vieron inundados por un gran resplandor. Algo enorme se movió entre los pliegues de las montañas distantes. Brilló como un diamante y rodó como el mercurio. Era enorme. ¿Una esfera de quinta esencia? No, una esfera de metal. No rodaba sino que flotaba entre los picos, dirigiéndose directamente a la batalla. "¿Qué estás haciendo, Yawgmoth?" preguntó Rebeca. Ella parpadeó y por fin se dio cuenta de qué era la cosa extraña que vio. "¡La Esfera Nula!" Ella había ayudado a Glacian a diseñar la enorme estación de radiodifusión. Rebeca misma había innovado las vigas de metal ligero pero nunca había tenido la intención de hacerla volar. Era para que permaneciera clavada en el suelo, extrayendo poder de este y canalizándolo hacia fuera a toda criatura artefacto en el imperio… "¡Oh, no!"

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La carnicería fue evidente incluso desde esa altura. A medida que la Esfera Nula se alzó como una luna sobre el campo de batalla la marea de artefactos Thran se giró. Las máquinas Thran, que ya no hacían retroceder a los Pirexianos, se les unieron y atacaron a sus propias fuerzas. Los Thran sangraron y murieron y fueron pisoteados en la tierra. Aquellos que aún vivían retrocedieron aterrorizados hacia el Desfiladero Megheddon. Este no les daría ningún escape, por supuesto. Yawgmoth no permitiría ninguna fuga. Aclamaciones se elevaron de la multitud en el templo. "¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria!" La batalla pronto acabaría. Los Thran también lo harían. Ahora estaban en plena retirada, corriendo hacia la lejana Foenon. Incluso las restantes carabelas de guerra Thran huían delante de la flota Halcyta. La Esfera Nula se cernía ominosamente por encima de todos. Algo cayó desde el vientre de esa enorme esfera, desplomándose en el centro del Desfiladero Megheddon, en el centro del ejército en retirada. Por un momento más el valle permaneció allí, una herida torcida que cortaba las afligidas montañas. Pero entonces las paredes del desfiladero saltaron hacia arriba. Algo de un blanco lechoso rezumó desde el centro de esa herida y fluyó en ambos sentidos a lo largo de toda su longitud. La blancura desbordó los bordes de los acantilados del desfiladero y se volcó fuera y descendiendo por los valles y grietas adyacentes. Se vertió desde la boca del desfiladero en el suelo del desierto. Nubes perladas engulleron la retaguardia de los Thran y siguieron rodando hacia las tropas de Pirexianos. La ola blanca pasó por arriba de muchos de ellos barriéndolos bajo una nube opaca. Finalmente, la lechosa inundación desaceleró, deteniéndose en un maligno semicírculo en el centro del desierto. Todos los que hablaban en el templo quedaron en silencio. Sólo llegaron los sonidos de la batalla. En el borde final del sonido, antes de que fuera escuchada la explosión, se oyó un grito leve y ubicuo. El gran rugido sacudió el templo como si hubiera sido un carillón de vidrio. El ruido retumbó en cada esternón. Todos los ciudadanos cayeron de rodillas. Nadie quedó en pie. Mientras Rebeca caía supo que aquello había sido el cargador de piedra de Yawgmoth. Aquella era el arma en la que él había trabajado tan arduamente para perfeccionarla. El dispositivo simplemente cargaba una piedra de poder succionando la vida de la tierra a su alrededor. De un solo golpe, Yawgmoth había matado a todo el ejército Thran. * * * * * "Lleve la esfera más arriba," ordenó Yawgmoth a su tripulación de artífices en el centro de comando. "¡Lejos de esa nube asesina!" El enorme bulto de la Esfera Nula se tambaleó hacia arriba. Pirexianos, Halcytas y artífices se estabilizaron a sí mismos. "Redirijan las bombas de maná de la esfera. Extraigan maná de esa nube. Es energía pura. ¡Extráiganla antes de que destruya todo!" Uno de los artífices preguntó: "¿Qué vamos a hacer con ese enorme poder en bruto? Sobrecargará las baterías de maná." "Envíelo hacia afuera. Envíelo a todos los artefactos Thran en el imperio. Apáguelos a todos."

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Incluso para el anciano aquello fue demasiado. "Se perderán vidas… miles de civiles inocentes que dependen de los artefactos mecánicos… mineros y madereros y pescadores…" "Háganlo y alégrense de que no les pida que vuelvan esas máquinas en contra de sus dueños." El humor de Yawgmoth pareció suavizarse. "Sólo es temporal, sólo hasta que la Alianza Thran demande la paz y me reconozcan como el verdadero emperador. Entonces se reactivarán todos los dispositivos. Entonces tendré un uso mucho mayor para esta energía de maná. Mis artífices aparejarán un canal por el cual el poder del maná podrá ser derivado directamente de Dominaria a Pirexia. Lo extraerán de las nubes del mundo de arriba y las usarán para construir mi mundo de abajo." "Pe-perdone mi interrupción, Lord Yawgmoth," dijo el anciano. "Pero tengo graves noticias." "¿Qué pasa?" El artífice hizo correr dedos a través de las piedras de poder en los brazos de su silla de mando y dijo: "Nuestra nueva altitud nos ha dado un mayor alcance para la exploración visual. Los acabo de captar, tal vez a un centenar de kilómetros, se acercan desde el oeste." "¿Captar qué?" "Dos flotas más de naves Thran, dos ejércitos más de invasores."

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Capítulo 23 N

adie sobrevivió dentro de la lechosa nube asesina. Esta remoloneó un día

entero antes de ser succionada por la elevada Esfera Nula. Ni siquiera quedaron esqueletos, ninguna armadura de placas ni cota de malla, ni los trajes plateados de la guardia Halcyta. La nube había derruido los behemots caídos, desintegrado las carabelas en ruinas, e incluso comido el polvo del desierto y la arena debajo de este y también el lecho rocoso hasta una profundidad de diez metros. El estrecho Desfiladero Megheddon se había ampliado en un ancho valle, excavado de su base rocosa como si le hubiera caído un ácido. Las naves Pirexianas sobrevolaron con estupefacción encima de esa nube misteriosa. Entonces vinieron nuevas órdenes: "Aterricen en el desierto en medio de las tropas. Hagan subir a bordo a todos los que puedan. Llévenlos a la ciudad. Hagan un reaprovisionamiento y una recarga. Prepárese para volver al combate" ¿Combatir con qué? ¿Con quién? Nubes negras hirvieron desde el oeste, más allá de la brillante Halcyon… excepto que no eran nubes. Eran más naves Thran. Dos flotas más y en su sombra marchaban dos grandes ejércitos. Se acercaron a través del abrasador desierto sin agua. * * * * * "Ciudadanos de Halcyon. Han visto una gran batalla. Han visto a los traidores y a los invasores, la llamada Alianza Thran, caer ante los ejércitos de la derecha. Han

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visto a la guardia Halcyta luchar con un valor que no ha sido igualado en siglos y que no será superado ni siquiera entonces. Han visto a la guardia Pirexiana luchar como ángeles entre los mortales, con la pura alegría vengativa que viene de la justicia. Han visto la maravilla del cargador de piedra en el desfiladero, limpiando a nuestros enemigos en una nube de blanco. Todo ello lo han contemplado desde los muros y los techos e incluso desde este mismo templo donde estoy parado ahora." "Les pido que se conviertan en lo que han visto. Dejen que el valor de la guardia Halcyta entre por sus ojos y hundiéndose en sus corazones se convierta en valor allí también. Dejen que la justa venganza de la guardia Pirexiana caliente su sangre para que no se acobarden de la lucha que se avecina sino que le añoren. Dejen que la nube blanca que limpió el terreno del ejército Thran ahora limpie cada una de vuestras almas de cualquier impulso rebelde que pueda permanecer entre ellas." "Este es nuestro momento. La larga escalera de la historia al fin da salida al amplio paraíso del destino. Estamos dando un paso a través de la puerta del futuro." "Es verdad que han llegado estos ejércitos. Es verdad que quieren cerrar de golpe la puerta en nuestras narices, atraparnos con ellos, arrastrarnos hacia abajo por esas escaleras que nosotros hemos subido incansablemente, arrastrarnos a sus Cuevas de los Condenados, pero allí no es a donde pertenecemos." "Nosotros ya no estamos entre los condenados. Nos hemos alzado de la enfermedad y la muerte a la vida. Hemos curado la tisis que hizo estragos en el resto del mundo y ahora nos estamos curando a nosotros mismos, incluso de la mortalidad. Ustedes vieron a la guardia Pirexiana desde una gran distancia. Ustedes vieron que tienen la fuerza de diez mortales. Ustedes vieron que podían seguir luchando cuando los mortales morían. Vieron a los nuevos inmortales desde una gran distancia y pronto ellos no estarán lejanos. Pronto ustedes estarán entre ellos y serán uno de ellos. Ellos son nuestro destino." "Este es nuestro momento, ciudadanos de Halcyon. Elévense conmigo hacia el brillante futuro. Luchen a mi lado contra el codicioso pasado." "Hago un llamado a todos aquellos que no participaron activamente en la defensa de la ciudad, les invito a que entren en Pirexia ahora, para unirse a la legión de ángeles. Desháganse del atuendo mortal y vístanse con la inmortalidad." "Nosotros estamos ascendiendo. Nos estamos convirtiendo en Pirexianos. Nos estamos convirtiendo en dioses." * * * * * Las sirenas habían estado sonando durante horas. Ni un alma había permanecido en el templo. Todo el mundo había despejado las calles. Muchos civiles descendieron a la cueva debajo de la ciudad y de allí a Pirexia para alistarse. Otros huyeron a sus hogares. Aquellos que tenían postigos los aseguraron. Aquellos que no, clavaron las tablas de sus mesas en sus ventanas. Los soldados Thran se acercaban, esa fue la explicación que le dieron a cualquier guardia Halcyta con quién se encontraron. En apenas unos momentos no quedó ni un alma civil en las calles o en el templo. Ni un alma excepto Rebeca. Esta estaba acurrucada dentro del parapeto superior del templo. No se había movido desde que había detonado el cargador de piedra. La terrible visión de esto, el terremoto aterrador, la explosión del sonido, la había arrojado a un lado y ella no se había levantado desde estonces. Había visto el caos en las facetas que todo lo veían de su templo. La imagen de Yawgmoth vino después y su voz resonó

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desde el altar por todo el mundo. Instó a la gente a que se convirtieran en lo que habían visto. Rebeca ya lo había hecho. Se había convertido en lo que había contemplado, y ella había contemplado una atrocidad. "Ahí estás," dijo la melodiosa voz de Yawgmoth detrás de ella. Él había subido las escaleras que conducían a ese parapeto secreto. "Tienes que bajar. Este lugar no será seguro para ti cuando comience el asedio." Rebeca se giró y lo miró. Se veía magnífico, oscuro y con cicatrices de batalla en la rubefaciente luz del crepúsculo. "Este lugar nunca ha estado a salvo. Sólo ahora reconozco el peligro." Yawgmoth sonrió deslumbrante y se agachó a su lado. El olor a humo y el sudor impregnaba su ropa. Apoyó una mano en su hombro. "Es fácil subir si sigues mirando hacia arriba. Sólo se hace difícil cuando miras hacia abajo." El sol poniente brillaba en sus ojos. "Ahora has mirado hacia abajo y has visto qué tan lejos has escalado. Es profundo y oscuro y está detrás de ti. Has mirado hacia abajo y has conseguido asustarte…" "No sólo me asusté," le interrumpió Rebeca. "No sólo está oscuro allá abajo. Es horrible. Mira la gente que hemos matado. Ni siquiera puedes mirarlos. Se han ido, borrados de la faz del mundo." La frente de Yawgmoth se arrugó. "Tú no has matado a nadie." "Sí, lo hice. Estoy implicada en todo esto. La ciudad que he construido. El marido al que he ayudado a inventar arma tras arma. El hombre al que yo he guiado al pináculo de Halcyon…" La risa la interrumpió, no burlona sino abierta y fácil. "Piensas demasiado de ti misma. ¿Crees que Glacian no habría hecho armas sin ti?" "¿Quién más hubiera podido entenderlo? ¿Quién más hubiera podido interpretarlo?" "¿Crees que yo no habría ascendido en Halcyon sin ti?" "¿Quién más hubiera podido entenderte? ¿Quién más hubiera podido interpretarte?" Dijo Rebeca y negó con la cabeza. "Toda esta charla de ascensión… tú aprendiste eso de mí pero la mejoraste. Yo utilicé la esperanza pero tú utilizaste el miedo. Los Halcytas se levantaron del miedo." "¿Qué importa por qué se levantaron?" Dijo Yawgmoth. "Se levantaron." Rebeca extendió la mano hacia el campo de batalla, la tierra destrozada y la ancha profunda zanja. "Es por esto que es importante. Esto..." El rostro de Yawgmoth se oscureció. "Estás cansada. No estás pensando con claridad." "Estoy pensando con claridad por primera vez en muchos años," dijo ella volviendo a sacar su mano fuera de su hombro. En lugar de liberarla Yawgmoth deslizó su brazo alrededor de su espalda y pasó el otro debajo de sus piernas. "Esto es lo que he hecho por nuestra ciudad, nuestra gente." Se puso de pie levantándola del cristal frío y acunándola en sus brazos. "Les he levantado. Todavía los estoy levantando. Los estoy alejando del peligro e introduciéndolos en la esperanza." Dijo bajando las escaleras del parapeto. Rebeca estudió su rostro. Su frente y su mandíbula eran tan fuertes delineadas en la sombra. Vio el cielo en sus ojos. Nubes distantes se deslizaban a través de los últimos jirones de luz solar. Cientos de barcos oscuros hacían un círculo entre ellas. De vez en cuando, un cañón de rayos situado en la pared abría fuego. Un rayo dorado chasqueó hacia afuera para disipar antes de llegar a las naves Thran. La flota Halcyta era la más

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cercana de todas, flotando en un pesado halo por encima de las murallas de la ciudad, recargada y reaprovisionada. Rebeca se desplomó indefensa en sus brazos. * * * * * Halcyon estaba lista. La Esfera Nula volvió toda criatura artefacto Thran contra los invasores. La batalla fue rápida y furiosa. Sangre y hueso se mezclaron con el aceite y el acero. La Esfera Nula miró torvamente en la batalla carmesí. De esa luna de metal, Yawgmoth se agachó para agarrar a cada máquina Thran. No las liberó hasta que miles de criaturas artefacto y tropas Thran yacieron en pedazos en el desierto. Desde la escaramuza, las naves de guerra Pirexianas y los cañones de rayos mantuvieron a la flota Thran en un radio de seis kilómetros y medio. La guardia Halcyta controló la ciudad. La guardia Pirexiana controló la ciudad subterránea. Rebeca descansó en su casa. Glacian languideció en su cueva. No había nada más que Yawgmoth hubiera podido hacer en Halcyon así que así lo hizo. Su laboratorio era Pirexia. El plano estaba impregnado con el poder desviado desde la flotante Esfera Nula. Yawgmoth hizo uso de todo ergio. En la primera esfera, el Comandante Gix enlistó a los cientos de ciudadanos voluntarios que vinieron a convertirse en Pirexianos. La mayoría no pudo imaginarse las enormes alteraciones reservadas para ellos. Una vez que comenzaron los cambios ninguno quería volver a su antigua debilidad. En la segunda esfera, los artífices trabajaron frenéticamente para construir más cargadores de piedra. Yawgmoth le permitió a los rincones de su mente que ayudara a estos esfuerzos. Sólo gastó los suficientes pensamientos en ello para mantener a los trabajadores constantemente en sus tareas. La verdadera atención de Yawgmoth fue puesta en los laboratorios de la cuarta esfera. Allí, los sacerdotes de los tanques habían dejado a un lado su trabajo en la piresis para estudiar plagas virulentas. Yawgmoth quería un contagio que pudiera infectar a cientos de miles de personas en las llanuras pero que nunca cayera sobre Halcyon. Los sacerdotes experimentaron con enfermedades que solo pudieran sobrevivir en el calor del desierto, que pudieran ser introducidas en bombas de pólvora, o que afectaran solamente a los no-humanos. Lord Yawgmoth había mostrado una gran previsión al mantener con vida a los emisarios bárbaros para tales experimentos. Al replicar las máquinas que sostenían la vida de Glacian los sacerdotes se aseguraron de que cada embajador pudiera sufrir muchas muertes antes de que su cuerpo se diera por vencido por completo. Fue un poco de poesía. Los emisarios habían traído un mensaje letal a Halcyon y ahora llevarían de vuelta uno aún más mortal. Tal vez ocho ataúdes de embajadores a las ocho naciones aliadas sería la mejor manera de enviar plagas específicas a los minotauros, elfos, enanos, pueblos felinos y otros seres humanos. Apretado en el corazón de Pirexia, Yawgmoth sonrió. Eso sería maravilloso. Un estremecimiento de placer se trasladó a través de él y por todo el mundo. Entonces hubo alguien con él en el santuario interior. Nadie acudía allí. Nadie sabía como entrar. Nadie era bienvenido allí y, sin embargo, alguien estaba con él. Él no se retiró del corazón aferrado del mundo. Quería seguir siendo un dios, porque sabía quién debía ser este. Hola, Dyfed.

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"Hola, Yawgmoth," dijo ella con acero en su voz desde la oscuridad. "He notado que te has metido en una guerra. Me preguntaba cómo te ha ido." Bastante bien, como se puede ver. Yawgmoth podía sentir su presencia en el interior de la esfera como la presión de un tumor en su cabeza. Bastante bien. "Sí," respondió ella comenzando a caminar. Sus pies hicieron un lento ruido cliqueante y enloquecedor dentro de aquel lugar. "Todos ustedes lo están haciendo bastante bien. ¿Pero qué pasa con tu pueblo?" ¿Mi pueblo? ¿Los Pirexianos? "Tu pueblo, los Halcytas. Los Thran. Tu pueblo y mi pueblo." Ellos lo están haciendo bien, como puedes ver. "Yo no puedo ver nada de eso. Hay tiranía. Hay una guerra civil. Hay genocidio," respondió Dyfed. "Debería haber escuchado a Glacian." ¿Escuchado a Glacian? "Él sabía quién eras desde el principio, Yawgmoth. Sabía lo que eras capaz de hacer. Les advirtió a todos, a su esposa y a mi también, pero todos pensamos que estaba confundido," dijo Dyfed. "Tus mentiras ya no pueden ocultar las atrocidades durante más tiempo." ¿Qué atrocidades? "Esta tisis, por ejemplo. Nunca fue contagiosa, como tú bien sabías. La usaste para poner en cuarentena a tus enemigos y promocionar a tus amigos. Incluso aprendiste como infectar a un cuerpo sano para controlar quien quedara enfermo y quien sano." Tu solo eres otra escéptica. Yo he curado la tisis. "Tu solo has ideado una solución que te da un control completo sobre tu pueblo. Sanas el cuerpo pero posees el alma." Yo no le estoy haciendo daño a nadie… "Le estás haciendo daño a todos. Los únicos a los que no podrás dañar son a los que me llevé lejos de ti: el Consejo de Ancianos." ¡Tú te los llevaste! ¿Dónde están? "Están a salvo." ¿Por qué has venido aquí? "Yo te hice un dios y yo puedo quitarte tu divinidad." Yawgmoth se quedó en silencio por un tiempo. Sintió a Pirexia retrocediendo de él. Sintió la mente de Dyfed abriéndose paso forzosamente entre él y su mundo. La mente de Yawgmoth se retiró de los miles de lugares por los que el vagaba en Pirexia. Él se encogió y se incorporó de la divinidad a la humanidad. En solo unos momentos, él estuvo parado junto a Dyfed, en medio de ese espacio oscuro. "Supongo que puedes hacer lo que quieras." Dijo él sonriendo siniestramente. "Tu eres, después de todo, un caminante de planos. Yo sólo soy un hombre… y tu prisionero. Yo pensé que tal vez era más. Pensé que tal vez podía salvar a mi pueblo." "El verdadero caminante de planos entre vosotros, un caminante de planos naciente, ascenderá para salvar a tu pueblo. Pero tu vendrás conmigo. Entregarás Pirexia y Halcyon, pondrás fin a esta guerra, y vendrás conmigo al Consejo de la Alianza Thran. No se perderá ni otra vida más en esta guerra a menos que sea la tuya." Yawgmoth ladeó la cabeza. "Yo no puedo escapar de ti pero deberías saber que otras vidas se perderán. En este mismo momento los ocho embajadores que llegaron a Halcyon de los aliados viven en la cuarta esfera pero sólo por los esfuerzos de mi mente. Si me sacas de Pirexia, esos ocho morirán." "No, no lo harán," dijo Dyfed amargamente. "Mi magia sanará cualquier cosa por debajo de la tisis. No morirán. Volverán con nosotros y hablarán de tus atrocidades." Dijo ella tomándole de la mano.

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Repentinamente estuvieron en la cuarta esfera. El lugar era infernal. Un resplandor rojo llenaba el mundo. Hornos gigantes salían desde el afligido suelo y llegaban hasta el techo cubierto con nubes de humo. Grandes destellos de fuego iluminaban el horrible lugar. Los seres humanos quedaban totalmente eclipsados por los gigantescos mecanismos, pero los sacerdotes de los tanques de Yawgmoth ya no eran exactamente humanos. Vestidos de rojo, enmascarados de negro, eran imposiblemente altos e increíblemente delgados. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Dedos con puntas de navajas se movían hábilmente a través de la instrumentación. Su propia carne había sido transformada por sus ciencias oscuras. Se lanzaron en torno a los recién llegados. Yawgmoth les hizo retroceder y cuando ellos le reconocieron siguieron su orden haciendo una profunda y temerosa reverencia. Su retiro reveló filas de enormes tanques de vidrio. Cada tanque estaba iluminado desde abajo, cada uno lleno con un aceite dorado, y cada uno ocupado por una criatura desnuda y transformada. Formas humanas habían dado paso lentamente a formas monstruosas. Colmillos habían sustituido a los dientes. Garras habían reemplazado a las uñas. Bigotes de púas habían reemplazado a los pelos. Cuernos crecían de los huesos. "¿Qué es esto?" dijo Dyfed jadeando. "Este es el futuro. Este es el poder perfeccionado," dijo él con tranquilidad. "Pero tu no estás interesada en esto. Viniste a ver a los embajadores. Bueno, aquí están." Dijo haciendo un gesto a un grupo de tanques detrás de él. Dyfed avanzó asombrada. A diferencia de las transformaciones graduales que se estaban produciendo con los humanos entubados estas pobres criaturas habían sido cortadas y vueltas a coser brutalmente y sin piedad. Ojos habían sido cosidos en el vientre del enano. Dedos habían sido injertados en la frente del elfo. El ala de un pato reemplazaba uno de los brazos del minotauro. Una cabeza mecánica había reemplazado el cráneo de la mujer felina. "Yo no puedo sanar a estos... estos... Yo nunca pensé…" "Exactamente," dijo Yawgmoth introduciendo una daga en la frente de Dyfed. Una mano agarró su pelo, sosteniéndola en posición vertical. La otra se apoderó de la empuñadura de la daga moviéndola atrás y adelante para revolver su cerebro. "Tu nunca pensaste y nunca más lo volverás a hacer. Con un sólo pensamiento puedes saltar de un lugar a otro, puedes curarte a ti misma o a los demás. Si yo te quito tu médula, sin embargo, si revuelvo continuamente tus sesos, no puedes pensar. La mejor que puedes hacer es luchar para volver a armar tu cráneo. Mientras tanto, puedo mantenerte aquí." Él asintió con la cabeza a sus sacerdotes, que se deslizaron en silencio a su alrededor. Yawgmoth acunó a la mujer temblando contra él y siguió introduciendo la daga adentro y afuera. Su cuchilla crujió contra los lados de su cráneo. Un lodo rojo-gris rezumó por la nariz de ella. Yawgmoth se inclinó y la besó. "Ya ves, querida, el cerebro es el asiento del pensamiento. Cada facultad humana tiene su órgano. Remueve ese órgano y removerás esa facultad. Incluso el caminar por los planos. Hay un órgano en ti, querida, que hace que eso sea posible. Yo te abriré de par en par, lo encontraré, lo removeré de ti y lo injertaré en mí. Yo voy a ser un caminante de planos, y tú…tú solo serás otro trozo de carne para los tanques."

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Parte IV El Multiverso 189

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Guerra Thran-Pirexiana, los Ultimos Días. Batalla de Halcyon

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os cañones de rayos Halcytas enviaron durante toda esa negra noche

disparos que apuñalaron a esa flota Thran dando vueltas. Rayos naranjas aparecieron y desaparecieron. Golpeando ocasionalmente a una nave aunque aún así eran demasiado débiles para destruirla. Estas sólo emitían un ruido hueco y enviaban vapor de la madera recalentada. Sin embargo, estos ataques mantuvieron a raya a la flota Thran. El fuego de los cañones creó una cúpula de siete mil metros de radio en el que las fuerzas Thran no se atrevieron a entrar. Mientras tanto, los equipos Pirexianos de los espejos enfocaron la luz de la luna para poner a prueba su puntería. Cuando saliera el sol, rayos de radiación solar rastrillarían el campo de batalla y harían explotar las tropas terrestres Thran como hormigas bajo una lupa. Los Thran también estaban ocupados. Los equipos pasaron la noche aventando la salida de humo en las proas de los barcos ya que el humo espeso absorbía los cañonazos de rayos. Mientras tanto la infantería Thran pulía sus armaduras y escudos para que brillaran como la plata. Corazas, yelmos, guanteletes, escudos: serían espejos dispersando los rayos del sol centrados en ellos. Otros soldados, vestidos de negro, lucharon por avanzar en el desierto nocturno hacia las matrices de espejos. Unos pocos lograron escabullirse y destrozaron porciones de estos. Los guardias Pirexianos, a su vez, les destrozaron a ellos.

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La tripulación más secreta de todas era Halcyta, dirigida por Yawgmoth a bordo de la carabela de guerra Yataghan. La Yataghan, una gran nave envuelta en velas, hizo un círculo cerrado en medio de sesenta y tres carabelas y doce buques mercantes puestos en servicio. Cada uno iba cargado de bombas en la cubierta. Cada uno llevaba tres dispositivos de implosión, algunos con cristales todavía calientes por el proceso de forja de la plataforma de maná. También había un enorme acopio de las tradicionales bombas de pólvora. Por último, llenando el espacio que quedaba, había piedras de las canteras. Incluso un pequeño pedrusco cayendo desde seis mil metros de altura podría matar a un hombre. Una piedra más grande podría romper el núcleo de poder de una nave. Sí, a seis mil metros de altura. Nadie voló tan alto. El aire allí era tan delgado que los hombres se desmayaron y hasta murieron. Hacía tanto frío que toda piel que quedaba expuesta se agrietaba y congelaba en cuestión de segundos. Los ojos se hinchaban en sus zócalos. Los cerebros se hinchaban en sus cráneos. La locura y la muerte gobernaban esas alturas. La flota Thran nunca esperaría que Yawgmoth se elevara por encima de su propia cúpula de defensa y lanzara bombas en un anillo sobre ellos. La flota de Yawgmoth hizo un círculo cerrado durante cuatro horas por encima de su ciudad enjoyada. Ellos se elevaron poco más que treinta centímetros por segundo. El brillo de sus motores quedó oculto en los brillantes destellos del fuego de cañón. Se le dijo a la tripulación que permanecieran en la cubierta mientras lo pudieran soportar, que respiraran profundamente y dejaran que sus cuerpos se adaptaran a la atmósfera más delgada y al aire más frío mientras se elevaban en el mismo. Cuando ellos ya no lo pudieron tolerar más se pusieron chaquetas de cuero y se colocaron las capuchas alrededor de sus rostros para poder volver a respirar su propio aire tanto como les fue posible. Después de eso, se ataviaron con la armadura plateada de la guardia Halcyta. Los trajes de forma ajustada habían sido modificados para que apretaran las piernas de sus portadores y forzaran a la sangre para que subiera hasta sus cerebros. La armadura también comprimía y descomprimía rítmicamente sus pulmones. Cuando incluso eso fue insuficiente, la tripulación debió retirarse bajo la cubierta en habitaciones cerradas donde hervían ollas de agua para ayudar a espesar el aire. Se les obligó a que soportaran los tremendos dolores de cabeza pensando en Halcyon y en aquellos a quienes amaban. Se les mandó canalizar su dolor hacia la flota Thran sitiando la ciudad por debajo. Para la mayoría funcionó. Para el momento en que la flota Pirexiana había alcanzado una altitud de siete mil metros, sólo unos pocos cientos de la tripulación había caído inconscientes, y sólo treinta y tres habían muerto. Yawgmoth lo soportó mejor que todos. El abrazo de Pirexia lo había transformado: músculos más fuertes, huesos más gruesos, ingenio más agudo, carencia de miedo. Desde el puente enclavado en lo alto y debajo de las velas ondulantes transmitió sus órdenes a través de un tubo de comunicaciones. "Ordene a la flota... que se extienda en los... minutos asignados de arco... a través del desierto. Vuele a las coordenadas asignadas.... Una bengala sobre Halcyon marcará la cuarta vigilia... en el crepúsculo del amanecer... suelte las cargas." Desde entonces, sólo habían sido agonizantes dolores de cabeza, mareos, náuseas, gemidos en un aire tan delgado y frío que difícilmente hubiera podio trasladar el sonido. Yawgmoth se había quedado en el puente todo ese tiempo. Mirando más allá de la corona de velas del Yataghan vio ampliarse el tenue anillo de motores, pálidas estrellas rojas entre las frías constelaciones azules. El amanecer se acercaba, gris debajo del este. Halcyon proyectó una tenue sombra hacia el oeste sobre la vanguardia del ejército Thran. La flota Thran voló en un

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anillo lento muy por debajo, justo donde deberían estar. Si algún Thran hubiera levantado la vista, mirado justo hacia arriba, hubiera podido ver a la flota Pirexiana brillando silenciosamente entre las estrellas que se desvanecían. La bengala de la cuarta vigilia apareció sobre Halcyon. La tripulación de Yawgmoth levantó rampas que sostenían las relucientes bombas de implosión. Los aparatos rodaron sobre la cubierta, uno en la proa, uno en la popa y otro en medio del barco. Luego fueron lanzadas las cargas de bombas de pólvora y luego un montón de piedras. Las primeras bombas de implosión explotaron por debajo y un anillo impresionante de círculos grises perfectos apareció en donde habían estado las cubiertas y los aparejos. Le siguió el humo de las bombas de pólvora. Finalmente llegó el sonido, un pequeño estruendo aquí, cascos agujereados, maderas acuchilladas, placas cayendo, soldados gritando. Esos sonidos fueron superpuestos por el múltiple estallido de las bombas de pólvora y estos a su vez por el rugido de la lluvia de rocas. El sonido pasó y Yawgmoth vio como moría la flota Thran. Naves dadas vuelta. Fuegos eructando de sus cubiertas. Giraron, colisionaron, se estrellaron, quebraron y desplomaron. Mientras hacían un espiral hacia la arena, las tripulaciones condenadas miraron hacia el cielo. "¡Sí... Mírennos!" gritó Yawgmoth aunque cada respiración fue preciosa. "¡Vean a los dioses que los acaban de asesinar!" Nave tras nave se estrelló en la arena. Sus núcleos de energía se abrieron e implosionaron con una nueva serie de explosiones. Arena y astillas, harina de huesos y sangre fue lanzada como una fuente hacia arriba. Una nube roja envolvió a toda la flota. Fue bastante fácil, pensó Yawgmoth. Desde la nube surgieron naves Thran. Naves que de alguna manera habían escapado… muchas naves. Tal vez una de cada tres. Un centenar de buques de guerra convergieron hacia la ciudad. Iban rodeadas de humo saliendo de los respiraderos de sus proas. Todos los cañones de rayos situados en la pared dispararon. Serpentinas de muerte acuchillaron desde Halcyon golpeando el anillo apretado de vehículos Thran. Algunos explotaron o cayeron. La mayoría se sumió en sus fundas protectoras de humo. "¡Abajo!" gritó Yawgmoth a través del tubo de comunicaciones a su oficial a cargo. "¡Todas las naves abajo! ¡Ataque descendente!" La proa del Yataghan se sumergió. La gran carabela crujió en el delgado aire gélido cuando su nariz apuntó hacia el suelo. Las junturas se abrieron por la tensión. Los silbidos sonaron. Fantasmas de vapor surgieron de las cámaras selladas de abajo. La popa se elevó y el barco comenzó una caída vertiginosa hacia las naves Thran de abajo. "¿Alcance?" gritó Yawgmoth mientras se agarraba a la barandilla. "¡Seis mil quinientos metros y acercándose!" dijo el navegante. El resto de las naves Halcytas viró de sus posiciones y comenzó a caer en picada. "¿Velocidad?" "Ochenta nudos y acelerando." "¿Interceptar?" Espíritus de fuego naranja salieron como puñales fuera de la ciudad y arremetieron contra todas las naves Thran. La mayor parte de los rayos se enredó con las envolturas de humo y se disiparon. Algunos cascos se agrietaron, despertando fuegos y nuevo humo. La flota Halcyta convergió en el apretado grupo de los combatientes Thran. "Si llegan a la ciudad..." murmuró Yawgmoth para él mismo. Luego gritó: "¿Tiempo para el alcance de las armas?"

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"Tres minutos." "¡Aumenten la velocidad!" La voz del ingeniero llegó sordamente desde abajo, "Tendré que poner a los motores a toda máquina… " "¡Hazlo!" "Quizás no seamos capaces de volver a subir a tiempo…" "¡Hazlo!" El Yataghan saltó hacia las naves Thran. "¿Alcance de las armas?" "En treinta segundos." "¡Aumenten la velocidad! Cañones de proa listos. ¡Fuego, fuego!" Doble haces de radiación naranja lancearon desde la proa. Pareció como si las descargas hubieran luchado por escapar de la proa yéndose a pique. Salieron rugiendo, enroscándose en el aire y fusionándose en una gran explosión de energía. La descarga se acercó a una nave Thran. Una blanca bocanada de humo se alzó perezosamente de la nave y se extendió densamente por encima de ella. El disparo golpeó la nube, chispeando y saltando. Dio un puñetazo a través de la capa superior de humo pero las pequeñas partículas succionaron la radiación del aire. La nube de humo se evaporó con un destello brillante y el rayo lo hizo con ella. "¡Fuego!" Las descargas dentadas emergieron una vez más y una vez más la nube de humo las disipó. Así es cómo será entonces, pensó Yawgrnoth. Sus dientes estaban apretados en una expresión a medio camino entre mueca y sonrisa. Así es como será. "¡Aumenten la velocidad! ¡Prepárense para embestir!" Una escotilla fue echada hacia atrás. El ingeniero, un comerciante de barba gris convertido en guerrero, surgió a través de ella. Se quedó mirando desapasionadamente a Yawgmoth. "Todos moriremos. No puede ordenar eso." "Se le releva de sus funciones," dijo Yawgmoth. Apretó el cuello del ingeniero, lo levantó, y con un movimiento rápido e imposiblemente casual lo arrojó por la borda. "¡Aumenten la velocidad! Prepárense para embestir." * * * * * Rebeca y una muchedumbre de trasgos buscaban entre las piedras de poder en la cámara de carga de la plataforma de maná. No se partiría ninguna otra esfera mientras se estuviera produciendo la invasión. Los espejos eran necesarios para quemar a las tropas de tierra Thran. Tal vez la piedra que Rebeca necesitaba estaría en esa cámara. "No, no, eso es un dodecaedro," le dijo al trasgo a su lado que tenía una piedra del tamaño de su cabeza entre las manos. "Una piedra de control tiene que ser un icosaedro, veinte lados, no doce. Además esa es demasiado pequeña." El trasgo dejó caer casualmente la piedra entre las demás, se rascó la cabeza y clavó las uñas a través de más fragmentos. Los sólidos regulares eran las formas más raras que provenían de una esfera de cristal y las piedras grandes eran las más raras de todas. El suelo estaba lleno de pirámides, obeliscos, pastillas, y dagas, pero no había ni un solo icosaedro. Rebeca suspiró y dejó caer las manos. "Vamos a buscar en las cámaras de almacenamiento. Ellos no utilizarían una piedra así para un dispositivo de implosión. Quizás Yawgmoth la haya apartado." Los trasgos hicieron eco de sus suspiros.

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"Miren, yo sé que esto es una tarea dura. Si nos atrapan podríamos ser ejecutados como espías pero si no hacemos esto la ciudad entera podría morir." Los trasgos asintieron con sus cabezas llenas de costras y la siguieron en la inmensa oscuridad de la plataforma de maná. Rebeca los guió entre hornos ardientes en la imponente penumbra. Ese lugar había sido una vez el santuario de su marido. Vulcanismo y un calor solar, trasgos escabulléndose y criaturas artefacto, ese lugar había dado a luz a todo gran dispositivo de la ciudad y a la tisis. Todos los tormentos de Halcyon habían comenzado aquí y todos los tormentos de Halcyon terminarían aquí. La piedra que ella buscaba estaba en alguna parte de ese lugar… una piedra de control que pudiera hacer volar el Templo Thran fuera de esta trampa ineludible… Rebeca palmeó con cariño la cabeza de un trasgo. "Estará aquí. La encontraremos. Y yo les llevaré conmigo." * * * * * El Yataghan cayó como un meteoro en el corsario Thran. La tripulación miró aterrorizada hacia arriba. El Yataghan golpeó. Su quilla de acero se clavó a través de la borda y la cubierta y la bodega. La nave Thran se quebró como un huevo. Hubo un tembloroso momento en donde las cubiertas escindidas quedaron al lado de las del Yataghan. Los enemigos se miraron desapasionadamente a los ojos. Entonces el Yataghan se hundió en medio del corsario. Las dos mitades de la nave se separaron una de la otra. El trueno de la madera resquebrajándose dio paso a un silencio inquietante. Secciones destrozadas de la nave Thran se desplomaron a ambos lados del Yataghan. "¡Nivélenla! ¡Arriba!" gritó Yawgmoth. Los motores rugieron. Gemidos provinieron del casco. El Yataghan se meció a ambos lados, se hundió ligeramente, y luego se volvió a elevar a través de la lluvia de escombros y humo. Un grito de júbilo se levantó de la tripulación. "Aumenten la velocidad. ¡Preparen otra embestida!" El navegador le preguntó a través del tubo acústico: "¿Cómo supo que nuestra nave se mantendría unida y la de ellos se rompería en pedazos?" "Física simple," dijo Yawgmoth rápidamente. "El casco es una cúpula. Una cúpula puede soportar grandes presiones sobre su borde convexo pero no así su borde cóncavo… " Su explicación fue interrumpida por una explosión naranja de los muros de la ciudad de arriba. Un rayo de cañón se deslizó por todo el Yataghan. El tubo de comunicaciones y el navegador en su otro extremo dejaron de existir. La mitad de la nave desapareció en un rugido de llamas y humo. Los restos carbonizados de la proa y la popa giraron locamente, derramando la carga y la tripulación en el aire dando vueltas. Mientras Yawgmoth era arrojado desde el puente volador y caía por el aire lo único en lo que pudo pensar fue en que encontraría al artillero que había hecho eso y le arrancaría los ojos.

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Capítulo 24 Momentos después…

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a armadura de piedras de poder lo salvó. Las grebas aferraron sus piernas

con tanta fuerza como el caparazón de un insecto y le impidieron quebrarse cuando sus pies tocaron tierra. Las corazas comprimieron su torso en una profunda exhalación mientras el rodaba por la pendiente arenosa. El yelmo y las botas lanzaron pancartas de arena en largas franjas de bucles alrededor de él mientras caía. La metralla le siguió en una lluvia mortal. Pedazos del Yataghan bombardearon la armadura y lucharon por cortar al hombre en su interior. Los diseños de Glacian eran demasiado perfectos y Yawgmoth no estaba destinado a morir ese día. El rodante descenso terminó en la base del banco contra una maraña de matorrales. El trozo adornado de un sextante repiqueteó hasta detenerse al lado de una sección compleja de la cavidad nasal. Entre las piezas más grandes de los escombros había un oficial Thran, probablemente el capitán de la nave que él había apuñalado. El hombre murió instantáneamente en el impacto pero siguió rodando por algún tiempo, envuelto en el albornoz blanco de los ejércitos invasores.

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Yawgmoth miró irritado al hombre. Miró hacia el muro echando chispas de la ciudad superior. "Arrancarle sus ojos..." A pesar de que el yelmo le había salvado la vida Yawgmoth se sacó la cosa arenosa de su cabeza y la arrojó a lo lejos. Esta giró encima de la arena, dio un salto y aterrizó en el brazo roto del capitán caído. Yawgmoth respiró profundamente y se puso en pie. El polvo se vertió de él. Parecía un fantasma alzándose del desierto. Tal vez los Halcytas pensarían que lo habían matado. Tal vez él vería lo que harían ellos en su ausencia. Se acercó a la orilla del promontorio y miró hacia atrás, con la esperanza de ver a otros supervivientes, suficientes como para formar un grupo leal. En su lugar vio soldados Thran pululando los grupos de espejos. Eran tan numerosos como las hormigas en los lejanos dispositivos. Garrotes y hachas cayeron en la luz de la mañana rompiendo reflectores aun cuando el sol comenzaba a reflejarse a través de ellos. Los equipos de los espejos y sus defensores Pirexianos fueron superados en número, masacrados. Toda una fila de espejos fue destruida en unos instantes. Fragmentos de vidrio hicieron un espectáculo llamativo en la arena. Otras filas estaban cayendo. Dos se habían perdido durante la noche. Ahora las otras siete estaban siendo destruidas una a una. Eso significaría que ya no habría ningún arma solar. Eso significaría que no se cargarían más orbes hasta que finalizara la guerra. Eso significaría que no habría nuevos núcleos de piedras de poder, ni nuevas bombas de implosión, ni nuevas baterías de cañones de rayos. Para un comandante menor eso podría haber puesto fin a la guerra en ese momento. Yawgmoth había almacenado piedras de poder y sus mejores armas estaban siendo montadas en la segunda esfera de Pirexia en ese mismo momento. Los detractores Thran concluyeron su trabajo. Se reunieron más allá de los espejos rotos y comenzaron una marcha constante hacia el este, hacia Halcyon. Hacia Yawgmoth. El bajó el banco de arena. Tendría el tiempo suficiente para despojar al capitán Thran de su albornoz e insignias. Estas encajarían bastante bien sobre la armadura de piedras de poder de Yawgmoth. El resto del hombre podría ser enterrado con sólo su cabeza con casco sobresaliendo de la arena. Sería suficiente para engañar a las tropas Thran. Yawgmoth les acompañaría hasta la base de la extrusión y comenzaría la subida. Él mismo destruiría todo un contingente del ejército Thran y se alzaría, resucitado, en su ciudad. "Y arrancarle los ojos al artillero." * * * * * "La nave de Lord Yawgmoth ha caído," dijo la mensajera quedándose rápidamente sin aliento. Hizo una pausa calmando su voz. "Se presume que nuestro gobernante y todos a bordo han muerto." El Comandante Gix miró hacia la guarnición de la guardia Pirexiana. Tomaría horas desplegar las fuerzas de tierra con el ascensor en ruinas. Los reparadores de chimeneas Pirexianos, sin embargo, podrían subir hasta la puerta de salida en cuestión de minutos. Eran luchadores increíbles, gente con una configuración general de su cuerpo similar a la de los perezosos pero con la velocidad de los caballos. Podían galopar a través de las laderas del acantilado como si fueran llanuras. Los reparadores de chimeneas también eran inteligentes. Su inteligencia humana era vivificada por un hambre caníbal. Sólo se veían ignorantes a causa de la forma simiesca de sus rostros

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bajos lo que les permitía tener una mandíbula llena de dientes lo suficientemente amplia como para arrancar de un bocado las cabezas de sus víctimas. "Disculpe, Comandante. ¿Ha oído? Se cree que Lord Yawgmoth ha muerto." "Nunca presuma a Yawgmoth muerto," respondió llanamente Gix. "No lo está. Lo sabría. Lo sentiría." "Se me dijo que esperara sus órdenes," dijo la jovencita bajando la cabeza a modo de disculpa. "¿Mis órdenes…?" comenzó a decir Gix y luego se dio cuenta de que él era el siguiente al mando. "¿Mis órdenes a quién? ¿Quién te ha enviado con este mensaje?" "El comandante de la guardia Halcyta, por supuesto." "¿El comandante no sabe cómo desplegar sus fuerzas, cómo disparar sus armas, como soltar sus bombas?" "Por supuesto que si," balbuceó la mensajera. "Pero él me dio instrucciones de que pregunte si la condición presunta de Lord Yawgmoth puede causar un cambio en la política militar." Los ojos de Gix se encendieron. "¿Rendirse? ¿El comandante de la guardia Halcyta quiere que yo considere una rendición?" "Lo único que indicó fue que todas las opciones… cada opción es suya." "Es un cobarde y un traidor, indigno de su cargo." Una sonrisa entusiasta llenó la cara de Gix. "Sí. Cada opción. Mis órdenes son estas. El comandante de la guardia Halcyta debe renunciar de inmediato. Estoy tomando el mando de sus fuerzas." La mensajera no tuvo nada que decir a eso. "Estoy conduciendo a mi guardia Pirexiana a la ciudad. Usted nos acompañará a medida que ascendamos. Entregue su mensaje al comandante en mi presencia. Quiero que tenga un arma lista. Si él no se rinde a mi custodia quiero que lo mate. El no se lo esperará de usted. ¿Entendido?" "Sí, Comandante," dijo la mensajera con los ojos bajos. "¿Permiso para hablar?" "Concedido." "¿Qué pasará con el comandante, señor?" La sonrisa de Gix se profundizó. "Tal vez pueda ser rehabilitado aquí en Pirexia. Tal vez pueda convertirse en un gran guerrero Pirexiano. Si él no se rinde lo matará." "Sí, Comandante," contestó la mensajera con la mano en la daga de su cintura. "Lord Yawgmoth ya no se presume muerto. Mis reparadores de chimeneas le encontrarán." "Sí, Comandante." Gix le alzó la cabeza con ternura. Sus propios dedos ahora tenían uñas como garras. El vio su reflejo en los inocentes ojos de la jovencita: amenazante e inhumano. Al menos había esa sonrisa. "Tal vez el comandante no tiene mérito, pero si tu lo tienes, querida, bien podrías tener un lugar entre nosotros." "Sí, Comandante." * * * * * Yawgmoth subió entre un equipo de élite de invasores elfos. Los elfos estaban acostumbrados a trepar árboles de magnigoth no muros de piedra fría. El sol de la mañana sumía al acantilado oeste en la sombra. Estos elfos se habrían marchitado en el acantilado este. Aquí pululaban como piojos. Tenían la esperanza de llegar a la cima antes del mediodía, cuando el sol los alcanzará y convirtiera el acantilado en una sartén.

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Era obvio que algunos no tenían ninguna esperanza de llegar a la cima en absoluto… "¡Suelta mi tobillo! ¿Qué estás tratando de hacer…?" Fueron unas últimas palabras bastante miserables para un elfo. Este pueblo de longeva vida debería morir con poemas épicos en sus labios. Este era el tercero que moría lloriqueando. En realidad no murió lloriqueando sino que simplemente perdió el control de la roca y cayó, lloriqueando. Luego se escuchó un lamento sostenido con un final abrupto. Lamentos o lloriqueos… parecía una pobre manera de morir. Yawgmoth hizo una pausa para mirar. El elfo se convirtió en una nube de polvo y una pequeña marca roja en el suelo. Luego subió de nuevo aferrándose a los asideros que el elfo había utilizado. Los buenos lugares para agarrarse empezaban a desaparecer. El acantilado se inclinó hacia el exterior lo que hizo difícil la escalada pero les impidió a los defensores dejar caer rocas sobre sus cabezas. Incluso el camino que subía por la extrusión evitaba la faz de piedra por falta de equilibrio. Era la opción obvia para un asalto vertical pero también un ascenso difícil. Yawgmoth se alegró de la armadura de piedras de poder respirando profundamente por él bajo el albornoz. También se alegró de que esos elfos hubieran pensado en él como alguien torpe, estúpido, inepto… meramente humano. De lo contrario los tres resbalones que habían sucedido mientras él estaba cerca no hubieran podido parecer “accidentes”. "¿Me atreveré a un cuarto intento?" se preguntó Yawgmoth a sí mismo mientras subía una grieta oblicua. "¿Por qué no?" Su pie desprendió un trozo irregular de basalto. La roca salió rebotando hacia abajo y golpeó a un elfo de lleno en la frente. El impacto le hizo una grieta húmeda. Los ojos verdes muy abiertos se cerraron. Los dedos atenuados se deslizaron. El elfo se despegó de la pared del acantilado al igual que una hoja de un muro. Su caída fue la más bella de todas quedando totalmente desparramado. La piedra asesina descansó como una elegante corona en su frente apuñalada. "¡Suficiente!" dijo una voz chillona por encima de Yawgmoth. Era una mujer guerrera elfa. Había enrollado una cuerda de seda a una piedra que sobresalía y había atado el otro extremo alrededor de su muñeca. Sus piernas estaban dobladas en cuclillas contra la pared de roca cuando miró hacia abajo en dirección a Yawgmoth. "¡Suficiente! ¡Aléjese de nosotros! Aliados o no, ustedes los humanos son tan estúpidos que también podrían ser agentes de…" Su diatriba se interrumpió. Amplios ojos color lavanda se ampliaron aún más. "¿Qué es eso? Bajo su albornoz… ¿qué es eso?" Yawgmoth miró hacia abajo para ver la armadura de piedras de poder reluciente bajo el cuello abierto de su túnica. Mantuvo la boca cerrada y percibió otros elfos subiendo a su alrededor. "¿Qué es?" "Sólo un souvenir. Un trofeo, de verdad. Lo obtuve de esa nave estrellada de allí atrás. Dicen que este material detiene flechas y espadas y todo." Los ojos de la mujer elfa se estrecharon y la emoción detrás de ellos cambió. "¡Souvenirs! ¡Ladrón de tumbas! ¡Escoria humana! No me extraña que seas un zoquete. Llevar veintitrés kilos de armadura. ¿Quién necesita una armadura en una subida como esta?" Yawgmoth miró más allá de ella. La negra silueta del acantilado se recortaba contra el cielo brillante. Figuras oscuras se movieron rápidamente a través de este, descendiendo. "Parece que todos nosotros deberíamos." La elfa se volvió para mirar y se quedó sin aliento.

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Yawgmoth tomó su capa y tiró con fuerza. El cordón de seda se cortó y ella cayó. Yawgmoth consiguió enredar a otro elfo con la capa. Ambos fueron arrastrados lejos. Otros tres elfos tomaron el albornoz de Yawgmoth y él se lo quitó revelando su armadura de piedras de poder. Los reparadores de chimeneas Pirexianos llegaron. Bajaron rebotando por el acantilado como si estuvieran corriendo por una piedra horizontal. Acudieron de cabeza. Sus hombros trabajaron furiosamente debajo de una cota de malla negra. Sus garras de media luna se introdujeron fácilmente en cualquier grieta que se les presentó. De la nariz hacia arriba sus rostros eran todavía vagamente humanos, aunque sonrisas amplias y grotescas llenaban la mitad inferior de sus cabezas. Un reparador de chimeneas abrió su boca. Dientes afilados se extendían en una mordida redonda y una mandíbula de doble articulación se amplió. Pareció una trampa para osos injertada en una cabeza humana. La antigua lengua humana de la criatura yacía, floja y débil, dentro de esa enorme boca, un simple trozo de piel. La primera víctima del ser miró atónito a ese músculo flácido aun cuando este abofeteó su mejilla. Las mandíbulas se cerraron alrededor de su garganta y entonces todo se volvió negro. Negro para un elfo y rojo para todos los demás. Incluso en un cuerpo delgado de elfo había litros de sangre. El reparador de chimeneas se deleitó con el rocío carmesí. La sangre siseó entre los dientes de la cosa y cubrió a los otros elfos. Ellos se encogieron, uno incluso cayó, antes de que el cuerpo sin cabeza se soltara de sus tendones cortados y cayera rebotando hacia abajo. Ambos elfos se hundieron lado a lado con el cadáver dejando un rastro rojo en espiral en el aire. Yawgmoth miró alegremente al reparador de chimeneas. La cosa volvió a abrir su boca dejando caer el cráneo entre sus dientes. Las mandíbulas similares a trampas de acero volvieron a cerrarse, crujiendo a través de los pómulos y el canal auditivo e introduciéndose en el cerebro. Ahora este sólo parecía un budín gris entre esos dientes. En ese momento tres criaturas más se estaban abriendo paso a mordidas a través de los otros elfos. Debajo de él, los invasores huyeron de la pared, cojeando por el terror. Unos pocos se arrojaron a lo lejos, eligiendo una mejor muerte. Algunos incluso murmuraron una línea de poesía mientras lo hicieron. Yawgmoth no los escuchó sólo oyendo el alegre trabajo de las mandíbulas de los reparadores de chimeneas y sólo viendo la pelota moteada de carne y hueso que alguna vez había sido la cabeza de un elfo. "¿Eres uno de los chicos de Gix, verdad?" El reconocimiento amaneció en los ojos de la criatura y esta asintió con la cabeza. "Que bueno que entiendas," dijo Yawgmoth. "Pensé que debías ser inteligente o también me habrías arrancado mi cabeza de un mordisco. ¿Pero cuán inteligente eres? ¿Sabes quién soy yo?" La mirada en los ojos del reparador de chimeneas se profundizó en un temor y reverencia. Abrió sus fauces goteantes y la cabeza masticada cayó hacia afuera. "¡Lord Yawgmoth!" Exclamó inclinando su cabeza y presionando la mejilla húmeda contra la piedra. "Sí," respondió. "¿Crees que puedas llevarme a la ciudad?" La criatura asintió ávidamente, saltó hacia adelante, pasó un brazo alrededor de él, y comenzó un ascenso dando bandazos.

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Mientras lo hacían Yawgmoth se contentó viendo los cuerpos que llovían desde los lados del acantilado. Con el tiempo su atención se volvió a la figura que lo llevaba trabajosamente. Una lenta sonrisa se dibujó en su rostro. "Yo te conozco. Eras uno de los primeros trabajadores del cuerpo de salubridad. Xod. Sí, tu nombre era Xod." Una mirada de orgullo se mostró en los ojos de la criatura. "Sí, Lord Yawgmoth. Sí." "Te ves diferente," dijo Yawgmoth con un descarado asombro. "Te ves… hermoso." "Sí, Lord Yawgmoth." * * * * * "¿Qué es eso? ¿Qué es eso?" siseó uno de los trasgos de Rebeca. Se suponía que la criatura estaba ayudando a instalar la piedra de control del templo. En vez de ello se puso de pie en el borde occidental del templo y se quedó mirando a la batalla que ocurría por debajo. "¿Qué es eso?" Cada repetición de esa pregunta hizo alejar a más trasgos de Rebeca y del pesado icosaedro. "¿Qué es eso?" "Vuelvan aquí," gruñó Rebeca mientras tiraba inútilmente la paleta que sostenía la piedra. El icosaedro que finalmente habían encontrado era enorme, del tamaño de un hombre y cuatro veces su peso. "¿Qué es eso?" "¿Qué es qué?" gritó ella. "Señora Rebeca," dijo uno de los trasgos más viejos. "Creo que debería venir a ver esto." Ella soltó la paleta con un gruñido final de irritación. Se sacudió las manos y se levantó. "Sé que es difícil concentrarse con las batallas de abajo pero la razón por la que estamos tratando de conseguir poner esta piedra en su lugar es salvarnos a todos de la batalla. Y a menos que tenga un poco de ayuda de ustedes…" Su admonición se interrumpió en mitad de la frase cuando miró más allá de las cabezas costrosas, más allá del borde brillante del templo, más allá incluso del muro occidental de la ciudad, a la pared del acantilado. En ese lugar brincaban oscuras figuras atacando a los soldados Thran que trepaban. Parecían pulgas negras y piojos blancos. Las pulgas negras eran increíblemente ágiles. Se multiplicaron por todos lados y donde quiera que fueron los Thran cayeron muertos. "¿Más criaturas artefacto? ¿Más máquinas?" reflexionó Rebeca. Seguro que no. Todos los defensores mecánicos de Halcyon, salvo los cangrejos de arena, eran diseños de Glacian. Rebeca conocía toda la obra de su marido. Nada como esto había aparecido jamás. Sin embargo, ¿qué otra cosa podrían ser? "Deben ser máquinas." "Nop. Zon personas," dijo el trasgo anciano. "¿Personas?," preguntó Rebeca. "Sip. Personas. Eso es lo que lez hace Yawgmoth. Los cambia. Los convierte en Pirexianos." "Pirexianos…" repitió Rebeca. Ella había visto mutaciones menores: hipertrofias, gigantismo, pero nada como esto. ¿Decenas de miles de Halcytas habían atestado Pirexia y esto es lo que Yawgmoth estaba haciendo con ellos?

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Rebeca se alejó del lugar con el asombro haciendo entumecer sus brazos y piernas. "Yo sabía que él… los estaba mejorando, pero... ¿esto?" No había sonidos de la batalla allí en el templo pero todo lo que pasaba en la ciudad se mostró en las secciones prismáticas a través de la estructura. Rebeca vio otras siluetas moviéndose. Trotando, correteando, brincando, saltando, figuras inhumanas abriéndose camino por las calles. Sus pies se sintieron como si pertenecieran a otra persona cuando ella caminó penosamente hacia la zona este. Allí, tropas marchaban por el Boulevard del Consejo. Un lado de la calle estaba lleno de guardias Halcytas y el otro de guardias Pirexianos. Las tropas Pirexianas, tan serias y amenazantes como la guardia Halcyta en sus armaduras de plata, ni siquiera eran reconociblemente humanas. Colmillos, garras, antenas, aguijones, crines… era una procesión surrealista. A la cabeza de las dos columnas venían sus comandantes. "Esto es lo que les ha estado haciendo," dijo Rebeca, incrédula. Las columnas se detuvieron en los escalones de la Sala del Consejo. El Comandante Gix y el comandante de la guardia Halcyta caminaron hasta el primer rellano. Uno de los Pirexianos de Gix vino con ellos. Era una figura descomunal llevándoles dos cabezas de altura a los comandantes. Su cráneo era una enorme bola de músculos. Dientes del tamaño de dagas residían detrás de una mandíbula grotescamente hinchada. Sus brazos colgaban hasta sus rodillas y caminó encorvado por los escalones, demasiado pequeños para sus pies con garras. Gix se estaba dirigiendo a las tropas pero Rebeca no pudo oír nada. Su discurso era iracundo, sus gestos recortados. Al final hizo un gesto al comandante de la guardia Hatcyta para que se pusiera de rodillas. El hombre cayó de mala gana. La bestia Pirexiana se irguió hacia delante. Rebeca se encogió, cerró los ojos y los escondió en sus manos. La muerte de ese hombre, la sangre de ese hombre, brillaría en un millón de facetas a su alrededor. Una voz rompió el silencio: la voz del trasgo anciano. "Señora Rebeca... venga a ver. Una de las personas-mono trae a Lord Yawgmoth. Lo está llevando a la parte alta de la ciudad. ¡Lord Yawgmoth está vivo!" Rebeca se paró y levantó los ojos hacia el cielo brillante para no ver ninguna de las atrocidades que sucedían debajo. Se tambaleó hacia la piedra de control con lágrimas corriendo por sus mejillas y a través de un nudo en su garganta gritó: "Vengan aquí, todos ustedes. Vengan aquí. ¡Tenemos que poner esta piedra en su lugar!"

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Capítulo 25

"

Y

a puedes irte Xod," dijo Yawgmoth. Hizo un gesto de espantar con sus

manos como si estuviera enviando a un perro a jugar. "Come un poco más de cabezas. Gracias por el paseo." El reparador de chimeneas hizo una reverencia muy solemne. Su fisonomía simiesca se inclinó. "Sí, Lord Yawgmoth." La criatura saltó fácilmente sobre la pared del anillo y se lanzó por el costado de la extrusión. Con una facilidad casual Xod extendió un brazo y enganchó una saliente con su garra. Se aferró a una segunda y tercera y ya estaba rebotando felizmente y fácilmente por la superficie de la roca. En momentos llegó a otro escalador y volvió a darse un festín. El cuerpo sin cabeza se desmoronó girando en su propia caída libre.

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Yawgmoth sonrió. Los defensores de Halcyon se habían arreglado bien por sí solos. El arsenal de cargadores de piedra estaría completo en una semana. La Alianza Thran sería borrada de la faz de Dominaria un día después. "Hablando de borrar caras..." La atención de Yawgmoth se volvió hacia el tercer cañón de rayos en la pared occidental. Su artillera estaba sentada atada en el asiento de disparo haciendo su trabajo. Alguien tenía que ajustar sus ojos. Yawgmoth caminó a lo largo de la parte superior del muro. La guardia Halcyta era numerosa en las murallas. Se apretaban alrededor de los candentes cañones de rayos, vertían cubos de piedra en bombardas y disparaban bombas de balistas pesadas. Trabajaban con un entusiasmo sombrío mientras brillaban con sus prístinas armaduras. Entre ellos, Yawgmoth era una ruina polvorienta. Las insignias de su rango habían sido arrancadas en la caída inicial y no llevaba guanteletes ni yelmo. Aun así, el viento en su pelo enmarañado, el brillo en sus ojos brutales, el conjunto de su marcada mandíbula, toda ello indicaba que se trataba de Lord Yawgmoth y que estaba furioso. Yawgmoth llegó al asiento del arma dando fuertes pisadas con sus botas. Este era un enorme bastión de piedra construido para soportar el peso y el retroceso de la feroz arma. Una artillera se aferraba a los mandos de disparo detrás de una plataforma de metal que era veinte veces su tamaño y lo suficientemente caliente como para fundir el vidrio. Los mandos se activaban con piedras de poder, una caja esquemática sin la caja. Sus dedos bailaban con destreza sobre las brillantes piedras. La gigantesca arma se movió lentamente hacia la izquierda y hacia abajo para apuntar a un nuevo objetivo. El chirrido de los motores fue acompañado por un zumbido bajo cuando la carga se preparó en su interior. "¡Informe de batalla, artillero!" le exigió Yawgmoth por encima del rugido del cañón. La mujer lo miró, sorprendida. Su rostro, rojo por el calor, se puso pálido. Sus dedos hurgaron en los controles de piedras de poder y el arma se detuvo y se apagó. Luchó un momento más para soltar las correas que la sujetaban a su asiento de tiro y se apresuró a poner atención. "Lord Yawgmoth, es un honor…" "Artillero, ¿Por qué no está usando el casco?" "Interfiere con la focalización y está caliente e innecesario detrás del cañón." "Informe de batalla, artillero." "Todo va bien. Esta arma ha destruido diecisiete naves confirmadas y ayudó con otras veintitrés no confirmadas, así como cientos de tropas de infantería, también sin confirmar." "¿Cuántos de los nuestros?" La mujer parpadeó. El sudor de su frente se agrupó como lágrimas bajo sus ojos. "¿Nuestros, Lord Yawgmoth?" "¿Cuántos de nuestros soldados ha matado?" "¿He matado…?" "¿Ha estado manejando esta arma desde el amanecer?" "Sí, Lord…" "¿Recuerda haberle disparado a una carabela de guerra Pirexiana? ¿Una nave llamada Yataghan? ¿O esa fue una destrucción sin confirmar?" Ahora ella estaba muy blanca, el sudor formando líneas rojas en sus mejillas. "El nombre de la nave estaba sin confirmar, sí. Se estrelló contra la nave a la que le estaba apuntando y voló en la trayectoria del rayo…"

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"¿Sabía usted que tenía una tripulación cercana al centenar de personas? ¿Eso sería casi un centenar de nuestros soldados muertos, confirmados, sí?" La artillera permaneció en silencio. "Podría haber tenido mejor suerte si giraba el cañón alrededor y disparaba contra los civiles. Podría haber logrado miles de muertes de esa manera. ¿Usted sabía que yo estaba en esa nave? ¿Usted sabe que el intento de regicidio es un crimen capital?" La mujer cayó de rodillas ante él y levantó la vista con sus ojos ahora soltando más que sudor. "Perdóneme, Lord Yawgmoth. Por favor. No sabía. Fue un accidente. No podía ver. El Yataghan salió volando de una nube de humo…" "¿No podía ver…?" "Yo no podía ver." "¿Incluso sin su casco, no podía ver?" "Yo no podía ver." "No," dijo Yawgmoth tomando tiernamente su barbilla con la mano y deslizando la otra mano por su cabello. "Ahora no puede ver." Fue un trabajo más difícil de lo que había esperado… y más desordenado. Ella se retorció y gritó, algo indecoroso allí sobre el muro, con todo el mundo mirando. Al final, él no se los arrancó como se había prometido a sí mismo que lo haría, aunque en realidad no quedó nada más que arrancar salvo membranas rotas. Ella había sido tan intolerante todo ese tiempo que él finalmente sólo la arrojó por encima del muro. Sus gritos sonaron más dulces cuanto más lejos se escucharon. Yawgmoth se limpió pacientemente las manos con un trapo. "Traigan un nuevo artillero," le gritó al capitán quien se apresuró a obedecer. "Preferiblemente alguien con los ojos en su cabeza." Gix llegó como atraído por la violencia. El campeón idealista de la clase baja se había convertido en el oficial más confiable, despiadado e inteligente de Yawgmoth. El Comandante Gix se dirigió majestuosamente a lo largo de la pared con su séquito detrás de él. Entre la guardia Pirexiana que venía con él había un monstruo de gran altura con una bola apretada de músculos por cabeza. Jirones rojos colgaban de sus dientes de dagas. Gix cayó de rodillas ante Yawgmoth e inclinó la cabeza profundamente. El monstruo a su lado hizo lo mismo al igual que los demás Pirexianos. "Hola, Gix," dijo Yawgmoth. "¿Trajiste a la guardia Pirexiana a la ciudad?" "Sí. El comandante de la guardia Halcyta era un cobarde y un traidor. Creyó que usted estaba muerto y estaba considerando rendirse. Podríamos haber perdido la guerra. La guardia Pirexiana hizo cumplir su renuncia." Yawgmoth miró al dientudo monstruo detrás de Gix. "Bien hecho, siervo bueno y fiel. Has asegurado mi mando y al mismo tiempo avanzado tu propia posición. Has salvado mi ciudad y te has ganado un segundo ejército." Yawgmoth sonrió genuinamente. "Bueno, Comandante de la Guardia, el sitio está en buenas manos, como puede ver. Tenemos que resistir una semana más y entonces la victoria estará asegurada. Hasta entonces, los ciudadanos de Halcyon están en grave peligro. Utilice su guardia Pirexiana para reunir a los Halcytas que no ayudan en la defensa de la ciudad y llévelos a Pirexia. Enlístelos." "Sí, Lord Yawgmoth. Tomará meses reunir a todos los ciudadanos." "Haga meses en semanas," dijo Yawgmoth. "El sitio será roto en una semana y quiero por lo menos a la mitad de los ciudadanos reclutados para entonces." "Sí, Lord Yawgmoth." Yawgmoth miró hacia la ciudad reluciente. El templo de Rebeca brillaba hermosamente por encima de todo.

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"Estamos creando un nuevo mundo, Gix, ya lo sabes. Un nuevo mundo y una nueva raza. Fuerte, valiente, obediente, despiadada. Sí, ahora mismo podrían parecer monstruos pero la guerra es un negocio monstruoso. Cuando todo esto termine Pirexia no creará monstruos sino dioses." "Sí, Lord." * * * * * "Él pronto regresará a Pirexia," susurró Rebeca en la oscuridad. Ella sólo podía ver a la primera decena de rostros apretados allí en el silo. Al menos cincuenta ciudadanos se estaban escondiendo allí. Su aliento hacía que el lugar estuviera caliente y húmedo. Era el olor del terror. Aún así, era mejor que el olor séptico que se aferraba a Rebeca y sus trasgos. "Yawgmoth volverá a Pirexia y cuando lo haga todos podremos escapar. Ustedes deben sobrevivir hasta entonces. No dejen que los guardias les encuentren. Les llevarán a Pirexia. Les convertirán en monstruos. Quédense aquí. Permanezcan quietos y no den ninguna señal de su presencia." "¿Qué vamos a comer? ¿Qué hemos de beber?" preguntó uno de los refugiados. Rebeca parpadeó, pensando. "¿No quedó ningún grano aquí?" "Todo está rancio. Y hay ratas." Ella suspiró tristemente y dijo, "Me imagino que ustedes no saben colocar trampas." "¿Comer ratas y beber aguas residuales?" "Sé que es terrible. Lo sé," respondió Rebeca. "Pero cuando esté todo hecho estaremos a salvo. Les llevaré a un lugar seguro, un lugar hermoso, seguro, limpio, y abundante. Ya lo verán." Una voz diferente habló desde la oscuridad. "¿Cómo vamos a saber que es el momento?" "Colocaré un farol en la parte superior del templo. Lo verán incluso si fuera de día. Cuando vean su luz diríjanse al templo." "Pero los guardias…" "Usen las alcantarillas. Los trasgos les guiarán. Ellos conocen el camino. Ellos mismos me trajeron aquí esta noche y me llevarán por toda la ciudad. Ellos les guiarán." Uno de esos trasgos silbó desde la puerta rota. "¡Patrulla!" Todas las voces en el silo quedaron en silencio. Sólo se escuchó su respiración y su eco en la garganta del edificio. El golpeteo de botas y el repiqueteo de las garras llenaron la calle. La mayor parte de las patrullas estaban formadas de sólo cinco a diez guardias. Esta parecía un ejército. Pasado un momento las pisadas se alejaron hasta que todo volvió a quedar en silencio. El trasgo susurró: "Todo despejado." "Así que coman lo que puedan. Beban toda agua limpia que puedan encontrar. Y esperen. Cuando Yawgmoth descienda a su infierno nosotros ascenderemos a nuestro cielo." * * * * * El se había ido. Fue tan simple como eso. Un coma. El se había despertado de otros comas antes pero esta vez no. No con su piel hecha harapos, sus sienes tan hundidas como cuevas, sus ojos dilatados y sin responder por debajo de párpados de

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papel. Sólo las máquinas silbantes, los trasgos escabulléndose y el ataúd viviente le mantenían con vida. En todos los demás aspectos se había ido. Tal vez si ella hubiera venido antes, si hubiera venido allí desde el principio y hubiera ido a los refugiados después tal vez ella podría haber hablado con él por última vez. Esa fue la manera equivocada de pensar. Nada sucedía por casualidad. Ahora todo aquello ni siquiera era una partida igualada. Un jugador controlaba las dos mitades del tablero: Yawgmoth. "Es por eso que no llegué aquí a tiempo," dijo Rebeca con cansancio. "Él no quiso que lo hiciera. Estabas en lo cierto, esposo. Tenías razón sobre él, sobre todo. Les engañó a todos menos a ti. Nos engañó y nos sedujo a todos, excepto a ti." Un escalofrío corrió por la espina dorsal de Rebeca cuando echó hacia atrás el borde de la sábana de Glacian. Los pliegues se deslizaron fuera de un flaco hueso de la cadera con su piel traslúcida mostrando el músculo contraído debajo. La escualidez de Glacian era horrible. Rebeca se encogió con lágrimas en los ojos. Aun así ella apartó el vestido. "Dioses, no." El corte que Yawgmoth había hecho en el costado de su marido nunca se había curado. Negras puntadas se extendían sobre la herida. La carne estaba oscura y reseca. Debajo de ella acechaba un montículo maligno. Parecía ser un tumor, del tamaño de dos puños apretados juntos. "Él no lo hizo. Él no podría haberlo..." murmuró tocando el lugar. Estaba tan duro como una roca. "¡Oh, dioses, no! ¡Lo hizo! ¡Él lo hizo!" "¿Él hizo que?" Rebeca se giró retirando sus manos. Allí, en la cueva de cuarentena, estaba Yawgmoth y su monstruoso cuerpo de salubridad. "¿Él hizo que?" preguntó Yawgmoth con su voz llena de preocupación. Ella lo miró a los ojos preguntándose si él podía ver lo mucho que lo odiaba y temía. "Él... él cayó en coma. Él... él me dejó antes de... antes de que pudiera decirle adiós." Yawgmoth llegó hasta ella. Llevaba las blancas túnicas de estado, el matiz exacto del ataúd donde yacía Glacian. "Nosotros le podemos curar, Rebeca. Ya lo sabes. Podemos curar cualquier cosa." Levantó la mano para echar hacia tras los mechones de pelo que habían caído en su cara. Rebeca sacudió la cabeza con vehemencia. "No. No. Glacian no lo habría querido. Es la única cosa que no habría tolerado." La mano de Yawgmoth se movió velozmente. Un anillo extraño brillaba en su dedo. La agarró del brazo con insistencia. Hubo un golpe, como la picadura de una abeja, y luego un ardoroso dolor. Rebeca miró hacia abajo, una protesta cayendo de su boca. Yawgmoth ya le estaba hablando. "…cansada. Agotada. Has sido la buena esposa durante todos estos años. Incluso le permitiste que muriera en lugar de desobedecerle. No puedo permitirlo. Estas demasiada cansada. Ya nada tiene sentido. Todo lo verdadero de repente parece una mentira. Toda mentira está jugando con la verdad. No puedes dejar que tu marido muera sólo porque no estás pensando claramente…" Eso era cierto, ella no estaba pensando con claridad. Parecía no ser capaz de recordar lo que había estado haciendo ese día o los últimos días. Estaba cansada, totalmente agotada. El agotamiento la calentó. Yawgmoth tenía razón. Ella no estaba pensando con claridad.

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Yawgmoth se puso de pie levantando a Rebeca y la llevó como si ella fuera una oveja perdida y el un buen pastor. "…yo te ayudaré a ti y a tu esposo. Les llevaré a ambos a Pirexia y los sanaré de una vez por todas." Rebeca sólo fue vagamente consciente de la cueva a su alrededor. Los trabajadores del cuerpo de salubridad les rodearon y levantaron la cápsula de curación de Glacian. Los trasgos le chillaron y los rodearon. Ella fue vagamente consciente de nada más que Yawgmoth. Él era tan fuerte, tan cálido, tan atento y tan veraz y tan divino. En sus brazos nada podría hacerle daño de nuevo. Incluso fue amable con los trasgos. Incluso fue paciente cuando se abrió paso entre la multitud que le pateaba. "No pasa nada, pequeños. No voy a hacerle daño. Voy a sanarla." Las pequeñas bestias fueron echas a un lado por los trabajadores del cuerpo de salubridad. Un trasgo, un trasgo anciano, gritó detrás de Yawgmoth. "Encendemos un luz por usted, Rebeca. ¡Encendemos una luz por usted!" Yawgmoth sonrió como el sol naciente. "Escucha como te aman, Rebeca. Ellos encenderán una luz por ti. Ellos orarán sus pequeñas oraciones trasgo. Incluso los pequeños monstruos te aman. No puedo culparlos. Yo también te amo." Rebeca no podía imaginar mayor felicidad excepto la de dormir en sus brazos. "Está bien. Duerme. Yo te sanaré, Rebeca. De una vez por todas."

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Capítulo 26 R

ebeca tuvo un sueño extraño.

Ella estaba parada junto a Yawgmoth en la primera esfera de Pirexia. Ambos miraban desde un riachuelo de piedra negra. Las praderas de abajo, desde las montañas al bosque, estaban cubiertas con una enorme… cosa. Parecía un hongo: una carnosidad marrón-blanca, estantes inclinados, tallos agrupados, brillantemente opaco, suavemente sólido. La cosa olía a muerte y suciedad pero también a vida y renovación. "¿Qué es?" preguntó Rebeca a Yawgmoth en su sueño. "¿Qué es lo que ha crecido aquí en tu mundo?" Su mirada fue de incredulidad. Miró a Rebeca con tanta alegría de sorpresa que pareció un joven dios del sol.

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"¿No lo sabes? ¿No lo reconoces?" De hecho ella no lo hizo. Se trataba claramente de una planta Pirexiana. Sus cúpulas amorfas tenían el mismo contorno que las montañas bajas. Sus tallos eran tan agresivos y ajenos como el bosque compactado de más abajo. Sus raíces estaban hinchadas y hundidas en la tierra tal y como Rebeca habría diseñado pilotes para unos cimientos… "¿La enfermería?" dijo Rebeca sin aliento. Era su diseño, sí, pero había crecido. Había proliferado como un hongo. Los tejados se habían convertido en un enorme campo de cúpula tras cúpula. Las apiladas habitaciones de los enfermos se habían extendido colonia tras colonia. Los cimientos se habían convertido literalmente en raíces aprovechando el poder de la tierra. El edificio que ella había diseñado podría haber albergado a un millar de pacientes. El edificio que ahora se extendía ante ella podría contener cientos de miles de personas. "¿Mi enfermería?" "Piresis," respondió tranquilamente Yawgmoth envolviendo su brazo alrededor de su hombro. "Generación progresiva. Todo lo que se planta aquí crece. Cambia, evoluciona, mejora. Se hace más grande y poderoso. Trasciende sus inicios. La tierra transforma las cosas. La tierra, el poder de la Esfera Nula, y el dios dentro de la tierra. Esta colonia es lo suficientemente grande como para contener a todos los Halcytas. Y aún más colonias están creciendo en este mismo momento, las suficientes como para albergar a todo el imperio, a todo el mundo." Era un sueño extraño. Rebeca estaba segura de que era un sueño. En la semilógica del sueño ella no podía decir si el sueño era de ella o de Yawgmoth. "Ahora mismo les estoy dando un ultimátum, Rebeca. Ahora mismo sus comandantes en sus campamentos nocturnos en el desierto están leyendo mi invitación. Si se rinden incondicionalmente serán invitados a unirse a nosotros aquí, en el paraíso." Rebeca tomó una profunda bocanada de aire fértil. "¿Y si ellos no se rinden?" Él extendió la mano envolviéndola en su cálida capa. El abrazo fue amoroso y protector. "Un ultimátum debe tener dientes en el." El fuerte olor salado de él era omnipresente dentro de su túnica. Era el olor de Pirexia, destilado de su esencia. Respirar ese olor infundió a Rebeca. Ella se aferró a él como un niño a un poderoso salvador. El era cálido y seguro y fuerte. Dentro de su manto todo permaneció como había sido. Más allá, en el sinsentido del sueño, todo el mundo se transformó. Cuando él retiró su capa las montañas bajas desaparecieron y el vasto campo y el bosque se hendieron. Ahora se encontraban parados en un templo abovedado de vigas de hierro y cables de acero. Delgadas columnas metálicas se alzaban hasta una bóveda en abanico de delicada tracería de metal. Allí donde protuberancias podrían haber adornado un templo Dominariano, aquí eran grupos de pernos. En lugar de tallas de madera, enormes vigas amartilladas brillaban con remaches. El suelo era espejado. Ejércitos de artefactos se alineaban a través de ese suelo. Estas criaturas de acero y vidrio y piedras de poder brillaban tan fríamente como el mundo que ocupaban. La mayoría eran del tamaño de hombres, con conjuntos de patas articuladas, ojos compuestos, tórax segmentados. Otros eran mamuts de metal. Habían sido construidos para avanzar pesadamente, enormes e imparables, a través de las filas enemigas. Torretas de armas de rayos se posaban sobre sus espaldas blindadas. A lo lejos, a medio formar, había unos pocos de la escala masiva de los behemots perdidos en el primer día de combate. Sus moles, encorvadas y maliciosas, esperaban en gran inmovilidad, mientras equipos de artífices pululaban a su alrededor. Los artífices parecían gusanos trabajando sobre caparazones vacíos. En Pirexia, sin embargo, los gusanos no

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descomponían los cuerpos sino que los componían. En la lejanía se erguía una gran fábrica. Brazos mecánicos trabajaban en el horizonte, chispas saltaban de arcos de soldadura, cascadas de metal fundido se introducían en grandes formas. "¿Esto?" Preguntó Rebeca. "¿Este es el ultimátum? ¿Esto es lo que sucederá si no se rinden?" Yawgmoth sonrió con un silencioso orgullo. "Este es uno de los resultados. Los ejércitos de asedio se enfrentarán a estas fuerzas y a mi guardia Pirexiana en la batalla terrestre más descomunal de las que alguna vez se hayan librado en Dominaria. Mataré sólo mientras se resistan. Estas fuerzas les darán la oportunidad de arrepentirse de su perversa guerra. Con ellas puedo forzar una rendición incondicional y traer a los que sobrevivan al redil entre el resto de nosotros. Con estas fuerzas y la Esfera Nula puedo gobernar a las ocho ciudades-estado. Nunca más habrá necesidad de una guerra civil." Era el sueño de Yawgmoth. Rebeca lo supo. ¿Pero cómo podía ella estar soñando el sueño de Yawgmoth? "Hablas como si hubiera una opción peor." Yawgmoth se encogió de hombros sin comprometerse. "Si rechazan mi oferta…" La túnica la envolvió una vez más. Los espacios desparecieron en una danza. Fue una sensación como viajar con Dyfed. Rebeca tuvo la súbita comprensión de que por lo menos allí, por lo menos dentro de Pirexia, Yawgmoth tenía el poder de un caminante de planos. La capa se abrió para revelar el centro de ese vaporoso, sibilante y tronante molino que habían visto de lejos. Las máquinas se alzaban. Las chimeneas vomitaban. Las grúas se movían. Las cintas transportadoras chirriaban. Los artífices se movían entre todo ello. El gigantesco equipo los hacía parecer como trasgos escurridizos. Pirexia los transformó. Les perfeccionó para sus tareas. La piel les creció dura y arrugada. Los ojos se abrieron como platos en la oscuridad perpetua. No había ni un solo gramo de grasa en ellos. Sus overoles colgaban sobre músculos hambrientos. Artífices y máquinas no constituían la visión más increíble. Nueve exquisitas creaciones estaban de pie en medio de ellos. Se alzaban en un círculo alrededor de Yawgmoth y Rebeca con sus brillantes fuselajes reflejando las imágenes atenuadas de los dos. "Cargadores de piedra," dijo Rebeca con seriedad. "Sí. Si rechazan mi oferta ni uno de ellos sobrevivirá. Los ejércitos serán eliminados por completo. Ahora mismo se están completando nueve más, una para cada ciudad-estado aparte de las nuestras y dos para uso discrecional. A cada una de las ciudades-estado se les dará la oportunidad de rendirse o ser aniquiladas. Una vez que todo el imperio esté en mis manos habrá más bombas para todas las naciones del mundo. Una vez que el mundo sea mío el imperio Thran se expandirá para tomar el control de todo el Multiverso." El corazón de Rebeca falló como el de un ser moribundo. Deseó poder despertar de ese sueño. "¿Cómo podemos tener la esperanza de conquistar el Multiverso? Nosotros no somos caminantes de planos." "Oh, pero lo seremos, querida," respondió Yawgmoth con certeza. "Lo seremos." Repitió volviendo a arrojar su manto sobre ella. Ella se resintió por primera vez. Ella sintió por primera vez el dolor del hormigueo debido al tránsito de una esfera a otra. Fue como si hubiera estado adormecida por una droga que se disipó poco a poco. Mientras las esferas circularon alrededor de ellos ella supo que ese no era un sueño. Aquel era el estado demasiadoverdadero de Pirexia.

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El manto se retiró para revelar el lugar más horrible de todos. En esa esfera carmesí, iluminada por hornos de dos mil metros de altura eructando grandes coronas de llamas, la tierra estaba llena de miles de filas de tanques gigantescos. Estos se extendían a través de las colinas como surcos en una granja. Dentro de cada uno se escondía un alma atormentada, inmersa en un aceite dorado. Algunos tanques guardaban criaturas sin vida, al parecer en formol. Otros hervían con la desesperante agonía del animal dentro. Sacerdotes de los tanques en sus vestimentas rojas caminaban a lo largo de pasarelas por encima de los receptáculos. Cada cierto intervalo introducían barras de piedras de poder dentro de ellos. Las criaturas que habían estado quietas saltaban en un movimiento repentino. "Les llamamos sacerdotes," dijo Yawgmoth. "Pero, en realidad, son meros granjeros. Ellos están levantando cosechas de nuevas criaturas. Están criando Pirexianos." Rebeca ni siquiera podía hablar. Ella simplemente quedó allí parada en un rellano de metal por encima de la red de pasarelas. "Un día, tal vez todos los Pirexianos serán caminantes de planos. Los eugenistas de los laboratorios de arriba están buscando la clave." Ella le tomó la mano y la llevó por un conjunto de escalones de malla hacia una habitación en la parte superior. La cámara de nueve lados era de acero pulido e iluminada con linternas de piedras de poder. Brillaba con una orgullosa esterilidad. Sólo los vestidos rojos de los cuatro sacerdotes de los tanques le daban un color a la cámara. Losas del mismo metal sobresalían de las paredes, del tamaño de camillas pero tan frías y poco acogedoras como hendiduras en unas catacumbas. En ese momento sólo había una de las plataformas ocupada. Los cuatro sacerdotes de los tanques y una variedad de complejos artefactos mecánicos se agrupaban en torno a la figura. Tres de los sacerdotes trabajaban diligentemente con sus dedos ensangrentados hasta el tercer nudillo. Susurros sibilantes se movían entre ellos desde detrás de las máscaras negras que llevaban. El sacerdote restante tomaba asiduas notas de todo lo dicho. "Estos son mis mejores cirujanos, entrenados por mí personalmente," dijo Yawgmoth. "Han estado trabajando en este mismo paciente durante más de un mes. Han explorado y documentado cuidadosamente cada uno de los tejidos vivos." "¿Vivos?" Rebeca miró más allá de los sacerdotes. La criatura en medio de ellos no podría haber estado viva. La mujer estaba abierta de la cabeza a los pies. Un corte largo y limpio corría desde el dedo central de su mano izquierda, por la palma, a través de la muñeca, a lo largo de la longitud del brazo, sobre el hombro, a través del torso hacia la cadera derecha, y hacia abajo hasta la punta del pie. A lo largo de la marca del corte, la piel había sido cuidadosamente despellejada y clavada hacia atrás. Debajo, los músculos habían sido analizados, las capas de grasa dejadas a un lado, los tendones hendidos y sujetados, los huesos aserrados en dos. Allí donde habían aparecido órganos, los puertos de entrada y salida de los mismos habían sido mapeados con alfileres numerados que pulsaban con los movimientos de los fluidos. Cuidadosos recortes habían clavado los temblorosos sacos exteriores y abierto los centros cálidos. Un pulmón cortado parecía un esponjoso bizcocho rosa, rezumando salsa de cerezas por aquí y por allá. El enorme y rubio hígado podría haber sido una morcilla a través de la cual alguien había deslizado una cuchara. El páncreas era blanco y escamoso como el queso de cabra. El riñón mostraba la intrincada geometría interna de un bulbo de coliflor. Los intestinos habían desaparecido por completo y el estómago no era más que una bolsa desinflada. Sin embargo la mujer vivía.

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"¿Por qué haces esto? ¿Por qué la atormentas?" dijo Rebeca con lágrimas corriendo por su rostro. "Ella no siente ningún tormento. Ella ya no tiene la capacidad de sentir ningún tormento." "¿Qué quieres decir?" susurró Rebeca. "La cortaste de par en par. ¿Cómo no puede sentir nada de esto?" "No tiene la capacidad. Cada capacidad del ser humano tiene su sede en un órgano o sistema especializado," explicó Yawgmoth con sencillez. "El pensamiento, el movimiento, la digestión, el habla, la reproducción, la respiración, la curación, el dolor… La enfermedad no es más que una disfunción de estos órganos y sistemas. Una persona privada de uno de estos órganos se le priva de la capacidad del órgano. Nosotros le hemos privado del órgano de la agonía." Fue sólo entonces que Rebeca vio la delgada barra de metal que se adentraba en el corte irregular de su frente. La varilla se sacudía ligeramente con una rotación tranquila pero inconfundible. Dentro de ese cráneo fracturado se movían unos rotores. Rebeca cayó de rodillas y hundió la cabeza entre las manos. "Del mismo modo, una persona a la que se le concede un órgano específico se le concede su capacidad. Los seres humanos no pueden volar ya que no tenemos el órgano del vuelo: alas. Si se nos conceden alas, podríamos volar como las águilas." "¿Por qué, Yawgmoth? ¿Por qué haces esto?" "Si hay un órgano propio de un caminante de planos, y debe haber alguno, esta mujer lo tiene. Pronto yo también lo tendré. Ellos lo encontrarán en su interior y lo pondrán dentro de mí." "Eres un bárbaro. Un caníbal." Yawgmoth la miró con una honesta confusión en sus ojos. "Esto no es barbarie. Esto es la verdad. Esto es ciencia." "Matas a tu enemigo y comes su corazón y su cerebro con la esperanza de ganar su valor y sabiduría. Pero tú nunca tendrás valor, sólo crueldad, y nunca tendrás sabiduría, solo arrogancia." Él la agarró del brazo y la obligó a ponerse en pie. "Hago esto para nuestro pueblo. Lo hago por ti. Cuando sea un caminante de planos podré hacer lo mismo con todos nosotros. ¿No lo ves? Es mejor que esta mujer muera para salvar a toda la nación." Ella trató de liberarse pero su agarre era implacable. "Suéltame." Mientras luchaba la capa de Yawgmoth barrió a su alrededor. "Nunca voy a dejarte ir, Rebeca. Mientras te abrace tengo el coraje del que has hablado, esa sabiduría. Tú eres el órgano del ascenso. Mientras te abrace, yo no soy simplemente perfeccionado, soy perfecto." Cuando la capa se volvió a abrir ambos no estaban en ningún lugar y en cada lugar. Era un espacio oscuro y sin embargo atravesado por la luz. Era un lugar caótico. Yawgmoth se hinchó para ocuparlo todo. El lugar retrocedió ante él hasta que todo fue Yawgmoth. El la inundó con su pelo y sus ropas. La apretó contra cada centímetro de él. Hizo brillar su imagen en sus ojos y cantó en sus oídos. Respirar fue como introducirlo en sus pulmones y sin embargo ella debía respirar. En los últimos momentos jadeantes antes de que la esencia de él hubiera penetrado hasta el último tejido y rizo de su cerebro ella encerró un secreto que él nunca sabría. Entonces él la poseyó por completo. * * * * *

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Él había deseado este momento desde que había entrado al cuarto de esa enfermería años atrás. Él lo había deseado pero la consumación nunca antes le había ayudado a sus planes. Ahora, por fin, lo hizo. Cubrirla a ella fue como cubrir a Pirexia. El era la sangre en sus venas, la chispa en sus nervios. El sintió cada rincón de su ser. Conoció sus pensamientos. El era un mundo en ella misma. Cada recuerdo, cada pensamiento fue suyo. Vio la ciudad cuando ella había llegado, y la ciudad cuando su templo quedó completo, y los planos de todos los edificios que había ideado en el ínterin. Vio a Glacian cuando era joven y saludable, olía a ozono en su traje de la plataforma de maná, sintió el suave calor de su mano. Yawgmoth escuchó discursos retumbantes entre el Consejo de Anciano disuelto, saboreó la amargura del agua que ella había bebido la noche anterior, vislumbró a los refugiados apretados en su silo… Así que eso es lo que ella estaba planeando, pensó. Estaba planeando sacar a los refugiados de allí, o tenía la intención de hacerlo. Seguramente no después de esta… Odio. Ella lo odiaba. Ella sólo sintió terror y asco en su presencia. Parte de ese terror era el respeto, por supuesto. Parte de ello había sido la comprensión de que él no podía ser superado ni siquiera igualado. Yawgmoth se animó. El respeto era algo, pero él había esperado amor, no odio. Tal vez era sólo recientemente que ella había llegado a odiarlo. ¿Fue cuando él se la llevó lejos de Glacian? No, en ese entonces ella se había sentido inducida a la adoración por los fármacos. ¿Fue cuando vio a su primer Pirexiano de cerca? Eso había profundizado el odio y aumentado su determinación para salvar a su ciudad pero el odio iba más allá. Estuvo allí cuando él había dejado caer el primera cargador de piedra en el desfiladero. Estuvo allí cuando él implantó el corazón de piedra Pirexiano en Glacian. Estuvo incluso allí, en forma natal, cuando Dyfed había transportado a los ancianos presos a Mercadia. Yawgmoth tomó nota de cómo sería ese mundo y apretó aún más. Su pequeño odio, aunque delgado y pequeño, se extendía muy atrás hasta su primer encuentro, cuando Yawgmoth tomó una muestra de piel de su marido. Sí, pero allí donde hay odio, también hay amor. Ellas son mitades de un todo. Todo amor tiene un hilo de odio y todo odio tiene un hilo de amor. Ella no sentía amor por él. Ahora no. Nunca lo tendría. Yawgmoth estaba asombrado. Había estado seguro de su amor. Ya no importaba. La había poseído por completo. Conocía todos sus secretos. Ahora no había nada que se escondiera de él. Estaba en cada uno de sus tejidos, en cada uno de sus pensamientos. Ella ya ni siquiera tenía una mente sin él. ¿Qué necesidad tenía él de amor? Pirexia no me conocía cuando la toqué por primera vez pero igual ella ha llegado a amarme. Rebeca será lo mismo. * * * * * Había pasado tal vez un día antes de que llegara la noticia del ataque Thran. Ellos habían asesinado a todos los reparadores de chimeneas. Habían matado al ejército que vigilaba la carretera. Estaban escalando los muros en masa. Estaban subiendo a la ciudad. Estaban luchando en las calles. Yawgmoth tenía su respuesta. Sus enemigos habían rechazado el ultimátum. Su odio fue fuerte. No había ni siquiera un poco de amor en el. Pensó en las nueve bombas, altas y brillantes. Yawgmoth se apartó lentamente del envolvente corazón de Pirexia. También se retiró poco a poco de Rebeca. La dejaría

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allí. Ya no quedaba voluntad en ella. Incluso si quisiera escapar, no podría. El corazón de Pirexia la mantendría allí, para siempre. Yawgmoth se apareció con ese pensamiento en medio de sus nueve cargadores de piedra. Los artífices estaban ocupados cargándolos en un trineo que los transportaría por la ciudad. "Los Thran pronto probarán mi ira."

Capítulo 27 Y

awgmoth y un cuerpo de guardias Pirexianos llegaron al quinto puerto aéreo

de Halcyon justo antes de que lo hicieran los cargadores de piedra. Fue afortunado. El puerto estaba lleno de Thran. Ira y Venganza, las dos últimas carabelas personales de Yawgmoth, habían sido capturadas. Un grupo de minotauros poblaban las cubiertas. Algunos llevaban tripulantes muertos para colocarlos decorosamente en el muelle. Otros reunían e inspeccionaban las armas de los caídos. Algunos cargaban los cañones de rayos de las naves. Se estaban preparando para soltar amarras, para utilizar esos barcos contra la ciudad que los había creado. "Le debería haber dicho a Gix que primero defendiera este lugar," gruñó Yawgmoth. Gix estaba fuera al mando de la defensa de la ciudad alta. Yawgmoth sacó

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amargamente su espada. Se giró hacia uno de sus guardias Pirexianos, una mujer con dientes afilados y ojos grandes, y dijo: "Dile a los equipos de bombas que esperen en la escalera, fuera de la vista con las puertas cerradas, hasta que estos barcos estén seguros." Cuando ella se marchó Yawgmoth irrumpió en el muelle flotante. Diez Pirexianos le siguieron cargando contra el minotauro que tendía cuidadosamente al muerto. Uno no podía sorprender a un minotauro, los hombres toro siempre estaban astutamente alertas. Con cuernos mortales, ojos ardientes, nariz resoplando, y un pecho tan ancho como una cama de carro, el minotauro se puso de pie ante la embestida. Sacó espadas con las dos manos con uñas de ébano como sus pezuñas. Yawgmoth saltó al ataque haciendo chocar su arma con la del minotauro. La piedra de poder en la espada de Yawgmoth chispeó con el eco de cada golpe. Debería haber cortado justo a través de las cuchillas del toro salvo que la bestia también llevaba espadas de piedras de poder. Era evidente que las había recogido de los guardias caídos. Yawgmoth no podía sorprender al minotauro pero podía impugnar el honor de la bestia. "Ah, ¿saqueador de cuerpos?" El rojo fuego en los ojos del minotauro se volvió azul. "Los estoy protegiendo y preparándolos para su entierro." Yawgmoth atacó mientras el minotauro le explicó desequilibrando a la bestia con un empujón y colocándolo peligrosamente cerca del borde del muelle. "Despojándolos de sus armas no es prepararlos para su entierro. Los guerreros deben ser enterrados con sus armas." El hombre toro acababa de recuperar el equilibrio y luchó hacia adelante cuando llegó ese golpe verbal, y había sido un golpe. Yawgmoth había trabajado entre esas criaturas. Conocía sus estrictos códigos de conducta. Los guerreros, incluso los guerreros enemigos debían ser enterrados con sus armas. "Estas espadas vinieron de las bodegas bajo cubierta," logró decir el minotauro aterrizando un ataque de derrape en una placa de hombro. Yawgmoth se sacudió debajo de la hoja, se retorció y se liberó. "Después vaciarás sus bolsillos. Luego le despojarás de sus ropas." Las llamas azules se convirtieron en blancas. El minotauro rugió y se lanzó. Se había comprometido demasiado. Yawgmoth dio un paso atrás dejando que la criatura pasara a su lado y luego hizo girar su espada hundiéndola en la cadera de la criatura. La bestia se giró y arremetió incluso chorreando sangre. Yawgmoth recibió los ataques como si el minotauro sólo simplemente le estuviera entregando artículos que le había solicitado. "¿Qué vas a hacer después, aparearte con el muerto, bestia inmunda?" Esta vez no hubo ningún ruido, tan intenso era el odio del minotauro. Se lanzó, ensangrentado, sobre Yawgmoth y lo arrojó de espaldas junto al muerto. Las espadas giraron en manos de tres dedos. Cuchillas de piedras de poder se hundieron en la carne. Fue todo lo que Yawgmoth pudo hacer para devolver los golpes. Estaba perdiendo. Había echo enfurecer a la bestia, pero no lo suficiente para sacar lo mejor de él. Hasta que… "A ti no te preocupan nada estos guerreros... ¿Protegiéndolos? ¿Preparándolos para una honrosa sepultura? Los minotauros no saben nada del... honor." La bestia lanzó la hoja de piedra de poder hacia abajo para rebanar la cabeza de Yawgmoth. Este rodó a un lado en el último momento y la espada se hendió en la cabeza de uno de los muertos. Cortó a través del cráneo y del muelle debajo.

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La espada estaba atrapada, aferrada no por la madera sino por la estúpida incredulidad de la bestia. Había profanado la honradez del muerto, precisamente los que el debía proteger. Un instante después él mismo se les unió. La espada de Yawgmoth atravesó el vientre del minotauro y siguió hacia arriba a través de intestinos y costillas y pulmones para cortar su maduro corazón rojo. Yawgmoth se levantó mientras el enorme guerrero caía al lado de los humanos muertos. Estaba cubierto de sangre, la suya y la del toro. Sólo su espada de piedra de poder brillaba limpiamente. Un grito de alegría se escuchó detrás de él. Yawgmoth se giró viendo que su guardia Pirexiana había hecho un trabajo similar con los otros minotauros a bordo del Venganza. Algunos de los guerreros estaban ocupados lanzando cadáveres por la borda. Otros cortaban un trofeo para sus cinturones o un aperitivo para sus bocas. Su capitán era el que había vitoreado. "El Venganza está asegurado." "El Ira asegurado," dijo otro grito. "El muelle está asegurado." Yawgmoth le ordenó al capitán, "Dígale a los equipos que traigan las bombas. Envíe un mensajero que encuentre al Comandante Gix y le ordene sacar a los refugiados del templo." El capitán se marcho corriendo a despachar las órdenes de Yawgmoth. Mientras tanto, Lord Yawgmoth caminó por la pasarela del Venganza chorreando sangre. Era una imagen muy antigua de cuerpos muertos y sangre. Pronto el redefiniría la imagen de la muerte, él y sus nueve cargadores de piedra. Ellos harían de la muerte una cosa de color puramente blanco, sin dejar siquiera huesos pudriéndose en el desierto. El limpiaría aquel lugar de los errores del pasado. El aniquilaría a todo el ejército Thran con un fuego blanco. * * * * * Se había ido. Oh, que gozoso fue. El monstruo había desaparecido. Había arrancado cada fibra de su ser, desgarrado cada nervio, trillado cada pensamiento. No, no todos los pensamientos. El le había robado todos los pensamientos menos uno. Si el hubiera sabido esa sola cosa la habría poseído por completo y nadie quiere ser poseído por completo. Ella lo había amado. Ese fue el secreto. Ella lo había escondido a simple vista, ocultándolo con el nombre de odio. Ahora era odio. El amor se había ido. Ahora y para siempre, sería odio. Un momento antes no podría haber pensado tal cosa acerca de Yawgmoth. En este lugar secreto, sin embargo, Rebeca podía pensar con claridad. Su voluntad se mantuvo. Desde ese lugar secreto fluyó la rabia que llenó el crudo vacío que él había dejado en ella. Este le ardió como un alcohol amargo pero también la calentó. Ella detuvo el avance de esa marea furiosa. Había una cosa que quedaba por hacer antes de que ella dejara que le llenara por completo. Debo hacerlo mientras todavía haya suficiente de su olor en mí. Debo hacerlo ahora mientras el mundo siga pensando que yo soy él. Rebeca llamó a Pirexia. Se extendió por el mundo. Amplió su ser hacia fuera y sintió como este se apoderó tentativamente de ella. El mundo supo que ella no era Yawgmoth pero sentía a su amo en su ser, en su sangre, y respondió tímidamente. Rebeca no salió fluyendo en las corrientes del mundo como lo hizo Yawgmoth. Su esencia no se transformó en la sangre de Pirexia. Aún así, ella pudo sentir el pulso de

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la tierra y sentir lo que este sentía. Buscó a través de él con su mente resuelta y sin embargo asustada. Pirexia supo que ella buscó y se preguntó qué buscaba. Busco a mi amor, fue lo que ella pensó. El mundo se apaciguó y le dijo que Yawgmoth había subido a la superficie Rebeca no dejó de buscar como un niño triste y afligido. El mundo le permitió su dolor. Le permitió buscar. Entonces ella lo encontró, no a Yawgmoth sino a Glacian. Estaba en el mismo laboratorio elevado de Dyfed. Acababa de llegar. Los cuatro sacerdotes de los tanques vestidos de rojo estaban ocupados colocándole en una camilla adyacente. Su ataúd blanco estaba cerca con los mecanismos que le mantenían con vida situados cautelosamente a su alrededor. Los sacerdotes trasladaron sus miembros marchitos con reverencia y zumbaron con entusiasmo. Uno de ellos fue muy lento, muy cuidadoso, trazando una línea desde la punta del dedo medio de su mano derecha, subiendo por el brazo y hasta el hombro… Excepto que no estaba dibujando la línea, la estaba cortando. Gotas de sangre rubí brotaron lentamente de la marca de corte. El terror, como una droga, se movió a través de Rebeca. La visión se desvaneció y ella sintió la incertidumbre en Pirexia. El mundo se retiró del contacto de su mente. Su terror lo repelió, una cosa extraña, Yawgmoth nunca sintió terror. El hubiera querido hacerlo por sí mismo, pensó Rebeca proyectándolo en la nube de dudas que silbaba a su alrededor. Yawgmoth se pondrá furioso cuando descubra lo que ellos han hecho. Hubo una pausa en esa gran mente. Yawgmoth no sentía terror pero los servidores de Yawgmoth lo sentían. El terror profundo era el alma de los grandes siervos de Yawgmoth. Esta, esta Rebeca, debía ser su mayor sirviente. ¿A quién más hubiera invitado él a su santuario interior? ¿Quién más hubiera llevado el olor tan penetrante de él? ¿Qué vamos a hacer? La niebla que había separado a Rebeca del mundo se estaba estrechando. De ahora en más tenía que tener cuidado. Cualquier otra sospecha podría romper la tenue atadura. ¿Qué le hace el maestro a aquellos que le desobedecen? Él los mata. Entonces hágase como él lo habría hecho, respondió Rebeca. Tan pronto como se formó la idea que Rebeca sintió a las cuatro almas oscuras desaparecer de la existencia. Lo pudo ver, los cuatro grandes eugenistas de Yawgmoth cayendo al suelo uno por uno. No se agarraron de sus corazones sino de sus muslos, las manos sobre las piedras del corazón Pirexianas implantadas allí. Ella no solo sintió la muerte de sus almas sino la húmeda rotura de los órganos en su interior. Los músculos se contrajeron, cortados por los extremos de los huesos rotos. Su propia musculatura se convirtió en grandes mollejas, huesos molidos y vísceras en una pasta digestible. No eran los únicos que morían. Dyfed, también, comenzó por fin a morir. Las muertes de sus asistentes provocaron su propia muerte. Rebeca se sintió aliviada al sentir que ocurría esto. La mente del mundo se angustió. Yawgmoth había terminado con ella, le mintió Rebeca. Él había aprendido todo lo que había podido de ella. Había buscado el órgano que hacia posible el caminar por los planos. Los sacerdotes de los tanques lo habían arruinado cuando se metieron con su cerebro. Incompetencia. Es por eso que él había traído a Glacian allí. Su órgano de caminante de planos... se detuvo, vislumbrando la verdad en la mente de Pirexia. Glacian era un caminante de planos naciente. Había sido por eso que Dyfed había

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venido a visitarlo. Había sido por eso que Yawgmoth le había mantenido con vida durante tanto tiempo y lo había llevado allí para diseccionar. Luchando por mantener el tono desenfadado de sus pensamientos, Rebeca continuó. . . . todavía está intacto. Es por eso que Yawgmoth le quería abrir… el mismo. La gran mente de Pirexia le creyó y comprendió. El también morirá si se le deja sin atención. A través de la mente de Rebeca brillaron imágenes de los miles de sacerdotes de los tanques que trabajaban en las pasarelas cercanas. Algunos de ellos levantaron la cabeza, como si escucharan un pensamiento silencioso. No, Yawgmoth quiere hacerlo él mismo. El no está aquí. Está en Halcyon. Yo le llevaré a Glacian a él. Trasládame al laboratorio. Yo misma introduciré a Glacian en su cápsula de curación. Nos llevarás al portal y yo lo llevaré a nuestro maestro. Hubo nuevas sospechas en esa enorme mente. Rebeca dejó que el amor que alguna vez había sentido por Yawgmoth fluyera fuera de ella en una mentirosa inundación. La oscuridad del santuario interior desapareció en un instante. Rebeca estaba parada en un laboratorio de nueve lados de acero pulido. Su lacerado marido yacía en el estante de un costado; Dyfed muerta tranquilamente en el otro. Cuatro sacerdotes de los tanques eran montones en el suelo. Rebeca se arrodilló junto a su esposo y restañó el flujo de sangre de su herida. Lo levantó y sintió como si alzara un saco de huesos. Acunándolo lo llevó a la cápsula de curación. Mientras ella trabajaba organizando los mecanismos de soporte de vida sintió la mente de Pirexia presionando sobre ella, mirando con inquietud. Apenas se cerró el ataúd Rebeca y Glacian se disolvieron de inmediato. Reaparecieron en la primera esfera, la ciudad hongo extendiéndose a un lado y el gran portal negro al otro. Sin esperar a que el mundo cambiara de opinión, Rebeca levantó el extremo del ataúd blanco y lo arrastró siseando por el suelo cubierto de hierba. Mientras lo hacía observó el cielo azul a la espera de que un rayo saltara fuera de este matándolos a ambos. La base del ataúd raspó sobre la piedra. Ella miró a su alrededor. Estaba de pie dentro de una cueva oscura al lado del podio espejado y el libro de acero y cristal. Pirexia sólo era una visión horrible y cegadora a través del portal. Las Cuevas de los Condenados fue la vista más maravillosa que Rebeca hubiera contemplado en su vida. "Ahora tendré que asustar a unos cuantos trasgos para que me ayuden a subir esta cosa a la ciudad." Dijo Rebeca empujando la cápsula y arrastrándola lejos del portal. Sí, ella se llevaría a Glacian arriba, pero no a Yawgmoth. Llevaría a su marido al templo que ellos habían diseñado. Una vez dentro se podrían ir volando lejos de toda esta locura. * * * * * Era algo hermoso volar de esa forma. No había naves Thran en el cielo. La flota Pirexiana era minúscula pero nueve carabelas era suficiente. Yawgmoth las guió desde su propia nave de guerra, Venganza. Ni siquiera mandaba el Venganza. No con palabras. No con órdenes. El equipo sabía lo que él quería. La precisión milimétrica no era crítica con los cargadores de

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piedra. El no dio órdenes. Estas habrían agriado el sabor del vino en su boca. Ellas habrían retirado su atención del espectáculo que se desarrollaba debajo. Los Thran y sus aliados llenaban el desierto en todos los lados. Sus fuerzas se extendían hasta las montañas en el oeste y las colinas en el este. Pareció como si todo el mundo se hubiera alzado en indignación contra esta única ciudad, elevada en el cielo, al alcance de los dioses. Por supuesto que lo harían, estas bestias violentas, mitad vacas, mitad gatos, mitad lagartos, enanos atrofiados y elfos marchitos y hombres cejudos. Los Pirexianos se habían elevado por encima de todos ellos. Habían subido la cadena del ser y estaban listos para ascender el último escalón. Que el resto descienda, pensó Yawgmoth, mirando a las abigarradas multitudes. Que todos desciendan. La primera bomba, plateada en la luz del sol, se desplomó del Venganza cayendo de punta a punta. Los destellos de sus aletas recorrieron el ejército de enanos de más abajo. Ellos levantaron la vista de sus crudas máquinas de asalto, se detuvieron junto a sus burros trabajadores, y quedaron boquiabiertos en el destino brillante que caía sobre ellos. La bomba se enderezó apuntando hacia abajo. Sus aletas le dieron un descenso en espiral. En un instante no fue más que una mancha de plata contra el ejército estupefacto. Luego no fue nada en absoluto con sólo su ruidoso silbido alcanzando al Venganza y a su señor. Una sonrisa blanca se dibujó en su rostro. A modo de respuesta, un círculo blanco se formó debajo. Se extendió hacia el exterior con la velocidad de la dilatación de un ojo, un disco uniforme de fuerza. Los enanos desaparecieron silenciosamente en esa nube que en unos veloces instantes llegó a la base de la extrusión y a las montañas al otro lado. Su centro se hinchó hacia arriba en un gran bulto. Desde el medio se alzó una gruesa columna de fuerza. Jirones de cosas ardientes salieron disparados por el aire junto a la columna supercalentada. Nubes asesinas se alzaron en anillos alrededor de la mancha. "Hermoso," dijo Yawgmoth bebiendo su vino. Fue sólo entonces que el sonido de la explosión alcanzó al Venganza. La nave se sacudió arrebatada por una mano gigante de ruido. Este fue omnipresente. Demasiado alto para ser escuchado. Pasó de largo envolviendo todo el mundo en un trueno. Una segunda bomba rodó fuera de la nave sobre un ejército de seres humanos haciendo su mejor esfuerzo para huir de la primera explosión. Hoy habría un montón de gente queriendo huir pero nadie lo haría. Los seres humanos murieron repentinamente y espectacularmente como los enanos. Aún restaban otras siete bombas más. "Una para cada ciudad-estado y una para Yawgmoth," citó, bebió un sorbo de vino y miró a sus enemigos disolverse en una pura blancura aniquiladora.

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Capítulo 28 U

n anciano artífice vio morir a su pueblo a través de los conductos

sensoriales de su sillón de mando a bordo de la Esfera Nula. Un momento antes, cientos de miles de Thran y sus aliados habían llenado el desierto por debajo. Ahora sólo quedaban sus fantasmas, un amplio anillo de nubes blancas. La Esfera Nula succionó sus fantasmas y canalizó el poder al interior de Pirexia. Yawgmoth no sólo asesinó a los Thran. Se dio un festín de ellos. Sin embargo había una forma de detenerlo. El anciano y sus colegas artífices tendrían que sacrificar sus vidas pero al menos Yawgmoth sería detenido. "Llévanos más alto," dijo el anciano sin aliento girando la cabeza hacia el Pirexiano que controlaba la altitud de la Esfera Nula.

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La bestia brilló en su consola de piedras de poder. "Si vamos mas alto los humanos como ustedes morirán de asfixia." "A esta altura... no podemos sacar maná... de toda la nube," dijo el anciano en una mentira. "La ciudad… será engullida." El Pirexiano vaciló. "¡Ahora... o todo está perdido!" La Esfera Nula se elevó súbitamente hacia el cielo. El anciano se sintió desvanecer. Sabía que se estaba muriendo. Los otros también morirían. Sus cadáveres harían cortocircuitos en los asientos de mando y la Esfera Nula quedaría anulada. Ya no extraería el turbulento maná de la tierra. Muriendo, atraparían a Yawgmoth en sus nubes asesinas. La muerte fue más dulce de lo que él jamás hubiera podido esperar. * * * * * Fue hermoso. Halcyon flotó alta y segura por encima del ondulante maná. Nubes blancas. Nubes purificadoras. Nubes limpiadoras. La rebelión había terminado. La Alianza Thran era sólo un recuerdo. Ni siquiera sus cuerpos permanecerían en el desierto. Ni siquiera el desierto se mantendría sino un erosionado lecho rocoso. Yawgmoth levantó la botella de vino. Giró el cristal verde especulativamente ante él. La última gota de vino se arrastró a lo largo de la base de la botella. Era de color rojo sangre, pero parecía negra dentro del vidrio. Había nueve bombas más a bordo del Ira. La tripulación tenía órdenes de dejar caer una en el corazón de cada ciudad-estado que no se rindiera incondicionalmente, una para cada ciudad-estado y una para Yawgmoth. Después de que el imperio cayera a sus pies habría nueve bombas más: una para cada una de las razas aliadas y una para Yawgmoth. Luego habría bombas para el Multiverso: nueve y nueve veces nueve y nueve a la novena potencia. Todo empezó allí, en esa ciudad celestial entre las purgantes nubes. Yawgmoth sostuvo la botella por encima de la borda y la dejó caer casualmente. Vio cómo se hundió, dando tumbos, hacia las nubes. El vino sangró por el cuello de la cosa. Incluso antes de que la botella desapareciera comenzó a disolverse en el aire ácido. Yawgmoth se levantó de su asiento al lado de la borda por primera vez desde que había comenzado el bombardeo. El desierto había sido purgado pero todavía había soldados Thran invadiendo la ciudad. Sería una pelea en las calles y las casas y las habitaciones de la ciudad. Sería como los disturbios de los tísicos. El Venganza podría amenazarlos de los cielos pero no mucho más que eso. El lugar de Yawgmoth estaba en la lucha, no por encima de ella. Yawgmoth dio una orden por primera vez desde que había comenzado el bombardeo. "Vuelen sobre la ciudad. Sobre el granero." Esos graneros habían albergado rebeldes desde los días de los disturbios. El Venganza llegó a la cima de los muros ensangrentados y se acercó a la maraña de silos y almacenes. Figuras pululaban por los cilindros blancos: gente felina, hombres lagarto, enanos, elfos, cucarachas, termitas, tijeretas, moscas. El podría fumigar la ciudad… Yawgmoth podría matar a todos con un pensamiento y ese hecho le consoló… pero su propia gente moriría. Los guardias Pirexianos y Halcytas luchaban contra la muchedumbre de Thran en callejuelas y puertas. "Incluso si pierdo todo Halcyon, todavía tengo a Pirexia." La nariz del Venganza pasó por encima de los silos del granero.

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"Suelten el ancla de proa." Se escuchó el traqueteo de la cadena y el ancla se desplomó. Su corona se estrelló contra un enano demasiado impasible para saltar a un lado. Yawgmoth se lanzó sobre la barandilla, bajó por la cadena y se bajó del ancla con los pies llenos de sangre. La imagen le hizo sonreír. Estaba pisoteando una nueva vendimia de sangre. Yawgmoth sacó su espada. La piedra de poder en su empuñadura titiló de complicidad hacia su maestro. Arrojó la espada y cortó fácilmente en dos partes a un elfo que venía a la carga. "¡Levanten el ancla!" gritó. Apenas el anillo se tambaleó haciendo subir la cadena Yawgmoth se apoderó de un hombre lagarto y lo arrojó hacia abajo empalándolo en el ancla. El gancho sobresalió a través de su escamosa espalda. El Viashino, empalado vivo, se retorció en el ancla mientras esta hacía su ascenso. "¡Patrullen la ciudad!" le ordenó Yawgmoth al Venganza mientras se daba la vuelta con deseos de volver a matar. * * * * * "¡Hay una nave allí arriba!" dijo Rebeca mirando a través de la rejilla de la alcantarilla. "Una carabela de guerra." Seis pares de ojos trasgos se abrieron de par en par en la fétida oscuridad del alcantarillado. La cápsula de curación que llevaban entre ellos brilló debajo del tizne y la grasa que la envolvía. Un trasgo murmuró, "¿Pirexiano o Thran?" Rebeca dijo: "¿Qué importa? La batalla está en pleno auge. No podremos salir con seguridad." Su punto fue interrumpido por un clamoroso grito. Un minotauro cayó en la alcantarilla y quedó tumbado contra la reja… o la mitad de un minotauro. Sangre y tripas realizaron una horripilante cascada a los pies de Rebeca. "El granero siempre había sido seguro," dijo el trasgo. "Bueno, ahora no lo es," respondió Rebeca. "Yawgmoth lo sabe. Él ha estado dentro de mi mente. Tendremos que llegar al templo de otra manera. Un poco más arriba." Los trasgos asintieron en la oscuridad. De todos modos ellos preferían los pasajes subterráneos. No es que no tuvieran sus peligros: cepos ineludibles, pozos negros, ratas, enfermedades, pero era mejor esos peligros que espadas a través de sus espaldas. Los pies de los trasgos crepitaron por el lodo goteante. Rebeca les siguió. "Yo no debería guiarnos por mucho más tiempo. Yawgmoth sabe todo lo que yo sé. Sabe todo lo que yo haría, lo que intentaría. Uno de ustedes debería tomar el relevo. ¿Qué tan cerca del templo nos pueden llevar?" Una sonrisa llena de dientes brilló en la oscuridad. "Yo sé camino. Les sacaré por los Dungas de la Sala del Consejo." Rebeca rió. "Bueno. Hazlo. Sácanos al lado de la Sala del Consejo. Tendremos que luchar para abrirnos camino hasta la parte superior de la cúpula." "No, no peleamos. Volamos. Tomamos la silla voladora." Ella estuvo a punto de objetar. Yawgmoth esperaría que objetara. "Sí. Tienes razón. Tomaremos una silla de manos. Cuando todos estemos en el templo nos iremos volando lejos de aquí. Volaremos lejos de la guerra y el horror de todo esto. Volaremos a los cielos. Guíanos." "¡A los Dungas! ¡Al cielo!"

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* * * * * El templo estaba abarrotado de refugiados: dos mil de ellos. Y a cada momento llegaban más. Estaban densamente agrupados en la cúpula de la Sala del Consejo. Ellos saltaron al pórtico lleno. Presionaron hombro con hombro en la sala principal con los niños encaramados en sus hombros para evitar ser aplastados. Todos los balcones estaban llenos, todas las escaleras de caracol. La gente estaba sentada encima de cualquier punto plano. Incluso el altar estaba lleno. Sólo la piedra de control en sí estaba vacía. Todos sabían que si subían encima de ella esta podría hacer estrellar a todo el templo. Cuando los refugiados habían llegado por primera vez, un día antes, habían sido furtivos, luchando para esconderse en las prismáticas paredes. A medida que la noche avanzó, vinieron más y más. Los pisos se llenaron. El silencio dio paso a los susurros. Al rayar el alba, el templo, alguna vez brillante, se volvió opaco con los organismos apretados. Ya no hubo ningún lugar donde esconderse. Sólo quedó una terrible pregunta ¿quién llegaría primero, Rebeca o Gix? Gix. El río de refugiados llegó a un abrupto final. Sólo quedó un centenar de ellos, empujando para llegar a la cúspide de la cúpula. Los que pudieron saltaron aunque el pórtico de entrada ya estaba demasiado lleno de gente. Las personas del templo les gritaron que volvieran pero aún así saltaron. Algunos lo lograron. Otros cayeron. Sus cuerpos rotos se unieron a la mancha roja en ese lado de la cúpula. Las escaleras se convirtieron en una cascada carmesí. En la parte trasera de la línea los guardias Pirexianos arrojaron a aquellos que iban delante de ellos. Sus garras escarlatas tallaban las espaldas de la gente. Cadáveres y sangre dejaron una estela sangrienta detrás de ellos. Marcharon hacia arriba con un paso uniforme y despiadado. Al mismo tiempo, sus malvadas figuras se volvieron más y más claras: ojos sobredimensionados, pieles grises, bigotes con púas, músculos torturados, cuernos, garras, colmillos.... El terror se extendió por el templo a cargo de una sola palabra. "¡Pirexianos!" A la cabeza de la compañía venía el mismísimo Gix. "¡Tomen el templo!" "¡No les dejen cruzar!" gritaron los refugiados. "¡No les dejen cruzar!" El primer horror lleno de garras saltó fácilmente desde la cúpula y se aferró a un trío de mujeres. Sus garras se hundieron y escarbaron para saltar por encima de sus formas ensangrentadas e introducirse en el templo. Los refugiados que estaban detrás, gritando de terror, tiraron de una patada a las tres mujeres fuera del templo. El Pirexiano y las mujeres cayeron. Un segundo Pirexiano saltó en el espacio vacante. Mató a cinco refugiados antes de que alguien lo apuñalara y arrojara su cuerpo al vacío. Las armas fueron pasadas al frente. Los siguientes monstruos que se lanzaron hacia el templo se desplomaron con las espadas pegadas a sus estómagos y gargantas. Más armas llegaron, pero no serían suficientes. Los monstruos eran demasiado violentos, demasiado voraces. "Alejen el templo. ¡Aléjenlo de la cima!" gritó alguien. La idea se extendió a través de la multitud. Los refugiados sobre el altar treparon al lado de la piedra de control. Pusieron sus manos sobre ella y empujaron. El gran templo se alejó de la cima con un movimiento lento pero implacable. Se movió suavemente sin hacer más ruido que una silla de manos.

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Gix le gritó al resto de sus guardias para que saltaran. Cuatro Pirexianos más lo intentaron pero cayeron y se quebraron en la cúpula de abajo. Gix se quedó agitando un puño sangriento a los refugiados en retirada. Una rabiosa alegría se extendió por todo el templo, un sonido de venganza. El templo hizo un alto, removido de la cima de forma segura. No lo volverían a mover para nadie excepto para la misma Rebeca. Una mancha negra opacó el sol. El Venganza. La carabela de guerra se deslizó perezosamente en su lugar sobre el templo. Los gritos de adulación se apagaron. ¿Yawgmoth no bombardearía a su propio pueblo en su templo? Nueve largas cuerdas cayeron sobre las bordas. Nueve figuras negras descendieron de allí antes de que ni si quiera se hubieran desenrollado del todo: más Pirexianos. Se dejaron caer con avidez sobre las cabezas de la multitud. * * * * * Esto había sido incluso más divertido que su viaje a bordo del Venganza. Matar a cientos de miles de personas con nubes blancas era hermoso pero esta danza uno-auno de acero y sangre… esto había sido divertido. Yawgmoth había perdido la cuenta de sus muertes. Habían llegado muy rápido al principio: matando como respirando. Ahora la guardia Halcyta había bloqueado la mayor parte del granero y limpiaban los últimos escondites. Uno de ellos estaba arriba, la parte superior de un silo de granos lleno con media docena de Thran. Una escalera se alzaba desde el peldaño más bajo. Sería mortal subir por esta hasta un conducto oscuro y sangre goteaba de una reciente escalera de mano. Un cuchillo soltado por el hueco podría hundirse en un ojo o incluso en un cráneo. No tenía sentido subir. Yawgmoth se alejó del silo mirando hacia arriba en dirección a la cima del mismo. Un par de guardias Halcytas estaban parados cerca. Yawgmoth les hizo señas. Los soldados de armadura blanca se apresuraron a acudir, arrodillándose delante de él e inclinando sus cabezas. "¿Cómo podemos servirle, Lord Yawgmoth?" preguntó uno de ellos. "Derriben este silo," dijo simplemente Yawgmoth. El que había estado en silencio miró arriba hacia la estructura de cemento. "¿Derribarlo, Lord?" "Derríbenlo como talarían un árbol," dijo Yawgmoth. "Comprendido Lord Yawgmoth," dijo el primero. "¿Con qué?," preguntó el otro y agregó rápidamente "¿Lord?" "Sus espadas de piedras de poder cortarán el concreto. Corten este silo hasta que caiga." Ambos asintieron ante eso. Se levantaron y se apresuraron al silo buscando un lugar claro en el que el edificio pudiera caer y comenzaron a cortar. "Tarea concluida," dijo Yawgmoth alejándose del lugar. Llegó a la calle al lado del granero. Los guardias Halcytas patrullaban a lo largo de toda la vía. Rojos montones de carne yacían en pilas en el camino. Tropas Pirexianas cruzaron la calle a medio trote con sus ojos y garras ávidos de nuevas presas. Se habían quedado cortos de gatos, toros y carne de lagarto. En ocasiones los defensores entraban por una puerta rota y cadáveres Thran volaban de las ventanas y aterrizaban en la calle. En general, el zumbido de la batalla era ahora un hambriento sonido inactivo. La ciudad estaba bajo control. Los soldados Thran de abajo habían sido derrotados. Los únicos que quedaban eran los traidores en el Templo Thran.

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Yawgmoth se quedó mirando a la gema colgante cuyo corazón se veía negro por la traición. Era su único gran error, ese edificio… su último gran error. El templo era la brillante visión de Rebeca del cielo. Un lugar que haría que la mente de su pueblo hiciera una guerra infinita con el verdadero paraíso de Pirexia. Rebeca ni siquiera había equipado a la cosa para hacerla volar. La única razón por la que este no lo había echo era porque los traidores esperaban por Rebeca, su salvadora. Yawgmoth se permitió una pequeña sonrisa. Su salvadora era ahora suya El crujido y el lamento de piedras moviéndose alejaron su atención del templo. El silo se estaba cayendo. Los guardias habían labrado una gran herida cerca de su base. El inclinado peso de la torre destrozó la pared y el silo se derrumbó con una lenta majestad. Su borde inferior se pulverizó y desintegró. El cilindro de roca se quebró como un huevo. La parte superior, donde se escondían los soldados Thran, fue lo último en golpear… y la que lo hizo más duramente. Con un choque atronador el silo se transformó en escombros. En medio de los trozos de piedras molidas y rebotando había figuras humanas solo visibles por un momento antes de quedar hechas puré. "Seis muertos," dijo Yawgmoth desapasionadamente cuando se volvió hacia el templo lleno de gente. "Dos mil al borde de la muerte." En ese instante el Venganza hizo un círculo dirigiéndose hacia el edificio de piedras preciosas, un nuevo grupo de Pirexianos listos en las cuerdas. Pasó por encima del muro de la ciudad y de repente desapareció. Una densa nube, tan blanca como la leche, subió como un fantasma desde el otro lado del muro. Envolvió a la carabela de guerra en su masa cuajada y continuó hacia arriba. Fue una nube mortal y purificadora. Transformaría el granito en arena y la arena en ceniza. Destruiría la carne por completo. Succionaría la carga de cualquier piedra de poder con la que tuviera contacto. El Venganza fue visible una última vez en una sombra vaga ya medio carcomido y volcado. Golpeó contra la pared desintegrándose y luego se hundió de la vista por el otro lado del acantilado. "No," dijo Yawgmoth con incredulidad. Las nubes asesinas, silenciosas y pacientes, se alzaron en todos los lados de la ciudad. Sus cabezas blancas se rizaron y afilaron a lo largo de Halcyon reuniéndose en una cúpula que se comenzó a cerrar por encima de todos ellos. Toda Halcyon sería destruida. "No," Yawgmoth se volvió a quedar sin aliento. Lo peor de todo fue que el Templo Thran y su carga de traidores y cadáveres se alzó con un increíble repentino movimiento hacia arriba y fuera de la cúpula blanca. Lenguas de nubes lamieron los bordes del templo cuando este salió disparado hacia el cielo. Segundos después estaba más allá del alcance de ellos. "Dos mil traidores han escapado," dijo Yawgmoth volviendo a respirar. Entonces la cúpula se completó. La pálida muerte se cerró sobre Halcyon. * * * * * "El templo se ha ido," gruñó Rebeca dentro de la alcantarilla. Acababan de llegar a la ciudad alta vislumbrado el templo asediado desde arriba. Los trasgos habían empezado a hacer palanca en una rejilla del Boulevard del Consejo pero ahora el templo había desaparecido. "Y hay algo peor." "¿Algo peor?" repitieron voces aterrorizadas detrás de ella. "Una nube de maná. Una nube de muerte. Está envolviendo a la ciudad."

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Los trasgos detuvieron su trabajo y estiraron el cuello para ver más allá de los barrotes de hierro. Un silenció extraño llegó a la red de alcantarillado y a las calles de más allá. En ese silencio se introdujo un sonido horrible. El viento gimiendo a través de una gran estructura. Pequeñas campanas sonaron… pero no… no eran campanas… cristales golpeando unos contra otros. El tintineo se convirtió rápidamente en una cacofonía. Encima de ese ruido llegó un coro de dos mil gargantas gritando. El Templo Thran se derrumbó a través del techo descendente de la nube inclinándose sobre su lado. Los rostros de los refugiados brillaron en un espectro sobre la ciudad: enorme y hermosa y condenada. El templo se estrelló rompiéndose en mil pedazos. Los cristales salieron disparados en filosos fragmentos. Las implosiones sacudieron la ciudad. "¡Abajo!" Gritó Rebeca. "¡Abajo! ¡Desciendan! ¡Es nuestra única esperanza! ¡Lejos de la luz! ¡Lejos de la nube blanca! ¡Hacia las Cuevas de los Condenados!"

Capítulo 29 L

as nubes blancas descendieron. Tan espesas como leche. Todo lo que

tocaron lo convirtieron en polvo o líquido. La piedra caliza se desprendió en regueros de ceniza. El basalto se desmoronó como una torta empapada. Los tejados de arcilla se derritieron. Las paredes de ladrillo se transformaron en polvo amarillo. La madera simplemente se evaporó. Las personas: corriendo, gritando, empujando a otras personas, se convirtieron en esqueletos que corrieron unos pocos pasos antes de que sus huesos perdieran la voluntad de hacerlo y las articulaciones se separaran y todo cayera hacia al

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suelo pero se disolviera antes de que pudieran golpear los adoquines que, también, se disolvieron. La gente murió. Murieron en Halcyon tan ciertamente como habían muerto en las llanuras desérticas de abajo. También morirían en Losanon cuando el Ira no recibió la rendición incondicional que exigió, y en Wington y Seaton y en todas las demás ciudades. En una semana todo el imperio se convertiría en un blanco recuerdo. Los Halcytas huyeron hacia abajo, hacia Pirexia. Marcharon como ratas huyendo de una repentina luz brillante. Jadeando y chillando, se arrojaron por cualquier agujero que se les presentó. Algunos fueron trampas mortales: pozos y cisternas. Las nubes se introducieron en ellos y devoraron a quienes se escondieron dentro haciendo que las paredes y techos se desplomarán después. Otros agujeros, los que apestaban a aguas residuales o azufre, condujeron a una fétida oscuridad acogedora. El aire pútrido estaba impregnado con la vida o, al menos, las sobras de la vida, un olor agradable cuando uno es perseguido por la blanca limpieza de la muerte. Las ratas también se dirigieron hacia abajo. Las ratas y los enanos, los sapos y los hombres lagarto, los gatos callejeros y la gente felina, parásitos, tísicos, trasgos y elfos, cejudos bárbaros y minotauros, todos supieron correr hacia la oscuridad. Enemigos que se hubieran abierto sus gargantas unos a los otros en la brillante ciudad ahora corrían lado a lado a través de la oscuridad. Siguieron las antorchas improvisadas de cada uno, bajaron por los pasadizos que otros habían demostrado ser seguros, bordearon los pozos donde la gente había caído. No se mataron unos a otros pero tampoco se cuidaron entre sí. Habrían seguido felizmente a un minotauro de pie firme bajando por un canal resbaladizo y habrían pasado tan felizmente por encima de su cadáver metido en una acequia en ruinas. Las divisiones de naciones y ciudades-estado, de raza y género, se disolvieron. No era una multitud enojada sino decenas de miles de personas enloquecidas alejándose de la luz e introduciéndose en la oscuridad. Con el tiempo, todos esos serpenteantes canales se dirigían a los grandes pozos negros. Aquellos tenían puertas a nuevos descensos que conducían inexorablemente a la plataforma de maná. Hornos gigantescos, cristales enormes, máquinas inexplicables, pero no puertas: sólo tolvas de carbón en hornos ardientes. Los refugiados llegaron como una corriente de agua desesperada por encontrar un camino hacia abajo. Tal vez no había ninguno. Tal vez todos ellos serían aplastados contra los hornos y el aire se acabaría y la muerte blanca los envolvería a todos. Entonces una voz habló. Vino de todas partes y de ninguna a la vez. Su eco se repitió desde alturas invisibles y en las cámaras de corazones aterrorizados. La voz de Yawgmoth. "Pueblo de Halcyon, gente de los enemigos aliados, escúchenme. Ahora mismo, una ola de muerte se asienta sobre todo lo que hemos construido. Extrae el poder de todos los cristales que mantiene a nuestra ciudad en alto. Las torres caen. Las paredes se desmoronan. El sueño de Halcyon ha terminado. Hemos visto la caída del Templo Thran. Hemos visto a las paredes de nuestra ciudad convertirse en cenizas y tamizarse en la distancia. Esta nube fluirá bajando por los canales que nos han traído aquí. Llegará incluso a este lugar profundo y sobrecargará las ochenta y una esferas de cristal que hay aquí. Estas podrán explotar con una fuerza que nivelará toda la extrusión." Un gemido de terror se alzó de la abigarrada multitud. Las uñas arañaron cualquier grieta que pudiera ser una puerta. La voz de Yawgmoth volvió. La multitud calló bajo su bálsamo hipnótico. "Debería ser un momento de profunda desesperación. El sueño se acabó. Todo está perdido, pero no todos. He preparado un lugar perfecto para ustedes, un mundo más

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allá de la enfermedad y la muerte, más allá de las guerras y las pestes y las hambrunas. Oh, mi pueblo, ¡cómo he anhelado llevarte al paraíso!" La dolorosa compasión en su voz recorrió la cámara como un viento negro. La gente lo respiró. Sus pulmones se estremecieron y sus corazones se olvidaron del pánico. "Déjenme que les cuente de esta tierra, de Pirexia. Su entrada se encuentra en el profundo lecho rocoso, y el propio mundo existe en un lugar que no está en este plano. Nunca será destruido. Es un mundo abundante con amplias y fértiles llanuras, doradas con el grano salvaje y ricas en caza primitiva y profundas con tierra negra. Hay infinitas tierras de cultivo para cualquiera que trabaje el suelo y extraiga sus frutos. Arriba se hallan las majestuosas montañas llanas, nevadas y vestidas de bosques antiguos. Debajo se extienden profundas selvas tan impenetrables y fecundas como los bosques de Jamuraa. Y lagos, sí, y océanos, sí, y crecientes ciudades de diseños más gloriosos que todas las ciudades del imperio." Cada palabra mandó una imagen brillante flotando en la oscuridad. "He preparado este lugar para ti, mi pueblo, incluso para ustedes, mis anteriores enemigos. Lo he hecho para ustedes porque yo soy un dios. Sólo les pido que entren. Sólo les pido que yo sea su dios." De repente, hubo un movimiento en el rincón más profundo y oscuro de la plataforma de maná. Se oyó el rechinido de una rejilla. Unos enormes bloques se deslizaron hacia atrás. Una fría oscuridad se abrió en la pared y apenas lo hizo la estancada multitud se movió y fluyó bajando por ella. "Allí está, la invitación está hecha. El camino está abierto. Yo soy el camino. Recíbanme y entren en el paraíso." Ellos lo hicieron. Hasta la última criatura abrió su corazón solitario a Yawgmoth y él se introdujo. Ellos ya no estaban solos ya que Yawgmoth habitaba en su interior. Los unos se convirtieron en dos, y lo dos se convirtieron en cuatros y ochos hasta que todos se transformaron en una loca nación. * * * * * "Esperen," le dijo Rebeca a los trasgos cuyas garras hacían palanca en los bordes de la cápsula de curación. Estaban ansiosos por unirse a la procesión que salía de la plataforma de maná y se introducía en Pirexia. Rebeca se aferró a la cápsula de curación la empujó con fuerza hacia abajo. "Esperen. No podemos llevar esto a través de esa multitud apretada. Esperen hasta que el camino se despeje un poco." La verdad era que ella no tenía prisa en llegar a Pirexia. Casi había esperado que la nube la hubiera podido atrapar allí. "Ábranla," se encontró ella diciendo. Los trasgos la miraron con consternación y sorpresa. Uno susurró. "No hay tiempo. ¡Huimos ahora!" "Ábranla," repitió Rebeca. "Quiero ver el rostro de mi marido." Los trasgos lo hicieron con el ceño fruncido. Sus manos escamosas maniobraron expertamente en la oscuridad. Eran buenas criaturas, más firmes que cualquier ser humano que ella hubiera conocido y más inteligentes que la mitad de ellos. Ellos habían entendido a su marido como nadie, incluso mejor que ella. "Mis trasgos," los había llamado Glacian con el mismo tono de voz que un hombre usaría para decir, "mis amigos." Las garras se deslizaron por debajo de la tapa de la cápsula y los trasgos la abrieron de un empujón.

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Rebeca se inclinó sobre la cápsula sabiendo lo que se encontraría incluso antes de que lo viera. Glacian yacía completamente inmóvil. Su pecho no subía ni bajaba. El mecanismo de respiración estaba tranquilo. Su conductor de piedra de poder se había soltado por un golpe yaciendo al lado del inerte rostro de Glacian. Rebeca lo tocó. Su cuerpo estaba frío, tan frío como la piedra debajo de ella. Su piel era tan blanca como el hueso. Su mano se deslizó por párpados que durante años habían estado apretados por el dolor. Estos eran suaves. Sus labios, ya que ella lo besó ahora y se dio cuenta de que no había besado a su marido desde que Yawgmoth había llegado a sus vidas, estaban fríos y habían comenzando a endurecerse. "¿Maestro Glacian?" dijo un trasgo moviendo la pierna del hombre. "¿Maestro Glacian?" "Es demasiado tarde," dijo Rebeca. El sonido fue vacío en su boca. "Ahh. Maestro Glacian. Ahh.... Era un buen hombre," susurró el trasgo. Rebeca asintió. "Ha estado atrapado en un edificio en llamas durante años y ahora por fin este se ha desplomado sobre él y lo ha quemado." "Demasiado tarde para el maestro." El trasgo más joven intervino. "Pero no para nosotros. No es demasiado tarde para nosotros. Nosotros lo dejamos aquí. Podemos ir." "Sí," respondió Rebeca. "Déjenlo aquí. Pueden irse." La joven criatura dio un salto ansioso y echó a correr hacia la horda apretada. Otros dos le siguieron haciendo una respetuosa reverencia a Rebeca antes de desaparecer. El último trasgo se quedó un momento más. "¿Viene?" Rebeca negó con la cabeza. El trasgo asintió con la cabeza tristemente y se giró para irse. En tres pasos se fusionó con el río negro de los refugiados. Rebeca tomó una profunda bocanada del aire rancio: el olor de la humanidad pastoreada. Muy pronto se quedaría sola para siempre. Ella ya se había quedado eternamente sola. * * * * * La ruta descendente hacia las Cuevas de los Condenados fue tortuosa. Hubo poca luz y mucha muerte. La gente cayó por acantilados ciegos o golpeó sus cabezas contra las estalactitas. El siguiente en la línea siempre siguió adelante pisando sobre los cuerpos de los caídos. Los líderes guiaron y murieron. Aquellos detrás siguieron adelante con un peso desesperado. Finalmente llegaron al fondo. La guardia Halcyta los guió. ¡Qué alegre espectáculo fueron esos guerreros con armaduras de plata! Ahora el camino sería más claro. Ahora nadie más tendría que morir. Los refugiados caminaron a través de las cuevas siguiéndole los talones a la rápida marcha de la guardia y llegaron a la gran caverna que alguna vez había contenido las casas de los Intocables nobles. La caverna ya no guardaba su recuerdo. Había sido limpiada por el toque de Yawgmoth. Sólo unas máquinas insecto llenaban el lugar, guardianes a cada lado de un brillante y acogedor portal. La risa se mezcló con gritos de alegría. Las canciones se alzaron entre los refugiados. Eran viejas canciones que hablaban de la fundación del imperio, de la hermosa y abundante tierra que le esperaba a aquellos lo suficientemente audaces para entrar. Esas personas eran audaces. Marcharon a la nación de Yawgmoth detrás de cascos balanceándose.

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Se acercaron al portal con la luz del sol filtrándose a través. Entre los cascos, hubo destellos de verdes bosques, extensas llanuras, montañas grises, incluso una ciudad de elegantes tejados inclinados. Las canciones se aceleraron. Todos atravesaron el portal en una repentina velocidad hacia la luz solar de un nuevo mundo. Este era enorme y hermoso. El camino estaba alineado de guardias Halcytas expectantes. Las tropas estaban paradas, fila tras fila, hasta los límites del bosque de más abajo y hasta el centro de la llanura de más arriba. Detrás del muro de armaduras de plata había armaduras de una especie diferente: incrustadas en la piel y el músculo. Tal vez era una placa de metal o tal vez una modificada. Fuera lo que fuera, hacía sobresalir la piel en bordes y líneas. Esos soldados tenían otras alteraciones: cuernos asomando encima de los hombros, garras injertadas en donde antes habían estado manos humanas, implantaciones de metal cosidas en heridas supurantes. La canción murió en los labios de los refugiados. Algunos trataron de dar marcha atrás. Aquellos detrás que estiraron sus cuellos para tener una vista del nuevo mundo fueron obligados a seguir adelante. El salvador Yawgmoth los esperaba un poco más adelante, el dios Yawgmoth. Rodeado por sus horribles criaturas abrió las manos efusivamente y dijo: "Bienvenidos, hijos míos. ¡Bienvenidos a Pirexia!"

Capítulo 30 R

ebeca estaba sola. Glacian estaba muerto. Los refugiados habían huido.

Sólo los muertos y los moribundos quedaban en la plataforma de maná. Sólo Glacian, Rebeca y los de su índole. Mientras el ruido por debajo retrocedía, el estruendo por encima se acercaba.

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Fue un sonido profundo e inmemorial. Cientos de millones de toneladas de roca transformados en granos de arena y esos granos a su vez estallando para dejar sólo la cáscara seca de la materia. Era el sonido de la vida disolviéndose en la muerte… y acercándose. "Molerá nuestros huesos, Glacian," dijo Rebeca con una seca compasión. "Nos molerá hasta hacernos desaparecer." Ella le acarició su costado con suavidad. "Entonces ya no volveremos a estar solos." Hubo un calor bajo su mano. La cadera de Glacian estaba caliente. Un soplo de esperanza tironeó en su garganta. "¿Podría ser…?" Ella le tocó el pecho. Estaba frío y quieto. Le tocó el cuello. Su piel estaba tan álgida como la carne en un sótano. No había pulso. Su mano se retiró de nuevo a su cadera. Estaba febrilmente caliente. "¿Qué es esto?" Sacó las vendas blancas de la negra herida en ese costado y debajo de su salvaje costura se hizo evidente el contorno del corazón de piedra Pirexiano. Los corazones de piedra eran cristales descargados, sin embargo, esta piedra brillaba con el calor y la luz. Con ojos fríos en la cámara oscura, Rebeca sintió a lo largo del interior de la cápsula de curación. Su mano se posó en una delgada caja de utensilios. La abrió y encontró tres bisturís. El más pequeño brilló en sus dedos cuando abrió de un tajo el montículo de carne. "Dioses…" La piel se dividió hacia atrás como la piel desecada de una naranja. Fuera de ella cayeron dos piedras del tamaño de un puño profundamente rojas y titilando débilmente en la oscuridad. Viscosas líneas de sangre se aferraban a ellas. Rebeca alejó una fuera de la herida y la colocó sobre un manto blanco. Esta brilló a través de su manto de sangre. Luego colocó la otra piedra a su lado. "¿Un corazón de piedra cargado? ¿Yawgmoth le había implantado una piedra cargada?" murmuró incrédula. Incluso ella, que había sentido a Yawgmoth arrastrándose a través de cada uno de sus tejidos, incluso ella se sorprendió por esta traición. El había removido un fragmento cargado y lo había reemplazado con una piedra cargada… ¡con dos piedras! No era de extrañar que Glacian hubiera muerto. El rugido de arriba se hizo repentinamente más fuerte. No quedaba mucho tiempo. Rebeca arrojó lejos el bisturí y recogió salvajemente los dos cristales. La sangre coagulada cubrió sus muñecas. No le importó. Las piedras estaban calientes. Una suave luz bailó en su interior, la misma luz suave en cada una de ellas. No eran dos piedras sino dos mitades de un todo. Rebeca limpió los bordes dentados contra las sábanas de su marido, las levantó, las alineó, y las unió poco a poco. Mientras las mitades se acercaban entre sí la luz en ellas se intensificó. Lo que antes había parecido una tenue chispa se convirtió en una llama parpadeante y luego en un fuego giratorio. Los cristales brillaron. Refulgieron. Descargas de energía se arquearon entre ellos. El calor aumentó con cada sacudida. La sangre se secó, estalló en llamas rápidas y ardió de inmediato. El calor fue insoportable. Rebeca empujó las dos mitades. Estas se juntaron. Los bordes irregulares se unieron y fusionaron. Las llamaradas separadas de cada mitad huyeron juntas y encendieron un resplandor blanco azulado. Fue algo cegador. Devastador. Iluminó toda la plataforma de maná. Los que yacía moribundos gimieron pensando que la nube blanca se había posado sobre ellos.

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Rebeca trató de alejarse de la radiación pero se derrumbó. La cosa seguía aferrada en sus manos y no la soltaría. Una mente le habló saliendo de ese cristal, una mente que había sido dividida en dos: Cariño, estoy aquí. Ella no podía responder. Estaba aterrorizada. Soy yo, Glacian "¿Cómo? ¿Cómo puedes estar aquí?" Las piedras de poder vacías absorben grandes energías. Toman las propiedades de las energías que absorben. Esta piedra ha absorbido mi poder, mi personalidad, mi mente. Está cargada con mi mente. "Un caminante de planos," dijo Rebeca al recordar. Yo tenía ese destino dentro de mí, sí, a pesar de que nunca se había realizado. Pero sigue vivo en esta piedra. La luz era tan radiante, tan cálida, que ella no quería pensar en la nube que se acercaba. "Sí. Sigues vivo." Debes descender, Rebeca. Ambos debemos descender. Ella nunca había pensado que escucharía esas palabras, no de parte de Glacian. "No. Yawgmoth es un monstruo. No podemos unirnos a él." Una risa vino de la piedra, la risa burlona de Glacian. Por supuesto que no. Sólo bajaremos para atraparlo para siempre. "¿Qué?" Él tratará de volver. Él quiere gobernar Dominaria, quiere gobernar todo el Multiverso, pero primero Dominaria. Es su tierra santa. Una vez que la Luna Nula haya despejado las nubes de maná, él tratará de volver. "Sí, por supuesto que lo hará." Pero podemos detenerlo, tú y yo "¿Cómo?" Esta piedra que él me implantó, este corazón de piedra, fue la idea de Yawgmoth de una justicia poética. Este fue el cristal que Dyfed utilizó para abrir el portal a Pirexia. Recargado y reensamblado, el cristal puede sellar ese portal para siempre. "Oh, Glacian." Yo seré el guardián. Solamente necesitas colocar el cristal en el podio espejado y el portal se cerrará. Yo permaneceré allí, manteniendo a Yawgmoth y a su monstruosa nación encerrada bajo llave. El no es un caminante de planos. No escapará de su Pirexia. Su mundo se convertirá en su prisión. "Oh, Glacian, no puedo condenarte a eso, a una eternidad vivo y solo en la piedra." Sí querida, será una larga eternidad, pero una espera feliz sabiendo del tormento de Yawgmoth. De nuevo llegó esa risa burlona. Y sabiendo que el mundo, el Multiverso, está a salvo de él. Yo tenía razón sobre él. Siempre la tuve. "Sí, y nosotros nos equivocamos acerca de ti," dijo Rebeca. "Siempre fuiste un cascarrabias, pero un buen hombre, un muy buen hombre, y yo te amé." Entonces no estabas equivocada sobre mí. Su presencia pareció envolverla por un instante a su alrededor. Hubo un fugaz y efímero beso. Y yo te amé a ti. Ahora debes descender. Debemos desterrar a Yawgmoth de una vez por todas. "Sí." * * * * *

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Todos los refugiados habían pasado por el portal. Los pocos que habían huido ya habían sido perseguidos y asesinados por las criaturas artefacto. Sus cuerpos todavía estaban calientes cuando llegaron a los tanques de carne. Más máquinas brillantes esperaron en sus puestos con la orden de perseguir a cualquier criatura que emergiera del portal. Yawgmoth suspiró con placer. La musculatura de los minotauros, el pragmatismo de los enanos, la longevidad de los elfos, la gracia de los felinos, la armadura de los reptiles, los Pirexianos se beneficiarían enormemente de sus enemigos caídos. Incluso ahora, los sacerdotes cortaban y clasificaban y encurtían su carne. Isquiotibiales y fémures, cerebros y corazones, hígados y bazos eran vaciados en las muelas. Todo estaba bien en el mundo. Yawgmoth estaba en su cielo. El fluyó a través de las esferas de Pirexia en dirección al corazón del mundo. Este sufría por él. Pirexia había recibido decenas de miles de almas, y el corazón se alegró, pero sufría por Yawgmoth. Yawgmoth tampoco podía soportar esa separación. Llegó al santuario interior y Pirexia lo recibió. Se hinchó gustosa alrededor de él y lo llevó a su corazón y lo llevó hacia arriba y afuera. Yawgmoth se regocijó por la transformación de hombre en dios. Este era el momento en que él más amaba a Pirexia, cuando subía a través de su gloria. Los límites cayeron. Las paredes del entumecimiento se adelgazaron y finalmente se convirtieron en delgadas membranas. A través de ellas pasaron cada deseo, cada temor, cada esperanza y terror en el mundo. Ahora este era un lugar muy poblado. Yawgmoth se deleitó en las almas que había delante de él. Las examinó, las sostuvo en sus manos, mordió a través de ellas como si estuviera probando peras en un mercado. Toda sensación, toda pasión infundió a Yawgmoth. Durante un tiempo se sintió alegre y saciado y enorme en su mundo. Entonces recordó a Rebeca. Ella no estaba en el santuario interior. En su alegría, se había olvidado de ella. Estaba tan acostumbrado a entrar en su mundo de esta manera, solo, y estaba tan extasiado con su transformación que se había olvidado que ella debería haber estado allí. Anhelaba su odio, su ardiente odio. Anhelaba subir a través de su ser y poseerla y sentir su odio. Era tan delicioso como el amor. ¿Dónde había ido? Rebeca no estaba en el santuario interior. Ella no estaba en Pirexia. Le preguntó a su mundo. Pirexia le mostró lo que Rebeca había hecho, cómo había matado a los rebeldes sacerdotes de los tanques, se había llevado a Glacian a Halcyon.... Así que ella estaba muerta. Tanto Rebeca como Glacian. El pensamiento produjo una pequeña y llana queja en el alma de Yawgmoth. Él extrañaría su odio. Fue decepcionante. Un odio tan poderoso que incluso podría apuñalar desde la tumba.... De repente, Yawgmoth lo supo. Él supo lo que ellos harían, lo que iban a hacer. No fue arrepentimiento sino pánico lo que fluyó a través de él mientras se alejaba de su mundo y descendía de la divinidad a la humanidad arrojando su ser fuera del portal. * * * * * Rebeca se acercó al portal con el terror llenando su corazón. Los defensores metálicos de Yawgmoth estaba agazapados a su alrededor, listos para saltar. Se tambaleó hacia el podio espejado. Pirexia brillaba radiantemente más allá: cielos azules y montañas grises, bosques esmeralda y planicies doradas. Se preguntó por un momento cómo iba a elegir la muerte en lugar de una vida así. Luego sus ojos se fijaron en esa gran ciudad de setas. Las figuras se movían allí.

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Abarrotaban las calles: manadas de ganado desnudo, marcado, abierto en rodajas, equipado con corazones de piedra, convertidos en Pirexianos leales. La muerte sería mucho más dulce. Siguió adelante. Todos los guardias Halcytas estaban ocupados con la cosecha. Ninguno había quedado al lado del portal. Llegó al podio espejado. Ha llegado el momento, Rebeca. Séllalo para siempre. "Sí," dijo ella en voz baja. "Ha llegado el momento." ¿Por qué esperas? le instó Glacian dentro de la piedra. "Quiero ver el cielo un momento más," dijo con tristeza, "y tocarte un poco más de tiempo. Apenas selle el portal me quedaré sola en la oscuridad." "No necesitas volver a estar sola otra vez, no necesitas volver a estar en las tinieblas." La silueta de Yawgmoth se recortó repentinamente contra el cielo brillante. Era alto y hermoso en su mundo. Sus ojos eran tan brillantes como estrellas. Su capa onduló a su alrededor. "Ven y únete a nosotros. Ven, recíbeme." Ahora, Rebeca. Séllalo, antes de que él pase a través y te arrastre dentro. "El no atravesará el portal," dijo ella con confianza, lo suficientemente alto como para que Yawgmoth escuchara. "No se arriesgará a ser atrapado en este lado, donde él sólo es un hombre mortal. Él quiere que viva con él. Él no quiere morir conmigo." "Deja la piedra y ven conmigo, Rebeca. Te ofrezco vida. Vida abundante. Vida eterna. Deja el hombre muerto y su mundo moribundo y ven conmigo." ¡Cierra el portal! ¿Por qué esperas? ¿Quieres que te tiente? "Quiero ver el cielo," dijo Rebeca. "Quiero tocarte, escuchar tus voces…" ¿Voces? "Cuando cierre el portal me quedaré sola en la oscuridad…" ¿Lo amabas? ¡Tú también lo amabas! "Quiero ver el cielo un momento más." "Ven, únete a nosotros. ¡Vive, Rebeca! ¡Vive!" "Adiós, cielo. Adiós, esposo. Adiós, Yawgmoth." Adiós. "¡No!" Rebeca colocó la piedra en su palmatoria espejada encima del pedestal y el cristal soltó sus manos: la última caricia de Glacian. Apenas la piedra quedó en su lugar que la luz brilló a través de la cueva. Los largos cristales en el techo refulgieron. Rayos surgieron hacia afuera a lo largo de los cables que se extendían desde el pedestal .Los guardianes metálicos de Pirexia cobraron efímera vida a lo largo de toda la habitación. Los cangrejos de arena apretaron sus garras cuando la energía se arrastró a lo largo de su caparazón. La cortina brillante del portal vaciló y empezó a desvanecerse. Luego, con un repentino y tranquilo chasquido, todo desapareció: el cielo, Pirexia, Yawgmoth, Glacian. Las luces del techo se apagaron. Los mecanismos se detuvieron. Una pared de piedra quedó en el lugar donde había estado el portal. Delante de la pared, en su pedestal espejado, la piedra de poder brilló apaciblemente. Parecía un par de corazones, latiendo en ritmo sincronizado. El eco del último grito de Yawgmoth se repitió a lo lejos en las Cuevas de los Condenados. Rebeca, sola en la oscuridad, se dio la vuelta y caminó dejando las cuevas atrás para siempre. Subió por el largo y tortuoso camino saliendo de la oscuridad e introduciéndose en una nube de blanco, ascendió.

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