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El pueblo y el rey
La revolución comunera en Colombia, 1781
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COLECCIÓN MEMORIA VIVA DEL BICENTENARIO 2009 Editorial Universidad del Rosario 2009 Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas 2009 John Leddy Phelan The University of Wisconsin Press. Madison, Wis., USA 1980 Traducción: Hernando Valencia Goelkel ISBN: 978-958-738-011-8 Primera edición: The People and the King: The Comunero Revolution in Colombia, 1781 The University of Wisconsin Press. Madison, Wis., USA, 1978 Primera edición en español: Carlos Valencia Editores, Bogotá, diciembre de 1980 Segunda edición en español: Bogotá, D.C., junio de 2009 Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario Diagramación: Margoth C. de Olivos Imagen de cubierta: José Antonio Galán (Colección de miniaturas, Biblioteca Luis Ángel Arango) en Boletín Cultural y Bibliográfico Banco de la República. Santafé de Bogotá, Colombia. Volumen XXXIII - Número 41, 1996. Montaje de cubierta: David Reyes Impresión: Editorial Universidad del Rosario Carrera 7 Nº 13-41 Ofc. 501 Tel.: 2970200 Ext. 7724
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Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial Universidad del Rosario.
Phelan, John Leddy El pueblo y el rey: la revolución comunera en Colombia, 1781 / John Leddy Phelan; traducción de Hernando Valencia Goelkel.—Escuela de Ciencias Humanas—. 2ª. ed. en español, Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2009. 378 p.—(Colección Memoria viva del Bicentenario). ISBN: 978-958-738-011-8 Colombia – Historia – Siglo XVIII / Insurrección de los comuneros – 1781 / Colombia – Historia – Guerra de independencia – 1810-1819 / I. Título. 986.103
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Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia
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contenido
Prefacio..............................................................................................
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Introducción.......................................................................................
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Primera parte
Carlos III 1. De los Reinos al Imperio: innovaciones políticas de Carlos III.....
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2. De Reino a Colonia: el programa económico y fiscal de Carlos III......................................................................................
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Segunda parte
Juan Francisco Berbeo 3. Los motines populares................................................................
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4. Patricios y plebeyos en el Socorro...............................................
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5. Una utopía para el pueblo........................................................... 100 6. Una utopía para los nobles......................................................... 116 7. Una utopía para los indios: los resguardos................................. 130 8. Una utopía para los indios: revueltas indígenas......................... 139 9. Encuentro en puente real de Vélez.............................................. 163 10. La batalla que no se libró en Bogotá y la invasión de Girón ...... 176 11. “Guerrea, guerra a Santa Fe”....................................................... 186 12. Cita en Zipaquirá........................................................................ 200 13. Las capitulaciones de Zipaquirá: aspectos fiscales..................... 219 14. Primera Constitución escrita de la Nueva Granada..................... 241 Tercera parte
Antonio Caballero y Góngora 15. José Antonio Galán: mito y realidad............................................ 261 16. La segunda empresa contra Santa Fe.......................................... 276
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17. La reconquista del Socorro.......................................................... 292 18. La zanahoria y el garrote............................................................ 308 19. Caballero y Góngora y la Independencia de Colombia................. 332 Nota sobre las fuentes....................................................................... 342 Índice analítico.................................................................................. 344
Abreviaturas utilizadas AGI/ASF Sección de la Audiencia de Santa Fe en el Archivo General de Indias (AGI), Sevilla. CA
Pablo E. Cárdenas Acosta, El movimiento comunal de 1781 en el Nuevo Reino de Granada, 2 vols. Bogotá: Editorial Kelly, 1960.
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Colección privada de José Manuel Restrepo, Bogotá
AHN
Archivo Histórico Nacional, Bogotá.
ANS
Archivo de la Notaría, Socorro.
BHA
Boletín de historia y antigüedades.
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A la memoria de Pablo E. Cárdenas Acosta, de quien es discípulo todo historiador del movimiento de los comuneros
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Prefacio
El generoso apoyo de varias fundaciones, a las que estoy profundamente agradecido, facilitaron en gran manera la investigación y redacción del presente libro. Aportes de la Midgard Foundation y de la Social Science Research Foundation me permitieron permanecer durante un año en España y Colombia, y una contribución de la American Phylosophical Society hizo posible que volviera a Bogotá. Buena parte de la redacción se efectuó durante una licencia remunerada de un año, con fondos suministrados por el American Council of Learned Societies y del Institute for Research in the Humanities de la Universidad de Wisconsin-Madison. El comité de investigación de la escuela de postgrado y el comité de estudios iberoamericanos, ambos de la Universidad de Wisconsin, me proporcionaron generosamente fondos para viajar. En todos los archivos y bibliotecas donde trabajé no sólo recibí ayuda sino que también fui tratado con indeclinable cortesía. Quisiera expresar mi reconocimiento a los directores y al personal de las siguientes instituciones: Memorial Library de la Universidad de Wisconsin, Archivo Histórico Nacional (Bogotá), colección privada de José Manuel Restrepo (Bogotá), archivo de la Notaría en la Casa de la Cultura del Socorro, Archivo Parroquial del Socorro, archivo Histórico del departamento de Antioquia, Archivo Nacional de Historia (Quito), Lilly Library de la Universidad de Indiana y Archivo General de Indias (Sevilla). Entre los directores y funcionarios de estas instituciones quisiera poner de presente mi especial gratitud a Louis Kaplan, Joseph Tryz, Susanne Hodgman, Carlos Restrepo Canal, Alberto Lee López, O.F.M., Alberto Miramón, Eduardo Santa, doña Pilar Moreno de Ángel, doña Adela Cajiao B., monseñor José Restrepo Posada (fallecido), doña Carmen Camacho de Villarreal, Jorge Garcés (fallecido), Elfrieda Lang y doña Rosario Parra Cala. Mucho les debe este libro a mis amigos colombianos. Aprecio profundamente el honor que me confirió la Academia Colombiana de Historia en 1972, cuando me eligió miembro correspondiente. Guardo en gran estima la amistad de su ilustre presidente, doctor Abel Cruz Santos. A Horario Rodríguez Plata, antiguo presidente de la Academia e hijo ilustre del Socorro, le adeudo profunda 10
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gratitud por la liberalidad y el compañerismo con que compartió conmigo sus dilatados y profundos conocimientos de la historia de su patria. Entre los otros académicos a quienes quisiera expresarles mi reconocimiento están los siguientes: el fallecido Roberto Liévano, Guillermo Hernández de Alba, padre Rafael Gómez Hoyos, decano de la Academia, Luis Martínez Delgado, Manuel Lucena Salmoral, Juan Manuel Pacheco, S.J., Luis Duque Gómez, padre Mario Germán Romero, general Julio Londoño, Rafael Bernal Medina, coronel Camilo Riaño, José de Mier y Armando Gómez Latorre. He pasado muchas horas amables en el hogar de doña Kathleen Romoli de Avery, cuya visión de Colombia es más aguda que la de cualquier otro extranjero que yo conozca. Aprendí también mucho en incontables charlas en la hospitalaria casa de Jorge Cárdenas García y de su vivaz esposa, doña María Elena. Don Jorge es descendiente directo, por la rama femenina, de Juan Francisco Berbeo, el comandante de los comuneros, e hijo del fallecido Pablo Cárdenas Acosta. Jaime Jaramillo Uribe, cuya erudición le ha granjeado reputación internacional, demostró ser amigo sabio y valioso consejero. Ramiro Gómez Rodríguez fue infinitamente generoso al transmitirme su conocimiento íntimo de los archivos en su Socorro natal. Durante los varios años que trabajé en los archivos de Bogotá, disfruté el privilegio de varias conversaciones largas y estimulantes con Indalecio Liévano Aguirre, actual ministro de relaciones exteriores de Colombia y antiguo presidente encargado de la República. Mi discrepancia con algunas de sus opiniones en nada disminuye el respeto que me inspira como historiador y como hombre de Estado. Entre otros colombianos cuya amistad quisiera agradecer se hallan Germán Colmenares, Hermes Tovar Pinzón, Margarita González, Inés y Enrique Uribe White, Juan Friede, José Vicente Mogollón Vélez y doña Beatriz Vila de Gómez Valderrama. Entre mis colegas estadounidenses que trabajan en historia de Colombia recibí ayuda y estímulo valioso de José León Helguera, Jane Loy, Gary Graff, Allan Kuethe, Leon G. Campbell, Mark A. Burkholder y D.S. Chandlet. Frank Saffor realizó una crítica meticulosa y constructiva del manuscrito. En lo que respecta a mis colegas de Madison estoy especialmente reconocido con Peter H. Smith, Thomas E. Skidmore, William Courtenay, 11
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Morton Rothstein, Charles F. Edson, Maris Vinovskis y Robert Halstead, por haber compartido conmigo su saber. Una expresión de gratitud muy especial y muy personal hago llegar a mis tres ayudantes en la investigación, quienes me ayudaron de infinitas maneras. Son ellos Peter de Shazo, Isabel Pepe Hurd y David Lyles. Guardo así mismo un recuerdo afectuoso del seminario de postgrado que dirigió en 1972 sobre el tema de los comuneros. Mary de Shazo tradujo competentemente cuatro artículos sobre el tema, aparecidos en el Boletín de Historia y Antigüedades. Mrs. Ruth Koontz mecanografió con paciencia y con eficacia el abultado manuscrito. Por último, quisiera agradecerles a todos los colombianos incontables y anónimos, de toda clase y condición, que contribuyeron a que mis muchas visitas a su país resultaran para mí tanto placenteras como estimulantes. John Leddy Phelan Madison, Wisconsin, noviembre de 1975
Nota de los editores estadounidenses Cuando John Leddy Phelan se hallaba próximo a finalizar la preparación de este libro para su publicación, ocurrió su repentina muerte. Los editores agradecen a Peter H. Smith, amigo y colega del autor, por haber asumido la responsabilidad de concluir esta tarea, agradecimiento que hacen extensivo, por su colaboración como asistentes, a Cathy Duke y Susan Fredston.
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Introducción
Este estudio se desprende de mi libro anterior. En The Kingdom of Quito in the Seventeenth Century trataba de explorar los mecanismos internos de la burocracia colonial y de examinar las condiciones que le permitían a la administración conciliar las tensiones y los conflictos. Este libro mira a la otra cara de la moneda. ¿En qué circunstancias se desplomó el sistema burocrático de conciliación hasta el punto de que diversos grupos consideraran necesario recurrir a las armas para lograr sus objetivos políticos? Una de estas ocasiones se presentó en Colombia, llamada entonces Nuevo Reino de Granada, en 1781. Unos veinte mil hombres y mujeres de esa tierra pobre pero orgullosa, mal armados pero enardecidos, marcharon a la población de Zipaquirá situada a un día de camino de Bogotá, para exigir que los ministros del rey Carlos III de España repudiaran toda una serie de medidas fiscales y administrativas, introducidas brutalmente. La capital se hallaba virtualmente indefensa. El rollizo y astuto arzobispo de Santa Fe de Bogotá, Antonio Caballero y Góngora, en nombre de las autoridades firmó las capitulaciones de Zipaquirá en las que se derogaba el programa de Carlos III. El acontecimiento, que pasó a la historia como Revolución de los Comuneros, ha sido interpretado por algunos historiadores modernos como antecedente de la independencia política; por otros, como una revolución social frustrada para los de abajo, a quienes traicionaron los de arriba. No fue ninguna de las dos cosas, como trata de demostrar este libro, al ceñirse principalmente a la forma como los hombres y mujeres de 1781 percibían la modalidad de su protesta. En lugar de interpretar el movimiento de los comuneros en términos de sucesos posteriores, me he concentrado en el significado interno de dos expresiones claves: la palabra comunero, con la que se identificaban los inconformes, y el lema que proclamaban las muchedumbres en todas las plazas de ese reino montañoso: “¡Viva el rey y muera el mal gobierno!”. La ideología política tácita de este movimiento no puede hallarse en las doctrinas de los filósofos franceses e ingleses, que tanto contribuyeron a inspirar 13
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la revolución norteamericana en esos mismos años. Sus ideas eran desconocidas en la Nueva Granada de 1781. El alimento intelectual de la generación de 1781 venía de las doctrinas de los teólogos clásicos españoles de los siglos XVI y XVII, el más notable de los cuales era el jesuita Francisco Suárez. Para los ciudadanos de la Nueva Granada, el reino en que vivían constituía un corpus mysticum politicum, con sus tradiciones y procedimientos propios encaminados a obtener el bien común de la comunidad toda. Para los hombres de 1781 ese bien común estaban demoliéndolo escandalosamente con las innovaciones fiscales introducidas por los burócratas de Carlos III. El pueblo de la Nueva Granada rara vez invocaba nociones como “nación” o “patria”, pero permanentemente repetía las antiguas expresiones castellanas de “el común” y “la comunidad” –el bien común de todos los grupos dentro de la comunidad. La crisis de 1781 fue de naturaleza esencialmente política y constitucional. Es verdad que la desencadenaron los nuevos impuestos, o el aumento de los antiguos. Pero el problema central era el de quién tenía autoridad para imponer nuevas exacciones fiscales. Animado por el propósito de crear una monarquía unitaria, altamente centralizada, a fin de asumir los crecientes gastos de la defensa del imperio, el gobierno de Carlos III predicaba un evangelio nuevo, inspirado en el absolutismo francés de Luis XIV y Luis XV: el de que los súbditos le debían obediencia ciega a la autoridad constituida. Pero en los documentos de la revolución comunera se halla profundamente arraigada la creencia en que las leyes injustas son inválidas, y en el que el corpus mysticum politicum tenía el derecho intrínseco a alguna especie de aprobación popular a impuestos nuevos. Los ciudadanos de la Nueva Granada eran herederos de una tradición de descentralización burocrática, la cual se había ido configurando lenta pero firmemente en la Nueva Granada durante los reinados de los Habsburgos y de los primeros Borbones. La “constitución no escrita” establecía que las decisiones básicas se adoptaban mediante consultas informales entre la burocracia real y los súbditos coloniales del rey. Por lo general se llegaba a un compromiso operante entre lo que deseaban idealmente las autoridades centrales y lo que, con realismo, podía esperarse de las condiciones y las presiones locales. La crisis de 1781 fue, en suma, una colisión constitucional entre la centralización imperial y la descentralización colonial. 14
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Como sucede a menudo en situaciones revolucionarias, las demandas crecieron a medida que con el tiempo se iba extendiendo el movimiento. La protesta comenzó como una exigencia de volver a la “constitución no escrita”. Sin embargo, en Zipaquirá emergió un objetivo revolucionario dentro de un marco tradicionalista. Los hombres de 1781 reivindicaron un autogobierno criollo bajo la égida de la corona. Tanto Carlos III como sus súbditos neogranadinos se vieron forzados a abandonar sus revoluciones respectivas. El compromiso definitivo fue una versión modificada de la “constitución no escrita”, inclinada hacia una mayor centralización del poder real. Al organizar la marcha sobre la capital, los dirigentes comuneros y sus seguidores se embarcaron en una campaña masiva de desobediencia civil, a fin de persuadir al rey de que repudiara las políticas de sus ministros. En 1781 era inconcebible el mundo sin una monarquía. De ahí que las multitudes exclamaran furiosamente “Viva el rey”. Pero también podía pensarse en que políticas fiscales nuevas requerían alguna forma de consulta con el pueblo sobre el que iba a recaer la carga. De ahí que también gritaran “Abajo el mal gobierno”. En 1781 sólo había un principio de legitimidad política, y este recibía el apoyo entusiasta de todos los grupos de la sociedad. La corona pedía y recibía obediencia por parte de sus súbditos, ya que el rey, ungido del Señor, era la fuente de la justicia. Nunca habría de fomentar una injusticia si se le mantuviera completamente informado de todas las situaciones. Los ciudadanos de la Nueva Granada en 1781 alegaban que el rey había sido engañado por ministros rapaces y tiránicos; sus siempre leales súbditos le estaban llamando la atención, en forma un tanto enfática, acerca de ese hecho. Confinada dentro de los límites de una forma de legitimidad política tradicionalista y providencialista, la generación de 1781 no podía echar por la borda la soberanía de la corona, ni propugnar por un orden básicamente nuevo de la sociedad. Tan sólo podía pedir la corrección de agravios específicos –en este caso, la supresión del nuevo programa fiscal. Quienes interpretan la Revolución de los Comuneros como el primer capítulo de la emancipación política o como una revolución social frustrada llegan a la conclusión de que el movimiento fue un fracaso desolador. Dentro del contexto de 1781, tal como lo he definido, los comuneros obtuvieron un 15
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éxito considerable. Aunque las autoridades habrían de repudiar muy pronto las capitulaciones de Zipaquirá, el arzobispo virrey Caballero y Góngora, tras establecer de nuevo el principio de la autoridad real, se dedicó a hacer concesiones significativas dirigidas a las fuentes mismas de descontento que precipitaron la protesta. Volvió al espíritu de la “constitución no escrita” al arbitrar hábilmente un compromiso entre la insatisfacción del Nuevo Reino y las exigencias fiscales de la autoridad central en Madrid. Quizás la falla principal dentro de la cuantiosa historiografía sobre el tema consiste en que la mayoría de los historiadores interrumpen su análisis con el repudio a las capitulaciones y omiten el examen detenido de la administración de Caballero y Góngora. La lección que a Carlos III y sus ministros le dieron los comuneros fue la de que no podían violar con impunidad las tradiciones políticas, profundamente arraigadas, de la Nueva Granada. Paradójicamente, aunque sin advertirlo, el apoyo que le dio Caballero y Góngora al pensamiento científico de la Ilustración, y su creencia en el Estado como renovador de la economía, echó el puente que conecta a la Colonia con la Independencia. La Independencia habría de llegar una generación después, pero el mundo occidental había cambiado hondamente entre 1781 y el derrocamiento de los Borbones en 1808. La introducción a la Nueva Granada del pensamiento científico y político de la Ilustración europea, el impacto de las revoluciones en América del Norte y en Francia proveyeron a los intelectuales criollos de la generación de 1810 con los instrumentos necesarios para desafiar la noción tradicionalista y providencialista de legitimidad, con la que comulgaban en cambio los hombres de 1781.
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Primera parte Carlos III
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1. De los Reinos al Imperio: innovaciones políticas de Carlos III
El pequeño grupo de tecnócratas incipientes congregados en torno a Carlos III (1759-88) postulaba un estado unitario donde todos los recursos de los distintos y remotos dominios españoles pudieran movilizarse en defensa de la monarquía. Rompieron con la antigua noción –de los Habsburgos– de que los establecimientos de ultramar eran reinos, subordinados a la corona de Castilla y León e inseparables de ésta, y en el siglo XVIII comenzaron a aglutinar los dominios de España en las Indias como provincias de una monarquía teóricamente centralizada. La nomenclatura tradicional de los Habsburgos –“el rey de las Españas y de las Indias”– fue dando paso a la de “el rey de España y emperador de las Indias” o de “América”. En el reino de Carlos III los funcionarios españoles emplearon por vez primera el término “colonias”, tomado en préstamo a sus enemigos ingleses y a sus aliados franceses, para describir las posesiones de la corona en ultramar. Este cambio de nomenclatura implica un desplazamiento significativo de la intención.1 El arquitecto inicial del programa de Carlos III fue José del Campillo y Cosío, cuyo Nuevo sistema de gobierno económico para la América, redactado ya en 1743, establecía el plan básico para los cambios; el tratado circuló en manuscrito entre burócratas de alto rango hasta 1762, cuando, con modificaciones sin importancia, fue publicado en el Proyecto económico de Bernardo Ward. Para Campillo y Cosío “gobierno económico” era la aplicación al Nuevo Mundo de los principios del mercantilismo de Colbert. Propugnaba la abolición de monopolios ineficaces, como el monopolio comercial de que disfrutaban los comerciantes de Cádiz para la carga trasatlántica, y la creación de monopolios lucrativos fiscalmente; por ejemplo, el del tabaco. Veía a América como un mercado sin explotar para las manufacturas españolas. A fin de aumentar el consumo de ese mercado proponía que se abolieran las restricciones al comercio
1 Ver mi Kingdom of Quito in the Seventeenth Century: Bureaucratic Politics in the Spanish Empire (Madison, 1967), págs. 119-121.
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y que los indios se incorporaran más completamente a la sociedad colonial, mediante la distribución de tierras entre ellos. Se debería aumentar la producción de plata, y podría crearse un sistema más eficiente de recolección de impuestos con la introducción al Nuevo Mundo del sistema francés de los intendentes. Las humillantes derrotas que Inglaterra le propinó a España en la Guerra de los Siete Años impulsaron a la monarquía a poner en práctica el ambicioso proyecto de Campillo y Cosío. La debilidad de España frente a Inglaterra era análoga a la de la Austria de María Teresa frente a Prusia: moderniza o sucumbe. Pero el ritmo de la reforma fue deliberadamente cauto, lento incluso, dentro del contexto de la aguda rivalidad entre España y la Gran Bretaña. De ahí que las innovaciones tecnocráticas y fiscales de Carlos III fueran, nada más y nada menos, que un intento cauteloso dentro de lo que recientemente se ha llamado modernización defensiva. El aspecto verdaderamente revolucionario del programa de Carlos III no residía en su aspecto económico –el que apenas era un neomercantilismo colbertiano modificado– sino en los medios políticos y constitucionales adoptados para implantar esos modestos cambios económicos y fiscales.2 Carlos III tenía una ventaja sobre sus predecesores en el trono. Había evolucionado y había llegado a la madurez en un lapso de veinticuatro años pasados fuera de la península ibérica, aislado de los intereses establecidos y de los procedimientos burocráticos tradicionales de la corte española. Como monarca de las Dos Sicilias (1753-59) adquirió buen caudal de experiencias acerca de cómo modernizar cautelosamente una monarquía anticuada. Los motines que estallaron en varias ciudades de España en marzo y abril de 1766 y que obligaron transitoriamente a Carlos III a huir de la capital fueron una advertencia para que el rey procediera con prudencia en la introducción
2 Para sugestivas interpretaciones recientes, ver David A. Brading, Miners and Merchants in Bourbon México, 1763-1810 (Cambridge, 1971) y Stankey y Barbara Stein, The Colonial Heritage of Latin America: Essays on Economic Dependence (Oxford, 1970), págs. 86-119. A Brading puede reprochársele por no distinguir claramente entre los aspectos político y económico-fiscal del programa de Carlos III. Habla de la totalidad de los cambios de Carlos III como de una “revolución en el gobierno”, cuando, de hecho, el monarca sólo utilizó medios algo revolucionarios para implantar cambios fiscales modestos. Muy correctamente, los Steins recalcan la moderación del programa fiscal, pero la brevedad de su estudio reduce al mínimo el aspecto político.
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de cambios. Precipitados a primera vista por las nuevas regulaciones que prescribían el corte de las capas y prohibían los sombreros de ala ancha, los tumultos fueron simultáneamente expresiones del descontento popular con los consejeros italianos del rey, un clásico motín del pueblo hambreado y una abrupta reacción de los intereses tradicionales contra el cambio.3 La lección que Carlos III extrajo de los motines de 1766 fue la de que tenía que convencer, que halagar inclusive, a los intereses establecidos para que se aceptaran sus innovaciones. Quince años después Antonio Caballero y Góngora, virrey de Carlos III en la Nueva Granada, extrajo la misma lección de la Revolución de los Comuneros. Aunque varios de estos cambios se introdujeron primero de manera experimental en Cuba, después de 1763, el primer intento de modernización defensiva en gran escala se efectuó en el virreinato de México, durante la “visita general” de José de Gálvez (1765-71). Gálvez regresó a España, triunfante tras su experiencia mexicana, donde sirvió como ministro de Indias de Carlos III desde 1776 hasta su muerte en 1787. A fines del decenio de 1770 y a comienzos del de 1780 Gálvez trató de aplicar el modelo de su experiencia mexicana a los virreinatos de Nueva Granada y Perú. Si José del Campillo y Cosío fue el principal diseñador del programa de modernización defensiva de Carlos III, Gálvez constituyó su principal ejecutor. El regente visitador general Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres y el visitador general Juan Antonio Areche se desempeñaron como ayudantes de campo de Gálvez en la Nueva Granada y el Perú, respectivamente. Por lo tanto, un conocimiento de la visita general de Gálvez a México es preludio necesario para entender claramente lo que después habría de acontecer en la Nueva Granada. Los objetivos y las tácticas empleados por Gálvez en México fueron imitados, con pequeñas variaciones, por el funcionario que nombró un decenio después para la Nueva Granada. Creación de un monopolio de tabaco rentable, administración directa por la monarquía del sistema fiscal, expulsión de los criollos en cargos públicos y restricciones al poder del virrey:
3 Para una interpretación económica de los motines de 1766 ver Pierre Vilar, “El motín de Esquilache y la crisis del antiguo régimen”, Revista de Occidente 36 (1972): 199-274.
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todo esto se había ensayado ya en México. También se presentó en México una resistencia popular militante contra esos cambios, pero la reacción en México no tuvo la intensidad de la de Nueva Granada y Perú.4 Los ministros de Carlos III no se proponían abolir las instituciones tradicionales de los Habsburgos sino tan sólo transformarlas para que sirvieran a otras finalidades. Sobra decir que quienes ocupaban los viejos cargos se resistían, a veces con éxito, y desvirtuaban así el alcance de los cambios propuestos. En ninguna parte se aprecia mejor esto que en el caso de la institución virreinal. El propósito fundamental era restringir la autoridad del virrey a cuestiones puramente políticas y militares, y despojarlo de toda autoridad sobre la maquinaria fiscal. La real hacienda habría de convertirse en un departamento completamente autónomo, dirigido por un “superintendente delegado”. El superintendente vigilaría a un funcionario provincial de nueva data, el “gobernador intendente”. Como este habría de ejecutar las funciones políticas, judiciales y militares de los antiguos corregidores, y tendría también jurisdicción financiera sobre la hacienda, era menester el reclutamiento y al formación de personas mejor calificadas para el cargo. Su responsabilidad principal era promover el desarrollo económico y darle mayor eficiencia a la administración fiscal.5 No sólo se restringía la responsabilidad de la audiencia en la esfera fiscal, sino que también el virrey dejaba de ser presidente de ésta. En 1776 se creó el cargo de regente de la audiencia. Le seguía en rango inmediatamente al de virrey, y le competía aliviar a este de la administración rutinaria de la audiencia.6 El nuevo sistema gubernamental parecía una versión de la troica en el siglo XVIII, con la autoridad suprema dividida entre el virrey para asuntos
4 Herbert I. Priestley, José de Gálvez, Visitador General of New Spain, 1765-71 (Berkeley, 1916); Brading, Miners and Merchants, págs. 26-81; María del Carmen Velásquez, El estado de guerra en Nueva España, 1760-1800 (México, 1958), págs. 80-85. 5 Brading, Miners and Merchants, págs. 33, 45-47, 63-69, 87-92, 241-246; John Lynch, Spanish Colonial Administration, 1782-1810: The Intendant System in the Viceroyalty of Río de la Plata (Londres, 1958); Luis Navarro García, Intendencias de Sevilla (Sevilla, 1959). 6 Clarence H. Haring. The Spanish Empire in America (Oxford University Press 1974), págs. 132-133. Consulta, 10 de agosto de 1779 y despacho de Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 28 de febrero de 1779, ambos en AGI/ASF 912; Gálvez a la audiencia, 15 de mayo de 1777, AHN, Historia Civil, 4:345.
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políticos y militares, el superintendente para la hacienda real, y el regente para la administración de justicia.7 El choque entre los burócratas de Carlos III y los virreyes se debía en parte a una antigua hostilidad –el inevitable conflicto entre la autoridad “ordinaria” de los virreyes y las audiencias y la jurisdicción “extraordinaria” del visitador general. Aunque el virrey estaba bajo la jurisdicción de una visita general tan sólo en su capacidad de presidente de la real audiencia, las tensiones y los conflictos caracterizaban las relaciones entre el visitador y el virrey en tiempo de los Habsburgos.8 Durante el reinado de Carlos III el antiguo sistema de visita general de los Habsburgos se transformó profundamente y se le asignó un papel más dinámico. En lugar de ser tan sólo un instrumento para descubrir y castigar el mal comportamiento de los funcionarios en ultramar, la visita general era utilizada por la corona como instrumento para imponer políticas nuevas. Gálvez en México, Gutiérrez de Piñeres en Nueva Granada y Areche en el Perú tuvieron encontrones con los virreyes titulares. En los tres casos el visitador general triunfó temporalmente, pero la institución del virreinato no quedó lesionada de manera permanente. La troica no era práctica desde el punto de vista administrativo. Se necesitaba un funcionario cuyo cargo participara en algo del prestigio real, a fin de coordinar y supervisar las distintas jerarquías administrativas. El vigor, el éxito y la capacidad de virreyes como Bucareli y Revillagigedo el Joven en México y Caballero y Góngora en la Nueva Granada, cuyo ejercicio del cargo fue precedido siempre por visitas generales tormentosas, hicieron que los virreyes recuperaran su papel tradicional de supervisores titulares de la hacienda. Por otra parte, los regentes de la audiencia se mantuvieron hasta que concluyó el régimen español. Desempeñaban una tarea útil y necesaria en la supervisión de la audiencia. Aunque la hostilidad de Gálvez y de sus principales colaboradores frente a la institución virreinal puede explicarse parcialmente en virtud de tensiones previas, intervenían también otros factores.9 Gutiérrez de Piñeres, quien sin duda compartía esa hostilidad, señalaba una de las principales fuentes de Brading, Miners and Merchants, pág. 45. Ver mi Kingdom of Quito, págs. 243 ss. 9 Brading, Miners and Merchants, págs. 44, 45. 7 8
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insatisfacción entre los burócratas de la monarquía cuando le escribía a José de Gálvez: Esta manera de actuar es común a los virreyes: piensan poder hacer en su virreinato lo que haría el rey de estar presente. No faltan aduladores que aprueban esta máxima, capaz de producir consecuencias fatales”.10 Los administradores de Carlos III eran tecnócratas en embrión: los virreyes eran políticos que seguían tradicionalmente la norma de que las aspiraciones de las élites criollas locales debían tenerse en cuenta y hasta cierto punto conciliarse con un programa de protección paternalista a los desposeídos. Era esta tradición, emanada de los Habsburgos, la que Gálvez quería eliminar. Los virreyes no deberían actuar más como intermediarios entre las autoridades centrales en España y las élites y las otras clases de la región. Los criollos, argüía Gálvez, tienen demasiado poder. Censuraba su peso en las audiencias y en la hacienda, porque “estaban demasiado ligados por vínculos de familia y de facción en el Nuevo Mundo como para poder gobernar de manera desinteresada e imparcial”.11 Aunque la abrumadora mayoría de los virreyes en el siglo XVIII había nacido en España, el 90 por ciento de los nombrados entre 1746 y 1813 eran militares de carrera, casi la mitad de los cuales tenía experiencias militares previas en el Nuevo Mundo.12 De ahí que muchos virreyes tendieran a escuchar con simpatía el punto de vista de los criollos. La carrera de Manuel Antonio Flórez (1723-99), quien fue virrey tanto de la Nueva Granada como de México, dista de ser atípica. Nacido en Sevilla, Flórez entró a la marina en 1736. Pasó unos diez años en el Perú, en la exploración de las fronteras en litigio con el imperio portugués. También fue destinado a La Habana y a Buenos Aires antes de ser nombrado virrey de la Nueva Granada en 1776. Era su esposa una criolla de Buenos Aires, y varios de sus hijos nacieron en América.13 Queda así claro Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 15 de mayo de 1778, AGI/ASF 659. Citado por Brading, Miners and Merchants, pág. 35. Tanto George Ade como Mark Burkholder han emprendido estudios sobre la trayectoria de Gálvez en el ministerio de Indias. 12 Michael Flamingo, “Viceregal Recruitment Patterns in the Spanish-American Colonies”, trabajo de seminario para el profesor Peter H. Smith, otoño de 1971, universidad de WisconsinMadison. 13 Biografía de Manuel Antonio Flórez por María Luis Rodríguez Baena, en José Antonio Calderón Quijano, Los virreyes de Nueva España en el reinado de Carlos IV, 2 vols. (Sevilla, 1972), 10 11
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por qué los virreyes con experiencias previas en América eran mal vistos en el círculo de José de Gálvez, tan lleno de prejuicios contra los criollos. En el siglo XVII un número relativamente pequeño de criollos había sido nombrado para la judicatura. Pero los magistrados europeos que habían ejercido largo tiempo en América simpatizaban visiblemente con el punto de vista de las élites criollas. Durante el reinado de los dos primeros Borbones, Felipe V y Fernando VI, se produjo un cambio decisivo. Cuando José de Gálvez comenzó su célebre visita general a México, los criollos habían tenido durante mucho tiempo una cómoda mayoría tanto en la audiencia como en el servicio fiscal.14 Después de 1730 las mayorías criollas fueron frecuentes en las audiencias de Lima y de Santiago de Chile.15 Es menos conocido el hecho de que los criollos fueron enormemente influyentes en la audiencia de Bogotá durante varios decenios antes del comienzo de la visita general de Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres de 1778.16 Para las razones de este cambio debemos volver a la política de nombramientos de los Borbones. La venta de cargos judiciales había comenzado efectivamente a fines del siglo XVII, bajo los Habsburgos, pero los primeros Borbones la intensificaron. Entre 1701 y 1750, Felipe V y Fernando VI nombraron a 108 criollos para cubrir 136 cargos en las audiencias. Aproximadamente las dos terceras partes de los nombrados tuvieron que comprar los cargos a 1:3-5. El sucesor de Flórez, Pimienta, estaba casado con una cartagenera; ver Pablo E. Cárdenas Acosta El movimiento comunal de 1781 en el Nuevo Reino de Granada, 2 vols. (Bogotá, 1960), 2:196-97. Esta obra, que se citará con frecuencia a lo largo del texto, en adelante se abreviará como CA. 14 Brading, Miners and Merchants, pág. 35. 15 Jaime Eyzaguirre, Ideario y ruta de la emancipación chilena (2ª. ed., Santiago de Chile, 1969), págs. 54-57. Respecto al importante papel desempeñado por los criollos en la burocracia brasileña ver Stewart B. Schwartz, “Magistracy and Society in Colonial Brazil”, Hispanic American Historical Review 50 (1950): 715-30. En 1777 en Lima siete de los ocho oidores y tres de los cuatro jueces en la sala de crimen eran criollos, pertenecientes a las principales familias de Lima, y en muchos casos ricos. Acerca de la participación de los criollos en diversas audiencias, ver Leon G. Campbell “A Colonial Establishment: Creole Domination of the Audiencia de Lima during the Late Eighteenth Century”, ibíd. 52 (1972): 1-25; Mark Burkholder “From Creole to Peninsular: The Transformation of the Audiencia of Lima”, y Jacques A. Barbier, “Elite and Cadres in Bourbon Chile”, ibíd. 52 (1972): 395-415, 416-35. 16 Ver mi “El auge y la caída de los criollos en la Audiencia de Nueva Granada”, BHA 59 (1972): 597-618.
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precios que oscilaban entre 4.000 y 20.000 pesos, mientras que sólo el 19 por ciento de los españoles designados hicieron otro tanto –lo que insinúa que ya desde los primeros Borbones los criollos padecían cierta discriminación. La compra del cargo incluía a menudo, pero no siempre, el privilegio de contraer matrimonio con una residente en el reino, y el de tener propiedades en él. Había dos categorías de compra: 1) “de número”, un cargo regular para suplir una vacante, y 2) “supernumerario”, en la que el nuevo magistrado no iniciaba sus funciones hasta que se produjera una vacante entre los cargos regulares. El consejo de Indias protestaba vehementemente contra la venta de cargos judiciales, ya que a lo largo de su historia había defendido, con considerable consistencia, el principio de una magistratura profesional. De hecho, hubo sólo dos periodos durante los cuales la corona vendió estos cargos en escala masiva: de 1706 a 1711, durante la Guerra de Sucesión, y de 1740 a 1750, durante la llamada Guerra de la oreja de Jenkins. La causa evidente era las dificultades fiscales producidas por la guerra. No sólo había estrecha relación entre los periodos de guerra y la venta de cargos en las audiencias, sino que también la distribución geográfica de las ventas se hacía en función de las tensiones internacionales. El poderío marítimo inglés representaba la principal amenaza para los dominios españoles. De ahí que el mayor porcentaje de cargos vendidos fuera en el interior, menos expuesto, o en las audiencias de Lima, Quito, Chile, Charcas y Guadalajara, en la costa del Pacífico; el porcentaje más bajo era en las audiencias de Santo Domingo, Bogotá, México y Manila, expuestas todas a la agresión naval inglesa. En estas áreas el porcentaje de criollos nombrados variaba entre el 11 y el 35 por ciento, con un promedio del 18 por ciento. El porcentaje de Bogotá era de 17. En las audiencias menos vulnerables a los ataques ingleses el porcentaje de criollos nombrados variaba del 68 por ciento en Charcas al 56 por ciento en Chile y el 55 por ciento en Lima. Los gobiernos de Felipe V y Fernando VI vendían cargas en las audiencias con sumo desgano. Después de 1750 no quedó cargo alguno susceptible de venta y, de hecho, a partir de esa época el gobierno siguió una política discriminatoria contra los nombramientos de criollos, a fin de modificar el balance a favor de los españoles europeos. Pero los criollos nombrados antes 25
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de 1750 eran tan numerosos, y tantos de ellos habían comprado los cargos en su juventud, que todavía había mayorías criollas en las audiencias de México, Lima y Santiago en el año 1770.17 Crítico en voz alta de la influencia criolla en las audiencias, José de Gálvez merece ciertamente su reputación de antiamericano. Pero no fue el inventor de la política que excluía a los criollos de los altos cargos en las Indias, si bien aplicó con vigor la política anticriolla que heredó. Durante su permanencia en el ministerio de Indias (1776-87) sólo 25 americanos identificados, entre un total de 126 magistrados, recibieron nombramientos para las audiencias.18 El convincente análisis estadístico de M. A. Burkholder y D.S. Chandler enseña que los ministros de Carlos III heredaron del reinado anterior el programa de recuperar a América de manos criollas mediante la cancelación del predominio criollo en las audiencias de Indias. El objetivo de Carlos III no difería mucho del de Carlos V y Felipe II, quienes se propusieron rescatar al Nuevo Mundo de manos de los conquistadores mediante la creación de la burocracia de las audiencias. Halló su más clara expresión en las recomendaciones formuladas en una reunión extraordinaria de los más fieles consejeros de Carlos III, convocada precipitadamente por el descontento de los criollos en México a raíz de la expulsión de los jesuitas en 1962 y de las nuevas políticas introducidas por el visitador general José de Gálvez. El conde de Aranda presidió la sesión, y los fiscales Campomanes y Moñino (más tarde conde de Floridablanca) presentaron recomendaciones. España y América, alegaban en sus ponencias los fiscales, deberían formar un estado unitario. A fin de consolidar la lealtad de los criollos frente a la patria imperial, debería llevarse a la península un número considerable de éstos y asignárseles altos cargos militares, burocráticos y eclesiásticos: 17 La anterior información procede de estudios en seminario de M.A. Burkholder y D.S. Chandler, comunicados en parte en “Creole Appointments and the Sale of the Audiencia Positions in the Spanish Empire under the Early Bourbons, 1701-50”, Journal of Latin American Studies 4 (1972): 187-206. Sus hallazgos sobre la participación criolla en las audiencias están resumidos en From Impotence to Authority: The Spanish Crown and the American Audiencias, 1687-1808 (Columbia, Mo., 1977). 18 “Anti-Americanism and the Audiencias: The Years of José de Gálvez, 1776-1787”, trabajo inédito de M.A. Burkholder. Los profesores Burkholder y Chandler generosamente me han comunicado sus datos sobre la audiencia en Bogotá, por lo cual les estoy profundamente agradecido.
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Guardar la política de enviar siempre españoles a Indias con los principales cargos, obispados y prebendas, y colocar en los equivalentes puestos de España a los criollos; y esto es lo que estrecharía la amistad y la unión, y formaría un solo cuerpo de nación, siendo los criollos que aquí hubiese, otro tanto número de rehenes para retener aquellos países bajo el suave dominio de S.M.19
Las recomendaciones del 4 de marzo de 1768 se convirtieron en política gubernamental con la publicación de la cédula del 21 de febrero de 1776, poco después de que Gálvez tomara posesión de su cargo. El rey le ordenaba al consejo de Castilla que nombrara americanos “para beneficios eclesiásticos y cargos judiciales en iglesias y tribunales de España”. La cédula instruía al consejo de Indias para nombrar españoles europeos en puestos equivalentes en América. “Con expresa declaración de que siempre se reserve la tercera parte de canonicatos y prebendas de aquellas catedrales a los españoles indianos”.20 La determinación de Gálvez de reducir, si no de eliminar, la participación de los criollos en la burocracia de ultramar no tuvo inicialmente acogida en el consejo de Indias. Irónicamente, el consejo ni siquiera incluyó a Gutiérrez de Piñeres entre los candidatos para el nuevo cargo de regente de la audiencia de Nueva Granada. El organismo, con su mentalidad conservadora, propuso a tres miembros de la “vieja guardia”, todos con demostradas tendencias procriollas. De hecho, dos de ellos eran criollos: Pedro Fagle, “alcalde de crimen” en Lima, y el bogotano Nicolás Vélez de Guevara, quien servía entonces en la audiencia de Quito. Encabezaba la lista el anciano Benito Casal y Montenegro, oidor en Bogotá y casado con una de las hijas del fiscal Manuel Bernardo Álvarez.21 Gálvez desechó la recomendación del consejo y nombró a Gutiérrez de Piñeres, Eyzaguirre, Emancipación chilena, pág. 53. E y zaguirre, Emancipación chilena, pág. 53. La carrera de Joaquín de Mosquera y Figueroa (1748-1830), nacido en Popayán y tío del célebre presidente de la república, se desarrolló conforme a la nueva política de Carlos III de otorgarles cargos en España a criollos calificados. Después de ser oidor en Bogotá (1787-95), ocupó altos cargos en Ciudad de México y en Caracas antes de ser promovido en 1810 al Consejo de Indias. Fue brevemente regente de España en 1812, José María Restrepo Sáenz, Biografías de los mandatarios y ministros de la real audiencia, 1671-1819 (Bogotá, 1952), págs. 388-393. 21 Consulta, 23 de septiembre de 1776, AGI/ASF 547. 19 20
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quien no tenía experiencia en América pero que se había abierto paso en las administraciones fiscal y judicial de Sevilla.22 Nunca se alcanzó la meta de un estado unitario, expresada en la cédula del 21 de febrero de 1776. La arraigada y creciente vinculación de los criollos a su tierra natal –a la patria de los reinos, audiencias donde habían nacido y vivido– y su conciencia, cada vez más coherente, de ser distintos de los españoles de Europa hizo que los criollos no respondieran al ideal de un patriotismo imperial.23 Dos de los muchos ejemplos de incipiente nacionalismo criollo se pueden hallar en México y en la Nueva Granada. El 22 de mayo de 1771 el cabildo de al ciudad de México se quejaba a Carlos III de la exclusión de los criollos de los altos cargos civiles, burocráticos y militares. El cabildo procedió luego a formular una petición audaz: todos los cargos públicos, no sólo algunos de ellos.24 Una reivindicación no menos osada del poder criollo era la cláusula veintidós de las capitulaciones de Zipaquirá, que exigía un virtual monopolio de los cargos para los nacidos en América.25 No es mera coincidencia el que ambas expresiones del sentimiento criollo se hubieran producido poco después de que el visitador general Gálvez en México y el visitador general Gutiérrez de Piñeres en la Nueva Granada se hubieran empeñado en disminuir drásticamente el número de criollos en cargos de alto rango. Un análisis cuantitativo de la representación y la influencia criollas en la audiencia antes de la llegada del visitador general en 1778 deja muy en claro la situación.26 El cuadro 1.1 muestra el lugar de nacimiento de los funcionarios de la audiencia en el periodo 1645-1819. Si aceptamos la posibilidad, mencionada anteriormente, de que los burócratas peninsulares con largos años de servicio eran absorbidos parciamente por los intereses criollos locales, las cifras se vuelven
22 Para una biografía breve ver Restrepo Sáenz, Biografías, págs. 509-514. Para su carrera antes de llegar a la Nueva Granada ver su “Relación de méritos” publicada en José Manuel Pérez Ayala, Antonio Caballero y Góngora (Bogotá 1851), págs. 394-398. 23 R.A. Humphreys y John Lynch, The Origins of the Latin American Revolutions, pág. 258. 24 Juan Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México de 1808 a 1821, 6 vols. (México, 1877): 1-428. 25 CA, 2:26. 26 La información en los cuadros 1.1 y 1.2 está extraída de las biografías incluidas en Restrepo Sáenz, Biografías, págs. 1-18, 295-451, 462-521.
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más reveladoras todavía.27 Excluyendo a aquellos cuyo lugar de nacimiento se desconoce, y combinando las cifras de los criollos con las de los magistrados españoles que hubieran servido más de diez años, se llega a las cifras del cuadro 1.2. Debe recordarse, además, que el número de cargos vendidos a los criollos de Bogotá era relativamente bajo, debido a la vulnerabilidad de la Nueva Granada frente al poderío naval inglés. Está claro que entre 1700 y 1759 la voz de los criollos era ciertamente poderosa. Claro también que esto constituye un cambio básico respecto al reinado de Carlos II. La aseveración se basa en el hecho de que tan sólo uno de cuatro presidentes de la audiencia durante el reino de Carlos II fue criollo, y se trataba tan sólo de un presidente ad ínterim. Cuadro 1.1 Número de dignatarios criollos y españoles (1654-1819)
Criollos 1654-99 Oidores Fiscales
2 4
Españoles 14 4
6 1700-58 Oidores Fiscales
5 4
13 4
1 1
4 -
9 3
5 4
4 -
12 6 3
9
2
17
2 1789-1819 Oidores Fiscales
2 18
9 1759-88 Oidores Fiscales
Lugar nativo desconocido
4 1
9
5
Fuente: José M. Restrepo Sáenz, Biografías de los mandatarios y ministros de la real audiencia, 1671-1819 (Bogotá, 1952).
27 Esta hipótesis procede de mi estudio sobre la burocracia de Quito, y se trata de una opinión compartida por Olivares y por los burócratas reformistas de Carlos III.
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Cuadro 1.2 Número de dignatarios criollos y españoles procriollos (1654-1819) Criollos y españoles procriollos 1654-99 Oidores Fiscales
5 6
Españoles 11 2
11 1700-58 Oidores Fiscales
12 6
13 6 2
18 1759-88 Oidores Fiscales
3 1
8 6 4
4 1789-1819 Oidores Fiscales
6 4
10 5 3
10
8
Fuente: José M. Restrepo Sáenz, Biografías de los mandatarios y ministros de la real audiencia, 1671-1819 (Bogotá, 1952).
Pero si los reinados de Felipe V y Fernando VI fueron una edad de oro para los magistrados criollos, el reinado de Carlos III fue una época ciertamente sombría. El único nombramiento de un criollo para el cargo de oidor se produjo muy avanzado el reinado: en 1787. De los nueve españoles, sólo dos sirvieron durante más de diez años. Sin embargo, la tendencia se invirtió en los siguientes reinados; en todo el imperio mejoró en general modestamente la posición de los criollos, como lo indican los cuadros. El 6 de enero de 1778, cuando llegó a Bogotá don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, la influencia criolla en la audiencia seguía siendo sustancial, pese al hecho de que sólo un criollo hubiera sido nombrado entre 1752 y 1775. En 1778 había dos criollos y cuatro europeos en el tribunal. Dos de los jueces europeos habían estado en el cargo durante treinta y cuatro y veintiocho años, respectivamente. Un oidor nacido en Quito había servido durante veintiséis
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años. La larga duración de estos magistrados indica que de hecho la influencia criolla era mucho mayor de lo que indican las cifras, y no resulta exagerado decir que la influencia criolla existía en proporción cercana a dos por uno. La dimensión plena de la influencia criolla en la audiencia de Santa Fe de Bogotá no se refleja adecuadamente en el análisis cuantitativo, por impresionantes que sean las estadísticas. Una compleja red matrimonial vinculaba a la burocracia fiscal y a la audiencia con las principales familias criollas de Bogotá. Se necesitaba permiso del rey para los matrimonios entre funcionarios españoles y criollas, pero era otorgado por lo general, especialmente en el siglo XVIII, más tolerante.28 Para dar un ejemplo notable, don Manuel Bernardo Álvarez, fiscal español de la audiencia (1736-56), y quien vivió en Bogotá hasta su muerte, fue el fundador de una verdadera dinastía burocrática. El 11 de abril de 1738 Fernando VI le otorgó permiso para casarse con una criolla, la distinguida doña María Josefa del Casal. De los diez hijos que llegaron a la edad adulta, siete contrajeron matrimonio dentro de familias criollas acaudaladas y dentro de la burocracia fiscal de Bogotá.29 El clan Álvarez constituía potencialmente, si no de hecho, una rosca, que podía ejercer, y ejercía a veces, una influencia en los asuntos públicos que no guardaba relación con la cifra de sus miembros, aunque ésta no fuera insignificante. El visitador general, naturalmente, no utilizó jamás la palabra rosca, pero como tal los consideraba. Al recalcar posibles conflictos de interés, Gutiérrez de Piñeres le escribía a Gálvez: “He asistido a reuniones en donde votaron tres cuñados, uno oidor, el otro contador mayor y el otro oficial mayor”. Decía que esta situación era una “monstruosidad”.30 El hecho de que estos Phelan, “El auge y la caída”. Restrepo Sáenz, Biografías, págs. 460-461. Para el permiso real a los hijos del fiscal Álvarez para contraer matrimonio con criollas ver la consulta, 4 de marzo de 1775, AGI/ASF 547. Para su retiro ver la consulta de 19 de agosto de 1775, ibíd. Se examinó su biografía en una conferencia dictada en el Museo Arqueológico Nacional del Banco Popular por José de Muir el 8 de mayo de 1974 (inédita). Su retrato está en el Museo Nacional. Su casa señorial fue restaurada con buen gusto por el Banco Popular para albergar el Museo Arqueológico. 30 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 30 de marzo de 1778, AGI/ASF 547. Pese a las censuras de Gutiérrez de Piñeres contra la rosca de los Álvarez, él no estaba exento de nepotismo. Nombró como administrador del monopolio de aguardiente en Mompós a su sobrino, quien se con28 29
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funcionarios del tesoro apelaran a veces, aunque no siempre, a un magistrado que no fuera su pariente carnal o político en poco atenuaba los temores y las sospechas del visitador general. Después de un examen cuidadoso, el visitador general le confesó a José de Gálvez que no había podido hallar un solo caso de fraude o de franca colusión atribuible directamente al clan Álvarez. Sin embargo, alegaba que a la influencia de esta rosca se debía el nombramiento del yerno de Álvarez, Manuel García Olano, a quien Gutiérrez de Piñeres destituyó por incompetente, como director del monopolio del tabaco en el Socorro.31 Una real cédula del 20 de enero de 1775, donde se ordenaba que parientes en tercer grado de consanguinidad o en segundo de afinidad no podían trabajar en la misma oficina fiscal le suministró un arma valiosa al visitador general, y produjo también un choque con el virrey Flórez, que merece que se le dedique cierta atención. El virrey argüía que la cédula, aunque en teoría razonable, habría de provocar injusticias, y que debía revisarse drásticamente o interpretarse con flexibilidad. El hecho era que los candidatos más apropiados para los cargos provenían de cinco familias, relacionadas todas por consanguinidad o por matrimonio: los Prietos, los Ricaurtes, los Caicedos, los Oriundos y los Álvarez. Alegaba el virrey: “Me parece muy duro que personas que no tienen ni bienes para su subsistencia ni carreras para sus hijos distintas de los pocos empleos que el país ofrece se vean privadas de esos cargos y suplantadas por gentes de menor talento que, por esta razón, no podrán cumplir satisfactoriamente con sus deberes”. El virrey añadía a José de Gálvez que quienes llegaban a la península sin un nombramiento real “suelen ser basura por su nacimiento, por su crianza y por su conducta”.32 Gálvez, quien le daba entonces toda su confianza a Gutiérrez de Piñeres, le mandó al visitador general copia de la carta del virrey para que opinara sobre ella. Gutiérrez de Piñeres censura la defensa que de la nobleza criolla hace Flórez: “No puede negarse que la nobleza merece consideración, pero sería un insulto virtió en fundador de una distinguida familia colombiana. Ibíd., 30 de diciembre de 1778. Por su parte, Gálvez practicaba el nepotismo en gran escala. Brading, Miners and Merchants, pág. 37. 31 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 28 de febrero, 15 de mayo de 1978. AGI/ASF 659. 32 Flórez a Gálvez, 15 de noviembre de 1777, AGI/ASF 659.
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para la nobleza de Bogotá… si se tratara de limitarla tan sólo a los Prietos, Ricaurtes, Caicedos, Oriundos y Álvarez, como parece hacerlo el virrey”.33 El visitador general sostenía que había candidatos apropiados distintos de los que procedían de las cinco familias y, al citar el caso de García Olano, argüía que no todos los candidatos a altos cargos estaban calificados para las funciones a que el virrey los había designado. El choque entre el virrey Flórez y el regente visitador general es una muestra gráfica de cómo los ministros de Carlos III se proponían transformar la burocracia. El virrey, con decenios de experiencia previa en América y con una esposa criolla, era partidario de la política tradicional de los Habsburgos y de los primeros Borbones de atraerse a las élites criollas. Gutiérrez de Piñeres, por su parte, aplicaba agresivamente la nueva política de reconquistar de los criollos la burocracia colonial en beneficio exclusivo de los españoles europeos. Siguiendo el ejemplo de Gálvez en México, Gutiérrez de Piñeres procedió cautelosamente a desmontar la rosca de los Álvarez.34 La discreción resultaba deseable, si no necesaria, ya que estas familias criollas tenían influencia, y el regente no tenía pruebas sólidas de peculado. Al cabo de dos años, sin embargo, pudo informar triunfalmente que la influencia de la familia Álvarez había sido reducida drásticamente. Sólo tres miembros del clan conservaban cargos fiscales en Bogotá. Otros cuatro habían dejado de ser funcionarios en la capital. Uno había muerto, otro se había retirado, otro había sido trasladado y otro destituido. En 1778 el regente visitador se consagró a europeizar el más alto tribunal del Nuevo Reino. En dos años completó la tarea. Cuando estalló la Revolución de los Comuneros ocupaba la audiencia una sólida falange de europeos. Tan sólo un magistrado español, como se vio luego, disfrutaba de la confianza de los criollos –el oidor decano, Juan Francisco Pey y Ruiz, casado dentro de una prominente familia criolla. El creciente distanciamiento entre españoles americanos y europeos influyó profundamente en el carácter de la Revolución.
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Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de julio de 1778, ibíd. Brading, Miners and Merchants, págs. 40-42.
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El artículo veintidós de las capitulaciones de Zipaquirá adquiere así una significación adicional. Los criollos exigían la restauración de privilegios a los que estaban acostumbrados tiempo atrás. No formaban una clase excluida sistemáticamente de la función pública sino una élite burocrática que había sido desposeída hacía poco. Los ministros de Carlos III estaban tratando de crear una burocracia que respondiera exclusivamente a las órdenes provenientes de Madrid. Las principales familias de Bogotá, hechas a disponer de los altos cargos y acostumbradas a una influencia informal en los consejos de gobierno, se veían como las víctimas de una conmoción política. Su descontento fue causa principal para la aparición de la resistencia armada en 1781. No es ningún accidente el que Manuel García Olano, quien tenía nexos matrimoniales no sólo con el clan Álvarez sino también con la familia del marqués de San Jorge, fuera uno de los correos principales para la información entre ciertos elementos de la élite criolla en Bogotá y los dirigentes del Socorro. La alianza entre Bogotá y el Socorro fue el núcleo más sólido del movimiento revolucionario. Aunque el regente visitador hizo mucho por restringir el poder de los criollos, en menos de tres años no podía eliminar completamente su influencia. Después de que Gutiérrez de Piñeres cayó del poder el 13 de mayo de 1781, el gobierno de Bogotá optó por una política de reconciliación y concesión. El asediado pero todavía influyente establecimiento burocrático que había gobernado informalmente a la Nueva Granada durante la mayor parte del siglo XVIII desempeñó un papel decisivo en la aplicación de la política de reconciliación. Algunos de los principales protagonistas en las febriles negociaciones que culminaron con las capitulaciones de Zipaquirá fueron el oidor decano Pey y Ruiz, el regente del tribunal de cuentas, Francisco de Vergara, y el marqués de San Jorge. El arzobispo virrey Caballero y Góngora, inspirador y aglutinador de la política, se dio cuenta también de la necesidad de atraerse a la élite burocrática criolla. Así, la esencia de la revolución política de Carlos III consistía en abolir la “constitución no escrita” cuyos fundamentos eran la participación criolla en la burocracia y el gobierno por medio del compromiso y la negociación. Los cambios económicos y fiscales auspiciados por el regente visitador general 34
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exacerbaron tanto para los patricios criollos descontentos como para los mestizos plebeyos la naturaleza de la revolución política que, con exceso de celo, el ministro del rey estaba tratando de imponerles. Ahora vamos a ocuparnos en esas innovaciones fiscales y económicas.
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2. De Reino a Colonia: el programa económico y fiscal de Carlos III
Bernardo Ward, en su Proyecto económico, expresaba sucintamente las metas fiscales de los ministros de Carlos III: “Para darse cuenta del atraso de los dominios, basta con saber que Francia extrae de sus colonias unos cuarenta millones de pesos al año, es decir, cuatro veces más de lo que España extrae de todo el Nuevo Mundo”.1 Lo que mortificaba a Ward era el hecho de que el grueso de los ingresos franceses provenía de la pequeña pero muy lucrativa colonia azucarera de Saint-Domingue, mientras que las posesiones de la corona española se dilataban desde California hasta el estrecho de Magallanes. José del Campillo y Cosío, el principal ideólogo de la transformación del imperio, había exhortado a sus compañeros de gobierno a estudiar y a copiar el ejemplo de los aliados y los adversarios de España, franceses e ingleses. El objetivo central del programa de modernización defensiva de Carlos III era convertir los reinos de ultramar en verdaderas colonias que produjeran el máximo de ingresos para la metrópolis.2 Las armas principales eran la tecnológica y la neomercantil. Aunque ambas compartían el mismo objetivo de aumentar la productividad económica y por consiguiente los ingresos reales, los beneficios derivados de cambios tecnológicos tardarían más en dar fruto que las innovaciones neomercantilistas. Entre los rasgos principales del programa tecnológico figuraba la inclusión de la ciencia nueva en los estudios universitarios, las expediciones mineras a México, Nueva Granada y Perú, la expedición botánica a Nueva Granada en 1780, la creación de ramas de la Sociedad Económica de Amigos del País en diversas capitales de las Indias, y la rápida introducción de la nueva vacuna contra la viruela. Pero la necesidad acuciante en los años 1770 y 1780 era el aumento inmediato y espectacular de los ingresos reales para financiar los crecientes Bernardo Ward, Proyecto económico (Madrid, 1779), pág. XIV. Ibíd., págs. 225-319. Miguel Artolo, “Campillo y las reformas de Carlos III”, Revista de Indias 12 (1952): 685-714. 1 2
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costos de la defensa del imperio. En potencia, las fuentes más llamativas eran los monopolios reales, fundamentalmente mercantilistas en su origen y su carácter, y que incluían la pólvora, los naipes, las minas de sal, el papel sellado, la acuñación de moneda, y el mercurio. En la Nueva Granada los que tenían mayor potencial de ingresos eran el tabaco y los licores. La reorganización por José de Gálvez de los monopolios reales en México resultó en un asombroso éxito fiscal. El ingreso neto de la corona subió a catorce millones de pesos al año. Seis millones eran utilidades de los monopolios. Las utilidades netas por el solo tabaco subieron de 417.723 pesos en 1767 a 4’539.789 pesos en 1798. La legislación real contemplaba que todas las utilidades de los monopolios se convirtieran en oro y plata y fueran embarcadas directamente a España.3 Si bien la economía y la población de la Nueva Granada eran muy inferiores a las de México, la reorganización de los monopolios reales pronto arrojó un aumento significativo en los ingresos. En 1800 el tesoro derivaba una utilidad neta de 373.966 pesos por el monopolio del tabaco, y de 359.423 por el de licores. Los monopolios de la Nueva Granada daban utilidades por 733.389 pesos al año, en contraste con los 6 millones de México.4 Los diezmos de la sede arzobispal de Bogotá, por otra parte, eran de 222.983 pesos. Aunque la economía del reino pueda haberse beneficiado, a la economía de la Nueva Granada se la sometió a graves estrecheces, ya que el país se perjudicaba con el continuo retiro hacia España de una parte importante de sus riquezas en metales: el oro. Esto no era nada nuevo dentro del contexto hispánico de los monopolios reales. El monopolio del tabaco se había establecido en España desde 1630, y se le daba en arriendo a individuos por periodos determinados hasta 1740, cuando la administración real directa reemplazó el sistema de contratos. Ya desde 1642 el enérgico virrey de México, obispo Juan de Palafox y Mendoza,
Brading, Miners and Merchants, págs. 29-30, 53; Priestley, pág. 154; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de diciembre de 1779, AGI/ASF 660. 4 Biblioteca Nacional, Bogotá, Libros Raros y Curiosos, ms. 185. Las cifras de Restrepo para 1808 son un poco más altas: José Manuel Restrepo, Historia de la revolución de Colombia, 2 vols. (Medellín, 1969), 129. 3
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le encarecía a su sucesor que estableciera allí el monopolio. La corona hizo esfuerzos sin convicción para extender el monopolio a América antes de 1764, pero esos intentos quedaron en nada.5 Los mercantilistas del siglo XVII y los neomercantilistas de la época de Carlos III justificaban su programa con argumentos tanto prácticos como humanitarios. Ward adhería a la clásica máxima mercantilista de que los impuestos deben ser bajos para artículos de primera necesidad, moderados para artículos útiles y muy altos para los de lujo.6 El tabaco y los licores no eran necesarios para la vida, sino lujos cuyo abuso podía convertir en vicio su consumo. Por consiguiente, el control real no era indebidamente severo con los pobres. Argumentos así, repetidos a menudo por Gutiérrez de Piñeres, causaban poca impresión en los pequeños campesinos que tenían en el tabaco una cosecha comerciable lucrativa, o en los consumidores que habían llegado a considerar tanto el tabaco como el aguardiente artículos no de lujo sino de primera necesidad. Pero la combinación de argumentos morales y comerciales hacía de los dos productos presas atractivas para los burócratas cuya preocupación era llenar los cofres de la hacienda real.
El tabaco es rey El reinado del tabaco empezó despaciosamente en la Nueva Granada, donde no se introdujo su cultivo intensivo hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la producción aumentó espectacularmente.7 En el momento en que Gálvez establecía un eficiente monopolio real del tabaco en México, Carlos III le ordenaba al virrey Pedro Mesía de la Cerca (1761-72) establecer en la Nueva Granada un monopolio real copiado del de España. Como tantas veces pasaba con los virreyes, Mesía de la Cerda interpretó el mandato real de manera flexible. Le consagró mucha atención a los perjuicios Priestley, Gálvez, págs. 131 ss. Flórez al cabildo del Socorro, 20 de junio de 1781, AGI/ASF 577-B; Gutiérrez de Piñeres al cabildo de Tunja, 29 de mayo de 1780 AGI/ASF 660; Andrés V. Castillo, Spanish Mercantilism: Geronimo de Uztariz (Nueva York, 1930), pág. 172. 7 Basilio Vicente de Oviedo, Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1930), págs. 174-182. Oviedo, cura de San Gil en los años 1750, dice que el tabaco no se cultivaba en el Socorro sino sólo en San Gil, Barichara y Zapatoca. 5 6
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que su implantación pudiera causarle a los intereses locales. Mayoristas y detallistas independientes quedarían por fuera del negocio. Al recalcar los gastos en que incurría el gobierno con un sistema de administración directa, el virrey señalaba que no era fácil hallar administradores competentes, eficaces y honrados, y recurrió al método tradicional de arrendamiento de rentas. El virreinato se dividía en distritos, y el privilegio de administrar el monopolio real se arrendaba por periodos de tres a cinco años al mejor postor.8 Las rentas arrendadas tenían muchos inconvenientes desde el punto de vista de la corona. Era poco el control que podía ejercerse sobre la producción, y periódicamente se presentaban excesos de producción. Resultaba virtualmente imposible calcular el verdadero valor de la producción de tabaco en cada distrito, porque los concesionarios ocultaban su verdadero precio. Los precios variaban de región a región. Al pagar precios bajos a los productores, los concesionarios tendían a cargarles a los consumidores el precio más alto del comercio. En 1774, bajo la administración del virrey Manuel Guirior (1772-76), se efectuó una segunda reorganización del monopolio del tabaco. En respuesta a una real cédula del 23 de marzo de 1774, el virrey comenzó, en forma selectiva, a abolir las rentas arrendadas a medida que expiraban los contratos. En algunos distritos introdujo cautelosamente la administración directa. Con el nuevo sistema los empleados del monopolio empezaron a obtener algún control sobre el comercio mayorista. Se hicieron intentos por fomentar la calidad de la producción, pero estos cambios se implantaban con cuentagotas. El arrendamiento continuó en muchos sectores; otros distritos carecían de toda forma efectiva de control gubernamental. Florecía el contrabando, y continuaba el exceso de producción.9 El potencial fiscal de un sistema de tributación directa se apreciaba con lo sucedido en el distrito de Honda, una de las regiones más fértiles del Nuevo Reino para el cultivo del tabaco. En el primer año de administración directa el distrito duplicó sus utilidades netas para el tesoro, de 6.000 a 12.000 pesos.10 José María Ots Capdequí, Instituciones (Barcelona, 1959), pág. 485; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de agosto de 1778, AGI/ASF 659; Mesía de la Cerda a Guirior en Relaciones de mando de los virreyes de la Nueva Granada, ed. Gabriel Giraldo Jaramillo (Bogotá, 1954), pág. 53. 9 Guirior a Flórez, en Relaciones de mando, págs. 91-92; AHN, Tabacos, 12:495-512. 10 Guirior a Flórez en Relaciones de mando, pag. 53. 8
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El 24 de octubre de 1776 el virrey Flórez introdujo la tercera reorganización del monopolio del tabaco en menos de un decenio. El plan de Flórez era un paso importante para crear un monopolio real más centralizado por cuanto se enfrentaba a dos problemas principales: exceso de producción y estructura administrativa. Tanto para evitar el exceso de producción como para eliminar el tabaco de inferior calidad, como el que se producía en el distrito de Bogotá, la producción se restringió a Girón y Zapatoca, San Gil, Charalá y Somacota. La prohibición de cultivar tabaco en la parroquia del Socorro no fue, pues, innovación de Gutiérrez de Piñeres sino del virrey Flórez.11 El principio de restringir las áreas de producción presentaba muchas ventajas desde el punto de vista de la corona. Podía frenarse el exceso de producción, era más fácil suprimir los cultivos clandestinos, y garantizar la alta calidad de la producción. Otro aspecto de la reorganización del virrey Flórez fue el traslado de las oficinas de Bogotá al Socorro. Se pensaba que desde allí podría regularse mejor la industria: el Socorro era el principal centro comercial de la región y estaba cerca de los grandes centros de producción en la provincia de Tunja. El verdadero autor del plan de reorganización de Flórez fue su colaborador principal, Francisco Robledo, asesor general del virrey. Fue él quien lo persuadió para que nombrara a Manuel García Olano en el nuevo cargo de administrador de la sede del Socorro.12 Menos de dos años después, el 8 de junio de 1778, Robledo contrajo matrimonio con doña Rita Álvarez, hermana de la esposa de García Olano. La coincidencia insinúa que acaso consideraciones de favoritismo personal influyeron en la recomendación de García Olano por el asesor general para el cargo en el Socorro. En el momento de su designación para el cargo en el Socorro, García Olano tenía pendiente un viejo pleito por no haber presentado las cuentas al tesoro en su calidad de administrador del monopolio de aguardiente en Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de enero, 31 de agosto de 1778, AGI/ASF 659; Gutiérrez de Piñeres a Flórez, 27 de enero, 5 de marzo de 1778, ibíd. 12 Clímaco Calderón, Elementos de hacienda pública (Bogotá, 1911), págs. 539-541; Pablo E. Cárdenas Acosta, Del vasallaje a la insurrección de los Comuneros: la provincia de Tunja en el virreinato (Tunja, 1947), págs. 345-347; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 30 de marzo, 15 de mayo, 31 de agosto, 18 de noviembre de 1778, AGI/ASF 659; Flórez a Gálvez, 15 de noviembre de 1777, ibíd. 11
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Mompós, de 1760 a 1770.13 Es claro que debía su nombramiento más a conexiones familiares que a sus dudosas capacidades profesionales. En efecto, José de Gálvez, en su calidad de superintendente general de rentas, no sólo se negó a confirmar a García Olano sino que le informó secamente al virrey, el 5 de agosto de 1777, que debía ser relevado inmediatamente de su cargo de administrador del tabaco, y que no debería permitírsele ocupar ninguna otra posición en la hacienda real.14 Flórez, que estaba en excelentes términos con el clan Álvarez, no destituyó a García Olano hasta agosto de 1778, ante la insistencia de Gutiérrez de Piñeres, quien desconfiaba de las conexiones familiares de García Olano y sabía también de su ineptitud. Pero esas conexiones redundaron en el nombramiento posterior de García Olano como administrador de los correos en Bogotá, con un salario anual de 1.500 pesos; cargo del que lo destituyó el arzobispo virrey en 1783.15 A fin de evitar excesos de producción como los que había tolerado García Olano, el regente visitador general restringió todavía más de lo que había señalado Flórez la producción de tabaco, al limitarla a la pequeña provincia de Girón y a la parroquia de Zapatoca, donde el tabaco era de muy buena calidad. San Gil, Charalá, Barichara y Ocaña quedaron en la lista prohibida. La prohibición se implantó implacablemente mediante policías nacidos en España, los famosos “resguardos armados”, a los que el pueblo acusaba de todo tipo de violencias, incluida la violación. Estos guardias toscos y brutales no sólo quemaban las cosechas en los sectores prohibidos, sino que también los acusados de siembras ilegales estaban sujetos a la sanción de tribunales especiales
13 AHN, Audiencia, Cundinamarca, 9-992-1.000; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 28 de febrero, 30 de marzo, 15 de mayo de 1778 y 31 de marzo de 1779, AGI/ASF 659. 14 Cárdenas Acosta, Del vasallaje, pág. 346; Calderón, Elementos, págs. 539-541; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de marzo de 1779, AGI/ASF 659 y 6 de enero de 1780, AGI/ASF 600. 15 En el curso de un año García Olano permitió una superproducción masiva de tabaco y, habiendo calculado mal el consumo en la región, había comprado 4.000 cargas (1 carga = 250 libras) cuando el mercado no podía absorber más de 2.000 cargas. El tabaco se pondría en los depósitos reales. Calderón, Elementos, pág. 347; Cárdenas Acosta, Del vasallaje, págs. 345-47. Para la defensa de García Olano ver AHN, Tabacos, 35:255-287.
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establecidos para ejecutar el mandato de los monopolios reales.16 Ciertamente el resentimiento de los pequeños productores fue causa principal del estallido de motines en marzo de 1781. Carlos III le dio carta blanca al regente visitador general en las cédulas de 5 y 15 de agosto de 1777, cuando el monarca ordenó que se interrumpiera la reorganización de Flórez; instrucciones que Gutiérrez de Piñeres “obedeció pero no cumplió” hasta el 31 de agosto de 1778, cuando promulgó la cuarta reforma del tabaco desde 1776. Aunque el plan fue una causa significativa en el estallido de la Revolución de los Comuneros, a la larga fue el definitivo y en gran parte siguió vigente hasta el 1º de enero de 1850, cuando el gobierno republicano de la Nueva Granada abolió el monopolio del tabaco.17 La reorganización seguía en buena medida la fórmula que Gálvez había implantado antes en México. La producción se restringió a cuatro sectores escogidos cuidadosamente y donde se producía tabaco de la mejor calidad: Ambalema en el alto Magdalena, Llano Grande en la vertiente oriental del valle del Cauca, Girón y Zapatoca cerca de la provincia de Tunja, y Pore y Nunchía en los llanos de Casanare. Se suponía que cada sector podía producir tabaco de alta calidad para consumo dentro del respectivo distrito. Estaba prohibido el comercio de tabaco entre una y otra región.
Berenguer a Meléndez de Arzona, 22 de marzo de 1781, AGI/ASF; Salvador Plata a Caballero y Góngora, 1º de diciembre de 1781, AHN, Los Comuneros, declaración de Plata, 6:97 ss.; cabildo del Socorro a Flórez, 7 de mayo de 1781, AGI/ASF 663-A; Manuel Briceño, Los Comuneros (Bogotá, 1880), págs. 100-103. 17 El estudio más completo sobre el monopolio del tabaco es el de John P. Harrison, “The Colombian Tobacco Industry: From Government Monopoly to Free Trade, 1778-1876”, tesis doctoral inédita, Universidad de California, Berkeley, 1951. Para un resumen ver su “The Evolution of the Colombian Tobacco Trade to 1875”, Hispanic American Historical Review 32 (1952): 163-74. Calderón, Elementos, págs. 514-53. Las principales fuentes primarias para la política tabacalera de Gutiérrez de Piñeres son las siguientes: para una copia de las reglas de Gálvez para el monopolio de México ver AHN, Tabacos, 19:860-85. Ver también Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de enero, 28 de febrero, 15 de mayo, 31 de julio, 31 de agosto, 20 de noviembre de 1778, AGI/ASF 659; Gutiérrez de Piñeres a Flórez, 28 de enero, 5 de marzo de 1778 y Flórez a Gutiérrez de Piñeres 28 de febrero, ibíd.; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 30 de abril de 1780, AGI/ASF 660; Gutiérrez de Piñeres, 22 de agosto de 1781, AGI/ASF 662; Gutiérrez de Piñeres a Pey y Ruiz, 21 de mayo de 1781, AGI/ASF 663-A; Flórez al cabildo del Socorro, 20 de junio de 1781 y Flórez a Gálvez, 22 de agosto de 1781, AGI/ASF 577-B; ordenanza del virrey, 18 de agosto de 1778, AHN. Los Comuneros, 18:91-98. 16
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En vista de que otras regiones del imperio exportaban tabaco a Europa, se le prohibió hacer otro tanto a la Nueva Granada. Las provincias costeñas de Panamá, Cartagena y Santa Marta, donde no se producía tabaco, lo recibían no del Nuevo Reino sino en barco, desde Cuba.18 El mercado mundial del tabaco era limitado: en el territorio que pronto habría de convertirse en los Estados Unidos, los cultivadores, en esa época, quemaban voluntariamente el producto de acuerdo con la demanda mundial.19 El gobierno español, con su orientación neomercantilista, adoptó la política de que el Estado debía intervenir directamente para obtener un equilibrio estable entre la oferta y la demanda en el mercado mundial. La Nueva Granada, que no podía exportar tabaco ni siquiera a España, fue víctima de este ambicioso criterio. El principal competidor del imperio español era la América del Norte inglesa, que producía más tabaco que el resto del mundo. El tabaco de Cuba y Venezuela (“tabaco del Orinoco”, como solía llamársele en Europa) era de calidad superior, pero mucho más costoso que la variedad angloamericana. Es una ironía histórica que Francia comprara la mayor parte de su tabaco no a su aliada España sino a su rival, a las colonias inglesas en la costa del Atlántico. Los beneficios económicos prevalecían sobre las consideraciones políticas, y el mercado francés absorbía anualmente aproximadamente la cuarta parte de la cosecha norteamericana. En 1778 un nuevo aumento en el precio del tabaco hispanoamericano, que era ya el más alto, redundó en una disminución de la participación española en el mercado francés.20 Vale la pena anotar, incidentalmente, que los españoles, cuyas aptitudes empresariales no han sido apreciadas suficientemente, en este caso particular eran capitalistas de Estado más eficaces que sus aliados franceses. Aunque las innovaciones administrativas, fiscales y económicas de Carlos III se inspiraban en gran parte en las políticas mercantilistas de Colbert, el ministro de hacienda Harrison, “Colombian Tobacco Industry”, cap. 2. Edward C. Kirkland, A History of American Economic Life (3a. ed., Nueva York, 1952), pág. 68. 20 Jacob M. Price, France and the Chesapeake: A History of the American Tobacco Monopoly, 1674-1691, and Its Relationship to the British and American Tobacco Trades, 2 vols. (Ann Arbor, 1973), 2:718, 839-842. 18 19
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de Luis XIV, en el área específica del monopolio del tabaco la “atrasada” España marcaba el camino y la “adelantada” Francia la seguía. El monopolio francés del tabaco no se estableció hasta 1674, y hasta que fue barrido por la revolución francesa fue administrado con el sistema de rentas arrendadas del antiguo régimen.21 Gutiérrez de Piñeres racionalizó la administración de Nueva Granada al crear una dirección general en Bogotá, con jurisdicción sobre todos los monopolios reales. El tabaco y los licores, los más lucrativos, constituían subdivisiones separadas. Cinco distritos administrativos –Bogotá, Popayán, Honda, Panamá y Cartagena– se dividieron en una serie de estancos, los que a su vez coincidían con el territorio de las parroquias. Los productores le vendían sus cosechas al monopolio. Este, a su vez, confeccionaba el producto final, que era vendido al público. Los monopolios reales no sólo tenían su propia fuerza de policía sino también sus tribunales para sancionar a los transgresores. Burócratas asalariados y de tiempo completo administraban el sistema de arriba abajo. Se estableció un sistema más eficiente de contabilidad para impedir fraudes. Gutiérrez de Piñeres trató de anticiparse a cualquier intento de evasión por parte de los administradores regionales para explicar una falta de fondos o para ocultar cualquier discrepancia entre sus libros de contabilidad y los de funcionarios superiores e inferiores. Los cinco distritos administrativos habrían de convertirse en las cinco unidades intendencia les de la Nueva Granada, pero la Revolución de los Comuneros disuadió a la corona de dar ese paso, y las intendencias establecidas en otras partes de las Indias nunca se implantaron allí.
¡Viva el aguardiente! El otro monopolio real lucrativo en la Nueva Granada era el del “aguardiente de caña y anís” (aguardiente era un término genérico para bebidas espirituosas). En la época del virrey Mesía de la Cerda el monopolio del aguardiente producía unos 200.000 pesos, en contraste con los exiguos beneficios del monopolio del
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Ibíd.
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tabaco, recién establecido.22 La verdad es que el monopolio del aguardiente era más antiguo; la corona había autorizado su implantación desde 1736. La manufactura y venta del aguardiente libraron una ardua batalla para obtener su legitimación. Ya en 1693 Carlos II había prohibido la producción y la venta, fundado en que era nocivo para la salud y la moral pública. El 30 de septiembre de 1714 Felipe V reiteró la prohibición, con penas severas para los infractores. Pero el poder de los intereses establecidos convirtió en letra muerta las órdenes reales. Era habitual el consumo de ron y de anisados en todos los sectores de la sociedad. Las haciendas productoras de azúcar, muchas situadas en las provincias costeñas de Cartagena y Santa Marta, necesitaban un mercado para su producto. Muchas de las haciendas pertenecían al clero regular. Varias veces, durante el siglo XVIII, la corona ordenó una investigación sobre la conveniencia de prohibir la producción de aguardiente. En todos los casos los virreyes y la audiencia obedientemente acudieron a la opinión de los expertos disponibles. Tanto eclesiásticos como médicos atestiguaron que esas bebidas consumidas con moderación, no amenazaban ni a las normas morales de la comunidad ni al bienestar físico de sus ciudadanos. Argumentaban además que el control de los precios por el gobierno disminuiría el peligro potencial. En todas partes hay borrachos, las autoridades de Bogotá le recordaron al rey, y no era fácil que con una ley dejaran de existir. Sería difícil de imponer la prohibición total de la confección de aguardiente en un país donde ricos y pobres por igual estaban acostumbrados a consumirlo. Los dos argumentos más dicientes invocados por las autoridades de Bogotá eran que la prosperidad de las plantaciones de azúcar se vería amenazada si se les privara de esa salida para su producto, y, en segundo lugar, que el monopolio constituía una fuente potencialmente lucrativa de ingresos para la hacienda real. Aunque no debe desecharse la preocupación paternalista de la corona por el bienestar físico y moral de sus súbditos de ultramar, la necesidad de mayores ingresos, reforzada con las presiones de los intereses establecidos y de la costumbre, resultó en una alianza invencible.
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Mesía de la Cerda a Guirior, Relaciones de Mando, págs. 54-55.
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Cuando se estableció por primera vez en 1736, el monopolio contemplaba la producción libre del licor: cada productor pagaba un determinado impuesto a la hacienda real. Los concesionarios, quienes en subasta conseguían un contrato de cinco años de duración, recolectaban el impuesto y pagaban a la corona la suma estipulada. El aguardiente, como el tabaco, al comienzo fue una decepción desde el punto de vista fiscal. En los primeros años el beneficio neto anual para el tesoro fue sólo de 8.528 pesos.23 En los años 1760 en muchos distritos el arrendamiento de rentas fue reemplazado por la administración directa. De ahí que el virrey Mesía de la Cerda pudiera informar en 1772 de una utilidad anual neta de 200.000 pesos, que en los últimos decenios del siglo XVIII ascendió a 300.000 y 340.000 pesos. El virrey Flórez le consagró mucha atención a la reforma del monopolio del aguardiente, como lo hizo con el del tabaco. Su asesor general, Robledo, trazó un proyecto de reconstrucción igualmente minucioso. El plan del 26 de noviembre de 1776 preveía la administración directa del monopolio para todo el territorio de la audiencia. La Nueva Granada fue dividida en “administraciones generales”, con sus empleados y su cuerpo de policía. El monopolio compraba la materia prima a los productores, fabricaba el licor y lo vendía a los consumidores. En todas las localidades donde hubiera suficiente demanda habría de establecerse un estanco. El administrador general solía nombrar como estanquero a uno de los ciudadanos más ricos de la localidad; este a su vez estaba obligado a prestar fianza como garantía de su cumplimiento de las regulaciones del monopolio. Las instrucciones del visitador general regente eran de investigar la operación del monopolio del aguardiente, y de introducirle mejoras si lo consideraba deseable. Gutiérrez de Piñeres reconocía francamente que la reorganización de Flórez-Robledo constituía una mejora notable, pero alegaba que la centralización de todos los monopolios en una sola unidad administrativa, y las instrucciones detalladas para los burócratas de todo nivel constituían
23 Para una historia concisa del monopolio de aguardiente ver Calderón, Elementos, págs. 497514. También Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de mayo de 1779, AGI/ASF 659.
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complementos necesarios. El 22 de mayo de 1778 emitió su “Instrucción para el gobierno de la dirección general de la renta de aguardiente de caña”, la que adoptaba muchos rasgos de la reorganización de Flórez-Robledo, pero a la cual el visitador general le añadió una dirección general para ejercer la jurisdicción suprema; el tabaco y el aguardiente se convertían en subdivisiones autónomas. Esta reorganización definitiva quedó incorporada a la ordenanza del 27 de mayo de 1780, con aprobación explícita del rey.24 El visitador general regente no sólo racionalizó y centralizó la administración de los monopolios de tabaco y aguardiente sino que en 1780, en respuesta a órdenes provenientes de España, aumentó el precio que los estancos cobraban a los consumidores. El aumento ascendía a dos reales (veinticinco centavos) por cada libra de tabaco y por cada dos litros de aguardiente.25 La justificación del alza de precios era conseguir mayores ingresos para costear la guerra contra la Gran Bretaña. Durante la Revolución de los Comuneros los dos principales blancos de la ira popular fueron las oficinas de los monopolios de tabaco y aguardiente. Las multitudes quemaron tabaco y derramaron aguardiente en incontables plazas de pueblo en la provincia de Tunja. Sin embargo, ha que distinguir con cuidado la importancia de los dos artículos para productores y consumidores. En las capitulaciones de Zipaquirá, cuando los jefes comuneros tuvieron oportunidad de expresar sus quejas, no solicitaron la abolición del monopolio del aguardiente en cuanto tal. Tan sólo solicitaron la derogatoria de la reciente alza de precios. Aunque la mayor parte del aguardiente manufacturado venía de plantaciones de azúcar en las provincias costeñas de Panamá, Cartagena y Santa Marta, también en el Socorro la producción de azúcar era importante. Estas plantaciones constituían empresas capitalistas que requerían grandes inversiones en equipos y en mano de obra. Los dueños de las plantaciones no objetaban el principio del monopolio, al cual, en una u otra forma, se habían
24 El texto definitivo de las innovaciones fiscales de Gutiérrez de Piñeres puede verse en AHN, Los Comuneros 1. Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de enero de 1781, AGI/ASF 660. 25 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 30 de abril de 1781, AGI/ASF 660; juntas de tribunales, 27 de abril de 1780, AGI 663-A.
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acostumbrado desde 1736. Además, el monopolio estatal les garantizaba un mercado para su producto, y les pagaba en metálico.26 Durante la Revolución de los Comuneros, la presencia de una guarnición de 3.318 soldados profesionales en Cartagena, así como de guarniciones más pequeñas en Santa Marta y Panamá, explica en parte, indudablemente, la lealtad de las provincias costeñas al gobierno. Pero esa lealtad se veía reforzada con el hecho de que la insatisfacción económica era menos aguda que en las regiones montañosas del interior. Si bien los consumidores de la costa tenían que pagar más por el aguardiente y el tabaco, los productores de azúcar no tenían desavenencias básicas con el monopolio de aguardiente, y en la costa no se cultivaba tabaco.
La alcabala La tercera de las fuentes importantes de impuestos en la Nueva Granada era la alcabala. A fines del periodo colonial este impuesto a las ventas producía anualmente unos 184.480 pesos, dentro de ingresos totales de 2’453.096 pesos.27 Antes de la creación de los monopolios de aguardiente y tabaco, cuyo producido se aproximaba a los 700.000 pesos, la alcabala había sido la principal fuente de ingresos para la hacienda real. Una de las prioridades del regente visitador general era reorganizar tan lucrativa institución. En este punto importante Gálvez y sus tenientes ignoraron el consejo de su mentor, Ward, quien exhortaba a los españoles a emular con las colonias inglesas, cuya prosperidad atribuía él a las tasas bajas de sus impuestos de sisa y de ventas.28
26 El texto de las capitulaciones está publicado en CA, 2:19, 23-24. A fines del régimen colonial la corona recibía los siguientes ingresos por concepto de los monopolios:
Naipes
12.000 pesos
Pólvora
11.500
Papel sellado
53.000
Sal
65.000
Total
141.500 pesos
(Restrepo, Historia de la revolución de Colombia, 1:29). 27 Ibíd. 28 Ward, Proyecto económico, págs. 235-241.
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En el siglo XIV, la alcabala, de origen árabe, estaba ya incorporada al sistema fiscal de Castilla. En 1591 se la introdujo al virreinato del Perú, pese a una resistencia tenaz pero sin éxito. En el siglo XVIII el impuesto, que era entonces del 4 por ciento, se aplicaba, con pocas excepciones significativas, a materias primas, bienes de consumo, semovientes, finca raíz y propiedades personales con motivo de todo cambio de propiedad. Dos grupos sociales disfrutaban de exenciones: los indios y el clero. Los indios no tenían que pagar el impuesto por sus cosechas ni por productos elaborados en la Nueva Granada –exención que no incluía bienes de origen europeo o asiático–. En segundo lugar, el clero y las instituciones eclesiásticas no eran gravados por productos producidos para su propio beneficio ni por ventas efectuadas sin ánimo de ganancia. Sin embargo, las exenciones eclesiásticas no estaban lo suficientemente detalladas y daban lugar a controversias interminables con la hacienda real.29 Hasta la época de Carlos III la alcabala se arrendaba a veces a corporaciones como cabildos o consulados, o a concesionarios individuales, generalmente por un periodo de tres años. Como anotaba Robert S. Smith, “el precio pagado por el contrato de la alcabala representaba un compromiso entre las demandas de ingresos por parte del rey, por lo general de carácter urgente, y la desgana o la incapacidad del concesionario para descubrir y explotar las obligaciones del contribuyente”.30 Un sistema tan laxo era inaceptable para Gutiérrez de Piñeres. Uno de sus esfuerzos de racionalización fue separar la alcabala del impuesto para la “armada de Barlovento”, introducido en 1641 en la Nueva Granada para ayudar a costear la flota del Caribe.31 En efecto, la armada de Barlovento era un impuesto 29 Sobre la alcabala ver: Salvador de Moxo, La alcabala, sobre sus orígenes, concepto y naturaleza (Madrid, 1963); Luis Eduardo Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia (Bogotá, 1962) págs. 15-35; Robert S. Smith, “Sales taxes in New Spain, 1575-1770”, Hispanic American Historical Review 28 (1948): 2-37; Abel Cruz Santos, Economía y hacienda pública. Historia extensa de Colombia, vol. 15 (Bogotá, 1965), 1: 121-89; Luis Ospina Vásquez, Industria y protección en Colombia, 1810-1930 (Medellín, 1955), págs. 1-84; Calderón, Elementos, págs. 293 ss.; Cárdenas Acosta, Del vasallaje, págs. 271-308. 30 Smith, “Sales taxes in New Sapin”, pág. 10; Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, libro 8, título 13. 31 John Lynch, Spain under the Habsburgs, 2 vols. (Londres, 1969), 2:200.
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a las ventas adicional del 2 por ciento, y a partir de 1720 los dos tributos se recolectaban conjuntamente; en 1778 la armada de Barlovento había perdido completamente su identidad como impuesto aparte. Cuando Gutiérrez de Piñeres lo rescató de los empolvados archivos, se convirtió pronto en foco de indignación popular.32 Es verdad que no era un impuesto nuevo, pero el regente visitador general fracasó lamentablemente en su campaña de relaciones públicas para convencer al pueblo de lo contrario. Tan hondo era el sentimiento popular que el impuesto se declaró abolido en la primera cláusula de las capitulaciones de Zipaquirá.33 Gutiérrez de Piñeres no sentía simpatía por el sistema de arrendamiento de rentas, al que consideraba una explotación ineficaz del potencial tributario. Propuso que los concesionarios fueran reemplazados en todas las poblaciones grandes cuando expiraran sus contratos y, en las más pequeñas, limitarlos rigurosamente a tres años, con intensificación de la vigilancia administrativa. El plan de reorganización del regente visitador general incluía un censo pormenorizado y que debía actualizarse todos los primeros de enero. Las personas, sin excepción, deberían ser identificadas por su actividad económica. La administración de la alcabala habría de separarse en subdivisiones tales como productos de Castilla, productos de la Nueva Granada, tiendas de comestibles al por menor, tiendas de mercancías al por menor, fincas ganaderas, haciendas agrícolas y vendedores ambulantes. Si bien Gutiérrez de Piñeres ratificaba las exenciones tradicionales a la alcabala, trató de eliminar los que consideraba abusos consuetudinarios cometidos por los dueños de esclavos, el clero y los indios.34 A fin de asegurar que los comerciantes pagaran el impuesto a las ventas, el regente visitador general diseñó un sistema de guías y tornaguías. Una guía, expedida por el agente fiscal de la localidad, era un certificado de que determinada carga de mercancías comprada en una localidad y destinada a otro lugar había pagado el impuesto correspondiente. Cuando las mercancías 32 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 30 de abril, 30 de octubre de 1780, 31 de enero de 1781, AGI/ASF 660. 33 CA, 1:19. 34 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 30 de abril, 30 de octubre de 1780, AGI/ASF 660.
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llegaban a su destino, el representante local de la hacienda real emitía una tornaguía, la que certificaba que los bienes mencionados en la guía habían llegado con los impuestos ya pagados o respaldados por una fianza. Este sistema implicaba a veces que los comerciantes tenían que asumir el gasto adicional de contratar los servicios de un fiador, así como pagar de su bolsillo los servicios de un notario.35 Aunque ya existía un sistema primitivo de certificar el tránsito de mercancías, el sistema altamente burocrático de guías y tornaguías fue creación de Gutiérrez de Piñeres. El arbitrio podría prometer un aumento de los ingresos reales, pero el pequeño comerciante que negociaba con su recua de mulas por los traicioneros caminos de los Andes estaba lívido de cólera. Estas regulaciones se simplificaron grandemente después de la insurrección de los comuneros.36 El regente visitador general introdujo una carga fiscal más. En cédula del 17 de agosto de 1780, Carlos III requirió de sus vasallos un “donativo gracioso y préstamo” a fin de asumir los enormes gastos de la guerra contra Inglaterra –una forma española de préstamo forzoso al que acudía periódicamente la corona durante emergencias bélicas–. Un préstamo forzoso, en efecto, le permitía a la corona movilizar recursos sustanciales independientes de los tributos fijos estipulados para las clases altas, pero era un mediocre sustituto de un sistema anual de imposición directa regular.37 Si ese impuesto se recolectara efectivamente, produciría en la Nueva Granada más de un millón de pesos. El 20 de marzo de 1781 el regente visitador general ordenó que todos los varones blancos contribuyeran con dos pesos; a los no blancos se les exigía un peso, y quedaban eximidos las mujeres, los esclavos y los indigentes.38 Los falsos rumores en el sentido de que el préstamo forzoso iba a convertirse en un impuesto anual encontraron general acogida, tan inflamada se hallaba la opinión popular.39 El momento para recolectar el préstamo no resultó afortunado.
Ibíd., 30 de septiembre de 1780. CA, 1:211-12. 37 Sobre aspectos de este impuesto ver mi Kindgdom of Quito, págs. 109-111, 331. 38 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de marzo de 1781, AGI/ASF 660. 39 Declaración de Salvador Plata, 1º. de diciembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 6:97-131, y 13 de marzo de 1783, ibíd., 18:354-400. 35 36
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Las nuevas regulaciones acerca de la recolección de la alcabala y de la armada de Barlovento se publicaron en la ciudad de Tunja el 15 de febrero, y en el Socorro el 16 de marzo.40 En el Socorro, la publicación precipitó un motín en el que tomaron parte dos mil ciudadanos enardecidos. Había comenzado una revolución.
El visitador general y el virrey En un lapso de veintiséis meses el enérgico Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres había organizado el aparato de recaudo de impuestos del virreinato conforme a los propósitos de los ministros de Carlos III: situar a los reinos de ultramar en un estado de dependencia económica del cual se beneficiara la metrópolis. Incluso puede argumentarse de modo convincente que el estado de dependencia –que es hoy una hipótesis prestigiosa para explicar el permanente subdesarrollo de América Latina– no comenzó efectivamente hasta que los incipientes tecnócratas de Carlos III trataron de convertir a los reinos de Indias en un verdadero imperio económico.41 La Nueva Granada era entonces un país relativamente pobre, con una economía modesta y algo primitiva.42 Por moderado que fuera, cualquier aumento en los tributos causaba impacto. Los cambios tributarios y administrativos recayeron súbita y simultáneamente, sobre todos los grupos de esa sociedad. Los aumentos en el tabaco y el aguardiente afectaron a gran número de consumidores, la enorme mayoría de la población, quienes veían esos artículos de lujo como de primera necesidad. Los pequeños agricultores de la provincia de Tunja, que sólo hacía poco se habían acostumbrado al tabaco como cosecha comerciable, se vieron perjudicados con la prohibición de cultivarlo en la mayor parte de la provincia. Aunque las tasas de la alcabala no aumentaron mucho, la recolección directa implicaba que más y más personas pagaban más impuestos, de los que CA. 1:99-100. Ver John Lynch, reseña de The Colonial Heritage of Latin America de los Steins, en Journal of Latin American Studies 4 (1972): 319-320. 42 Para un examen conciso de la economía colonial en la Nueva Granada ver Jaime Jaramillo Uribe, “La controversia jurídica y filosófica librada en torno a la liberación de los esclavos”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura 4 (1969): 63 ss. 40 41
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sólo una fracción de su cuantía legal se había percibido en el pasado. Los dueños de esclavos y el clero no se sintieron dichosos con el celo del visitador general para eliminar algunas de sus exenciones consuetudinarias pero extralegales. Los indios estaban inquietos y amargados con la expropiación de sus tierras comunales, los resguardos. Los cambios afectaron el bolsillo de todo el mundo. Todas las clases y todos los grupos étnicos tenían algún motivo de irritación. Las familias de la élite criolla en Bogotá estaban alarmadas ante la pérdida de sus “derechos” tradicionales a altos cargos. Las élites criollas locales en pueblos de provincia como el Socorro y San Gil veían recortadas sus funciones políticas y sociales a medida que la nueva administración fiscal imponía un enjambre de nuevos funcionarios, por lo general españoles de la península, que obedecían a los dictados de Bogotá más que a los de las localidades donde estaban establecidos temporalmente. Las clases bajas se sentían profundamente discriminadas con la imposición implacable de los impuestos y monopolios. El odio instintivo de los plebeyos a los chapetones, como llamaban despectivamente a los peninsulares, se intensificó. La Nueva Granada, en efecto, estaba acostumbrada a una administración laxa y descentralizada en la que el virrey y la audiencia actuaban como intermediarios entre los intereses locales y los mandatos de la autoridad central en Madrid. Se producían cambios, pero a un ritmo lento. Los virreyes cortejaban la opinión pública al atraerse el apoyo del clero parroquial y de las élites locales, cuyas fortalezas institucionales eran los cabildos, y trataban de equilibrar las exigencias regionales con las demandas de la burocracia central. No puede hallarse ejemplo mejor de este sistema que el virrey Flórez, quien se las arregló para adelantar mucho la centralización de los monopolios de tabaco y aguardiente sin encontrar oposición militante. Gutiérrez de Piñeres sin lugar a dudas era intransigente y tozudo en lo que tocaba a la ejecución del programa fiscal de Carlos III, pero podía mostrarse sumamente flexible y comprensivo en cuestiones que no afectaran directamente al tesoro real. Les dio alguna protección paternalista a los indios, en su lucha desesperada contra la avidez de tierra y de mano de obra por parte de criollos y mestizos, como con algún detalle se verá en el capítulo 7. En la acalorada controversia sobre cambios en los programas de la educación 53
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superior, el regente visitador general mostró buena voluntad para atender los puntos de vista de los intereses establecidos. Era, efectivamente, muy capaz de prácticas políticas de coalición en casi todas las esferas, excepto la fiscal. Las instrucciones que recibió de José de Gálvez eran las de aumentar inmediatamente los ingresos reales, y se negó inflexiblemente a considerar cualquier componenda que hubiera podido reducir el insumo inicial de la hacienda real, pero que también hubiera podido evitar la violenta disputa de 1781. No era, como el virrey Flórez, un conciliador político sino un tecnócrata que quería resultados inmediatos. La única persona de autoridad y prestigio con una política que hubiera podido evitar la violencia de 1781 era el virrey. Flórez clamaba porque las milicias se reformaran y se aumentaran para que el gobierno tuviera suficiente poderío militar para aplastar cualquier motín. En 1777 propuso una amplia reorganización del ejército, pero Gálvez rechazó el plan. Madrid decretó que el programa fiscal bajo los auspicios del visitador general debería proceder a la reorganización militar. Cuando estalló la violencia en marzo de 1781, en Bogotá había menos de setenta y cinco soldados profesionales, y las unidades de la milicia en muchas provincias del interior existían sólo en el papel. Las únicas fuerzas militares efectivas del Nuevo Reino estaban estacionadas en las fortalezas de Cartagena y Santa Marta.43 La oposición de Gutiérrez de Piñeres a la creación de milicias disciplinadas en el interior constituye una lección fascinante en vista de los sucesos posteriores. Como buen burócrata fiscal que era, deploraba el costo para la hacienda real y la pérdida para la agricultura y el comercio de los milicianos en servicio activo. Expresaba un intenso aborrecimiento por la “chusma”, principalmente por ser el producto de muchas mezclas de razas. Estos habrían sido la mayoría de los soldados rasos y, al estar armados, podrían perderles su habitual respeto a sus superiores españoles y criollos. El virrey Flórez anotaba que las milicias se necesitaban para sofocar motines en que participasen criollos de las clases altas. Estaba pensando en
43 Allan J. Kuethe, “Military Reform in the Viceroyalty of New Granada, 1773-1799”, tesis doctoral inédita en la universidad de Florida, 1962, caps. 2 y 3.
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el motín del ron en Quito, en 1765. Gutiérrez de Piñeres respondía con vehemencia: Estuve y estoy convencido de que semejantes asertos son injurias premeditadas a un estimable grupo de vasallos cuya lealtad no puede ponerse en duda sin notoria injusticia. Me atrevo a afirmar que nada hay que temer de la nobleza y de la gente distinguida ni de los ciudadanos honorables residentes en los poblados, dueños de tierras en la ciudad y en el campo, o de los que se consagran a ocupaciones industriosas, pues ellos son blancos y de extracción decente.44
El regente visitador general tendría ocasión más tarde de arrepentirse de estas palabras. Pero la carta explica por qué se negó con tanta certidumbre a seguir el consejo del virrey Flórez. Con su ignorancia de las condiciones sociales en América y con su aborrecimiento racista a las gentes de procedencia africana, le parecía impensable que los criollos acomodados se asociaran a la “chusma” en un levantamiento. Pero antes de que pasara un año ocurrió lo impensable. Flórez demostró ser un profeta de notable exactitud. En las regiones donde se había reorganizado el ejército, como Popayán y Quito, no se presentaron disturbios graves. Es posible especular que si las autoridades de Bogotá hubieran contado con una fuerza militar efectiva no se habría producido el levantamiento de los comuneros. La actitud del sucesor de Flórez, el arzobispo Caballero y Góngora, refuerza esta especulación. Mientras continuaba su política de reconciliación, Caballero y Góngora, por más clérigo que fuese, demostró ser más militarista que todos sus predecesores y sucesores militares en el cargo de virrey. Emprendió una reorganización a fondo del ejército, basado en que el gobierno debía tener el respaldo de una fuerza realmente coactiva.45 Nunca se olvidó de que en Zipaquirá no tenía soldados que lo protegieran: sólo su dignidad de arzobispo y su propia destreza política. La táctica de Caballero y Góngora incluía tanto el garrote como la zanahoria
44 45
Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de marzo de 1780, AGI/Audiencia de Quito 574. Kuethe, “Military Reform”, cap. 4.
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proverbiales. Una vez le confesó a José de Gálvez que si los vasallos no atendían órdenes formuladas en el lenguaje de la “bondad pastoral” él no vacilaría en usar “la represión y la fuerza”.46 El segundo desacuerdo básico entre Gutiérrez de Piñeres y Flórez consistía en la táctica y el estilo político. Los dos magistrados no discrepaban acerca de la necesidad de aumentar los ingresos reales, pero el virrey propugnaba innovaciones graduales y moderadamente diplomáticas. Tal era la actitud tradicional de los virreyes frente al arte de gobernar, reforzada por la larga experiencia de Flórez en el Nuevo Mundo. Gutiérrez de Piñeres, por su parte, quería resultados fiscales inmediatos. No le prestó atención a las consecuencias políticas de malquistarse con todos los grupos importantes del país, pues era concebible para él que los patricios se unieran a los plebeyos en cualquier tipo de protesta efectiva. Gutiérrez de Piñeres no compartía ninguna de las inclinaciones del político al compromiso y a la conciliación. Su mentalidad de recolector de impuestos, eficaz pero limitado, se revela sucintamente cuando le escribe a su mentor, Gálvez: Las clases bajas no son capaces de entender la razón de los impuestos reales. A todo cuanto aspiran es a su propio interés, que equivale a un libertinaje absoluto e ilimitado. Como resulta vano presumir que la multitud pague complacida impuesto alguno, el objetivo del gobierno debe ser obligar a los plebeyos a que respeten la autoridad pública, de tal manera que se preserven su subordinación y su obediencia frente a todos los magistrados.47
Gutiérrez de Piñeres era un hombre urgido de conseguir resultados. Cuando por vez primera José del Campillo y Cosío propuso en 1743 una visita general a todos los reinos de las Indias, su propósito expreso era tan sólo acopiar información y formular recomendaciones antes de implantar reformas de fondo.48 En su impaciencia por conseguir resultados inmediatos,
Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594. Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 3 de junio de 1781, AGI/ASF 662. 48 Ward, Proyecto económico, págs. 241-249. 46 47
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Gálvez prescindió del proyecto original, al mezclar el aspecto de recolección de informaciones de la visita general con la introducción inmediata de cambios. Si Gutiérrez de Piñeres hubiera limitado su actividad a recoger informes y a formular recomendaciones –dejándole su aplicación a virreyes con la pericia política de un Flórez o de un Caballero y Góngora– podría haberse evitado el estallido de violencia. De enero de 1778 al 11 de agosto de 1779, cuando Flórez partió para Cartagena, el virrey y el regente visitador general estuvieron dedicados a una escaramuza cortés pero apasionada.49 Dejando aparte las tensiones heredadas de los dos cargos, los dos magistrados estaban divididos por profundas diferencias de táctica y de estilo político. Gálvez, con su animadversión a la institución virreinal, resolvió el conflicto a favor del visitador general y le ordenó a Flórez que se sometiera a su jurisdicción en todo lo concerniente a la hacienda real. Despojado de toda autoridad efectiva sobre la hacienda, la que representaba una fuente importante del poder de los virreyes, Flórez se vio virtualmente repudiado. El estallido de la guerra con la Gran Bretaña el 16 de junio de 1779 le dio un pretexto elegante para irse a Cartagena a vigilar la defensa de ese bastión militar. El 11 de agosto de 1779 el virrey delegó en el regente visitador general toda su autoridad sobre las provincias del interior, salvo la administración del patronato eclesiástico y de la defensa miliar.50 Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, de hecho aunque no de nombre, fue virrey a partir del 11 de agosto de 1779. Pero después de veintiún meses en el poder supremo tuvo que enfrentarse a una erupción de ira popular que lo desmonto de su preeminencia.
La América inglesa y la española La crisis que agitaba tanto a la América española como a la inglesa se desencadenó ante la necesidad de las autoridades metropolitanas de aumentar abruptamente los impuestos para atender a los costos crecientes de la defensa imperial, Cuando yanquis emprendedores disfrazados de indios arrojaron té en la bahía de Boston,
49 50
La correspondencia entre los dos está en AGI/ASF 659 y 912. Flórez a Gálvez, 15 de julio de 1781, AGI/ASF 591; CA, 1:82.
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y cuando los enfurecidos ciudadanos del Socorro derramaban el aguardiente y quemaban el tabaco de los monopolios estatales, no estaban protestando tan sólo por los gravámenes a estas mercancías. De manera más profunda, esos actos simbolizaban la exigencia de los airados ciudadanos de Boston y del Socorro por la restauración de sus respectivos sistemas constitucionales, violados, creían ellos, por los nuevos impuestos. Antes de las grandes crisis de los años 1770 y 1780, los imperios británico y español compartían una tradición de descentralización política. En el caso de los ingleses, la descentralización era principalmente legislativa, mientras que la tradición española de descentralización era de naturaleza esencialmente burocrática. En 1778 los pilares de la “constitución no escrita” en la Nueva Granada eran el cogobierno entre españoles de Europa y de América, y el gobierno por medio de la consulta, la negociación y el compromiso. Aunque el poder monárquico seguía muy afianzado en el mundo británico, esa autoridad había sido desafiada dos veces durante el siglo XVII, cuando un rey fue decapitado y otro destronado en la “Gloriosa Revolución” de 1688. De esta crisis procede la teoría contractual de la soberanía política, la cual estipulaba que el rey y el parlamento comparten el poder, y la cual justificaba el derecho a la revolución cuando el rey violaba el contrato social. El problema fundamental era el poder de imponer gravámenes. Las trece colonias proclamaban que el valioso derecho del parlamento a aprobar todo nuevo impuesto debería ampliarse a ellas, por cuanto sus habitantes eran ciudadanos británicos –un privilegio que ni Jorge III ni el parlamento estaban preparados para otorgarles–. Después de la revolución de 1688 las asambleas coloniales reafirmaron su aspiración a legislar en lo referente a impuestos.51 Durante esos mismos decenios se estaba consolidando la versión hispanoamericana de descentralización burocrática. Jack P. Greene, The Quest for Power: The Lower House of Assembly in the Southern Royal Colonies, 1689-1776 (Chapel Hill, 1963); Merrill Jensen, The Founding of a Nation: A History of the American Revolution, 1763-76 (Nueva York, 1968); Oliver M. Dickerson, The Navigation Acts and the American Revolution (Filadelfia, 1951); David Lovejoy, The Glorious Revolution in America (Nueva York, 1972). Para una interpretación concentrada en aspectos económicos más que constitucionales ver Marc Egnal y Joseph A. Ernst, “An Economic 51
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De ahí el famoso lema de 1776 en América del Norte: No taxation without representation. En la América española el lema era profundamente distinto en su carácter y en su significado: “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Dentro del contexto hispanoamericano el lema angloamericano carecía de significado, porque no existía la tradición de asambleas legislativas con el poder de decretar impuestos. Ya desde Carlos V en la península las cortes habían sido reducidas a funciones básicamente ceremoniales. Ni tampoco iba a aprobar la corona la emergencia de asambleas representativas formales en las Indias. Lo que sin embargo se formó en la América española fue una tradición de que no se crearan impuestos sin una previa negociación burocrática. Las crisis que desgarraron a la América española y a la inglesa tuvieron ambas una naturaleza básicamente constitucional y política.
Interpretation of the American Revolution”, William and Mary Quarterly 29 (1972): 3-32. Para una comparación y un contraste sugestivos ver James Lang, Conquest and Commerce: Spain and England in the Americas (Nueva York, 1975).
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3. Los motines populares
La conflagración que arrasó al Nuevo Reino de Granada en 1781 comenzó en el Socorro, y esa próspera comunidad suministró el núcleo de la jefatura del movimiento, desde el comienzo hasta el fin. Durante la mayor parte del siglo XVII el Socorro era un montón de chozas y cabañas –un caserío– y una estación para cambiar de mulas y caballos y conseguir provisiones frescas en el camino real que desde 1580 unía a Vélez en el sur con Pamplona en el norte. Pertenecía a la jurisdicción territorial de la ciudad de Vélez hasta 1689, cuando Nuestra Señora del Socorro del Chanchón se convirtió en parroquia. De 1694 a 1771 el Socorro perteneció a la villa de Santa Cruz y San Gil, que por real cédula del 23 de octubre de 1694 había sido separada de Vélez. En 1771 Carlos III le otorgó el estatuto de villa.1 En el siglo XVIII, el Socorro se convirtió en uno de los centros agrícolas y comerciales de la Nueva Granada. En 1750 la parroquia del Socorro le producía a su párroco un ingreso anual de unos 5.000 pesos, superior a la renta anual que percibía el obispo de Santa Marta por toda su diócesis.2 La única parroquia que podía emular con la del Socorro era Neiva. En 1800 la jurisdicción de las villas de San Gil y el Socorro, que se extendía desde Vélez en el sur, a Girón en el norte, era la mayor fuente de diezmos eclesiásticos, 39.993 pesos sobre un total de 272.120 pesos en la arquidiócesis de Bogotá. El distrito de Tunja, con 25.360 pesos, y el de Bogotá, con 10.962, figuraban de segundo y tercero.3 El ascenso del Socorro a una prosperidad modesta se debió a varios factores. Uno era su localización, en un fértil banco de tierra en la vertiente oriental del río Suárez, en un valle cálido a unos 1.300 metros sobre el nivel del mar. Florecían la caña de azúcar, el banano, el maíz, la yuca y el ganado.
Para la historia del Socorro ver los siguientes: Horacio Rodríguez Plata, “Origen y fundación del Socorro” BHA 26 (1939): 879-891, y La inmigración alemana al estado soberano de Santander en el siglo XIX (Bogotá, 1968), págs. 33-37; Cárdenas Acosta, Del vasallaje, págs. 227-292. Un relato mucho menos fidedigno es el de Rito Rueda. Presencia de un pueblo (San Gil, 1968). 2 Oviedo, Cualidades, págs. 174-76. 3 Biblioteca Nacional, Bogotá, Libros Raros y Curiosos # 185. 1
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La producción de algodón en grande escala no sólo estimuló el crecimiento de una industria textil, sino que también la situación del Socorro lo convirtió en emporio natural de comercio para una considerable región del interior. Codo a codo con la expansión económica del Socorro se presentó una tasa elevada de crecimiento demográfico.4 Si existen testimonios contemporáneos abundantes sobre la importancia del cultivo del algodón, en cambio la información sobre la producción de textiles es muy escasa. La sección del archivo notarial del Socorro dedicada a transacciones comerciales no ha sobrevivido a los estragos del tiempo. De ahí que casi no se sepa nada acerca de la aparentemente primitiva tecnología utilizada, ni sobre las condiciones de trabajo, ni sobre si existía alguna especie de sistema de crédito. Los pocos indicios disponibles sugieren que la producción textil era una industria doméstica primitiva, confinada a las casas de los pobres, aunque había algunos talleres textiles. La fuerza laboral estaba compuesta casi exclusivamente por mujeres. No han aparecido pruebas que confirmen el aserto de que la industria textil en el Socorro constituía un capitalismo incipiente. Esta industria doméstica se vino a tierra con la inundación de textiles ingleses baratos importados a Colombia después de la independencia.5 El patrón habitual de colonización en esta región era que un grupo de familias se congregara en un caserío, que más tarde se convertía en una viceparroquia subordinada a la parroquia más cercana. Luego la parroquia, a su vez, adquiría viceparroquias. Antes de que el arzobispo pudiera autorizar la creación de una parroquia, la población tenía que ser lo suficientemente numerosa como para sostener tres cofradías. Estas asociaciones voluntarias tenían que proveer el estipendio mínimo de una cura de parroquia, entre 150 y 200 pesos, y suministrarle a la iglesia lo necesario para el ritual.6 La definición
4 Finestrad calculaba que a comienzos del decenio de 1780 había, en promedio, 800 nacimientos, 300 defunciones y 200 matrimonios al año. Joaquín de Finestrad. “El vasallo instruido en el estado del nuevo reino de Granada”, en Eduardo Posada, ed., Los Comuneros (Bogotá, 1905), págs. 119-120. 5 Para datos sobre la industria textil ver Ospina Vásquez, Industria, págs. 61-71; Rodríguez Plata, La inmigración alemana, págs. 33-37. 6 Gary W. Graff, “Spanish Parishes in Colonial New Granada: Their Role in Town Building in the Spanish-American Frontier”, The Americas 33 (1976-77): 336-351.
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legal de parroquia era una comunidad destinada exclusivamente a la residencia de españoles, con una iglesia, una cárcel y un juzgado civil. La población de una parroquia podía oscilar entre doscientas almas y varios miles. A medida que se multiplicaba su población las parroquias iban adquiriendo más autonomía política frente a su capital, mediante un proceso de división celular. San Gil, por ejemplo, se fundó como parroquia de Vélez. En 1694 San Gil se convirtió en villa, con cabildo y alcaldes ordinarios elegidos anualmente y que eran los funcionarios ejecutivos y judiciales de la comunidad. La creación de nuevas parroquias o de nuevas villas solía suscitar la oposición de las comunidades más antiguas, las que veían disminuidos sus ingresos y sus privilegios; pero la demografía solía triunfan frente a los intereses establecidos de las localidades.7 El sentimiento de identidad del Socorro aumentó a medida que luchaba tenazmente para conseguir su autonomía de la jurisdicción de San Gil, situado veintidós kilómetros al nordeste –en 1781, a un día de camino del Socorro–. Tan pronto se creó la parroquia del Socorro sus ambiciosos vecinos le solicitaron a la audiencia en Bogotá su separación de San Gil. En 1711 el arzobispo de Bogotá, Francisco de Cossio y Otero, quien era entonces presidente encargado de la audiencia, aprobó la solicitud del Socorro. Pero San Gil empezó un pleito, como resultado del cual Felipe V degradó al Socorro a la categoría de parroquia subordinada.8 En los decenios siguientes las autoridades en Bogotá intentaron aplacar al Socorro al otorgarle amplios poderes al alcalde residente allí, y al nombrar con frecuencia a un socorrano en el cargo de teniente corregidor. Pero a medida que el Socorro continuaba aumentando en población y prosperidad se intensificaba el anhelo de autonomía municipal en algunos de sus vecinos. 7 Para unos cuantos ejemplos ver Oviedo, Cualidades, págs. 174-182; Ramiro Gómez Rodríguez, Chima – vida y hazañas de un pueblo (Bucaramanga, 1971), págs. 53, 56-62. En AHN, Poblaciones, hay innumerables pleitos. 8 Oviedo, Cualidades, pág. 174; Archivo Histórico Nacional (Madrid), Consejos, leg. 20, 437; AHN, Poblaciones de Santander, 3:753-969. Únicamente el rey, no las audiencias, podía otorgar los títulos de villa o ciudad (Recopilación, libro 4, título 8, ley VI). No había diferencia sustantiva entre ciudad y villa en cuanto entidades administrativas. La ciudad tenía una población más numerosa que la villa, como se demuestra con el hecho de que las ciudades solían tener 12 regiones y las villas 6 (Juan de Solórzano y Pereira, Política Indiana, 5 vols. Madrid, 1647, libro 5, caps. 1 y 2.
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El 23 de abril de 1762 Socorro se lanzó audazmente a la ofensiva: un gran número de sus vecinos elevó una petición al virrey no para obtener la categoría de villa, sino por el más prestigioso rango de ciudad. Finalmente consiguieron el estatuto de villa. Al frente de esta campaña cívica estaba quien era entonces el ciudadano más rico del Socorro, Juan Maldonado de la Zerda, quien gastó 16.000 pesos de su propio bolsillo para pagar los gastos del largo litigio, el cual culminó con la real cédula del 25 de octubre de 1771, en la que se le otorgaba al Socorro el anhelado rango de villa. Sin embargo, Maldonado de la Zerda tuvo mucho menos éxito en persuadir al cabildo de la nueva villa para que le reembolsara sus gastos.9 Como era de esperarse, San Gil libró un combate de retaguardia tenaz pero sin éxito ante la audiencia y llegó incluso a enviar un representante especial a España para que expusiera su caso.10 El Socorro no sólo tuvo que hacer una vigorosa campaña para concluir con su dependencia de San Gil sino que tuvo que librar otra batalla en los tribunales para asegurar sus linderos. Enérgicamente, San Gil trataba de limitar los confines de la nueva villa a las parroquias del Socorro y Oiba. Socorro alegaba que los lazos de la economía y la geografía justificaban que quedaran bajo su jurisdicción las populosas parroquias de Charalá, Simacota y Chima, y una vez más ganó su pleito tras una dilatada batalla jurídica.11 La rivalidad entre el Socorro y San Gil es uno entre muchos ejemplos del modo como el proceso de separación celular creaba nuevas comunidades. Al enfrentarse a San Gil para conseguir su autonomía política, el Socorro adquiría sentimiento de identidad propia, de estar a la cabeza de un territorio próspero. Esa visión de liderazgo tuvo importancia fundamental en 1781. En efecto, las aspiraciones del Socorro, como patria chica, a tener algún control sobre la suerte del territorio circundante plantaba las semillas de donde iba a brotar el federalismo en el siglo XIX. Ramiro Gómez, “Socorro, cuna de la libertad colombiana, 1540-1819”, 2 vols. (manuscrito inédito), 1, cap. 6. 10 AHN, Cabildos, 10:278-282. La documentación sobre esta disputa puede hallarse también en ibíd., 1-525, y en AHN, Poblaciones de Santander, 3: 753-969. Ver también declaración de Salvador Plata, sin fecha, Lilly Library, universidad de Indiana, ff. 263-264 y 273-274. Plata fue partidario activo de la causa del Socorro, aunque previamente había sido alcalde ordinario de San Gil. 11 Para esta disputa ver AHN, Poblaciones de Santander, 3:315-673. 9
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El cabildo del Socorro ejercía jurisdicción sobre ocho parroquias vecinas, con una población total de 33.710 habitantes en 1779.12 En 1781 el núcleo urbano del Socorro tenía unos 15.000 habitantes en comparación con los 4.000 de 1711 y los 8.000 de 1753. Varias de las parroquias cercanas, como Simacota, Oiba y Charalá, llegaban a tener 6.000 parroquianos. De acuerdo con la definición legal, Socorro se fundó como una parroquia para blancos, aunque en realidad el área contenía una numerosa población mestiza y una minoría de negros y mulatos. Las categorías étnicas en los censos de fines del siglo XVIII eran: 1) blancos, 2) indios, 3) esclavos y 4) libres. El término “blanco” incluía evidentemente no sólo a descendientes de españoles sino también a algunos mestizos que, por tener clara la piel o poseer dinero, podían pasar por blancos. El término “libres” incluía a mestizos, negros y mulatos que no eran esclavos. En 1781 el proceso de mestizaje en la región del Socorro y San Gil se había consolidado tanto que las distinciones étnicas se habían vuelto muy borrosas. La información demográfica más fidedigna de que disponemos son los censos de 1779 y 1781. En las ocho parroquias del pueblo del Socorro, las cifras son: Blancos
17.738
52.6 %
Libres
14.944
44,3
Indios
537
1,6
Esclavos
491
1,5
33.719
100,0
Total
Entre 1779 y 1781 la población aumentó en 2.139 personas, para un total de 35.849 –un aumento de 6,4 por ciento–. La población de San Gil era menor que la del Socorro y su composición étnica era un tanto distinta:
12 Para la cifra de 1711 ver ibíd., 3: 753 ss. Para 1753, ver ibíd., f. 176. Para la cifra de 1781 ver Finestrad El vasallo, págs. 119-20 y notas 10 y 11. Para las cifras de los censos de 1779 y 1781 ver AHN, Censos Nacionales, Varios Departamentos, 6:271.
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Blancos
4.511
26,8 %
Libres
10.699
63,5
Indios
1.141
6,8
489
2,9
16.840
100,0
Esclavos Total
En la época de la conquista la población india de San Gil y Socorro, si no tan densa como en la parte sur de la provincia de Tunja y en la sabana de Bogotá, no era insignificante. Sin embargo, hacia 1750 se hallaba bastante reducida, como resultado de las epidemias y de la mezcla de razas. Aunque otra cosa disponían las leyes de la corona, indios y blancos vivían juntos en las mismas comunidades. En 1750, la reducida población aborigen estaba confinada en su mayoría en la aldea india de Guane. Varios pueblos indios como Chanchón, Oiba y Charalá habían desaparecido o habían sido suprimidos, y vendidas sus tierras comunales, los resguardos, a agricultores blancos y mestizos.13 En 1754 los pueblos indios de Guane, Curití, Oiba y Charalá tenían una población total de 224 personas.14 Los inmigrantes españoles desempeñaron un papel decisivo en la colonización de los fértiles valles en la vertiente oriental de Suárez. La población era predominantemente blanca con una proporción significativa de mestizos y otra mucho más baja de negros y mulatos. En el sur de la provincia de Tunja, centro de la civilización chibcha precolombina, sobrevivían aún grandes comunidades de indios, aunque su población había disminuido drásticamente después de la Conquista. El Socorro había resuelto su “problema indígena” por medio del mestizaje. Negros y mulatos constituían sólo una pequeña minoría de la población en la región del Socorro y San Gil. En 1778 eran tan sólo el 2,23 por ciento de la población en la provincia de Tunja.15 En el Socorro los esclavos eran sólo Por ejemplo, el 4 de febrero de 1760 el tesoro recibió 2.625 pesos por los resguardos de Oiba. AHN, Caciques e Indios, 41:325-58; 45; 723-802. 14 AHN, Poblaciones de Santander, 3:176, y Caciques e Indios, 3:392-393. 15 Francisco Silvestre, Descripción del reyno de Santa Fe de Bogotá (Bogotá, 1950), págs. 7275. 13
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491, mujeres en su gran mayoría, criollos, no nacidos en África. Muchos eran mulatos. El hecho de que la mayor parte de los esclavos fueran mujeres indica su papel en el servicio doméstico. De todas formas, los esclavos varones no tenían importancia como mano de obra agrícola. Salvador Plata, el hombre más rico del Socorro, poseía a su muerte, en 1802, dieciocho esclavos, identificados específicamente como criados.16 La herencia de Juan Francisco Berbeo consistía principalmente en deudas. Su único capital sustancial eran cinco esclavos. En los años 1770 y 1780 vendió cuatro esclavos, compró uno y liberó otro.17 Estas cifras nos dan algunas claves sobre el papel económico de la esclavitud. Era, para los acomodados, una forma de inversión. La propiedad de esclavos representaba una garantía al solicitar préstamos para la compra de tierras en la ciudad o en el campo, o para dotar a las hijas. Los esclavos de Berbeo le permitieron conseguir préstamos de unos conventos a fin de comprar una finca y una casa grande en la plaza principal del Socorro. La dote de doña Elena de Villar en 1774, por ejemplo, era de 1.242 pesos, de los cuales 985 representaban el valor de seis esclavas.18 Se llevaba a cabo un comercio de esclavos limitado pero continuo –no más de veinte ventas en año alguno– y los precios variaban. Una esclava de buena salud, de veintitantos años, podía costar entre 125 y 200 pesos.19 Había también poquísimas manumisiones; sólo dos entre 1781 y 1783.20 Los manumisos se convertían invariablemente en los criados favoritos de la casa.21 Sin embargo, no siempre la libertad representaba un verdadero cambio de condición social ya que las manumisiones solían condicionarse a
Testamento de Salvador Plata, ANS, 7 de diciembre de 1802, f. 185-207. ANS, 26 de enero de 1772, f. 9; 14 de febrero de 1773, f. 12; 6 de noviembre de 1784, f. 128; 16 de abril de 1787, f. 132; 15 de marzo de 1778, f. 702-3; 7 de enero de 1789, f. 702-3. 18 ANS, 8 de marzo de 1774, f. 55. 19 Para unos cuantos ejemplos ver ANS, 12 de febrero, 7 de marzo, 20 de mayo, 10 de junio de 1774: fs. 29-30, 49-50, 123 y 141: 23 de mayo, 3 de noviembre de 1778: fs. 72, 164; 21 de septiembre, 1º de noviembre de 1780, fs. 177-178. 20 Para algunos ejemplos ver ANS, 1774-76, f. 13; 19 de septiembre de 1774, fs. 186-87; 1781-83, f. 192; 18 de julio de 1785, f. 81. 21 ANS, 18 de septiembre de 1778, f. 184. 16 17
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seguir prestando el manumiso indefinidamente sus servicios al antiguo dueño o a su familia.22 Tal o cual manumisión por parte de un dueño o de una dueña generosos no oscurece el hecho de que en el Socorro, como en todas partes, las relaciones entre amos y esclavos llegaban a ser tensas, si no violentas. Un propietario en el Socorro le informaba al virrey en 1775 que a veces los esclavos se fugaban y que no eran raros los casos de esclavos que asesinaban a sus dueños o a familiares de éstos. La tensión entre amos y esclavos en todas las regiones del país aumentó de manera significativa en la segunda mitad del siglo XVIII.23 El Socorro era una fundación nueva que a lo largo de sólo tres generaciones se había convertido en una de las regiones más prósperas de la Nueva granada. Pedro Fermín de Vargas, un criollo muy influido por la escuela fisiocrática francesa, atribuía la prosperidad de la región comprendida entre el norte de Vélez y Girón a la ausencia de latifundios.24 Una muestra de las ventas de tierras en el archivo notarial confirma esta observación. Había muchas ventas de terrenos tan exiguos que costaban sólo 20, 40 y 60 pesos.25 Aunque los criollos de la clase alta poseían grandes haciendas que podían venderse entre 2.500 y 3.500 pesos, el minifundio, no el latifundio, era el rasgo dominante en la tenencia de la tierra. Pero los criollos de clase alta y los mestizos y mulatos plebeyos eran colonizadores, gentes fuertes, trabajadoras, que fundaban haciendas o ciudades en el desierto. Aunque la caracterología regional –y, si a eso vamos, la nacionalidad– debe usarse con cuidado, nadie hizo un retrato tan gráfico, aunque crudo, de esos primeros santandereanos como Basilio Vicente de Oviedo, quien de 1740 a 1750 fue cura en las parroquias de San Gil y Charalá. Las observaciones 22 Testamento de Juan Francisco Berbeo, 29 de junio de 1795, en el archivo privado del doctor Jorge Cárdenas Acosta. 23 Ver Jaime Jaramillo Uribe, “Esclavos y señores en la sociedad colombiana del siglo XVIII”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura, 1.1 (1863):38. 24 Pedro Fermín de Vargas, Memoria sobre la población del reino (Bogotá, 1953), pág. 83. Para más datos ver nota 10. 25 Para ejemplos al azar de venta de minifundios ver ANS 1777, fs. 121, 206; 1778, fs. 3, 85, 87, 163; 27 de septiembre de 1790, f. 95; 13 de mayo de 1784, fs. 64-65. Para ventas de propiedades más grandes ver 1º. de julio de 1774, fs. 158-60; 4 de octubre de 1790, f. 78; 14 de julio de 1774, fs. 185-86; 1º de julio de 1774, fs. 158-160.
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de este sacerdote criollo entrañan algo de amargura, debido a sus obstinados pero inútiles empeños por impedir que su parroquia de San Gil disminuyera en extensión y en ingresos con la creación de nuevas parroquias en Barichara y Cepitá. Describía así el carácter de las gentes en la parroquia de Oiba: “Suelen ser bastos, inciviles, altaneros, inquietos y pendencieros, como son los de Charalá, muy dados a pelear con machetes y con garrotes. Se matan como salvajes, porque son bestiales”. Su descripción de los charaleños no es menos ácida: “Esta gente rústica es pobre pero inquieta, insolente, bárbara, grosera y tosca”.26 Si bien no pueden tomarse al pie de la letra las exageraciones del padre Oviedo, se ve que esos primeros santandereanos eran voluntariosos, orgullosos y pendencieros, buenos para colonizadores de una nueva frontera. Aunque en general el siglo XVIII presenció una colonización continua, un modesto aumento de la prosperidad y un fuerte crecimiento de la población, en 1776, año decisivo en la historia de América, tanto de la española como de la inglesa, empezó una crisis dramática cuyas repercusiones se sentían aún en 1781. Una violenta epidemia de viruela, seguida de varias cosechas malas, costó un alto precio en vidas y socavó la prosperidad del Socorro. Las autoridades locales afirmaban que los muertos llegaban a 6.000 en una población total de 33.710 habitantes. Aunque se reconozca un margen de exageración, la crisis fue evidentemente aguda. La mayoría de las víctimas eran de las clases bajas, niños en gran medida. Los archivos parroquiales están llenos de referencias a niños muertos que eran dejados a la puerta de la iglesia para que se les diera sepultura gratuitamente. Aunque no hay pruebas sólidas de hambre en escala masiva, las malas cosechas determinaron la escasez y el encarecimiento de los alimentos. Si bien los pobres sufrieron más directamente, la modesta prosperidad de las clases altas se vino abajo con la depresión económica que invadió a la comunidad como secuela de las calamidades naturales.27 Citas de Oviedo, Cualidades, págs. 179-180, 178-179, respectivamente. Cabildo del Socorro a Flórez, 7 de mayo de 1781, en Briceño, Los comuneros, págs. 101103. Flórez a Gálvez, 31 de diciembre de 1781, AGI/ASF 577-B. Procurador del Socorro a Flórez, 15 de septiembre de 1781, ibíd. Joaquín de Finestrad, “El vasallo instruido”, ms. en la Biblioteca Nacional, Libros Raros y Curiosos, fs. 320-21. Ver cap. 3, nota 5, para la versión publicada, de la cual se omitieron varios capítulos. Gómez Rodríguez, “La cuna”, parte 4; AHN, Poblaciones de Santander, 3:462 ss. 26 27
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De ahí que no sea accidental el estallido de la Revolución de los Comuneros en el Socorro en marzo de 1781. Una comunidad de colonizadores, cuyo trabajo los había acostumbrado a una modesta prosperidad, no había acabado de recuperarse de una grave crisis demográfica y económica cuando el enérgico regente visitador general empieza a lanzar una andanada de impuestos nuevos que afectaban por igual a pobres y ricos. En agosto de 1778 llegó la severa reorganización, por Gutiérrez de Piñeres, del monopolio del tabaco, que hacía sólo dos años había reformado el virrey Flórez. Como si fuera poco la prohibición del cultivo en la mayoría de las parroquias y caseríos en jurisdicción de San Gil y el Socorro, en mayo de 1780 se anunciaron aumentos en el precio del tabaco y del aguardiente. El 26 de agosto Gutiérrez de Piñeres impuso a los comerciantes las guías y las tornaguías. El 12 de octubre se produjo la reorganización de la alcabala. El 4 de noviembre, en el lejano Perú, Túpac Amaru II izó su estandarte en una rebelión que habría de influir sobre el curso de los acontecimientos en la Nueva Granada. El 19 de enero de 1781 el corregidor de Tunja promulgaba en su provincia los nuevos gravámenes separados de alcabala y armada de Barlovento. El 15 de marzo de 1781 el alcalde ordinario del Socorro, José Ignacio Angulo y Olarte, publicaba la nueva alcabala. Al día siguiente, 16 de marzo, el pueblo se amotinó. Se presentaron tumultos en las parroquias vecinas de Simacota, el 17 de marzo; San Gil, el 24 de marzo; Pinchote, el 25 de marzo. Un segundo motín de mayor magnitud se produjo el 30 de marzo en el Socorro, seguido por manifestaciones semejantes en Simacota, el 31 de marzo. Confines, Barichara, Valle de San José y Chima el 1º de abril. Otros levantamientos populares estallaron en Oiba el 2 de abril, en San José de la Robada el 3 de abril, en Simacota el 6 de abril, en Guadalupe el 8 de abril, en Charalá y Santa Ana el 16. El 16 de abril, domingo de pascua, se presentó el tercer motín en el Socorro. Al día siguiente huyó el alcalde ordinario. Angulo y Olarte. El 18, la élite criolla se unió al movimiento, al aceptar cargos de mando. La Revolución de los Comuneros comenzó el 16 de marzo, pero durante el primer mes se trató principalmente de una protesta de las clases bajas.28 28
Para una útil cronología de los sucesos, ver CA, 2:313 ss.
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Quiero llamar la atención sobre la dinámica de esos estallidos de indignación popular antes de examinar la respuesta de las élites locales. En el Socorro hubo tres motines graves en rápida sucesión: 16 y 30 de marzo, 16 de abril. En el del 16 de marzo participaron 2.000 personas; en el del 30, unas 4.000; el 16 de abril llegaron a 6.000. Dos de los motines ocurrieron el viernes, día de mercado, cuando se encontraban en el Socorro muchos visitantes de las parroquias vecinas situadas dentro de la órbita política y económica de la ciudad. El 16 de abril también había muchos forasteros en el Socorro. El 16 de marzo el blanco de la ira popular fue el gravamen de armada de Barlovento, que erróneamente se tomó por un impuesto nuevo. En el segundo motín del 30 de marzo el motivo de cólera fue el monopolio del tabaco. El pueblo desahogaba su indignación tanto por el aumento en los precios al consumidor como por la prohibición de cultivar el producto que para muchos pequeños agricultores significaba la única cosecha comerciable. El 30 de abril la muchedumbre protestaba contra las alcabalas y el monopolio del tabaco, y también contra el monopolio del aguardiente y contra las guías y tornaguías. No sólo quemaron tabaco sino que también el aguardiente fue derramado simbólicamente en la plaza.29 El 16 de abril se echó más leña al fuego con unos versos leídos a los amotinados. Escrito en un lenguaje vulgar y rústico que los plebeyos podían identificar, el poema les suministró una ideología explosiva, aunque primitiva, para expresar su descontento. Si los tres motines constituyeron expresiones de la ira popular, también constituyeron expresiones de la furia femenina. Fue una mujer, Manuela Beltrán, nacida en 1724, la que el 16 de marzo rasgó la ordenanza de la armada de
29 Sobre los tres motines las fuentes son: Flórez a Gálvez, 22 de agosto, 31 de diciembre de 1781, AGI/ASF 577-B; cabildo del Socorro a Gutiérrez de Piñeres, 16 de marzo, 2 de abril de 1781, AGI/ASF 663-A; Angulo y Olarte a Gutiérrez de Piñeres, 27 de marzo, 19 de abril de 1781, ibíd., Céspedes y Uribe a Gutiérrez de Piñeres, 3 de abril de 1781, ibíd. ; Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 3 de junio de 1781, AGI/ASF 662. CA, 1_132-55; Angulo y Olarte a Osorio, 15 de mayo de 1781, colección de Horacio Rodríguez Plata, Casa de la Cultura, Socorro. Los tres testimonios de Plata son descaradamente autoelogiosos, pero contienen relatos vividos de los motines. Una versión en la Lilly Library, universidad de Indiana, carece de fecha. Los otros testimonios, distintos todos pero así mismo repetitivos, tienen fechas de 1º. de diciembre de 1781 y 13 de marzo de 1783, en AHN. Los Comuneros, 6:91-131 y 18:345-405.
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Barlovento.30 La multitud aplaudió con fruición ese desafío a la autoridad real. Manuela Beltrán desapareció de la historia el día que entró en ella, pero en el siglo XX se convirtió en una heroína folclórica del nacionalismo colombiano. Todos los relatos de los motines coinciden en que las mujeres eran numerosas, gritonas y coléricas. Algunos relatos hostiles insinúan incluso que algunos hombres se disfrazaron de mujer para no ser identificados. La única fuerza paramilitar en el Socorro era un puñado de la execrada policía de los monopolios. La furia popular, obviamente, los asustó, ya que parece no haber tomado parte en los sucesos. Pero los motines habrían podido controlarse si los patricios hubieran organizado una milicia informal. En general, las élites locales se encerraron en sus casas y adoptaron una actitud de neutralidad amistosa hacia los amotinados. La responsabilidad de mantener la autoridad real y aplastar los disturbios recaía en los dos principales magistrados del Socorro: el alcalde ordinario, José Ignacio Angulo y Olarte, y el teniente del corregidor de Tunja, Clemente Estévez. Hay amplia documentación de que ambos trataron de calmar a la multitud, pero no bastaban las palabras para disipar la cólera de la población. El alcalde ordinario sólo consiguió a media docena de ciudadanos respetables para que lo acompañaran a la plaza a dialogar con los amotinados. Un poco más eficaz como instrumento de control, aunque no mucho, resultó el clero. Si bien hubo sacerdotes que salieron a la calle con ornamentos y con la hostia en las manos temblorosas, la multitud no prestó mayor atención a sus exhortaciones. No sufrieron daño físico, porque el pueblo guardaba reverencia casi supersticiosa a las vestiduras sacerdotales. Poner la mano en un sacerdote que portara la Eucaristía implicaba un sacrilegio que pocos se atrevían a imaginar, mucho menos a ejecutar. La táctica de la muchedumbre consistía en llevar a los clérigos a que se retiraran al templo, para que en la plaza pudiera proseguir el motín. Joaquín de Arrojo, el cura coadjutor, se puso al frente de la organización de apoyo clerical a la causa realista. Por esto, posteriormente fue nombrado párroco titular del Socorro.31 30 Para su partida de bautismo ver Ramiro Gómez Rodríguez, “Datos tomados del archivo parroquial del Socorro”, Archivo (Academia Colombiana de Historia) 3 (1971): 103. 31 CA, 2:65.
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La audiencia de Bogotá, dominada incondicionalmente por el visitador general, respondió a las noticias del motín con instrucciones tan contradictorias como inaplicables. Mientras se exhortaba al alcalde a no hacer nada que pudiera provocar un nuevo estallido, se le ordenaba también dar un paso que, en la práctica, hubiera asegurado la continuación de los tumultos. Angulo y Olarte debía arrestar sigilosamente a los principales agitadores y enviarlos de inmediato, con guardia armada, a la capital. Bogotá exhortaba también al acorralado alcalde a efectuar una campaña de relaciones públicas encaminada a convencer a la población de que la armada de Barlovento no era un impuesto nuevo sino uno antiguo que había sido confundido con la alcabala. Al pueblo debía decírsele, con amabilidad pero con firmeza –eran las instrucciones de Bogotá–, que era preciso que todos los impuestos fueran recolectados y que la persona sorprendida destruyendo edictos del gobierno sería castigada con “la severidad ejemplar que esos crímenes merecen”.32 En la lejana Bogotá, Gutiérrez de Piñeres, fiel a su convicción de que las élites nunca se unirían al pueblo, trató de reducir la importancia de los disturbios en el Socorro. Estos se le describieron a la opinión pública de la capital como “cuatro intrusos misérrimos y viles de las cercanías del Socorro que se pusieron el viernes a vociferar y a hacer demostraciones ridículas en estado de embriaguez”.33 El 2 de abril Bogotá hizo una concesión con la esperanza de atenuar el descontento popular. El visitador general ordenó que se interrumpiera el cobro del impuesto de armada de Barlovento al hilo de algodón.34 Como se recordará, el Socorro constituía entonces un animado centro textil, donde los productos de algodón se confeccionaban en las casas pobres. De hecho, el hilo de algodón era una especie de moneda informal entre la plebe. Si algún beneficio esperaban de esa medida las autoridades de Bogotá, éste quedó anulado el 6 de abril cuando la audiencia publicó el edicto en que se exigía un préstamo forzoso de dos pesos para las clases altas y un peso para
Ver la consulta del fiscal, 22 de marzo de 1781, y audiencia de Angulo y Olarte, 23 de marzo de 1781, AGI/ASF 663-A. 33 Relato anónimo, 15 de mayo de 1781, publicado en Archivo del General Miranda (Caracas, 1938), 15:31. 34 Ordenanza de la audiencia, 31 de abril de 1781, AGI/ASF 663-A. 32
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las demás. En medio de la agitación popular circuló el rumor de que éste iba a ser un impuesto permanente, en lugar de una contribución excepcional y por una sola vez.35 El visitador general posteriormente acusó al cabildo de no haber divulgado su concesión respecto a la hilaza de algodón. Mencionó su “culpable inacción” como prueba de que el cabildo y la multitud se habían aliado en secreto para fomentar los motines.36 Si bien las élites terminaron por unirse al pueblo el 17 de abril, esa alianza precaria no se forjó en las primeras semanas. El 3 de abril el cabildo todavía intentaba desesperadamente contener la marejada popular. Sabía que la medida del 2 de abril resultaría demasiado tardía, salvo que la respaldara la llegada de refuerzos militares desde Tunja. Pero el corregidor de la provincia se negaba a comparecer en el Socorro amotinado antes de haber recibido, a su vez, refuerzos militares desde Bogotá. Después del motín del 30 de marzo, un alcalde cada vez más desmoralizado rogó a Bogotá el envío de doscientos hombres para restaurar el orden.37 Empero, el cabildo estaba dividido en sus recomendaciones. Al día siguiente del pedido de Angulo, dos regidores escribieron a Bogotá en solicitud de municiones únicamente, no de tropas.38 En la primera semana de abril la política de la audiencia varió abruptamente de la conciliación a la fuerza y la coacción. El 3 de abril Gutiérrez de Piñeres le ordenaba al corregidor de la provincia de Tunja, José María Campuzano y Lanz, que marchara al Socorro y se pusiera al frente de quienes permanecían fieles al gobierno.39 El regente visitador censuró bruscamente al corregidor, quien era el magistrado de más alto rango en la provincia, por no haberse dirigido inmediatamente al Socorro en cuanto tuvo noticia del primer motín.40 El corregidor se hallaba entonces en Chiquinquirá, a ocho días de camino del
Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de marzo de 1781, AGI/ASF 660; declaraciones de Salvador Plata (ver nota 29 atrás). 36 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de julio de 1781, AGI/ASF 662. 37 Angulo y Olarte a Gutiérrez de Piñeres, 2 de abril de 1781, AGI/ASF 663-A. 38 Céspedes y Uribe a Gutiérrez de Piñeres, 3 de abril de 1881, ibíd. 39 Campuzano y Lanz a Gutiérrez de Pineres, 8 de abril de 1781, ibíd. 40 Gutiérrez de Piñeres a Campuzano, 11 de abril de 1781, ibíd. 35
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Socorro. Se negó firmemente a tomar determinación distinta de la de enviar órdenes a las diferentes jurisdicciones rebeldes, en las que les pedía obedecer los mandatos de la audiencia. El corregidor justificó en parte su inacción debido a que sufría un fuerte ataque de gota.41 Permaneció en el sur de la provincia, en la ciudad de Tunja, su residencia habitual, y en donde ejercía influencia sobre las élites locales. A pesar de su gota. Campuzano organizó vigorosamente una milicia local que a fines de mayo contaba con 6.000 soldados, 4.000 de ellos de caballería. Los acontecimientos en Bogotá y en el Socorro se precipitaban rápidamente a una colisión. El 9 de abril el visitador general resolvió prescindir de la conciliación a favor de una demostración de fuerza. La audiencia instruyó al oidor José de Osorio para que condujera una pequeña expedición militar al Socorro, “a fin de mantener el respeto por la autoridad real, calmar los espíritus, castigar a los culpables y restaurar los ingresos reales y el orden público”.42 El 16 de abril, domingo de pascua, estalló en el Socorro el tercero y el más tumultuoso de los motines; al día siguiente huyó el alcalde ordinario. Con su huida se desmoronó hasta la apariencia de imponer los mandatos de Bogotá. El 18 de abril, las élites del Socorro, encabezadas por Juan Francisco Berbeo, se unieron al movimiento, cuando en la plaza principal la multitud los proclamó capitanes de la “empresa”. Tanto el éxito como el fracaso del movimiento de los comuneros residen en esa alianza de élites y masas populares. A lo largo de este libro, una de las inquietudes centrales será la historia de esta precaria coalición. La victoria de los comuneros al obligar a la audiencia a aceptar las capitulaciones de Zipaquirá el 7 de junio puede asignársele, en parte, a la existencia de tal alianza. El éxito del arzobispo Caballero y Góngora en restaurar la autoridad real se debió, de manera considerable, a su destreza política para desmantelar la coalición. Es preciso fijarse atentamente en los patricios y los plebeyos del Socorro, lugar en que inicialmente se forjó dicha alianza. 41 Ordenanza del corregidor, Chiquinquirá, 12 de abril de 1781, ibíd.; Gutiérrez de Piñeres a Campuzano, 15 de abril de 1781, ibíd.; Campuzano a Gutiérrez de Piñeres, 16 de abril de 1781, ibíd. 42 Fiscales a Gutiérrez de Piñeres, 8 de abril de 1781, AGI/ASF 663-A; ordenanza de la audiencia, 9 de abril de 1781, ibíd.; nombramiento y aceptación de Osorio, 9 y 10 de abril de 1781, ibíd.
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4. Patricios y plebeyos en el Socorro
El Socorro era una comunidad nueva que en el siglo XVIII había crecido continuamente, convirtiéndose de exiguo caserío a uno de los centros agrícolas y manufactureros más prósperos del Nuevo Reino. Un examen de la estructura social del Socorro y de los patrones de liderazgo entre los plebeyos arroja luz sobre la alianza patricios y plebeyos, en torno a la cual se desenvolvió el movimiento de los comuneros. Los dirigentes del pueblo en 1781 eran, por supuesto, criollos, en muchos casos hijos y nietos de inmigrantes de España. Buena parte del material relativo a los nobles proviene de los archivos notariales del Socorro. Lo que sobrevive del archivo abunda en referencia a testamentos, dotes, ventas de tierras y ventas y manumisión de esclavos pero, al igual que los registros de transacciones comerciales, los anales del cabildo desaparecieron. En 1781, en tanto el socorrano más rico era Salvador Plata, el más célebre de los hijos de la localidad era Juan Francisco Berbeo, quien súbitamente emergió en 1781 como el caudillo titular y real de la coalición. Berbeo había nacido en el Socorro un poco antes del 17 de junio de 1729, fecha de su bautismo.1 Allí murió el 29 de junio de 1795. Tenía, pues, la madurez de los cincuenta y dos años en el momento culminante de su larga vida. El fundador de la sólida aunque modesta prosperidad de la familia fue su abuelo, don Domingo Antonio Berbeo, nacido en Oviedo, España.2 Era suficientemente rico como para haber dotado en su hacienda de Las Monas una capellanía por valor de dos mil pesos. Los beneficiarios inmediatos eran dos hijos suyos, uno sacerdote y el otro síndico del beneficio.3 Juan Francisco
Gómez Rodríguez, ”Datos”, pág. 104. Para la historia de la familia ver Gómez Rodríguez, “La cuna”, 1, parte 5. 3 Para las capellanías ver Juan Pablo Restrepo, La Iglesia y el Estado en Colombia (Londres, 1885), págs. 323-333; Michael P. Costeloe, Church Wealth in Mexico: A Study of the Juzgado de Capellanias in the Archbisopric of Mexico. 1800-1856 (Cambridge University Press, 1967) págs. 46-62; Germán Colmenares, “Censos y capellanías: formas de crédito en una economía agrícola”, Cuadernos Colombianos 2 (1974): 123-144. 1 2
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Berbeo llegó a ser en últimas síndico de la capellanía creada por su padre.4 Si Domingo Antonio Berbeo poseía dinero suficiente para fundar una capellanía a favor de uno de sus hijos, es de suponer que los otros recibieron herencias similares. Pero se ignora la cuantía de éstas. El padre de Juan Francisco, don Justino Berbeo, compró el prestigioso y muy lucrativo cargo de escribano de la parroquia del Socorro. En 1785 Juan Francisco vendió en 800 pesos una finca heredada de su padre, pero es imposible determinar el resto de su herencia.5 Aunque nacido en Oviedo, don Justino pasó la mayor parte de su vida adulta en el Socorro, donde se casó con la distinguida dama Juana María Moreno. Juan Francisco Berbeo y sus hermanos pertenecían a la élite del Socorro, pero ninguno de ellos era rico. Uno de los hermanos, Juan Manuel, compró el cargo de regidor del cabildo, pero aunque su esposa provenía de la rica familia Maldonado de la Zerda, cuando murió, sin haber tenido descendencia, prácticamente no dejó capital alguno.6 No se sabe la cuantía de la sucesión de otro hermano, Albino Berbeo, pero era tan prominente que ocupó el cargo de alcalde de la Santa Hermandad, una especie de fuerza de policía rural.7 Otro de los hermanos era sacerdote. Juan Francisco Berbeo contrajo matrimonio no una vez, como suele presumirse, sino dos. Su primera esposa, doña María Blasina Montenegro, le dio dos hijos y tres hijas. Berbeo era su segundo marido; tenía dos hijos de su anterior esposo, cuyo apellido era Escobar. Los hijos del primer matrimonio de doña María Blasina recibieron sólo veintisiete pesos de herencia, lo que indica que el capital de la dama era insignificante, si bien en su dote se incluía una esclava.8 Los gastos de criar una familia de nueve hijos deben de haber pesado gravemente sobre los magros recursos del futuro jefe de la Revolución de los Comuneros. 4 Testamento de Juan Francisco Berbeo, 29 de junio de 1795, colección personal del doctor Jorge Cárdenas Acosta. 5 ANS, 13 de marzo de 1785, fs. 35-36. 6 Testamento de Juan Francisco Berbeo, 5 de marzo de 1788, ANS. Su esposa Josefa, beneficiaria única, era hermana de Juan Maldonado de la Zerda, el socorrano más rico de su generación, quien murió alrededor de 1778. Para su vida ver Gómez Rodríguez, “La cuna”, 1, cap. 6. 7 Ibíd., parte 5. 8 Testamento de Juan Francisco Berbeo, 29 de junio de 1795.
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En 1771 Juan Francisco Berbeo contrajo segundas nupcias, esta vez con doña Bárbara Rodríguez Terán, sobrina de un sacerdote. De este matrimonio sólo quedó una hija, María Josefa, entre cuyos ilustres descendientes se cuentan Alberto Lleras Camargo, presidente de Colombia (1944-46 y 1958-62), y el fallecido doctor Pablo E. Cárdenas Acosta, notable historiador de la Revolución de los Comuneros.9 Con su segundo matrimonio Berbeo adquirió un sólido capital que le permitió convertirse en miembro activo y prominente de la comunidad. Doña Bárbara aportó una dote de 3.608 pesos.10 Cuando Berbeo se casó con ella, el valor total de bienes de éste era de sólo 1.102 pesos, representado principalmente en propiedades personales, artículos de lujo, como algunas esmeraldas, algo de oro, algo de plata y perlas, camisas de seda y otros adornos personales.11 En el inventario, meticulosamente detallado, no aparecen tierras. Lo más importante de su capital consistía en 425 pesos representados en dos esclavas, una de las cuales había entrado en la dote de su primera esposa. En 1781 la fortuna de Juan Francisco Berbeo era ciertamente modesta. Consistía en una casa en la plaza principal, unos esclavos, dos fincas –una hipotecada– y algunos objetos de lujo como joyas, ropas y muebles.12 La participación de Berbeo en los acontecimientos de 1781 restringió con certeza su solvencia económica, pero su capital era tan exiguo que es muy poco lo que pudo haber gastado de sus propios fondos. La fortuna del caudillo comunero no mejoró entre 1781 y su muerte, en 1795. La hija de su segundo matrimonio, María Josefa, recibió una dote mucho más modesta que la de su madre, 649 pesos, la mayoría en joyas, cuando se casó con José Rito de Acosta el 1º de mayo de 1793.13
CA, 2:295-311. Gómez Rodríguez, “La cuna”, 1, parte 5. 11 Contrato de matrimonio entre Juan Francisco Berbeo y Bárbara Rodríguez Terán, 6 de enero de 1771. Colección de Horacio Rodríguez Plata, Casa de la Cultura, Socorro. 12 Para las compras por Berbeo de propiedades rurales y urbanas ver ANS, 26 de junio de 1776, f. 8 de junio de 1783, fs. 2-3. Ver también 17 de febrero de 1782, ibíd. y 10 de mayo de 1882, f. 101; 1º. de julio de 1774, ibíd., fs. 158-60; 26 de enero de 1772, 4 de febrero de 1773, ibíd., fs. 8, 12. 13 1º de mayo de 1793, ibíd., f. 56. En 1796 Rito de Acosta era alcalde ordinario del Socorro (26 de febrero de 1796, ibíd., f. 14). 9
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En su testamento, fechado un mes antes de morir, Berbeo afirmaba que nada quedaba de la sustancial dote de su segunda esposa. Sus deudas ascendían a 3.250 pesos y sus activos rebasaban en algo los 4.018 pesos; un exiguo valor neto de 858 pesos. Sus principales activos eran la casa en el pueblo, comprada en 1782 por 2.308 pesos, y cinco esclavos, que valían alrededor de mil pesos. Aunque es difícil calcular su valor monetario exacto, las posesiones de Berbeo, incluida la biblioteca, que contenía entre quince y veinte volúmenes, probablemente no pasaban de 600 pesos. En contra de la opinión habitual, Berbeo nunca fue rico. A pesar de su habilidad política –que era considerable– Juan Francisco no fue un negociante exitoso. Su antiguo rival, Salvador Plata, el Creso del Socorro, decía que Berbeo había dilapidado la dote de su esposa debido a la pasión por el juego.14 La acusación puede ser cierta, ya que en el Socorro de esa época prácticamente todo el mundo, tanto ricos como pobres, jugaba a las cartas. Al fin de cuentas, las tres actividades sociales importantes eran ir a misa, enamorar y jugar. La ineptitud de Berbeo con los naipes no viene al caso. Está claro que, sencillamente, vivía por encima de sus medios. Su forma de vida era ostentosa, aunque no heredó capital suficiente ni supo cómo conseguirlo. Si la riqueza de Berbeo no lo calificaba para ser jefe, por otros aspectos sí lo merecía. Había adquirido experiencia militar en varias campañas contra los carares y los yaraguíes, tribus aborígenes hostiles. La experiencia militar se cotizaba alto en 1781. Los criterios y antecedentes de Berbeo no eran provincianos. Había viajado dilatadamente por el Nuevo Reino, no sólo por las provincias de Tunja y Santa Fe sino hasta los llanos, al oriente. En una ocasión viajó a Maracaibo, y visitó incluso la isla holandesa de Curazao y las ciudades de Portobelo y Cartagena. Posiblemente Berbeo no vivía en el Socorro en 1760, pues su nombre no aparece en ninguna de las peticiones para obtener la categoría de villa, y en cambio sí aparecen las firmas de sus hermanos. Otro activo para Berbeo consistía en sus frecuentes visitas a Bogotá, donde había conseguido amistades y contactos con burócratas criollos influ-
14 Testimonio de Salvador Plata, 13 de marzo de 1783, AHN, Los Comuneros, 18: 345405, #34.
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yentes. Uno de sus amigos en esa ciudad era don Francisco de Vergara, regente del Tribunal de Cuentas.15 Vergara habría de desempeñar papel importante en las negociaciones que culminaron con las capitulaciones de Zipaquirá. La experiencia militar de Berbeo, sus viajes y sus conexiones en Bogotá contribuyeron a que adquiriera la reputación de “hombre muy valiente y decidido”, que inspiraba confianza por igual a patricios y plebeyos. La única descripción que tenemos hecha por un contemporáneo suyo sugiere que aunque le faltara verdadero carisma tenía varias cualidades que lo convertían en un jefe natural: “Hombre buen mozo, no alto, delgado, de cara fina, bien rasurado, nariz alargada, ojos vivos, pelo castaño, de unos 50 años, que al acercarse a sus capitanes inclinaba levemente la cabeza y los saludaba con voz amable. Diestro jinete, montaba un corcel fiero y soberbio, regalo de los capitanes de Sogamoso”.16 Salvador Plata y González poseía todavía más atributos obvios que Berbeo para encabezar la coalición, aunque al parecer carecía de experiencia militar.17 Era el capitalista más opulento del Socorro. En contraste con Berbeo, había tenido varios cargos burocráticos: procurador general de San Gil y el Socorro, en 1776 había sido también alcalde ordinario de esta última población, y en 1779 juez conservador de las rentas reales. Plata desempeñó un papel activo en la disputa de límites entre el Socorro y San Gil.18 Además, estaba vinculado a los mismos círculos de criollos influyentes en Bogotá con los que tenía relaciones Berbeo. Pero Plata optó por oponerse al movimiento.
Ibíd., #18. Ver también la declaración de don Fernando Pavón y Gallo, 23 de septiembre de 1782, en despacho de Caballero y Góngora a Gálvez. 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594 (en adelante citado como declaración de Pavón y Gallo). Pavón y Gallo era un destacado patricio tunjano que suministró el recuento más exacto de las actividades de Berbeo antes de 1781. 16 Ambas citas de este párrafo en ibíd. 17 A fines del decenio de 1780 se convirtió en combatiente exitoso contra los indios. AHN, Virreyes, 12:362-369 y 13:487-493. 18 Para la carrera de Plata ver Horacio Rodríguez Plata, “¿Quién fue Salvador Plata?” BHA 44 (1957): 366-79. El doctor Rodríguez Plata tiene en manuscrito una historia del clan Plata. Para una genealogía de la familia ver Horacio Rodríguez Plata, Antonia Santos Plata (Bogotá, 1969), págs. 11-34. Para el papel de Plata en la disputa ante el Socorro y San Gil ver AHN, Poblaciones de Santander, fs. 324 ss., y Gómez Rodríguez, “La cuna” 1, parte 5. 15
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Salvador Plata (1740?-1802) tenía unos cuarenta años en 1781, varios menos que Juan Francisco Berbeo.19 El fundador del clan Plata, que le dio a la región muchos descendientes ilustres, había sido Francisco Félix de la Plata Domínguez. Emigró de la ciudad gallega de Lugo a la Nueva Granada en 1683 y finalmente se estableció en la región de San Gil-Socorro donde en 1688 contrajo matrimonio con una criolla, doña Josefa Moreno y Meneses. La prolífica unión tuvo once hijos. El mayor, nacido en 1691, era Hipólito José Plata, padre de Salvador; murió en San Gil en 1763. Salvador Plata nació en Pinchote, a mitad de camino entre el Socorro y San Gil, donde la familia poseía una gran hacienda. Su esposa era la distinguida doña Magdalena Álvarez y Lamo, sobrina de Claudio Álvarez y Quiñones, arzobispo de Santa Fe de Bogotá (1731-36). No parece que doña Magdalena hubiera sido parienta del fiscal Manuel Bernardo Álvarez. La extraordinaria carrera de negocios de Salvador Plata tuvo la ayuda de herencias recibidas del padre, la madre y el hermano. No se conoce la cuantía pero puede presumirse que su esposa, sobrina de un arzobispo, aportó una dote sólida, si no espléndida. Al morir, en 1802, Salvador Plata había aumentado sus herencias iniciales, 8.026 pesos, a un capital bruto de 120.214 pesos. Esta suma no incluye el capital repartido en vida a sus hijos, en forma de dotes para las mujeres y de donativos de capital para los hombres. Salvador Plata se consagraba a todas las formas de actividad económica factibles entonces en el Socorro. Como comerciante compraba y vendía esclavos, textiles producidos tanto en España como en el Socorro, cacao y algodón. Sus diversas casas, muebles y esclavos, de los que poseía dieciocho, estaban avaluados en 29.606 pesos. Sus haciendas valían unos 40.000. La más valiosa era la de Chanchón, avaluada en 21.355.20 La hacienda familiar en Pinchote valía 5.000 pero poseía también propiedades más pequeñas en Chochos y en Bozque. Su riqueza en efectivo era más impresionante todavía que sus bienes
No tenemos la partida de bautismo de Plata. En 1782 declaró que su edad era 40 años. (Declaración de Plata en la investigación contra García Olano. 26 de octubre de 1782, AGI/ASF 736-A). 20 Compró la finca a la sucesión de Juan Maldonado de la Zerda, con cuya ciudad estaba emparentado. Gómez Rodríguez, “La cuna” 1, parte 5. 19
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territoriales: dejó 25.648 pesos en oro y 11.414 en plata. Con certeza don Salvador Plata y González, del Socorro, era uno de los laicos más ricos en todo el Nuevo Reino.21 Algunos historiadores han acusado a Salvador Plata de traidor a la causa de los comuneros. El cargo está desorientado: Plata se opuso al movimiento desde el principio hasta el fin.22 Cuando sirvió de alcalde ordinario y de juez conservador de las rentas reales, aplicó firmemente las nuevas regulaciones del monopolio del tabaco. Fue uno de los poquísimos criollos que se unieron al alcalde Angulo y Olarte en su intento por restaurar el orden durante los motines del 16 y 30 de marzo y del 16 de abril.23 Dadas su riqueza y prominencia, el pueblo pidió que Plata fuera uno de los cuatro capitanes generales que tomaron posesión de su cargo el 18 de abril. Pero Plata se sentía tan incómodo en su papel de jefe titular del movimiento de protesta, que se negaba a acudir a las reuniones, incluso con la disculpa de que estaba loco. Fue prontamente reemplazado como capitán general por José Antonio Estévez. Como no tenían confianza en él, los capitanes de los comuneros no le permitieron a Plata ir a Zipaquirá. Pero Plata trabajó en el Socorro con los partidarios de Berbeo para crear una fuerza militar local que preservara el orden y las leyes. Salvador Plata se esforzó por estar en buenos términos con Berbeo cuando este marchaba hacia Zipaquirá. El 19 y el 22 de mayo, el 4 y el 15 de junio y el 3 de julio Plata le escribió a Berbeo cartas en tono cordial y amistoso; siempre se dirigía a él como “mi estimado primo”, pues la esposa de Berbeo y Salvador Plata eran efectivamente primos. En una de las cartas decía Plata: “Espero sinceramente que la Virgen del Socorro lo guíe para que se restablezca la paz y se consiga un acuerdo”. En otra, manifestaba su preocupación, por
Para el texto del testamento y el litigio en el Socorro ver ANS, 7 de diciembre de 1802, fs. 185-187. Para la apelación a la audiencia ver AHN, Testamentarias de Santander, #19, fs. 640-871. 22 Ver Rodríguez Plata, nota 19. 23 Ver declaraciones de Plata citadas en cap. 3, nota 29 atrás. 21
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mantener el orden entre los plebeyos del Socorro. En una ocasión Plata le prestó 200 pesos a Berbeo y le ayudó a conseguir alojamiento en Bogotá.24 Para contrarrestar el voluminoso testimonio de Plta, en su mayor parte desfavorable a los jefes comuneros, Juan Francisco Berbeo le entregó a las autoridades su correspondencia con Plata. Ni Plata ni Berbeo eran más falaces que el resto de la gente en esa época. Plata se oponía a la Revolución de los Comuneros, pero estaba resuelto a no cortar los lazos con los amigos y parientes que encabezaban el movimiento. Y lo mismo se aplica a los capitanes de los comuneros, quienes no querían romper con la autoridad y con los partidarios de esta. Tanto los jefes comuneros como las autoridades en la capital se aferraban al principio de un arreglo negociado, y había que mantener abiertos los contactos. A pesar de la tensión y de la rivalidad entre Plata y Berbeo, sus vínculos mutuos sobrevivieron a la crisis de 1781. El 1º de mayo de 1793 la hija de Berbeo y Bárbara Terán casó con José Rito de Acosta, Salvador Plata fue padrino del novio.25 Si Juan Francisco Bebeo y Salvador Plata eran los ciudadanos más prominentes del Socorro en 1781, los jefes titulares de la comunidad eran los regidores del cabildo. Entre el 16 de marzo y el 16 de abril trataron de contener la ola de descontento popular. Mientras imploraban a los plebeyos que prescindieran de motines a cambio de la promesa de pedirle a Bogotá la modificación, si no la suspensión, de los nuevos impuestos, imploraban desesperadamente ayuda militar a la capital. Pero de ella no llegaron ni refuerzos ni consejos aplicables. Después de elegidos los capitanes patricios el 18 de abril, el cabildo, sin la presencia del alcalde Angulo, continuó trabajando estrechamente con los dirigentes comuneros. Dos regidores, Manuel Berbeo y Clemente José Estévez, eran hermanos de caudillos comuneros.26 La correspondencia Plata-Berbeo está anexa a la declaración de Juan Francisco Berbeo (4 de septiembre de 1782) en el códice Los Comuneros, Lilly Library. En Los Comuneros Briceño publicó el testimonio de Berbeo pero no la correspondencia, págs. 205-07. 25 Gómez Rodríguez, “Datos”, pág. 104. 26 Manuel Berbeo fue bautizado el 1º de febrero de 1741 (Archivo parroquial, Socorro, Bautismos, Libro 3, f. 241). El bautismo de Clemente José Estévez se celebró el 20 de marzo de 1746 (Gómez Rodríguez, “La cuna” 1, cap. 6). 24
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Fue Clemente José Estévez, en su calidad de teniente corregidor de Tunja, quien tomó juramento público a los capitanes generales el 19 de abril, y quien registró su juramento secreto de lealtad al rey. Los dos hermanos Estévez estaban muy ligados a Manuel García Olano, el correo de noticias. Otro Estévez era Filiberto José, párroco en Oiba, quien era el más realista de los tres. Mientras preservaba sus nexos con los jefes comuneros, le escribía diligentemente al oidor Osorio y luego al arzobispo Caballero y Góngora, a quienes suministraba informes exactos sobre la situación en el campo de los comuneros. Era un intermediario bien situado entre los jefes comuneros y el arzobispo, y desempeñó un papel clave en las negociaciones entre bastidores que culminaron con el convenio de Zipaquirá. La diferencia de actitudes entre los tres hermanos Estévez pone de relieve las posibilidades abiertas a la élite del Socorro durante la crisis de 1781: José Antonio, un ardiente comunero; clemente José, con un pie en cada bando; y Filiberto, ardiente realista. Los otros socorranos, además de Juan Francisco Berbeo y José Antonio Estévez que figuraban en la jefatura del movimiento eran Francisco Rosillo, Antonio José Monsalve, Ramón Ramírez, Pedro Alejandro de la Prada y José Vicente Plata de Acevedo. Ninguno desempeñó cargos burocráticos antes de 1781, aunque Plata de Acevedo, como Berbeo y Estévez, tenía un hermano que lo hacía: Juan Bernardo Plata de Acevedo había sido alcalde del Socorro en 1777. Los cargos municipales eran comprados a la corona, y entre 1773 y 1796 el cargo de regidor daba entre 100 y 200 pesos. Los cargos que producían ingresos, como el de escribano, se vendían hasta por 600 patacones.27 Las autoridades locales eran, por tanto, personas de cierta prominencia y de alguna fortuna. Francisco Rosillo (1750-84) había nacido en el Socorro, de padre peninsular, Francisco José Rosillo, con quien a veces se le ha confundido.28 AHN, Empleados Públicos de Santander, 1:200-211; 2:633-42; 4:924-75; 6:651-73; 13:579-735. 28 Gómez Rodríguez dejó en claro que el hijo era el capitán de los comuneros. Rosillo padre casó con Antonia Fernández de Saavedra, hija de un alcalde ordinario de San Gil. Su considerable dote llegaba a 1.405 patacones (un patacón era un peso que valía 9 en lugar de 8 reales). ANS, 27 de febrero, 1742, fs. 26-28. 27
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El padre, que murió antes de 1781, sirvió como corregidor teniente de San Gil de 1760 a 1762. Era un comerciante en índigo, tabaco, textiles y azúcar. Al parecer fue víctima de la depresión económica que afectó al Socorro después de 1776; a su muerte su sucesión consistía casi toda en deudas.29 Por consiguiente, Francisco Rosillo no heredó dinero de su padre, pero sí respetabilidad social. Los archivos notariales del Socorro contienen sólo unas pocas referencias a las actividades económicas de don Francisco. No es extravagante suponer que cuando se casó con doña María Santos del Corral el 27 de abril de 1778 esta le aportó una dote respetable. En 1780 ya podía permitirse comprar una esclava en 160 pesos.30 Pero la escasez de datos sobre sus actividades económicas indica que podía disfrutar de prestancia social pero que no era rico. Rosillo inicialmente se opuso a la protesta. Fue uno de los pocos “hombres buenos”, como les decían, que siguió al alcalde Angulo y Olarte en sus vanos intentos de apaciguar al pueblo en los motines de marzo y abril.31 Los registros notariales suministran apenas algunos datos sobre José Antonio Monsalve, otro prominente jefe del Socorro. Había nacido en 1745. Era lo bastante acomodado, ya en 1779, para nombrar un abogado que defendiera sus intereses ante la audiencia en Bogotá. En 1780 compró un esclavo por 200 pesos, y en 1787 vendió una pequeña finca. En 1782 le debía 400 pesos a una cancillería que había creado. Y en 1790 contrajo una deuda por 884 pesos.32 Estos datos dispersos señalan que, aunque sin ser rico, tenía un modesto buen pasar. Una ironía de su carrera es la de que el mismo jefe comunero aparece en 1798 como administrador de la alcabala del Socorro, el impuesto que era blanco de la ira popular en 1781.33 Se sabe más acerca de los lazos familiares de Monsalve que de sus negocios. Uno de sus hermanos vivía en Bogotá, donde litigaba ante la audiencia. Una hermana estaba casada con Juan Dionisio Plata, primo hermano Horacio Rodríguez Plata, Andrés María Rosillo y Meruelo (Bogotá, 1944), págs. 7-13. ANS. 7 de agosto de 1780, fs. 144-145. 31 Monsalve y Rosillo a la audiencia, 9 de noviembre de 1781, AHN, Los Comuneros 5:5-14, 72-84; declaración de Angulo y Olarte, 9 de diciembre de 1781, ibíd., 6:238-42. 32 Gómez Rodríguez, “La cuna”, 1, cap. 6; ANS, 1794-95, f. 6; 8 de mayo de 1780, 17 de abril de 1783, f. 30; 12 de diciembre de 1782, f. 124; 25 de octubre de 1790, fs. 107-08. 33 AHN, Alcabalas, 3:1-80. 29 30
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de Salvador Plata. La madre de Antonio Monsalve era Margarita de Ardila, tía de Mateo Ardila.34 Este último, funcionario notarial del cabildo del Socorro en 1781, era un eslabón decisivo entre los patricios y los plebeyos de la villa. La hazaña más famosa de Ramón Ramírez (1754-88), otro capitán general, fue haber dirigido la conquista de Girón, suceso del que se hablará en el capítulo 12. Natural del Socorro, desde 1779 Ramírez era concesionario del estanco para la venta de aguardiente en Girón. Al otorgar esos contratos solía dárseles preferencia a personas ricas. Evidentemente era persona de modesta fortuna, pero su testamento, fechado el 14 de agosto de 1786, no incluye un inventario detallado de sus bienes. Su hijo del mismo nombre, quien sirvió como alcalde ordinario en 1791, recibió carta blanca para organizar el funeral de su padre y disponer de sus propiedades.35 Uno de los jefes comuneros más ricos, el más rico quizás si exceptuamos a Salvador Plata, era Pedro Alejandro de la Prada. En su testamento de 1788 el inventario de sus bienes incluye dos fincas azucareras, una ganadería, una casa grande en la plaza principal del pueblo, y artículos de lujo como seis tenedores, dos vasos y una jarra, todos de plata. Pero también dejó algunas deudas y obligaciones. No hubo hijos en su segundo matrimonio con Juana Luisa Gómez. Antes de su muerte había creado una cancillería con sus parientes políticos, para la cual su aporte fue de 1.600 pesos. Su prominencia política se indica en el hecho de que fue alcalde en 1785, cargo que había de desempeñar su hijo cinco años más tarde.36 En 1781 había entre los patricios dos círculos de liderazgo que se intersecaban: el cabildo y los capitanes de los comuneros. Ningún miembro del cabildo ocupaba una posición formal dentro del alto mando de los comuneros, pero hay vínculos evidentes entre los dos círculos. Dos jefes comuneros tenían hermanos en el cabildo, y el hermano de otro había sido alcalde de la villa. Tras la fuga del alcalde Angulo el 17 de abril, los dos círculos obraron en armonía: a veces enviaban a las autoridades cartas muy semejantes. El tono 34 Declaración de Angulo y Olarte, 9 de diciembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 6:238-42; declaración de Plata, Lilly Library, cap. 201; Gómez Rodríguez, “La cuna”, 2, cap. 6. 35 ANS, 28 de junio de 1779, f. 139; 14 de agosto de 1786, f. 142. 36 ANS, 1787-89, f. 85; 13 de mayo de 1784, fs. 64-65, 1790-93.
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de la correspondencia del cabildo tendía a ser un poquitín más conciliador que el de los jefes comuneros. Pero las cartas mostraban una tendencia común: afirmación de la lealtad a la corona junto con el ruego de que los ministros del rey se dieran cuenta de la urgencia de prescindir del programa fiscal identificado con Gutiérrez de Piñeres.37 La relación entre los dos círculos se hizo más visible todavía después de la extinción del movimiento de los comuneros. Los capitanes generales soportaron una investigación bastante intensa, para que las autoridades pudieran determinar a quién echarle la culpa. Los regidores fueron a menudo llamados como testigos. Invariablemente atestiguaban que los capitanes eran leales a la corona, que aceptaron sus cargos bajo coacción, a fin de proteger sus vidas y moderar la cólera de la muchedumbre sin control.38 Después de la supresión del movimiento comunero el cabildo le suministró una considerable protección a los capitanes. De los diez jefes patricios entre el alto mando comunero, los archivos notariales del Socorro suministran informes suficientes sobre siete. Sabemos, por ejemplo, qué edad tenían seis de ellos. Berbeo era el mayor, con cincuenta y dos años; Francisco Rosillo el más joven, con treinta y uno; y Ramón Ramírez tenía treinta y cuatro. El escribano Mateo Ardila y Oviedo contaba cuarenta y uno; Plata, unos cuarenta; Monsalve, treinta y seis. Ninguno era un joven sin experiencia; todos eran individuos maduros. La estructura de edad entre los dirigentes plebeyos cuyos datos se conocen sigue el mismo patrón. Manuela Beltrán, la que rompió la real cédula, tenía cincuenta y siete años; Isidro Molina, treinta y dos; Manuel Ortiz, treinta y ocho; José Antonio Galán, treinta y dos.39 El promedio de vida en esa época probablemente no pasaba de los cuarenta. Así, las vidas de los personajes
37 Por ejemplo, ver cabildo del Socorro al virrey, 7 de mayo de 1781, y capitanes generales al virrey, 7 de mayo de 1781, en Briceño, Los Comuneros, págs. 100-104. 38 Como ejemplos ver cabildo del Socorro al rey, 10 de septiembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 6:191-99; investigación sobre Rosillo, 3 de noviembre de 1781, ibíd., 5:4-14; declaración de Rosillo y Monsalve, 9 de noviembre de 1781, ibíd.; declaración de Angulo y Olarte, 9 de diciembre de 1781, ibíd. 6:238-242; Plata y Rosillo a Caballero y Góngora, 10 de febrero de 1782, AGI/ASF 594. 39 Gómez Rodríguez, “Datos”, págs. 103-105-06
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mayores como Berbeo, Plata y Manuela Beltrán y las de sus padres abarcaban todo el siglo XVIII, desde la fundación del Socorro como parroquia en 1689 hasta la víspera del movimiento de independencia en 1808. Los dirigentes más jóvenes eran descendientes de tercera generación de los primeros fundadores. Sus riquezas se mostraban muy diferentes. Salvador Plata era fabulosamente rico. Pedro Alejandro de la Prada tenía una fortuna sólida. Monsalve y Ramírez eran modestamente acomodados. Y los hermanos Berbeo y Rosillo, relativamente pobres. Claro está que la riqueza no se tenía como condición indispensable para disfrutar de prestigio social y para ejercer el poder político. Se requería la posesión de algunos bienes para ser tenido como patricio. Ser dueño de uno o dos esclavos, poseer alguna propiedad rural, aunque fuera pequeña, algunos objetos de lujo como camisas de seda, joyas o cubiertos de plata era suficiente. Evidentemente no se hacía distinción entre la propiedad de la tierra y el comercio, y los miembros de la élite solían dedicarse al comercio sin menoscabo de su prestigio social. Un cálculo razonable es el de que la mayoría de los nobles tenía entre 1.000 y 10.000 pesos. La arrogante afirmación de los sangileños de que en la parroquia del Socorro no había sino ocho personas con más de 10.000 o 12.000 pesos debe descartarse, si se tiene en cuenta la evidencia de los diezmos, como parcial e interesada. Y resulta también sospechoso el aserto de que sólo cincuenta personas en el Socorro podían ponerse capa para ir a misa, o poseían tierras o ganados que les permitieran mantener una apariencia decorosa.40 Lo que resulta difícil de precisar es cuántas eran esas personas. Los plebeyos rara vez hacían testamento; los patricios, casi siempre. Aunque prácticamente no dejó bienes, Juan Manuel Berbeo consideró al parecer que su posición social le exigía testar. Los patricios les daban también dotes a sus hijas, a menudo en forma de algunos esclavos, joyas y artículos domésticos de lujo. Otra identificación de los nobles es que creaban cancillerías. El matrimonio con sus iguales en la escala social constituía otro medio de reforzar el rango de las clases altas. El segundo matrimonio de Juan Francisco Berbeo le aportó la sólida dote necesaria para mantener las apariencias de la
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Ver capítulo 3, nota 10.
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clase patricia en que había nacido. El matrimonio de Salvador Plata con una sobrina del arzobispo de Bogotá le aportó prestigio social y, presumiblemente, una dote considerable. Juan Maldonado de la Zerda nacido en Bogotá, se casó con la distinguida Francisca Javier Domínguez, del Socorro, emparentado con el clan Plata. Ese matrimonio reforzó su posición social y sus recursos económicos en la comunidad donde se había establecido, y cuando murió era el ciudadano más rico de su generación (ver capítulo 3). Así, unos activos netos de 10.000 pesos constituían entonces una fortuna sólida pero modesta. Es difícil calcular cuántos ricos verdaderos había, o sea poseedores de bastante más de 10.000 pesos. Ciertamente Juan Maldonado de la Zerda, quien murió hacia 1776, y Salvador Plata pertenecían a ese grupo. Otro tanto puede decirse de Pedro Alejandro de la Prada. Pero no se hallan otros candidatos visibles para tal honor. Es difícil, si no imposible del todo, contestar la inevitable pregunta acerca del valor real del peso en la época. El peso de plata mexicano estaba dividido en ocho reales; como lo estaba también el peso de oro, más utilizado en la Nueva Granada.41 Resultaría imposible traducir el valor adquisitivo real del peso a la moneda actual, salvo para recalcar que la primera era muchísimas veces más valiosa que la segunda. Lo que puede aclarar en algo las cosas es comparar el valor del capital y del ingreso dentro del contexto de la época. Alejandro de Humboldt observaba que ninguna familia en Lima poseía más de 130.000 pesos de capital, y en Caracas rara vez pasaba de los 200.000. Tan sólo en México había algunas fortunas superiores al millón de pesos.42 Los mexicanos fueron los primeros millonarios de la América española. De ahí que una fortuna modesta en el Socorro de ese entonces puede estimarse razonablemente en 10.000 pesos y una fortuna grande en más de 20.000.
Para unas breves explicaciones sobre la moneda española ver Lynch, Spain Under the Habsburgs 1: 349; para una descripción más pormenorizada Felipe Mateu y Llopes, La moneda española (Barcelona, 1946), págs, 271-74. 42 Doris Ladd, “The Mexican Nobility at Independence, 1780-1826” (tesis doctoral inédita, Stanford University, 1972), pág. 48. 41
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Mirando el asunto desde otra perspectiva, observemos el costo de los bienes de capital. En el Socorro, una finca de mediana extensión costaba entre 800 y 1.200 pesos. Una casa modesta en la prestigiosa plaza principal, unos 800 pesos, y una construcción más cómoda, de esquina, unos 2.300 pesos.43 Un esclavo joven y de buena salud costaba entre 125 y 200 pesos. El mismo enfoque comparativo puede emplearse para determinar qué era un ingreso modesto y qué era un ingreso sustancial. El hombre más rico de la Nueva Granada, el marqués de San Jorge, no recibió más de 18.000 pesos por su legendario “el mayorazgo de la dehesa Bogotá”.44 Ese conjunto de propiedades rurales abarcaba aproximadamente la cuarta parte de la tierra arable en la sabana de Bogotá, entre 60.000 y 70.000 hectáreas. Es sumamente improbable que ningún otro terrateniente percibiera más de 5.000 pesos anuales de sus latifundios.45 También es revelador un vistazo comparativo a los salarios de los burócratas y los eclesiásticos. Tanto el arzobispo de Bogotá como el virrey recibían 40.000 pesos al año. Ese ingreso era astronómico para la época, pero también lo eran sus gastos y sus obligaciones. Viene más al caso que el salario de un juez de la audiencia fuera de 2.491 pesos. El corregidor de Tunja ganaba 2.812 pesos y el gobernador de Girón 1.375 pesos. Dentro de la burocracia fiscal los contadores del tribunal de cuentas ganaban 2.068 pesos, y los funcionarios de rango intermedio entre 1.000 y 1.500 pesos.46 Los 5.000 pesos del párroco del Socorro son hasta cierto punto engañosos. El Socorro constituía entonces uno de los beneficios eclesiásticos más ricos del reino, ya que la renga anual de su párroco superaba a la del obispo de Santa Marta.47 Recuérdese que el estipendio mínimo de un cura oscilaba 43 El marqués de San Jorge compró la casa verdaderamente señorial del fiscal Álvarez en Bogotá en 1744 por 10.000 pesos (Bernardo Sanz de Santamaría, “La casa del marqués de San Jorge”, BHA 59 1972; 545-56). El Socorro no podía alardear de ninguna casa comparable. 44 Camilo Pardo Umaña, Hacienda de la sabana: su historia, sus leyendas y sus tradiciones (Bogotá, 1946), págs. 209-33; Frank R. Safford, “Commerce and Enterprise in Central Colombia, 1821-1870” (tesis doctoral inédita, Columbia University, 1965), pág. 12. 45 Safford, “Commerce and Enterprise”. 46 Para los sueldos ver virrey Francisco Gil y Lemos al rey, 19 de mayo de 1790, AGI/ ASF 562. 47 Oviedo, Cualidades, págs. 174-76.
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entre 150 y 200 pesos (ver capítulo 3). En la región del Socorro, parroquias asentadas y prósperas, como la de San Gil, rentaban 2.000 pesos a su titular; los curas de Simacota, Oiba, Girón y Barichara recibían 1.500 pesos al año.48 De ahí que un ingreso de 1.000 pesos o menos resultara ciertamente exiguo. Un salario entre 1.000 y 2.000 pesos era sólido y modesto, y todo lo que pasara de los 2.000 era ya sustancial. Lo que queda claro es que los nobles representaban sólo una reducida minoría en medio de una numerosa población plebeya, en la cual los artesanos constituían la crema. Los plebeyos ordinarios eran los hombres y mujeres de ruana. Usaban alpargates o andaban descalzos. Los hombres trabajaban para alguien muchos cultivaban pequeñísimas parcelas. A veces las mujeres hilaban algodón en sus casas para complementar el exiguo ingreso familiar. Quizás el elemento más importante para caracterizar la condición de patricio era el origen étnico. El ancestro español puro era certificado indispensable para la admisión a los altos rangos sociales, pero no bastaba. La mayoría de los habitantes del Socorro en 1781 descendían, en segunda o tercera generación, de inmigrantes españoles. Manuela Beltrán no era patricia, aunque su linaje fuera hispano. Ni lo era José Antonio Galán, de padre nacido en la península, pero de madre mestiza o mulata. La ocupación del padre de José Antonio lo excluía. Poseía una pequeña parcela donde cultivaba tabaco, y la madre y las hermanas hilaban algodón en sus casas. Estas dos actividades se tenían por plebeyas, y el oficio determinaba también la situación social. Los carniceros del pueblo, por ejemplo, podían tener más capital y más ingreso que algunos nobles, pero su profesión los condenaba a la condición de plebeyos. Cargos administrativos como alcalde, regidor, notario eran prerrogativa de los patricios. La residencia constituía otro indicador. Los nobles vivían en la plaza, o muy cerca de ella, donde estaban la iglesia parroquial y las oficinas del gobierno. Y ciertamente el estilo de vida de los nobles era indicativo de su clase. Ir a misa con capa, en lugar de ruana, tener uno o dos esclavos, algunos objetos de lujo, unas cuantas joyas y libros eran señas no insignificantes de la situación social.
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Oviedo, Cualidades, págs. 177-84.
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No es fácil precisar la importancia de la educación. En el Socorro, naturalmente, no había ninguna institución de enseñanza superior, ni siquiera un convento o un monasterio. Quizás las únicas personas verdaderamente bien educadas de la comunidad eran los clérigos, todos los cuales habían estudiado en Bogotá. El cura titular, dado su ingreso, el más alto de la parroquia, quedaba dentro de la condición de noble, de acuerdo con criterios económicos. Así mismo, no se ha podido identificar en el Socorro a abogados en ejercicio. Si bien se presume que todos los patricios eran capaces de escribir su nombre, de ello podían alardear también muchos plebeyos. Algunos burócratas, como notarios y alcaldes, contaban forzosamente con alguna formación para desempeñar sus cargos. Pero eran pocos los libros en el Socorro, y sólo un puñado de personas recibía una educación formal que sobrepasara el nivel de enseñanza primaria. Puede suponerse que muchos nobles eran analfabetos funcionales. Evidentemente, la condición de patricio estaba determinada por una amplia y compleja serie de factores, y cualquier jerarquización de estos resulta inevitablemente arbitraria. El origen español era fundamental; la riqueza era deseable pero no indispensable. Un pequeño capital ayudaba mucho siempre que se reunieran otras condiciones. El desempeño de un cargo, la educación, el estilo de vida y el lugar de residencia garantizaban virtualmente el acceso a las altas capas de la sociedad. Lo que no debe olvidarse es que en 1781 el Socorro constituía una comunidad creada por el trabajo duro de tres generaciones. Los estratos sociales eran todavía algo fluidos. Si bien había una élite identificable, sus miembros eran, en la práctica, producto de la movilidad social ascendente. Y algunas familias tenían miembros tanto patricios como plebeyos. En el Socorro no existía la costumbre de establecer mayorazgos. La primogenitura suele ser la marca de una clase verdaderamente patricia. Incluso en la más antigua y más aristocrática Popayán este arbitrio no se empleaba en el siglo XVII.49 Sólo en Bogotá existían algunos mayorazgos, como el del marqués de San Jorge. La sociedad relativamente nueva del Socorro
49 Peter Marzahl, “Creoles and Gobernment: The Cabildo of Popayán”, Hispanic American Historical Review 54 (1974): 647.
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contrasta bruscamente en este aspecto con las sociedades más antiguas de México y Perú, donde muchos mayorazgos institucionalizaron y perpetuaron las grandes fortunas de las familias patricias. Dadas estas condiciones, podría cuestionarse lo apropiado de llamar a las altas clases del Socorro “nobles” o “patricios”. Ciertamente no eran “nobles” en el sentido de poseer títulos hereditarios de nobleza otorgados por la corona. Literalmente, sólo había uno de esos títulos en la Nueva Granada de la época, mientras que en México había en 1775 cuarenta y siete títulos de nobleza.50 Aunque los miembros de las clases altas en el Socorro no tuvieran títulos hereditarios, el hecho es que se consideraban a sí mismos como nobles, aunque sin título, y que como tales los veían sus inferiores sociales. Hasta cierto punto la nobleza constituía una actitud mental que permeaba los valores sociales de todos los grupos. Eran nobles de acuerdo con la definición que una vez formulara el consejo de Indias: “Es innegable que en esos reinos (de América) todo español que llega allí, adquiere algunas riquezas y si no se consagra a un oficio deshonroso es tenido por noble”.51 Alejandro de Humboldt lo manifestaba con mayor crudeza, al observar: “Cualquier blanco, aunque cabalgue descalzo, se imagina pertenecer a la nobleza del país”.52 Una muestra del significado que se le daba al término es que, cuando Carlos III impuso un préstamo forzoso a sus súbditos, la cifra se fijó en dos pesos para los nobles y en uno para los plebeyos.53 Es notable cómo los españoles consiguieron transmitir en tres generaciones, los conceptos aristocráticos básicos de su sociedad en una comunidad como el Socorro. Los hijos o los yernos de los capitanes comuneros Berbeo, Rosillo, Prada y Ramírez desempeñaron cargos administrativos importantes en el Socorro en los Pedro Ibáñez, “Los nobles de la colonia”, BHA 1 (1903): 29-40. Lyle M. McAlister, “Social Structure and Social Change in New Spain”, Hispanic American Historial Review 43 (1963): 357. 52 Ibíd., y Jaime Jaramillo Uribe, “Mestizaje y diferenciación social en el nuevo reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura 2.3 (1965): 21-30. Ver también Juan A. Villamorín, “The Concept of Nobility in the Social Stratification of Colonial Santa Fe de Bogotá”, que se publicará en Actas XLI Congreso Internacional de Americanistas. 53 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de marzo de 1781, AGI/ASF 660. 50 51
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años 1780 y 1790. Dos de los siete capitanes cuyas biografías se han esbozado tuvieron descendientes que, una generación después, fueron jefes en la guerra de la independencia: Antonio José Monsalve y Francisco Rosillo. Naturalmente, este hecho no debe oscurecer la diferencia entre las crisis de 1781 y 1810. Ni tampoco las virtudes –o los vicios– de los hijos deben atribuirse a los padres. 1781 no significó un conato de independencia. Pero el punto incontrovertible es que los Rosillos y los Monsalves, tanto en 1781 como en 1810, pertenecían a las élites locales y que los miembros de ambas familias desempeñaron papeles destacados en las crisis que afrontaron las dos generaciones. Además del Cabildo y de los capitanes comuneros, había un tercer patrón concéntrico de liderazgo, centrado en Mateo Ardila y Oviedo, el escribano. Salvador Plata daba una explicación plausible del poder y el prestigio de que Ardila disponía en el Socorro, cuando sarcásticamente se planteaba y se respondía la pregunta siguiente. ¿Y cuál es el origen del profundo respeto que todo el mundo le profesa? Es por ser el único que tiene un barniz de instrucción en todo el pueblo. Gracias a su capacidad de escribir para los otros puede influir en el resultado de los innumerables pleitos que se presentan. Hay incluso un regidor virtual analfabeto, que depende de él para que le escriba todas sus cartas. Él es quien determina todas las sentencias que emite la justicia.54
Dando por descontada la hostilidad de Plata hacia Mateo Ardila, con quien estaba emparentado por matrimonio, el hecho es que el escribano sobresalía como figura poderosa y prestigiosa en la comunidad, la abrumadora mayoría de cuyos habitantes eran prácticamente analfabetos. De hecho, el alfabetismo de muchos patricios resultaba ser más nominal que real. Ardila controlaba el acceso a toda la maquinaria de gobierno, tanto para los ricos como para los pobres. El padre de Juan Francisco Berbeo, cuya condición de patricio estaba fuera de discusión, sirvió de escribano en el Socorro cuando la localidad
54 Testimonio de Plata, Lilly Library, #193-204. Para la genealogía del clan Ardila ver Gómez Rodríguez “La cuna” 2, cap. 12.
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era apenas una parroquia. En comunidades así, las dos personalidades más poderosas eran el cura y el escribano. No sólo estaba incrustado Mateo Ardila en la élite patricia, en virtud del cargo que desempeñaba, sino que era el vínculo decisivo entre patricios y plebeyos. Muchos de sus parientes cercanos fueron dirigentes activos de los motines. A unas cuatro cuadras de la plaza principal, donde estaban situada la iglesia mayor y las casas de los patricios, había otra parroquia en la plaza de Chiquinquirá. Era la parroquia de la plebe. Fue allí donde comenzaron los motines y desde donde los amotinados se dirigirían luego a la plaza principal. Los amotinados no eran una muchedumbre sin rostro: algunos individuos ejercían mando e influencia. Entre ellos figuraban Antonio Molina y su hijo Isidro, Roque Cristancho, José Ignacio Ardila y Oviedo y su hijo Ignacio Ardila y Olarte, Pablo Ardila, Miguel de Uribe y Pedro Campos. Todos estaban emparentados por consanguinidad y afinidad con el escribano. Juan Manuel Ortiz, otro jefe, era “portero” oficial de la villa del Socorro, a la vez que factótum al servicio del escribano Ignacio Ardila; y Oviedo era hermano suyo. Pablo Ardila era primo hermano. El poder y la influencia de Mateo Ardila se basaban en su cargo y en la influencia que sus parientes tenían sobre los plebeyos, derivada de ser ellos los únicos carniceros del pueblo. El prejuicio clasista de Salvador Plata no puede oscurecer la verdad esencial de su afirmación. Si el vil oficio de carnicero al que se han dedicado durante todas sus vidas los hace despreciables a nuestros ojos, eso mismo es lo que les ha dado una especie de dominio sobre los plebeyos víctimas de la pobreza, quienes debido a las frecuentes escaseces de carne se ven obligados a adular y complacer a los carniceros.55
El alcalde Angulo y Olarte añade algunas observaciones sobre el influjo que esta plebeya dinastía de carniceros ejercía sobre las clases bajas:
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Testimonio de Plata, Lilly Library, #96.
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Ignacio Ardila, sus hermanos, Roque Cristancho y Miguel de Uribe son los peseros del Socorro. Como el pueblo no tiene matadero ni ganaderías cercanas, ellos compran todo el ganado que llega aquí y se lo venden al por menor al pueblo. Cuando no llega ganado al mercado, estos carniceros salen del Socorro para comprarlo. Como periódicamente hay escasez de carne y ellos monopolizan la venta al detal, todos los plebeyos, no sólo en el Socorro sino también en Simacota, donde también controlan el expendio al menudeo, se sienten tan subordinados a los carniceros que los llaman los magnates de la plazuela.56
La carrera de Mateo Ardila indica la existencia de cierta movilidad social en el Socorro. Parte de la familia eran patricios; y algunos, los carniceros “magnates de la plazuela”, eran plebeyos importantes. A fin de avanzar de uno a otro grupo había que salvar ciertos obstáculos, uno de los cuales el racial. Una persona tenía que ser de origen español, o al menos, poder pasar por blanco; este requisito no era valla infranqueable, dado el carácter europeo de la población del Socorro. Pero para pasar de plebeyo a noble, el candidato no podía trabajar en ningún oficio artesanal. Con la modesta expansión de la economía del Socorro en el siglo XVIII, no resultaba imposible que los hijos de plebeyos acumularan el ingreso y el capital necesarios para adquirir también otros símbolos de la nobleza. Las diferencias entre nobles y plebeyos han sido definidas en términos aristocráticos tales como origen étnico, ocupación, matrimonio, estilo de vida, educación, residencia y cargo desempeñado. Entre los plebeyos había también camarillas de poder, pero de un poder derivado casi exclusivamente de la ocupación. Un pequeño grupo de plebeyos podía ejercer considerable autoridad informal sobre sus iguales, si dominaban una actividad que afectara directamente los intereses vitales de los pobres, tal como el comercio de la carne.
56 Ibíd., #206. A la de Chiquinquirá la llamaban la plazuela, para distinguirla de la plaza mayor.
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Relacionados Nombrados por
Diego Ardila
Juan F. Berbeo
Mateo Ardila y Oviedo
Antonio Monsalve
Antonio Molina
* Se excluye a Ramón Ramírez, Francisco Rosillo y Pedro Alejandro de la Prada, por carecer de lazos entre sí. ** Se excluye a Gregorio Roldán, Francisco Oribe y García, Francisco José Delgadillo y Luis Céspedes, por carecer de lazos entre sí.
Clave
Manuel Berbeo
José I. Angulo y Olarte
Clemente J. Estévez
Cabildo**
José A. Estévez
Capitanes Comuneros*
Papel del clan Ardila en El Socorro (1781)
Gráfico 4.1.
Miguel de Uribe
Roque Cristancho
Pedro Campos
Ignacio Ardila y Olarte
Juan Manuel Ortiz
Pablo Ardila
José Ignacio Ardila y Oviedo
Isidro Molina
Plebeyos
Salvador Plata
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El gráfico 4.1, donde aparecen los tres círculos de poder en el Socorro –el cabildo, los capitanes comuneros y los magnates de la plazuela–, ilumina el papel clave del clan Ardila.57 No es sorprendente que los plebeyos tuvieran sus propios jefes ni que comerciantes como los carniceros fueran los magnates de la plazuela. Un patrón semejante era común en los motines que se presentaron en la Inglaterra y la Francia preindustriales.58 Lo desusado es cómo una sola familia del Socorro, perteneciente tanto a las clases altas como a las bajas, fuera del puente que conectó a patricios y plebeyos dentro de una causa común. De los cuatro capitanes generales –Juan Francisco Berbeo, Salvador Plata, Antonio Monsalve y Diego Ardila– tres estaban emparentados con el escribano. Diego Ardila era hermano de Mateo. La madre de Antonio Monsalve era una Ardila, tía del escribano. Los clanes Plata y Ardila estaban emparentados por enlaces matrimoniales. Diego Ardila nunca asumió su cargo, ya que en ese momento se hallaba ausente del Socorro, y fue reemplazado por Francisco Rosillo. Isidro Molina, miembro del clan Ardila y activo amotinado en la plazuela, recibió el cargo de “capitán volante”. Su padre Antonio tenía el cargo de “procurador del común”, una especie de tribuno que representaba los intereses de los plebeyos en el Supremo Consejo de Guerra. Ignacio Ardila y Olarte se convirtió en el secretario privado de Juan Francisco Berbeo. La característica principal de una sociedad plural es que dos o más elementos étnicos conviven lado a lado sin fusionarse dentro de una unidad política y sin conformar una voluntad social colectiva.59 Según esta definición, el Socorro, por tener un número desproporcionado de blancos, no constituía una sociedad plural, aunque lo fueran la mayor parte de las otras comunidades en la Nueva Granada. La distinción entre noble y plebeyo en el Socorro no era tanto
La idea de trazar ese gráfico se le ocurrió inicialmente a Peter de Shazo en un trabajo que presentó al seminario que yo dirigía en el otoño de 1973. 58 Georges Rude, The Crowd in the French Revolution (Nueva York, 1967), cap. 2. 59 Para algunos ejemplos de otras sociedades pluralistas ver J.S. Furnival, Netherlands India: A Study of Plural Economy (Cambridge, 1944); M.G. Smith, The Plural Society in the British West Indies (Berkeley, 1965); H. Hoetink, Two Variants in Caribean Race Relations (Londres, 1967). 57
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étnica como profesional. Sin embargo, como la más vasta comunidad plural de la Nueva Granada, Socorro carecía de un propósito social colectivo. En respuesta a las innovaciones políticas y fiscales de Gutiérrez de Piñeres, el Socorro se unió por vez primera en una gran coalición política que abarcaba todos los grupos de la comunidad. Nobles y plebeyos, criollos y mestizos comenzaron a actuar juntos a medida que forjaban una meta política común. Mateo Ardila y su numeroso clan suministraron el puente que unía la plaza de los nobles con la plazuela de los plebeyos, así como la familia y las conexiones del marqués de San Jorge formaron el vínculo decisivo entre el Socorro unido y un círculo influyente de patricios criollos en la capital. Otras comunidades, como la ciudad de Tunja y los indios, habrían de unirse posteriormente a la coalición. Uno de los significados de la crisis de 1781 es que representa el comienzo del fin para la antigua sociedad plural, cuando por primera vez todos los grupos étnicos, así fuera de manera precaria, se congregaron en torno a un programa político común.
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5. Una utopía para el pueblo
Se requerían tres condiciones para cimentar una alianza precaria entre las élites y los plebeyos del Socorro; un ejemplo revolucionario, una ideología revolucionaria y la garantía de respaldo por parte de círculos criollos prominentes en Bogotá. El levantamiento de Túpac Amaru II en el Perú y un poema incendiario proveniente de Bogotá fueron más que suficientes para satisfacer esas condiciones. No la revolución contemporánea en América del Norte sino la rebelión de Túpac Amaru fue la que suministró poderoso impulso revolucionario a la Nueva Granada. La aparición de la resistencia armada en el Perú se produjo el 4 de noviembre de 1780, apenas unos cinco meses antes del primer motín en el Socorro. Allí, durante los meses en que estaba germinando el descontento popular, se conocía bastante bien una versión algo sensacionalista de lo ocurrido en el Perú. Manuel García Olano, quien servía entonces como administrador del servicio de correos en Bogotá, tenía tres íntimos amigos en el Socorro, desde los días en que había sido allí administrador del monopolio del tabaco. A Salvador Plata, a Francisco de Vargas –cura de la parroquia principal del Socorro– y al corregidor teniente Clemente Estévez les transmitía periódicamente no sólo noticias de Bogotá sino del lejano Perú.1 Estos a su vez diseminaban ampliamente las informaciones. Una de las fuentes de información que sobre Túpac Amaru tenía García Olano era Nicolás Vélez de Guevara y Suescún, nacido y educado en Bogotá, quien entonces actuaba como “fiscal del crimen” en la real audiencia de Lima.2 1 Declaración de Angulo y Olarte, 25 de octubre de 1782, en la investigación sobre García Olano incluida como anexo en el despacho de Caballero y Góngora a Floridablanca, 31 de enero de 1783, AGI/ ASF 736-A (en adelante citada como investigación de García Olano). Declaración de Salvador Plata, 26 de octubre de 1782, ibíd.; declaración de Pavón y Gallo; y ver mi “La trayectoria enigmática de Manuel García Olano durante la revolución comunera”, BHA 61 (1974): 163-70. 2 Declaración de Pavón y Gallo, en Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ ASF 594. Guevara y Suescún, uno de cuyos antepasados, Pedro de Lombana, fue uno de los primeros conquistadores, formaba parte del establecimiento burocrático criollo. Fue nombrado oidor
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Los informes que circulaban entre la élite y el pueblo del Socorro indicaban que “El Inca debe de ser ya señor de las ciudades de Cuzco y Lima”.3 En realidad, Túpac Amaru nunca ocupó ninguna de esas ciudades, pero la creencia en que estaba logrando éxitos espectaculares alentó a los plebeyos para amotinarse e indujo a las élites locales a observar una neutralidad taciturna durante el crítico mes entre el 16 de marzo y el 16 de abril, cuando la agitación revolucionaria iba acumulando ímpetu. Mientras los socorranos se embriagaban con los presuntos éxitos de Túpac Amaru, la situación real era exactamente la opuesta. Después de conseguir algunas victorias durante los meses siguientes a noviembre de 1780, el jefe inca fue capturado el 6 de abril y ejecutado poco después. Las autoridades en Bogotá nunca desdeñaron el impacto del ejemplo revolucionario de Túpac Amaru. Una vez que volvió a implantarse el control monárquico, la audiencia decretó que pregoneros en todas las parroquias de la Nueva Granada dieran la noticia de su ejecución.4 El padre Vargas no estaba en su parroquia el 16 de marzo, cuando su grey se amotinó por primera vez. El 30 de marzo, dos semanas después, fallecía en Tunja.5 ¿Estaba en camino hacia Bogotá? No sabemos cómo se hubiera comportado entre el 16 de marzo y el 16 de abril con sus tumultuosos feligreses. Manuel García Olano no era el único vínculo entre Bogotá y el Socorro, aunque sus actividades epistolares constituían el eslabón principal en la cadena informativa. Debe recordarse que Francisco de Vergara, regente del Tribunal de cuentas, era amigo de Juan Francisco Berbeo. La esposa de Vergara, doña Petronila, pertenecía a las prominentes familias criollas de los Caicedos y los Vélez, muchos de cuyos miembros hacía tiempo estaban
de la audiencia de Quito el 25 de agosto de 1779 y oidor en Lima el 29 de mayo de 1787. Esta información me fue suministrada por Mark Burkholder. Ver también la consulta, 16 de diciembre de 1777, AGI/ASF 547. 3 Sobre la resonancia de Túpac Amaru ver: Declaración de Pavón y Gallo; declaraciones de Angulo y Olarte, y de Plata en la investigación de García Olano; declaración de Salvador Plata, AHN, Los Comuneros, 6:97-131, #16. 47 y 18:345-405, #1,34. 4 Bernet a Flórez, 22 de noviembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 5:104. 5 Declaración de Pavón y Gallo.
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enchufados en los altos rangos de la burocracia. La hermana de doña Petronila estaba casada con el oidor Joaquín de Aróstegui y Escoto, quien sirvió de 1740 a 1775. Don Francisco era suegro de otro magistrado fiscal, don Antonio de Ayala. Vergara tenía nexos personales de amistad en el Socorro, los que se remontaban a su niñez. Allí vivió desde 1735 hasta 1743, cuando su padre, un viudo que abrazó el sacerdocio, era párroco de la iglesia. Berbeo, hijo del notario de la parroquia, y Vergara, hijo del párroco del pueblo, pudieron haber sido compañeros de juegos. Como magistrado fiscal Vergara volvió varias veces al Socorro, donde recuerda con nostalgia las navidades y las semanas santas del pasado.6 Vergara tenía allí un amplio círculo de amigos, incluido el influyente notario Mateo Ardila.7 Cuando llegó el momento de negociar las capitulaciones de Zipaquirá, Berbeo insistió en que participaran representantes de los ciudadanos prominentes de la capital. Entre los escogidos figuraban el marqués de San Jorge, Francisco de Vergara y su cuñado el doctor Francisco Antonio Vélez. Aunque no hay prueba alguna de que Francisco de Vergara hubiera ejecutado ninguna acción en abierto beneficio de los comuneros, el hecho importante es que Juan Francisco Berbeo disfrutaba de la amistad de este influyente magnate, que tenía confianza en su buena voluntad. El vínculo más significativo entre Bogotá y el Socorro no era ni Manuel García Olano ni Francisco de Vergara, por importantes que fueran, sino don Jorge Miguel Lozano de Peralta, primer marqués de San Jorge de Bogotá. Tanto Francisco de Vergara como García Olano pertenecían al círculo familiar del marqués (once años después de la Revolución de los Comuneros, el hijo de Vergara, don Juan de Vergara y Caicedo, se casó con la hija menor de Lozano de Peralta). Uno de los hijos del fallecido fiscal Álvarez estaba casado con otra hija del marqués de San Jorge, lo que convirtió a la esposa de García Olano y a la hija del marqués, doña Josefa Lozano, en cuñadas. Cuando joven, el futuro marqués viajó al Socorro en 1751, y en 1762 fue uno de los testigos
6 7
Declaración de Francisco de Vergara, 7 de abril de 1762, AHN, Cabildos, 10:7-8. Declaración de Plata, AHN, Los Comuneros, 6:97-131, #18.
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que declaró a favor de la petición del Socorro para conseguir la categoría de villa.8 Del círculo del marqués de San Jorge provenía el célebre poema que el pueblo socorrano llamaba “nuestra cédula”. Esta sátira le fue leída por primera vez a la tumultuosa muchedumbre del Socorro en el motín del 16 de abril. No puede encarecerse su importancia. Le dio a los plebeyos una de las cosas que necesitaban: una ideología revolucionaria expresada en un lenguaje popular que podía entender. Además, el origen bogotano de la sátira constituía para los patricios del Socorro prueba sólida de que había en Bogotá círculos influyentes dispuestos a unirse al movimiento de protesta. Por eso, antes de analizar con algún detalle el contenido del panfleto, daremos un vistazo a la personalidad del hombre de cuyo círculo provenía. Don Jorge Miguel Lozano de Peralta, primer marqués de San Jorge de Bogotá (1731-93), era sin lugar a dudas el laico más rico de la Nueva Granada, así como uno de sus ciudadanos más descontentos. El fundador del clan Lozano de Peralta, por el lado paterno, había sido el abuelo del marqués, Jorge Miguel Lozano de Peralta, nacido en España, y quien sirvió como oidor en la audiencia de Bogotá de 1722 a 1729. Pero la fortuna de la familia venía del matrimonio del hijo del oidor, José Antonio, con doña Josefa de Caicedo y Villacís. Su hijo mayor, Jorge, el futuro marqués, heredó de su madre el mayorazgo de la dehesa de Bogotá, uno de los latifundios más grandes de la época. Tras estudiar en el colegio del Rosario de Bogotá, Jorge Miguel desempeñó varios cargos honoríficos, como miembro del cabildo y alférez real de la ciudad de Bogotá. En esta última capacidad, el 6 de agosto de 1760 organizó, y pagó, el festejo público más suntuoso que hubiera conocido la capital, a fin de celebrar el ascenso de Carlos III al trono. Ocupó luego muchos otros cargos de prestigio. El 22 de junio de 1762 el virrey lo designó “sargento mayor de las milicias”. El cabildo lo nombró “mayordomo de propios” y “padre de menores”. El Santo Oficio de la Inquisición en Cartagena lo nombró “receptor”.
8 Declaración de Jorge Miguel Lozano de Peralta, 15 de junio de 1762, AHN, Cabildos, 10:11-18.
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Pero pronto entró Lozano de Peralta en conflicto con el cabildo a causa del monopolio de que gozaba su célebre hacienda “El Novillero” para el abastecimiento de carne a la ciudad. El cabildo y el más rico de sus miembros se disputaron acerca del precio y de la cantidad de carne que era necesaria para satisfacer las necesidades de la capital. Indicio del empeoramiento de las relaciones entre los criollos y sus primos peninsulares fue el choque en el cabildo entre Lozano de Peralta y el regidor sevillano José Groot de Vargas. Éste insultó a la aristocracia criolla, que se enorgullecía de su origen español, al gritrarle a Lozano de Peralta que era un pagano y un enemigo de los chapetones.9 Tan sólo la oportuna intervención de sus colegas impidió que corriera la sangre, y Lozano de Peralta renunció luego a su cargo en el cabildo. Después inició un pleito contra Groot de Vargas que seguía aún en litigio veinte años más tarde, en el momento de su muerte. Jorge Miguel Lozano de Peralta era un aristócrata criollo orgulloso, hipersensitivo y pendenciero que evidentemente disfrutaba con los pleitos que acometió vigorosamente a lo largo de su vida. En 1785 había reñido con todos los jueces de la audiencia, con el resultado de que hubo de pedirle al rey que sus muchos pleitos pendientes fueran transferidos a un juez especial, y no a miembros de ese tribunal. Con ocasión del nacimiento del heredero del príncipe y la princesa de Asturias, Carlos III autorizó al virrey la concesión de títulos de nobleza castellana a dos ciudadanos de rancio linaje cuya fortuna personal garantizara ampliamente el ejercicio decoroso de tal honor. La aceptación de un título de nobleza implicaba claramente el pago de toda una serie de gravámenes, incluidos los onerosos de “lanzas” y de “media anata”.10 Lozano de Peralta se apresuró a aceptar el título. Colocó en la puerta de su mansión señorial sus blasones de nobleza, tallados en
9 Raimundo Rivas, “El marqués de San Jorge”, BHA 6 (1911): 721-50; Pedro M. lbáñez, “Los nobles de la colonia”, ibíd. 1 (1903): 29-40; Eduardo Posada, “El marqués de San Jorge”, ibíd. 6 (1906): 747-50; Francisco de Paula Plazas, “El marqués de San Jorge de Bogotá”, ibíd. 59 (1971): 261-68; Eduardo Zuleta, “El oidor Mon y Velarde”, ibíd. 16 (1927): 273-285; Carlos III a Caballero y Góngora, 26 de junio de 1778, AGI/ASF 697. Ver también Pardo Umaña, Haciendas de la sabana, págs. 209-33, e Indalecio Liévano Aguirre, Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia (3a. ed., Bogotá, 1968), págs. 441-446. 10 Ladd, “The Mexican Nobility”, págs. 106-07.
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piedra, y dio una lujosa fiesta para celebrar su elevación a esa dignidad. Pero se negó empecinadamente a pagar los impuestos, con el argumento de que el título era una recompensa a sus méritos. En lo cual estaba muy mal informado, ya que en la época los títulos de nobleza constituían sencillamente otro medio de recaudar fondos entre los ricos y los ambiciosos. El 5 de mayo de 1777 la audiencia lo privó de su título por negarse a pagar los impuestos correspondientes. Como siguió diciéndose marqués y conservando en el portal el escudo de armas, la audiencia le impuso una multa de 500 pesos. Pero su anhelo de honores no disminuyó. El 7 de octubre de 1778 su abogado en la corte de Madrid solicitó para su cliente el no muy importante cargo de corregidor de Zipaquirá, puesto secundario que ya había ocupado su yerno.11 El pendenciero marqués reflejaba quizás, de manera muy exagerada, las quejas de muchos patricios criollos, cuando le escribió a Carlos III: ¿Qué ganamos en esta parte del mundo con todos los servicios y méritos que le hemos rendido a Vuestra Majestad? ¿Qué ventaja sacamos de la sangre que nuestros antepasados derramaron gloriosamente al servicio de Dios Nuestro Señor y de Vuestra Majestad? [...] ¿Qué beneficios recibimos aquí de los virreyes y su séquito, quienes nos insultan, befan, humillan y oprimen? [...] Por último, Señor, entre más distinciones tiene el infeliz americano, más sufre. Cuando ya se les ha despojado de sus bienes, entonces se les ataca en su honor y su reputación, y se les insulta al despojarles de todo cargo honroso digno de mención”.12
Inmediatamente después de que apareció el pasquín de 1781, las autoridades españolas emprendieron un esfuerzo denodado, pero inútil, para identificar a su autor. Hay un hecho cierto: el poema fue compuesto en Bogotá. El 7 de abril a las dos y media de la madrugada, un sereno que hacía su ronda halló una copia fijada a una pilastra en el puente del río San Francisco, Consulta, 7 de octubre de 1778, AGI/ASF 659. Marqués de San Jorge a Carlos III, 31 de octubre de 1783, British Libraries, Egerton 1807, fs. 604-09. 11 12
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en la calle Real de Bogotá, y en cumplimiento de su deber se la entregó al regente visitador general. Sin embargo, con mensajeros privados se enviaron otras copias desde la capital al capitán general comunero en la parroquia de Simacota, Pedro Fabio de Archila, hermano de un tal fray Ciriaco de Archila, un dominico que pertenecía a la periferia del grupo que rodeaba al marqués de San Jorge. El hecho de que el poema hubiera llegado tan pronto al Socorro plantea la posibilidad de que Manuel García Olano o el marqués de San Jorge se hubieran encargado del despacho a Simacota de tan explosivo documento. Pedro de Archila sacó varias copias del poema, y le envió una a don Juan Bernardo Plata de Acevedo, quien a su vez repartió copias a Mateo Ardila y a Isidro Molina, un jefe plebeyo.13 La sospecha de la autoría recayó primordialmente en el círculo del marqués de San Jorge, ya que era ese el centro más visible del sentimiento a favor del Socorro en Bogotá y, en particular, en el propio marqués y en el lego dominico Ciriaco de Archila. Los dos fueron sancionados posteriormente. El arzobispo virrey Caballero y Góngora desterró en 1786 a Jorge Miguel Lozano de Peralta a Cartagena, donde murió el 11 de agosto de 1793. Ciriaco de Archila fue mandado preso al monasterio de los dominicos en Madrid.14 El análisis intrínseco del poema indica que el autor verdadero no fue el conflictivo aristócrata sino el lego dominico. La retórica es grosera y vulgar; el lenguaje, propio del pueblo de la región del Socorro, difiere sensiblemente del estilo de las muchas cartas que se conocen del marqués de San Jorge, quien, no siendo natural del Socorro, presumiblemente carecía de familiaridad con el habla local. El énfasis en el liderazgo del Socorro, con su desembozada apelación al orgullo local, sugiere también que el autor pudo haber sido un criollo de esa región. El poema contiene varios versos hostiles al fiscal criollo Francisco Moreno y Escandón, cuyos proyectos educativos habían suscitado la Para el espíritu favorable a los socorranos en Bogotá ver el anónimo “Relación verdadera de los hechos ocurridos en la sublevación... de 1781”, en Proceso histórico del 20 de julio (Bogotá, 1960), pág. 22; también el testimonio de Plata, AHN, Los Comuneros, 18:354, #15-17, 34. 14 Para un análisis persuasivo y bien documentado acerca de la autoría ver Alberto E. Ariza. O.P., Fray Ciriaco de Archila, primer prócer de la libertad absoluta en Colombia y fray José Simón de Archila, preceptor y libertador del León de Apure (Bogotá, 1971), págs. 32-33; ver también la investigación de la audiencia, 11 de abril de 1781, AGI/ASF 663-A. 13
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ira de los dominicos. El tono y el espíritu del pasquín dejan entrever un hombre inteligente, aunque iletrado, lo bastante listo para traducir al habla popular las conversaciones y las teorías que, había escuchado en el monasterio.15 Fray Ciriaco era natural de Simacota, parroquia situada unos kilómetros al sudoeste de la villa del Socorro. Nacido en 1724, satisfizo la ambición, durante mucho tiempo frustrada, de hacerse dominico cuando el 19 de diciembre de 1776, tras la muerte de su esposa, él y su hijo de ocho años entraron como novicios al convento de la orden de Santo Domingo en Chiquinquirá. Sin embargo, no pasó de lego. Al ser trasladado a la comunidad de Bogotá, ocupaba allí el humilde cargo de portero. El 16 de abril de 1781, durante el tercer motín, el pasquín fue leído al pueblo del Socorro, el que lo proclamó jocosamente “nuestra cédula”, “el superior despacho”, “la real cédula” y “la santísima gaceta”.16 Las autoridades españolas consideraron tan inflamatorio y tan subversivo el poema, que ordenaron destruir todas las reproducciones. Por ejemplo, en los archivos de Bogotá no había copia del texto completo. En 1880 Manuel Briceño lo publicó incompleto, y apenas en 1960 Pablo Cárdenas Acosta lo dio a conocer en forma integral, merced a una copia que localizó en el Archivo General de Indias en Sevilla.17 El panfleto tenía el sarcástico título de “Salud, señor Regente”. En esos toscos versos Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres era señalado como blanco del odio popular. Era un tirano que le imponía contribuciones injustas al sufrido pueblo; un magistrado sin corazón con un apetito insaciable por robar a los pobres y a los afligidos. La imagen quedó profundamente arraigada en la mentalidad popular. El regente visitador general se convirtió en un hombre que buscaba imponer la tiranía, la esclavitud, la servidumbre, la injusticia y la opresión. Sirviéndose de imágenes bíblicas, el pueblo comparaba lo que acontecía en la Nueva Granada con la opresión que sufrieron en Egipto los Rafael Gómez Hoyos, La revolución granadina de 1810: ideario de una generación y de una época. 1781-1821. 2 vols. (Bogotá, 1962), 1:170. 16 Declaración de Plata, AHN, Los Comuneros, 18:354-405, #15-17, 34. 17 Briceño, Los Comuneros, págs. 17-25; CA, 1:121-30. Texto completo de los versos en CA. Hasta el momento Gómez Hoyos es el único historiador que ha estudiado a fondo el contenido ideológico del poema, La revolución granadina. 1:168-71. Para una crítica contemporánea adversa ver mi examen de Finestrad en el capítulo 17. 15
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judíos bajo la tiranía del faraón. No hay mejor ilustración gráfica de la retórica y la imaginería de “nuestra cédula” que estas frases de una carta de uno de los comuneros: ¡Ea!, Señores, ¡ya estamos en el empeño! ¡Ánimo esforzados vecinos! ¡Salga el cautivo pueblo del poder de Pharaón! ¡Viva nuestra santa fe católica! ¡Viva nuestro católico Rey de España!, y ¡Mueran las nerónicas crueldades de nuestras procuradas esclavitudes!18
Una revolución necesita un símbolo odiado. Nótese que es el visitador general quien es identificado aquí como tirano sediento de sangre. No se aludía así ni al rey ni al virrey Flórez. Otro tema recurrente en la cédula del pueblo es la apelación simple pero directa al patriotismo regional del Socorro, un orgullo local cada vez más afirmativo que había crecido continuamente en la lucha del Socorro por obtener una identidad política independiente en el siglo XVIII. El poema se pregunta retóricamente por qué fue el Socorro y no Bogotá la primera comunidad en izar el estandarte de la rebelión. Todas las villas del Nuevo Reino han sufrido igualmente con los nuevos impuestos: ¿Por qué no se levanta Santa Fe? ¿Por qué no se levantan otros tales, en quienes opresión igual se ve, y con mayor estrago de los males? ¿Sólo el Socorro tiene que ser el que ha de llegar primero a tus umbrales? Si pues tanta congoja dan a otros, está sin duda aquí el dedo de Dios.
El “dedo de Dios” señala al Socorro. Los ciudadanos del Socorro son el nuevo “pueblo elegido”, el instrumento de la voluntad de la Divina Providencia
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CA,1:172.
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para castigar a los malvados. La misión del Socorro es conducir al pueblo sufriente de la opresión del faraón hacia la tierra prometida. La cédula del pueblo se exalta líricamente con la dirección del Socorro en la “empresa” que se ha acometido. La palabra empresa, usada tan a menudo en las novelas de caballería, y con un relente de hazañas gloriosas para los españoles del siglo XVI, se invoca aquí por vez primera, y habrá de ser empleada infinidad de veces por los capitanes comuneros.19 El propósito central de “nuestra real cédula” era extenderle una invitación a los socorranos para que marcharan sobre la capital, donde hallarían acogida entusiasta. El poema suministraba incluso una estrategia y un calendario precisos. Se encarecía a los socorranos que marcharan con todas sus fuerzas sobre la capital en un plazo de dos meses. Y, en efecto, el 6 de junio unos veinte mil hombres, mal armados pero coléricos –no sólo los cinco mil soldados que el poema pedía– se habían congregado en Zipaquirá, a una jornada de Bogotá. En varias estrofas se les aseguraba a los socorranos que no había obstáculos serios para esa marcha. Podía desecharse, por ejemplo, al corregidor Campuzano. “Valiente sólo en los desfiles”, era un cobarde sin agallas que “se mojaría en los calzones” en cuanto viera las legiones del Socorro. Amenaza más seria son los frailes capuchinos. El poema exhorta al pueblo a que no preste atención a sus sermones, ya que “tratan de convencernos para hablar con tanta sumisión que el gobierno podrá robarnos las camisas que tenemos puestas”. Es la única ocasión en que el poema critica a un sector del clero. Los capuchinos, constituidos a partir de la orden franciscana, estaban dominados entonces por españoles peninsulares, con exclusión virtual de los criollos. Disfrutaban también de la reputación de ser realistas militantes que defendían la autoridad de la corona tanto sobre la Iglesia como sobre el Estado. Estas estrofas resultaron una profecía asombrosa. Como parte de su gran plan para la pacificación del reino, el arzobispo Caballero y Góngora estableció en 19 Felipe II, por ejemplo, nunca se refirió a su expedición naval contra Inglaterra como “la armada invencible” sino como “la empresa”. También hablaban así de su misión algunos de los primeros jesuitas. Garrett Mattingly, The Armada (Boston, 1959), pág. 40; Enrique Herrera Oria, La armada invencible (Valladolid, 1929), pág. 151.
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el Socorro un convento capuchino cuyos frailes se dedicaron enérgicamente a predicar la obediencia ciega entre los antiguos rebeldes. El poema exhorta al pueblo a buscar inspiración no en los capuchinos sino en los sucesos del Perú. (En ninguna de las estrofas hay siquiera una referencia velada a lo que estaba aconteciendo en la América del Norte inglesa). Si “nuestra cédula” pone a Gutiérrez de Piñeres como el principal opresor del pueblo, en orden de villanía le sigue el fiscal criminal de la audiencia, Francisco Antonio Moreno y Escandón. Se le ataca en unas diez estrofas, la cuarta parte del poema, especialmente por sus esfuerzos para modificar los programas de la educación superior, a lo que se oponían tenazmente los dominicos. ¿Qué hizo con los estudios? confundirlos, ¿Qué intentó con los frailes? acabarlos, ¿Qué piensa con los clérigos? destruirlos, ¿Qué con los monasterios? destrozarlos, ¿Y qué con los vasallos? el fundirlos.
Moreno en efecto había propuesto la supresión de la universidad dominica de Santo Tomás en favor de una universidad pública en donde la metodología científica y racional sustituyera a la escolástica tradicional. Pese a estos ecos de las inquietudes dominicas, no hay pruebas de que fray Ciriaco estuviera actuando como vocero oficioso y anónimo de la orden de Santo Domingo al redactar el pasquín. Simple lego sin la dignidad sacerdotal y de origen social humilde, estaba muy lejos del centro de poder y de autoridad en esa comunidad religiosa. Aunque los dominicos estuvieran librando una acre batalla para defender el monopolio de su universidad y se opusieran ferozmente a la metodología científica de la Ilustración, la orden, como tal, no fue siquiera un socio silencioso en la coalición de 1781. El 13 de octubre de 1779, en una junta presidida por Gutiérrez de Piñeres, los dominicos habían ganado una victoria sustancial para su causa y, como se verá en el capítulo 19, sabían cómo defender sus intereses a través de los canales más ortodoxos de las negociaciones burocráticas. La cólera salvaje con que el poema se encarniza en Moreno es quizás el aspecto más indicativo de que su autor fue Ciriaco 110
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de Archila. Este trataba de conseguir el apoyo de la orden dominica, pero la prestigiosa comunidad no aceptó esa invitación. El poema pinta al fiscal Moreno como aliado del regente visitador general, cuando en verdad eran adversarios. En el periodo anterior a 1778, tiempo en que los criollos ejercían influencia considerable en la audiencia, Moreno, quien había nacido en Mariquita, en la Nueva Granada, y había estudiado en Bogotá, desempeñó un papel clave en la venta de tierras comunales indígenas, de resguardos, política ésta criticada severamente por Gutiérrez de Piñeres, quien se oponía también al programa educativo de Moreno. Como parte de su plan para eliminar la influencia criolla en la audiencia, Gutiérrez de Piñeres convenció a José de Gálvez de que trasladara a Moreno a la audiencia de Quito, con el mismo cargo. El 17 de mayo de 1781 Moreno salió de Bogotá a desempeñar sus nuevas funciones, y por un pelo escapó así del huracán que iba a desatarse. “Nuestra cédula” no sólo denostaba al fiscal por su supuesta hostilidad a los frailes sino que también formulaba un llamamiento directo a los indios, tratando de encauzar el descontento de estos hacia el servicio de la rebelión, y mediante la denuncia de los sufrimientos que se les había infligido con la consolidación de los resguardos. Como tendremos ocasión de observado más tarde, los jefes criollos trataron de insertar este llamado dentro del gran proyecto de forjar una coalición multirracial. La teoría política implícita, y hasta cierto punto explícita, de la cédula del pueblo puede interpretarse de diferentes maneras. Aparece un lema nuevo: “Viva el Socorro y muera el mal gobierno”. Se había modificado así el grito de “Viva el rey y muera el mal gobierno”, lema de los motines del 16 y 30 de marzo. En los versos no se hace afirmación explícita de lealtad a la corona, y eso sólo convierte a “nuestra cédula” en una de las expresiones políticas más radicales de la Revolución de los Comuneros. Pero en la gran mayoría de los motines que asolaron la provincia de Tunja en abril y mayo, el lema de los manifestantes siguió siendo el tradicional “Viva el rey y muera el mal gobierno”. La omisión del “Viva el rey” llevó a algunos observadores con temporáneos, como el fraile capuchino Joaquín de Finestrad, a afirmar que el
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poema propugnaba la separación política de España.20 Rafael Gómez Hoyos, en su magistral La revolución granadina de 1810, está de acuerdo con la aseveración de Finestrad.21 El punto de vista de los dos deriva de la interpretación de estos versos, que son los que tienen un contenido político más explícito. Pretender socorrer al erario a costa de una injusta destrucción, que sin tener derecho hereditario, logró el rigor, la envidia y ambición. ¿Pero cómo, si no eres propietario, así intentas del país la destrucción? ¿Si de piedad no has visto ni aun el forro como has de hallar en tu favor socorro? A más de que si estos dominios tienen sus propios dueños, señores naturales, ¿por qué razón a gobernarnos vienen de otras regiones malditos nacionales? De esto nuestras desdichas nos provienen y así, para excusar fines fatales, unámonos, por Dios, si les parece, y veamos el Reino a quién le pertenece.
El poema no llega a condenar la conquista española o a repudiar la soberanía de la corona española, pero resulta comprensible que Finestrad, principal ejecutor de la “pacificación” del Socorro después de la Revolución de los Comuneros, interpretara como subversiva cualquier cosa que no fuera la obediencia incondicional. Estas estrofas implican no un repudio de la corona española en cuanto tal sino una afirmación de la noción de que la Nueva Granada pertenece al pueblo que allí nació y allí vive, que el reino pertenece a sus “naturales”, es decir, a
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Finestrad, “El vasallo”, pág. 153. Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1:170-72.
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los criollos, los mestizos y los indios. Gutiérrez dé Piñeres es un chapetón, un “maldito” español. No tiene derecho hereditario a gobernar. Como no lo tiene magistrado alguno nacido en la península, pues de allí “nuestras desdichas nos provienen”. Es cierto que los versos aluden vagamente a las doctrinas del siglo XVI de Las Casas y de Francisco de Vitoria acerca de que los indios son los “señores naturales” del Nuevo Mundo. Pero es apenas creíble que el poema, originado en un círculo criollo aristocrático de Bogotá, abogara por el retorno de las Indias a los indios. Los nuevos “señores naturales” no son los indios sino los criollos y los plebeyos que tratan de congregados bajo su dirección política. Estas estrofas anticipan en forma cruda y vulgarizada lo que el artículo 22 de las capitulaciones de Zipaquirá expresa de modo más sutil. Los americanos, y no los españoles, deben tener la preferencia para todos los cargos burocráticos en el Nuevo Mundo. América debe ser gobernada por los americanos, bajo la égida de Carlos III. En la práctica, esto representaría que los criollos, el único grupo educado y poseedor de bienes, serían quienes gobernaran, bajo la supervisión general de la corona. Para Carlos III y sus ministros semejante aspiración constituía una amenaza revolucionaria a la soberanía de la corona, pero por parte de los criollos era algo menos que una exigencia de independencia política completa. “Nuestra cédula” apelaba descaradamente al odio que el pueblo sentía por los chapetones. Estos eran intrusos que explotaban al pueblo con impuestos intolerables; la policía chapetona violaba las mujeres, quemaba los cultivos de tabaco e imponía brutalmente las normas de los detestados monopolios reales. Las élites criollas en Bogotá tenían motivos de resentimiento semejantes. Pero lo que querían no era que se atenuara la opresión de la policía sino un virtual monopolio de todos los cargos burocráticos en el reino. No hay que darle demasiada importancia a la omisión de “Viva el rey”. En la gran mayoría de los casos, las multitudes proclamaban con entusiasmo su fe en el rey y denunciaban dichosamente al “mal gobierno”. Para ellas, mal gobierno significaba tiranía. Gutiérrez de Piñeres era el tirano, y lo eran por extensión todos los magistrados nacidos en España que aplicaban sus edictos.
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Los conceptos de tirano y tiranía tenían significados precisos, configurados por una galaxia de teólogos españoles entre los siglos XIII y XVII.22 Ni los plebeyos ni los patricios estaban preparados para negar la legitimidad de la autoridad real. El rey, si estuviera bien informado de todos los asuntos, jamás querría que se cometiera una injusticia. Los teólogos españoles habían elaborado teorías intrincadas y bastante complejas sobre las condiciones en que resultaba lícito oponerse al tirano; sobre estas, ni el autor de “nuestra cédula” ni los amotinados del Socorro sabían probablemente mayor cosa. Pero lo que claramente implicaba el poema era que los ciudadanos de la Nueva Granada tenían justificación para resistir la tiranía de la burocracia española. En las capitulaciones de Zipaquirá las élites criollas habrían de plantear una solución a esa tiranía en beneficio propio: los criollos deberían tener la preferencia para todos los cargos burocráticos. Así, la célebre cédula dio una meta a las multitudes, una utopía a la que podían aspirar y que podían estimular con su protesta. Estaban combatiendo contra un tirano cruel y avaro cuyo único cuidado era aumentarle los impuestos a un pueblo empobrecido y oprimido. La utopía, nostálgicamente evocada por “nuestra cédula”, era la edad de oro de los primeros virreyes, cuando no había monopolios reales de tabaco y aguardiente, cuando los otros impuestos eran bajos y se recolectaban sin mayor eficacia. Al apelar al patriotismo y al orgullo locales, el poema incitaba a los socorranos para que marcharan sobre la capital a fin de imponer la abolición de los odiados monopolios y de los nuevos impuestos. Los símbolos de odio que la cédula popular explotaba tan hábilmente eran los chapetones en general, y Gutiérrez de Piñeres en particular. La Nueva Granada pertenecía a todos los que habían nacido en ella, a los que cultivaban su suelo y construían ciudades en los yermos.
Ver capítulo 6 e ibíd., págs. 53-95; R.W. y A.J. Carlyle, A History of Political Thought in the West. 6 vols. (Edimburgo y Londres, 1903-36) 6:344-51; Heinrich Albert Rommen, La teoría del estado y de la comunidad internacional de Francisco Suárez (Madrid, 1951), págs. 370-84; Bernice Hamilton, Political Thought in Sixteenth Century Spain (Nueva York y Oxford, 1963), págs. 61-63. 22
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Aunque en el curso de la Revolución de los Comuneros apareció otra media docena de poemas; ninguno expresó con tanto vigor y osadía las aspiraciones del pueblo como “nuestra cédula”.23 Su contenido era el vino embriagante que estimula las revoluciones. Pero si la utopía del pueblo encontró en ella su expresión, aunque cruda, más exaltada, la utopía del pueblo encontró en ella su expresión, aunque cruda, más exaltada, la utopía de los patricios halló su expresión más coherente y más refinada en las capitulaciones de Zipaquirá.
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Para el texto ver ordenanza de la audiencia, 11 de abril de 1781, AGI/ASF 663-A.
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6. Una utopía para los nobles
La alianza entre las élites y los plebeyos se selló el miércoles 18 de abril, dos días después del tercer motín en el Socorro, cuando “nuestra cédula” fue leída por primera vez a los amotinados. Desde los cuatro extremos de la plaza principal del Socorro el pueblo jubiloso proclamó a Juan Francisco Berbeo, Salvador Plata, Antonio José Monsalve y Diego Ardila como capitanes generales de la “empresa”.1 La víspera, Juan Francisco Berbeo había emprendido la primera acción militar decisiva de la revolución. En respuesta al rumor (que resultó falso) de que el corregidor Campuzano se acercaba al Socorro, Berbeo encabezó una expedición al sitio llamado Polonia. Se reunieron unas dos mil personas, pobremente armadas de hondas, piedras, espadas, picas, garrotes, lanzas, cuchillos y unas cuantas armas de fuego. Berbeo impartió órdenes que hacían casi inevitable un choque armado con Bogotá. A fin de proteger al Socorro de una posible invasión proveniente del sur, situó una guarnición en Oiba, en el río Suárez, y ordenó la quema del puente de madera de San Bartolomé y la destrucción del puente en Vargas; también instaló vigilancia armada en todas las localidades vecinas al Socorro. Su segundo acto de atrevimiento fue la orden de interceptar el correo real entre el Socorro y Bogotá.2 En el mismo día en que las élites del Socorro hicieron su alianza con las turbas, el oidor Osorio, con órdenes del regente visitador general y de la audiencia, salió de la capital a la cabeza de una pequeña expedición militar cuyo propósito era pacificar los tumultos del Socorro. Así, en el Socorro y en Bogotá los adversarios resolvieron simultáneamente arreglar sus diferencias por medio de una acción militar. Los nuevos jefes de la revolución procedieron con cautela pero con firmeza al asumir el mando. Insistieron en que el más alto representante de la autoridad real en el Socorro, el corregidor teniente Clemente José Estévez, CA, 1: 137-138. Ibíd., pág. 131; Angulo y Olarte a Gutiérrez de Piñeres, 19 de abril de 1781. ibíd., págs. 132-33. 1 2
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le diera sanción oficial y cuasilegal a su designación como capitanes generales, al recibirles juramento de sus cargos en una ceremonia pública.3 Al aprobar estas designaciones, el corregidor teniente cubrió su flanco al reafirmar su ciega lealtad a la corona. Clemente José Estévez estaba en una posición difícil. Como principal magistrado del Socorro, se le exigía que mantuviera la autoridad de la corona. Pero la villa se encontraba en medio de un tumulto frenético, y era claro para él que sólo las élites locales podrían poner algún orden dentro de caos semejante. Con hermanos en ambos bandos y una amistad íntima con Manuel García Olano, principal nexo entre el Socorro y los grupos favorables a los comuneros en Bogotá, no le quedaba más remedio que repartir sus apuestas. Los nuevos capitanes se reunieron luego con el corregidor teniente en privado, y pronunciaron un juramento secreto: Que por todo lo referido, temerosos de recibir la muerte con sus familias, a manos de los tumultuarios, y por éstos violentados y contra su voluntad, sin que se entienda incurrir en la fea nota de traidores al Rey (que Dios guarde), y antes sí por ver si con el comando en que les constituyen, pueden por medios lícitos y suaves, contener, sosegar y subordinar a los abanderizados, admiten tal nombramiento.4
Algunos historiadores sostienen que este célebre juramento secreto es prueba de que los capitanes desde el principio fueron traidores al movimiento que ostensiblemente encabezaban.5 Incluso un defensor de Juan Francisco Berbeo tan elocuente y tan erudito como Pablo E. Cárdenas Acosta describe como maquiavélico su proceder en este asunto. Sostiene que esas actitudes de dos caras eran recursos característicos mediante los cuales los súbditos se protegían en una monarquía absoluta donde el poder real podía ser arbitrario y caprichoso.6 Cárdenas Acosta requería que se juzgara la conducta de los Ibíd., págs. 138-139. Ibíd., pág. 140. 5 Para ejemplos ver Ángel M. Galán, “José Antonio Galán, 1749-1782”, en Posada, Los Comuneros,. págs. 246-47; Germán Arciniegas, Los Comuneros (Bogotá, 1960), capítulo 12. 6 CA, 1:140. También Horacio Rodríguez Plata, Los Comuneros. Curso superior de historia. 2 vols. (Bogotá, 1950), 1: 65-69; Manuel José Forero, La primera república. Historia extensa de Colombia, vol. 5 (Bogotá, 1966), págs. 35 ss. 3 4
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jefes comuneros de acuerdo con las normas de su época. Este argumento debe seguirse hasta sus últimas conclusiones. Un examen cuidadoso de la conducta de los jefes socorranos en el contexto de 1781 revela que el controvertido juramento no era ni hipócrita, ni traicionero, ni maquiavélico. Por el contrario, el juramento secreto era, para los jefes comuneros, expresión honrada de sus propósitos y de sus procedimientos. No resulta falso aseverar que los capitanes estaban tratando de cubrirse los flancos en caso de que su movimiento fracasara posteriormente. Ni es incorrecto argüir que los criollos, con su mentalidad legalista, estuvieran tratando de revestir con argumentos legales una empresa que era por lo menos extralegal, si no definitivamente ilegal. Pero, aunque parcialmente ciertas, estas explicaciones resultan superficiales. ¿Hasta qué punto exageraban los jefes del Socorro al afirmar que si no hubieran aceptado posiciones de mando sus vidas habrían estado en peligro frente a las muchedumbres airadas? Debe haber alguna exageración, pero ciertamente era intensa la presión que los plebeyos estaban aplicando contra los patricios. Las muchedumbres se hallaban indignadas con los nuevos impuestos. Fueron las primeras en manifestar. En una sociedad tradicionalista, miraban hacia las clases altas en busca de comando y orientación, sabiendo instintivamente que la cancelación de los nuevos impuestos y el retorno a “los buenos tiempos” de antaño no se producirían si las élites no se incorporaban a su causa. Los nobles se sentían tan descontentos como los plebeyos con el nuevo programa fiscal, pero no era su estilo efectuar manifestaciones en las calles. De ahí que, en su inmensa mayoría, permanecieran pasivos y mohínos entre el 16 de marzo y el 16 de abril, a medida que el descontento popular se iba intensificando en tres motines sucesivos. Pero el 16 de abril la insatisfacción popular había alcanzado tal intensidad que los patricios pensaron que sus bienes y sus vidas estaban en peligro salvo que se adhirieran al movimiento. La decisión de los nobles se vio reforzada además con las firmes promesas de apoyo por parte de círculos descontentos de criollos bogotanos, expresadas en la forma concreta de “nuestra cédula”. Más plausible todavía era el argumento de los jefes socorranos en el sentido de que ellos solos eran capaces de controlar la furia popular, al canalizar 118
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la ira de los plebeyos. De hecho, los jefes patricios lograron un control notable sobre el pueblo. Se evitaron el pillaje y la anarquía. Los jefes del Socorro no eran maquiavélicos ni hipócritas ni traidores a la causa que dirigían cuando le reafirmaban su lealtad al rey. Un juramento de lealtad a los ministros del rey, en especial a Gutiérrez de Piñeres, ciertamente hubiera sido una gran hipocresía. Pero al circunscribir cuidadosamente su juramento al lejano rey estaban, efectivamente, reiterando el lema de la muchedumbre amotinada: “Viva el rey y muera el mal gobierno”. La posición, en apariencia ambivalente, de los caudillos comuneros al reafirmarle su lealtad al rey mientras se oponían tenazmente a las políticas específicas de su ministro tenía varios antecedentes en la historia de la Nueva Granada. Hubo tres “revueltas” a causa de los impuestos antes de 1781. Todas fueron básicamente crisis constitucionales, en las que el problema de los impuestos constituía la extremidad del iceberg. Se presentaron en Tunja en 1592, cuando Felipe II trató de implantar la alcabala en la Nueva Granada, nuevamente en Tunja en 1641 con la creación del impuesto de armada de Barlovento, y en 1740 en Puente Real de Vélez, cuando el virrey Sebastián de Eslava trató de recaudar un préstamo forzoso para atender a los gastos de la guerra con Gran Bretaña.7 Las revueltas de 1592 y 1641 le dieron un aporte sustancial a la evolución de la “constitución no escrita” de la Nueva Granada. Si bien se preservó el derecho final de la corona a imponer nuevos gravámenes, el modo de imponerlos quedó sujeto a significativas restricciones. En primer lugar, los súbditos del rey tenían el derecho de petición ante la corona para que los reconsiderara. Segundo, la burocracia tuvo que emprender una campaña intensa para persuadir a la opinión pública en torno a tales medidas, lo que implicaba cierta forma de
7 Para la primera rebelión contra los impuestos ver Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1:155-158; Francisco Elías de Tejada, El pensamiento político de los fundadores de Nueva Granada (Sevilla, 1955), págs. 73 ss.; Cárdenas Acosta, Del vasallaje, págs. 281-287; Liévano Aguirre, Los grandes conflictos. págs. 201-09. Para la rebelión de 1641 ver Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1:159-160; Cárdenas Acosta, Del vasallaje, págs. 281-87. Lo poco que sabemos sobre la tercera revuelta en Puente Real de Vélez, cuando los patricios locales protestaron contra un préstamo forzoso destinado a financiar la guerra de la sucesión española, se encuentra en Enrique Otero D’Costa, “Levantamiento en Vélez”, BHA 16 (1925): 82-87.
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asentimiento por parte de los gravados. Tercero, los impuestos nuevos eran materia de negociación, y la corona estaba comprometida informalmente al principio de hacer concesiones al interés regional. En la crisis de 1778-81, el regente visitador general violó todos y cada uno de estos procedimientos tradicionales, no por informales menos eficaces. La monarquía española era absoluta sólo en el sentido medieval originario del término. El rey no reconocía superior alguno ni dentro ni fuera del reino. Él era la fuente última de toda justicia y de toda legislación. La frase del medioevo tardío era: “El rey es emperador en sus dominios”. Sin embargo, las leyes con la firma real no eran expresiones arbitrarias de los deseos personales del monarca. La legislación, y el grado en que ésta era aplicada, reflejaba las diferentes y complejas aspiraciones de todos, o al menos de varios grupos dentro de esa sociedad integrada y multiétnica. La monarquía era representativa y estaba descentralizada hasta límites insospechados. Aunque no hubiera en las Indias asambleas representativas ni cortes, cada una de las corporaciones principales, como los cabildos, las diversas congregaciones eclesiásticas, las universidades y las corporaciones de artesanos, todas las cuales tenían un alto grado de autogobierno, podían hablar, y hablaban, en nombre de sus respectivos integrantes. Sus conceptos llegaban hasta el rey y el consejo de Indias, transmitidos directamente por sus representantes acreditados o indirectamente por medio de los virreyes y las audiencias, y sus aspiraciones influían profundamente en el carácter de las determinaciones definitivas. Las más influyentes de esas corporaciones eran los cabildos en las ciudades y villas de ultramar: Habiéndole comprado a la corona sus cargos como símbolo de prestigio dentro de una sociedad dominada por el prestigio, los regidores eran los ciudadanos principales en lo tocante al prestigio social y a menudo, pero no siempre, a la riqueza. En la segunda mitad del siglo XVII y durante el reinado de los dos primeros Borbones, los cabildos eran fortalezas de los criollos acomodados, aunque entre sus miembros hubiera españoles ricos. De cuando en vez los cabildos no tenían inconvenientes en defender sus intereses más egoístas, ni tampoco en actuar como voceros de la comunidad en general.
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Los cabildos, como los parlamentos del norte de Europa en el siglo XVII, representaban a la propiedad, tanto la riqueza nueva como la vieja, pero jamás a personas: Aunque nunca podían legislar sobre la propiedad y los impuestos, sino tan sólo dirigir peticiones al virrey y a la audiencia, y en última instancia al rey, sin embargo esas peticiones merecían siempre una atención seria y a veces influían en la determinación final de la política del rey. En cierto sentido, una asamblea representativa formal era superflua. A través de los cabildos las viejas y las nuevas riquezas de la Nueva Granada disfrutaban una vocería coherente para influir en las políticas del Estado. En la misma época la nueva y la vieja riqueza desempeñaron en Inglaterra y en Holanda un papel similar, por medio de sus asambleas representativas. Las opiniones de las élites criollas en ascenso, institucionalizadas en los cabildos, influían sobre la toma de decisiones en la burocracia imperial, por medio de la aplicación del veto suspensivo. En los casos en que los mandatos reales chocaban bruscamente con la situación local, o cuando su aplicación podía crear una injusticia, los virreyes y las audiencias disfrutaban de autoridad discrecional para suspender la aplicación de la ley. En una pintoresca ceremonia en la que el magistrado principal besaba antes la real cédula, pronunciaba la célebre fórmula “se obedece pero no se cumple”. Al aplicar la fórmula, se exigía a los virreyes y a las audiencias que presentaran propuestas concretas al Consejo de Indias mediante las cuales la legislación suspendida pudiera mejorarse o modificarse de tal modo que no produjera una injusticia ó que no entrara en colisión con las circunstancias locales. Al formularle sus recomendaciones al rey, el virrey y la audiencia solían tener en cuenta no sólo los intereses de las élites criollas, sino también los de la plebe. El resultado final era una transacción entre las directivas iniciales emanadas de la administración central en España y las aspiraciones procedentes de las respectivas regiones. La difícil y compleja responsabilidad de virreyes y audiencias era la de actuar de intermediarios entre lo que deseaban las autoridades centrales y lo que era posible dentro de las condiciones locales. Por lo general todo el mundo obtenía algo, aunque no tanto quizá como inicialmente deseara. El resultado era un compromiso viable dentro del cual todos podían vivir. El sistema español de administración
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burocrática tenía una flexibilidad intrínseca dentro de la cual los intereses locales podían influir de manera significativa en el resultado final.8 El mecanismo primario de la descentralización burocrática era la fórmula “se obedece pero no se cumple”. La palabra “obedece” expresa el respeto, consagrado en el derecho romano, a la legitimidad de la autoridad real, la cual, si tiene informes adecuados, nunca suscitará una injusticia. Como aglutinante de la lealtad de todos los grupos hacia la corona estaba el vigoroso mito del rey como fuente de toda justicia. La expresión “pero no se cumple” representaba la autoridad discrecional de los subalternos, una de cuyas principales responsabilidades consistía en acomodarse a las presiones provenientes tanto de las autoridades centrales como de las situaciones locales. Durante el reinado de los dos primeros Borbones, Felipe V y Fernando VI, aumentaron considerablemente la voz y la influencia de los criollos, como se vio en el capítulo 1. En esas circunstancias los virreyes y las audiencias tuvieron que emprender políticas que gozaban de la aceptación positiva de los grupos de interés locales. Cuando en los años 1760 llegaron de España las órdenes para organizar el monopolio del tabaco según el modelo mexicano, los virreyes interpretaron esas consignas dentro del espíritu del “se obedece pero no se cumple”. El monopolio del tabaco se introdujo gradualmente y a retazos. En efecto, durante esos años los virreyes y la audiencia se inclinaron ante la presión derivada del cambio demográfico y del ansia de tierra de los criollos y mestizos, al sancionar un gran cercenamiento de los resguardos indígenas en la provincia de Tunja. Hasta la llegada del regente visitador, los criollos estaban acostumbrados a un gobierno de compromiso, conciliación y acomodo, dentro del cual algunos criollos participaban en la toma de decisiones. El objetivo básico de Carlos III era la creación de un estado unitario y centralizado, donde las directivas procedentes de Madrid fueran impuestas sin la dilución de compromisos frente a las circunstancias y las influencias locales. En 1781 los jefes comuneros buscaban febrilmente una fórmula para volver al tipo de gobierno descentralizado surgido 8 Para un análisis del carácter descentralizado de la burocracia imperial ver mi Kingdom of Quito, págs. 22, 26-27, 38, 77-78, 123-25, 221-27 y 336-37, y mi “Authority and Flexibility in the Spanish Imperial Bureaucracy”, Administrative Science Quarterly 5 (1960): 45-65.
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de la tradición de gobierno municipal en la Castilla medieval y del sistema de los Habsburgos, con su compleja mezcla de centralización y descentralización. Al tratar de suprimir, o de modificar al menos, el programa fiscal de Carlos III, los jefes comuneros no pretendían derrumbar la corona sino persuadir al rey a que volviera al sistema tradicional de negociación con sus súbditos. Cuando organizaron la marcha sobre la capital se lanzaron a una campaña masiva de desobediencia civil encaminada a persuadir al rey para que cambiara la política de sus ministros. Hay que distinguir con cuidado entre los objetivos del pueblo y los de la nobleza. Los dos grupos tenían una mentalidad revolucionaria en cuanto rechazaban el presente –o sea, las innovaciones de Carlos III– y anhelaban una vuelta a la Edad de Oro. En términos económicos, la utopía de la plebe era la abolición de los viejos y los nuevos impuestos y de los implacables métodos de recolección. Políticamente significaba un regreso a los primeros virreyes. Si la utopía popular tenía que ver con el pan de cada día, la preocupación central de los nobles era la distribución del poder político. Los criollos partían de un pasado utópico: el sistema de descentralización burocrática de los Habsburgos. Pero cuando les llegó el momento de enunciar sus aspiraciones políticas y constitucionales en las capitulaciones de Zipaquirá, reaccionaron ante la revolución de Carlos III con una revolución propia. El concepto de “contrarrevolución” no se ajusta al contexto de la Revolución de los Comuneros. Su uso implicaría que Carlos III era “progresista” y los comuneros “reaccionarios”. Esos epítetos no sólo son tendenciosos sino ahistóricos. Es incorrecto llamar “reformas” a las innovaciones fiscales y políticas de Carlos III. Se trataba ciertamente de cambios, pero los distintos grupos los percibían de manera distinta. Para citar un ejemplo sobresaliente: el monopolio del tabaco podría haber sido una “reforma” para los ministros del rey, puesto que los ingresos de la hacienda aumentaron de manera espectacular. Pero los pequeños campesinos de la región del Socorro, súbitamente despojados de una cosecha comerciable, difícilmente veían al monopolio como un cambio favorable. Por esta razón he preferido invariablemente el uso de expresiones más neutras al hablar de las “reformas” de Carlos III como de cambios o innovaciones.
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Así mismo, en 1781 era impensable para los criollos, ligados todavía profundamente al mito y a la mística de la corona, el repudio de la monarquía como institución. Desde nuestra perspectiva los hombres de Zipaquirá podrán destacarse como precursores del federalismo del siglo XIX, pero el espíritu y el tono de las capitulaciones de Zipaquirá evoca la edad de oro de los Habsburgos, y su retórica utiliza conceptos clave de la teoría política española en los siglos XVI y XVII. Hay pocos indicios de que los comuneros hubieran tenido acceso al pensamiento político de la Ilustración europea que alimentó a las revoluciones norteamericana y francesa. Tenían en cambio otra tradición ideológica de la cual extrajeron su inspiración. Abundan las controversias acerca de si la ideología de los teóricos españoles clásicos influyó en el pensamiento de la generación de 1810. Hay quienes afirman que los teólogos españoles tuvieran tanta influencia, si no más, como los filósofos políticos de la Ilustración, aserto que ha sido controvertido apasionadamente.9 Lo incontrovertible es que en la Nueva Granada, una generación atrás, existía una profunda coincidencia entre la teoría política implícita en la Revolución de los Comuneros y el vasto cuerpo de la teoría política española clásica, cuya figura más sobresaliente era Francisco Suárez (1548-1617). Entre los teóricos españoles de la política en el siglo XVI se destacan Martín de Azpilcueta, Diego de Covarrubias, Domingo de Soto, Francisco de Vitoria, Domingo Bráñez, Alfonso de Castro, Luis de Molina y Juan de Mariana. Las figuras notables del siglo XVII fueron Diego de Saavedra y Fajardo, Pedro Fernández de Navarrete, Francisco de Quevedo y Villegas y Jerónimo de Castillo de Bobadilla. Si bien se conservaban varias copias de obras de esos autores en algunas bibliotecas de Bogotá, no se puede suponer automáticamente que esos libros fueran leídos ni que hubieran influido directamente sobre el pensamiento de la Para el debate ver: Humphreys y Lynch, Origins, pág, 9; Charles C. Griffin, “The Enlightenment and Latin American Independence”, en Arthur P. Whitaker, ed., Latin America and the Enlightenment (2a. ed., Ithaca, 1961), págs. 124-25; Miguel Batllori, S.J., El abate Viscardo: historia y mito de la intervención de los jesuitas en la independencia de Hispanoamérica (Caracas, 1953), págs. 82-93, 145-47; Manuel Giménez Fernández, “Las doctrinas populistas en la independencia de América”, Anuario de estudios americanos 3 (1946): 519-665. 9
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generación de 1781.10 Todos los ejemplares eran editados en Europa, ya que en Bogotá no hubo imprentas hasta fines del decenio de 1770. Rastrear la paternidad de las ideas, en el mejor de los casos, resulta empresa arriesgada. Por ejemplo, no hay indicio sólido de que el autor de “nuestra cédula” o los redactores de las capitulaciones de Zipaquirá hubieran leído alguna vez esos gruesos volúmenes de teoría política. Pero no obstante es visible que algunas doctrinas básicas de la teoría política española clásica coinciden no sólo con la actitud política de los jefes comuneros en 1781 sino también con la “constitución no escrita” que se había forjado en la Nueva Granada antes de 1781. Los teóricos políticos españoles recalcaban el origen popular de la soberanía, las limitaciones al poder político, el contrato social entre gobernadores y gobernados, la resistencia a la tiranía, la invalidez de una guerra injusta, el consentimiento popular a nuevos impuestos, la primacía del bien común y la validez del derecho natural. En la España borbónica del siglo XVIII esas doctrinas habían caído en desuso, reemplazadas por las nociones del absolutismo francés de Luis XIV y Luis XV. Ninguna expresión tan clara del centralismo borbónico como El vasallo instruido, de fray Joaquín de Finestrad. En su denuncia de la Revolución de los Comuneros rara vez cita a los teóricos clásicos de los siglos XVI y XVII.11 Predica el credo de la obediencia ciega a las autoridades constituidas y repudia toda rebelión, incluso contra un gobierno flagrantemente tiránico. El más influyente de los teóricos políticos clásicos era el jesuita Francisco Suárez, cuyos principales tratados políticos eran De legibus ac deo legislatore y Defensio fidei. Sus obras, y las de muchos otros jesuitas, fueron excluidas de todas las universidades españolas por real cédula del 23 de mayo de 1767, poco después de que la comunidad fuera expulsada de todos los dominios
En la sala de libros raros y curiosos de la Biblioteca Nacional de Bogotá hay todavía muchos ejemplares de las obras políticas de Suárez, Castillo de Bobadilla, Márquez, Quevedo y Saavedra Fajardo. No quedan copias de las obras de Benavente y Benavides, Lancina, Madariaga y Rivadeneira. Con el paso del tiempo han desaparecido muchos libros de esta colección, que inicialmente perteneció a los jesuitas. 11 Sólo encontré dos referencias en la parte inédita del manuscrito de Finestrad en la sala de libros raros de la Biblioteca Nacional. 10
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españoles.12 La cauta admisión de Suárez de que el tiranicidio podía justificarse dentro de ciertas condiciones estipuladas meticulosamente era una doctrina asociada a los jesuitas y que suscitaba la ira en el círculo de gobierno que rodeaba a Carlos III. Suárez era heredero de la tradición de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino. Su formulación ontológica sobre el origen de la comunidad política y del poder civil se asentaba en la premisa de la sociabilidad natural del hombre. El fin de toda sociedad es la obtención del bien común, bonum commune, para todos los que la integran, no en cuanto individuos sino en cuanto miembros de esa comunidad. Cuando un grupo de personas resuelve convertirse en sociedad política, deja de ser una mera colección de individuos y se convierte en un corpus mysticum politicum, un cuerpo místico político. Dios es el primer autor, la causa eficiente de la autoridad política, en el sentido de que la sociabilidad humana hace de la sociedad política una necesidad dialéctica. Pero el poder político nace de un contrato social, explícito o implícito, entre el pueblo y el soberano. Así, Suárez recalca el origen popular y la naturaleza contractual de la soberanía. De ahí se sigue que existen ciertos límites para la soberanía: la ley divina, que restringe la autoridad política a la esfera temporal, y la ley natural, que circunscribe la sociedad política a la realización del bien común de la comunidad. Así, cualquier ley que se entremeta en la esfera sobrenatural o que viole el bien común de la comunidad es inválida. Una restricción adicional a la autoridad civil es el carácter específico del contrato social por medio del cual el pueblo creó esa sociedad. Aunque subraya el origen popular de la soberanía, Suárez arguye que el otorgamiento de poder al príncipe no es una delegación sino una cuasienajenación. En respuesta a la tesis de su célebre adversario Jaime I de Inglaterra –quien sostenía que si el pueblo puede delegar poder en el príncipe puede igualmente revocárselo, posibilidad abominable para Jaime I– Suárez escribía:
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Humphreys y Lynch, Origins, pág. 9.
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En efecto, después que el pueblo le ha transferido la soberanía al príncipe no puede, con base en esa soberanía, recobrar con justicia su libertad en cualquier circunstancia que lo desee [...]. Al cabo de un tiempo no le estará permitido al pueblo recabar esa autoridad ni obtener una vez más su libertad, incluso si inicialmente el rey obtuvo su autoridad de manos del pueblo, por medio de una donación o de un contrato. Cuando el pueblo le confirió poder al rey, se privó de su propia soberanía.13
Pero la defensa del poder monárquico en Suárez no excluye el derecho del pueblo a derrocar a un rey legítimo que haya abusado de su poder hasta convertirse en tirano: Y por la misma razón, si el rey convierte en tiranía su legítima autoridad y abusa de su poder con manifiesto daño del pueblo, este puede usar de su poder, derivado de la ley natural, para defenderse, ya que nunca renunció a ese poder [...]. La comunidad entera puede alzarse contra un tirano. En ese caso no se trataría realmente de sedición. La razón es que la comunidad entera puede ser superior al rey. Al haberle dado a éste poder, lo hizo presuntamente a condición de que gobernara políticamente y no tiránicamente. Si no lo hace así, la comunidad entera puede derrocarlo.14
La Revolución de los Comuneros no produjo teóricos políticos intencionales. Los hombres de 1781 buscaban el remedio a males políticos, constitucionales y fiscales específicos. En las declaraciones públicas de sus jefes, en “nuestra cédula” y en el texto de las capitulaciones de Zipaquirá flota un espíritu suarista diluido y popularizado.15 Está claramente implícita
Francisco Suárez, Defensio fidei, libro III, cap. 3. no. 2. Ibíd., libro IV, cap. 4, no. 15; De bello, disp. XIII, sección 8. Para comentarios sobre la escuela española ver atrás cap. 5, nota 22. También Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1:53-107; Luis Recassens Sichs, La filosofía del derecho de Francisco Suárez (México, 1947); José Antonio Maravall, La teoría española del estado en el siglo XVIII (Madrid, 1944); Richard Morse, “The Heritage of Latin America”, en Louis Hartz, The Founding of New Societies (Nueva York, 1964), págs. 153-59. 15 Para un análisis convincente ver Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1 :155-204. 13 14
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la noción de que la Nueva Granada constituye un corpus mysticum politicum con tradiciones propias cuyo fin es el bien común de toda la comunidad. Ese bien común, según los hombres de 1781, era violado brutalmente por las innovaciones de los ministros de Carlos III. Los hombres de 1781 nunca acudieron a “nación” o a “patria”. La comunidad, el común –término que los jefes utilizaban invariablemente en sus declaraciones públicas– tenía el derecho de protestar: de ahí la palabra que define al movimiento: comuneros. En los documentos de la época está profundamente arraigada la noción de la teoría política española clásica de que el espíritu del corpus mysticum politicum exigía alguna forma de aprobación popular para la creación de impuestos, y de que las leyes injustas eran inválidas. Por distintos que fuesen los objetivos de los comuneros de la Nueva Granada de los de los comuneros de Castilla que se sublevaron contra Carlos V en 1521, los dos movimientos comparten igual definición de los términos “común” y “comunidad” como el bien común de todos los grupos en el conjunto de la sociedad.16 Sin embargo, el movimiento de la Nueva Granada no emulaba conscientemente con sus predecesores castellanos. En dos crisis distintas y sin relación alguna entre sí, se invocó el bien común de la comunidad toda. Mucho después de los comuneros de Castilla esa tradición había sido popularizada por los teólogos clásicos españoles en los siglos XVI y XVII, y todavía en 1781 prevalecía en la Nueva Granada. El sentimiento monárquico tenía hondas raíces. El rey seguía siendo la fuente de toda justicia. Pero si el rey era justo, sus ministros, en particular el regente visitador general, eran tiranos contra los cuales resultaba lícito presentar resistencia armada. Sus políticas constituían una violación evidente del bien común.17 Es improbable que algunos jefes comuneros hubieran leído los textos de la teoría clásica española. Pero es muy probable que estuvieran influidos
16 Para el significado del término en Castilla en 1520-21 ver José Antonio Maravall, Las comunidades de Castilla: una primera revolución moderna (Madrid, 1963), págs. 79-124. 17 Los teóricos del siglo XVII identificaban explícitamente a los ministros como posibles tiranos (Maravall, La teoría española, págs. 399-411).
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indirectamente por esas teorías. Los teóricos políticos de la vieja España, a un alto nivel de abstracción, y la generación de 1781 en la Nueva Granada, le hicieron frente a un problema central dentro de la teoría y la práctica políticas: el de reconciliar el respeto a la autoridad política constituida con el derecho de los súbditos a rechazar la injusticia.
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7. Una utopía para los indios: los resguardos
No parece arriesgada la afirmación de que ningún grupo en la sociedad de la Nueva Granada estaba tan profundamente insatisfecho como los indios. Además; en ninguna región era tan agudo el malestar como en las provincias de Santa Fe de Bogotá, Tunja, Vélez y Sogamoso, las que incluían la mayor parte de los actuales departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Santander y Norte de Santander. Cundinamarca y Boyacá constituían el hogar de los chibchas antes de la Conquista. Hay muchas controversias sobre la magnitud de la población antes de la Conquista, pero durante ésta la región contenía una densa población india, calculada diversamente entre 300.000 y 562.000 personas.1 En 1564 la población de la provincia de Tunja había descendido a entre 111.158 y 168.440 indios.2 El descenso prosiguió. Dos visitas, muy bien documentadas, a ochenta y cinco aldeas indígenas en la provincia de Tunja, la una en 1635-36 y la otra en 1755, señalan poblaciones de 42.334 y de 22.543 respectivamente.3 En 1778, la población combinada de las provincias de Santa Fe y Tunja llegaba Aunque los estudios demográficos han hecho considerables progresos en Colombia durante los últimos años, todavía están lejos de las refinadas técnicas cuantitativas utilizadas por Woodrow Borah y Sherburne Cook en México. La cifra de 300.000 está en Jaime Jaramillo Uribe, “La población indígena de Colombia en el momento de la conquista y sus transformaciones posteriores”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura, 1:2 (1964):239-84. La cifra de 562.510 es de Juan Friede, “Algunas consideraciones sobre la evolución demográfica en la provincia de Tunja”, ibíd. 2-3 (1965): 5-19. Del mismo autor ver Los quimbayas bajo la dominación española (Bogotá, 1963). Para otros estudios demográficos ver Germán Colmenares, Encomienda y población en la provincia de Pamplona, 1549-1650 (Bogotá, 1969); M. Darío Fajardo, El régimen de la encomienda en la provincia de Vélez (Bogotá, 1969). Para una crítica de estos estudios ver Hermes Tovar Pinzón, “Estado actual de los estudios de demografía histórica en Colombia”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura 5 (1970): 65-140. Ver también Sherburne F. Cook y Woodrow Borah, Essays in Population History: Mexico and the Caribbean, 2 vols. (Berkeley, 1971-74), 1:411-29. 2 Jaramillo Uribe, “La población indígena de Colombia”, pág. 255. Friede, “Algunas consideraciones”, pág. 13. 3 Ibíd. En la Nueva Granada, como en todas las demás regiones de las Américas donde entraron en contacto indios y europeos, enfermedades como la viruela, la influenza y el sarampión, en las tierras altas, y la malaria en las tropicales hicieron estragos entre la población india, desprovista de inmunidades. 1
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a 357.828 personas, de las que 68.881 eran indios.4 Estas cifras indican que la tasa de disminución fue mucho más grave en el siglo XVI que en los dos posteriores, pero un descenso del 47 por ciento entre 1636 y 1755 indica que la comunidad indígena vivía en un estado de desmoralización societal continua. La política de los Habsburgos trató de conferirles cierta protección paternalista a los indios, pero existía una gran brecha entre las intenciones de la corona y la realidad de lo acontecido. La corona y sus agentes buscaron un compromiso entre la protección a los aborígenes y la obtención de mano de obra abundante y barata por parte de los colonizadores. Entre 1595 y 1642 la audiencia de Bogotá siguió una política adoptada simultáneamente en otros reinos de las Indias. En las provincias de Santa Fe, Tunja, Vélez y Sogamoso se reservaron para las comunidades indígenas extensiones sustanciales de tierras fértiles. Los indios no tenían la propiedad ilimitada de estos resguardos, ya que la corona se la reservaba como parte de los derechos reales, y en teoría podía aumentar o disminuir el tamaño de los resguardos. Sin embargo los indios tenías su usufructo. Con el producto de esas tierras podrían pagar sus tributos anuales, costear la instrucción religiosa y, se esperaba, crear comunidades viables y prósperas. Para protegerlos, la legislación real prohibía a los no indios vivir en áreas reservadas para los indios. Tampoco les estaba permitido a estos arrendar sus tierras comunales a españoles, criollos o mestizos.5 A fin de satisfacer la demanda de mano de obra por parte de los grupos no indios, se les exigía a los indios que alquilaran sus servicios. Los principios
La población total en la audiencia de la Nueva Granada era de 826.550 personas. Cifras extraídas de los datos de censos en Silvestre, Santa Fe de Bogotá, págs. 27-63, por Gary W. Graff, “Cofradías en the New Kingdom of Granada: Lay fraternities in a Spanish American Frontier Society, 1600-1755”, tesis doctoral inédita, universidad de Wisconsin-Madison, 1973. 5 Orlando Fals Borda, El hombre y la tierra en Boyacá (Bogotá, 1975), págs. 72-105, así como su “Indian Congregation in the New Kingdom of Granada: Land Tenure Aspects, 1595-1850”, The Americas 13 (1957): 331-52; Magnus Morner, La corona española y los foráneos en los pueblos de indios de América (Estocolmo, 1979), págs. 285, 287, 354-56, 357, y su “Las comunidades de indígenas y la legislación segregacionista en el Nuevo Reino de Granada”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura 1.1 (1963): 63-84; Juan Friede, “De la encomienda indiana a la propiedad territorial y su influencia sobre el mestizaje”, ibíd. 1969, págs. 35-61; Margarita González, El resguardo en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, 1970); Guillermo Hernández Rodríguez, De los chibchas a la colonia y a la república (Bogotá, 1949); Liévano Aguirre, Los grandes conflictos págs. 419-23, 517, 519; Ospina Vásquez, Industria y protección, págs. 1-20. 4
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fundamentales eran la compulsión y la rotación. Aproximadamente la cuarta parte de la población tributaria, en cualquier momento dado, trabajaba por salarios nominales en las minas, las obras públicas o la agricultura. Estaban exentos los caciques, sus primogénitos y la mayor parte de los funcionarios, pero a éstos competía la responsabilidad de conseguir los indios requeridos. En otras partes de las Indias aparecieron sistemas semejantes de trabajo forzado, remunerado y fijado de acuerdo con cuotas. En el Perú era la mita, en México, el repartimiento y en las Filipinas el polo. En la Nueva Granada este arbitrio se denominaba “mitayos agrícolas” o “mitayos concertados”. La mita, el trabajo forzado, evidentemente llegó a su fin hacia 1740 en la región de los chibchas, y más tarde en el sur. Pero el llamado contrato libre de trabajo, el “concertado”, a menudo nada más que una forma disfrazada de servidumbre por deudas, sobrevivió hasta el siglo XIX.6 Aunque los mitayos estaban obligados legalmente a trabajar por un periodo determinado que variaba de dos a diez meses, muchos indios seguían trabajando permanentemente para sus patronos. Este hecho contribuyó, claro está, al despoblamiento gradual de los resguardos. El 15 de octubre de 1754 el rey Fernando VI reafirmó la política tradicional de la corona de otorgar una protección paternalista por medio de la segregación, pero con unas modificaciones significativas. Las consideraciones fiscales tuvieron entonces mayor importancia. Los títulos de las tierras deberían ser revisados para cerciorarse de que estuvieran legalmente en orden. Todas las tierras cuyos títulos de propiedad no pudieran ser documentados serían vendidas por la hacienda real. Las tierras desocupadas pertenecientes a la corona podrían venderse por el tesoro para ayudar a atender los crecientes costos de la defensa imperial.7 En respuesta a estas directivas reales la audiencia comisionó al oidor Andrés Verdugo y Oquendo para que efectuase una visita a las provincias de Ospina Vásquez, Industria y protección, pág. 15; González, El resguardo, págs. 34-42. Ver también las otras obras citadas en la nota 5. 7 Fals Borda, El hombre y la tierra, págs. 341-48. Para un análisis de la cédula de 1754 ver José María Ots Capdequí, El régimen de la tierra en la América española durante el periodo colonial (Ciudad Trujillo, 1946), págs. 110-116. También su Nuevos aspectos del siglo XVII en América (Bogotá, 1946), págs. 244-50. 6
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Tunja y Vélez. La visita duró casi dos años. El 7 de marzo de 1757 el oidor redactó un informe detallado en el que recalcaba la revolución sociodemográfica y socioétnica ocurrida desde la anterior visita de 1635-36. La población indígena no sólo había disminuido grandemente sino que los otros grupos étnicos integraban ya una población de 59.323 personas.8 Era evidente que la política de segregación se había venido abajo, ya que blancos, mestizos y mulatos convivían con los indios. Estos se habían vuelto hispanoparlantes –el oidor no tuvo que recurrir a intérpretes–. En la parte norte de la provincia, concretamente en la región de San Gil y el Socorro, a la que el oidor no visitó, los cambios demográficos habían sido todavía más espectaculares. En el norte, la población anterior a la Conquista nunca había sido tan densa como en el sur. Hacia 1760 la población indígena había desaparecido virtualmente ante el impacto combinado de las epidemias y de la mezcla de razas. El oidor Verdugo informaba también que, en violación de la ley, los indios estaban arrendando grandes zonas de sus resguardos. Señalaba que estas tierras comunales eran potencialmente fértiles, pero que los indios no querían o no podían explotar sus propiedades. Por ejemplo, no criaban ganado.9 La ganadería no sólo requería menos trabajo sino que los indios disponían del capital suficiente para comprar los animales. Había, al parecer, en su estilo de vida y en sus valores algo que los alejaba de una actividad potencialmente lucrativa. En los llanos al oriente de los Andes los indios criaban ganado. Los de la sierra se contentaban con una renta modesta suficiente para pagar el tributo y de la que sobrara algo para las festividades comunales. La incapacidad de los indios
8 Para algunas fuentes primarias sobre la visita de 1635-36 ver José Mojica Silva, Relación de visitas coloniales (Tunja, 1948), págs. 166-207. Para fuentes en los archivos ver AHN, Visitas de Boyacá y Santander, 4:541-857, 978-88, 8:216-725; 9:637-764; 11:1-345; 12:1-338; 13:247-546. Para la visita de 1755-56 ver ibíd., 2:968-79; 3:241-68; 5:417-40, 964-96; 7:1-87; 8:726-58; 10:647-954. Para el informe del oidor Verdugo del 7 de mayo de 1757, ver Anuario colombiano de historia social y de la cultura 1.1 (1963); 131-196; Germán Colmenares, La provincia de Tunja en el Nuevo Reino de Granada. Ensayo de historia social (Bogotá, 1970), págs. 68 ss.; Fals Borda, El hombre y la tierra, págs. 82-98. 9 Informe de Verdugo en Anuario 1.1 (1963): 170. Para la ganadería indígena en los llanos ver José Tapia a Salvador Plata, 10 de julio de 1781, AHN, Los Comuneros, 6:53-56.
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para cultivar con provecho sus tierras se debía en parte a la disminución de su población. Además, el trabajo indígena era sustraído a los resguardos por medio del continuo mestizaje, y por el sistema de concertación que llevaba a los indios a trabajar en otras tierras. Al manifestar su desprecio por la incapacidad o la falta de voluntad de los indios para cultivar las tierras que poseían, el oidor Verdugo ensalzaba la industria y la habilidad de los campesinos blancos y mestizos en las tierras de los resguardos que ilegalmente habían tomado en arrendamiento. Recomendaba que la audiencia hiciera de jure lo que se había hecho ya de facto. Se debía reducir drásticamente el tamaño de los resguardos para adecuarlo a la disminución de la población indígena. A todos los indios y mestizos arrendatarios de tierras de resguardos se les deberían dar títulos de propiedad a cambio de un modesto pago a la hacienda real, como medida de seguridad y como recompensa a sus labores. Si bien los indios deberían tener tierra suficiente para sus necesidades básicas, deberían quitárseles las que no pudieran cultivar con eficacia. El oidor Verdugo anotaba que los nuevos colonizadores no estaban creando haciendas grandes e ineficaces. En su mayor parte eran emigrantes de la península, o criollos y mestizos, estos últimos cada vez más numerosos en el transcurso del siglo XVIII. Los mestizos, que se negaban tenazmente a que se les considerara indios, a fin de no pagar el tributo real, se hacían pasar por indios para arrendar tierras de resguardos, y aprovechaban así lo mejor de los dos mundos. El oidor Verdugo no desplazó efectivamente de sus tierras comunales sino a unos cuantos indios. Pero lo que en cambio hizo fue exponer a las autoridades, en lenguaje claro y preciso, la naturaleza de los cambios que habían tenido lugar en las provincias de Santa Fe, Vélez, Sogamoso y Tunja a partir de 1636. Sólo a partir de 1770 se intentó una redistribución en gran escala de la población de los resguardos, cuando el fiscal Moreno y Escandón, en su capacidad de protector de los indios, comenzó, de acuerdo con órdenes provenientes de España, a levantar un censo de los indios en la provincia de Tunja y a reducir, en consecuencia, el número de aldeas indígenas.
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Bajo la resuelta supervisión del corregidor Campuzano y Lanz, fueron reasignados centenares de indios.10 Donde antes había sesenta aldeas, quedaron reducidas a veintisiete. Las aldeas indígenas extinguidas se convirtieron en parroquias españolas. Los indios reaccionaron con amargo desaliento. Profundamente atados a la tierra que sus mayores habían cultivado durante generaciones, veían la reasignación como un exilio. Un ejemplo a la mano es el del pueblo de Sogamoso, donde la población indígena no pasaba de 700, y donde los no indios habían aumentado de 2.112 en 1755 a 3.246 en 1777. Los indios fueron desplazados a la pequeña aldea de Paita, pero en condiciones de escasez y penuria, según el testimonio de un párroco local.11 Las protestas angustiadas de los indios de Sogamoso-Paita se repitieron una y otra vez, y el propio fiscal fue criticado por la burocracia. En vista de la discusión el virrey Flórez solicitó la opinión del omnipotente visitador general. El 3 de febrero de 1780 Gutiérrez de Piñeres emitió un largo concepto formal que constituye uno de los grandes documentos de Estado producidos por este controvertido burócrata.12 El argumento se enderezaba principalmente a rechazar los objetivos y los procedimientos de la consolidación de resguardos, y a optar por una forma modificada del paternalismo de los Habsburgos. Gutiérrez de Piñeres pugnaba para que continuara la segregación, si los indios se encontraban aislados. En las localidades donde se hubieran mezclado las razas había que aceptar el hecho cumplido. No revocó las ventas de tierras efectuadas por Moreno y Campuzano, pero prohibió ventas adicionales. Debería dárseles garantías a los indios de que, bajo la protección de la corona, seguirían disfrutando del usufructo de las tierras comunales todavía en su poder. Estas recomendaciones se adoptaron formalmente por una cédula de Carlos III, el 2 de agosto de 1780.13
10 AHN, Visitas de Boyacá y Santander, 3:903-99; 4:962-77; 7:808-46; 9:892-68, 969-87, 988-1.009; 10:197-287; 11:900-91; 14:290-306; González, El resguardo, págs. 71-80; Ulises Rojas, Corregidores y justicias mayores de Tunja (Tunja, 1962), págs. 550-68; Colmenares, Tunja, págs. 76 ss. 11 Colmenares, Tunja, págs. 80-83; González, El resguardo, págs. 150-54. 12 Para el texto de la opinión de Gutiérrez de Piñeres ver González, El resguardo, págs. 154-81. 13 Texto en AHN, Reales cédulas y órdenes, 12:860-914. También Ots Capdequí, Nuevos aspectos, págs. 252-60.
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El compromiso del regente visitador general sólo le atrajo enemigos. La participación activa de los indios en el levantamiento de 1781 se debió en buena parte al rechazo de éstos a la política de Moreno y Campuzano, y evidentemente el repudio de esa política se produjo demasiado tarde para apaciguar a los indios. El arzobispo virrey Caballero y Góngora, con su astuta percepción de la necesidad de ganarse la opinión pública, habría de adoptar después, con considerable éxito, la política de Gutiérrez de Piñeres. De todos modos el descontento de los indios, por hondo que fuese, distó de ser tan significativo causalmente en 1781 como el malestar de los criollos y mestizos. Pueden sacarse algunas conclusiones de la complicada cuestión de los resguardos. El descenso de la población indígena, la demanda de mano de obra por parte de los blancos, el aumento de las poblaciones blanca y mestiza fueron factores decisivos a los cuales sólo podía acomodarse la burocracia imperial, y sobre los que no tenía verdadero control. Pero en cierto modo se trata de una simplificación excesiva el aserto de que las circunstancias locales determinaron los acontecimientos. Es plausible que a veces hayan tenido más peso que las directivas de la autoridad central, pero la burocracia real seguía siendo siempre factor básico en la toma de decisiones. El resultado a veces era un compromiso, mutuamente aceptable, entre las circunstancias locales y las directivas centrales. El compromiso de Gutiérrez de Piñeres-Caballero y Góngora es un ejemplo clásico de cómo era realmente gobernada la Nueva Granada en el siglo XVIII. Todas las partes recibían algo: las élites, por supuesto, mucho más que las demás. La avidez de tierra entre criollos y mestizos era importante, pero no se sació cuando se legalizaron sus usurpaciones de las comunidades indígenas previas a 1778. Sin embargo, los indios recibieron una garantía en torno a las tierras que les quedaban, lo que no era desdeñable. Y los tribunales reales hicieron honor a esa garantía mientras el monarca español siguió reinando en la Nueva Granada. La afirmación de que Carlos III y sus ministros abandonaron la política de justicia social para los indios constituye en cierta forma un desenfoque del asunto. Ese aserto pasa por alto el hecho de que, después de 1778, se hubiera vuelto a una forma modificada del paternalismo de los Habsburgos, cuyo 136
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verdadero autor fue Gutiérrez de Piñeres.14 Esa política fue continuada por todos los virreyes posteriores. El movimiento para eliminar los resguardos estaba dirigido por las élites criollas en alianza con los mestizos y con quienes en la audiencia simpatizaban con sus aspiraciones antes de 1778.15 Aunque los comuneros hicieron concesiones significativas para aliviar el profundo malestar de los indios, en la práctica completaron lo que ya había comenzado la audiencia. La cláusula séptima de las capitulaciones de Zipaquirá propugnaba que los resguardos sobrevivientes fueran divididos, y que a cada indio se le diera título de plena propiedad a su parcela.16 Los indios podrían vender sus tierras, algo que la legislación de los Habsburgos prohibía categóricamente. La propuesta redundaba en que en corto plazo los campesinos blancos y mestizos habrían de adquirir por “compra” lo que quedaba de los resguardos. La misma propuesta volvió a plantearla en 1810 la junta de Bogotá, dominada por los criollos.17 Ver, por ejemplo, William Paul McGreevey, An Economic History of Colombia, 1845-1930 (Cambridge, 1971), pág. 59. McGreevey aceptaba la opinión de Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 419-23. Liévano ignoraba el memorando de Gutiérrez de Piñeres, publicado por primera vez en González, El resguardo, págs. 154-81. Alegaba que el objetivo principal de la política de los Borbones era estimular el crecimiento de los latifundios; aserto confuso, si no enteramente falso, como puede verse en la hostilidad de Campillo y Cosío a los latifundios y en Ward, Proyecto económico, págs. 247-267. La audiencia anterior a 1778, adicta a los criollos, favorecía a los terratenientes, pero no pasaba otro tanto con burócratas metropolitanos como Gutiérrez de Piñeres, Caballero y Góngora y los virreyes subsiguientes. El retrato de Gutiérrez de Piñeres por Arciniegas (Los Comuneros, págs. 43-53) como un computador frío cuya preocupación principal era obtener más ingresos con la sangre y el sudor de los indios no coincide con la documentación disponible. Para una exposición en favor de la abrumadora primacía de las condiciones locales sobre las directivas del gobierno central en el siglo XVII, ver Marzahl, “Creoles and Government”. 15 La presión de los criollos y mestizos contra los resguardos que quedaban no disminuyó después de 1781, pero los indios recurrieron con éxito a los tribunales para defender sus tierras. Para algunos ejemplos ver José María Ots Capdequí, Las instituciones del Nuevo Reino de Granada al tiempo de la independencia (Madrid, 1958), págs. 240-63. Ver también Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 517-519. 16 CA. 2:20. 17 Fals Borda, El hombre y la tierra. pág. 98. La misma solicitud fue formulada por representantes del cabildo del Socorro a los representantes de la Nueva Granada en la junta en España, el 20 de octubre de 1808 (“Instrucción”, BHA 28 [1941]:417-423). Aunque las élites criollas presionaban continuamente a las autoridades antes de 1778 y aunque esporádicamente reanudaran su campaña hasta 1810, el apetito de tierras no se limitaba exclusivamente a los magnates que querían redondear grandes latifundios. Los pequeños campesinos, muchos de los cuales eran mestizos, se beneficiaron también con la consolidación de los resguardos en el decenio de 1770. Lo 14
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Gracias a la decisión de Gutiérrez de Piñeres y de Caballero y Góngora de volver a un paternalismo modificado, en el periodo republicano sobrevivía un número importante de resguardos. El rompimiento decisivo se produjo el 11 de octubre de 1821, cuando el congreso de Cúcuta tomó lo que habían dejado las capitulaciones de Zipaquirá. Decretó que todos los resguardos fueran repartidos en pequeñas parcelas a los indios, con títulos de propiedad plena.18 Al cabo de una generación esas tierras comunales habían desaparecido en la antigua provincia de Tunja, aunque en el sur algunas sobrevivieron hasta este siglo. Ahora hay que prestar atención a los contrastes y similitudes entre cuatro ejemplos de descontento indígena: Perú, Tunja, Quito y los llanos de la Nueva Granada.
que convirtió en formidable a la coalición fue la presión combinada de latifundistas y minifundistas. El análisis de Liévano Aguirre omite a estos últimos y por consiguiente exagera la importancia de “los grandes magnates de la oligarquía criolla”, págs. 517-19. 18 Fals Borda. El hombre y la tierra, págs. 98-105.
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8. Una utopía para los indios: revueltas indígenas Túpac Amaru II del Perú El hondo descontento en las provincias de Santa Fe, Vélez, Sogamoso y Tunja en el Nuevo Reino de Granada ofrece tanto un paralelo como una antítesis respecto a lo sucedido en el Perú. Allí, en noviembre de 1780, estalló la rebelión en la sierra bajo el comando de José Gabriel Condorcanqui Noguera Túpac Amaru.1 Pretendía ser, y ser considerado, descendiente directo de doña Juana Pilkorvaco, hija del último monarca inca, Túpac Amaru I, ejecutado en la plaza principal de Cuzco en 1572. La historia conoce más a Condorcanqui como Túpac Amaru II. La rebelión de Túpac Amaru fue en realidad la segunda de dos revueltas, sin conexión entre sí, que se presentaron en el Perú en 1780. En enero los criollos y los mestizos de las ciudades peruanas expresaron su amarga reprobación a las innovaciones fiscales implantadas por el visitador general de Carlos III, José Antonio Areche; estas eran, claro está, parte del gran proyecto que Gutiérrez de Piñeres había de implantar en la Nueva Granada. Estallaron desórdenes en Arequipa, Tarma, La Paz, Cochabamba y Cuzco. Aunque participaron algunos indios, los disturbios eran esencialmente protestas contra los impuestos
1 Mi análisis de Túpac Amaru se basa en fuentes secundarias. Las más extensas son Boleslao Lewin, La revolución de Túpac Amaru y los orígenes de la emancipación americana (Buenos Aires, 1957), y Carlos Daniel Valcárcel, La rebelión de Túpac Amaru (3a. ed., Lima, 1970). Ver también Jorge Cornejo Bouroncle, Túpac Amaru: la revolución precursora de la emancipación continental (2a. ed., Cuzco, 1963); Lillian Estelle Fisher, The Last Inca 1780-83 (Norman, 1966); J.R. Fisher, Government and Society in Colonial Peru: The Intendant System 1784-1814 (Londres, 1970), cap. 1; Vicente Palacio Atard, Areche y Guirior: observaciones sobre el fracaso de una visita al Perú (Sevilla, 1946); Oscar Cornblit, “Levantamientos de masas en Perú y Bolivia durante el siglo dieciocho”, Revista latinoamericana de sociología 7 (1970): 10-43; John H. Rowe, “El movimiento nacional inca del siglo dieciocho”, Revista Universitaria (Cuzco, 1954), no. 107. Ver también la reseña de Rowe sobre Lewin en Hispanic American Historical Review 39 (1959): 278-280 y su “The Incas under Spanish Colonial Institutions”, ibíd. 37 (1957): 155-99. Para una amplia colección de fuentes primarias ver la Colección documental de la independencia del Perú, 27 vols. (Lima, 1971-73). El volumen segundo, compuesto por cuatro gruesos tomos editados por Daniel Valcárcel, se refiere a Túpac Amaru.
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dirigidas por la noblesse de robe criolla, congregada en torno al virrey Manuel de Guirior. La creación de aduanas, los aumentos en algunas alcabalas, la imposición de un impuesto personal a los mestizos –impuesto identificado con los indios, a quienes los mestizos menospreciaban como inferiores– provocaron motines y vigorosas protestas, pero sin derramamiento de sangre. El movimiento fue en realidad una guerra de palabras. En las plazas se leyeron numerosos pasquines, muchos más de los que aparecieron en la Nueva Granada. Unos pocos llegaban a injuriar a la persona de Carlos III de España e incluían palabras amables para el enemigo de España, Jorge III de la Gran Bretaña. Pero el espíritu de los panfletos era el del lema tradicional, “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Los pasquines fustigaban “con encendida cólera los nuevos impuestos y a los nuevos recaudadores, públicamente denunciados como ladrones, pero seguían expresando una fe intensa, aunque primitiva, en que el rey corregiría los agravios infligidos a sus pobres súbditos. Pero la revuelta que estalló en noviembre de 1780 poco tenía que ver con las protestas de los criollos. Sin embargo, la coincidencia cronológica habría de tener consecuencias fatales para su instigador, Túpac Amaru. Mestizo de nacimiento, Túpac Amaru vivía en dos mundos: el hispano-indio y el criollo-hispano. Educado esmeradamente a la española, casado con una criolla, llevaba una vida de ostentación al estilo criollo. En el decenio de 1770 había tratado de convertirse en vocero de la comunidad indígena, dentro de las normas de la estructura de poder colonial de Lima. Cacique hereditario de Pampamarca, Tungasuca y Surimana, había tratado de aliviar a su pueblo de las cargas más inicuas que se le habían impuesto: acabar con la autoridad de los corruptos y arbitrarios corregidores de indios, y aliviar el trabajo forzado dentro del sistema de la mita. El visitador general lo censuró y le ordenó que volviera a sus tierras. Allí, en noviembre de 1780, izó el estandarte de la rebelión. A Túpac Amaru podría aplicársele un término utilizado respecto a la situación vivida en el siglo XX por los africanos europeizados. Era un hombre marginal cogido entre dos culturas, una víctima de “herencias mutiladas”. La tensión entre estos dos legados estalló como consecuencia del trato desdeñoso que le dio el visitador general. Se sintió rechazado por el mundo criollo español, 140
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al que creía pertenecer, y volvió al mundo indígena, que era también su herencia. Afirmando su lealtad al rey y a la Iglesia, Túpac Amaru trató de formar una coalición de indios, mestizos, criollos y negros contra los aborrecidos chapetones. Pero cometió dos errores de cálculo trágicos. Los plebeyos indios, amargados por siglos de explotación, no respondieron al programa integracionista de Túpac Amaru, sumamente hispanizado. Además, en noviembre de 1780 buena parte de la insatisfacción de criollos y mestizos se había apaciguado gracias a concesiones oportunas de las autoridades en Lima, y los llamados de Túpac Amaru cayeron en oídos sordos. En esa sociedad multiétnica y plural era, de todos modos, improbable que un gran número de criollos y de mestizos se incorporara a un movimiento encabezado por los indios. La blancura de la piel constituía uno de los determinantes principales del prestigio social, y tanto criollos como mestizos se sentían intrínsecamente superiores a los indios. La sistemática destrucción de propiedades y el odio de la plebe india a todos los no indios suscitaba el espectro de la revolución social, en la que quedarían barridos todos los privilegios de los no indios. Entre una revolución social encabezada por los indios y el mantenimiento del statu quo colonial no había elección posible para los criollos y mestizos. La revolución india no concluyó con la captura y ejecución de Túpac Amaru el 15 de mayo de 1781 –en algunas regiones prosiguió durante más de tres años–, mas estaba destinada al fracaso. La única fórmula que ofrecía hasta cierto punto una promesa realista de éxito era la gran coalición de todos los grupos étnicos contra los españoles europeos. La Nueva Granada, en este aspecto, es antítesis del Perú. Por primera vez en la América española surgió una coalición multiétnica. El hecho lo explican en gran parte los factores demográficos. Como se observaba en el capítulo anterior, los indios de las provincias de Santa Fe, Vélez, Sogamoso y Tunja representaban pequeñas minorías dentro del grueso de la población consistente en blancos y grupos mezclados. Los indios no podían aspirar nunca a dirigir un movimiento de protesta; a lo más que podían aspirar era a que sus reclamos se incorporaran a los de una coalición amplia dirigida por las élites criollas y sus aliados subordinados, los mestizos. En la Nueva Granada éstos eran socios
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muy minoritarios, que tuvieron influencia limitada aunque no desdeñable en los acontecimientos.2 Además, el vertiginoso descenso de la población india en las provincias de Santa Fe y Tunja recortaba las bases socioeconómicas de la influencia de los caciques. Por esta razón la eficacia de los dirigentes indios en la Nueva Granada era muy inferior a la del Perú. En contraste, la población indígena en la sierra peruana seguía siendo densa y compacta; en muchas zonas los indios aventajaban por mucho a los no indios. A lo largo del Perú los indios, pese a estar en disminución, constituían una cómoda mayoría dentro del total de la población –en 1792 había 609.894 indios y 467.228 no indios. De ahí que los motivos de queja entre los indios del Perú y los de la Nueva Granada fueran muy distintos. En el Perú los indios estaban resentidos por las exacciones de los corregidores de indios y por el trabajo forzado en las minas. En la Nueva Granada los principales motivos de descontento eran dos: la reducción de los resguardos y el temor de ser absorbidos por la comunidad no india, de perder su identidad de indios. No era ese el caso en el Perú, donde la supervivencia de los indios como grupo no estaba en cuestión y donde indios y no indios rara vez vivían en las mismas localidades, como lo hacían en la Nueva Granada. Allí los indios hablaban español; el quechua y el aimará sobrevivían vigorosamente como lenguas domésticas en el alto y bajo Perú. Un grupo indígena luchaba por su supervivencia en el Perú. La clase de jefes indios hereditarios que alegaban descender de la realeza y de la nobleza anteriores a la Conquista era numerosa todavía y seguía funcionando como grupo social reconocible. Pero en el siglo XVIII toda una serie de presiones estaba socavando su posición social y económica: la decadencia continuada de la economía peruana, a medida que México se convertía en el productor más lucrativo de plata dentro del imperio español; el persistente descenso de la población india; la sustracción gradual de la inmensa jurisdicción administrativa y del monopolio burocrático del comercio de que antes había disfrutado Lima. A todos estos 2 Cárdenas Acosta puede tener razón cuando critica a Arciniegas por exagerar la Importancia de los indios, pero también puede reprochársele a Cárdenas Acosta que hable del movimiento de los comuneros como “obra exclusiva de los criollos” (Los Comuneros, pág. 167).
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factores debe añadirse la desconfianza innata que los burócratas de Carlos III sentían por los privilegios heredados, personificados en los caciques. Ellos eran los modestos beneficiarios del statu quo colonial. La preservación del sistema redundaba en su beneficio. Sin embargo, estos jefes hereditarios tenían que maniobrar en medio de la triple presión constituida por la burocracia imperial, su deseo de enriquecerse a expensas de sus subordinados, y el descontento de la plebe india. Sólo en circunstancias muy difíciles abandonaron la causa española para lanzarse a la rebelión armada. Una de estas raras ocasiones fue, claro está, la de 1780. Pero incluso entonces, pese al deterioro de la economía en general y a la consiguiente erosión de sus modestos privilegios, una minoría considerable, de unos veinte caciques, abrazó la causa de los españoles. Su apoyo contribuyó notablemente a la derrota de Túpac Amaru. En el Perú la situación estaba altamente polarizada, con el resultado de que la revolución de Túpac Amaru se convirtió en guerra racial entre indios y no indios. En la Nueva Granada los factores de más peso se combinaron para hacer posible una coalición multiétnica, y esa coalición determinó dos aspectos básicos del movimiento. En primer lugar, las exigencias de los indios eran mucho menos radicales que en el Perú. En segundo término, el aspecto más extraordinario de la Revolución de los Comuneros fue la ausencia de violencia. Fue “una revolución limpia”. Tan sólo un puñado de personas perdió la vida en el griterío y las vociferaciones de las plazas de pueblo. Hubo sólo dos batallas. En Puente Real de Vélez, por ejemplo, no hubo pérdida de vidas. Fueron muy escasos los saqueos a la propiedad privada, fuera de la quema de tabaco y del derramamiento de aguardiente, pertenecientes ambos a los monopolios reales. En el Perú, al contrario, predominó la violencia. Hubo varias batallas campales, con considerable pérdida de vidas; era frecuente el pillaje de la propiedad privada. En Perú y Bolivia pudieron haber muerto hasta 100.000 indios. La Revolución de los Comuneros se habría presentado estuviera o no sosegado el Perú. En la Nueva Granada los agravios eran muy hondos. Anotaba en el capítulo 5 que el estallido de la revolución del Perú en noviembre de 1780 había tenido influencia indirecta en la erupción de violencia en el Socorro el 15 de marzo de 1781, pero aunque el rumor falso de que Túpac Amaru había tomado
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a Cuzco y Lima evidentemente lo estimuló, no fue causa en sí mismo de que los plebeyos se amotinaran ni de que las élites locales guardaran una neutralidad gruñona durante el crítico mes que va del 15 de marzo al 16 de abril. Puede parecer paradójico que el ejemplo de Túpac Amaru al parecer hubiera influido más en los criollos y en los mestizos que en los indios de las provincias de Santa Fe y Tunja. Aunque estuvieran mal informados, los criollos y los mestizos de la Nueva Granada veían los acontecimientos del Perú como un levantamiento contra los ministros del rey, más que como una rebelión de los indios. La paradoja se atenúa considerablemente ante el hecho de que los descendientes de los chibchas no necesitaran el modelo peruano de un dinasta anterior a la Conquista en torno al cual congregarse. Tenían ya su propio símbolo indígena monárquico en la persona de don Ambrosio Pisco, descendiente directo de los caciques de Bogotá anteriores a la Conquista. Antes de volvemos a la triste e insólita trayectoria de Ambrosio Pisco debe decirse algo acerca de lo que no ocurrió en la audiencia de Quito, porque ello proporciona un fuerte contraste con el Perú y la Nueva Granada. Quito, flanqueado al sur por el Perú y al norte por la Nueva Granada, se mantuvo extraño y notablemente tranquilo durante el año tumultuoso de 1781. José García de León y Pizarro, presidente, regente y visitador general de la audiencia de Quito, estaba comprensiblemente nervioso. Se quejaba de intrigas y de descontentos de ciertos oidores criollos en la audiencia, pero no se presentaron disturbios en las calles. Aseveraba que las capitulaciones de Zipaquirá habían tenido un efecto en Quito mucho más inquietante que la sanguinaria revolución de Túpac Amaru.3 Todo lo cual insinúa que el descontento García de León y Pizarro a Gálvez, 18 de julio, 18 de diciembre de 1781, AGI/Audiencia de Quito 241; Caballero y Góngora a Gálvez, 6 de febrero de 1783, CR; Actas de Cabildo, Archivo Municipal, Quito, 1771-81. García de León y Pizarro reaccionó ante el asesinato de un funcionario fiscal en Pasto con el envío de 150 soldados veteranos a Ibarra, pero en el distrito de Quito no se produjeron conmociones: Archivo Nacional Histórico, Quito, volumen 179, fs. 197-250. Para el alzamiento de Pasto, ver cabildo de Pasto a la junta de tribunales, 22 de junio de 1781, AGI/ASF 663-A. Incluso Lewin, que ve en términos continentales la rebelión de Túpac Amaru, no logra presentar un argumento convincente de que el movimiento peruano hubiera tenido repercusiones visibles en Quito (Túpac Amaru, págs. 668-72). García de León y Pizarro a Gálvez, AGI/Audiencia de Quito 241. En agosto de 1781 Quito le envió un aporte, muy bien acogido, de 186.000 pesos al virrey en Cartagena. García de León y Pizarro a Gálvez, 18 de agosto de 1781, AGI/Audiencia de Quito 241. 3
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superficial que podía reinar estaba limitado a un pequeño círculo de burócratas criollos de la clase alta. La población india, que seguía siendo densa, se mantuvo pasiva. Una explicación razonable es la de que durante el siglo XVIII se había producido una cadena de levantamientos indígenas locales, posiblemente impulsada por la decadencia de los “obrajes” (talleres textiles).4 El descontento indio pudo haber sido tan agudo como lo era al sur y al norte, pero las frustraciones de los aborígenes se habían disipado gradualmente en una larga serie de revueltas locales, mientras que en el Perú y la Nueva Granada el descontento se concentró en un estallido de indignación masivo. En 1765 Quito presenció un motín importante, cuando se estableció el monopolio real del aguardiente. Los amotinados fueron plebeyos. Las autoridades locales acusaron a ciertos terratenientes criollos prominentes de retirarse a sus posesiones y de limitarse a permanecer neutrales. Aunque las muchedumbres se apoderaron de la fábrica de aguardiente, el intento de asaltar y de capturar el palacio real en la plaza principal fue frustrado por los peninsulares, algunos de los cuales eran meros jovenzuelos.5 En respuesta al motín inicialmente sólo pudieron optar por una política prudente de retroceso conciliatorio. Sin embargo, al cabo de un año se volvió a implantar el monopolio del aguardiente, después de la llegada de un contingente de tropas procedente de Lima. El motín antimonopolístico de Quito, ya en 1765, constituyó una advertencia a las autoridades sobre la conveniencia de reforzar las guarniciones militares. Por su parte, Bogotá no tuvo esa advertencia. León y Pizarro, el homólogo en Quito de Gutiérrez de Piñeres, era firme partidario de que la reorganización del ejército debía preceder a los cambios fiscales. Lo era también el virrey Flórez en Bogotá, pero Gutiérrez de Piñeres rechazó de plano su opinión. Cuando en 1781 estalló la Revolución de los Comuneros en la Nueva Granada, la única guarnición de soldados profesionales en las provincias de Santa Fe y Tunja
Un análisis de esos levantamientos indios locales en el siglo XVIII es el tema de una tesis doctoral que está redactando Segundo Moreno en la universidad de Bonn. 5 Pedro Fermín Ceballos, Resumen de la historia del Ecuador, 10 vols. (Quito, 1972), 4:94-103; Federico González Suárez, Historia general de la república del Ecuador. 9 vols. (Quito, 1890-94), 5:206-66; Lewin, Túpac Amaru. págs. 126-29. 4
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consistía en una guardia de 75 soldados estacionados en la capital. No había milicias provinciales en funcionamiento. A su vez, León y Pizarro contaba con una fuerza disciplinada de unos 2.610 soldados en la sierra y 1.540 estacionados en Guayaquil. Allan J. Kuethe insinúa que, aunque no pueda demostrarse una relación directa entre la preparación militar y la tranquilidad interna, existe entre las dos una sorprendente correlación. En el distrito de Popayán, situado en el sur de la Nueva Granada, donde ya se había producido parcialmente una reorganización del ejército, no se presentaron disturbios.6 De ahí que la explicación, así sea parcial, para la tranquilidad de Quito se basa en la interacción de estas tres circunstancias: 1) la dispersión del descontento indígena en una serie de revueltas locales durante un largo periodo de tiempo, 2) el motín del ron en 1765, y 3) la reorganización del ejército.
Don Ambrosio Pisco, príncipe de Bogotá y señor de Chía Nada ejemplifica tan vivamente los contrastes entre los alzamientos indios en el Perú y la Nueva Granada como las personalidades y las trayectorias de Túpac Amaru II y Ambrosio Pisco, jefe titular de los indios de las provincias de Santa Fe, Tunja, Vélez y Sogamoso. Ambos pretendían ser descendientes directos de las monarquías anteriores a la Conquista, y a que se les reconociera como tales. Ambos tenían antepasados españoles, y eran por tanto mestizos. Ambos tenían fortunas modestas derivadas primordialmente de recuas de mulas con las que transportaban mercancías. Aquí concluye el paralelo. Ambrosio Pisco era un negociante muy exitoso que no mostró interés por la política hasta que lo atraparon los dramáticos sucesos de 1781. Túpac Amaru, por su parte, había pasado quince años como vocero espontáneo de la comunidad indígena antes de tomar en 1780 la vía de la revolución. El entonces fiscal de la audiencia, Francisco Antonio Moreno y Escandón, a fines de los años 1770 había exhortado a Pisco para que asumiera la jefatura activa de la comunidad indígena, pero Pisco prefería dedicarse a sus empresas comerciales.7 No cabe duda de que el fiscal esperaba que la intervención de
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Kuethe, “Military Reform”, págs. 94, 116-117. Pisco al fiscal (sin fecha, tal vez finales de junio de 1781), AHN, Caciques e Indios, 26:1-10.
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Pisco tranquilizara a los ya inconformes indígenas, resentidos por su política de consolidación de los resguardos. A pesar de ser indio, la fortuna de Pisco era mucho mayor que la de la mayoría de los criollos, socialmente superiores, que dirigieron el movimiento. En Güepsa, donde solía residir, poseía una hacienda bien provista de ganado vacuno y de mulas, y era también administrador de los monopolios de aguardiente y tabaco, cargo por lo general reservado a ciudadanos ricos o socialmente prominentes. En Moniquirá y en la calle real de Bogotá poseía lucrativas tiendas de lienzos. Además, manejaba recuas para el transporte de mercancías.8 Había consagrado su carrera a la agricultura y al comercio, con lo que había acumulado una sólida fortuna. La última carta suya de que se tiene noticia, escrita poco antes de su muerte, cuando estaba desterrado en Cartagena, se refería a una deuda de diez pesos.9 Su abuelo paterno, don Luis Pisco, y su hermano mayor, don Ignacio Pisco, habían sido caciques hereditarios de Bogotá. Su esposa y prima hermana era también nieta de don Luis Pisco.10 Los Piscos remontaban su origen a la realeza de la preconquista y eran muy respetados en toda la región donde antes dominaran los chibchas. En el periodo colonial ocupaban posiciones duales. Como caciques de Bogotá tenían un título cuya legitimidad provenía de sus antepasados chibchas. También sirvieron frecuentemente como gobernadores de Chía.11 Antes de la Conquista el heredero al trono chibcha poseía el título de señor de Chía, pueblo situado a unos veinte kilómetros al norte de Bogotá. Sin embargo, después de la Conquista el gobernador de Chía era un burócrata nombrado por el corregidor local y responsable ante él. El último cacique de Bogotá que mantuvo el prestigio y la pompa del título fue don Luis, 8 Inventario de sus bienes, 4 de septiembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 14:16-21. El 4 de septiembre de 1781 fue detenido y juzgado por la audiencia por su papel en el movimiento de los comuneros. Algunos documentos claves del juicio fueron publicados por Posada, Los Comuneros, págs. 434-443. El volumen 14 de la colección de Los Comuneros en el AHN contiene una documentación completa del litigio. En adelante me referiré a esa colección. 9 Ambrosio Pisco a José Ignacio Ramírez, Cartagena, 25 de octubre de 1782, colección de Horacio Rodríguez Plata en la Casa de la Cultura, Socorro. 10 AHN, Caciques e Indios, 26:1-10. 11 Para algunas referencias a los Piscos como gobernadores de Chía ver ibíd., fs. 955-57 (1709) y 49:197-214 (1734).
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el abuelo de Ambrosio Pisco. Rico y elegante, vivía tan a lo grande como para impresionar a sus seguidores indígenas y a algunos observadores españoles.12 Pero en 1781 el cacicazgo se había reducido a unas pocas aldehuelas en las cercanías de la capital. En contraste con el Perú, donde la nobleza india era todavía rica y numerosa, los caciques, en cuanto tales, habían desaparecido virtualmente de las provincias de Santa Fe y Tunja en 1781.13 Ambrosio Pisco, por ejemplo, seguía siendo rico, pero no porque fuera cacique, sino porque vivía como un criollo o un mestizo. Ambrosio Pisco tenía solamente dos calificaciones para el mando. Una era el accidente de su ancestro.14 La otra era su sustancial fortuna, que inspiraba confianza tanto a los criollos como a los indios. Mientras más se examina su breve y patética trayectoria, más parece haber sido atrapado por una cadena de acontecimientos que escapaban a su control. Fue escogido no una sino dos veces para el papel de jefe titular de los indios: por los criollos y por los indios. Estas aclamaciones arrojan buena luz sobre la naturaleza de la revolución indígena, por una parte, y sobre la de la coalición multiétnica, por la otra. En marzo de 1781 Ambrosio Pisco contaba cuarenta años.15 El primer domingo después de Pascua las tropas comuneras del Socorro llegaron a su pueblo natal de Güepsa. Se produjo un motín con las características usuales, en el que se quemó tabaco del monopolio real y se derramaron a las calles las cubas de aguardiente. La reacción de Ambrosio Pisco fue típica de muchas de las gentes acomodadas de la época. Desconcertado, se ocultó en la residencia del cura local. Por su propia iniciativa Pisco fue luego a Puente Real de Vélez a reiterar su lealtad a la causa del rey, ofreciendo sus servicios al oidor Osorio y al corregidor Campuzano. Prometió que le suministraría al oidor mulas, caballos y
12 Filippo Salvatores Gilij. Ensayo de historia americana, o sea la historia natural, civil y sacra de los reinos, y de las provincias de tierra firme en la América meridional (Bogotá, 1960). Gilij era un jesuita italiano que estuvo en Bogotá entre 1743 y 1749, antes de servir durante muchos años en las misiones del Orinoco. 13 En la voluminosa sección del AHN titulada Caciques e Indios, hay relativamente pocos casos acerca de sucesiones de cacicazgos. 14 Para su sucesión ver AHN, Caciques e Indios, 26:1-10. 15 Nació en Chía en 1737, ibíd., 26: 1-10.
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carne. Buen negociante como era, anticipaba una buena utilidad. Después de regresar a Güepsa para cumplir el contrato, recibió varias amenazas inquietantes de capitanes comuneros en el sentido de que si no se les unía sería asesinado y confiscadas sus propiedades. Tras esconder algunos de sus bienes muebles en la casa cural, nuevamente se ocultó. El 7 de mayo su esposa recibió una carta de los capitanes comuneros Pedro Fabio de Archila, Melchor de Rueda y el sargento Pimentel en la que amenazaban tanto sus bienes como su vida si no se les unía para sitiar a las acorraladas fuerzas del oidor Osorio en Puente Real. Completamente intimidado, Ambrosio Pisco se unió a la causa de los comuneros, y volvió a Puente Real. Sostenía no haber participado activamente en los motines que llevaron a la rendición de Osorio.16 La victoria de Puente Real convirtió una pequeña rebelión local en el Socorro en una posibilidad mucho más intimidante. Mientras estaba en Puente Real, Ambrosio Pisco fue proclamado capitán de la “empresa”. Así comenzó el proceso por medio del cual la jefatura de los comuneros lo eligió jefe titular del contingente indio en la coalición. Lo que comenzó en Puente Real lo completó después, en Zipaquirá, Juan Francisco Berbeo. El capitán regresó a su pueblo de Güepsa, obviamente desdichado y reticente ante su nuevo papel político. Reuniendo todo su coraje, que no carecía de límites, hizo caso omiso de las amenazas de los jefes comuneros, y de Güepsa salió para Bogotá con una recua cargada de algodón, telas y azúcar. Evidentemente, pensaba que en la capital podría escapar a las presiones que se estaban acumulando sobre él.17 Si ese era su propósito, resultó infortunado el no haber huido sin la recua y las mercancías. Pero al parecer no podía resistir la tentación de ganarse unos pesos. Camino a la capital, en el Boquerón de Simijaca los indios lo aclamaron como jefe, con entusiasmo delirante. Lo obligaron a iniciar lo que habría de convertirse en marcha triunfal por las aldeas indias de Susa, Ubaté y Nemocón, hasta llegar a Zipaquirá. Por doquier los indios lo agasajaban con
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Ver confesión de Pisco, AHN, Los Comuneros, 14: 28-35. Ibíd.
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tambores, cohetes y cornetas. En algunas localidades los aborígenes entusiasmados besaban los estribos de su montura y lo aclamaban como un ángel enviado por Dios para liberarlos de la opresión. Lo proclamaron “príncipe de Bogotá” y “señor de Chía”.18 Los indios, tanto tiempo maltratados, veían en Ambrosio Pisco a un salvador, aunque él se viera apenas como un comerciante y un agricultor. Asumió con vacilaciones su nuevo papel político. Con el argumento falso de que su abuelo había hecho otro tanto, lo persuadieron a que firmara una carta con el doble título de príncipe de Bogotá y señor de Chía.19 Los caciques indios disfrutaban de varios honores, entre ellos el derecho a usar el título de don y todos los otros privilegios acordados tradicionalmente a los hidalgos de Castilla. Sin embargo, a los caciques les estaba prohibido específicamente utilizar el título de señor, y menos aun el de príncipe, ya que en la jurisprudencia española ambos denotaban claramente soberanía política.20 En Ubaté las autoridades españolas acusaron a Ambrosio Pisco de haberles ordenado a los indios que no pagaran su tributo anual. En su defensa Pisco alegó que la orden no había procedido de él sino de José Antonio Galán, quien unos días antes había pasado por ese pueblo. Todo cuanto él hizo fue confirmar la orden de Galán, mientras la audiencia no decidiera otra cosa.21 Pisco negó rotundamente el cargo formulado contra él por el fiscal de la audiencia Manuel Silvestre Martínez de haberles prometido a los indios la devolución de sus ancestrales salinas en Nemocón –expropiadas pocos años atrás– “así le costara la fortuna y la vida”. Al abogar por un tratamiento justo de los aborígenes, admitió haberles expresado a los indios de Nemocón su esperanza de que la audiencia les devolviera las minas de sal.22 Acusado por el fiscal de haber exigido tributo a los indios, Pisco alegó que se lo habían ofrecido voluntariamente en varias ocasiones.23 Declaración de Cabrera, ibíd., fs. 10-14; confesión de Pisco, fs. 28-35. Abogado de Pisco, 19 de diciembre de 1781, ibíd., fs. 39-42. La carta aparece publicada en Posada, Los Comuneros, pág. 440. 20 Fiscal a la audiencia, 16 de octubre de 1781, AHN, Los Comuneros, 14:36-39. El abogado de Pisco así lo reconoció, ibíd., fs. 39-42. 21 Ibíd., fs. 28-42. 22 Calderón, Elementos, págs. 371-409. 23 AHN, Los Comuneros, 14:28-42. 18 19
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Los acontecimientos estaban impulsando al reticente mercader a desempeñar con más audacia su nuevo papel. En el mes de junio, tras la conclusión de las capitulaciones de Zipaquirá, le hizo solicitud formal a la audiencia para que lo reconociera como sucesor legal de su abuelo y de su hermano como cacique de Bogotá. En su petición planteaba implícitamente la pretensión a la jefatura en toda la región chibcha, y pedía que la jurisdicción del cacicazgo se ampliara hasta incluir las provincias de Santa Fe, Tunja, Vélez y Sogamoso.24 Aunque ostensiblemente Pisco hizo la solicitud en su propio nombre, la verdadera iniciativa provenía tanto de los indios como de los dirigentes criollos del movimiento de los comuneros. Los indios deseaban un jefe, un reyezuelo si se quiere, con pretensiones a la legitimidad anterior a la Conquista, y que les sirviera de vocero y de comandante. Los criollos necesitaban un jefe eficaz pero manejable para el contingente indio en su coalición multiétnica. Se daban bien cuenta de la honda insatisfacción de la comunidad indígena. No descartaban, y probablemente la exageraban, la posibilidad de que el malestar pudiera llevar a la violencia, la destrucción de propiedades privadas e incluso a un alzamiento social de mayores alcances. Para ellos Ambrosio Pisco era un candidato ideal a la jefatura de los indios. Estos lo aceptaban con entusiasmo; era un indio hispanizado sin verdadero ímpetu político, y de hecho demostró ser un instrumento maleable para encauzar la cólera de los indios. Durante los días febriles que precedieron a la firma de las capitulaciones de Zipaquirá el 7 de junio, Pisco sirvió de alguacil para impedir que el descontento de los indios se desbordara en violencia. El que los airados indios no se dedicaran al pillaje y al saqueo en gran escala se debe en buena parte a sus esfuerzos.25 Hombre acaudalado, que vivía como un blanco y que carecía de
Ibíd., también AHN, Caciques e Indios, 26:1-10. Tal era la meditada opinión del arzobispo: Caballero y Góngora a Gálvéz, 15 de octubre de 1782, AGI/ ASF 594. Para otras interpretaciones de Ambrosio Pisco que en varios aspectos difieren de la mía ver: CA, 1:286-88, 293-98, 2:92-93, 136-37, 223-24; Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 470-73; Arciniegas, Los Comuneros, págs. 141-48. Sólo se presentó un motín violento, en el que varios indios perdieron sus vidas, el 1º de septiembre en Nemocón, varias semanas después de Zipaquirá. Si bien el incidente precipitó la detención y el juicio de Pisco por parte de la audiencia tres días después, Pisco se encontraba entonces en Bogotá, no en Nemocón. Tampoco la audiencia lo acusó de participación en el motín. Para el motín de Nemocón ver CA, 2:137-38. 24 25
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verdadero interés por la política, don Ambrosio no podía desempeñar papel distinto del de pacificador. De ahí que el proceso de ganarse a Ambrosio Pisco para los criollos, iniciado en Puente Real, culminara en Zipaquirá. Durante las tormentosas negociaciones allí, cuando la muchedumbre gritaba y vociferaba frente a la casa cural, Ambrosio Pisco actuó obedientemente como vocero titular de los indios. Las capitulaciones contenían algunas concesiones significativas para mitigar el descontento de aquellos pero el contenido y el alcance de éstas fue determinado evidentemente por los dirigentes criollos, no por Pisco.26 En suma, la revolución de los indios de las provincias de Santa Fe, Tunja, Vélez y Sogamoso fue profundamente tradicionalista. Aunque la legitimidad de Ambrosio Pisco se basaba en ser descendiente de la monarquía de la preconquista, los indios no trataban de repudiar la cultura hispánica. No rechazaban a la Iglesia ni a sus ministros, a quienes se sentían honda, aunque supersticiosamente vinculados, y aunque protestaran contra algunas ex acciones cometidas por el clero. Existían la devolución de sus resguardos y de las salinas, que les habían sido otorgadas siglos atrás por las autoridades españolas. Por encima de todo, anhelaban desesperadamente conservar su identidad como comunidad autónoma dentro de una sociedad multiétnica. Su protesta no se dirigía contra la sociedad hispánica dentro de la cual vivían. Exigían más bien que esa sociedad viviera conforme a los principios que profesaba.27
Rebelión en los llanos En las planicies cálidas que comienzan en las estribaciones de la cordillera oriental de los Andes, los llanos orientales, se produjo en 1781 una revolución indígena más radical. La provincia de Los Llanos de Santiago de las Atalayas estaba al oriente de la cordillera Oriental, al nordeste de Tunja y al sudeste del Socorro. La variable clave para determinar la naturaleza tradicionalista o radical de estos alzamientos es el grado de hispanización de los aborígenes. 26 El papel de Pisco en Zipaquirá se relatará en el capítulo 11. El capítulo 12 contiene un análisis detallado de las concesiones otorgadas a los indios en las capitulaciones. 27 La protesta de los indios coincide en gran parte con el modelo de Eric J. Hobsbawm en Primitive Rebels (Nueva York, 1963).
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Hasta la segunda mitad del siglo XVIII los llanos habían estado muy aislados de los valles del altiplano, y había muy pocos colonos españoles. Estas llanuras, sujetas a frecuentes inundaciones, comenzaron a vincularse a la economía de las tierras altas cuando se abrió un camino por Cáqueza que permitía llevar a las tierras altas el ganado flaco de los llanos. Los jesuitas fundaron varias ganaderías lucrativas antes de su expulsión en 1767, las cuales fueron rematadas por la audiencia entre los criollos ricos de Bogotá. Entre los compradores estaba el opulento y discutido marqués de San Jorge de Bogotá. Él contribuyó a financiar la expedición encabezada por José Antonio Villalonga, que restauró la hegemonía española en la región después de la revuelta de los comuneros.28 El gobernador de la provincia en 1781 era don Luis de Caicedo y Flores Ladrón de Guevara, miembro de un clan importante de burócratas criollos en Bogotá. La rebelión se extendió por los llanos en 1781. Los rebeldes hicieron huir al gobernador Caicedo. Sus propiedades personales, cargadas en una recua escoltada por dos sacerdotes, fueron confiscadas por un grupo de indios hostiles. Pueblos y asentamientos como Pore, Chire, Támara, Ten, Manare, Paya, Cravo, Pista y Labranzagrande se levantaron. Se movilizaron mil quinientos indios mal armados. Varios colonos blancos fueron sitiados en sus casas. La hostilidad de los indios estaba dirigida contra los colonos blancos, muchas de cuyas propiedades fueron destruidas. La revolución de los llanos no sólo fue antiblanca sino ferozmente anticlerical. Ninguna de esas dos actitudes se manifestó entre los indios del altiplano, mucho más hispanizados.29 Antes de 1767 esta región, muy poco poblada, había sido territorio de misiones de los jesuitas. En 1779 la población total de la provincia llegaba tan sólo a 21.159 personas, de las cuales 14.627 estaban clasificadas como indios. Había 1.305 blancos, 6.109 mestizos y 118 esclavos.30 Después de la expulsión de la Compañía de Jesús ocuparon su lugar los dominicos, los franciscanos y
José Villalonga a Carlos III, 28 de junio de 1784, en Posada, Los Comuneros. págs. 425-30. Las principales fuentes primarias están en AHN, Los Comuneros, 6:49-62. 30 Silvestre, Santa Fe de Bogotá. págs. 44-46. 28 29
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los agustinos.31 Los aborígenes habían sido cristianizados sólo a medias por los jesuitas, y sus sucesores eran ostentosamente ineficaces. Los neófitos mostraban intensa hostilidad por sus mentores espirituales. Los indios airados atacaban las iglesias y obligaban a huir al clero. Diseminaron la noticia de que su nuevo rey, el inca Túpac Amaru, les enviaría sacerdotes que no los oprimieran. Los jefes indios les decían a sus seguidores que no tenían por qué ir a misa o acudir a las clases de catecismo a menos que lo quisieran, “porque ya los curas no podían obligados a cosa alguna”.32 En las localidades donde los hombres estaban siempre alejados de sus casas, cuidando los ganados, los indios nombraron capitanas. Un sorprendido clérigo se lamentaba: En fin, esta provincia parece la confusión del infierno: todos mandan, todos se contradicen, no se oye ni se ven sino atentados, prueba de ello es la puerilidad que han cometido de nombrar mujeres Capitanas, las que se han empleado en hacer mal a las mujeres forasteras [peninsulares].33
Aunque los indios depusieron a varios regidores y alcaldes ordinarios blancos, y obligaron a huir al gobernador de la provincia, el caudillo visible de la rebelión fue un rico ganadero blanco, Francisco Javier de Mendoza. Mendoza recibió una comisión del consejo supremo de la guerra en el Socorro, el que obviamente procuraba explotar el descontento de los indios. Pero es claro que los indios de los llanos no eran tan dúctiles como los del altiplano. Aunque el capitán Francisco Javier de Mendoza se quejaba de no poder responsabilizarse personalmente de la mala conducta de los indios, probablemente tenía más control sobre sus seguidores del que quería admitir en público. Como todo el mundo en 1781, se estaba cubriendo los flancos en
José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, 5 vols., (Bogotá, 1956) 2:128-146; Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 315-22. El historiador jesuita Juan Manuel Pacheco, autor de la bien documentada obra Los jesuitas en Colombia, todavía no llegado al siglo XVIII. 32 CA, 1:253. 33 Ibíd., pág. 252. Ver también el texto completo de esta carta en AHN, Los Comuneros, 6:53-56. 31
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caso de que la “empresa” fracasara. Las pruebas circunstanciales que apoyan esta hipótesis provienen de dos sucesos extraordinarios. Los capitanes generales de la pequeña aldea del Cocuy, en la parte norte del actual departamento de Boyacá, enviaron una carta enardecida a las aldeas de Támara, Ten y Manare en los llanos. Invocaban el nombre mágico de Túpac Amaru como nuevo rey coronado de todas las Indias: Les participamos cómo hay coronado Rey nuevo en las Indias, y se llama el poderoso don Josef Francisco Tupa Amaro, y dicen viene quitando todos los pechos, y las demoras las hemos quitado nosotros a repulsa, quebrando botijas de aguardiente y quemando tabaco; y al Administrador de la Salina le hemos quitado el dinero y 10 hemos vuelto a sus dueños; y así les avisamos que si el Gobernador les cobra las demoras no se las den, y si los quisiere castigar por eso, levántense contra él, y si no 10 hacen así nosotros vamos a Santa Fe a hacerles la guerra a los santafereños, y si cuando volvamos no lo han hecho así, iremos contra ustedes a hacerles la guerra. Les participamos que se han levantado muchos lugares: ciudad de Vélez, villa de San Gil, el Cocuy, Mogotes, Santa Rosa y otros muchos lugares.34
Ocho días antes, el 15 de mayo, en el lejano Cuzco el “rey” Túpac Amaru había encontrado una muerte cruel a manos de las autoridades españolas, pero el acontecimiento, por supuesto, no se conocía todavía en la Nueva Granada. Cuatro semanas después, en la aldea montañosa de Silos, el Inca era aclamado una vez más como monarca del Nuevo Mundo. Estas dos proclamaciones ameritan un análisis cuidadoso, ya que revelan cómo los jefes criollos del Socorro y Bogotá estaban al parecer manipulando, en beneficio de sus propios intereses, el descontento de los indios.
Derrocamiento de Carlos III de España: el Manifiesto de Silos El 14 de junio de 1781, en la pequeña aldea de Silos, en las montañas al sudoeste de la ciudad de Pamplona, se produjo uno de los acontecimientos más
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extraordinarios en la historia del imperio español. Carlos III, rey de España y emperador de las Indias, quedaba destronado y se proclamaba a Túpac Amaru II del Perú Inca y rey de toda la América del Sur española. En tono altisonante decía la proclamación: “Don José I, por la gracia de Dios, Inca, Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Aires y continente, de los mares del sur, Duque de la superlativa, Señor de los Césares y Amazonas, con dominio en el gran Paitití, comisionado y distribuidor de la piedad divina por el erario sin par. “Por cuanto es acordado por mi consejo en junta prolija, por repetidas ocasiones, ya secretas y públicas, que los reyes de Castilla han tenido usurpada la corona y los dominios de mis gentes cerca de tres siglos, pensionándome los vasallos con insoportables gabelas y tributos, sisas, lanzas, aduanas, alcabalas, estancos, contratos, diezmos, quintos, virreyes, audiencias, corregidores y demás ministros, todos iguales en la tiranía, vendiendo la justicia en almoneda, con los escribanos de esta fe, a quien más puja y a quien más da, entrando en esto los empleados eclesiásticos y seculares del Reino, quitando vidas a sólo los que no pudieron o supieron robar, todo digno del más severo reparo. “Por tanto, y por los justos clamores, que con generalidad han llegado al cielo, en nombre de Dios todopoderoso, mando que ninguna de las pensiones se obedezca en forma alguna, ni los ministros europeos intrusos, y sólo se deberá todo respeto al sacerdocio, pagándole el diezmo y la primicia inmediatamente, como se da a Dios, y el tributo y quintos a su Rey y señor natural, y éste con la moderación debida, y para el más pronto remedio, y guarda de todo lo susodicho, mando se reitere y publique la jura hecha de mi real corona, en todas las ciudades, villas y lugares de mis dominios, dándonos parte con toda brevedad de los vasallos prontos y fieles, para el premio, e igual de los que se rebelaren, para la pena que les compete, remitiéndonos la jura hecha”.35
35 Briceño, Los Comuneros, págs. 139-40. Cárdenas Acosta da como fecha del manifiesto de Silos el 14 de junio, mientras que Briceño lo fecha el 24 de mayo. La versión de Cárdenas Acosta del manifiesto de Silos es mucho más breve que el texto de Briceño, “¡Que viva el rey de Inga y
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Este documento, con sólo modificaciones menores al texto, había sido encontrado cinco semanas antes, el 6 de abril, en el equipaje de Túpac Amaru tras su captura por los españoles. En el proceso subsiguiente el fiscal lo citó como prueba de que Túpac Amaru era un traidor, cuyo propósito deliberado era derrocar la soberanía de la corona española. Hay un hecho incontrovertible. Túpac Amaru nunca dio a conocer este manifiesto. El hecho ha llevado a ciertos historiadores a concluir que el documento era un fraude, perpetrado por un acusador excesivamente celoso y con el fin de asegurar la condena.36 Si bien probablemente jamás podrá establecerse de modo concluyente la autenticidad del manifiesto con las pruebas de que se dispone, los españoles no necesitaban acudir a falsificaciones para condenar a Túpac Amaru. Este había perpetrado actos suficientes para justificar su ejecución, desde el punto de vista de un español realista. Algunos historiadores de la revolución de Túpac Amaru, como Boleslao Lewin y Daniel Valcárcel, defienden con vehemencia la autenticidad del manifiesto de Silos. Sin embargo, su entusiasmo proviene en muy buena parte de la ardiente convicción de que Túpac Amaru era partidario de la independencia política.37 Pueden hallarse en lo cierto por razones desacertadas. Aunque sea plausible la autenticidad del documento, no se sigue de ahí forzosamente que Túpac Amaru propugnara la emancipación política de España. Si un gesto tan extremo podría complacer a los elementos más radicales dentro de las masas indígenas, con certeza retraería a los caciques indios, para no hablar de los criollos y de los mestizos, a quienes Túpac Amaru cortejó asiduamente pero en vano. Un análisis más admisible sería el de que el manifiesto de Silos era, en términos modernos, un documento de trabajo redactado por algún miembro del séquito de Túpac Amaru, una alternativa extrema que éste no se atrevió a asumir.
muera el rey de España y todo su mal gobierno y quien saliese a su defensa!” (CA, 2:92). Este texto está incluido en un despacho de Flórez a Gálvez, 31 de diciembre de 1781, AGI/ASF 577-B. La fuente para el texto de Briceño está en la Lilly Library, universidad de Indiana. 36 Manuel de Mendiburu, Diccionario histórico-biográfico del Perú, 8 vols. (1874-90), 8: 138; Fisher, The Last Inca. págs. 134-35. 37 Lewin, Túpac Amaru. págs. 425-29; Valcárcel, Túpac Amaru, págs. 176 ss.
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Dejando aparte el controvertible asunto de la autenticidad, resulta verdaderamente desconcertante que en cinco semanas el documento hubiera recorrido centenares de kilómetros desde Cuzco hasta la remota y oscura aldea de Silos. Pueden hacerse conjeturas, pero estas desembocan en lo mismo. Hubo colusión en los altos mandos. El documento no fue publicado entonces porque el juicio era secreto. Túpac Amaru no fue sentenciado hasta el 15 de mayo. La única conclusión posible es que alguien, con acceso al expediente secreto, le envió una copia a alguien en Bogotá, quien a su vez la mandó a Silos. En el capítulo 5 se dijo algo sobre las líneas de comunicación entre el Socorro y Bogotá, y entre Bogotá y Lima. El fiscal Vélez de Guevara y Suescún no intervenía directamente en el proceso de Túpac Amaru, pero tenía acceso a todos los documentos gubernamentales. Si en este caso concreto el conducto no fue el fiscal, alguien, también con un cargo alto en la audiencia de Lima, desempeñó ese cometido. La proclamación de Túpac Amaru en el Cocuy el 24 de mayo y en Silos el 14 de junio tiene una explicación plausible, aunque no demostrable, en la guerra de nervios que hábilmente estaba librando Juan Francisco Berbeo para forzar a las autoridades de Bogotá a negociar un arreglo satisfactorio. La proclamación de Túpac Amaru en la aislada aldea de Silos le daba a Berbeo y a sus compañeros una espléndida oportunidad para reafirmar su lealtad al rey, en contraste con las violentas críticas a sus ministros. A los cuatro días de la proclamación en Silos, los capitanes comuneros en el Socorro la repudiaron públicamente como grave insulto a la persona de Carlos III, a quien le ratificaron lealtad incondicional.38 El 18 de junio en el Socorro, por supuesto, se habían recibido nuevas de que las capitulaciones habían sido firmadas en Zipaquirá el 7 de junio anterior. Los criollos tampoco necesitaban invocar el nombre de Túpac Amaru para dar a los indios un nombre simbólico en torno al cual congregarse. Ambrosio Pisco era entonces un instrumento flexible en manos de los criollos para encauzar el descontento indio. 38 Ver la proclamación de los capitanes del Socorro, 18 de junio de 1781, anexa a Flórez a Gálvez, 31 de diciembre de 1781, AGI/ASF 577-B.
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El comando local en el Cocuy y en Silos estaba constituido por hombres que en gran medida debían sus nombramientos al supremo consejo de la guerra en el Socorro. Ninguno de los capitanes locales, por su propia autoridad, se hubiera atrevido a dar un paso tan osado como el de destronar a Carlos III. La inferencia está clara pero no puede demostrarse. Para plantear una hipótesis atrevida, Berbeo pudo haber situado los dos manifiestos en lugares remotos y aislados a fin de enviarle un mensaje inequívoco a Bogotá. Podría haber estado advirtiendo a las autoridades que, de no hacerle concesiones al movimiento moderado de los criollos, la protesta podría radicalizarse en forma de un movimiento para repudiar la autoridad de la corona española. Como se verá más adelante, Berbeo era muy capaz de ese maquiavelismo: hizo otras jugadas así para convencer a Bogotá de que entrara en razón. Basta con lo dicho sobre los orígenes del manifiesto. Queda por examinar su contenido ideológico. Una característica que salta a la vista es la del “imperialismo virreinal” peruano.39 Don José I reclama la soberanía en toda la América del sur española: Perú, Nueva Granada, Quito, Chile y Buenos Aires. Pero, en la realidad histórica, el imperio inca no se extendía a la Nueva Granada al norte ni a Buenos Aires al sur. Así, el soberano inca trata de reconstruir no las fronteras anteriores a la Conquista sino más bien las fronteras del virreinato del Perú antes de que su jurisdicción se viera reducida sustancialmente con la creación de los virreinatos de la Nueva Granada en 1739 y de Buenos Aires en 1776. La reorganización territorial de la América del Sur, que redujo el virreinato de Lima a lo que es hoy la república del Perú, fue ciertamente un factor para la decadencia económica del Perú durante el siglo XVIII. El manifiesto de Silos pretendía cancelar las innovaciones virreinales de los Borbones y restaurar la preeminencia de que disfrutó el Perú bajo los Habsburgos. Resulta difícil entender cómo esa pretensión podría tener algún atractivo en la Nueva Granada. El alcance ideológico fundamental del manifiesto es la imagen tradicional de la tiranía expuesta ampliamente por los teólogos neoescolásticos españoles en los siglos XVI y XVII, el meollo de una argumentación que ampliarían, una generación después, los partidarios de la independencia. Durante casi trescientos
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años España había ejercido una doble tiranía sobre América, la fiscal y la burocrática, dentro de un régimen injusto al que había que derrocar. El manifiesto acusaba pertinentemente al régimen español de venalidad, y rechazaba el mito fundamental del rey como fuente de toda justicia. Sus ministros estaban tan corrompidos que no había justicia que no pudiera comprarse. Además, el manifiesto expresa sentimientos ásperos contra los chapetones. Ahí está implícita pero vigorosa la idea que todos los americanos, fuesen criollos, mestizos o indios, deberían unirse “contra los magistrados europeos intrusos”. El manifiesto anticipa la fórmula victoriosa de Simón Bolívar. Todos los americanos comparten una misma patria y un futuro común. Sin embargo, el programa del manifiesto de Silos no constituye un repudio total al programa fiscal del régimen colonial español. El quinto real, el impuesto tradicional a la minería, debería conservarse como una de las principales fuentes de ingreso para el nuevo régimen inca. Tampoco los indios se negarían a pagar el tributo. Dado que el movimiento de Túpac Amaru era vigorosamente adicto a la Iglesia católica, se seguirían recolectando los diezmos, principal fuente de ingreso para el episcopado y el clero secular. Lo que rechazaba explícitamente el manifiesto de Silos era el nuevo programa fiscal de Carlos III. Se rechazaban enfáticamente los intentos de recolectar con mayor eficacia los gravámenes ya existentes y el aumento de las exacciones tradicionales. La utopía implícita en la proclamación de Silos era un retorno a la edad de oro de los Habsburgos, cuando había unos cuantos impuestos que no resultaban agobiadores.
La utopía de los negros Una utopía más había de emerger en la crisis de 1781. En contraste con los criollos, que aspiraban al autogobierno, o de los plebeyos, que soñaban con menores impuestos, o de los indios, que luchaban por preservar su identidad étnica, la utopía de los negros era el anhelo de obtener la libertad personal. La expresión más interesante del descontento negro en el Nuevo Reino de Granada en 1781 fue un proyecto que no se realizó. Los esclavos negros de toda la provincia, hasta Rionegro, en el sur, quizás unos cinco mil en total, habían de reunirse y marchar sobre Santa Fe de Antioquia, la entonces capital, para 160
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exigirles al gobernador y al cabildo la promulgación de una real cédula que les otorgara la libertad a todos los esclavos. Si quedaban libres, prometían los esclavos, pagarían un tributo anual, “como si fueran indios”.40 Expresaban también su voluntad de trabajar como hombres libres para sus antiguos dueños, con el salario corriente de dos “tomines” al día. Se habló entre los esclavos de que si las autoridades no promulgaban la cédula, aquellos huirían a un sitio inaccesible y establecerían un palenque, una comunidad de esclavos fugitivos. Pero también esta alternativa incluía el compromiso de pagarle un tributo anual a la corona. La marcha nunca se llevó a cabo. Fue traicionada; como han desaparecido todos los documentos, se desconoce la suerte de sus dirigentes, todos ellos esclavos criollos y muchos mulatos. El mito de la real cédula que, se decía, le otorgaba la libertad a todos los esclavos –una cédula que las autoridades locales tercamente se negaban a publicar– obtuvo gran aceptación entre los esclavos de la Nueva Granada y de Venezuela durante el siglo XVIII y comienzos del XIX.41 Pero su origen nunca ha sido explicado satisfactoriamente. Es más fácil elucidar su significado. La popularidad de la mítica cédula es una prueba dramática de que muchos esclavos, aunque ciertamente no todos, aceptaban el mito básico del sistema imperial español acuñado en el lema tradicional: “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Lo más sorprendente es la modestia de las exigencias negras. Claro está que pedían su libertad pero se ofrecían a seguir trabajando para sus dueños y a pagar un tributo anual. Los esclavos no propugnaban una revolución social: aspiraban tan sólo a ascender un escalón en la jerarquía social. Los esclavos pedían que se les tratara como a los indios quienes, aunque, libres en términos legales, no estaban en el mismo pie de igualdad con los criollos y los mestizos. El carácter reformista de las peticiones de los negros puede en buena parte La fuente primaria principal es el juicio de los cabecillas: AHN, Los Comuneros, 8:1-15, 292-439. 41 Para algunos otros ejemplos en 1798 y en 1804 ver Archivo Histórico Nacional del departamento de Antioquia, vol. 332,-docs. 6.330, 6.331. El reverso de la moneda es que la tensión y la discordia se intensificaron durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando los esclavos fugitivos crearon varios palenques. Jaramillo Uribe, “Esclavos y señores”, págs. 38-40, 42-50. 40
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explicarse porque estaban sumamente hispanizados. No querían arrasar el statu quo sino tan sólo mejorar su situación dentro de este. Mientras menos hispanizados más radicales hubieran sido sus exigencias. El abortado levantamiento negro en Antioquia es prueba adicional del carácter moderado de la crisis de 1781. Ahora que hemos examinado las aspiraciones de criollos, plebeyos, indios y negros, es hora de volver a los acontecimientos que llevaron a las capitulaciones de Zipaquirá.
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9. Encuentro en Puente Real de Vélez
Las cuatro semanas que siguieron al 18 de abril pueden considerarse como las más decisivas en la Revolución de los Comuneros. Comenzaron con determinaciones, tomadas tanto en el Socorro como en Bogotá, para ampliar el conflicto mediante el recurso a la fuerza y la coacción, y concluyeron con la revolución institucionalizada, la desmoralización y la rendición del ejército en Bogotá, y el eclipse total del poder del regente visitador general. Una crónica breve de los acontecimientos ayudará a esclarecer el comentario subsiguiente. En el Socorro, el 18 de abril, los capitanes generales, encabezados por Juan Francisco Berbeo, asumieron el mando formal de la “empresa”. Ese mismo día el oidor Osorio salió de Bogotá al frente de una pequeña expedición militar destinada a intimidar a los rebeldes. El 2 de mayo se institucionalizó la estructura política de la revolución con la formación del “supremo consejo de guerra”. Seis días después el oidor Osorio se rindió sin gloria alguna a los comuneros en Puente Real de Vélez. La incapacidad de Bogotá para emplear con éxito la fuerza significaba que un movimiento local de protesta se había convertido en una revolución de considerable alcance territorial, la que puso en peligro, aunque sólo fuera por unas semanas, los fundamentos mismos de la autoridad imperial. El 12 de mayo las autoridades de Bogotá cambiaron de táctica y resolvieron negociar. Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, símbolo odiado de los cambios fiscales, huyó de la capital. Ese vacío de poder lo ocupó el arzobispo de Bogotá, Antonio Caballero y Góngora. El 13 de mayo la recién creada “junta de tribunales”, que ostensiblemente ejercía la autoridad real en ausencia tanto del virrey como del regente visitador general, le otorgó al arzobispo plenos poderes para negociar un acuerdo. Al día siguiente, 14 de mayo, la junta de tribunales derogó en una sesión las principales medidas fiscales de Gutiérrez de Piñeres, las mismas que habían precipitado el estallido de violencia. Las consecuencias de la rendición del oidor Osorio fueron tan resonantes en el campo de los comuneros como en Bogotá. El 17 de mayo Tunja se unió
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al movimiento. Otro tanto hicieron los indios. Parecía estar libre el camino a Bogotá. El 14 de mayo, día en que Caballero y Góngora salió de Bogotá para negociar un arreglo, Juan Francisco Berbeo partió del Socorro en su inexorable marcha contra Bogotá. El 18 de mayo tuvo lugar en el lejano Cuzco un suceso de gran importancia política y simbólica: fue ejecutado Túpac Amaru. Simbólicamente se anticipaba la restauración última del statu quo en el Nuevo Reino.1 Fueron varios los factores que llevaron a las autoridades de Bogotá a abandonar la conciliación por la coacción. El alcalde Angulo y Osorio había perdido evidentemente el control del Socorro. El corregidor de la provincia de Tunja, José María Campuzano y Lanz, negándose de plano a obedecer las órdenes de encaminarse al Socorro, permanecía en Tunja o en sus alrededores, donde frenética pero eficazmente organizaba una milicia. El 9 de abril la audiencia, todavía bajo el control omnipotente de Gutiérrez de Piñeres, resolvió que un oidor de la audiencia debería conducir una pequeña fuerza desde la capital hasta el Socorro. Tenía instrucciones para alistar a los súbditos leales durante la marcha, de tal manera que llegara al Socorro con un contingente impresionante de seguidores armados, a fin de restablecer el orden. La audiencia le otorgaba plenos poderes para la pacificación de los espíritus, el castigo de los culpables. la recuperación de las rentas reales.2 La expedición estaba condenada al fracaso por una constelación de torpezas y de cálculos equivocados, entre los cuales no fue el menor la selección de José Pardo de Osorio para dirigirla. En su pasivo figuraba destacadamente el hecho de haber llegado hacía muy poco a Bogotá, donde había residido menos de tres meses.3 Era total su ignorancia acerca de la situación en el Nuevo Reino. Además, su salud distaba de ser buena. Cuando servía en la audiencia de Santo Domingo había sufrido al parecer un ataque cardiaco. Poco después de rendirse
Lewin, Túpac Amaru, pág. 495. CA, 2:237. 3 Osorio recibió su nombramiento en España el 7 de diciembre de 1778 pero sólo se posesionó en Bogotá el 25 de enero de 1781. Restrepo Sáenz, Biografías, pág. 384. Consulta, 7 de diciembre de 1778, AGI/ASF 696. 1 2
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a los comuneros, el oidor Osorio cayó enfermo en Ubaté, camino a Bogotá. Nunca llegó a la capital. Murió de hidropesía el 11 de agosto.4 Mapa 1. La Nueva Granada en 1810. Basado en el Atlas Geográfico e histórico de la República de Colombia, grabado V. París, 1889.
Fuente: Laboratorio cartográfico de la Universidad de Wisconsin-Madison
Quien decidió su nombramiento fue Gutiérrez de Piñeres, para quien la reciente llegada de Osorio a Bogotá constituía una ventaja, ya que no tenía nexos con las élites criollas. Además, Osorio gozaba de la confianza personal de José de Gálvez, el ministro de Indias a quien el regente consideraba su protector.5
4 Osorio a Gálvez, 10 de mayo de 1777 en Archivo del General Herrán 2-A, f. 20, Academia Colombiana: de Historia (citado en adelante como Archivo Herrán); CA, 2:353. 5 Gálvez a Osorio, 15 de septiembre de 1776, 20 de mayo de 1778; Osario a Gálvez, 10 de mayo de 1777, 25 de noviembre de 1778, en Archivo Herrán 2-A, fs. 1-10.
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Un error de cálculo más grave todavía fue escoger a Puente Real de Vélez como destino inmediato de la expedición. Su localización era muy favorable, puesto que cerraba el camino del Socorro a Bogotá. Parecía el sitio mejor para que se concentrara una marcha hacia el norte, hacia el Socorro, por el valle del río Suárez. Pero estratégicamente tenía un inconveniente fatal: estaba situado en un valle rodeado de colinas, y su escogencia violaba la máxima militar de carácter universal de que la victoria es para quienes dominan las alturas. Puente Real invitaba a un asedio, y justamente fue eso lo que los comuneros se dispusieron a acometer.6 Cuando el virrey Flórez viajó a Cartagena se llevó consigo a todas las unidades de caballería estacionadas en la capital. Se ha dicho que Osorio podría haber dominado la situación con algunas unidades de caballería, pero la hipótesis, plausible desde el punto de vista militar, es improbable desde el punto de vista político. El descontento era tan acentuado que el oidor Osorio no pudo reclutar voluntarios. Sin una fuerza de apoyo considerable, integrada por milicias locales, unas docenas de jinetes profesionales no hubieran podido influir efectivamente en la trayectoria de los acontecimientos.7 El oidor Osorio, carente de experiencia militar, tenía como segundo a un oficial veterano, el capitán Joaquín de la Barrera. En abril de 1781, la fuerza militar de Bogotá consistía, literalmente, en una compañía. Cuando estalló la crisis, Bogotá sólo pudo reunir a cincuenta infantes veteranos, a los que se sumaron veintidós guardias, de formación profesional muy inferior, procedentes de los monopolios de tabaco y aguardiente.8 Fuera del nombramiento de Osorio y de la elección de Puente Real de Vélez, el tercer error decisivo fue de carácter político. Subestimando crudamente la magnitud del descontento popular, Bogotá supuso, con arrogante ignorancia, que la sola presencia de una expedición de setenta y dos soldados armados sería el agente catalizador para alistar a centenares de reclutas que reducirían al Socorro a obediencia. CA, 1:150. Kuethe, “Military Reform”, pág. 107. Ver también en el capítulo 10 el examen de la batalla de Pie de la Cuesta, cuando los realistas tenían algunas unidades de caballería y los comuneros ninguna. Los primeros ganaron la batalla, pero no obtuvieron la victoria. 8 Ibíd., págs. 106-7; CA, 1:151. 6 7
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Si el garrote era la fuerza militar, también estaba la zanahoria proverbial. El equipaje del oidor Osorio reventaba con 8.000 pesos en monedas de oro y plata, que se suponía habría de repartir juiciosamente para conseguir el apoyo de personajes influyentes.9 En este caso, los fondos secretos resultaron tan ineficaces como la fuerza militar. El oidor Osorio llegó a Puente Real de Vélez después de una marcha de cinco días desde Bogotá, e inmediatamente lanzó un llamado a los cabildos de Pamplona, Tunja, Girón y San Gil, al alcalde mayor de Bucaramanga y al corregidor de Sogamoso.10 Obviamente no se dirigió al cabildo del Socorro, considerado entonces territorio enemigo. Instruyó a los cabildos para que organizaran milicias con ciudadanos dignos de confianza, arrestaran y encarcelaran a los desleales, y se prepararan para enviarle refuerzos cuando los solicitara. La comunicación, la que implicaba iba a restaurar el respeto a la autoridad real por la fuerza de las armas, cayó en oídos sordos. Leiva, que había prometido un contingente de cincuenta hombres, le dio largas al asunto, con el pretexto de que se necesitaban allí para defender los monopolios reales. Uno de los oficiales de Osorio acudió personalmente y trajo consigo cuarenta y seis soldados. Sólo veinte de ellos llenaban los requisitos militares mínimos.11 Fueron los únicos refuerzos que logró conseguir Osorio. Sin un reclutamiento local a gran escala la marcha al norte sobre el Socorro era imposible. La situación militar de Osorio se deterioró rápidamente. Entre el 7 de abril y el 7 de mayo, casi todos los días lo abrumaban las noticias de que otro caserío u otra parroquia se habían amotinado y abrazado la bandera carmesí que era entonces el estandarte de la “empresa”.12 Las muchedumbres quemaban tabaco y derramaban aguardiente en las plazas y repetían jubilosas el lema del Socorro: “Viva el rey y muera el mal gobierno”. Informe de Joaquín de la Barrera, 8 de junio de 1781. El texto está publicado en CA, 1: 191. Referencia en archivos, AGI/ASF 663-A. 10 Para estas cartas del 26 de abril ver el Archivo Herrán. 11 Osorio a la villa de Leiva, 27 de abril de 1781; Osorio a la audiencia, 17 de julio de 1781; diario de la expedición, todos en el Archivo Herrán. Barrera a la audiencia, 8 de junio de 1781, en CA, 1:167-171. 12 Para un calendario de los motines ver CA, 1:167-71. 9
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Mientras la situación militar de Osorio empeoraba abruptamente, Juan Francisco Berbeo se disponía a tomar la ofensiva. Controlaba todos los pueblos y parroquias al norte de Puente Real en las orillas oriental y occidental del Suárez, hasta la ciudad de Girón. Dominaba todas las vías de acceso. Había ordenado que se demolieran varios puentes, y había emplazado una guarnición en el único camino hacia el norte, en el puente de Oiba. El 1º de mayo Berbeo envió desde el Socorro una expedición contra las tropas del oidor Osorio en Puente Real de Vélez. El contingente estaba formado por quinientos hombres, mal armados aunque resueltos, reclutados en el Socorro, Charalá, Simacota, Chima y Oiba. Otros cien soldados se unieron en Moniquirá a la expedición, el 6 de mayo. El ejército comunero recogió muchos más reclutas en su camino, donde el pueblo lo recibía con entusiasmo. Las fuentes se contradicen acerca de la cifra exacta que cercó al esqueleto del ejército de Osorio, y a sus hombres cada día más desmoralizados.13 Es posible que el oidor Osorio haya exagerado un tanto (pero no mucho) cuando sostenía que las fuerzas enemigas llegaban a cuatro mil soldados. El ejército de los comuneros estaba bajo el mando supremo del capitán Ignacio Calviño. Sus principales tenientes eran Antonio José de Araque, Gregorio José Rubio, Melchor José de Rueda, Pedro Fabio de Archila, Miguel Monsalve, Antonio Becerra, Blas Antonio Torres e Isidro Molina. Berbeo no se hizo presente en Puente Real, aunque dirigió la operación desde su puesto de mando en el Socorro. Entre quienes llegaron a Puente Real se contaban José Antonio Galán y Ambrosio Pisco, destinados ambos a desempeñar papeles estelares en otras situaciones.14 El 3 de mayo, el oidor Osorio recibió una carta alarmante sobre los acontecimientos en el campo enemigo.15 El autor era digno de respeto, pues 13 Kuethe sostiene que sólo 500 hombres asediaron a Puente Real (“Military Reform”, págs. 106-7). 500 hombres salieron del Socorro, pero en el camino reclutaron otros centenares. Declaración de Salvador Plata, 13 de marzo de 1783, ARN, Los Comuneros, 18:345-405, #22; CA, 1:159; Osorio a Berbeo, 30 de junio de 1781, y diario (3 de mayo) en Archivo Herrán; Osorio a los capitanes del Socorro, 10 de mayo de 1781, ibíd. Filiberto José Estévez calculaba que el ejército de los comuneros llegaba a unos 4.000 hombres (ver más adelante nota 15). 14 CA, 1:201. 15 Estévez a Osorio, 1º de mayo de 1781, ibíd., 1:164-165.
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se trataba de Filiberto José Estévez, párroco de Oiba. “Aquí no temen nada ni respetan nada”, decía, para recalcar la determinación de los socorranos. Advertía que las vidas del corregidor Campuzano, del fiscal Moreno y Escandón y especialmente la de Gutiérrez de Piñeres estarían en peligro de caer en manos de los socorranos, y le daba al oidor Osorio un consejo concreto: Me temo que si vuestra decisión, arrojo y disciplina os hacen venir al Socorro sobra decir que perderéis la vida. Si vuestra retirada se demora sin necesidad, y luego os disponéis a retiraros, os rodearán más de cuatro mil hombres, y no sabréis de dónde salen. ¡Quién pudiera hablar con el regente y con el fiscal Moreno! ¡Quién tuviera la suerte de que al menos estas palabras llegaran a sus oídos!16
Las alarmantes palabras del padre Estévez sobre la concentración de fuerzas de los socorranos fueron ratificadas por otros sacerdotes y por los pocos espías de Osorio que habían logrado penetrar a territorio enemigo.17 Al cabo de cuatro días el padre Estévez demostró ser un profeta muy exacto. El 7 de mayo los socorranos dominaron las alturas que circundaban a Puente Real de Vélez. Osorio estaba sitiado. Se iniciaron negociaciones entre los dos campos por parte de algunos clérigos que se ofrecieron como intermediarios. Los capitanes y el oidor Osorio intercambiaron visitas, así como correspondencia. Los capitanes comuneros se dirigían al oidor de la real audiencia con tono de respeto pero también de franca decisión. Al oidor Osorio no le quedaba más alternativa que responder en tono conciliatorio. Sus metáforas intimidatorias, utilizadas hasta hace pocos días, desaparecieron a medida que empeoraba su situación militar.18 Al principio, trató de persuadir a los comuneros de que prescindieran de su marcha sobre Santa Fe de Bogotá.
Para el papel de Estévez como correo entre Berbeo y Caballero antes de Zipaquirá, ver Estévez a Caballero y Góngora, 20 de mayo de 1781; Berbeo a Caballero y Góngora, 31 de mayo de 1781, y Berbeo a Estévez (sin fecha, hacia el 1º de junio), AGI/ASF 663-A. 17 Barrera a la audiencia, 8 de junio de 1781, en CA, 1: 186. 18 La correspondencia está en el Archivo Herrán y en AGI/ASF 663-A. Textos publicados en CA, 1:173, 175. 16
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Los exhortó a que depusieran las armas. Les garantizó que iría en persona al Socorro donde, con la plena autoridad que le había dado la audiencia, examinaría a fondo sus motivos de queja. Pero el infortunado oidor no estaba en capacidad de imponer condiciones; sólo le quedaba rendirse. Justamente lo que hizo, cuando los contingentes victoriosos del Socorro irrumpieron en la plaza principal de Puente Real el 8 de mayo. A fin de quedar lo menos mal posible, Osorio convino en que las dos fuerzas contendientes procederían al desarme. Los comuneros triunfantes hicieron caso omiso, obviamente, de esta cláusula.19 Después de que los socorranos entraron a los cuarteles de Osorio, algunas personas entre la multitud descubrieron tres cajas grandes, y supusieron que contenían pólvora. Cuando hallaron, para su deleite, que las cajas estaban llenas de monedas –el fondo secreto del oidor Osorio–, procedieron a repartirse el contenido de una de las cajas. Osorio y Barrera protestaron enérgicamente ante los capitanes, quienes a su vez ordenaron a sus díscolos seguidores que devolvieran hasta el último centavo. La orden fue obedecida instantáneamente. Los capitanes le aseguraron al oidor Osorio que “su empresa no era la de venir a robar, sino a que se les quitaran los nuevos impuestos y que así se había de devolver todo lo que se habían llevado hurtado”.20 Este incidente es uno de los innumerables ejemplos que demuestran que la Revolución de los Comuneros no era una mera expedición de pillaje, y que sus capitanes frenaban y controlaban con notable eficacia a sus seguidores. Al oidor Osorio le devolvieron su dinero, pero no sus armas. En Puente Real de Vélez los comuneros lograron un botín impresionante: 148 mosquetes, gran número de bayonetas, picas, sables, espadas, otras armas de fuego, 20.000 cartuchos y cuatro cajas grandes de pólvora.21 Este montón de armas fue el primer dividendo que recibió la causa de los comuneros en Puente Real de Vélez, uno de los dos únicos encuentros que se presentaron durante la
Osorio a la audiencia, 17 de julio de 1781, y diario (8 de mayo), Archivo Herrán. Barrera a la audiencia, 18 de junio de 1781, en CA, 1:191; diario (9 de mayo), Archivo Herrán. 21 CA, 1:181. 19 20
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crisis de 1781 (el otro fue en Pie de la Cuesta, cerca de Girón). En Puente Real no se perdió ninguna vida. Pocos días después de la rendición, uno de los principales jefes del Socorro, Pedro Alejandro de la Prada, llegó a Puente Real, donde le entregó al oidor Osorio y sus tropas desarmadas salvoconductos para regresar a Bogotá.22 Quizás el incidente más curioso en todo este episodio fue la oferta que le hicieron algunos capitanes comuneros al oidor Osorio, en una conversación después de la rendición. Le propusieron a Osorio que fuera coronado rey de la Nueva Granada, y que el capitán Joaquín de la Barrera quedara como comandante en jefe de las fuerzas armadas, con el rango de capitán general.23 El episodio ha dado lugar a muchas especulaciones. Algunos historiadores lo han tomado tan al pie de la letra que lo citan como prueba de que los comuneros pretendían la independencia política de la corona española.24 Hay otras dos explicaciones probables. Una es que los capitanes se hubieran excedido en sus copas de aguardiente y estuvieran practicando su jocundo sentido del humor. Si hay que tomar en serio el incidente, podría tratarse de otro episodio en la guerra de nervios que los socorranos libraban contra las autoridades de Bogotá. Sobra decir que al abatido Osorio, un prisionero, no le hizo gracia esta inesperada propuesta de mejorar su condición. Los jefes comuneros tan pronto la formularon la dejaron a un lado. Es concebible que los capitanes quisieran echar cizaña entre Osorio y Barrera, por una parte, y las autoridades de Bogotá por la otra.25 Los comuneros, en verdad, no tenían intención de derrocar a Carlos III. Pero la oferta a Osorio, formulada en una charla casual, puede también haber sido motivada por el deseo de intimidar a Bogotá para que hiciera concesiones.
Ibíd., pág. 197. El original en Archivo Herrán, f. 96. Barrera a la audiencia, 8 de junio de 1781, en CA, 1:193-94. 24 Briceño, Los Comuneros, pág. 31; Lewin, Túpac Amaru, págs. 679-81. 25 Aunque ensalza a los comuneros como precursores de la Independencia, Cárdenas Acosta insinúa que la oferta de coronación a Osorio tendía a crear una división en el campo español. Pero también cita el incidente como prueba de que los criollos aspiraban a la independencia, “consecuencialmente pone de manifiesto la poca fidelidad que se profesaba al soberano español”. CA, 1-184. 22 23
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Una y otra vez las fuerzas de Juan Francisco Berbeo demostraron su pericia táctica en la guerra psicológica contra sus adversarios en la capital. Hubo cuatro resultados importantes de la batalla de Puente Real de Vélez: Tunja se unió al movimiento; los indios ingresaron a la coalición multiétnica; las autoridades de Bogotá se dieron cuenta al fin de la necesidad urgente de negociar un arreglo; y el reticente virrey en Cartagena envió una expedición de quinientos soldados profesionales al interior para contribuir a la restauración de la autoridad real. La expedición, al mando del coronel José Bernet, salió de Cartagena el 1º de junio y llegó a Bogotá el 6 de agosto. La alianza con la ciudad de Tunja era fundamental para los comuneros (ver también el capítulo 13). La importancia estratégica de Tunja era tan decisiva como la de Puente Real de Vélez. Mientras Puente Real cerraba el acceso a Bogotá y servía de entrada a los pueblos, caseríos y parroquias a lo largo del río Suárez hacia el norte, de los que el Socorro era la cabeza indisputada, Tunja, al sudeste de Puente Real, estaba en el camino principal a la sabana donde está situada la capital. Tunja estaba a tres días de camino de Bogotá. Su adhesión a los comuneros era indispensable, si estos pretendían llevar a cabo su anunciado propósito de marchar sobre Bogotá. En contraste con el Socorro, donde los patricios se adhirieron a la empresa con cierto entusiasmo el 18 de abril, el patriciado de Tunja se mostraba mucho más reticente, cuando no abiertamente hostil a asumir puestos de comando. Adhirieron a la causa del Socorro obligados por una invasión externa; no lo hicieron a causa de la insatisfacción de sus propias élites o de la presión emanada de los plebeyos. El 2 de mayo se produjo en el Socorro un acontecimiento de importancia capital, cuando se estableció el supremo consejo de guerra.26 Los capitanes generales elegidos el 18 de abril no tenían jurisdicción sino sobre la villa del Socorro. El cargo de capitán general tenía carácter militar (por ejemplo, en su capacidad de capitán general el virrey era comandante en jefe de las fuerzas armadas). El servicio a órdenes del capitán general constituía en todas las
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Para el texto de la proclamación ver ibíd., 1:138-39.
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parroquias una jerarquía militar.27 Lo que había que crear era un organismo institucional y político más amplio para que ejerciera jurisdicción sobre la multitud de villas, caseríos y parroquias fuera del Socorro que se habían plegado al movimiento. Fue por iniciativa de Juan Francisco Berbeo, caudillo de facto de los capitanes del 18 de abril, que se formó el supremo consejo de guerra, el que habría de convertirse en el principal organismo gubernamental de la empresa.28 La nomenclatura con que los diversos pueblos, caseríos y parroquias se dirigían al supremo consejo de guerra indica el carácter cuasigubernamental de éste. Otros términos que solían usarse eran “ilustre consejo y congreso”, “superior consejo”, “real consejo”, consejo de guerra”, “ilustre consejo de guerra”, “real consejo de guerra”, “consejo de justicia, guerra y hacienda del patriotismo”. Los miembros del consejo usaban resplandecientes uniformes de vistosos colores. También usaban títulos resonantes: eran “generales”, “capitanes cristianísimos y caritativos”, “señores jefes superiores”, “comandantes de la plaza mayor”. Pero no cabía duda de que el caudillo indisputado era Juan Francisco Berbeo, quien el 2 de mayo fue proclamado con solemnidad y entusiasmo por el pueblo en la plaza mayor del Socorro “superintendente y comandante general” con el rango de “generalísimo”. Así se firmaba Berbeo en sus manifiestos públicos. Aunque el movimiento era una confederación, organizada más bien democráticamente, de pueblos, aldeas y parroquias, la villa del Socorro, de donde salieron la mayoría de los comandantes disfrutaba de una gloria especial. Era aclamada como “ilustre villa”, “ilustre e inestimable Socorro”, “ínclita villa”, “reluciente Socorro”, “ilustre y noble villa”, e “invictísima y nobilísima villa”. La elección de la palabra “consejo” es una reminiscencia de la burocracia de los Habsburgos, cuya unidad organizativa fundamental era de naturaleza conciliar y colegiada, desde los consejeros reales en la corte, como los que integraban el consejo de Indias, a las audiencias y las haciendas reales del nuevo mundo. El hecho de que el supremo consejo de guerra fuera denominado a veces 27 La jerarquía de oficiales consistía en capitanes territoriales, tenientes, alféreces, sargentos y cabos, Cláusula 19 de las capitulaciones, ibíd., 2:25. 28 El dato sobre la jerarquía y la nomenclatura del consejo proviene de ibíd., 1: 160-63, y de la declaración de Plata, febrero de 1783, Lilly Library, universidad de Indiana.
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supremo y real consejo de guerra, nomenclatura oficial de los consejos en la corte de los Habsburgos, podría indicar que el consejo de guerra del Socorro estaba repudiando a la audiencia de Bogotá y asumiendo en la práctica las prerrogativas del “real acuerdo”, que pertenecían exclusivamente a la audiencia. Lo que asumió el consejo de guerra fueron algunos, pero no todos, de los atributos del gobierno, en particular la prerrogativa de implantar la disciplina militar. El consejo se convirtió, efectivamente, en autoridad provisional, subalterna, cuyo propósito era negociar un arreglo con la real audiencia, cuya jurisdicción nunca repudiaron los socorranos, ni formal ni informalmente. El notable control que los capitanes ejercían sobre sus subalternos se debía, por lo menos hasta cierto punto, a la disciplina que el supremo consejo de guerra había impuesto a los capitanes, quienes constituían el cuerpo de oficiales. Aunque el supremo consejo de guerra, bajo el vigoroso mando de Berbeo, ejercía un control central de notable eficacia, la estructura local del movimiento era profundamente democrática. El consejo enviaba capitanes volantes para organizar la resistencia. Una vez que una parroquia o una aldea se unían a la empresa, mediante el acto casi ritual de quemar tabaco y de verter aguardiente en las calles, todos los vecinos, ricos y pobres por igual, elegían democráticamente a sus capitanes. La ceremonia de elección era una combinación sui géneris de democracia participatoria al antiguo estilo griego, y de motín tumultuoso. El supremo consejo en el Socorro confirmaba las elecciones y producía la documentación oficial, después que los capitanes hubieran jurado solemnemente, por los cuatro Evangelios, obedecer los mandatos del Socorro.29 En los poblados grandes generalmente eran denominados capitanes generales, y en las parroquias pequeñas tan sólo capitanes. En la mayoría de los casos, pero ciertamente no en todos, los capitanes pertenecían a los estratos altos de la sociedad. Lo que contaba más es que tuvieran influencia y gozaran de prestigio entre sus conciudadanos. Cualquiera que fuese su origen social, el método profundamente democrático de su
29 Hay innumerables en AHN, Los Comuneros, 6. Este volumen contiene gran parte de la correspondencia entre el Socorro y las otras parroquias que se unieron al movimiento.
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elección contribuía a cohesionar el movimiento y a facilitar así la tarea del supremo consejo para ejercer un mando necesariamente centralizado. La organización financiera del movimiento era mucho más precaria que su estructura política. La expedición sobre Bogotá, que finalmente se convirtió en un ejército de 20.000 personas, fue financiada de diferentes maneras. El cabildo del Socorro suministró un préstamo forzoso. El precio del tabaco y del aguardiente en los estancos se rebajó para los consumidores, pero las utilidades netas fueron destinadas a los gastos de la expedición, como lo fueron las entradas que la hacienda real recibía de las célebres minas de sal en Zipaquirá y Nemocón. Muchos ciudadanos, incluido Berbeo, ofrecieron aportes individuales. A algunos los debieron engatusar, probablemente. Aunque no se dispone de cifras satisfactorias, la empresa se manejó con un presupuesto irrisorio.30 Pero logró alimentar durante varias semanas un ejército de 20.000 personas, lo que no era poca cosa, y en el proceso puso a temblar de miedo a las augustas autoridades de Bogotá. Así, la victoria de Puente Real de Vélez, la formación del supremo consejo de guerra y la caída de Tunja facilitaron la formación de una gran coalición. Socorro, Tunja, patricios, plebeyos, ricos y pobres, criollos, mestizos e indios constituían una alianza formidable. Ya estaba abierto el camino a Bogotá. Y era la toma de la capital por el ejército de los comuneros lo que las aterrorizadas autoridades bogotanas estaban dispuestas a impedir a toda costa.
Sobre las finanzas de la expedición ver: declaración de Plata, 13 de marzo de 1783, ibíd., 18:354-405, #4, y 1º de diciembre de 1781, ibíd., 6:97-113, #44; Ignacio Celi a Plata, 31 de mayo de 1781, ibíd., f. 181; Molina a Plata 12 de mayo de 1781, ibíd., f. 192; Pey a Flórez, 5 de junio de 1781, AGI/ASF 577-B; declaración de Berbeo, 14 de septiembre de 1781, en Briceño, Los Comuneros. págs. 215-216. 30
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10. La batalla que no se libró en Bogotá y la invasión de Girón
Las noticias que se precipitaban sobre Bogotá eran todas malas. El “contagio de la sedición” se extendía rápidamente. El regente visitador general se dio cuenta de que estaba perdiendo rápidamente el control sobre la crisis inminente. Su última iniciativa la tomó el 12 de mayo, cuando reorganizó la junta superior de tribunales. Esta era un comité permanente de la real audiencia y de representantes de la administración fiscal que se reunía periódicamente para discutir asuntos de interés mutuo. Sin embargo, en esta ocasión fue ampliada para incluir a cuatro representantes del cabildo y del tesoro real, y a dos oficiales del ejército. La junta debería reunirse todas las tardes a las seis, en la residencia del regente visitador general, para estudiar todo lo relativo a la crisis. Los principales organismos burocráticos estaban representados en la junta. Gutiérrez de Piñeres, en su capacidad de regente de la audiencia, era su presidente. Todos los miembros de la audiencia lo eran también de la junta, incluidos los oidores Juan Francisco Pey y Ruiz, Joaquín Vasco y Vargas, Pedro Catani y el nuevo fiscal, Manuel Silvestre Martínez. Con el viaje del fiscal Moreno a Lima, todos eran nacidos en España, la mayoría llegados hacía poco a Bogotá.1 Pero en la práctica la rosca criolla, otra vez poderosa, tenía una cómoda mayoría en la ahora ampliada junta de tribunales. El oidor decano, Juan Francisco Pey y Ruiz, había servido en el tribunal desde 1756, y dos representantes de la administración fiscal tenían estrechos lazos con la élite criolla: don Francisco de Vergara, regente del tribunal de cuentas y amigo de Berbeo y de otros notables socorranos, y don Manuel Revilla, casado con una de las muchas hijas de don Bernardo Álvarez. Otro miembro de la junta era el alcalde ordinario de Bogotá, don Eustaquio Galavis, casado con una hija del marqués de San Jorge. El cabildo tradicionalmente había sido dominado por los criollos, y esa institución tenía cuatro miembros de los doce que integraban la junta. 1
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La composición de la junta general de tribunales, cuyo presidente, tras la fuga del regente visitador general, era el oidor Pey y Ruiz, constituía una señal clara para el comando comunero en el Socorro de que los grupos criollos que durante varios decenios habían tenido peso considerable en los círculos de gobierno, estaban otra vez en el poder. Estaban preparados para reanudar el sistema tradicional de negociar un arreglo. Así, en la singular noche del 12 de mayo las autoridades de Bogotá repudiaron en la práctica la revolución política de Carlos III. La presidencia de la junta general de tribunales por Gutiérrez de Piñeres duró escasamente una hora. Mientras la junta celebraba su primera sesión, un oficial de la expedición del oidor Osorio, Francisco Ponce, fue recibido en el recinto para informarles a los atónitos magistrados del desastre acaecido cuatro días antes en Puente Real de Vélez. Ponce había logrado escaparse de Puente Real disfrazado de fraile franciscano. Era evidente para los magistrados congregados allí que se precisaba tomar medidas decisivas y que habían de hacerse concesiones fundamentales. El primer problema era el propio regente visitador general Gutiérrez de Piñeres, quien ofreció retirarse a Cartagena, en vista de que las posibilidades militares de Bogotá eran insignificantes y de que él iba a ser blanco de la ira popular. Luego salió del recinto mientras la junta estudiaba su oferta. Finalmente se llegó a un consenso en el sentido de que su viaje podría contribuir a mitigar la cólera de los socorranos y a persuadirlos de que no atacaran la capital. Inicialmente dos oidores expresaron sus dudas acerca de su partida, pero finalmente la aprobaron.2 La sesión del 12 de mayo concluyó a medianoche; Gutiérrez de Piñeres salió de Bogotá tres horas después.3 Su destino inmediato era Honda, en el río Magdalena, al noroeste de la capital; de ahí siguió a Cartagena. Aunque regresó a Bogotá el 13 de febrero de 1782 y permaneció en su cargo hasta el 7 de diciembre de 1783, desde el 12 de mayo de 1781 había perdido todo su poder político efectivo. 2 Actas de la junta de tribunales, 12 de mayo de 1781, en AGI/ASF 663-A, en adelante citado como actas de la junta. 3 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 21 de junio de 1781, AGI/ASF 662.
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Así, los comuneros habían logrado deponer ya a un magistrado poderoso. La salida de la capital del regente visitador general era otra seña de que Bogotá se disponía a negociar seriamente. En esa memorable primera sesión la nueva junta de tribunales tomó otras medidas decisivas. Su propósito fundamental era negociar un acuerdo con los socorranos, en los términos que fuesen, antes de que estos impusieran por la fuerza un arreglo después de tomar la capital. Los dirigentes de Bogotá temblaban ante la perspectiva de que su ciudad fuera víctima del pillaje y la anarquía. La pesadilla de las autoridades era que con la ocupación de Bogotá por los socorranos se incendiaran también la provincia de Popayán y el reino de Quito, tranquilos hasta entonces. Con la rebelión hirviendo todavía en el alto y en el bajo Perú, los magistrados aterrorizados tenían la obsesión de la probable ruina del orgulloso y potente imperio español, y del final de su propio mundo. Quizás esos temores apocalípticos eran un tanto exagerados; pero tampoco se trataba de fantasías desorbitadas.4 El 12 de mayo había acuerdo unánime acerca de que la ocupación de la capital por los socorranos podría exacerbar una situación de suyo peligrosa, sobre la cual ya no habría control posible. La decisión más importante que tomó la junta en esa noche decisiva fue la de aceptar el ofrecimiento del arzobispo Caballero y Góngora para salir inmediatamente de la capital y negociar Un acuerdo que hiciera innecesaria la ocupación de la capital por los socorranos.5 El arzobispo iba acompañado de otros dos comisionados, miembros ambos de la junta general de tribunales a la que Caballero y Góngora, claro está, no pertenecía. Uno era el oidor Joaquín Vasco y Vargas, quien representaba en la práctica a la poderosa burocracia de la audiencia. El otro, escogido con idéntico cuidado, era el representante informal de la élite burocrática criolla. Sobrino de un antiguo arzobispo de Bogotá, el distinguido Eustaquio Galavis y Hurtado era entonces alcalde de Bogotá. De 1771 a 1779 había sido corregidor de Zipaquirá,6 y tenía allí muchos contactos 4 Para una expresión moderada de esta pesadilla, ver Caballero y Góngora a Gálvez, en CA, 2:60-61; AGI/ ASF 633. 5 Actas de la junta, 12 de mayo de 1781; CA, 1:207-08. 6 Rojas, Corregidores, págs. 571,595,596.
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que podrían facilitar el difícil trabajo de la comisión. En esta ocasión la junta no repitió la torpeza de la expedición de Osorio, al enviar un magistrado que desconocía totalmente las circunstancias locales. Dada la relación de Galavis con el marqués de San Jorge, la seña que Bogotá le enviaba al Socorro era clara: un regreso al sistema político tradicional de gobierno entre los españoles de España y de América, y gobierno por medio de la conciliación, la consulta y el compromiso. La junta de tribunales les dio a los comisionados un mandato amplio. Habían de negociar cualquier acuerdo necesario para impedir la invasión de la capital. Por acertada que fuese la escogencia de Vasco y Vargas y de Galavis, la comisión estaba dominada aplastantemente por la figura imponente del arzobispo. El prestigio de su augusto cargo eclesiástico y el hecho de que en forma alguna se hubiera identificado con el programa fiscal de Gutiérrez de Piñeres lo convertían en el mediador obvio. Después de la huida del regente visitador general de Bogotá en la madrugada del 13 de mayo, el vacío político no lo llenó la junta de tribunales sino el enérgico y competente arzobispo. El 13 de mayo de 1781 Caballero y Góngora era virrey de facto, aunque no llegó a serlo de jure hasta el 15 de junio de 1782. La tercera determinación decisiva que tomó la junta en su primera sesión del 12 de mayo fue reorganizar la milicia local para que la capital tuviera más razonables posibilidades de defensa.7 Dos días después la junta general de tribunales tomó la dramática decisión de repudiar las principales medidas fiscales de Gutiérrez de Piñeres. Se derogó el alza en el precio del tabaco y del aguardiente, la alcabala se disminuyó al 2 por ciento previo, se derogó el impuesto de armada de Barlovento, y se prescindió de las guías y tornaguías, así como de la recolección del préstamo forzoso.8 La medida era válida para toda la Nueva Granada, con excepción de Cartagena y Panamá, donde el Virrey Flórez ejercía autoridad directa y donde no se habían presentado tumultos.
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Actas de la junta, 12 de mayo de 1781. Ibíd., 14 de mayo de 1781.
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La estrategia de las autoridades en Bogotá –negociar un arreglo antes de que los comuneros invadieran la capital– se basaba en la premisa de que la capital misma no iría a caer en manos del enemigo de resultas de una subversión interna. Las autoridades sabían que existía una gran simpatía por los objetivos de los socorranos entre la plebe de la capital. Más alarmante todavía era el hecho –sabido o sospechado– de que criollos prominentes podrían ser partidarios secretos de los invasores. El marqués de San Jorge de Bogotá, Manuel García Olano y el doctor Monsalve, cuyo hermano era miembro activo del supremo consejo de guerra, eran considerados, entre otros muchos criollos prominentes, como de dudosa lealtad. Por eso la junta dispuso varios planes de emergencia para proteger a la capital contra una eventual quinta columna. Aunque se hicieron esfuerzos febriles por reorganizar la milicia local, la junta aceptó con realismo que aquella, por más que se la reforzase, sería incapaz de impedir la entrada de los socorranos a la capital. La junta resolvió que si los socorranos se acercaban a la capital toda la población clerical de esta, 170 sacerdotes seglares y 444 frailes pertenecientes a las varias órdenes regulares, deberían salir de la ciudad, con sus ornamentos eclesiásticos, para implorarles mesura a los socorranos. La idea era que llevaran el Santo Sacramento y cantaran cantos gregorianos. Si no eran atendidos sus ruegos, entonces la capital no ofrecería más resistencia y se rendiría.9 Así, el clero habría de ser la primera y única línea de defensa para impedir que los socorranos saquearan la ciudad. El clero, sin demasiado entusiasmo, convino en desempeñar ese papel. Por suerte para ellos no tuvieron que cumplir su promesa. Las apresuradas decisiones militares adoptadas por el oidor Pedro Catani, nombrado el 15 de mayo comandante en jefe de las fuerzas armadas, tenían tan sólo un objetivo limitado: prevenir una subversión interna en Bogotá, de tal modo que el arzo bispo Caballero y Góngora pudiera negociar un arreglo fuera de la ciudad.10 El oidor Catani organizó prontamente una fuerza de 678 hombres. La caballería estaba compuesta de 80 “vecinos distinguidos”. Otra unidad de infantería estaba integrada por 50 españoles. Había otras dos unidades 9 Para la población clerical ver Silvestre, Descripción, pág. 31; actas de la junta, 13 y 14 de mayo de 1781. 10 Actas de la junta, 15 de mayo de 1781.
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de infantería con 168 milicianos. En los pueblos vecinos se reclutaron 300 hombres para otra unidad de caballería. El cabildo de Bogotá levantó también una compañía de 500 infantes en las zonas rurales.11 En todas las entradas a la ciudad se estacionaron contingentes para prevenir la infiltración del enemigo. De día y de noche patrullas de infantes y de jinetes recorrían el vecindario. En los cuarteles había contingentes de caballería escogida para afrontar cualquier emergencia inesperada. El sitio donde se guardaban los fondos reales estaba bajo constante protección militar.12 Como precaución adicional la junta impuso el 17 de mayo el toque de queda a partir de las 9 de la noche, de cuyo cumplimiento efectivo se encargaron los militares.13 La junta dispuso además que todo forastero debería presentarse ante el oidor decano o el alcalde ordinario, para explicar las razones de su presencia en la capital y para registrar su dirección. La junta seguía nerviosa con el crecido número de forasteros que había en la ciudad. El 18 de mayo dictó una medida draconiana, en la que ordenaba que todos los forasteros nacidos en San Gil, el Socorro y Mogotes salieran de Bogotá en un plazo de veinticuatro horas, bajo pena de muerte. Los rectores de los dos famosos colegios de San Bartolomé y del Rosario apelaron ante la junta, y ésta otorgó una dispensa a todos los estudiantes procedentes de pueblos comuneros para que pudieran continuar sus estudios en la capital, siempre que los respectivos rectores garantizaran su lealtad. Toda persona en cuyo domicilio viviera un forastero no registrado estaba sujeta a la confiscación de sus bienes y a seis años de prisión en los fuertes de Cartagena, si no denunciaba ante las autoridades al infractor.14 Si bien no hay pruebas de un éxodo masivo de los naturales de San Gil y del Socorro como consecuencia de la severa medida, la que evidentemente no fue aplicada, el edicto refleja sin embargo el nerviosismo de las autoridades.
Ibíd., CA, 1:211-12. CA, 1:212-14. 13 Actas de la junta, 17 de mayo de 1781. 14 Ibíd., 18 y 23 de mayo de 1781. 11 12
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Las medidas de Pedro Catani en nombre de la junta sirvieron para mantener el control de la ciudad.15 Este control era el sine qua non para la estrategia de un arreglo negociado. Al neutralizar a las facciones partidarias de los comuneros dentro de la ciudad, las autoridades reales dieron un paso importante en el complejo proceso de restaurar el orden en la Nueva Granada. Aunque no destruida, la alianza entre los criollos afectos a los comuneros y los capitanes del Socorro quedó considerablemente debilitada con la medida decisiva de colocar a la capital en un verdadero estado de sitio. Además, las autoridades habían logrado ganarse a varios criollos prestigiosos e influyentes a quienes los socorranos tenían por aliados suyos. Si los realistas tuvieron éxito en reforzar el control de su base principal en Bogotá, Juan Francisco Berbeo tomó medidas igualmente eficaces para guardarse contra un ataque a su flanco desde el norte mientras se dirigía hacia el sur, a Bogotá. San Juan de Girón, al norte del Socorro y a unos pocos kilómetros al sur de Bucaramanga, tenía una categoría jurídica y política superior a la del Socorro. Era ciudad, y no villa, como el Socorro, y capital de una provincia donde tenía su sede un gobernador. Aunque Girón disfrutaba de considerable prosperidad gracias a fértiles cultivos de tabaco, algodón y cacao, no era igual en riqueza y en población al Socorro. La provincia tenía 7.073 habitantes en contraste con los 15.000 de la parroquia del Socorro.16 La situación de Girón era muy estratégica. Al oriente corría el Magdalena, y varios de sus afluentes como el Lebrija, el Cañabelares y el Sogamoso eran navegables hasta Girón. El bajo Magdalena estaba firmemente dominado por los realistas. De ahí que el virrey pudiera enviar refuerzos desde Cartagena o Mompós hacia el sur y, a través de los afluentes, hacia Girón mismo. Juan Francisco Berbeo se dio cuenta de que un Girón hostil podía ser la puerta de entrada para una invasión desde el norte mientras él marchaba hacia el sur. Y San Juan de Girón ignoraba todos los llamamientos del Socorro para unirse a la “empresa”. Proclamó públicamente su lealtad tanto a la audiencia 15 Un relato anónimo contemporáneo de los sucesos, favorable a los comuneros, indica que la reactivación de la milicia calmó a los espíritus en la capital y reforzó eficazmente la autoridad real. “Levantamiento de Santa Fe de Bogotá”, en Archivo del General Miranda, 15:37-38. 16 Silvestre, Descripción, pág. 46; Oviedo, Cualidades, págs. 183-84.
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en Bogotá como al virrey en Cartagena. Los patricios y los plebeyos de Girón tenían muchos menos motivos de enojo que el Socorro con las innovaciones del regente visitador general; al fin de cuentas, era una de las cuatro regiones del Nuevo Reino donde el tabaco podía cultivarse legalmente. En lugar de adherir a la causa del Socorro, el cabildo de Girón organizó inicialmente una fuerza defensiva de unos cien milicianos repartidos en tres compañías (blancos, mestizos y negros libres).17 Como recompensa a su lealtad, el gobierno eximió posteriormente a los negros del pago del tributo anual. El cabildo se dirigió también al virrey Flórez, quien el 9 de mayo ordenó que doscientos milicianos de Mompós vigilaran los puentes sobre los ríos cercanos a Girón; pero, en vista de sus responsabilidades en Cartagena, se mostraba remiso a enviar hacia el sur una expedición de soldados profesionales. Sin apoyo de Cartagena y Mompós, Girón no constituía una verdadera amenaza para el Socorro: podía disponer a lo sumo de trescientos milicianos mal armados. Pero Berbeo no podía dejar de atacar a Girón. El comandante supremo de los comuneros demostró perspicacia militar tanto al organizar una expedición para la conquista de Girón en el norte como al enviar un ejército al sur y capturar al oidor Osorio en Puente Real de Vélez. En numerosas ocasiones Berbeo mostró pericia y determinación en sus decisiones tanto estratégicas como tácticas. Francisco de Miranda, el precursor de la independencia sudamericana, encomiaba una generación después las cualidades de mando de Berbeo.18 No menos acertada fue la elección del comandante para dirigir el ataque a Girón. El doctor Ramón Ramírez (1754-88) era natural del Socorro. Pero era bien conocido en Girón, donde desde 1779 había sido asentista del estanco de aguardiente en la ciudad. Era, por tanto, persona acomodada. Ante el llamado de sus parientes socorranos volvió a su villa natal el 1º de mayo. El hecho de tener un título en leyes facilitó, no cabe duda, su nombramiento como secretario privado de Juan Francisco Berbeo. Con numerosas conexiones tanto en el Socorro
Las fuentes primarias decisivas para la batalla de Girón han sido publicadas en BHA 5 (1907): 129-159. Para fuentes en los archivos ver AHN, Los Comuneros, 6:302-11; 7:80-102; 18:78-145, 407-29, 433-67; cabildo de Girón a Flórez, 9 de mayo de 1781, AGI/ ASF 577-B; CA, 1:221-26, 249-51. 18 Archivo del General Miranda, 15:31. 17
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como en Girón, Ramírez era la persona ideal para comandar el ataque hacia el norte. A fin de conferirle mayor prestigio, Berbeo hizo que el pueblo lo eligiera capitán general, con un puesto en el supremo consejo de guerra. Mientras el Socorro preparaba la invasión, los patricios de Girón hacían preparativos militares febriles mientras que simultáneamente proclamaban su deseo de vivir en paz y armonía con los pueblos vecinos. El cabildo de Girón sólo pudo conseguir 135 armas para sus trescientos reclutas; más de la mitad, por lo tanto, estaban desarmados. En la crisis de 1781 ninguna de las partes contaba con armas suficientes para un conflicto militar prolongado. De ahí que las verdaderas decisiones hubieran sido tomadas en el campo político. El 20 de mayo Ramón Ramírez había llegado a la parroquia de San Francisco Javier del Pie de la Cuesta, a dos leguas de Girón. Pie de la Cuesta se adhirió a los comuneros, igual que Bucaramanga, al norte de Girón. Girón tomó la ofensiva. Cincuenta milicianos, incluida una unidad de caballería, atacaron a Pie de la Cuesta. La caballería de Girón obtuvo un triunfo que resultó ilusorio. Murieron dos o tres soldados socorranos, y otros treinta fueron heridos o tomados prisioneros, incluido José Antonio Ramírez, hermano del comandante socorrano. Pero la expedición fracasó en su principal objetivo, que era la captura del propio Ramón Ramírez. La caballería de Girón pudo haber ganado la batalla de Pie de la Cuesta, pero ciertamente perdió la guerra. Se apresuraron a poner en libertad al hermano de Ramón Ramírez. Frente al abrumador número de tropas socorranas que se concentraban rápidamente en Pie de la Cuesta y Zapatoca, los jefes patricios de Girón perdieron la voluntad de combatir. Fueron desapareciendo uno por uno, hasta que el 26 de mayo la ciudad estaba prácticamente desierta. Quedaron sólo unos funcionarios, algunos clérigos, mujeres e inválidos. El 29 de mayo entró a la ciudad de Girón, virtualmente desocupada, el victorioso ejército de los comuneros, constituido por unos 4.000 hombres. Antes de la llegada del propio Ramírez, a las cuatro de la tarde, una patrulla de avanzada había saqueado una tienda, pero los culpables fueron inmediatamente castigados por Ramírez como ladrones. El incidente es otro ejemplo del alto grado de disciplina que los capitanes habían impuesto a sus seguidores. En presencia del capitán general Ramírez, los sacerdotes de Girón, revestidos con 184
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sus ornamentos eclesiásticos y con la custodia en la mano, se hincaron de rodillas y, con lágrimas en los ojos, suplicaron a los socorranos victoriosos que perdonaran la resistencia de Girón. Aunque Berbeo exageraba evidentemente la amenaza a su flanco norte constituida por la negativa de Girón a sumarse a su causa, habría pecado de negligencia si no organizaba la expedición de Ramírez. Mientras que Berbeo marchaba hacia el sur con rumbo a la capital, el fermento revolucionario se extendía hacia el norte y hacia el occidente. El 22 de mayo se levantó Pamplona y se unió a la empresa.19 Así mismo, “el contagio de la sedición” se extendió a los llanos, donde se invocaba el nombre mágico de Túpac Amaru. En Bogotá, los realistas ejercían un control razonablemente firme sobre la capital, mientras que Berbeo disponía de toda la región desde la capitanía general de Venezuela hacia el sur, hasta las cercanías de la sabana de Bogotá, del territorio al oriente del río Magdalena hasta la cordillera Oriental y, más allá, hasta los llanos. Así, pues, tanto los realistas en Bogotá como las tropas comuneras en su avance disponían de bazas para la negociación o para el combate. El escenario debe desplazarse ahora a la marcha sobre Bogotá.
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11. “Guerra, guerra a Santa Fe”
¿Cómo entender la disposición de las tropas de Juan Francisco Berbeo a negociar un arreglo en Zipaquirá, a un día de camino de Bogotá, sin haber ocupado primero la capital? Este es uno de los puntos más controvertidos en la historia de la Revolución de los Comuneros, y en un sentido muy real los dos capítulos que siguen no constituyen sino una dilatada explicación del asunto. La génesis de la expedición es algo oscura. No está del todo claro el momento en que los jefes comuneros escogieron a Bogotá como objetivo. Ya desde el 3 de mayo Berbeo estaba solicitando reclutas en los pueblos y aldeas vecinos, por si fuera necesario llegar hasta Santa Fe.1 El 8 de mayo, tras la caída de Puente Real de Vélez, el cautivo oidor Osorio trató de convencer a sus adversarios victoriosos de que prescindieran del público propósito de marchar contra Santa Fe.2 La decisión formal de Berbeo no fue adoptada hasta el 11 de mayo, cuando el supremo consejo de guerra ordenó al ejército victorioso en Puente Real que se dirigiera a Tunja, como paso preliminar para la ocupación de Santa Fe de Bogotá.3 Seis días después de la rendición de Puente Real de Vélez, Berbeo salió del Socorro hacia la capital del reino. Aunque fue él quien ejecutó la gran estrategia de la marcha sobre la capital, al parecer no fue el primero en proponerla. El plan no se originó en el Socorro sino en Bogotá. La cédula del pueblo, leída por primera vez a la multitud en el motín del 16 de abril en el Socorro –dos días antes de que Berbeo asumiera el mando formalmente– exhortaba ya al pueblo a la invasión de Bogotá.4 El lenguaje de la cédula del pueblo contribuyó mucho a la creencia por parte de los plebeyos de que el objetivo principal de la “empresa” era la toma
CA, 1:233. Osorio a los capitanes del Socorro, 10 de mayo de 1781, Archivo Herrán 2-A. 3 El documento fue publicado por primera vez por Briceño, Los Comuneros, págs. 104-106. 4 CA, 1:128. Basado en la declaración de Salvador Plata, Cárdenas Acosta argumentaba que la concepción estratégica de la marcha contra la capital procedía de Berbeo, pero pasa por alto la argumentación interna del pasquín. 1 2
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de la capital.5 Tan sólo la ocupación de Bogotá era garantía de que el regente visitador general sería alejado del poder y de que serían abolidos los odiados impuestos y monopolios. Una y otra vez las muchedumbres vociferaban: “A Santa Fe”. Pero cabe, sin embargo, preguntarse si la ocupación de la capital fue alguna vez el objetivo real de los comandantes, a diferencia de los plebeyos, quienes sí veían en la ocupación de Bogotá la única garantía de éxito. Si el objetivo verdadero era la corrección de motivos de queja justificados, la ocupación de la capital no era una condición previa necesaria. Sin embargo, como objetivo público resultaba un señuelo apropiado para llevar a las autoridades a otorgar las concesiones deseadas. De ahí que Berbeo dejara abierta la posibilidad de tomar la capital hasta el 31 de mayo. Si el objetivo de Berbeo hubiera sido la independencia política, el no haber tomado por asalto la capital haría de él un tonto o un bribón, y no era ni lo uno ni lo otro. El 31 de mayo la precipitación de los acontecimientos había hecho innecesaria la toma de Bogotá, siempre que los objetivos del comando fueran la corrección de injusticias específicas. Antes de salir del Socorro para marchar al sur hacia la capital, Juan Francisco Berbeo tenía que cubrir sus dos flancos al norte. Un flanco era de carácter militar: la conquista de Girón prorrealista, de la que se habló en el capítulo 10. El otro era de naturaleza tanto política como militar: el virrey Flórez en Cartagena. Bien sabía Berbeo que el virrey disponía de una guarnición de 3.000 soldados profesionales, cuya responsabilidad primordial era defender a Cartagena de un posible ataque de los ingleses.6 Pero estos soldados, o al menos parte de ellos, podrían convertirse en un instrumento para reprimir los desórdenes en el interior montañoso del reino. Era también sabido de todo el mundo, tanto en el Socorro como en Bogotá, que el virrey y el visitador general habían chocado en torno a la estrategia y a las tácticas para implantar las innovaciones de Gálvez, y que el virrey, insatisfecho, había aprovechado la declaración de guerra contra la Gran Bretaña como pretexto para retirarse a Cartagena, y disociarse así implícitamente de las políticas de Gutiérrez de Piñeres.
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Ibíd., págs. 128, 130. Ibíd., pág. 229.
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Berbeo estaba resuelto a sacar ventaja de la desavenencia entre los dos más altos magistrados del reino. El 6 de mayo el cabildo del Socorro y los capitanes generales enviaron cartas distintas, pero bien coordinadas, al virrey, en las que procuraban ganarse su simpatía y su ayuda. Ansiosos de que las cartas no cayeran en manos de Gutiérrez de Piñeres, quien todavía estaba en el poder, las enviaron a Manuel García Olano, administrador entonces del correo en Bogotá, con instrucciones de que las hiciera llegar directamente al virrey en Cartagena. Cuando llegaron las cartas a Bogotá ya había caído el regente visitador general, y había asumido el poder la junta de tribunales. Para evitar que más tarde lo acusaran de traición, prudentemente García Olano se las mostró a sus superiores, y la junta lo autorizó a despachárselas al virrey.7 La carta más detallada era la del cabildo. Al recalcar la pobreza que padecía el Socorro desde la epidemia de 1776, los ediles, en tono franco pero respetuoso, se quejaban de la pesada carga constituida por la alcabala, el préstamo forzoso, las guías y tornaguías, los monopolios y la brutalidad de los guardas. El cabildo le encarecía al virrey que intercediera en su favor ante el rey, a quien le prometía lealtad irrestricta, para obtener las necesarias concesiones que apaciguaran la cólera popular. El orden y la tranquilidad, advertía el cabildo, sólo podrían restaurarse si la alcabala se rebajaba a la tasa de 1750, si se suprimían el impuesto de armada de Barlovento y las guías y tornaguías, y si se permitía el cultivo del tabaco en el Socorro y San Gil. En una carta aparte y más breve los capitanes generales ofrecían su lealtad al rey y al virrey, pero no necesariamente a todos sus ministros. Sin embargo, recalcaban que concesiones como las que proponía el cabildo serían decisivas para el restablecimiento del orden. Pero el meollo de la carta era una defensa de su propia conducta. Alegaban que las turbas enfurecidas los habían obligado, contra su voluntad y bajo amenaza de muerte y de pérdida de sus bienes, a aceptar puestos de comando. Pero también le recordaban al virrey que ellos eran los únicos capaces de mitigar y de controlar la ira popular.8
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Investigación de García Olano. Para el texto de las cartas ver Briceño, Los Comuneros, págs. 100-104.
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El virrey, al parecer, no tenía prisa en contestar tales afirmaciones. Apenas el 20 de junio les informó a los comandantes socorranos que las autoridades estaban dispuestas a satisfacer las quejas legítimas, siempre que los socorranos depusieran las armas. Piadosamente el virrey exhortaba a los socorranos a depositar su confianza en la benevolencia del monarca y de sus ministros, todos los cuales anhelaban la felicidad de sus vasallos. Advertía a los criollos ricos que era mucho lo que podían perder cuando los plebeyos amotinados demostraban su falta de respeto por la propiedad privada y el imperio de la ley.9 Pero ese aserto constituía una completa deformación de la verdadera situación. Mas el virrey Flórez adoptaba también la estrategia de Caballero y Góngora, al tratar de meter una cuña entre los patricios y los plebeyos mediante el mito de una guerra entre ricos y pobres. Berbeo y su contingente llegaron el 23 de mayo a Ráquira, al occidente de Tunja, de donde contestó una carta de los comisionados Vasco y Vargas y Galavis, escrita en Zipaquirá el 14 de mayo. Los comisionados garantizaban que tenían plenos poderes para negociar un arreglo de conjunto respecto a sus quejas. La respuesta de Juan Francisco Berbeo es tal vez la expresión más elocuente y más digna de sus propósitos. Redactada en un español elegante, aunque un tanto arcaico, constituye uno de los grandes documentos públicos de la Revolución de los Comuneros. El objeto de restablecer la tranquilidad pública de este Reino, que consiste en el alivio de procurar la empresa a que nos han estimulado los comunes de la villa del Socorro, San Gil y más ciudades y villas agregadas, sobre los insoportables pechos [tributos] que hemos sufrido y de día en día se aumentaban, obligó y exasperó a las gentes de tal modo que más a gusto resuelven perder la vida en un instante, que acabada miserablemente de día en día. Y respecto a que V.S. por la suya de catorce de mayo me asegura traer facultades del real acuerdo, sobre beneficio del rey (que Dios guarde) y del
9 La respuesta de Flórez a la carta del Socorro está incluida como apéndice en Flórez a Gálvez, 22 de agosto de 1781, AGI/ASF 577-B.
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público, a lo que se propende. En esta atención y siendo nuestra solicitud sacudirnos de tantos pechos de que no se han mostrado órdenes de nuestro benigno monarca, de quien somos fieles vasallos, debemos decir a V.S. que en los territorios del pueblo de Nemocón podrá V.S. presentarse, en donde precediendo las urbanidades de estilo se propondrán y discernirán las cosas correspondientes al intento.10
En lenguaje terso y conciso Juan Francisco Berbeo reafirmaba los objetivos de la empresa y la determinación de quienes participaban en ella: sus seguidores “a gusto prefieren perder la vida en un instante que acabarla miserablemente de día en día”. Frase elocuente en verdad.11 Si bien reafirmaba la lealtad a “nuestro benigno monarca”, Berbeo dejaba muy en claro que la única base de negociación era la supresión de los detestados impuestos. Otro rasgo de la carta es una afirmación inequívoca de la noción clásica de la teoría política española en el sentido de que la soberanía de la corona derivaba en última instancia del pueblo e implícitamente, por tanto, que la corona era responsable ante la voluntad del pueblo. El tono orgulloso de la carta de Berbeo produjo resentimiento en Bogotá. El presidente de la junta de tribunales se lamentaba al virrey en Cartagena: La carta escrita por Berbeo da una idea completa de la insolencia y predominio que tienen adquirido todos aquellos vecindarios, pues sobre tratar a los SS. Comisionados sin la menor cortesía, el estilo con que les habla parece más de soberanía y absoluta independencia; que no de quien solicita la paz para luego quedar de verdadero súbdito.12
CA, 1:256-57. Según Berbeo el autor de la pegajosa frase fue Antonio Molina, un plebeyo miembro del supremo consejo de guerra. Declaración de Berbeo, 14 de septiembre de 1781, en Briceño, Los Comuneros, pág. 213. 12 CA, 1:257-58. 10 11
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Mapa 2. Marcha de Berbeo hacia Bogotá y campaña de Galán (ver mapa 1, pág. 165). Basado en Armando Gómez Latorre, Enfoque social de la revolución comunera, Bogotá, 1973.
Fuente: Laboratorio cartográfico de la Universidad de Wisconsin-Madison
La carta de Berbeo y la reacción en Bogotá iluminan dramáticamente la tensión del drama político de 1781, es decir el choque entre la “constitución no escrita” de la Nueva Granada y el absolutismo de Carlos III. Es incluso probable que ni Berbeo ni su secretario privado hubieran leído una sola
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palabra de los tratados de Francisco Suárez y de los demás teólogos españoles clásicos de los siglos XVI y XVII. Lo que cuenta en verdad es que no tenían que haberlo hecho. La noción su arista del origen popular de la soberanía y de otras limitaciones a la autoridad política estaban arraigadas profundamente en la textura de la “constitución no escrita” que se había ido desarrollando paulatinamente en la Nueva Granada durante los siglos XVII y XVIII, o sea un gobierno por medio del compromiso y la conciliación, que debería tomar en cuenta, en diversos grados, el punto de vista de todos los grupos étnicos. Los burócratas de Carlos III aborrecían instintivamente este sistema. A su modo de ver los súbditos le debían obediencia irrestricta a cualquier magistrado. De ahí que el tono profundamente tradicionalista de la carta de Berbeo les debió de parecer expresión de “absoluta independencia” no apropiado para quien “solicitaba la paz para quedar luego de verdadero súbdito”. Berbeo no anticipaba la independencia sino que miraba atrás, a la restauración de los métodos tradicionales. Aunque las dos partes en disputa hablaran español, no hablaban el mismo idioma político. En ese momento era un diálogo de sordos. El 23 de mayo la avanzada de los comuneros llegó a Nemocón, a unas tres leguas al nordeste de Zipaquirá. Era el ejército victorioso de los capitanes Ignacio Calviño, Antonio José Araque y Blas Antonio de Torres. Dos días después llegaba Berbeo a Nemocón. A fin de reforzar su capacidad de negociación dentro o fuera de Bogotá, el generalísimo tomó una serie de medidas decisivas que demuestran concluyentemente su gran capacidad de comandante político y militar. El 25 de mayo puso en marcha un plan estratégico osado e imaginativo, cuando envió una expedición de 150 soldados al sudoeste de Facatativá y luego al noroeste, hacia Honda. El Magdalena era navegable de Cartagena al sur hasta Honda. Era, en efecto, la ruta más accesible para que llegaran a Bogotá refuerzos de hombres y pertrechos provenientes de Cartagena. Berbeo se proponía que la expedición ocupara a Facatativá para interceptar los correos entre Bogotá y Cartagena, capturar la artillería que Gutiérrez de Piñeres había enviado desde Honda para la defensa de Bogotá, y ocupar luego a Guaduas, Mariquita y Ambalema en el alto Magdalena. El objetivo último de la expedición
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era la captura de Honda y del más célebre de sus habitantes, el regente visitador general. El hombre a quien Berbeo encomendó esta audaz expedición era José Antonio Galán, uno de los jefes más famosos de la Revolución de los Comuneros. Galán desempeñó brillantemente su cometido. Engañando a un destacamento realista enviado desde la capital, interceptó la valija del correo real en Facatativá el 30 de mayo (finalmente, Berbeo la devolvió sin abrir ante la acalorada insistencia de las autoridades de Bogotá). Entre el 30 de mayo y el 7 de junio la pequeña expedición de Galán recorrió pueblos y caseríos del alto Magdalena para alistar a esas comunidades al servicio de la “empresa”. Por qué Galán no capturó al regente visitador general en Honda, de acuerdo con las instrucciones de Berbeo, y en cambio le envió una carta en que le aconsejaba huir, es asunto que quizás quedará para siempre envuelto en la oscuridad. En el capítulo 15 se intentará explicar la desconcertante conducta de Galán. En este momento importa recalcar que la campaña relámpago de Galán fue un golpe maestro desde el punto de vista militar, y que reforzó grandemente la posición de Berbeo en las negociaciones de Zipaquirá, y sembró la consternación no sólo en Bogotá sino entre el séquito del arzobispo Caballero y Góngora en Zipaquirá. No cabe duda de que la hazaña de Galán constituyó uno de los factores que obligaron a la reticente administración bogotana a aprobar las capitulaciones el 7 de junio, el mismo día en que Galán le advirtió al regente visitador general que huyera de Honda. La campaña de Galán demuestra no sólo su destreza en el campo de batalla sino también la amplitud de los conceptos estratégicos de Berbeo. Otro paso que tomó Berbeo después de llegar a Nemocón fue el de integrar el descontento de los indios a su coalición multiétnica, y explotar su cólera como medio de presionar a las autoridades en Bogotá. El acontecimiento más célebre relacionado con Ambrosio Pisco, jefe titular de los indios, durante los agitados días de Zipaquirá, fue la orden expedida el 31 de mayo por Berbeo, una semana antes de la firma de las capitulaciones. Al ratificar el doble papel de Pisco como cacique hereditario de Bogotá y como capitán de la “empresa”, el comandante supremo encargaba a:
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don Ambrosio Pisco, cacique llamado de Bogotá, para que pase personalmente y con gentes hasta las goteras de la ciudad de Santa Fe, y por todo rigor contendrá las gentes que pretendieren entrar a la ciudad a insultar y robar. Por lo que, si necesario fuere, hará poner dos horcas, una en la entrada de San Diego y otra en la entrada de San Victorino, para castigo de los insultores.13
Esta comisión buscaba ostensiblemente impedir que las tropas del propio Berbeo en Zipaquirá marcharan los pocos kilómetros que las separaban de la capital. Una inferencia plausible es la de que Berbeo le dio esa comisión a Pisco como parte de una táctica más vasta: la de intimidar tanto al arzobispo en Zipaquirá como a la junta de tribunales en Bogotá para llegar a un acuerdo antes del posible asalto a la ciudad. Bogotá reaccionó visceralmente ante la noticia, obsequiosa más bien, que dio Pisco acerca de su comisión, y pensó que este era el comienzo de la invasión de la capital.14 Su presencia, con 5.000 indios iracundos, a las puertas de la ciudad, era una pesadilla que Bogotá quería exorcizar. Frente a las protestas, vigorosas cuando no frenéticas, de la capital, Berbeo le retiró su asignación a Pisco antes de que éste llegara a Bogotá.15 Pero había puesto en claro su mensaje. El episodio de Pisco no fue la única ocasión en que Berbeo utilizó el descontento de los indios para sembrar el pánico entre los magistrados reales. El manifiesto del 23 de mayo en el Cocuy, donde se invocaba el nombre de Túpac Amaru, y la publicación del manifiesto de Silos el 14 de junio, donde se destronaba a Carlos III, fueron otros incidentes en la guerra de nervios que libraba el comandante supremo contra sus oponentes. Quizás no sea accidental el que estos dos manifiestos fueran emitidos en regiones muy distantes de Zipaquirá. Por consiguiente, no implicaban mayor riesgo de que los indios del altiplano, ya en abierta rebelión, se enardecieran todavía más. Estos descendientes de
Ibíd., págs. 293-94. Actas de la junta, 1º de junio, AGI/ASF 663-A; Pisco al fiscal Silvestre Martínez, 2 de junio de 1781, ibíd.; Catani a la junta, 3 de junio, ibíd.; confesión de Pisco, 8-9 de octubre de 1781, AHN, Los Comuneros, 1:28-35; abogado de Pisco, 19 de diciembre de 1781, ibíd., fs. 39-42. 15 Confesión de Pisco, AHN, Los Comuneros, 14:28-35, #20. 13 14
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los chibchas no necesitaban del simbolismo de Túpac Amaru, ya que su propia tradición indígena monárquica estaba presente en la persona de Ambrosio Pisco, a quien Berbeo se había ganado hábilmente para su causa. Todos estos actos constituían un mensaje claro para Bogotá: negociar un arreglo favorable a los comuneros o arriesgarse a que la “empresa” degenerara en una orgía de violencia procedente de abajo; o tratar con los jefes responsables o enfrentarse a un levantamiento sanguinario de los indios, cuyo objetivo habría sido el derrocamiento de la monarquía. El hábil manejo que el comandante supremo hizo del descontento de los indios fue uno de los muchos factores que forzaron a Bogotá a acudir a las negociaciones. Los dos grandes protagonistas de la crisis de 1781 –el arzobispo Antonio Caballero y Góngora y Juan Francisco Berbeo– tuvieron su primera entrevista frente a frente el 26 de mayo en Nemocón. Como intermediarios entre los dos bandos actuaron varios clérigos, el más importante de los cuales era el bien conectado Filiberto José Estévez.16 Su aporte fue significativo en las febriles negociaciones del 26 de mayo al 7 de junio. El arzobispo llegó a la primera entrevista con la esperanza de que sus considerables poderes de persuasión y el prestigio de su investidura harían vacilar la determinación de sus adversarios de marchar sobre la capital. Berbeo rechazó de plano la primera propuesta de Caballero y Góngora para negociar inmediatamente un acuerdo en Nemocón. Argüía vigorosamente que la única garantía de que se cumpliera un acuerdo era la entrada en masa de los socorranos a la capital. Caballero y Góngora formuló entonces una contrapropuesta: que una pequeña delegación de capitanes comuneros, acompañada de otros dos comisionados, fuera a la capital a negociar el arreglo. Para garantizar la seguridad personal de los socorranos en Bogotá, el arzobispo se ofrecía á permanecer en el campamento comunero en Nemocón, prácticamente como rehén. Ni la junta de tribunales en Bogotá ni Berbeo quedaron satisfechos con la contrapropuesta de Caballero y Góngora. La junta nunca modificó su 16 Para los otros sacerdotes intermediarios ver Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1781, AGI/ASF 663, en CA, 2:65. Ver también capítulo 9, nota 16.
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opinión de que los tres comisionados tenían amplios poderes para negociar un acuerdo fuera de la capital. Sin entusiasmo y con nerviosismo convino, sin embargo, en aceptar el plan el 28 de mayo. Pero Berbeo negó tajantemente su asentimiento. Sostenía que si unos pocos de sus capitanes entraban a la capital en esas circunstancias “serían apresados y ejecutados”.17 En realidad, Berbeo quería aplazar el comienzo de unas negociaciones en serio. El comandante supremo tenía varios planes que estaban ya en marcha o a punto de iniciarse; llevados a cabo reforzaría grandemente su capacidad de negociación y dejaría en suspenso la posibilidad de negociar dentro o fuera de la capital. Tan sólo dos días antes había enviado a Galán a la campaña, de importancia vital, en el valle del alto Magdalena; se necesitaría un tiempo para apreciar plenamente sus resultados. No le había enviado aún su comisión a Ambrosio Pisco. El 27 de mayo, un arzobispo desalentado y sus dos colegas se retiraron del campamento de Berbeo en Nemocón a la cercana Zipaquirá, para aguardar el desarrollo de los sucesos. Berbeo interrumpió las conversaciones pero no las rompió, con el argumento de que sus fuerzas no se habían congregado todavía. Le advirtió una vez más a la delegación que la única garantía satisfactoria de que sus seguidores no fueran defraudados era la ocupación de Bogotá.18 Antes de que Berbeo pudiera emprender una negociación realista con el arzobispo desde una posición de fuerza, necesitaba consolidar su alianza con la ciudad de Tunja. El 30 de mayo, en la hacienda de Checua en las afueras de Nemocón, Tunja convino solemnemente en que su contingente militar se uniría a los de Berbeo para la marcha sobre la capital.19 El día en que interrumpió las conversaciones con los comisionados, Berbeo pasó sus cuarteles de Nemocón a El Mortiño. La nueva sede tenía razón de ser, tanto táctica como políticamente. A sólo media hora a caballo de Zipaquirá, y por consiguiente a un día de Bogotá, El Mortiño podría ser Caballero y Góngora a Pey y Ruiz, 26 de mayo, y comisionados a Pey, 26, 27 de mayo de 1781, AGI/ASF 663-A. El 27 de mayo la junta dijo que no, pero tras recibir la carta de Caballero y Góngora del 26 de mayo profirió un reticente sí. Pey a Caballero y Góngora, 27 de mayo, a los comisionados, 28 de mayo, ibíd. 18 Berbeo a los comisionados, 28 de mayo, ibíd. 19 CA, 1:282-283; declaración de Pavón y Gallo. 17
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abastecido satisfactoriamente de alimentos de las aldeas y caseríos cercanos. Situado en un declive de la cordillera, lo formaban vastas tierras de ganado y de labranza con chozas y cercados que podrían abrigar en algo de las lluvias torrenciales que inundaban la parte baja del valle durante el invierno que entonces transcurría. En las faldas de El Mortiño se congregó una fuerza formidable aunque mal armada: unos 20.000 hombres, guarecidos en setecientas tiendas. 10.000 provenían de las jurisdicciones del Socorro y San Gil, y de Puente Real de Vélez. Otros 6.000 de Tunja, Leiva, Sogamoso, Santa Rosa y Chiquinquirá. Había 4.000 indios bajo el mando nominal de Ambrosio Pisco.20 Esta concentración de tropas era mucho más grande que cualquiera de las que mandó Bolívar en las guerras de independencia, si bien las tropas de éste estaban mejor equipadas.21 En vista de que la población de Bogotá era en 1778 de 18.100 personas, es ciertamente comprensible cómo este ejército, a un día de camino, provocó la consternación y el pánico entre los defensores de la autoridad real.22 El 30 de mayo Juan Francisco Berbeo hizo otra jugada brillante. Una semana antes el supremo consejo de guerra en el Socorro le había escrito al generalísimo que si el arzobispo trataba de impedir la ocupación de la capital mediante sus atribuciones de excomunión e interdicción el consejo lo desterraría de su diócesis y dejaría vacante la sede. El temor de que el arzobispo pudiera emplear esas dos armas, las más poderosas de su arsenal, provenía evidentemente de los plebeyos del Socorro, ya que fue su representante oficial en el consejo, el procurador Antonio Molina, quien presentó la propuesta que habría de aprobar el consejo.23 Era un temor muy real, ya que estos recursos probablemente hubieran desmoralizado a las tropas de los comuneros. Así, pues, Berbeo les mostró el 30 de mayo la carta a los comisionados, dándole noticia al arzobispo de que, si recurriera a sus atribuciones, los comuneros estaban dispuestos a desterrarlo de su sede. Como la iniciativa provenía CA, 1:274-75, 288-92. Bolívar ganó la batalla de Boyacá con un ejército de 2.850 soldados. Camilo Riaño, La campaña libertadora de 1819 (Bogotá, 1969), págs. 270-72. 22 Silvestre, Descripción, pág. 31. 23 Nos los Comunes a Berbeo, 27 de mayo de 1781, en Caballero y Góngora a Gálvez, 19 de agosto de 1781, AGI/ASF 633-A; Monsalve, Rosillo, Molina a Berbeo, 23 de mayo de 1781, ibíd. 20 21
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aparentemente de los plebeyos, los capitanes patricios podrían posteriormente disociarse de semejante amenaza, si así resultara conveniente.24 Durante el periodo colonial español los obispos utilizaban con frecuencia estos temidos recursos, por razones a veces más mundanas que espirituales.25 Sin embargo, toda la información de que se dispone indica que en este caso el cazurro arzobispo no tenía propósito de apelar a la excomunión. Bien sabía que en su precaria situación, sin soldados que lo respaldaran, sus únicas armas efectivas eran el prestigio de su cargo, su paciencia astuta e interminable y sus palabras pastorales de conciliación. Pero Juan Francisco Berbeo no tenía informes fidedignos sobre lo que se proponía el arzobispo. El 31 de mayo Zipaquirá se unió formalmente a la “empresa” en ceremonias en las que el comandante supremo confirmó la elección de capitanes en la parroquia.26 Desde el 16 de mayo la villa había demostrado simpatía por los comuneros, durante un motín en el que fue saqueada la casa de un rico comerciante español. El arzobispo, que se hallaba presente en esa ocasión, quedó impresionado por el desorden de la muchedumbre, pero también por el hecho de que unos cuantos socorranos que estaban de paso en la ciudad hubieran sido capaces de convencer a la tumultuosa multitud de compensar al día siguiente los daños causados a la residencia saqueada.27 El motín de Zipaquirá le dejó una impresión imborrable a Caballero y Góngora. No sólo observó de cerca la intensidad de la cólera popular sino que también quedó impresionado ante el prestigio de los socorranos y la influencia que ejercían sobre la multitud. El motín de Zipaquirá contribuyó a persuadirlo de que se requerían grandes concesiones para apaciguar la ira popular, de que sólo los socorranos tenían prestigio para controlar esa ira y, por último, y lo más importante, de que había que cortar la alianza entre patricios y plebeyos. De ahí en adelante nunca vaciló en su convicción de que los socorranos constituían el único grupo con que se podían adelantar negociaciones en seno. Comisionados a Pey, 30 de mayo de 1781, ibíd. El arzobispo posteriormente aceptó la explicación de Rosillo y Monsalve de haber formulado la amenaza presionados por los plebeyos. Caballero y Góngora a Gálvez, 19 de agosto de 1781, AGI/ASF 663-A. 25 Para algunos ejemplos ver mi Kingdom of Quito, págs. 314, 316. 26 CA, 1:299-300. 27 Caballero y Góngora a Pey y Ruiz, 17 de mayo de 1781, AGI/ASF 663-A. 24
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El 31 de mayo Berbeo había llegado al apogeo de su poder. Demostrando habilidad militar y política considerable, había reclutado un ejército de 20.000 soldados mal apertrechados pero entusiastas y los había llevado a un día de camino de la capital del reino. No sólo había pactado una alianza con Tunja sino que había usufructuado el descontento de los indios. Además, Galán había ejecutado una brillante operación militar en su marcha por el valle del alto Magdalena. En varias ocasiones Berbeo había demostrado una habilidad increíble para conducir en distintos frentes una denodada guerra de nervios para intimidar a sus adversarios. Sobre todo, se las había arreglado para dejar abierta la opción de negociar dentro o fuera de la capital. Juan Francisco Berbeo jugó con astucia considerable todas las cartas que tenía en la mano. Sin embargo, el problema es que disponía de muy pocas. En contraste, el arzobispo Caballero y Góngora contaba con muchas más, y sabía cómo jugarlas con el máximo de destreza.
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12. Cita en Zipaquirá
El 31 de mayo fue uno de los días más ricos en acontecimientos dentro de la historia del Nuevo Reino de Granada, pues ese día quedaron establecidos el contorno y la orientación de la crisis de 1781. Por la mañana, Juan Francisco Berbeo dio posesión formal a los capitanes generales de la parroquia de Zipaquirá y emitió su controvertida comisión a don Ambrosio Pisco para que se dirigiera a las puertas de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. Además, por un periodo de dos meses, dispuso de los ingresos de las minas de sal de Zipaquirá y Nemocón para financiar su expedición.1 Ese mismo día José Antonio Galán interceptó el correo real en Facatativá y, en la práctica, cortó las comunicaciones entre Bogotá y Cartagena.2 Pero el suceso más importante del día, y que en gran parte había de determinar el resultado final, ocurrió en las horas de la tarde. Cuando el arzobispo Caballero y Góngora recibió informes de que las tropas estaban a punto de levantar el campo y de iniciar su marcha hacia la capital, junto con los otros comisionados se dirigió de inmediato a los cercanos cuarteles de El Mortiño. A las tres empezó la segunda conferencia. Escribió después el arzobispo: Viéndolos ya resueltos a marchar a Santa Fe, y temiendo verificar en sus ideas de pasar de allí a Popayán y Quito, poniendo en combustión todo el ambiente, determiné volver a verme con los capitanes. Fueron incomparables los trabajos, indecibles los insultos que en esta segunda conferencia sufrí de aquellas gentes, las más de infame extracción y aun de más infames pensamientos; pero, en fin, a costa de una inalterable paciencia logré no sólo aquietarlos y admitir capitulaciones, sino también que don Juan Francisco Berbeo me prometiese se arreglaría esta en el mismo Zipaquirá, sin mover su acampamento, contra el dictamen de muchos, que acaso para poner en ejecución sus sangrientos fines, intentaban que fuese en Santa Fe.3
Pey y Ruiz a Flórez, 15 de junio de 1781, AGI/ASF 663-A. Actas de la junta, 1º de junio de 1781, ibíd. 3 Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1781, AGI/ASF 663; CA, 2:60-61. 1 2
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Durante esa conferencia el arzobispo descubrió la existencia de una división profunda en el campo de los comuneros, que él podría explotar para su propio beneficio. Algunos jefes poderosos, no sólo de Tunja y Sogamoso sino también del vecino del Socorro, San Gil, querían negociar un tratado en Zipaquirá y no seguir hasta Bogotá. Amenazaba con desintegrarse la gran coalición que Juan Francisco Berbeo había montado con paciencia infinita y con considerables dificultades. En particular, la alianza con Tunja, sellada apenas veinticuatro horas antes en la hacienda de Checua, estaba en grave peligro. Tunja, la última en incorporarse a la “empresa”, parecía entonces la primera en abandonada. El retiro de Tunja tenía una significación estratégica y militar que ni siquiera guardaba proporciones con la impresionante magnitud de su contingente. Tunja estaba al norte de Zipaquirá; las fuerzas de Berbeo podían ser rebasadas por su flanco, si proseguía al sur hacia la capital. Fiel a las órdenes de Bogotá hasta el 23 de mayo, Tunja había levantado una fuerza militar impresionante en los meses de marzo, abril y mayo con el propósito ostensible de defender la autoridad real. Los batallones reclutados en las jurisdicciones de Tunja, Leiva, Sogamoso, Santa Rosa y Chiquinquirá constaban de unos 6.000 soldados, mientras los integrantes del ejército de las jurisdicciones territoriales del Socorro y San Gil ascendían a unos 10.000 reclutas. Había además 4.000 indios, cuya supuesta ineficacia bélica suscitaba el desdén de criollos y mestizos. No sólo eran grandes los contingentes de Tunja sino, en opinión del arzobispo, “era la tropa más lucida de aquel ejército, la más esforzada y subordinada a sus jefes”.4 Cuatro mil de ellos eran jinetes con mayor movilidad que los contingentes de San Gil-Socorro, integrados en su mayoría por hombres de a pie. El 2 de junio los regimientos de Tunja salieron del campamento de El Mortiño para acampar en Cajicá, al sur de Zipaquirá. Así cerraban el camino a la capital. En Zipaquirá los tunjanos se comprometieron en público ante los comisionados a apoyar a las autoridades de Santa Fe contra los desafueros que pudieran cometer los socorranos.5
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En su relación, el arzobispo se regodea de haber logrado que los tunjanos pasaran sus cuarteles a Cajicá con el pretexto de que había mejores pastos para sus caballos y de que en el atiborrado campamento de El Mortiño podría brotar una epidemia.6 El relato del arzobispo encomia su propia gestión, cuando no es francamente engañoso. El capitán Joaquín de la Barrera, el primero en enterarse del desacuerdo entre el Socorro y Tunja, indica que los tunjanos adoptaron deliberadamente la determinación de que sus fuerzas impidieran la ocupación de la capital.7 El arzobispo, como él mismo lo reconoce, distribuyó dinero entre quienes consideraba simpatizantes potenciales o actuales a su propuesta de negociar en Zipaquirá.8 Pero los así agraciados habrían tomado de todas formas las decisiones que tomaron. Pese a la munificencia del arzobispo y a sus considerables poderes de persuasión, Tunja tenía razones válidas y suficientes para romper con el Socorro. Los orgullosos patricios de Tunja, cuya economía había decaído durante el siglo XVIII a medida que prosperaba la del Socorro, habían sido humillados cuando los socorranos entraron a su ciudad el 23 de mayo y los forzaron a unirse a la “empresa”. Pero no perdieron el control de su ejército, relativamente disciplinado. No sin justificación, los tunjanos temían sinceramente que el poder político y el control de los sectores rurales pasaran a manos de los agresivos socorranos. Una de las cláusulas de las capitulaciones estipulaba que la extensa provincia de Tunja fuera dividida, y que Socorro-San Gil tuvieran su propio corregidor. No todos los comandantes de Tunja se oponían a ocupar la capital, pero sí una buena mayoría de ellos.9
Ibíd., págs. 61-62. Barrera a la audiencia, 8 de junio de 1781, ibíd., 1:195; 2:12; AGI/ ASF 663-A comisionados a Pey, 31 de mayo de 1781, ibíd. 8 Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1781, en CA, 1:62; Caballero y Góngora a la junta, 6 de junio de 1781, AGI/ ASF 663-A. Que el arzobispo estuviera repartiendo dádivas en Zipaquirá era algo harto sabido en Bogotá –ver la anónima “Relación verdadera de los hechos ocurridos en la sublevación de los pueblos, ciudades y villas”, 31 de agosto de 1781, en Proceso histórico del 20 de julio (Bogotá, 1960), pág. 24. Caballero y Góngora reconoce francamente que siguió sus generosidades con determinados individuos para que estos lo apoyaran durante su periodo de virrey: Caballero y Góngora a Floridablanca, 26 de marzo de 1789, AGI/ Estado 54. 9 Declaración de Pavón y Gallo. 6 7
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No está claro hasta qué punto San Gil se alineó con los tunjanos. Todos los relatos indican que los capitanes de San Gil manifestaron cierta simpatía por las posiciones de Tunja, pero sus reservas al respecto no pueden aclararse con los documentos de que se dispone. Sin embargo, lo que ya se demostró en el capítulo 3 es que la rivalidad entre el Socorro y San Gil había sido una constante desde la creación de la parroquia del Socorro en 1689. El repudio de Bogotá a todo el programa de Gutiérrez de Piñeres, la absorción de la élite burocrática criolla de la capital por la junta de tribunales y la defección de Tunja fueron todos acontecimientos que llevaron a Berbeo a buscar un arreglo en Zipaquirá y no en Bogotá. Pero queda todavía otro factor importante en esta compleja ecuación política: Cartagena. El virrey Flórez mandaba el único ejército profesional del Nuevo Reino de Granada, una fuerza de 3.318 soldados. Al menos, así lo creía Berbeo. El virrey, en despachos confidenciales, decía que la cifra de soldados efectivamente profesionales, de los cuales sólo 400 eran peninsulares, se acercaba a los mil.10 Pero inclusive esta cifra más pequeña constituía la fuerza militar más formidable del Nuevo Reino. La de Berbeo era numerosa pero en general mal armada y mediocremente preparada. Él estaba muy consciente del poderío militar de Cartagena. Bogotá mantenía informado al virrey sobre la rápida diseminación de la revuelta en el interior. El 9 de mayo la audiencia pedía con urgencia refuerzos de hombres y municiones.11 Hasta la batalla de Puente Real el virrey sólo envió unas armas y cuatro oficiales veteranos para que ayudaran a adiestrar la milicia en Bogotá. Se negaba enfáticamente a enviar una misión militar al interior hasta no haber recibido los refuerzos que había solicitado urgentemente a La Habana, con el argumento de que necesitaba todas sus tropas concentradas en Cartagena, no fuera que los ingleses atacaran poblaciones expuestas como Panamá. Portobelo, Veragua, Santa Marta, Riohacha o Darién.12
10 Flórez a Gálvez, 22 de agosto de 1781, AGI/ ASF 577-B; Flórez a Gutiérrez de Piñeres, 18 de mayo, ibíd. 11 Gutiérrez de Piñeres a Flórez, 9 de mayo de 1781, AGI/ ASF 663-A. 12 Flórez a Gálvez, 22 de agosto de 1781, AGI/ASF 577-B.
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Soldado de profesión, el virrey se oponía al uso del ejército para sofocar conflictos civiles. Expresaba cierta falta de confianza en sus tropas criollas y negras, especialmente si se veían involucradas en una guerra civil. Ante todo, el virrey quería evitar un baño de sangre. Con sus mismas palabras, no quería precipitar otra matanza de San Bartolomé u otras Vísperas Sicilianas. Como muchos otros soldados profesionales anteriores u posteriores a él, Flórez abominaba del uso de soldados en una guerra civil. Como a menudo sucede, los verdaderos “halcones”, eran los civiles. Tras haber sido repudiadas sus innovaciones, Gutiérrez de Piñeres, desde lugares seguros como Honda o Cartagena, exigía la intervención militar con la ferocidad de un civil frustrado que nunca ha conocido la guerra de cerca.13 El virrey le encarecía a la junta de tribunales que negociara un arreglo con los rebeldes tras el cual podría venir el desarme de estos. Entonces él enviaría una pequeña fuerza de soldados profesionales para consolidar la restauración de la autoridad real. El gobierno, entonces, podría revisar o anular el acuerdo. Cuando llegaron a Cartagena las noticias del desastre del oidor Osorio en Puente Real y la subsiguiente marcha de los socorranos hacia la capital, el virrey se vio obligado a revisar sus cálculos. Pese a la oposición de algunos miembros de su estado mayor, quienes sostenían acaloradamente que Cartagena podía prescindir a lo sumo de 200 soldados, el 25 de mayo el virrey Flórez autorizó una expedición de 500 hombres al interior, bajo el mando del coronel José Bernet. Quizás en un estricto sentido militar tenían razón los oficiales, pero el virrey estaba obligado a considerar un escenario político más vasto. El contingente incluía 250 hombres del veterano regimiento fijo. Otros 125 venían de la milicia blanca y 125 de la milicia negra. El coronel Bernet salió de Cartagena el 1º de junio, pero su expedición no llegó a Bogotá hasta el 6 de agosto.14 El avance lento pero inexorable de esa pequeña pero poderosa expedición militar fue un instrumento psicológico decisivo para que las autoridades recuperaran el control después de la conclusión de las capitulaciones. La expedición de Bernet cumplió la función que le había asignado el virrey Flórez. 13 Ver el intercambio de cartas entre Flórez y Gutiérrez de Piñeres insertas como apéndice a ibíd. 14 Ibíd.; CA, 110-14.
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La expedición no salió de Cartagena hasta el 1º de junio, un día después de que Berbeo se había resuelto a negociar en Zipaquirá y ocho días antes de que las autoridades ratificaran formalmente las capitulaciones. Es imposible que el arzobispo o el generalísimo hubieran recibido informes el 31 de mayo sobre la decisión que el virrey había tomado en Cartagena el 25 de mayo. El correo más rápido entre la costa y la capital tomaba diez días... Y aunque hubiese sido posible que las noticias de Cartagena llegaran a Bogotá el 7 de junio, es sumamente improbable: las comunicaciones entre la costa y la capital habían sido cortadas por José Antonio Galán, después del 31 de mayo. Al arzobispo tampoco le hubiese convenido divulgar esas noticias. El campo de los comuneros albergaba ya suficiente desconfianza sobre las intenciones de Bogotá. La noticia de que Cartagena iba a enviar una expedición al interior probablemente habría resultado en la ocupación inmediata de la capital por los encolerizados socorranos. Mientras contemplaba a los furiosos soldados de la “empresa”, Caballero y Góngora tal vez encontrara algún solaz en la esperanza de que al fin Cartagena viniera a rescatar el interior, y de que por lo tanto cualquier acuerdo a que pudiera llegar en Zipaquirá podría ser invalidado después. Los jefes comuneros jamás perdían de vista el peligro de la lejana Cartagena. Sin duda, el virrey Flórez constituyó uno de los muchos factores que condujeron a la decisión de conseguir un acuerdo en Zipaquirá y no en Bogotá. La decisión de los tunjanos de trasladar su campamento a Cajicá no rompió de manera irrevocable la alianza entre el Socorro y Tunja. Pero había que reconstruir la coalición, lo que procedió a hacer Berbeo. Insistió en que los tunjanos y el arzobispo se pusieran de acuerdo sobre ciertas condiciones si las negociaciones se iban a efectuar en Zipaquirá. Nadie se oponía al postulado del comandante supremo de que era necesario complacer la firme creencia de los plebeyos de que sólo la ocupación de la capital aseguraría el cumplimiento de un tratado. Berbeo insistió en que Bogotá adhiriera a la “empresa” con la “elección” de cinco capitanes generales, los cuales habrían de participar en las negociaciones de Zipaquirá. En realidad, los capitanes generales de Bogotá no fueron elegidos sino seleccionados cuidadosamente por el generalísimo. Su elección recayó en cinco criollos prestigiosos o ricos considerados, con razón o sin ella, como simpatizantes latentes de la “empresa”. 205
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La otra condición de Berbeo consistió en que el cabildo de Bogotá participara plenamente en las discusiones.15 El cabildo era el fortín político de los criollos ricos y destacados en la sociedad. El cabildo se mostró reticente. En privado, sus integrantes afirmaban vehementemente su lealtad al rey y a sus magistrados.16 Ante la insistencia de la junta de tribunales los nerviosos regidores y capitanes generales fueron enviados a toda prisa a Zipaquirá.17 Los dos capitanes generales más influyentes en la ciudad de Bogotá eran el amigo de Berbeo, el fiscal Francisco de Vergara, y don Jorge Miguel Lozano de Peralta, marqués de San Jorge de Bogotá. Otros dos eran prominentes y bien relacionados. Se trataba de don Francisco Santa María y del doctor Francisco Antonio Vélez, un magistrado fiscal criollo, cuñado de Vergara. Otro de los escogidos por Berbeo no pudo viajar a Zipaquirá por razones de salud. Era el anciano Ignacio de Arce, un funcionario fiscal retirado que durante muchos años había servido como contador mayor. Francisco de Vergara recibió poder de Arce para representarlo. Dado lo urgente y lo delicado de la mudable situación, la junta prescindió de toda consideración sobre posibles conflictos de interés en el caso de Francisco de Vergara, que iría a actuar tanto como miembro de la junta como capitán general de la “empresa”.18 Así como los magistrados de Bogotá se habían atraído al establecimiento burocrático criollo al crear la junta de tribunales el 12 de mayo, a fin de iniciar un diálogo con los comuneros, así Berbeo implantó el mismo proceso al insistir que los magistrados criollos compartieran la responsabilidad de la redacción del convenio final. Si las negociaciones habían de llevarse a cabo en Zipaquirá, Berbeo estaba determinado a que la responsabilidad se repartiera extensamente y, por lo tanto, se diluyera. Como todas las partes en 1781, estaba tomando una especie de seguro para el caso de que las capitulaciones fueran anuladas posteriormente y las autoridades se dedicaran a buscar culpables. No sólo necesitaba involucrar en el proceso a toda la élite criolla de Bogotá sino que Berbeo a Caballero y Góngora, 31 de mayo de 1781, AGI/ ASF 663-A. Para el texto de la carta ver CA, 2:16-17. 17 Actas de la junta, 1º de junio de 1781, AGI/ASF 663-A. 18 Caballero y Góngora a Pey y Ruiz, 4 de junio de 1781, ibíd. 15 16
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también sus remisos aliados, los tunjanos, habían de ser forzados a participar en la conclusión del arreglo. Una vez más el supremo comandante demostró su capacidad política. Alguien tenía que redactar un borrador del tratado de paz para que lo ratificara la junta de tribunales. Berbeo escogió a dos capitanes tunjanos de impecables antecedentes patricios, partidarios ambos de la marcha sobre la capital.19 Una elección tan diestra conciliaba a los “flojos” de Tunja con los “duros” del Socorro. A fin de definir los límites del arreglo negociado, Berbeo le transmitió a los dos tunjanos un borrador de trabajo redactado por él y por don Pedro Nieto. En los dos días febriles que siguieron, del 3 al 5 de junio, el comandante supremo y muchos otros capitanes de Tunja, el Socorro y Bogotá participaron activamente en las discusiones que culminaron en el texto final. Se dejará para los dos capítulos siguientes un análisis más detallado de las capitulaciones. Baste con decir que el borrador Berbeo-Nieto anticipaba algunas de las cláusulas más importantes del texto definitivo de las capitulaciones.20 Entre sus propuestas más destacadas figuraban la abolición del impuesto de armada de Barlovento y del monopolio real de tabaco, una reducción del precio de la sal y el aguardiente así como del tributo anual de los indios, el exilio del regente visitador general, la preferencia a los criollos en los cargos administrativos, el adiestramiento militar los domingos para las tropas de los comuneros y el establecimiento de un corregimiento aparte para Socorro-San Gil. El 5 de junio a las 10 de la noche los comisionados recibieron de un mensajero de Juan Francisco Berbeo el texto propuesto para las capitulaciones. El arzobispo, desolado ante la implacable audacia de las exigencias, lo envió a Bogotá, sin recomendar su aceptación o su rechazo. Posteriormente escribió el arzobispo acerca de la posición de la junta: “No pudo éste menos de rehusarse, por la primera vez, a la aprobación de unas proposiciones tan vergonzosas e insolentes”.21
Declaración de Berbeo, 14 de septiembre de 1782, en Briceño, Los Comuneros. págs. 208209; declaración de Pavón y Gallo. 20 Ibíd.; CA, 2:17-18. 21 Comisionados a Pey y Ruiz, 5 de junio de 1781, AGI/ ASF 663-A; Caballero y Góngora a Pey, 6 de junio, ibíd.; Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1781, en CA, 2:62. 19
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Al día siguiente la junta se reunió en Bogotá. Su decisión unánime fue devolver el texto a los comisionados en Zipaquirá, con instrucciones cortantes de que negociaran una revisión de las numerosas cláusulas que perjudicaban la hacienda real.22 La junta amonestó a los comisionados para que se ciñeran a su mandato, que era el de negociar y no el de aceptar un dictado impuesto unilateralmente por los socorranos. Poco después de que la junta hubiera llegado el 6 de junio a esa decisión, el comandante supremo recibió una carta incendiaria de Bogotá. Aunque su texto ha desaparecido, es posible reconstruir su contenido. El anónimo corresponsal tenía acceso evidentemente a los más altos círculos del gobierno, ya que estaba enterado de la decisión de la junta. Saltan a la vista dos posibilidades, aunque sólo hay indicios remotos para sustentar una de las dos conjeturas. Un posible autor pudo haber sido Manuel García Olano. En los meses críticos de marzo, abril y mayo García Olano no se esforzó en demostrar su lealtad a las autoridades. A diferencia de su pariente el marqués de San Jorge, ni siquiera aceptó un cargo en la milicia. El otro posible autor pudo haber sido el lego dominico Ciriaco de Archila, autor probable del poema subversivo. Las pruebas son circunstanciales, tenues, pero sugestivas. Al parecer, la carta contenía muchas confusas alusiones bíblicas e históricas semejantes a las del poema, y su mensaje era idéntico al de “nuestra cédula”: sólo la ocupación de la capital garantizaría que las autoridades no hicieran promesas que no tenían intenciones de cumplir. El arzobispo Caballero y Góngora manifestó su cólera cuando escribió que la carta de Bogotá sólo podría haber sido escrita en el infierno, pues su autor trataba maliciosamente de socavar la credibilidad y las buenas intenciones del rey, de la junta de tribunales, y las suyas propias.23 En el campamento de El Mortiño la zozobra y la angustia prevalecían tanto entre patricios como entre plebeyos. Llovía fuertemente, con frecuentes tormentas, y la posible escasez de alimentos contribuía a deteriorar más los ánimos. Entre los soldados rasos cada vez obtenía más crédito la especie de Actas de la junta, 6 de junio de 1781, AGI/ASF 663-A. El resumen de Caballero y Góngora es la única información disponible sobre el contenido de la carta: Caballero y Góngora a la junta, 6 de junio de 1781, ibíd.; CA, 2:36. 22 23
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que el gobierno estaba tratando sólo de ganar tiempo con promesas falsas, mientras llegaban los refuerzos militares de Cartagena. Al propio mando de Berbeo se le estaba desprestigiando con el insistente rumor de que el arzobispo lo había comprado con 15.000 pesos a fin de que no llevara el ejército hasta Bogotá. El chisme no se extinguió ni siquiera después de que el generalísimo reprendió en público a un correveidile.24 Los capitanes manifestaron su alarma y su consternación cuando se enteraron del contenido de la carta anónima. En la crisis que se desarrollaba tan rápidamente, Berbeo tuvo que tomar medidas enérgicas para reafirmar su comandancia amenazada. Le llegó entonces el turno de presionar al arzobispo. A mediodía, el generalísimo y doscientos de sus capitanes y soldados, incluido don Ambrosio Pisco, llegaron a la casa parroquial donde se alojaba el arzobispo. Cortés pero firmemente exigieron una explicación sobre la alarmante carta procedente de la capital. El arzobispo les contestó con una larga exhortación en la que reiteraba a los capitanes las “buenas intenciones” de la junta.25 En una obra maestra de reticencia le dijo a su auditorio que la junta sólo deseaba revisiones y aclaraciones de detalle en el texto de las capitulaciones. Entretanto, una turba numerosa y cada vez más tumultuosa de plebeyos se congregaba en torno a la casa parroquial, con gritos y vociferaciones de “Guerra, guerra a Santa Fe”, mientras tocaban tambores y quemaban cohetes. Los capitanes, deliberadamente, se abstuvieron de salir al balcón para tratar de calmar a la muchedumbre cada vez más airada, lo que insinúa acaso que el alto mando pudo haber organizado la manifestación. Pero el intrépido arzobispo, quien rara vez desconfiaba de sus poderes de persuasión, se presentó en el balcón. La multitud enardecida gritó “Viva el rey”; pero también amenazó con quemar la casa si los comisionados no aprobaban de inmediato las capitulaciones sin modificaciones adicionales. Mientras crecía el tumulto frente a la casa parroquial, el arzobispo y los capitanes trataban febrilmente de revisar algunas de las cláusulas del convenio. 24 Ibíd. Berbeo a Caballero y Góngora, 8 de mayo de 1782, Lilly Library, universidad de Indiana; Pey a Flórez, 5 de junio de 1781, AGI/ASF 663-A. 25 Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1781, en CA, 1:62-63.
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Pero en tales condiciones era imposible una verdadera negociación. Después de haber modificado o aclarado varias cláusulas, el estrépito de la calle hizo que Caballero y Góngora capitulara. Aceptó que el documento debería devolverse en forma inmediata a Bogotá. Prometió además que le advertiría a la junta sin rodeos que de no aceptar las capitulaciones Bogotá tendría que vérselas con la inminente invasión.26 El 31 de mayo el arzobispo había obtenido una victoria importante cuando Berbeo aceptó negociar en Zipaquirá. Ahora tenía que pagar un alto precio por esa concesión de Berbeo. El arzobispo se daba plena cuenta de las presiones que los “halcones” de su propio bando ejercían sobre Berbeo. Comprendía también que sólo el supremo comandante tenía prestigio y autoridad para controlar y disciplinar a las legiones comuneras. Con realismo pero con tristeza, Caballero y Góngora reconoció que era menester aceptar los términos de Berbeo. Convocada para una sesión urgente el 7 de junio a las 11 de la noche, la junta le explicó al rey que había impartido su aprobación con mucho desgano y “con pleno entendimiento de que era nula e írrita”. Pero argüía que el asentimiento era la única manera de impedir el saqueo de Bogotá y “la total destrucción de la autoridad real”.27 El alegato debe tomarse con escepticismo. El saqueo no estaba de moda en 1781. Tampoco la meta de los comuneros era la independencia política. Pero al conjurar estas perspectivas alarmantes la junta trataba de justificar su conducta ante Carlos III y ante José de Gálvez. Al día siguiente, antes de que el arzobispo celebrara misa y cantara un tedéum, los dos comisionados se arrodillaron frente al prelado. Pusieron en sus manos el misal y luego juraron “por Dios nuestro Señor, por su Santa Cruz y por sus santos cuatro evangelios, en nombre del Rey nuestro Señor, guardar las capitulaciones propuestas por dicha Real Audiencia y junta”.28 CA, 1:62-63; Caballero y Góngora a la junta, 16 de junio de 1781, AGI/ASF 663-A. Actas de la junta, 7 de junio, AGI/ASF 663-A. Uno de los comisionados en Zipaquirá, Eustaquio Galavis, presuntamente emitió una especie de protesta secreta contra las capitulaciones el 6 de junio, antes de que la junta les diera su aprobación oficial. En realidad, la protesta de Galavis no se produjo hasta el 13 de septiembre, cuando Bogotá estaba empeñada en una contrarrevolución en gran escala contra los comuneros. Silvia M. Broadbent, “La ‘protesta secreta’ de Eustaquio Galavis revisada”, BHA 56 (1969): 657-666. 28 CA, 2:47-48. 26 27
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Por no haber ocupado la capital, algunos historiadores han acusado a Berbeo de venalidad y de deslealtad con la causa que dirigía. Esos cargos, si no se examinan con ánimo crítico, deforman gravemente el significado total de la crisis de 1781. Primero que todo, hay que examinar el cargo de corrupción. Como él mismo lo admite, el arzobispo Caballero y Góngora repartió liberalmente dinero entre quienes presumía a favor de su propuesta de negociar en Zipaquirá. El oidor Osorio también había ido a Puente Real con fondos secretos, pero no encontró a nadie que quisiera aceptar su generosidad. Ignoramos la mayor parte de los nombres de los beneficiarios de la munificencia episcopal, pero podemos suponer que entre ellos figuran varios de los capitanes de Tunja. Sin embargo, estos tenían razones válidas y suficientes para oponerse a la ocupación de la capital sin necesidad de ninguna recompensa pecuniaria. A veces se exagera el poder del dinero. Que se pueda “comprar” con sobornos a los individuos es una simplificación grosera y cínica. Es un hecho que el emisario en quien más confianza tenía Caballero y Góngora, Filiberto José Estévez, párroco de Oiba, le dio a Juan Francisco Berbeo mil pesos para ayudar a la alimentación de las tropas.29 Pero esto sucedió después de que Berbeo había aceptado la negociación en Zipaquirá. No hay pruebas de que la suma se acercara siquiera a los 15.000 pesos de que hablaba la gente. Los mil pesos no fueron un soborno, en el sentido de que el arzobispo tratara de recompensar a Berbeo por haber accedido a negociar allí. Si lo fueron, se trata de una suma trivial. El arzobispo estaba sumamente preocupado, por motivos tanto humanitarios como políticos, con el problema de alimentar a 20.000 soldados en una zona pequeña, no habituada a la presencia de semejante número de forasteros, quienes padecían además todas las mortificaciones de un invierno torrencial. Temía sinceramente que aparecieran el hambre y las enfermedades, con el resultado probable de que el ejército, relativamente disciplinado, se convirtiera en una turba agresiva sobre la cual no podrían tener control los comandantes.
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Berbeo a Estévez, 31 de mayo de 1781, en actas de la junta.
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Tan alarmado se hallaba Caballero y Góngora ante esta perspectiva que pidió a la junta de tribunales que creara un impuesto especial para los ricos de Bogotá, cuyo producto serviría para alimentar el ejército de los comuneros.30 Sostenía que los ricos de la capital deberían estar dispuestos a dar un pequeño aporte y evitar el posible saqueo de la ciudad. Esta insólita propuesta fue la única que le rechazó de plano la junta. Su presidente le escribió al arzobispo: “Esta propuesta está conforme el ánimo caritativo de vuestra excelencia, pero en las circunstancias actuales la junta no considera aconsejable su adopción”.31 La junta tenía puesta su fe en la inminente culminación de un acuerdo en Zipaquirá. Pero el voluntarioso y mañoso arzobispo, a cuyos oídos llegaban los gritos de 20.000 personas enfurecidas, decidió por su cuenta y riesgo impedir el hambre así como la anarquía y el pillaje consecuentes. De ahí que el donativo de mil pesos no fuera un soborno sino un aporte a la alimentación de la tropa. La decisión de Berbeo de negociar en Zipaquirá ha sido comentada desfavorablemente por dos tipos de historiadores. Su reprobación procede de la naturaleza de sus respectivas convicciones políticas. Un grupo cree que la Revolución de los Comuneros fue el primer intento serio de conseguir la independencia política de la corona española.32 Otro tipo de historiador con inclinaciones izquierdistas, ve la crisis de 1781 como una revolución social incipiente de
Caballero y Góngora a Pey, 2 de junio, ibíd. Pey a Caballero y Góngora, 4 de junio, ibíd. 32 Además de Briceño y de Cárdenas Acosta, los siguientes historiadores han interpretado a los comuneros como precursores o como partidarios de la Independencia: Lewin, Túpac Amaru; Rodríguez Plata, Los Comuneros; Eugenio Ortega, “Informe”, BHA 6 (1911): 423-434; Manuel Carreño, ibíd., págs. 361-386; Posada, Los Comuneros. Entre los historiadores que han rechazado la interpretación independentista figuran: Liévano Aguirre, Los grandes conflictos; Galán, “Galán”; Raimundo Rivas, “Duda Histórica”, BHA 6 (1910): 125.61; Groot, Historia eclesiástica y civil; Forero, La primera república; José Antonio de Plaza, Memorias para la historia de Nueva Granada desde su descubrimiento (Bogotá, 1850); Armando Gómez Latorre, Enfoque social de la revolución comunera (Bogotá, 1973); Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX (Bogotá, 1964); Orlando Fals Borda, Subversión y cambio social (2a. ed., Bogotá, 1968); Ángel Camacho Baños, Sublevación de los comuneros en el virreinato de Nueva Granada (Sevilla, 1925); Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, History of Colombia, trad. por J. Fred Rippy (Chapel Hill, 1958); Obras completas del doctor Carlos Martínez Silva, Gustavo Otero Muñoz y Luis Martínez Delgado, eds. (Bogotá, 1937), 8:203-14; Restrepo, Historia de la revolución de Colombia. 30 31
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los de abajo, traicionada por los criollos de las clases altas.33 No comparto ninguna de estas interpretaciones. Si la independencia o la revolución social hubieran sido las metas tácitas de la “empresa”, ciertamente puede sostenerse con fundamento que Juan Francisco Berbeo del Socorro fue tanto un tonto como un traidor al no haber avanzado los kilómetros que le faltaban para ocupar la capital del Nuevo Reino. Pablo E. Cárdenas Acosta, quizás el más notable historiador de los comuneros, creía fervorosamente que la principal tendencia del movimiento se encaminaba a la emancipación política de España. Descendiente directo de Juan Francisco Berbeo por la rama femenina, Cárdenas Acosta ofrece de la conducta de su ilustre antepasado una explicación ingeniosa, aunque no convincente.34 Cárdenas Acosta fue el primer historiador que le dio considerable importancia a la deserción de los tunjanos de la coalición. No se puede discutir ese aspecto de su análisis, pero hay que recalcar lo decisiva que resultó la captación por las autoridades de la élite política criolla. Presumiendo que el virrey Flórez se proponía enviar una expedición al interior, y que estaba informado sobre la escasez de municiones en Bogotá, Berbeo decidió firmar una tregua en Zipaquirá, según Cárdenas Acosta, mientras conseguía que la Gran Bretaña le suministrara armamentos. Este razonamiento fue planteado inicialmente por Briceño, cuyo clásico estudio apareció en 1880.35 No sólo envió Berbeo a uno de sus ayudantes de confianza, en la época de Zipaquirá, para que buscara la ayuda inglesa sino que, según Briceño y Cárdenas Acosta, Berbeo y el marqués de San Jorge viajaron disfrazados en 1783 a Curazao. Allí acudieron a Luis Vidalle para conseguir el apoyo de la Gran Bretaña y reanudar las hostilidades en la Nueva Granada. El viaje a Curazao es pura fantasía. Luis Vidalle era un agente doble mendaz que ofrecía sus servicios tanto a España como a la Gran Bretaña, y la documentación que sustenta sus pretensiones de haber sido agente de Berbeo Liévano Aguirre es quien ha formulado con mayor coherencia esta hipótesis. Para expresiones un tanto más retóricas y emocionales ver: Arciniegas, Los comuneros; Galán, “Galán”; Latorre, Enfoque social; José Fulgencio Gutiérrez, Galán y los comuneros (Bucaramanga, 1939); Luis Torres Almeyda, La rebelión de Galán, el comunero (Bucaramanga, 1961). 34 CA, 2:295-311. 35 Ibíd., 2:225-60; Briceño, Los Comuneros, págs. 92-94, 218-43. 33
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y del marqués de San Jorge es insuficiente, internamente contradictoria y muy poco digna de confianza.36 Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, de Indalecio Liévano Aguirre, es uno de los libros de historia más influyentes aparecidos en Colombia durante el siglo XX. Impulsado por un hondo anhelo patriótico de buscar una explicación histórica al hecho de que Colombia no haya podido librarse de la ubicuidad y del poder de sus oligarquías, Liévano Aguirre le consagró especial atención a los comuneros. Ningún historiador objetivo puede negar su vasta erudición ni su punzante irreverencia. En Colombia es el historiador “revisionista” de más influencia, que de manera implacable y fundamentada ha puesto en tela de juicio una serie de mitos de la historiografía colombiana tradicional. Sin embargo, al hacerlo ha contribuido a fomentar ciertos contramitos. Al restarle importancia, no sin algo de injusticia, a la defección de Tunja, Liévano alega que la brecha básica no estaba entre Tunja y el Socorro sino entre las élites criollas y los demás. Observa Liévano: Como ya lo advertimos, el capitán de los comuneros era un criollo por los cuatro costados, y su lealtad a la sublevación se mantuvo inalterable mientras ella no sobrepasó los linderos de una revuelta compatible con los intereses de la oligarquía criolla. Su comportamiento cambió, y no por razones de indelicadeza personal, cuando la dinámica revolucionaria que empujaba a las multitudes hacia Santa Fe, se tradujo en actos contrarios a esos intereses, como la invasión de las tierras, los levantamientos indígenas, la proclamación de monarcas aborígenes y la rebelión de los esclavos [...] La revolución fracasó no porque las autoridades desconocieran posteriormente las Capitulaciones, sino porque su ímpetu y energía fueron tronchados en Zipaquirá, cuando la oligarquía criolla y sus representantes se negaron a seguir vinculados al curso que había tomado la sublevación comunera (págs. 483-485).
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Ver mi “La misión de Luis Vidalle a Londres: realidad y mito”, BHA, en prensa.
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Liévano ha presentado la defensa más elocuente del argumento de que la Revolución de los Comuneros fue una “revolución traicionada” por la “oligarquía” criolla, temerosa de la creciente radicalización del movimiento.37 Por más atractivo que sea para la izquierda actual, resulta engañoso sostener que el movimiento de los comuneros era una revolución social potencialmente extremista en la que las posiciones privilegiadas de los criollos se veían amenazadas por las clases bajas. Las aspiraciones de los plebeyos no constituían riesgo alguno para los patricios. El pueblo quería la abolición de varios monopolios reales, la supresión de las restricciones al cultivo del tabaco, precios al por menor más bajos para el tabaco y el aguardiente, y reducción de las alcabalas, objetivos que compartían los criollos de la clase alta. Empero, la diferencia básica entre los dos grupos no era de objetivos sino de tácticas. Los plebeyos creían de manera simple que la ocupación de la capital era la única garantía cierta de lograr atención a esas quejas específicas. Por su parte, los patricios, con mucho más experiencia política, eran dueños de una larga tradición de negociaciones y de compromisos dentro de la burocracia. De ahí que la negociación en Zipaquirá y no en la capital fuera para las clases altas un arbitrio razonable y conforme al espíritu de descentralización burocrática, modo de gobierno que ellos trataban de restaurar. Además, los hombres de Zipaquirá daban por sentada una noción de la legitimidad política basada en el principio de la autoridad de la tradición sancionada por la Divina Providencia. Si el rey no podía hacer el mal, y si era el ungido del Señor, quedaban pocas alternativas distintas de negociar en última instancia con sus ministros. Una generación más tarde, los hombres de 1810 sustentarían un principio de legitimidad política más racional y secular, para enfrentarlo al concepto tradicional. En los criollos, la insatisfacción de los indios no suscitaba temores profundos de una revolución social proveniente de abajo. Ambrosio Pisco resultó
37 Uno de los primeros en formular esta tesis de “la revolución social frustrada y traicionada” fue Luis López de Mesa, Escrutinio sociológico de la historia colombiana (Bogotá, 1956). Para una aplicación de esta hipótesis al periodo republicano ver Fals Borda, Subversión.
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ser un dúctil jefe titular de los indios, y Berbeo se lo ganó tanto para controlar a los indios como para amedrentar a las autoridades de Bogotá.38 La rebelión de los esclavos en Antioquia se presentó apenas meses después de los sucesos de Zipaquirá. José Antonio Galán liberó unos cuantos esclavos, pero después de la primera semana de junio, cuando ya estaba decidida la suerte de los comuneros. Y si se distingue cuidadosamente entre los hechos y los mitos, las proezas de Galán no lo convirtieron en revolucionario social. Como veremos en los capítulos 15 y 16, el arzobispo y la audiencia, varios meses después de lo de Zipaquirá, crearon el mito de José Antonio Galán como partidario de una revolución social desde abajo, a fin de intimidar a los criollos para que renovaran su lealtad a la corona. Uno de los factores más asombrosos en la Revolución de los Comuneros es la disciplina y la sensata conducta de los plebeyos. Hay, cuando mucho, media docena de casos documentados referentes al saqueo de la propiedad privada. En la mayor parte de los casos los capitanes devolvieron a sus dueños lo robado. Es ésta una circunstancia verdaderamente extraordinaria. Las muchedumbres solían quemar el tabaco de los monopolios reales. Muy rara vez lo fumaban para su propio disfrute. Vaciaban a la calle las cubas de aguardiente pertenecientes también al monopolio real, pero rara vez lo bebían. Si tal cosa hubiera acontecido a menudo, la Revolución de los Comuneros no hubiera tardado en degenerar en orgía alcohólica, lo que ciertamente no sucedió. Nadie menos que un testigo tan penetrante como el arzobispo se sentía impresionado, cuando no, a veces, un tanto horrorizado, de la disciplina que los capitanes del Socorro habían impuesto a sus partidarios.39 La cólera apasionada de los plebeyos se expresaba, hasta enronquecer, con gritos y vociferaciones en las plazas. Cuando se amotinaban, por ejemplo el 7 de junio, lo hacían probablemente siguiendo órdenes de Berbeo con la intención de presionar al arzobispo. Dado que vivían en una sociedad aristocrática, los plebeyos creían
38 Caballero y Góngora mencionaba la actitud de los comuneros hacia sus aliados “los indios, a quienes miraban con desprecio”. Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1781, en CA, 2:61. 39 Caballero y Góngora a Pey Ruiz, 17 de mayo de 1781, AGI/ASF 663-A.
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que sus quejas serían atendidas por los únicos jefes a quienes otorgaban una lealtad y un respeto instintivos: los patricios criollos locales. Constituiría grave error introducir en el mundo de 1781 el descontento popular de épocas posteriores. La Revolución de los Comuneros no fue una revolución social abortada por la traición de los criollos, ya que ni patricios ni plebeyos pretendían una revolución social. El movimiento de los comuneros fue una crisis socioconstitucional y sociopolítica, en la que las innovaciones fiscales introducidas por el regente visitador general no eran sino la parte visible del iceberg. Aunque patricios y plebeyos diferían acerca de la táctica, compartían una unidad de propósitos profunda. Unos y otros rechazaban el cambio, el cambio que estaba tratando de imponerles Gutiérrez de Piñeres. Todos soñaban con retornar a una edad de oro en el pasado, al mundo anterior a 1778. Para los plebeyos ese pasado idealizado era un mundo de impuestos no muy altos y recolectados con cierta ineficacia. Para los patricios, un mundo en el que ellos ejercían el cogobierno con los burócratas españoles de la península. Hay una última cuestión digna de análisis detallado: ¿previó Berbeo que las capitulaciones serían anuladas posteriormente? Jurídicamente hablando, unas capitulaciones eran un tratado o un acuerdo solemne entre el rey y uno de sus súbditos, o un grupo de éstos, en el que las dos partes contratantes reconocían servicios y obligaciones mutuos. Si bien aceptaban que las capitulaciones de Zipaquirá se habían obtenido con intimidación y con amenaza de fuerza, Berbeo y sus capitanes presumían evidentemente que obtendrían la indispensable ratificación del rey. ¿Por qué? Las élites políticas tanto españolas como criollas eran partes en el acuerdo, el cual disfrutaba también de un apoyo popular militante. Con seguridad, el rey no habría de rechazar un tratado firmado en esas condiciones: ese debió de haber sido el razonamiento de los capitanes comuneros.40 Tal suposición resultaba bastante explicable, dada la tradición, durante tanto tiempo respetada, en virtud de la cual las élites criollas estaban hechas a que sus puntos de vista fueran tomados en serio por las diversas instituciones gubernamentales.
40
Forero, La primera república, págs. 51-65.
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En realidad, los criollos cometieron un error de cálculo grave. Tan pronto las autoridades desarmaron a los comuneros y restablecieron el control del rey, anularon formalmente el tratado, con el argumento de que les había sido impuesto por la fuerza. El espíritu jurídico de las capitulaciones pertenecía al siglo XVI, cuando los conquistadores firmaban a veces un contrato formal con la corona a fin de emprender determinada conquista. Se pormenorizaban en forma exacta los privilegios, recompensas y obligaciones de los conquistadores. Sus herederos argumentaban a menudo en memoriales jurídicos que la corona tenía la obligación contractual de cumplir sus promesas, dado que sus antepasados habían conquistado el Nuevo Mundo. En el empleo de la palabra “capitulaciones”, rica en connotaciones del siglo XVI y poco usada en el siglo XVIII, estaba implícita la noción de que los ciudadanos de la Nueva Granada, como herederos y descendientes de los colonizadores, tenían ciertos derechos básicos prescriptivos que la corona estaba obligada a respetar.41 De ahí que las tradiciones políticas que informaban las capitulaciones de Zipaquirá fueran anatema para los absolutistas de Carlos III. La teoría política implícita de los jefes comuneros retrocedía a la América del siglo XVI, mientras que los magistrados en Bogotá y Madrid se guiaban por el espíritu del despotismo ilustrado francés, dentro del cual la sola obligación de los súbditos era la obediencia a las autoridades constituidas. La decisión de Juan Francisco Berbeo de negociar en Zipaquirá resultó de una compleja conjunción de acontecimientos. Ciertamente pesó la reticencia de Tunja. Más decisivo aún fue el deseo de Bogotá de hacer grandes concesiones, y el éxito de Bogotá al establecer una alianza con el sólido establecimiento político procriollo de la capital, que había sido el aliado silencioso de los socorranos. Y nadie en Zipaquirá se olvidaba de la guarnición del virrey Flórez en Cartagena. La demostración más convincente de que el movimiento de los comuneros fue una crisis política y constitucional aguda, y no un paso hacia la independencia ni una revolución social traicionada, la constituye el texto de las propias capitulaciones, tema de los dos capítulos que siguen. 41 Silvio Zavala, Las instituciones jurídicas en la conquista de América (México, 1971), pág. 105; José María Ots Capdequí, “El derecho de propiedad en nuestra legislación de Indias”, Anuario de historia del derecho español, 2 (1925): 49-169.
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13. Las capitulaciones de Zipaquirá: aspectos fiscales Teoría y espíritu El tratado que la junta superior de tribunales ratificó ante los capitanes comuneros el 8 de junio en Zipaquirá es uno de los documentos sociopolíticos y socieconómicos más notables en toda la historia del imperio español en el Nuevo Mundo. Constituye expresión elocuente y conmovedora de las esperanzas y los temores de un pueblo sencillo pero orgulloso que trataba de afirmar su propia identidad en una época difícil. El origen ideológico de las capitulaciones es doble. Por una parte, como se mostró en el capítulo anterior, las capitulaciones se remontan al periodo de la conquista española. En segundo lugar, entretejidos en el texto se hallan el espíritu y el acento de los teóricos clásicos de la política en España durante los siglos XVI y XVIII, entre quienes sobresale Francisco Suárez, el teólogo jesuita. Viviendo bajo los Habsburgos, propugnaban una monarquía fuerte, pero también defendían vigorosamente los derechos de las corporaciones públicas y de los individuos, fundados en la ley divina, natural y consuetudinaria. En el curso de este análisis surgirán las tensiones y las contradicciones entre estas dos tradiciones políticas diferentes. Los hombres de 1781 se enfrentaban a la cuestión primordial que toda sociedad política ha de confrontar en un momento dado: cómo reconciliar el poder coactivo del Estado con la libertad de los grupos y de los individuos. En su búsqueda de respuestas, los principios filosóficos y la retórica que empleaban provenían no del mundo contemporáneo sino del más distante pasado medieval, renacentista y barroco de Castilla y de América. No existen, por ejemplo, rastros de la ideología política de la Ilustración, que tanta influencia ejercía en el movimiento contemporáneo de la independencia norteamericana. No hay referencia a los derechos inalienables del hombre ni
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ninguna afirmación explícita de la soberanía popular, tal como la había definido Locke.1 Pero el antiguo término español, el común, aparece constantemente. El supuesto castellano del medioevo tardío, de que el rey no podía imponer gravámenes nuevos sin alguna forma –no especificada– de asentimiento por parte de sus súbditos, está profundamente arraigado en ese documento. Una premisa implícita es la de que el rey y sus súbditos colegislen en todos los asuntos que afecten al bien común. Tampoco hay en las capitulaciones alusión alguna al gobierno representativo, tal como se había configurado en el mundo anglosajón durante los siglos XVII y XVIII. Lo evidente, sin embargo, es la reafirmación de la tradición hispanoamericana de asentimiento de los gobernados por medio de la negociación burocrática. Aunque brillan por su ausencia las abstracciones políticas explícitas, existe la indicación implícita de que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados y en la primacía de las leyes y las costumbres frente al querer del príncipe. El Nuevo Reino de Granada es un corpus mysticum politicum, una comunidad política con sus costumbres y leyes propias que no pueden ser violadas impunemente ni por el rey ni por sus ministros. Bajo los Austrias, los lazos que unían los establecimientos de ultramar a la península no eran, jurídicamente, los de una colonia con la madre patria; criterio que, en cambio, prevalecía entre la burocracia de Carlos III. Cada audiencia era legalmente un reino inalienable, aunque subordinado, ligado en una unión personal con las coronas de Castilla y de León.2 Como muestra de su estatuto soberano, las audiencias, en persona colectiva, disfrutaban del rango, título y tratamiento de “alteza”, anticuada terminología de los Austrias, ya pasada de moda bajo Carlos III, que las capitulaciones emplearon. El texto de las capitulaciones exalta explícitamente a los primeros virreyes: Sebastián de Eslava, José Alfonso Pizarro y José de Solís. Retrospectivamente, sus regímenes se convirtieron en una edad de oro cuyo retorno anhelaban nostálgicamente los comuneros. El texto de las capitulaciones se
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Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano, págs. 114-119. Ver mi Kingdom of Quito, págs. 119-21.
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halla animado por la noción de que la Nueva Granada tenía una “constitución no escrita”, una especie de contrato social informal basado en la costumbre y los precedentes, ostentosamente violado por las políticas fiscales y administrativas del regente visitador general. La “constitución no escrita” comenzó a corroerse gradualmente hacia 1760, cuando el virrey Pedro Mesía de la Cerda introdujo el monopolio del tabaco, proceso que culminó en la administración de Gutiérrez de Piñeres. La finalidad ostensible de las capitulaciones consistía en un retorno al statu quo anterior a 1760. El texto final consta de un preámbulo, treinta y cuatro artículos sobre abusos específicos y un artículo final sobre el procedimiento de ratificación. Fue redactado a toda prisa entre el 3 y el 5 de junio, con base en un borrador que presentaron Juan Francisco Berbeo y Pedro Nieto. El lenguaje no carece de cierta belleza arcaica y de una apasionada dignidad. En algunas partes es, sin embargo, rústico y estorboso. El idioma de las capitulaciones presenta un fuerte contraste con la prosa burocrática fríamente racional y elegantemente cincelada de un Caballero y Góngora o de un Gutiérrez de Piñeres. En el orden de las cláusulas no se advierte una secuencia lógica. Según Rafael Gómez Hoyos, la organización y el espíritu de las capitulaciones corresponde a la tradición casuista de los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII.3 La casuística era una rama de la filosofía moral en la que los principios teóricos se configuraban y se expresaban por medio de casos concretos y de su aplicación a circunstancias prácticas. Se le ha reprochado ser en exceso sutil, intelectualmente deshonesta, sofística inclusive. Debe advertirse al lector que no aplique ahora el significado derogatorio que usualmente tiene. Las capitulaciones distaban de ser sutiles en exceso, intelectualmente deshonestas, o sofísticas. Por el contrario, sus principios teóricos están insertos dentro de cuestiones muy concretas y específicas. Constituyen, en efecto, una larga lista de quejas pormenorizadas, y los principios teóricos aparecen más implícita que explícitamente. En este sentido se asemejan a los cahiers que los ciudadanos franceses presentaron a los diputados del tercer estado, en 1789, los cuales
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Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1: 181-82.
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recalcaban quejas específicas y dejaban completamente a un lado los principios explícitos de la filosofía política.4 En el preámbulo, Juan Francisco Berbeo habla no como representante de una muchedumbre tumultuosa sino como el vocero, elegido popularmente, de la comunidad política de la Nueva Granada, del corpus mysticum politicum.5 Dando por sentado el añejo principio del origen popular de la soberanía, él, Juan Francisco Berbeo, del Socorro, “comandante general de las ciudades, villas y pueblos que por comunidades componen la mayor parte de este Reino”, trata de concertar un tratado con los representantes de la corona en el que quede definida la autoridad pública en busca de la consecución del bonum commune, del bien común de todo el reino. El comandante general de las ciudades, villas y pueblos que por comunidades componen la mayor parte de este Reino, y en nombre de las demás restantes, por quienes presto voz y caución, mediante la inteligencia en que me hallo de su concurrencia, para que unánimes todos juntos como a voz de uno, se solicitase la quitación o relevación de unos pechos y minoración de otros que insoportablemente padecía este mísero Reino, que no pudiendo ya tolerarlos por su monto, ni tampoco los rigurosos modos instruidos para su exacción, se vio precisada la villa del Socorro a sacudirse de ellos, del modo que es notorio, a la cual siguieron las demás parroquias, pueblos, ciudades y lugares, por ser en todos ellos uniforme el dolor, y como haya mediado por su intermedio y se acelere por la convención que todos los principales unívocamente propendemos: parezco ante Vuestra Alteza la audiencia con mi mayor rendimiento por mí y en nombre de todos los que para dicha comandancia me eligieron, y de los demás que para este fin se han agregado,
Daniel Mornet, Les origines intellectuelles de la révolution française (París, 1967), págs. 452-65; George V. Taylor, “Revolutionary and Non-revolutionary Content in the Cahiers of 1789: An Interim Report”, French Historical Studies 7 (1972):479-502. 5 Para un análisis convincente de la influencia indirecta del pensamiento de Suárez sobre el tono y el espíritu de las capitulaciones, ver Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1:183-85. También cap. 6, notas 9-17. 4
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presentes y ausentes, en virtud de 10 que se me ha prevenido por los señores comisionados exponga: propongo las capitulaciones siguientes.6
El tono orgulloso, incluso altivo pero respetuoso siempre, de Berbeo, tan evocador de la firmeza de los conquistadores, chocó profundamente a esos burócratas de Carlos III, para quienes los súbditos debían obediencia ciega a la autoridad constituida. Un análisis cuidadoso de las capitulaciones revela que Juan Francisco Berbeo encabezaba una variada coalición. En el documento se encuentran representadas las aspiraciones de todos los sectores importantes. Los indios, los campesinos pobres, mestizos y criollos, los pequeños comerciantes, la pequeña nobleza de los pueblos y las élites burocráticas de Bogotá recibieron todos concesiones sustanciales. Ahora examinaremos lo que cada grupo obtuvo.
Los indios Desdeñados tanto por los criollos como por los mestizos, los indios eran a lo sumo socios minoritarios de la coalición. Pero nadie más consciente que el generalísimo, de la necesidad de aliviar su infortunio. De ahí la insistencia de Berbeo en que don Ambrosio Pisco, jefe titular de los indios, participara formalmente en la redacción del acuerdo.7 Los principales beneficiarios de la cláusula 14 eran los indios. Criticando amargamente los precios que tenían que pagar los consumidores con el nuevo monopolio real, la cláusula abogaba por la restauración de las salinas a las comunidades indígenas a las que pertenecían desde tiempo inmemorial. Con el nuevo monopolio el precio de una arroba de sal había subido de dos a tres reales y medio. Como es obvio, esa fuerte alza en unos pocos años afectaba 6 Cárdenas Acosta publicó el texto definitivo de las capitulaciones (CA, 2:18-29). Para el texto completo ver ibíd., págs. 18-29. Las únicas referencias en adelante serán a citas directas, señaladas entre paréntesis, dentro del texto. El texto de las capitulaciones en Briceño es un borrador casi final, que no tiene diferencias sustanciales con el texto definitivo. Hay, sin embargo, diferencias de lenguaje: el penúltimo texto emplea una retórica más agresiva en algunas ocasiones. Se harán notar esas diferencias cuando sean significativas. 7 Confesión de Ambrosio Pisco, 8 de octubre de 1781, AHN, Los Comuneros, 14: 28-35. Para las quejas de los indios sobre sus resguardos dirigidas a Berbeo en Zipaquirá, ver Quaderno de varias representaciones ante... Berbeo, AGI/ASF 663.
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más duramente a las clases bajas. Otra fuente de acendrada amargura consistía en que el monopolio de la sal exigía que los compradores pagaran en metálico, aboliendo así el trueque tradicional. La cláusula catorce se encaminaba a dos fuentes distintas de descontento y a dos intereses hasta cierto punto diversos. Todos los consumidores, los pobres en particular, se beneficiarían con una rebaja en el precio de ese artículo y con la restauración del pago en especie (el oro y la plata eran cada vez más escasos). Los otros interesados eran los indios de la región de Zipaquirá, ferozmente resentidos por la reciente confiscación de sus ancestrales minas de sal.8 Pero la cláusula séptima era la que se concentraba en las fuentes más virulentas del descontento indígena: 1) el tributo, 2) las exacciones del clero y 3) los resguardos. El lenguaje expresa una simpatía paternalista, reminiscente de los Habsburgos, ante el predicamento de los indios: Que hallándose en el estado más deplorable la miseria de todos los indios, que si como la escribo porque la veo y conozco la palpase V.A. [la audiencia], creeré que, mirándolos con la debida caridad, con conocimiento que pocos anacoretas tendrían más estrechez en su vestuario y comida, porque sus limitadas luces y tenues facultades de ningún modo alcanzan, con sus cortas siembras, a satisfacer el crecido tributo que se les exige con tanto apremio (CA, 2:20).
Aparte del preámbulo, en ninguna otra parte el comandante supremo usa la primera persona. Su empleo en la cláusula 7 sirve para encarecer la urgencia de aliviar la suerte de los indios, y más adelante la cláusula ofrecía remedios tangibles y significativos en algunos aspectos. La cláusula pedía que el tributo se redujera a cuatro pesos por pareja de cónyuges. Contenía también una concesión a los negros libres, quienes tradicionalmente estaban obligados a pagar un tributo, aunque la recolección de éste fuera esporádica. Ese tributo, el requintado, era sólo de a dos pesos, lo
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Para antecedentes sobre estas salinas ver Calderón, Elementos, págs. 371-409.
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que indica que ese grupo tenía una posición social superior en algo a la de los indios. Incidentalmente, ésta es la única referencia en las capitulaciones a los negros libres, y no se habla para nada de la pequeña colectividad de esclavos negros. Es verdad que los negros se beneficiaban también con el conjunto de medidas encaminadas a aliviar la suerte de los pobres. En 1781 nadie, ni en la América inglesa ni en la española, estaba dispuesto a contemplar seriamente la abolición de la esclavitud. En vista del drástico descenso de la población india los ingresos que la corona derivaba del tributo no constituían ya parte importante de los ingresos reales. Algunos magistrados, como el fiscal Moreno, habían llegado a reconocer que era factible suprimirlo sin mayor daño; éste, sin embargo, no insistió en su punto de vista.9 La cláusula séptima denostaba a los corregidores y al clero parroquial como aliados para la explotación de los indios. Los corregidores recibían apoyo entusiasta del clero, ya que parte del tributo servía para pagar los estipendios de los curas en las parroquias de indios. La cláusula prohibía que el clero recolectara honorarios por administrar los sacramentos de la extremaunción y del matrimonio, y por los entierros –una práctica que de largo tiempo atrás había indignado a los indios y que los burócratas de todo el imperio reprobaban desde hacía mucho, aunque con diversos grados de fervor, como una carga innecesaria para los indígenas.10 Por significativas que estas propuestas resultaran para aliviar la penuria, la principal queja de los indios era la absorción de sus tierras comunales ancestrales, los resguardos, por la creciente población de criollos y mestizos. Desdichadamente, la mayoría de los historiadores han pasado por alto el significado de estas frases: “Que los indios [...] sean devueltos a sus tierras de inmemorial posesión, y que todos los resguardos que de presente posean
Moreno a Flórez, 18 de noviembre de 1778, en González, El resguardo. págs. 144-45. En 1810 el tributo de los indios le producía al tesoro real sólo 47.000, dentro de un gran total de 2.453.096 pesos (Restrepo, Historia de la revolución de Colombia. 1:29). 10 Para algunos ejemplos de los reclamos de los indios ver AHN, Caciques e Indios, 58:891-996. 9
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les queden no sólo en el uso sino en cabal propiedad para poder usar de ellos como tales dueños (CA, 2:15)”.11 Como el iceberg, el verdadero significado de estas frases yace debajo de la superficie. Por un lado, la cláusula repudiaba aparentemente toda la política de consolidación de tierras comunales efectuada en los decenios anteriores. Pero debe recordarse que la fuerza decisiva tras la “reforma de la tierra” en los años de 1770 era la avidez de tierra y de brazos por parte de criollos y mestizos, cada vez más numerosos. Estos grupos étnicos eran la osatura de la “empresa”. Ningún jefe comunero responsable podía desconocer sus intereses. Lo que parece significar este lenguaje es que los resguardos adquiridos recientemente por criollos y mestizos debían ser devueltos a los indios y que no debían efectuarse consolidaciones posteriores. Superficialmente, tal propuesta parecería completamente inaceptable para los criollos y los mestizos. La contradicción es más aparente que real. La clave reside en la última frase. Los indios deberían recibir un título de propiedad de sus tierras comunales, y por consiguiente tendrían libertad para venderlas. Y eso era precisamente lo que deseaban criollos y mestizos. Dentro de un régimen de plena propiedad los indios empobrecidos, ante la incapacidad de afrontar gastos ordinarios o extraordinarios, podrían fácilmente ser persuadidos a vender sus tierras. Abundaban las tierras potencialmente cultivables. La mano de obra era escasa. Los criollos y mestizos necesitaban arbitrios para forzar a los indios a salir de sus tierras ancestrales y quedar por tanto sin más alternativa que entrar a la fuerza laboral como asalariados mal remunerados. Si alguna vez se hubiera aplicado la cláusula séptima, los resguardos habrían desaparecido al cabo de una generación y su población indígena se habría incorporado a la fuerza laboral campesina con salarios irrisorios. En esta instancia importante los jefes comuneros fueron culpables de doblez política. Simultáneamente proponían la restauración de los resguardos indígenas y una fórmula mediante la cual los agricultores no indios podrían
11 Colmenares es el único historiador que menciona, aunque de pasada, esta frase clave, en Tunja, págs. 209-210.
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devorar lo que quedaba de tierras de resguardo.12 Juan Francisco Berbeo encabezaba una coalición disímil. En este caso particular los intereses vitales de dos de sus componentes estaban en conflicto. Si bien Berbeo reconocía la gravedad de las quejas de los indios, las aspiraciones de los campesinos criollos y mestizos merecían una prioridad política más alta que la suerte de los indios. Aquellos eran, al fin de cuentas, el meollo de la coalición, mientras que los indios constituían sólo un componente periférico. El generalísimo tuvo que tomar una de esas rudas decisiones políticas que suelen presentárseles a todos los que adelantan con éxito una política de coalición, y se inclinó ante las presiones más fuertes. Mientras hacía concesiones sustanciales al contingente indio, con menor influencia en su alianza, no podía prohibirles a sus aliados criollo-mestizos hacer lo que habían venido haciendo durante decenios enteros: aferrarse a las tierras de la población indígena, la cual iba en constante disminución. El arzobispo Caballero y Góngora, cuyas prioridades políticas eran distintas de las de Berbeo, trató de corregir la balanza entre las comunidades india y criollo-mestiza. El arzobispo virrey volvió a la política formulada inicialmente por Gutiérrez de Piñeres en su importante memorando del 3 de febrero de 1780. Al auspiciar un regreso cauteloso a una forma modificada de paternalismo, el arzobispo virrey no hizo ningún intento por derogar las consolidaciones ya efectuadas en 1780, pero prohibió que se efectuaran otras. Ante todo, insistió en que los indios sólo podrían tener el usufructo, no la nuda propiedad. Por consiguiente, ni siquiera podían arrendar sus tierras comunales; mucho menos venderlas. En los últimos tres decenios de su existencia el régimen virreinal se aferró tenazmente a esta política.13
Un programa para los plebeyos Si las capitulaciones prometían cierto alivio para los indios, los plebeyos de los pueblos y parroquias rurales obtenían también enormes concesiones en el aspecto que más los afectaba: los impuestos. El preámbulo decía que los impuestos 12 Este aspecto de la cláusula séptima se escapó, al parecer, a la atención del exjesuita peruano Viscardo, cuando encomiaba la magnanimidad y la liberalidad de los criollos con los indios. Cárdenas Acosta, de manera algo acrítica, cita palabras de Viscardo (CA, 2:54). 13 Para los resguardos después de 1781, ver cap. 7, notas 12-19.
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eran intolerables “por su monto y por los rigurosos modos instruidos para su exacción”. Las capitulaciones repiten incesantemente que la Nueva Granada era un país empobrecido que no podía permitirse el pago de nuevos impuestos, y con la misma frecuencia se quejaban del modo implacable como eran recolectados, y al que consideraban humillante y degradante para la dignidad innata de los vasallos leales al rey. Las capitulaciones no anticipan el principio igualitario de que todos los impuestos deberían recolectarse por igual entre todas las clases, el tipo de principio de la Ilustración que Nariño y otros jefes de la independencia habrían de reivindicar una generación más tarde. Por el contrario, se remontaban a la noción medieval de justicia distributiva, formulada por Santo Tomás de Aquino y popularizada luego en el mundo hispánico por Francisco Suárez.14 Miembros de una sociedad basada en desigualdades intrínsecas y en privilegios hereditarios, los ciudadanos de la Nueva Granada se aferraban aún a la anticuada noción medieval de que los impuestos debían establecerse según una tabla diferencial de acuerdo con la riqueza y la posición social. Tampoco se trataba de que los leales vasallos del rey en 1781 se negaran a pagar impuestos. En la cláusula 15 explican su actitud: Ofrecemos como leales vasallos, que siempre y cuando se nos haga ver legítima urgencia de S.M. para conservación de la fe, o parte, aunque sea la más pequeña de sus dominios, pidiéndosenos donativo, lo contribuiremos con grande gusto, no sólo de este tamaño, sino hasta donde nuestras fuerzas alcanzaren, ya sea en dinero, ya en gentes a nuestra costa, en armas, caballos o víveres, como el tiempo lo acreditará (CA, 2:24).
Estas sentencias arrojan mucha luz sobre el talante de los hombres de 1781. Los ciudadanos del Nuevo Reino de Granada habrán de ser los jueces respecto a si el rey tiene legítima necesidad de nuevos impuestos para defender la fe o el reino. La implicación muy clara es la de que Carlos III y sus ministros no han persuadido a sus leales vasallos de la necesidad de los impuestos que
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Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano, págs. 114-19.
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el regente visitador general empezó a establecer en 1778. Otra implicación inequívoca es la de que toda nueva carga fiscal, por justificada que sea su causa, deberá obtener, en alguna forma no especificada, el consentimiento de los gravados. Estas doctrinas eran profundamente ajenas a la mentalidad de los tecnócratas absolutistas que gobernaban la España de Carlos III. Gutiérrez de Piñeres expresó enérgicamente el abismo entre sus tecnócratas y los súbditos del rey en la Nueva Granada en la carta al virrey Flórez en la que hablaba despectivamente de los alcances y de la responsabilidad de los plebeyos (capítulo 2).15 El impuesto de armada de Barlovento quedó abolido de plano “tan perpetuamente que jamás vuelva a oírse su nombre”.16 La tasa del tradicional y más antiguo gravamen de alcabala se redujo del 2 al 4 por ciento. Además, las mercancías sujetas a él se redujeron a productos europeos, a telas, lino, mantas, cacao, conservas en azúcar, tabaco, acémilas, tierras, casas y ganado. Quedaron específicamente exentos de alcabala todos los alimentos, el algodón, la hilaza de algodón, por ser “frutos que propiamente sólo los pobres los siembran y cogen” (CA, 2:21). Además, como la hilaza de algodón era utilizada por los pobres del Socorro y San Gil como una especie de moneda, la inclusión de ésta en la alcabala, por parte del virrey, constituyó una torpeza política de primera magnitud. El blanco más visible de la ira popular era el monopolio real del tabaco, por dos razones principales. Primera: la mayoría de la gente, pobres o ricos, lo fumaban. Segunda: el tabaco podía cultivarse en parcelas pequeñas. En los días previos a 1781 se había constituido en una cosecha comerciable lucrativa para una multitud de pequeños cultivadores en las jurisdicciones del Socorro y San Gil. El aumento del precio del tabaco y la restricción de su producción por parte del regente visitador general figuraban entre las causas principales del disgusto popular. En sus esfuerzos desesperados por contener la marejada de descontento, el 14 de mayo la junta de tribunales había suspendido el aumento. 15 Ver capítulo 2, nota 47. Para una aseveración similar ver Gómez Hoyos. La revolución granadina. 1:184. 16 Para los impuestos de armada de Barlovento y alcabala ver cap. 2, notas 27-34. Para antecedentes sobre los monopolios de tabaco y aguardiente ver cap. 2, notas 7-25.
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La cláusula sexta de las capitulaciones exigía sin más que se aboliera el monopolio del tabaco. Sostenía además que no debía haber restricciones territoriales para su cultivo. Debía permitir venderse el tabaco en el mercado libre, sujeto sólo al dos por ciento de la alcabala. Las muchedumbres vociferaban también contra el aumento al precio del aguardiente, dispuesto también por el regente visitador general. Para manifestar su cólera derramaban barricas en las calles. Pero las capitulaciones no solicitaban la abolición del monopolio sino tan sólo que se cancelara el reciente aumento del precio. Ya la junta de tribunales había otorgado esta concesión el 14 de mayo. El alza en el precio del aguardiente, consumido en cantidades por el pueblo, afectaba muy directamente a los consumidores. Los pobres no podían cultivar caña de azúcar, como sí podían hacerlo con el tabaco, ya que aquella exigía una fuerte inversión de capital; por lo tanto, no participaban en la producción del aguardiente. Su preocupación única era la de consumidores que deseaban licores baratos. Dadas las limitaciones del mercado para su producto, los dueños de cañaduzales estaban evidentemente satisfechos con el monopolio, el cual les garantizaba una salida parcial a su producto. Además, los cultivos de caña eran mucho más extensos en las provincias de la costa, las que no se vieron afectadas por los tumultos que estallaron en las montañas del interior. Las capitulaciones acababan con otro antiguo monopolio real: el de los naipes. Como para todas las clases las cartas y el juego eran fuente inextinguible de diversión y entretenimiento, el monopolio real constituía un ingreso pequeño pero permanente para la corona.17 Obviamente, su abolición debió de tener más importancia para los pobres que para los acomodados. Según el texto definitivo, cualquiera que confeccionase naipes debería poder venderlos en el mercado libre. Pero en un borrador previo aparecía una nota puritana. Los juegos de cartas quedaban prohibidos en cualquier circunstancia, prohibición respaldada con sanciones bastante draconianas: para los ricos, una multa de cien patacones; para los pobres, cien días de cárcel. Todos los naipes producidos en España a su llegada a puerto americano deberían ser 17 Anualmente el tesoro percibía por este impuesto tan sólo 12.000 pesos, dentro de un ingreso total de 2.453.096 pesos (Restrepo, Historia de la revolución de Colombia. 1:29).
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arrojados al mar o devueltos a la península.18 Entre los comuneros, como suele suceder en las convulsiones sociales, había algunos moralistas puritanos, pero sus puntos de vista no se impusieron. Otro blanco del descontento popular era la solicitud por Carlos III de un “donativo gracioso y préstamo”, para el cual los nobles deberían pagar dos pesos y los plebeyos uno.19 La estructura escalonada del impuesto es ilustración gráfica del carácter jerárquico de esa sociedad, así como reflejo de la noción de Suárez acerca de la justicia distributiva. Obviamente, la carga impositiva pesaba más sobre los pobres que sobre los ricos, aunque aquellos pagaran menos. La cláusula 15 anulaba la recolección del impuesto, basándose en que el rey no había convencido a sus leales vasallos de la necesidad de éste, lo cual implicaba claramente que la comunidad debía consentir en los nuevos impuestos. Hubo otras concesiones fiscales para aplacar la ira de la población. Los precios de artículos de primera necesidad como sal, pólvora y papel sellado se rebajaron a la cuantía de antes de la llegada de Gutiérrez de Piñeres. Los nuevos precios del papel sellado, utilizado obligatoriamente desde 1638 en todos los documentos gubernamentales, jurídicos y comerciales, reflejaban también el principio de la justicia distributiva.20 El clero, los indios y los pobres habrían de pagar sólo medio real por hoja, y dos reales las personas acomodadas. Había otras concesiones cuyos beneficiarios concretos eran los plebeyos. El artículo 34 preveía una amnistía general para todas las multas que por la violación de sus edictos había impuesto el regente visitador general. Estas eran innumerables, y la mayor parte las debían los plebeyos. Otra fuente de descontento popular eran las detenciones arbitrarias. Al constituir una fianza, los miembros de las clases altas sometidos a juicio, incluso por crímenes graves, podían ser puestos bajo arresto domiciliario o, si los cargos no eran tan serios, asignárseles la ciudad por cárcel; mientras que los plebeyos tenían que languidecer durante meses en las prisiones, donde las Briceño, Los Comuneros, pág. 122. Ver cap. 2, notas 37-40. 20 El papel sellado producía anualmente 53.000 pesos, unos 5.000 más que el tributo de los indios (Restrepo, Historia de la revolución de Colombia. 1:29). 18 19
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condiciones de vida eran primitivas incluso para la época. El artículo 32 trataba de remediar esos abusos al estipular que cualquier preso, fuese cual fuese su situación social, debía salir rápidamente de la cárcel, después de comparecer ante el juez, mediante el pago de una pequeña suma de dos pesos. Los que llevaban largo tiempo encarcelados sin haber sido sometidos a juicio deberían ser liberados gratis e inmediatamente. Los hombres de 1781 patrocinaban una reforma modesta pero significativa cuando justificaban su propósito al decir que las prisiones no debían convertirse en albergue permanente de los causantes de los tumultos. Cualquier partidario de una reforma penal hoy simpatizaría con estos sentimientos. Los plebeyos consideraban a los patricios criollos como sus jefes naturales. Hay pruebas en abundancia de que los plebeyos desempeñaron un papel activo y dinámico durante el transcurso de la “empresa” bajo la dirección de los patricios. Berbeo se daba perfecta cuenta de la hondura del descontento popular y de la necesidad de apoyar concesiones sustanciales para aliviarlo. Tan sólo al seguir esa pauta podía disuadir al pueblo de su objetivo predilecto: la ocupación de Bogotá. Las concesiones a los plebeyos en las capitulaciones iban mucho más allá que los edictos del 14 de mayo, aprobados a la carrera por la junta de tribunales. En Zipaquirá Berbeo no traicionó a sus aliados plebeyos. Por el contrario, las capitulaciones eliminaban muchas causas, grandes y pequeñas, de descontento popular, en su mayor parte de carácter fiscal. Aunque las élites criollas se beneficiarían también con el regreso al orden anterior a Gutiérrez de Piñeres, es evidente que las cargas fiscales de este habían caído más opresivamente sobre los pobres que sobre los ricos.
La función social de la propiedad privada Víctor Frankl y Rafael Gómez Hoyos han anotado que las capitulaciones recalcaban la función social de la propiedad privada.21 Esta idea, claro está,
21 Gómez Hoyos, La revolución granadina. 1:86-88; Víctor Frankl, “La filosofía social tomista del arzobispo virrey Caballero y Góngora y la de los comuneros”. Bolívar 14 (1952): 597-626.
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derivaba de la corriente principal de la filosofía medieval tardía. De conformidad con la estructura casuista de las capitulaciones, la atención se concentraba en casos muy concretos. Pero el principio teórico subyacente al punto específico es una afirmación clara, aunque implícita, de que la propiedad privada debía ser regulada para obtener el bien común de la comunidad toda, principio enunciado por Domingo de Soto, el teólogo dominico, en su tratado clásico De iustitia et iure.22 Hay tres cláusulas que merecen atención especial. El artículo 26 estipulaba que no fueran cercados los campos y los pastos colindantes con los caminos públicos, a fin de que los comerciantes y los viajeros pudieran alimentar a sus animales: una limitación clara a los derechos de la propiedad privada. El mismo principio estaba implícito de modo enfático en el artículo 27: “Que a beneficio del público se distribuya el salitre que se halla en el territorio de Paipa, en la hacienda de don Agustín de Medina, al precio de dos reales y medio carga, entregado y pesado por sus administradores (CA, 2:27)”. El principio de beneficio social se enunciaba con más vigor todavía en el penúltimo borrador, donde se denunciaba a los “codiciosos” que estaban cobrando cuatro reales “para beneficio de unos pocos”. 23 La cláusula 28 estipulaba que ningún camino o puente podía ser de propiedad privada. Sólo las corporaciones públicas, como las ciudades y villas, podrían cobrar peajes en los puentes. En un borrador previo estaba todavía más precisamente expuesta la afirmación de la supremacía del bienestar general sobre los intereses privados. Por fluidamente que discurriera la corriente de la doctrina tomistasuarista sobre la función de la propiedad privada en 1781, hubo una excepción notable. Frente al apetito de tierra y de brazos que manifestaban criollos y mestizos, los derechos comunales de los indios se vieron repudiados en favor de los derechos de la propiedad privada.
22 23
Gómez Hoyos, La revolución granadina. 1: 186-87. Briceño, Los Comuneros, pág. 134.
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Comercio y comerciantes Unos siete artículos de las capitulaciones se ocupan en la promoción del comercio. Posiblemente la queja principal de los pequeños comerciantes se refería al reciente sistema de guías y tornaguías (ver capítulo 2, notas 35 y 36). Pero, ante todo, la nueva maquinaria burocrática de Gutiérrez de Piñeres prometía una recolección mucho más eficiente de la alcabala. En verdad, se habían aumentado las tasas; pero, además, antes la recolección había sido sólo parcial. El rechazo de los pequeños comerciantes a los nuevos procedimientos burocráticos se atestigua ampliamente en el artículo 2, que asevera enfáticamente: “Que las guías que tanto han molestado en el principio de su establecimiento, cesen para siempre jamás su molestia” (CA, 2:19). No sólo se regulaban la propiedad de los puentes y el derecho a cobrar peaje, sino que se estimulaba activamente la mejora de la red de transporte. La cláusula 29 estipulaba la construcción de un nuevo puente de calicanto en Chiquinquirá, bajo la supervisión del cabildo de Tunja. La preocupación por atender a quejas específicas así como la intensidad de las rivalidades regionales se reflejan gráficamente en la cláusula 10. En 1750 el virrey Pizarro había autorizado a la ciudad de Bogotá el cobro de un impuesto especial para las mercancías y los animales que entraran a la capital, sobre la base de que los accesos a la ciudad se encontraban muy congestionados. El impuesto, previsto para mejorar los caminos a la ciudad, había producido 130.000 pesos desde 1750. La cláusula décima argüía que los gastos de conservación y mejora de las vías de acceso a la ciudad no habían pasado de 70.000 pesos durante esos tres decenios, y que la ciudad de Bogotá había conseguido una utilidad neta de 60.000 pesos. La cláusula deploraba no sólo que los comerciantes de Vélez, Socorro y Tunja tuvieran que pagar las mejoras en las vías públicas hacia la capital mientras que sus propias necesidades en la materia eran desatendidas, o financiadas “con las sobras” (CA, 2:21). La cláusula insistía también en que Bogotá debía pagar las mejoras en sus comunicaciones. Prácticamente todos los contratos comerciales requerían los servicios de un notario o escribano. De ahí que la cláusula 19 otorgara una estricta adhesión al arancel establecido por el gobierno. “Que los escribanos hayan de llevar sólo por derechos la mitad de los aranceles y que [...] si se les justifica 234
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por tercera vez haberse excedido de su arancelamiento, serán [...] depuestos de sus oficios”. Otro artículo se ocupaba en el servicio de correos fundado por el virrey Pizarro en 1750. La cláusula once se quejaba de que en reciente cambio de “tarifas el director general, José Pando, había sido “instruido por personas inexpertas de las distancias que hay de los lugares de su carrera” y por consiguiente “asignó crecidos e indebidos portes” (CA, 2:22). El artículo solicitaba nuevas tarifas basadas en un principio uniforme de distancia. Otra concesión a los intereses de los pequeños comerciantes era la de la cláusula 32, que decía: “Con reflexión a los vecinos que con muy poco interés ponen una tiendecilla para su sustento, pedimos que ninguna tenga la menor pensión, a excepción de la alcabala y propios” (CA, 2:28). Las cláusulas que se ocupan primordialmente en la promoción del comercio carecen de interés ideológico especial. No hay reflejo alguno de las nuevas doctrinas de la Ilustración europea. No hay nada novedoso más allá de las aspiraciones tradicionales de la clase de comerciantes desde el siglo XVI. Lo que estas cláusulas indican es la profundidad del descontento de los comerciantes con algunas de las políticas fiscales del regente visitador general. Quizás la más sorpresiva de las cláusulas económicas sea la que se interesa en la cuestión del crédito. Los conventos, los monasterios y las innumerables obras pías eclesiásticas constituían la única fuente de crédito con que los comerciantes podían financiar sus transacciones y los agricultores conseguir hipotecas, ya fuera para pagar deudas o para adquirir nuevas tierras. Una real cédula reciente exigía a todas las corporaciones eclesiásticas que depositaran sus fondos en la real audiencia, la que a su turno les pagaría un interés anual del cuatro por ciento sobre el capital. En tiempo de guerra, cuando los precios, como en 1781, estaban subiendo, las corporaciones eclesiásticas se vieron obligadas a vender algunos de sus bienes para atender gastos. Pero esa práctica era sin embargo violatoria del estatuto eclesiástico, así como de las condiciones con que la Iglesia recibía las donaciones privadas. Por mucho que la hacienda real se hubiera beneficiado con el nuevo régimen, la cláusula 13 argumentaba que en estas circunstancias se estaba agotando rápidamente el capital disponible para préstamos. 235
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El artículo proponía que se rescindiera la real cédula. Que el clero administrara sus propios fondos. Los comerciantes y los agricultores pagarían gustosos el cinco por ciento tradicional, y no el actual cuatro por ciento, con tal de que hubiera más disponibilidades de crédito. La solicitud de un aumento del uno por ciento en la tasa de interés resulta tanto más notable cuanto que muchas otras cláusulas de las capitulaciones implican reclamos contra supuestas exacciones abusivas del clero. Pero la preocupación principal del artículo 13 era aumentar los fondos disponibles. Acostumbrados tiempo atrás a pagar el cinco por ciento, los neogranadinos acomodados estaban dispuestos a continuar haciéndolo.24
Nacimiento del anticlericalismo Uno de los rasgos más extraordinarios de ese notable documento que pasó a la historia con el nombre de capitulaciones de Zipaquirá son los seis artículos referentes a los presuntos abusos del clero. Hasta el momento no han recibido de los historiadores la atención que merecen. Debe recordarse que la cláusula séptima, referente a los indios, acusaba al clero de explotación. Los indios no eran las únicas víctimas de las exacciones y de los estipendios que cobraba el clero, sino que también lo eran los criollos y los mestizos. Las notarías eclesiásticas, cuyos servicios se precisaban para bautizos, matrimonios y funerales, eran acusadas de excederse, a veces enormemente, en el cobro a sus clientes. La cláusula 19 utilizaba un lenguaje inusitadamente crudo: Lo que debe atajarse y de ningún modo permitirse, y al que de hoy en adelante lo hiciere, severamente castigarse, por ser esta clase de oficiales la carcoma, polilla o esponja de todos los lugares” (CA, 2:25). El artículo proseguía recalcando la falta de responsabilidad de estos escribanos: “Que como tienen menos que perder que los escribanos reales, que son los que ha mandado S.M. que ejerzan estas notarías, con más facilidad quebrantan cuanto en contrario de lo que hacen no les traiga cómodo.
24 Germán Colmenares, Las haciendas de los jesuitas en el nuevo reino de Granada (Bogotá, 1969), pág. 29.
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Tal vez la crítica más franca al clero es la cláusula 23, que rezaba: Siendo la más pesada carga sobre todas, la que se padece en casi todas las ciudades, parroquias, villas, pueblos y lugares, la creación de derechos eclesiásticos, del cual ni el más mísero se libra, por la inobservancia del concilio, de los sínodos diocesanos, concilios provinciales, leyes y cédulas... (CA, 2:26).
El artículo expresaba la esperanza de que el arzobispo, en el desempeño de sus deberes pastorales, habría de poner “remedio total” a estos abusos. En otro artículo se acusaba a los recolectores de diezmos de cobrar emolumentos ilegales y excesivos. Sus emolumentos, que “constituyen inaguantable carga” deben ser rebajados drásticamente. Otra cláusula se quejaba del problema de mantener a los visitadores eclesiásticos, enviados periódicamente por los obispos para revisar las cuentas de las cofradías, los testamentos y los libros parroquiales. El artículo 24 concluía: “sólo se les contribuya con las vituallas del país durante la visita, y que todos los demás gastos sean de cargo de los señores arzobispo u obispos que los comisionan” (CA, 2:26-27). Otra queja era el alto costo de las indulgencias en la “santa bula de la cruzada”: “Por su precio asignado en un Reino de tan limitadas comodidades, por cuya escasez no será ni aun la décima parte de sus habitantes los que la toman, y será duplicado si se le minora su precio a la mitad del que al presente tiene (CA, 2:22)”. El gran total de seis artículos en las capitulaciones consagrados específicamente al clero implica que había una profunda insatisfacción con los altos emolumentos que todos los grupos de la sociedad habían de pagar a fin de sostener el establecimiento eclesiástico. La corona, con su nuevo programa de innovaciones fiscales, no era la única que explotaba a un pueblo empobrecido y largamente oprimido. Las exacciones ilegales y excesivas del clero se habían convertido en otra carga intolerable. Las capitulaciones no ponían en cuestión el derecho de la Iglesia a cobrar ciertos emolumentos por servicios espirituales pero afirmaban, en lenguaje de
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inconfundible claridad, que éstos eran excesivamente elevados. Tampoco las capitulaciones cuestionaban el derecho del rey a percibir ciertos impuestos con el fin de administrar el reino. Pero alegaban que tanto el Estado como la Iglesia habían abusado grandemente de su legítima autoridad para imponer gravámenes, y que en última instancia las dos instituciones eran responsables ante la comunidad a la cual prestaban sus servicios. Si bien todos los indicios muestran que la Iglesia y sus ministros merecían todavía la reverencia de todos los grupos, sin embargo se advierte una fuerte nota de resentimiento en torno a la cuestión de los estipendios eclesiásticos.25 Lo que surge en claro es un anticlericalismo embrionario que habría de volverse militante y violento en las filas del partido liberal durante el siglo XIX. El acento incipientemente anticlerical de las capitulaciones puede haber sido también, al menos en parte, Una reacción contra el papel del clero en la crisis de 1781. Aunque algunos párrocos pudieron haberse inclinado pasivamente hacia los comuneros, ninguno los apoyó activamente. En las primeras semanas de tumultos el clero parroquial era el único que controlaba los motines. Pusieron todo el peso de su prestigio institucional para atenuar la cólera de la multitud. Por mucho que numerosos curas criollos hayan simpatizado personalmente con las quejas de sus hermanos criollos, la Iglesia como institución era la carne y la sangre del establecimiento colonial, y en sentido institucional estaba profundamente comprometida con la preservación del statu quo. Mientras las turbas recurrían al motín, la reacción intelectual y visceral de la gente de sotana era ponerse al lado de la autoridad constituida. Los pocos sacerdotes nacidos en España no tenían más remedio que alinearse con las autoridades, dada la franca hostilidad hacia los chapetones que caracterizaba al levantamiento. Y, por supuesto, el hombre ante quien directamente respondía el clero parroquial era el arzobispo Caballero y Góngora. No deja de haber una paradoja en esta situación. Los tecnócratas de Carlos III eran tan anticlericales como los abogados criollos que redactaron las 25 Gómez Hoyos, La revolución granadina. 1:194-196 subraya el catolicismo de los comuneros, el que es innegable, pero desconoce el resentimiento de éstos ante los honorarios, que consideraban excesivos, cobrados por el clero. Las quejas contra el clero siguieron después de 1781. Ver Juan Manuel Pacheco, La ilustración en el nuevo reino de Granada (Caracas, 1975), pág. 159.
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capitulaciones. Ellos también querían restringir los privilegios tradicionales del clero, ya que consideraban económicamente improductiva la enorme riqueza de la institución, y su vasta influencia sobre el pueblo como un riesgo potencial para la autoridad unitaria de la corona. Esta fue la causa principal, aunque no la única, de la expulsión de los jesuitas de todos los dominios españoles en 1767. En México, los burócratas emprendieron una gran ofensiva para quebrar los antiguos privilegios del clero. En 1810, el resultado neto de esa campaña había sido debilitar la lealtad del bajo clero a la corona, y de allí salieron muchos caudillos de las guerras de independencia.26 Si bien no se hizo nada semejante en la Nueva Granada, los burócratas reales rechazaban no el contenido sino la forma de estas propuestas, surgidas no de ellos mismos sino de una asamblea misteriosa de “rebeldes”.27 Los ministros de Carlos III estaban dispuestos a hacer mucho por el pueblo pero nada con el pueblo. Un análisis del contenido de las capitulaciones revela la siguiente distribución:28 Agravios 1. Impuestos que afectaban a los no privilegiados 2. Indios 3. Políticos: locales y “nacionales” 4. Comercio y comerciantes 5. Negros libres 6. Anticlericalismo 7. Función social de la propiedad privada 8. Supremacía de la propiedad privada
Concesiones 12 10 8 7 7 7 4 1 56
Porcentaje 21,4 17,9 14,3 12,5 12,5 12,5 7,1 1,8 100,0
26 Nancy M. Farriss, Crown and Clergy in Colonial Mexico. 1759-1822: The Crisis of Ecclesiatical Privilege (Londres, 1968). 27 Para los intentos de Gutiérrez de Piñeres de limitar los privilegios del clero ver cap. 2, nota 34. 28 Este análisis de contenido no coincide exactamente con el número de cláusulas de las capitulaciones, 34. La mayoría de las cláusulas se ocupaban en una sola cuestión, no todas: la cláusula séptima, por ejemplo, incluía cuatro concesiones muy distintas a los indios, y una a los negros libres. Al ocuparse en estos dos grupos étnicos todas las concesiones otorgadas a los plebeyos pero que los afectaban directamente fueron sumadas: 5 para los indios y 6 para los blancos libres.
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Este análisis, bastante sumario y crudo, demuestra ampliamente que las capitulaciones de Zipaquirá atendían a un amplio repertorio de quejas, las que abarcaban todo el contexto social de la Nueva Granada de 1781. Casi todo el mundo obtuvo algún beneficio: ricos y pobres; patricios y plebeyos; blancos, indios y negros libres. Sólo quedaron por fuera los esclavos negros. Dada la inspiración, del medievo tardío y del Renacimiento, de las capitulaciones, no hay huellas de ese tipo de igualitarismo que brotó en las revoluciones norteamericana y francesa. Las desigualdades intrínsecas y los privilegios hereditarios eran la manera como Dios había hecho el mundo –así lo pensaban hombres y mujeres en 1781–. Dentro del contexto de una orientación paternalista y aristocrática, las capitulaciones de Zipaquirá constituyeron un documento excepcionalmente comprensivo en donde los voceros de las élites criollas adoptaron una actitud generosamente humanitaria y socialmente responsable frente a las esperanzas y los temores de los plebeyos. Es verdad que fueron la cólera y la rabia de los plebeyos las que llevaron a sus superiores sociales a tomar el camino de la responsabilidad.29 Sin embargo, los redactores de las capitulaciones eran estadistas de gran categoría que hablaban con elocuencia en nombre de los intereses de casi todos los neogranadinos, ricos o pobres, blancos o de piel oscura.
29 Liévano Aguirre, Los grandes conflictos. pág. 480, recalca que Berbeo tuvo que obtener concesiones masivas a favor de los plebeyos con el fin de persuadirlos a que no ocuparan la capital. Debe añadirse que Caballero y Góngora siguió la misma política de otorgar concesiones significativas a los plebeyos.
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14. Primera Constitución escrita de la Nueva Granada
Pero por importantes que hayan sido las medidas fiscales, el meollo de las capitulaciones era de naturaleza constitucional y política: 1) aspiración a un mayor grado de autogobierno a nivel local y regional y 2) reivindicación de las élites criollas a gobernar todo el Nuevo Reino de Granada. Las rivalidades regionales desempeñaron un papel principal en los sucesos de 1781. La más importante era la tensión entre Tunja y el Socorro, y dentro de esta “historia de dos ciudades” hay que concentrar la atención en el origen y el desarrollo de su rivalidad. Fundada el 6 de agosto de 1539, poco después de Santa Fe de Bogotá, en el siglo XVI Tunja fue rival de la capital. La fuente inicial de su riqueza era la densa población indígena en las zonas adyacentes. La encomienda se implantó firmemente en Tunja, donde surgió una sociedad aristocrática basada en la posesión de tierras relativamente grandes y en el trabajo servil de los indios. Otra fuente de la prosperidad inicial de Tunja consistió en los rebaños de ovejas criados en los valles adyacentes. La lana sirvió para la creación de una floreciente industria textil de carácter doméstico. Pero en el siglo XVIII los rebaños vinieron a menos y la producción textil descendió abruptamente. Como capital política de un vasto territorio que incluía al Socorro, Tunja prosperó durante el siglo XVII. Su extensión territorial era enorme. Por el sur limitaba con la provincia de Santa Fe. Por el norte llegaba hasta las provincias costeñas de Cartagena y Santa Marta. Por el occidente sus fronteras alcanzaban el río Magdalena (provincias de Mariquita y Tunja) y por el oriente se prolongaban hasta la provincia de los Llanos. Dentro de este dilatado territorio existían algunos pequeños enclaves gubernamentales independientes como la gobernación de Girón y el corregimiento de Sogamoso-Duitama. Iglesias y conventos barrocos espléndidos que se conservan todavía, y una plaza espaciosa adornada con mansiones señoriales son amplio testimonio de la inicial opulencia de Tunja, la que fue declinando gradualmente en el
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transcurso del siglo XVIII. La población indígena, fuente inicial de la riqueza tunjana, por entonces había disminuido abruptamente. Un índice de prosperidad decreciente es el hecho de que los diezmos obtenidos en la provincia de Tunja llegaban a 25.360 pesos en 1800, mientras que en la provincia de SocorroSan Gil, ya separada, ascendían a 39.993 pesos.1 La vida social y política de Tunja estaba dominada por una clase aristocrática, algunos de cuyos miembros podían (o pretendían) remontar su origen hasta los compañeros de Jiménez de Quesada. El Socorro presentaba un contraste brusco con Tunja. Era una región nueva, una fundación del siglo XVIII, muchos de cuyos habitantes descendían por segunda o tercera generación de inmigrantes españoles pobres (ver capítulo 3). Si bien había en el Socorro un grupo pequeño de nuevos ricos, pocos socorranos podían tener las pretensiones aristocráticas de los patricios de Tunja. Predominaba el minifundio. La región de Socorro-San Gil no tuvo jamás una población indígena densa, y en el siglo XVIII ésta ya era insignificante. La región se mostraba predominantemente blanca, con una cifra importante de mestizos y una reducida minoría de negros y mulatos. Los fértiles valles en el clima templado del Socorro y San Gil permitían una producción agrícola diversificada así como el auge de la industria ganadera. El algodón se convirtió en uno de los cultivos principales, y el Socorro reemplazó a Tunja como centro de la producción textil. En 1781 la población del núcleo urbano de Tunja no pasaba de 3.000 personas en contraste con las 15.000 del Socorro. El párroco de Tunja, cuya magnífica iglesia bien podría haber sido una catedral, tenía un ingreso anual de 1.600 pesos, mientras que el del Socorro percibía 5.000, más que la renta total del obispo de Santa Marta. Todavía en 1781 los siete conventos de Tunja no habían perdido la riqueza acumulada en épocas más prósperas. Aunque la economía del Socorro se hallaba en expansión y la de Tunja en decadencia, la riqueza nueva del Socorro tenía a veces que acudir a la “riqueza vieja” de los conventos de Tunja 1 Biblioteca Nacional, Bogotá, Libros Raros y Curiosos, ms. 185. Para datos sobre Tunja consultar las fuentes siguientes: Rojas, Corregidores; Cárdenas Acosta, Del vasallaje; Oviedo, Cualidades, págs. 119 ss.; Silvestre, Santa Fe de Bogotá. págs. 60-63.
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para conseguir préstamos e hipotecas destinados a financiar la expansión de la comunidad. En 1781 no había conventos en el Socorro. En 1770 los habitantes de la comunidad les pedían a los franciscanos que establecieran uno allí. Su fundación no sólo habría proporcionado incontables beneficios espirituales y realzado el prestigio del Socorro sino que el convento, a medida que iba acumulando capital, podría convertirse en fuente de crédito. El síndrome deudor-acreedor era otro factor que intensificaba la rivalidad de la Tunja “vieja” y aristocrática con los laboriosos habitantes del Socorro “nuevo”. Mientras Tunja fue la fundación más próspera del Nuevo Reino, los encomenderos entre 1592 y 1641 constituyeron una especie de fronde para oponerse a la imposición inicial de la alcabala en la Nueva Granada. Pero en 1781, cuando el Socorro había sustituido a Tunja como centro de creación de riqueza, también encabezó la protesta contra las nuevas exacciones fiscales de Carlos III. A medida que aumentaba su prosperidad, el Socorro se sentía cada vez más incómodo bajo el dominio político de forasteros. Subordinado durante largo tiempo a San Gil, el Socorro continuaba bajo la jurisdicción política del corregidor de Tunja. Este solía residir en la capital de la provincia, pero a partir de 1771 lo representaba en el Socorro un teniente corregidor. Los principales vecinos del Socorro aspiraban a tener corregimiento propio con su villa como capital. Así disfrutarían de mayor autonomía. Con un corregidor residente las élites locales también esperaban más voz en la formulación cotidiana de la política. Además, con corregidor propio esas élites podían aspirar a mayor influencia ante las autoridades de Bogotá. En 1778 el fiscal Antonio Moreno y Escandón propuso que la dilatada provincia de Tunja se dividiera en corregimientos más pequeños, basados en una consideración racional de los hechos socioeconómicos y sociodemográficos. Propuso que se suprimiera la pequeña gobernación de Girón y que la parte septentrional de la provincia de Tunja se dividiera en dos corregimientos. Uno tendría como capital a Pamplona y el otro a Socorro-San Gil. Gutiérrez de Piñeres, quien recelaba instintivamente del fiscal criollo, se negó a reconocer los méritos de tan sensata propuesta. Pero los socorranos no la pasaron por alto. El artículo 17 de las capitulaciones afirmaba en términos inequívocos: 243
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Pide el común del Socorro y San Gil que en aquellas villas y jurisdicciones haya un corregidor y justicia mayor con un sueldo de mil pesos, y que este no haya de haber jurisdicción en la capital de Tunja, con tal de que quienes ejerzan este empleo deban ser criollos nacidos en este Reino, sin que pretenda primacía alguna de estas villas, sino que asista en una de las dos (CA, 2:24-4-25).
Que el corregidor debiera ser criollo indica claramente la intención de los socorranos de que sus propias élites ejercieran mayor control sobre la administración local. La salvedad de que ni San Gil ni el Socorro debieran tener supremacía es un esfuerzo por atenuar la intensa rivalidad entre las dos villas. Debe recordarse que San Gil alineó junto a Tunja contra el Socorro en Zipaquirá, al oponerse a la ocupación de la capital. Con su temor al Socorro, Tunja logró explotar la tensión entre el Socorro y San Gil. El borrador no mencionaba el salario del corregidor, mientras que el texto final mencionaba específicamente la suma de mil pesos.2 Era un sueldo respetable para la época. Un oidor de la audiencia ganaba 2.941 pesos al año. El sueldo del corregidor de Tunja era de 2.812 pesos.3 El Socorro obtuvo su ansiado corregidor en 1781. No era otro que Juan Francisco Berbeo, quien pasó unos meses en el cargo sin ejercer ninguna autoridad real. El nuevo corregimiento del Socorro fue suprimido rápidamente cuando las autoridades de Bogotá acumularon fuerza suficiente para anular las capitulaciones.4 Pero la pretensión de los socorranos de constituir un centro regional con un territorio socioeconómico viable se vio justificada unos años después, cuando en 1795 se estableció el corregimiento del Socorro.5 El nuevo Briceño, Los Comuneros. pág. 135. Virrey Francisco Gil y Lemos al rey, 19 de mayo de 1790. AGI/ASF 561. 4 Para la ordenanza de la audiencia ver Briceño, Los Comuneros, págs. 183-187. Un historiador trata de defender a Berbeo del cargo de codicioso, basándose en que era ya hombre rico (Rodríguez Plata, Los Comuneros, págs. 130-35). En realidad, Berbeo no era rico (ver cap. 4, notas 2-17). Otro historiador considera la aceptación del cargo como prueba de haberse vuelto engreído (Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 490-491). No comparto ninguna de esas opiniones. Berbeo fue un precursor de la autonomía regional; en sus actitudes se advierte la génesis del futuro federalismo. 5 Rojas, Corregidores, págs. 606-07. 2 3
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corregimiento se convirtió en el núcleo del estado de Santander, que tanto se distinguió por muchos conceptos durante la historia del siglo XIX. Las capitulaciones de Zipaquirá no anticipaban la independencia política ni la revolución social desde abajo, como sostienen muchos, pero el célebre documento sembró la semilla de dos grandes tendencias ideológicas destinadas a predominar en el siglo XIX: el anticlericalismo y el federalismo. La exigencia de que el corregidor fuera criollo y la implicación de que el Socorro era una especie de patria chica para los territorios circundantes representaban la aspiración a que un sector sustancial de la autoridad gubernamental fuera regional. Esta es la esencia del federalismo. Debe recordarse que “nuestra cédula” hacía un llamamiento vigoroso, aunque crudo, al patriotismo regional y al orgullo local del Socorro. Este hecho indica que el sentimiento de la patria chica había adquirido gran resonancia emocional en 1781. El popular poema, recitado y cantado interminablemente en centenares de plazas de pueblo, aseveraba enfáticamente que “el dedo de Dios” señalaba al Socorro. Los socorranos eran el nuevo pueblo escogido. Eran el instrumento de la voluntad divina para castigar a los funcionarios malvados de Bogotá, quienes explotaban a un pueblo empobrecido con impuestos injustos e innecesarios. La misión del Socorro era conducir al sufrido pueblo de la Nueva Granada de la opresión del faraón hacia la tierra prometida.6 Este mensaje resultaba un licor más embriagador que el aguardiente. Por lo general, los historiadores colombianos han considerado al federalismo del siglo XIX como una importación de los Estados Unidos. La empecinada batalla del Socorro con San Gil y con Tunja para conseguir su autonomía, dentro de la cual la crisis de 1781 constituye un capítulo significativo, demuestra ampliamente que el federalismo tenía hondas raíces propias ya en la Nueva Granada del siglo XVIII. Si bien el ejemplo estadounidense pudo haber ejercido cierta influencia en el siglo XIX, no debe considerarse sin más ni más al federalismo como exotismo importado. En un sentido muy cierto, los hombres de 1781 iniciaron el diálogo que dominaría la historia de Colombia durante el siglo XIX: la naturaleza de las
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Para la estrofa en cuestión ver CA, 1:121-22.
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relaciones políticas entre Bogotá y las provincias. Las capitulaciones delimitaron un sector amplio donde las autoridades locales podrían ejercer considerable autoridad sobre la actividad económica y fiscal de las pequeñas comunidades rurales. El Socorro encabezó la campaña a favor de la autonomía regional porque era la más próspera de las nuevas comunidades que lenta pero continuamente se habían ido desarrollando durante el siglo XVIII. Los orígenes colombianos del federalismo proceden de otra fuente, además de la tenaz lucha del Socorro por la autonomía: la tradición de autonomía municipal de la España medieval, cuyas raíces se remontan al estado-ciudad, a la polis ya la civitas de la antigüedad. El Socorro se configuraba como una especie de estado-ciudad en el sentido grecorromano, un núcleo urbano con pretensiones a la dirección política y económica de una extensa red de establecimientos rurales subordinados. Las instituciones medievales españolas de gobierno urbano, cuya vitalidad estaba decayendo en la península, recobraron vida en América. Se convirtieron en instrumentos para promover la colonización y la fundación, así como en dinámicos vehículos políticos para expresar a las autoridades en Madrid y en Bogotá las aspiraciones de sus comunidades. Puede sustentarse de manera plausible la hipótesis de que las capitulaciones representaban fuerzas democráticas incipientes. Ninguna cláusula promovía de manera específica los intereses de los grandes terratenientes o de los mineros ricos, en contraste con la multitud de medidas en defensa de los intereses vitales de los plebeyos y de los pequeños agricultores y comerciantes. Pero hay pocas pruebas documentales en apoyo de la tesis del distinguido investigador Fernando Guillén Martínez, de que el partido favorable a los comuneros en Bogotá representaba a los latifundistas. Según esa tesis, existía un conflicto real en el campo de los comuneros entre los pequeños agricultores y comerciantes, encabezados por el Socorro, y los grandes latifundistas de Bogotá, que rechazaban la nueva centralización política de los ministros de Carlos III, aunque por razones diferentes.7
7 Fernando Guillén Martínez. Raíz y futuro de la revolución (Bogotá. 1963) y El poder. Los modelos estructurales del poder político en Colombia. Centro de Investigaciones para el DesarrolloCID, Universidad Nacional de Colombia, 1973, Xerocopia, págs. 92-112.
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Ciertamente el círculo del marqués de San Jorge, el latifundista más rico del reino, era el centro del apoyo a los comuneros en la capital. Pero los aliados más influyentes del marqués constituían un grupo político, no una clase económica. Eran los burócratas criollos, acostumbrados hacía tiempo a desempeñar altos cargos y cuyas actividades se describieron en el capítulo 1. Eran políticos profesionales que actuaban como intermediarios entre las autoridades centrales de Madrid y las aspiraciones tanto de las élites criollas como de los plebeyos. Si bien podrían haberle prestado atención al punto de vista de los grandes latifundistas, no eran agentes exclusivos de ese grupo. Eran una noblesse de la robe, una aristocracia política, y se consideraban eslabones de poder con la función de conciliar tensiones y conflictos y de arbitrar compromisos aceptables para las élites, para los plebeyos y para Madrid. Las otras cláusulas de las capitulaciones suministran pruebas adicionales de la intensidad con que se aspiraba a un mayor grado de autogobierno local. La cláusula 33 estipula que los regidores designarían a uno de ellos para sustituir al “fiel ejecutor”: el inspector de pesas y medidas para todos los productos y todas las mercancías. Pagado por los comerciantes, por los servicios que prestaba, el fiel ejecutor compraba su cargo a la corona. Este cargo, junto con los de alférez mayor, depositario general y receptor de penas, tenían asiento ex oficio en el cabildo.8 Lo que la cláusula 33 proponía era que este cargo, que producía un ingreso modesto, dejara de ser comprado a la corona y se proveyera por nombramiento del cabildo. Los regidores estarían facultados para repartirse esta atribución. Conviene recordar que éstos también compraban sus cargos a la corona, pero no recibían sueldo. Además, el fiel ejecutor tenía mucho que ver con la regulación del comercio en los mercados. El artículo 33 le habría dado a los cabildos, dominados por los patricios locales, control más directo sobre la economía de sus comunidades. La cláusula quinta trataba de hacer el cargo de alcalde de la santa hermandad más atractivo para los patricios –a expensas de la corona– al suprimir el requisito tradicional del impuesto de media anata. El alcalde de
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Solórzano y Pereira, Política indiana, libro V. cap. I, #30, 37, 38 y 40.
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la santa hermandad, especie de funcionario de policía rural y de tribunal de primera instancia que ejercía jurisdicción sobre el sector rural de una villa o un pueblo, percibía estipendios por todas las funciones que ejecutaba. La cláusula justificaba la supresión del impuesto basada en “el abandono con que dejan sus casas y cortos haberes de su manutención”. La cláusula añadía: “Por no reportar en semejantes empleos ningún cómodo ni para su manutención, ni sufragarle el oficio para las pérdidas de la casa que abandona” (CA, 2: 19), una justificación difícil de creer si se toman en cuenta los hechos.9 Pudo haber sido mera coincidencia que la persona que ejercía el cargo de alcalde de la santa hermandad en la villa del Socorro en 1781 fuera Albino Berbeo, hermano de Juan Francisco (ver capítulo 5). Una aspiración más osada para darles a los magnates locales mano más libre en el gobierno local era la del artículo 13, que decía: “Atentos a los malos resultos y ninguna equidad que acaecen en la venida de los jueces de residencia, pedimos que no los haya para nunca, y que el vecino que se halle quejoso ocurra a los tribunales superiores” [presumiblemente a la audiencia], (CA. 2:28).
No sólo la cláusula 13 abogaba por la supresión de la residencia a todos los niveles de gobierno, desde el virrey y la audiencia hasta los corregidores y regidores, sino que la cláusula 16 pedía en forma más audaz aún que se suprimieran los cargos de regente y de visitador general. Que habiendo sido causa motiva de los circulares disgustos de este Nuevo Reino y el de Lima, la imprudencial conducta de los señores regentes visitadores, pues quisieron sacar jugo de la sequedad y aterrar hasta el extremo con su despótica autoridad, pues en este Nuevo Reino, siendo la gente tan dócil y tan sumisa, no pudo con el complemento de su necesidad, ni aumentos de extorsiones, tolerar ya más tan despótico dominio, que
9 Este cargo era comprado en muchas localidades, pero en el Socorro la costumbre era que los alcaldes ordinarios nombraran al alcalde de la santa hermandad. Ver ibíd., #18.
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cuasi se han asimilado sus circulares hechos a deslealtad; y para que en lo venidero no aspire, si encuentra resquicio a alguna venganza, que sea don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, visitador y regente de esta Real Audiencia, extrañado de todo este reino para los dominios de España, en el cual nuestro católico monarca, con reflexión a los resultos de sus inmoderadas operaciones, dispondrá lo que corresponda a su persona, y que nunca para siempre jamás se nos mande tal empleo de regente visitador, ni personas que nos manden y traten con semejante rigor e imprudencias, pues siempre que otro tal así nos trate, trataremos todo el reino, ligado y confederado, para atajar cualesquiera opresión que de nuevo por ningún título se nos pretenda hacer.
Las dos propuestas constituyen un verdadero ataque revolucionario contra el sistema todo de gobierno de los Habsburgos y de los Borbones anteriores a Carlos III. Van al corazón del sistema tradicional de control recíproco mediante el cual la corona lograba que todos los magistrados de ultramar fueran responsables ante ella de su comportamiento en el cargo. Si la fórmula “se obedece pero no se cumple” les confería a los magistrados en las Indias cierta libertad de maniobra entre las presiones de la autoridad central y las circunstancias locales, otros dos arbitrios administrativos, la residencia y la visita general, hacían que esos funcionarios percibieran los deseos de sus superiores en la Península.10 Ambos arbitrios eran investigaciones judiciales de la conducta de los magistrados. La primera se efectuaba en cuanto un funcionario dejaba su cargo; la segunda, mientras se hallaba en ejercicio de éste. Pese a su fracaso en obtener completamente los objetivos perseguidos, como extirpar los abusos –con los Habsburgos– o imponer políticas nuevas –con Carlos III–, la residencia y la visita general llenaban, no obstante, varios cometidos importantes. Ambos recursos suministraban a la corona un cuadro detallado de la administración burocrática en sus lejanas dependencias, trazado por un
10 Para una descripción del funcionamiento de la residencia y de la visita general, ver mi Kingdom of Quito, págs. 215-18.
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funcionario presumiblemente independiente de la administración regular. La residencia y la visita general daban a los súbditos del rey un medio para protestar contra abusos, reales o imaginarios, cometidos por los magistrados. En sentido muy efectivo, la residencia y la visita general funcionaban como válvulas de seguridad a través de las cuales los súbditos podían periódicamente expresar el resentimiento contenido contra los burócratas designados por el rey. Además, ambos recursos dotaban al gobierno central de un instrumento para contrarrestar periódicamente la tendencia instintiva de las élites criollas a ganarse para sí, aunque fuera sólo parcialmente, a los magistrados reales. Es comprensible que los comuneros exigieran el destierro de Gutiérrez de Piñeres de la Nueva Granada. Todas las nuevas políticas fiscales y administrativas que habían suscitado tan amarga efervescencia estaban identificadas con él personalmente. Era el blanco visible de la ira popular. Esta oposición personal se justificaba con una doctrina muy asentada en la teoría política española clásica. Los súbditos tienen derecho a resistirse a la tiranía. La cláusula denunciaba su “despótica autoridad” y su “despótico dominio”. El artículo concluía con una solicitud y con una amenaza. No vuelvan a enviar magistrados así. Si vienen, nos resistiremos a su opresión. Pero propugnar por la supresión de los cargos de regente y de visitador general era un asunto completamente distinto. Al proponer la extinción de los arbitrios gemelos de la regencia y la visita general, los hombres de Zipaquirá estaban haciendo una revolución política. Ambos instrumentos eran parte integral de la “constitución no escrita” que los comuneros ostensiblemente se proponían restaurar. De suprimirse, no sólo se vería la corona estorbada en sus esfuerzos por supervisar la conducta de los magistrados de ultramar, sino que también los ciudadanos de las Indias se verían desprovistos del medio más eficaz de que disponían para protestar contra la conducta y las políticas de los magistrados a todos los niveles del gobierno, desde el virrey hasta el regidor de una villa. En las capitulaciones de Zipaquirá los voceros de los criollos promulgaron su propia revolución política para enfrentada a la de Carlos III, descrita en el capítulo 1. Comenzaron por pedir un regreso a la situación anterior a 1778. Al elaborar fórmulas específicas para esa finalidad ostensible, terminaron por 250
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tratar de subvertir el orden tradicional. No sólo abogaban por la abolición del sistema de control recíproco del sistema de los Habsburgos, encarnado en la visita general y la residencia, sino que formulaban también la osada aspiración a que el gobierno todo se le entregara a los criollos, para que estos gobernaran en nombre del rey. El atrevido programa se enuncia en la cláusula 22 de las capitulaciones: Que en los empleos de primera, segunda y tercera plana hayan de ser antepuestos y privilegiados los nacionales de esta América a los europeos, por cuanto diariamente manifiestan la antipatía que contra las gentes de acá conservan, pues están creyendo ignorantemente que ellos son los amos y los americanos todos, sin distinción, sus inferiores criados; y para que no se perpetúe este ciego discurso, sólo en caso de necesidad, según su habilidad, buena inclinación y adherencia a los americanos puedan ser igualmente ocupados, como todos los que estamos sujetos a un mismo rey y señor debemos vivir hermanablemente, y al que intentare señorearse y adelantarse a más de lo que le corresponde a la igualdad, por el mismo hecho sea separado de nuestra sociabilidad (CA, 2:26).
La aspiración de los criollos a un virtual monopolio burocrático no se limitaba a la Nueva Granada. El 2 de mayo de 1771 el cabildo de México, en carta a Carlos III, hizo la misma atrevida solicitud que habrían de formular en 1781 las capitulaciones de Zipaquirá. El cabildo de México envió copias de esta carta a muchos otros cabildos del Nuevo Mundo, incluido el de Bogotá.11 No es coincidencia que ambas expresiones de los sentimientos criollos fueran expresadas poco después de que el visitador general Gálvez en México y el
Rafael Gómez Hoyos publicó el manifiesto mexicano de 1771 en BHA 47 (1960): 426-76. Para la copia en los archivos ver AHN, Virreyes. 14:420-26. Ver también Peggy K. Korn, “The Problem of the Roots of Revolution: Society and Intellectual Ferment in Mexico on the Eve of Independence”, en Frederick B. Pike, Latin American History: Select Problems (Nueva York, 1969), págs. 101-14. 11
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visitador general Gutiérrez de Piñeres en la Nueva Granada se hubieran empeñado en reducir drásticamente el número de criollos que ocupaban altos cargos. En el capítulo 5 se indicó que “nuestra cédula” estaba impregnada del espíritu de que América pertenecía a los americanos. Como bien lo observó Rafael Gómez Hoyos, la cláusula 22 ponía en prosa burocrática el sentimiento poético crudo expresado en el popular poema. ¿Por qué razón a gobernarnos vienen de otras regiones malditos nacionales?12
El texto no aclara qué quería decir con empleos de primera, segunda y tercera plana. Una inferencia razonable es que primera se refería a la audiencia, segunda a la administración fiscal y tercera al rango provincial de corregidores. No hay indicio de si abarcaba también al de virrey; probablemente no. Por tanto, en 1781 los criollos pedían mucho más que la mera restauración del sistema que existía antes de 1778. De hecho, antes de la llegada de Gutiérrez de Piñeres los criollos constituían sólo una significativa minoría en la alta burocracia, pero su influencia era mucho más amplia gracias a la alianza informal con magistrados españoles que desempeñaban hacía largo tiempo sus cargos, y muchos de los cuales estaban casados con criollas. En 1781 los criollos ampliaron enormemente sus demandas al reclamar la abrumadora mayoría de los cargos. Le hicieron una concesión al viejo espíritu. No excluirían a unos pocos españoles, “sólo en caso de necesidad” y si llenaban los requisitos de “habilidad, buena inclinación y adherencia a los americanos”. Los redactores de la cláusula visiblemente pensaban en varios oidores españoles cuya larga residencia en Bogotá y cuyas esposas criollas los hacían sensibles a la situación americana. Entre ellos estaban Benito Casal y Montenegro (1747-81), Juan Francisco Pey y Ruiz (1756-86), Joaquín de Aróstegui y Escoto (1740-75) y Bernardo Álvarez (1736-56).
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Gómez Hoyos, La revolución granadina. 1:190.
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En lugar de una coalición favorable a los americanos, en la que sólo una minoría de criollos compartía el poder con españoles partidarios de los americanos, el artículo 22 proponía una coalición con una mayoría abrumadora de criollos y una pequeña minoría de españoles partidarios de los americanos. Aunque las élites criollas recurrían a la retórica y a los conceptos de la época de los Habsburgos, el monarca en que pensaban las capitulaciones de Zipaquirá no era de la casa de Austria. Bajo este sistema prevalecía un intrincado tejido de controles recíprocos en el que todos los grupos conseguían un mínimo de lo que deseaban, pero rara vez obtenían el máximo. El ideal de Zipaquirá era la monarquía sumamente descentralizada de Castilla en el siglo XV. Al monopolizar virtualmente la burocracia y eliminar la residencia y la visita general, los criollos pedían un cheque en blanco para gobernar a la Nueva Granada en nombre de Carlos III. El gobierno de los criollos hubiera vuelto superfluo un repudio formal a la corona. Semejante objetivo, de cumplirse, habría constituido una revolución política de facto; es decir, la transferencia súbita del poder gubernamental de, un grupo a otro. En la Nueva Granada de 1781 era impensable un mundo sin monarquía. Podía pensarse sí en una radical transferencia de poder de los españoles a los criollos, bajo el manto protector de la legitimidad monárquica. Sin embargo, hay un hilo visible entre los estadistas de 1781 y el movimiento de independencia, una generación más tarde. Camilo Torres no aspiraba a un rompimiento formal con la corona española. Lo que pretendía era el dominio criollo de la burocracia bajo el continuo reinado de los Borbones.13 Sin embargo, debe recalcarse que Torres representa sólo una primera etapa dentro de una evolución que habría de culminar en la independencia. En los objetivos políticos de los criollos se presentaban una tensión y una dicotomía. Por una parte buscaban volver a la “constitución no escrita” previa a 1778. Esta finalidad puede considerarse como su objetivo mínimo, o como su posición real. Pero la dialéctica de la revolución rápidamente aumentó las demandas. Cuando en Zipaquirá los acontecimientos los obligaron a formular
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Ibíd., 2:7-44; Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 583-87.
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por escrito sus objetivos, plantearon una especie de monarquía descentralizada pre-Habsburgo. Este se convirtió en su objetivo máximo, o posición negociadora. Es posible preguntarse hasta qué punto estaban comprometidos seriamente con ese programa. Las capitulaciones representan un mundo idealizado que nunca existió históricamente en la Nueva Granada y cuya inspiración provenía de un pasado remoto. La táctica de toda negociación requiere que las partes a la ofensiva pidan mucho más de lo que con realismo es dable aspirar a recibir. Acostumbrados tiempo atrás a la negociación burocrática y al acuerdo por medio del compromiso, los redactores de las capitulaciones no esperaban que el mundo de sus sueños se convirtiera en realidad. Mas, para obtener su objetivo mínimo, tenían que proferir exigencias más audaces. Los supuestos políticos y morales de las capitulaciones, como vimos, están basados en las tradiciones casuistas de los teólogos españoles clásicos. Pero esos teólogos vivían en una época de monarquías fuertes, y los redactores de las capitulaciones propugnaban una monarquía débil. Lo que los hombres de 1781 hicieron fue invocar varios principios básicos de la teología clásica a fin de justificar una monarquía constitucional como las del medioevo tardío. No sólo se limitarían los poderes reales sino que el poder político sería compartido entre la élite burocrática criolla de Bogotá y las élites de provincia. Los autores de las capitulaciones de Zipaquirá son los autores menospreciados y hasta ahora ignorados de la primera constitución escrita de la Nueva Granada. Si una constitución escrita quiere decir una formulación filosófica de los objetivos de una comunidad, así como unas fórmulas para la distribución y el ejercicio del poder político, las capitulaciones de Zipaquirá llenan de sobra esta definición. Es comprensible que el documento que redactaron carezca de la durabilidad y del refinamiento político de la Constitución de la nueva república de los Estados Unidos que habría de aparecer pocos años después en Filadelfia. En el caso de la Nueva Granada hay dos factores atenuantes. Las capitulaciones fueron redactadas de prisa, si no febrilmente, en el curso de cuarenta y ocho horas, mientras que los padres fundadores de los Estados Unidos deliberaron unos cuatro meses. En segundo lugar, la Nueva Granada 254
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tenía una sola veta de inspiración ideológica, rica es cierto, pero que de todas formas era sólo una: la tradición teológica española de los siglos XVI y XVII. En la América inglesa, en cambio, se disponía de un mosaico más variado de fuentes para incorporar a una constitución escrita. No sólo los fundadores eran herederos de una tradición americana aborigen de descentralización legislativa, sino que también habían recibido alimento espiritual de muchas formas de pensamiento político, todas completamente desconocidas en la Nueva Granada de 1781: el racionalismo de la Ilustración, la jurisprudencia inglesa del siglo XVII, el puritanismo de Nueva Inglaterra, las teorías políticas y sociales radicales formuladas durante los periodos de la guerra civil y de la Commonwealth en Inglaterra, y el pensamiento de oposición del siglo XVIII (Walpole, Benjamín Hoadly, Bolingbroke, etc.). Teniendo en cuenta estas dos diferencias importantes entre la Nueva Granada y los Estados Unidos, las capitulaciones de Zipaquirá constituyen un logro notable, comparable con cualquier otro documento político del siglo XVIII, tanto en el viejo como en el nuevo mundo. Hasta la generación de 1810 no tuvo la Nueva Granada la necesaria diversidad de tradiciones políticas sin las cuales una revolución no puede germinar, y mucho menos florecer. En 1810 existían los ejemplos de las revoluciones estadounidense y francesa, así como la filosofía política y el racionalismo de la Ilustración en Europa. Estas influencias externas se mezclaron con las teorías políticas clásicas de la vieja España y con la “constitución no escrita” de la Nueva Granada en una chispa que haría detonar el movimiento de independencia. En 1781 no había ningún criterio para desafiar las formas tradicionales de legitimidad, aceptadas entonces por todo el mundo. Una generación después, el racionalismo de la Ilustración suministraría esa norma. El artículo 22 contiene la clara implicación de que los reinos de ultramar eran pariguales de la España metropolitana. Los criollos se aferraban tenazmente a la teoría de los Habsburgos sobre los reinos de España y de las Indias unidos bajo un solo rey; teoría que había caído en desuso en la España borbónica. Con Carlos III los establecimientos de ultramar habían ido adquiriendo la categoría jurídica de colonias o de provincias de la metrópolis. La concepción “federal” de los Habsburgos les suministró a los partidarios de la independencia después de 1808 un argumento histórico-jurídico para justificar la aspiración inicial 255
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de los criollos a que se establecieran regímenes provisionales en todos los reinos de ultramar en ausencia del legítimo rey de Castilla, Fernando VII, prisionero de Napoleón desde 1808 hasta 1813. Pero había diferencias muy reales: a comienzos del siglo XIX se pretendía la igualdad con el reino de España, mientras que bajo los Habsburgos las Indias eran consideradas como reinos subordinados e inalienables vinculados a la corona de Castilla y de León. Sin embargo, las diferencias entre estas dos teorías no deben equipararse a una desviación del corporativismo neomedieval de los siglos XVI y XVII hacia las actitudes igualitarias de las revoluciones estadounidense y francesa.14 El artículo 22 es prueba concluyente y dramática de que, una generación antes de que dichas revoluciones repercutieran en el pensamiento de las élites neogranadinas, la noción de igualdad entre los distintos reinos había echado profundas raíces en tierras de la Nueva Granada. En la cláusula 20 puede hallarse un atisbo del protonacionalismo subyacente a las capitulaciones. Que de ningún modo, por ningún título ni causa, se continúe el quebranto de las leyes y repetidas cédulas sobre la internación, mansión y naturaleza de los extranjeros en ninguna parte de este Reino, por el perjuicio que trae al presente y en lo futuro pueda tener su internación tanto en lo secular como en lo eclesiástico, y que los que haya de presente salgan dentro de dos meses, y al que no lo hiciere, se le dé el trato y pena de espía en guerra viva (CA, 2:26).
El término “extranjero” no se refería a los españoles europeos sino a los europeos no españoles. Los Habsburgos habían prohibido consistentemente esa emigración extranjera a sus dominios en América, aunque la dinastía reinara en el viejo mundo sobre muchos pueblos no ibéricos. Mientras menos extranjeros supieran del nuevo mundo, mejor: así opinaban los Habsburgos. La única excepción era la Compañía de Jesús, que obtuvo una dispensa real
14 Creo hoy que mi examen de la cuestión en mi Kingdom of Quito, pág. 122, no ubica correctamente el factor central.
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para reclutar, con destino a sus misiones en América, algunos extranjeros de países católicos europeos.15 Esa clausura xenofóbica de la América española desapareció durante el siglo XVIII, a medida que la nueva dinastía de los Borbones buscaba no sólo ideas en la Europa católica no española, sino también individuos de talento para reorganizar la monarquía. Los irlandeses y los italianos, en particular, ocupaban altos cargos dentro de la administración. Uno de estos extranjeros notables era el irlandés Bernardo Ward, coautor del plan para las innovaciones de Carlos III en las Indias. La dependencia inicial del monarca respecto a ministros italianos, Esquilache y Grimaldi, fue uno de los factores que contribuyó a la hostilidad contra los extranjeros que provocó motines importantes en varias ciudades de España durante la primavera de 1766. Aunque no hay cifras precisas sobre el número de extranjeros en la Nueva Granada en 1781, los que había eran suficientemente visibles como para provocar una reacción xenofóbica, si es que tomamos en cuenta las severas sanciones que contra ellos se proponían. Una vez más, las capitulaciones de Zipaquirá repudiaban una política borbónica en favor de un retorno a la tradición de los Habsburgos. No sólo afirmaban las capitulaciones, en lenguaje altanero, la igualdad de los americanos y de los españoles peninsulares, sino que también exhibían un recelo metódico frente a los extranjeros. La Nueva Granada pertenecía sólo a quienes en ella habían nacido: así opinaban los estadistas de Zipaquirá. Por tanto, las capitulaciones contienen semillas del árbol del nacionalismo que habría de crecer en el siglo XIX. Todos los participantes se daban cuenta de que era menester el consentimiento real antes de que las capitulaciones tuvieran fuerza de ley. En vista de las fuertes sospechas entre algunos círculos comuneros de que las autoridades de Bogotá podrían renegar su solemne compromiso de cumplir las capitulaciones, se incluyó una especie de garantía militar. La cláusula 18 estipulaba:
15 Lázaro de Aspurz, O.F.M., La aportación extranjera a las misiones españolas del patronato regio (Madrid, 1946); Juan Manuel Pacheco, S.J., Los jesuitas en Colombia, 2 vols. (Bogotá, 1962) 2:199-205.
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Que todos los empleados y nombrados en la presente expedición de comandante general, capitanes generales, capitanes territoriales, sus tenientes, alféreces, sargentos y cabos, hayan de permanecer en sus respectivos nombramientos, y estos, cada uno en lo que le toque, hayan de ser obligados en el domingo en la tarde de cada semana, a juntar su compañía ya ejercitada en las armas, así de fuego como blancas, ofensivas y defensivas, tanto por si se pretendiera quebrar los concordatos que de presente nos hallamos aprontados a hacer de buena fe, cuanto para la necesidad que ocurra en el servicio de nuestro católico monarca (CA, 2:25).
Aunque Berbeo y sus capitanes convinieron en desbandar su ejército en Zipaquirá, pidieron, y creyeron haberla obtenido así, una garantía militar de que las capitulaciones habrían de ser respetadas por las autoridades en Bogotá. Desde la seguridad de la fortaleza de Cartagena el fugitivo Gutiérrez de Piñeres montó en cólera contra la cláusula militar: Esto equivale a capitular que la rebelión ha de ser permanente; que se ha de permitir dentro del Estado una asociación siempre armada para sostenerla; que los individuos de la tal asociación no han de conocer otra autoridad ni poder que la autoridad que han usurpado. En otras palabras, que no habrá rey ni leyes ni nación alguna.16
Excluyendo la hipérbole, a que era tan aficionado, la cláusula 18 conjuraba para Gutiérrez de Piñeres y hombres como él una imagen de horrores. Aunque ese artículo era bastante menos que la levée en masse –la movilización del país que el gobierno revolucionario francés decretó el 23 de agosto de 1793–, una milicia de 20.000 hombres, aunque sólo se adiestrara en las tardes de domingo, constituía una perspectiva lúgubre para los ministros de Carlos III. Mediante el análisis de los dos últimos capítulos debe de haber quedado en claro que las capitulaciones de Zipaquirá representaban una revolución política tan radical como la emprendida por Carlos III, y que precipitó la crisis
16 CA, 2:53; Gutiérrez de Piñeres a Flórez, 2 de julio de 1781, y apéndice de Flórez a Gálvez, 22 de agosto de 1781, AGI/ASF 577-B.
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de 1781. Con el objeto de ampliar la base tributaria para financiar los crecientes gastos de la defensa imperial, Carlos III propuso una reestructuración política básica, que hubiera reemplazado la descentralización tradicional de los Habsburgos por algo semejante a un estado unitario. Al reaccionar violentamente contra este programa, los ciudadanos de todos los grupos étnicos de la Nueva Granada clamaron inicialmente por un regreso al statu quo político y constitucional previo. Pero en el proceso de buscar fórmulas para conseguir su objetivo ostensible, las capitulaciones terminaron por propugnar una especie de monarquía descentralizada en la que el poder político sería virtualmente monopolizado por los criollos. Ese ideal era la antítesis misma de la teoría y la práctica de la monarquía de los Habsburgos, con su intrincado sistema de controles recíprocos. Ni Carlos III ni sus leales vasallos en la Nueva Granada lograron sus utopías. Las utopías tienen la costumbre de esfumarse cuando nos acercamos a ellas.17 La responsabilidad de restaurar la autoridad real después de Zipaquirá recayó en las anchas y poderosas espaldas del arzobispo Caballero y Góngora. Era virrey de facto desde el 13 de mayo de 1781, el día en que se dirigió a cumplir su cita en Zipaquirá, aunque no se posesionó oficialmente de ese cargo hasta el 15 de junio de 1782. Político de consumada habilidad, el arzobispo virrey se dio cuenta de la magnitud del descontento entre todos los grupos étnicos y profesionales del país. Pero, no importa lo tortuoso de su ruta, nunca vaciló en su determinación de salvar la sustancia del programa fiscal de Carlos III. Caballero y Góngora, en última instancia, urdió una trama en la que se mezclaban aspectos básicos de la tradicional “constitución no escrita” con algunos aspectos, pero no todos, de la “modernización defensiva” de los incipientes tecnócratas de Carlos III. Cómo realizó esta intrincada tarea será el tema del resto de este libro. Pero primero, como una especie de coda a los sucesos que condujeron a las capitulaciones de Zipaquirá, examinaré la trayectoria de José Antonio Galán, una de las figuras más interesantes, más controvertidas y, en el verdadero sentido de la palabra, más trágicas de las que surgieron del movimiento de los comuneros. 17 Ver el capítulo 18 para un amplio análisis del problema de la educación superior y la universidad laica, tan ardorosamente controvertida en la época. Este es el único de los grandes problemas que afrontaba la Nueva Granada no tratado en las capitulaciones.
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15. José Antonio Galán: mito y realidad
En torno a la figura de José Antonio Galán se han congregado muchos mitos, y no es tarea fácil distinguir los hechos de las leyendas. En su propio tiempo las autoridades reales vituperaban al “infame Galán” por crímenes que iban desde la traición y el bandidaje hasta el incesto. En el siglo XIX fue alternativamente escarnecido como un bandido o exaltado como un héroe del pueblo que soñaba con que la Nueva Granada obtuviera su independencia política de España.1 En el siglo XX algunas gentes de izquierda lo han idolatrado, como apóstol de la revolución social desde abajo, como una especie de remoto precursor del Che Guevara. José Antonio Galán nació en 1749 en la parroquia de Monguí de Charalá, al sudeste del Socorro.2 El 26 de octubre de 1766 contrajo matrimonio con Toribia Verdugo, quien le dio varios hijos.3 Carecemos de una descripción contemporánea de sus rasgos físicos.4 El padre de José Antonio, Antonio Galán, era un inmigrante español pobre, inicialmente comerciante de baratijas y que finalmente se estableció en Charalá, donde casó con María de Argüello, de sangre mulata o mestiza, de quien tuvo numerosa prole. Tras instalarse en Charalá, Galán se ganaba la vida como lo hacía la mayor parte de sus contemporáneos. Era dueño de una pequeña parcela donde cultivaba tabaco. En su modesta casa las mujeres y los hijos tejían algodón.5 A pesar de la nacionalidad española de su padre, la pobreza convirtió a Antonio Galán y a sus hijos en plebeyos.
1 Briceño, Los Comuneros, págs. 36-40 y 76-84, fue uno de los primeros historiadores en considerar a Galán como un héroe. En Santander, hasta fines del siglo XIX, los héroes patrióticos ensalzados en los diarios regionales no eran tanto Bolívar y Santander como los comuneros y, en especial, Galán. (Comunicación personal de David Johnson). 2 En confesión del 9 de octubre de 1781 Galán dijo que su edad era 32 años (Briceño, Los Comuneros, pág. 168). Gómez Rodríguez, “La cuna”, 1, cap. 7, ha localizado su partida de bautismo. 3 Para su partida de matrimonio ver Gómez Rodríguez, “Datos”, págs. 105-06. 4 Su retrato por Arciniegas en Los Comuneros, pág. 103, es producto de la imaginación del gran escritor. Pablo E. Cárdenas Acosta, Los Comuneros (Bogotá, 1945), págs. 169-170. 5 Torres Almeyda, La rebelión de Galán, págs. 17-32.
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La aseveración de que José Antonio estudió de niño en el prestigioso colegio de San Bartolomé, en Bogotá, fue repudiada posteriormente por el propio investigador que la formuló.6 Aunque sólo contaba con los rudimentos de una educación formal, podía firmar, lo cual constituía signo de cierta distinción en una sociedad donde la gran mayoría de los plebeyos era completamente analfabeta. Las cartas que de él se conservan no carecen de cierta belleza y vitalidad en el estilo, pero la sintaxis y el léxico son rústicos, primitivos e incultos. Como la mayoría de sus contemporáneos plebeyos, era agricultor en pequeña escala.7 Otro hecho averiguado sobre su vida antes de 1781 es que vivió por un tiempo en la cercana parroquia del Socorro, ya que allí, en septiembre de 1775, fue bautizado uno de sus hijos. Su permanencia en el Socorro se prolongó hasta 1777.8 Las dificultades de averiguar la verdad sobre la vida de Galán tienen un buen ejemplo en una pintoresca leyenda sobre su primera juventud, inventada de la nada por Constancio Franco, quien en 1891 publicó una novela histórica llamada Galán, el comunero. Según Franco, Galán, con su conciencia social sublevada por los malos tratos a los indios guanes, organizó un motín de protesta; se refugió después entre los indios pero fue capturado y condenado a 10 años de trabajos forzados en la fortaleza de Cartagena, de la que en algún momento escapó antes de marzo de 1781. El relato está colmado de inexactitudes sobre fechas y lugares, pero la prueba más devastadora de su falsedad es que no se hace mención de tal suceso en la sentencia de muerte de Galán, donde se enumeran de modo meticuloso, aunque truculento, todos sus supuestos crímenes.9 Gutiérrez, Galán, pág. 230. La confesión de Galán en Briceño, Los Comuneros, pág. 168. Para una muestra de su firma ver AHN, Los Comuneros, 18:212. 8 Gómez Rodríguez, “La cuna”, cap. 7. Ver también, adelante, nota 16. 9 Constancio Franco Vargas, Galán, el comunero (Bogotá, 1891). En los voluminosos archivos criminales de la audiencia no hay rastro de litigio alguno en que hubiera estado implicado Galán. No todos los historiadores galanistas aceptan la fábula de Franco. Gutiérrez, Galán, le hace una crítica sensata, págs. 235-237. Arciniegas, Los Comuneros (ed. de 1938, págs. 187-88) aceptó al principio el cuento pero en la edición de 1968 suprimió juiciosamente toda referencia a él. Cárdenas Acosta, Los Comuneros, págs. 170-71, denunciaba como mítico el relato de Franco, pero sin hacer ningún análisis. Ángel Galán, “Galán”, no menciona el incidente. Entre quienes han repetido el 6 7
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La sentencia de muerte de Galán dice, con una concisión exasperante, que había sido “castigado repetidas veces por las justicias”.10 Evidentemente José Antonio había tenido varios roces con las autoridades. No resulta irrazonable suponer que hubiera sido impetuoso, agresivo y pendenciero –características que algunos observadores contemporáneos identifican con el territorio que había de convertirse en el estado de Santander.11 La suposición se ve reforzada por el hecho de que, después de la batalla de Puente Real, Galán suscitó la ira de nadie menos que del ganador de la batalla, el capitán Ignacio Calviño, su paisano de Charalá, quien lo despojó de su bastón de capitán y lo encarceló por “varios ultrajes”. Nunca se ha determinado cuáles pudieron ser esos ultrajes, pero bien pudo ser que Galán estuviera involucrado en el robo de los fondos del oidor Osorio.12 La sentencia de muerte de Galán presenta otro dato sólido sobre su vida antes de 1781. José Antonio sirvió en el “regimiento fijo” de Cartagena y desertó de él. No se sabe si fue como voluntario o en cumplimiento de una sanción judicial. A veces los delincuentes eran incorporados al “regimiento fijo”.13 Algunos admiradores de Galán han incurrido en especulaciones fantasiosas sobre la influencia de la experiencia cartagenera en su héroe. Ocupémonos primero en los datos conocidos. Galán sirvió durante poco tiempo, quizás menos de un año. Segundo, obviamente, no se sintió dichoso con ser soldado raso en esa calurosa ciudad tropical. Adquirió, ciertamente, alguna familiaridad con la disciplina y las tácticas militares, experiencia que mucho habría de servirle en el año decisivo de su vida.
mito de Franco figuran Torres Almeyda, La rebelión de Galán, págs. 61-63, y Gómez Latorre, Enfoque social, págs. 242-243. 10 CA, 2:176. 11 Tal fue la observación más bien áspera de Oviedo, hacia 1761, Cualidades. págs. 174-82. 12 Para este incidente, ver cap. 9, nota 20. La acusación viene de fuente gubernamental, pero el cargo parece plausible. Comisionados a Pey, 20, 24 de mayo de 1781, AGI/ASF 633-A. La noticia fue confirmada por el párroco de Oiba, Filiberto José Estévez, por lo general bien informado, en carta a Caballero y Góngora, 24 de mayo de 1781, ibíd., y CA, 1:265. Estévez decía que Calviño había confiscado una buena suma de dinero en posesión de Galán. 13 CA, 2:176.
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El que durante su breve permanencia las noticias sobre los acontecimientos en la lejana América del Norte hubieran inflamado su imaginación no pasa de ser una conjetura intrigante. Todas las informaciones disponibles indican que ninguno de los jefes comuneros pensaba en emular el ejemplo de las trece colonias. Además, la actitud de Galán no se desviaba un ápice de la de los otros capitanes. Mientras censuraba furiosamente la política de los ministros del rey, proclamaba siempre su lealtad a la corona de Carlos III. Hay dos capítulos principales en la trayectoria de Galán durante la crisis de 1781. Uno fue la campaña militar en el alto Magdalena en junio, precisamente antes y después de que concluyeran las capitulaciones en Zipaquirá. El otro fue, claro está, su frustrada marcha sobre Bogotá en septiembre y octubre. Estos acontecimientos serán examinados sucesivamente. El 25 de mayo Juan Francisco Berbeo lanzó su arrojada e imaginativa expedición contra Facatativá y Honda al mando de Galán, quien desempeñó brillantemente su misión (ver capítulo 11).14 Engañando a un destacamento realista enviado desde la capital, el 30 de mayo Galán cortó en Facatativá el correo que comunicaba a Bogotá y Cartagena.15 Entre el 30 de mayo y el 7 de junio su pequeña expedición atravesó los pueblos y caseríos del alto Magdalena para reclutar a esas comunidades al servicio de la “empresa”. Hay varios episodios en la campaña del alto Magdalena que merecen análisis cuidadoso. Uno es la correspondencia de Galán con el correo Manuel García Olano. El 30 de mayo José Antonio, desde Facatativá, le escribía a García Olano en Bogotá una carta donde manifestaba su lealtad a la religión y a la corona, y su ánimo de que, por mor del bien común, se rectificaran los desaciertos del regente visitador para evitarle mayores infortunios al reino.16
14 Para el texto de su nombramiento formal ver Briceño, Los Comuneros, págs. 38-39, y CA, 1-266-68. 15 CA, 1:283-85; Comisionados a Pey, 29 de mayo de 1781; Pey a los comisionados, 29 de mayo; comisionados a Pey, 30 de mayo; actas de la junta, 1º de junio; junta a Caballero y Góngora, 1º de junio; comisionados a Pey, 1º de junio; Pey a Flórez, 5 de junio; todos en AGI/ASF 663-A. 16 Galán a García Olano, 30 de mayo de 1781, ibíd. Ver también la investigación a García Olano. La carta implica claramente que la permanencia de Galán en el Socorro se prolongó hasta 1777, cuando García Olano era administrador del monopolio de tabaco.
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La carta indica que el plebeyo José Antonio Galán, al igual que los jefes patricios del Socorro, tenía cierta confianza en Manuel García Olano, si no como aliado activo, al menos como intermediario amistoso entre ellos y las autoridades de Bogotá. Además, la carta de Galán no es el aserto de un revolucionario extremista. En lenguaje más rústico, Galán expresaba los mismos sentimientos que los jefes patricios le participaban al virrey Flórez. Uno y otros ratificaban su lealtad a la corona, mientras denunciaban las medidas fiscales introducidas por el regente visitador general. Y Galán, el 30 de mayo, apoyaba la política de Berbeo de negociar “un convenio para el bien común” con las autoridades reales. La fecha de la carta es significativa. Los acontecimientos se precipitaban en Zipaquirá, donde el arzobispo Caballero y Góngora y Juan Francisco Berbeo comenzaban las negociaciones que al cabo de una semana culminarían en la firma de las capitulaciones. Para no ser acusado posteriormente de traición, García Olano tomó la precaución de entregar la carta de Galán a la junta de tribunales. Con permiso de la junta viajó a Facatativá, donde tuvo una entrevista, no con Galán sino con uno de sus colaboradores, Nicolás José de Vesga y Gómez. Se ignora lo tratado en esa reunión. Cuando Vesga solicitó otra entrevista, el oidor Catani rehusó darle el permiso a García Olano.17 Sólo pueden barruntarse los motivos de la negativa del oidor. Se sospechaba que García Olano tenía simpatías por los comuneros y no era, por tanto, digno de confianza. Una pequeña valija con el correo real había sido confiscada por las fuerzas de Galán, y las sospechas recayeron sobre García Olano, director entonces del servicio postal.18 Las negociaciones se acercaban rápidamente a su frenético clímax en Zipaquirá. No había mayor necesidad de negociar con Vesga, mero teniente de Berbeo. El otro episodio importante en la hábil campaña de Galán, que llevó el alto Magdalena desde Honda hasta Neiva, al campo de los socorranos, fue su advertencia al regente visitador general para que huyera de Honda antes de que
17 18
Investigación de García Olano. Ibíd.; actas de la junta, 29 y 30 de mayo, 1º de junio, AGI/ASF 633-A.
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lo capturaran sus tropas. En este caso, como en tantos otros, tenemos una deuda de gratitud con Pablo Cárdenas Acosta, quien publicó los documentos claves. José Antonio Galán y su triunfante y pequeño séquito penetraron en Guaduas al anochecer del 4 de junio. El 7 de junio el peninsular Manuel de Arejula redactó una nota presurosa con noticias alarmantes para algunos amigos en Honda.19 José Antonio Galán le había informado personalmente que el principal objetivo de su expedición era la captura del regente visitador general. Galán le pidió explícitamente a Manuel de Arejula que le aconsejara a Gutiérrez de Piñeres, escapar Magdalena abajo. Galán no sólo incitó a Arejula a enviar esa prevención, sino que se dirigió personalmente al regente visitador general. Galán eligió como intermediaria a doña Ignacia Roa, esposa de don Joaquín de la Bodega Llano, administrador del monopolio de aguardiente en Honda. José Antonio, evidentemente, se había encontrado con la pareja en Facatativá, donde los proveyó con un pasaporte que les permitía cruzar sus líneas hasta llegar a Honda. En su digna y rústica prosa Galán le escribía al regente visitador general: Usía muy señor mío: Suplico a usted que me haga el favor por nuestro Amo y Señor y por mi señora del Socorro, se retire aunque sea en una montaña debajo de la tierra, por evitar alguna ruina que pueda padecer esta villa y vuestra merced, si lo encuentran los comunes, y esto sin que lo sienta la tropa, porque a mí no me sobrevenga nada, por estar la gente tan sublevada en rigor, porque la orden expresa de nuestro general es de que debo entregar la cabeza de Usía. Y así, para que no se experimente esto, hago este expediente con el secreto posible, viendo que soy bautizado y redimido con la sangre de Cristo. Usía excogitará lo que mejor fuere de su agrado, si esperamos o retirarse. Dios le guarde muchos años.
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Para el texto de la carta ver CA, 2:80-81.
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Galán añadía una postdata: Perdonará Usía los vocablos y yerros por ser yo tan tosco en estos negocios de vocablos. Repito a vuestra merced una prevención: que Usía no se vaya para abajo, si sigue, pues tiene mucha gente en contra. Se ocultará como digo, y luego seguirá su destino, hablando, si usted quiere, conmigo a solas; y es cuanto puedo decirle. Adiós.20
Cárdenas Acosta insinúa que Galán aplazó intencionalmente su ataque contra Honda para darle tiempo de huir a Gutiérrez de Piñeres; revelación documental que ha resultado embarazosa para algunos de los más celosos defensores de Galán.21 Gómez Latorre, por ejemplo, niega de plano que las instrucciones de Berbeo fueran de capturar a Gutiérrez de Piñeres, pero tal interpretación contradice totalmente las propias palabras de Galán.22 Una explicación más plausible, aunque no convincente del todo, es la ofrecida por Luis Torres Almeyda. Galán ejercía el derecho de todo comandante de campo a interpretar con flexibilidad las órdenes de su comandante en jefe, con el que no podía comunicarse de manera inmediata. Previó que si sus hombres entraban a Honda y capturaban al regente visitador general, probablemente volverían pedazos al infortunado funcionario, perspectiva repugnante incluso para un guerrero tan duro y tan decidido como José Antonio. De ahí que la nueva estrategia de Galán fuera la de advertir al regente visitador general que no huyera Magdalena abajo hacia la seguridad de Cartagena, ya que por esa obvia ruta de escape “tiene mucha gente en contra”. Gutiérrez de Piñeres y Galán habrían de concertar una cita en secreto, en la que el magistrado se Ibíd., págs. 82-83. Hay una copia manuscrita en las actas de la junta. CA, 2:80-89. 22 Gómez Latorre, Enfoque social, pág. 247. Como Cárdenas Acosta no publicó hasta 1960 las cartas de Galán, obviamente los estudios anteriores a esa fecha no mencionan el incidente. Son los de Galán, Gutiérrez y Arciniegas. Para otra explicación superficial ver Francisco Posada Zárate, El movimiento revolucionario de los comuneros (Bogotá, 1971), pág. 98. Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 491-92, quien describe a Galán como precursor de la revolución social, desconoce el episodio. No han sobrevivido las instrucciones escritas de Berbeo a Galán. Posiblemente el comandante supremo tuvo el buen sentido de no poner nada por escrito, pero las palabras de Galán revelan el propósito de Berbeo. 20 21
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rendiría. Galán le evitaría la suerte de ser linchado por una turba colérica. Vivo, sería una buena carta en cualquier negociación entre los socorranos y las autoridades de Bogotá.23 Si, en gracia de discusión, aceptamos la explicación de Torres Almeyda, la conducta de Galán pudo haber sido humanitaria, pero también ingenua. Calculó mal en tres aspectos. El altivo y voluntarioso Gutiérrez de Piñeres habría escogido la fuga por el Magdalena, con todos sus riesgos, a rendirse voluntariamente a un hombre al que consideraba un rebelde sin atenuantes, y plebeyo encima de todo. Segundo, la guerra de nervios de Galán entrañaba no poco de bluff. Aunque hubiera allí algunos galanistas, el sector al norte de Honda no estaba firmemente bajo su control. Un barco español bien armado habría asegurado la salida de Gutiérrez de Piñeres por el Magdalena, incluso si el enemigo lo hostilizaba desde la orilla. Y además Galán no tomaba en cuenta el rápido cambio de la situación, del que ni él ni su adversario tenían noticia. En la propia noche del 7 de junio, cuando Galán le escribió a Gutiérrez de Piñeres, la junta de tribunales de Bogotá ratificaba las capitulaciones de Zipaquirá. Sin que Galán lo supiera, las órdenes de Berbeo de capturar al aborrecido magistrado se habían vuelto inoficiosas. Sólo podía contarse con cuarenta españoles para defender a Honda del esperado ataque de los socorranos. A las pocas horas de recibir la carta de Galán, el regente visitador general, a las tres de la mañana del 8 de junio, se escapó por el Magdalena en busca de la protección de la fortaleza de Cartagena. Antes de dirigirse al norte dio orden de que un cargamento de municiones que iba de Mompós a Honda, con Bogotá como destino final, se devolviera a Mompós, a fin de evitar que cayera en manos de los socorranos. Gutiérrez de Piñeres, que execraba a Galán por rebelde y por plebeyo, nunca mostró gratitud alguna por la oportuna advertencia del hombre de Charalá.24 Mas en la guerra y en la política la gratitud suele ser un lujo del que se puede prescindir.
Torres Almeyda, La rebelión de Galán. págs. 183-86. Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 6 de julio, 27 de agosto, 20 de octubre de 1781, AGI/ASF 662. Gutiérrez de Piñeres envió a las autoridades copia de las cartas de Galán pero no las menciona en su correspondencia. 23 24
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El análisis de Torres Almeyda es creíble pero no enteramente convincente. Galán se encontraba a día y medio de camino de Honda, y se detuvo. En lugar de bajar hacia Honda, permaneció en Guaduas desde el 4 hasta el 14 de junio, con lo cual le dejó tiempo de sobra a Gutiérrez de Piñeres para escapar. ¿Fue una pusilanimidad de José Antonio? ¿Temió tocar la persona de tan augusto magistrado, así fuera objeto de la intensa ira popular? Un juicio semejante resulta cruel y engañoso. Si se mira a Galán como un precursor de la revolución social, su conducta en este episodio resulta cobarde, si no traicionera. Mas si se coloca a José Antonio en el contexto de 1781, su comportamiento se vuelve tan comprensible como el de los capitanes del Socorro, quienes juraron en secreto lealtad a Carlos III poco antes de asumir el mando de la revolución. Ni Galán ni Berbeo traicionaron la causa que dirigían con tanta competencia. Pero tampoco ninguno de los dos propugnaba la independencia política o la revolución social. Sus finalidades eran mucho más modestas: derogar las innovaciones fiscales y administrativas identificadas con Gutiérrez de Piñeres. Estos objetivos limitados determinaban las tácticas, esencialmente moderadas, utilizadas por todos los comandantes en 1781. Había que evitar todo extremismo. El saqueo, fundamentalmente, se limitó a los monopolios reales. Había que impedir el derramamiento de sangre. Su objetivo no era humillar a los magistrados reales, sino negociar con ellos. La reticencia de Galán en capturar al regente visitador general es comparable a la tan criticada negativa de Berbeo de apoderarse de Bogotá. Pero esa decisión le fue impuesta al generalísimo por la defección de Tunja, por la adhesión a las autoridades de las élites criollas en Bogotá, y por el deseo de la junta de llegar a un acuerdo. La decisión de Galán no fue forzada por factores externos, como le aconteció a Berbeo. Pero Galán, igual que Berbeo, evitaba cuidadosamente tácticas extremistas que pudieran poner en peligro la consecución de su objetivo, esencialmente moderado: retroceder las manecillas del reloj a 1778. El tercer episodio en la campaña de Galán en el Magdalena, que merece también atención cuidadosa, se refiere a su actitud con los esclavos negros. A diferencia de los capitanes patricios, Galán, de origen plebeyo, no 269
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vacilaba en acudir a las clases bajas en procura de apoyo. El 18 de junio Galán se presentó con cincuenta de sus seguidores a la mina de oro de Malpaso y a la vecina hacienda ganadera de La Niña. El dueño de ambas, el peninsular Vicente Estanislao Diago, tuvo la buena suerte de hallarse ausente. Galán no vacilaba en apelar al sentimiento contra los chapetones. No sólo encarceló a los mayordomos de las dos propiedades sino que también confiscó una colección de joyas, que posteriormente devolvió a su dueño. José Antonio se ganó el apoyo de los esclavos negros al declararlos libres.25 No hay prueba alguna de que Galán considerara la institución de la esclavitud como moralmente dañina o económicamente explotadora. A despecho de sus admiradores modernos, que erróneamente lo han convertido en un precursor del Che Guevara, Galán no era un ideólogo. Ese incidente concreto –mera cuestión de táctica– no implicaba que quisiera abolir la esclavitud como institución. Se ha opinado que la conciencia moral de Galán acerca de lo inhumano de la esclavitud deriva de su breve permanencia en Cartagena, en apoyo de lo cual, sin embargo, no se cita prueba alguna.26 La demostración más terminante de que la decisión de Galán fue táctica y no ideológica es que sólo una vez recurrió a esa maniobra, pese al hecho de que la esclavitud constituía una de las principales fuentes de trabajo en la provincia de Mariquita.27 El descontento de los esclavos era sólo un ingrediente secundario en la fórmula de José Antonio Galán para apoderarse de esa fértil y estratégica provincia. La expresión más significativa del descontento de los esclavos se presentó en la provincia de Antioquia, donde los negros eran más numerosos todavía que en Mariquita. La conclusión de las capitulaciones de Zipaquirá el 7 de junio no tranquilizó de inmediato al valle del alto Magdalena, ya que la revolución había adquirido su propio ímpetu. Tras la huida del regente visitador general, Honda abrazó la causa de los comuneros, aunque Galán nunca llegó personalmente CA, 2:88-89. Arciniegas, Los Comuneros, págs. 132-33; Torres Almeyda, La rebelión de Galán, págs. 64-69. 27 Para la población de Mariquita ver Silvestre, Santa Fe de Bogotá, págs. 59-60; para Antioquia, ibíd. pág. 57. 25 26
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hasta ese puerto.28 El 14 de junio Galán cruzó el Magdalena y marchó de Guaduas a Mariquita. Posteriormente se dirigió al fértil valle tabacalero de Ambalema, donde instaló sus cuarteles.29 El 18 de junio se presentó en la mina de Malpaso. El 19 de junio ocurrió en Neiva un motín en el que perdió la vida el gobernador, don Policarpo Fernández.30 Al occidente, en Antioquia, hubo tumultos, acaso parcialmente estimulados por el ejemplo de Galán, pero no con su instigación ni bajo su mando. La junta de tribunales estaba sumamente alarmada con las hazañas, tanto reales como imaginarias, del jefe de Charalá, al que rutinariamente llamaban “el infame Galán”. Después de Zipaquirá Berbeo fue a Bogotá, donde las autoridades lo persuadieron a que ordenara la cesación de hostilidades en el alto Magdalena. La expedición del coronel Bernet, con quinientos soldados, iba en camino de Mompós a Honda. Por tanto, Berbeo designó una comisión influyente para que se dirigiera a occidente y ordenara a Galán deponer las armas y adherir a las capitulaciones. Encabezaba la comisión Pedro Antonio Nieto, uno de los tenientes de confianza de Berbeo y capitán general de la misma parroquia de Galán, Charalá, y a quien este presumiblemente respetaba. Nieto no pudo hallar a Galán para entregarle la carta, aunque aparentemente Galán sabía de su contenido.31 Muy acertadamente sospechó que el verdadero propósito de la misión de Nieto era su detención. Levantó el campo, se escondió, y se negó a adherir a las capitulaciones.32 Unos días antes de que Berbeo enviara a Nieto, otro capitán general, Marcelo de Ardila, llegó desde Bogotá; el 19 de junio proclamó en Honda la vigencia de las capitulaciones. En nombre de Berbeo procedió a nombrar tres ciudadanos prominentes para el cargo de capitán general. Públicamente Ardila advirtió a las autoridades que impidieran la entrada de Galán a la ciudad. Calificó CA, 2:98. Ibíd., págs. 87-88; Tello de Meneses a Flórez, 7 de julio de 1781, AHN, Los Comuneros. 6:128-129. 30 CA, 2:95-96. 31 Para el texto de la carta de Nieto a Angulo y Olarte, 21 de octubre de 1781, ver ibíd., pág. 106. 32 Ibíd., pág. 105. 28 29
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su conducta anterior de “imprudencia estúpida”.33 Bajo la intensa presión de Bogotá, Berbeo repudió así al más exitoso de sus comandantes de campo. Los partidarios del gobierno, que habían salido de Honda tras la huida de Gutiérrez de Piñeres, regresaron el 16 de junio. En la noche del 23 de junio hubo un motín sangriento; se perdieron varias vidas. Sin embargo, las fuerzas leales quedaron triunfadoras. El tumulto tuvo cierto acento de lucha de ricos contra pobres, de chapetones contra plebeyos. Los plebeyos amotinados le hicieron llamamientos desesperados a Galán, pero este deliberadamente se negó a intervenir.34 Tal vez por prudencia; ciertamente no fue heroica su negativa a ayudar a sus seguidores. Probablemente su reticencia se debía a dos factores. Sabía que el coronel Bernet, con su poderosa expedición, se acercaba a Honda. Y siempre mostró una lúcida reticencia a participar en baños de sangre como el de la noche del 23 de junio. Las deslumbrantes victorias de Galán a fines de mayo y comienzos de junio de nada sirvieron. Una intensa campaña de relaciones públicas emprendida por los capitanes que había enviado Berbeo contribuyó mucho a sosegar los ánimos, al proclamar la vigencia de las capitulaciones de Zipaquirá. La conciliación obtuvo el respaldo de la fuerza militar, cuando la expedición del coronel Bernet llegó a Honda el 25 de julio, en camino hacia Bogotá. Poco después el virrey Flórez despachó desde Cartagena un contingente pequeño pero bien armado para custodiar el estratégico puerto fluvial.35 Galán se devolvió a su Charalá natal a través de Llano Grande, El Espinal, La Mesa de Juan Díaz, Facatativá, Zipaquirá, Ubaté, Chiquinquirá y Santa Rosa de Cerinza, con treinta de sus seguidores bien armados. Entre ellos había tenientes de toda su confianza, como sus hermanos Hilario y Juan Nepomuceno, Isidro Molina, Manuel Ortiz y Lorenzo Alcantuz, todos los cuales habían compartido sus breves días de gloria y habrían de compartir su último destino.36
Ibíd., págs. 93-101; Tello de Meneses a la audiencia, 19 de junio de 1781. AHN, Los Comuneros, 3:39-40; Juan Blas de Aranzazu a la audiencia, 21 de junio de 1781, ibíd., 3:134-38. 34 Ibíd. 35 Para la ruta de la expedición de Bernet y la fuerza enviada por Flórez ver CA. 2: 112-14. 36 Ibíd., pág. 114. 33
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Ya el 14 de julio una audiencia impaciente y vindicativa comisionó a Juan Antonio Fernández Recamán para que capturara a Galán y a sus compañeros, por haber “perpetrado varios insultos, robos y atrocidades por diversos parajes de las jurisdicciones de Tocaima, Neiva e Ibagué”.37 El 20 de julio, en El Espinal, Galán se salvó de una celada que le había preparado Fernández Recamán.38 El viaje de Galán a Mogotes no careció de incidentes pintorescos. El 3 de agosto, en Zipaquirá, insultó osadamente al corregidor, quien no se atrevió a arrestarlo ante la presencia de su escolta armada. Posteriormente la audiencia le censuró duramente su inacción. En Chiquinquirá llegó a capturar al teniente gobernador de Mariquita y Tocaima, a quien al parecer había conocido durante la campaña. El desdichado funcionario, Juan Félix Ramírez de Arellano, se encontraba en Chiquinquirá en una peregrinación al célebre santuario de la Virgen María. Un fraile dominico criticó amablemente a Galán por capturar a “un pobre chapetón” que estaba efectuando una peregrinación piadosa. Galán le contestó sonriente: “Usted no sabe qué pieza es Arellano”. Finalmente le entregó su prisionero al fraile, no sin antes haberlo amenazado con cincuenta latigazos o, por lo menos, con veinticinco. El hombre de Charalá no carecía de un sentido circense del humor y de una sana irreverencia frente a los funcionarios pomposos. Poseía la materia prima de donde surgen los héroes populares. Galán no tenía inconveniente en insultar a burócratas subalternos, pero en general se mostraba respetuoso con los magistrados de alto rango. Si bien un mero corregidor o un teniente gobernador eran blanco apropiado para sus bufonadas, vaciló en tocar la persona de un Gutiérrez de Piñeres, el magistrado más importante después del virrey. El gastado término de carismático no debe aplicársele a Galán ni, en verdad, a ningún personaje de 1781. Galán no representaba una verdad revelada, ni era la encarnación de un propósito moral. En 1781 nadie se ajusta a la definición de carisma de Max Weber, como “devoción a la santidad, al heroísmo y al carácter ejemplar, específicos y extraordinarios, de un individuo,
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Para el edicto de la audiencia, 14 de julio de 1781, ver ibíd., pág. 115. Para este y los posteriores episodios del regreso de Galán, ver ibíd., pág. 115.
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y a los modelos normativos o al orden revelados u ordenados por él”.39 Aunque no fuera carismático, Galán era ciertamente un conductor de hombres vigoroso y dinámico, capaz de inspirar lealtad personal. José Antonio no era un ideólogo doctrinario sino un táctico pragmático que encaraba las situaciones conforme las iba encontrando. Liberó los esclavos en la mina de Malpaso no porque se opusiera a la esclavitud sino porque quería conseguir el apoyo de ese grupo determinado de negros. De linaje plebeyo, no vacilaba en apelar a sus hermanos plebeyos. A menudo nombraba capitanes a hombres del pueblo en las localidades que adherían a su causa. Un proceder que muestra un contraste agudo con el del supremo consejo de guerra en el Socorro, que generalmente, aunque no siempre, designaba a criollos acomodados y prestigiosos. Hay que recordar, no obstante, que esos criollos invariablemente disfrutaban del respeto y del apoyo del pueblo. Eran elegidos por toda la población, y los nombramientos eran confirmados por el consejo en el Socorro. Tampoco tenía escrúpulos Galán en apelar a los sentimientos antichapetones de sus seguidores plebeyos. En algunas ocasiones las propiedades de comerciantes españoles ricos fueron el blanco de los seguidores de Galán. Pero sólo hubo un puñado de esos incidentes. Los focos principales de la cólera popular eran las oficinas de los monopolios reales. Como sus colegas patricios en Santander, Galán solía devolver todas las propiedades saqueadas por sus seguidores. Ningún ejemplo tan nítido de su concepción pragmática de la táctica como la volte face después de las capitulaciones de Zipaquirá. Antes, Galán era partidario firme de un acuerdo negociado. En el alto Magdalena se negó formalmente a adherir a las capitulaciones debido a que sus enemigos estaban utilizando muy eficazmente el arreglo para socavar su autoridad. Pero al regresar a su tierra natal se volvió paladín de las capitulaciones. En septiembre había indicios suficientes de que Bogotá se disponía a repudiar el arreglo. Galán, por lo
Citado en Peter H. Smith, “Political Legitimacy in Spanish America”. Richard Graham y Peter H. Smith eds., New Approaches to Latin American History (Austin, 1974) pág. 234; Max Weber, The Theory of Social and Economic Organization. Talcott Parsons ed. (Nueva York, 1964), págs. 324-423. Para los aspectos carismáticos en el sistema colonial hispanoamericano ver mi Kingdom of Quito, págs. 320-323. 39
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tanto, trató de movilizar el consiguiente descontento popular para organizar una nueva marcha sobre la capital a fin de imponer la aplicación del convenio. José Antonio elegía su táctica de acuerdo con la situación concreta que afrontara. La sola debilidad de la brillante campaña de Galán en el alto Magdalena fue no haber forjado una alianza entre los patricios y los plebeyos criollos, dentro de las pautas que habían resultado exitosas en Santander. Galán no era un demagogo que jugara a ricos contra pobres. Cuando volvió a su tierra trató de conseguir el apoyo de los nobles para la segunda marcha sobre Bogotá. Instintivamente se daba cuenta de que la fórmula del éxito era una coalición amplia de patricios criollos y de plebeyos mestizos y mulatos. Hoy sus admiradores de la izquierda claman que su ideal era “la unión de los oprimidos contra los opresores”. Naturalmente, Galán nunca dijo una frase así.40 Aceptaba el apoyo que le dieran, y buena parte del que obtuvo se lo dieron los plebeyos. Sus enemigos, en particular la audiencia, que lo sentenció a una muerte cruel, lo fustigaban por apelar a la muchedumbre y por nombrar plebeyos en cargos importantes.41 Pero esas acusaciones no pueden tomarse al pie de la letra. La audiencia estaba rencorosamente dispuesta a crear la imagen de Galán como revolucionario social, para así intimidar a los criollos y lograr que renovaran su lealtad al statu quo. Dentro del contexto de 1781 Galán no era un extremista sino un hombre cuyos valores y cuyos objetivos estaban arraigados en la sociedad tradicionalista donde vivía. Sin repudiar jamás su lealtad a la corona, Galán no tenía ninguna idea consciente, ni siquiera en embrión, sobre la conveniencia de darle un orden nuevo a la sociedad. Con todos los demás capitanes compartía el simple objetivo de regresar al pasado mediante el repudio a las innovaciones fiscales de Gutiérrez de Piñeres. Cómo y por qué surgió el mito de Galán como revolucionario social es el tema que requiere ahora nuestra atención.
Constancio Franco Vargas, Galán el comunero, pág. 59, fue quizás la primera persona en mencionar la frase “Unión de los oprimidos contra los opresores”. Se la atribuye a Galán, pero no suministra pruebas. Torres Almeyda, La rebelión de Galán. págs. 330-37, no pretende que Galán la hubiera dicho, pero dice que expresa eficazmente sus objetivos. 41 CA, 2:175-76. 40
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16. La segunda empresa contra Santa Fe
El trágico destino de José Antonio Galán se decidió en septiembre, en el curso de acontecimientos precipitados y en ocasiones confusos. Sin embargo, dos ocurrencias previas influyeron decisivamente en el desenlace durante ese mes. El 25 de junio el arzobispo Caballero y Góngora salió de Bogotá en visita pastoral al Socorro, para emprender lo que se complacía en llamar “tarea de reconciliación”.1 El 6 de agosto llegó a Bogotá el coronel José Bernet con su expedición de quinientos soldados. La posición negociadora de Bogotá se consolidó enormemente, ya que las autoridades disponían ahora de una fuerza militar. Cuatro misioneros capuchinos acompañaban al arzobispo en su visita al Socorro y a los pueblos y aldeas aledaños. Caballero y Góngora no salió de la región del Socorro hasta el 28 de diciembre. El arzobispo y sus colegas adelantaron una verdadera misión para salvar a la región de su “infidelidad”. Instrumento importante dentro de esta campaña masiva, muchas de cuyas tácticas específicas se analizarán con más detalle en el capítulo siguiente, era una serie de sermones dirigidos tanto a los plebeyos como a los nobles. La meta del arzobispo era romper la alianza entre los dos grupos, al asegurarles a los nobles que el gobierno tendría en cuenta sus reclamos legítimos, y al predicarles a los plebeyos, con amenazas de fuego del infierno y condenación perpetua, sobre el pecado de rebelión contra la autoridad constituida. A las pocas semanas la campaña del arzobispo había logrado sólidos progresos entre patricios y plebeyos. Si Galán, en septiembre, podía contar todavía con algunos adherentes de influencia en ambas capas sociales, la antigua militancia del Socorro estaba ya grandemente erosionada. El 1º de septiembre, Caballero y Góngora le ordenó al recién nombrado corregidor de la nueva provincia del Socorro, establecida como resultado de las capitulaciones, que viajara del Socorro a Pamplona, con el pretexto de que allí había motivos de zozobra que requerían la presencia de un funcionario 1
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Caballero y Góngora a Gálvez en CA. 2:61.
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prestigioso. Pero la verdadera razón era que Caballero y Góngora sospechaba que la presencia permanente de Berbeo en el Socorro pudiera ejercer influencia perturbadora en la campaña de pacificación.2 Berbeo no estaba en el Socorro cuando Galán fue capturado. El instrumento elegido por el arzobispo para recuperar la lealtad de las élites locales fue el vecino más rico del Socorro, Salvador Plata. Desde el comienzo hasta el fin, éste se había opuesto a la insurrección. Como no se le había permitido ir a Zipaquirá a participar en las negociaciones, Plata aceptó con entusiasmo la comisión informal del arzobispo de congregar a las élites para que respaldaran al gobierno. Temerosos de castigo, a los capitanes generales no les quedaba más alternativa sino la de cooperar con él. Sin embargo, en septiembre toda una sucesión de acontecimientos pareció poner a tambalear la lealtad, obviamente precaria, de los patricios al gobierno, y suscitó de nuevo la inquietud entre los plebeyos. En la noche del 1º de septiembre se amotinaron los indios de Nemocón. El tumulto fue reprimido: murieron varios indios y otros fueron enviados a Bogotá para juzgarlos a toda prisa.3 La audiencia procedió a arrestar, con el cargo de traición, al jefe nominal pero inofensivo de la comunidad indígena, don Ambrosio Pisco, antes cacique de Bogotá y señor de Chía.4 El arresto de Pisco puso en cuestión el principio de amnistía consagrado en las capitulaciones. Pocos días después, el 7 de septiembre, el cabildo del Socorro recibió despachos del virrey en Cartagena, en los que se anulaban las capitulaciones.5 A esta noticia siguió prontamente el 12 de septiembre un mandato de la audiencia que repudiaba otro punto clave del acuerdo logrado en Zipaquirá. Se les ordenaba sumariamente a los capitanes generales del Socorro y de todas partes que prescindieran de sus títulos militares.6 La milicia, prevista como una especie de garantía militar para respaldar las capitulaciones, fue suprimida por orden de Bogotá. Ibíd., 2:145. Ibid., 2:136-38; Bernet a Flórez, 18 de septiembre de 1781, Lilly Library. Universidad de Indiana. 4 CA, 2:136-38. 5 Caballero y Góngora a Flórez, 14 de septiembre de 1781, AGI/ASF 577-B. Flórez cometió esa torpeza táctica que rectificó Caballero y Góngora, presionado por Gutiérrez de Piñeres. Ver Gutiérrez de Piñeres a Flórez, 6 de julio de 1781, AGI/ ASF 662. 6 Salvador Plata a Flórez, 31 de diciembre de 1781, AGI/ASF 577-B. 2 3
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Si la audiencia en Bogotá adoptaba una línea dura, en el Socorro el recursivo arzobispo seguía una línea blanda. El 14 de septiembre Caballero y Góngora autorizó a los cabildos de San Gil y el Socorro para no dar a conocer el edicto del virrey por el cual se anulaban las capitulaciones.7 Este acto volvió a confirmarles a los patricios que el prelado era capaz de actuar eficazmente como su intercesor ante los poderes establecidos. José Antonio Galán llegó el 2 de septiembre a Mogotes. La parroquia, perteneciente a la jurisdicción de la villa de San Gil, está unas siete leguas al sudeste de San Gil, a unas dos horas a caballo. Exentos todavía de la influencia directa de la persuasión arzobispal, por entonces limitada al Socorro y San Gil, los plebeyos de Mogotes estaban inquietos y agitados. Le rogaron a Galán que encabezara una segunda expedición contra Bogotá para garantizar el cumplimiento de lo acordado en Zipaquirá. En ese momento, Galán tenía dos opciones. Podía esconderse en los llanos, con la esperanza de que al pasar el tiempo recibiera un perdón. Incluso sin un acto de gracia por parte de las autoridades podía, al menos, confiar en la conservación de su libertad personal. Tal era su intención, como lo proclamó al llegar a Mogotes. La otra posibilidad consistía, por supuesto, en encabezar otra “empresa” contra la capital. Naturalmente que aceptó con ardor la invitación del pueblo de Mogotes para hacer precisamente eso.8 Permaneció unos cuarenta días en esa parroquia, con la esperanza de conseguir el apoyo de las villas del Socorro y San Gil. No deja de ser irónico que la convocatoria de Galán para una nueva marcha a la capital obligara a las autoridades reales a aceptar las capitulaciones de Zipaquirá, frente a las cuales Galán había mantenido siempre una actitud ambigua y, al parecer, dictada en cada ocasión por la actitud de sus enemigos. Cuando el establecimiento político de Bogotá se oponía al acuerdo, Galán lo apoyaba. Por mucho que fuera el entusiasmo con que los plebeyos de Mogotes se congregaron en torno suyo, Galán se daba cuenta de que su única probabilidad de éxito era volver a integrar la gran coalición de patricios y plebeyos de las
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Caballero y Góngora a Flórez, 14 de septiembre de 1781, ibíd. Confesión de Galán, 18 de octubre de 1781, en Briceño, Los Comuneros, págs. 168-169.
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villas del Socorro y San Gil, base de la primera marcha sobre Bogotá. Por consiguiente Galán formuló un fervoroso llamado a sus antiguos compañeros de armas para que se le unieran. Entre aquellos a quienes acudió figuran Isidro Molina, Ignacio Ardila, Miguel Francisco Monsalve, Blas Antonio Torres y Juan Manuel Ortiz. Galán exhortaba así a sus presuntos aliados: Esto supuesto, señores, ¿qué es lo que hacemos? ¿A qué esperamos? ¿A que Santa Fe se baste de todos surtimientos y que lleguen las tropas de abajo, que están al salir, y vengan y nos aniquilen sin reserva, ni aun de los inocentes, como lo tienen prometido? Alentémonos, pues, y veamos si a costa de nuestras vidas atajamos este pernicioso cáncer, que amenaza nuestra ruina en honra y haciendas, y cuando no las vidas el infame borrón y sucesivo reata de una prolongada esclavitud. “¡Viva Dios! ¡Viva nuestra santa fe! y ¡Viva nuestro señor soberano y muera su mal gobierno!”.9
Galán les pedía a sus colegas instrucciones específicas. La respuesta del Socorro le suministró una prueba inquietante de la eficacia de la purificación del arzobispo en sólo unas pocas semanas. Éste, le escribían a Galán sus corresponsales, había logrado una “tregua” de un mes y dado su palabra de que ya había intervenido personalmente con la audiencia en Bogotá para que se cumplieran estrictamente las capitulaciones. Si no atendían sus advertencias, el arzobispo iría a la capital con los socorranos, para juzgar y castigar a los oidores.10 No sólo los nobles se hallaban hipnotizados por Caballero y Góngora sino que la voluntad de resistencia de los plebeyos de la plaza de Chiquinquirá, de la plazuela, había sucumbido a los argumentos de los frailes capuchinos de que la resistencia a los mandatos de los ministros del rey equivalía a un pecado. Los parroquianos de Chiquinquirá emitieron un manifiesto con numerosas firmas,
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Cárdenas Acosta, Los Comuneros, págs. 293-294. Briceño, Los Comuneros, págs. 156-57.
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incluidas las de siete miembros del influyente clan Ardila. En él se proclamaban “vasallos fieles del rey Carlos III y súbditos de sus ministros”.11 Otro llamamiento del recién elegido capitán de Mogotes, Miguel Rafael Sandoval, a las parroquias vecinas recalcaba cuestiones de interés para la vida cotidiana de los pobres. Sandoval acentuaba la misma nota que antes habían subrayado Berbeo y sus socios: alivio de los nuevos impuestos y de los monopolios reales.12 Los secretarios de Galán despacharon muchos otros llamamientos. Siempre con sus tácticas pragmáticas, estaba dispuesto a acudir a los pobres, aunque sin olvidar nunca la necesidad de que ricos y poderosos se alistaran en su causa. Pero primero tenía que encender de nuevo la cólera iracunda de los pobres. Luego los nobles se unirían a la causa. Así había sucedido en la primera marcha sobre Bogotá: los patricios no habían tomado puestos de comando sino después que la muchedumbre se había amotinado varias semanas. Al dirigirse a los capitanes de Sogamoso, el hombre de Charalá utilizaba un lenguaje destinado a inflamar a los plebeyos: La capital de Santa Fe, no todos sus moradores, sino aquellos que hambre sedienta tienen de chupar la sangre de tantos pobres, llegan al extremo de no contentarse con menos que con nuestras vidas, honra y hacienda [...] ya se nos hace vergonzoso empeño de volver por segunda vez a ver si derribamos su altiva soberbia y mal considerada proximidad.13
En realidad, la causa de Galán estaba condenada; pero antes del final recibió cierto apoyo de unos cuantos individuos prestantes del Socorro. Antonio Molina, miembro del supremo consejo de guerra y cuyo hijo Isidro había sido uno de los tenientes de confianza de Galán en la campaña del Magdalena, le
Archivo parroquial, Socorro, IX-A, 163-64. La copia me la suministró Ramiro Gómez Rodríguez. 12 CA, 2:151. 13 Torres Almeyda, La rebelión de Galán, págs. 334-35. Entusiasta defensor de Galán, arguye que el hombre de Charalá buscaba tanto el apoyo de las élites como el de los demás, ibíd., págs. 103-04. 11
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prometió ayuda. Igual hizo otro teniente de Galán, Lorenzo Alcantuz, pequeño cultivador de tabaco de San Gil, quien entonces vivía en el Socorro. También adhirió a la causa otro teniente, Manuel Ortiz, portero del cabildo del Socorro.14 Los Molinas, padre e hijo, eran parientes de Mateo Ardila, el influyente escribano del Socorro, pero el clan Ardila, vinculado con las altas y las bajas clases de la villa, no le brindó a Galán apoyo firme y sostenido.15 Hubo una imprevista oferta de ayuda. Juan Dionisio Plata y dos jóvenes hijos suyos, acompañados por Manuel Ortiz, se presentaron en Mogotes, donde le formularon a Galán una propuesta sorprendente. Plata lo exhortaba a que se dirigiera al Socorro y apresara a Salvador Plata, el más intransigente de los adversarios de Galán. Juan Dionisio y Salvador Plata eran primos hermanos, pero al numeroso clan se le conocía tanto por sus amargas rencillas familiares como por su fortuna. Galán rechazó rotundamente la propuesta.16 Otro plan igualmente atrevido era el propuesto por Isidro Molina y Basilio Plata, hijo de Juan Dionisio. Proponían que las parroquias de Pinchote, Culotas, Confines, Chima y Simacota movilizaran un ejército para invadir a San Gil y aprisionar al capitán general Ignacio Tejada, a quien Molina y Plata llamaban enemigo de la causa. Debe recordarse que, en Zipaquirá, San Gil se había unido a Tunja para oponerse a las intenciones de los socorranos de invadir la capital. Galán hubiera podido lograr algún respaldo en el Socorro, pero muy poco en el aristocrático San Gil. En su confesión, escrita en tercera persona, Galán atestiguaba: “Porque el confesante les dijo [a Molina y a Plata] que él no iría a la villa [San Gil], pues esta no le acometía ni tenía allí enemigos, y que los que le tiraban y eran enemigos estaban en Santa Fe”. Molina y Plata acusaron de flojo a Galán. Galán persistió en su determinación y escribió cartas a sus seguidores en las que les prohibía atacar
Molina a Galán, 14 de septiembre de 1781, en Briceño, Los Comuneros, pág. 154; confesión de Isidro Molina, 20 de octubre de 1781, AHN, Los Comuneros, 5:271-279; confesión de Manuel Ortiz, 14 de noviembre de 1781, ibíd., págs. 280-286; CA, 2:150. 15 Salvador Plata, quien detestaba al clan de los Ardila, trató de involucrarlos con Galán. Declaración de Plata, sin fecha, Lilly Library, Universidad de Indiana, #193-207. Varios miembros del clan Ardila firmaron la declaración contra Galán (ver nota 11). 16 Confesión de Galán, Briceño, Los Comuneros, pág. 169. 14
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a San Gil. En su confesión atestiguaba que había escrito a los capitanes de esas parroquias recordándoles que “no era tiempo de vengar pasiones, sino de mirarse como hermanos”.17 Galán intentó mitigar las querellas internas de sus partidarios. En vano trató de unirlos contra el enemigo común en la capital. Con amigos como Isidro Molina y los Platas, José Antonio no necesitaba enemigos; pero para su desdicha sus enemigos eran legión y estaban prestos a asestarle el golpe. Dos días antes de la llegada de Galán a Mogotes para establecer allí sus cuarteles, la audiencia de Bogotá despachó órdenes perentorias al cabildo del Socorro para la captura de Galán y su inmediato envío a la capital. Pero apenas el 18 de septiembre los alcaldes del Socorro autorizaron formalmente una expedición.18 Es posible que la demora hubiera sido manipulada deliberadamente por Caballero y Góngora, a fin de ganar el tiempo necesario para consolidar su campaña de pacificación. El 12 de septiembre culminó el acuerdo para una tregua de treinta días; el 14, en otro gesto para pacificar a su inquieta grey en el Socorro, autorizó a los cabildos del Socorro y San Gil para que no publicaran la anulación de las capitulaciones. El 6 de octubre los alcaldes aceptaron la oferta de Salvador Plata para dirigir la expedición.19 El Creso del Socorro ardía de entusiasmo por demostrar su lealtad a la corona, y se consumía en un desprecio feroz hacia los plebeyos, obviamente personificados en Galán. En la mañana del 9 de octubre Salvador Plata salió de la plaza mayor del Socorro con un contingente de unos cien reclutas bien armados. Lo acompañaban varios jefes de la primera marcha contra Bogotá, entre ellos los capitanes Juan Bernardo Plata de Acevedo, Francisco Rosillo y Pedro Alejandro de la Prada. Aunque su inquina personal contra Galán fuera menos vehemente, era obvio que querían demostrar su lealtad a la corona para que se les perdonara el reciente pasado. Desalentados al no conseguir apoyo, Galán y apenas veinte de sus seguidores salieron de Mogotes el 1º de octubre. Galán no llevaba la bandera roja de los comuneros sino el estandarte del rey de España, al que siempre le Ibíd., pág. 170. CA, 2:153. 19 Ibíd. 17 18
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había prometido lealtad. En la noche del 13 de octubre Galán y su menguado séquito pernoctaron en un humilde rancho de la provincia de Onzaga. A las diez los hombres de Salvador Plata capturaron a Galán y a once de sus seguidores. Algunos huyeron, otros quedaron heridos, pero Galán se entregó sin presentar resistencia.20 Hay una interrelación interesante entre el papel del arzobispo Caballero y Góngora, entonces en el Socorro, y el de la audiencia, en Bogotá. Fue la audiencia la que ordenó la detención y el juicio de Ambrosio Pisco y de José Antonio. Profundamente humillados por haber tenido que aprobar las capitulaciones de Zipaquirá, se sentían ansiosos de justificarse ante las autoridades reales en Madrid. Las exhortaciones pastorales del arzobispo en el Socorro y la presencia en Bogotá de los quinientos soldados del coronel Bernet impulsaron a los oidores a adelantar una política de represión ejemplarizante. Había que volver a Galán un símbolo de la rebelión, a fin de sembrar el temor entre sus posibles imitadores. El arzobispo compartía esa convicción, pero estaba determinado a emplear su propia táctica. Sus apaciguantes palabras de reconciliación no se oponían a la actitud de la audiencia, sino que más bien la complementaban. El prelado, como de costumbre, jugaba a dos cartas. El mismo día en que Salvador Plata salió del Socorro con su contingente para capturar a Galán, el arzobispo le escribía a Bernet en Bogotá y le manifestaba su aprobación de la medida, aunque dejaba en claro que el asunto recaía bajo la exclusiva jurisdicción de la autoridad civil. Añadía: De tal resolución no me ha tomado parecer, haciéndose cargo de lo delicado de mi santo ministerio, y si en efecto lo logran, como piensan y hacen, creo no faltará quien les dé las gracias por haber quitado de los pueblos un hombre que los conmovía y que ya pensaba, como piensa, en formar partido para dirigirse a la capital...21 Ibíd.; Declaración de Plata, 1º de diciembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 6:97-131, y 13 de marzo de 1783, ibíd., 18:354-405; declaración de Plata, Lilly Library. Las tres contienen extensos informes sobre la expedición. 21 Traducido por Arciniegas, Los Comuneros, pág. 235. Arciniegas zahiere a Caballero por practicar “a su manera la fórmula cristiana de que ignore su izquierda lo que haga su derecha”. Para una defensa algo ingenua de Caballero y Góngora ver Gutiérrez, Galán, págs. 280-81. También ver Caballero y Góngora a Gálvez, 9 de febrero de 1782, AGI/ASF 594. 20
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Dos días después de la captura de Galán, el alcalde Angulo y Olarte encarceló a varios de sus partidarios más influyentes. Figuraban entre estos Juan Lorenzo Alcantuz, Manuel Ortiz y Blas Antonio Torres. Galán y los suyos fueron encadenados, bajo severa vigilancia, el 16 de octubre, en la cárcel del Socorro. Tras haber sido interrogados bajo juramento, hicieron sus respectivas confesiones al alcalde Angulo. Luego José Antonio Galán y veintitrés de sus compañeros fueron escoltados a la capital del Nuevo Reino para ser juzgados ante la audiencia. Llegaron a su destino el 6 de noviembre. Al parecer, todos los protagonistas estaban ansiosos de evadirse lo antes posible de sus responsabilidades: nerviosa e impaciente, el 20 de octubre la audiencia ordenó que el juicio y la ejecución se llevaran a cabo en el Socorro, pero tan ansiosas estaban así mismo las autoridades socorranas de salir de Galán que cuando llegaron estas órdenes ya Galán y sus infortunados compañeros estaban a cuatro días del Socorro, camino a Bogotá.22 El juicio comenzó a principios de noviembre, pero hasta el 30 de enero de 1782 la audiencia no emitió su veredicto. Si bien han desaparecido muchos de los documentos claves del proceso, los que sobreviven parecen indicar que los oidores observaron todas las formas externas de la engorrosa maquinaria legal española. Galán tuvo ciertamente su defensor, presumiblemente un abogado de oficio o “procurador de pobres”. En 1781 estos eran Joaquín Zapata y Porras y Luis Marín Pastor, quienes defendieron brillantemente a muchos otros plebeyos acusados de crímenes durante la revolución. Es lástima que no se hayan conservado los alegatos en el caso de Galán.23 No cabe duda de que era posible presentar una defensa efectiva de Galán, basada principalmente en el plausible argumento de que todas sus acciones en la campaña del alto Magdalena fueron ejecutadas por orden del comandante supremo Juan Francisco Berbeo, quien por consiguiente CA, 2: 155-60. Ver AHN, Los Comuneros, 4:269-270, 287-88; 5:295-299; 10:77-282, 154-61, para algunos ejemplos. Para la brillante defensa por Zapata y Porras del hermano de José Antonio, Juan Nepomuceno, ver ibíd., 4:388-406. Los documentos claves que hacen falta en el juicio de José Antonio son: 1) los cargos y las pruebas presentados por la acusación; 2) los descargos de José Antonio, y 3) la defensa de su abogado. Para su confesión, efectuada en el Socorro el 17 de octubre de 1781, ver Briceño Los Comuneros, págs. 167-75. 22 23
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habría sido el verdadero culpable. Ese argumento se invocó en otros juicios. El aviso de Galán a Gutiérrez de Piñeres podía haber sido utilizado por la defensa con una eficacia devastadora. Pero al abogado le habría resultado más difícil defender el propósito de Galán, reconocido por él mismo, de emprender una nueva marcha sobre Bogotá. Por mucha meticulosidad que hubiera habido en la observancia de las formas legales, a Galán y sus compañeros se les sometió a un juicio amañado. La audiencia los consideraba culpables de traición mucho antes de haberse iniciado el juicio: desde el 27 de agosto, cuando se ordenó la captura. Los prejuicios de la audiencia se reflejan gráficamente en lo draconiano de la sentencia, y más aun en la redacción de esta. La audiencia le añadió algunos toques macabros al castigo habitual de horca y descuartizamiento para los traidores: Condenamos a José Antonio Galán a que sea sacado de la cárcel, arrastrado y llevado al lugar del suplicio donde sea puesto en la horca, hasta que naturalmente muera, que bajado se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes, y pasado el resto por las llamas (para lo que se encenderá una hoguera delante del patíbulo); su cabeza será conducida a las Guaduas, teatro de sus escandalosos insultos: la mano derecha puesta en la plaza del Socorro; la izquierda en la villa de San Gil; el pie derecho en Charalá, lugar de su nacimiento; y el pie izquierdo en el lugar de Mogotes; declarada por infame su descendencia, ocupados todos sus bienes, y aplicados al real fisco; asolada su casa y sembrada de sal, para que de esta manera se dé al olvido su infame nombre, y acabe con tan vil persona tan detestable memoria, sin que quede otra que del odio y espanto que inspira la fealdad del delito.24
Se decretó castigo análogo para tres de los tenientes más leales de Galán: Lorenzo Alcantuz, de San Gil, Manuel Ortiz, portero del cabildo del Socorro, e Isidro Molina.
24 Para el texto de la sentencia ver CA, 2:175-180. Las citas que siguen provienen de esta fuente.
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Estos eran considerados los cabecillas. Otros diecisiete galanistas recibieron penas menos severas, pero feroces desde cualquier punto de vista. Los condenamos a que sean sacados por las calles públicas y acostumbradas, sufriendo la pena de doscientos azotes, pasados por debajo de la horca con un dogal al cuello, asistan a la ejecución del último suplicio a que quedan condenados sus capitanes y cabezas; confiscados sus bienes, sean conducidos a los presidios de África por toda su vida natural.
Otros cuatro, “considerando la involuntaria y casual compañía en que se hallaron con José Antonio Galán”, fueron confinados de por vida a vivir a cuarenta leguas de distancia de Bogotá, San Gil y el Socorro. Fueron capturados al tiempo con Galán, pero no se les consideró defensores activos de su causa. Las sentencias se ejecutaron al pie de la letra. Los alcaldes en las respectivas comunidades informaron cumplidamente a la audiencia sobre la llegada y la exhibición de los miembros de Galán y de sus tres cómplices.25 La sentencia de muerte fue la tercera publicación aparecida en la nueva imprenta que el virrey Flórez había instalado en Bogotá.26 Se enviaron copias de la sentencia a todas las villas y parroquias del Nuevo Reino, con instrucciones de que el pregonero la leyera palabra por palabra, frente a la población congregada en tres días de mercado consecutivos. El texto revela claramente que la audiencia consideraba el severo castigo como un acto simbólico para intimidar al pueblo. Sirviendo este auténtico monumento de afrenta, confusión y bochorno a los que se hayan manifestado díscolos o menos obedientes, y de consuelo, satisfacción, seguridad y confianza a los fieles y leales vasallos de Su Majestad... no pudiendo nadie en lo sucesivo disculparse en tan horrendos crímenes de conjuración, levantamiento o resistencia al rey o a sus ministros, con el afectado pretexto de ignorancia, rusticidad o injusto miedo.
25 26
AHN, Los Comuneros, 18:322-38. José Toribio Medina, La imprenta en Bogotá (Santiago de Chile, 1904), pág. 29.
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El texto de la sentencia pinta a Galán con colores truculentos, dentro de un intento sistemático por manchar su reputación. No sólo es traidor al rey y enemigo de la religión, sino también un ladrón común y corriente sin respeto por la propiedad privada de los individuos o por la propiedad pública de la corona, es decir, los monopolios reales. De los dieciséis cargos en su contra, once trataban de su “escandaloso desenfreno” y de su “voracidad y designios infames” durante la campaña del Magdalena. Objeto de especial oprobio era su participación en la batalla de Puente Real de Vélez, la intercepción de la valija de correo real en Facatativá, el saqueo de varias agencias de los monopolios reales, su franco irrespeto a varios magistrados locales, y su presunto robo de las joyas de Vicente Diago. Por supuesto, no se habla de que Galán las hubiera devuelto al día siguiente.27 La sentencia recalca especialmente el incidente en la hacienda de Malpaso, “propia de don Vicente Diago, alzando a los esclavos, prometiéndoles y dándoles libertad como si fuera su legítimo dueño”. De los dieciséis cargos sólo dos se ocupaban en acontecimientos posteriores a los de Zipaquirá. Uno de los cargos se refería al incidente en Chiquinquirá, cuando Galán humilló en público a un magistrado. Y sólo un cargo se refería a la segunda marcha contra Bogotá. Hay una frase que expresa el temor que la audiencia sentía por sus capacidades de dirigente: Últimamente se restituyó a Mogotes [...], hecho el terror y escándalo de los pueblos que lo miraban como invulnerable, y prestaban asenso a sus patrañas y fantásticas ilusiones.
Sólo tres de los dieciséis cargos se referían a la vida de Galán antes de 1781. Uno se ocupaba en su deserción del ejército en Cartagena. Otro, el de que era “escandaloso y relajado en su trato con mujeres de todos los estados”, podría haber chocado a algunos sacerdotes o a algunas ancianas piadosas, pero no al público masculino en general, que en su vida diaria practicaba el 27 Vicente Diago reconoce que Galán devolvió la mayor parte de las joyas, aunque no todas. Demandó la devolución de las que faltaban, AHN, Los Comuneros, 18:217-25.
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donjuanismo con diversa fortuna. Amigos y enemigos concuerdan en que Galán era un seductor exitoso, y en sus cartas se muestra como mujeriego. Pero la acusación de haber cometido incesto –acto mirado con repugnancia y horror– con su hija era algo mucho más grave. El rumor tuvo cierta aceptación incluso antes del juicio: Manuel García Olano, quien conoció a Galán en 1777 o 1778 en el Socorro, lo mencionaba en una carta privada dirigida a su hija.28 El testimonio de García Olano, tan colmado de prejuicios, no puede tomarse como prueba de la veracidad del cargo, y no existe sobre la cuestión ninguna prueba adicional. Cierta o no, la acusación debe tomarse como parte integral de la campaña deliberada de la audiencia para pintar al hombre de Charalá como una personificación de todos los males. Un mero análisis del contenido de los cargos contra Galán resulta revelador, aunque también algo engañoso. De los dieciséis cargos específicos, once se refieren a su participación en el movimiento antes de lo de Zipaquirá, tres a su vida anterior a 1781 y sólo dos a su trayectoria después de lo de Zipaquirá. En cierto sentido, el único cargo indudable de traición se refería a la abortada marcha contra la capital. Pero en la sentencia sólo uno de los cargos se ocupa en ese episodio decisivo. El propio Galán y ciertamente también su abogado habrían podido plantear una defensa convincente basada en que todos sus actos en la campaña del Magdalena, once entre dieciséis, eran perdonables porque estaba cumpliendo órdenes de sus superiores. Es importante tener en cuenta que la audiencia actuaba a varios niveles. A sus ojos, la frustrada marcha sobre Bogotá era el más odioso crimen de traición cometido por Galán. Al imponer una sentencia tan severa, trataba de garantizar que nadie siguiera su ejemplo. De ahí que todo posible incidente de su vida hubiera sido magnificado truculentamente, y que la sentencia de muerte fuera ampliamente divulgada y promulgada con detalles tan sanguinarios, brutales y meticulosos. En la sentencia Galán aparece como epítome de la traición, el robo y la licencia, y el rey como la personificación de una justicia benigna. Tras recitar
28
Para el texto de la carta ver el interrogatorio de García Olano.
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pormenorizadamente la negra letanía de los crímenes de Galán, el texto de la sentencia culminaba en un estallido de cólera: En fin [Galán], es un monstruo de maldad y objeto de abominación, cuyo nombre y memoria debe ser proscrita, y borrada del número de aquellos felices vasallos que han tenido la dicha de nacer en los dominios de un rey, el más piadoso, el más benigno, el más amante y el más digno de ser amado de todos sus súbditos. Para que no quedara duda alguna a los súbditos del rey, el texto amonestaba severamente: Y que sirva el castigo de este reo y de sus socios de ejemplar escarmiento, no pudiendo nadie en lo sucesivo alegar ignorancia del horroroso crimen, que comete en resistir o entorpecer las providencias o establecimientos que dimanan de los legítimos superiores, como que inmediatamente representan en estas remotas distancias la misma persona de nuestro muy católico y amado monarca.
El texto no les dejaba a los súbditos leales sino un método permisible de corregir las injusticias: Ocurriendo en caso de sentirse agraviados de los ejecutores de su superioridad por los medios del respeto y sumisión sin poder tomar por sí otro arbitrio, siendo en este asunto cualquiera opinión contraria escandalosa, errónea y directamente opuesta al juramento de fidelidad, que [liga] a todos, sin distinción de personas, sexos, clases y estados.
Este mensaje habría de convertirse en uno de los fundamentos ideológicos del programa de pacificación de Caballero y Góngora, del que se hablará en el capítulo 17. En realidad, la sentencia de muerte se dirigía a tres auditorios distintos, con un mensaje diferente para cada uno. Primero, era una admonición a las autoridades locales en villas y parroquias para que mantuvieran una vigilancia
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permanente a fin de descubrir y castigar cualquier actividad que pudiera llevar a la sedición y la rebelión. Los funcionarios de Bogotá tendían a exagerar la laxitud que mostraron los magistrados locales para aplastar los primeros disturbios en marzo. En segundo lugar, la audiencia se dirigía a los rudos y bochincheros plebeyos que se habían alistado con tanto entusiasmo bajo la bandera roja de los comuneros. Se les advertía que una repetición del ejemplo de Galán sería castigada con toda la severidad que la traición merecía. Pero el auditorio más influyente al que se dirigía la audiencia eran los patricios, los criollos socialmente distinguidos, aunque no siempre ricos, que fueron la espina dorsal del comando en la primera marcha contra la capital. La audiencia estaba diciendo, en efecto, que el recurso a las armas y el uso de la fuerza llevarían en última instancia a una revolución social de los de abajo. José Antonio Galán, con deliberación y falsedad, era descrito como un bandido vulgar que no respetaba nada: ni las mujeres, ni la propiedad privada, ni los derechos del rey. Los patricios deberían acudir a los ministros del rey para la satisfacción pacífica de quejas justificadas. Aliarse con “la chusma” sería abrir una caja de Pandora de donde habría de salir la anarquía. Con esta célebre sentencia de muerte, la audiencia de Bogotá creó el mito de José Antonio como revolucionario social. Dentro de la realidad histórica, como hemos visto, sus concepciones sociales en poco se distinguían de las de sus contemporáneos patricios. No propugnaba un reordenamiento básico de la sociedad.29 Nobles y plebeyos estaban unidos en una lealtad común a la remota corona, y compartían el sentimiento profundo, aunque vago, de que el rey y sus magistrados debían practicar alguna forma de consulta respecto a la cuantía y a la forma de los nuevos impuestos. Galán no se oponía a los impuestos como tales sino que, juntamente con la mayoría de sus contemporáneos, sostenía que las cargas fiscales no debían rebasar la capacidad de los diversos grupos para pagarlas. Una vez reconoció que el tradicional 2 por ciento 29 El fallecido Francisco Posada, en su breve pero ingeniosa interpretación marxista, alega que Galán defendía cambios drásticos en el trabajo y la producción. Pero su argumento pierde vigor cuando confiesa que Galán nunca supo bien cuáles eran los cambios sociales que propugnaba (Los Comuneros, págs. 77-78,149-53).
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de la alcabala era “derecho natural como el morir”.30 Cabe recordar el conocido dicho de Benjamín Franklin de que lo único seguro en la vida es la muerte y los impuestos. Fuerte, valiente e indomable, José Antonio Galán fue exactamente un hombre de su tiempo, no un precursor de la independencia social o política. Describirlo así es desfigurar el significativo papel que desempeñó en aquel año decisivo de 1781.31 Si el arzobispo Caballero y Góngora aprobó la ejecución de Galán, era también lo bastante astuto para darse cuenta de que la conciliación constituía el complemento necesario de la represión. La aplicación de esta política es el tema de los tres últimos capítulos.
Ver su confesión en Briceño, Los Comuneros, pág. 169. Algunos de los historiadores progalanistas son críticos vitriólicos de Juan Francisco Berbeo. El ejemplo más notable es Arciniegas. Tanto Liévano Aguirre como Francisco Posada, menos retóricos y más consecuentes, ensalzan a Galán sin negarle a Berbeo sus cualidades de dirigente. Posada, Los Comuneros, págs. 133-41; Liévano Aguirre, Los grandes conflictos, págs. 467-88. 30 31
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17. La reconquista del Socorro
El arzobispo Caballero y Góngora se daba cuenta de la necesidad de crear un clima de opinión favorable a las innovaciones que pudiera proponer el gobierno. La incapacidad del regente visitador general Gutiérrez de Piñeres para efectuar una gestión semejante contribuyó visiblemente al estallido de los disturbios en 1781. El instrumento elegido por el prelado fue los capuchinos, una rama de los franciscanos reclutada en la provincia española de Valencia. Antes de 1770 su actividad misionera en la Nueva Granada, se había concentrado principalmente en la provincia de Santa Marta, y apenas en 1777 establecieron un monasterio en Bogotá.1 Por consiguiente, carecía de vínculos sólidos con el establecimiento criollo, el cual dominaba otras ramas del clero secular. Como españoles, se podía contar con los capuchinos para defender celosamente la autoridad de la corona. Eran notorios también por su rígido regalismo, que proclamaba el poder y la autoridad de la corona sobre la Iglesia, y que era el equivalente eclesiástico del centralismo político de los Borbones.2 Cuando el arzobispo emprendió el 25 de junio una visita pastoral de cinco meses al Socorro ya las villas y parroquias vecinas, lo acompañaban cuatro frailes capuchinos. La personalidad dominante de la misión era Joaquín de Finestrad, de treinta y cinco años de edad, quien había llegado a Bogotá el 24 de octubre de 1778.3 En el Socorro se convirtió en confidente y ayudante de confianza del arzobispo. Permaneció varios años en la región, ya que en 1783 Caballero y Góngora lo nombró párroco temporal de la populosa Simacota.4 En 1787, cuando desde Cartagena el arzobispo virrey dirigía la conquista y la
Para datos sobre los capuchinos, ver Antonio de Alcacer, La Capuchina, iglesia y convento de capuchinos en Santa Fe de Bogotá (Puente del Común, 1959) y Las misiones capuchinas en el Nuevo Reino de Granada (Puente del Común, 1959). 2 Richard Herr, The Eighteenth Century Revolution in Spain (Princeton, 1958), págs. 11-36. 3 Alcacer, Las misiones, pág. 252. 4 Caballero y Góngora a Gálvez, 31 de julio de 1783, AGI/ASF 600. 1
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colonización del Darién, Finestrad reclutó tres expediciones de colonizadores en el Socorro para esa poco gloriosa iniciativa.5 Joaquín de Finestrad era no sólo el comandante de campo de la campaña de pacificación, sino también su principal ideólogo y apologista. Más tarde, cuando servía en Cartagena como capellán de la flota española, redactó su Vasallo instruido en el estado del Nuevo Reino de Granada y en sus respectivas obligaciones. Terminó su libro el 12 de junio de 1789, apenas un mes antes de que las muchedumbres en el lejano París, más coléricas todavía que las del Socorro en 1781, asaltaran la Bastilla. Este simbólico episodio abrió paso a la Revolución Francesa que, por supuesto, habría de estremecer el mundo que Finestrad trataba de defender con su pluma. Aunque el libro de Finestrad no se publicó hasta 1905, y sólo de manera parcial, muchos de sus capítulos, especialmente los inéditos, se leen como una colección de sermones y homilías.6 Bien puede presumirse que el libro es una versión de los sermones que solía predicarle pocos años antes a su grey extraviada. En cuanto tal, representa la expresión más articulad a de la política de reconciliación de Caballero y Góngora, y su contenido merece un examen cuidadoso. Finestrad reconoció que el principal ímpetu ideológico de los comuneros radicaba en una versión diluida y popularizada de las doctrinas de los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII, cuyo vocero más importante era el jesuita Francisco Suárez. Finestrad le volvió la espalda a toda esta teoría clásica. Si bien admitía la existencia de un contrato social original para la creación de la sociedad política, su concepto del hombre en estado de naturaleza era una pesadilla hobbesiana de una guerra de todos contra todos. Prevalecían entonces la violencia, el homicidio, la violación, el fuego, el sacrilegio y el robo. La meta primordial de la sociedad consistía en conseguir paz y estabilidad, no justicia,
Finestrad a Valenzuela, 8 de junio de 1786, AHN, Los Comuneros, 17:112-127; Alcacer, La Capuchina, págs. 86-87. 6 Finestrad, El vasallo instruido, pág. 6. En la edición publicada, Posada no incluyó los últimos cuatro capítulos “por carecer de importancia histórica”, pág. 204. Sin embargo, estos capítulos son los más reveladores en cuanto a la ideología. La versión no publicada se citará en adelante como Ms. de Finestrad. El manuscrito es el volumen 198 de la colección de libros raros y curiosos de la Biblioteca Nacional de Bogotá. 5
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como sostenían los neoescolásticos españoles.7 La justicia era tan sólo un atributo subordinado de la paz. El contrato social creaba un monarca absoluto que derivaba su autoridad directamente de Dios, no de acto alguno del pueblo. Añadía Finestrad: “¿Qué otra cosa es un reino sino una dilatada familia en la que el rey es el padre, pues la autoridad de los reyes y de los padres son emanaciones de la autoridad divina?”. Así como la ley natural establece que los hijos deben obedecer a los padres, en la misma forma los súbditos deben obedecer a sus monarcas. Así como la ley natural establece que los brazos y las piernas obedezcan al cerebro, así todos los miembros de la sociedad deben obedecer al rey, cabeza del cuerpo. Como ungido del Señor, “el rey es la imagen viva de Dios, su ministro, su vicario y su representante en la tierra [...] al que todos los súbditos le han jurado obediencia amplia y sin límites”.8 La visión de Finestrad sobre el poder ilimitado del rey y sobre la innata impotencia de sus vasallos se condensa en este pasaje: Al vasallo no le toca examinar la justicia y derechos del rey sino venerar y obedecer ciegamente sus reales disposiciones. Su regia potestad no está en opiniones sino en tradiciones, como igualmente la de sus ministros regios. El espíritu de presunción audaz y partidaria es el que obra en este particular. Al vasallo no le es facultativo pesar ni presentar a examen, aun en caso dudoso, la justicia de los preceptos del rey. Debe suponerse que todas sus órdenes son justas y de la mayor equidad. Le será permitida la humilde representación a fin de que, mejor informado, el soberano revoque y modere su real voluntad.9
Ms. de Finestrad, págs. 297, 401. Ibíd., pág. 365. Víctor Frankl ha señalado correctamente que la imagen paterna para justificar la obediencia, grata tanto a Finestrad como a Caballero y Góngora, era característica de la teoría política española en el siglo XVII: “La estructura barroca del pensamiento político, histórico y económico del arzobispo virrey Antonio Caballero y Góngora”, Bolívar 5 (1951): 822-33. Muy cierto, pero también puede anotarse que uno de los principales objetivos del estado borbónico, en contraste con el de los Habsburgos, era promover vigorosamente cambios económicos para aumentar las rentas reales. 9 Finestrad, El vasallo instruido, págs. 153-54. 7 8
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Los neoescolásticos españoles compartían el concepto de que la realeza constituía una institución divina, creada por el pueblo dentro de un contrato social con sanción de la Providencia. Pero Finestrad defendía no sólo el derecho divino de la realeza sino también el derecho divino de los reyes. En este aspecto seguía las ideas de Jaime I de Inglaterra, con quien Francisco Suárez sostuvo una célebre polémica, y del obispo francés Jacques-Benigne Bossuet (1627-1704), quien había racionalizado la particular versión del absolutismo real personificada por el Rey-Sol de Versalles.10 En efecto, Luis XIV, le grand monarque, era un modelo con el que emulaban conscientemente sus descendientes Borbones en España. El ideal predilecto de éstos era crear en sus dominios, en el viejo y en el nuevo mundo, el estado centralizado que Luis XIV había instituido en Francia. Como Bossuet antes que él, Finestrad tenía sus fuentes favoritas en el antiguo testamento, el imperio romano, los padres de la patrística, y los primeros concilios de la Iglesia. Al discutir los orígenes de la autoridad política y la naturaleza del poder real, nunca cita a sus predecesores españoles. Sólo dos veces alude a Suárez, cuando concuerda con una determinada opinión de este.11 Los autores modernos que cita con más frecuencia Finestrad son el abate Raynal, William Robertson, Hobbes y Maquiavelo. A los dos primeros los menciona generalmente para refutar sus opiniones hostiles a la colonización española en ultramar ya los otros dos, a veces en forma elogiosa, por sus teorías acerca de la naturaleza y el origen del Estado. No sólo todas las órdenes del soberano han de obedecerse al pie de la letra sino que otro tanto sucede con las decisiones de sus ministros. El lema favorito de los comuneros suscitaba la ira del fraile capuchino, quien lo denunciaba como “sacrílego” e “irresponsable”. Dar la vida al rey y muerte al gobierno es un fantasma de religión y política, que se forman a la moda y gusto propio los que no quieren ni vasallaje
10 Las obras de Bossuet eran muy conocidas en la Universidad de Valencia, donde se educó Finestrad, desde mediados del siglo XVIII. Herr, Eighteenth Century Revolution, págs. 26-27. 11 Muchos eran jesuitas a los que, por orden real, estaba prohibido citar. Ms. de Finestrad, págs. 464, 484-85; Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1: 197-202.
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ni gobierno que les mande ni rey que les domine [...] Conservar la vida del rey, dejándoles sin alientos vitales a sus ministros, es concederle a la real persona sólo una sombra vana de su real nombre. Separar al príncipe del mando en las monarquías es constituir al gobierno monstruo sin cabeza, es decir, que la potestad de los ministros no es Real, y que sus órdenes no dimanan y provienen directamente de la autoridad pública.
Finestrad culminaba su argumentación al añadir: Los ministros del rey son imágenes vivas de su real persona; son vicarios suyos en lo temporal [...] merecen el mismo orden de veneración y obediencia debido al prototipo, por el respeto y relación que condicen a la real persona, cuyo carácter y potestad resplandece y brilla en ellos con mayor claridad que la luz del sol en las estrellas.12
Finestrad denunciaba sin ambages el supuesto implícito sobre el cual actuaban los hombres de 1781: el de que los súbditos tenían derecho de resistir a la tiranía. En ninguna circunstancia se justificaba que los vasallos tomaran las armas contra el rey o contra sus ministros. Los súbditos deben soportar con paciencia incluso las leyes que parecen injusta y opresivas, y poner su fe en el Todopoderoso, pues sólo Él “puede apaciguar los vientos y las olas”.13 La rebelión armada es una violación grave de los mandamientos divinos –el rey es el ungido del Señor– y por tanto traición y sacrilegio son sinónimos. Más de una vez Finestrad vituperaba “el horrendo sacrilegio de la rebeldía”.14 Además, la rebelión es un remedio mucho peor que la enfermedad de la injusticia, pues “amotinados alborotos [son] más funestos siempre que la misma tiranía”.15 Para Finestrad no existía precio demasiado alto que pagar a cambio de la paz. Apartándose de la abstracción política, Finestrad descendía al nivel práctico y exponía con cierta extensión el argumento de que empuñar las armas
Finestrad, El vasallo instruido, págs. 156-57. Ms. de Finestrad, pág. 289. 14 Ibíd., págs. 297, 410-11. 15 Ibíd., pág. 285. 12 13
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contra Carlos III era algo particularmente injustificado, ya que este monarca “benigno y benévolo” buscaba sólo la felicidad de sus súbditos.16 El capuchino apelaba también al patriotismo de su auditorio. “El pueblo americano y español, ambos forman una nación [...] todos somos hijos de un padre, vasallos de un rey, miembros de un cuerpo, ramas de un tronco, ovejas de un rebaño y cliéntulos de un protector”.17 Estas palabras expresaban la opinión de todos los burócratas de Carlos III en el sentido de que España y América constituían una “patria imperial” común; la crisis de 1781 indicó hasta qué punto los criollos habían llegado a identificarse no con la patria imperial sino con la patria regional de la Nueva Granada. Finestrad pasaba a apelar a la calidad específicamente católica del patriotismo español. En 1781 España estaba combatiendo contra Inglaterra, su tradicional adversario protestante. ¿Por qué los súbditos del rey no habrían de pagar impuestos para adelantar esa guerra?, preguntaba retóricamente –y a menudo– a su auditorio.18 En “nuestra cédula”, el pasquín inflamatorio que contenía muy buena parte de la ideología implícita en la Revolución de los Comuneros, había dos estrofas que arrojaban ciertas dudas sobre la legitimidad del dominio español en las Indias. Finestrad las interpretaba como una clara denuncia de la conquista española de las Indias y como un franco repudio a la soberanía de la corona española; interpretación que resulta bastante dudosa (ver capítulo 5), pero que hería tan profundamente su patriotismo que consagró todo un capítulo del Vasallo instruido a refutar la proposición de que los reyes españoles no eran los legítimos soberanos de las Indias. Hablaba sarcásticamente del autor del panfleto como del “nuevo filósofo”.19 Finestrad sólo expresaba de dientes para afuera las tradicionales justificaciones del dominio español: predicar el evangelio, el derecho de previo descubrimiento, o la aplicabilidad de la doctrina de la guerra justa. Ni siquiera se molestaba en defender con alguna convicción la conducta de los conquistadores, aunque sin reprobar tampoco ninguno de sus
Ibíd., págs. 229-30, 414 ss. Ibíd., pág. 417. 18 Ibíd., págs. 413, 415, 421-43. 19 Ibíd., pág. 463. 16 17
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actos individuales o colectivos. Su argumento nuevo –y bastante mundano– era que el tiempo –tres siglos– había legitimado la conquista: De suerte que, si hemos de juzgar la legitimidad de los tronos por su origen, es necesario confundir el buen orden, revolver todos los reinos, destronizar a todos los reyes y colocar a los legítimos... ¡Qué cosa más monstruosa!... Basta poner la posesión inmemorial para la seguridad de los tronos. Basta el consentimiento común de los pueblos para venerar a los reyes como legítimos señores, y basta el reconocimiento de las Cortes para que los vasallos se conserven en la observancia más rigurosa de la fidelidad y obediencia a sus soberanos.
Citando a Maquiavelo y a Hobbes, Finestrad argüía, que la mayor parte de los estados se originaron en la fuerza y la violencia, pero que estas entidades políticas “han sido legitimadas por el tiempo”.20 En la teoría política de Finestrad hay una profunda aunque oculta contradicción. De un lado, llegaba casi a idolatrar al rey como vicario de Dios en la tierra, cuyos mandatos nadie puede poner en duda, y mucho menos resistir. Pero en su defensa de la conquista española citaba con entusiasmo a Maquiavelo y a Hobbes en el sentido de que la autoridad política se originaba en la violencia y la usurpación, y era legitimada por la aceptación general de ésta durante un periodo de tiempo prolongado. El rey de Finestrad es un monstruo de dos cabezas, tanto el ungido del Señor de Bossuet como el Leviatán de Hobbes, cuyo poder se adquiría inicialmente aplicando los preceptos de Maquiavelo. Finestrad hacía caso omiso alegremente de esta contradicción, la que probablemente se escapó también a la atención de sus feligreses. En fin de cuentas, Finestrad era ante todo un predicador. Sin ser, ciertamente, un teórico político provisto de originalidad, trataba de combinar eclécticamente la tradición providencialista de la monarquía con las nociones más mundanales de la Ilustración sobre el poder político en bruto.
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Ibíd., págs. 476-77.
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Finestrad se tomó también muchos trabajos para rechazar el argumento de sus adversarios neogranadinos sobre el “mal gobierno” de los ministros del rey como causa de la crisis de 1781. Le dedicó todo un capítulo a la proposición de que la generalizada corrupción de las costumbres en el reino era la causa de su infidelidad a las dos majestades de Dios y del rey.21 Pintaba un cuadro chillón de un país entregado a la sodomía, el incesto, la violación, el robo y la blasfemia. Como el Jeremías del Antiguo Testamento, Finestrad tronaba que Dios había expresado su cólera contra sus hijos pecadores con el terremoto de 1765, la epidemia de viruela de 1766 y el hambre del Socorro en 1776. Amonestaba a sus descarriados feligreses: “Nuestros pecados son la causa. Nosotros somos los arquitectos de nuestras ruinas, los autores de nuestras miserias”.22 Finestrad resumía así el negro concepto que tenía de su grey: Los hijos de este reino andan vacilando y fluctuando entre la gracia y el pecado; ya lloran como Pedro sus culpas, ya se glorian como Heliogábalo en sus concupiscencias [...] este mes penitentes como Magdalena, el otro escandalosos como Jezabel.23
Concluía con la afirmación de que la maldad era incurable, salvo que el pueblo se arrepintiera sinceramente de sus pecados y de la maldad de su rebelión. Dios, en su infinita misericordia, podría entonces perdonarlo. Sin embargo, a pesar de su absolutismo religioso, el capuchino era un hombre muy de su tiempo, del “siglo de las luces”. Creía ardientemente que una élite ilustrada podía introducir cambios económicos y tecnológicos para aumentar la riqueza. Compartía la opinión de la mayoría de los altos burócratas de que la riqueza potencial del nuevo mundo estaba virtualmente inexplorada. Se mostraba partidario de congregar a las poblaciones dispersas, de suprimir el vagabundaje, de hispanizar a los indios y de mejorar la minería.24 Ninguna de sus propuestas concretas era original. Como representante típico de la época, Título del capítulo 11, ibíd. Ibíd., pág. 326. 23 Heliogábalo fue un emperador romano célebre por su codicia y su lujuria. Ibíd., pág. 320. 24 Finestrad, El vasallo instruido, págs. 133 ss. 21 22
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combinaba un ideal de obediencia ciega a la autoridad constituida con una fe optimista en el Estado como instrumento dinámico para imponer el cambio socioeconómico desde arriba. Sus sermones constituían parte importante de la base ideológica sobre la cual el arzobispo Caballero y Góngora pudo restablecer la autoridad indisputada del rey, primero en el Socorro y posteriormente en todo el Nuevo Reino. A las pocas semanas de la llegada de los capuchinos sus sermones habían neutralizado el apoyo de los plebeyos a la causa de José Antonio Galán. En la noche del 15 de noviembre varios centenares de plebeyos de la parroquia de Chiquinquirá, donde habían comenzado los motines, visitaron al arzobispo en actitud arrepentida y humilde. Con una imagen de la Virgen y velas encendidas le entonaron al prelado un poema de quince estrofas. En él su reconocida grey le daba las gracias a su pastor por restablecer la paz en “nuestra villa afligida” y le prometía obedecer las admoniciones de los capuchinos. El poema estaba bien rimado. El vocabulario era sencillo y gramaticalmente correcto. Desde el balcón de su residencia, el arzobispo aceptó con sonrisas y con una bendición el ofrecimiento de paz de su grey antes descarriada y ahora arrepentida. No ha sido identificado el autor del poema, pero puede presumirse que venía de la misión capuchina. El tono sosegado, obediente y humilde de los versos contrastaba fuertemente con el pasquín procaz, directo e inflamatorio que el pueblo había aplaudido con tanto entusiasmo.25 El arzobispo había quedado fascinado, y de seguro horrorizado, por la atracción de ese panfleto provocador. De modo que no le desagradó un poema que proclamaba el evangelio de la obediencia ciega, así como “nuestra cédula” había entonado con entusiasmo el elogio de la rebelión. Las autoridades, comprensiblemente, seguían sintiéndose nerviosas ante la posibilidad de nuevos tumultos populares. De acuerdo con el consejo del clero local, la audiencia promulgó un edicto que prohibía las corridas de toros y las representaciones teatrales, y que cerraba las tabernas debido a que actos en que
25 Para el texto del poema ver CA, 2: 173-75. Después de ser nombrado virrey en propiedad Caballero y Góngora, Finestrad organizó en el Socorro una prolija serie de ceremonias religiosas y seculares que duraron 15 días. Para una descripción de estas fiestas ver Colección, 1:12-21.
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se congregara gran número de personas podían incitar a nuevos disturbios.26 Un párroco anotaba ácidamente: “La valentía de esas gentes proviene del exceso de bebida; sin aguardiente son unos corderos”.27 El 20 de octubre el virrey Flórez en Cartagena aceptó el consejo del arzobispo en el Socorro y promulgó un indulto general. Por supuesto, el texto no revelaba que la amnistía excluía a “los instigadores de los pasados desórdenes”.28 Comandantes como Berbeo, Rosillo y Monsalve se sentían muy comprensiblemente nerviosos ante su suerte. Los tres hicieron una prolija defensa de su conducta. Si bien reconocieron errores específicos de apreciación, la sustancia de su defensa era doble.29 Habían sido obligados a aceptar puestos de mando por un pueblo airado que no hubiera tenido contemplaciones con sus vidas ni con sus propiedades. Y luego se limitaron a influir sobre los plebeyos para que la cólera popular no se desbordara en anarquía y pillaje. Si bien Caballero y Góngora se aplicaba diligentemente a averiguar el origen del movimiento, era también un político demasiado hábil como para permitir que la venganza se impusiera a la necesidad de reconciliación. El prelado estaba convencido de que los ingleses habrían podido contener la rebelión en América del Norte si Londres hubiera empleado tácticas más conciliatorias. Su principal preocupación era recuperar la lealtad de las élites locales. Terminó por concederles el indulto a todos los miembros del supremo consejo de guerra, y logró que el propio rey lo confirmara.30 Ya el 26 de noviembre Juan Francisco Berbeo le indicó al virrey que estaba dispuesto a renunciar a su puesto de corregidor del Socorro. Sin embargo, la audiencia no suprimió el cargo hasta el 22 de marzo siguiente,31 y Berbeo y sus paisanos del Socorro se vieron vindicados en 1795, cuando el corregimiento 26 El alcalde de Vélez a la audiencia, 15 de noviembre de 1781, AHN, Los Comuneros, S: 115-17. 27 Párroco de Chiquinquirá a la audiencia, 17 de diciembre de 1781, ibíd., fs. 256-69, y 28 de marzo de 1782, ibíd., 11:282. 28 CA, 2:163-65. 29 Para algunos ejemplos ver la declaración de Francisco Rosillo, 3 de noviembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 5:5-14. 30 Caballero y Góngora a Gálvez, 6 de febrero de 1783, CR y AGI/ASF 663; Carlos III a Caballero y Góngora, 2 de enero de 1782, ibíd. 31 Berbeo a Flórez, 26 de noviembre de 1781, AGI/ASF 577-B; CA, 2:193.
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fue restablecido. Berbeo pudo haber perdido la recompensa burocrática obtenida en las capitulaciones, pero no recibió ninguna otra sanción pública. Murió en su cama en el Socorro en 1795. La amnistía era una táctica necesaria para ganarse el favor de las élites locales. Finestrad, por ejemplo, se interesó especialmente por los quinientos o seiscientos patricios sin cuyo apoyo, pensaba, ninguna protesta tendría éxito en el futuro. Si bien les recalcaba que su alianza con “la chusma” sería una invitación al pillaje y a la anarquía, también les recordaba a los aristócratas su obligación de “prestarle ciega obediencia y fidelidad espontánea al rey, sin poner en duda la justicia de sus órdenes”.32 La captura de José Antonio Galán por un contingente patricio al mando de Salvador Plata fue, a los ojos del prelado, una prueba dramática de la recuperada lealtad del Socorro. El hecho de que únicamente se hubiera castigado a plebeyos constituía tan sólo un aspecto de la política arzobispal de enfrentar a los plebeyos contra los patricios. Los interminables sermones de los capuchinos, además de la draconiana sentencia contra Galán y de su sanguinaria ejecución, intimidaron a todos los grupos de la comunidad. Cuando los restos mutilados de Galán y sus compañeros fueron exhibidos ostentosamente en las plazas principales del Socorro, San Gil y Charalá, a mediados de febrero de 1782, del pueblo amedrentado no brotó siquiera un murmullo.33 Ya el 19 de septiembre el cabildo del Socorro reorganizó la milicia establecida en las capitulaciones.34 Argumentaba que, pese al notorio éxito de los sermones de los capuchinos, todavía se necesitaba una milicia encabezada por ciudadanos respetables y dignos de confianza para prevenir o para aplastar cualquier nuevo estallido de descontento popular. Evidentemente los patricios del Socorro se sentían inseguros ante la posibilidad de que los soldados profesionales del coronel Bernet fueran enviados a la región para emprender una represión militar. Pero, aunque no lo sabían los ediles del Socorro, Finestrad a Caballero y Góngora, 16 de septiembre de 1782, anexa a Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594. 33 Angulo y Olarte a Caballero y Góngora, 21 de febrero de 1782, y Filiberto José Estévez a Caballero y Góngora, 4 de marzo de 1782, en CA, 2:191-92. 34 Cabildo del Socorro a Carlos III, 20 de septiembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 4:191-199. 32
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unos días antes la audiencia en Bogotá había decretado que las milicias creadas en la capitulación fueran desbandadas de inmediato y que todos los oficiales renunciaran en seguida a sus cargos. Bogotá se vio inundada de renuncias y de declaraciones de lealtad.35 El 1º de enero era la fecha habitual para que los cabildos de todo el reino eligieran a sus magistrados ejecutivos, cuyo término duraba un año. Las elecciones de enero de 1782 prometían ser turbulentas, con acusaciones y contracusaciones sobre la lealtad o la deslealtad de los candidatos. A fin de prevenir un estallido de faccionalismos la audiencia expidió una orden por la que se cancelaban las elecciones y se establecía que los empleados continuaran en sus cargos durante el año de 1782.36 Se consideraba que su permanencia en ellos era medida aconsejable para consolidar la pacificación. Si bien es visible que el arzobispo y sus aliados capuchinos condujeron una hábil campaña de relaciones públicas, sus esfuerzos conciliatorios contaron con el respaldo de numerosas concesiones que hizo el virrey el 20 de octubre, de acuerdo con los consejos del arzobispo. El virrey no sólo disfrutaba de considerable prestigio emanado de su alto cargo, sino que también era popular en la región del Socorro, ya que no se le identificaba personalmente con el programa fiscal de Gutiérrez de Piñeres. El 20 de octubre no se limitó a emitir el perdón general sino que así mismo ratificó las concesiones ofrecidas primero por la junta general de tribunales y confirmadas luego en Zipaquirá. Se cancelaron los aumentos a los precios del tabaco y del aguardiente, la tasa de la alcabala se rebajó al dos por ciento tradicional, se abolió el impuesto de armada de Barlovento y se prescindió de las guías y tornaguías. Igualmente, el virrey daba también permiso para el cultivo del tabaco en las jurisdicciones del Socorro y San Gil, dentro de los mismos privilegios de que disfrutaba la ciudad de Girón.37 El manejo por Caballero y Góngora de la cuestión del tabaco en el Socorro y San Gil ofrece una ilustración clásica de su táctica. Reconocía que la autorización del cultivo era una concesión necesaria en 1781, pero la juzgaba Para una multitud de tales renuncias ver ibíd., fs.136-40, 362-63. Ordenanza de la audiencia, 24 de diciembre de 1781, AGI/ASF 594. 37 Cabildo del Socorro a Flórez, 19 de noviembre de 1781, AHN, Los Comuneros, 5:135-137. 35 36
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una medida temporal. Instalado como virrey el 15 de junio de 1782, el prelado estaba decidido a salvar la esencia de la reorganización del monopolio del tabaco por Gutiérrez de Piñeres, cuando este restringió su cultivo a cuatro pequeñas regiones del Nuevo Reino. Pero actuó con mucha cautela. El 27 de septiembre de 1782 se dirigió a su grey en el Socorro no como virrey sino como arzobispo, con tono pastoral y paternalista: “Os escribimos no como juez que quiere confundiros sino como padre lleno de amor y de ternura por nuestros amados hijos a quienes queremos persuadir”.38 El prelado proseguía con una homilía sobre teorías políticas muy a la manera de Finestrad, y argumentaba que “los reyes en esta tierra ocupan el sitio de Dios; que el alma está subordinada a autoridades superiores y por último que quien se opone a los mandatos del rey a Dios mismo se opone”. A partir de estas remotas abstracciones políticas el prelado concluía que era deber de los súbditos pagar impuestos al monarca, y hacerlo con alegría y sin reticencia alguna. El arzobispo virrey se tomó muchos trabajos para explicarle a sus feligreses la rutinaria teoría de que el permiso para cultivar tabaco figuraba entre las prerrogativas propias de la corona. El tabaco y los licores no eran necesidades vitales sino lujos, y las restricciones reales no redundaban en indebidas tribulaciones para los pobres. No se contentó con exponer principios de teoría política sino que descendió también a argumentos más mundanales. Recalcaba –en forma precisa– que el tabaco del Socorro y San Gil era de calidad inferior. Apoyado en hechos y en cifras, anotaba que durante los años en que estuvo prohibido el cultivo del tabaco los diezmos aumentaron de 12.340 pesos en 1799 a 15.528 en 1781. El tabaco, sostenía el arzobispo, no era necesario para la prosperidad del Socorro y San Gil. El algodón y el azúcar eran los cultivos realmente lucrativos de la región. El tono de la pastoral era de una dulce y práctica sensatez, ya que Caballero y Góngora prefería siempre aparecer en sus declaraciones públicas como el buen pastor que cuida de su rebaño. Pero en el mismo despacho le
38 Para el texto de esta pastoral (25 de septiembre de 1782) ver Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594.
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confiaba a Gálvez: “Si no obedecen con el espíritu amable manifestado en mi pastoral, emplearé la fuerza y la coacción para mantener la autoridad del cargo con que me ha honrado su majestad”. Caballero y Góngora nunca olvidaba sus dos investiduras, y tampoco era reacio a cambiar la una por la otra. A su fiel teniente en el Socorro, Finestrad, le observaba: Si hasta ahora he empleado medios amables y tolerantes, apropiados para un mediador y un pastor a fin de lograr mis objetivos, como virrey y como capitán general de este reino puedo emplear la fuerza y la coacción a fin de que se me respete y de que los súbditos obedezcan las decisiones justas del monarca benigno y poderoso que nos gobierna.39
Por suerte, no tuvo necesidad de abandonar su postura favorita. El infatigable Finestrad había allanado el camino para que se aceptara la nueva prohibición del cultivo del tabaco. Utilizando en sus sermones los argumentos del arzobispo, Finestrad logró recoger, literalmente, centenares de firmas en todas las parroquias del Socorro, las que mansamente manifestaban su aceptación al edicto de Bogotá.40 La apoteosis de la pacificación fue la campaña de los capuchinos para persuadir a todas las parroquias de la villa del Socorro a que le hicieran a la corona una restitución simbólica por los daños que se habían causado durante los disturbios a los monopolios reales de tabaco y aguardiente. En febrero de 1784 el cabildo del Socorro había recolectado diligentemente 4.895 pesos, los que fueron entregados a la hacienda real.41 Los capuchinos demostraron ser celosos misioneros al rescatar al Socorro de su “infidelidad” a Dios y al rey. El arzobispo virrey se propuso institucionalizar la presencia de los capuchinos en el Socorro. Con este objeto explotó el deseo de los socorranos de tener un monasterio.
Caballero y Góngora a Finestrad, AHN, Los Comuneros, 12:283-85. Ibíd., 13:116-29. 41 Cabildo del Socorro a Caballero y Góngora, 16 de diciembre de 1782, ibíd., 13:83, 85-86, 106; 15:139-40. 39 40
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Desde 1776 los principales ciudadanos del Socorro habían elevado peticiones a las autoridades secular y eclesiástica en Bogotá para que se permitiera la fundación de un convento franciscano en la villa.42 Sostenían que el creciente volumen de la población, así como la prosperidad agrícola e industrial de la comunidad garantizaban que el Socorro podía sostener con decoro un establecimiento religioso de esa índole. En esto intervenía claramente la personalidad y el orgullo comunitario de los socorranos. Un monasterio franciscano le confería prestigio espiritual a la comunidad. Tampoco es irrazonable presumir que un convento, en cuanto acumulara los donativos de sus generosos benefactores, sería fuente de crédito para financiar a la agricultura y a la industria textil. El Socorro, en la práctica, adquiriría un banco. Ya no sería necesario que los comerciantes y los agricultores del Socorro tuvieran que acudir a los monasterios de Tunja y de Bogotá para conseguir hipotecas y préstamos. Pero las peticiones del Socorro no habían redundado en nada antes de 1781. La crisis de ese año puso de presente ante las autoridades, y en forma dramática, la importancia política y económica de ese emporio rural. El Socorro consiguió el anhelado monasterio en 1786, pero no fue un establecimiento franciscano. Los hijos de San Francisco en la Nueva Granada hacía largo tiempo estaban dominados por los criollos, de cuyas filas habían salido virtualmente todos los jefes comuneros. El arzobispo virrey dispuso que el nuevo monasterio fuera capuchino, dirigido por frailes provenientes de la provincia capuchina de Valencia.43 Su lealtad a la corona se había demostrado ampliamente con la misión de Finestrad. El 27 de enero de 1786 dieciocho capuchinos (catorce sacerdotes y cuatro legos) llegaron al Socorro, en donde fueron recibidos con entusiasmo, en medio de tañir de campanas, voladores y flores regadas en las calles. Les prometieron su apoyo ciudadanos importantes, algunos de los cuales habían desempeñado un papel activo en 1781.44 Entre ellos se contaban Salvador Para la solicitud de 1776 ver Archivo Provincial Franciscano de Bogotá, 5:407-24. “Nuestra cédula” había previsto que los capuchinos y no los franciscanos fueran enviados a pacificar el Socorro. Ver estrofa 38 en CA, 2: 129. 44 Para la fundación y la breve historia del monasterio capuchino, ver Ramiro Gómez Rodríguez, “La cuna”, cap. 8. y Rodríguez Plata, La antigua provincia del Socorro y la independencia (Bogotá, 1963), págs. 245-47. 42 43
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Plata, Francisco Rosillo, Ramón Ramírez y Juan Manuel Berbeo, hermano de Juan Francisco. Se les dio un lote para que construyeran su sede permanente en una colina desde la cual se contemplaba una espléndida vista del pueblo. Todavía hoy su fachada, sencilla pero impresionante, domina el horizonte del Socorro. La primera piedra se colocó el 16 de septiembre de 1787, con las ceremonias apropiadas. La iglesia y el monasterio se concluyeron el 24 de julio de 1795. Siempre celosos defensores de la autoridad de la corona española, los capuchinos fueron echados sin ceremonias del monasterio en 1815, cuando soplaron por el Socorro los primeros vientos de la independencia. Con su visita pastoral de cinco meses al Socorro, el arzobispo Caballero y Góngora adquirió una rica experiencia que habría de resultarle invaluable para consolidar la pacificación de todo el reino, tras haber asumido el virreinato el 15 de junio de 1782.
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18. La zanahoria y el garrote
A partir de la noche del 12 de mayo de 1781, cuando el regente visitador general Gutiérrez de Piñeres huyó de Bogotá, el verdadero poder político quedó en las firmes manos del arzobispo Antonio Caballero y Góngora. Pero no era ahí donde residía la autoridad nominal. El virrey Flórez continuó en su cargo hasta el 31 de marzo de 1782, aunque su poder real se circunscribía a las provincias de la costa. La junta general de tribunales, compuesta por la audiencia y por representantes de otros organismos burocráticos, ejerció una especie de autoridad nominal en el interior del Nuevo Reino hasta su disolución, el 10 de septiembre de 1781, cuando se le traspasó a la audiencia la autoridad única.1 El 13 de febrero de 1782, un Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, algo escarmentado pero terco todavía, terminó su exilio de nueve meses en Cartagena y volvió a Bogotá, ostensiblemente para asumir otra vez sus cargos de regente de la audiencia y visitador general del reino.2 Pero el 21 de enero de 1782 todos los poseedores de alguna autoridad nominal habían recibido un recordatorio del agradecido Carlos III en el sentido de que en todas las cuestiones referentes a la pacificación del reino se debía acatar la autoridad del arzobispo, a quien el rey concedió carta blanca para otorgar la amnistía.3 Carlos III aceptó por fin la renuncia del fatigado virrey Flórez. Su sucesor, Juan de Torreázar Díaz Pimienta, un oficial del ejército que desempeñaba la gobernación de la provincia de Cartagena, fue nombrado virrey ad ínterim, el 31 de marzo de 1782, pero murió el 11 de junio, tan sólo cuatro días después de su llegada a Bogotá.4 Gutiérrez de Piñeres convocó inmediatamente a la audiencia. Este tribunal intentó sin éxito una jugada política. Al negarse deliberadamente a abrir el sobre sellado que contenía las instrucciones del rey sobre la sucesión
AHN, Los Comuneros, 4:162. Flórez actuó aguijoneado por Gutiérrez de Piñeres. Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 28 de julio de 1781, AGI/ASF 662. 2 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 28 de febrero de 1782, AGI/ASF 661. 3 Gálvez a Caballero y Góngora, 21 de enero de 1782, AGI/ASF 633. 4 CA, 2:194-97. 1
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en caso de vacancia en el virreinato, la audiencia optó por la solución estatutaria habitual. La autoridad se dividió entre el regente de la audiencia, en lo concerniente a cuestiones militares, y la audiencia misma para la jurisdicción civil o política.5 Dos días después el arzobispo llegó a Bogotá. Insistió en que se abriera el sobre sellado con las instrucciones reales y, dada la considerable resistencia de algunos oidores, atrajo a su opinión una mayoría del tribunal. El sobre sellado contenía la real cédula del 16 de noviembre de 1777, donde se estipulaba que Caballero y Góngora debería ejercer el virreinato ad ínterim en caso de que el virrey Flórez o el gobernador Pimienta muriesen o quedasen incapacitados para el cargo.6 Caballero y Góngora, que había sido virrey de facto desde el 12 de mayo de 1781, fue debidamente consagrado como virrey de jure el 15 de junio de 1782. Era obvio que algunos miembros de la audiencia se resentían ante la influencia política obtenida por el arzobispo después de mayo de 1781. También había varios jueces que sostenían enconadas disputas con el regente visitador general. Su intento de tomarse el gobierno estaba justificado ostensiblemente por el precedente de que muy raras veces, desde Fernando VI, un arzobispo había actuado como virrey ad ínterim. Con los Habsburgos del siglo XVII, el 27 por ciento de los virreyes interinos había sido eclesiásticos; con los Borbones más recientes (1746-1813) hubo sólo tres obispos virreyes, un cinco por ciento.7 Los Borbones, cada vez más ansiosos de reducir la influencia eclesiástica, habían implantado la costumbre de que la audiencia reemplazara transitoriamente a un virrey fallecido, hasta que su sucesor permanente llegara a su residencia. La cédula de 1777, donde se estipulaba el nombramiento de Caballero y Góngora, constituía una desviación de esa regla. No se sabe bien por qué tomaron esa decisión Carlos III y Gálvez. Pero para ellos fue una suerte, ya
Ibíd., págs. 194-202. Caballero y Góngora a Gálvez, 19 de junio de 1782, en AGI/ASF 594, y 31 de enero de 1783, AGI/ASF 736-A. Gutiérrez de Piñeres apoyaba a Caballero y Góngora: Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 20 de junio de 1782, AGI/ASF 658. 7 Michael Flamingo, “Viceregal Recruitment Patterns in the Spanish-American Colonies”, trabajo de seminario para el profesor Peter H. Smith, otoño de 1971, Universidad de WisconsinMadison. 5 6
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que el prelado disponía en abundancia de las aptitudes políticas necesarias para restañar las heridas de 1781, mientras que la audiencia estaba plagada por las animadversiones personales y por un faccionalismo virulento. No sólo el agradecido Carlos III le confirió a Caballero y Góngora la orden de Carlos III sino que el 7 de abril de 1783 lo nombró virrey en propiedad, por el acostumbrado periodo de cinco años.8 Fue el único prelado que entre 1746 y 1813 recibió tal honor. Incluso los Habsburgos rara vez habían nombrado a un arzobispo como virrey en propiedad, ya que no se consideraba deseable que por más de un año concurrieran en una misma persona los más elevados cargos del Estado y de la Iglesia. El destacado honor conferido a Caballero y Góngora se debió a la circunstancia única de haber restablecido el orden después de un grave traumatismo. El nuevo virrey trató de mantenerse en armonía con la audiencia. Aunque aparentemente se hallase en términos cordiales con sus magistrados, llegó a desconfiar de algunos de ellos. Algunos oidores intrigaban con individuos cuya lealtad a la corona en 1781 había sido sospechosa. Se indignó en especial cuando un magistrado le confió a Berbeo que el indulto del rey podía excluir a los jefes de la revolución. Pacientemente, Caballero y Góngora acopió pruebas sobre la poca confianza que inspiraban algunos magistrados. El 31 de enero de 1783 emitió sus acusaciones en una carta a José de Gálvez.9 El ministro de las Indias aceptó de inmediato las recomendaciones del prelado. Los oidores Joaquín Vasco y Vargas y Pedro Catani y los fiscales Manuel Silvestre Martínez y José Merchante de Contreras se sorprendieron al enterarse de que habían sido trasladados a otras audiencias.10 Con el viaje a España del regente visitador general el 7 de diciembre de 1783, y el retiro por motivos de edad del oidor decano, Juan Francisco Pey y Ruiz, Caballero y Góngora había dado un golpe de estado incruento. Así consolidó su indisputado dominio sobre la magistratura.
Gálvez a Caballero y Góngora, AHN, Los Comuneros, 12:172; Carlos III a Caballero y Góngora, 17 de abril de 1783, AGI/ASF 633. 9 Caballero y Góngora a Gálvez, 31 de enero de 1783, AGI/ASF 736-A. 10 Ver comentario al margen del rey, ibíd., 12 de junio de 1783. Las cédulas se expidieron cuatro días después, el 16 de junio (ibíd.). 8
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El documento más significativo de su administración virreinal fue el perdón general proclamado el 7 de agosto de 1782, menos de dos meses después de haberse posesionado de su cargo. Junto con “nuestra cédula”, las capitulaciones de Zipaquirá y la sentencia de muerte de José Antonio Galán, el de indulto general es uno de los documentos claves de la Revolución de los Comuneros. En un sentido muy real, constituye la respuesta de Caballero y Góngora a las capitulaciones. En cuanto tal, representa la salida definitiva a la crisis de 1781” Además, en el texto del documento el nuevo virrey esbozaba políticas básicas que habría de emprender su administración. El documento ofrecía una amnistía general y definitiva a todos los que hubieran participado en el levantamiento, y confirmaba, por lo tanto, el perdón provisional otorgado por el virrey Flórez en agosto de 1781. Todo el que estuviera encarcelado quedaba libre. Todo el que se hallara escondido tenía tan sólo que inscribirse ante la audiencia, dentro de un plazo de un año, para obtener el perdón. Además, la amnistía general incluía el derecho de ejercer cualquier puesto electivo u honorario dentro de la comunidad. El arzobispo aceptaba al pie de la letra la defensa convencional de la mayoría de los capitanes: la de que las turbas airadas los habían obligado a aceptar cargos dirigentes, y de que sólo ellos podían impedir que la cólera popular se desbordara en anarquía y pillaje. En su carta explicativa a Gálvez, Caballero y Góngora se esforzaba en explicar la necesidad de conciliarse las simpatías de las élites locales en las villas y parroquias de donde habían salido la gran mayoría de los capitanes. Los excapitanes solían ser las personas más calificadas para desempeñar cargos públicos. Si se les descartaba, el gobierno local quedaría en manos de “rústicos incapaces de administrar una justicia equitativa”.11 Aunque el arzobispo virrey recalcaba la conveniencia de conciliarse los ánimos de las pequeñas élites rurales, estaba resuelto a descubrir y castigar a los cabecillas en Bogotá. Sus sospechas se centraban en el círculo de Jorge Miguel Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594. Esta carta deja en claro que fue el arzobispo y no el rey quien adoptó esa política. Con razón Cárdenas Acosta critica a Arciniegas por afirmar que tal política se originó en España (Los Comuneros, págs. 195-200). El perdón fue publicado por la nueva imprenta. Para una copia ver AHN, Los Comuneros, 46-65. Para una copia más accesible ver CA, 2:205-217. 11
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Lozano de Peralta. Pero el prelado tenía que actuar cautelosamente para no atraerse la animadversión de las familias criollas –los Prietos, los Ricaurtes, los Caicedos, los Oriundos, los Álvarez– que durante decenios habían desempeñado papeles destacados en la administración burocrática del Nuevo Reino. El arzobispo ordenó una investigación secreta de las actividades de Manuel García Olano, pariente político del marqués. No se pudieron comprobar actos positivos y específicos de traición, tales como el envío del texto de “nuestra cédula”, o el del manifiesto de Silos, desde Bogotá al Socorro. Estaba claramente establecido que García Olano le suministraba a sus corresponsales en el Socorro informes de última hora sobre los sucesos en la capital y en el Perú. Pero estas actividades epistolares distaban mucho de la traición propiamente dicha, como lo reconocía el propio arzobispo. En su correspondencia familiar y en sus conversaciones, García Olano solía referirse severamente a las políticas de Gutiérrez de Piñeres.12 Mas, para el caso, otro tanto le sucedía a la mayor parte de la Nueva Granada. De ahí que la decisión de Caballero y Góngora de destituir a García Olano como director del servicio postal y desterrado a Cartagena con el pretexto de infracciones administrativas hubiera sido un acto político, no jurídico. La táctica de desterrar a los alborotadores políticos y de ocultar las verdaderas razones de la determinación era típica del estilo político del arzobispo. En otra ocasión le aconsejó al presidente de la audiencia de Quito que adoptara la misma táctica en una situación parecida.13 Francisco Antonio Vélez, un burócrata trajinado, había sido uno de los capitanes generales de Bogotá en Zipaquirá, y era por tanto objeto de sospecha. Su hijo fue juzgado por la audiencia por adulterio continuo “con mujeres de la más baja extracción”. El padre, encolerizado, redactó un ataque calumnioso contra los jueces de su hijo, y le dio así un cómodo pretexto al arzobispo para trasladar a padre e hijo a cargos burocráticos muy lejanos de la capital.14 Expediente de García Olano. Para ejemplos de la simpatía de García Olano hacia los comuneros, ver CA, 2:219-20. Ver también “García Olano”. 13 Caballero y Góngora a Gálvez, 6 de febrero de 1783, AGI/ASF 736-A. 14 CA, 2:219; Caballero y Góngora a Gálvez, 31 de enero de 1783, AGI/ASF 736-A. Cárdenas Acosta aparentemente no vio otra carta de Caballero y Góngora a Gálvez, 31 de octubre de 1783, AGI/ASF 663. 12
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Inevitable sospechoso era otro capitán general de Bogotá, Francisco de Vergara, amigo de Berbeo. No pudieron allegar pruebas en su contra, pero caballero y Góngora tomó una desusada providencia. Envió órdenes secretas a la oficina postal de Cartagena para que interceptaran toda la correspondencia que Vergara pudiera recibir desde Europa, por si Vergara mantenía correspondencia con sus parientes jesuitas exiliados en Italia.15 Caballero y Góngora empleó tácticas similares cuando levantó el embargo a las propiedades de Ambrosio Pisco pero lo desterró a Cartagena. El virrey le confesó francamente a José de Gálvez que no consideraba como traidor al jefe titular de los indios. Más aún, le reconocía al antiguo cacique de Chía y señor de Bogotá su contribución a la pacificación de los indios. Pero las consideraciones políticas, no las jurídicas, eran las que prevalecían en el pensamiento del virrey. Ambrosio Pisco no podía seguir en el altiplano. Allí continuaría siendo un foco potencial para el descontento de los indios, en su calidad de descendiente de los caciques de Bogotá anteriores a la conquista.16 Hay más ejemplos de la afición de Caballero y Góngora a desterrar a revoltosos actuales o potenciales con cualquier pretexto. Algunas pruebas circunstanciales indicaban que el autor de la célebre “nuestra cédula” había sido el lego dominico Ciriaco de Archila. En 1784 Ardila fue discretamente enviado preso a un monasterio dominico en España.17 El sospechoso más prominente era el criollo más rico del Nuevo Reino, el primer marqués de San Jorge de Bogotá. El 15 de junio de 1784 Gálvez ordenó el arresto del marqués y de fray Ciriaco. El arzobispo virrey interpretó esa orden de manera flexible. Nunca acusó directamente al marqués de complicidad en los sucesos de 1781, pero en 1786 la ruidosa e interminable querella de don Jorge con algunos jueces le dio pretexto conveniente para desterrarlo a Cartagena, donde murió el 11 de agosto de 1793.18 Caballero y Góngora a Gálvez, 20 de junio de 1782, en CA, 2:221. Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594. 17 Ariza, Fray Ciriaco de Archila, pág. 43. 18 Para las querellas de don Jorge con la audiencia ver su carta al rey, 31 de octubre de 1785, British Libraries 1, Egerton 807, ff. 604-608. Ver también Ariza, Fray Ciriaco de Archila, pág. 32, y CA, 1:135. Mi análisis discrepa del de Edmundo Rivas, quien sostiene que el castigo a don Jorge no tuvo nada que ver con su actuación en 1781: “El marqués de San Jorge”, BHA 6 (1911): 721-50. 15 16
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En el caso de García Olano, Caballero y Góngora logró ser al tiempo compasivo y político. El haber dado de su propio bolsillo 500 pesos a la numerosa y desamparada familia de García Olano, y recomendar que se les otorgara una pensión, demuestra la generosidad principesca de que era capaz ese político implacable pero compasivo. El conde de Floridablanca aceptó su recomendación.19 La conducta de Caballero y Góngora era tanto política como humanitaria. García Olano estaba emparentado con varias familias criollas influyentes. El prelado debió de haberse dado cuenta, con realismo pero quizás con hastío, de que era pura locura echarse encima innecesariamente el establecimiento burocrático criollo.20 Sencillamente, el gobierno tenía que aprender a vivir con ellos, en lugar de intentar alejarlos de sus cargos, como en vano trató de hacerlo Gutiérrez de Piñeres. El establecimiento criollo se tranquilizó al ver que no iba a ser expulsado de la burocracia. En 1787 fue nombrado el primero y único juez criollo de la audiencia durante el reino de Carlos III: se trataba de Joaquín de Mosquera y Figueroa, de Popayán, tío de los célebres hermanos Mosquera que desempeñaron papeles estelares en la historia de la república de Nueva Granada.21 Con la creación de los muchos cargos requeridos por las innovaciones fiscales de Carlos III, era posible atraerse al establecimiento criollo al otorgarle una buena tajada burocrática. 19 Caballero y Góngora a Gálvez, 31 de mayo de 1783, AGI/ASF 600; a Floridablanca, 31 de enero de 1781. AGI/ASF 736-A. Inicialmente García Olano fue sentenciado a destierro en España, pero luego la sentencia fue rebajada a destierro en Cartagena: AHN, Juicios Criminales, 183:154-58. 20 Caballero y Góngora a Floridablanca, 31 de enero de 1783, AGI/ASF 736-A. Una indicación del deseo de la corona por conciliarse con las élites criollas fue la decisión del consejo de las Indias que le permitía al antiguo marqués reasumir su título en 1787. Ver Rivas, “El marqués de San Jorge”, págs. 749-750. Caballero y Góngora rechazó la solicitud del marqués de un alto cargo en la milicia reorganizada, pero le otorgó un cargo a su hijo, de quien no recelaba: Caballero y Góngora a Gálvez, 30 de abril de 1785, AGI/ASF 603. Para otra manifestación de la preocupación de Caballero y Góngora por ganarse el establecimiento burocrático criollo ver Caballero y Góngora a Gálvez, 31 de octubre de 1783, AGI/663. Para el regreso de los criollos a sus cargos en el reinado de Carlos IV ver cap. 1, nota 26. Otra indicación de la recuperación de los criollos es el nombramiento provisional por la audiencia el 19 de diciembre de 1781 de Eustaquio Galavis y Hurtado como corregidor de Tunja. Su nombramiento en propiedad fue recomendado con entusiasmo por Caballero y Góngora: Rojas, Corregidores, págs. 571,573. 21 Restrepo Sáenz, Biografías, págs. 383-93.
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En el texto del indulto general el arzobispo virrey invocaba la imagen intimidante de José Antonio Galán: Notorios han sido a todo el reino los escandalosos delitos del nominado José Antonio Galán, y el ejemplar suplicio con que fue castigado con tres de sus principales cómplices. Sin embargo, considerando por una parte satisfecha la justicia, y escarmentados debidamente los que se dejaron seducir y engañar por un hombre de oscurísimo nacimiento, exaltándolo por desgracia suya y por una especie de fanatismo, hasta el ridículo concepto de jefe invulnerable; considerando, por otra parte, la heroica lealtad de aquellos fieles vasallos que, atropellando dificultades y peligros, se arrojaron a prender y disipar esta despechada tropa de facinerosos, para quitar aquel negro borrón a la patria y precaver que se comunicara el fuego de la rebelión a las provincias más remotas.22
Había llegado el momento de un acto simbólico de reconciliación. El prelado instruyó a los alcaldes ordinarios del Socorro, San Gil, Charalá y Guaduas para que quitaran de las plazas los miembros putrefactos de José Antonio y de sus tres compañeros, y para que los enterraran de acuerdo con los ritos de la iglesia, a fin de “borrar, si fuere posible, de la memoria de las gentes aquel triste monumento de infidelidad”.23 Caballero y Góngora se consagró a las cuestiones prácticas relativas a los impuestos que habían suscitado la ira de todos los grupos, en especial de los plebeyos. Su política era la de hacer el máximo de concesiones para aplacar la cólera popular, sin lesionar excesivamente los intereses de la hacienda real. Por lo tanto, el prelado ofreció mucho menos que el repudio total a los programas de Gutiérrez de Piñeres, tal como se había convenido en Zipaquirá, pero propuso un compromiso serio y significativo. Reconocía con franqueza lo oneroso de la carga impositiva, que hoy se pagaba en tributos y mañana en sangre.24
CA, 2:208. Ibíd., pág. 209. 24 Pérez Ayala, Caballero y Góngora, pág. 7. 22 23
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Si bien los indios, como tales, no eran mencionados específicamente en el texto del perdón general, el arzobispo identificó como fuente principal del descontento de los indígenas el apetito de tierra y de trabajadores que mostraban criollos y mestizos al infiltrarse en las tierras comunales de los indios. Aunque desterró a Ambrosio Pisco, ratificó la política formulada inicialmente por Gutiérrez de Piñeres en su memorando del 3 de febrero de 1780. Se negó a derogar las consolidaciones de resguardos efectuadas antes de 1778, pero le garantizó a la comunidad indígena que no se producirían más reducciones de los resguardos. El regreso de estos dos funcionarios a un paternalismo a lo Habsburgo, aunque modificado, habría de continuar hasta el fin del régimen español. Hasta la época republicana, en la primera mitad del siglo XIX, no pudieron los criollos y mestizos acabar con las tierras comunales indígenas. En cuanto a los impuestos y a los monopolios reales, el perdón definitivo de Caballero y Góngora, el 7 de agosto de 1782, constituía apenas una versión modificada de las concesiones formuladas por el virrey Flórez el 20 de octubre de 1781. Hay que recordar que Flórez hizo esas concesiones en atención al consejo del arzobispo, quien entonces se hallaba en el Socorro. Instalado ahora en la sede virreinal, Caballero y Góngora mantuvo la rebaja del precio del tabaco y del aguardiente, la reducción de la alcabala al dos por ciento tradicional en las provincias del interior y al cuatro por ciento en las de la costa, y la cancelación del impuesto de armada de Barlovento. En octubre de 1781 el virrey Flórez había derogado las guías y tornaguías. Pero en su indulto general Caballero y Góngora las restableció en parte, en forma mucho más simplificada, con la esperanza de conseguir, simultáneamente, dar satisfacción a los comerciantes indignados con las tediosas formalidades de Gutiérrez de Piñeres, y proteger la hacienda real contra posibles fraudes. El perdón de agosto no mencionaba específicamente el cultivo del tabaco en el Socorro y San Gil. Menos de dos meses después, el 27 de septiembre de 1782, Caballero y Góngora dirigió su carta pastoral a las villas del Socorro y San Gil, en las que derogaba las concesiones de Flórez. La labor de persuasión de los capuchinos en el Socorro había preparado a la población de la región para aceptar sin un susurro de protesta la prohibición del arzobispo. Así, Caballero y Góngora rescató el monopolio real del tabaco de Gutiérrez de Piñeres, 316
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el cual siguió vigente hasta el 1º de enero de 1850, cuando lo abolió un gobierno republicano. El prelado reconocía sinceramente que la ira popular contra los monopolios y los impuestos se debía en buena parte a la manera brutal como se recaudaban en los pueblos y parroquias pequeños por funcionarios subalternos de la hacienda. Les prometió solemnemente a los súbditos del rey eliminar esos duros y groseros tratamientos, característicos tan sólo de épocas bárbaras y que tantas protestas habían causado.25 Caballero y Góngora no necesitaba apoyarse, como lo había hecho Gutiérrez de Piñeres, en la coacción brutal para defender los intereses de la hacienda real, sino que contaba también con la capacidad de persuasión de los capuchinos para moldear a la opinión pública. Como consecuencia directa de la protesta de los comuneros la corona no se atrevió a establecer en la Nueva Granada las cinco intendencias previstas para supervisar la administración fiscal. Su creación en los otros virreinatos del nuevo mundo había sido una de las principales innovaciones administrativas de Carlos III. La eficacia de las intendencias para promover el progreso y acrecentar los ingresos reales es una cuestión académica.26 Incluso sin esas unidades administrativas las innovaciones de Carlos III en la Nueva Granada deben considerarse como un indudable éxito, ya que los ingresos públicos aumentaron de manera espectacular durante los decenios subsiguientes. La suma total de las concesiones fiscales de Caballero y Góngora constituye una victoria significativa para los hombres y mujeres que en 1781 tomaron las armas contra las innovaciones fiscales del regente visitador general. CA, 2:213. La crisis de 1781 fue la justificación de Caballero y Góngora para no introducir el sistema de intendentes a la Nueva Granada. Ver su Relación de Mando (20 de febrero de 1789) en Pérez Ayala, Caballero y Góngora, pág. 371 (citado en adelante como Relación de Mando). También mi Kingdom of Quito, págs. 174-75, y Lillian Estelle Fisher, The Intendant System in Spanish America (Berkeley, 1929). El estudio más profundo y mejor documentado sobre el sistema de intendentes es el de Lynch, Spanish Colonial Administration. Ver también Navarro García, Intendencias de Indias; J .R. Fisher, Colonial Peru. Para un estudio reciente y sugestivo ver Horst Pietschmann, Die Einfiihrung des Intendantsystems in Neu-Spanien im Rahmen der allgemeinen Vervaltungsreform der Spanischen Monarchie in 18 Jahrhundert (Colonia, 1972). Cuando Flórez fue virrey en México de 1787 a 1789, se mostró hostil al sistema de intendencia: Brading, Miners and Merchants, pág. 33. 25 26
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Como es obvio, no consiguieron su exigencia máxima de que el nuevo programa se cancelara totalmente, pero el arzobispo virrey tampoco siguió el consejo de Gutiérrez de Piñeres para que fuera restaurado in toto. Lo que necesita una explicación es la abrupta alza de los ingresos, de 950.000 pesos en 1772 a 2’453.096 al final del régimen colonial.27 Algo más de la tercera parte del aumento puede atribuirse a nuevas fuentes de ingresos. El monopolio del tabaco, que producía 470.000 pesos, no se estableció productivamente hasta después de 1781. Otra fuente de ingreso posterior a 1772 eran los 65.000 pesos que percibía la corona por la administración directa de las salinas, antes propiedad comunal de los indios. Después de 1781 la corona siguió apoyada en impuestos tradicionales. El ingreso del monopolio de aguardiente, que ya desde la administración del virrey Mesía de la Cerda (1761-72) producía 200.000 pesos al año, había ascendido a 295.048. Otras fuentes de ingresos tradicionales e importantes eran la alcabala (184.880 pesos), el gravamen a las importaciones (191.000 pesos) y la acuñación de moneda (150.000 pesos). Los diezmos eclesiásticos llegaban a 100.000 pesos. Estas antiguas fuentes de ingreso representaban 920.928 pesos del total de 2’453.096. De ahí que si restamos los 535.000 pesos procedentes de los monopolios posteriores a 1772, el casi millón de pesos adicionales que la corona recolectaba después de las innovaciones fiscales de Carlos III no puede explicarse por aumento alguno en las tasas de los impuestos tradicionales. La sustitución de las rentas arrendadas por un sistema de administración directa a cargo de burócratas asalariados es quizás el factor más importante para explicar el éxito espectacular del programa fiscal de Carlos III. Después de 1781 el gobierno recolectaba con más eficacia los antiguos impuestos que seguían cobrándose a las tasas tradicionales. Todo indica que los tres decenios posteriores a la Revolución de los Comuneros se caracterizaron por la expansión económica moderada y por el aumento significativo de la población. La implantación de la política de libre comercio con el imperio después de 1778 27 Para las estadísticas del tesoro ver Restrepo, Historia de la revolución de Colombia, 1:29. Francisco Antonio Moreno y Escandón, “El estado del virreinato de Santa Fe, 1772”, BHA 23 (1936): 605.
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y la introducción de algunas formas nuevas de tecnología probablemente contribuyeron a consolidar la modesta prosperidad de que siguió disfrutando la Nueva Granada durante los últimos decenios del imperio español. El monopolio del tabaco, métodos más eficaces para recolectar los impuestos y una modesta expansión de la economía le dieron a Caballero y Góngora la posibilidad de hacer algunas concesiones tributarias significativas sin poner en peligro el objetivo cardinal de Carlos III: aumentar los ingresos de la hacienda real. El aporte más importante del arzobispo virrey fue el rescate del monopolio del tabaco, que representaba casi la tercera parte del aumento de los ingresos públicos. Mas, para obtenerlo, Caballero y Góngora tuvo que desplegar toda su pericia de político. Gutiérrez de Piñeres era un tecnócrata enérgico pero sin imaginación, insensible a las sutilezas de la táctica. Con toda la astucia de un príncipe eclesiástico del Renacimiento, Caballero y Góngora era también un político realista, compasivo y paciente. Nunca vaciló en su determinación de salvar las innovaciones fiscales de Carlos III y de aliviar al mismo tiempo los principales factores de descontento, tanto entre las élites como en los demás grupos. La receta de su éxito fue introducir las innovaciones fiscales y económicas de Carlos III con tácticas paternalistas que evocaban a los Habsburgos. Su estilo político era Habsburgo, pero el sólido contenido de su política era Borbón. Político por excelencia, se daba cuenta de que para llegar a determinada meta la línea recta no es necesariamente la distancia más corta entre dos puntos. Había que emplear el compromiso, la persuasión, el disimulo, la retirada transitoria, a fin de seducir a los intereses creados de vieja data para que aceptaran el cambio. En una ocasión le confiaba a José de Gálvez: “Es necesario viajar lentamente para no alarmar la mentalidad de las gentes”.28 Gutiérrez de Piñeres se sentía confuso y molesto con los zigzagueos políticos de Caballero y Góngora. En lenguaje contenido se quejaba a Gálvez
Caballero y Góngora a Gálvez, 15 de octubre de 1782, AGI/ASF 594; Víctor Frankl, “Estructura barroca”, ha argüido convincentemente que Góngora participaba del concepto barroco de “razón de estado”, el cual sostenía que los gobernantes pueden romper cualquier ley –positiva, natural, y hasta divina– si están en peligro la seguridad y el bienestar del estado. Aunque respeto su erudición, no puedo adherirme a su tesis principal; el estilo de Caballero pudo haber sido el de los Habsburgos del siglo XVII, pero el contenido de sus políticas estaba impregnado de espíritu borbónico. 28
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de la “política de indulgencia y disimulo” del prelado.29 Pero Gálvez no le prestó atención. Caballero y Góngora manejó a Gutiérrez de Piñeres con su habitual finesse. Si bien le reconocía su competencia como funcionario fiscal, desatendía cortésmente sus consejos en materia política. Sin embargo, el virrey seguía consultando al regente sobre todos los asuntos. Gradualmente se fueron acercando uno al otro en virtud del común recelo a los oidores Vasco y Vargas y Catani y a los fiscales Silvestre Martínez y Merchante de Contreras. No sólo Gutiérrez de Piñeres estaba resentido con ellos por haberlo tildado de cobarde cuando huyó de Bogotá, sino que el arzobispo y el regente visitador general compartían el repudio a la revelación de informaciones confidenciales a personas que no pertenecían al gobierno. Por lo tanto, apoyó la recomendación del virrey para que fueran trasladados a otros cargos.30 En 1782 Gutiérrez de Piñeres ya no era el tozudo guerrero de antes del 12 de mayo de 1781. Mal de salud y cansado de las batallas políticas de Bogotá, esperaba el prometido ascenso a un escaño en el consejo de Indias, en España. El 7 de diciembre de 1783 el regente visitador general salió de Bogotá en largo viaje de regreso a la patria.31 Pese a sus achaques de salud, el primer regente de la audiencia de Bogotá sirvió en el consejo durante diecinueve años, hasta su muerte, en 1802.32 En el perdón general, Caballero y Góngora proclamaba una amnistía y otorgaba algunas concesiones en materia impositiva, pero también les ofrecía a las élites criollas un retorno más que parcial a los procedimientos tradicionales de gobierno consultivo ejercido juntamente por los españoles de América y de Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de julio de 1782; 31 de agosto de 1782, AGI/ASF 658. En su Relación de Mando, págs. 298-307, Caballero y Góngora alaba con entusiasmo los logros y el estilo diplomático del virrey Flórez. Insinuaba con tacto que la crisis de 1781 se precipitó hasta cierto punto por las tácticas intransigentes y carentes de diplomacia de Gutiérrez de Piñeres. 30 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de enero de 1781, AGI/ASF 736-A. Estos mismos magistrados habían sido los principales críticos de Gutiérrez de Piñeres. Para esta controversia ver: Actas de la junta, 9 de julio de 1781, AGI/ASF 663-A, y junta a Carlos III, 31 de julio de 1781, AGI/ ASF 662. Para la respuesta del regente ver Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 27 de agosto de 1781, ibíd. Este voluminoso memorando comprendía 48 folios divididos en 26 capítulos, con el título de Reflexiones. Ver también Carlos III a Gutiérrez de Piñeres, 18 de marzo de 1782, ibíd. 31 Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 15 de enero de 1783, AGI/ASF 658. 32 Archivo General de Simancas, Sección XXIII (Dirección General de Tesoro), Inventario 13, legajo 9, documento 122. Samuel Chandler me suministró amablemente este dato. 29
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la península. Si bien recalcaba los peligros potenciales de aliarse a la “chusma” personificada en José Antonio Galán, les presentaba a los patricios algo nuevo, positivo y seductor. La corona, argüía, merecía la obediencia irrestricta de sus súbditos, en particular de los prósperos e influyentes, no sólo porque así lo había establecido Dios sino también porque solamente el Estado estaba en capacidad de introducir la ciencia y la tecnología. De ese modo aumentaría la riqueza, para mutuo beneficio tanto de la corona como de los criollos. El arzobispo apelaba a las élites para formar una nueva alianza con la corona, a fin de promover el desarrollo económico y acrecentar la prosperidad.33 Poco había de original en el pensamiento económico de Caballero y Góngora. La mayor parte de sus ideas habían sido expuestas antes por José del Campillo y Cosío y por Bernardo Ward. Su encomio al valor marcial de los conquistadores y a su presunta ineptitud como agricultores, su oposición a los latifundios, su crítica a la explotación del trabajo de los indios, su deseo de congregar las poblaciones rurales dispersas, y su desprecio por la pereza y el vagabundaje, tantas veces citados, aparecieron antes sin excepción en las recomendaciones de Campillo y Ward que fueron origen del plan general para la modernización del imperio español durante el reinado de Carlos III.34 Lo destacado en Caballero y Góngora fue la energía con que trató de llevar a la práctica esos planes. La visita del oidor Mon y Velarde contribuyó a la subsiguiente prosperidad de Antioquia.35 Ya en 1783, el décimo libro publicado por la nueva imprenta en Bogotá era un tratado sobre la vacunación contra la viruela.36 En 1784 se fundó en Mompós una Sociedad Económica, cuyas diversas secciones estaban dedicadas todas a difundir la nueva tecnología. En Bogotá se instituyó otra entidad semejante en 1801, pero esta última no disfrutaba del patrocinio personal del arzobispo virrey.37 CA, 2:209. Para el programa Campillo-Ward ver Ward, Proyecto económico, págs. 225-319. El programa de desarrollo económico de Caballero y Góngora está expresado muy coherentemente en su Relación de Mando, págs. 315-22, 327-62. 35 Cruz Santos, Economía, 1:124-25. 36 Medina, La imprenta, págs. 30-31. 37 Robert Jones Smith, The Economic Societies in the Spanish World, 1763-1821 (Syracuse, 1958), págs. 154-56, 235-36. 33 34
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Sin ninguna duda, la hazaña científica más deslumbrante del arzobispo virrey fue su patrocinio, activo y continuado, a la célebre expedición botánica que habría de suscitar la admiración de los científicos en todo el mundo.38 Caballero y Góngora la organizó en 1783. Tuvo la buena fortuna de confiarle su dirección al sabio español José Celestino Mutis. En más de veinticinco años de investigaciones activas, la expedición acumuló una biblioteca de seis mil volúmenes, un herbario de más de 20.000 plantas, un semillero, una colección de muestras y de productos domésticos, una serie de pinturas sobre la fauna colombiana, y más de tres mil ilustraciones botánicas en color, que le hacían agua la boca a Humboldt cuando las veía. Se ocupó en geodesia, geografía y zoología, y fundó el Observatorio. Menos éxitos en sus resultados prácticos fue el patrocinio del arzobispo a la expedición mineralógica dirigida por José Elhuyar, pero la iniciativa es testimonio del vigor de sus intentos de introducir en la Nueva Granada los conocimientos útiles de la Ilustración.39 A fin de aumentar la riqueza productiva de la corona y de recuperar la lealtad de los criollos, especialmente entre los jóvenes, el arzobispo subrayó la necesidad de introducir tanto la ciencia aplicada como la pura. Había que cambiar drásticamente los programas de educación superior. La escolástica tuvo que ser reemplazada por el eclecticismo filosófico; en el estudio de las ciencias la autoridad de los antiguos y de la revelación religiosa hubo de abrirle el campo a la observación sistemática, la medición exacta y la experimentación. Como todos los ministros “ilustrados” de su época, Caballero y Góngora era discípulo de Benito Jerónimo Feijoo. Este sostenía que sólo en el campo de la teología la razón natural debería guiarse por la revelación sobrenatural y por la autoridad. El arzobispo virrey enunciaba concisamente ese objetivo cuando le observaba a su sucesor: 38 Kathleen Romolo, Colombia, Gateway to South America (Garden City, 1944), pág. 72. Ver también Diego Mendoza, Expedición botánica de José Celestino Mutis al Nuevo Reino de Granada (Madrid, 1909); Pérez Ayala, Caballero y Góngora. págs. 145-50, 341-42. Para algunas fuentes primarias básicas ver Guillermo Hernández de Alba, Archivo epistolar del sabio naturalista José Celestino Mutis, 2 vols. (Bogotá, 1947-49). Para una bibliografía sucinta ver Pacheco, La ilustración, pág. 15, nota 41. 39 Relación de Mando, pág. 345-53. Para una explicación de este fracaso ver Arthur P. Whitaker, “The Elhuyar Mining Missions and the Enlightment”, Hispanic American Historical Review 31 (1931): 557-85.
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Todo el objeto del plan se dirige a sustituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas, en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo, porque un Reino lleno de preciosísimas producciones que utilizar, de montes que allanar, de caminos que abrir, de pantanos y minas que desecar, de agua que dirigir, de metales que depurar, ciertamente necesita más de sujetos que sepan conocer y observar la naturaleza y manejar el cálculo, el compás y la regla, que de quienes entiendan el ente de razón, la primera materia y la forma sustancial.40
Durante todo el decenio de 1770 se había librado una verdadera batalla verbal entre los defensores de la vieja escolástica y los partidarios de la ciencia. Se empezó a hablar de la reorganización de la educación superior en 1768, después de la expulsión de los jesuitas y del cierre de su universidad Javeriana. Bogotá se quedó con una sola universidad, la de Santo Tomás, autorizada para otorgar los grados de bachiller, maestro, licenciado y doctor. La institución era administrada por los dominicos, quienes defendían celosamente como verdad única la herencia escolástica de Santo Tomás de Aquino. Pese a los denodados esfuerzos del virrey Guirior, de Mutis y del fiscal Moreno y Escandón, las fuerzas del tradicionalismo pedagógico obtuvieron una rotunda victoria el 13 de octubre de 1779. La nueva “junta de estudios” optó por una forma modificada de escolástica.41
Relación de Mando, pág. 341. Posiblemente la síntesis más completa de la controversia educativa está en las clásicas publicaciones de Guillermo Hernández de Alba, entre ellas Aspectos de la cultura en Colombia (Bogotá, 1947), págs. 117-27, 132-74 y Crónica del muy ilustre Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, 2 vols. (Bogotá, 1950), 2:87-96,127-37,141-53,157-65 y 187-91. Para un resumen breve y reciente ver Pacheco, La Ilustración, págs. 104-22. Con información también útil pero con algo de prejuicio favorable a los dominicos José Abel Salazar, Los estudios eclesiásticos superiores en el Nuevo Reino de Granada. 1653-1810 (Madrid, 1946), págs. 401-56, 532-625; Águeda María Rodríguez Cruz, O.P., Historia de las universidades hispanoamericanas. 2 vols. (Bogotá, 1973), 1:383-88; Gómez Hoyos, La revolución granadina, 1:319-22, 325-30. Ver también Frank Safford, The Ideal of the Practical: Colombia’s Struggle to form a Technical Élite (Austin, 1976), págs. 86-97. Para algunas fuentes primarias claves ver Carlos Restrepo Canal, “Documentos del Archivo Nacional”, BHA 24 (1937): 332-71; AHN, Colegios, 2:264-337, 710-96; 4:893-901; AHN, Instrucción Pública, 2:38 ss. 40 41
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Caballero y Góngora estaba resuelto tanto a rescatar el contenido básico del programa educativo de Moreno como a restablecer el monopolio del tabaco de Gutiérrez de Piñeres. En ambos propósitos siguió sus habituales tácticas de zigzagueo, sin apartarse jamás de su propia máxima de que es necesario viajar lentamente. Su política era la de socavar indirectamente a los dominicos y aplazar por algunos años al menos un encontrón directo con ellos. Su gran propósito era conseguir apoyo a la ciencia entre la juventud criolla, de tal modo que la presión de la opinión pública erosionara las defensas de la escolástica. El patrocinio del arzobispo a la expedición botánica constituyó un éxito espectacular como divulgación de los beneficios de la ciencia moderna. El equipo de investigadores de Mutis constituía de facto, una facultad de ciencias, en la que se educaron muchos criollos. José Celestino Mutis era el primer lugarteniente de Caballero y Góngora en el campo de la educación superior, así como Joaquín de Finestrad era su comandante de campo en el Socorro. De hecho, Mutis se destaca como el primer ministro de educación en la Nueva Granada, aunque ese honor debería atribuírsele también al fiscal Moreno y Escandón. Para presionar a los colegios del Rosario y de San Bartolomé, el arzobispo envió visitadores a esas instituciones. Estos informaron sobre irregularidades en el manejo de los fondos, así como sobre notables deficiencias en los programas de enseñanza. El arzobispo no lanzó acusaciones estentóreas.42 Se cuidó de no incurrir en el error táctico de Moreno, quien había atacado la escolástica con una complacencia visiblemente indiscreta, mas insistió en que las ciencias físicas y naturales se enseñaran en ambos colegios por profesores calificados. Logró que para la cátedra que desde 1762 ocupaba Mutis en el Rosario se nombrase un sustituto cuando el sabio se hallaba totalmente absorbido por la expedición botánica. La selección del candidato fue apropiada tanto desde el punto de vista pedagógico como del político. Fernando Vergara y Caicedo era discípulo de Mutis e hijo de Francisco de Vergara.43 Así, un retoño de la élite
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Relación de Mando, págs. 339-41. Ibíd., págs. 339-40.
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burocrática criolla predicaba el nuevo evangelio de las ciencias naturales en las aulas del Rosario. El joven Vergara pertenecía tanto a Dios como a la ciencia, ya que más tarde murió en un monasterio trapense en España. 44 Caballero y Góngora persuadió a uno de los profesores del colegio de San Bartolomé para que enseñara las más recientes teorías matemáticas, aunque formalmente no desempeñara una cátedra en ese campo. Los estudiantes apoyaron con entusiasmo la determinación de su profesor.45 Otra medida del arzobispo fue la de implantar la separación entre el colegio de San Bartolomé y el seminario diocesano. El prelado insistió en que las dos instituciones ocuparan edificios separados. Se mostraba particularmente inflexible respecto a que los estudiantes de derecho y de ciencias no recibieran una educación igual a la de los futuros sacerdotes.46 Quizás la medida más efectiva de Caballero y Góngora para aumentar las matrículas en ciencias naturales fue su insistencia en que se les diera a los estudiantes de los dos colegios la opción de elegir entre filosofía especulativa (escolástica) y filosofía práctica (ciencias físicas y naturales). Dado el clima de opinión favorable a las ciencias, al que tanto había contribuido el prelado, disminuyó el número de alumnos de filosofía escolástica mientras aumentó considerablemente el de matriculados en ciencias.47 Hasta 1787 Caballero y Góngora no consideró que la opinión pública estuviese lista para permitirse una confrontación directa con los dominicos. Retocó la propuesta de Moreno y Escandón para suprimir la universidad dominica de Santo Tomás. Propuso en cambio una universidad estatal y pública, que habría de llamarse universidad de San Carlos –naturalmente, en honor de Carlos III–. Sin caer en las polémicas de Moreno y Escandón contra los escolásticos, Caballero y Góngora contemplaba una universidad en que “las ciencias útiles y exactas”, como matemáticas, física e historia natural, tendrían plena supremacía.48 Tal universidad de San Carlos nunca llegó a la vida. Los
Hernández de Alba, Crónica, 2:224. Relación de Mando, pág. 339. 46 Ibíd., págs. 339-40. 47 Salazar, Estudios, pág. 453. 48 Para el texto del plan ver Pérez Ayala. Caballero y Góngora. págs. 267-83. 44 45
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dominicos ejercían aún suficiente influencia política en la corte para preservar su monopolio de la educación terciaria hasta el fin del régimen colonial. Pero estaban defendiendo un cascarón vacío. La nueva generación de estudiantes criollos consideraba claramente a las ciencias como el movimiento del futuro. Los partidarios de innovaciones educacionales tenían que vérselas no sólo con los defensores del statu quo sino también con un rival todavía más insidioso y más perenne: la carencia de fondos públicos y privados. Dado el apoyo entusiasta de varios virreyes, los innovadores indudablemente habrían logrado mucho más si hubieran contado con mayores ingresos. Como suele acontecer, los fondos estaban muy por detrás respecto a la ambición de sus planes. En la época de Caballero y Góngora se disponía sólo de 13.132 pesos anuales para cátedras de ciencias naturales.49 Si bien los dominicos ganaron la batalla para salvar a la universidad de Santo Tomás, Caballero y Góngora ganó la guerra para consolidar y ampliar la función de las ciencias exactas dentro de los programas de educación superior en la Nueva Granada. El arzobispo virrey sólo exageraba un tanto cuando le confiaba a Mutis: Y aunque no se puede decir generalmente que estas ciencias [fisico matemáticas] no se hayan cultivado con felices sucesos en este Reino (siendo vuesa merced su primer introductor), puedo no obstante lisonjearme de ser su restaurador, y quien las ha revocado como de un destierro largo y vergonzoso a que las había obligado la ignorancia y el indiserto celo por la antigüedad.50 Mutis fue ciertamente el precursor y Caballero y Góngora el consolidador de una verdadera revolución intelectual. Además, si bien es cierto que el cambio en los programas educativos era un objetivo usual de todos los ministros de Carlos III, la resistencia al cambio se mostraba mucho más intensa en la Nueva Granada que en otras partes del imperio. México, por ejemplo, fue un precursor. Ya desde 1760 los jesuitas habían transformado los programas en sus escuelas, y hacia 1780 la nueva ciencia era un movimiento intelectual floreciente. Esa oposición realza el papel que desempeñó Caballero y Góngora. Ibíd., pág. 340. Ibíd., pág. 166. La relación entre esta revolución intelectual y la independencia se examinará en el capítulo siguiente. 49 50
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Por mucho que el virrey creyera en una solución política en donde se combinaran el paternalismo y la conciliación con la firmeza, jamás olvidó que en Zipaquirá, sin apoyo militar, sus únicas defensas contra la cólera popular habían sido su ingenio y el prestigio de su cargo eclesiástico. En cuanto virrey, estaba resuelto a que un representante del monarca no volviera a hallarse en una situación tan expuesta. Su remedio fue reforzar el establecimiento militar. En su declaración final, dirigida a su sucesor, encomiaba calurosamente al virrey Flórez por su iniciativa de reforzar las milicias locales antes de introducir los cambios fiscales. La crisis de 1781 se había burlado de la predicción de Gutiérrez de Piñeres acerca de que los patricios y los plebeyos jamás establecerían una alianza en contra del gobierno.51 Caballero y Góngora fue el único virrey de la Nueva Granada no militar de profesión. Sin embargo, el único virrey sacerdotal resultó ser más militarista que cualquiera de sus antecesores o de sus sucesores militares. El arzobispo virrey le confiaba a su sucesor: Los gastos de mayor cantidad a que tiene que recurrir la real hacienda son sin duda el sustento de las tropas y de la marina. Antiguamente se hallaban las fuerzas reconcentradas en las plazas marítimas, cuando la policía de las provincias interiores, la administración de justicia y la autoridad de los ministros del rey descansaban en la fidelidad de los pueblos. Pero perdida una vez la inestimable inocencia original, necesitó el gobierno, y desearon los fieles vasallos (que finalmente lo vinieron a ser todos) el establecimiento de cuerpos militares para perpetuar el orden y la tranquilidad conseguida.52
Durante el gobierno de Caballero y Góngora el total de soldados no aumentó en forma apreciable, pero estos quedaron mejor distribuidos entre las provincias de la costa y las del interior. En 1789 había 3.959 regulares, 1.220 de los cuales estacionados en Bogotá; en 1781 sólo había 75 regulares en la Gutiérrez de Piñeres a Gálvez, 31 de marzo de 1780, AGI Audiencia de Quito 574. Pérez Ayala, Caballero y Góngora. pág. 380. Ver también Caballero y Góngora a Gálvez, 29 de mayo de 1782, AGI/Audiencia de Quito 574. 51 52
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capital. En 1779 había 14.592 milicianos disciplinados, todos confinados en las provincias marítimas y ninguno en el interior. En 1789 había 15.032 milicianos disciplinados, de los cuales 800 estacionados en Bogotá, con otros contingentes en Honda, Tunja y Socorro.53 Durante su mandato el arzobispo virrey le dio un papel nuevo al ejército como fuerza policial en el interior. La reorganización de la milicia constituyó la respuesta de Caballero y Góngora al artículo 18 de las capitulaciones. En lugar de una milicia controlada exclusivamente por las élites criollas, como la contemplada en Zipaquirá, la milicia sería un instrumento del gobierno, aunque buena parte de los oficiales fueran criollos. Caballero y Góngora quería combinar la persuasión pacífica con una fuerza militar organizada, para recordarles a los vacilantes que sólo el Estado poseía un poder coactivo legítimo. En este sentido se mostraba idéntico a la mayoría de los burócratas de Carlos III en todo el imperio, quienes, en contraste con los Habsburgos, veían en el ejército, y no en el clero, el bastión de la autoridad real. A la vez se mostraba distinto en cuanto continuaba apoyándose considerablemente en el clero. Al fin de cuentas, era tanto arzobispo como virrey. La política de Caballero y Góngora de tomar al ejército como fuerza interna de policía no sobrevivió mucho tiempo a su gobierno. En 1789 el ejército ocupaba el rubro más alto del presupuesto. Pero con sus sucesores inmediatos la influencia del ejército se redujo verticalmente, disminuyó el personal y se limitaron sus funciones. En 1794 el número de milicianos había descendido de 15.032 a 6.960, ninguno de los cuales estacionado en el interior. La guarnición de Bogotá la integraban sólo 564 regulares. Los gastos de mantenimiento parecen haber sido el factor decisivo en la determinación del gobierno de reducir sus cifras.54 Cuando Caballero y Góngora viajó a España en 1789, se hallaba gravemente endeudado, pese a un ingreso anual de 80.000 pesos. Obviamente; vivía en forma principesca. Generoso hasta el exceso, le donó a la arquidiócesis de Bogotá su considerable biblioteca y una importante colección de cuadros.55 Para las estadísticas militares ver Kuethe, “Military Reform”, caps. 4 y 7. Ibíd., cap. 7. 55 Pérez Ayala. Caballero y Góngora, págs. 187-94, 197-201, 285-96. 53 54
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Cuando un terremoto devastador asoló a Bogotá en 1785, la generosidad de Caballero y Góngora no se hizo sentir por su ausencia. Contribuyó con su sueldo de arzobispo para ayudar a los gastos de reconstrucción. Mientras vivió en Cartagena construyó una residencia confortable, aunque no lujosa, en Turbaco, que le costó unos 20.000 pesos. Le donó la casa a la corona para que sus sucesores en el virreinato tuvieran una residencia apropiada en un clima algo más salubre y agradable que el de la tórrida Cartagena.56 Claro está que el arzobispo daba frecuentes y generosas limosnas a instituciones eclesiásticas. Pero su generosidad no consistía exclusivamente en actos desinteresados de pura caridad cristiana. Su magnanimidad perseguía a veces un propósito político más mundanal. Al explicar el lamentable estado de sus finanzas, le confiaba al conde de Floridablanca, con discreta candidez y utilizando la tercera persona: Que el arzobispo de Santa Fe está abrumado de deudas porque ha permitido que sus obligaciones de pastor y de virrey consuman todas sus rentas, gastando parte de sus entradas en actos caritativos y destinando otras rentas a fines políticos con miras a comprar y a preservar (si son permisibles tales términos) con liberalidad la fidelidad y la lealtad de los vasallos del rey.57
La fórmula de Caballero y Góngora para restaurar la autoridad real después de la convulsión de 1781 fue un mosaico intrincado de lo viejo y de lo nuevo. A fin de salvar la sustancia del programa neomercantilista, más bien moderado, de Carlos III, sacrificó los objetivos políticos más radicales del monarca. Llegó a darse cuenta de que no podía desconocerse la compleja red de procedimientos y de costumbres políticas que gradualmente se había ido formando Para una lista parcial de sus limosnas ver ibíd., págs. 160-162. Algunos establecimientos eclesiásticos y muchos individuos laicos recibieron ofertas del arzobispo para reparar sus casas. Varias pertenecían a familias de la élite criolla como los Ricaurtes, Caicedos, Álvarez, Casals y Vélez. Caballero y Góngora a Gil y Lemos, 15 de mayo de 1789, AGI, Estado 54. 57 Caballero y Góngora a Floridablanca, 26 de marzo de 1789, ibíd. Todo lo referente a sus deudas está en este legajo. 56
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en la Nueva Granada durante más de dos siglos. La crisis de 1781 le enseñó que el gobierno podía ir tan de prisa como se lo permitiera su influencia sobre la opinión pública. Un proceso así hacía inevitables el compromiso y las concesiones. El ideal de Carlos III de una monarquía altamente centralizada en Madrid, que por decisión burocrática imponía los cambios desde arriba, tenía que dejarle campo al sistema tradicional de consulta y compromiso que puede denominarse la “constitución no escrita” de la Nueva Granada. El programa de Carlos III tenía que presentarse en un empaque Habsburgo. Las tácticas paternalistas constituían recurso natural para un arzobispo. El establecimiento burocrático de vieja data no se conmovía con la perspectiva de perder sus cargos, como trató imprudentemente de hacerlo Gutiérrez de Piñeres. Tampoco podía el gobierno imponer brutalmente las regulaciones y los impuestos nuevos contra los pequeños campesinos criollos y mestizos, igualmente denodados, que en las villas del Socorro y San Gil habían creado en el desierto comunidades agrícolas de modesta prosperidad en el transcurso de sólo tres generaciones. Ideológicamente, Caballero y Góngora intentó reemplazar el lema de los comuneros, profundamente arraigado en los sistemas tradicionales del pasado español –“Viva el rey y muera el mal gobierno”– con la doctrina borbónica de obediencia ciega a todas las formas de autoridad constituida. Aunque se esforzó por plasmar la opinión pública, no vaciló en hacer concesiones. Trató de amedrentar a las élites criollas para que ratificaran su lealtad a la corona al crear el mito de José Antonio Galán, revolucionario social. Pero se enfrentó a los criollos no sólo con una amenaza sino también con una perspectiva cautivante: la corona como creadora de prosperidad por medio de la introducción sistemática de la ciencia moderna y de la nueva tecnología. La reconciliación fue la meta primordial del arzobispo. La venganza habría sido contraproducente. Por eso otorgó una amnistía amplia; las excepciones notables fueron Galán y sus seguidores inmediatos –una sombría lección práctica– y el destierro de Bogotá de un puñado de perturbadores potenciales. Mientras le daba al gobierno un arma nueva y poderosa en forma de un ejército revitalizado, Caballero y Góngora prefería utilizar la táctica de la conciliación y de la persuasión, al menos mientras produjera los resultados apetecidos. 330
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No pueden menoscabarse las aptitudes políticas de Caballero y Góngora. Pero la relativa facilidad con que este diestro político reconstruyó el sistema es quizás la demostración más convincente de que las causas de la Revolución de los Comuneros no residían en el contenido neo mercantilista moderado de los cambios fiscales de Carlos III sino en los medios políticamente revolucionarios con que sus agentes, en un exceso de celo, trataron inicialmente de implantar estas innovaciones en la Nueva Granada.
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19. Caballero y Góngora y la Independencia de Colombia
La crisis de 1781 no fue una revolución social abortada, ni un primer paso de la Nueva Granada hacia la emancipación política de la corona española. Pero 1781 fue el preludio de dos movimientos de enorme importancia en la historia del siglo XIX: el federalismo y el anticlericalismo. Hay que distinguir nítidamente entre las consecuencias de la crisis de 1781 y sus antecedentes históricos. Estrictamente dentro del contexto de 1781, la Revolución de los Comuneros se conformaba a una dialéctica que solía funcionar durante el régimen colonial. Las autoridades centrales proponían políticas nuevas: tesis; las élites y los otros grupos en la Nueva Granada protestaban vigorosamente contra el contenido de las nuevas políticas así como contra la forma en que eran aplicadas: antítesis. Caballero y Góngora suministró la síntesis: un compromiso notablemente operativo y duradero entre las dos fuerzas. En este proceso ninguna de las dos partes obtuvo sus máximas aspiraciones; ninguna, tampoco, quedó con las manos vacías. Carlos III no logró institucionalizar su monarquía centralizada y unitaria, pero el poder central quedó vigorizado en forma considerable. Pero incluso ésta resultó ser una victoria pírrica. La involucración de España en las guerras de la Revolución Francesa después de 1789 produjo rápidamente una parálisis virtual del control de Madrid sobre sus posesiones de ultramar. Lo que ganó la corona por medio de sus innovaciones fiscales y técnicas fue un aumento de la prosperidad en sus dominios americanos y un aumento consiguiente en los ingresos reales. Los criollos de la Nueva Granada no lograron la utopía política consignada en las capitulaciones de Zipaquirá: autogobierno criollo bajo la égida de la corona. Pero obtuvieron una victoria importante al obligar a las autoridades a actuar dentro del espíritu de la “constitución no escrita” cuyos principios fundamentales eran la consulta, el cogobierno y el compromiso. El establecimiento burocrático criollo no fue despojado de sus atribuciones, como lo habían pretendido Gálvez
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y Gutiérrez de Piñeres. Juan Francisco Berbeo pudo haber perdido su cargo de corregidor, pero el incipiente federalismo que él representaba se vio vindicado en 1795 con la creación del corregimiento del Socorro, antecesor del estado de Santander en el siglo XIX. Y los hombres y mujeres de 1781, especialmente los pobres, obtuvieron no pocas concesiones tributarias y un procedimiento mucho menos abrupto para recolectarlas. También los indios obtuvieron una protección significativa. Para llegar a un compromiso tanto la corona como los comuneros hicieron sus principales concesiones en la esfera política. Ambos, de hecho, renunciaron tácitamente a sus respectivas revoluciones políticas. El arreglo definitivo estipulaba un regreso al statu quo constitucional previo a 1778, con algunas modificaciones significativas en pro de una mayor centralización. El carácter dialéctico de la crisis de 1881 y de su solución no constituye novedad. Esa era la forma como la Nueva Granada, así como los otros reinos de las Indias, habían sido gobernados durante más de dos siglos. La corona proponía, los colonos se oponían, y la burocracia buscaba el compromiso. Mediante el empleo cuidadoso de la fórmula “se obedece pero no se cumple”, este proceso de conciliar intereses conflictivos se efectuaba pacíficamente dentro de un marco burocrático.1 Lo peculiar de 1781 radica en que introdujo un factor nuevo en esta ecuación política tradicional: la coacción y la amenaza de violencia. El gobierno se negó deliberadamente a utilizar el veto suspensivo. Tuvieron que congregarse a un día de camino de Bogotá veinte mil ciudadanos airados, aunque mal armados, antes de que las autoridades se dieran cuenta de la necesidad de negociar un arreglo. Es posible especular que si el poder indiviso hubiera permanecido en las manos políticamente expertas del virrey Flórez en vez de pasar a un tecnócrata rígido y autocrático como Gutiérrez de Piñeres no hubiera habido encuentro en Zipaquirá en 1781. Tal era la opinión tácita de Caballero y Góngora.2 Con todo, el choque se produjo. Mas, incluso con el nuevo elemento de la violencia, la solución de la crisis se conformaba al patrón tradicional de propuesta, oposición y compromiso. 1 Para algunos ejemplos ver mi Kingdom of Quito, págs. 66-85, y mi Hispanization of the Philippines: Spanish Aims and Filipino Responses, 1565-1700 (Madison, 1959), págs. 93-120. 2 Ver su Relación de Mando, págs. 298-307.
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La historiografía no le ha sido favorable a Juan Francisco Berbeo. Muchos historiadores a quienes les agrada considerar a los comuneros como precursores de la independencia política lo han criticado con diferentes grados de intensidad por no haber ocupado la capital y por su presteza para aceptar las capitulaciones de Zipaquirá. Anteriormente dije que no fue incompetente ni desleal; que su objetivo real era el modesto de exigirles a las autoridades la vuelta al espíritu de la “constitución no escrita” de la Nueva Granada. Dentro de este contexto, Berbeo logró un éxito rotundo. Al encabezar hábilmente una coalición multiétnica que no carecía de sus propias tensiones internas, Berbeo y sus legiones le enseñaron a la administración española, de Carlos III para abajo, que no podían desconocerse impunemente las aspiraciones y las tradiciones de la Nueva Granada. No es ésta la materia de que están hechos los héroes populares, pero es un logro político significativo, aunque carezca de espectacularidad. La historiografía ha entronizado a José Antonio Galán como precursor de una frustrada revolución social de los de abajo cuando, dentro de los hechos históricos, era en 1781 tan partidario de la revolución social como pudo haberlo sido Juan Francisco Berbeo. Paradójicamente, el hombre que se dice derrotó a los comuneros, Antonio Caballero y Góngora, ha recibido de los historiadores un tratamiento más amable que el que le han dado a Berbeo. Es verdad que algunos han criticado su duplicidad de Jano, pero la mayoría han encomiado la manera conciliatoria como restableció la autoridad real. Por encima de todo, muchos colombianos ven con comprensible gratitud su patrocinio activo de las enseñanzas de la Ilustración. Pocos historiadores disentirán respecto a que 1781 constituye una línea divisoria en la historia de Colombia, aunque existe un honrado desacuerdo sobre el significado de esa frontera. Algunos historiadores económicos han subrayado la continuidad de 1778 a 1850 del monopolio del tabaco reorganizado por Gutiérrez de Piñeres.3 En ese periodo el tabaco, que constituía importante fuente de ingresos para el gobierno, se seguía produciendo para el mercado doméstico. Tan sólo desde 1840 se convirtió en producto de exportación, lo cual constituyó
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Harrison, “The Evolution of the Colombia Tobacco Trade”, 163-74.
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una nueva línea divisoria. En su estudio sobre las formas de tenencia de la tierra y de movilización del trabajo, William McGreevey considera el periodo de 1760 a 1845 como una unidad histórica. Bajo los últimos Borbones y a comienzos de la república el ritmo del cambio era real, pero lento en comparación con la aceleración que se produjo con la llegada de los radicales, los “Gólgotas”, al poder, durante los decenios comprendidos entre 1845 y 1885.4 ¿En qué sentido representa Caballero y Góngora una continuidad dentro de la historia de la Nueva Granada? La cuestión no ha sido explorada todavía. El prelado recibió la recompensa que específicamente había solicitado. El 19 de junio de 1789 llegó a La Coruña, de donde viajó a Córdoba, en su Andalucía natal, para asumir el obispado de esa histórica sede. Quizás el triunfo personal más deslumbrante de su gobierno tuvo lugar el 12 y el 13 de marzo de 1796, cuando recibió al rey Carlos IV y a su reina durante una gira por Andalucía. La recomendación del capítulo de la catedral al rey, de que solicitara al Papa el capelo cardenalicio para el arzobispo-obispo de Córdoba, se malogró, pues pocos días después de la salida de la real pareja, la muerte le llegó súbitamente a Antonio Caballero y Góngora, el 24 de marzo de 1796, a la edad de setenta y dos años.5 Durante sus últimos años y desde la aparente tranquilidad de Córdoba, Caballero y Góngora fue testigo de las primeras oleadas de la Revolución Francesa. Mas esta convulsión no destruyó del todo el mundo que con tanta habilidad había preservado en la Nueva Granada. La Revolución Francesa terminó por arrasar el principio de autoridad de la corona española en el nuevo mundo. De un lado, el arzobispo virrey intimidó a los criollos con el fantasma de la revolución social, a fin de destruir la coalición entre las élites y los plebeyos. Por otra parte trató de forjar una nueva alianza entre los criollos y la corona, basada no sólo en teorías sobre la monarquía sino en el interés económico. Fue el exponente de una doctrina de la Ilustración que propugnaba una nueva concepción de la legitimidad política, McGreevey, Colombia, págs. 19-48. Para su carrera como obispo de Córdoba ver Pérez Ayala. Caballero y Góngora. págs. 203-38. 4 5
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la que ha tenido considerable acogida incluso en nuestra época, y no sólo en Colombia sino en toda América Latina. Peter H. Smith ha denominado con propiedad a esta concepción de la legitimidad política como pericia funcional. Ese término, traducido a la terminología del siglo XVIII, quiere decir “despotismo ilustrado”. Añade Smith: Esta noción de logro-pericia se basa en la pretensión de que la autoridad debe estar en manos de gentes que tienen el conocimiento, la pericia o la habilidad general para producir logros específicos –por lo general, aunque no siempre, logros económicos–. En este caso la autoridad deriva esencialmente de la deseabilidad del logro mismo; hay un compromiso con el objetivo, no con los medios. Se exige así, y presumiblemente se obtiene, la obediencia política por razones no políticas. La estructura política per se pierde importancia. Los dirigentes están en libertad de adoptar cualquier método, no importa lo represivo que sea, en tanto puedan demostrar progresos hacia el objetivo que se busca.6
A finales del siglo XIX esta forma de legitimidad política obtuvo amplia aceptación en muchos países de América Latina bajo el lema positivista de “orden y progreso”. Dos de sus personificaciones más exitosas fueron Porfirio Díaz en México y Rafael Núñez en Colombia. Las similitudes y las continuidades entre Caballero y Góngora y Núñez son sorprendentes. Ambos estadistas compartían la misma finalidad de utilizar al Estado como instrumento creativo para promover la prosperidad económica mediante la introducción de la tecnología. Obviamente, el contenido de las políticas específicas de Núñez difiere del de las de Caballero y Góngora, ya que un siglo las separa. La tecnología de Núñez era navegación de vapor, telégrafos, ferrocarriles y mejoras en los correos; la de Caballero y Góngora consistía en la expedición botánica, la consolidación de la nueva ciencia en los programas de educación superior, nuevos métodos de extracción de minerales y la introducción de la vacuna
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Smith, “Political Legitimacy”, New Approaches to Latin American History, pág. 238.
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contra la viruela. En contraste con Caballero y Góngora, cuyo objetivo, en un imperio centralizado, era aumentar los ingresos gubernamentales por medio de una administración más eficiente de los monopolios reales, entre los años 1880 y 1890 Núñez pensaba en una autarquía de inspiración nacionalista. El Estado debía introducir tarifas para proteger a la industria naciente, en particular la de textiles. Núñez no podía propiciar en forma tan cruda el ideal de Caballero y Góngora de obediencia ciega, pero era partidario de una forma más tenue de autoritarismo político. Ambos, es cierto, tuvieron que consagrarle excesiva energía a los medios políticos, ya que la tarea del prelado consistía en liquidar un levantamiento y la del jefe conservador en trascender el legado político de la era radical. Pero ambos compartían la convicción de que la meta de la prosperidad económica –considerada en forma distinta– estaba por encima de los medios políticos utilizados.7 Ambos exigían obediencia política por razones esencialmente no políticas. Ambos eran abogados del estatismo en nombre del desarrollo económico. La pericia funcional no desapareció con la generación positivista de finales del siglo XIX. Ha aparecido en nuestra época en nuevas encarnaciones, a medida que docenas de regímenes han buscado la meta de la modernización por medio del desarrollo. La pericia para el logro ha sido la pretensión de varios regímenes militares contemporáneos, tan distintos como la tiranía de Trujillo en la República Dominicana y la actual dictadura del Brasil. En el decenio del 60, con la inspiración de la Alianza para el Progreso, muchos regímenes mucho menos autoritarios invocaron ese principio de legitimidad política. Todos ellos eran herederos remotos del despotismo ilustrado de Carlos III. Como recalca Smith, la aptitud para el logro no fue la única forma de legitimidad política que surgió en América Latina tras el derrocamiento de la legitimidad tradicional de la época colonial. La legalidad, el carisma y la personalidad dominante suministraron otros pretextos de igual importancia para justificar la autoridad gubernamental.8
7 Para un análisis sugestivo de las finalidades de Núñez ver Indalecio Liévano Aguirre. Rafael Núñez (Bogotá, 1944), págs. 168-81. 8 Smith. “Political Legitimacy”, págs. 229-55.
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Uno de los legados duraderos que Antonio Caballero y Góngora le dejó al país que gobernó con un máximo de benevolencia y un mínimo de represión es la noción de un Estado dinámicamente intervencionista como promotor de la prosperidad económica. De todos los ministros de Carlos III que buscaron este objetivo, fue él, sin duda, el más coherente y el más exitoso. El prelado le dejó a la Nueva Granada otra herencia importante. Él, más que cualquier otra persona en 1781, echó las bases para la emancipación política de una generación más tarde. Lo que en 1781 hacía impensable el repudio de la corona española es que todos, patricio criollo o mestizo plebeyo, aceptaban un principio de legitimidad política que era providencialista, autoritario y tradicionalista. Durante tres siglos la corona había pedido, y la había recibido con entusiasmo, la obediencia de sus súbditos dispersos por cuatro continentes, ya que todos creían que Dios había dispuesto así al mundo.9 Incluso en la esfera del mundo natural se buscaban explicaciones que se basaran en la autoridad de los filósofos de la antigüedad y estuvieran guiadas por la revelación religiosa, tal como la exponían los teólogos escolásticos. Los hombres de 1781 no tenían vara de medir distinta del autoritarismo tradicionalista y providencialista de sus antepasados. Su protesta angustiada y tumultuaria, consagrada en el lema “Viva el rey y muera el mal gobierno”, era simplemente la petición de que Carlos III y sus ministros gobernaran de acuerdo con los sistemas consagrados a lo largo del tiempo. Fue Caballero y Góngora quien les dio a los criollos las herramientas intelectuales para socavar los cimientos mismos del antiguo régimen. Él garantizó la victoria de una revolución pedagógica al consolidar la supremacía de la razón natural, sin necesidad de la revelación sobrenatural, para explicar el mundo natural. Su propaganda casi evangélica de la ciencia y de la tecnología nuevas estaba inspirada en el doble objetivo de sacar a la Nueva Granada de su perenne pobreza y de forjar una nueva alianza entre los criollos y la corona. Pero las consecuencias de largo alcance de su revolución pedagógica distintas de las que él había anticipado. La generación que llegó a la madurez entre 1781 y 1810 absorbió con avidez la nueva ciencia, pero después de 9 Para un análisis más amplio del carácter bastante complejo de la legitimidad tradicional en España ver Killgdom of Quito, págs. 320-37.
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1808 aplicó su metodología racional no sólo al ámbito físico y natural sino también, lo que resultó más importante, al mundo político. La filosofía política de la Ilustración, al recalcar el derecho a la insurrección, de soberanía popular, el contrato social y el gobierno representativo, suministraba un verdadero arsenal de argumentos. Los intelectuales criollos después de 1808 tuvieron así un criterio hostil para juzgar al antiguo régimen, algo que ostensiblemente hacía falta en 1781. La administración virreinal de Caballero y Góngora fue una línea divisoria en el ámbito decisivo de la legitimidad política. Por una parte, trató de reforzar la tradición providencialista de la legitimidad “al reemplazar el “se obedece pero no se cumple” del espíritu de los Habsburgos por la doctrina de obediencia ciega inspirada en el modelo de Luis XIV. Pero no era un ideólogo intransigente. Como político práctico, se hallaba perfectamente dispuesto a hacerle concesiones al espíritu de la “constitución no escrita” de la Nueva Granada que se había ido formando gradualmente durante los dos siglos de reinado de los Austrias. Pero su ideal de “despotismo ilustrado”, compartido por todos los ministros de Carlos III, era una forma nueva de legitimidad política que podía distinguirse fácilmente de la legitimidad tradicionalista. Y justamente fue eso lo que hizo la generación de 1810. El ideal del Estado como promotor de prosperidad podía llevarse a cabo tanto por una república dirigida por los criollos como por una monarquía tradicionalista. El énfasis de Caballero y Góngora en la ciencia y la tecnología contribuyó mucho a ampliar los horizontes intelectuales de la generación de 1810. El movimiento de independencia fue esencialmente aristocrático e intelectual. No fue el levantamiento de las masas laboriosas y oprimidas sino la obra de criollos de la clase alta, con orientaciones intelectuales, cuyas mentes y cuyas actitudes se habían visto estimuladas por el pensamiento científico de la Ilustración. Se puede alegar que la introducción de la nueva ciencia no refleja necesariamente una actitud mental más crítica. Los criollos aficionados a la ciencia pudieron haber aceptado la nueva ciencia como aceptaron la vieja ciencia escolástica, doctrinas recibidas e inculcadas de manera
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autoritaria.10 Aunque esto sea cierto en parte, la nueva ciencia representaba una manera racional y secular de mirar el mundo, y el mundo que veían era el de la Revolución Francesa y el de Napoleón. Ciertamente, es una ironía que un arzobispo que trató de crear una solidaridad nueva entre los patricios criollos y la corona le suministrara a la generación siguiente los instrumentos intelectuales para romper los viejos vínculos de la Nueva Granada con la madre patria. Para el caso, el propio sobrino de Caballero y Góngora, Manuel Torres, fue el primer representante diplomático de la recién nacida república de la Gran Colombia ante el gobierno de los Estados Unidos.11 Pero en 1810 había entrado en juego todo un conjunto de circunstancias nuevas, y en 1780 nadie hubiera podido anticiparlas. En 1810 se había dejado sentir el impacto de la revolución de América del Norte. La Revolución Francesa y Napoleón habían contribuido con otros ejemplos explosivos, y la crisis de la legitimidad monárquica en España le ofrecía a la generación de 1810 una seductora invitación a buscar la independencia política. Por mucho que los patriotas colombianos deban respetar el recuerdo y las acciones de Juan Francisco Berbeo y de José Antonio Galán, los comuneros, en última instancia, eran voceros de un mundo que pronto habría de esfumarse en el pasado. Fue Caballero y Gongora quien, sin darse cuenta, abrió la puerta que daba al futuro.
10 Frank Stafford me expuso vigorosamente un argumento semejante en una conversación personal. 11 Pérez Ayala, Caballero y Góngora, págs. 243-47.
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Nota sobre las fuentes La mayor parte de la documentación de este libro provino de dos sitios: el Archivo Histórico Nacional de Bogotá y el Archivo General de Indias de Sevilla. No resulta exagerado afirmar que la historia de los comuneros no puede escribirse sin largos periodos de investigación en esas dos célebres instituciones. El principal tesoro del Archivo Histórico Nacional son los dieciocho volúmenes encuadernados de manuscritos con el título de “Los Comuneros”. Son particularmente ricos en lo que concierne a los acontecimientos en la Nueva Granada, especialmente la correspondencia de los jefes comuneros entre sí y con las autoridades de Bogotá. Los otros grandes fondos de los archivos nacionales sólo aportan detalles complementarios importantes sobre la crisis de 1781. Este sólido acervo documental fue empastado gracias a la previsión de Germán Arciniegas, quien era entonces ministro de Educación en el gobierno del presidente Eduardo Santos. Después de ésta, la colección más rica en Colombia, aunque más reducida en su alcance que la de Bogotá, es el Archivo de la Notaría, alojado en la Casa de la Cultura del Socorro. Esa institución se fundó con el apoyo entusiasta de Horacio Rodríguez Plata. La colección, que consta de veintiocho gruesos volúmenes que abarcan el periodo comprendido entre 1691 y 1802, contiene muchas fuentes primarias para la historia de esa comunidad, especialmente dotes, testamentos, ventas de tierras y ventas de esclavos. Carece de registros sobre transacciones comerciales. El archivo de la Villa del Socorro ha desaparecido. La Academia Colombiana de Historia, la colección privada de José Manuel Restrepo, la Lilly Library en la universidad de Indiana, y el Museo Británico albergan también documentos valiosos, pero la mayoría son duplicados que pueden hallarse en el Archivo Histórico Nacional de Bogotá o en el Archivo General de Indias de Sevilla. Con la amenaza de los piratas o con la posibilidad de que los buques fueran capturados en tiempo de guerra, era corriente hacer duplicados de toda la correspondencia intercambiada entre Bogotá y Madrid, y por lo general una de esas copias permanecía en una de las dos ciudades.
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La documentación de Sevilla complementa por lo general los fondos de Bogotá. El tesoro de Sevilla consiste en los voluminosos informes de los virreyes, la audiencia y los regentes visitadores generales enviados a las autoridades centrales en España. Muchas de esas relaciones incluyen también como apéndices copias de la correspondencia intercambiada en la Nueva Granada, de la cual se hallan también muchas copias en Bogotá. Entre las fuentes más útiles figuran las siguientes: Audiencia de Santa Fe 658-661, 696-700, 590-593, 573-662, 663-A, 577-B, 594, 663-664.
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Índice analítico
A Acosta, José Rito de, 78, 83 Aguardiente: y la corona, 37, 44; definición de, 44; e ingresos reales, 46; producción ilegal de, 45; legalización de, 45; prohibición, 45; destrucción de, por los comuneros, 47, 208, 230; aumentos y rebajas de precio, 51, 70, 207, 303, 316 Aguardiente, monopolio del: ganancias del, 43-45; establecimiento del, 45; funcionamiento del, 46; distritos administrativos del, 46; administración estatal del, 46-47; y los dueños de cañaduzales, 47, 230; y las capitulaciones de Zipaquirá, 230; y daños durante los disturbios, 303 Agustinos, 176 Aimará, 142 Alcabala: y los ingresos reales, 56, 318; administración de sus subdivisiones, 50; reducción de, 179, 304, 316 Alcalde de la santa hermandad, 77, 248, 248 (n. 9) Alcaldes ordinarios, 62 Alcantuz, Lorenzo, 273, 281, 283, 286 Alfabetismo, 93, 94 Algodón, hilaza de: su uso como moneda, 73, 186 Alianza para el Progreso, 338 Álvarez, familia, 30-33 pássim, 312 Álvarez, Manuel Bernardo, 28, 31, 81, 103, 176, 253 Álvarez, Rita, 41 Álvarez y Lamo, Magdalena, 81 Álvarez y Quiñones, Claudio, 81 Ambalema, 42, 79, 270 América del Norte: tabaco, 42-43; movimiento de independencia 252; federalismo, 245
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América española: y las asambleas legislativas, 58; reorganización territorial, 160; y la negociación burocrática, 252; y la abolición de la esclavitud, 224-25; y la migración extranjera, 256-57 Andalucía, 335 Andes, 133, 152 Angulo y Olarte, José Ignacio: fuga del Socorro, 70; y la situación en el Socorro, 164; y Galán, 283; mencionado, 72, 82, 83, 96 Anticlericalismo, 238, 244 Antioquia: rebelión de los esclavos, 216, 270; prosperidad de, 321; mencionada, 161, 162 Aquino, Santo Tomás de, 125, 227, 324 Aranda, conde de, 27 Araque, Antonio José de, 169, 193 Arce, Ignacio de, 206 Archila, Ciriaco de: y “nuestra cédula”, 105-06; preso, 106, 275; antecedentes de, 106; y la carta anónima, 207-08 Archila, Pedro Fabio, 105, 149, 169 Archivo General de Indias, 107 Ardila, Diego de, 98, 116 Ardila, familia, 279 Ardila, Marcelo de, 271 Ardila, Margarita de, 85 Ardila, Pablo, 95 Ardila y Oviedo, José Ignacio, 95 Ardila y Olarte, Ignacio, 95, 98, 278 Ardila y Oviedo, Mateo, 85, 88, 93-99, 101, 106, 279 Areche, Juan Antonio, 20, 22, 139 Arejula, Manuel de, 265 Arequipa, 139 Argüello, Ana María de, 261 Aristóteles, 125 Armada de Barlovento, impuesto de: 229; rebelión de Tunja, 119; abolición de, 180, 229, 303, 316; mencionado, 49, 50, 51, 70, 188, 207 344
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Aróstegui y Escoto, 101, 253 Arzobispo de Bogotá: salario, 90; como virrey interino, 309; como virrey en propiedad, 309. Ver también Caballero y Góngora, Antonio Arrojo, Joaquín de, 72 Audiencia: restricción de autoridad, 22; origen geográfico de los funcionarios, 22-31; venta de cargos en la, 24-25; magistrados, 31; europeización de la, 33; reparto de cargos, 53; política durante los motines, 73-74; expedición militar al Socorro, 73-74, 116, 164; y los plebeyos, 121; responsabilidad de la, 121; y veto suspensivo, 105; y los resguardos indígenas, 121-22, 130-31; representación étnica, 176-75; poder de la, 220; y Galán, 273, 275, 281-89; y Ambrosio Pisco, 277, 283; y las capitulaciones de Zipaquirá, 277; y la represión ejemplarizante, 283; y las autoridades reales en Madrid, 282; y Caballero y Góngora, 283; y el corregidor del Socorro, 301; y las elecciones a los cabildos, 302; y las instrucciones del rey, 308-09; juego de poderes, 308-09; faccionalismo, 309; y Gutiérrez de Piñeres, 308-09 Austria, casa de, 220, 253, 336; mencionada, 19 Autoridades en Bogotá: y la negociación con los rebeldes, 161, 177, 180, 268; y el descontento popular, 166; y la batalla de Puente Real de Vélez, 171; y los comuneros, 175, 181, 182-83; y la revolución política de Carlos III, 177; y los criollos, 177, 181, 206, 212-13, 333; y el sistema político tradicional, 178; y la campaña de Galán, 193, 261; y el nombramiento de Pisco, 193-94; y el descontento indio, 194; y Gutiérrez de Piñeres, 202; llamado al virrey Flórez, 202-05; y las capitulaciones de Zipaquirá, 244; fuerza militar, 276. Ver también Audiencia Ayala, Antonio de, 101 Azpilcueta, Martín de, 108 Azúcar, plantaciones de, 45, 47, 230
B Barichara, 41, 69, 70, 91 Barrera, Joaquín de: y los tunjanos, 201-02; mencionado, 166, 150, 151 Bastilla, 293 Becerra, Antonio, 169 345
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Beltrán, Manuela, 71, 88, 91 Berbeo, Albino, 77, 248 Berbeo, Domingo Antonio, 76 Berbeo, hermanos, 77, 88-89 Berbeo, Juan Francisco: fortuna de. 67, 76-81; y la élite criolla, 73, 79-81, 206; ascendencia de, 76-79; y Salvador Plata, 82-83; y Francisco de Vergara, 101, 176; acciones militares de, 116, 167-68, 182, 187, 193, 196; lealtad a la causa de los comuneros, 117, 208; Y el manifiesto de Silos, 157, 158; y los capitanes generales, 161, 200, 204; y la guerra psicológica, 171, 193, 198-99; y el supremo consejo de guerra, 172, 173; y la ocupación de Bogotá, 181, 186, 196, 206, 231, 232, 269, 333; y Ramón Ramírez, 183; habilidad de, 182;y el virrey Flórez, 187; y Gutiérrez de Piñeres, 187; y la independencia política, 187. 193; objetivos de, 188-89; y la negociación, 188-89, 194, 204, 215; y Francisco Suárez, 193; y los indios, 194, 220, 222-23; y Ambrosio Pisco, 193, 194, 200, 213-14; y la coalición comunera, 193, 204; y las negociaciones de Nemocón, 194; y Caballero y Góngora, 194, 196-97, 208, 216, 277; poder de, 198; y las minas de sal, 200; y las capitulaciones de Zipaquirá, 202, 206-07, 215, 220; y la expedición de Bernet, 203; y los rumores de soborno, 208; y Filiberto José Estévez, 208; y la Gran Bretaña, 212; y el origen popular de la soberanía, 221; y el descontento popular, 232; y los plebeyos, 232; y el cargo de corregidor del Socorro, 244, 277, 301, 333; y Galán, 269; muerte de, 301; en la historiografía, 334; y el federalismo, 333; logros de, 334-35; y la revolución social, 334; y los colombianos, 340 Berbeo, Juan Manuel, 77, 83, 88, 305 Berbeo, Justino, 77 Bemet, José: expedición de, 171, 203, 271, 276, 283, 302 Bodega Llano, Joaquín de la, 267 Bogotá: y la venta de cargos en la audiencia, 24-25; y la causa de los comuneros, 34, 120, 180, 204; y los diezmos eclesiásticos, 60; los dominicos en, 121; bibliotecas, 124; ejército, 166, 177, 180; y la subversión interna, 180; defensa de, 180-81; estado de
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sitio, 181; población de, 196; y la Sociedad Económica, 321-22; terremoto, 328. Ver también Audiencia; Autoridades en Bogotá Bolingbroke, Henry Saint-John, 255 Bolívar, Simón, 160, 196 Bolivia, 144 Borbones: y la descentralización burocrática, 15; derrocamiento de, 16; política de nombramientos, 23-24; y los criollos, 23-24, 33, 120; y la venta de cargos judiciales, 24-25; y los cabildos, 120; y la teoría política española, 125; y el absolutismo francés, 125; centralismo, 125, 295; y los extranjeros, 256; virreyes obispos, 309 Bossuet, Jacques-Bénigne, 295, 298 Boston: motín del té, 57 Boyacá, 130, 155 Bozque, 81 Bráñez, Domingo, 124 Brasil, 338 Briceño, Manuel, 122, 212 Bucaramanga, 167, 182, 184 Bucareli y Ursúa, 22 Buenos Aires, 23, 158 Burkholder, M.A., 25
C Caballero y Góngora, Antonio: y las capitulaciones de Zipaquirá, 13, 33, 207, 277, 281; y la Ilustración, 16; concepto del Estado, 16, 337; y la “constitución no escrita”, 16, 336; lección de la revolución comunera, 19, 330; y el ejército, 55, 204, 326-27; tácticas de, 55-56, 319; uso de la fuerza, 56, 319; habilidad política, 75, 259, 310, 319, 330; y Filiberto José Estévez, 83; y Lozano de Peralta, 106, 312, 313; y los capuchinos, 109, 292, 305-06; y los indios, 134-35, 226; como negociador, 161, 178; como virrey, 178, 259, 303, 309, 336; estrategia de dividir a patricios y plebeyos, 188, 276, 302; y Galán, 193, 282, 324, 290, 315, 330, 335; y Berbeo, 194, 207, 277; y el supremo consejo de guerra, 194-95, 301; y las excomuniones, 198; colisión en Zipaquirá, 347
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198, 334; y los comuneros, 200, 201, 208-09; y la ocupación de Cajicá, 201-02; reparto de sobornos, 201, 202, 202 (n. 8); y la expedición de Bemet, 203-04; y la carta anónima, 207; y la corrupción, 208; y los plebeyos, 215, 302; y las tarifas eclesiásticas, 237; y la obediencia a la autoridad, 258, 300, 330, 330, 338; y el programa fiscal, 258, 317, 318; política de reconciliación, 276, 293, 330; y Salvador Plata, 277; campaña de pacificación, 282, 290, 307; y la audiencia, 283, 290, 309, 310; y Finestrad, 298, 305; y la rebelión norteamericana, 301; y el perdón general, 301, 310, 313-16, 319; campaña de relaciones públicas, 301-02; y el virrey Flórez, 301, 316-17, 327; teoría política, 303; sobre el aguardiente, 303, 316; sobre el tabaco, 303, 316; empleo de la fuerza, 305; y Gálvez, 305, 310; poder político, 308; y Carlos III, 308, 309, 330, 334; golpe político de, 310; y los cabecillas en Bogotá, 312; y los antiguos jefes comuneros, 310-12; y García Olano, 312; 313, 315; y las élites criollas, 312, 313, 321, 330, 335, 336, 340, 314 (n. 20); y Francisco Antonio Vélez, 312; y Francisco de Vergara, 313; y Ambrosio Pisco, 313, 316; y los revoltosos políticos, 312, 315, 330; estilo político, 312, 319; impuestos, 316, 317, 318; guías y tomaguías, 316-17; concesiones fiscales, 317; y el monopolio del tabaco, 317, 318; paternalismo, 319, 328; y Gutiérrez de Piñeres, 319; pensamiento económico de, 321, 337; y Benito Jerónimo Feijoo, 322; y la Sociedad Económica, 321; y la expedición mineralógica, 322; y la expedición botánica, 322, 324; actitud ante la ciencia y la tecnología, 322-25, 337, 336; y la educación, 321-25, 336; y José Celestino Mutis, 324; y los dominicos, 324, 325; regreso a España, 328; estilo de vida, 328; generosidad de, 328, 329 (n. 56); como arzobispo-obispo de Córdoba, 335; muerte de, 335; y la continuidad en la historia de la Nueva Granada, 334; en la historiografía, 334; y la revolución francesa, 335; sobre la legitimidad política, 335; y Rafael Núñez, 337; y los ingresos reales, 337; y la emancipación política, 338; monopolios reales, 337; despotismo ilustrado, 335; objetivos de, 338; y los colombianos, 340; y el sistema de intendencias, 317 (n. 26)
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Cabildo: y el clero, 53; y las élites criollas, 53, 120, 121; del Socorro, 87-88, 187, 189, 282, 302; de Bogotá, 103-105, 177, 204; función del, 120, y la monarquía española, 120; compra de empleos, 120; y la propiedad, 120; y los peninsulares, 120; de Girón, 182; elecciones, 302 Caicedo, familia, 32, 33, 101, 312 Caicedo y Flórez Ladrón de Guevara, Luis de, 153 Caicedo y Villacís, Josefa de, 103 Cajicá: campamento, 201 California, 36 Calviño, Ignacio, 169, 193, 262 Campillo y Cosío, José del: sobre el gobierno económico, 18; sobre los monopolios, 18; sobre el mercado colonial, 18; y el programa de Carlos III, 18; aplicación del plan, 18, 19; sobre Francia e Inglaterra, 36; propuesta de visita general, 56; influencia sobre Caballero y Góngora, 321 Campomanes, fiscal, 27 Campos, Pedro, 95 Campuzano y Lanz, José María: y Gutiérrez de Piñeres, 73-74; en “nuestra cédula”, 114; y los indios, 135; y la milicia, 164; y el contingente de Tunja, 201; mencionado, 116, 149, 169 Cañabelares, río, 182 Capitanes generales, 172, 188, 277. Ver también Comuneros, los jefes Capitulaciones de Zipaquirá: y cargos ocupados por los criollos, 29-30, 113114, 250-51, 253; y el monopolio del aguardiente, 46-47, 230; y el monopolio de los naipes, 230; y el impuesto de armada de Barlovento, 49-50; y la coalición de élites y no élites, 75; y Francisco de Vergara, 79; y los habitantes de Bogotá, 101; y las élites criollas, 113, 123, 239; y la teoría política española, 124, 254; y los indios, 135, 151, 220, 240; y la campaña de Galán, 193; negociaciones de los comisionados, 207, 209-10; y los administradores borbónicos, 167; anulación de, 215, 244, 277; inspiración ideológica de, 180, 240; como documento, 219, 254-55; y la Ilustración, 219-20; y la tradición de negociación burocrática, 220; elogio de los primeros virreyes, 220; finalidad de las, 221; y la “constitución no escrita”, 221; redacción de las, 221, 254; 349
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lenguaje de las, 221; estructura de las, 220-21; principios teóricos de las, 221; y Berbeo, 221-22; y la coalición de los comuneros, 220; y el tributo, 256; y los esclavos negros, 222, 240; y los negros libres, 256,240; y los plebeyos, 227-232, 340; y el monopolio del tabaco, 229; y los artículos de primera necesidad, 230; amnistía a las multas, 231; y el préstamo forzoso, 231; y la propiedad privada, 232, 239; y el comercio, 234, 235; y el clero, 236, 237-38, 239, 244; y los diezmos eclesiásticos, 237; y los comerciantes, 239; naturaleza constitucional de las, 240; naturaleza política de las, 241; y el federalismo, 244; y la revolución social, 244; y la independencia política, 244; y las fuerzas democráticas, 246; y la autonomía local, 278; y el cargo de regente y visitador general, 282, 249, 250, 253; y el nacionalismo, 287, 256-57; ideal monárquico de las, 253; y las colonias y la metrópolis, 255-56; y el rey, 257; y los extranjeros, 256; y los Habsburgos, 256; garantía militar, 257-58; como revolución política, 258; derogatoria de la amnistía, 277 Capuchinos: y “nuestra cédula”, 109; orientación de los, 109; reputación de los, 109; y Caballero y Góngora, 276, 292, 303; y los criollos, 292; regalismo, 292; actividad misionera, 292; monasterios, 292, 307; y la corona, 292, 307; y los plebeyos, 300; y la opinión pública, 303, 317; y la reconquista del Socorro, 305; y la restitución a la corona, 305; y el movimiento de independencia, 307 Cáqueza, 152 Caracas, 90 Carares, 79 Cárdenas Acosta, Pablo E.: y “nuestra cédula”, 122; sobre los jefes comuneros, 117; sobre Berbeo, 117, 212; sobre los comuneros, 212; sobre la defección de Tunja, 212-13; sobre Galán, 265-66; mencionado, 77, 265 Carlos II, 30, 45 Carlos III: exigía obediencia a la autoridad, 14, 123; objetivos de, 14, 36, 330; y sus súbditos, 14, 338; lección de los comuneros, 16; como rey de las Dos Sicilias, 19; y los motines de 1766, 19; ventajas sobre sus 350
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predecesores, 19; innovaciones de, 19, 123-24, 317; y venta de cargos judiciales, 24-25; y los criollos, 27-28, 104, 315; estado unitario, 2728, 258, 332; y la “constitución no escrita”, 34; revolución política de, 34, 123, 141, 258; y el monopolio del tabaco, 37, 38, 121; y los impuestos, 39, 51, 118, 229, 318, 330; y la reorganización de Flórez, 42; y las unidades intendenciales, 44, 317; préstamos forzosos, 51; y las asambleas representativas, 58; y “nuestra cédula”, 113; y el cabildo, 120; ministros de, y el bien común, 128; política indiana de, 130, 136; y el manifiesto de Silos, 156; sobre las colonias y la metrópolis, 256; y sus ministros italianos, 257; y la milicia cívica, 258; y el virrey Flórez, 308; y Caballero y Góngora, 309; y la modernización del imperio español, 321; programa neomercantilista, 330; concesiones políticas, 333; veto suspensivo, 333; despotismo ilustrado, 338 Carlos V: revuelta contra él, de los comuneros en 1521, 128; mencionado, 25, 58 Cartagena, 42, 45, 47, 53, 56, 79, 147, 166, 177, 180, 182, 183, 187, 188, 193, 194, 200, 203-04, 241, 258, 262, 268, 270, 273, 277, 293, 301, 308, 312, 313, 328 Casal, María Josefa del, 31 Casal y Montenegro, Benito, 27-28, 253 Casanare, 42 Casas de moneda, 37 Castilla: reino de, 18; 220, 256; comuneros de, 128; mencionada, 123, 128, 149, 219, 253 Castillo de Bobadilla, Jerónimo de, 124 Castro, Alfonso de, 124 Casuística, 221 Catani, Pedro: y la junta de tribunales, 176; y la subversión interna, 181; y el ejército, 181; éxito de, 182; y García Olano, 265; traslado de, 310, 319; y Gutiérrez de Piñeres, 319; y Caballero y Góngora, 319 Cauca, valle del, 42 Cédulas. Ver Monarquía, legislación de la Cepitá, 69 351
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Clero: y la producción de aguardiente, 45; exención de impuestos, 49, 52; educación del, 91; y “nuestra cédula”, 110; y la defensa de Bogotá, 180-81; y los fondos de capital, 236; y el control de los motines, 238 Cocuy, 155, 158 Cocuy (manifiesto del), 155, 158, 194 Cochabamba, 139 Colbert, Jean-Baptiste, 44 Colbert, mercantilismo de, 18 Colegio del Rosario, 104, 181, 324-25 Colegio de San Bartolomé, 181, 261, 324-25 Colombia: y el federalismo, 244; y Rafael Núñez, 337; mencionada, 13, 212, 340 Colonias, 18 Comerciantes: y el impuesto a las ventas, 50, 234-35 Comerciantes de Cádiz, 18 Comuneros, ejército de los: rendición del, 164; reclutas, 167-68; y Osorio, 167, 169; Puente Real de Vélez, 167, 169; y la invasión a Bogotá, 175; entrada a Girón, 184; territorio que controlaba, 185; llegada a Nemocón, 193; campamento del Mortiño, 196; magnitud del, 201; adiestramiento militar, 207. Ver también Comuneros, los jefes; Comuneros, Revolución de los Comuneros, los jefes; y la desobediencia civil, 15, 123; los socorranos, 83; y el cabildo, 83, 85; y la negociación, 82, 178, 189; lealtad a la corona, 86; y el programa fiscal de Carlos III, 86, 123; testimonios tras la extinción del movimiento de los comuneros, 87-88; estructura de edad de, 88; fortunas de, 88; plebeyos, 95; proyecto de coalición, 111; y Clemente José Estévez, 117; y la legalidad del movimiento, 118; juramento de, 117; como traidores, 117; defensa de, 117-18; conflictos de, 119; disciplina de sus seguidores, 118, 173, 184, 198; y el sistema tradicional, 123; y la teoría política española, 124; y Ambrosio Pisco, 147; y el manifiesto de Silos, 158; y la guerra psicológica, 171; y Osorio, 171; antecedentes de, 175; influencia de, 175; elección de, 173; y la junta de tribunales, 177; y la ocupación de Bogotá, 186, 187; y García Olano, 187-88; y el virrey Flórez, 187; y Cartagena, 204; teoría política de, 218; doblez política de, 226; desbandada del ejército, 258. Ver también Comuneros, ejército de los; Comuneros, Revolución de los Comuneros, Revolución de los: 352
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interpretaciones de la, 13, 14, 334; ideología de la, 14, 100, 103, 124, 128, 293; lema de la, 14, 140, 296, 338; evolución de los objetivos de la, 15; desencadenamiento de la, 14, 41-42, 47, 50; naturaleza de la, 14, 162, 216-17, 332, 333; en cuanto crisis constitucional, 14, 216, 215; desenlace de la, 15, 310, 330; fracaso de la, 15-16; historiografía de la, 16; éxito de la, 16; consecuencias de la, 16, 332-33; y el monopolio del tabaco,46; y el monopolio del aguardiente, 46; y la lealtad de las provincias costeñas, 47; y el sistema de guías y tornaguías, 50; y la falta de preparación militar del gobierno, 54-55, 184; posibilidad de haber evitado la, 56; y el Socorro, 60, 122; y los plebeyos, 71, 213; y la audiencia, 72, 73; y las élites criollas, 73; coalición, 75, 141, 143, 200. 201; extinción del movimiento de los comuneros, 87-88; y el movimiento de independencia, 93; y la sociedad plural, 98; ejemplo revolucionario para la, 100; y Túpac Amaru, 100, 143; y América del Norte, 100; Gutiérrez de Piñeres como símbolo odiado, 122, 177, 250; poemas de la, 113; anarquía, 118; pillaje, 118; y la contrarrevolución, 123; y los comuneros de Castilla, 128; y la autoridad imperial, 128, 161; y los indios, 134, 135; violencia, 144; Puente Real de Vélez, 144, 161, 164; semanas decisivas de la, 161; institucionalización de la, 161; intensificación del conflicto, 161; y el supremo consejo de guerra, 161; fuerza y coacción, 161, 333; y Tunja, 171, 196, 201; y la independencia política, 171, 209-10, 218, 332; organización financiera de la, 175; y la ocupación de Bogotá, 186-85; y el absolutismo de Carlos III, 193; y la “constitución no escrita”, 193; y Zipaquirá, 198; tensiones entre los comuneros, 201; en cuanto crisis política, 216-217, 218; desarme de los comuneros, 215; y el regreso a la edad de oro, 220; y el clero, 238, 332; rivalidades regionales, 241; y la revolución política, 250, 253; y las capitulaciones de Zipaquirá, 257; documentos de la, 310; y las intendencias, 317; y el federalismo, 332; antecedentes históricos, 332; concesiones políticas, 333; y los colombianos, 340. Ver también Generación de 1781 Confines, 70, 281
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Consejo de Indias, 24, 27 121, 173 Consejo supremo de guerra: importancia del Socorro, 172; nomenclatura del, 172; títulos de sus miembros, 172; dirección del, 172, 173; y los Habsburgos, 173; función del, 173; manifiestos del, 173; y los capitanes comuneros, 173-74; estructura local del, 173; formación del, 175; y Caballero y Góngora, 198, 301 “Constitución no escrita”: esencia de la, 14, 34; y Caballero y Góngora, 16, 259, 336; evolución de la, 119; y la teoría política española, 125, 193; y Gutiérrez de Piñeres, 221; corrosión de la, 220-21; y los criollos, 254, 332-33; triunfo de la, 330; y Berbeo, 333; mencionada, 58, 255, 259 Córdoba, 335 Corregidores, 22 Correo, 235, 337 Cossío y Otero, Francisco de, 63 Covarrubias, Diego de, 124 Cravo, 153 Criollas, élites: y la audiencia de Santiago de Chile, 24, 25; y la audiencia de Lima, 24, 25, 27; discriminación contra las, 24; en México, 24, 27; y la audiencia de Bogotá, 24, 25, 27, 31-32, 315; nacionalismo, 29; y cargos burocráticos, 29-31, 207, 250-51, 253, 333; utopía de las, 123, 332-33; y los peninsulares, 32-33, 104, 113, 253; y los privilegios, 33-34; y la conmoción política, 34; y la política española de reconciliación, 34; y los cambios fiscales, 53; y la jefatura de los comuneros, 75, 232; círculos dirigentes, 86; y la propiedad privada, 88, 232-33; bienes de las, 88; y el comercio, 88; y el matrimonio, 88; y la movilidad social, 92; y Túpac Amaru, 100-01; y los motines de los comuneros, 118; y los cabildos, 120; y los Borbones, 121; avidez de tierra de las, 123, 136, 222, 234, 316; y la contrarrevolución, 123; y el proceso de toma de decisiones, 123; tradición ideológica de las, 124; demandas de mano de obra de las, 131, 135, 226, 234, 316; y los resguardos, 136; y Ambrosio, Pisco, 151-52; y el descontento de los indios, 155, 21314; Y el manifiesto de Silos, 158; y el autogobierno, 161, 241, 246, 250, 253, 332-33; y las autoridades en Bogotá, 177; y el clero, 237; y los plebeyos, 240; papel político de las, 246; y la revolución política, 354
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253; y los Habsburgos, 253; objetivos políticos de las, 254, y la negociación burocrática, 254; y la represión militar, 302; y la “constitución no escrita”, 333; y la revolución social, 335; y el movimiento de inde pendencia, 340; y la Ilustración, 336-37; y la Revolución Francesa, 335. Ver también Patricios Cristancho, Roque, 95 Cuba, 20, 42 Cúcuta, 138 Culotas, 281 Cundinamarca, 130 Curazao, 79, 212 Curití, 66 Cuzco, 100, 139, 144, 157
CH Chanchón: 66, 81 Chandler, D.S.: 25 Charalá, 39, 41, 66-70 pássim, 167, 261, 262, 270-273 pássim, 279, 288, 302, 315 Charcas, 25 Chía, 147 Chibchas: antes de la Conquista, 130; y el trabajo forzado, 131; y Ambrosio Pisco, 144, 149-50; mencionados, 66, 147, 160 Chile: 25, 158 Chima, 65, 70, 167,281 Chiquinquirá: puente en, 235; y las capitulaciones de Zipaquirá, 234-35; y la lealtad al rey, 279; mencionada, 75, 95, 106, 196, 201, 273, 287, 300 Chire, 153 Chochos, 81
D Darién, 203 355
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Dependencia, teoría de la, 52-53 Despotismo ilustrado, 335, 337,338, 336 Diago, Vicente Estanislao, 270 Díaz, Porfirio, 337 Dirección general, 44 Domínguez. Francisca Javier. 88 Dominicos: y la educación, 110; y la metodología científica, 110; y la escolástica, 110, 324; universidad de Santo Tomás, 110, 324 Dotes, 88 Duitama, 242
E Educación, 91-92, 110, 321-26 pássim, 336 Ejército: defensa del imperio, 37, 57, 212; de la Nueva Granada, 54-55, 14546; 268 El Espinal, 273 Elhuyar, José, 322 Esclavitud, 66-67, 224-25 Esclavistas, 53 Esclavos: mujeres, 66-67; comercio de, 67; fugitivos, 67; manumisos, 67; crímenes contra sus dueños, 68; aspiraciones de los, 161; y la libertad, 161; descontento entre los, 161, 270; rebelión de, en Antioquia, 16162; solicitudes de los, 161; y las capitulaciones de Zipaquirá, 224-25; y Galán, 269-70 Escolástica, 110, 324, 325 Eslava Sebastián de, 119 España: motines de 1766, 19; y la Gran Bretaña, 19, 25, 57; Guerra de sucesión, 24; rentas del Nuevo Mundo, 36, 332; orientación neomercantilista, 42; aptitudes empresariales de, 44; descentralización, 58, 119-20, 121; representación de intereses, 119-20 formulación de la política real, 120; flexibilidad de la burocracia, 121; modernización, 321; control de las posesiones de ultramar, 332; y la Revolución Francesa, 332; crisis de la legitimidad monárquica, 340 356
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España: teoría política, 124, 193, 219, 220 España: teólogos: doctrinas, 14; concepto de tiranía, 113-14; y el bien común, 128; teoría casuística de, 221; influencia sobre los comuneros, 254, 293. Ver también Suárez, Francisco Esquilache, marqués de, 257 Estévez, Clemente José: y los motines del Socorro, 72; como teniente corregidor, 83; y García Olano, 83, 100; y los comuneros, 117 Estévez, Filiberto José: y los comuneros, 83; y Osorio, 169; como intermediario, 194; y Berbeo, 208 Estévez, José Antonio, 82, 83 Estilo de vida: como determinante de la condición social, 91
F Facatativá, 193, 200, 264, 265, 267, 273, 287 Fagle, Pedro, 27 Familia: nombramiento de parientes en cargos públicos, 3132; influencia sobre los asuntos públicos, 31-32 Federalismo, 65, 244-45, 333 Feijoo, Benito Jerónimo, 322 Felipe Il, 25, 119 Felipe V, 24, 25, 31, 45, 63, 121 Fernández de Navarrete, Pedro, 124 Fernández, Policarpo, 270 Fernández Recamán, Juan Antonio, 273 Fernando VI, 24, 25, 31, 121, 131, 309 Fernando VII, 256 Filipinas, islas, 131 Finestrad, Joaquín de: y “nuestra cédula”, 111, 297; y la pacificación del Socorro, 112, 292-93; y los teólogos españoles, 125; y los comuneros, 125, 296; antecedentes de, 293; y la teoría política española, 293; y el poder real, 293-296; filosofia de, 293-303; fuentes citadas por, 295; y la rebelión armada, 296; patriotismo, 296-97; teoría política de, 298, 303; Y la autoridad real, 300; proposición de, 298; absolutismo religioso, 300; y Galán, 300; y el cultivo del tabaco, 305 Fisiocrática, escuela, 67 357
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Flórez, Manuel Antonio: carrera de, 23-24; y nombramiento de parientes, 31-33; y los criollos, 31-33, 55; antecedentes de, 33; y Gutiérrez de Piñeres, 32-33, 56, 57, 187; y el monopolio del tabaco, 39, 46, 70; y la familia Álvarez, 41; y García Olano, 41; y el monopolio del aguardiente, 46; logros de, 54; y el ejército, 54, 55, 146, 203, 268; y Gálvez, 56; defensa de Cartagena, 57, 187; y reasentamientos indígenas, 135; salida con la caballería para Cartagena, 166; control de Panamá y Cartagena, 180; defensa de Girón, 183; y los jefes socorranos, 188; intento de dividir a patricios y plebeyos, 188-89; guarnición de Cartagena, 203, 218; y el desastre de Osorio, 203; y la expedición a Bogotá, 203; y refuerzos a Bogotá, 203; su papel en la conciliación, 203, 302-03; y contingente para defender a Honda, 271-72; anulación de las capitulaciones, 277; imprenta, 286; Perdón general, 301, 305, 310; popularidad de, 303; y el cultivo del tabaco, 303; autoridad nominal, 308; poder de, 307; renuncia de, 307; y Caballero y Góngora, 316-17; y el sistema de intendencias, 317 (n. 26) Floridablanca, conde de, 27, 315, 328 Francia: 16, 36, 42, 98, 221; Revolución Francesa, 16, 125, 240, 256, 258, 293, 332, 335, 340; y el monopolio real del tabaco, 42 Franciscanos, 153, 243, 292, 305. Ver también Capuchinos Franco, Constancio: sobre Galán, 262 Frankl, Victor: sobre las capitulaciones de Zipaquirá, 232 Franklin, Benjamin, 290
G Galán, Hilario, 273 Galán, José Antonio: edad de, 88; condición social, 91; y Gutiérrez de Piñeres, 193, 267, 269, 273, 284; campañas militares, 193-95 pássim, 265, 266-275 pássim, 281-86; y el correo real, 193, 200, 265; y las comunicaciones entre la costa y la capital, 200, 204; y la revolución social, 216, 269, 275; y los esclavos, 216, 269, 274; educación, 215-16; antecedentes de, 261; ocupación 262-63; e Ignacio Calviño, 262; y las autoridades, 262; sentencia de muerte, 262, 310; y Carlos III, 264; y 358
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la marcha sobre Bogotá, 264, 278, 279; y García Olano, 264-65 y las capitulaciones de Zipaquirá, 265, 274, 278; fracaso de, 268, 275; objetivos de, 269; y la independencia política, 269, 290; captura de, 273, 283, 302; como táctico, 274, 279; y los plebeyos, 278; y sus antiguos compañeros de armas, 278; y Juan Dionisio Plata, 281; apoyo a, 281, 282; castigo de sus seguidores, 283, 286; juicio de, 283-290; cargos de la audiencia contra, 287-88; y la alcabala, 290; y la revolución social, 290, 334; en el perdón general, 310, 315; mito de, 330; y la historiografía, 334; y los colombianos, 340 Galán, Juan Nepomuceno, 273 Galavis y Hurtado, Eustaquio, 17654,189 Gálvez, José de: visita general a México, 20, 21, 22, 23, 27; y los programas de Carlos III, 20-22; ministro de Indias, 20; y los virreyes, 22; y los criollos, 20, 24, 25, 27, 28-30, 287; y Gutiérrez de Piñeres, 27, 56, 319; políticas fiscales, 37; y los monopolios reales, 37, 38; y García Olano, 36; y el ejército, 54; y la política conciliadora, 54; y el virrey Flórez, 54, 56; y Moreno, 111; y Caballero y Góngora, 309, 310, 319; y Lozano de Peralta, 103, 313; y Ciriaco de Archila, 313 García Olano, Manuel: destitución de, 41, 312; como intermediario, 83, 100, 101, 265; y el levantamiento de Túpac Amaru, 100; amistades en el Socorro, 100; y “nuestra cédula”, 106; y los comuneros, 180, 187-88; y la carta anónima, 207-08; y Galán, 262-63, 287-88; y el correo real, 265; y Caballero y Góngora, 312- 13; y Gutiérrez de Piñeres, 312, 31314; destierro de, 312, 314 (n. 19); y el tabaco, 41 (n. 15) Generación de 1781: y la autonomía criolla, 15; sobre la legitimidad política, 15, 338; y el concepto del bien común, 128; conflicto político, 219; y los impuestos, 227-28, 333; reforma penal, 232; e igualitarismo, 240; y el movimiento de independencia, 253; y Caballero y Góngora, 317. Ver también Comuneros, ejército de los; Comuneros, los jefes; Comuneros, Revolución de los Generación de 1810: intelectuales criollos de la, 16; y los teóricos políticos españoles, 124; influencias externas, 255; y la revolución política, 255; y Caballero y Góngora, 336; y la independencia política, 340 359
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Girón: renta anual de la parroquia, 90-91; gobernación de, 90, 242, 243; población de, 182; situación de, 182; categoría de, 182; lealtad a la corona, 182-83; y el Socorro, 183; y Gutiérrez de Piñeres, 183; y el cultivo del tabaco, 182; ejército, 183, 184; acciones de sus jefes, 184; y batalla de Pie de la Cuesta, 184; mencionado, 40, 41, SS, 67, 167, 171, 303 Gobernador intendente, 22 Gómez Hoyos, Rafael, 111, 221, 232, 287 Gómez, Juana Luisa, 86 Gómez Latorre, Armando, 267 Gran Bretaña: guerra de los siete años, 19; rivalidad con España, 19; poderío marítimo, 25; desafíos a la autoridad, 58; “Gloriosa Revolución” de 1688, 58; descentralización política, 57-58; soberanía política, 58; asambleas representativas, 120; Jaime 1, 126; periodos de la Commonwea1th, 255; pensamiento de la oposición, 255 Grimaldi, marqués de, 257 Grupos étnicos: distribución de, 65-66; y condición social, 91; programa político común, 98 Guadalajara, 25 Guadalupe, 70 Guaduas, 193, 269, 270, 315 Guane, 66 Guanes, indios, 262 Guayaquil. 146 Güepsa. 147. 149 Guerra de la Oreja de Jenkins. 24 Guerra de los Siete Años. 19 Guevara. Ernesto (Che). 261. 270 Guías, 50, 180, 188, 234, 303, 316-17 Guillén Martínez, Fernando: sobre los comuneros. 246 Guirior, Manuel de, 38 Gutiérrez de Piñeres, Juan Francisco: y el virrey Flórez, 22, 32, 33, 41, 56; y la audiencia, 27, 31, 33, 308; y los criollos, 29-30, 33, 34, 55, 111, 287. 313, 330; y la familia Álvarez, 31-32; caída de, 34, 57, 161, 177, 188; medidas fiscales. 34, 180; y García Olano. 41; y el monopolio del tabaco. 41, 42, 70, 230; y la dirección general, 44; y los monopolios 360
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reales, 44, 46; y el aguardiente, 46, 230; y los impuestos, 47-50 pássim; 70, 72, 229, 234; y las políticas de coalición, 54; inflexibilidad fiscal, 54; como tecnócrata, 54; y los indios, 54, 126, 227, 316; racismo, 55; limitaciones de, 55, 56-57, 319; y el ejército, 55, 116, 145-46, 164, 203; como virrey de facto, 57; y los motines del Socorro, 73, 74; y la provincia de Tunja, 75, 243; en “nuestra cédula”, 122, 124, 128; como símbolo odiado, 122, 114, 250; y Moreno, 111; y la “constitución no escrita”, 119, 221; llegada de, a la Nueva Granada, 123; y el bien común, 128; y el paternalismo de los Habsburgos, 135; fuga de, 161, 177, 180, 268, 271, 308; y Osorio, 164; y la junta de tribunales, 176, 177; exilio de, 207, 307; y la violación de los edictos, 231; y las capitulaciones de Zipaquirá, 258; y Galán, 268; regreso a España, 310, 321; y Gálvez, 319; y Caballero y Góngora, 319; y el consejo de Indias, 319-20; muerte de, 321; nepotismo, 31 (n. 30)
H Habana, La, 23, 203 Habsburgos: burocracia, 14, 173, 258; venta de cargos, 24; y los criollos, 33; edad de oro de los, 124; y los indios, 130, 222; terminología de los, 220; válvulas de seguridad y controles, 249-50, 258; concepción “federal” de los, 256; sobre las colonias y la metrópolis, 255; y emigración a América, 256-57; eclesiásticos virreyes, 309, 327; paternalismo al estilo de los, 316, 319; y el clero, 327; y el ejército, 328 Hoadly, Benjamin, 255 Hobbes, Thomas, 295, 298 Holanda, 120 Honda: impuestos, 39; defensa de, 268; y los comuneros, 270; motín de, 271; mencionada, 44, 177, 193, 194, 203, 264, 265, 267, 268, 269, 271, 327 Humboldt, Alexander von, 90, 93, 322
I Ibagué, 273
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Iglesia: salarios, 90; corporaciones, 236; diezmos, 237, 318; visitadores, 237; notarías, 237; honorarios, 238. Ver también Clero Ilustración europea: y la Nueva Granada, 16; filósofos políticos de la, 124; ideología política, 220, 298, 336; y los impuestos, 227; doctrinas económicas de la, 235-36; racionalismo, 255; mencionada, 124, 322, 334, 335 Imprenta, 124-25, 286, 321 Impuestos: aprobación popular de, 14, 58; recolección de, 19, 227; imposición, 45, 51, 119; y la revolución de los comuneros, 57; sujetos a negociación, 119. Ver también Alcabala Independencia, movimiento de, 307, 336 Indios: y los problemas de tierras, 53, 66, 123, 130-36 pássim, 152, 222,234,137 (n. 15); y los impuestos, 49, 207, 224; mestizaje, 65-66, 133; enfermedades epidémicas, 66, 133, 130 (n. 3); y “nuestra cédula”, 111; y los Habsburgos, 130; descontento de los, 130, 134, 135, 136, 137, 151, 207-10, 224, 222, 316; decadencia de los, 130, 135, 222; trabajo forzado, 131; y Fernando VI, 131; cambios demográficos, 133; hispanización de los, 133, 134, 143, 152; Y los comuneros, 135, 141, 164, 171, 175, 193, 220; y Túpac Amaru, 141, 153; y Ambrosio Pisco, 147-48, 149; caciques, 147; y la Iglesia, 152; rebelión de los llanos, 152-53; identidad de, 152, 160; Y las minas de sal, 152, 224; imperio inca, 158-59; y Berbeo, 194; y las capitulaciones de Zipaquirá, 220-21; y el clero, 222, 237; y los negros libres, 224-25; y los corregidores, 222; explotación de los, 222, 237; motín en Nemocón, 277, 151 (n. 25); y Caballero y Góngora, 316; protección de los, 333 Intendencias, 44, 317, 317 (n. 26)
J Jaime 126, 244 Jesuitas, expulsión de los, 26-27, 125, 153, 239, 324 Jiménez de Quesada, Gonzalo, 309 Jorge III, 58, 140 Junta de estudios, 324 362
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Junta de tribunales: y Gutiérrez de Piñeres, 161-62, 177-81 pássim; composición de la, 176, 177; funciones de la, 176, 177; y Puente Real de Vélez, 177; y el cabildo, 176-77; y la ocupación de Bogotá, 177, 178; temores de la, 178; y la milicia local, 180, 181; y Caballero y Góngora, 178, 194; y los negociadores, 178, 194; planes de emergencia, 180; y el clero, 180-81; y los forasteros, 181; toque de queda, 181; y los comuneros, 187, 212; y Berbeo, 189, 194; Y los criollos, 202; y los capitanes generales de Bogotá, 206; y las capitulaciones de Zipaquirá, 207, 209, 268; y los precios de los monopolios reales, 187-88; y Galán, 270; autoridad de la, 308; disolución de la, 308
K Kuethe, Allan J., 146
L Labranza grande, 153 La Coruña, 335 La Mesa de Juan Díaz, 273 La Niña, 224 La Paz, 139 Las Casas, 112 Latifundios, 68-69, 90 Lebrija, río, 182 Legitimidad política, 15, 213, 335-340 pássim Leiva, 167, 196, 201 León, reino de, 18, 220, 256 León y Pizarro, José García de, 145, 146 Lewin, Boleslao, 157 Liévano Aguirre, Indalecio: interpretación del movimiento de los comuneros, 212-13 Lima, 25, 90, 100, 141, 143, 144 Locke, John, 220 Lozano, Josefa de, 103 Lozano de Peralta, Jorge Miguel (oidor), 103 363
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Lozano de Peralta, Jorge Miguel (1731-93): bienes de, 90, 92; y las capitulaciones de Zipaquirá, 102-103; vínculo entre Bogotá y el Socorro, 102-103; cargos honoríficos, 90; y el cabildo, 90; y el monopolio de la carne, 90; antecedentes de, 103-104; y “nuestra cédula”, 103, 106; título de nobleza, 104-05; pleitos, 90; y José Groot de Vargas, 90; y los criollos, 105; y los comuneros, 180, 246; y los capitanes generales, 206; viaje a Curazao, 212; y Caballero y Góngora, 312; muerte de, 313; destierro de, 313; cargo militar, 314 (n. 20) Luis XIV, 14, 295, 336 Luis XV, 14
LL Llano Grande, 42, 273 Llanos de Santiago de las Atalayas, 152, 241 Lleras Camargo, Alberto, 77
M Machiavelli, Nicoló, 295, 298 MacGreevey, William, 334-35 Magallanes, estrecho de, 36 Magdalena río, 42, 177, 182, 185, 193, 241, 264, 268, 271 Maldonado de la Zerda, Juan, 63, 77, 88 Malpaso, 270, 274, 287 Manare, 154, 155 Manila, 25 Maracaibo, 79 Mariana, Juan de, 124 Mariquita, 111, 193, 241, 270, 273 Marqués de San Jorge. Ver Lozano de Peralta, Jorge Miguel Martínez Silvestre, Manuel, 149, 176, 310, 319 Medina, Agustín de, 234 Mendoza, Francisco Javier de, 153-54 Mercantilistas, 37-38 Merchante de Contreras, José, 310, 319 364
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Mesía de la Cerda, Pedro, 38, 45, 46, 221, 318 Mestizaje, 65, 133, 135 Mestizos: apetencia de tierra, 121-22, 222-23, 234, 316, 137 (n. 17); y los resguardos, 133-36 pássim; y la escasez de mano de obra, 226, 234, 316; y el clero, 237 México: visita general de Gálvez, 20, 22; descontento criollo, 26-27; y venta de cargos en la audiencia, 24; utilidades de los monopolios, 37; repartimiento, 90; plata, 143; guerra de independencia, 239; Iglesia, 239; burócratas de Carlos III, 239; cabildo de, 287; y cargos burocráticos de los criollos, 287; reforma educativa, 326; Porfirio Díaz, 337 Minería, 36, 337. Ver también Salinas Minifundios, 69. 242 Miranda, Francisco de, 183 Modernización: defensiva, 19, 36, 259; mediante el desarrollo, 338 Mogotes: plebeyos de, 278; y Galán, 278, 282; mencionado, 181, 273, 279, 287 Molina, Antonio, 98, 198, 279 Molina, Isidro, 88, 98, 106, 193, 273, 278-81 pássim, 286 Molina, Luis de, 124 Mompós: Sociedad Económica, 321; mencionado, 182, 268, 271 Monarquía: autoridades. Ver Autoridades en Bogotá Monarquía, legislación de la: cédula del 21 de febrero de 1776, 28; cédula del 19 de enero de 1775, 32; cédula del 23 de marzo de 1774, 39; cédula del 17 de agosto de 1780, 51; cédula del 27 de octubre de 1694, 60; cédula del 25 de octubre de 1771, 63; cédula del 23 de mayo de 1767, 125; y términos de los resguardos, 131; cédula del 2 de agosto de 1780, 135; cédula del 16 de noviembre de 1777, 309 Monarquía, rentas de la: aumento de las, 37, 318, 332; y utilidades de los monopolios, 37, 230, 230 (n. 17); y el tributo de los indios, 224, 231 (n. 20); fuentes de las, 318. Ver también Monopolios reales Moniño, Francisco Antonio. Ver Floridablanca, conde de Moniquirá, 147, 167-68
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Monopolios reales, 37, 44, 144, 188, 213, 224. Ver también Aguardiente, monopolio del; tabaco, monopolio del Monsalve, Antonio José, 83-86 pássim, 93, 98, 116, 180, 301 Monsalve, Miguel Francisco, 169, 278 Montenegro, María Blasina, 77 Mon y Velarde, Juan Antonio, 321 Moreno, Juana María, 77 Moreno y Escandón, Francisco Antonio: en “nuestra cédula”, 110; antecedentes de, 110, 111; y Gutiérrez de Piñeres, 110, 111; y la educación, 110, 111, 324, 325; y los indios, 111, 134, 146, 222; traslado de, 111, 176; y la provincia de Tunja, 243 Moreno y Meneses, Josefa, 81 Mortiño, El, 196, 200, 201, 208 Mosquera, hermanos, 315, 27 (n: 20) Mosquera y Figueroa, Joaquín de, 313 Mujeres: y la industria textil, 62; participación en la revolución de los comuneros, 71; mencionadas, 51, 66, 184 Mutis, José Celestino: y la expedición botánica, 322; y los criollos, 324; y la educación, 324; ministro de educación, 324; y la revolución intelectual, 326
N Naipes, monopolio de los, 37 Napoleón, 256, 340 Nariño, Antonio, 227 Negros: hispanización de los, 161; libres, 224-25; mencionados, 65, 66. Ver también Esclavos Neiva, 265, 270, 273 Nemocón: salinas, 149, 175, 200; motín de los indios, 277, 151 (n. 25); mencionado, 149, 193, 195, 196 Neomercantilismo, 36 Nieto, Pedro Antonio, 207, 221, 271 Nobles. Ver Criollas, élites; Patricios “Nuestra cédula”, 103, 105-16 pássim, 128, 186-87, 244-45, 287, 297, 300-01, 310-13 pássim
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Nueva Granada: economía de la, 37, 53; administración de la, 53-54; sociedad plural, 98; factores demográficos, 141; virreinato de, 160; inspiración ideológica de la, 254; y los Estados Unidos, 255; extranjeros, 256; terremoto de 1765, 298; epidemia de viruela, 298; y las innovaciones de Carlos III, 317; rentas públicas, 318; y la Revolución Francesa, 340; y la revolución de América del Norte, 340; y Napoleón, 340 Nunchía, 42 Núñez, Rafael, 337
O Ocaña, 41 Ocupación: y la condición social, 91 Oiba: características de la parroquia, 69; motines, 70; renta anual de la parroquia, 91; mencionada, 63, 64, 65, 83, 116, 169 Oligarquías, 212 Onzaga, 282 Oriundo, familia, 32, 33, 312 Ortiz, Juan Manuel, 88, 95, 273, 278, 281, 283, 286 Osorio, José Pardo de: expedición militar, 116, 161, 164; rendición de, 149, 161, 164, 170; y los cabildos, 167; fondos secretos, 167, 208, 262; advertencia sobre el ejército de los comuneros, 169; salvoconducto, 171; y la ocupación de Bogotá, 186 Oviedo, 77 Oviedo, Basilio Vicente, 69
P Paita, 135 Palafox y Mendoza, Juan de, 37 Pampamarca, 140 Pamplona: y los comuneros, 185; mencionada, 60, 156, 167, 243, 277 Panamá, 42, 44, 47, 180, 203 Pando, José, 191 Papel, monopolio del, 37, 231 367
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Partido liberal, 238 Pastor, Luis Marín, 284 Patricios: determinantes de la condición de los, 90-93; educación de los, 9192; y los plebeyos, 96, 123, 213; y la autoridad real, 113, 213, 277; poder político, 123; y las innovaciones de Carlos III, 124; regreso a la edad de oro, 123, 215; y Túpac Amaru, 144; aspiraciones de los, 213; y la negociación, 213; y la revolución social, 215; y encarcelamiento, 231; y el préstamo forzoso, 231; y Caballero y Góngora, 279; y la sentencia de Galán, 290. Ver también Criollas, élites Paya, 153 Peninsulares: y los cargos en la audiencia, 24; y los criollos, 24, 30, 33, 113; y los monopolios reales, 113; y los cultivos de tabaco, 113; y “nuestra cédula”, 112, 113 Perú: resistencia popular al cambio, 20; visitador general en, 20; alcabala, 49; mita, 131; levantamiento de Túpac Amaru, 139; motines contra los impuestos, 139; innovaciones fiscales, 139; popularidad de los panfletos en, 139-40; plata, 143; decadencia económica de, 143, 160; indios, 143, 145 Peso, valor del, 88-89 Pey y Ruiz, Juan Francisco, 33, 176, 177, 253, 316 Pie de la Cuesta, 170-71, 184 Pilcorvaco, Juana, 139 Pimentel, 149 Pinchote: motines, 70; mencionado, 81, 281 Pisco, Ambrosio: y los negocios, 146; y los monopolios reales, 147; y los indios, 147, 149-52, 194, 213-14, 313; fortuna de, 147; carrera de, 146-51; y los comuneros, 149; lealtad al rey, 149; como señor de Chía, 149; como príncipe de Bogotá, 149; papel político, 149-52, 313; y las autoridades españolas, 149; y Manuel Silvestre Martínez, 149; como cacique de Bogotá, 151; en Puente Real de Vélez, 169; y el nombramiento por Berbeo, 193-94; y la redacción de las capitulaciones, 220; y la audiencia, 277; destierro, 313 Pisco, Ignacio, 147 368
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Pisco, Luis, 147 Pista, 153 Pizarro, José Alfonso, 220, 235 Plata, Basilio, 281 Plata de Acevedo, José Vicente, 83 Plata de Acevedo, Juan Bernardo, 83, 106 Plata Domínguez, Francisco Félix de la, 81 Plata, Hipólito José, 81 Plata, Juan Dionisio, 85, 281 Plata y González, Salvador: calidades de jefe, 79; y la élite criolla de Bogotá, 80-81; cargos burocráticos de, 80; y los comuneros, 80, 81, 82; antecedentes de, 81; carrera de, 81; y los motines del Socorro, 82; y el monopolio del tabaco, 82; y la milicia local, 82; y Berbeo, 82, 83; fortuna de, 81, 88; y la causa del gobierno, 231, 281-83; y Juan Dionisio Plata, 281; y los plebeyos, 282; y Galán, 282-83, 302; y el monasterio capuchino, 305-06 Plebeyos: y peninsulares, 53; y los impuestos, 53, 160, 229, 316; como colonizadores, 69; artesanos, 91; ocupaciones de los, 80, 96; carniceros, 96; jefes de los, 98; y Túpac Amaru, 101-103; y la autoridad real, 113; y las élites criollas, 118, 123, 213, 231; edad de oro de, 123, 215; y las innovaciones de Carlos III, 124; y la ocupación de Bogotá, 187, 207, 216; en El Mortiño, 208; aspiraciones de, 213; disciplina de. 216; y la revolución social, 216; y las capitulaciones de Zipaquirá, 227-232; y el aguardiente, 230; multas, 231; y el préstamo forzoso, 231; y los encarcelamientos, 231; papel en el movimiento de los comuneros, 232; descontento, 278; y los frailes capuchinos, 279; y Galán, 290, 300; y Caballero y Góngora, 300 Población: aumentos de, 135,318 Policía, 41, 46 Polonia, 116 Ponce, Francisco, 177 Popayán, 44, 55, 146, 178, 200, 315 Pore, 42, 153 369
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Portobelo, 79, 203 Portugués, imperio, 23 Positivismo, 337, 338 Prada, Pedro Alejandro de la, 83-87 pássim, 171, 282 Préstamo forzoso, 51, 180, 188 Prieto, familia, 32, 33, 312 Puente Real de Vélez, 119, 149, 151, 161-72 pássim, 177, 186, 196, 203, 208
Q Quechua, 143 Quevedo y Villegas, Francisco de, 124 Quito: y la audiencia, 25, 312; motín del ron en 1765, 55, 145; descontento en, 146; tranquilidad en, 145; y el monopolio del aguardiente, 145; y las capitulaciones de Zipaquirá, 145; y la rebelión de Túpac Amaru, 145; indios, 145,-146; ejército, 145; mencionado, 138, 158, 178, 200
R Radicales, 334-35, 337 Ramírez de Arellano, Juan Félix, 273 Ramírez, José Antonio, 184 Ramírez, Ramón 83-88 pássim, 183, 184, 305 Ráquira, 193 Raynal, abate Guillaume, 295 Reforma penal, 232 Regalismo, 292 República Dominicana, 338 Resguardos, 111, 130-36 Residencia, objeto de la, 249 Revilla, Manuel, 176 Revillagigedo el Joven, 22 Revolución Francesa. Ver Francia Ricaurte, familia, 32, 33, 312 Riohacha. 203 Roa, Ignacia, 267 370
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Robertson, William, 295 Robledo, Francisco, 41, 46 Rosillo, Francisco José, 83, 88, 93, 98, 282, 301, 305 Rubio, Gregorio José, 169 Rueda, Melchor José de, 149, 169
S Saavedra y Fajardo, Diego de, 124 San Bartolomé, 116 San Bartolomé, matanza de, 203 Sal, monopolio real de la, 256; mencionado, 207 Salinas, 37, 200, 318 Sandoval, Miguel Rafael, 279 San Gil: fundación de, 62; rivalidad con el Socorro, 63, 202; composición étnica, 65-66; población india, 65-66; información demográfica, 65; motines, 70; renta anual de la parroquia, 90-91; y los tunjanos, 202; y la ocupación de Bogotá, 244,281; y Galán, 281-48; y el cultivo del tabaco, 303, 317 San José de la Robada, 70 San José, valle de, 70 Santa Ana, 70 Santa Fe de Bogotá. Ver Bogotá Santa María, Francisco, 206 Santa Marta: guarnición militar, 54; obispo de, 90; orden capuchina, 292; mencionada, 42, 45, 47, 203, 241 Santander, 69, 153, 244, 262, 333 Santander del Norte, 153 Santa Rosa, 196; 201 Santo Domingo, 25, 164 Santos del Corral, María, 85 Santo Tomás, universidad de, 110, 325 Sevilla, 23, 27 Silos, 155, 157, 158 371
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Silos, manifiesto de: y Túpac Amaru, 155, 156; y Carlos III, 156; orígenes del, 156; autenticidad del, 157; distribución del, 157; hipótesis sobre el, 158; Y los penisulares, 158-59; y Berbeo, 158; resonancia en la Nueva Granada, 160; y los Borbones. 160; y los americanos, 158; contenido ideológico del, 160; y las cuestiones fiscales, 160, 161; Y los Habsburgos, 160 Simacota: motines, 70; renta anual de la parroquia, 91; y “nuestra cédula”, 105; mencionado, 39, 65, 106, 134, 281, 292 Smith, Peter H.: sobre la legitimidad política, 335-36. 338 Smith, Robert S.: sobre la alcabala, 49 Sociedad Económica de Amigos del País, 36 Socorro: alianza entre Bogotá y el, 34, y el tabaco, 41, 303, 317; y el préstamo forzoso, 51; motines, 57, 70-74 pássim, 116; y los diezmos eclesiásticos, 60; situación del, 62; categoría oficial del, 60, 62, 207, 244, 301, 333; Y dirección de la Revolución de los Comuneros, 60, 83; localización del, 60; prosperidad del, 60-61, 69, 70, 76; aumento de población, 62, 65, 242; rivalidad con San Gil, 63, 202; cabildo, 63, 83, 86; composición étnica, 65, 242; población india, 66, 242; población esclava, 66; mestizaje, 66; epidemia de viruela, 69-70, 188; élites criollas, 70, 75, 76, 118, 172; política de los monopolios, 71; textiles, 73, 242; plebeyos, 75; estructura social del, 76; dirigentes, 76, 83; archivos notariales, 76, 85; educación en el, 91; movilidad social, 96; unidad del, 98, 100; y el levantamiento de Túpac Amaru, 100; y “nuestra cédula”, 103; patriotismo regional, 122, 123; y el monasterio, 110, 305-06; y lealtad al rey, 118-19, y el supremo consejo de guerra, 155, 172; capitanes generales, 161; rivalidad con Tunja, 241-45; ganadería, 242; producción agrícola, 242; y el crédito, 242, 305; exacciones fiscales, 243; autogobierno, 243; lucha por la autonomía, 244, 278; militancia del, 276; apoyo a Galán, 281; hambre de 1776, 298; restitución a la corona, 305-06 Sogamoso: resguardos, 131; descontento en, 139; mencionado, 130, 134, 141, 146,151, 152, 167, 196, 201, 242, 279 Sogamoso, río, 147 372
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Solís, José de, 220 Soto, Domingo de, 124, 232 Suárez, Francisco: y los teólogos españoles, 125, 193, 290; filosofía política de, 125-26; justicia distributiva, 227, 231; y Jaime I de Inglaterra, 295 Suárez, río, 60, 64, 116, 166, 167 Surinama, 140 Susa,149
T Tabaco: y los ingresos reales, 37; reino del, 39; superproducción de, 38, 41 (n. 15); norteamericano, 42; hispanoamericano, 42; mercado mundial del, 42; exportación de, 42; destrucción de, durante la Revolución de los Comuneros, 47, 216; precios, 53, 70, 180, 213, 303, 316; como cosecha comerciable, 230; restricción de su cultivo. 230; uso del, 229; en el Socorro y en San Gil, 303 Tabaco, monopolio del: su establecimiento en España, 37; utilidades del, 37, 318; y arrendamiento de rentas, 38; centralización del, 39; intereses locales, 38; administración del 38; reorganización del. 39, 41-42; su establecimiento en la Nueva Granada, 38, 121, 221; restricciones al, 40, 41; abolición del, 42,317; en el mercado francés, 42-43; estructura del 44; capitalismo de Estado, 44; reforma del. 121-23; objeto de la ira, 229; y daños durante los disturbios, 305 y Caballero y Góngora, 317 Támara, 154, 155 Tecnócratas, 18, 23, 229, 239 Tejada, Ignacio, 281 Ten, 154, 155 Terán, Bárbara Rodríguez, 77, 83 Textiles, 62, 241, 242 Tocaima, 273 Tornaguías, 50, 180, 188, 233, 303, 316- 17 Torreázar Díaz Pimienta, Juan de, 308 Torres Almeyda, Luis, 267-68 Torres. Blas Antonio, 169, 193, 278, 283 373
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Torres, Camilo, 253 Torres, Manuel. 340 Trujillo Molina, Rafael Leonidas, 338 Tungasuca, 140 Tunja: destrucción de propiedades en, 47; y los monopolios reales, 51; y los diezmos eclesiástiéos, 60; y los impuestos, 70, 119; corregidor de, 90; resguardos, 131; descontento en, 139; alianza con los comuneros, 164, 171, 172, 196; importancia estratégica de, 172; y batalla de Puente Real de Vélez. 172; caída de, 175; y los negociadores, 201; fuerza militar de. 201; defección del campo de los comuneros. 201. 202; campamento de Cajicá, 204; fundación de, 241; industria textil, 241; y la encomienda, 241; extensión territorial de, 241-42; fuentes de riqueza, 241; rivalidad con el Socorro. 242-43; clase aristocrática. 242; población, 242; iglesias y conventos de, 242; población indígena, 242; y tensión entre Socorro y San Gil, 244 Túpac Amaru, José Gabriel Condorcanqui Noguera: rumores sobre, en el Socorro. 100; ejemplo revolucionario de, 100-101; ejecución de, 101, 141, 155, 164; y el visitador general, 140; y los indios, 140-41; antecedentes de, 140; como víctima de la tensión entre dos culturas, 140; como rey de las Indias, 156; y el manifiesto de Silos. 156-39; y la independencia política, 157; y la Iglesia católica, 160; Túpac Amaru, rebelión de: y los peninsulares, 140; fracaso de, 140-41; y los indios, 141, 14344; y los mestizos, 142, 144; y los criollos, 142, 144; su ejemplo en la Nueva Granada, 144; y la Revolución de los Comuneros. 144; como guerra racial, 143; y otros jefes indios, 143 Turbaco, 328
U Ubaté, 149, 164,273 Universidad Javeriana, 264 Uribe, Miguel de, 95
V Valcárcel, Daniel, 157 374
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El pueblo y el rey. La revolución comunera en Colombia, 1781
Valencia, 292 Vargas, 116 Vargas, Francisco de, 100, 101 Vargas. José Groot de, 90 Vargas. Pedro Fermín de, 67 Vasco y Vargas, Joaquín: y la junta de tribunales. 176, 178; como comisionado, 178; y la audiencia, 178, 310; traslado de, 310, 319; y Caballero y Góngora. 319; y Gutiérrez de Piñeres. 319 Vélez de Guevara y Suescún, Nicolás, 27, 100, 157, 100 (n.2) Vélez. Francisco Antonio, 103, 206, 312-13 Vélez, familia, 101 Vélez: resguardos, 131; descontento en, 139; mencionado, 60, 62, 67, 130, 134, 146, 151, 152, 235 Venezuela, 42, 161, 185 Ventas, impuesto a las, 49-51 pássim, 188, 213, 229, 234. Ver también, Alcabala; Impuestos Veragua, 203 Verdugo, Toribia, 261 Verdugo y Oquendo, Andrés, 133-134 pássim Vergara, Francisco de: y el tribunal de cuentas, 34, 79, 176; y la élite criolla, 79, 176; y las capitulaciones de Zipaquirá, 79, 101; vínculo entre Bogotá y el Socorro, 101; y Lozano de Peralta, 103; y Caballero y Góngora, 313; mencionado, 206 Vergara y Caicedo, Fernando, 325 Vergara y Caicedo, Juan de, 103 Vesga y Gómez, Nicolás José de, 265 Veto suspensivo, 97 Vidalle, Luis, 212 Villalonga, José Antonio, 152 Villar, Elena de, 67 Viruela, 36, 69-70, 321, 337 Virreyes: restricción de su autoridad, 20; y los burócratas de Carlos III, 22; y el visitador general, 22; como políticos, 23; como supervisores de la hacienda, 22; y las élites criollas, 23; y los plebeyos, 23, 121; antecedentes de los, 22-24; y la opinión pública, 54; como árbitros, 54; 375
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responsabilidad de los, 121; y las órdenes reales, 121; y el veto suspensivo, 120; y los indios, 121-22 Visita general: de Gálvez a México, 20, 22; y los virreyes, 22; y Carlos III, 22; propósito de la, 249 Vitoria, Francisco de, 112, 124
W Walpole, Robert, 255 Ward, Bernardo, 18, 36, 37-38, 49, 257, 321 Weber, Max, 274
Y Yareguíes, 79
Z Zapata y Porras, Joaquín, 284 Zapatoca, 40, 41, 184 Zipaquirá: fuerzas comuneras en, 109, 149, 193, 198, 200; lugar de negociación, 151-52, 186, 166, 193, 201-104, 219, 265; salinas de, 175, 200; motín en, 198; conducta de Galán en, 273; mencionada, 193, 196, 232, 244, 253, 258, 259, 277, 278, 281, 303, 316, 326, 327
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E
ste libro fue compuesto en caracteres Caxton Light de 10 puntos, impreso sobre papel propal de 70 gramos y encuadernado con método Hot Melt, en el mes de junio de 2009, Bogotá, D.C., Colombia,
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