100 Fichas Sobre La Muerte

February 5, 2017 | Author: Anonymous EnVlg7jWk | Category: N/A
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Escatologia...

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AUTORES D E LOS T E X T O S Al señalar por orden alfabético la identidad de los autores que colaboran en esta edición, es oportuno indicar que el origen remoto de este libro es un curso de verano titulado "La muerte y el morir", organizado por la sede de Burgos de la Facultad de Teología, dirigido por los profesores José Luis Cabria Ortega y José Luis Barriocanal Gómez, y celebrado en el campus de la Universidad de Burgos. A raíz de la invitación que me cursó la editorial Monte Carmelo, la mayoría de los profesores que impartieron sus lecciones han accedido a sintetizar sus intervenciones en las fichas correspondientes; ellos forman el grueso de los colaboradores de esta obra. Otros se adhirieron al proyecto con posterioridad e idéntico entusiasmo. A unos y otros, así como a la autora de la portada, mi más sincero agradecimiento.

Colaboradores: •

José Luis Barriocanal Gómez. Profesor de Sagrada Escritura en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos y en Instituto Superior de Filosofía "San Juan Bosco" de Burgos.



José Carlos Bermejo Higuera. Director del Centro de "Humanización de la Salud" de Madrid.



José Luis Cabria Ortega. Profesor de Teología en la Facultad de Teología del Norte de España, sedes de Burgos y Vitoria.



Jesús Camarero Cuñado. Profesor de Teología en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos.



Jesús J. de la Gándara Martín. Psiquiatra. Jefe del Servicio de Psiquiatría del Complejo Asistencial de Burgos.



Mario Jabares Cubillas. Profesor de Filosofía en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos.



Juan Luis de Léon Azcárate. Profesor de Sagrada Escritura Deusto (Bilbao).



Nuria Martínez-Gayol Fernández. Profesora de Teología en la Universidad Pontificia de Comillas. Madrid.



Judith E. Matero Valerio. Médico. Directora de la Residencia de ancianos "Rodríguez de Celis" de Melgar de Fernamental (Burgos).



Jesús Carlos Medina Revuelta. Médico y Sacerdote. Capellán de hospital. Vitoria.



Ana María Ruiz Moreno. Médico del Equipo de Soporte de Atención a Domicilio. Burgos.



Juana Sánchez-Gey Venegas. Profesora de Filosofía en la Universidad Autónoma. Madrid.



Inmaculada Santamaría Cuesta. Enfermera. Burgos.



Lorenzo de Santos Martín. Profesor de Sagrada Escritura en Instituto Superior de Pastoral de Madrid, de la Universidad Pontificia de Salamanca.



Carlos Simón Vázquez. Subsecretario de la Pontificia Congregación para la Familia, Roma. Profesor de Teología Moral en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos.



Jesús Yusta Sainz. Profesor de Filosofía en la Facultad de Teología del Norte de España, sede de Burgos.

en la Universidad de

Complejo asitencial de SACYL de

Portada • Belén Miguel Amo. Pintora. Licenciada en historia. Máster en restauración de obras de arte. Melgar de Fernamental (Burgos).

"La muerte es, quizás, unpoínt ¿Porgue [compás de espera, caíderón] inquietantementeproíongado. E>esde aquí, desde nuestra perspectiva mundana y carnaí, se muestra como keíado y sepuícraícaíderón que pone puntojínaía íapartitura de (a vida. E>esde una percepción espiritualpuede presentirse,

sin embargo,

comopasarefa hacía otra vida mejor. Como sííencío expresivo sería rampa de fanzamíento fiada una vida diferente. 'Entonces ía sepuíturapodría ííegar a ser cuna de una nueva jorma de existencia, según elprincipio de toda metamorfosis. Este mundo sería (a incubadora de un nuevo modo de vivir: ía matriz material de un verdadero renacimiento. EÍ cuerpo del fiambre viejo, devueíto a su condición de neonato, se transformaría en carne espírítuaí, o en cuerpo gíoríoso" (E. Trías, El gran viaje, Diario ABC (04-11-2008) 3).

¿POR QUÉ UN LIBRO SOBRE LA MUERTE? La muerte y el morir son una realidad presente en la vida de todo hombre, y sin embargo, de ella no hay una experiencia propia -siempre se mueren los otros-. Su presencia es una constante inevitable, su irrupción impredecible, sus efectos contradictorios. La muerte viene acompañada de un envoltorio de misterio tal, que desenmascara nuestras ignorancias y realza nuestras incertidumbres, multiplica los interrogantes y relativiza las soluciones, magnifica las inquietudes y desata miedos, provoca recelos y urge cuestionamientos. Si tal es su condición, no será descabellado pensar que, por eso mismo, también ahora puede ser una ocasión propicia para adentrarse en un sereno acercamiento a la experiencia del morir y al hecho de la muerte, para emprender una reflexión sosegada y natural, integrando las diversas perspectivas que ayuden a su mejor comprensión. Y ello - v a y a por delante-, con la firme convicción de que las consideraciones sobre la muerte conllevan también una meditación sobre la vida y son una invitación a saborear el vivir desde el saber sobre el morir. Aunque a la postre siempre resulte inesquivable, tal vez extrañe la propuesta de introducirse, en pleno siglo X X I , por los vericuetos de un tema como el de la muerte. Es verdad que la sensación de muchos es que hoy asistimos a una conspiración de silencio social sobre la muerte: hemos relegado los ritos funerarios a los tanatorios, llevamos a nuestros moribundos a los centros especializados lejos de los hogares, se frivoliza sobre ella a partir de la muerte meramente virtual (de celuloide y video), se hace de la muerte un espectáculo o se la magnifica hasta teñirla del color de la tragedia,... Dicho de otro modo, socialmente, hoy, salvo excepciones, no se trata de la muerte. Y esas excepciones son casi en su totalidad casos límites: eutanasia, suicidio, muerte por atentado o guerra, pena de muerte... De la muerte corriente, la de cada día, la de nuestros vecinos, familiares, amigos... hablamos sólo si nos toca de cerca y se siente la hondura de su realidad. Y eso, valga la expresión, con la sangre caliente y el sentimiento a flor de piel. Dos malos consejeros para hacer un juicio adecuado y llevar a cabo una meditación sosegada y humanamente sensata. Y, sin embargo, no siempre fue así... En la torre de muchas iglesias de nuestras tierras, y en muchos de sus relojes, figura la siguiente inscripción: "Mors certa, hora incerta" ("la muerte es cierta, su hora incierta"). En las lápidas funerarias de nuestros cementerios o en los epitafios de varias tumbas antiguas se puede leer "Memento morí' ("acuérdate del morir"). En la literatura clásica hubo un género que en tiempos fue auténtico "best seller" que tenía por tema el "ars moriendí' ("el arte de ir muriendo"). Los pensadores de la antigüedad invitaban a la "meditatio mortis" ("la meditación de la muerte")... ¿Por qué no recoger, pues, esta tradición tan nuestra y dedicar un tiempo a pensar la muerte y escudriñar el morir? ¿Por qué no leer una palabra que exorcice tantos miedos, angustias, inquietudes... como la muerte provoca? ¿Por qué no hacer explícitas tantas dudas que nos rumian por dentro, aunque sólo sea en un diálogo con nosotros mismos? ¿Por qué no tener el coraje de lanzar fuera -a quien corresponda, y si corresponde- nuestras preguntas más íntimas ante el pensar sobre la muerte y atrevernos a darnos una respuesta propia que nos sirva para afrontar la muerte de los otros y, en su momento, la nuestra?... Ante los enigmas del hombre -y la muerte lo e s - a veces la mejor respuesta es una buena teoría. A esta buena teoría quisiera contribuir este libro,

donde, desde una aproximación interdisciplinar, se integran varias perspectivas, voces distintas y sensibilidades diversas. En sus páginas se dejarán oír las voces de quienes tratan cotidianamente con la muerte y atienden a los murientes, junto con las de quienes buscan su sentido desde la filosofía o la religión; tampoco faltarán las referencias desde la sociología, la ética, la medicina o la psicología; sin que ninguna de ellas se arrogue la exclusividad de la opinión; para ello existen otras referencias bibliográficas específicas.

¿CÓMO HABLAR DE LA MUERTE? Integrar en un mismo texto miradas tan plurales sobre la muerte augura, en principio, el riesgo de la mera yuxtaposición de escritos, con la consiguiente pérdida de un hilo conductor y una orientación precisa. Con el fin de soslayar dicho peligro, se han articulado las colaboraciones en torno a seis bloques temáticos, que en su unidad, pretenden ofrecer una armoniosa panorámica para entender y pensar mejor la muerte, dejando la puerta entreabierta para ulteriores profundizaciones. Comienza esta reflexión [parte I) afrontando la cuestión de la condición mortal del ser humano: la pregunta del hombre ante la vida y su final. Muerte y vida dan que pensar e invitan a perfilar su significado: qué es la vida, qué es la muerte, qué es, en definitiva, el hombre. A la definición conceptual acompaña una ampliación que abarca la diversidad de los "rostros" que presenta la muerte según el sujeto, las circunstancias, las expectativas y las causas. Esta aproximación fenomenológica general a los modos de morir dejará paso al final de esta primera parte a una palabra más específica sobre tres tipos de muerte que requieren una particular reflexión: aborto, eutanasia, suicidio. Puesto que la muerte es un dato de experiencia cercana y el morir un suceso cotidiano que inevitablemente acontece se ha incluido un bloque temático (parte II) donde se reflexiona sobre cómo tratar con la muerte antes de morir, es decir, cómo se puede humanizar el morir, haciendo de la muerte una experiencia biográfica y personal llena de sentimientos, vivencias, creencias y esperanzas. En este sentido se ha prestado especial atención a quienes por sus circunstancias se hallan más cerca o en la antesala de la muerte y cuyo protagonismo en todo este proceso es irrenunciable e indiscutible: los ancianos y los enfermos. En ambos casos, el interés se centra en cómo se afronta dignamente la muerte desde la vejez y la enfermedad terminal, y en cómo atender a los enfermos y ancianos en la última fase de su vida: desde los cuidados paliativos y el acompañamiento espiritual. Con la muerte tenemos que habérnoslas en momentos diversos y variadas circunstancias. De cómo nos enfrentamos a la realidad de la muerte trata el siguiente bloque temático del libro (parte III): actitudes ante la muerte. El grueso de este apartado está formado por una visión panorámica -más descriptiva que imperativa, más indicativa que propositiva- de las actitudes personales fundamentales ante la cruda realidad de la muerte (olvido, silencio, llanto, meditación, respeto, rebelión, resignación, temor, integración, aceptación, esperanza, etc.). Se incluye también una reflexión sobre el enmascaramiento social a que se ve sometida la muerte en nuestro tiempo, convertida en un tema tabú; y ello en cuanto referente de una postura social ante la muerte. Se concluye este bloque con una consideración sobre una actitud muy generalizada ante la muerte: el duelo. Por duelo se entiende aquel período de tiempo más o menos largo de sentimiento de dolor por la pérdida debida a la muerte de los seres queridos.

El siguiente bloque temático (parte IV) trata de mirar a la muerte desde la perspectiva de las religiones, que siempre han tenido una palabra, un rito y una respuesta ante el misterio del morir. Es el tema de la muerte y el más allá en la historia de las religiones. A la luz de textos, vestigios, ritos, liturgias, etc. de las distintas religiones se hace un detallado recorrido por las principales religiones desde las de la prehistoria, Mesopotamia, la cultura egipcia, el mundo griego y la religión de Zaratustra, hasta las grandes religiones de la actualidad: hinduismo, budismo, judaismo, cristianismo e Islam. A la vista de sus creencias se desprende una conclusión: las religiones no consideran la muerte como un tabú, sino como una parte esencial de la vida, y una vida que tiene su trascendencia. Los dioses en algunos casos y Dios en las religiones monoteístas es quien da sentido último a la vida y a su anverso, que es la muerte. El desarrollo más detallado y específico de la propuesta cristiana ante la muerte configura el contenido del apartado siguiente: la esperanza cristiana ante la muerte (parte V). En él tienen cabida temas como la muerte desde la perspectiva bíblica (Antiguo y Nuevo Testamento), el concepto filosófico-teológico de muerte, la esperanza como esperar humano y cristiano, la cuestión de qué nos espera después de la muerte (¿aniquilación?, ¿reencarnación?), a la que el cristianismo responde proclamando su fe en una inmortalidad dialógica (en diálogo amoroso y vital del hombre con Dios) del yo resucitado en-Dios, o, lo que es equivalente, su fe en la "vida más plena y eterna", para la cual hemos sido creados por el amor de Dios. A la certeza absoluta de la victoria sobre la muerte, a la convicción de un sentido último de la historia como plenitud, y a la persuasión de la vida eterna como don de Dios ofrecido a todos, se une la posibilidad del infierno como decisión libre del hombre. Para un mejor conocimiento, y por extenso, de la doctrina cristiana ante la muerte hemos de remitir al tratado específico de la teología denominado "escatología", del cual aquí sólo se ofrecen algunos rudimentos y breves nociones. Se completa la visión cristiana de la muerte y de las otras religiones y culturas, con un nuevo bloque temático (parte VI) que tiene por objeto la celebración de la muerte y los ritos funerarios. Es importante que la liturgia y los ritos funerarios se celebren con dignidad y en su verdad religiosa, no meramente como actos sociales. A este fin puede contribuir el análisis de las formas de enterramiento, la explicación de los detalles de los ritos fúnebres y su desarrollo histórico, o la reivindicación del cementerio como memoria de los difuntos y como lugar del anuncio y de la esperanza . cristiana en la resurrección. El último apartado del libro (parte VII) es un anexo, cuyo contenido es la explicación de algunos términos de lo que podríamos denominar, con mucha libertad, vocabulario en torno a la muerte. No pretende ser un vocabulario exhaustivo ni mucho menos original, por eso, se ha optado por reunir en tono a palabras clave una serie de conceptos y textos de variada procedencia, todos ellos de carácter tanatológico, que puedan ayudar a formarse con rapidez una idea aproximada y elemental de algunos aspectos implicados en el tratamiento de la muerte. No obstante, una exposición más amplia del contenido de la mayoría de estos términos se encuentra en las páginas de este libro, que se cierra con unas referencias bibliográficas, donde en todo caso, sí se podrán encontrar desarrollos más amplios de lo que aquí sólo es propuesto de forma sintética y concisa.

BUSCAR RESPUESTAS



Al poner punto final a este texto sobre la muerte y, por ende, sobre la vida, me invade la sensación de que las palabras no son capaces de aprehender ni encerrar el vivir, y mucho menos despejar el misterio del morir. En su reflexión, los expertos colaboradores ofrecen su meditado y ponderado parecer, que nace de una experiencia común: antes que dadores de respuestas, ellos han sido buscadores de verdad. Ahora toca a cada uno de nosotros -lectores-, adentrarnos por la senda del buscar. Al finalizar la lectura de este libro -estoy casi seguro- permanecerán las preguntas, más allá de las respuestas; pues éstas son de otros, aquéllas son las nuestras. Procuremos no sofocar anticipadamente ni las unas ni las otras. Que las respuestas no nos impidan seguir preguntando: es nuestra vocación de hombres y mujeres que, inquietos, buscan. No nos cansemos de buscar respuestas al misterio de la muerte; es posible que nos veamos sorprendidos por la búsqueda misma, que nos ha encontrado primero y nos impele a dar razón de ella. A lo largo de estas páginas se ha buscado pensar bien la muerte y el morir para mejor afronta la vida y el vivir. De esta convicción surge la siguiente invitación: mientras llega la muerte, meditemos la vida; mientras vivimos, no olvidemos la muerte; el vivir y el morir son anverso y reverso de la misma realidad que somos nosotros. Ahora nos toca decirnos a nosotros mismos una palabra que dé razón del sentido y significado que cada uno damos a esta realidad de la muerte. Nosotros ya hemos dado sobrada cuenta de ello a lo largo de estas páginas.

José Luis Cabria Ortega

"Todo comienzo es postrimería; todo presente, postumidad" (Ángel Valente, La experiencia abisal, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2004, 46).

"La muerte es lo más propio de la condición humana; constituye la evidencia física, empírica, brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica de la realidad del ser humano que llamamos finitud" (J.L. Ruiz de la Peña, La muerte, destino humano y esperanza cristiana, Fundación Santa María, Madrid 1983, 15)

Vida y muerte: Realidades inseparables en mutua y constante interpelación La vida y la muerte forman el díptico de la existencia humana. Son realidades inseparables; dos caras de la misma esencia del hombre. Desde el inicio mismo, en todo comienzo que despunta a la vida, aparece inscrito el extremo donde se delinea el confín de la finitud y la postrimería del fin. La vida apunta a la muerte; la muerte reverbera en la vida. La vida es el resultado del vivir. La muerte es la consecuencia del morir. El vivir se proyecta y rebota en el horizonte del morir. El morir es el límite insuperable del vivir. Vivir es un continuo con meta concreta: el morir. Morir es la fijación definitiva de un transcurso ininterrumpido: el vivir. Vida/ muerte, vivir/morir son, pues, dos experiencias humanas, diversas y convergentes, que concitan más experiencias e invitan a pensar: en el misterio de nacer y el crecer, en la novedad que es toda vida, en la alegría de vivir, en la permanencia en la existencia desde la "insoportable levedad" del ser y la amenaza de no ser, en la resistencia de la pervivencia, en la experiencia de tantas muertes cotidianas de nuestro morir muchas veces, en la insoslayable conmoción del desaparecer, en el sentir la muerte del otro como propia, en la muerte propia como realidad cierta en hora incierta... A partir de las experiencias fronterizas de la vida y de la muerte resuenan otros temas que están íntimamente ligados y que, por sí mismos, constituyen otros tantos aspectos esenciales del hombre, sin cuyo significado la reflexión sobre vida y muerte no sería posible. ¿Cómo no sentir el aliento de la pregunta por la libertad y la responsabilidad propia en el vivir y en el morir? ¿Cómo se podrá responder al enigma del hombre en su origen y su fin sin una noción sostenible sobre el cuerpo, el alma y el espíritu, y su mutua imbricación? ¿Cómo silenciar los interrogantes ante las coordenadas vitales de la existencia como son, de una parte, tiempo, historia y eternidad, y de otra, espacio, territorio y lugar? ¿Cómo eludir la cuestión por el sentido del origen, del "entretanto" y del fin del hombre? Sobre el origen ("conocido por sus efectos"): ¿de dónde venimos? ¿de la nada, de la casualidad convergente, del don de un ser Dador/Amor que llamamos Dios,...? Sobre el fin ("conocido por sus defectos" (A. OrtizOsés): ¿adonde vamos? ¿a la nada (aniquilación, muerte total), a la disolución, a la transformación energética, a un eterno retorno, a la reencarnación/transmigración, a la vida eterna (vivir-en-Dios-para-siempre), a la resurrección,...? ¿Acaso puede ser aniquilado "definitiva e irremediablemente" aquello que de único soy yo? Sobre el "entretanto": ¿tiene sentido la vida entre un origen originado y un final finalizante? ¿Somos contingencia sin sentido, posibilidad significativa, o apertura trastemporal y trascendente? ¿Será aniquilado definitivamente lo que de único soy yo?...

Juan Luis Ruiz de la Peña, uno de los teólogos españoles que mejor, más amplia y profundamente ha pensado y escrito sobre la muerte, ha intentado sintetizar en cinco apartados las principales preguntas que, una y otra vez, retornan a quien se toma en serio el tener que pensar a propósito de la muerte. Pese a su amplitud, no me resisto a ofrecer unos párrafos entresacados de su meditada síntesis, dejando resonar, de nuevo, su autorizada palabra: a. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sentido de la vida... El hombre, en cuanto finitud constitutiva, es ser-para-la-muerte [... en tal caso,] su vida tendrá sentido en la medida en que lo tenga su muerte. Y viceversa: una muerte sin sentido corroe retrospectivamente a la vida con su insensatez... b. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el significado de la historia. Ya no es posible... enfeudar la muerte en el recinto de lo que atañe sólo a los individuos... c. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre los imperativos éticos justicia, libertad, dignidad. ¿Es posible predicar estos valores absolutos sujetos contingentes?...

de de

d. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre la dialéctica presente-futuro... Entre el presente sufrido y el futuro soñado se intercala el hiato, la sima de la muerte. ¿Es posible franquear esa sima, tender un puente por el que podamos transitar del presente al futuro? ¿Es posible que los contenidos de futuro alcancen también al presente? ¿O habrá que resignarse a considerar el presente como medio y a sacrificarlo a un futuro considerado como fin?... e. La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto de la esperanza... ¿Tiene sentido conferir o demandar esperanza para la contingencia [de la que participa el hombre]?... Lo finito no parece sujeto apto de esperanza. Su fragilidad ontológica no la soporta, puesto que es por definición lo abocado a la nulidad... Dicho brevemente: ¿quién conjuga el verbo esperar? El yo singular que todos somos sólo podrá hacerlo si, pese a la fecha de caducidad impresa en su frente, está vigente para él una veraz promesa de vida. f.

La pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la persona, sobre la densidad, irrepetibilidad, validez absoluta de quien la sufre. La cuestión radical que plantea la muerte podría formularse así: todo hombre ¿es o no un hecho irrevocable, irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser pura y simplemente succionado por la nada. Si no lo es, si también el hombre pasa como pasan los demás hechos, no hay por qué tratarlo con tanto miramiento: la realidad persona es un ficción especulativa y debe ser reabsorbida por esa realidad omnipresente que llamamos naturaleza [...] Si la muerte es captada como problema es porque el hombre es aprehendido como un valor que trasciende el del puro hecho bruto (La Pascua de la creación, BAC, Madrid 1996, 261-264).

No sólo los pensadores, también la "sabiduría popular" ha comprendido que la vida y la muerte son las dos caras de la misma realidad del hombre y que procurar comprender la vinculación adecuada entre ambas es una de las tareas más delicadas del pensar humano. En este sentido ¿cómo no recordar algunos aforismos y refranes que dan cuenta de este ejercicio de pensar la vida y la muerte? He aquí algunos muy conocidos: "Somos el modo como afrontamos nuestro propio morir"; "mientras yo viva, tú no morirás para siempre"; "nuestras vidas son los ríos/que van a dar al morir [...] este mundo es camino/ para el otro, que es morada sin

pesar" (Jorge Manrique); "se muere como se vive, se vive anticipando el morir"; "morirse no importa nada:/ lo que importa es que la vida/ con la muerte se te acaba" (José Bergamín); "ven muerte tan escondida/ que no te sienta venir/ porque el placer de morir/ no me vuelva a dar la vida" (Santa Teresa); "meditatio mortis" (meditación de la muerte); "pensar la muerte ayuda a vivir, pensar la vida prepara al bien morir"; "se vive para morir; se muere para vivir (en Dios, o de otro modo)"; "nadie muere para sí, todos morimos para los otros"; "morir es algo que le pasa a alguien"; "sólo descubre la muerte quien ama a un tú (segunda persona) y se ama a sí mismo hasta el punto de no querer dejar de existir como amante"; "sólo quien ama vive, sólo quien ama sabe del morir"; "no es la muerte cuando se acaba tu vida, sino cuando mueren los demás y tú te quedas solo"; "la muerte no llega más que una vez, pero se hace sentir en todos los momentos de la vida"; "sólo cuando caigo en la cuenta de que yo puedo morir (imagino mi muerte), empiezo a descubrirla como real y no sólo virtual... o lejana"; "el miedo a la muerte me mantiene vivo"; "primero vivir, luego morir, después ya veremos"; "mors certa, hora incerta" (muerte cierta, hora incierta); "memento morí" (acuérdate de que has de morir); "media in vita, in morte sumus" (en medio de la vida, estamos en la muerte); "si vis vitam, para mortem" (si quieres la vida, prepara la muerte); "ars moriendí' (el arte de morir); "sicut vita, finis ita" (se muere como se ha vivido); "quotidie morior" (todos los días voy muriendo); "quidquid facies réspice ad mortem" (en todo lo que hagas piensa en la muerte" (Séneca); "no hay nada más humano y que mejor defina la finitud que perecer" (E. Tierno Galván); "la muerte es maestra de la vida"; "vita mutatur, non tollitur" (la vida se transforma no se suprime) (Liturgia cristiana de difuntos); ... Todo parece indicar que está legitimado pensar la vida desde la muerte y ésta desde aquélla. Más aún, el entendimiento no se alcanzará sin la mutua referencia. Por ello, en este caso, la primera aproximación a la identidad de la muerte pasa por verla desde la perspectiva de la vida.

De la vida (desde sus rasgos y empeños) La vida es como una obra de arte: invita a la contemplación. Veamos algunos de los rasgos definitorios de la vida desde esta perspectiva contemplativa; antes una breve definición. Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua "Vida" es, en su primera acepción, "fuerza o actividad interna sustancial, mediante la que obra el ser que la posee". En otras acepciones se especifica: Vida es el "estado de actividad de los seres orgánicos"; vida es el "espacio de tiempo que transcurre desde el nacimiento de un animal o un vegetal hasta su muerte", o la "duración de las cosas". El infinitivo "vivir" se refiere a "tener vida" a "durar con vida". Si realizamos una aproximación filosófica al concepto "vida" entonces obtenemos una definición más precisa y técnica. La vida es decurso e "intercurrencia" (es decir, ocurre de un modo interrelacionado, pasando de una situación a otra) en la cual se da: "ratificación, rectificación, integración, ampliación o abandono de lo que se quiere ser" (X. Zubiri, Sobre el Hombre, Alianza Editorial, Madrid 1986, 661). A l o largo del decurso o transcurrir de la vida - s i ésta no se trunca violentamente- se produce una progresión en la limitación de todas estas acciones; se pierde intensidad y progresión en el vivir, lo cual conlleva que psicológicamente se produzcan crisis de identidad, de autonomía, de pertenencia... Si bien es cierto, hay que

afirmar que hasta el final -aunque flaqueen las fuerzas-, la vida es autodefinición de la figura que se quiere ser, es decir, vida es: "autodefinición, autorrealización y autoposesión". En definitiva, "la vida tiene duración, futurición y emplazamiento" [las cuales] son tres dimensiones irreductibles y cuya unidad física es la que confiere el perfil exacto a la realidad de la vida" (X. Zubiri, Sobre el Hombre, 660). De modo esquemático y en tono más sugerente que explícito, podemos realizar una aproximación fenomenológica a los principales rasgos de la vida, sin los cuales, en su unidad, difícilmente se podría hablar de vida humana. En la misma línea, las dimensiones de la vida aquí descritas implican unas actitudes y conllevan unas exigencias que habrían de mantenerse para que la vida siga siendo vida en calidad. 1. La vida es dinamismo La vida no es realidad estática: es acto de vivir. La vida es realidad en movimiento, cambiante y permanente. La vida es recreación, reproducción. La vida es camino hecho y por hacer... Este dinamismo vital compromete a quien vive a seguir viviendo hasta el final. 2. La vida es don La vida no es obra propia y exclusiva de nadie, es algo que puede o no aparecer: pudo no-ser, puede no-ser. La vida no se programa ni predetermina, es sorpresa inesperada. La vida es regalo dado, no conseguido ni merecido. La vida procede de la donación de algo-otro o, mejor aún, de alguien-otro distinto de quien vive... La vida como don comporta en quien vive el imperativo de la gratuidad. 3. La vida es relación La vida se da con otros (socializada), entrelazada con otros: con otras realidades, con Dios (realidad trascendente), con otras personas (el otro en mí) con quienes hay coincidencia en el tiempo o se establece causalidad entre ellas... La vida conlleva decisiones que afectan a otros y al futuro, por ello es libertad y consciencia. La vida no es el simple existir; es coexistir ("complicadamente, coimplicativamente, medialmente" (A. Ortiz-Osés)... la

La relacionabilidad y respectividad de la vida apremia a quien está vivo a vivir en y desde responsabilidad.

4. La vida es unidad La vida no es simple suma de elementos, sino integración de los mismos desde un núcleo interior (interiorización), incluida la muerte como posibilidad real. En la vida hay un principio dinamizador y unificador que discierne entre lo que cambia y lo permanente. La vida es cohesión de diversos en estabilidad autoposesiva. La vida humana es unidad sustancial de materia y espíritu en su ser ("corporeidad traspasada por lo anímico y espiritualidad que toma forma en lo corporal" (J.L Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 310)... La integración de la unidad existencial exige una vida vivida como autoposesión desde la cohesión-coherencia. 5. La vida es temporalidad La vida no es sólo tiempo cronológico, también psicológico. La vida implica conciencia de ser efímera (de un día). La vida es provisionalidad y contingencia que anticipa y avisa de la muerte. La vida del hombre sólo es tiempo, para ser vivido o des-vivido, gastado, no ahorrado. La vida abre a la eternidad y la esperanza de futuro desde pasado asumido...

La temporalidad comporta en quien vive una llamada a la autorrealización (no sólo del presente sino de cara al futuro). No obstante, aunque los rasgos distintivos a los que se ha hecho alusión parece que exigen esas actitudes (perseverancia personal, gratuidad, responsabilidad, coherencia, autorrealización), también se puede vivir la vida, de hecho, de otras maneras, que, en línea de principio, entrarían en contradicción con el deber ser del buen vivir, pero que hallan su justificación en la voluntaria decisión de vivir en y desde la libertad: a. amorfamente (pasivamente, dejándose vivir); b. egoístamente o

(anti-don);

irresponsablemente (con el presente y con el futuro);

d. fragmentadamente (sin cohesión); e. pródigamente (derrochando el tiempo, sin realizarse en él).

De la muerte (desde la vida) ¿Qué será, pues, la muerte? Si la muerte es el fin del decurso vital donde no hay más futuro intramundano; si la muerte es el emplazamiento definitivo de la vida, entonces habrá que afirmarque la muerte es el final espacio-temporal de todas esas características que definen la vida. Así, la muerte es: a. fin del dinamismo, b. estancamiento del don de sí y de la recepción del don de otros, o suspensión de toda relación intramundana perceptible, d. fijación de la unidad interior alcanzada, e. terminación definitiva de todo tipo de temporalidad. Ahora bien, por paradójico que parezca, la vida rebotando en el horizonte de la muerte permite considerar que todas las características que la determinan se han de vivir como si fuera la primera y la última vez. Es decir, la vida contemplada desde la muerte nos devuelve la conciencia de mortalidad: la vida se ultima a cada paso, no somos del todo, somos "aúnpor-ser"... pero no de modo indefinido, sino temporal. Lo que seamos fuera del tiempo, en el "más allá", en "otra dimensión", es razón religiosa y respuesta teológica aceptada por la fe y las creencias propias. Ahí es donde, precisamente, el cristiano fundamenta su esperanza: "Si la vida tiene sentido, y no es el juego absurdo que pensaba Sastre, la muerte debe dar al hombre el permanecer durante la eternidad en lo que quiso ser durante el tiempo; y ello no en virtud de una nueva decisión, que evacuaría irremediablemente la vida misma, sino en cuanto suma totalitaria de las actitudes vividas y acumulación sin futuro del entero pasado, convertido ya, de forma irreversible, en presente eterno" (J.L Ruiz de la Peña, La otra dimensión, 316-7).

A la pregunta ¿qué es el hombre? nuestra primer respuesta es: el hombre es un ser viviente, un organismo dotado de vida, pero ¿qué es la vida? El término vida expresa un concepto abstracto formal tomado del verbo vivir, entendiendo por vivir el conjunto de actos que caracterizan a los seres vivos, con lo cual lo que en realidad existe son seres vivos que concretizan e individualizan ese principio formal que es la vida. No es aventurado decir que mucha gente es incapaz de dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, aunque pueda distinguir ordinariamente un ser vivo de un no viviente. Partimos de un postulado fundamental: la naturaleza de la vida es misteriosa, en cambio sus efectos o manifestaciones son comúnmente conocidos. La vida de por sí no se define sino que se constata experiencialmente y se describe en su complejidad y a través de su propiedad específica que es el movimiento ab intrínseco, es decir, la vida es la capacidad de movimiento espontáneo, autógeno. Los seres no vivientes reciben el impulso del exterior, "moventur se ipsis, sed non a se ipsis" ("se mueven pero no por sí mismos") (Santo Tomás de Aquino, De veritate, q. 24, a. 1), mientras que los vivientes llevan dentro de sí mismos el principio de su movimiento y de sus operaciones "Proprie dicuntur viventia quae ex seipsis moventur et operantur" ("llamamos propiamente seres vivos a los que se mueven y operan por sí mismos"), o como dice el mismo Santo Tomás en otro lugar, "el nombre de vida se usa para significar una sustancia a la cual le compete, en virtud de su misma naturaleza, moverse por sí misma" (Summa Theologiae, ll-ll, q. 179, a.1.). Para el filósofo, la diferencia principal entre los no vivientes y los seres vivos radica en el hecho de que los seres vivientes poseen o son capaces de ejercer naturalmente actividades inmanentes autoperfectivas, mientras que las actividades de los no vivientes son puramente transitivas (cf. J. F. Donceel, Antropología filosófica, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires 1969, 47-52). Elemento constitutivo del ser vivo es, portante, la acción inmanente autoperfeccionante, que no es sólo una diferencia de grado de mayor o menor complejidad, sino una característica esencial, una diferencia irreductible, un salto cualitativo de los seres no vivos a los organismos vivientes. Todo ser vivo por el mero hecho de serlo desarrolla un mínimo de actividades inmanentes autoperfeccionantes, como son: la nutrición, el crecimiento y la reproducción (cf. V. Marcozzi, La vita e l'uomo, Cea, Milano 1946, 12ss). La definición más antigua y de más abolengo que se tiene de la vida en la historia del pensamiento es la que diera Aristóteles como automovimiento. Un ser vivo es el que es capaz de moverse a sí mismo. En primer lugar, Aristóteles caracteriza la vida en función de cuatro operaciones: alimentarse, sentir, trasladarse de lugar y entender; y en segundo lugar, diferencia el vivir de las operaciones que le son propias como una actividad más radical que ellas, pues, en efecto, un viviente no está más o menos vivo según realice más o menos operaciones de este tipo. De ahí que a las operaciones vitales las llame actos segundos, y al vivir acto primero, afirmando categóricamente que "para los vivientes, vivir es ser", es decir, la vida es el ser de los vivientes (Aristóteles, Sobre el alma, II, 4, 415 b, 13). Por tanto, vivir y ser es aquello en virtud de lo cual el viviente ejecuta acciones o las omite, pero el vivir no es algo ejecutado u omitido por el viviente o en otras palabras, el ser vivo es causa eficiente, formal y final de sus operaciones. El biólogo americano J. H. Rush dice que "la esencia de la vida es el cambio, el proceso, la actividad continuada" (Uorigine de la vie, París 1959, 16). Según Nietzsche la vida es "un subir", un "crecimiento", un "devenir interrumpido"; según Bergson, la vida es un "impulso excepcional" que él mismo llama "impulso vital". La vida pues, se manifiesta a través de

las llamadas operaciones vitales de los seres vivos, ya que sólo los seres vivientes poseen actividades naturalmente inmanentes y auto-perfectivas, como son la organización, la nutrición, el crecimiento o desarrollo, la reproducción y la transmisión de información. Todo esto está muy bien desde un punto de vista filosófico tradicional. Pero, ¿cómo explicar el misterio de la vida? Cuando hablamos de la vida, ¿nos estamos refiriendo a una cierta forma de energía material o a una combinación de distintos tipos de energía, o consiste en algo superior a la pura energía material? La respuesta a estos interrogantes la encontramos en dos corrientes de pensamiento antagónicas. En primer lugar, el mecanicismo reduce la vida a un agregado de substancias que actúan unas sobre otras con una compleja actividad físicoquímica, actividad que queda reducida a simples acciones mecánicas, con lo cual no habría diferencia específica alguna entre seres vivos y seres inanimados, lo único que diferencia a los seres vivos de los seres inorgánicos son las diferencias accidentales o de cantidad, es decir el tener una mayor complejidad. En segundo lugar el vitalismo, que admite la existencia en el ser vivo de un principio vital, con lo cual apunta a una diferencia esencial entre el ser vivo y los seres inanimados. Ambas hipótesis se han mostrado insuficientes a la hora de explicar un fenómeno tan complejo y maravilloso como es la vida, aunque también es cierto que de cuando en cuando aparecen nuevas formulaciones o repuntes de esas hipótesis clásicas con nuevos rasgos científicos, como en el caso del emergentismo y del organicismo. Desde el punto de vista científico podemos definir la vida como un modo particular de organización de la materia. Son muchos los que piensan que los futuros progresos de la química orgánica y de la biología molecular, permitirán fabricar artificialmente la vida. Según los últimos hallazgos de la biología molecular la sustancia viviente se distingue de la no viviente sobre todo por el modo diverso de estructuración de las moléculas: la sustancia no viviente o inorgánica está compuesta por moléculas extremadamente simples, mientras que la sustancia viviente u orgánica está compuesta por moléculas muy bien organizadas y complejas. Hoy son muchos los científicos que piensan que la vida extrae sus propiedades directamente de esa misteriosa tendencia de la naturaleza a organizarse espontáneamente yendo hacia estados cada vez más ordenados y complejos. La vida no es más que la historia de un orden cada vez más elevado y general. Por eso no nos queda otra salida que asentir a lo que expresa Jean Guitton, "en cada partícula, átomo, molécula, célula de materia, vive y obra, a espaldas de todos, una omnipresencia... Quiere esto decir que el universo tiene un eje; o mejor un sentido. Este sentido profundo se encuentra en su interior, bajo la forma de una causa trascendente" (Dios y la ciencia. Hacia el metarrealismo, Debate, Madrid 1998, citado por S. Gutiérrez Cabria, Dios, ciencia y azar, BAC, Madrid 2003, 238). La vida en definitiva es un fenómeno tan extraordinario y portentoso, que supone un salto cualitativo abismal que exige la acción omnipotente de un Creador. Hay equívocos tremendos en el uso científico filosófico de la palabra vida. Esto nos llevaría a adentrarnos por los caminos del "vitalismo", del "biologismo", del "vitalismo biológico", del "raciovitalismo, e incluso por las formulaciones actuales de esos mismos "-ismos", como el emergent/smo, el organic/'smo, el mecanic/'smo, el fisical/smo o el reduccion/smo, con lo cual nos saldríamos de los límites de este escrito, por eso, nada mejor que remitir al lector interesado en estos temas al pensamiento de autores como Ortega y Gasset, Dilthey, Bergson, Simmel, Scheler, Nietzsche, Ayala, Hempel, Barthez, Driesch, Wattson, etc. La vida de un ser viviente no puede reducirse a una propiedad de los elementos físicoquímicos que la componen. Hay propiedades que no pueden aplicarse a las partículas

elementales de un organismo, sino sólo a su agrupación colectiva. Por eso, como dice X. Zubiri, la célula no está viva por tener átomos y moléculas, sino por ser célula. Por esta razón define Zubiri al ser viviente como "irritabilidad normada, integrada por materia orgánica, actividad internamente orientada por radical unidad primaria" {Espacio. Tiempo. Materia. Alianza, Madrid 1996, 624). Tampoco faltan físicos eminentes como E. Schródinger, W. Heisenberg, N. Bohr, que manifiestan sus dificultades al intentar explicar desde la física los fenómenos vitales. En este mismo sentido abunda también F. J. Ayala, cuando señala que "en el estado actual del desarrollo de las dos ciencias -Física y Biología- la reducción de la Biología a Física no puede efectuarse" (Biology as autonomous science, "American Scientist" 56/3 (1968) 208), es más, las tres principales categorías del ser vivo: autonomía, teleología, evolución, son irreductibles a sólo presupuestos mecánicos o físico-químicos (cf. D. Cano, Autonomía y no reduccionismo de la biología en el pensamiento biofísico de Francisco José Ayala, "Pensamiento" 64/ 240 (2008) 267-287). El así llamado "libro de la vida" es una realidad complejísima compuesta de una serie de elementos que van desde la célula, como unidad básica de los seres vivos, hasta el núcleo, los cromosomas, la cadena de ADN, las bases nucleótidas, los genes, las proteínas, etc. No es de extrañar, pues, que la fecha del 26 de junio del año 2000 haya pasado a la historia como uno de los hitos de la ciencia al dar a conocer solemnemente, tras diez años de apasionadas investigaciones en las que colaboraron más de un millar de científicos, el primer mapa del genoma humano, hecho que algunos periodistas muy imaginativos calificaron como el "santo griai" de la biología (cf. N. Blázquez, Genómica y biotanasia, "Studium" 40 (2000) 491 ss). Al hablar del origen de la vida, partimos de un primer postulado: la vida no ha existido siempre en nuestro planeta. En la escala geológica, nuestra especie, Homo Sapiens, es de origen muy reciente. Si tenemos en cuenta los datos aportados por los geoquímicos y los astrónomos, la materia, el espacio y el tiempo, nacieron hace alrededor de 13.700 millones de años - c o m o resultado de una tremenda explosión conocida como el Big B a n g - Ese gran fulgor fue captado por un satélite de la NASA, el WMAP (por sus siglas en inglés, Wilkinson Microwave Anisotropy Probé), que registró los primeros rayos luminosos que viajaron libremente por el universo, apenas 380.000 años después de la gran explosión. Las Galaxias más antiguas surgieron hace 10.000 millones de años. La Vía Láctea, nuestra Galaxia, se formó hace 7.500 millones de años. Nuestro planeta Tierra se formó tan solo hace unos 4.650 millones de años, como resultado de la condensación de gases y partículas que giraban alrededor del sol. Las rocas más antiguas descubiertas en Groenlandia - c o n "fósiles" de organismos bacteroides-, apuntan a la existencia de vida celular hace 3.800 millones de años (recientemente ha aparecido la noticia de que esta fecha se había incrementado en 400 millones de años). Por tanto, fue mucho el tiempo en que la vida estuvo ausente de nuestro planeta. Algunos autores piensan que la vida habría aparecido en torno a las fuentes cálidas submarinas o chimeneas hidrotermales que proliferan a lo largo de las dorsales activas en los fondos marinos (cf. I. Prigogine - I. Stengers, Entre el tiempo y la eternidad, Alianza, Madrid 1994 ). Los experimentos de Stanley Miller en 1953, y los estudios del científico español J. Oró llevaron a la conclusión de que hace más de tres mil millones de años -fecha en la aparecen los primeros fósiles de organismos bacteroides- se daban las condiciones adecuadas y los materiales aptos para la producción de macromoléculas orgánicas que constituyeron la así llamada 'sopa prebiótica'. Estas teorías han sido criticadas desde distintos frentes, sobre 2

todo debido al hecho de que en los experimentos no se pudieron producir algunos de los componentes precisos para la vida. Esto no significa otra cosa sino que, el cómo y el cuándo surgió la vida, está aún rodeado de misterio. Durante la mayor parte de su historia, la vida se ha presentado en forma de seres microscópicos y relativamente simples. Bacterias y organismos semejantes -llamados procarióticos porque son células que no tienen propiamente un núcleo- son los únicos seres vivientes que existieron durante los primeros 2.000 millones de años. Los primeros organismos eucariotas (cuyas células tienen núcleo) aparecieron hace unos 1.500 millones de años, pero son todavía seres microscópicos unicelulares. Los primeros organismos multicelulares surgieron hace menos de 1.000 millones de años y eran organismos acuáticos. Las plantas y los primeros vertebrados aparecieron hace unos 500 millones de años. La aparición de los mamíferos tuvo lugar hace unos 200 millones de años, cuando la tierra estaba dominada por los reptiles, encabezados por los dinosaurios, pero la expansión y multiplicación de los mamíferos comenzó hace tan sólo 70 millones de años. Los australopitecinos - l o s primeros seres que merecen ser llamados humanos, puesto que los más avanzados de ellos construían instrumentos primitivos- aparecieron hace unos 4 ó 5 millones de años. Nuestra especie, Homo Sapiens, no apareció hasta hace unos 300.000 años. El homo sapiens sapiens (Neandertales y Cromagnones), nuestros parientes más cercanos, apareció hace 35.000 años. La versión actual de la historia de la vida, por lo que se ve, es muy compleja, se compone de algunos hechos ya probados, algunas lagunas y muchas teorías sobre el modo de completar los eslabones perdidos.

Lo que interesa es sobre todo esclarecer el carácter único, singular y peculiar de la vida humana. "La vida humana no es un experimento sino una hermosa experiencia" (Letoren). La vida es el fenómeno más impresionante que existe en la naturaleza y por ello también el más misterioso, de ahí que no sea fácil aventurar una definición adecuada de lo que la vida es. Podemos decir, sin temor a duda, basándonos en los conocimientos actuales en el campo de la embriología y de la genética del desarrollo del hombre, que la vida es un proceso único, que empieza en la fecundación y no se detiene hasta la muerte, con todas sus etapas evolutivas e involutivas. La unidad que existe a lo largo de todo el desarrollo del individuo humano, desde la fecundación hasta la muerte, no es simplemente una continuidad biológica, sino que se trata de la unidad de todo el ser, corpóreo y espiritual, aunque la formación y la maduración del individuo se realicen progresivamente tanto en el plano somático como en el espiritual. El inicio de esta maduración, y de esta relación entre corporeidad y espiritualidad de un sujeto único, no puede distinguirse del que señala el comienzo de una vida biológicamente individualizada (cf. C. Simón Vázquez, Vida Humana, en ID. (dir), Diccionario de bioética, Monte Carmelo, Burgos 2006, 754ss). A primera vista la vida es una experiencia espontánea para cada uno de los seres humanos, una experiencia que se da antes de que el hombre pueda decidir o querer o conocer. La vida nos es dada. Es un don y un misterio. Un regalo que hemos recibido sin mérito alguno por nuestra parte. "La vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen su impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella" (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 39). La vida y el vivir humano es proyecto y aventura. Es presente y futuro. La vida es oportunidad y destino. Es una realidad singular y propia que ha de ir realizando cada uno de los seres humanos a lo largo de toda la historia personal de cada uno. Vivir la vida es, en definitiva, recorrer un puente que crece cuando se lo atraviesa. El progreso de las ciencias experimentales ha aportado informaciones muy valiosas acerca de la vida humana, se siguen aventurando muchas hipótesis, pero en este momento es mucho más lo que desconocemos que lo que en realidad sabemos sobre ella. Sobre todo si tenemos en cuenta que la vida humana es algo radicalmente distinto de la vida del resto de los seres vivientes, sean plantas o animales, es decir, la vida humana es un fenómeno dotado de una especificidad propia desde el primer momento de su existencia, no es un simple dato biológico, puesto que desde el mismo momento de la fecundación la vida humana dice relación a la persona. La ciencia demuestra que desde el momento de la fecundación ya hay un ser humano. La vida humana no existe en sí y por sí, es una realidad que es propia de la persona, no existe en abstracto, sino que existe siempre y solamente en concreto, es decir como realidad poseída y vivida por la persona concreta e individual. Son muchos los que hoy piensan que todos los límites son superables lo cual ha conducido a "la artificialización de la vida humana, la transformación del mismo organismo humano en una máquina artificial, una bio-tecno estructura cuyo programa [...], teniendo un destino biológico predeterminado, no podrá ya concebirse como autor de la propia vida, es decir, como hombre, si el "proprium" del hombre es su capacidad y posibilidad de autodeterminarse" (I. Colozzi, Perché é urgente che l'Europa recuperi la distinzione umano/non umano [Conferencia en La convención Europea de Profesores Universitarios, Roma 2006]). La vida humana se distingue de la vida de los otros seres vivientes por el nivel espiritual que tiene y por las dimensiones sociales que puede conseguir, y así podemos hablar

de vida espiritual, intelectual, afectiva, social, política, etc. Es más, la vida humana es siempre un bien: "esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender... La vida que Dios ofrece al hombre es un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura..." (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 34). Pero aún hay algo más, la vida humana se distingue de la vida de los demás seres por la actitud nueva que el hombre demuestra frente a la vida: es el hombre quien se plantea el problema de la vida, es el mismo hombre quien valora y aprecia la belleza de la vida, es también él quien desea mejorar su forma de vida, y por supuesto él es quien intenta trascender los límites espacio-temporales que confinan la propia vida. Sólo el hombre es capaz de elaborar la idea de una vida perfecta y de sentir la admiración y fascinación que esa vida le provoca. En definitiva, sólo el hombre es señor de la propia vida, ya que sólo él es capaz de controlarla, dirigirla y perfeccionarla, dentro de los límites que su propia condición creatural le impone. La vida se le ofrece al hombre como un reto y una tarea llena de posibilidades y de riquezas. La vida humana es una existencia que puede lograr niveles espirituales muy elevados, que busca siempre superarlos. Su mirada es siempre hacia delante, de ahí que su verdadero significado sólo se conseguirá cuando sea capaz de descubrir la meta a la que está llamada. Una cosa es cierta, el sentido y el significado último de la vida humana no puede provenir ni del pasado ni de abajo, sino que apunta siempre al futuro y hacia la eternidad (Cf. B. Mondin, Antropología filosófica, ESD, Bologna 2000, 95-97). La vida humana es pues, el sujeto que vive. Decir vida humana es hablar de un sujeto viviente. Un sujeto que tiene dentro de sí el principio vital: un ser subsistente que se autoposee y se autodetermina. Nuestra identidad personal, singular, única e irrepetible, está presente desde el inicio de nuestra vida en nuestra dotación genética. Por eso podemos hablar de la unidad biológica y biográfica existencial que constituye a cada uno de los seres humanos, es decir, la vida se nos presenta como un proceso único que empieza en la fecundación y no se detiene hasta el momento de la muerte, con sus etapas evolutivas e involutivas, aún cuando sea verdad, que con el paso del tiempo y de los años hayamos renovado totalmente nuestros materiales constituyentes. La epistemología y la antropología nos muestran y demuestran que no es posible separar vida humana de vida personal. La vida humana, el vivir, no es un concepto teórico, ni un hallazgo de los laboratorios. En el fondo no existe la vida humana en abstracto, lo que vemos, loque tocamos, son personas vivas. El sintagma vida humana está unido siempre a la persona. La biología, la antropología y la filosofía cuando se refieren a la vida humana nos hablan de algo novedoso, distinto, singular, único e irrepetible. En ningún caso podemos separar la vida humana de la persona, la vida no es algo que adviene, algo que se adquiere, algo que se añade al ser personal, sino que es el principio vital de la persona, algo insustituible, irrepetible e incomunicable. Por eso podemos afirmar sin titubeos que la vida humana es más que vida, es existencia personal. Es don y tarea a realizar. Como ser dinámico que es, el hombre al realizar su tarea cotidiana va construyendo su realidad a partir de todas sus acciones, desarrollando su inteligencia, pero también su propia forma de ser ante el mundo, con lo cual sus talentos y su propio talante crecen en la medida en que es y hace. Para realizar la tarea cotidiana de su existir, el hombre cuenta con unas propiedades que le constituyen, que son fundamentales, que son la raíz de su ser, en su totalidad.

Vivir, pues, significa darse cuenta de que soy un ser único, que me poseo a mí mismo. Soy un solo ser, un solo sujeto, una sola naturaleza, una sola entidad, una unidad sustancial. Esta realidad "una" que soy se caracteriza por un dominio tal sobre mí mismo, que me hace distinto de los demás seres de la naturaleza, y me convierte en único e irrepetible. Mi poder de autorreflexión y control, me ayuda a descubrirme siendo yo mismo frente a todo lo demás. Ser único y yo mismo significa que vivo mi vida de forma diferente a los demás. Por lo tanto, nunca puedo ser otro, ni intercambiarme por nadie. Yo soy mi propia realidad, soy mi propio dueño, me reconozco como persona, como alguien intransferible, único e irrepetible. Yo y sólo yo tengo que cargar con la responsabilidad de mi existencia. Kierkegaard y Unamuno vieron esto con especial profundidad en la experiencia de una angustiosa soledad: "No hay otro yo en el mundo" repite Unamuno en el Prólogo a su Vida de Don Quijote y Sancho. Aunque también es verdad, que en los momentos de la más profunda intimidad con uno mismo, allá en el fondo del ser se experimenta la presencia indudable del Ser en el cual estamos enraizados, que es el Ser de nuestro ser y del que San Agustín decía que es "intimior intimo meo", "más íntimo a mí que yo mismo" (Confesiones, III, 6, 11). Al mismo tiempo y constitutivamente soy un ser que comunica y se entrega a los otros, por eso mi vida ha de realizarse en la comunión interpersonal y en el trato con los demás. La verdad más profunda del hombre es su relación con los otros. Existir es "co-existir". Vivir es "con-vivir", ya que el hombre, como dice J. Rof Carballo, es un "ser para el encuentro": sólo comprende su misterio cuando encuentra al otro y crea con él una relación interpersonal (El hombre como encuentro, Madrid 1973, 24-25). La persona es una estructura relacional que consiste en la autoposesión consciente de su ser relacional. La presencia del tú en el yo, hace que el yo esté presente a sí mismo. "Ni siquiera en la más radical soledad del yo, deja de existir en el alma la oscura vivencia germinal del tú" (P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, II, Revista de Occidente, Madrid 1961, 191). El hecho fundamental de la existencia humana no es la reflexión racional del "yo pienso" cartesiano, que encierra al hombre en su conciencia individual; no es la contemplación de la naturaleza infrahumana, ni la búsqueda y la elección de valores abstractos e impersonales, ni mucho menos, la transformación técnica del mundo con el trabajo, el hecho fundamental de la existencia es que todo hombre es interpelado como persona por otro ser humano, en la palabra, en el amor y en el quehacer de cada día, y debe dar su respuesta: aceptación o rechazo. Según sea mi respuesta yo me realizo o no me realizo absolutamente. El sentido de mi existencia está vinculado a la llamada del otro, que quiere ser alguien frente a mí y que.me invita a ser alguien ante él, en el amor y en la construcción de un mundo más humano, más fraterno y solidario, "amar algo o a alguna persona significa dar por "bueno", llamar "bueno" a ese algo o a ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: "es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo" (J. Pieper, Las virtudes fundamentales. Rialp, Madrid 1975, 436). Desde los comienzos de la historia del pensamiento occidental contamos ya con la genial intuición de Aristóteles en los libros VIII y IX de la Etica a Nicómaco, cuando resalta el hecho de que para conseguir la verdadera felicidad el hombre necesita de los amigos: "es probablemente absurdo hacer al hombre dichoso solitario, porque nadie querría poseer todas las cosas a condición de estar solo; el hombre es, en efecto, un animal social, y naturalmente formado para la convivencia. Esta condición se da también en el hombre feliz que tiene todo aquello que es un bien por naturaleza, y es claro que pasar los días con amigos y hombres buenos es mejor que pasarlos con extraños y con hombres de cualquier índole. Por tanto, el

hombre feliz necesita amigos" porque "sin amigos nadie querría vivir, aún cuando poseyera todos los demás bienes" (Etica a Nicómaco, 1169 b, 16-22; 1155 a, 3-6). Como muy oportunamente nos recuerda el gran personalista francés E. Mounier "las otras personas no limitan a la persona, la hacen ser y desarrollarse. Ella no existe sino hacia los otros, no se conoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros. La experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él, el nosotros, preceden al yo" (El personalismo, en Obras, III, Sigúeme, Salamanca 1990, 475). La fenomenología del amor y de la amistad en su doble dimensión: el amor que recibimos de los otros y el amor que entregamos a los demás, nos dice que la vida personal no se constituye en la clausura del yo, sino en la apertura al tú. Es más, nos lleva a ver que yo necesito de los otros para ser yo mismo. "El hombre no descubre lo que tiene de más profundo en sí mismo, sino en los ojos del otro" (E. Schillebeeckx, Le Christ, Sacrament de la reencontré de Dieu, Paris 1960, 270). El hombre es un ser "indigente" y un ser "oferente" dice Laín Entralgo. Por eso el que se encierra en su soledad intentando ganarse, se pierde. Hace falta darse para poder desarrollar todo lo que somos. La persona se fundamenta en un don, en una entrega. De ahí que su vida tenga que ser también don y entrega para poder realizarse plenamente. La plenitud de la persona se halla en la entrega sincera de sí mismo a los demás y esto puede suscitar una sociedad de personas. De ahí que la clave de la felicidad esté no en buscarse a sí mismo como meta, sino en vivir hacia algo o alguien con olvido de sí. De esta manera el amor se constituye en una nueva forma de ser, hasta el punto que puedo decir: amo luego existo, o dicho de otro modo siguiendo a Mounier: "el acto de amor es la certidumbre más fuerte del hombre, el 'cogito' existencial irrefutable: amo, luego el ser es y la vida vale la pena ser vivida" (ElPersonalismo, en Obras, III, Sigúeme, Salamanca 1990, 477-478). Conclusión. ¿Qué es, qué significa, pues, vivir una vida humana? Permítaseme responder a esta pregunta con las palabras siempre actuales de alguien, que gracias a su fe en la vida, logró sobrevivir a los horrores del holocausto, Víctor Frankl: "Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo. Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo que resulta completamente imposible definir el significado de la vida en términos generales. Nunca se podrá dar respuesta a las preguntas relativas a la vida con argumentos especiosos. Vida no significa algo vago, sino algo muy real y concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y único en cada caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta; unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y, a veces, lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz" (El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1987 , 78-79J. 8

El reto que la vida misma nos presenta a todos los hombres en este momento particular de la historia, es la defensa y la promoción, el respeto y el amof a la vida como tarea que Dios nos ha confiado. Vivamos pues esa aventura maravillosa que es el vivir y dejemos y hagamos

que los demás puedan también vivir su vida con la misma dignidad y calidad que nosotros queremos para nuestra vida. En un mundo que ha perdido el sentido de Dios, cuando al hombre se le quiere encerrar y reducir a los límites de su propia inmanencia, no resulta extraño que la vida no sea considerada como "un don espléndido de Dios, una realidad "sagrada" confiada a su responsabilidad y, por tanto a su custodia amorosa, a su "veneración". La vida llega a ser simplemente "una cosa", que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable..." (Evangelium vitae, 22). El carácter único y singular de la vida humana, ha de llevarnos, en palabras de Juan Pablo II, a defender que la vida humana es un don que debe ser amado, un bien que debe ser servido, un derecho que debe ser tutelado y una gracia que debe ser acogida y promocionada; es mucho lo que está en juego, de lo contrario el futuro de la humanidad corre un serio peligro. La antropología nos ha ayudado a descubrir la dignidad incomparable y el valor único de la persona humana, la ética podrá impedir que esa dignidad inviolable de la vida humana y ese valor corran el peligro de verse destruidos por los poderes tecnológicos de que hoy dispone la humanidad. La vida humana es un valor absoluto, nunca un valor instrumental o un medio para otros fines por muy nobles que puedan parecer. No podemos sacrificarlo todo en aras del pragmatismo tan omnipresente en nuestra cultura. Hoy es más imperativo que nunca el lema kantiano del "sapere aude", atreverse a pensar y reflexionar para saber de sí y para orientar la propia vida.

ES EL HOMBRE? Mario Jabares Cubillas

"¿Qué más cerca de mí que yo mismo? Con todo, he aquí que no me comprendo... ¿Qué soy, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy?" (San Agustín, Confesiones, 10, 16, 25 y 10, 17, 26).

Estos interrogantes que Agustín de Hipona se plateó a finales del siglo IV, no han perdido actualidad. El misterio del hombre y del vivir humano sigue apasionando y maravillando a muchos de nuestros contemporáneos, sobre todo si tenemos en cuenta que "vivir no es sólo existir, sino existir y crear, saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar", tal como nos recuerda Marañón. Del hombre se ha dicho de todo, se han dado todo tipo de definiciones. Para Unamuno el hombres es el "bípedo implume de la leyenda, el homo politicus de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo o, si se quiere, el mamífero vertical" (El sentimiento trágico de la vida, en O. c, 127). Otras denominaciones que encontramos en la numerosísima bibliografía que existe sobre el tema hablan de él como "mamífero terrestre bípedo", "animal racional", "mono desnudo", "carnívoro agresivo", "animal simbólico","máquina programada para la preservación de los genes", "microcosmos alquímico", "pasión inútil", "Dios deviniente", "el modo finito de ser Dios", "rey de la creación", "imagen de Dios", "ser cultural", "subjetividad autoconsciente", "ser dialógico", "animal herido" (Nietzsche), etc. Sin embargo el hombre al que nos referimos aquí, es más bien, siguiendo con el gran Don Miguel de Unamuno, "el de carne y hueso, el que nace, sufre y muere, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano; [...] yo, tú; cuantos pesamos sobre la tierra. Este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y a la vez el supremo objeto, de toda filosofía, quiéranlo o no algunos sedicentes filósofos" (Ib., 128). En definitiva, se trata del hombre como persona, como un quien, no como un objeto cosificado, sino siempre de una existencia única y personal (cf. E. Coreth, ¿Qué es el hombre?, Herder, Barcelona 1976, 81). El hombre es indisolublemente esencia y existencia, naturaleza y biografía, y aunque el logos o razón formal del ser humano se cumple de forma pluriforme en el tiempo y en el espacio, no por ello pierde su unidad esencial que lo hace capaz de conocimiento universalmente válido a nivel filosófico (cf. J. de S. Lucas, Las dimensiones del hombre, Sigúeme, Salamanca 1966, 34). Es por esto que "la Filosofía del hombre aspira a forjar una imagen del hombre capaz de ordenar e integrar los resultados obtenidos en las distintas ciencias humanas y de orientar el proceso humano de autorrealización" (J. Vicente Arregui - J. Choza, Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad, Rialp, Madrid 2002, 25). El hombre - l a humanidad- se nos presenta como fruto de una larga evolución -cosmológica, biológica y cultural- y también como una realidad todavía en devenir, incompleta, abierta tanto al desarrollo como a la decadencia y al peligro de la autodestrucción. Una ciencia del hombre no podrá, por tanto, ser simplemente constatadora, meramente empírica, ha de llegar a ser, en alguna medida, crítica y evaluadora, y deberá ser normativa, si este hacerse del hombre y de su mundo ha de estar dirigido por los recursos de la inteligencia, de la racionalidad y de la responsabilidad ética.

Insistimos en que la reflexión filosófica sobre el hombre, debe tener en cuenta las investigaciones y logros de las ciencias positivas, pero no puede limitarse a aceptarlas o enumerarlas sin más, sino que ha de someterlas a una crítica racional, y buscar, a través de ellas, lo que es universal y pertenece al hombre por ser hombre. Es, pues, natural que todo intento de acercamiento a la realidad del hombre comience haciéndose la pregunta ¿qué es el hombre? Es igualmente obvio, que a pesar de ser posibles tantas respuestas como enfoques puedan darse a la pregunta, con el fin de dar una respuesta lo más abarcadora posible, lo que proponemos es un itinerario progresivo que partiendo de lo elemental que hay en él, a través de la complejidad que en él se forja, nos acerque a la realidad peculiar que él es. De una manera simplista, elemental y primitiva, decimos que el hombre es, ante todo, una forma de vida. Para añadir a renglón seguido, que se trata de una forma de vida peculiar. Esta vida peculiar que a primera vista es el hombre se concretiza en un organismo que está compuesto de órganos y funciones, sistemas y operaciones, regulados e imbricados en una fisiología común. Pero por otra parte, aparecen muy pronto en el hombre una serie de categorías no reducibles a su organicidad radicadas en lo que se ha dado en llamar su psique. Así nos encontramos con que psique y soma, alma y cuerpo, materia y forma, en el hombre no son dos elementos distintos y distantes, no son dos realidades distintas integradas en el mismo proyecto, sino dos aspectos distintos de una única realidad y unidad sustancial que es el hombre, son pues, dos co-principios inseparables, indefinibles cada uno con abstracción del otro, siempre mutuamente determinados o más bien, "codeterminados", en expresión de Zubiri, de esa unidad estructural y funcional que el hombre realmente es. Lo innegable, pues, es que hay en el hombre una única actividad humana, la cual es "unitariamente psico-orgánica en todos, absolutamente en todos sus actos" (X. Zubiri, Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986, 482). No es el alma sola la que piensa, ni sólo el cuerpo el que siente. Es el hombre el que piensa, quiere, ama, siente, obra y trabaja. Por eso, el mismo Zubiri, para evitar toda dicotomía, define al hombre como "inteligencia sentiente", para indicar que su modo de ser se manifiesta intelectivo y sensitivo al mismo tiempo, unitaria y totalmente, "la inteligencia humana es sentiente y la sensibilidad inteligente, el sentimiento es afectante y la afección es sentimental, la voluntad es tendente y la tendencia volitiva" (X. Zubiri, El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984, 46). Pues bien, si hay una sola actividad humana, hay un solo ser humano, puesto que el obrar es una manifestación, una expresión del ser. De ahí deriva la unidad tanto constitutiva como funcional del hombre. Santo Tomás considera al hombre entero como totalmente anímico y totalmente corpóreo, es decir, una entidad sustancial corpóreo espiritual única, una unitotalidad (cf. S Th., I, q. 76, a. 1), este misma idea la traducirá más tarde Zubiri por "sustantividad única", a saber, alma corporeizada o cuerpo animado. Entonces, ¿en qué consiste la llamada radical peculiaridad humana? Resulta evidente que la peculiaridad del hombre, su originalidad, se confunde con la necesidad que él tiene de realizarse como persona y que le viene dada por el hecho de poseer conciencia de las cosas y de él mismo, de la realidad de su mundo y de su propia realidad, y por el hecho no menos evidente, de su libertad. La posibilidad de conocimiento y la libertad sirven de apoyatura a aquella necesidad que el hombre tiene de realizarse como persona, y estos dos elementos (la posibilidad de conocimiento y la libertad) irán fraguando su personalidad. Con

ella, por encima del hombre biológico, del hombre-especie, hace su aparición el hombrepersona, el hombre-individual. Aunque por el hecho de ser el hombre lo que es, en su realidad concreta, existen siempre confundidas biología y personalidad. ¿Acaso no es esto lo que tan magistralmente expone el gran humanista y médico Don Gregorio Marañón en sus famosos estudios y "ensayos biológicos" sobre Enrique IV de Castilla, el Conde Duque de Olivares, Don Juan, Antonio Pérez, convencido de que el acercamiento a una realidad personal ha de ser siempre biológico y biográfico? El hombre como ser vivo, nace, crece, envejece y muere. Ese es el ser biológico que hay en el hombre. Pero también hay en él, y esta es la gran novedad, otra vida, si nos empeñamos en denominar así al quid de lo espiritual; otra vida que no es biológica, sino biográfica. Por eso podemos decir que lo que "esencia la biografía del hombre" es el espíritu. El hombre desea ávidamente vivir, pero vivir como hombre, con sus sueños, sus proyectos, sus recuerdos, sus amores, sus alegrías en realización, es decir, quiere su otra vida. El animal reposa en su ser, está a gusto y no aspira a más. El hombre, no. El ser del hombre es sed, decía Gautama, sed de existir. El hombre, satisfaciendo las condiciones de su vida física, no se sacia; al contrario se exalta su sed de otra vida. Cuando el hombre logra la satisfacción de sus necesidades fisiológicas se aburre, y experimenta la melancolía del existir intenso, del dramatismo de existir. El hombre proyecta, anhela, sueña, ama. Quiere ser más, sobre-ser, existir (cf. P. Caba, ¿Qué es el hombre?, Valencia 1949, 88ss). Es decir, "la vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de una existencia que supera los mismos límites del tiempo: "Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza" (Sab. 2,23) (cf. Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 34). Por tanto, el hombre ha de ser entendido como una realidad dinámico-proyectiva. Julián Marías dice que la persona es "un futurizo, es decir, una realidad presente y real, pero vuelta al futuro, orientada hacia él, proyectada hacia él... soy el mismo pero nunca lo mismo" (Antropología Metafísica, Revista de Occidente, Madrid 1970, 45). E. Bloch habla del hombre como "animal utópico" que experimenta una continua tensión entre lo que es y lo que quiere ser, por eso vive proyectado hacia la utopía que le mantiene en la búsqueda de lo que todavía no ha alcanzado. El hombre es el ser de la utopía, que nunca se resigna con lo dado, un ser incompleto y carencial pero grávido de futuro y esperanza. El hombre, a diferencia de los animales, prisioneros del presente, se preocupa por su futuro: busca una libertad definitiva, un fundamento eterno del amor, una razón válida para esperar, en una palabra, desea vivir siempre feliz, se sabe temporal, pero no se resigna a serlo, desea ser eterno e ir más allá de sus propias limitaciones (cf. E. Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid 1980; P. Laín Entralgo, Antropología de la esperanza, Guadarrama, Madrid, 1978). Desde el punto de vista orgánico el hombre adulto no es más que el proyecto ya realizado que como tal se hallaba contenido en el código genético de las células germinales de cuya unión surgió el individuo. Este proyecto abarca por igual a lo somático u objetivo, y a lo psíquico o subjetivo, mostrando en todo el proceso de su realización una perfecta correlación de desarrollo. En cuanto a lo personal, parece igualmente claro que el hombre-persona no es en rigor otra cosa que el proyecto realizado de una determinada manera de ser hombre, la cual es posible gracias al apoyo de las características psico-somáticas propias frente a las posibilidades abiertas en su entorno. La compleja realidad del hombre va más allá de su escueta realidad objetiva, ya que al mismo tiempo, idénticamente, indivisiblemente y

confundida con ella está su realidad subjetiva. Y partiendo de esta aparente doble realidad - s o l o aparente- es como se hace real, la persona. El hombre es, ciertamente, una realidad objetiva, pero al mismo tiempo es, siguiendo a Zubiri, un "animal de realidades", no sólo de estímulos, capta lo real en cuanto real, ahí radica precisamente su inteligencia, entendida no sólo como la capacidad de pensamiento abstracto, sino la capacidad que posee el hombre de aprehender las cosas como realidades y por ello poder transformarlas. Según esto, los estímulos son para el hombre realidades, y el medio, el propio medio interno y el externo en que se halla inserto, se convierte en una integración estructurada de realidades, no sólo objetivas, sino también interpersonales, sociales, históricas, culturales y religiosas. En el hombre junto a su organicidad concurren otras notas características o señas identificativas, como son: una subjetividad íntima y apropiadora; una substantividad expresada en inteligencia y voluntad; una capacidad ética o moral, que nos habla de su libertad, que le hace ver sus múltiples posibilidades convertidas en preferencias, capaz de ajusfar sus acciones a su razón en pro de la consecución de la felicidad a la que está llamado. La conciencia y la voluntad son el hilo conductor de la peculiaridad y singularidad del hombre como persona. De este modo, el hombre, inmerso en la realidad de su mundo, con el bagaje de su proyecto, y de su propia realidad, realiza dinámicamente su realidad real, propia y definitiva. De ahí que podamos hablar de tres dimensiones o dinamismos que configuran la naturaleza humana: espirituales, psíquicos y físicos. Respondiendo, pues, a la pregunta inicial de este texto podemos concluir diciendo que el hombre es, por encima de su propia realidad biológica -aunque contando siempre con ella-, un proyecto de realización personal realizándose en el ambiente de la realidad, en el mundo, en su mundo. En definitiva, el hombre es biología, y al mismo tiempo, psicología; es organicidad e inteligencia; es materia natural y supranaturalidad trascendente; es mecanismo y espiritualidad. Y aunque, es evidente, que existe una notable afinidad biológica y bioquímica e incluso psíquica entre el animal y el hombre, por eso los antiguos naturalistas, de hecho, caracterizaban al hombre como "animal rationale" "animal loquens", "animal bimanum" "animal erectum", sin embargo, si el hombre no se distingue esencialmente, y no sólo gradualmente, de los animales ¿cómo y dónde podremos fundamentar la dignidad y superioridad de la persona humana, base de sus deberes y derechos? La nobleza, o mejor, la dignidad que es propia de cada persona humana -dice Santo Tomás- se debe precisamente al hecho de subsistir en una naturaleza peculiar, la naturaleza humana. "Como quiera que subsistir en la naturaleza racional es de la máxima dignidad, todo individuo de naturaleza racional es llamado persona" (S.Th., I, q.29, a. 3, ad 2). Y por eso, la persona, afirma a renglón seguido, "significa io que en toda la naturaleza es perfectísimo". Por tanto, podemos decir que la dignidad personal proviene del estatuto ontológico de la persona, es algo que se posee desde un principio, y no se basa en un acuerdo o consenso entre los hombres, "la idea de dignidad humana encuentra su fundamentación teórica y su inviolabilidad en una ontología metafísica, es decir, en una filosofía del absoluto. Por eso el ateísmo despoja la idea de dignidad humana de fundamentación y, con ello, de la posibilidad de autoafirmación teórica en una civilización. No es casualidad que tanto Nietzsche como Marx hayan caracterizado la dignidad sólo como algo que debe ser construido y no como algo que debe ser respetado" (R. Spaemann, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, 122).

La fundamentación de la dignidad humana, o es metafísica, - e n nítida expresión de A. Millán-Puelles, "radicalmente geocéntrica"- o no es: "la dignidad de la persona humana es un trasunto de la dignidad de su origen" (Sobre el hombre y la sociedad. Rialp, Madrid 1976, 101). En otras palabras, para que una persona tenga un cierto carácter absoluto es preciso afirmar que hay una instancia superior. No hay un motivo suficientemente fuerte para respetar a los demás si no se reconoce que respetando a los demás, respeto a Aquél que me hace a mí respetable frente a ellos. Si prescindimos de esta fundamentación, el concepto de Derechos Humanos resulta vacío, quedando su contenido a merced de la contingencia histórica o del arbitrio del legislador.

1. ¿De qué hablamos cuando hablamos de morir y de muerte? Con la muerte, como con la vida, ocurre que al ser una realidad tan cotidiana y tan cercana con frecuencia nos sentimos incapaces de encerrar su significado en una definición precisa; nos sentimos obligados a recurrir, en cierto modo, a diversas aproximaciones que nos ofrezcan, en conjunto, una adecuada descripción de qué sea la realidad de la muerte y el hecho de morir En el lenguaje común los términos "muerte" (sustantivo) y "morir" (verbo) son intercambiables en la práctica, especialmente cuando el verbo se sustantiva al ir precedido de un artículo: "el morir". En el lenguaje técnico, en cambio, las diferencias entre ambos vocablos son manifiestas y se ha de procurar una mayor exactitud y precisión a la hora de su empleo, con el fin de no dejar escapar los matices. A este respecto escribía hace unos años el teólogo Hans Küng: "Es necesario distinguir rigurosamente entre el morir y la muerte: el morir lo constituyen los procesos psico-físicos inmediatamente anteriores a la muerte y que, al sobrevenir ésta, se interrumpen definitivamente. El morir es, pues, el camino; la muerte, el "término", la meta" (¿Vida eterna? Respuesta al gran interrogante de la vida humana, Cristiandad, Madrid 1983, 46). Veamos, pues, qué significa morir, qué es la muerte. El Diccionario define morir como "llegar al término de la vida". Ahora bien, la cuestión es cómo y cuándo se llega a este término o fin de la vida. La respuesta no es sencilla pues, por una parte, el morir es un acto puntual y, por otra, es un proceso.

2. Morir es un acto puntual: morir es cesar. Como aero puntual, decimos que morir es el fin irreversible de las funciones vitales psicosomáticas del cual dan cuenta algunos signos que la ciencia médica hoy por hoy - s i n certezas absolutas- determina que pueden ser considerados concluyentes, como son la parada cardiorrespiratoria y el cese irreversible de las funciones del encéfalo (encefalograma plano). El morir así entendido ocurre en un momento puntual, en un instante. Este instante no es determinable con absoluta precisión, pues el morir sólo es perceptible por su resultado: la muerte. A esta indeterminación temporal contribuyen además dos hechos significativos. En primer lugar, aunque al morir las funciones vitales han cesado de un modo inalterable y sin posibilidad de vuelta atrás, durante un tiempo en el cuerpo, que decimos "sin vida" a consecuencia del morir, aún sigue habiendo vida celular. En segundo lugar, es un dato incontestable que no existe una experiencia del propio morir ya que al tratarse de un hecho único, irreversible y definitivo, del que una vez acontecido no se regresa al previo vivir temporal, no hay posibilidad de tener conciencia personal, refleja y comunicable, de esa experiencia. Tampoco tenemos experiencia de otros que hayan experimentado realmente el morir y den fe de en qué consiste. Del morir sólo tenemos experiencia "diferida", es decir, se constata el morir de otro del que nosotros decimos que está muerto; no es él quien lo testimonia. Ni siquiera cuando el moribundo exclama "me muero" antes de morir está experimentando el morir en su radicalidad, pues lo afirma mientras aún está vivo; cuando ha experimentado el morir, entonces calla: Y esto ocurre en un instante, del que no podemos dar cuenta de un modo preciso, pero del que tenemos puntual experiencia diferida. El morir acontece entre un antes de vida y un después de muerte; ese paso preciso y puntual del antes al después es el morir.

Este sentido del morir como un acto puntual, que acontece en un momento, aunque no sepamos decir a ciencia cierta cuándo, lo expresó magníficamente el escrito-poeta, José Luis Martín Descalzo, cuando poco tiempo antes de su propia muerte compuso un poemario al que tituló Testamento del pájaro solitario. En él escribe: "Morir sólo es morir. Morir se acaba, morir es una hoguera fugitiva. Es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba. Acabar de llorar y hacer preguntas; ver el Amor sin enigmas ni espejos; descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas y hallar, dejando los dolores lejos, la Noche-luz tras tanta noche oscura". Algunos autores comparan el acto puntual de morir con el acto puntual de nacer; la muerte es como un nuevo nacimiento, ya que éste ha sido precedido de una "muerte" de un estado y forma de vida anterior, la intrauterina. Trascribimos dos testimonios sugerentes, uno de un filósofo (Eugenio Trías) y otro de un teólogo (Leonardo Boff). "Disponemos de la evidencia de haber vivido dos vidas. De la primera vida no guardamos memoria. Discurrió en el seno materno. Allí se estableció el paradigma de todo vínculo comunitario y de todo idilio amoroso, o de toda relación inter-personal: la que en la vida intrauterina celebró la «unión mística» del feto con la madre (que le dio cobijo y sustento). Ese escenario del origen permite, por extrapolación razonable, avanzar hacia un escenario post mortem. Respecto a éste sólo es posible desplegar, desde el punto de vista estrictamente filosófico, una argumentación mediante acuciantes interrogaciones. ¿Por qué dos vidas solamente? ¿Por qué no puede pensarse esta vida como el útero y la matriz de una vida diferente? ¿Por qué no pensar a fondo, radicalmente, la idea fecunda de metamorfosis? ¿No hay suficientes indicios en el ámbito de la vida, como puede ser el pasaje de gusano a ninfa y a crisálida, o finalmente a mariposa, o el increíble tránsito del feto animal hasta la composición del neo-nato humano, o de éste hasta el homo loquens? ¿No podría pensarse esta vida como un complejo escenario -mucho más conflictivo y doloroso que la idílica vida fetal- en el que se pusiera a prueba, como a los metales en la forja, nuestro propio temple de ánimo, nuestro valor y nuestra inteligencia, y sobre todo nuestro anhelo? Responder estas preguntas sólo puede hacerse a través de un relato razonable" (E. Trías, El gran viaje, "Diario ABC" (04-11-2008) 3).

"Al nacer el niño abandona la matriz nutricia que, poco a poco, al cabo de nueve meses, se iba volviendo sofocante y agotaba las posibilidades de vida intrauterina. Pasa luego por una violenta crisis: lo aprietan y empujan por todas partes y por fin lo lanzan al mundo. No sabe que le espera un mundo más amplio que el vientre materno, lleno de anchos horizontes y de ilimitadas posibilidades de comunicación. Al morir el hombre pasa por una crisis semejante: se vuelve más débil, va perdiendo la respiración, agoniza y es como arrancado de este mundo. Mas sabe que va a irrumpir en un mundo

mucho más vasto que el que acaba de dejar y extenderá hasta el infinito. La placenta del recién los estrechos límites del hombre-cuerpo sino la muerte es el "veré dies natalis" del hombre" (L. Boff, Santander 2008 , 42).

que su capacidad de relacionarse se nacido, al morir ya no la constituyen globalidad del universo total. [...] La Hablemos de la otra vida, Sal Terrea,

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3. Morir es un proceso: morir es morirse. Junto al sentido puntual del morir está la consideración del morir como proceso: morir es ir muriendo. Si vivir es el suceder continuado donde el hombre va realizando de un modo ¡nterrelacionado (con otros, con la historia, con la naturaleza, con Dios) aquello que se quiere ser, el morir será el fin definitivo de todo ello. Morir es el fin y la fijación definitiva del decurso y el argumento del vivir, es la resolución de lo que el hombre ha sido y no de lo que todavía va a ser, en palabras de Zubiri diríamos que morir es "la definición definitiva de sí mismo" {Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1986, 666), pues, según él, "morir significa quedar fijado en la figura conversiva o aversiva que el hombre ha cobrado en el curso de su existencia" (El problema teologal del hombre: cristianismo, Alianza, Madrid 1997, 84). Ahora bien, a lo largo de la vida nos vamos muriendo. En el vivir está presente ya el morir. Hay un continuo morir desde el mismo nacer. Aunque este morir como proceso se da a lo largo de toda la vida, la percepción del mismo se hace más palpable en las fases de enfermedad y vejez en las cuaies se produce un deterioro de las condiciones psicosomáticas a causa de las cuales sobreviene el morir como acto puntual que ratifica el morir como proceso previo. Para explicitar, de algún modo, este proceso del morir, tenemos en la lengua castellana un uso reflexivo del verbo: morirse. Éste tiene un doble sentido; de una parte, se afirma que la acción que designa en el verbo morir recae sobre quien la produce o la va posibilitando a lo largo del tiempo: nos morimos, es decir, nos vamos muriendo. De otra parte, con este sentido reflexivo se resalta el carácter personal del morir: quien muere no es alguien exterior al yo, tú, nosotros, vosotros, ellos, que son el verdadero sujeto del morir. La concepción de la vida como un continuo proceso de morirse es reflexión clásica. He aquí unas magníficas páginas de San Agustín de Hipona: "Desde que uno comienza a estaren este cuerpo, que ha de morir nunca deja de caminar hacia la muerte. Su mutabilidad en todo el tiempo de esta vida (si ésta merece tal nombre) no hace más que tender a la muerte: no existe nadie que no esté después de un año más próximo a ella que lo estuvo un año antes; que no esté mañana más cerca de lo que está hoy, hoy más que ayer, dentro de poco más que ahora y ahora más que hace un momento. Todo el tiempo que se vive se va restando de la vida, y de día en día disminuye más y más lo que queda; de suerte que el tiempo de esta vida no es más que una carrera hacia la muerte... Además, si cada uno empieza a morir-a estar en la muerte- desde que la misma muerte -la supresión de la vida- comienza a realizarse en él (de hecho cuando la vida se acabe, será sólo después de muerto y no durante la muerte), sigúese que está en la muerte desde que comienza a estar en este cuerpo- ¿ Qué otra cosa pasa cada día, cada hora, cada momento, hasta que agotada la vida, se cumple la misma muerte que se estaba realizando, y comience ya a existir el tiempo después de la muerte, ese tiempo que transcurría durante la muerte al irse quedando sin vida. Por consiguiente, no está nunca el hombre en la vida desde que está en este cuerpo, más bien muriente que

viviente, si no puede estar a la vez en la vida y en la muerte. ¿ O habrá que decir más bien que se halla en la vida y en muerte a la vez; es decir, en la vida que está viviendo hasta que se le quite enteramente, y en la muerte por la cual muere mientras se le va quitando la vida? Pues si no está en la vida, ¿qué es lo que se le va quitando, hasta que llegue a ser cabal la supresión? Pero si no está en la muerte, ¿qué es esa misma supresión de vida? Cuando la vida entera se le haya quitado al cuerpo, no habrá otra razón para decir que esto ya es después de la muerte sino el que existía ya la muerte cuando le estaba quitando la vida. Pues si, quitada la vida, no se halla el hombre en la muerte, sino después de la muerte, ¿cuándo estará en la muerte, sino cuando se le va quitando la vida? (La Ciudad de Dios, XIII, 10, en Obras completas, XVII, BAC, Madrid 1988, 17-19). También la reflexión poética ha contribuido a popularizar este sentido del morir como proceso y el vivir - d e s d e el mismo nacimiento- como camino del y hacia el morir. F. de Quevedo escribió estos versos: "Ya no es ayer; mañana no ha llegado; hoy pasa, y es, y fue, con movimiento que a la muerte me lleva despeñado". Quizá sea la conocida obra de Jorge Manrique (1440-1479, Coplas a la muerte de Don Rodrigo Manrique, donde mejor se encierre, en estrofas a pie quebrado, una intemporal concepción de la vida y la muerte, del vivir y el morir, como un proceso continuo e imparable: Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales allí los otros, medianos y más chicos, allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos" [...]

Este mundo es camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Partimos cuando nascemos, andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos; así que, cuando morimos, descansamos".

"Al sabio consejo de que hay que vivir cada día como si fuera el último, habría que añadir la recomendación de vivir cada día como si fuéramos a permanecer en la tierra para siempre" (S. B. Nuland, Cómo morimos, 243).

"Si no recibimos la muerte como a una novia, la acabaremos recibiendo como a nuestro verdugo" (Gustavo Timón)

1. Una aproximación fenomenológica a ios modos de morir El morir es igual para todos, al menos en su resultado, que es la muerte. La muerte del hombre nos sitúa a todos bajo el mismo rasero. Todo hombre tiene idéntica dignidad al morir, no hay un morir mejor o más valioso que otro, pues quien muere es una persona que en cuanto persona no se diferencia de los otros hombres. Ahora bien, en nuestra mentalidad acostumbrada a las clasificaciones, a realizar catalogaciones de más y menos, es inevitable la consideración diversa de las distintas muertes. Y en ese, sólo en ese, sentido, podremos hablar de diversos modos de morir sociológicamente hablando. Entre los factores que intervienen en la consideración de los modos de morir, además de la edad y la vinculación personal con el moribundo, habrá que atender a otras circunstancias, que permiten, a su vez, delinear varios "rostros" de la muerte, varias clases del morir. En esta clasificación será importante la consideración social que adquiere la muerte; no es lo mismo para la aceptación e integración de la realidad de la muerte en el imaginario intelectual, cultural, epocal, colectivo y personal, que la muerte sea la de un enfermo terminal o la de alguien sano, que sea la muerte de quien es víctima inocente o del culpable, que sea la muerte de un personaje con cierta relevancia pública o incluso con reputación de héroe que la del indigente que muere abandonado en la calle, etc. Por ello, sin ánimo de ser exhaustivos y en aras de una mejor comprensión, podrá resultar clarificadora una breve y esquemática descripción de algunas de estas modalidades del morir humano, así como del modo como personal y socialmente se encara y encaja el hecho de la muerte.

2. Morir sólo es morir Morir sólo es morir. En cuanto acto puntual no hay diferencias sustanciales entre un morir y otro. Hay una serie de características comunes o al menos universalizables en el modo como se produce la muerte, las cuales se dan de uno u otro modo en todo proceso de morir. En palabras del cirujano norteamericano Sherwin B. Nuland, "todos los jinetes de la muerte" tienen estas "armas" con las que logran su objetivo: "la parada de la circulación, el transporte inadecuado del oxígeno a los tejidos, el deterioro progresivo de las funciones cerebrales hasta su total interrupción, el fallo funcional de los órganos, la destrucción de centros vitales" (Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, 17). El modo concreto como sucede el morir dependerá de circunstancias y factores personales así como de las causas que lo motiven (naturales o violentas). En cuanto hecho, eí morir es asunto bien tipificado médicamente, aunque sea incierta la datación cronológica exacta del momento en que el morir acontece.

Las diferencias, pues, se establecen en los modos como se muere el morir, o mejor, como se vive el morir. "Vivir el morir" suena a paradoja, y sin embargo expresa una realidad indiscutible: antes de morir se vive y el hecho de morir es el último acto del vivir, cesa éste para que advenga aquél. Y ello, porque como decía el filósofo griego Epicuro de Samos "mientras existimos, la muerte no existe; cuando llega la muerte, ya no existimos". Morir es el trance final de un vivir que es ininterrumpida duración espacio-temporal. Por ello es posible preguntarse cómo se vive ese evento último que es el morir, e intentar una aproximación a los diversos modos de morir vistos desde las diversas maneras de vivir el morir. No todos mueren igual, cada cual afronta diversamente su morir. Y ahí se explícita, de alguna forma, el propio vivir. "Somos - c o m o afirma el adagio clásico- el modo como afrontamos nuestra muerte", pues ahí reverbera nuestra vida. El modo del morir está en estrecha relación con la actitud ante la vida y la muerte, con la valoración de ésta y aquélla. Del miedo a la esperanza, del aprecio al desprecio, de la despreocupación al fatalismo, de la familiaridad a la desesperación, de la resignación a la aceptación,... todas ellas son actitud vigentes ante la muerte. Esta pluralidad de posicionamíentos da origen a otras tantas modalidades del morir. Veamos una amplia y sintética panorámica

3. Morir cercano La muerte es una realidad cotidiana. No podemos escapar de su influencia. Siempre se muere alguien a quien conocíamos (virtual o realmente). En ocasiones el morir cobra rostro y nombre concreto: se muere un vecino, un amigo, un familiar muy próximo. Entonces el morir se nos hace más cercano pues toca nuestro entramado personal y humano, nuestra historia compartida, nuestras raíces comunes. Este morir, aunque cercano, nos es, no obstante, extraño, ajeno, foráneo. Durante mucho tiempo la filosofía y, por ende, el pensar común, han considerado la muerte como una realidad ajena: siempre se mueren los otros; aunque es una posibilidad real para mí, el morir es cosa de otros. El pensamiento existencialista ha logrado poner de manifiesto la importancia de reflexionar sobre la muerte como una realidad propia, cercana, íntima al mismo ser humano: el morir es mi morir, soy un ser para la muerte (M. Heidegger) o, mejor, un "ser cuestionado por la muerte" (J. Alfaro). La condición de finitud propia, que se manifiesta en un vivir cuyo horizonte más evidente es una vida que tiene como límite un "no-más" en este mundo; la convicción de la irreversibilidad de la vida según la cual no hay posibilidad de volver atrás puesto que lo ya vivido se ha quedado definitivamente fijado; las múltiples vivencias anticipadas de la muerte (dependencia existencial de otros, conciencia de irrealización personal, soledad radical, creciente deterioro, etc.); todos ellos son aspectos que permiten considerar el morir como una realidad cercana, y, por lo mismo, ante la que se ha de buscar una solución que dé respuesta al enigma personal de adonde conduce mi morir cercano. La respuesta es sencilla pues se limita, fundamentalmente, a tres posibilidades teóricas: 1) o a la reencarnación en otras formas de vida de este mundo y este tiempo, 2) o a la nada absoluta, 3) o a una vida nueva más allá de este tiempo y este mundo, es decir, mi morir me arrastra 1) o una reencarnación en otras formas de vida intramundanas (ascendentes o descendentes), 2) o a la aniquilación definitiva, 3) o a otra dimensión supramundana. La respuesta personal, empero, no tiene tal grado de sencillez teórica, pues la que fuere conlleva una opción personal, que no es indiferente al vivir concreto: 1) o se acepta que al morir mi yo -mente, alma, conciencia, energía, impulso dinámico- se reencarna en

otras formas de vida como nuevas oportunidades de vivir aquí (lo que comporta prestar atención personal a los "factores" -actitudes morales o doctrinales, ley del karma, perfeccionamiento continuo- que determinan el modo en que se realizará la siguiente forma de existencia tras la muerte), 2) o se acepta que al morir la vida se hunde en la nada (lo que comporta bien resignación estoica, bien admisión de un sinsentido vital como horizonte final - c o n lo que implica de absurdo existencial-), 3) o se admite esperanzadamente que al morirse recibe una nueva vida ultramundana (la cual no depende de las capacidades que yo tengo, sino que ha de ser un don que se reciba por quien tiene poder para ello: una Realidad trascendente y personal, que llamamos Dios). La opción vendrá determinada por la fuerza de la razón y por la influencia de las creencias personales, sin olvidar las connotaciones sociales y culturales. Será inevitable una toma de postura; el escapismo y la poetización ante el morir, a la larga, no son ninguna solución. Y todo ello, porque, en definitiva, mi morir cercano me remite a mi vivir inmediato. La perspectiva del morir propio ha de constituir el horizonte sobre el que desarrollar mi personal vivir, en su totalidad.

4. Morir íntimo La muerte tiene mucho de experiencia íntima, vinculada a la profundidad y la dignidad humana. La muerte es un momento tan singular en la vida de una persona que no se admite fácilmente que se frivolice sobre ella; requiere intimidad. En nuestra cultura occidental asociamos la intimidad a la casa, a la habitación e incluso a la cama, que son nuestro espacio vital íntimo y familiar. Por ello en cierto sentido el morir íntimo reclama morir en la propia cama, en la habitación de casa, en el subjetivo espacio vital y rodeado de los más allegados, envuelto y arropado por su afecto -aunque a veces raye el "paternalismo" excesivo- con quienes uno se siente sereno y confiado en que no morirá abandonado y solo. Al menos, eso es lo deseable y lo esperable, si bien no son infrecuentes, por desgracia, casos de cuidados y atenciones deficientes, descuidos y olvidos, donde el moribundo se siente como una carga, una disculpa y un pretexto. Aunque, en igual medida, se ha de tener en cuenta a la familia que sufre agotamiento, tensiones y alteraciones emocionales al asistir en casa a su ser querido a las puertas de la muerte. Éstas se manifiestan en que, por una parte, se evitan "sentimientos de culpa, impotencia y/o fabulaciones torturadora", y por otra, hacen su aparición "secuelas psico-patológicas y alteraciones psicológicas más o menos significativas: rebelión compulsiva, impotencia, ansiedad, reacciones de autodefensa, pérdidas de coordenadas espacio-temporales, cansancio físico insoportable, aparición de estados de inestabilidad emocional, etc.", todo lo cual contribuye a que "este entorno no resulte tan idílico como se nos presenta" (S. Urraca Martínez, Morir, hoy, en EJ. Elizari Basterra (dir.), 10 palabras clave ante el final de la vida, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2007, 27-28). La alternativa al morir íntimo en casa, salvo en caso de muerte violenta e inesperada, es morir en la cama de un hospital. En este contexto se asocia -justa o injustamente- la muerte en el hospital con sensaciones de abandono, soledad, anonimato, incomunicación. Técnicamente (posibilidad de evitar sufrimientos, cuidados y necesidades cubiertas, digna atención médica y paliativa, etc.) el moribundo está mejor asistido por profesionales de la sanidad, con quienes, empero, no le es posible, en la mayoría de los casos, evidentemente, mantener una relación más allá de la cordialidad y la educación (lo cual no significa, ni mucho menos, desinterés e indiferencia por parte de sus cuidadores). En el constante ajetreo de un hospital se hace casi imposible mantener un suficiente grado de intimidad; la cual no se consigue ni en el trascendental momento'de expirar. Morir así, será un morir cuidado, pero no íntimo. Y a la hora de la verdad es esto último lo que más preocupa.

1. Morir público En nuestra sociedad occidental hoy existe, de una parte, una pretendida marginación respecto a los temas relacionados con la muerte, al tiempo que, paradógicamente, por otra, los medios de comunicación exhiben constantemente escenas de muerte, reales o ficticias, cayendo en lo que, algunos autores, denominan "pornografía mortuoria". El morir se ha convertido, voluntaria o inconscientemente, en un acto público y exhibido. Cuando en tiempos pasados se ajusticiaba a los condenados a muerte en la plaza del pueblo, la gente acudía en masa a contemplar el espectáculo del morir y recibía, así, la pretendida lección de "escarmiento". Hoy hay otras "plazas públicas" (medios de comunicación) que permiten la contemplación de la muerte en directo, aunque permaneciendo lo suficientemente alejados como para no sentirse en exceso implicados ni recibir más lección que la de la información impactante. Hay una ritualización del morir. El morir público es, en cierto sentido, una "expropiación" del momento final de una vida, que exigiría una especial apropiación; es un morir que, de algún modo, es pertenencia común, acto social. Incluso habrá quien venda exclusivas y haga negocio con la exhibición de la muerte real (piénsese, por ejemplo, en los reality show de las televisiones o de internet). En este sentido se convierte en un morir bien administrado. El morir público tiene dos extremos: por un lado, está el morir heroico y, por otro, el morir anónimo. En el primero estaría el morir de quien ha destacado socialmente por su actividad a favor de la comunidad, el morir de quien es víctima de guerra, atentado o servicio público que comporta arriesgar la vida (policía, bomberos, etc.), el morir de quien sin pertenecer a los grupos anteriores se ve impelido a un acto valiente con mortal desenlace o es víctima inocente de una situación o, simplemente, es elevado a la categoría de personaje popular por los medios de comunicación. Su morir será considerado un morir público ante el que se da una especie de identificación colectiva o un sentimiento de responsabilidad compartida. A este morir heroico se une la memoria y la conmemoración, la evocación y el homenaje, que durante un tiempo mantendrán vivo el recuerdo y la remembranza de quienes así murieron. Al morir anónimo pertenecería el morir de tantas personas, cuya identidad se desconoce, que mueren en la calle porque viven en la calle (vagabundos, sin techo, indigentes, marginados de esta sociedad, etc.), el morir de quien cae en las refriegas multitudinarias o en las masacres indiscriminadas, el morir de quien llega a tierra extranjera en busca de nuevas posibilidades y se deja la vida en el intento, el morir de tantas personas a las que sólo se tiene en cuenta para las estadísticas y los números, el morir de quien sólo es considerado "uno entre muchos" en la gran ciudad masificada y despersonalizada,... En justa lógica habría de reivindicarse también la memoria de quienes murieron anónimamente. Aunque la sociedad no quiera -ni pueda- acceder a esta demanda, al creyente le queda la esperanza de que Dios sea quien guarde memoria eterna de todos aquellos que, viviendo, han muerto anónimamente y cuyos nombres -incluida su identidad personal- no permanecerá en el olvido.

2. Morir denunciante Aunque en cierto sentido toda muerte es injusta, hay algunos modos de morir que llevan el marchamo de manifiesta injusticia porque se producen frente a toda lógica.

El morir de inocentes, el morir de quienes son víctimas de explotación, el morir a causa de negligencias previsibles, el morir de quienes trabajan en situaciones de inseguridad laboral, el morir de quienes viven en el exilio, el desarraigo o la indiferencia social, el morir en situación de exclusión y marginación, el morir privado de libertad, el morir de quien se quita la vida voluntariamente, el morir por venganza,... son todos modos de morir que conllevan un componente de denuncia; son un morir denunciante. Al morir así se denuncia lo injusto e ilógico de una vida breve, se denuncia la situación de indefensión del vivir, se denuncian las manipulaciones humanas en función de intereses económicos o de prestigio, se denuncian las irresponsabilidades ante el debido compromiso laboral, se denuncian las desigualdades sociales y las discriminaciones por razón de procedencia, raza o estrato social, se denuncia la conculcación de los derechos humanos, se denuncia la desprotección ante cualquier tipo de violencia, se denuncia la insuficiencia de atención personal, se denuncia el egoísmo y falta de solidaridad, se denuncia la guerra como solución a conflictos, se denuncian los sinsentidos y faltas de horizontes esperanzadores en los que viven muchas gentes,... En el fondo, todas estas denuncias implicadas en ciertos modos de morir, coinciden en que lo que está en cuestionamiento es el valor absoluto de la vida en nombre de otros intereses. En la denuncia existe la secreta aspiración de que desaparezcan las causas que conducen a tales muertes, o al menos la esperanza de que éstas sean las últimas en tales circunstancias. Nuevamente el morir nos remite al vivir; a una forma de vida que proteja ante las muertes injustas y absurdas, muchas de ellas fácilmente evitables a poco que se pusiera verdadero interés en ello. El morir denuncia ciertos modos de vivir incompatibles con un sentido responsable y humano de la vida.

3. Morir temido Si realizáramos una encuesta sobre la muerte y el morir es fácil que, con toda probabilidad, nos topáramos el siguiente resultado: entre las personas que, por razones de buena salud, juventud, calidad de vida, etc., no se plantean la muerte como una posibilidad real inmediata para ellos, el sentimiento más común es el del femor a morir, el miedo a morir, expresado en el contundente "no querer morir". Aunque el morir ajeno y el propio es una verdad sin excepciones, una verdad de dominio universal y común, una verdad incuestionable, sin embargo es su contenido es una verdad temida, resistida, rechazada y, en cierto modo, hasta mentalmente negada y eludida. Se rechaza y se niega el morir cuando es considerado un robo de la vida presente, una injusticia existencial, una anticipación indebida, una frustración del deseo de permanencia indefinida, una interrupción de metas aún por alcanzar o realizar. Se planta resistencia a un morir que aparece como la pérdida irreparable de esta subsistencia, de su carnalidad y su materialidad. Por ello se desafía el morir al pretender prologar el vivir arañando instantes y momentos cargados de definitividad. El morir temido surge, además, por el recelo ante el futuro, por la sospecha de incertidumbre, por el ánimo huidizo y rehusante ante el misterioso y desafiante porvenir. El temor a morir proviene de la inquietud al posible sufrimiento, del agobio ante el vértigo del vacío, de la presunción dolorosa de las ausencias, del desasosiego ante el olvido, de la desconfianza surgida de la mate conciencia ante una retribución o un castigo a sus actos.

El miedo a morir está en relación con el recelo ante los procesos de morir (se teme la enfermedad degenerativa, el dolor intenso, el sufrimiento prolongado, el abandono, la soledad). El miedo a morir surge por la intensa aprensión y desasosiego ante la posibilidad de que suceda algo contrario a lo que se desea; que es vivir, continuar en este mundo, en y con los nuestros. El miedo brota del temor a que la muerte sea un daño (real o imaginario). El miedo a morir aflora por el "descontrol" del más allá de la muerte o, mejor, del más allá de esta vida, la otra orilla, si es que ésta existe; no controlamos ese ámbito transmortal pues escapa de nuestros conocimientos y posibilidades, y el más allá no pasa de ser un interrogante, un riesgo o el "gran quizá" (le gran peut-étre) (E. Bloch), que perturba angustiosamente el ánimo. El miedo a la muerte se traduce en preocupación por la muerte, la tarea ética - p a r a algunos filósofos, como J.L. López Aranguren- consistirá en eliminar o disminuir esa preocupación: "la muerte, hoy por hoy, no puede ser eliminada, pero la preocupación por la muerte sí" (Ética, en Obras completas, II, Trotta, Madrid 1994, 487). En definitiva, una muerte temida es expresión de una vida amada, pues como acertadamente afirma Raffaele Mantegazza, "temer la muerte significa, en efecto, amar la vida, y sólo una vida digna puede ser amada hasta el punto de temer su límite" (La muerte sin máscaras. Experiencia del morir y educación para la despedida, Herder, Barcelona 2006, 23).

4. Morir querido En el extremo opuesto del miedo a morir está el morir querido, procurado, elegido y aceptado. El morir aceptado conlleva la admisión de la muerte como posibilidad ineludible: es el inevitable ritual del morir. Es un morir aceptado aquél que sobreviene como fin lógico de un proceso de enfermedad incurable, como resultado previsible de un comportamiento temerario, como paso siguiente a una ancianidad improrrogable, como consecuencia de nuestra condición de seres contingentes y finitos. El morir procurado presupone, al menos intencionalmente, un cierto control sobre el vivir, que, en algunos casos, se expresa en la intervención directa sobre el momento del propio morir (suicidio, entrega heroica y martirial) o del morir ajeno (asesinato, homicidio, eutanasia). El morir elegido es lo más opuesto a la trivialización, pues implica dar relieve e importancia al hecho de aceptar el morir como parte integrante del vivir: como su reverso; más aún, como el horizonte límite sobre el que, proyectada, rebota toda vida, la cual, en su momento, habrá de ser despedida, al menos, en su forma espacio-temporal. Y esta despedida nos gustaría que fuera elegida, preparada, determinada y que respondiera a nuestros proyectos (aunque sabemos muy bien que no será, con toda seguridad, así). Es posible que si pudiéramos elegir nuestro modo de morir éste tendría más que ver con el tránsito placentero que con el sufrimiento y la agonía, más con una preparación suficiente que con el deceso súbito, más con una actitud de reconciliación final con la vida que un portazo final, más con el progresivo desprendimiento de todo y de todos que con el inútil aferramos a lo imposible. No obstante, permanece la siguiente ambivalencia: "Mientras que muchos esperamos una muerte rápida o una muerte durante el sueño "para no sufrir", al mismo tiempo nos aferramos a una imagen de nuestros momentos finales que combina la elegancia con un sentido de conclusión: necesitamos creer en un proceso lúcido en el que tiene lugar la suma de toda una vida. O eso o un perfecto salto a la inconsciencia sin agonía" (Sherwin B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, 25-27).

Quienes mejor han captado este sentido profundo del morir elegido han sido los poetas con su lenguaje alegórico y sus brillantes metáforas. Un buen ejemplo ilustrativo es la siguiente poesía de Manuel Gutiérrez Nájera, que se titula "Para entonces": Quiero morir cuando decline el día, en alta mar y con la cara al cielo, donde parezca sueño la agonía y el alma un ave que remonta el vuelo. No escuchar en los últimos instantes, ya con el cielo y con el mar a solas, más voces ni plegarias sollozantes que el majestuoso tumbo de las olas. Morir cuando la luz retira sus áureas redes de la onda verde, y ser como ese sol que lento expira; algo muy luminoso que se pierde. Morir, y joven; antes que destruya el tiempo aleve la gentil corona, cuando la vida dice aún: «Soy tuya», aunque sepamos bien que nos traiciona

Hay también un morir querido que, además de las formas arriba señaladas, adquiere otro rostro: el del deseo de morir para alcanzar un vivir mejor, un vivir más pleno y definitivo, un vivir eterno. El querer morir para continuar viviendo de otro modo, en otra dimensión: la eternidad de Dios. Es el querer morir para llegar a la menta última que da sentido al temporal existir. Esta perspectiva del deseo de morir está muy lejos de aquella que considera el querer morir como la salida de una situación sin futuro, como la huida de una existencia hostil y adversa, como la respuesta radical a una solución que aboga por el sinsentido y la inutilidad del vivir desde un nihilismo existencial. De nuevo los poetas y los místicos han sabido expresar de modo inigualable este deseo de una muerte querida como medio para lograr un bien más grande: el encuentro con Dios, el Amado que con su amor nos da la vida duradera, digna, plena y definitiva. Quizá una de las mejores expresiones de este querer morir, sea el verso "que muero porque no muero" del conocido poema "Vivo sin vivir en mf\ del que existen varias versiones. A continuación puede verse una doble versión del mismo, la de San Juan de la Cruz y la de Santa Teresa de Ávila. Los matices son importantes y sugerentes.

"Vivo sin vivir en mí" San Juan de la Cruz (1542-1591)

Santa Teresa de Ávila (1515-1582)

Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero, que muero, porque no muero.

Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero, porque no muero.

En mí yo no vivo ya, y sin Dios vivir no puedo, pues sin él, y sin mí quedo, ¿este vivir qué será? mil muertes se me hará, pues mi misma vida espero, muriendo, porque no muero.

Vivo ya fuera de mí después que muero de amor; porque vivo en el Señor, que me quiso para sí; cuando el corazón le di puse en él este letrero: que muero porque no muero.

Esta vida, que yo vivo es privación de vivir, y así es continuo morir, hasta que viva contigo: oye mi Dios, lo que digo, que esta vida no la quiero, que muero, porque no muero.

Esta divina prisión del amor con que yo vivo ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, que muero porque no muero.

Estando ausente de ti, ¿qué vida puedo tener, sino muerte padecer, la mayor que nunca vi? lástima tengo de mí, pues de fuerte persevero, que muero, porque no muero.

¡Ay qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero.

El pez que del agua sale, Aún de alivio no carece, que la muerte que padece, al fin la muerte le vale; ¿qué muerte habrá que se iguale a mi vivir lastimero, pues si más vivo, más muero?

¡Ay, qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor, no lo es la esperanza larga. Quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero, que muero porque no muero.

Cuando me empiezo aliviar de verte en el Sacramento, háceme más sentimiento, el no te poder gozar: todo es para más penar, y mi mal es tan entero, que muero, porque no muero.

Sólo con la confianza vivo de que he de morir, porque muriendo, el vivir me asegura mi esperanza. Muerte do el vivir se alcanza, no te tardes, que te espero, que muero porque no muero.

Y si me gozo, Señor, con esperanza de verte, en ver que puedo perderte, se me dobla mi dolor, viviendo en tanto pavor, y esperando, como espero, me muero, porque no muero.

Mira que el amor es fuerte, vida, no me seas molesta; mira que sólo te resta, para ganarte, perderte. Venga ya la dulce muerte, el morir venga ligero, que muero porque no muero.

Sácame de aquesta muerte, mi Dios, y dame la vida, no me tengas impedida en este lazo tan fuerte, mira que muero por verte, y de tal manera espero, que muero, porque no muero.

Aquella vida de arriba es la vida verdadera; hasta que esta vida muera, no se goza estando viva. Muerte, no me seas esquiva; viva muriendo primero, que muero porque no muero.

Lloraré mi muerte ya, y lamentaré mi vida, en tanto, que detenida por mis pecados está: ¡oh mi Dios, cuándo será, cuando yo diga de vero vivo ya, porque no muero!

Vida, ¿qué puedo yo darle a mi Dios, que vive en mí, si no es el perderte a ti para mejor a Él gozarle? Quiero muriendo alcanzarle, pues tanto a mi Amado quiero, que muero porque no muero.

5. Morir soñando La muerte y el sueño tienen estrecha relación. Se ha representado a la muerte como el sueño eterno y el morir como el dormir y soñar. También se ha pensado - c o n no poca sensación de angustia- que el morir pudiera ser un "no-despertar" de un "aún-vivir" que no alcanza a expresarse. Miguel dé Unamuno pasó muchas horas pensando y meditando con la muerte, se diría que soñando con ella, acariciando su misterio y enfrentado su realidad. Por eso, en este modo de morir tan particular-propio de unos pocos-, será su palabra quien nos ilumine su sentido y, de algún modo, dejará abiertos los interrogantes que ni el sueño puede responder. Así lo señala M. de Unamuno en su poema "Morir soñando": Au fait, se disait-il a lui-méme, il parait que mon destín est de mourir en révant. (Stendhal, Le Rouge et le Noir, LXX, «La tranquílate») Morir soñando, sí, mas si se sueña morir, la muerte es sueño; una ventana hacia el vacío; no soñar; nirvana; del tiempo al fin la eternidad se adueña. Vivir el día de hoy bajo la enseña del ayer deshaciéndose en mañana;

vivir encadenado a la desgana ¿es acaso vivir? ¿y esto qué enseña? ¿Soñar la muerte no es matar el sueño? ¿Vivir el sueño no es matar la vida? ¿A qué poner en ello tanto empeño?: ¿aprender lo que al punto al fin se olvida escudriñando el implacable ceño -cielo desierto- del eterno Dueño?

Curiosamente este poema, "Morir soñando", fue escrito el 28 de diciembre de 1936, día de los Santos Inocentes. A la postre, resultaría ser el último que escribió Miguel de Unamuno; tres días más tarde fallecía (31 de diciembre de 1936) en su Salamanca querida. Sus reflexiones sobre el morir aún nos siguen invitando a pensar y soñar la muerte, o mejor, ansiar la inmortalidad personal: "¡Ser, ser siempre, ser sin término! ¡Sed de ser, sed de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno! ¡Ser siempre! ¡Ser Dios!... Me dan raciocinios en prueba de lo absurda que es la creencia en la inmortalidad; pero esos raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero morirme; no quiero ni quiero quererlo. Quiero vivir siempre, y vivir yo, este pobre yo que soy y me siento ahora y aquí" (Obras Completas, vol. XVI, Afrodisio Aguado, Madrid 1958, 167).

La Antropología tiene un tema inexcusable: La muerte. El espíritu-encarnado, que es el hombre, está sujeto a las limitaciones espacio-temporales, de ahí que, si se impone la pregunta por el origen, igualmente, se impone la pregunta por el final. Cuestión, por otra parte, no baladí, todo lo contrario, al ser una cuestión inscrita en nuestro ser, podemos admitirla a trámite o declarar la censura previa, pero, como la sombra al caminante, siempre nos acompañará, silenciarla es condenarnos a vivir inauténticamente, perdidos en la frivola fugacidad del tiempo, renunciando a nuestra realización. Más aún, la cuestión se impone pues de su respuesta depende el sentido o sinsentido de la existencia.

1. ¿Qué es la muerte? En Filosofía siempre es importante acudir al lenguaje común, ordinario, pues, en él, el hombre ha plasmado esa sabiduría, cargada de buena dosis de sentido común, transmitida de generación en generación, que refleja, por otra parte, una profunda reflexión, por más que asistemática, sobre la existencia humana. El vocabulario referido a la muerte es muy rico y sugerente. Se habla de defunción, óbito, deceso, descanso, tránsito, sueño, fin, desenlace, expiración, fallecimiento, desaparición, partida, incluso de dies natalis. Desde la antropología podemos decir que la muerte es el fin del hombre entero. Los dos "co-principios" que formaban esa unidad sustancial se separan, con lo que desaparece el sujeto, el hombre. En cuanto persona, que definíamos con A. Rosmini como relación subsistente, igualmente, desaparece ya que por la muerte el hombre es arrebatado del mundo y del otro. El ser-con-otros-en-el-mundo, que se revelaba como posibilidad, al hacer su aparición la muerte, ésta anula todas las demás posibilidades con lo que el hombre entero, no sólo el cuerpo, cesa de existir. La muerte, por otra parte, no puede ser considerada únicamente como el momento final que sella la existencia, en cuanto perteneciente al ser del hombre, lo mismo que el mundo y los otros, es algo que está a lo largo del entero curso de la existencia, lo que exige una postura ante ella. En cuanto ser de futuro, el hombre auténtico ha de anticipar la muerte, asumiendo esta posibilidad que ilumina toda la existencia del ser-para la muerte. Esta posibilidad, que imposibilita todas las demás posibilidades, está planteando la cuestión del sentido o significado de la misma. Cuestión importantísima para la vida del hombre, pues, de su respuesta, depende el sentido o sinsentido de la vida: quien no ha encontrado una razón al morir no lo ha encontrado al vivir.

2. Sentido a. El hombre, ser-para-la-muerte ¿Se puede hablar del sentido de la muerte? A la sombra de dos guerras mundiales, en un mundo sembrado de cadáveres y de ruinas, los autores existencialistas reflexionan sobre la extrema precariedad de la existencia e imponen con crudo realismo la victoria de la muerte sobre la vida. "Los hombres mueren y no son felices" exclamará A. Camus, en Calígula. Por su parte M. Heidegger nos hablará de la muerte como un modo de ser. El hombre desde que nace es suficientemente viejo para morir," la muerte pertenece a la contextura de la vida. De ahí su definición del hombre como ser-para-la-muerte. Sólo asumiendo la muerte con lucidez

y libertad el hombre conquista la autenticidad, cumple su destino. La muerte es la clave hermenéutica para la comprensión de la existencia. Perteneciente a la estructura ontológica del hombre debe vivirse anticipadamente en su permanente inmanencia. El hombre, así, está condenado a estrellarse ante su fin, provocando, de rebote, su "auto-asunción". Es un acto libre, lo que confiere al morir humano una originalidad específica; los demás seres llegan a la muerte, sólo el hombre se muere La muerte, así, cobra un sentido, el ser ella misma el sentido, el fin de la entera existencia. Así, ser hombre es ser-para-la-muerte. J.P. Sartre, como es sabido, criticará agudamente esta visión de la muerte de M. Heidegger. La muerte desvela el absurdo de toda espera. La vida no es otra cosa que una serie concatenada de esperas, que pende, toda ella, del término último. Siendo este término (la muerte) un suceso esencialmente inesperable, toda la cadena se derrumba, recibe, restrospectivamente, el carácter de absurdo: lejos de otorgar un sentido a la vida, la muerte le arrebata cualquier significado, conocida es su exclamación: "es absurdo que hayamos nacido y absurdo que muramos". Si tras la muerte no hay nada, la muerte significa una total expropiación. Mi ser pour-soi, libertad, posibilidad, que me identifica como existente, se convierte en en-soi, esencia, necesidad, acabado. Es el triunfo de lo otro, lo objetivo, lo opaco, sobre mí; me anula. El ser-para-la-muerte se convierte en ser-para-la-nada. Postura muy similar a la que refleja su compatriota A. Camus sobre todo en su teatro. Esta postura nihilista, obviamente, implica un componente ético, pues si todo es absurdo, si todo pende de la nada, todo es relativo, no hay nada absoluto, todo da igual, todo vale -mejor- nada vale, así en El estado de sitio, A. Camus escribe: "has escrito firmado en la arena, has escrito en el mar, sólo te queda la pena".

Postura totalmente contraria es la reflejada por G. Marcel quien desde sus análisis fenomenológicos de la fidelidad, el amor, la esperanza esta afirmando la vida más allá de la muerte pues todas estas experiencias exigen eternidad creadora.

b.

El

neomarxismo

En el marxismo clásico la reflexión sobre la muerte no ocupaba excesivo espacio. Siguiendo la línea de la izquierda hegeliana, para L. Feuerbach el individuo es un ser genérico y como tal mortal. El Sujeto-Hombre no es el individuo sino la especie, la Humanidad; este hombre-especie es inmortal. La muerte-aniquilación, por tanto, afecta al particular, al concreto, pero el Hombre, gracias a las muertes individuales, se afirma en la historia. Engels explica la muerte como una necesidad biológica, un momento esencial de eso que llamamos vida. Él está convencido de que quien ha comprendido esto ha logrado el único enfoque riguroso que cabe en este asunto. Es fácilmente comprensible que aquí en poco se ha avanzado de la postura estoica. El XX Congreso de PECUS, en este aspecto como en tanto otros, abrió nuevas perspectivas. Entre los muchos autores que se ocupan del tema destaca E. Bloch. Para el autor de El principio de esperanza, la muerte constituye la más 'cruel "anti-utopía" y sus fauces trituran toda teleología.

Con dos expresiones de clara resonancia bíblica E. Bloch expresa su postura ante el problema: "Non omnis confundar"; "absorta est, mors in victoria". La esperanza en la utopía pretende la afirmación de un porvenir en el que "la mejor parte del hombre, su esencia encontrada, será, a la vez, el último y mejor fruto de la historia". Es la tesis de la "extraterritorialidad" del núcleo humano: el germen auténtico del hombre no es alcanzado por la muerte, puesto que todavía no ha llegado a la existencia. Cuando llegue, cuando asome el homo absconditus que se gesta en el proceso histórico, la muerte resultará eludida y matada, y el Ser comenzará a existir, según un tipo de duración nuevo, un nuevo topos, exento de todo asomo de contradicción: la patria de la identidad (Heímaf). Estas afirmaciones podrían hacernos albergar sospechas de que en E. Bloch se afirmara la pervivencia individual, por tanto el triunfo sobre la muerte que implicaría su sentido, pero, en este caso como en otros, la decepción asoma cuando leemos, el célebre pasaje del "mártir rojo", que se inmola sabiendo que con su desaparición de la vida temporal desaparece también su conciencia ("su viernes santo no está dulcificado por ningún domingo de resurrección") lo que nos desvela que la pervivencia no pertenece al yo singular, sino una conciencia hiperpersonal donde confluyen, en última instancia, el ser y el obrar de unos individuos sin individualidad. Con lo que, como es constatable, poco hemos avanzado respecto de Marx-Engels.

c. Cristianismo Para el cristianismo la muerte es fruto del pecado. El hombre es esclavo de la muerte, no tiene libertad ante ella, por eso se rebela ante la muerte y la vive en la angustia. Esta muerte no es natural. Sí lo es la muerte biológica. La muerte, pena del pecado, no será la separación alma-cuerpo, de la que antes hablábamos, sí, será, sin embargo, esta actitud personal del hombre ante ella cuando no la comprende, cuando se rebela, cuando tiembla, cuando se angustia. La muerte pena del hombre pecador es pena del pecado porque es contradicción de su ser; es algo que no integra en su personalidad y, por lo tanto, evidentemente el don de la inmortalidad en una humanidad eventualmente inocente no sería la exención de la muerte física. La muerte física, de suyo, es neutral, religiosamente irrelevante. La inmortalidad, en ese estado, consistiría en un modo de vivir la muerte que no es el modo como vive la muerte el hombre bajo el signo del pecado. Por el contrario, Cristo vive la muerte no como un esclavo sino en un acto de libertad ("nadie me quita la vida, soy yo quien la da voluntariamente" (Jn 10,18) y de liberalidad ("nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" Jn 15,13). Cristo vive su muerte como autoentrega y donación en favor de muchos. Cristo murió nuestra la muerte, que es temblor, angustia, oscuridad, pero muere en la fe en el Dios vivo ("en tus manos Padre, encomiendo mi espíritu" Le 23,46) y en la esperanza de la resurrección. Cristo ha muerto en rescate por muchos, en caridad para con los hermanos. Al morir Cristo nuestra muerte, ésta cambia de sentido. No es ya visibilidad de la culpa, pena del pecado; esta muerte puede ser acto de libertad, acto de fe, de esperanza y de amor. Y por ello, a partir de Cristo, la muerte puede ser: no fin, sino tránsito, paso a otro modo de ser. Nuestra vida auténtica va a consistir en representar en nuestra vida la muerte de Cristo. Esto se lleva a cabo en los Sacramentos con lo que implican de libertad y liberalidad; la muerte es la llegada del ser personal a su definitividad. Si la muerte humana y la muerte cristiana es la muerte-acción, entonces tenemos que pensar que esa muerte fija, por sí misma, al hombre en

su destino. No hay muertes anónimas. G. Marcel decía que cada muerte lleva la firma de su autor que, a la vez, es el único protagonista; no hay transferencia de la muerte; cada uno vive la propia. Y ese vivir la propia muerte, lleva consigo la definitividad, la identidad del hombre con su destino.

3. Conclusiones Escribía Teilhard deChardin: "La Vida, por ser ascensión de conciencia, no podía continuar avanzando indefinidamente en su línea sin transformarse en profundidad... He aquí que se descubre en este acceso al poder de la reflexión la forma particular y crítica de transformación en que ha consistido para ella esta supercreación o este renacimiento". Si la persona humana, relación subsistente, revienta sus límites en su relacionalidad con las cosas y con los otros, la muerte biológica (ruptura de estos límites) ha de ser vista como condición necesaria para que haya persona, la cual precisará de otro tipo de relaciones más allá de los límites impuestos por el espacio y el tiempo. Obviamente, esta pervivencia deberá ser individual no la Universal anónima del marxismo. Y, esta pervivencia, esta superación de la negatividad de la muerte, es la que capacita e ilumina para vivir la vida temporal, sin caer en la desesperación, en la esperanza activa de la libertad y fraternidad, pues, como escribe R. Garaudy, sólo la resurrección garantiza que haya justicia para todos, libertad de todas las alienaciones. O hay resurrección o no hay justicia porque la muerte nivela el destino del mártir y su verdugo, y a las víctimas de la injusticia no se las reivindica con homenajes florales en el aniversario de su inmolación. O hay resurrección o no hay libertad de todas las alienaciones, porque la muerte es la alienación más dramática, al desposeer al hombre de todo su haber y poseer (J.R Sartre), convirtiéndolo en botín de los supervivientes: la resurrección es, en suma, la única utopía, concreta, que hace frente a la muerte con una trascendencia no alienada ni alienante, que brota de las exigencias ineludibles de justicia y libertad y que, lejos de eliminar al hombre, lo enraiza definitivamente en un mundo nuevo y en una sociedad nueva.

"Señor, da a cada uno su muerte propia, el morir que de aquella vida brota, en donde él tuvo amor, sentido y pena. Pues, somos tan sólo corteza y hoja. La gran muerte, que cada uno en sí lleva, es fruto en torno a la que todo gira" (R.M. Rilke, Antología poética, Espasa Calpe, Madrid 1968, 55-56).

En nuestro lenguaje cotidiano está muy presente la muerte. No obstante, con tal término no siempre nos referimos unívocamente a la misma realidad. Existe en nuestro imaginario colectivo una pluralidad de ideas sobre lo que es y cómo acontece la muerte. En consecuencia, nos hemos visto obligados a emplear adjetivos calificativos con los cuales disipar ambigüedades, precisar significados y aquilatar definiciones. De resultas, nos hallamos con un amplio muestrario sobre la muerte y su aparecer. Conocer esa variada tipología de la muerte contribuirá a comprender un poco mejor su misteriosa y desconcertante identidad.

1. Muerte orgánica La vida es mortal. Todos nacemos con fecha de caducidad, aunque ignoremos cuándo expirará nuestro tiempo vital. A lo largo de la vida, y antes de la muerte definitiva, se van produciendo en nuestro organismo muchas muertes orgánicas, es decir, destrucción y pérdida estable de células, organismos y hasta órganos vitales, pero, no obstante, aún no sobreviene la "muerte total" de quien todavía sigue vivo, aunque haya perdido importantes funciones vitales (casos de vida vegetativa, existencia dependiente de soporte vital básico y respiración asistida, etc.). La muerte orgánica es muerte real, pero parcial; aún hay vida humana susceptible -aunque infrecuente- de plena reversibilidad. En la muerte orgánica no se ha certificado aún la muerte biológica ni la muerte clínica.

2. Muerte biológica Se entiende por muerte biológica el fin o detención de las funciones y procesos vitales de un modo irreversible, es decir, se llega a un estado donde la reanimación es imposible y en breve lapso de tiempo se alcanza el llamado rigor mortis, (como expresión de un conjunto de fenómenos físico-somáticos que se suceden tras la muerte). Al darse tales signos evidentes se concluye, a efectos médicos, jurídicos, sociológicos y, sobre todo, antropológicos y religiosos, que una persona ha fallecido, ha pasado a otro estado: está muerto. En efecto, a partir del momento de la muerte biológica el médico ha finalizado sus tareas curativas y paliativas para con el enfermo: se suspende toda medicación y tratamiento medicalizado. Se da paso a los protocolos establecidos para actuar con cadáveres: retirada a cámaras frigoríficas, autopsias, amortajar, enterar o incinerar. Tras la certificación legal de la muerte, la intervención del médico puede aún ser requerida sea para realizar la autopsia sea para proceder a la extirpación de órganos donados. Igualmente, el derecho y las normas" jurídicas que se aplicarán a quien biológicamente ha muerto entran en un nuevo capítulo donde el difunto ha dejado de ser un sujeto de pleno

derecho. No obstante, permanecen garantizados sus derechos post mortem y la aplicación de la legislación vigente sobre transmisión de herencias y sucesiones. Asimismo, con la muerte biológica desaparece el tratamiento social de quien hasta ahora ocupaba y desempeñaba una tarea en la sociedad, formaba parte de una familia, de un círculo de amigos, o de un entramado socio-cultural o político-laboral... En ciertos casos de especial relevancia social, el difunto será sustituido en sus funciones y responsabilidades. En otros ámbitos más reducidos o de intimidad serán el tiempo y los sucesivos reajustes sociofamiliares y afectivos los que propicien una adecuada gestión de la ausencia producida por quien se nos ha muerto. De igual forma, con la muerte biológica cambia la consideración filosófico-antropológica del sujeto humano fallecido, pues la muerte afecta a todo el hombre; ha habido un tránsito temporal y mundanal, se ha producido un cambio ontológico en su modo de ser y manifestarse, por lo cual nos referimos al difunto en pasado y restringimos su localización al lugar del velatorio y, posteriormente, al cementerio, columbario o donde quiera que se depositen sus restos mortales o cenizas (en caso de incineración). Tras la muerte, tienen lugar, en la mayor parte de las culturas y religiones, un tratamiento del cadáver con un ritos funerarios y ceremonias de despedida, en los cuales se expresan las convicciones religiosas y filosóficas individuales y colectivas. Ninguna de las ceremonias previstas en los diversos rituales de difuntos (sociales o religiosos) es viable sin la certeza de la muerte biológica. ¿Cómo llegar a una plena convicción de que la muerte ha hecho acto de presencia y no es sólo apariencia de muerte? ¿Cómo determinar el momento de la muerte real? La metodología empelada ha variado con el tiempo hasta llegar, hoy a un consenso: la certificación más precisa es la que se denomina muerte clínica.

3. Muerte clínica Desde muy antiguo se distinguía entre muerte aparente y muerte real. Aún hoy no resulta fácil levantar acta de defunción con plenas garantías. Para atestiguar una muerte resultará casi imprescindible determinar la causa de dicha muerte. En tal caso los "signos de muerte" serán más fácilmente reconocibles como efectos subsiguientes a dichas causas. Habrán de ser causas que den razón suficiente e inmediata y expliquen la producción de daños irreversible en los órganos vitales conducentes a la muerte (en las muertes inesperadas o repentinas serán causas agudas; y en las muertes como fin de un proceso de evolución negativo la causa desencadenante será, normalmente, la enfermedad). Ya no son ni convincentes ni suficientes los rudimentarios métodos utilizados para dicha finalidad por una medicina casi en ciernes que tenía más de "ojo clínico" que de sofisticación técnica. Cuando el "ojo de médico" constataba ciertos síntomas o señales externas se atrevía a confirmar que el paciente había muerto. El amplio desarrollo científico de la medicina, de una parte, y las experiencias contrastadas, por otra, han demostrado que han sido muchos los errores en el diagnóstico de defunción basado en el mero examen superficial de signos aparentes. Si a ello se añaden los problemas éticos, jurídicos y religiosos que van unidos al fin de la vida humana, se comprende que se haya sentido la necesidad de precisar el momento de la muerte; y, en la medida de lo posible, que dicho diagnóstico de la muerte de un paciente fuera lo más cierto y verdadero posible; y a ser posible, para disipar dudas que se certificara clínicamente.

La muerte clínica, como su nombre indica, es aquella que se certifica por un médico, normalmente en un ámbito hospitalario, ya que es allí donde es factible el diagnóstico de muerte con los medios y pruebas necesarios para llegar a tal certeza. Ni que decir tiene que esta certificación de muerte clínica no se podrá realizar más que de modo individual atendiendo a personas concretas (enfermos y pacientes, en su mayoría). Con el certificado de muerte clínica se reconoce y certifica un estado nuevo - e s un difuntode quien hasta ese momento estaba vivo. A partir de ese instante el vivo pasa a ser muerto, el cuerpo pasa a cadáver,... se produce un cambio ontológico en el sujeto; es pues, un hecho de máxima trascendencia. Además, a partir de ese momento que afecta sustancialmente al estado del paciente (pasa de estar vivo a estar muerto) se podrán realizar actuaciones y tomar decisiones que antes comportaban unas exigencias ética diversas y, en muchos casos sometidas a legislación y ordenamiento jurídico: cesar todos los cuidados médicos y asistenciales, retirar los elementos médicos de soporte vital (respirador, alimentación, hidratación...), donar órganos, proceder, una vez cumplido el tiempo mínimo exigido por la ley, al enterramiento o incineración del cuerpo fallecido, etc. Ahora bien, precisar lo que es la muerte clínica no es tarea fácil; son necesarios signos objetivos de tal fenómeno, si bien estos signos han cambiado a lo largo de los años (piénsese en la evolución que va del elemental comprobar la respiración del moribundo con un pabilo de llama o un espejo, y del constar el latido cardiaco con la toma del pulso, a la realización de electrocardiogramas y encefalogramas). Más aún, la apelación a estos signos constatados y "diagnosticados" es relativamente reciente en el tiempo; no antes del siglo XIX. Fue la praxis social de la época la que acabó por determinar que había de ser el médico quien diera fe del fallecimiento. Para tal menester, en la medida de sus condiciones y posibilidades, se fueron especificando cuáles eran las "señales de muerte". Con anterioridad, el papel del médico se limitaba al "mientras había algo por hacer", previo al desahucio, en cuyo caso los últimos momentos del futuro difunto pasaban a ser responsabilidad de la familia, los religiosos y, a la postre, de los enterradores. Los signos o "señales de muerte" más comúnmente reconocibles proceden de dos indicadores vitales: latido cardiaco y latido respiratorio. Así, si hay una parada duradera e irreversible de estos latidos, se puede diagnostica muerte por parada cardio-respiratoria. A estos signos iniciales pronto les acompañarán otros signos notorios de putrefacción por falta de oxígeno (anoxia) en tejidos y órganos del cuerpo. Al cabo de unos minutos se producirá, además, la muerte del encéfalo (y del cerebro), llegándose así a la llamada muerte cerebral o, mejor, encefálica. La muerte por parada cadiopulmonar es el criterio más frecuente para certificar la muerte. Ahora bien cuando el avance de la medicina propició una reversibilidad por reanimación del ritmo cardiaco y respiratorio, se consideró este signo como insuficiente. Ante la experiencia de los llamados estados de "coma irreversible" en los que era posible mantener ciertas funciones cardiovasculares y respiratorias de modo artificial se planteó la necesidad de precisar un criterio más riguroso para determinar la muerte clínica. Se optó por el criterio de la muerte encefálica: un sujeto está muerto cuando cesan de modo irreversible las funciones del encéfalo (incluyendo el tallo cerebral), aunque no hayan muerto todas las neuronas y células encefálicas. Tal diagnóstico está limitado en su extensión, pues para llegar a declarar la muerte encefálica es preciso tener a la'mano y en el momento justo, los aparatos técnicos suficientes; ello sólo es posible en un hospital y, más en concreto, en una unidad de cuidados

intensivos. Por ello, aunque este criterio es más certero en el diagnóstico de la muerte es mucho más restringido en su uso. ¿Qué criterios clínicos se utilizan para determinar la muerte clínica encefálica? Aunque, como se ha indicado, han variado en el tiempo y al ritmo de las investigaciones hoy se consideran como criterios aceptados los resultantes de los protocolos propuestos por la Academia Americana de Neurología el año 1995 y adoptados por muchos países, entre ellos España (Real Decreto 2070/1999, del 30 de diciembre). Una síntesis de estos protocolos la ofrece el neurólogo y profesor Juan Luis Trueba Gutiérrez: "En general los criterios clínicos para establecer el diagnóstico [de muerte encefálica] son: coma, ausencia de respuestas motoras, ausencia de reacción pupilar, ausencia de reflejo corneal, ausencia de respuesta a la estimulación calórica auditiva, ausencia de reflejos oculocefálicos, ausencia de reflejo de la tos tras la estimulación traqueal, y test de apnea positivo. Este listado de exploraciones debe ser completo, aunque su significado puede describirse con tres signos cardinales: coma arreactivo, ausencia de reflejos troncoencefálicos y reside apnea positivo" (La muerte clínica, en F.J. Elizari Basterra (dir.), 10 palabras clave ante el final de la vida, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2007, 450).

1. Muerte personal o biográfica Somos conscientes de nuestra condición de mortales, y, no obstante, nos empeñamos en procurarnos la ilusión de una posible inmortalidad en este mundo a fuerza de intensificar la propia biografía. Esa pudiera ser la propuesta del filósofo Fernando Savater cuando escribe: "Para negarnos a la muerte, hay que elegir una empresa, una cruzada, un propósito que se quiera invulnerable y que nos haga deambular sobre la faz de la tierra -a nosotros, que nos sabemos mortales, que lo único cierto e inapelable que conocemos es nuestra mortalidad irrevocable- como si fuésemos inaccesibles a la muerte" (F. Savater, La vida eterna, Ariel, Madrid 2007, 255). Y, sin embargo, lo que, de verdad, es inapelable es que con la muerte de un hombre se termina también una historia personal, se pone fin a una biografía, en la cual el difunto ha sido agente, actor y autor de su propia vida (X. Zubiri). Si la vida humana es un continuo optar y dar se sí en la realización de su ser personal, con la muerte se pone punto final a este proceso, hasta ahora, ininterrumpido. Es la muerte de la vida propia; es la muerte del individuo único e irrepetible que es el hombre, en su unidad psicosomática y su singular autoposesión. La muerte biográfica es el fin de aquella integración consciente de nuestra vida entera, "la que unifica intencionalmente nuestro pasado, presente y futuro en una biografía única", o dicho de otro modo, es el fin de una "eventual vocación o proyecto de vida, de un guión que inventamos para nuestra propia vida de planes y anticipaciones de lo que queremos hacer llegar a ser" (J. Mosterín, La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid 2006, 343). Con la muerte se canta "el no va más" en el juego de la vida personal y se detiene la partida del propio vivir; el conjunto entrelazado de "jugadas" vividas a lo largo de los años es lo que constituye la biografía personal. Con la muerte propia nos retiramos del juego de la vida, que, no obstante, continúa la partida con otros jugadores. En ese sentido la muerte biográfica supone un vacío insustituible, no sólo para el entorno más inmediato, sino para el conjunto de la humanidad. Por ello son inevitables las preguntas inquietantes ante el misterio del destino último de esa biografía personal que con la muerte se detiene y queda fijada de modo permanente, sin posibilidad de cambio: ¿Subsistiremos, de algún modo, en nuestra identidad personal? ¿Es suficiente nuestra permanencia en el recuerdo personal o en la memoria de la historia? ¿Es nuestro destino la nada y el olvido? ¿Perviviremos personalmente en Dios? ¿Habrá separación de cuerpo mortal y alma? ¿Es inmortal el alma? Pero si la persona no es sólo el alma, ¿qué pasa con nuestro cuerpo mortal cuando está separado del alma?... La respuesta a estas cuestiones abre la puerta al discurso filosófico y sobre todo a la respuesta de la creencia religiosa. No en vano la muerte de la persona es uno de los temas que más han dado y siguen dando que pensar.

2. Muerte social La vida personal es el entramado de relaciones que hemos ido estableciendo a lo largo de los años. Vivir es vivir-con-otros: familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, miembros del mismo grupo, comunidad religiosa,... Con la muerte física se produce la disolución de ese conjunto de interrelaciones que constituyen nuestro universo social, y ello "añade urgencia y seriedad a la vida", pues "cada evento y episodio de nuestra vida se vuelve único, urgente y en cierto modo sagrado", al tiempo que "subraya la futilidad de cuanto pretendemos y anhelamos" (J. Mosterín, La naturaleza humana, 349). La muerte personal es también el fin del escenario donde se desenvuelve nuestra vida; aunque éste permanezca nosotros ya no formaremos parte de él, nos habremos

retirado tanto de la esfera pública como de la privada. Con nuestra muerte se rompe, de algún modo, el paisaje y el "ecosistema" de nuestro entorno; se reduce el horizonte de la microhistoria que constituimos con los más próximos y cercanos. Con la muerte desaparece también toda comunicación y diálogo posible (y quien se empeñe en mantener esta relación dialogal con un difunto descubrirá un día que nunca pasó del monólogo). La muerte nos deja en la soledad; la más cruda expresión de esta soledad está en el silencio de los cementerios. Antes de que se produzca esta ruptura definitiva con la sociedad, normalmente, se han producido antes muchas "muertes sociales". Nuestro vivir -especialmente si es largo- es también la crónica de otras tantas ceremonias de despedida y duelo por la sensación de haber "muerto socialmente", tantas veces: • • • • • • •

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"muerte social" por desaparición del entorno familiar perdido o ausente; "muerte social" por pérdida de prestigio y relevancia pública; "muerte social" por exclusión o marginación social; "muerte social" por reclusión (cárcel, hospital, aislamiento psiquiátrico...); "muerte social" por mengua del poder productivo; "muerte social" por jubilación y retiro de la vorágine socio-política y laboral; "muerte social" por contraer una enfermedad de larga duración, una enfermedad contagiosa, una enfermedad degenerativa, una enfermedad terminal, que va reduciendo el mundo a poco más de las paredes donde se convalece; "muerte social" por entrar en la fase terminal de la vida; "muerte social" por entrar en estado vegetativo; "muerte social" por experimentar la soledad existencial ante la paulatina desaparición de los seres queridos;...

En definitiva, son muchas formas de muerte social que anticipan y, en algunos casos, disminuyen la incidencia de la que será la muerte social definitiva que acompaña al morir biológico. ¡Qué bien entendieron esta muerte social los poetas! Sirva de ejemplo el conocido soneto de Francisco de Quevedo (1580-1645): "¡Ah de la vida!"... ¿Nadie me responde? ¡Aquí de los antaños que he vivido! La Fortuna mis tiempos ha mordido; las Horas mi locura las esconde. ¡Que sin poder saber cómo ni adonde la salud y la edad se hayan huido! Falta la vida, asiste lo vivido, Y no hay calamidad que no me ronde. Ayer se fue; mañana no ha llegado; Hoy se está yendo sin parar un punto: Soy un fue, y un será, y un es cansado. En el hoy y mañana y ayer, junto pañales y mortaja, y he quedado presentes sucesiones de difunto.

3. Muerte psicológica Una variante de la muerte social es lo que podemos denominar con mucha libertad "muerte psicológica". Con esta expresión nos referimos a la ruptura, quiebra, disolución, suspensión duradera o alteración permanente de las funciones psíquicas y cognitivas. Esta situación de limitación psicológica conlleva una descomposición progresiva de la personalidad y puede terminar no sólo por quebrantar la identidad personal de quien la padece sino por disolver su mundo relacional básico. En esta circunstancia se encuentran además de los afectados por algunas de las formas de "muerte social" antes señaladas, aquellas personas que se hallan en situaciones persistentes - e n algunos casos sin retorno- de ciertas enfermedades como la demencia senil, la enfermedad de Alzheimer, determinados trastornos psíquicos - c o n etiología diversa-, algunos estados de depresión mayor, situaciones patológicas de desamor, experiencias extremas de desolación ante expectativa frustradas, etc. Quien lo padece, de algún modo, "ha muerto" respecto a su vida anterior: se ha producido una cesación de esa vida (familiar, social, laboral, eclesial,..). A muchos de los que pertenecen a su entorno más cercano les invade la sensación de que, en cierto sentido -aunque sea muy analógico- su familiar, amigo, compañero, vecino... "ha muerto": se ha disuelto de modo permanente su vida y su mundo. Ciertamente, la muerte psicológica no es una muerte propiamente dicha pues no cesan todas las funciones vitales y procesos psicosomáticos de quien, por sus severas limitaciones cognitivas, sí interrumpe y suspende otras funciones que son vitales en el orden biográfico aunque no en el orden físico o biológico.

4. Muerte religiosa o espiritual: "muerte eterna" En un sentido impropio y analógico respecto del orden biológico se habla también de la muerte religiosa o espiritual, que podemos entender como la ruptura de la relación con la divinidad (y lo que está en conexión con ella). En la religión cristiana esta muerte espiritual se identifica con el pecado libremente cometido. Si esta separación y enemistad entre Dios y el hombre persistiera, con y desde su libertad, hasta el final de los días mortales y en el momento de morir, esta muerte espiritual conllevaría el fin de una relación eterna-en-Dios y se convierte en una "muerte eterna", es decir, una relación existencial de absoluta soledad del hombre únicamente consigo mismo y sin-Dios; este estado de "autoexclusión" de la comunión con Dios o separación y de no-comunión con Dios, conlleva, por ende, una situación de no-comunión con los otros hombres -imágenes de D i o s - y de no-comunión con el cosmos -creación de Dios-. Este estado de "muerte eterna" es a lo que la teología católica denomina "infierno" (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1033-1037); contrario al "cielo" que es la "vida eterna", la vida en-Dios, con los prójimos y con el cosmos). Y ello porque la muerte religiosa - e n palabras del teólogo A. G e s c h é - "pone en tela de juicio el acceso a la eternidad. A partir del momento en que hay pecado [...] y, por tanto, desde el momento en que hay un obstáculo para que el hombre realice su destino, la muerte se convierte en un término que no tiene un más allá" (El destino, Sigúeme, Salamanca 2001,93-94). De algún modo la muerte religiosa supone "matar" a Dios, sea en nombre del hombre (recuérdese el "superhombre" de Nietzsche), sea en nombre de otros dioses hechos a nuestra imagen y semejanza (Feuerbach)... La "muerte de Dios" supone además la muerte de la religión, entendida ésta como encuentro personal con la divinidad: es la muerte religiosa, la muerte espiritual.

Si es verdad que no hay religión sin una comunidad de fieles que compartan la misma fe (lo que llamamos "iglesia"), entonces se habrá de convenir que la muerte religiosa lleva también a una muerte comunitaria, una muerte eclesial.

5. Muerte virtual Vivimos en la época del desarrollo tecnológico, en la era del ciberespacio y de la realidad virtual. Los medios audiovisuales, los recursos informáticos junto con la potente red de intercomunicación (internet) han generado una nueva forma de relación y de presencia, caracterizada por ser de carácter virtual, en el sentido de aparente y no real o físico. La realidad virtual es una recreación de realidad; no existe más allá de lo que se aparenta (a lo sumo es reproducción de algo realmente existente en otro lugar). Cada vez más estamos viviendo en un doble plano de realidad: el ontológico y el virtual, el real, espacio-temporal, y el cibernéticoimaginario. El problema se presenta cuando se produce un traspaso imperceptible de uno a otro. Este peligro se observa, de modo paradigmático, en el fenómeno de la muerte. Según cálculos aproximados, en la actualidad un joven de 18 años ha visto a lo largo de su vida más de 10.000 muertes virtuales y probablemente ninguna real (en el sentido afectivo y de cercanía a su mundo real). La muerte virtual es aquella que sólo ocurre en las pantallas del cine, la televisión o el ordenador. Incluso aunque se trate de muertes en su crudeza más extrema (la "pornografía" de la muerte impactante) y que responden a la más atroz realidad (los muertos pueden ser reales, muertes acontecidas en un momento y un lugar precisos, pero que al pasar al formato virtual se convierten en números y cifras). Nos hemos habituado a la muerte en las películas, las TV, los videos y videojuegos, en los reportajes y crónicas... Nos es tan natural que parece mentira que la muerte real (o cercana) nos impresione tanto. Deberíamos estar inmunizados ante la muerte o, al menos, preparados, pero al final resulta que lo virtual es sólo virtual y ahí agota su realidad. Lo virtual nos puede encerrar en un mundo de fantasías y llevar a trivializar la realidad más intensa, como es la muerte.

6. Muerte ecológica Vivimos en un mundo cada vez más globalizado, más aldea común. El planeta tierra no pertenece a nadie en particular; es patrimonio de toda la humanidad: es la casa común. Nuestro habitat natural es la biosfera; en ella la vida es viable. Por eso la degradación de la biosfera, el envenenamiento masivo del planeta, los desastres ecológicos, las destrucciones del ecosistema, la desaparición de especies, la matanza de animales, las guerras y genocidios, experimentos de elementos químicos y de destrucción masiva,... son formas de muerte que denominamos ecológica o ecocidios. Toda muerte ecológica es, de algún modo, parte de nuestra propia muerte y de las generaciones venideras. Si muere el planeta tierra, también muere el hombre. Empeñarse en el daño a la naturaleza es una forma larvada de suicidio. Por ello la responsabilidad ecológica es una urgencia ética, un deber tanatológico.

7. Muerte natural Cuando llega el fin de la curva vital sobreviene la muerte; es una muerte natural o, mejor aún, es natural que llegue la muerte; es la consecueilcia lógica de la limitación de un vivir que no es temporalmente eterno. La vida tiene fecha de caducidad (aunque no

conozcamos anticipadamente dicha fecha) y, por ello, cada instante es único e irrecuperable; de ahí el compromiso ético de aprovechar cada momento de la existencia como único y lleno de posibilidades. Cada segundo de vida es una oportunidad; a nosotros nos tocará decidir para qué. La muerte es una realidad natural que deja paso a vidas nuevas, a la renovación de la especie; de lo contrario, de una parte, sobrevendría el envejecimiento continuo cuya consecuencia sería la progresiva paralización vital (salvo que creyéramos en el mito de la "eterna juventud"), y, de otra, se produciría una imposibilidad física de subsistencia por el simple hecho de los límites espaciales de nuestro entorno, es decir, de los confines reales de nuestro planeta incapaz de acoger un crecimiento continuo de la población humana, en un supuesto de no-mortandad. La muerte natural es cuestión, pues, de equilibrio vital, de ecosistema humano. En este sentido, podemos compartir las siguientes palabras: "Una expectativa realista exige también que aceptemos que el tiempo que se nos concede sobre la tierra necesariamente es limitado y que su duración debe ser compatible con la continuidad de nuestra especie. A pesar de sus dones exclusivos, la humanidad forma parte del ecosistema lo mismo que cualquier otra forma zoológica o botánica; en esto la naturaleza no hace distinciones. Morimos para que el mundo pueda continuar viviendo. Se nos ha dado el milagro de la vida porque trillones de trillones de seres vivos nos han preparado el camino y han muerto, en cierto sentido, por nosotros. Nosotros moriremos, a su vez, para que otros puedan vivir. La tragedia individual se convierte, en el equilibrio natural, en el triunfo de la vida que se perpetúa. Todo esto hace más preciosa cada hora que se nos ha concedido, exige que la vida sea útil y gratificante" (S.B. Nuland, Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capitulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, 248). Ahora bien, aunque la muerte pueda ser considerada como natural en el sentido indicado, ello no quiere decir sin más que se tenga un concepto de la muerte como "lo más natural", como lo que tiene que ser y punto, es decir, como la realidad natural ante la cual no cabe otra actitud que la de una serena resignación y una estoica aceptación, o en el mejor de los casos, una intervención sobre ella, de por sí indisponible. Así, en nombre de esta "muerte natural", y con el pretexto de la misma, se ha tratado de justificar dos extremos: la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico (prolongar la agonía inútilmente). Por otra parte, existen modos de morir y experiencias de muerte que contradicen ese carácter de naturalidad con la que se adorna. Se da la muerte violenta y antinatural, la muerte prematura e inmerecida, la muerte provocada y calculada, la muerte agónica y desesperada, la muerte temida y rechazada, la muerte impuesta e injusta, la muerte dolorosa y trágica, etc., ninguna de estas muertes participa de esa idea de "natural" a ella referida. Tampoco la muerte de inocentes, de niños y jóvenes parece hablar en favor de una idea reductora de la muerte natural. Y quizá lo más convincente contra una visión ingenua de la muerte natural sea, lo que afirma M. Kehl: "la resistencia radical del amor contra la muerte del ser querido es la mejor demostración de la falsedad de la muerte natural" (Escatología, Sigúeme, Salamanca 2003 , 255). En otras palabras, esta idea de muerte natural como "lo más natural" encierra una concepción desindividualizada y despersonalizada de la muerte. A decir verdad, habría que afirmar que es natural que el hombre muera, pero la suya será siempre una "muerte persona?'. 2

En la muerte la única lógica que impera es la del amor. Sólo quien ama siente cercana y como propia la muerte del ser querido; de lo contrario será, a lo sumo, una muerte impactante, pero de duración efímera; se queda en la periferia de nuestro ser. La relación de mi "yo" con el "tú" que muere es la que determinará la consideración que haremos de la muerte acaecida: a mayor vínculo personal, mayor impacto emocional; a mayor cercanía afectiva, mayor repercusión vital. Podríamos decir que la muerte se hace realmente visible en las distancias cortas que configuran nuestro mundo y entre cuyos límites se desarrolla nuestro vivir. Sólo ante la muerte de los seres queridos, la muerte adquiere rasgos inequívocos y personales. Aunque la muerte sea una experiencia repetida, en cada muerte cercana ésta adquiere rostro nuevo, desconocido, siempre novedoso e imprevisible. Porque quien muere es único, distinto e irrepetible para nosotros, nuestra percepción de la muerte y reacción ante ella será también única e insospechada; no se puede anticipar ni predecir cómo nos afectará. Eso contribuye a que el abanico de posibilidades y modos de reacción ante la muerte de los seres queridos sea también inclasificable. Por ello los párrafos que siguen son una mera aproximación descriptiva -variable, modificable y ampliable, para cada c u a l - de algunos trazos particulares que muestra la realidad de la muerte cercana y próxima, y que pueden contribuir a un mejor conocimiento de la realidad siempre misteriosa de la muerte.

1. Muerte de los padres: entre el desamparo y la responsabilización El reino animal nos enseña que es un proceso normal que los vastagos mueran antes que sus progenitores. Este fenómeno se traduce en las culturas humanizadas en que los hijos entierran a sus padres; así parece que lo pide la lógica, es lo más normal, cotidiano y universal. Con la muerte de los padres se pone fin temporal a una relación bilateral de padres e hijos, que ha marcado sus existencias de modo global, y que ahora marcará igualmente el modo de morir. El padre o madre que muere lo hace como padre o como madre. Con la muerte de los padres muere su paternidad y maternidad; dejan de ser padres, aunque en la memoria de sus hijos vivos esa condición paternal permanezca de modo imborrable. Al morir los padres finaliza su responsabilidad en la atención a los hijos, una atención comenzada con el nacimiento de éstos y permanentemente duradera aun cuando los hijos sean adultos. La muerte de los padres es la muerte de este tipo de relación paterno-filial lo cual, por una parte, supone una dificultad añadida a la separación y despedida definitiva, que es morir; y por otra, implica que, en circunstancias ordinarias, su morir será un morir acompañado, y rodeado de la presencia y el cariño de sus sucesores.

Desde el punto de vista de los hijos que asisten a la muerte de sus padres, ésta adquiere características particulares y tiene repercusiones inmediatas en quienes hasta ese momento se sentían amparados y contaban con un referente por vía ascendente. Con la desaparición de nuestros padres a los hijos nos sobreviene una sensación de abandono y desamparo; nos sentimos huérfanos y más solos, sin la protección que ofrecen quienes desde siempre nos han favorecido y enseñado a dar los primeros y más firmes pasos en la vida. La muerte de los padres implica coger las riendas de la responsabilidad última (a veces, ya se han tomado por dejación vital del padre anciano o enfermo). Ya no hay nadie que nos anteceda y a quien acudir en busca de refugio, nadie a quien responsabilizar de lo nuestro, nadie ascendiente que acuda en nuestra ayuda... de ahí la sensación de abandono que se tiene al perder a los padres. He aquí un significativo texto que describe esta situación: "Cuando muere el padre, muere también el principio de realidad, y el hijo tiene que enfrentarse a la dureza de lo real en toda su desnudez. El padre sirve de pantalla ante la aspereza de la realidad, intercepta los aspectos negativos de lo real y los filtra a través de su experiencia... El sentimiento ante la desaparición del padre, incluso en personas adultas, es el de estar expuestos a la intemperie de lo real, sin la defensa de un filtro. Se ha crecido, se es responsable y la vida llama ahora a la puerta con toda su fuerza. La adquisición de la responsabilidad es, a la vez, una carga y una conquista. Se es adulto y, por lo tanto, más responsable; se tienen más dificultades y se dispone de menos seguridades pero, al mismo tiempo, se ha crecido realmente, se es autónomo. Es cierto que si el padre muere ya nadie podrá interceptar y filtrar los aspectos perturbadores de la realidad, si bien no es menos cierto que ya nadie podrá decirme qué debo hacer" (R. Mantegazza, La muerte sin máscaras. Experiencia del morir y educación para la despedida, Herder, Barcelona 2006, 99)

2. Muerte del hijo: entre el enigma y el absurdo insoportable Si es verdad que lo natural es que los hijos entierren a sus padres, habrá que aceptar que la muerte de los hijos sea incomprensible e inadmisible por antinatural, ilógica e injusta. La muerte del hijo desata en los padres una sensación de desconsuelo insufrible, de pena inaguantable, de injusticia inmerecida; y ello, en proporción directa al amor profesado. Por eso, el proceso de recuperación afectivo y efectivo por la pérdida de un hijo requiere un amplio margen de tiempo; éste se dilata si nos referimos a la superación emocional. Tal vez las imágenes plásticas que mejor describen esta sensación de amor herido sean tanto las famosas "Pietá" renacentistas donde se representa a Jesús muerto en el regazo de su madre María, como las "Mater Dolorosa" del arte castellano que pueblan las iglesias y desfilan en las procesiones de Semana Santa. La muerte del hijo es un absurdo irritante, inquietante, desconcertante. La muerte de los hijos es inimaginable, no es soportable ni siquiera en sueños. Para los padres, los hijos nunca deberían morir antes que ellos; es una muerte del todo inaceptable, y, en muchas ocasiones, se desearía que fuera intercambiable. En estre sentido son paradigmáticas las exclamaciones doloridas del rey David al enterarse de la muerte de su rebelde hijo Absalón: "¡Hijo mío, Absalón, hijo mío, hijo mío! ¡Quién me diera haber muerto en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!" (2Sam 19,1). Aunque la muerte de un hijo tenga una explicación médica o natural o se pueda dar una razón suficiente del desencadenante mortal (enfermedad, violencia, accidente, etc.), queda

siempre latente la pregunta del porqué precisamente de esta muerte tan concreta, cercana y desgarradora. Por ello la muerte de los hijos, especialmente si son jóvenes, aboca a muchos enigmas existenciales; nunca deja indiferente. Ante la muerte de un hijo surgen las demandas que reivindican la evitabilidad social de esa y otras muertes sea demandando más inversión y empeño en las investigaciones médicas, sea denunciando la proliferación de agresiones violentas, sea apostando por una cultura para la paz y la no-violencia, sea proponiendo una mejor educación que prevenga contra alcohol, drogas y otras prácticas causantes de tantos accidentes e incidentes mortales en hijos jóvenes, sea reivindicando mejoras en seguridad vial ante tantas muertes de hijos en las carreteras, etc.

3. Muerte del ser amado: entre la ruptura y la soledad La muerte del esposo/a, del amante o el amado/a supone una fractura vital, un vaciamiento momentáneo, una soledad impuesta, una carencia afectiva, una ausencia insoportable. La muerte del ser querido supone la ruptura de un proyecto común de vida, de unos ideales compartidos, el fin irreversible de un propósito de futuro, la destrucción del sentido que mantiene la existencia cotidiana hasta ese instante. Con la muerte del ser amado muere todo el universo construido en común, el sistema de referencia más inmediato y habitual; de ahí la resistencia a enterrar al ser querido, pues enterrarlo supone, de algún modo, destruirlo y aniquilarlo; y en definitiva, también supondría enterrase un poco a sí mismo, en tanto en cuanto, a quien se da sepultura forma parte del mundo propio e íntimo. Al amar al otro uno también se ama a sí mismo hasta el punto de no querer dejar de existir como amante. Es frecuente que con la muerte del ser amado se cambien encerramiento, soledad, cambio de amigos y hasta de trabajo verdad -aunque suene a pedante- que el enamorado dice a vivir sin ti", no es menos cierto que debería decirle también que no viviría así".

los modos de vida (luto, y de casa, etc.). Si es su amado/a "no puedo ello es así "porque sin ti

Con la muerte del ser querido desaparece una relación basada en el amor, y, aunque se tenga la convicción de estar "muriendo de amor", el amor se resiste a morir y aspira a perdurar más allá de la misma muerte, y se hace la ilusión de que mientras uno de los dos viva podrá decir a su amado difunto "tú no morirás del todo"; de ahí la negativa a relegar del todo, y todo, del ser amado, pues si así lo hiciera le resultaría difícil escapar a una amarga sensación de traición. La muerte del ser amado sume al amado en la soledad, que no se disiparía más que con aquella presencia, que ahora es ausencia. Pero el hombre no está llamado a vivir en soledad permanentemente, si con anterioridad ésa no es su opción. Por eso, aunque con la muerte del ser amado parece que también han muerto -y no p o c o - las ganas de vivir, no es menos cierto que éstas podrán volver de nuevo cuando el amor señoree en el horizonte, pero para eso, como señala R. Mantegazza, antes "el amante muerto debe volver a morir y, con él/ella, todo el mundo creado a su alrededor. Sólo así será posible salir del duelo y estar preparado, llegado el caso, para amar de nuevo. Si el amor es fuerte como la muerte, ello significa que tiene el mismo poder de destruir y crear mundos" (La muerte sin máscaras. Experiencia del morir y educación para la despedida, Herder, Barcelona 2006, 92).

4. Muerte del hermano: entre el vacío y el despojamiento En nuestro imaginario colectivo la figura del hermano/a entra dentro de la unidad familiar básica. En otras culturas esta unidad se amplía a otros parientes en línea ascendente (abuelos) y colateral (tíos, primos) constituyendo así una idea más amplia de familia: el clan familiar. En este contexto las relaciones afectivas son variadas y plurales pues están determinadas por variables de edad, número, relación, cercanía, independencia, etc. Dependiendo de la particular vinculación con cada miembro de la familia así se vivirá su muerte. Estas consideraciones valen igualmente para los hermanos. Dando por supuesto que lo predominante es la buena relación entre hermanos, la experiencia muestra que también existen comportamientos "cainitas" entre ellos. La expresión "cainita" procede del conocido pasaje bíblico del libro del Génesis (4,1-16) donde se narra la historia de los hermanos Caín y Abel, el primero de los cuales da muerte a su hermano. Aunque esta situación es extrema, no escasean noticias de otros enfrentamientos fraternos cuya consecuencia no es tanto la muerte real cuanto la muerte "biográfica", pues lo que desaparece es todo tipo de relación, como sí de facto los hermanos hubieran muerto unos para otros. No obstante, de ordinario y generalizadamente, la muerte del hermano supone la pérdida de una parte importante de la propia historia personal. La relación de hermanos que viven y crecen bajo el mismo techo genera entre ellos lazos de afecto, confidencialidad, complicidad, acompañamiento, arropamiento, presencia, seguridad, etc., que configura la propia personalidad. La muerte del hermano, cuando aún conviven juntos, y especialmente en la infancia, supone para quien sobrevive, además de la pérdida irreparable de todos esos lazos afectivos, un vacío existencial personal que, normalmente, irá acompañado no sólo por el propio sufrimiento de la separación fraterna, sino también por la carga emocional que supone para los padres la muerte de un hijo. Se muere no sólo un hermano; en la familia se ha muerto también un hijo. Cuando al crecer y madurar los hermanos van independizándose, vacían el hogar paterno y constituyen, a su vez, familias y hogares propios, es normal que las relaciones fraternas sufren también variaciones. Éstas se truecan aún más con la desaparición de los padres, que son siempre punto de unión y de motivo de reunión familiar. Por ello la consideración de la muerte del hermano variará según las circunstancias de edad, relación, cercanía, núcleos familiares independientes constituidos, dependencias fraternas mutuas, animadversiones, etc. En cualquier caso, la muerte de un hermano nunca deja indiferente; es siempre una muerte muy cercana, y sea a la edad que sea, se lleva consigo una parte esencial de nuestra historia personal, de nuestra biografía más íntima. Cuando muere un hermano algo de nosotros mismos se nos muere, nos sentimos despojados.

5. Muerte del amigo: entre la consternación y la provisionalidad Nuestra vida afectiva es más que el entramado familiar concreto. En los amigos el amor encuentra también su realización; los amigos son, de pleno derecho, nuestros seres queridos. Queridos, porque han sido elegidos; los amigos se eligen; la familia no, ella simplemente está ahí antes y después. Queridos, porque se ha establecido entre ambas partes una comunicación amorosa. Esto es lo que diferencia la amistad de otras vinculaciones: "La amistad en sentido estricto, la verdadera amistad, puede combinarse o fundirse, y muchas

veces se combina o se funde de hecho, con la camadería, la simpatía social, la tertulia, la proximidad y el enamoramiento; pero difiere esencialmente de todos esos modos positivos... de la vinculación entre hombre y hombre. [...] La amistad de una comunicación amorosa entre dos personas, en la cual, para el mutuo bien de éstas, y a través de dos modos singulares de ser hombre, se realiza y perfecciona la naturaleza humana" (P. Laín Entralgo, Sobre la amistad, Espasa Calpe, Madrid 1985, 157). Si con los amigos construimos nuestra persona, su muerte será también la fractura de nuestro propio universo personal. Cuando un amigo se me muere, algo muy mío se muere. El amigo es otro igual que yo, pues sólo desde esa igualdad fundamental se puede cimentar una amistad. Por ello entre los amigos hay una relación de igualdad e identificación mutua que lleva a compartir intimidades, experiencias, afectos, vivencias... Y ello hace que la muerte de un amigo se convierta en una experiencia exclusiva y única. La muerte de un amigo nos desazona por el hundimiento interior que provoca, por el reajuste a que nos conmina, por el vacío que nos deja. El testimonio de San Agustín ante la muerte de un amigo suyo es conmovedor y puede resultar muy representativo de los sentimientos que provoca: "¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis ojos y no aparecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: "He aquí que ya viene". Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto" (Confesiones, IV,4,9, en Obras, II, BAC, Madrid 1946, 437). La muerte del amigo hace que para mí la muerte se individualice y se me haga muy cercana, casi propia: se me identifica y se me hace reconocible. La muerte de un amigo arroja despiadadamente ante mí la inexorable posibilidad de morir pronto, "casi-ya". La muerte me muestra su rostro cercano, inmediato, palpable. Porque mi amigo es un "casi-yo", su muerte es "casi-mía". Por ello la muerte del amigo altera mucho el ánimo: genera consternación, abatimiento y decaimiento. Reconstruir el propio universo tras la muerte del amigo es tarea ardua, pues la amistad se vive en lo concreto: espacios, tiempos, modos, hábitos, circunstancias, experiencias, etc. Y todo ello se ve modificado, transformado, trastocado. La muerte del amigo urge a vivir la propia vida desde la provisionalidad y la exclusividad. Provisionalidad, porque la muerte del amigo nos recuerda que también nosotros debemos morir; exclusividad, porque la muerte del amigo nos recuerda que nuestra vida es única, irrepetible, cargada de posibilidades exclusivas y privilegiadas, que sólo la muerte podrá truncar.

La realidad de la muerte muestra especial complejidad, no sólo en lo que respecta a su adecuada definición, sino también en los modos como se hace presente. En efecto, la muerte nos iguala a todos, pero la muerte es desigual para todos. Ante la muerte no hay acepción de personas, pero cada persona está afectada diferentemente ante la muerte: cada uno se muere de un modo diverso. La muerte llega silenciosa y para todos, desde la cuna hasta la tumba, el vivir es ya morir, pero cada cual muere particularmente su morir sucesivo y, sobre todo, su morir definitivo. Aunque la muerte en sus efectos es idéntica para todos, los sujetos que mueren afrontan su muerte diversamente según su edad cronológica; también el impacto social que provoca la muerte varía según la edad de quien muere. Porque no siempre somos lo mismo y vivir es cambiar, a lo largo de la vida, el hombre pasa por diversas etapas cronológicas que configuran un período con características propias: se es niño, joven, adulto o anciano. Digamos una palabra sobre la muerte en cada una de estas edades del hombre.

1. La muerte del niño: entre la "Incorrupción" y la tragedia El niño representa el ideal de la inocencia no perdida, el ideal de la perfección que aún no ha conocido la corrupción, una especie de paraíso de la naturalidad. La muerte de un niño supone su permanencia en este estado originario aún no alterado y que ya no se verá afectado por las transformaciones que conlleva el crecimiento. La muerte libra al niño de caer en los brazos de la degradación continua que le conduciría a la pérdida progresiva de esa inocencia incorrupta; lo preserva inmune de futuros avatares... Y, sin embargo, pese a esta imagen tan idealizada -fruto de una reflexión en clave de anticipación protectora-, la muerte de un niño es un escándalo insoportable, es una muerte injusta y absurda, es una muerte inexplicable y, hasta cierto punto, irracional y antinatural: la muerte de un niño no entra en los planes de la naturaleza racional, que ve en él el comienzo esperanzador de una vida abierta a un razonable futuro. Por ello la muerte de un niño produce estupefacción y "pasmo", es decir, provoca desconcierto y asombro extremos, que dejan como en suspenso la razón y dificultan todo posible discurso explicativo. Por ello, hoy, la muerte de un niño - a l menos en los países occidentales- es un suceso trágico.

A esta consideración de la muerte como tragedia contribuye la reflexión que recuerda que todo niño es hijo de unos padres, nieto de abuelos, sobrino de tíos, y tal vez hermano de quienes le precedieron o siguieron en el nacer de su familia. Lo cual hace que el niño que muere tenga rostro concreto, nombre y apellidos, ambiente familiar preparado, proyectos anticipados y ahora truncados, etc.

2. Muerte del joven: enfre el desconcierto y la audacia Decir de alguien que es joven es sinónimo de energía, vigor, frescura, ilusión, porvenir, posibilidades, esperanzas, anhelos, realizaciones, entrega, dinamismo, ... vitales. Desde su presente, el joven es promesa de futuro. El joven es vitalidad; su misma condición física es la antítesis de la muerte. El joven no piensa la muerte; se le antoja muy lejana en el tiempo, aunque muy cercana en la posibilidad, y según ilustra la experiencia, más frecuente de lo pensado. Por ello la muerte del joven resulta desconcertante y recuerda, de nuevo, el enigma del destino del hombre. La muerte del joven tiene siempre un halo de violencia -aunque sea por enfermedad- por ser algo inesperado (siempre lo es), a destiempo, imprevisible, indeseado. Por ello la muerte del joven es funesta, aciaga, triste y desgraciada. Su muerte nos sume en el desconcierto, la confusión, la sorpresa, la desorientación y la perplejidad. Es la paradoja de la vida, que cesa cuando se presupone que continúa. Junto a esta descripción desgarradora de la muerte del joven existe otra consideración más positiva: la del joven que se enfrenta de modo audaz ante su muerte. El joven que acepta el riesgo de morir desde la pasión por vivir. El joven que tiene valores e ideales por los que lucha y se entrega hasta la muerte; sin que sea ésta la pretensión primera, sino su consecuencia. El joven que se entrega en oblación y martirio, que da su vida y se sacrifica por una causa de orden superior o por un valor mayor que la vida concreta. Hay modos de afrontar la muerte que son casi exclusivos de la condición de joven, porque la juventud es audacia y desde ella se asumen todas las posibilidades, también la de la muerte.

3. Muerte del adulto: entre la interrupción de la realización y la liberación Si al niño-joven se le considera desde la perspectiva de futuro, si el anciano es visto como realidad de pasado, el adulto será identificado, necesariamente, con el presente. El adulto, sea hombre o mujer, asumen la vida como responsabilidad. El adulto lleva sobre sus hombros la carga del peso del mundo. Adulto es aquel que carga con la realidad, una vez conocida, y trata de transformarla para hacerla más humana y humanizadora. El adulto se realiza en la construcción de un mundo mejor, una realidad nueva, una existencia más auténtica, una vida más personal. La muerte del adulto supone la interrupción de este empeño de realización. La muerte del adulto no entra en la categoría de la muerte que llamamos natural, es decir, aquella que es como colofón de un recorrido vital que se sabe mortal. El morir como adulto, sin haber llegado a la ancianidad, es un modo de morir que se anticipa, y, por ello, no deja de resultar violento; trunca una realización en marcha, pone fin a un proyecto existencial que, no obstante, no puede ser considerado como fracaso absoluto, puesto que ha podido entenderse como vida realizada. En este sentido, la muerte del adulto entra dentro de un proceso de cumplimiento de su vocación humano-social, de deber consumado, de vida gastada y desvivida con sentido.

Desde otra perspectiva, también la muerte del adulto puede considerarse como un modo de liberación. La muerte supondría una liberación del tener que cargar con la realidad y hacerse cargo de ella. La muerte liberaría de toda esta responsabilidad, la cual pasa a otros. La muerte del adulto equivaldría al descanso de quien sufre la fatiga bajo el peso de los días y acusa el cansancio del cometido de vivir. El que muere, decimos, descansa; su reposo es merecido, aunque nos resulte anticipado, porque el presente del adulto se nos antoja pensar que aún estaba llamado a ser duradero y continuar.

4. Muerte del anciano: entre la plenitud y el descanso El hombre llega a anciano con el paso de los años vividos, aunque no se sepa determinar con precisión y de modo universal cuál es la edad de la vejez humana, pues si miramos la historia comprobamos que en otras épocas se han considerado ancianas a personas que hoy calificaríamos simplemente de adultas, cuando no de jóvenes. Y no sólo en la historia, en esta época contemporánea la variación en el concepto de vejez y ancianidad estará en relación directa con la esperanza de vida, en la cual se inscriben, entre otros, factores étnicos, culturales, económicos. No obstante, en cualquier cultura, y sea cual sea la edad que socialmente se determine, llegar a ser anciano, "ser mayor" o, como vulgarmente se dice, "ser viejo" es entrar en cima, alcanzar la totalidad, integridad, culminación. Aunque, paradójicamente, sea momento de decrepitud, flaqueza, debilidad y hasta agotamiento físico. Parecería que culminación equivaldría a final, a término, a meta. Y sin embargo, la ancianidad es un momento trascendente de la vida; es la ocasión de recapitular y completar. Es tiempo de dar cumplimiento al propósito vital, es ocasión para dar plenitud a una vida llenada -aun en medio de fallos y equivocaciones- por vaciamiento, por desgaste, por entrega, por don de sí, a lo largo de un amplio arco temporal. Y puesto que desde la ancianidad se atisba la brevedad del tiempo aún por recorrer, la muerte - l a s u y a - se proyecta en la perspectiva de lo que está ya por venir. La muerte del anciano se sitúa en ese mismo horizonte de culminación y plenitud. De una parte, la muerte es el resultado final no tanto de muerte celular por degeneración ("necrosis"), que conllevaría un componente traumático, cuanto del curso normal del proceso de "apoptosis" (del griego apo y ptosis, "caída fuera de" la vida), es decir, cuando se produce esta "modalidad específica de muerte celular, implicada en el control del desarrollo y el crecimiento" (Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española); ésta es, pudiéramos decir, una muerte "programada" genéticamente y por ello imprescindible. Por ello, se puede afirmar, en palabras del médico judío Sherwin B. Nuland, "morimos de viejos porque estamos "gastados" y programados para extinguirnos. Los ancianos no sucumben a las enfermedades; simplemente entran por implosión en la eternidad" (Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, 91). Por otra parte, la muerte del anciano cuando ya faltan las fuerzas y el cuerpo su término, su madurez. Por ello, la el dolor del desgarrón y la separación atestiguaban los clásicos:

es descanso del camino, es el se resiste a continuar, porque muerte del anciano, aunque definitiva, es la muerte más

reposo necesario ya ha alcanzado siempre conlleve "natural". Ya lo

"¿Qué puede haber más natural que el que los viejos mueran?... La muerte de un joven es como apagar un gran fuego arrojándole un diluvio de agua; pero un viejo se muere como el fuego que se apaga porque ya ha consumido todas sus brasas, de un modo

natural y sin medios artificiales. Así como las manzanas verdes se arrancan del árbol, pero las manzanas maduras caen por sí mismas, así también es la violencia la que arrebata la vida de los jóvenes, mientras los viejos mueren de maduros que están" (Cicerón, De senectute, 71). No se puede olvidar que en la "naturalidad" de la percepción de la muerte del anciano entran otros factores que lo propician como, por ejemplo, la propia sensación de "decadencia" tanto física como social que hace presentir la mengua progresiva de futuro; igualmente en una edad avanzada las personas mayores ya han asistido a la muerte a muchas personas cercanas y queridas (padres, hermanos, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, etc.), tiene experiencia de la muerte, lo cual implica asumir interiormente la convicción de la proximidad de la hora de morir; ante ella nadie es distinto de los demás. Estos sentimientos de "hora cumplida" se integran psicológicamente cuando, respecto a los conciudadanos, se cae en la cuenta de estar viviendo en la media o por encima de lo que socialmente se ha fijado como esperanza de vida.

1. Muerte del enfermo: entre el alivio y la liberación La enfermedad es, muchas veces, la antesala de la muerte. Es el indicio que nos avisa de que el cuerpo muestra sus dependencias y afloran sus carencias. A la enfermedad va unido el dolor físico ("me duele") y moral ("ya no puedo como podía antes"). El enfermo que ve cómo se pospone y retrasa su curación, que no siente mejoría, que observa su deterioro progresivo, puede comenzar a sospechar que su situación no es sólo pasajera y limitada en lo temporal, como ocurre con las enfermedades comunes y tipificadas como de pronóstico leve. Cuando la enfermedad es de pronóstico grave e incurable, en el horizonte del paciente empieza a perfilarse la perspectiva de la muerte. La toma de conciencia de esta realidad supone para toda persona un impacto vital de primer orden que pasa por diversas fases psicológicas (que van desde la inicial alarma y la comprensible resistencia hasta el consecuente agotamiento). En este sentido se han diferenciado y catalogado algunas de dichas fases por las que pasa el enfermo en situación de muerte. Así, por ejemplo, E. Pattison distingue claramente tres procesos sucesivos: 1) crisis aguda al conocer la enfermedad, 2) fase del vivir-morir, con ansiedad, 3) fase terminal: proceso de aceptación. También ha tenido cierto eco la clasificación propuesta por Paul Sporken cuando diferencia detalladamente hasta nueve momentos o situaciones por los que pasa el enfermo terminal: 1) ignorancia, 2) inseguridad, 3) negación implícita, 4) comunicación de la situación real, 5) negación explícita, 6) rebelión, 7) tratos con el destino, 8) depresión, 9) aceptación de la muerte. Quizá la más conocida, ya clásica -y comúnmente aceptada- es la tipificación de estas fases propuesta por la doctora Elisabeth Kübler-Ross (Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo, Barcelona 1975), quien habla de cinco momentos (no necesariamente todos, ni en ese orden, ni siempre, ni en sentido progresivo): 1) negación, 2) ira-rabia, 3) negociación, 4) depresión, 5) aceptación. Si ello es así, habremos de considerar las posibilidades (a veces contradictorias) que se abren ante quien va siendo cada vez más consciente de la irreversibilidad de su situación y se sabe "múdente" (no simplemente "moribundo" ni "agonizante") por ver cómo llega la hora de su muerte por el avance de su enfermedad. Como acertadamente señala E. Bonete, esta situación puede resultar ambivalente, pero en cualquier caso, significativa y profundamente humana:

"La situación existencial del enfermo terminal, en tanto que muriente, es quizá una de las peores por las que puede atravesar el ser humano, cuando se halla acorralado [por la muerte]; pero también, una de las más profunda, en cuanto que facilita el acceso a la auténtica seriedad de la vida (sentido ético), potencia la abertura a la trascendencia (sentido religioso), o provoca, por el contrario, la desesperación más absoluta que cabe imaginar (absurdo total de la vida)"(E. Bonete Perales, Repensar el fin de la vida. Sentido ético del morir, Ed. Internacionales Universitarias, Madrid 2007,47). En muchas ocasiones -situaciones terminales, enfermedades largas, procesos degenerativos- el enfermo encuentra en la muerte su aliada y pone en ella su esperanza de liberación: es su alivio. Alivio significa tanto aligerar o quitar la carga o el peso que uno lleva, como mitigar o disminuir las aflicciones, fatigas o dolencias... La muerte es para el enfermo sin pronóstico de curación la puerta de salida más natural y más lógica. Si a la enfermedad se une la edad avanzada del paciente, la muerte será, como afirma el filósofo Moser, lo más "sano": "Para las personas jóvenes, la salud es lo normal y la enfermedad se combate -a menudo con éxito- como algo que no es natural. Pero por más batallas que ganemos, quien gana la guerra es la muerte. Y es preciso que así sea. Debe triunfar la muerte. A una edad avanzada, la muerte es lo normal e incluso lo sano, y mantener la vida a cualquier precio va contra la naturaleza" (F. Moser, Pequeña filosofía para no filósofos, Herder, Barcelona 2003, 130). Ante el enfermo que se encamina hacia la muerte, ante la enfermedad que antecede a la muerte, se plantean importantes cuestiones éticas, o mejor, bioéticas como la eutanasia, el suicidio asistido, el encarnizamiento terapéutico, etc., que exigen por parte de todos los implicados -personal sanitario, familiares, sociedad- una respuesta humanizadora y acorde con la dignidad de la persona; la dignidad acompaña al hombre hasta el último momento de su vida. Se habrá de recordar el principio moral de que "no todo lo técnicamente posible es igualmente aceptable éticamente" (por el peligro de hacer prevalecer la técnica y utilizar al paciente como medio y no como fin). Por lo demás la enfermedad que termina en muerte es, de algún modo, un fracaso de la medicina y de los intentos del hombre por poner límites a la mortalidad inherente al anhelo del ser humano; no obstante, la ciencia médica continuará su particular lucha contra la muerte, o al menos tratará de retrasar lo más posible su llegada. Este es sin duda, uno de los dinamismos motivadores de los avances médicos. En el proceso de morir, el enfermo establece con el médico una relación singular, asentada en el cimiento de la confianza y la sinceridad. Crear falsas expectativas en el enfermo es tan perjudicial como el que éste abrigue esperanzas que aquél no puede cumplir; ambas perspectivas conducen al desengaño y la frustración cuando no a la desesperación. La medicina tiene sus límites; como limitada es también la vida. El médico no lo puede todo; la vida temporal no es eterna. Asumir con realismo este condicionamiento contribuirá a garantizar una auténtica serenidad. El enfermo, aunque ahora condicionado por la alteración grave de su salud, es una persona con historia y biografía, con vivencias y aspiraciones, con valores y convicciones, todo ello es importante y ha de tenerse en cuenta cuando está próxima la posibilidad de la muerte y se plantea con seriedad el adecuado uso de los medros terapéuticos. Aunque fuera teóricamente deseable (la figura del médico de familia, pudiera responder a este deseo), el

súbita del niño que duerme plácidamente, todo accidente o descuido que lleva a un niño a morir... nos sitúa ante la sensación de muerte injusta); •

por la incapacidad para la responsabilidad personal de quien se enfrenta con su propio morir, sea por deficiencia o insuficiencia psíquica o mental, por falta de madurez, por discapacidad de cualquier tipo que impida la plena autoconciencia y autodominio de sí (la muerte de personas con síndromes, patologías o enfermedades que conllevan una limitada esperanza de vida; la muerte de deficientes psíquicos como efecto de una acción irresponsable en el manejo de utensilios, herramientas, fuego o cualquier otro instrumento susceptible de provocar heridas mortales; la muerte provocada por quien es incapaz de conocer y controlar las consecuencias de sus acciones;...);



por "error" en el sujeto muriente, a quien toda lógica señala como no "merecedor" de la muerte o, al menos, no en ese momento (cuando el destinatario de la agresión mortal era otro; cuando el veneno que se tomó en la copa estaba dirigido a otra persona; cuando se equivocó al recoger la medicina que al final le llevó a la tumba;...);



por falta de toda responsabilidad o implicación en la causa que provoca la muerte (las víctimas de un atentado que simplemente pasaban por allí; a quienes le sobreviene la muerte por una causa violenta del todo fortuita y accidental; se hallaba en ese preciso momento en el lugar inadecuado y se encontró de bruces con la muerte con forma de bala perdida, de coche que se salta un semáforo o de teja que se desprende, inoportunamente; muerte a consecuencia de un error médico con fatal desenlace;...);



por condena injusta, sin haber sido autor de nada de lo que se le acusa (casos de pena de muerte donde el ejecutado no fue el agente de los hechos por los que se le condena; muertes que sobrevienen por sufrir las consecuencias de una acción que nunca cometió; muerte por el infarto padecido ante la sospecha o acusación injusta e injustificada;...).

En cualquiera de las modalidades de la inocencia de quien muere se da un elemento común del que todas participan: la injusticia. La muerte del inocente es una muerte que consideramos injusta, indebida, arbitraria, parcial, inmerecida, caprichosa y, en cierto modo, hasta improcedente. Para el creyente, además, es un absoluto escándalo conciliar a Dios con la inevitable muerte del inocente. Ante la muerte del inocente apelamos como testigo de cargo a la sinrazón, y junto a ella mostramos nuestra rebeldía ante este tipo de muerte que agrava la realidad del mortal y "exige" de algún modo una cierta restitución de la memoria (histórica, personal, social) de quien ha muerto inocentemente. En según qué casos esta restitución consistirá en dar "voz a los sin voz", en otras circunstancias la restitución pasa por el compromiso social a favor de un cuidado y atención mayor y más delicada a quienes más débiles son y más necesitados están, en ciertas ocasiones esa restitución debida pasa por el reconocimiento y la rehabilitación pública del fallecido, e incluso por la compensación económica a la familia,... En ocasiones, además, el inocente muerto se convierte en mártir, en testigo y paradigma; es el caso, por ejemplo de muchos santos cristianos canonizados por la Iglesia y puestos come modelo de aceptación de la propia muerte inocente.

Desde muy antiguo se ha practicado ante el culpable una mal llamada forma de "justicia popular", que es el "linchamiento", por el cual se da muerte a quien en ese momento la masa enfurecida o exacerbada considera objeto de su cólera. En esta forma de dar muerte se ha de tener en cuenta un componente determinante: la venganza ante el culpable. Un caso paradigmático de la muerte del culpable es el "tiranicidio": derrocar y dar muerte al gobernador déspota, dictador y tirano. En estas ocasiones se produce una situación paradójica: por una parte, el derrocamiento del tirano -efecto directo del tiranicidio- se considera positivo y hasta justo, por otra, el modo de conseguir dicho resultado - d a r muerte al tirano- no es moralmente deseable ni del todo justo: "Si la muerte del tirano es justa, no es justo, en cambio, el orden social que permite tal justicia, ese modo de hacer justicia. Quizá sea justo, pues, que muera el culpable..., lo ciertamente justo es que muera la figura social que ha dado al culpable la legitimidad, la fuerza y las estructuras para llevar a cabo su culpabilidad. Hay que decir a los jóvenes y a los niños que no es justo matar, ni lo es encontrarse en la situación de no tener otra elección que matar, con tal de liberarse y de liberar a otros/as. Pero esto sólo es posible si se busca y se aborda la muerte de la dimensión estructural que posibilita la contradicción, la muerte de esta sociedad que mata y que dice que matar es un error" (R. Mantegazza, La muerte sin máscaras. Experiencia del morir y educación para la despedida, Herder, Barcelona 2006, 83). En estos casos -distintos si los miramos desde una perspectiva particular- se produce social y personalmente una cierta sensación de alivio y de escarmiento ejemplarizante ante la muerte del culpable. Ciertamente, a esta concepción de escarmiento subyace una idea de justicia basada en la vieja "ley del talión" ("ojo por ojo, diente por diente") y en el principio de catarsis personal o colectiva (la muerte del culpable nos libera y tranquiliza). Muy lejos de esta perspectiva - t a n respetable y válida- se halla la de quienes, como los cristianos, mantienen la convicción de otros valores posibles como son el arrepentimiento sincero del culpable, la conversión de corazón de quien reniega de su mal pasado, la pedagogía del perdón efectivo y curativo como expresión del amor sin adjetivos.

4. Muerte del personaje público y del héroe: entre la conmoción y la ejemplarizad Cuando muere un personaje público, destacado por su notoriedad, fama, popularidad, relevancia social o heroicidad se produce una cierta conmoción entre quienes reciben la noticia del fallecimiento: es un morir conmocionante. Tal impacto social se verá, además, incrementado si la muerte es provocada por un acto violento, si es un hecho del todo inesperado, o si se produce en un momento especialmente delicado según la opinión general o el estado real de las cosas. Son muertes - l a s de personajes públicos-, que dejan gran vacío y desconcierto social, eclesial, político, científico, artístico,... La repercusión de tales muertes comporta turbación, desasosiego y perturbación del ánimo entre sus conciudadanos que sienten cercana y, en cierto sentido, como algo propio, dicha muerte. A estas muertes suele unirse un gran despliegue mediático - n o siempre equilibrado-, que contribuye a magnificar y sentimentalizar el hecho. También aquí, como en otros asuntos de la vida, la publicidad del fenómeno produce un fuerte impacto en la opinión de las gentes; y, al mismo tiempo, provoca su efecto colateral: convierte en dato efímero lo que es definitivo y perdurable. La muerte del

situación vital, reivindicar aspectos no conseguidos, venganza, huida, etc. No obstante, se ha de prestar atención a estas tentativas, pues muchas de ellas revelan pretensiones de auténtico suicidio. No en vano, las estadísticas indican que muchos de los suicidas ya habían avisado de su intención e incluso lo habían intentado previamente. La gran pregunta que deja tras de sí el suicida es el porqué de este deseo de morir y cómo éste ha podido superar, imponiéndose, al natural deseo de vivir y de alejar de sí la muerte. El gran conflicto que late tras un suicidio parece ser el de la culpabilidad de cuantos rodean a quien opta por terminar violentamente con la propia vida. Para los cercanos al suicida es casi inevitable soslayar el lacerante interrogante sobre su implicación - p o r acción u omisión- en tan fatídico y mortal desenlace (no haber puesto los medios que lo evitaran, no haber sabido leer las señales y avisos previos, no haber estado cercano y próximo, no haber tomado medidas a tiempo). Es frecuente que familiares y personas allegadas sufran miedos ante el posible "contagio", "vulnerabilidad" o el llamado "efecto simpatía" que puede provocar el suicidio (o la culpabilidad insoportable ante el mismo cuyo desenlace expiatorio pudiera ser, a su vez, el suicidio). Por lo demás, todo suicidio es un aldabonazo a la conciencia social sobre el modo y el estilo de vida, así como una interpelación por el sentido último de nuestro comportamiento individual y colectivo. El suicidio pone al descubierto el conflicto existencial de quien sólo encuentra salida en el deseo cumplido de morir. No obstante, también se podrá matizar el significado de la muerte autoinfligida teniendo en cuenta la causa - s i se llega a conocer- que motiva el suicidio. A este respecto puede ayudar una adecuada tipificación. Hoy contamos con una amplia y variada tipología del suicido realizada desde diversas perspectivas. En una perspectiva psicoanalítica que se remonta a S. Freud (Duelo y melancolía), se habla del suicidio "psicológico" como aquél que es expresión del instinto reprimido de dar muerte a alguien que se dirige contra uno mismo. También es clásica la triple clasificación de orientación sociológica propuesta por E. Durkheim (El suicidio, Akal, Madrid 1982): suicidio egoísta (el del individuo sin integrar en el entorno social por exceso de individualismo, inadaptación social, laboral, familiar), suicidio altruista (el del individuo que se ve alentado, animado y hasta impelido a dar la vida por el bien del grupo), suicidio anómico (el del individuo que no encuentra aspiración y significación a su vida). Hoy se amplían estas catalogaciones y se proponen otras perspectivas: suicidio como impulso (sin haber manifestado previamente deseos de morir, casi como si fuera una veleidad o ligereza, cuyos motivos pueden ser muy variados: huida, duelo, castigo, venganza, chantaje, despecho,...), suicidio depresivo o psicótico (consecuencia de unos síntomas de carácter psicológico, depresivo o patológico, fruto de una enfermedad mental o trastorno psiquiátrico), suicidio radical (con razones "fundadas" para morir como, por ejemplo, enfermedad incurable, incapacidades físicas o mentales crónicas, situación económica ruinosa,...), suicidio como acto heroico (muerte a consecuencia de valores e ideales considerados superiores, muerte oblativa y martirial, kamikaze fundamentalista). En el campo de la bioética se habla además del suicido asistido o suicidio médicamente asistido cuando un enfermo se procura la muerte con la ayuda técnica y la colaboración de personal sanitario, sin los cuales no le sería posible alcanzar el fin pretendido: la propia muerte. El suicidio nos sitúa ante el conflicto de la existencia entre la vida y la muerte. Así lo escribió A. Camus: "No hay nada más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena ser vivida es responder'a la pregunta fundamental de la filosofía" (El mito de Sísifo, Losada, Madrid 1973, 115). Si esto es así, la solución al conflicto

que plantea el suicidio pasa: por optar a favor de la autorrealización humana más que por la aniquilación y autodestrucción; por confiar en la recuperación, el desarrollo y la evolución de la vida del hombre más que en la fijación irrevocable en la muerte; por apostar por la libertad como fuente de posibilidades para la vida más que por la libertad de darse muerte; por reconocerla vida como un don recibido para mí y para los demás (prójimo, comunidad, sociedad), más que una realidad "autodonada" y absolutamente "autodeterminada" y "autodisponible". El cristiano añadirá a estas convicciones una razón de carácter religioso por la cual considera que la vida es una realidad sagrada cuyo origen y destino está en Dios, Soberano y Creador, y que le ha sido regalada al hombre para que pueda disponer de ella racional y responsablemente, desde el ejercicio de su libertad personal y desde la presencia y cercanía amorosa de Dios, en cuyas promesas, garantizadas por la resurrección de Jesucristo, se fundamenta la esperanza ante cualquier circunstancia y vicisitud.

"Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre... Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Sólo de la muerte no tendrá escapatoria" (Sófocles, Tragedias, Gredos, Madrid 1981, 261-262).

Saber por qué adviene la muerte proporciona una inicial catalogación en la tipología del morir. La determinación de la causa de la muerte también puede contribuir a elucidar -entre otros motivos- cómo el sujeto muriente afronta su propio fin temporal: aceptación, anticipación, desconcierto, rebeldía, negación, ignorancia, inconsciencia resignación... ¿Por qué morimos? A esta pregunta responde la filosofía apelando tanto a la finitud y contingencia del hombre, como al uso de la libertad humana, a consecuencia de la cual se sucede la muerte de otros o la propia. La teología contesta a esta cuestión, de una parte, recordando la identidad del hombre como hechura de Dios, la condición de "criaturalidad" y la consiguiente diferenciación esencial ente el hombre -temporal y mortal- y el Creador -eterno e inmortal-; de otra, también apunta a la muerte como consecuencia del pecado del hombre. Como explicación de la causa inmediata de la muerte, la ciencia recurre al fallo grave orgánico, sea producido por disfunción, deterioro o desgaste vital multiorgánico, sea motivado por cese brusco de la actividad en órganos vitales. En una palabra, la pregunta por la causa de la muerte recibe diversas respuestas dependiendo de la perspectiva disciplinar desde la que se afronte. En la misma medida, el impacto emocional que provoca toda muerte tanto en quien muere como en sus familiares, amigos y entorno social, y la actitud de aceptación, rechazo, rebeldía, resignación... que se suscita cuando la muerte hace su aparición, se verán condicionados por la mayor o menos conformidad y asentimiento implícito o explícito a los motivos de la misma. Si, por el momento, centramos la atención en la perspectiva científica, es decir, si, dejando a un lado las causas metafísicas y teológicas, nos interesamos en concretar las diversas causas que conducen físicamente a la muerte, podemos señalar una doble clasificación de causas conducentes al fin del período vital, dentro de las cuales pueden incluirse otras subdivisiones.

1. Muertes por causas naturales Las llamadas muertes naturales son aquellas defunciones que sobrevienen por motivos inherentes a la propia naturaleza humana sea por envejecimiento sea por enfermedad sea por interrupción espontánea del funcionamiento del organismo. En este sentido "natural" se opone a "violento". Es claro que el término "naturaf es susceptible de discusión médica ya que, por ejemplo, la enfermedad o un infarto de miocardio, por una parte, pueden ser catalogados de "naturales" en el sentido de que afectan a la naturaleza del organismo humano y su normal/

natural funcionamiento, pero, de otra parte, pueden ser catalogados de "antinaturales" pues en toda enfermedad o fallo agudo hay causas o agentes determinantes procedentes de fuera de la "naturaleza" del organismo, como son los factores ambientales, la alimentación, las condiciones de higiene, los comportamientos y actitudes, etc., que son los que provocan las causas de la muerte, llamada natural. Dentro de este apartado podemos diferenciar las siguientes causas de muerte: a. Vejez o ancianidad: la muerte llega de modo natural tras haberse completado el ciclo biológico. Como escribe F. Moser, "a partir de cierta edad, el desencadenante de la muerte ya no es la enfermedad, sino que el cuerpo se mata a sí mismo sirviéndose de distintas enfermedades. La muerte viene de dentro" (Pequeña filosofía para no filósofos, Herder, Barcelona 2003, 127). b. Enfermedad crónica: a consecuencia de la cual el organismo va sufriendo un progresivo deterioro que termina por hacer inviable las funciones vitales básicas.c. Enfermedad terminal: la cual, al tratarse de una enfermedad avanzada y no responder a un tratamiento específico, conduce progresiva e irremediablemente a la muerte en un espacio breve de tiempo. d. Fallo agudo, súbito e imprevisto de ciertas funciones vitales (por colapso respiratorio, síncope, paro cardiaco o infarto de miocardio, ictus cerebral,...), a resultas de lo cual sobreviene la muerte de modo inesperado, pero natural (no a consecuencia de un accidente o por intervención violenta otros elementos ajenos)

2. Muertes por causas violentas Muertes "violentas" son aquellos fallecimientos que sobrevienen por una intervención externa sobre el organismo, acompañada de la suficiente violencia como para tener el resultado de cesación permanente y duradera de las funciones vitales, es decir, para que se produzca la muerte. También el término "violento" es susceptible de discusión pues también la enfermedad, por ejemplo, puede ser considerada como un hecho violento en el sentido de que su aparición supone una fuerza coactiva respecto al normal funcionamiento. Otro tanto se puede decir, quizá con más razón, de los infartos agudos cuya manifestación no está exenta de sus dosis de imposición y violencia inesperada. Dentro de este apartado podemos diferenciar las siguientes causas de muerte: a. Desastres naturales: entrañan una gran violencia física sobre la naturaleza en general y son causa de gran mortandad. Las causas que provocan los desastres naturales suelen ser múltiples y muy variadas. Todas ellas suponen una alteración rápida y violenta del equilibrio adquirido. Se puede establecer una clasificación simple de estas catástrofes de la naturaleza atendiendo a las llamados "elementos": tierra (terremotos, volcanes, hundimientos,...), agua (inundaciones, mareas, sunamis,...), aire (huracanes, tormentas,...), fuego (incendios, rayos, relámpagos,...). Unido a los fenómenos van unidos otros efectos igualmente causantes de gran número de muertes: epidemias, plagas, pestes, contagios... b. Accidentes, impactos, golpes de tal violencia que destrozan o dañan mortalmente uno o varios órganos vitales. El" accidente puede ser fortuito o provocado, espontáneo o premeditado,...

c. Guerras, terrorismo, asesinatos, homicidios, violencia física, tortura, constituyen otro de los factores causante de gran número de muertes. En este tipo de causalidad interviene la libertad humana que está en el fondo de la acción que causa la muerte del otro. Son acciones violentas con intención de producir la muerte del otro. d. Aborto: es la interrupción del embarazo a consecuencia de la cual se propicia la muerte del feto humano vivo en estado embrionario o de gestación, antes de su nacimiento. La interrupción puede darse de modo espontáneo, es decir, se produce sin intervención directa del hombre. El aborto "inducido" es aquel que se produce por actuación violenta del hombre para provocar su muerte. e. Suicidio: es la muerte autoinfligida a sí mismo de modo voluntario. Todo suicidio es una intervención violenta con intención de la supresión de la propia vida. Esa intervención violenta puede adquirir la forma de una dejación extrema en las atenciones debidas a las necesidades psico-somáticas (inanición, huelga de hambre y sed, suciedad y descuido corporal, abandono). Las modalidades y causas del suicidio son, a su vez, múltiples y variadas. En la actualidad ha cobrado especial relevancia el llamado "suicidio médicamente asistido", en el cual el enfermo acaba con su vida ayudado por medios -normalmente médicos- destinados a poner fin a la vida, y con la colaboración de personas -frecuentemente, profesionales de la sanidad- sin las cuales le sería imposible alcanzar "dignamente" su muerte. En la literatura bioética el "suicidio médicamente asistido" recibe calificativos y denominaciones diversas, para unos es equivalente a una "eutanasia inducida", mientras que para otros es simplemente "homicidio".

Definición El término aborto procede del latín abortus, o aborsu, derivados de ab-orior; opuesto a orior, 'nacer'. El aborto es la eliminación de un ser humano en la fase inicial de su existencia, esto es, desde la concepción al nacimiento. El aborto puede ser espontáneo o provocado. El espontáneo se produce cuando la muerte del feto, siempre intrauterina, ocurre por causas ajenas a la intencionalidad del o de los agentes morales; en este sentido carece de valoración moral. El aborto provocado, por su parte, es la eliminación directa y voluntaria del feto, como quiera que se realice. Se mata al hijo bien en el seno materno, bien forzando artificialmente su expulsión para que muera en el exterior. Los métodos para abortar son diversos en función de los medios que se empleen y la edad del feto. Los más utilizados son los siguientes: aspiración, legrado, inducción de contracciones e inyección intraamniótica y preparados hormonales como la Ru-486. Durante el embarazo, la persona crece y se desarrolla muy rápidamente; por esa razón, para abortar, estos métodos se aplican solo durante los primeros meses de gestación. Ahora bien, con independencia de la fase del embarazo en la que se practique el aborto, siempre existen riesgos para la madre: de un lado, pueden producirse alteraciones fisiológicas en su organismo que también inciden negativamente en el desarrollo de embarazos posteriores. De otro, es más llamativo el alto riesgo de alteraciones psíquicas. Éstas se manifiestan de forma temprana o tardía y se deben, en último término, a la intuición humana de que se ha realizado un crimen contra la vida de un ¡nocente indefenso. En este sentido, hay que decir que el Juramento Hipocrático condenó el aborto de manera explícita. Por lo que respecta al ámbito legal, el aborto provocado es un delito. Así se ha recogido habitualmente en la mayoría de las legislaciones. Por ejemplo, en el ámbito biosanitario, en España, el aborto ha sido un delito castigado sin excepciones en el Código Penal hasta 1985, cuando una reforma del Código, conocida popularmente como Ley del aborto, estableció varios supuestos en los que esta práctica no se contempla como punible. La novedad que supuso esta legislación es que, aun siendo delito el aborto provocado, si éste se realiza en las condiciones que prevé la citada reforma -expuestas a continuación- no se castiga. En estos dilemas planteados en torno a la existencia o ausencia del castigo penal por la acción de abortar subyace una especie de adoctrinamiento indirecto a la sociedad: el que persigue transmitir la idea de que abortar puede llegar a considerarse como algo socialmente respetable. Este tipo de legislación se ha ido extendiendo a otros países durante el siglo XX; sin embargo, en estos momentos, en algunos países desarrollados como EEUU, está sufriendo una regresión.

Clases legales de aborto a. Aborto terapéutico: inicialmente se denominó así al que se practicaba cuando entraban en colisión la vida de la madre y la del hijo. b. Aborto ético: se refiere al aborto realizado cuando ha habido embarazo después de una violación. Es poco frecuente la práctica de abortos legales fundados en esta causa.

c. Aborto eugenésico: se emplea esta acepción cuando se realiza el aborto por causa de malformaciones del feto.

Juicio ético acerca del aborto provocado Este juicio parte del principio fundamental de la inviolabilidad de toda vida humana, cuya dignidad es inalienable e intangible. En otras palabras, la vida de la persona es un bien fundamental y condición para todos los demás bienes. Sin vida no podemos hablar de cualquier otro bien o valor. Por ello, es lógico que la Iglesia haya pronunciado en repetidas ocasiones su más grave condena al crimen del aborto. Al respecto se puede leer la declaración inusual por su repetición hasta en dos ocasiones, y por su estilo, que el Papa Juan Pablo II hace al respecto en la Encíclica Evangelium Vitae (nn° 57 y 62) donde el Romano Pontífice apelando a la autoridad recibida y en comunión con todos los obispos de la Iglesia Católica reprueba de forma solemne el aborto. Y es que estamos ante la ofensa más grave que se puede cometer" contra la persona humana y por tanto ante la agresión más directa frente a su dignidad. La dignidad humana que proviene de su singularidad es atacada por su directa eliminación. Yes una injusticia que el mundo se vea privado de la creación singular de un ser irrepetible. Por ello, la vida humana es el centro no solo de la ética de la vida, sino el componente esencial de la doctrina social de la Iglesia. Una sociedad que desprotege a sus miembros más indefensos ha llegado a unos niveles de solidaridad y justicia realmente preocupantes. Es en el campo social y en la educación de la conciencia y de los valores donde debemos prevenir las causas que hacen del aborto una práctica en continuo aumento según los índices sociológicos. A nadie se le oculta que todos pierden, especialmente el eliminado; pero un tratamiento multidisciplinar del problema es urgente y con una reciente historia de buenos resultados allí donde todos los colectivos del cuerpo social se han empeñado en abordar la cuestión desde la crudeza y objetividad del drama. La historia ya ha demostrado que el aborto no es solución de nada para nadie y que la vida es siempre una cifra de esperanza y progreso. No existe mayor muestra de insolidaridad que patrocinar la muerte del ser humano, sobre todo si es indefenso o sufre alguna tara o enfermedad. Si bien es cierto que existen valores más altos por los que es legítimo, o incluso necesario, exponerse al peligro de perder la vida, ésa no es la situación que se presenta en el aborto voluntario. Si no se respeta una vida, en especial desde su inicio, puede suceder que no se respete nunca, o que no se respete nunca del todo. Paradójicamente, uno de los dramas más profundos de nuestro tiempo radica en la pérdida de este sentido trascendente de la persona, el olvido de su genuina dignidad y la esclavitud de los hombres a sus propias obras y proyectos. La vida humana se ve entonces amenazada de múltiples maneras al no respetarse el contenido moral concretado en la ley natural. Cristo no deroga esta ley, sino que la eleva a un nivel superior, ya que tanto desde una concepción cristiana como desde un punto de vista humano, el hombre tiene capacidad para entender el precepto enunciado del no matarás. En definitiva, la misión de proteger la vida está implícita en la dignidad humana.

Introducción Uno de los temas que más aparecen en los medios de comunicación en nuestros días es el de la eutanasia. Más allá de la problemática siempre concreta y de sus múltiples ramificaciones de la cuestión, la eutanasia constituye un reto a la reflexión científica sobre la persona y su sentido. Por ello, desde estas páginas que pretende afirmar el primado absolutamente central de la persona en cualquiera de sus situaciones, la eutanasia provocará una respuesta integral en defensa de la dignidad inviolable de la persona que es urgente anunciar competentemente. Por ello, en el fondo, las cuestiones que plantean la eutanasia van allá de la mera facticidad. Constituyen un formidable reto antropológico que provocan una de las crisis más profundas en las que está inmersa la sociedad postmoderna. La Medicina ha permitido curar enfermedades que antes eran incurables; también han proporcionado los medios necesarios para que las personas puedan vivir más años. Gracias a los avances de la Medicina, la mayoría de las personas no mueren de una manera brusca e inesperada, sino que lo hacen en las camas de los hospitales o en su domicilio, siendo tratadas por profesionales de la salud. Las causas más frecuentes de muerte son las enfermedades crónicas, degenerativas y tumorales - c o m o las enfermedades del corazón, las enfermedades cerebro-vasculares o el cáncer-, que se presentan en personas de edad, suelen ser progresivas durante varios años antes de la muerte y son susceptibles de diversos tratamientos que prolongan a veces la vida por largos periodos. Estos hechos han originado una serie de problemas ético-médicos que antes eran impensables.

Terminología y acepciones En el siglo XVII, Francisc Bacon, la introduce en el vocabulario científico según su significado etimológico. Eutanasia, del griego "eu-thanatos", significa "buena muerte", en el sentido de muerte apacible, sin dolor. Actualmente, en el siglo XXI, se entiende por eutanasia aquella acción (eutanasia activa), u omisión (eutanasia pasiva), dirigida a dar muerte, de una manera indolora, a determinado tipo de enfermos. Son características esenciales de la eutanasia el ser provocada por personal sanitario y la existencia de una intencionalidad supuestamente compasiva o liberadora. Por esta presunta finalidad se la define como homicidio piadoso, o por compasión. Realmente es un acto determinado por dos características: a. Es homicidio porque consiste en eliminar de modo deliberado la vida de otra persona, por petición propia o por decisión de quien la realiza. b. Se realiza movido, con frecuencia, por la "compasión" de familiares que la solicitan o de profesionales que la plantean y la realizan. Se debe apuntar que la verdadera compasión es la que conduce a padecer con el otro, a ayudar a superar el problema o la situación que puede llevarnos a no querer continuar viviendo y que los enfermos expresan como: "no quiero seguir viviendo", "me quiero morir", "no es humano vivir así", "esto no es vida", o frases similares. Evidentemente la eutanasia no lleva a superar o eliminar esa situación o ese problema, sino a eliminar a la persona que lo padece y solicita nuestra ayuda.

Además del término eutanasia continúan apareciendo otros derivados de éste que hacen referencia al hecho de morir y que en ocasiones llevan a confusión al no ser aplicados de la forma más correcta. A continuación se detallan empezando por la propia definición de eutanasia: -

Eutanasia: Este término se utiliza para designar la actuación cuyo objeto es causar la muerte a un ser humano para evitarle sufrimientos, bien a petición de éste, bien porque se considere que su vida carece de una calidad mínima para que merezca el calificativo de digna.

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Eutanasia activa: Es una acción deliberada encaminada a ocasionar la muerte mediante la administración de un agente letal.

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Eutanasia pasiva: en ésta se causa la muerte omitiendo de forma deliberada los cuidados debidos y necesarios para la curación o para la supervivencia, p.ej. la hidratación, con el fin de provocar la muerte.

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Eutanasia directa: cuando mediante una acción se busca que sobrevenga la muerte del individuo.

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Eutanasia indirecta: se le llama a la consecuencia de aplicar un tratamiento encaminado a evitar o mitigar el dolor. En ocasiones determinados tratamientos pueden acortar la vida del enfermo, efecto que no es deseo del profesional que sólo busca dar confort y calidad de vida al enfermo.

No es eutanasia la aplicación de fármacos para aliviar el dolor u otros síntomas en un paciente terminal aunque ello produzca, indirecta e inevitablemente, un cierto acortamiento de la vida. Si se aplican convenientemente los principios éticos es no sólo aceptable sino aconsejable y necesario en ocasiones. Siempre debe procurarse no impedir que el enfermo pueda actuar libremente en la disposición de su última voluntad y en el caso de que los medios usados lleven aneja la obnubilación o pérdida de conciencia, será necesario el consentimiento del enfermo. -

Eutanasia voluntaria: cuando se le da muerte a la persona que voluntariamente lo ha solicitado.

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Eutanasia involuntaria: si se le aplica a una persona sin que lo haya solicitado.

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Eutanasia perinatal, eugenésica, agónica, psíquica, económica o social según se aplique la muerte a recién nacidos deformes o deficientes, como medio para purificar la raza, a enfermos terminales, a afectados de lesiones cerebrales irreversibles, de ancianos u otras personas tenidas por socialmente improductivas o gravosas, con el fin de liberar a la familia o a la sociedad de la carga de las llamadas "vidas sin valor".

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Distanasia: o también llamado ensañamiento terapéutico u obstinación terapéutica. Se le llama al empeño en alargar la vida mediante medios desproporcionados.

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Adistanasia: la omisión o retirada de medios desproporcionados para prolongar artificialmente la vida de un enfermo terminal, está ausente la acción positiva de matar y la posibilidad de una vida natural.

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Ortotanasia: la muerte a su tiempo, sin acortar la vida.y sin alargarla innecesariamente mediante medios extraordinarios o desproporcionados.

No obstante, hay una serie de medios que hoy día se consideran habitualmente como ordinarios o proporcionados (la hidratación y la nutrición - p o r boca o sonda nasogástrica- son los cuidados básicos mínimos). Es importante diferenciar la eutanasia del homicidio y del suicidio. Es homicidio cuando la eutanasia la practican en un sujeto otras personas, sin que aquél la haya pedido libre y conscientemente y, ni siquiera haya consentido. Se le llama suicidio cuando es el sujeto quien decide poner fin a su vida sin ayuda de nadie, tanto si lo hace mediante la ingestión de fármacos en dosis letales o rechazando cuanto es indispensable para su supervivencia. Y se denomina suicidio asistido cuando es el médico, la enfermera, un familiar u otra persona quien proporciona un fármaco letal al enfermo, pero es éste quien se lo administra a sí mismo. Queda claro que el fin primario y el objeto de la eutanasia es la eliminación de la vida de un ser humano. El sufrimiento de una persona no justifica su eliminación. La medicina en la actualidad dispone de medios cada vez más eficaces para mitigar el dolor y para mejorar la calidad de vida de los enfermos. Es evidente que la eliminación de la vida es un medio desproporcionado para tratar el dolor, cualquier otra dolencia o minusvalía. Todos estos términos aquí expuestos y otros que se puedan utilizar solo llevan a la confusión de los profesionales y aparecen equívocos como creer que la eutanasia pasiva o la involuntaria pueden ser éticamente lícitas. La muerte deliberada de una persona, independientemente del modo o la motivación por la que se lleve a cabo, en ningún caso se puede calificar de éticamente correcta. Los enfermos incurables y en situación terminal son los principales candidatos a la eutanasia; los enfermos curables en estado crítico no presentan mayores dificultades, ya que habitualmente se les dan los cuidados máximos. El término "incurable", se refiere a la imposibilidad de superar la enfermedad. Cada vez tenemos más enfermedades incurables que se encuentran en situaciones crónicas como actualmente ocurre con el SIDA. Por otra parte el término "terminar indica la cercanía de una muerte inevitable, aunque la enfermedad por su naturaleza hubiera podido ser curable. Así, podemos encontrar enfermedades incurables terminales por ejemplo: un cáncer con metástasis, y enfermedades en principio curables pero que han llevado al paciente a un estado "crítico" como pudiera ser una grave neumonía con depresión inmunitaria.

Consideraciones antropológico-morales en torno a la eutanasia Nos referimos aquí exclusivamente la conducta que subyace en la definición apuntada por Juan Pablo II en Evangelium Vitae 65: "cualquier acción u omisión que en su naturaleza o intenciones procura la muerte de los hombres con el fin de eliminar cualquier tipo de dolor". En relación a esta conducta humana aparecen casi espontáneamente esta pregunta: ¿Por qué la eutanasia ha necesitado de la legitimación y de la buena prensa en la conciencia moral de los hombres de nuestras sociedades y en sus códigos civiles? Una comprobación de hemeroteca de los argumentos aportados a favor de la eutanasia, podemos reducirlo a uno sólo: existen condiciones en las cuales continuar viviendo no constituye ningún bien y por tanto, no tiene ningún sentido el vivir; ninguno puede ser obligado

a tener una vida sin sentido ya que esto es inhumano. Por tanto, no existiendo el "deber" de vivir, tengo el "derecho" de morir (matándome yo mismo o ayudado por otro). Esta argumentación da abundante materia para la reflexión sobre la eutanasia. Demuestra a las claras que en Occidente se ha destruido la verdad cristiana sobre la muerte. La legitimación de la eutanasia, en algunas zonas ha sido posible porque progresivamente se ha eliminado la idea cristiana de la vida y de la muerte. Esta eliminación ha consistido fundamentalmente en una despersonalización de la muerte. La raíz de esta despersonalización a nuestro modo de ver, se centra en la progresiva negación de la dimensión histórica de la muerte, cuya afirmación constituye, por otro lado, el punto de partida de la visión cristiana sobre la muerte. La muerte siempre se ha considerado como un evento natural, sufriendo un tratamiento como el resto de las cosas naturales; o se la trata desde la impotencia, o se busca introducirla en la decisión libre. La negación de la dimensión histórica ha comportado una degradación del valor de la muerte. Si la muerte, no tiene otras causas que el cumplimiento de una leyes biológicas impersonales, si la muerte no tiene ningún otro significado que el de la disgregación de una realidad (persona humana) que subsiste, si ésta, por tanto, no tiene ninguna finalidad, la muerte en sí y por sí no tiene entonces ninguna significación moral. Por tanto, la muerte no es un acto del hombre, es simplemente un evento natural. Naturalidad de la muerte y degradación axiológica van de la mano. De aquí que la legitimación de la eutanasia nazca dentro de este proceso. Sólo la decisión de morir cuando se juzga que es un bien el morir, hace humana la muerte, la desnaturaliza, la hace un acto del hombre. Sin embargo, el cristianismo, empieza su anuncio sobre la muerte diciendo que ella, la muerte, es un acto del hombre, influido por un doble acontecimiento histórico: la muerte en Adán y la muerte en Cristo. Esta es la primera afirmación cristiana sobre la muerte. La legitimación de la eutanasia se fundamenta en el fondo diciendo sobre la muerte, que ésta sólo es un acto del hombre cuando es elegida libremente sobre la base de un juicio de valor sobre la propia permanencia en esta vida. Al final nos queda una equivalencia: la muerte acto del hombre es igual a la muerte como decisión del hombre. Debajo de esta postura subyace un concepto de libertad según la cual, libertad es negación de cualquier presupuesto (esta es la auténtica raíz del problema); es inicio absoluto y ya que se piensa que el morir es un evento puramente natural, no existe nada más que un modo de desnaturalizarla que atribuyendo al hombre el poder de discernir el momento oportuno. Sólo así el morir pertenecerá radicalmente al hombre. Y esta pertenencia se resume en: yo decido cuando debo morir. Este es el estado de la cuestión en torno a la moralidad de la eutanasia. El cristianismo anuncia que lo que depende de la libertad del hombre es, ni más ni menos, elegir la cualidad ética de la muerte: el morir en Cristo o el morir en Adán. Desde la Ilustración a nuestros días lo que depende o debe depender de la libertad del hombre es el mero hecho del morir, desde el momento en que el morir no es más que un mero hecho, una pura necesidad o casualidad que ocurre en el hombre. El cristianismo afirma que la muerte es el momento crucial donde se abre el destino eterno del hombre. La legitimación de la eutanasia se funda en considerar buena la eliminación de una persona privada totalmente de sentido en una vida, como comúnmente se dice, sin calidad. La oposición entre estas dos visiones es, una vez más, tofal, llegando así al fondo de la degradación axiológica del morir humano.

Cuando el cristianismo afirma que la muerte es el momento crucial sobre el destino eterno del hombre afirma principalmente dos verdades: 1) la vida humana es la existencia en camino hacia la eternidad; 2) el hombre se decide hacia la eternidad, en cuanto obediente/ desobediente al don de Dios. Para el cristianismo el valor último del hombre reside en la calidad ética de su libertad en relación a la ley de Dios y no en el cómo de su permanecer en el tiempo. Pero, si al contrario, la muerte es el mero fin de nuestro ser, y si el valor de nuestra existencia depende de la calidad o modo en el cual estamos en el tiempo, es lícito hipotizar casos en los cuales la calidad de la vida está de tal forma comprometida que merezca ser terminada. La expresión: "esta vida no merece ser vivida", es una de las expresiones más acabadas del antihumanismo contemporáneo, porque niega lo que constituye el núcleo de la dignidad humana: el valor moral de la elección libre. Aparece el verdadero problema: ¿En qué consiste el verdadero valor de la vida humana? Para el cristianismo es la capacidad que tiene el hombre de llegar a ser con una decisión eterna, consciente en sí mismo como espíritu, como un yo, como uno que está delante de Dios. Y esta decisión no depende de otros, sino solamente del sujeto personal en cuestión. Cuando se elimina este conocimiento, la conciencia, el conocimiento de sí mismo a través de las propias elecciones delante de Dios, el hombre se pierde en el fluir del tiempo y el criterio de la valorización de sí mismo cambia completamente. ¿Qué utilidad tiene mi permanencia en la vida? ¿Qué felicidad puedo, a estas alturas, esperar? O ¿sólo puedo esperar sufrimiento? En una palabra, la vida no vale en tanto en cuanto vivida delante de Dios, sino en sí misma. Lógicamente equivale a decir que su valor no es eterno, y, por tanto, puede cesar. Así pues, las dos ideas centrales del cristianismo (la muerte como acto del hombre, la muerte como acto crucial en la vida) han sido eliminadas por la fundamentación de la legitimación de la eutanasia que, correspondientemente, ofrecen que la muerte es un mero evento natural, y que, por lo tanto, el hombre tiene un poder para discernir sobre su momento; y que la muerte es un momento final de una existencia exclusivamente temporal sobre la cual el hombre juzga cuando ésta ha terminado. La cuestión moral de la eutanasia demuestra nítidamente la medida del valor de la vida presente y de su afirmación o negación del destino último de la persona. Si se considera en el fondo, se trata de si el hombre es un ser que está delante de Dios o no. He aquí la cuestión antropológica que es decisiva.

Definición El suicidio (del latín sui caedere, 'matarse a uno mismo') es el acto de quitarse la propia vida. En otras palabras, es la acción por la que un sujeto decide poner fin a su vida sin ayuda de nadie, tanto si lo hace mediante la ingestión de fármacos en dosis letales o si rechaza cuanto es indispensable para su supervivencia como si emplea cualquier otro método para acabar con su vida. El suicidio se denomina suicidio asistido cuando, además, interviene otra persona que proporciona una sustancia letal al enfermo, pero es éste quien se lo administra a sí mismo. En una sociedad en la que hay miedo a la vida sufriente se está ahora introduciendo una modalidad más perversa, que es el suicidio médicamente asistido (SMA); en este caso, el personal sanitario y particularmente el médico, es el que proporciona las sustancias legales para que el paciente realice la acción de suicidarse, incluso con la excusa de lograr que disminuyan los padecimientos.

Introducción Antes de entrar en los problemas concretos que plantea el SMA, es necesario referirse al suicidio en general. A lo largo de la historia ha sido un tema de frecuente reflexión por parte de los filósofos. A mediados del siglo XX Albert Camus, representante de la filosofía existencialista, llegó a escribir: "no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio" (£/ mito de Sísifo). En la Antigüedad era frecuente aceptar el suicidio como una forma lícita, e incluso noble, de acabar con la propia vida. A partir del cristianismo, sin embargo, se extendió la idea de la vida como don de Dios de la que no podía disponer. Durante la Ilustración, Hume y Kant, se manifestaron sobre el suicidio. El primero, empirista, niega la existencia de ley divina o natural alguna que lo prohiba. Sólo acepta como realidad lo que se pueda constatar mediante los sentidos: "Si el disponer de la vida humana fuera algo reservado exclusivamente al Todopoderoso, y fuera infringir el derecho divino el que los hombres dispusieran de sus propias vidas, tan criminal sería que un hombre actuara para conservar la vida, como el que decidiese destruirla. Si yo rechazo una piedra que va a caer sobre mi cabeza, estoy alterando el curso de la naturaleza, y estoy invadiendo una región que sólo pertenece al Todopoderoso, al prolongar mi vida más allá del periodo que, según las leyes de la materia y el movimiento, Él había asignado" (Sobre el suicidio). Niega que la naturaleza humana sea algo más que el conjunto de fenómenos empíricamente percibidos y, en consecuencia, también la posibilidad de descubrir unos principios éticos a partir de la comprensión de la naturaleza humana. Para él es imposible ir más allá de lo que nos muestran los sentidos, pero ¿es aceptable este planteamiento? En cualquier caso, el razonamiento trascrito de Hume es inconsistente porque la religión a la que hace referencia, el cristianismo, parte precisamente de la negación de que las leyes de la materia y el movimiento sean leyes divinas en cuanto que exijan el sometimiento del ser humano. Kant, al construir su ética sobre el principio de la dignidad de la persona, sostiene que el ser humano debe ser tratado siempre como un fin y nunca sólo como un medio, tanto en la persona de los demás como en la propia. Como acabar con la propia vida es una

forma de tratarse uno a sí mismo como simple instrumento, rechaza la licitud del suicidio (fundamentación de la metafísica de las costumbres). En este punto Kant coincide con la filosofía personalista, para la cual el ser humano está constituido por una serie de bienes fundamentales - l a vida, la salud, la integridad física, psíquica y moral, la libertad- de los que nadie puede privarle, ni aun con su consentimiento. Y tampoco el propio titular de esos bienes puede renunciar a los mismos de manera directa y absoluta. Hacerlo es atentar directamente contra la persona. Pero el que esas acciones sean contrarias a la ética no significa que el Derecho siempre tenga que comparecer para castigarlas. El Derecho sólo actúa cuando la acción ilícita tiene un significativo impacto social porque lesiona bien los derechos fundamentales de la persona o bien algún aspecto importante del bien común. Es difícil determinar cuándo tiene que actuar o no en estos casos. En ocasiones, parece claro que no tiene ningún sentido que lo haga (p. ej. no se plantea, en la actualidad, castigar a una persona que se entrega sexualmente a otra por dinero; o a una persona que se suicida o que lo intenta sin éxito); en otras, será la prudencia la que aconseje si conviene o no la intervención (p. ej. prohibir, como se hace ahora en muchos ordenamientos jurídicos, o no, la renuncia a las vacaciones laborales).

El suicidio médicamente asistido Pero el principal debate sobre el suicidio asistido que se ha suscitado desde la segunda mitad del siglo XX no se ha planteado en los términos abstractos arriba descritos. Se ha centrado en un supuesto concreto -el de aquellas personas que se encuentran en unas condiciones de salud muy dramáticas e irreversibles- y en una forma de asistencia al suicidio muy determinada: la de los médicos. Veamos cada uno de esos dos aspectos. ¿Cuál es esa condición tan gravosa para la propia existencia que justificaría el recurso al SMA? Se han hecho muchas propuestas. 1. Que la persona padezca una enfermedad terminal, con un pronóstico de vida inferior a seis meses (ese es el único supuesto autorizado en un Estado del mundo, concretamente en Oregón, EEUU); 2. que se trate de una enfermedad terminal o incurable acompañada de grandes dolores (aquí se podrían incluir, por ejemplo, las personas terapléjicas o que sufren de parálisis cerebral); 3. que se trate de una enfermedad o condición incurable que la persona experimente como incompatible con sus valores fundamentales. Las dos últimas son mucho más coherentes si se toma como punto de partida el derecho de la persona a disponer de su vida. Si uno tiene derecho a disponer de su vida, ¿por qué sólo aceptar que se le puedan facilitar los medios para acabar con ella cuando está ya en una fase terminal de su vida y no cuando se encuentre en un estado de salud irreversible, que subjetivamente le resulte difícil de sobrellevar? El problema del suicidio deja de ser un problema básicamente moral y se convierte en jurídico desde el momento en que se pide la autorización para que un tercero nos proporcione los medios para acabar con la vida humana. Para que esos sean eficaces y, en la medida de lo posible, no ocasionen sufrimientos, se requiere el concurso de alguien que pueda tener

este tipo de conocimientos, es decir, de un profesional de la salud. Ahora bien, ¿son los médicos los únicos que pueden llevar a cabo este tipo de asistencia? Evidentemente no. Se puede adquirir un conocimiento adecuado para prescribir medios letales sin necesidad de tener la condición de médico. Ahora bien, ¿tiene sentido formarse para procurar medios de muerte indolora a los que lo soliciten? Pero lo más importante es que, en el momento mismo en que se adjudicara a la clase médica este trabajo, se estaría desfigurando el carácter de la profesión médica tal como se ha definido desde Hipócrates. Medicina viene del latín "mederf que quiere decir "curar". Esa ha sido la finalidad de la medicina hasta el presente. Esa misión, que tiene como objeto un bien fundamental de la persona, se confió en exclusiva a una corporación: la de los médicos. Mediante una alianza entre la sociedad y los médicos, aquélla confiaba en exclusiva a éstos el cuidado de la salud de las personas; los médicos, por su parte, se comprometían a procurar ese bien - l o s cuidados para la salud de las personas- incluso por encima de sus propios intereses. ¿Tiene sentido pedir ahora a los médicos que hagan justo lo contrario de aquello para lo que se formaron y en lo que consiste su ejercicio profesional? Dos argumentos conducen a un rechazo categórico del SMA. En primer lugar, la indisponibilidad de la propia vida, que deslegitima a cualquiera para pedir los medios con los que acabar con su vida; y prohibe a cualquiera suministrar o prescribir esos medios letales. En segundo lugar, el sentido de la profesión médica impide que estos profesionales puedan utilizar sus conocimientos para facilitar los medios con los que acabar con la vida de otro. Con el primer argumento se cierra el paso a cualquier autorización del suicidio asistido. Con el segundo se rechaza el SMA, pero no necesariamente cualquier forma de asistencia al suicidio. Estos dos argumentos no son unánimemente compartidos, o porque se niega que la vida sea un bien indisponible, o porque se rechaza que la profesión médica tenga un contenido que no pueda ser moldeado a petición del paciente. Incluso así, el rechazo al SMA sigue estando muy extendido por razones de tipo prudencial, entre las que destacan las siguientes, que a continuación se especifican. En primer lugar, es generalizada la idea en algunos lugares de que mientras no esté totalmente garantizado el acceso a unos cuidados paliativos, practicados con competencia, no tiene sentido hablar de SMA. Se insiste en que los cuidados paliativos acabarían con muchas peticiones de suicidio asistido, puesto que detrás de las mismas se sostiene bien el temor de quien no quiere pasar por lo que vio en parientes que ya fallecieron, o bien la sensación de pérdida de dignidad o de autoestima cuando la persona se enfrenta a un final sin sentido y lleno de dolor. Precisamente los cuidados paliativos están para mitigar eficazmente el dolor y ayudar a la persona, en la medida de lo posible, a que encuentre sentido a la etapa final de su vida. Por ejemplo, sería muy importante que el enfermo comprobara que no es más que una grave carga para su familia. Para lograrlo, los cuidados paliativos deberían integrarse con servicios sociales que proporcionaran a las familias las ayudas necesarias. En segundo lugar, se plantea una cuestión muy práctica, que conduce a sospechar del SMA: ¿es fácil determinar la voluntad libre e informada de una persona de acabar con su propia vida? Y mucho menos cuando la persona que la manifiesta se encuentra en un estado de debilidad, sufrimiento y quizá incluso de soledad o abandono. Ante esa duda, ¿qué es más razonable: permitir que algunas personas se puedan dar muerte a ellas mismas, por las difíciles circunstancias por las que atraviesan y no porque ellas lo hayan querido libremente

y con plena capacidad; o impedir que algunas personas que querían morir sabiendo perfectamente lo que hacían y por qué lo hacían, lo puedan hacer? Parece que habrá que inclinarse por la segunda opción, ya que alguien que continúa viviendo puede que llegue a encontrar sentido a su vida, mientras que el que se suicida sin que en el fondo lo quisiera, sufre una pérdida absoluta e irreparable. En tercer lugar, se hace referencia a la pendiente resbaladiza. Si empezamos asistiendo al suicidio de los enfermos terminales, es prácticamente inevitable que terminemos atendiendo a cualquier persona que manifieste su deseo de no seguir viviendo. Y en relación con ello, y más grave aún, existe un gran riesgo de incurrir en abusos; en especial sugiriendo a los enfermos, de formas sutiles -pero, al mismo tiempo, eficaces por la debilidad en la que se encuentranque darse muerte a sí mismos es una buena opción. Ese riesgo de incurrir en abusos no es en absoluto descabellado puesto que la cultura dominante tiende a despreciar toda vida que no sea productiva y el sistema sanitario se desenvuelve en un ambiente de escasez de recursos y voluntad de optimizar su asignanción. El utilitarismo social con sus evidentes contradicciones internas no es la mejor política social que sirva a la persona humana en toda su biografía. Es urgente remover las causas profundas que animan al hombre a dejarse seducir por la tentación de saberse dueño absoluto de su vida. El hombre puede conocer que su vida es, a la vez, relativa y absoluta. Relativa, porque está llena de un sentido; absoluta porque es única. Desde esta deducción, el hombre vivirá desde la gratuidad y la donación. Toda la vida social y política vale en la medida que persiga esta verdad y el bien común auténtico que sostiene la dignidad de todo el hombre y de todos los hombres que vienen a este mundo.

Definición 1. Comprensión del término Se entiende por suicidio, como la propia palabra indica: (del latín "suf, de sí mismo, y "caedére", matar), el acto consciente de aniquilación autoinducido; la acción de quitarse la vida de forma voluntaria y premeditada; la total destrucción de la propia vida física; el darse muerte a uno mismo. Según el psicoanálisis, el suicidio es un homicidio contra uno mismo a causa del abandono vivido por los demás. La agresividad que se siente hacia el entorno se dirige hacia uno mismo y por ello se suicida. Los postulados de de este fenómeno:

Sneiman

pueden

ayudar a adentrarnos en

la comprensión

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El suicidio es la búsqueda de solución a un problema que genera sufrimiento.

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Es una manera de cesar la conciencia, no necesariamente la vida.

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El dolor que no controlamos es un riesgo de suicidio para acabar con ese dolor incontrolable.

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Para el suicida, el acto siempre es lógico.

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La emoción del suicidio es la desesperanza y el desamparo.

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Su actitud: la ambivalencia. Vivir y morir a la vez por uno de lo sentimientos que urge con más fuerza.

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El estado cognitivo es la "visión del túnel". Oscuridad en el horizonte

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El suicido es un acto de comunicación interpersonal con "pistas" a modo de señales que ha ido dejando el ejecutor.

2. Expresiones

afines

Intentando delimitar términos hemos de analizar una serie de expresiones en las que aparece el término bien como sustantivo bien como adjetivo. -

Suicidio frustrado: Es la acción de suicidio que no ha conseguido su fin, teniendo el paciente auténtica intención de llegar a él.

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Suicidio consumado: Es el intento que ha tenido éxito bien como expresión de los auténticos deseos suicidas o como una casualidad no deseada dentro del comportamiento suicida.

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Conductas suicidas: Son las encaminadas a conseguir, consciente o inconscientemente, su fin de muerte propia o el aniquilamiento de una de sus partes.

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Intento de suicidio: Daño infringido con diferente grado de intención de morir y de lesiones.

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Ideación suicida: Pauta de afrontar los problemas que tiene cada persona.

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Gesto suicida: Amenaza con hechos sobre una conducta autodestructiva que se llevará a cabo. Suele estar cargada con simbolismos.-

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Amenaza suicida: Lo mismo que el anterior pero con palabras.

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Suicidio colectivo: La conducta autodestructiva la llevan a cabo varias personas a la I vez. En este tipo de suicidios lo normal es que una persona del grupo sea la inductora I y le resto los dependientes.

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Simulación suicida: Es la acción de suicidio que no llega a su fin, por no existir auténtica I intención de llegar a él.

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Riesgo de suicidio: Es la posibilidad de que un paciente atente deliberadamente c o n t w su vida. Dicho riesgo se incrementa si existe alguna de los siguientes supuestos: 1 la idea de minusvalía de la vida, deseo de muerte por considerarla un descanso, 1 amenazas y tentativas suicidas previas.

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Suicidio racional: Una persona que tras una larga enfermedad incapacitante, p o r l ejemplo, llega a la conclusión de que lo mejor que puede hacer es suicidarse.

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Parasuicidio: El para-suicidio o lesión deliberada sería el conjunto de conductas donde el sujeto de forma voluntaria e intencional se produce daño físico, cuya consecuencia es el dolor, desfiguración o daño de alguna función y/o parte de su cuerpo, sin la intención aparente de matarse. Incluimos en esta definición las autolaceraciones (como cortes en las muñecas), los autoenvenenamientos (o sobredosis medicamentosas) y las autoquemaduras.

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Para delimitar la moralidad que implica tal comportamiento es importante ver q u é ! voluntariedad se esconde bajo el mismo fenómeno. Así los moralistas hablan de: a. Voluntariedad directa: cuando uno pone una acción u omisión deliberadamente, cuya I causalidad real tiene como efecto inmediato la propia muerte, bien se quiera ésta I como un fin en sí mismo bien como medio preconcebido para poner fin a otros males I (dolor, soledad, frustración amorosa, familiar o profesional). b. Voluntariedad indirecta: cuando la muerte no se quiere como medio ni como fin, sino I que sólo se prevé como posibilidad a seguir de una acción-actitud-omisión, cuya I causalidad es distinta y no se ordena de por sí a la muerte.

Evolución histórica La actitud de los hombres ante la muerte no ha sido la misma a través de los tiempos; cuando un hombre de hoy habla de su muerte, piensa que, si le fuera dado, escogería una muerte súbita, sin dolor, como un leve sueño. El hombre del medioevo se sentiría aterrado de ello, porque como lo expresa el padre de Hamlet, en la famosa obra de Shakespeare, . moriría "en la flor del pecado"; por eso el hombre de la Edad Media prefería un tiempo de arrepentimiento y de balance de sus deudas con Dios y con los hombres. Es significativo que, en las oraciones medievales, se rezara "líbranos Señor de la muerte repentina".

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Las antiguas civilizaciones sacralizaron la muerte, la domesticaron, queriendo restarle dramatismo e integrarla en un sistema de ritos y creencias que tenían por objeto convertirla en una etapa más del destino, por ello, rechazaban y condenaban el suicidio: el cuerpo del suicida era castigado, arrastrado por el suelo, y no tenía derecho a ser sepultado en la Iglesia... sólo en el caso del soldado vencido que se suicidaba por honor, o de otras formas de suicidio como el duelo.

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En sociedades donde la sacralidad era la cosmovisión vigente, es lógico que el I comportamiento suicida se rechazara, pues el hombre no tenía permitido modificar su destino, I

que estaba en las manos de Dios, tampoco se le reconocía al ser humano el derecho de imponer a la sociedad la presencia intempestiva de la muerte por una decisión personal, una sociedad así, no permitía que el individuo la forzara moralmente ni a ella ni a Dios. El suicidio ha estado ligado a la humanidad y sus costumbres: los mayas, según refiere la historia, veneraban a Ixtab, la diosa del suicidio, y, en el Lejano Oriente, los japoneses se hacían el "harakirí' para lavar la deshonra. Fue a partir del siglo XIX cuando se perdió ese sentido de socialización, inserto en la ritualidad. La sociedad emergente rechazó aquel paradigma medieval. La muerte fue liberada y pasó al dominio privado, el cadáver era velado en la casa, sepultado en familia, y en ese sentido la muerte pasó a depender cada vez más de la voluntad del individuo. De este modo, la sociedad occidental se había desvinculado de la muerte y del suicidio en particular. Tiempo atrás, el suicidio era en occidente algo vergonzoso para la familia; era sinónimo de debilidad, de enfermedad, de conducta inadecuada y por ello pocos o casi nadie lo daban a conocer. Actualmente, las cosas son distintas, ya que este acto se ve como un síntoma de enfermedad y se acepta, también se denuncia lo que ha aumentado las cifras de manera alarmante. Es un problema en el que parece haber consenso entre sociólogos, psicólogos, psiquiatras, antropólogos y demógrafos, cuando lo consideran como un rasgo de la modernidad, uno de los males del siglo.

Dimensiones del problema "Lo único que pido a esta generación es que esté a la altura de su desesperanza". "El único problema serio, que tiene el hombre actual, es el problema del suicidio". Estas palabras de A. Camus parecen haber sido proféticas. A nivel mundial, las cifras de autolesiones se estiman entre un 3-5 % de la población mayor de 16 años, incluidos los suicidios consumados. La cifra anual en la Unión Europea es de 800-1.000 casos por cada 100.000 habitantes/año. Del 15-30 % de los pacientes que se autolesionan repiten la conducta antes del año, y entre el 1-2 % se suicidarán entre los 5 y 10 años de la tentativa. Diariamente se producen en el mundo de 8.000 a 10.000 intentos de suicidio, de los cuales unos 1.000 lo consiguen. Según la OMS, el suicidio sería la décima causa de muerte en los países civilizados. La frialdad de las cifras revela que, en la sociedad, sobre todo en los países desarrollados, hay un elevado índice de insatisfacción e infelicidad.

Causas del suicidio Las conductas suicidas pueden acompañar a muchos trastornos emocionales como la depresión, la esquizofrenia y el trastorno bipolar. Más del 90% de todos los suicidios se relacionan con trastornos emocionales u otras enfermedades siquiátricas. Las conductas suicidas a menudo ocurren como respuesta a una situación que la persona ve como abrumadora, tales como el aislamiento social, la muerte de un ser querido, un trauma emocional, enfermedades físicas graves, el envejecimiento, el desempleo o los problemas económicos, los sentimientos de culpa, y la dependencia de las drogas o el alcohol.

Sistematizando podríamos hablar de: 1. Trastornos

psiquiátricos

En más del 90 % de los casos existe enfermedad psiquiátrica concomitante. Por orden de frecuencia tenemos: -

Trastornos del estado anímico: El riesgo de por vida es de un 15-20 %, siendo mayor en la depresión mayor y los cuadros de psicosis maniaco-depresiva (alternancia de periodos de depresión con otros de gran vitalidad, hiperactividad psíquica y motora, y ánimo exaltado). Es menos frecuente en la primera etapa de quejas afectivas.

-

Abuso de sustancias psicoactivas: Se denominan así porque producen, engañosamente, una sensación psíquica muy agradable. Concretamente en el alcoholismo - e l segundo diagnóstico psiquiátrico más frecuente- la tasa de suicidios es del 15%. La incidencia es algo menor en otras toxicomanías (10 %), como el consumo de opiáceos y cocaína.

-

Esquizofrenia: Enfermedad mental caracterizada por una alteración profunda del pensamiento, la afectividad y una percepción desorganizada y alterada de la realidad. Existe un riesgo de un 15 %. Se asocia a la actividad alucinatoria (oyen voces que no son reales y que les impulsan al suicidio) y a la depresión Se da más en jóvenes, en los primeros cuatro años de evolución de la enfermedad y asociado a las repetidas agudizaciones de la misma.

-

Trastornos de la personalidad: Como la personalidad borderline, que se I caracteriza por disminución del coeficiente intelectual, depresión y abuso d e l drogas o alcohol.

-

Síndromes mentales orgánicos (10 % del número total): Donde se incluyen la demencia I y la enfermedad de Parkinson, fundamentalmente.

2. Factores

sociales

-

Estado civil: Solteros, viudos, separados y divorciados.

-

Soledad: Vivir solo, pérdida o fracaso de una relación amorosa en el último año.

-

Lugar de residencia: Más en el medio urbano.

-

Pérdida del rol o status social, marginalidad reciente.

-

Desempleo o trabajo no cualificado.

-

Problemática social, familiar o laboral grave.

-

Ateos.

3. Factores

sanitarios

Aproximadamente en el 50 % de los intentos se aprecia enfermedad física, I destacando el dolor crónico, las enfermedades crónicas o terminales (cáncer, SIDA: 4% I del total), y las intervenciones quirúrgicas "o diagnóstico reciente de lesiones invalidantes I y deformantes.

4. Historia de intentos y amenazas Entre el 25 y el 50 % de los actos consumados tienen historia conocida de intentos previos. Existe una tendencia a repetir los mismos gestos suicidas.

5. Edad y sexo Son grupos de alto riesgo los adolescentes y ancianos. Hasta hace poco se podía decir que la mayor proporción de suicidios consumados era a partir de los 65 años. Ahora, la tasa de suicidio juvenil se ha incrementado considerablemente entre los 15 y 25 años. El desencadenante más frecuente de tentativa de suicido es el fracaso en la relación amorosa. En el varón la frecuencia aumenta con la edad, con una incidencia máxima a los 75 años. Consuman el suicidio 2-3 veces más que las mujeres. En las mujeres la edad de mayor incidencia está entre los 55 y 65 años. Intentan suicidarse 2-3 veces más que los hombres.

Depresión y suicidio Entre todos los factores del suicidio, mención a parte merece el problema de la depresión. La mayoría de los suicidios tienen lugar durante una crisis depresiva. El suicida siente un dolor emocional que se le hace insoportable, se siente desesperado, piensa que nada cambiará en el futuro, que no puede contar con nadie que le dé su apoyo y no ve más salida a su sufrimiento que la muerte. Sin embargo, estas personas no quieren dejar de vivir; lo que verdaderamente quieren es dejar de sufrir, pero su estado mental depresivo les impide pensar en otras soluciones, estando su pensamiento centrado en los aspectos negativos de su vida, sin ser capaces de tener en cuenta los positivos. Esta memoria selectiva es un síntoma de la depresión, no de quienes son ellos. El suicidio no se elige; sucede cuando el dolor es mayor que los recursos para afrontarlo. A lo largo de la vida se aprenden diversas formas de solucionar los problemas. Algunas personas tienen más recursos de afrontamiento que otras. Pero es algo que siempre se puede aprender durante una psicoterapia. La depresión se puede tratar por medio de psicoterapia y medicación antidepresiva. Los problemas se pueden resolver aprendiendo las diversas formas de hacerlo. 1.

Síntomas de la depresión

Hay tres síntomas de la depresión relacionados con el suicidio: -

Insomnio,

-

abandono del cuidado personal,

-

deterioro cognitivo.

Otros síntomas que ofrece el cuadro depresivo: s -

Tristeza persistente. Puede romper a llorar sin saber por qué. Desesperación, impotencia, sensación de falta de valía (puede hacer comentarios negativos acerca de sí mismo).

-

Pesimismo y/o culpa.

-

Fatiga o pérdida de interés en actividades ordinarias, incluido el sexo.

-

Falta de entusiasmo.

-

Alteración en los patrones de sueño y alimentación.

-

Irritabilidad. Se enfada fácilmente por pequeñas cosas que antes no le molestaban.

-

Ansiedad y ataques de pánico.

-

Dificultad para concentrarse, recordar o tomar decisiones.

-

Pensamientos, planes o intentos de suicidio.

-

Síntomas físicos persistentes o dolor que no responde a ningún tratamiento.

-

Aislamiento.

-

Incapacidad o falta de interés en comunicarse.

2. Pistas

denunciantes

Estos signos, que pueden ser conscientes o inconscientes, son muchas veces un grito de ayuda de una persona que no es capaz de expresar lo mal que se está sintiendo. La presencia de estos signos no indica necesariamente que quiere suicidarse, pero conviene estar atentos a datos como los siguientes: -

Decir cosas como: "todo el mundo estaría mejor sin mí"; "no importa; no estaré aquí mucho tiempo más"; "lo sentirás cuando esté muerto". Estas frases hay que tenerlas muy en cuenta y no considerarlas sólo palabras.

-

Preocupación por la muerte: hablar o escribir sobre ella.

-

Hacer testamento, arreglar papeles, regalar cosas.

-

Estar de repente contento y relajado tras haber estado muy deprimido durante un tiempo. A veces, cuando una persona ha tomado la decisión de suicidarse, puede sentirse mejor porque ya nada le preocupa.

-

Visitar a amigos y familiares (se trataría de una despedida).

-

Haber tenido muchos accidentes recientemente.

-

Implicarse en conductas de riesgo, como exceso de velocidad.

-

Acumular fármacos.

-

Hablar sobre el suicidio, incluso bromeando.

Cuanto mayor es la depresión mayor es el riesgo de suicidio.

3. Posibles

ayudas

Si hemos detectado estos indicios lo primero que tenemos que hacer es preguntárselo a la persona implicada. No puede pensarse que por preguntar a alguien si ha pensado en suicidarse se le va a "dar la idea" de hacerlo. Eso no es cierto. Hay que tener en cuenta que son pensamientos y sentimientos que se viven en un gran aislamiento y de los que la mayoría

de las personas no se atreven a hablar debido al tabú que existe a su alrededor. El enfermo agradecerá siempre que se le dé esa oportunidad y se le permita hablar libremente y tener a alguien que le escuche puede ayudarle mucho. ¿Qué hacer cuando alguien dice que quiere suicidarse? He aquí algunas pautas: -

Hay que averiguar si existe un riesgo inmediato de suicidio: pregúntale si tiene intención de hacerlo o sólo lo ha pensado, si tiene un plan y cuándo lo llevaría a cabo (inmediatamente, en unos días, en unas semanas). La mayoría de las veces no hay un riesgo inminente de suicidio, pero si es así, no se dude en llamar a la policía.

-

No dejarlo nunca solo.

-

Escuchar atentamente lo que tenga que decir sin juzgarlo.

-

No tratar de minimizar sus problemas e intentar ponerse en su lugar y entender lo que siente. Lo importante no es si lo que dice es realista, sino cuáles son sus sentimientos. Para esta persona sus problemas son tan graves como para preferir la muerte antes que seguir soportándolos.

-

No hacer que se sienta culpable diciendo, por ejemplo, que hará un daño enorme a su familia.

-

No desestimar sus sentimientos. No decirle cosas como: "olvídate de eso".

-

Mostrarle cariño; permitirle exprese sus sentimientos; deja que llore o se enfade.

-

Decirle que lo que le sucede tiene tratamiento, que se le va a ayudar todo lo posible y que puede contar con nuestro apoyo.

-

Sacar de su casa cualquier cosa que pudiera usar para hacerse daño, como, por ejemplo, pastillas.

-

Ayudarle a encontrar un psicólogo o psiquiatra.

-

Decirle que no pierde nada con intentarlo, que para suicidarse siempre hay tiempo (a veces es más fácil conseguir que posponga el suicidio que lograr que abandone esas ideas).

-

Comentarle que los pensamientos y deseos de suicidio siempre son temporales.

-

Tener en cuenta que una persona con deseos de suicidio debe ver a un especialista inmediatamente.

4.

A modo de consejos

a. La mayoría de los suicidios ocurren durante los primeros tres episodios depresivos. Después, estas personas suelen darse cuenta de que los pensamientos suicidas son siempre transitorios. Cuando aprenden, por su propia experiencia, que cualquiera de estos episodios acaba pasando, la probabilidad de llegar a suicidarse disminuye. b. Tomar conciencia de que el posible suicida por depresión no tiene la culpa de sentirse así. Si pudiera animarse lo haría. Tener presente que-lo que tiene es una depresión, y eso es algo que se puede tratar.

c. Evita las drogas y el alcohol. La mayoría de las muertes por suicidio son debidas a un impulso repentino. Las drogas y el alcohol contribuyen a que se produzcan dichos impulsos. d. Incluso si ya se ha recibido tratamiento, recordar que hay distintos tipos de terapia. A veces hacen falta varios intentos hasta encontrar el tratamiento adecuado para cada persona. e. El hecho de que no se pueda pensar en otra solución que no sea el suicidio no significa que no exista. La depresión está alterando la capacidad para pensar. Amigos, familiares y terapeutas pueden ayudar a encontrarla. Por ello, pueden resultar útiles algunos de estos consejos formulados en tono interpelante: -

Haz una lista con las cinco personas a las que podrías recurrir.

-

Prométete a ti mismo que si piensas en suicidarte dejarás de lado momentáneamente esas ideas y llamarás a la primera persona de la lista y que si esa persona no te toma en serio o no te da el apoyo que necesitas llamarás a otra.

-

Busca un psicólogo o psiquiatra y pide cita inmediatamente.

-

Escribe tus síntomas depresivos y tus pensamientos suicidas.

-

Escribe acerca de tus metas, tus esperanzas y deseos para el futuro y sobre las personas que valoras en tu vida. Léelo cada vez que necesites recordar por qué tu | vida es importante.

-

Habla con las personas que son importantes para ti y cuéntales lo que te pasa, de forma que puedan estar preparados si aparece una crisis suicida.

-

Reconoce los síntomas que pueden llevarte a una crisis suicida. Indican que es momento para mimarte y cuidarte, no para enfadarte contigo mismo.

El suicidio femenino Según un estudio que ha difundido la agencia EFE, el suicidio es la primera causa de la muerte femenina entre los 30 y los 34 años. Cada acto de violencia de género concluye casi cada día bien co/i el asesinato de ella o bien con el suicidio de él. Al revés no se conoce nada por el estilo. Las mujeres, aunque en proporción menor, también matan a sus parejas, pero a ellas prácticamente nunca se les ocurre darse muerte tras cometer el parricidio. Por unas cosas u otras, las mujeres de las que se dice que padecen más enfermedades crónicas que los hombres, se aterran con más intensidad y duración a la vida. La vida es naturalmente más femenina que masculina y su maternidad induce a pensar así. Entre los 30 y los 34 años apenas transcurre un período significativo pero el estudio lo considera crucial en la vida psicológica de las actuales mujeres. Sometidas a la incompatible presión del hogar y el trabajo, la búsqueda de su identidad profesional, los primeros conflictos graves en la relación de amor, más la crisis general de la treintena. No puede descartarse que la investigación exagere o se equivoque, pero al llamar la atención hacía imposible que no fuera publicada. Lo sensacional desplaza a cualquier contrincante en los medios de comunicación. En este caso, el supuesto no permite grandes conclusiones ni amplias extrapolaciones. La muestra se refiere a 1.300 pacientes femeninas encuestadas por el doctor Julio Zarco en las consultas de Atención Primaria; el sector social investigado, mayoritariamente de clase baja y emigrantes, no es representativo de la población femenina española global. Pero, aún así, el dato sirve como una luz centinela porque el suicidio posee una elocuencia atronante y siempre dice más en las sílabas de una mujer.

Suicidio adolescente 1. Los datos Según los datos que ofrecen las estadísticas, el suicidio es la tercera causa principal de muerte en jóvenes de 15 a 24 años de edad, y la tercera causa principal de muerte en niños de 10 a 14 años de edad. Según el Instituto Nacional de la Salud Mental (National Institute of Mental Health, NIMH), los resultados de la investigación científica establecen lo siguiente: -

Se estima que hay de ocho a 25 intentos de suicidio por cada suicidio concretado, y la proporción es aún mayor entre los jóvenes.

-

Los principales factores de riesgo para el intento de suicidio en los jóvenes son la depresión, el abuso de sustancias y los comportamientos agresivos o perturbadores.

Los Centros para la Prevención y el Control de las Enfermedades (Centers for Disease Control and Prevention, su sigla en inglés es CDC) informan lo siguiente: -

Los hombres tienen una probabilidad cuatro veces mayor de morir a causa de suicidio que las mujeres.

-

Sin embargo, las que los hombres.

-

Las armas de fuego se utilizan en más que la mitad de los suicidios de la juventud.

mujeres tienen

mayor probabilidad de intentar el suicidio

2. ¿Cuáles son las causas del intento de suicidio en los adolescentes? La adolescencia es un período del desarrollo de mucho estrés lleno de cambios muy j importantes: cambios en el cuerpo, cambios en las ideas y cambios en los sentimientos. El intenso estrés, confusión, miedo e ¡ncertidumbre, así como la presión por el éxito, y la capacidad de pensar acerca de las cosas desde un nuevo punto de vista influye en las capacidades del adolescente para resolver problemas y tomar decisiones. Para algunos adolescentes, los cambios normales del desarrollo, a veces acompañados por otros hechos o cambios en la familia como el divorcio o la mudanza a una nueva comunidad, cambios de amistades, dificultades en la escuela u otras pérdidas, pueden causar gran perturbación y resultar abrumadoras. Los problemas pueden apreciarse como demasiado violentos o difíciles de sobrellevar. Para algunos, el suicidio puede parecer una solución. Del 12 al 25 j por ciento de los niños mayores y adolescentes experimentan algún tipo de idea acerca del suicidio (pensamiento suicida) en algún momento. Cuando los sentimientos o pensamientos se vuelven más persistentes y vienen acompañados de cambios en el comportamiento o planes específicos de suicidio, el riesgo de un intento de suicidio se incrementa.

3. ¿Cuáles son los factores de riesgo del suicidio? Los factores de riesgo del suicidio varían de acuerdo a la edad, el sexo y las influencias culturales y sociales, y pueden modificarse a lo largo del tiempo. Por lo general, los factores de riesgo del suicidio se presentan combinados. A continuación, se incluyen algunos de los factores de riesgo que pueden presentarse: -

Uno o más trastornos mentales diagnosticables o trastornos de abuso de sustancias.

-

Comportamientos impulsivos.

-

Acontecimientos de la vida no deseados o pérdidas recientes (por ejemplo, el divorcio de los padres).

-

Antecedentes familiares de trastornos mentales o abuso de sustancias.

-

Antecedentes familiares de suicidio.

-

Violencia familiar, incluido el abuso físico, sexual o verbal/emocional.

-

Intento de suicidio previo.

-

Presencia de armas de fuego en el hogar.

-

Encarcelación.

-

Exposición a comportamientos suicidas de otras personas, incluida la familia, los amigos, en las noticias o en historias de ficción.

4. Indicadores de sentimientos,

pensamientos o comportamientos suicidas

Muchas de las señales de aviso de posibles sentimientos suicidas son también síntomas de depresión. La observación de los siguientes comportamientos ayuda a identificar a las personas que pueden encontrarse bajo el riesgo de intento de suicidio: -

Cambios en los hábitos alimenticios y del sueño.

-

Pérdida de interés en las actividades habituales.

-

Retraimiento respecto de los amigos y miembros de la familia.

-

Manifestaciones de emociones contenidas y alejamiento o huida.

-

Uso de alcohol y de drogas.

-

Descuido del aspecto personal.

-

Situaciones de riesgo innecesarias.

-

Preocupación acerca de la muerte.

-

Aumento de molestias físicas frecuentemente asociadas a conflictos emocionales, como dolores de estómago, de cabeza y fatiga.

-

Pérdida de interés por la escuela o el trabajo escolar.

-

Sensación de aburrimiento.

-

Dificultad para concentrarse.

-

Deseos de morir.

-

Falta de respuesta a los elogios.

-

Aviso de planes o intentos de suicidarse, incluidos los siguientes comportamientos:

-

Verbaliza: "Quiero matarme" o "Voy a suicidarme".

-

Da señales verbales como "No seré un problema por mucho tiempo más" o "Si me pasa algo, quiero que sepan que

-

Regala sus objetos favoritos; tira sus pertenencias importantes.

-

Se pone alegre repentinamente luego de un período de depresión.

-

Puede expresar pensamientos extraños.

-

Escribe una o varías notas de suicidio.

Las amenazas de suicidio significan desesperación y un pedido de auxilio. Siempre se deben tener en cuenta muy seriamente los sentimientos, pensamientos, comportamientos o planes de suicidio. Todo niño o adolescente que expresa ¡deas de suicidio debe ser sometido a una evaluación inmediatamente. Las señales de aviso de sentimientos, pensamientos o comportamientos suicidas pueden parecerse a las de otras condiciones médicas o problemas psiquiátricos. Siempre se ha de consultar con el médico para el adecuado diagnóstico.

5.

Tratamiento

El tratamiento específico para los sentimientos y comportamientos suicidas será determinado por el médico del adolescente basándose en lo siguiente: -

La edad del adolescente, su estado general de salud y su historia médica.

-

La detección del avance de los síntomas del adolescente.

-

La seriedad del intento.

-

La tolerancia del adolescente a determinados 'medicamentos, o terapias.

procedimientos

-

Sus expectativas con respecto del riesgo futuro de suicidio.

-

Su opinión o preferencia.

Todo adolescente que haya intentado suicidarse requiere de una evaluación física inicial y tratamiento hasta recuperar la estabilidad física. El tratamiento de la salud mental para los sentimientos, ideas o comportamientos suicidas comienza con una evaluación minuciosa de los acontecimientos de la vida del adolescente ocurridos durante los dos o tres días previos al comportamiento suicida. Una evaluación integral del adolescente y de la familia contribuye a la toma de decisiones con respecto de las necesidades de tratamiento. Las recomendaciones de tratamiento pueden incluir, entre otras, la terapia individual para el adolescente, terapia de familia y, cuando sea necesario, la internación para brindarle al adolescente un entorno supervisado y seguro. Los padres tienen un rol vital de apoyo en cualquier proceso de tratamiento.

6.

Prevención del suicidio

El reconocimiento y la intervención temprana de los trastornos mentales y de abuso de sustancias es la forma más eficaz de prevenir el suicidio y el comportamiento suicida. Varios estudios han demostrado que los programas de prevención del suicidio con más probabilidad de éxito son aquéllos orientados a la identificación y el tratamiento de las enfermedades mentales y el abuso de sustancias, el control de los efectos del estrés y de los comportamientos agresivos. De acuerdo con la Fundación estadounidense para la prevención del suicidio (American Foundation for Suicide Prevention, AFSP), para poder prevenir el intento de suicidio en los adolescentes es importante aprender cuáles son las señales de advertencia. Mantener una comunicación abierta con el adolescente y sus amigos brinda una oportunidad para ayudar cuando sea necesario. Si un adolescente habla sobre suicidio, debe recibir una evaluación inmediata. Señales de advertencia de depresión en adolescentes: -

sentimientos de tristeza o desesperanza,

-

disminución del rendimiento escolar,

-

pérdida del placer/interés en actividades sociales y deportivas,

-

dormir muy poco o demasiado,

-

cambios en el peso o el apetito,

-

nerviosismo, inquietud o irritabilidad,

-

abuso de drogas.

Medidas que los padres pueden tomar: -

Guardar las armas de fuego y los medicamentos fuera del alcance de los niños y adolescencia.

-

Proporcionar ayuda a su hijo (de un profesional médico o de la salud mental).

-

Apoyar a su hijo (escuchar, evitar la crítica excesiva, permanecer conectado).

-

Mantenerse informado (biblioteca, grupo de apoyo local, Internet).

\

j

j j

Medidas que los adolescentes pueden tomar: -

Tomar con seriedad de su amigo.

el

comportamiento y las conversaciones

sobre suicidio

-

Animar a su amigo a buscar ayuda profesional, y acompañarlo, si fuera necesario.

-

Hablar con un adulto de su confianza. No intentar ayudar él solo a su amigo.

Conclusión La vida avanza inexorablemente como el agua de un río arrastrando al ser humano con su corriente. El hombre con su equilibrio ha de ser capaz de afrontar las circunstancias adversas que le salen al paso. La vida no es más o menos justa, más o menos injusta, mala o buena, podríamos decir que la vida tan solo ES. La vida es posible que les parezca dura o implacable a los fracasados, a los débiles o a los deprimidos, quienes, en vez de afrontar los obstáculos, se sientan a lamentar su fracaso. Una y otra vez repiten los mismos errores sin llegar a pensar cómo evitarlos, por lo que el círculo se cierra sobre ellos fracasando de nuevo. Es inútil maldecir a la suerte; para luchar se necesita saber cómo es el adversario, si no se hace ya se ha perdido la batalla de antemano. Si se es fuerte y se está equilibrado, se tiene mucho ganado y adaptarse a las circunstancias es coser y cantar. Cuando el interior alcanza el equilibrio es difícil que llegado el fracaso nos afecte, porque nos encontraremos ante un adversario al que conocemos y contra el que podremos combatir todavía si cabe más fuerte.

ANEXO Emile Durkheim y el suicidio En un estudio sobre el suicidio no puede obviarse, por el influjo que ha tenido en todo el conocimiento de este tema, la obra del sociólogo alemán Emile Durkheim: El suicidio (1897). A continuación se recogen sus principales tesis y enunciados siguiendo la estructura del libro.

1. Libro primero. Los factores extrasociales. Capítulo I. El suicidio y los factores psicopáticos. En este capítulo E. Durkheim se ocupa de analizar si factores ajenos a la sociedad, como pueden ser la raza, la temperatura o el clima, pueden afectar al porcentaje de suicidios. A continuación se plantea, debido a las similitudes del suicidio con la locura, si el primero puede ser una clase de enajenación mental. Durkheim dice que si el suicida fuera un loco se trataría de una locura parcial y delimitada, es decir, una monomanía. Los suicidios vesánicos, tomando como referencia las reglas de Jousset y Moureau de Tours, se clasifican en: -

Suicidio maniático: Producido como consecuencia de alucinaciones o de concepciones delirantes. Deriva de la enfermedad de la manía.

-

Suicidio melancólico: La idea del suicidio nace de estados de extrema depresión e n l los que el individuo deja de apreciar los vínculos que le unen con la vida.

-

Suicidio obsesivo: En este caso la idea del suicidio es similar a un instinto, la ¡dea fija de la muerte se va apoderando del individuo.

-

Suicidio impulsivo o automático: Carece de razón tanto en la realidad como en la imaginación del enfermo, surge la idea sin fundamento y progresivamente se va ] apoderando de la voluntad, en un tiempo más o menos largo y bruscamente puede ] provocar la ejecución.

Tras esta clasificación Durkheim descarta que estos tipos engloben todos los suicidios, por lo tanto queda también descartado la hipótesis de que el suicidio nazca de la locura ya sea ésta transitoria o duradera. Un porcentaje alto de suicidios son deliberadamente preparados y, además, no son fruto de alucinaciones. A continuación analiza un estado intermedio, la neurastenia, que se caracteriza por ser: un estado en el que los individuos presentan un umbral para los sentimientos más bajo de lo normal. Tras un estudio en los sexos, los cultos y la edad de los países, Durkheim llega a la conclusión de que la neurastenia tampoco afecta al porcentaje global de suicidios y por lo tanto no es relevante para nuestro estudio.

Capítulo II. El suicidio y los estados psicológicos normales. La raza

|

Lo primero es definir la raza. En la búsqueda de una definición Durkheim cae en la cuenta de que no es posible definirla obviando los tipos hereditarios. Tomando la división de las tres razas que hace Morselli, se observa una gran diversidad en la aptitud para el suicidio en los eslavos, los celtarromanos y las naciones germanas. Sólo los alemanes tienen una fuerte propensión que se pierde cuando salen de Alemania. Finalmente llega a la conclusión de que la raza no puede ser un factor del suicidio, si no es éste esencialmente hereditario, hipótesis que descarta debido a la insuficiencia de pruebas.

Capítulo III. El suicidio y los factores cósmicos El estudio de la influencia del clima nos lleva a la conclusión de que éste nada tiene que ver con el porcentaje de suicidios, lo que lleva al autor a estudiar si la temperatura tiene algún efecto. Los distintos estudios muestran que la época del año en la que más suicidios se cometen es en el semestre que va de Marzo a Agosto siendo siempre el número de suicidios inferior en el siguiente periodo. Morselli llega a la conclusión de que la temperatura fomenta la actividad tanto social como cerebral y es en estos estados de mayor agitación cuando se da un mayor número de muertes voluntarias; de aquí que considere que suicidio y temperatura estén perfectamente relacionados. Durkheim rechaza esta hipótesis. Durkheim demuestra también que, independientemente de la temperatura y en cualquier estación del año, la mayor parte de los suicidios tiene lugar de día, los suicidios llevados a

cabo por la mañana y por la tarde suponen los cuatro quintos del total, siendo los de por la mañana los tres quintos. Finalmente llega también a la conclusión que no es precisamente el medio físico el que estimula de manera directa el suicidio, depende sobretodo de los factores sociales, lo que se determinará en el libro segundo.

Capítulo IV. La imitación Se considera la imitación como el último factor psicológico a tratar antes de poder pasar a hablar sobre las causas sociales del suicidio. Solo podemos considerar la imitación propiamente dicha cuando un acto tiene como antecedente inmediato la representación de otro acto semejante, anteriormente realizado por otro, sin que, entre esta representación y la ejecución, se intercale ninguna operación intelectual, explícita o implícita, que se relacione con los caracteres intrínsecos de los actos reproducidos. Ésta es la definición que se debe emplear cuando se trata a la imitación como influencia en el suicidio. Durkheim opina que no hay duda de que el suicidio se comunica por contagio, y relata numerosos casos en los que en lugares donde una persona se ha suicidado, después otras de su alrededor lo han hecho también, pero es frecuente atribuir a la imitación cierto número de hechos que pueden tener otro origen, ésta es la causa de los que se han tomado a veces pos suicidios obsesiónales.

2. Libro segundo. Causas sociales y tipos sociales Capítulo I. Método para determinarlos En el libro anterior se ha determinado que para cada grupo social existe una tendencia específica al suicidio, que nos basta para explicar la constitución orgánico-sociológica de los individuos y la naturaleza del medio físico. Sólo puede haber tipos de suicidios distintos cuando sean diferentes las causas de las que suceden, ya que no podemos estudiar los suicidios por sus diferentes formas o caracteres morfológicos, porque no se dispone de casi nada de la información necesaria. En base a esto podemos constituir los tipos sociales de suicidio clasificándolos, no directamente y según sus caracteres, sino comprobando las causas que los producen. Ésta será a primera vista una clasificación etiológica, así penetramos mucho mejoren la naturaleza de un fenómeno, ya que conocemos sus causas. A través de este método se puede establecer la naturaleza de los suicidios y su número, pero no sus caracteres distintivos.

Capítulo II. El suicidio egoísta Durkheim en este apartado deduce las siguientes conclusiones; por un lado, vemos cómo el suicidio progresa con la ciencia; y por otro lado vemos cómo cuanto más numerosos y fuertes son los estados colectivos, más fuertemente integrada está la comunidad religiosa y más virtud preservativa tiene. Lo importante no son los dogmas y los ritos, sino que sirvan por

su naturaleza para alimentar una vida colectiva de una suficiente intensidad. Porque la iglesia •. protestante no tiene el mismo grado de consistencia que las otras, es por lo que no ejerce sobre el suicidio la misma acción moderadora.

Capítulo III. El suicidio altruista Como hemos llamado egoísta al estado en que se encuentra el yo cuando vive su vida personal y no obedece más que a sí mismo, la palabra altruismo expresa bastante bien el estado contrario, aquél en el que el yo no se pertenece, en que se confunde con otra cosa que no es él, en que el polo de su conducta está situado fuera de él, en uno de los grupos de que forma parte. Esta variedad de suicidio altruista la podemos denominar suicidio altruista obligatorio. También puede darse el suicidio por no tener ningún apego a la vida, y a la menor indicación renuncian a ella. Estos podremos llamarles suicidios altruistas facultativos. Por último hablaremos el suicidio místico.

del

suicidio

altruista

agudo,

cuyo

perfecto

modelo es ]

Estas diferentes formas contrastan del modo más notable con el suicidio egoísta, el uno está ligado a esa moral ruda que estima en nada lo que sólo interesa al individuo; el otro es solitario de esta ética refinada que pone tan alta la personalidad humana que ésta ya no puede subordinarse a nada. Hay, pues, entre ellas toda una distancia que separa a los pueblos primitivos de las naciones más cultas. Ahora bien, aun en las sociedades más cultas todavía existe un medio especial donde el suicidio altruista está en estado crónico: el ejército. En todos los países europeos se ha observado que la aptitud de los militares para el suicidio es muy superior a la de la población civil de la misma edad.

Capítulo IV. El suicidio anémico La anomia es, en las sociedades modernas, un factor regular y específico de suicidio; el suicidio anómico proviene de que la actividad de estas personas está desorganizada y ésa es la razón de su sufrimiento. Comparando este tipo de suicidio con el suicidio egoísta podemos decir que aunque guardan cierta relación ocupan parcelas sociales diferentes: el primero se ocupa del mundo empresarial mientras que el segundo se centra en carreras intelectuales. Hay otros tipos de anomia como la que se da en el enviudamiento y en los divorcios. M. Bertillon establece que el número de suicidios varía con el de divorcios en toda Europa. Tras descartar varias hipótesis Durkheim establece que sólo queda una causa posible que lo explique y es que la institución misma del divorcio por la acción que ejerce sobre el matrimonio predisponga al suicidio.

Capítulo V. Formas individuales de los diferentes tipos de suicidio En este capítulo se va a intentar realizar una división etiológica de los suicidios. Cada suicida da a su acto una huella personal, que expresa su temperamento, las condiciones

especiales en las que se encuentra y que, por consecuencia, no puede explicarse por las causas sociales y generales del fenómeno, pero éstas, a su vez, deben tener una marca colectiva que es la que se pretende averiguar. Existe una primera forma de suicidio, que se distingue por un estado de languidez melancólica, que hace que el individuo se encierre en sí mismo haciéndose insensible a lo que le rodea. Existe también una forma vulgar que se da cuando el individuo se impone como única tarea satisfacer sus necesidades y si se le impide este fin último la existencia deja de tener sentido, éste es el suicidio epicúreo. Bajo el prisma común del suicidio altruista, caracterizado por ser un suicidio activo, encontramos el suicidio obligatorio en el que el sujeto se mata porque su conciencia se lo ordena. Hay otra clase de suicidios que se diferencias de los anteriores porque están marcados por un carácter pasional, no es el entusiasmo, la conciencia o la fe religiosa, sino la cólera y lo que acompaña a la decepción Existe también el tipo de suicidio que efectúan los incomprendidos, que se da sobre todo en épocas donde no hay una clasificación reconocida. Otro tipo de suicidio que trata Durkheim, es el suicidio estoico. Éste profesa una absoluta independencia para todo lo que traspasa el recinto de la personalidad individual, y, al mismo tiempo, se coloca en estado de estrecha dependencia frente a la razón universal y le reduce a no ser más que el instrumento por el que ella se realiza. Las causas sociales de las que dependen los suicidios difieren de las que determinan la manera de ejecutarse, por lo que no se puede establecer ninguna relación entre los tipos de suicidio y el modo de ejecutarlo.

3. Libro tercero: El suicidio como fenómeno social en general Capítulo I. El elemento social del suicidio El autor establece que cada sociedad tiene una aptitud para el suicidio y que es ésta misma la que influye en mayor o menor grado en los individuos. Los actos individuales son una prolongación del estado social. En todas las sociedades, dice el autor, se encuentra un número invariable de muertes voluntarias que se manifiesta en los tipos de suicidio explicados y que no varía hasta que cambia el estado de la sociedad. Admite que podría entenderse que ha de haber una predisposición individual pero explica que ésta es, a su vez, fruto del medio social en el que viven, que se asimila dentro de las conciencias individuales.

Capítulo II. Relaciones del suicidio con otros fenómenos sociales En este capítulo el autor se ocupa de si el suicidio es un factor moral o inmoral. Tras una exposición histórica manifiesta que el fenómeno es y ha sido objeto de reprobación debido a su anormalidad dentro de las circunstancias normales de la vida social.

A continuación, realiza una comparación entre el suicidio y otras formas de inmoralidad deteniéndose especialmente en el homicidio y estudiando dos cuestiones diferentes: si son idénticas las condiciones psicológicas y si hay antagonismo entre las formas sociales de las que dependen. La respuesta que da a la primera pregunta es negativa ya que analiza factores como el sexo, la temperatura y la edad, y éstos no actúan del mismo modo en ambos fenómenos. La respuesta que se da a la segunda cuestión es más complicada: hay casos en i los que el antagonismo no se presenta y otros en los que sí, esto se debe a que como ya ha admitido existen distintos tipos de suicidio.

Capítulo III. Consecuencias prácticas Las soluciones que se pueden dar a este problema práctico dependen de si se considera a éste un factor normal o anormal de la convivencia ciudadana. Durkheim aporta un soporte muy necesario en la estructura profesional, proponiendo su inclusión en el mundo del Estado y no únicamente en el mundo privado como se hace en las sociedades modernas. Finalmente, y a modo de conclusión, explica que el incremento de suicidios en el tiempo actual es fruto de la miseria moral que reina en la sociedad. Reclama una reforma de la estructura social con la desaparición de los grupos intermedios entre el individuo y el Estado. Determina que para predecir la evolución del suicidio es necesario un estudio detallado del régimen corporativo.

P A R T E II

HUMANIZAR ES MORIR Tratando con la muerte antes de morir

La actitud de la cultura actual ante la muerte tiene connotaciones distintas de otros tiempos. Una especie de negación defensiva parece pretener imponerse para "evacuar la muerte" y hacerla desaparecer de la vista de todos, llevando a experimentar una especie de vergüenza de la muerte y a hacer como si no existiera, encerrándola, por ejemplo en el hospital. Y así, llena de tubos, corre el peligro de convertirse hoy en una imagen terrifícante y macabra. Por otra parte, el espectáculo que los medios de comunicación nos dan con la exhibición de abundantes imágenes de muertes violentas, más que de muertes domésticas, como las de otros tiempos (la muerte en casa), parece responder a un tratamiento que podríamos llamar "pornográfico" de la muerte; es decir, aquello que es sagrado se banaliza, cayendo casi en una forma de voiyeurismo de la muerte, es decir, un mirar obsceno a lo que debería ser mirado con paz y respeto. El ideal de muerte de hoy en el imaginario cultural es el de la muerte clandestina, la muerte del hombre masa, que consistiría en salir de la sociedad furtivamente, sin provocar fuertes emociones ni causar molestias: una muerte vivida en la serenidad de la aceptación, que no interpele, que no moleste con su crudeza y su realismo más de lo imprescindible. Se diría que podríamos estar padeciendo una forma de síndrome de Diógenes, encerrándonos en nosotros mismos y desocializando el morir. Si consideramos la muerte como un simple problema, un obstáculo, algo separado de nosotros mismos, entonces la actitud que surge es la de la lucha técnica contra ella o su negación. Si la consideramos, en cambio, como misterio, como algo que no nos resulta extraño, sino que nos envuelve, entonces la actitud adecuada sería la de su integración, como una realidad que nos toca vivir ineludiblemente. En esta segunda forma de pensar se inspiran los cuidados paliativos: asistir, cuidar a quien vive el morir más allá de toda forma de encarnizamiento terapéutico y más allá de negar lo inevitable. Se reivindica entonces el ideal de muerte lúcida, apropiada, consciente. Ante una realidad tan compleja, que la cultura de hoy intenta afrontar con un aumento de bibliografía, presentándola en diferentes películas, mediante la promoción de programas y servicios de cuidados paliativos... surge la cuestión de cómo atender a los que mueren de manera humanizada, cómo sanar el morir de estas patologías que se experimenta como víctima de una serie de enfermedades de la cultura y, en particular, de la cultura médica. No de la cultura de los médicos, sino de la cultura médica que construimos todos los ciudadanos. Da la impresión, a veces, de que sufrimos una especie de asepsia emocional, una especie de deseo de vivir el morir sin que nos provoque sentimientos incómodos, buscando una cierta "muerte higiénica", sin atravesarla de manera humana, coloreada de sentimientos de diferente naturaleza. Al pensar en la cultura de la muerte de hoy no podemos evitar tomar conciencia de la cultura médica. En efecto, la medicina podemos decir que está enferma. No sólo padece la conocida iatrogenia social a la que se refería Ivan lllich cuando analizaba especialmente el mundo hospitalario y su capacidad de provocar patologías. Padecemos, efectivamente una excesiva dependencia de los fármacos. El consumo excesivo que hacemos de medicinas y procesos diagnósticos rutinarios e incluso inútiles, se convierte en una especie de parálisis de capacidades humanas de integrar-el sufrir y el morir propios de nuestra condición.

Humanizar el morir pasará, por tanto, por sanarla medicina, la cultura médica. En efecto, un simple diagnóstico - n o por ello superficial- nos permite decir que la medicina padece una pluripatología. Sabemos que está enferma de hemiplejía. Se centra demasiado frecuentemente con exclusividad en la parte biológica y se reduce a una medicina biologicista, vacía de antropología y sobrevolando el poder que tiene la relación interpersonal y particularmente la escucha. Los profesionales que tienen que tratar con el morir en tantas ocasiones son víctimas de un dinamismo mortal que mata la sana antropología, que debería sustentar el quehacer médico. Sabemos, por otro lado, que la cultura médica -construida por todos, no sólo por las facultades y los galenos-, sufre un claro estrabismo ético que lleva a ver los problemas éticos exclusivamente como dilemas y se centra casi exclusivamente en aquellos problemas de alta intensidad y baja frecuencia, que se dan particularmente donde la sobredosis tecnológica coloniza las relaciones, olvidándose de la ética de la cotidianeidad propia del cuidar. A veces, este estrabismo lleva incluso a impedir la mirada al problema en su complejidad y a reconocerlo incluso como tal problema ético. Somos conscientes y víctimas del peligro de la miopía médica que nos lleva a la tendencia a ver sólo lo que procede de la conocida "medicina basada en la evidencia", reconociendo sólo el carácter científico a cuanto emerge de un tipo de ciencia, que deja poco espacio a la inteligencia emocional y espiritual y, por tanto, a lo que podríamos llamar "medicina basada en la afectividad". Podemos, en efecto, ser víctimas de una cierta anoxia (falta de oxígeno) del tejido relacional a la que llegamos cuando la palabra se convierte en vil bisturí o el silencio refleja la incompetencia relacional y emocional de los profesionales sanitarios y de los cuidadores de los enfermos al final de la vida. O también cuando se reproduce un paradigma paternalista en el que predominan las relaciones llamadas profesionales, pero entendidas de un modo que excluyen la proximidad personal y afectiva. No ignoramos tampoco una cierta paranoia médica que colorea la sociedad cuando experimenta delirios de grandeza con las posibilidades de intervención experimentadas en ! términos de omnipotencia sobre las patologías y cuyo pensamiento equivocado se asocia al narcisismo que nos impide hacer la paz con la vulnerabilidad humana y la muerte. Sufrimos, por otro lado, una cierta lamentorrea de repetición en relación al sistema sanitario, a los procesos, a la relación médico-paciente... que nos puede llevara lamentarnos de lo que no funciona olvidando que la lamentación es el primer paso del dinamismo de la esperanza, que debe llevar también al compromiso responsable a nivel personal en las distintas iniciativas de mejora y humanización. Estoy convencido del hecho de que sufrimos, en este conjunto de patologías de la medicina y de la cultura médica de la que participamos, una cierta atrofia de los sentidos (entre los cuales, a veces, el sentido común), particularmente el de la vista, que se manifiestas bajo forma de uso escaso de la mirada en la relación con los pacientes al final de la vida, o incluso del contacto físico, bajo forma de ausencia de cercanía o incluso de todo tipo de contacto entre las personas; por no hablar también del problema de la ausencia de la escucha en tantas formas de relación pretendidamente terapéutica. ¿Será acaso que la medicina se ha'enfermado porque no la hemos cuidado? ¿La j tendremos que llevar al hospital? ¿Estará viviendo un proceso de excesiva hospitalización y

la tenemos que sacar del hospital? ¿La habremos reducido a veterinaria de cuerpos humanos y en este contexto tiene lugar la muerte? ¿Habremos desarrollado una homo-fobia cuando en realidad la medicina debería ser experta en humanidad? ¿Sucederá que la muerte y sus anuncios bajo forma de enfermedad, nos provocan un rechazo tal que caemos en el pecado original y no queriendo morir, morimos en realidad a nuestra condición humana? ¿Habremos llegado a una forma de alergia a la muerte congénita? Sin duda, la medicina, la cultura médica que construimos todos los seres humanos, llamada también a atender humanamente el final de la vida, no sólo a luchar contra la muerte, está ante el reto de sanar las enfermedades que posiblemente padece para humanizar el morir. Un reto compartido por todos.

1. Comunicación y muerte En torno al morir, a la muerte, a las relaciones que entablamos los seres humanos porque nos acompañamos, nos ayudamos profesionalmente o familiarmente, hemos de contribuir todos a aclarar conceptos. No son las palabras las que arreglan el mundo, pero sin duda contribuyen a construir una necesaria cultura del morir en sintonía con los valores más genuinamente humanos. La comunicación entre cuidadores y enfermos terminales, a veces está enferma de lo que podríamos llamar dióxido de palabras, frases hechas con las que pretendemos dirigir una palabra al otro y lo que hacemos más bien es herir su corazón porque no nace de la verdad, del reconocimiento de la verdad que sucede entre los agentes en juego. A veces, estas son palabras huecas, vacías. Otras veces, hemos de reconocer que en las relaciones interpersonales, la comunicación, no siendo aséptica nunca, puede ser tanto benigna como maligna, como el cáncer. Una buena comunicación puede convertirse en la experiencia más humanizante y terapéutica de la que disponemos, si conseguimos comprender lafarmacología clínica adecuada a la persona, al momento, a la situación, y logramos conocer la posología idónea para su suministración. Hemos de reconocer humildemente la dificultad universalmente experimentada en las relaciones con los enfermos terminales. Son momentos de gran intensidad emocional porque evocan nuestra propia muerte. Una mala comunicación con el enfermo al final de la vida, puede convertirse en un cáncer para la familia, capaz de metastatizar a todo el grupo. Por eso, para aclarar el morir y realidades que lo acompañan, para evitar un posible síndrome confusional en torno al morir, hemos de evitar entrar en dinamismos que nada ayudan si no están claros. Así, es necesario no asociarse con las dinámicas de la conspiración del silencio por una actitud pseudocaritativa que normalmente es el escondite del miedo no reconocido de quienes no son capaces de hablar en verdad. Tengamos en cuenta que lo terrible y conocido es menos cruel que lo terrible y desconocido. Hemos de superar, igualmente la demonización de la sedación terminal, por miedo a que ésta pueda tener relación con la eutanasia o adelantar la muerte. La sedación es necesaria cuando, con consentimiento del interesado o de la familia, es la mejor praxis médica para aliviar sufrimientos que de otro modo no se consiguen. Por otro lado, hay personas que experimentan dificultad a admitir que es oportuno la limitación del esfuerzo terapéutico. Sentimientos de culpa no bien manejados pueden transformarse en querer hacer todo lo que se tiene al alcance de la mano o de los recursos económicos, incluso cuando no sea racional y no se esté más que prolongando irracionalmente una vida cuyo fin debe aceptarse ya. La promoción de una vida hasta la muerte natural no puede ser el argumento que lleve a mantener a las personas llenas de tubos hasta el punto de caer en el encarnizamiento técnico (que no merece el nombre de "encarnizamiento terapéutico"), y que no es más que una mala praxis. Asimismo, contribuirá a promover una muerte digna evitar realizar juicios sobre los sentimientos, como si su experimentación fuese indicador de debilidad espiritual, como si los miedos o las expresiones de desesperación fueran falta de esperanza.

Hay contextos en los que se subraya mucho el valor del sufrimiento, olvidando que el único sufrimiento que puede tener sentido es aquel que es consecuencia de la lucha contra el sufrimiento, y que no hay acto de caridad más alto que el alivio del dolor ajeno. La necesaria claridad que estamos reclamando, requiere evitar ver en el testamento vital cuestiones de desconfianza o una puerta abierta a la promoción de la eutanasia, en lugar de un modo sano de tomarse en serio la responsabilidad en la gestión del propio morir. Igualmente, tal claridad hemos de tenerla ante el concepto de eutanasia, tan confuso en la sociedad en general y tan condenado impulsivamente, en lugar de aclarado. No puede confundirse con la eutanasia ni el suicidio asistido ni la limitación del esfuerzo terapéutico bien hecha. Solo la claridad de los conceptos permitirá que en torno al morir nos centremos en las verdaderas necesidades de los pacientes y sus familias para acompañarles de manera digna. Solo la claridad de los conceptos nos permitirá poder debatir sobre cuestiones en torno a las cuales hemos de caminar y no quedarnos estancados en posiciones del pasado, puesto que el desarrollo tecnológico sigue planteándonos problemas nuevos que requieren una respuesta fruto de la prudente deliberación humana hecha gracias al genuino diálogo.

2. Adjetivar la muerte Si una característica puede tener el morir para que este merezca el calificativo de digno es un morir apropiado. El ideal de muerte sentido hoy mayoritariamente como un ideal no consciente reclama un morir repentino que nos impediría vivir el morir. El empeño de la ciencia, en cambio lucha por posponerlo y promover una vida más larga. Esta vida prologada conlleva también la posibilidad de vivir más tiempo conviviendo con patologías largas, así como con otras degenerativas. En todo caso, el ser humano, a diferencia de los animales, tiene la posibilidad de vivir el morir si no son expropiados de esta posibilidad. Esta es la primera característica, pues, que debería tener una muerte digna: una muerte apropiada, no expropiada como nos lo hace ver de manera tan clara Tolstoi en "la muerte de Ivan lllich". Morir dignamente consiste en hacer el esfuerzo por adjetivar el proceso personal y acompañar desde el entorno a adjetivar con semejantes palabras el final. Cada persona, así, podría imaginar su propio proceso describiéndolo con calificativos personales, propios, que hicieran de este momento de su existencia un momento tan imporante que es, definitivamente, el último. Una muerte sería tanto más digna cuanto más fuera dicha por el sujeto y las personas a las que más le afecta. Una muerte "dicha" es aquella en la que hay espacio para la voz, para las palabras en torno al morir, donde se consiga escuchar lo que se dice, lo que no se dice, así como lo que hace decir aquello que se dice y lo que hace decir aquello que no se dice. Una muerte digna sería aquélla que mereciera el adjetivo de oe//a, pero no en un sentido idealizado, sino una muerte en la que la persona viva hasta el último instante, que no muera antes, que no le vivan los demás o le mueran los demás. Una muerte adjetivada sería aquella en la que los sujetos se sintieran contentos, es decir, salvador por la muerte, porque la muerte de la muerte sería la muerte del amor y de la

solidaridad. Es la muerte la que da sentido último a nuestra vida, y lo es si somos capaces de llenar (con-tentí) de contenidos y de comunión nuestras relaciones. Promover una muerte adjetivada significa hacer lo posible porque la muerte lo sea de artesanos del morir, que el morir sea una dimensión de la vida a la que ya nos hayamos ido entrenando a lo largo de la misma, aprendiendo a perder y a integrar progresivamente nuestra condición de finitud. Hablar de muerte digna significa trabajar por que la persona se gobierne a sí mismo en el máximo de sus posibilidades, gobernando así el espacio (físico, personal, afectivo, etc.) que le rodea en los últimos meses o días, hasta donde la naturaleza y la limitación personal lo permita. Una muerte humanizada es aquella donde se pueda desarrollar la legítima rareza de cada uno, donde puedan ser expresados de manera adecuada los sentimientos, los deseos, las compañías deseadas o no, las expectativas... Una muerte digna sería aquella que se convierta en verdadera experiencia de amor porque experiencia de muerte la hace sólo el que ama. De la muerte deberíamos hablar como hablan los enamorados, que aman la vida porque es limitada, porque desean sacarle el máximo jugo y gozo a cada instante. La muerte debería ser un ejercicio de aprendizaje, de arte, porque una sola cosa es el "ars vivendi' y el "ars moriendi' cuando se supera la idea de que el morir sea un instante y se concibe como un proceso en el caminar humano hacia la realización de lo que somos y lo que estamos llamados a ser. Sería más humana aquella muerte que pudiera ser narrada. Porque, en el fondo, de ] aquello que no podemos hablar, lo mejor que se puede hacer es... narrarlo. Una muerte narrada permite ser adjetivada por uno mismo, por los seres queridos. No encuentra explicación a los porqués, pero se llena de palabras al hablar de los cómo. En el fondo, una muerte adjetivada sanamente recibiría el nombre de muerte elegante, porque sería a la medida de la capacidad responsable del propio elegir (=elegante) personal. Considerar la vida como un don, para quien así la interpreta, o un don de Dios, no debería llevarnos a pensar que su fin tenga que ser dejado exclusivamente a los juegos de azar de la caprichosa naturaleza no racional. Una muerte adjetivada podría ser vivida así como la vida de un archipiélago, que se caracteriza justamente por estar unido por aquello que separa. La muerte adjetivada se convertiría así en experiencia de misterio en lugar de simple problema que gestionar. El misterio no es algo que esté fuera de nosotros y tenga solución. Eso es el problema. El misterio está dentro de nosotros, nos envuelve y no tenemos más posibilidad que vivirlo. Vivirlo humanamente comportará la máxima expresión de salud de una persona, que se traduce en la meditatio mortis, que no será la desagradable obsesión por la misma, sino la humana comprensión del valor último de la vida a la vista de su fin.

1. Muerte y biografía Acompañar a vivir la última etapa de la vida supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana reconociendo lo específicamente humano. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización. Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Y esto es lo que sucede cuando tanto las palabras como el silencio imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono en la proximidad de la muerte. El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, en estas condiciones es sólo un vacío de palabras. Comunica al enfermo incurable que ya no es alguien con quien se pueda comunicar. Es decir, le comunica que socialmente puede darse por muerto y que en realidad sólo queda asistir al fin de una biología. El encuentro en la verdad, en cambio, el diálogo con el enfermo terminal basado en la autenticidad, genera libertad. Produce cierto pánico, pero da paz al superviviente y serenidad a quien escribe el último capítulo de su vida. Tanto familiares como profesionales, pueden llegar a sentirse bloqueados y culpados de estar sanos junto a un ser querido en proceso de muerte. Al fin, es él el que va a morir. Comunicar con el enfermo en este estado de angustia resulta difícil. Es como si todo lo que se dice sonara un poco a incoherencia y a pobreza o artificialidad. Es incómodo y doloroso estar junto al moribundo, como sentirse acusados por el silencio del enfermo de no hacer nada para curarle. Sin embargo, superadas las barreras, el encuentro en la verdad ayuda al enfermo terminal a elaborar su duelo anticipatorio por lo que prevé y experimenta que está perdiendo, y ayuda al ser querido o profesional a elaborar el dolor que producirá la pérdida y que se empieza a elaborar de manera anticipada también antes de que acontezca. Reconocer la experiencia del duelo y de sus diferentes tipos, constituye un modo de acompañar a hacer de la experiencia de morir un acto biográfico en el que la vida se narra y recibe una nueva luz de sentido. En efecto, acompañar a quien narra su vida está cargado de contenido simbólico, porque narrar la propia vida supone un verdadero esfuerzo. Narrar es poner en perspectiva acontecimientos que parecen accidentales. Es distinguir en el propio pasado lo esencial de lo accesorio: los puntos firmes. Contar su vida permite subrayar momentos más importantes e, igualmente, minimizar otros. Se puede, en efecto, gastar más o menos tiempo en contar un acontecimiento que en vivirlo. Para contar es necesario escoger lo que se quiere resaltar y lo que se quiere poner entre paréntesis. El relato crea una inteligibilidad, da sentido a lo que se hace. Narrar es poner orden en el desorden. Contar su vida es un acontecimiento de la vida, es la vida misma, que se cuenta para comprenderse. Narrar no es tabular. Contar los acontecimientos que se han sucedido en la vida permite unificar la dispersión de nuestros encuentros, la multiplicidad disparatada de los acontecimientos que hemos vivido. Podríamos decir, en el fondo, que relatar la vida le da un sentido.

Los acompañantes de los moribundos, si han conseguido entablar la relación basada en una buena dosis de autenticidad y sencillez, reconocen con mucha frecuencia cuan importante y enriquecedor ha sido para ellos acompañarlos. Los moribundos suelen dar algo muy importante: la capacidad de aceptar la muerte y de dejarse cuidar en medio del sentimiento de impotencia, dando mucha importancia al significado de la presencia y de la escucha del mundo interior, así como la servicialidad para satisfacer todas las necesidades. El cuidador desearía más bien tener algo que dar, algo con lo que evitar lo que se presenta como inevitable. Y el sentimiento de impotencia le embarga con frecuencia. Pues bien, podríamos decir que cuando un cuidador o un acompañante toca su propia sensación de impotencia es cuando está más cerca de quien sufre. Mientras nos negamos a aceptar nuestros límites, mientras no asumimos nuestra parte de impotencia, no podemos estar realmente cerca de quienes van a morir. Quizás por eso, junto al que se encuentra al final de la vida, podemos aprender a i desaprender las tendencias a querer dar siempre (razones, palabras, cuidados...), y comprender la importancia de dejarse querer y cuidar, la importancia y elocuencia del silencio y de la escucha. Aprender junto al que vive su última etapa y muere su biografía, supone ejercer el arte de decir adiós. Hay personas que no saben despedirse, que niegan las despedidas, que las posponen o que las viven sólo como experiencia negativa, con reacciones poco constructivas. Aprender a despedirse significa ser capaces de verbalizar con quien se va el significado de la relación (a veces con la necesaria solicitud de perdón por las ofensas), y asegurar a quien se va que seguirá vivo en el corazón del que queda. Expresar los sentimientos, aprender a nombrarlos abiertamente constituye no sólo una posibilidad de drenar emocionalmente y liberarse de buena parte del sufrimiento producido por la separación, sino también dar densidad y significado a la separación, escribir el último capítulo del libro de la vida de una persona y levantar acta de la propia muerte.

2. Algunos "síndromes" en el morir Desde una perspectiva de la ética del cuidado, así como desde la perspectiva social, es particularmente relevante conocer algunos síndromes o situaciones que tienen lugar en el proceso de morir y que reclaman un cuidado moral adecuado. Nos referimos a la claudicación familiar, al síndrome del hijo de Bilbao, al duelo anticipatorio, al síndrome de Diógenes, al síndrome de Lázaro, a la codependenia, y al I burn-out, entre otros. Entendemos por claudicación familiar la incapacidad de los miembros de la familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del paciente. Se i produce cuando todos los miembros del grupo familiar claudican a la vez y es consecuencia de una reacción emocional aguda de los familiares a cargo del enfermo, y en especial del cuidador. Esta situación reclama la responsabilidad ética de la comunidad de salir al paso de la vulnerabilidad del paciente y de la familia.

El síndrome del hijo de Bilbao es la reacción emocional y comportamental de un familiar (habitualmente hijo/a) que vive en otra ciudad y que acude al final de la vida, que no suele participar de los cuidados del ser querido y que, a la vista del familiar moribundo reacciona con dificultad en la aceptación de la muerte, con exigencias y órdenes para resolver a su manera "lo que otros no han podido", culpabilizando a los cuidadores y al equipo de la situación. Esta situación reclama la responsabilidad de los cuidadores -profesionales o n o - de comprender la dinámica para evitar la moralización y salir al paso de las necesidades de todos los miembros de la familia. El duelo anticipatorio consiste en el dolor que experimentan familiares y cuidadores antes de que se produzca el fallecimiento. Bien elaborado contribuye a un duelo saludable tras la muerte de la persona. Esta situación reclama la responsabilidad ética de acompañar competentemente a la persona que "se duele" próxima la pérdida del ser querido. El síndrome de Diógenes es la actitud que lleva a algunas personas a aislarse voluntariamente y abandonarse en los autocuidados. Reclama, sin duda, la responsabilidad de la comunidad ante la soledad de las personas al final de la vida, que a veces llega al abandono. El síndrome de Lázaro se produce cuando la unidad familiar (o un miembro de ella) ya estaban emocionalmente preparados -e incluso organizados- para vivir sin el ser querido que se ve que empeora y se aproxima a la muerte y, sin esperarlo, se produce una mejoría del moribundo, produciéndose desajustes emocionales y sociales en la familia. Esta situación reclama asimismo la responsabilidad ética de los profesionales y cuidadores de acompañar emocionalmente a los afectados. El síndrome de la codependencia consiste en el riesgo de un cuidador de depender de la persona dependiente a la que cuida. Se manifiesta en indicadores como creerse indispensable, incapacidad para delegar, no fiarse de otros cuidadores, no tolerar los límites propios y ajenos, no aceptar a otros cuidadores, poner todo el sentido de la vida en el cuidado, etc. Esta situación reclama la responsabilidad ética de los profesionales de ayudar a los cuidadores a riesgo, señalando un sano equilibrio entre cuidado y autocuidado, así como el reclamo de la libertad en contraposición de la dependencia. El síndrome del burn-out es el síndrome de agotamiento, de despersonalización (hacia la persona cuidada), de reducida realización personal, que puede aparecer en personas que trabajan en contacto con personas. Esta situación reclama igualmente la responsabilidad ética del autocuidado de los profesionales y cuidadores de los seres queridos al final de la vida, así como el cultivo de las motivaciones intrínsecas que puedan prevenir llegar a tal situación. Una particular atención a este tipo de aspectos psicológicos y éticos la manifiesta la filosofía de los cuidados paliativos. En efecto, los cuidados paliativos, cada vez más extendidos, constituyen esa "dimensión femenina" de la medicina que ha hecho la paz con la muerte y que se dispone a cuidar siempre, aunque curar no se pueda. La particular atención a la familia (y no sólo al enfermo), la "blandura" (humanización) de las normas de las instituciones que desarrollan tales programas, la atención delicada al control de síntomas, al soporte emocional y espiritual y el reconocimiento del peso específico de la relación y de la responsabilidad del individuo en su propia vida, dibujan un nuevo panorama menos paternalista de la medicina y más en sintonía con la integración de nuestra condición de seres mortales.

Asistimos hoy al reto de promover la medicina paliativa, así como al de promover una creciente y responsable participación de los profesionales de la salud en la reflexión sobre la cultura paliativa en la sociedad en general. De este modo contribuiríamos, sin lugar a dudas, a humanizar el morir.

La vejez, etapa existencial crítica La vejez, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, se describe como "cualidad de viejo" y se aplica a quien, dejando atrás la plenitud vital de la madurez, ha entrado en senectud, es decir, cuando el hombre o la mujer son de "edad senil". Al evocar la cualidad de "senil" aplicado a la edad de una persona estamos haciendo referencia a que dicha persona es de edad avanzada y en ella, debido a una alteración de los tejidos, se advierte una decadencia física y una degradación progresiva de las facultades físicas y las constantes psíquicas. Pero la vejez no es sólo la etapa vital donde las constantes físicas y psicológicas se degradan, sino que también donde sus relaciones sociales experimentan un notable cambio. Así, en efecto: 1. En el orden físico el desgaste orgánico es fácilmente constatable. Bien entendido que la vejez no es sinónimo de enfermedad, aunque es un estado vital que propicia la enfermedad por múltiples razones. 2. El deterioro psicológico, coetáneo al anterior, se manifiesta en que la persona se va replegando a su mundo interior, en general muy rico debido a su larga experiencia vital. La vejez es, en este sentido, una etapa de introversión y preparación a la soledad; una soledad que, las más de las veces, hace sufrir al anciano con independencia de las constantes externas que lo caractericen. 3. Desde un punto de vista social, la imagen de la vejez se ha visto sometida a importantes cambios en las últimas décadas. Una breve indicación sobre esas novedades sociológicas, que influyen en la percepción de la vejez, permitirá una valoración más precisa de su caracterización actual: -

El aumento de la esperanza de vida y, también, el aumento de la expectativa de vida activa y libre de enfermedad.

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La universalización de la sanidad, la generalización de la atención sanitaria y la garantía, al menos teórica, de la independencia económica en el mundo desarrollado.

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Las nuevas estructuras mundo laboral.

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El incremento espectacular de la esperanza de vida, lo cual ha originado un crecimiento sin parangón de las situaciones de fragilidad y dependencia, a edades muy avanzadas, lo que está provocando un aumento de la demanda de atención y cuidados, que está obligando a revisar los sistemas de protección social hacia las personas mayores.

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Se ha producido una visibilización y apreciación social del trabajo del cuidador, asumido tradicionalmente por las mujeres.

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La evolución legislativa en política social, que ha sufrido España en los últimos tiempos, ha afectado de forma muy directa al grupo de población anciana.

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Se ha socializado al anciano desde la desvaloración, cuando no desde el rechazo más doloroso. En nuestra sociedad de la apariencia y de la imagen, el anciano no tiene cabida.

familiares

con

la

incorporación

de

la

mujer

al

Por todo ello, la sociedad en sus diversos campos de actuación -servicios sociales, medicina, geriatría, gerontología, bioética, etc.- debe saber resolver o, por lo menos, crear horizontes de solución a los múltiples problemas que en esta etapa se dan cita.

La vejez y la muerte "Poco mal y buena muerte, dichosa suerte". Así reza el refrán castellano que resume el ideal de muerte de muchos ancianos -y de otro no tan ancianos- en nuestra cultura occidental. La ancianidad contempla la realidad de la muerte de forma distinta a como se puede contemplar en otras etapas de la vida. En realidad la vejez y la muerte comprometen al hombre en todas sus esferas. La concepción que tenga una sociedad del binomio ancianidad-muerte va a ser un termómetro válido para comprobar su estado de salud. La sociedad de hoy está basada en el binomio producción-consumo, y la muerte viene a anunciar el final del consumo. Por este motivo se promueve el consumo y se rechaza la muerte. La muerte aprobada socialmente ocurre cuando el hombre se ha vuelto inútil no solo como productor, sino también como consumidor. Vivimos en una sociedad donde los medios de comunicación nos bombardean continuamente con un prototipo de imagen a imitar, gente joven y guapa, donde el objetivo es la acumulación de bienes, de fama y de poder, y en la cual hay poco tiempo y ganas de pensar en el asunto escabroso de nuestra propia muerte. La muerte se presenta como la antítesis de la juventud y de la belleza. La relación modernidad-vejez no hace más que reafirmar la negación cultural de la muerte. En los esquemas ideológicos de la sociedad tecnológica no hay sitio para los ancianos, pues han dejado de ser individuos productivos a nivel laboral y su deterioro físico recuerda a los jóvenes su futura muerte. Existe un rechazo de la sociedad moderna a la vejez, causada por su proximidad estadística a la muerte. Adoramos a la juventud y al dinero porque buscamos en ellos la seguridad. La expresión "pobre viejo" resume todo el desprecio del mundo. En la juventud puede proyectarse imaginariamente la inmortalidad, en la vejez no puede dejar de concretarse la marca sobre la carne de la certeza de la mortalidad: "En mis sienes jaspea la ceniza precoz de la muerte", así lo expresa Gabriela Mistral en su poesía. Los ancianos en la sociedad moderna están condenados a dos muertes: La primera es la muerte social de la jubilación, que les recuerda que han dejado de tener valor y cabida en una sociedad que solo respeta al individuo como objeto de producción económica. Su pensión de jubilación es un sufragio por adelantado que les induce a pensar que lo más decente que pueden hacer es morirse rápido para no usurpar el espacio productivo de los jóvenes. Por ello cuando les llega la segunda muerte, la del cuerpo, la mayoría ya están muertos como personas, como seres que sueñan, como mentes que piensan e intuyen. Hoy, en nuestra sociedad industrial urbana, envejecer y morir suele resultar complicado y doloroso para quien lo hace, pero además, parece que complica la existencia de los que le rodean.

Morir con dignidad en la vejez: lograr la mejor muerte posible Reflexionar sobre los conceptos de muerte social, muerte psicológica, muerte biológica y fisiológica nos permitirá acercarnos a la idea de muerte digna en la vejez. Vayamos por pasos contados. 1. Muerte social. Es el rito de la separación del enfermo o del anciano de los otros. Esto puede suceder días, semanas o meses antes del fin, si al enfermo se le deja solo para morir. Si se abandona al anciano, éste puede transformarse en alguien socialmente muerto mucho antes de que se realicen las siguientes fases de la muerte. En ocasiones el abandono y la soledad llegan a ser tan grandes y tan insoportables que la propia muerte puede aparecer como una liberación. 2. Muerte psíquica. Viene dada cuando la persona acepta la propia muerte y se retira dentro de sí misma. La muerte psíquica puede estar acompañada del natural debilitamiento del estado físico. Otra situación de muerte psíquica se da cuando la persona rechaza la vida. Esto en general es reprobado por la sociedad. No se acepta que los ancianos o los enfermos puedan decir que están preparados para morir; el entorno social quiere que el anciano, el enfermo, quiera vivir, interfiriendo así en su trayectoria de muerte. Se le oculta la verdad, se dan respuestas evasivas a sus preguntas; mientras el anciano se siente morir. Los familiares le hablarán de mil banalidades; de todo, excepto de lo único que a él le preocupa: la proximidad de su fin. 3. Muerte biológica. En ella el organismo, como entidad humana, no existe ya, no existe ni conciencia ni consciencia, como en el caso del coma irreversible. Los pulmones y el corazón pueden continuar funcionando con soportes artificiales, pero el organismo biológico, entendido como entidad mente-cuerpo está muerto. 4. Muerte fisiológica. En ella los órganos vitales como el corazón, pulmones y cerebro, no funcionan. Muerte digna en la vejez. La toma de conciencia de la muerte puede ser considerada como una crisis de la vida del hombre. En realidad, no es la muerte, sino la consciencia de la muerte lo que constituye un problema para los hombres. No es la muerte lo que inspira terror, sino la representación anticipada de la muerte. Terror y miedo pueden solamente ser suscitados por la conciencia de la muerte. Si una persona cae muerta de repente, para ella no habría nada de terrible, ya no estaría, no podría experimentar terror. Hoy casi nadie pone en duda el hecho de que la mayoría de los ancianos son conscientes de que su vida se termina. Algunos hablan directamente de ello con sus familiares y con los profesionales que les cuidan, mientras otros evitan cualquier comentario en este sentido. Una u otra conducta dependerá, fundamentalmente, de las oportunidades que se ofrecen a los ancianos de sentirse libres para hablar del tema. Ciertos médicos y cuidadores, consciente o inconscientemente, no soportan que sus pacientes hablen de su muerte a la que ellos, como médicos que son, están intentando, sin éxito, evitar. El anciano enfermo puede llegar a percibir esta falta de receptividad y mantenerse por ello en silencio, para evitarles confusión. Pero morir no tiene que ser necesariamente un hecho desgraciado, es posible aprender a recibir la muerte con serenidad, sin tantos miedos.

Un anciano construye su muerte, trabaja sus múltiples espacios psíquicos para lograr "/a mejor muerte posible". Para ello es necesario montar un andamiaje en varios niveles que dé apoyo, compañía y alivio físico y psíquico. Sincronizando los distintos tipos de muerte, haciéndolas converger de forma óptima, impidiendo que ocurran desfasadas y separadas. A la ayuda médica se suma la importancia de los familiares, de los amigos íntimos, de la geografía amiga (la casa, los objetos de la vida, las comidas caseras, los sonidos familiares). Así se construye una red de vida que sostiene la muerte y que facilita que el moribundo se entregue tranquilo y pueda lograr una muerte plácida, con el dolor controlado y la agonía acompañada. También para el anciano -o especialmente para él, podríamos decir en este contexto- es aplicable la opinión de D. García Sabell (La muerte hoy, "El País" (16-1-1980) cuando afirma ! que morir con dignidad, significa sencillamente, irse de esta vida no en la soledad aséptica del hospital, intubado, inyectado, prefundido y sumergido en un laberinto de fríos aparatos, sino en el hogar, entre los seres queridos, entregado al morbo, pero entregado también al afecto, al mimo sosegador de la familia y los amigos. Y lo que es más decisivo, entregado a la serena conciencia de lo que se aproxima, de lo que se adivina como un relámpago de luz trascendente. O hundido en el coma, pero teniendo junto a nuestra mano la mano que en la existencia nos acompañó y dio sentido a nuestro ciclo vital. Igualmente, resultan clarificadoras las condiciones esenciales del morir con dignidad -también en la vejez- tal como, por su parte, D.J. Roy (L'ethique face á la mort, "Préte et pasteur" 10 (1983) 585-591) las ha sintetizado. Morir con dignidad es: •

Morir sin el estrépito frenético de una tecnología puesta en juego para otorgar al moribundo algunas horas más de vida biológica;



morir sin dolores atroces que monopolicen toda la energía y conciencia del moribundo;



morir en un entorno digno del ser humano y propio de lo que podría ser su hora más hermosa;



morir manteniendo y enriquecedores;



morir como un acto consciente de quien es capaz de realizar el difícil "ars moriend!';



morir con los ojos abiertos, dando la cara valientemente y aceptando lo que llega;



morir con un espíritu abierto, aceptando que muchos interrogantes que la vida ha abierto quedan sin respuesta;



morir con el corazón abierto, es decir, con la preocupación del bienestar de los que quedan en vida.

con

las

personas cercanas

contactos

humanos,

sencillos

1. La muerte, fenómeno natural Ese estado de bienestar físico, psíquico, social y funcional que la OMS define como SALUD, en ocasiones se ve alterado por la presencia de procesos, a los que llamamos enfermedades, y que en su evolución pueden conducir a la muerte. Con el progreso de la medicina, las enfermedades infecciosas han dejado de suponer un peligro de muerte. El desarrollo de los transplantes de órganos, el control de enfermedades como la diabetes, o el enlentecimiento del curso de las enfermedades cardiovasculares, nos han hecho "acariciar" la posibilidad de vencer a la Muerte (ver la muerte como un fenómeno teóricamente evitable). Pero la realidad es que aparecen enfermedades nuevas, se desarrollan otras que antes no lo hacían (ELA, demencias...). Aunque existen enfermedades mortales, hoy en día, es el cáncer la que está considerada como enfermedad incurable por excelencia. La mayoría de nosotros enfermaremos y moriremos (salvo aquellos que presenten una muerte repentina). Nuestra vida es limitada; todos acabaremos muriendo. La conciencia de muerte es una característica propia del ser humano. Lo que crea problemas al hombre no es la muerte sino saber que uno se va a morir. Una enfermedad considerada sinónimo de muerte es algo que hay que esconder. En la antigüedad, la enfermedad y la muerte eran visibles para todo el mundo. El moribundo era el protagonista de su propia muerte. La muerte era un acontecimiento más que formaba parte de la vida cotidiana. En la actualidad es algo que se oculta, que se esconde; a los enfermos se les encierra en hospitales o en centros, mal llamados, de cuidados mínimos. Cuando alguien fallece se procura que sea sin ruido, sin notoriedad, sin sufrimiento para los que están con él o ella: en la intimidad. Lo deseable es una buena muerte, aquélla que llega de repente, casi sin darse uno cuenta. La muerte supone para el enfermo un truncamiento de sus expectativas vitales, la aparición de miedos y de angustia ante lo desconocido. La negación, la rabia o la ira, el pacto o la negociación, la depresión y la aceptación, son las fases descritas por E. Kübler-Ross por las que pasan los pacientes que se enfrentan al conocimiento de su próxima muerte. El profesional sanitario, educado para curar, no adiestrado para enfrentarse a la muerte y al moribundo, a sus miedos y angustia, se siente impotente, vive la proximidad de la muerte como un fracaso. Este sentimiento puede hacerle tomar una actitud defensiva que incluso desemboque en el abandono de su paciente. Aunque a algunos les gustaría vivir eternamente hemos de ser conscientes de que nuestra vida es limitada. Al igual que nacemos, todos tenemos que morir. La muerte es inherente al ser humano, es inevitable, y a pesar de los avances tecnológicos no podremos retrasarla indefinidamente. No es un fracaso del médico ni de la medicina sino un paso más en el desarrollo de la vida. Muchas enfermedades crónicas conducen a un estadio donde no es posible restablecer la salud y el paciente avanza inevitablemente hacia la muerte. Alargar la vida a cualquier precio no debe ser el objetivo de los profesionales de la medicina, sino hacer un tratamiento integral, no cayendo en el encarnizamiento terapéutico, y eonseguir una buena calidad de vida, evitando el sufrimiento de los pacientes en todos sus aspectos.

Si importante es curar la enfermedad no lo es menos aliviar y acompañar, intentando que el paciente fallezca en paz, cuando lo primero no es posible. Tan importante como evitar la j muerte es ayudar a morir en paz. De esta filosofía surgen los Cuidados Paliativos.

2. Cuidados paliativos "El que no se pueda hacer nada para detenerla extensión de una enfermedad, no significa que no haya nada que hacer" (Cicely M. Saunders).

Los Cuidados paliativos son programas de tratamiento para mantener o mejorar las condiciones de vida del paciente terminal. Un paciente terminal es la persona que se encuentra afecto de una enfermedad avanzada, irrecuperable, progresiva y sin respuesta al tratamiento específico. Que presenta síntomas intensos, multifactoriales y cambiantes, con gran impacto emocional en el enfermo, la familia y el equipo terapéutico. Se considera paciente terminal al enfermo cuyo pronóstico de vida es, en general, menor a seis meses. Los pilares sobre los que se sustentan los Cuidados Paliativos son: un adecuado control de síntomas, una comunicación eficaz, y el apoyo a la familia. La situación de terminalidad se acompaña en numerosas ocasiones de dolor, y el tratamiento de dicho dolor debe ser el objetivo fundamental de la labor del médico. Según la O.M.S. "la ausencia de dolor debe de ser considerada como un derecho de todo enfermo, y el acceso al tratamiento contra el dolor como una manifestación del respeto a ese derecho". Pero también otros síntomas como disnea, tos, nauseas y los vómitos, sequedad de boca, estertores..., pueden aparecer en los últimos días provocando al paciente disconfort, angustia, ansiedad. Al paciente no sólo le preocupan el dolor y los síntomas orgánicos, también el temor a lo desconocido, a dejar o perder a su familia, a sentirse una carga. El temor a la muerte en sí, o a compartir sus miedos y temores... pueden llevar al enfermo en situación terminal al ! aislamiento y al sufrimiento. Se debe procurar un adecuado control de síntomas pero también es importante transmitirle sensación de seguridad, de que no es una carga para sus familiares ni para el personal que le cuida. Es importante dar y recibir afecto. Comentar y explicar la situación. Hay que incluir al paciente en la toma de decisiones. La comunicación con el paciente es importante. También la no verbal. Debemos invitarle a expresar sus temores, intentar aclarar sus dudas, ofrecerle apoyo emocional... Algunas preguntas no tienen respuesta. Sólo hay que estar. La familia sufre los mismos miedos ante lo que vendrá. Preguntan si tendrá dolor, si sufrirá, cómo reconocerán la proximidad de la muerte o el final. Hay que informarles, responder sus dudas. Enseñarles a afrontar síntomas y/o complicaciones, permitirles tomar decisiones. Animarles a seguir cuidando a su familiar. Ofrecerles disponibilidad. El objetivo de los cuidados paliativos es conseguir aliviar el sufrimiento, mejorar la calidad de vida y lograr una muerte digna.

3. Derecho a la información En muchas ocasiones surge la "eterna pregunta": ¿hay que decirle al paciente que tiene una enfermedad terminal, que se está muriendo? Las familias, en su afán de proteger al paciente, toman la decisión de informar o no, y piden al profesional que transmita o mantenga "en secreto" el diagnóstico. El paciente tiene derecho a ser informado sobre la naturaleza de su proceso, y tomar sus propias decisiones. Para ello la información que reciba debe ser suficiente y adecuada, eligiendo el momento y el lugar para hacerlo. No informar es no respetar la dignidad humana. El derecho a la información es un derecho fundamental del ser humano como se recoge en el Convenio de Oviedo (1997) y la Ley Reguladora de la Autonomía del Paciente (41/2002). También hemos de respetar la posibilidad de que el paciente ejerza su derecho a no querer ser informado. No es lo mismo esta situación que aquella en la que es la familia quien decide la ocultación de la naturaleza de su enfermedad al paciente. En cualquier caso, lo que debemos hacer es hablar con el paciente, escucharle, intentar conocer sus miedos y angustias. Descubrir lo que quiere saber y hasta donde quiere saber. El paciente siempre es soberano, la familia representante en beneficio del paciente, y el médico el garante.

4. Documento de instrucciones previas (DIP) Es un documento escrito dirigido al médico responsable en el que una persona mayor de edad, que no haya sido incapacitada judicialmente para ello, de una manera libre y de acuerdo a los requisitos legales, expresa las instrucciones a tener en cuenta en una situación en la que las circunstancias que concurran no la permitan expresar personalmente su voluntad. En el DIP se puede designar uno o varios representantes que serán interlocutor válido y necesario con el equipo sanitario o el médico, y que le sustituirá en el caso de que no pueda expresar su voluntad por sí mismo. El médico, el equipo sanitario y el sistema de atención sanitario están obligados a tenerlo en cuenta y a aplicarlo de acuerdo con lo establecido por la ley. En el DIP pueden reseñarse consideraciones como la elección del lugar (hospital o domicilio) donde se desea recibir los cuidados en el final de la vida, la voluntad de ser donante de órganos, el deseo de recibir asistencia religiosa o no, si se es contrario a que se practique la autopsia, si se desea donar el cuerpo para estudios anatómicos... En el DIP se puede solicitar que no sean aplicados o en su caso que se retiren medidas de soporte vital tales como reanimación cardio-pulmonar, diálisis, conexión a un respirador, nutrición e hidratación artificiales para prolongar la vida. El representante designado en el DIP debe conocer la voluntad de su representado, es aconsejable que participe en el proceso de deliberación previa. No puede contradecir el contenido del documento y debe actuar siguiendo el criterio y las instrucciones expresadas en él. Debe evitar que le pueda afectar ningún conflicto de intereses y asegurar que las decisiones se toman en beneficio del paciente. El representante, según

la ley, no será ninguno de los testigos, ni el médico responsable, ni el personal que financie la atención sanitaria de la persona otorgante. Es aconsejable que un familiar conozca quien ejercerá de representante. En caso de más de uno hay que establecer el orden de prioridad. El DIP será válido cuando esté firmado por una persona mayor de edad con capacidad legal y que actúe libremente. Debe estar formalizado por escrito en uno de los tres modos establecidos por ley. En caso de no seguir las preferencias expresadas el médico responsable deberá razonar por escrito en la historia clínica su decisión. La ley establece límites. No podrá ir contra el ordenamiento jurídico vigente, las intervenciones médicas no estarán contraindicadas en su enfermedad, la situación clínica será la prevista y no otra distinta de la que se anticipa en el documento.

1. Papel actual del profesional de enfermería y la necesidad de formación específica en cuidado de terminales Frente a los antiguos estereotipos, hoy en día superados, la profesión de la enfermería ha experimentado un desarrollo de carácter científico y profesional, cuyo principal beneficiario no es otro que el propio ciudadano. El proceso de enfermería es un método ordenado y sistemático para obtener información e identificar los problemas del individuo, la familia y la comunidad, con el fin de planear, ejecutar y evaluar el cuidado de enfermería. Por tanto, es la aplicación del método científico en el quehacer de enfermería. Es un sistema de planificación compuesto de cinco pasos sucesivos que se relacionan entre sí: •

Valoración.



Diagnóstico.



Planificación.



Ejecución.



Evaluación.

Aunque el estudio de cada uno de ellos se hace por separado, con fines metodológico, en la práctica las etapas se superponen. En el currículo académico de las profesiones sanitarias rara vez figuran materias directamente relacionadas con la enfermedad terminal o con la muerte. El contacto con estas realidades, de suyos difíciles, y que requieren una preparación específica, provoca un rechazo instintivo en el profesional. Hay que asumir que el acto asistencial no se limita a CURAR, lo que llevaría sin duda al profesional a la frustración, sino que también consiste en ALIVIAR, CONSOLAR, REHABILITAR, EDUCAR. La asistencia en los últimos momentos de la vida precisa de una actuación multidisciplinar en la cual la enfermería forma parte fundamental. La interacción del personal de enfermería con el paciente supone el desarrollo, fundamentalmente basado en la experiencia de una serie de capacidades: técnicas, intelectuales y de relación: -

Técnica: conocimiento de las distintas técnicas de administración de fármacos, manejo de instrumental y aparataje.

-

Intelectual: emitir planes de cuidados eficaces y con fundamento científico.

-

Relación: saber mirar, empatia y saber obtener el mayor número de datos para valorar.

Hay que precisar el concepto de enfermo terminal, ya que, pese a parecer intuitivo, la práctica demuestra una gran disparidad de criterios a la hora de su aplicación a enfermos

concretos. El diagnostico de síndrome terminal de enfermedad se produce cuando concurren las siguientes circunstancias: •

Enfermedad de evolución progresiva,



pronóstico de supervivencia corto,



ineficacia comprobada de los tratamientos,



pérdida de la esperanza de recuperación.

A lo largo de mi experiencia profesional, he vivido la evolución del propio sistema sanitario, y cómo han cambiado los cuidados y los recursos disponibles, en un primer momento en un consultorio rural, cuando aún no se habían creado los centros de salud, más tarde en una planta hospitalaria, luego, casi durante 20 años en el servicio de Hospitalización a domicilio, donde hacíamos el seguimiento de un gran numero de enfermos terminales; y luego en un centro de salud urbano y en la actualidad en un consultorio rural.

2. Destinatarios de los cuidados de enfermería: el paciente y la familia El principal destinatario de nuestra actuación es el PACIENTE. Mientras que hace años la gente moría habitualmente en las casas, rodeado de sus familiares y amigos, consciente de lo que estaba sucediendo, participando de forma activa en el suceso y en la tranquilidad de su hogar; la actitud generalizada de rechazo y negación ante el proceso de la muerte llevó a generalizar el tratamiento de este tipo de patologías en los hospitales, que con frecuencia impedía al propio enfermo el poder opinar o participar en las decisiones tomadas sobre su enfermedad, rodeado de otros enfermos y sin la intimidad que requiere este suceso. En los últimos tiempos y propiciado por un acercamiento a la realidad de la situación, y también por el mayor control por parte de los sanitarios de estos procesos se ha conseguido modificar esta tendencia, y salvo casos muy concretos en los que el hospital será indispensable, el transcurso de estos últimos momentos de la vida tendrán lugar en el propio hogar, donde el enfermo estará rodeado de los suyos, en su propio ambiente. En el servicio de hospitalización a domicilio, la primera visita en la mayoría de las ocasiones, salvo cuando había un contacto previo con los servicios de Atención Primaria, se realizaba en la propia planta del hospital, ofreciendo las posibilidades del servicio y aclarando las dudas concernientes a como serian las visitas y venciendo las ideas sobre el despego del hospital, en un momento, con el diagnostico cercano y cuando aún quedan esperanzas sobre la resolución del proceso, viéndose el hospital como una posibilidad para ello. Se valora la situación del hogar así como el apoyo familiar necesario. La importancia de que en esta ocasión se consiguiese una relación fluida, abierta, ofreciendo seguridad, era un primer paso para que luego la asistencia posterior en su casa resultara adecuada. En el caso de los centros de salud urbanos, y sobre todo en los rurales, ciertas barreras no existían, al ser el enfermo y su entorno familiar ya conocidos, en muchas ocasiones ya hemos estado en su domicilio, con lo cual se facilita la aplicación de los cuidados.

3. Necesidades del paciente ¿Cuáles son las necesidades del paciente? Son de varios tipos: intelectuales, físicas, espirituales, psicoemocionales. a.

Intelectuales

El enfermo ha de satisfacer su necesidad de información; el enfermo tiene derecho a ser informado, pero también debemos respetar su deseo de no conocer. Aunque la confirmación del diagnóstico habrá sido llevada a cabo por el especialista el paciente debe ser informado sobre su evolución, problemas, síntomas etc., de una forma sencilla, respondiendo a lo que desea conocer, evitando una sobrecarga de conceptos técnicos o médicos. Adaptándonos al nivel intelectual del paciente, considerar las diferencias de edad, la fase de adaptación de la enfermedad en que se encuentra (negación, ira-rabia, negociación, depresión, aceptación). Conviene desterrar ideas equívocas que llevan a la llamada conspiración de silencio por parte de la familia. El conocimiento real de la situación va a ayudar a una comunicación más fluida con la familia y a que el enfermo confíe en las medidas llevadas a cabo por el personal. Será preciso adaptarnos al nivel intelectual del paciente, considerar las diferencias de edad, no es lo mismo una persona mayor, con un camino ya recorrido y una estructura familiar formada, que una persona joven con una serie de proyectos en marcha y metas que se ven interrumpidos bruscamente,y que demandará más información y con más profundidad. Es importante comprender la fase de adaptación de la enfermedad en que se encuentra (negación, ira-rabia, negociación, depresión, aceptación). El paciente debe conocer quien va a tratarle, la disponibilidad de los profesionales, deberá conocer que recibirá visitas frecuentes, programadas y en aquel momento en que lo precise; el medio de ponerse en contacto con el equipo, que él tomará parte en la toma de decisiones y que la última palabra la dirá el. b.

Físicas

El control de los síntomas contribuirá no sólo a su bienestar físico sino también a su situación emocional. Las actuaciones van a perseguir una calidad de vida, serán lo menos intervencionistas posibles, se priorizarán las vías orales, rectales, hoy en día hay gran cantidad de preparados transcutáneos, pequeñas bombas de perfusión subcutáneas, si son necesarios tratamientos intravenosos, se permeabilizara la vía para permitir periodos de tiempo con movilidad, todo ello con el fin de conseguir la mayor autonomía posible. La valoración del enfermo terminal, al igual que en cualquier paciente, deberá llevarse a cabo teniendo en cuenta las necesidades de los distintos patrones que a continuación se especifican. •

Nutrición-metabólicos

Consejos higiénico-dietéticos sobre nutrición: comidas ligeras, en la medida en que se tolere, raciones pequeñas y más frecuentes. En la mayoría de los casos el cuidador se muestra preocupado por la lógica falta de ingesta, y que insistentemente puede provocar angustia en el enfermo; se ha de desterrar esa idea de la necesidad de comer. En ocasiones el enfermo puede necesitar de suplementos orales de fácil digestión. En algunos casos pueden precisar de hidratación mediante bombas de perfusión, deberemos instruir a los cuidadores sobre el

manejo de las bombas de forma y qué hacer cuando aparezcan problemas a la espera de la llegada del personal cualificado. Hay que valorar y minimizar en lo posible los efectos del propio proceso y los efectos secundarios de algunos tratamientos: náuseas, vómitos, diarrea, estreñimiento, que pueden aliviarse con dieta, hábitos apropiados o la toma de alguna medicación. Sobre la eliminación: en ocasiones hay pérdida de control de esfínteres, por ello se ha de valorar el uso de absorbentes, que mejorarán la calidad de vida, sin olvidar que todo ello puede suponer una pérdida de intimidad para el paciente, en todo caso se ha de dar sensación de normalidad en tal situación. Puede ser necesario un sondaje vesical, en tal caso se ha de comentar al enfermo o familiares las ventajas para mantenerle seco, así como el manejo y cambio de bolsas. En ocasiones el enfermo y cuidador necesitará entrenamiento en el cuidado de colostomia. •

Actividad/ejercicio

Se ha de propiciar y estimular la propia autonomía, incluso en un primer momento se animará al paciente a realizar paseos en la calle, teniendo en cuenta que se le ha de preparar para la disminución progresiva de alguna actividad y será necesario valorar los apoyos necesarios al deterioro: bastones, andadores, silla de ruedas, cama articulada. Con frecuencia supone cierta dificultad para el cuidador realizar labores como el cambio de ropa, movilización e higiene de encamados. Tales labores pueden simplificarse con un sencillo adiestramiento, el cual, además, aumentarán el confort del enfermo así como la prevención de escaras. En ocasiones pueden necesitarse ayudas como barras protectoras en cama, cama articulada, colchón antiescaras. •

Sueño/descanso

Se han de procurar medidas higiénicas que lo mejoren, para ello será de ayuda favorecer un ambiente agradable y sin ruidos; igualmente se han de considerar los beneficios de la toma de alguna infusión o un baño previo a acostarse. Son de gran utilidad técnicas de relajación y ejercicios respiratorios en momentos de crisis de ansiedad y angustia. A veces, la falta de descanso nocturna delata la existencia de dolor, en ocasiones no confesado por el miedo a los analgésicos, o al aumento de sus dosis; se habrán de desechar las ideas erróneas del uso de analgésicos, "miedo a los mórficos" y falsedades sobre sus efectos secundarios (que crean dependencia, que desconectan del miedo). Son de mayor utilidad las dosis pautadas de analgésicos que su uso a demanda. •

Cognitivo/perceptivo

Según nivel intelectual del paciente se podrá animar a actividades de ocio y conexión con el medio: lectura de prensa, radio, televisión, lectura, visitas de amigos, estimular sus aficiones. c.

Espirituales

Se ha de tener en cuenta el proceso de recapitulación del enfermo. Se ayudará a una valoración positiva de aficiones, trabajo, relaciones. Igualmente, es importante ayudar a que el paciente se forme una imagen positiva de lo que ha sido su vida, que cierre asuntos inconclusos: relaciones conflictivas, errores, hacer las paces con su pasado. Es muy importante respetar sus creencias, sean éstas compartidas o no por el cuidador.

d.

Psicoemocionales

Es fundamental crear un ambiente de afectividad, que el paciente tenga confianza en aquellos que se están ocupando de su proceso, la empatia entre ellos harán que la comunicación sea eficaz y que el paciente no se sienta solo. Se ha de tener en cuenta el rol y relaciones en el seno familiar y sus relaciones. ¿Como acompañar en estos momentos? •

Autocontrol emocional: las emociones, ansiedades y temores del cuidador acerca de la muerte pueden interferir la asistencia al paciente terminal: es preciso centrarse en el paciente y ver lo que necesita cada día.



Habilidades de comunicación: escucha activa de sus palabras y la comunicación no verbal; asertividad, reconversión de ¡deas, refuerzos, silencios.





Actitudes: -

serenidad (incluso en situaciones de gran contenido emocional),

-

empatia (entender el sufrimiento y hacerlo saber con palabras y comunicación no verbal, que él sienta que le comprendemos),

-

comunicación no verbal adecuada (cercanía, calidez, mirada directa, tono de voz, tacto, "silencios"),

-

buen humor y conversaciones corrientes,

-

respeto (es la capacidad para transmitir al paciente que su problema le atañe, y que se preocupa por él preservando su forma de pensar, sus valores ideológicos y éticos, implica el aprecio de la dignidad y valor del paciente y el reconocimiento como persona),

-

sinceridad (reconocimiento en un momento determinado de aquello que no conocemos, y nuestra disposición y medios para solucionarlo).

Errores a evitar. -

sobreprotección (respeto a la dignidad de la persona);

-

excesivo protagonismo por parte de los miembros del equipo, actuar con uniformidad de criterios);

-

dar seguridades prematuras ("seguro que todo sale bien"), expresar actitudes fatalistas ("no se puede hacer nada");

-

minimizar su sufrimiento emocional ("qué tonterías dices", "todos vamos a morir algún día").

4. Necesidades de la familia a.

Durante la enfermedad

El paciente no es el único destinatario. No hay que olvidar que junto al paciente el diagnostico de una enfermedad terminal supone un gran impacto emocional, un periodo que desestabiliza y provoca profundos cambios en la vida de todos los miembros de la unidad familiar; la familia es el principal soporte de las necesidades emocionales y espirituales del

paciente, precisan de nuestra atención, del mismo modo que el enfermo. Bien apoyados, los familiares, constituirán una ayuda necesaria para el propio paciente y serán aliados indispensables de los propios sanitarios. En casos de "conspiración de silencio" podemos hacer comprender a la familia el derecho que tiene el paciente de saber, siempre con la cautela de que esta información sólo se le dará cuando lo pida y de forma adecuada. Ello le va a ayudar y permitirá un acompañamiento y unas relaciones más fluidas, evitará la desconfianza ante el tratamiento médico A los familiares se les proporcionará educación sobre cuidados, se les adiestrará en el manejo de cierto aparataje, manejo del paciente, administración en determinadas ocasiones de analgésicos de forma sencilla, lo cual ayuda a la reducción de su estrés, al comprobar que puede controlar ciertas situaciones. Se ha de evitar un cansancio del cuidador. Habrá que reconocer en todo momento su trabajo. Se deberá simplificar la accesibilidad a los diferentes medios necesarios, facilitando recursos de ayuda: absorbentes, colchón antiescaras, sillas de ruedas, etc. b.

En el momento de la muerte del paciente

Es bueno permitir la despedida, comprendiendo las distintas reacciones, se ayudará al control de la situación, respetando la dignidad del fallecido en la retirada de aparatajes, apositos, manteniendo una correcta imagen. En todo momento es preciso reconocer el trabajo llevado a cabo por la familia. Igualmente habrá que facilitar información sobre trámites a seguir Se han de comprender las distintas reacciones durante el duelo, en ocasiones evasivas (que desaparecen con el paso del tiempo), mientras en otras ocasiones se respetará la necesidad que sienten de recordar la situación vivida. Se ha de cooperar a que los familiares superen la pérdida para ello, en ocasiones habrá que superar ciertos escrúpulos y extrañezas.

5. Evaluación del proceso de cuidados al final de la vida Como todo proceso debe someterse a un análisis para corregir errores y fomentar situaciones positivas, que ayuden a mejorar la asistencia a estos pacientes. Al presentarme la posibilidad de colaborar en este libro, pensé si podría aportar algo, pero sobre todo me ha permitido ofrecer un homenaje a todas esas personas, que en unas circunstancias tan difíciles de su vida, han pasado por mi vida y no de forma estéril, sino enriqueciéndome.

Introducción Las cuestiones espirituales son importantes en cuidados paliativos. ¿Por qué? Porque la enfermedad terminal afecta a la persona en su totalidad. En esta situación los enfermos necesitan unos cuidados que son diferentes a los que se dan en otras enfermedades. Los enfermos terminales se encuentran en situaciones física, mentales, afectiva, sentimentales, espirituales... especiales, debido al deterioro y debilidad física, a la medicación, a la soledad, al miedo, o ante la perspectiva de la propia muerte. Es lícito, pues, plantearse cuáles son esas necesidades espirituales que afectan a un paciente terminal y cómo pueden ser satisfechas. La posibilidad de un adecuado acompañamiento espiritual al enfermo terminal pasa por una cuestión previa: es preciso que dentro del equipo de cuidados paliativos sea reconocido el papel específico que tiene el capellán (y en cierta medida - c o n sus matices- extensible a laicos y religiosos que realizan acompañamiento espiritual a estos enfermos). El capellán de cuidados paliativos debe ser considerado una pieza clave y al mismo nivel que el resto del equipo de paliativos (médicos, enfermería, psicólogos, trabajadores sociales). El capellán católico evangeliza difundiendo la salud al hombre.de hoy, tratando de redescubrir la fuerza liberadora, sanante y recuperadora del evangelio de Jesús, desde la convicción de ser animados por el Espíritu Santo. El sacerdote cuya misión se desenvuelve en este campo realiza un trabajo especializado con una serie de características que difieren de las del resto de los compañeros de presbiterio encargados de otras acciones pastorales. La responsabilidad del capellán de una unidad de paliativos es estar al lado del enfermo y cuidar de las "cosas de Dios" del enfermo. Si el capellán "no estuviera" del lado de Dios, estaría en contradicción con su propio ministerio. El trabajo del acompañamiento espiritual no se contrapone a todo el progreso técnico y organizativo de la sociedad, más bien lo refuerza porque este acompañamiento es en sí mismo humanizador y liberador.

Actitudes del capellán ante el enfermo. Desde mi experiencia, creo que la actitud más importante es la de acercarse al enfermo terminal con respeto, sin miedos, siendo consciente del momento que pudiera estar atravesando, y valorando todo lo que se le hace al enfermo, desde los cuidados sanitarios, hasta el acompañamiento que hace la familia. Para mí, el enfermo es un signo sacramental del amor de Dios que me pone en "tierra sagrada" para tener los mismos gestos de Dios con él. Además el capellán actúa en nombre de la Iglesia y como enviado de ella. Por eso el capellán debe ser una persona competente en el trabajo que realiza. a.

La visita al enfermo.

Es el momento principal de atención al enfermo. Esta visita debe ser "preparada" en la capilla con el Señor; un rato de oración para pedir por mí y por los enfermos que voy a visitar. A v e c e s esto no se tiene en cuenta y, sin embargo, es importante. Luego, sí, se debe efectuar una visita sencilla. Se ha de tratar de establecer una relación con el enfermo y, por lo mismo, debemos mostrar interés por las pequeñas cosas que le suceden, como puede ser preguntarle si ha dormido bien, si la comida es buena, si tiene dolores... aparentemente son cosas triviales, pero que nos permiten establecer un contacto con él. Si hubiera que sintetizar en una palabra cómo han de transcurrir las visitas, diría que 1o que hace falta es hacer uso el sentido común. En esta línea destacaría algunos aspectos a tener en cuenta.

b. Escuchar

acompañando.

Nos viene bien saber cómo se llama el enfermo y procurar tener alguna referencia de su situación personal (cuál es la enfermedad que padece, si tiene algún problema familiar, etc.). Si formamos parte de un equipo es necesaria la información previa, no vamos por libre. Es importante que el capellán al entrar en la habitación lleve algún distintivo o una bata que ie ¡aení: ic:ue cor— miembro caí equipo que atiende a! enfermo. En mi case no llevo cata, a veces suelo llevar una cruz -otras veces n o - y quizás esto me facilita la presentación ante el enfermo y la familia iniciando un diálogo abierto y sincero. Muchas veces se llevan una sorpresa agradable y facilita la visita. f

c. Discernir si el enfermo acepta la ayuda espiritual Ante el enfermo conviene saber si él nos acepta o no. Nosotros nos proponemos y ofrecemos a la persona enferma, no nos imponemos. El tema espiritual es algo que debemos fomentar a lo largo de las visitas a los enfermos. El capellán respeta las creencias religiosas de los enfermos. En esos momentos no podemos pretender cambiárselas o ponérselas en cuestión. Sí debemos escucharle y sólo sugerir cuando veamos la puerta abierta. La conciencia de los enfermos es sagrada. Es mejor esperar y ver si se da la oportunidad de hacer una propuesta religiosa, o no. Por ello es imprescindible estar junto a... La cercanía es \tan necesarial Me doy cuenta de que los tiempos por los que va pasando el enfermo en fase terminal son un tiempo con unas características propias por la intensidad y la radicalidad de las vivencias. No sabemos cuánto va a durar y, dada las repercusiones que tiene en la propia persona y en la familia, debemos tenerlas en cuenta para hacer un buen proceso. La experiencia de este proceso es que salvo que sea una muerte prematura o accidental, hay un tiempo de morir. Desde la propia experiencia me llama la atención que en el momento en que uno se está jugando la vida sea tan poca la pedagogía para ayudar a vivir humanamente este tiempo, precisamente, en una sociedad que tiene los ojos abiertos a tantos problemas. Me atrevería a afirmar que la vivencia humanizante de la fase terminal va a depender de dos factores: uno, la situación biográfica y, otro, el horizonte espiritual. d.

Profesionalidad.

No basta la buena voluntad y la generosidad. Esta es una tarea que se inscribe en un área particular de la pastoral de la Iglesia y habría que pedir a la gente que se dedica a ella que adquiera los conocimientos suficientes para hacer una buena labor. Requiere formación específica y una adecuada puesta en práctica posterior. Esto es cierto, porque cuando uno sale de los libros y se pone en contacto directo con los enfermos todo cambia. En éste, como en otros ámbitos es preciso que el conocimiento de los problemas que conlleva esta pastoral de la salud proceda, más que de teorías, del trato con los enfermos y la cercanía al dolor y al sufrimiento de los hombres y mujeres concretos que lo padecen. La formación en orden a esa profesionalidad del acompañante espiritual debe ir en una doble línea: •

Una adecuada formación cristiana en todo lo que se refiere a la misión de la Iglesia en el mundo de la salud, lo que se conoce como "pastoral de la salud".



Una formación específica en el campo de los enfermos en fase terminal. En concreto, aspectos relacionados con la problemática del enfermo terminal, su psicología, la organización del mundo sanitario al respecto, sin olvidar lo que significa la individualización en la atención sanitaria y el derecho que a ella tiene cada enfermo.

Conviene tener suficientes conocimientos de los principios de la bioética con el fin de conjugarlos con la autonomía de la persona. Igualmente es importante una adecuada formación para poder prestar la debida atención a la familia del enfermo. Cada equipo de paliativos buscará la manera de concretar de forma visible la participación del sacerdote, de modo que ésta sea patente para todos. Deberá participar si es posible en las sesiones del equipo, en la autoformación o encargándose de los temas de atención espiritual, y en su caso, de preparar y formar a otros profesionales. Deberá aprender a escuchar lo que otros dicen y con discreción dar -o n o - su opinión. En caso de algún paciente, con especial situación personal o familiar, podrá orientar a los miembros del equipo y dar sus opiniones. Siempre sabiendo que como sacerdote deberá encontrar la manera de orientar desde la discreción. La actitud del sacerdote debe ser activa y no debería esperar a ser avisado por otro miembro del equipo o la familia para presentarse a saludar a un enfermo. Todos pueden facilitar la tarea del capellán sugiriendo la visita o hablando con el paciente. Quien por su trabajo de cuidador está de modo continuo y cercano en la atención del paciente, está en una situación inmejorable para identificar cuándo un paciente desea asistencia espiritual. Un capítulo muy importante en el tema de atención a los enfermos terminales es la atención a las familias. Ahí también el capellán tiene una valiosa labor de acompañamiento espiritual.

"La muerte no debe tenerse como un mal cuando le ha precedido una vida honrada. En rigor, lo que convierte en mala la muerte es lo que sigue a la muerte. De aquí que quienes necesariamente han de morir no deben tener grandes preocupaciones por las circunstancias de su muerte, sino más bien a dónde tendrán que ir sin remedio tras el paso por la muerte" (San Agustín, Confesiones, I, XI, 29). La muerte no deja indiferente. Exige que se la tome en serio, pide una respuesta aptitudinal para con ella. Hay que enfrentar la realidad de la muerte, sea cual sea la forma de tal enfrentamiento. No hay receta alguna universal ni solución unívoca sobre las actitudes que se deben adoptar ante la muerte. Ante la muerte se mantienen, de hecho, muy diversas posiciones según la formación, cultura, religiosidad, afectividad, valores, de cada uno. Más aún, una misma persona puede tener, al tiempo o sucesivamente, posicionamientos y actitudes variadas ante la realidad de la muerte, dependiendo de la cercanía de quien muere, del impacto social del modo de morir, de la repercusión psicológica de la muerte, de las convicciones filosóficas y religiosas, de las circunstancias concretas del deceso, etc. Puesto que no es viable, y ni siquiera recomendable, determinar de antemano un modo único de afrontar la muerte, será suficiente circunscribirse a describir someramente aquellas actitudes predominantes ante la muerte y el morir, o, al menos, las que lo son de un modo más general y mayoritario. En este sentido, el lector atento fundamentales ante la muerte de las la celebración ritual de la misma. Se a él remitimos para completar esta porqué siendo la muerte un hecho hecho de ella un tabú.

echará en falta en este apartado alguna de las actitudes muchas personas creyentes: la esperanza, la confianza y tratará ampliamente de estas cuestiones en otro capítulo; panorámica. Comenzamos, este recorrido analizando el universal y palmario, sin embargo nuestra sociedad ha

1. Introducción La filosofía se interroga por la muerte, porque dicha reflexión surge en la pregunta por la realidad y por el origen y el fin de la vida humana. Especialmente, trata de reconocer cuál es la actitud del ser humano ante su condición finita. Nos referiremos a algunos autores, pocos, dentro de la filosofía española para analizar el sentido de la muerte en la actualidad y sobre todo el tabú que se cierne sobre ella. Observaremos que algunos de estos filósofos se han acercado a este tema, en la convicción de que la muerte aporta un sentido de autenticidad a la vida humana. Otros, en cambio, la "enmascaran" porque la muerte se considera como una realidad trágica. Desde el período antropológico de la filosofía griega, las grandes figuras de Sócrates y Platón y, posteriormente la del romano Cicerón, consideraron la filosofía como una meditatio mortis, una meditación sobre la muerte. La filosofía medieval, por supuesto los filósofos cristianos y, ya en el siglo XX, el existencialismo reflexiona sobre la vida efímera y su precariedad, aunque todas las filosofías se han ocupado del sentido último de la vida y, en consecuencia, de la inmortalidad. Sin embargo, desde el Renacimiento pronto surgieron algunos filósofos que se evadieron de esta pregunta considerando que no encontraban respuestas o sólo generaban angustias. Esta línea de pensamiento ha ido imponiéndose, de modo que, ante la muerte se responde con tabúes, es decir, sin abordar realmente la cuestión, sin desvelar la realidad. Pero por qué admitir tabúes, si el ser humano es una realidad abierta para unirse a otros, para conocer, para sentir todo aquello que le potencie y le haga persona. Los tabúes surgen de prohibiciones que se derivan de prejuicios o convenciones sociales. Convendría subrayar que los prejuicios son falsas ideas, que se adhieren a nuestra conducta, ya sea pensamientos o sentimientos y se nos presentan como temores, rechazos, resentimientos incontrolados o, peor, arbitrarios, de modo que no nos dejan pensar con claridad y la tergiversan. Reconocemos los prejuicios porque son siempre excluyentes, reductivos y fanáticos. Los prejuicios degradan nuestra visión acerca de la realidad tanto en su carácter imaginativo, emotivo, racional. Mientras que el amor nos da visión porque el amor nos define. Lo esencial de la visión es el amor y éste no excluye sino que incluye, no reduce sino que potencia, no fanatiza sino que dialoga (cf. F. Rielo, Diálogo a tres voces, Fundación Fernando Rielo, Madrid, 1999. Id., Mis meditaciones desde el modelo genético, Madrid 2002).

2. Algunas razones sobre el tabú de la muerte Nos centraremos, en fin, en algunas razones que explican el tabú de la muerte en nuestra sociedad actual. Nuestra propuesta se basa en los siguientes aspectos.

2.1.

La muerte del sujeto

El sentido de la vida sólo puede abordarse desde la idea de persona pues equivale a una toma de consciencia o caer en la cuenta de la importancia del vivir humano, su corporalidad su trascendencia. "Estoy convencido de que no hay más que un solo afán, uno y el mismo para todos los hombres... La cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos después de que cada uno de nosotros se muera" (M. de Unamuno, Obras Completas, X, Escelicer, Madrid 1966, 202).

Sin embargo, para algunos filósofos que no quisieron reflexionar sobre la muerte, el núcleo duro de su pensar se basa en que el morir no es un acto personal, es decir, no morimos sino que somos muertos. Con ello quiere decirse que la muere adviene como esa guadaña que sesga la vida, de modo arbitrario, sin razón alguna. Por el contrario para Unamuno y Julián Marías la filosofía ha de preguntarse e incluso parte de la pregunta acerca de la muerte, porque el sentido de la historia vital se sitúa en la pregunta por el origen y el fin. Recuperar la persona es recuperar también el sentido originario de vida y también su final. Anna Harendt (1906-1975) dice que la vida moral surge cuando "el individuo se escoge a sí mismo y escoge con quién vivir". No está lejos de aquel bello pensamiento de Platón en el Gorgias que reclama "una vida sin examen, no merece la pena vivirse". Es decir, estos autores valoran el pensar, o la comprensión - e n palabras de Harendt-; hemos de "pensar sobre lo que hacemos" y así comienza la vida moral. Pues la vida humana es constitutivamente moral, y todo proyecto de vida, individual o colectivo, se configura en torno a unos ideales, unos valores que son éticos o no lo son. En las obras de Anna Harendt, podríamos destacar Los orígenes del totalitarismo (1949), Comprensión y política (1953) o La banalidad del mal (1963) donde crítica aquellos crímenes que sólo pudieron perpetrarse porque se trivializaron, es decir, las personas se convirtieron en meros funcionarios que no actuaban personalmente, sino desde el sistema. Y no pensaban, porque "comprender es acoger el tiempo en el que vivimos para evitar la alienación del mundo". Anna Harendt lo afirma categóricamente: "Se vuelve superfluo ser persona". Frente al relativismo hemos de subrayar la importancia que Heidegger concede a la muerte, de modo que afirma que somos un "ser para la muerte". Y en la consideración de dicha circunstancia se dirime la autenticidad de nuestras vidas. Conviene subrayar que Heidegger postula un modo de ir libremente a la muerte y éste es la anticipación. La anticipación es siempre una pista acerca de una verdad que buscamos, •a anticipación io es siempre ce una verdad que percibimos en lo más íntimo. Por ello aíería nuestra existencia y orienta el camino, si entendemos que la persona es una realidad abierta, porque su inteligencia y su voluntad lo es. También Julián Marías subraya la importancia de la anticipación porque considera que la vida humana, siguiendo a Ortega, es un proyecto o una tarea que se ha de acometer. "La persona es futuriza, no está nunca dada, no es sólo real, es programática o proyectiva... La vida humana opera esencialmente en la anticipación del futuro en vista de lo que no está ahí dado..." (J. Marías, Antropología Metafísica, en Obras, X, Revista de Occidente, Madrid 1982, 86). Junto a la anticipación se da también la apropiación. En la apropiación, mediante la cual la vida humana se caracteriza en su singularidad, se crece, se nos hace propia, cada una la puede llamara mía. No nos desquicia, no nos aliena sino, como dice Julián Marías: "el hombre no tiene más que asumirla como parte de un proyecto, ejerciendo su deber moral de intentar saber "a qué atenerse" sin dar por cerrada ninguna vía". "Porque la muerte es algo personal debo darle razón dentro de mi vida... el hombre "cuenta con la realidad de la muerte". Anécdota de Pedro Laín que comenta Antonio Lago Caballo el 7 de junio de 2001: "Mi horizonte es la muerte - l e oí decir hace dos m e s e s - y hacia ese horizonte caminó preparándose como el buen cristiano que fue siempre". También se cuenta de K. Rahner.

Si la ética orienta nuestras vidas; también la muerte porque es, como dice Julián Marías "condición configurante de mi vida", esta condición configurante constituye la diferencia que existe entre desaparición o aniquilación de la cosas y la muerte que forma parte de la vida humana.

Lo que yo soy es mortal pero "quién" yo soy consiste en pretender ser inmortal.

2.2.

El relativismo moral

El relativismo moral se asienta en aquella línea de pensadores que sólo admiten un subjetivismo o politeísmo moral. Vivimos, como dice Adela Cortina, no sólo un pluralismo moral mediante el cual distintas culturas estructuran los valores, sino que más bien se vive un politeísmo ¡rreverencial en el que la moda o cualquier arbitrariedad se nos impone. Además, otra característica del politeísmo, consiste en la adoración de ídolos sin calibrar la bondad de los mismos de forma que este relativismo cae, como fuerza centrípeta, en la absolutización. Entre estos ídolos podríamos mencionar la vida física, la calidad de vida como criterios absolutos sin conjugar el lugar de la libertad ni el de la dignidad personal. Se absolutiza el amor natural a la vida sin los apoyos a una buena vida en la que el amor, el perdón... y los valores humanos encuentran su lugar y su plenitud. Esta idolatría de la vida, o de la vida corporal, es una característica del relativismo y del inmanentismo de la sociedad actual, que considera la vida como un bien absoluto capaz de destruir otras vidas por la defensa o, en ocasiones, el capricho de la propia. Un individualismo donde ni se dignifica a la persona ni singular ni socialmente. Hemos señalado que la vida consiste en proyectos y es la persona, como realidad espiritual la que centra el yo, del que emana una fuerza, una potestad para comprender, para imaginar que la vida no tiene término y por ello "la muerte de la carne no es sin más e inmediatamente la muerte del proyecto... la vida, dirá, está en principio abierta tanto a la mortalidad como a la inmortalidad" (Helio Carpintero, Julián Marías, Diputación Provincial, Valladolid 2001, 36). Sin embargo, desde el relativismo se nos hace creer que la persona nada o poco vale, tampoco las relaciones humanas ni los valores. Ni siquiera se cree en la felicidad, no es así Julián Marías que con la misma fuerza que reflexiona sobre la muerte apuesta por la felicidad humana, sin relativismos ni medias tintas. Así "los temas de la ilusión y de la felicidad llenan de sentido la vida humana. Por una parte, porque la muerte física significa, especialmente, la eliminación del futuro. Sin embargo, la creencia en la inmortalidad revaloriza el vivir para siempre con la presencia de una felicidad perdurable. Así mismo, la ilusión es sinónimo de un vivir enamorado, que es lo propio de la vida humana, que no se queda en la superficie y que anhela la compenetración amorosa inagotable, sin final" (J. Sánchez-Gey, La reflexión sobre Dios en Julián Marías, en J.L. Cabria - J. Sánchez-Gey, Dios en el pensamiento hispano del siglo XX, Sigúeme, Salamanca 2002, 261-285). De ahí, que Julián Marías haya integrado el amor como única explicación de la muerte, la dimensión del amor explica porqué la muerte no es el final: "Un amor pleno que haya nacido en la raíz de la persona no pueda verosímilmente morir" (Antropología Metafísica, op. cit., 155).

2.3.

La trivialización o el olvido de la verdad

La trivialización arrastra superficialidad u olvido de la reflexión como eje que estructura la vida humana. No se puede hablar de la muerte sin habérnosla antes planteado, pues la muerte no se improvisa como no se improvisa la vida. La reflexión humaniza la vida humana y, sin embargo, el afán por ocultarla, trivializarla, pasar por el morir sin reposo, sin consciencia, de modo rápido... todo ello despersonaliza. "La vida es justificanda en todas sus dimensiones. También en lo que atañe, y de qué modo, a la muerte". Es más, la muerte ha de entenderse -y no sólo desde la creencia religiosa, como es el cristianismo- desde la salvación. En el cristianismo Cristo nos salva y nos salva de la muerte. Pero la filosofía es también búsqueda de una plenitud de vida que equivale a la salvación, incluso la medicina no puede convertirse tan sólo en un proceso de conquista para "dar jaque mate a la muerte". Ello es importante, pero más aún lo es la humanización que no enmascara ni veta esa manera tan propia de acompañar el morir, ayudar a comprender, a abordar que la vida tiene un fin. A veces esta trivialización viene desde la misma institución médica que busca ahorrarle al enfermo el enfrentarse conscientemente a su fin. Esta forma superficial de vivir impide que el enfermo, también el sano, puedan penetrar en el porqué de la vida, de la enfermedad o de la finitud, pues todas estas consideraciones hacen más honda la subjetividad y la propia intimidad. El hombre no tiene más remedio que asumirla como parte de su proyecto, ejerciendo su deber moral de intentar saber "a qué atenerse", sin dar por cerrada ninguna vía (J. Marías, Antropología Metafísica, op. cit., 204). No vale la pena trivializar la muerte, convertirla en algo anodino porque la muerte desvela la propia vida (Rilke). O como afirma Max Scheler: "la muerte es un elemento constitutivo de nuestra consciencia vital".

2.4.

El respeto por el tiempo o "la conspiración del silencio"

La muerte es uno de esos temas que entran dentro de la costumbre de dejar lo importante "para más tarde". Por ello para muchos autores, como Albert Camus, piensan que una pérdida de toda esperanza, una enajenación que destruye las ilusiones y genera el sentimiento de lo absurdo. Desde este punto de vista la muerte se aparta de la realidad, existe pero no se la quiere ver, se aparta de la vida y de la educación. Hoy se debate en educación si los niños deben conocer la muerte. El profesor Agustín de la Herrén Gascón, de la Universidad Autónoma, que aboga porque se hable de la muerte en educación porque los niños son personas y también conocen la muerte, ha escrito el libro ¿Todos los caracoles se mueren siempre? Cómo tratar la muerte en educación infantil (Ediciones de la Torre, Madrid 2000). En realidad, son los tabúes los que nos hacen tergiversar o degradar la realidad, ocultarla y enmascararla. Sin embargo, Julián Marías defiende la esperanza en una vida futura porque significa una defensa de la realidad, de la conciencia de "ser real para siempre. Su privación es una pérdida" (J. Sánchez-Gey, La reflexión sobre Dios en Julián Marías, op. cit., 281). Pero, claro está, pasando por la muerte, por ello Julián Marías gusta dé decir que la vida tiene "los días

contados" y este saber acerca del tiempo también nos posibilita la consciencia, el tomar en cuenta al mismo tiempo que la elección de saber morir o aprender a morir para ejercer el papel definitivo de la vida. Porque vivir bien consiste en saber morir cada día y ello supone respetar el tiempo que nos toca vivir.

3. Conclusión ¿No será, más bien, que la reflexión sobre la muerte permite, además de comprender la vida y distinguir la muerte de cualquier aniquilación, el momento de comprender que el ser humano, definido por el amor, sitúa su autenticidad, inserta la muerte en la vida humana, como una luz que proyecta la vida y le capacita para darle sentido y sostenerla, desterrando así cualquier absurdo? ¿Cómo dejar sin pensar, e incluso sin afectarnos, es decir, sin vivir desde la razón y desde la inteligencia, esa realidad que nos forma y nos orienta para hacernos mejores? Hemos de abordar la muerte y no vetar o prohibirla. Frente a los tabúes que hemos propuesto, podemos concluir: 1. 2. 3. 4.

Recuperemos al sujeto, porque la muerte le sucede a alguien que vive. Existen valores, por ello deseamos "el paraíso perdido". La sabiduría busca conocer el origen y el final. La luz y no la ocultación permite desterrar el absurdo.

[Nota: veáse también ficha 53]

1. Olvidar y silenciar la muerte: "como si la muerte no existiera" ("eís/ mors non daretur", "ac si mors non essef') Aun cuando la muerte es una realidad cotidiana, que marca los límites de la vida del hombre, y es, por tanto, un hecho incuestionable, hay una tendencia bastante generalizada que tiende a escamotearla, es decir, a echar en olvido, prescindir y hasta censurar, cuando no reprimir, todo pronunciamiento y familiaridad con la muerte y el morir, delegando esta tarea a quienes socialmente se han especializado en su trato (personal sanitario -enfermeros, médicos, psicólogos- trabajadores de los tanatorios, forenses, sacerdotes, filósofos, trabajadores sociales). Se prefiere tomar la actitud de vivir "como si la muerte no existiera" eludiendo todo contacto con ella y practicando una cierta amnesia ante la muerte inevitable. Se mira hacia otra parte: hacia el lado de la vida. Se huye y rehuye su aparición, se oculta su presencia: los muertos son recluidos en determinados espacios (tanatorios, cementerios, columbarios) y se circunscribe su contacto a tiempos concretos (día del entierro o incineración, fecha del aniversario de la muerte, fiesta de Todos los Santos). La muerte ha sido voluntariamente relegada y alejada del escenario de la vida pública y del horizonte personal, por ello cuando hace su aparición no se sabe muy bien cómo reaccionar. En la medida de lo posible, se evita la muerte y se silencian los interrogantes que plantea. Se busca la tranquilidad mediante la evasión y el acallamiento de las cuestiones inquietantes; y la muerte lo es. Se prefiere sortear los sentimiento contradictorios que provoca la muerte (miedo-entereza, angustia-paz, desolación-esperanza, incertidumbre-curiosidad, tristeza-consuelo, dolor-alivio,...). La muerte se convierte, individual y socialmente, en un tema tabú, que no obstante, pugna por construirse en asunto inolvidable. Se pretende echar en olvido la inmediatez y cercanía de la propia condición mortal para vivir despreocupados ante una muerte que se prefiere no considerar y mucho menos, si se permite la expresión, sentir cómo nos pisa los talones y nos envuelve con su aliento. Olvidar es una actitud, muy discutible y ampliamente cuestionable, pero que para muchos es la única legítima o, al menos, la única vital y afectivamente sostenible. Cuando, de facto, el olvido de la muerte no es posible, se procura recurrir al "como si' realmente éste se diera y actuar desde una despreocupación olvidadiza. Ya lo afirmaba B. Pascal: "los hombres, no habiendo podido remediar la muerte [...] han ideado, para ser felices, no pensar en ella" (Pensamientos, n. 168, en Obras, Madrid 1981, 386).

2. Descubrir la muerte: experiencia personal de la muerte. El hombre es el único animal que es consciente de que muere; sabe de su condición mortal. Hay una poesía del escritor alemán Erich Fried (Definition, en Warngedichte, Münschen 1964, 120) que expresa con toda crudeza esta conciencia de la ineludibilidad de la muerte: Un perro que muere y sabe que muere y puede decir que sabe que muere como un perro es un hombre".

Esta consciencia de la muerte, pese a los intentos por olvidar, se impone por una experiencia persona y otra universal. Experiencia personal es la vivencia de la temporalidad y caducidad de la vida por la cual se adquiere el presentimiento experiencial de la muerte. Experiencia universal es la inevitabilidad de la muerte de otros. Siempre hay alguien, conocido o no, que muere. Es la muerte que podemos calificar como en tercera persona: otros mueren, la gente se muere. Es la muerte anónima, sin rostro reconocible, sin inmediatez interpelante: una muerte impersonal, difusa y ajena. Es una muerte indefinida que nos deja bastante indiferentes. Este inicial descubrimiento del acontecer del morir adquiere un rostro y, por tanto, una consciencia diversa cuando se trata de la muerte en segunda persona: cuando un "tú" mío, un "tú"para mí, se ha muerto. Si quien fallece es un ser cercano, apreciado y querido la muerte pasa a ser una realidad próxima, concreta y propia. El apego, el afecto, el amor hacia un "tú" hace de su muerte una experiencia personal "para mí", por eso sólo quien está apegado, es afectivo y ama, sabe, de verdad, lo que significa morir. En realidad, sólo el amor desvela la radicalidad y hondura, la profundidad y mella, la magnitud y quebranto que produce la muerte. Sólo quien ama a un tú (segunda persona) descubre en carne propia y en persona la muerte. La experiencia de un "tú mortal" nos deja, no obstante, en la periferia de la muerte. Ésta se convierte en realidad propia cuando pasamos a considerar la realidad de la muerte en primera persona. A una determinada edad, por unas circunstancias particulares, en un momento impredecible, pasamos de un "saber conceptual" de la muerte a una "certeza intuitiva" (M. Scheller) de mi propia muerte. Es el paso del saber que tengo que morir (aunque no termine de creerlo del todo) al experimentar cercana y mía la muerte hasta ahora sólo posible. Es entonces, en verdad, cuando caigo en la cuenta de que yo puedo morir, es el descubrimiento personal de mi muerte. Ahora bien, esta consciencia de mi propia muerte, se realiza, paradójicamente, mientras estoy vivo. Aunque pueda imaginar o soñar mi muerte, ésta será siempre desde mi condición de seguir con vida. Por ello, no podré hablar de una experiencia real y empírica de mi propia muerte, pues aún no ha acontecido; y cuando acontezca tendré experiencia personal de la muerte, pero ya no tendré más experiencia de esta vida espaciotemporal y terrenal. La fuerza de esta argumentación sedujo desde antiguo y aparece ya en el conocido argumento de Epicuro, quien para invitar a perder el miedo a la muerte, niega que de ella se tenga experiencia: "El más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros, dado que, cuando nosotros estamos, la muerte no está, cuando ella llega, ya no estamos nosotros. La muerte no tiene significado alguno, ni para los vivos ni para los muertos, porque para unos es nada y los otros nada son" (Epicuro, Epístola a Meneceo, 124). También en tiempos modernos se sigue actualizando este mismo argumento con formulaciones nuevas. Así L. Wittgestein afirma: "La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte" (Tractatus logico-philosophicus, 6.4311). Por su parte F. Savater escribe: "en la muerte no hay nada que temer, puesto que somos incompatibles con ella (si estamos nosotros, aún no hay muerte; si está la muerte, no estamos nosotros) y por tanto nada puede traernos ni quitarnos. La muerte no es ni un mal ni un bien, sino el final de todo mal y de todo bien; y nada sobrevive a ella para deplorar esta aniquilación de nuestras rutinas" [Diccionario filosófico, Planeta, Barcelona 1997, 236). Si es cierto que no hay experiencia actual de la propia muerte en la vida, pues ambas se excluyen en su simultaneidad, habrá que concluir que el descubrimiento personal de la muerte

es un proceso de aproximación, cuya meta sólo se dará en el momento aún inexperimentado de mi propia muerte; una muerte que es única (insustituible e irremplazable), singular (irrepetible) y definitiva (irrevocable). De esta muerte, en primera persona, no puedo tener experiencia real anticipada, sólo intuida y diferida: intuida a partir de tantas pequeñas experiencias personales de separaciones, desprendimientos y abandonos definitivos; diferida, pues de ella y de su posibilidad real para nosotros sabemos a partir de otras muertes, en segunda o tercera persona, que en el fondo son extrañas a mí, pero muy cercanas. Es la paradoja de la muerte propia, la cual esconde inaccesible su misterio permanente. Esforzarse por descubrir este misterio de la muerte desde la cercanía de su realidad es una de las actitudes más humanas ante ella. Sólo habiendo experimentado la muerte, al menos como posibilidad propia, podremos tratar de comprenderla de modo personal.

3. Meditar la muerte El hombre siente una especial atracción por los enigmas y los misterios. Ambos son objetos de su reflexión. Aspira a resolver y desentrañar los enigmas; se apresura a meditar y contemplar los misterios. La muerte tiene mucho de enigma y más de misterio. Por ello desde siempre el hombre se ha preguntado por la muerte y ha tratado de desentrañar paulatinamente sus incógnitas, para lo cual se ha servido de las aportaciones de diversos saberes (antropología, medicina, biología, psicología, cultura, historia, sociología, literatura, ...). El resultado ha sido que se han aclarado bastantes aspectos enigmáticos de la muerte humana y el morir personal, y aunque aún persistan dudas y desconocimientos, es un dato adquirido que hoy sabemos más y podemos explicar mejor cómo y por qué acaece la muerte, los procesos que llevan a morir, las variantes culturales de la muerte, la incidencia antropológica y psicológica del hecho de morir, etc. El aspecto misterioso de la muerte, no obstante, ha permanecido inalterado a lo largo de la historia. A pesar de las variadas y plurales propuestas de solución registradas en la historia del pensamiento, la muerte aún continúa mostrando su lado de misterio inaprensible e indomeñable. Todavía hoy se tiene constancia de signos elocuentes de un misterio irresuelto y permanentemente abierto. En efecto, aún persiste la pregunta por la identidad de la muerte, el anhelo de respuesta al qué sea el morir, la inquietud por conocer cómo afectará mi muerte a mi realidad personal, la expectación por aclarar qué me espera, qué me cabe esperar o qué va a ser de mí más allá del momento del fallecimiento, la seducción por desvelar el sentido último de la vida y de la muerte humanas, la fascinación permanente de superar la muerte a base de inmortalidad, ... La meditación del misterio de la muerte ha sido uno de los quehaceres de las filosofías y las teologías, en plural. Y en la medida en la que todo ser humano es capaz de filosofar y, si es religioso, de teologizar, la meditatio mortis (meditación de la muerte) unida a la "meditación sobre la finitud" del hombre ha sido una constante preocupación y ocupación de todo hombre. La meta pretendida con este meditar no es anticipar lo que vendrá, sino aprender para vivir la vida de otro modo, en definitiva, "aprender a vivir de modo tajante y sano, sosegada y discretamente" (A. Gabilondo, Mortal de necesidad. La filosofía, la salud y la muerte, Abada, Madrid 2003, 42). La meditación de la muerte en su misterio también ha llevado a la "contemplación" de la muerte. Meditación es reflexión, ejercicio de la razón, cavilación, especulación, pensamiento. Contemplación es observación, atención, admiración, consideración sosegada. Cuando la

meditación encuentra sus límites explicativos, la contemplación viene a invitarnos a un mirar reposado para escuchar la elocuencia inarticulada del misterio en continuo desvelamiento y, por nosotros, a penas tanteado. La contemplación de la finitud hace que "espumee" la infinitud y se pueda "ultimar la vida" en su intensidad y plenitud; y este ultimar la vida se logrará no simplemente viviendo cada día como si fuera el último, sino viviendo cada día y haciendo que cada día de una vida vivida sea un "día vivo". La meditación y la contemplación son dos actitudes que se ofrecen como posibilidad constante a todo aquel que quiera adentrarse comprensivamente por los intricados vericuetos del misterio de la muerte y, con ella, por los amplios senderos del misterio de la vida, pues, en el fondo, sigue siendo verdad aquel dicho: "nunca me sentí realmente vivo hasta que me paré cara a cara con la muerte".

1. Respetar la muerte en su misterio y en nuestras incertidumbres La meditación de la muerte conduce, inevitablemente, al respeto por la muerte en su misterio: lo opaco de su realidad nos mantiene a las puertas de lo impenetrable e incomunicable. Respetar el misterio de la muerte es acatar su imposición, aceptar su dominio, consentir a su incomprensión. Respetar la muerte en su misterio es distanciarse de su sofocante inmediatez, desistir de su anhelado sometimiento, renunciar a su ambicionada aprehensión reconociendo nuestra "docta ignorancia". Y, al mismo tiempo, respetar lo misterioso de la muerte implica reconocer nuestras humanas incertidumbres ante ella. La incertidumbre conlleva reacciones diversas, contradictorias, impredecibles y, a veces, incontrolables (angustia, miedo, esperanza, rebeldía, pesantez, alienación, vacío, despreocupación, olvido, familiaridad, desesperación, resignación, fatalismo, ...). La muerte provoca en quien la vive de cerca actitudes diversas como salida de la misma. A partir de una somera indicación de las situaciones en las cuales la muerte puede mostrarse y de las modalidades como muerte y vida pudieran darse (sin que de hecho tengan por qué darse así), podemos dibujar un abanico de situaciones -algunas con marcado carácter de incertidumbre- con las que el hombre se las tiene que haber -y respetar- en su vivir ante el hecho de morir. Tomemos como punto de partida el agudo análisis del filósofo Vladimir Jankélévitch: "Si Mors certa, hora certa [muerte cierta, hora cierta] es la fórmula de la desesperación, Mors certa, hora certa, sed ignota [muerte cierta, hora cierta, pero ignorada] la fórmula de la angustia, y, al contrario, Mors incerta, hora incerta [muerte incierta, hora incierta] la fórmula de la esperanza quimérica, habría que reconocer en la fórmula disimétrica Mors certa, hora incerta [muerte cierta, hora incierta] el lema de una voluntad seria y militante, tan alejada de la desesperación como de la esperanza quimérica. Pues es la disparidad de una certeza quodditativa y de una incertidumbre cronológica lo que da a nuestra vida el impulso y la energía necesarios para emprender cualquier cosa" (La muerte, Pretextos, Valencia 2002 (original de 1977), 149). A estas actitudes descritas por V. Jankélévitch (angustia, desesperación, esperanza quimérica, voluntad seria y militante) que, respectivamente, asoman ante la certeza tanto de la muerte como de su hora, ante la ignorancia de tales certezas, ante la incerteza de la muerte y de su hora, o ante la certeza de la muerte y la incerteza de su llegada, también podríamos añadir otra serie de actitudes -igualmente aceptables-, surgidas ante la incertidumbre del misterio de la muerte y su vinculación con la vida. Así, podríamos hablar: de "pesantez existenciaf si nos planteáramos una "vida sin muerte"; de "tragedia absurda" si nos imagináramos la posibilidad de una "muerte sin vida" o una "muerte sin muerte"; de "sinsentido, vacío o alienación" si nos las tuviéramos que ver con una "vida sin vida", etc.

2. Rebelarse ante la muerte La muerte es un hecho inevitable y es su imposición lo que provoca una actitud de rebeldía frente a ella. Esta rebeldía adquiere formas y expresiones diversas según momentos y personas, si bien, todas ellas coinciden en mostrar una oposición a la muerte o, mejor, a determinadas muertes cuyas causas, circunstancias y modos de producirse generan un plus de animadversión. Rebelarse por la muerte es no acoger ni aceptar su presencia como la realidad-límite de la vida, es mostrar repulsa enérgica por su incompatibilidad con el vivir, es sentir aversión, tedio

y repugnancia por sus efectos devastadores. Rebelarse ante la muerte es oponer resistencia a su llegada cierta, es sublevarse ante su manifestación definitiva, es resistirse a su advenimiento inaplazable. Rebelarse frente a la muerte es no someterse a su dominio, es encararse con su hegemonía, es protestar por su imposición. Rebelarse contra la muerte es indignarse por su triunfo, es agitarse por su coacción, es irritarse por su tiranía. Rebelarse en la muerte es, después de todo, insistir en querer vivir. Quizá pocos pensadores como Miguel de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida, en Obras completas, VII, Escelier, Madrid 1966, 136) hayan sabido expresar mejor esta rebeldía con la muerte y ante su propio morir: "No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre; y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por eso me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia". La rebeldía contra la muerte, además de ser una expresión personal e individual, es también una actitud social y cultural. La rebeldía social reviste en ocasiones formas de huida y silencio, pero las más de las veces se expresa adoptando formas creativas que enmascaran la muerte o al menos diluyen su presencia social, sin que eso pase, a mi parecer, de ser un acto loable de no dejarse agarrotar existencial y socialmente por su fuerza intimidadora y devastadora. En este sentido de rebeldía social puede resultar sugerente la propuesta de F. Savater cuando invita a combatir la muerte con todos los medios a nuestro alcance: "Surgido de la presencia de la muerte, el espíritu humano opera contra ella. Todas las sociedades y sus culturas han sido complejos dispositivos para combatir contra la muerte, negando el alcance de sus efectos ya que es imposible negar su realidad misma: "muerte, ¿dónde está tu victoria?" Abominar de las pompas y de las obras de la muerte constituye desde los albores de la historia humana la primordial tarea de creación cultural. Donde la muerte pone olvido y desaparición, poner memoria y monumento; donde pone silencio, poner comunicación y música; donde pone insensibilidad, poner nuevas sensaciones y placeres; donde ella iguala, instaurar diferencias y jerarquías; donde todo lo extingue, fomentar la progenie; donde todo se mezcla indiferenciadamente y lo disgrega, imponer personalidad... Las sociedades son artilugios destinados a establecer la apoteosis humana frente a la evidencia de la mortalidad y a pesar de tal desastre [...] Los grupos humanos pretenden trascender nuestro común destino físico y procuran símbolos o ideologías inmortalizadores; podemos considerar las sociedades como estructuras (o si se prefiere, como prótesis) de inmortalidad. Por supuesto, tal inmortalidad implica asumir la muerte, pero resistiendo y desafiando a lo irrevocable de su imperio" (Diccionario filosófico, Planeta, Barcelona 1997, 228).

3. Resignarse ante la muerte La muerte sucede, es un hecho que el morir se da; es una profecía de obligado cumplimento el que nosotros moriremos un día. Y puesto que la muerte es ineludible, trataremos de aplazar su llegada, y habrá que resignarse a morir: la vida está perdida de antemano. Resignarse tiene

un doble sentido: peyorativo y positivo. Peyorativo, cuando es sometimiento y aceptación no queridos; positivo, cuando es expresión de entrega voluntaria y signo de conformidad. Ambos aspectos se hacen patentes ante la muerte. Por una parte, hay una resignación fatalista que considera superfluo todo empeño por negar la imposición de la muerte y sus efectos, y por otra hay una resignación que aboga por someterse pacientemente y tolerar voluntariamente la muerte como culminación de la vida y momento de apertura y tránsito a otra dimensión. Al hablar de resignación ante la muerte hacemos referencia a una actitud íntima y personal que tiene que ver principalmente con la propia muerte. También se puede mostrar resignación ante la muerte de los seres queridos y las personas amadas. En tal caso el sentimiento es diferido y adquiere tintes de renuncia y condescendencia con la muerte que impone su aparición. Resignarse ante la muerte del ser amado es comprometerse para acompañarlo hasta el final, es asumir su despedida, es entregarlo al reino de la muerte; para el creyente, ésta será una entrega esperanzada a quien es más fuerte que la misma muerte: Dios.

1. Llorar la muerte El hombre tiene muchas maneras de expresarse y manifestarse; una de ellas, llamativa sin duda, es llorar. Si por llorar entendiéramos sólo derramar lágrimas no habríamos pasado de una visión meramente fisiológica del acto; por lo demás poco significativo. El llorar es elocuente cuando con él se trasmite, sin palabras, compasión y lástima, o un estado de ánimo (negativo -llorar de p e n a - o positivo -llorar de risa-), o un sentimiento profundo y vivo (físico, psíquico o espiritual), o una emoción irreprimible (desazón, desconcierto, inquietud, angustia, temor, amor, pasión, agradecimiento...), o un desahogo (por pena, aflicción, tristeza, pesadumbre, congoja, culpabilidad), o una sensación de impotencia (ante la adversidad, la necesidad, la debilidad, el dolor o la muerte). Llorar lleva implícita la aspiración al consuelo; llorar no es la finalidad; encontrar alivio es la meta. En el fondo, late la esperanza de que se cumpla la bienaventuranza de Jesús de Nazaret: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5,5). Al llorar ante la muerte de alguien, de algún modo, quedan implicados todos estos aspectos significativos y expresivos del llorar humano, siempre y cuando el llanto no sea expresión de fingimiento e hipocresía. En el llanto por la muerte se acumulan sentimientos, sensaciones, impresiones, pensamientos y emociones tan dispares que no resultará fácil dilucidar cuál es la razón última de nuestro llorar. Pero aunque no sepamos dar razón de ello -o precisamente por e s o - ante la muerte de personas allegadas y seres queridos, ante la muerte cercana, es común -y hasta natural- llorar; lo contrario, es decir, mostrar un corazón endurecido, es lo que resultaría sorprendente. En el fondo, tal vez habrá que reconocer con Olegario González de Cardedal que "quien llora dice su amor desde todas las posibilidades expresivas del ser. Posibilidades somáticas, psíquicas y pneumáticas" (Sobre la muerte, Sigúeme, Salamanca 2002, 39).

2. Callar ante la muerte La experiencia nos enseña que hay veces en las cuales es mejor callar; que guardar silencio es la forma más elocuente de comunicarnos. Ante lo irremediable, lo que nos sobrecoge y sobrepasa se produce una crisis de lenguaje (afasia) porque tenemos la sensación de que la palabra, al menos en ese momento, no puede exorcizar todo el poder de la muerte. Más aún, las palabras son insuficientes - q u e no siempre inútiles- cuando no son capaces de desentrañar su misterio (sólo lo aproximan) ni de ofrecer seguridades (a lo sumo, sólo creencias, cual certezas). La palabra se convierte en consuelo cuando con ella rompemos las ataduras de la muerte y quebramos el lazo del temor ante ella. Una palabra con tal poder sólo puede venirnos de quien tiene autoridad sobre la muerte y su dominio: de quien ha conocido y vencido la muerte. En la mayoría de los casos, esta palabra será una palabra religiosa, una palabra pronunciada desde la fe en un Dios más fuerte que la misma muerte. Las otras palabras, las meramente humanas, ofrecerán valiosos intentos de respuesta que chocarán con el inquebrantable muro del morir y del desconocimiento. No obstante, siempre queda abierto el derecho -y obligación- de pensar la muerte y decir lo que se piensa para que ésta no implante su influencia en el cotidiano vivir; con la palabra habrá que situar a la muerte en su lugar: dentro del todo del ser humano. Reivindicar el callar ante la muerte no significa, sin más, huir de ella. Cuando las palabras están ausentes señorean otras formas de comunicación no verbal que son igualmente

expresivas. Ante quien se muere se puede mirar a los ojos, escuchar sus susurros o sus quejas, acompañar, o, simplemente, estar, viviendo la muerte con el que muere; también queda hueco para el contacto físico, el roce o la caricia. Ante quien sufre, afectado por la muerte vivida en la cercanía, resultará elocuente el apretón de manos, el beso o el abrazo. Callar no significa, pues, sólo abstenerse de decir algo u omitir palabras; hay un callar ante la muerte que puede resultar muy significativo; de éste se trata aquí. Callar ante la muerte es también una manera digna de despedirse de quien ha vivido, aunque sólo sea acompañándolo hasta el final, pues es verdad, como afirma Marcos Gómez Sancho que "la muerte es la experiencia universal menos compartida del mundo. No se puede llegar hasta el final, porque en ella hay siempre uno que se queda y otro que parte. Pero sí se puede llegar hasta la puerta y decir adiós" (Cómo dar malas noticias en medicina, Aran, Madrid 20 00 , 163). 2

3. Temer la muerte La ¡ncertidumbre ante la muerte, en no pocas ocasiones, cobra forma de temor; se teme la muerte, aunque, paradójicamente, ese temor a la muerte también nos mantiene vivos. El miedo a la muerte aparece cuando ésta amenaza lo que somos y se perfila la posibilidad de nuestra propia extinción. Porque queremos preservar la vida a la que amamos intensamente es por lo que se manifiesta con intensidad el miedo a morir. El temor se refuerza con el desconocimiento de lo que la muerte supone y con el recelo ante la pérdida de lo que sí se conoce, sin olvidar los miedos a una "mala muerte" (dolor, sufrimientos, agonía, soledad, abandono, impotencia, etc.). Hay un temor a morir que es casi connatural al hombre que sabe, quiere y siente: teme porque sabe que ha de morir, teme porque quiere perdurar, teme porque siente desprenderse de esta vida. Es un temor hasta cierto punto natural y necesario: obliga a estar alerta intelectual, volitiva y afectivamente. Ahora bien, cuando todo lo relacionado con la muerte sobrecoge, espanta y aterroriza, el temor se convierte en patológico, y no es ya tan connatural con el vivir humano. No obstante sea lo más común, no puede afirmarse con rotundidad que el miedo a la muerte sea una nota característica y universal de todos los hombres, pues, en verdad, hay quien -individual o colectivamente- por razones diversas (religiosas, filosóficas, culturales, emocionales) afronta la muerte con serenidad, en actitud heroica, desde la indiferencia, con morboso placer, o mirando de frente a la muerte, para que, como nos invita Marguerite Yourcenar, "tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos..." (Memorias de Adriano, Salvat, Barcelona 1994, 200). Aunque en este caso, convendrá a d v e r t i r - c o m o han puesto de manifiesto los filósofos existencíalistas- que "hace falta no poco coraje para mirar de hito en hito a la muerte, [pues] dos sentimientos acompañan su evocación: el de soledad y el de angustia. La muerte es soledad despojada de todo tener y de toda compañía. Y es angustia de no ser más - a l menos, en la única forma de ser que conocemos- o de haber fracasado en la tarea de existir auténticamente" (J.L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971, 115). ¿Por qué se teme la muerte? ¿Qué se teme de la muerte? La respuesta a estas cuestiones pasa por considerar primero los aspectos implicados en el antes de la muerte, en el proceso de morir y en el después de la muerte, a los cuales corresponden motivos

distintos del miedo que se sufre. Esquematizando podríamos reducir a tres los tipos de miedos ante la muerte: a. Miedo al morir mismo antes de morir. De una parte, se teme el dolor físico y el sufrimiento personal (psíquico, moral, emocional), se teme la desesperación y la lenta y angustiosa agonía mientras llega la muerte o la apariencia de la misma, se teme el proceso y trámite de morir, se teme no morir del todo o el no poder morir, se teme que se confunda el morir con una muerte aparente, se teme una muerte indefinidamente reenviada a una especie de "inmortalidad temporal", etc.; de otra, se teme a toda la ruptura existencial que implica el acto de morir: miedo a la privación de nuestros bienes y nuestros placeres, miedo a la ausencia de nuestros seres queridos, miedo a la soledad, miedo a pérdida del presente, miedo a la interrupción de proyectos, miedo a dejar inconclusos nuestros quehaceres y a que nadie los continúe, miedo a la desaparición, miedo a dejar de ser, miedo al vacío existencial, miedo a perecer individualmente, miedo a la pérdida irreparable de nuestra realidad mundana, etc. b. Miedo al después de la muerte tras el morir, el miedo a lo que ocurra tras la muerte procede del desconocimiento racional y especulativamente cierto de lo que existe al otro lado de la muerte, en la otra orilla del morir, siempre y cuando no se admita como respuesta firme la negación de toda vida posmortal por considerar que la muerte es la nada del ser. Por ello los miedos en este sentido se mitigarán o, al menos, dependerán de las convicciones religiosas ante la posibilidad de una vida transmortal (paso a una vida superior tras la muerte; muerte total y resurrección-recreación inmediata por obra de Dios; inmortalidad del alma y resurrección de los cuerpos -cuerpo glorioso o espiritual-; transmigración o reencarnación en formas de existencia larvada, disminuida o penosa; entrar en el eterno retorno; perdurar personalmente en la memoria de Dios; mantener la identidad personal transformada dentro de la novedad de una "existenciaen-Dios"; etc.). Por eso algunos de estos temores harán relación a la forma de vida que sobrevive al difunto (miedo a la corrupción y podredumbre del cadáver, miedo a una vida disminuida, miedo a la aniquilación total, miedo a encontrar seres terribles, etc.), o al lugar donde iremos tras esta vida (miedo al infierno, miedo a dejar de ser nosotros mismos para diluirnos en la colectividad, miedo a una reencarnación dolorosa, miedo a la nada inimaginable, etc.). Otros temores se referirán al posible juicio al que se somete a quien ha muerto (miedo a no superar el juicio de la propia vida, miedo al castigo eterno, miedo a las posibles purificaciones post mortem, miedo a ser disuelto en la nada, etc.). Para quien se mantiene en la duda sobre el más allá o lo niega, sus miedos al después de la muerte se referirán a los temores de caer en el olvido de aquellos a quienes ama y lo amaron, miedo a no saber qué ocurrirá con todo lo que formaba su mundo personal (personas, cosas, proyectos), miedo a que su obra y todo lo que deja tras de sí desaparezca con su muerte. c. Miedo a los muertos: un tercer ámbito del temor a la muerte dice relación a la inquietud ante los muertos. Inquietud que comienza por la preocupación y miedo ante lo que pudiera padecerse en el proceso de enterramiento, incineración, embalsamamiento o cualquier otra forma de tratamiento de los cadáveres. El miedo afecta, en ocasiones, por temor a los posibles contagios con los cuerpos de los difuntos. Tampoco falta quien sufre por temor a que quienes han-muerto vuelvan (en forma corporal o fantasmal) o, incluso, nos invadan (zombis).

En cualquiera de sus formas, el miedo se acentúa con la evidencia de que la muerte tambalea los proyectos antes del límite y los deseos de cómo éste debería ser; el temor se incrementa con la convicción de que la muerte, real o imaginariamente, es la cuestión ante la que nuestra realidad personal se juega el futuro -o su posibilidad-. Los consejos psicológicos, las argumentaciones filosóficas y las enseñanzas teológicas contribuirán a exorcizar estos temores con el fin de que la muerte se humanice. En una muerte humanizada el temor no tiene por qué tener, ni mucho menos, la última palabra.

1. Desear la muerte No siempre la muerte es considerada como un mal a sortear, un enemigo a combatir o un temor a evitar. Existe una actitud que expresa un contento con la muerte necesaria, el fin buscado, el morir pretendido. La muerte en esos casos es vivida como alivio, remedio o salida a una situación que se hace más insoportable que la misma muerte. En quien así afronta la muerte se produce una liberación que conlleva un contento interno, pues se alcanza el cumplimiento de un deseo: el deseo de morir. Se afronta la muerte con agrado no sólo cuando encierra connotaciones de huida de una vivida "inhabitable" sino también cuando se entrega la vida por causas más nobles como don oblativo de sí o por convicción religiosa en la esperanza de una vida definitiva y mejor en-Dios (martirio). Sin una esperanza firme en que hay un más allá de la muerte para mi persona, sin la esperanza firme en una posible "retribución" positiva al completar el arco temporal de mi vida, sin la esperanza firme en que Dios, quien tuvo la primera palabra sobre mi vida, tiene igualmente la última, sin una esperanza firme en el cumplimiento de las promesas creídas, sin esta esperanza firme, no es justificable del todo, ni racionalmente convincente, la actitud de contentarse ante la realidad de la muerte. Desde otra perspectiva distinta, se da un alegrarse no ya con la propia muerte, sino con la de los demás; el deseo de morir se traduce, entonces, en deseo de que otros mueran. Para que la muerte del otro nos sea motivo de alegría y contento, previamente quien muere ha de haberse convertido para nosotros en enemigo, adversario, competencia, amenaza, molestia, etc., de tal manera que su presencia sea indeseable y del todo prescindible, o, incluso, se determine -interna o externamente- una alternativa o disyuntiva: o él/ellos o yo/ nosotros. En esta dinámica se puede incluir, con matices, las muertes por venganza, cuyo efecto inicial provoca satisfacción, aunque con posterioridad los remordimientos, cargos de conciencia o arrepentimientos puedan transformar la muerte, que parecía contentar y alegrar, en hondo pesar.

2. Aceptar e integrar la muerte Sea cual fuere la consideración que de la muerte se tenga, es claro que no es nada ajena a la vida; morir es el reverso del vivir. La filosofía, la teología, la psicología, la medicina... y cuantas ciencias tienen por objeto al hombre invitan a considerar la muerte como un aspecto vinculado al propio vivir. De ahí que resulte plausible su invitación a favor de la integración de la muerte tanto en la propia historia personal como en la de la humanidad. Integrar la muerte en el horizonte de la realización y la historia humana significa aceptar la muerte como realidad no sólo ineludible sino plenificadora de la vida; en este sentido tienen actualidad las palabras de J.L. Ruiz de la Peña cuando afirma: "la existencia es auténtica condición itinerante y la muerte es el fin que entraña la definitividad cobrada, la conquistada compleción de la persona, que gana, a través de ella, su estatuto inmutable" (El hombre y su muerte. Antropología teológica actual, Aldecoa, Burgos 1971, 393). Toda integración posible de la muerte pasa por una objetivación de la realidad de la misma. La condición previa para integrar la muerte será, de una parte, aceptarla en sus múltiples expresiones y en su inescrutable misterio, y de otra, conocer sus manifestaciones y la incidencia de este conocimiento a partir de las actitudes que provoca. Dicho de otro

modo, integrar y aceptar la muerte como mía, sin angustias o esperanzas fantasiosas, supone que previamente haya pensado en ella como realidad cierta aunque con fecha de realización incierta ("mors certa, hora incerta'), lo cual me permite articular y proyectar mi vida en el tiempo que me corresponda vivir desde la perspectiva del morir aceptado: es vivir en la conciencia de la muerte, la cual consiste en no olvidar el referente del final para mejor entender el "entretanto" de la vida. Este "vivir en la conciencia de la muerte" es un modo de aceptación e integración de la muerte, pero hay otros posibles entre los que cabe enumerar los siguientes: -

Aguardar pasivamente la muerte o, lo que es lo mismo, no resistirse a morir más allá de lo lógico, permitiendo "hacer" a la muerte, dejándose envolver por su poder.

-

Afrontar positivamente la muerte o contar con el venir paulatino de la muerte, encarando con entereza y decisión su llegada, consintiendo y asintiendo su presencia.

-

Prepararse a bien morir, lo cual implica aspectos muy diversos y muy personales como pueden ser: anticiparse el fin, despedirse de la vida, resolver asuntos personales pendientes, reconciliarse consigo mismo, con otras personas, con la sociedad, con la historia y con Dios, actualizar las creencias y vivencias espirituales, tomar conciencia de que ha llegado la hora mortis y disponerse para el tránsito, etc.

3. Dar sentido a la muerte "Desde que el hombre se instala en la racionalidad, quiere no solo ser y obrar, sino además saber para qué es y obra, hacia dónde se encamina, cuál es el desenlace de la trama en que se ha visto implicado por el simple hecho de existir" (J. L. Ruiz de la Peña, El último sentido, Morava, Madrid 1980).

Cuando hablamos de "sentido" estamos refiriéndonos a una realidad en la que están implicados al menos cuatro aspectos: direccionalidad, significatividad, valor, sensibilidad sapiencial (para saber y saborear). Si aplicamos estos aspectos del concepto "sentido" a la muerte tendríamos que reconocer que: la muerte tiene sentido porque marca la dirección hacia la que se encamina la vida, que la muerte otorga significado explicativo a la vida, que la muerte da valor a toda acción humana en su vivir, que la muerte nos hace más sensibles para "saber" y "saborear" la vida (cf. E. Bonete Perales, Repensar el fin de la vida. Sentido ético del morir, Ed. Internacionales Universitarias, Madrid 2007, 163-164). Dar sentido a la muerte equivale a dignificar la muerte, de tal manera que en ella quede de manifiesto que la muerte no es un absurdo (frente a la opinión de J. P. Sastre en los últimos párrafos de su obra El ser y la nada: "es absurdo que hayamos nacido y es absurdo que muramos"). Sólo si la muerte tiene sentido, no será un acontecer absurdo e insensato. La muerte tiene sentido si se mira en una doble dirección: 1) hacia adelante, en la convicción de que tras la muerte hay un "más allá" trascendente que le otorga pleno sentido, y junto al "más allá" la existencia de "alguien", Dios, que garantice su entidad; y 2) hacia atrás, en la certeza de que lo ya vivido prepara y da sentido al morir, pues hay correlación entre saber vivir y saber morir, entre el sentido de la vida y el sentido de la muerte. Esta convicción la expresó con nitidez Julián Marías: "Recordemos las dos preguntas radicales en que para mí consiste la filosofía: ¿quién soy yo?, ¿qué será de mí? Si a la segunda pregunta tengo que contestar al

final "nada"... esto anula la primera, me obliga a responderla igualmente. Si muero del todo, todo dejará de importarme alguna vez... Nada importa verdaderamente, luego nada vale la pena" (J. Marías, Antropología metafísica, Madrid 1970, 188-189). El sentido de la muerte está, pues, en correlación y vendrá explicitado por el sentido que se dé a la vida, el cual guarda, a su vez, relación con el conjunto de convicciones racionales, opciones éticas y creencias religiosas que profesamos y que se explicitan a lo largo de nuestra existencia y no sólo al final de la misma. En cierto modo, pueden resultar clarificadoras las palabras de S.B. Nuland cuando recuerda: "La dignidad que buscamos en la muerte puede hallarse en la dignidad con la que hemos vivido nuestra vida. El ars moriendi es el ars vivendi. La honestidad y la gracia de esta vida que se extingue constituye la medida real de cómo morimos. No es en los últimos días o semanas cuando redactamos el mensaje que será recordado, sino en las décadas que los precedieron. Quien ha vivido con dignidad muere con dignidad" (Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, 249). El sentido de la muerte estará también en estrecha conexión con la fe en la promesa, de carácter religioso, de que no todo se acaba con la muerte, que el morir es tránsito -pascua, paso, para el cristiano- hacia otra dimensión, que la vida continúa de otro modo no imaginable según nuestras coordenadas espacio-temporales, pero sí en modo real. El destino último del hombre que muere, y que en el fondo da sentido al mismo morir, dependerá de la teología propia de cada religión. Las religiones monoteístas (judaismo, cristianismo, islam) profesan una fe según la cual es distinto el destino post mortem para el justo y para el injusto (o pecador). En concreto, la fe cristiana cree que el destino del justo que muere es, según distintas representaciones, la "visión de Dios" (también llamada "visión beatífica"), el "cielo" (como el "lugar" donde Dios está) o el "paraíso recreado", que, de una u otra manera, significa, "estar en-Dios", "vivir en-ÉI" por toda la eternidad (vida eterna), más allá del tiempo y del espacio, pues "sólo Dios, que los ha creado [a los hombres], constituye la fuente originaria y permanente de toda vitalidad y la meta final de todo movimiento y dinamismo... Dios es el "Bien más alto" (summum bonum), que despierta inicialmente todo impulso o anhelo y que definitivamente lo colma y plenifica" (Santiago del Cura, Vida eterna, "Burgense" 46 (2005) 31). La muerte del injusto o pecador, por el contrario, tiene como fin el infierno, la "muerte eterna", de idénticas características supra espacio-temporales, pero "sin-Dios", privado de su visión, encerrado en su amor propio, alejado de los otros y separado eternamente de Dios, "en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las cuales ha sido creado y a las cuales aspira" (Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1035 y 1057). Para quien no cree en Dios y hace gala de su ateísmo también ha de dar un sentido a la muerte que consistirá en asumir su realidad como un imponderable, "resistiendo y desafiando a lo irrevocable de su imperio" (F. Savater, Diccionario filosófico, 228). ¿Cómo? 1) Bien confiriendo sentido a la vida desde un colectivo general de una sociedad mejor y la pervivencia de la especie (morir sería "pasarse a la mayoría y dejar de ser uno mismo", Ib., 237) donde queda subsumida mi vida individual y recordada por la memoria colectiva e histórica (no obstante, siempre caduca, temporal, olvidadiza); 2) bien desde un "vitalismo" que propugna una "inmortalidad simbólica" (E. Bonete Perales) sea social (el grupo no puede morir) sea personal (donde yo estoy no está la muerte, mi nacimiento es el ejemplo claro de victoria de la vida sobre la muerte); 3) bien desde una aceptación estoica que afirma que tras la muerte no existe nada y por tanto ante ella no tiene cabida ni el miedo ni la desesperación y

lo que importa es vencer la fuerza de la muerte desde la fuerza del amor, que le da un sentido inmortal, aunque esta inmortalidad y su sentido sea frágiles pues son nuestras, y todo lo nuestro es frágil y mortal (cf. Ib., 242). Lo que parece fuera de toda discusión es que el hombre ha tratado y trata de dar un sentido a la muerte. El creyente religioso tiene la convicción de que desde Dios la muerte tiene sentido; más aún, sólo desde Dios la muerte en toda la radicalidad y hondura de su misterio tiene sentido, pues sólo Dios está por encima de la muerte. Pero también al margen de la fe personal y la reflexión teológica se ha intentado buscar sentido racional a la muerte. Ése ha sido uno de los desafíos del pensamiento filosófico. Un recorrido por las aportaciones filosóficas sobre la muerte de pensadores como Heráclito, Epicuro, Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, San Agustín de Hipona, Santo Tomás de Aquino, M. Montaigne, L. Feuerbach, K. Marx, M. Heidegger, J.P. Sastre, K. Jaspers, M. Unamuno, K. Rahner, V. Jankélévitch, J. Ferrater Mora, J.L. Ruiz de la Peña, E. Bonete Perales, y tantos otros, ofrecerán pistas para entender qué sentido dar a la muerte en su misterio para que su misterio, con sentido, nos devuelva a la pasión por la vivir desde el sentido dado.

[Nota: véase además fichas 43, 44 y 45]

1. Conceptos -

Duelo: del latín "Dolus" (dolor, desafío, combate entre dos). Pérdida debida a una muerte. (En inglés: Grief (duelo, pena). Reacciones de duelo: respuestas psicológicas, fisiológicas o conductuales de duelo. Proceso de duelo: reacciones de duelo a lo largo del tiempo. Aflicción: sentimientos (afectos) y conductas asociadas (como llorar) que acompañan al duelo. Luto: del latín "Lugere" (llorar, llanto). Expresiones sociales de pesar. (En inglés: Mourning (conducta de luto). Bereavement (privación).

Definición de duelo: La pérdida de un familiar o ser querido que da lugar a consecuencias psicológicas, manifestaciones físicas y conductas rituales, así como al proceso evolutivo consecutivo a la pérdida y la adaptación a la nueva situación vital. [El duelo es una reacción normal del ser humano, quien ante la pérdida de un ser querido expresa su "dolor llorando" mientras acepta la realidad de la muerte, se adapta a la nueva situación en ausencia permanente del difunto y establece nuevas relaciones y afronta nuevos retos vitales recordando "ya sin llorar" a quien ha muerto. Sin embargo el duelo, con ser normal, puede convertirse en una situación de depresión en el que se ha de intervenir psicológica y médicamente. Es lo que habrá que valorar y sopesar en los apartados siguientes].

2. Algunas cifras: Incidencia y prevalencia sanitaria -

-

Se estima que el 16 % de personas que han padecido la pérdida de un ser querido presentaran una "Duelo Moderado" (DM) durante el año después del fallecimiento. El 4 0 % cumplen criterios de DM entre 1 mes y 1 año Al año el 15% están deprimidos y a los 2 años el 7% Entre el 70-90%, tras la pérdida de un hijo, muestra síntomas depresivos después de dos años, dependiendo del tipo de pérdida (cáncer, accidente...). En los primeros 6 meses tras la pérdida, los viudos mueren entre 30-40 % más que los casados, comparables por edad y sexo. Si partimos de una tasa bruta de mortalidad del 8,6 por mil y de un tamaño familiar medio de 3,06 miembros, si por cada fallecido quedan dos dolientes, la incidencia es de 17,2 duelos por mil habitantes. Si un "duelo" dura unos 3 años, se puede determinar una prevalencia aproximada del 5,16%. En un momento dado, en una consulta "tipo" de atención primaria, con unos 2000 usuarios, habrá unas 104 personas en duelo "activo".

3. Cuadro clínico "típico" del duelo Un duelo presenta, de modo habitual los siguientes rasgos, cuya intensidad en las manifestaciones es diversa dependiendo de otros factores personales, sociales, culturales, etc.: -

Bajo estado de ánimo. Sentimientos de culpa. Ideas de muerte.

-

Anorexia. Pérdida de peso Insomnio. Abandono de actividades.

4. Etapas del duelo [tipología] a. Fase de impacto (Silverman) o impasibilidad (Parkes y Clayton): se da en el intervalo de unas pocas horas a una semana. Síntomas: Incredulidad y adormecimiento, conductas de búsqueda (sujeción, anhelo, protesta)... b. Fase de depresión (Clayton) o de repliegue (Silverman): tiene lugar de un mes a un año. Síntomas: Perturbación somática, alejamiento, preocupación, ira, culpabilidad, cambio en patrones de conducta, inquietud y agitación, falta de motivación, identificación con el difunto... c. Fase de recuperación, curación o restitución: después del año. Síntomas: aflicción, vuelta al trabajo y a los hábitos y actividades antiguos, nuevas formas de comportamiento, búsqueda de compañía y amor, volver a experimentar placer...

EN LA LITERATURA SOBRE EL DUELO Se han tipificado varios tipos de duelo que, en el fondo, responden a las distintas fases aquí indicadas. Trascribimos la clasificación y caracterización de los diversos duelos realizada por especialistas en Medicina Familiar y Comunitaria de los Centros de Salud de Vizcaya, Jesús A. García-García y Víctor Landa Petralanda: "Se puede describir a grandes rasgos la evolución del duelo a lo largo del tiempo, para ello fragmentamos artificialmente el proceso de duelo en fases o períodos que reúnen unas características y nos ayudan a entender lo que sucede en la mente del doliente: 1) Duelo anticipado (pre-muerte). Es un tiempo caracterizado por el shock inicial ante el diagnóstico y la negación de la muerte próxima, mantenida en mayor o menor grado hasta el final; también por la ansiedad, el miedo y el centrarse en el cuidado del enfermo. Este período es una oportunidad para prepararse psicológicamente para la pérdida y deja profundas huellas en la memoria. 2) Duelo agudo (muerte y peri-muerte). Son momentos intensísimos y excepcionales, de verdadera catástrofe psicológica, caracterizados por el bloqueo emocional, la parálisis psicológica, y una sensación de aturdimiento e incredulidad ante lo que se está viviendo. Es una situación de auténtica despersonalización. 3) Duelo temprano. Desde semanas hasta unos tres meses después de la muerte. Es un tiempo de negación, de búsqueda del fallecido, de estallidos de rabia, y de intensas oleadas de dolor y llanto, de profundo sufrimiento. La persona no se da cuenta todavía de la realidad de la muerte. 4) Duelo intermedio. Desde meses hasta años después de la muerte. Es un tiempo a caballo entre el duelo temprano y el tardío, en el que no se tiene la protección de la negación del principio, ni el alivio del paso de los años. Es un periodo de tormentas

emocionales y vivencias contradictorias, de búsqueda, presencias, culpas y autorrepoches,... donde continúan las punzadas de dolor intenso que llegan en oleadas. Con el reinicio de lo cotidiano se comienza a percibir progresivamente la realidad de la pérdida, apareciendo múltiples duelos cíclicos en el primer año (aniversarios, fiestas, vacaciones...) y la pérdida de los roles desarrollados por el difunto (confidente, amante, compañero, el chapuzas,...). Es también un tiempo de soledad y aislamiento, de pensamientos obsesivos,... A veces es la primera experiencia de vivir sólo, y es frecuente no volver a tener contacto físico íntimo ni manifestaciones afectivas con otra persona. Se va descubriendo la necesidad de descartar patrones de conducta previos que no sirven (cambio de estatus social) y se establecen unos nuevos que tengan en cuenta la situación actual de pérdida. Este proceso es tan penoso como decisivo, ya que significa renunciar definitivamente a toda esperanza de recuperar a la persona perdida. Finalmente los períodos de normalidad son cada vez mayores. Se reanuda la actividad social y se disfruta cada vez más de situaciones que antes eran gratas, sin experimentar sentimientos de culpa. El recuerdo es cada vez menos doloroso y se asume el seguir viviendo. Varios autores sitúan en el sexto mes el comienzo de la recuperación, pero este período puede durar entre uno y cuatro años. 5) Duelo tardío. Transcurridos entre 1 y 4 años? el doliente puede haber establecido un nuevo modo de vida, basado en nuevos patrones de pensamiento, sentimiento y conducta que puede ser tan grato como antes, pero sentimientos como el de soledad, pueden permanecer para siempre, aunque ya no son tan invalidantes como al principio. Se empieza a vivir pensando en el futuro, no en el pasado. 6) Duelo latente (con el tiempo...) A pesar de todo, nada vuelve a ser como antes, no se recobra la mente "pre-duelo", aunque sí parece llegarse, con el tiempo, a un duelo latente, más suave y menos doloroso, que se puede reactivar en cualquier momento ante estímulos que recuerden..." (Jesús A. García-García - Víctor Landa Petralanda, Duelo, en http://www.fisterra.com/guias2/duelo.asp). Otros autores establecen otra tipología del duelo a partir de la incidencia en el doliente. Así se habla de: 1) Duelo normal (con diversos niveles de reacción "típica" y graduales en diversos aspectos: físico, emotivo, mental, espiritual, social). 2) Duelo anticipatorio (aquél en el que se elabora el dolor por la pérdida próxima con anterioridad a la muerte). 3) Duelo retardado o diferido (cuando en las fases iniciales del fallecimiento se mantiene el control de la situación sin sufrimiento aparente, si bien en fechas posteriores (meses o años, incluso) y ante circunstancias variadas se desencadena el duelo irresuelto en su momento). 4) Duelo crónico (se manifiesta en la incapacidad de reinsertarse con normalidad en la vida ordinaria a causa de los constantes recuerdos sin ocuparse del presente) 5) Duelo patológico (cuando el doliente se ve superado por la pérdida del ser querido y quedan afectados o rotos sus equilibrios físicos y psíquicos).

3

(Cf. A. Pangrazzi, La pérdida de un ser querido, San Pablo, Madrid 2004 ,41 -72. J.C. Bermejo, Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005,11-31).

5. Criterios "oficiales" para el diagnóstico de un duelo con "trastorno depresivo mayor" (TDM) •

Reacción "normal" ante la muerte: diferencias culturales, duración variable...



Trastorno Depresivo Mayor (TDM) sólo si los síntomas duran más de 2 meses y presenta algunos síntomas asociados: anorexia, insomnio.

Síntomas de paso a Trastorno Depresivo Mayor. -

Culpa por las cosas recibidas. Pensamientos de muerte... Sentimiento de inutilidad. Inhibición. Deterioro funcional.

-

Alucinaciones intensas, no solo voz o imagen fugaz.

Diagnóstico de Trastorno Depresivo Mayor en el duelo cuando existe: -

Sentimiento de culpa por las cosas, más que por las acciones, recibidas o no recibidas por el superviviente en el momento de morir la persona querida. Pensamientos de muerte más que voluntad de vivir, con el sentimiento de que el superviviente debería haber muerto con la persona fallecida. Preocupación mórbida con sentimiento de inutilidad. Ralentización psicomotora acusada. Deterioro funcional intenso y prolongado. Experiencias alucinatorias persistentes.

6. Detección y diagnóstico del duelo patológico Cuando el duelo pasa de ser un trastorno depresivo mayor a un "trastorno patológico" o "trastorno por duelo prolongado" (Prigerson & Jacobs) se hace necesaria una intervención más profesional y un tratamiento especializado y específico. En el proceso de detección y diagnóstico intervienen varios factores que ha de ser tenidos en cuenta. a. Aspectos personales del sujeto que "predisponen" a un duelo patológico: -

Niños, adolescentes, ancianos. Baja autoestima, dependiente. Excesiva autosuficiencia emocional. AP psiquiátricos (depresión). Relación ambivalente con el fallecido. Cuidador crónico de paciente terminal. Abuso de tóxicos (alcohol, otros).

b. Contexto sociofamiliar que pueden ser caldo de cultivo para un duelo patológico: -

Aislamiento social. Condiciones económicas precarias. Familiares con enfermedades graves. Antecedentes de pérdidas traumáticas en la familia.

o

Predisponentes familiares para el duelo problemático. Pérdida a destiempo, muerte prematura. Concurrencias de varias pérdidas cercanas. Coincidencia con otros cambios importantes en la familia. Pérdidas pasadas traumáticas y duelos no resueltos. Funcionamiento familiar deficiente. Apoyo escaso entre miembros. Factores relacionados con la muerte: anticipada (muerte de hijos), inesperada (imprevista), muerte de pareja con convivencia prolongada.

Circunstancias de la pérdida del ser querido que influyen en el duelo patológico: -

d.

Muerte repentina (muerte súbita). Fallecido joven (muerte de un hijo). Circunstancias catastróficas o traumáticas (asesinato, suicidio...). Implicación del sujeto en el acontecimiento que desencadenó la muerte (cargo de conciencia).

Predictores del duelo patológico: -

La falta de salud física o mental previa. La ambivalencia afectiva con agresividad. Duelos repetidos. Mayor fragilidad en el varón. La muerte repentina. Ideas de suicidio en el primer mes. Retardo psicomotor. Sentimientos de culpabilidad

7. Criterios de "duelo complicado" según Prigerson & Jacobs (2001) Se pueden diferenciar cuatro criterios para evaluar un caso de duelo complicado: 1) Criterio A: ante la muerte de alguien significativo presentar a diario algunos (3) de los siguientes síntomas respecto del fallecido: a) b) c) d)

Pensamientos intrusos (el difuntos se hacen presente en la mente sin ningún control). Añoranza del fallecido (con tristeza e intensamente). Búsqueda (de la persona perdida). Soledad (con "punzadas agudas" de dolor por la separación).

2) Criterio B: presencia de síntomas de estrés como consecuencia del fallecimiento, cuyas valencias vienen definidas por presentar a diario al menos 4 ó 5 de los siguientes indicios: a) Estar confuso acerca de cuál es el papel de uno en la vida, o sentir que se ha muerto una parte de sí mismo. b) Dificultad para aceptar la realidad de la pérdida. c) Tratar de evitar todo lo que le recuerde que su ser querido ha muerto. d) Sentirse incapaz de confiar en los demás desde el fallecimiento. e) Estar amargado o enfadado en relación con la muerte. f) Sensación de incomodidad o malestar por seguir adelante con su vida (como el hecho de hacer nuevas amistades o interesarse por cosas nuevas).

g) Sentimientos de insensibilidad emocional desde la defunción. h) Frustración y sentido de vacío o falta de sentido sin la presencia del fallecido. i) Aturdimiento o conmoción intensos. 3) Criterio C: Cuando los síntomas duran un mínimo de unos 6 meses. 4) Criterio D: Cuando se produce un importante deterioro -clínicamente significativo- de la vida social, laboral u otras actividades significativas de quien está en duelo.

8. Abordaje integral del duelo 8.1. Duelo normal: Abordaje en Atención Primaria y Psiquiatría a. Primera

Entrevista:

-

Facilitar expresión de sentimientos.

-

Contención. Normalizar. Factores de riesgo de duelo patológico. Psicofármacos (?)

b.

Seguimiento: -

Psicoterapia de apoyo y acompañamiento. Aceptación y readaptación al medio. Vivencia de pena y sufrimiento. Conflictos no resueltos sobre el fallecido (dudas, culpas, protestas, etc.). Psicofármacos (?)

8.2. Duelo patológico: manejo a. Derivar a CSM (Centro de Salud Mental) en caso de: -

Cuadro depresivo grave: >6m o con ideas de suicidio. Trastorno psicótico. Alcoholismo u otras drogodependencias

b. Manejo del duelo en psiquiatría: c.

Evaluación rigurosa. Favorecer aceptación de la nueva realidad, y la reconstrucción del yo y de la nueva imagen del mundo. Potenciar conductas adecuadas. Disminuir rumiaciones, pensamientos e imágenes intrusistas. Revivir el trauma y trabajar aspectos concretos. Uso de ansiolíticos o antidepresivos. Monitorizar otros tratamientos previos. Psicoterapias

Psicofármacos en el duelo Cuestión general:

Duelo Normal: Valorar prevención por síntomas. Duelo Patológico: Siempre tratar con psicofármacos. Síntomas: -

Insomnio: Zolpidem o similares, evitar BZD. Ansiedad: BZD (corto plazo). Duelo Patológico y/o depresión: ADs ISRS, Duales (Mirtazapina).

d. Psicoterapias específicas del duelo -

Imaginación guiada (recuerdos). Cognitivas: reestructuración, parada de pensamiento. Autoinstrucciones positivas. Relajación, actividades físicas. Resolución de problemas y habilidades sociales. Comportamentales: manejo de contingencias, refuerzo conductas adaptativas, autocontrol, exposición repetida y graduada. Grupales (de estilo psicodinámico)

e. Método

REFINO:

Relación (R), Orientación (O).

Escucha

(E),

Facilitación

(F),

Información

(I),

Normalización

BREVE EXPLICACIÓN DEL MÉTODO REFINO -'

Relación: establecer una buena relación profesional con el doliente (estrategia, periodicidad de tiempos y espacios, entre ¡guales y direccionada, con empatia y autenticidad, profesionalidad, evitar malos entendidos o sustituciones...).

-

Escucha: interpersonal, activa, atenta, situada, intensa, emotiva al tiempo que distante (evitar transferencias)...

-

Facilitación: tener paciencia, favorecer la comunicación... Información: explicar lo común y particular-único de su duelo, aclarar la evolución del proceso, responder a dudas e interrogantes...

-

Normalización: trasmitir seguridad sobre lo natural y normal de la situación de duelo (no hay culpabilidad, es legítimo expresar los propios sentimientos...).

-

Orientación: aconsejar, sugerir, establecer pautas de conducta, disuadir de opciones y decisiones rápidas sobre cuestiones importantes, asesorar sobre la reorientación del entramado familiar, personal, social...

6)

Otras recomendaciones: -

Reinicio de actividades. Ejercicio físico. Relaciones. Biblioterapia. Participación social

(N),

Fuentes de información -

recomendables

Brothers, J., Vivir sin él: como superar el drama de la viudedad, Grijalbo, Barcelona 1992. Lee, C, La muerte de los seres queridos: cómo afrontarla y superarla, Plaza & Janes, Barcelona 1995. Medina, M.S., El duelo y el pensamiento mágico, Editado para Pfizer por Master Line (1998). Recomendaciones PAPPS. SEMFYC (2003). Algoritmos prácticos de decisión en Salud Mental en Atención Primaria, SEMERGEN (2004). Macías Fernández, J.A. y cois., Perfil clínico del paciente con reacción de duelo, "Informaciones Psiquiátricas" n° 146. Guías Clínicas 2004; 4 (40): http://www.fisterra.com/guias2/duelo.asp

En líneas generales puede decirse que el hombre occidental actual relega la muerte a la condición de tabú del que es mejor no hablar. A este fenómeno de ocultamiento de la muerte se le conoce como "muerte prohibida" o "muerte invertida". Por el contrario, para las religiones en general, todo intento por evadirse de la muerte, o por fingir que no es algo serio, es considerado como algo falso, incluso subversivo para la verdad. Más aún, las religiones encuadran el tránsito al más allá, sea cual fuera éste, en una visión trascendente de la realidad dadora de sentido. Alrededor de la muerte se han ido creando distintos universos de representaciones, ideas y creencias, mundos simbólicos y complejos rituales, los cuales conforman la muerte como un rito de paso, como un cambio de estado y entrada o umbral al más allá, definido como un mundo distinto al de los vivos, al menos en parte. Es evidente que las religiones han afrontado con valentía el tema de la muerte, aunque de maneras muy distintas entre si. Para ellas la muerte es una realidad inevitable que forma parte esencial de la vida. Aquellas que han concebido alguna forma de supervivencia tras la muerte han encuadrado el tránsito al más allá, sea cual fuera éste, en una visión trascendente de la realidad dadora de sentido. Las religiones no se han limitado a imaginar un más allá paradisíaco y escapista. Quizá hubiera sido lo más fácil. Sin embargo, entienden que el más allá tiene que ver con el más acá. El destino post-mortem puede ser positivo o negativo en función del comportamiento ético-religioso del individuo y del mayor o menor grado de misericordia de la divinidad. Equivocadas o no sobre su imaginario post-mortem, las distintas religiones enseñan al hombre despreocupado de hoy que la muerte siempre seguirá estando ahí, interrogándole acerca de su sentido, inexorablemente unido al de la vida. Y nos recuerdan que los seres humanos vivimos para morir, algo que el hombre de hoy muchas veces pretende olvidar, y que nuestra muerte tendrá mucho que ver con nuestra forma de vida. Pero, a la vez, ¿no nos están diciendo también que morimos para vivir?

Dadas la relativa escasez de datos arqueológicos completos y la ausencia de escritura, la interpretación de lo que el hombre prehistórico podía pensar sobre la muerte y el más allá se hace muy difícil e hipotética, de modo que no es fácil delimitar desde cuándo el ser humano toma conciencia de la muerte con fines de trascendencia. Distinguiremos aquí entre el Paleolítico y el Neolítico.

Paleolítico En la sierra de Atapuerca (Burgos, España) se encontraron en 1994 los restos de seis homínidos pertenecientes a una nueva especie humana denominada Homo antecesor, descendiente del africano Homo ergaster y antecesora del hombre de Neandertal, cuya existencia se puede remontar hasta hace ochocientos mil años. Parece que practicaba el canibalismo pero es muy dudoso que se tratara de un "canibalismo ritual" que buscara adquirir la fuerza vital del difunto o entrar en una misteriosa comunión con él. Esta especie evolucionó hacia el Homo heidelbergensis, una especie preneandertal de trescientos mil años de antigüedad, y cuyos restos también se hallaron en Atapuerca. Precisamente allí, en la denominada Sima de los Huesos, fueron descubiertos, a catorce metros de profundidad, los restos de treinta y dos esqueletos pertenecientes a esta especie en lo que parece ser un ritual funerario, restos que constituyen la comunidad humana fosilizada del Pleistoceno Medio más importante de la Historia, y que mostrarían que el Homo heidelbergensis ya enterraba de forma consciente a sus muertos, convirtiéndose así, de ser cierta esta apreciación, en el primer homínido en hacerlo. Es durante el Paleolítico Medio (80.000-40.000 a. C.) cuando por primera vez se encuentran evidencias claras de enterramientos intencionados en cuevas y abrigos por parte del hombre de Neandertal. Pero es muy discutida la existencia real o no de ofrendas funerarias y más aún la realización en este período de rituales funerarios complejos. Uno de los casos más famosos es el enterramiento de Shanidar IV (Irak), en el que supuestamente fueron depositadas varios tipos de plantas y hierbas junto al cadáver de un varón de entre 3045 años colocado en posición fetal, aunque algunos sugieren que ese depósito de plantas no es más que obra de unos determinados roedores. Más interesante es la tumba encontrada en Kebara (Israel) y fechada en torno al 60.000 a . C . En ella apareció una osamenta humana muy completa a falta del cráneo, el cual había sido extraído del enterramiento con posterioridad a la inhumación puesto que uno de los dientes del maxilar superior apareció junto a los del inferior. Las implicaciones de una práctica de este tipo son muy sugerentes: indicaría el escalonamiento del rito funerario en por lo menos dos fases que implicarían que la muerte social y la fisiológica ya se pensaban como separadas. De ello se inferiría que el paso del muerto al estatus de antepasado (cuyo cráneo se guarda solemnemente en un lugar diferente) requeriría un segundo ceremonial con manipulación de la primera inhumación; testificando un proceso del morir con un cierto grado de complejidad. Pero esto no deja de ser una mera hipótesis interpretativa. Durante el Paleolítico Superior (40.000-8.000 a. C, aproximadamente), la práctica de la inhumación de los cadáveres es frecuente y está bien atestiguada. El cráneo y el cuello de los esqueletos masculinos hallados en las tumbas de este período suelen estar rodeados de conchas agujereadas, dientes de ciervo, vértebras de pescado y pequeños discos de huesos, posiblemente restos de collares y de adornos de gorros ornamentales y diademas.

Muchas de estas tumbas estaban rodeadas de huesos rotos de animales, siendo imposible determinar si se trata de reliquias procedentes de ágapes funerarios o de festines celebrados posteriormente para honrar la memoria de los difuntos, o bien se trata de ofrendas alimenticias o propiciatorias. Se discute si determinadas posturas en la inhumación y el espolvoreo de algunos cadáveres con ocre rojo (esto ya desde el Paleolítico Medio) pudieran ser símbolos de vida y anhelo de supervivencia. Mucho más sugerentes son algunas pinturas parietales de cazadores-recolectores de este mismo período, interpretadas por algunos investigadores como escenas chamánicas que reflejarían estados alterados de conciencia. Una de las más interesantes en este sentido es la del Pozo de Lascaux, Francia, en la que se muestra a un hombre con rostro de pájaro embestido por un bisonte herido. Esta escena ha sido interpretada de varias maneras: -

Como la conmemoración especial de un cazador del paleolítico muerto durante una cacería, aunque no se sepa qué es lo que indujo a su tribu a inmortalizar tal acontecimiento.

-

Como una escena de simbología sexual: la pértiga o estaca, el arma del cazador y éste mismo (aparece con el pene erecto) tendrían un sentido masculino, mientras las formas ovales que surgen del vientre del bisonte, las heridas, tendrían un sentido femenino.

-

Como una escena chamánica en la que el hombre no estaría muerto, sino en trance ante un bisonte sacrificado, mientras que su alma estaría viajando por el más allá; el pájaro posado sobre la pértiga, motivo específico del chamanismo siberiano, sería un espíritu protector. Podría tratarse de una escena que refleja la visión durante un estado alterado de conciencia.

Esta última interpretación, de ser correcta, llevaría al reconocimiento de que el hombre del Paleolítico Superior aceptaba la existencia más allá de la muerte de una dimensión transcendente, espiritual, aunque difícil de definir.

Neolítico La creencia en algún tipo de trascendencia después de la muerte es mucho más evidente en las sociedades sedentarias y agrícolas del Neolítico (a partir del 7000 a. C. en el Oriente Próximo, y del 5000 ó 4000 a. C. en Europa y Mediterráneo). La revolución económica que supuso la agricultura conllevó también unos cambios culturales y religiosos que, de alguna forma, influyeron en la forma de tratar a los muertos. De especial importancia es el carácter sacral que adquieren la fertilidad de la tierra y la fecundidad de la mujer. De este período cabe destacar el asentamiento de Chatal Hüyük, en Anatolia central, una de las ciudades más antiguas anterior al año 6800 a. O, y cuya cultura se extinguió en el año 5000 a. O. En las paredes de sus santuarios del estrato VII (hacia 6.050 a.C.) aparece en relieve la diosa dando a luz con sus piernas ampliamente separadas y asociada a cabezas o astas de toro, como confirmando y fortaleciendo su poder. También aparecen figuras de barro representando a la diosa, una de las cuales la muestra dando a luz, sentada en un trono y apoyada sobre cabezas de león, lo que para muchos sería urr desarrollado culto a la Diosa de la Fertilidad o Diosa Madre, y, para otros, el tipo histórico-religioso de la Tierra madre,

asociado a una figura masculina, el toro o el macho cabrío, fecundador, que puede remitir a un Ser supremo celestial, propio de las civilizaciones dedicadas a la ganadería. En las pinturas de las paredes de los santuarios del estrato VII, aparecen cuervos o buitres que caen sobre los cadáveres. Parece que éstos eran expuestos en plataformas accesibles a cuervos e insectos con el fin de que dejaran limpio el esqueleto para su posterior enterramiento. Para representar a los hombres muertos, se les pintaba sin cabeza. En el sudeste europeo se encuentran figurillas de la Gran Diosa de la Vida, Muerte y Regeneración bajo formas ántropo y zoomórficas construcciones megalíticas del Neolítico occidental y ajuares funerarios del Neolítico balcánico, incluyendo figurillas femeninas que quizá representan divinidades regenerativas, parecen confiaren que el hombre transciende la muerte análogamente a como la naturaleza se renueva a sí misma de manera cíclica. Las ambigüedades y dificultades de la interpretación acerca del pensamiento del hombre prehistórico en relación a la muerte se superan con la llegada de la escritura y, con ella, de la Historia. Nos adentramos ahora en ella comenzando por sus culturas más antiguas: Mesopotamia y Egipto.

Juan Luis de León Azcárate

Antropología

mesopotámica

En la antigua Mesopotamia los planteamientos existenciales siempre se hacían a este lado de la vida. Según la antropología mesopotámica, la unidad individual (awilum) que conformaba en vida el ser humano, una vez muerto, da lugar a dos productos: el cadáver, que, tras descomponerse, queda reducido al "esqueleto" (esemtu), cuyos huesos se recogían y transportaban en caso de mudanza o emigración, y el denominado etemmu. Este término acádico suele traducirse por "espectro", "espíritu", "ánima", etc. En ningún caso hay que entenderlo en sentido de alma o espíritu puro, pues la cultura mesopotámica era esencialmente materialista y creía que todo era corpóreo. Por ello, el etemmu también era material, aunque sutil; una versión cuasi-etérea del muerto, fantasmal y sólo perceptible en determinadas condiciones como una "sombra" o como un "soplo". ¿Significa esto que el hombre mesopotámico esperaba algo positivo después de la muerte? ¿Adonde va el etemmu?. Para responder a estas preguntas conviene leer dos de los grandes mitos sumerio-acádicos: el Poema de Gilgamesh, una de las más grandes obras de la literatura antigua, y El descenso de Inanna a los infiernos, ambos, al menos en su fase preescrita, del segundo milenio a. C.

El Poema de Gilgamesh Su contenido es, sucintamente, el siguiente: Gilgamesh, hijo de la diosa Ninsun y de un mortal, es rey de Uruk, pero es un déspota cruel y todas las mujeres sirven a su placer, razón por la que sus subditos suplican a los dioses que les libren de él. Los dioses Anu y Aruru deciden entonces suscitar un gigante para combatirlo y matarlo. Es Enkidu, gigante salvaje que no conoce la civilización y vive entre las fieras. Gilgamesh, avisado por un cazador, decide enviar a una hieródula para seducir a Enkidu, lo que consigue, iniciando así el proceso de civilización del gigante. Tras un duro combate entre Gilgamesh y Enkidu, admirado éste del valor de su rival, terminan haciéndose amigos. A partir de aquí ellos protagonizan una serie de aventuras que no son del gusto de los dioses: derrotan y matan al terrible gigante Humbaba que habitaba el Bosque de los Cedros; Gilgamesh rechaza los amores de la diosa Ishtar, conocedor de que no pocos de sus amantes terminan muertos. Isthar, despechada, presiona a su padre Anu a crear al Toro Celeste para matar al rey de Uruk, pero será Enkidu el que mate al animal e insulte a la diosa. Ante estos agravios, el dios Enlil decreta y causa la muerte de Enkidu, lo que provoca el dolor y el lamento funerario de Gilgamesh, quien, ante el cadáver de su amigo, se pregunta temeroso por la muerte: "Cuando muera, ¿no seré como Enkidu? El miedo se ha metido en mis entrañas; temeroso de la muerte vago por la estepa" (Poema de Gilgamesh IX 1, 3-5). Este miedo a la muerte empuja a Gilgamesh a buscar la inmortalidad y se dirige al encuentro de Utnapishtim, el único superviviente del diluvio provocado por los dioses y único hombre, junto con su mujer, que había alcanzado la inmortalidad. Durante su viaje se encontrará con una tabernera, de nombre Siduri, que le adelantará lo infructuoso que es su objetivo, dado que los dioses decretaron la muerte para el hombre: "No alcanzarás la vida que persigues. Cuando los dioses crearon la humanidad,

la muerte para la humanidad decretaron, reservando la vida para sí mismos" (X 3, 2-5). Tras un azaroso viaje por lugares nunca atravesados por mortales, Gilgamesh logra encontrar a Utnapistim. Pero no podrá superar la prueba que éste le pone para alcanzar la inmortalidad: no dormir durante seis días y siete noches. No obstante, Utnapisthim, apiadado, le concede la planta de la eterna juventud que, fatalmente, le es arrebatada a Gilgamesh por una serpiente mientras se bañaba. Fracasado en su búsqueda, retorna a Uruk. Es evidente que podríamos subtitular esta obra algo así como "La búsqueda infructuosa de la inmortalidad". Queda claro que el hombre, según el concepto mesopotámico, no puede ser inmortal (Utnapisthim y su esposa son la única excepción), lo que implica que al morir todos los hombres son iguales y que nada es imperecedero: "¿Acaso edificamos nuestras casas para siempre y para siempre sellamos propiedades? ¿Acaso los hermanos dividen porciones para siempre? ¿Acaso divide para siempre el odio? ¿Acaso el río siempre crece y causa inundaciones? ¿La libélula (abandona su) vaina para que su cara (no) pueda mirar (sino) la cara Ya desde los días de antaño no hubo permanencia de nada. ¡Los que duermen y los muertos qué iguales son! ¿Hay alguna diferencia entre el esclavo y el señor cuando se hallan al de su destino? Desde siempre los anunnaki, los grandes dioses, se han reunido, y la diosa Mammerum, creadora del destino, con ellos fija el hado. Los dioses deciden sobre nuestra muerte y nuestra vida pero no revelan el nuestra muerte"

nuestras

del sol?

término

día de

(Poema de Gilgamesh, versión asiría, X 6, 26-39).

El destino del etemmu Pero la pregunta sigue ahí: ¿a dónde va el etemmu o espectro del difunto? Tanto el Poema de Gilgamesh como el Descenso de Innana a los Infiernos lo dejan muy claro: a un Inframundo tenebroso y sombrío del que no se puede volver, y donde vaga como una sombra inconsciente, somnolienta. Pero hay que ayudar a que llegue a él cuidando de las honras fúnebres, ya que, de lo contrario, podría convertirse en un "fantasma errante" y ser molesto para los vivos. Así describe el Inframundo el Poema de Gilgamesh: "Mirándome [cuenta Enkidu a Gilgamesh su sueñoj me guia a la Casa de las Tinieblas, a la mansión de Irkalla, a la casa donde se entra sin esperanza de salida. Por los caminos que son sólo de ida y nunca de vuelta me conduce hasta la morada cuyos habitantes carecen de luz donde el polvo es su vianda y la arcilla su manjar. Están pergeñados como pájaros revestidos de plumas, no ven la luz, en tinieblas permanecen" (Poema de Gilgamesh VII 4, 33-39).

Únicamente la diosa Innana, otra excepción, logrará salir del Inframundo. Según el Descenso de Inanna a los Infiernos, esta diosa desciende a los Infiernos donde reina su herma Ereshkigal. No queda claro con qué objetivo, aunque se supone que con el fin de destronarla, pero no lo conseguirá y será condenada a muerte y transformada en un trozo de carne verde y corrupta colgada de un gancho. La ayuda inteligente del dios Enki permitirá que Inanna pueda recobrar la vida y salir del Inframundo pero a cambio de conseguir un sustituto. Inanna elegirá como sustituto a su esposo Dumuzi, quien no parecía muy triste por su ausencia. La hermana de Dumuzi se ofrece, aunque sea temporalmente, a ocupar su lugar en el Inframundo, de modo que uno y otro se intercambiarán durante seis meses en dicho lugar. Como ya intuirán, Dumuzi, o Tammuz, simboliza la regeneración de la vegetación, su muerte en invierno (medio año en el Inframundo) y su resurrección o vuelta a la vida en primavera (medio año en el mundo de los vivos).

¿Qué le queda al hombre? Ante este panorama post mortem sombrío, ¿qué le queda al hombre? La mencionada tabernera Siduri del Poema de Gilgamesh se lo dice claramente al héroe (planteamiento muy similar recoge Qohelet, 9,7-9, aunque con algunos matices diferenciales): "Tú, Gilgamesh, llénate el vientre, goza de día y de noche. Cada día celebra una alegre fiesta. ¡Día y noche danza y juega! Ponte vestidos flamantes, lava tu cabeza y báñate. Cuando el niño te tome de la mano, atiéndelo y regocíjate. Y deleítate con tu mujer, abrazándola. ¡Esa es la tarea de la humanidad!" (X 3, 6-14).

Textos de las Pirámides Durante las dinastías del Imperio Antiguo (dinastías IV-VIII, 2575-2134 a . C ) , todas las esperanzas de alcanzar la eternidad estaban centradas en el rey o faraón. En los Textos de las Pirámides, carentes de una sistematización coherente, el destino celestial del faraón es transformarse bien en Re, el dios Sol que cada día muere en el occidente y resucita por la mañana en el oriente, bien en Osiris, el dios de los muertos, e incluso en su hijo Horus. El mito cuenta que Osiris, rey difunto y divinizado a quien la tradición religiosa atribuye la unificación de Egipto, había sido asesinado por su hermano Seth. La forma exacta de su muerte no es clara; hay referencias de que fue golpeado y de que fue ahogado, presumiblemente en el Nilo. Su cuerpo, aparentemente en estado de descomposición, fue rescatado del agua por Isis (su hermana-esposa) y Neftis (hermana de Isis y esposa de Seth), quienes se lamentan sobre él. Hay muchas referencias a la reconstitución y revivificación de su cuerpo (de ahí la importancia de la momificación como medio de conservación del cuerpo), de las cuales son partícipes de una forma u otra Isis y Neftis, Anubis, Horus (hijo de Isis y Osiris) y Re. Osiris es devuelto a la vida y el consejo de los dioses vindica su causa contra su hermano Seth quien es vencido por Horus. Aunque resucitado, Osiris no recupera su vida anterior, pero llega a ser señor de la Duat, el reino de los muertos. Muchos de los actos del faraón en el más allá tienen fines mágicos: renace de un buitre o de una vaca salvaje; se baña en el sudor perfumado de Osiris o en el Campo de Cañas, una región agrícola y fértil del más allá donde la vida terrena continúa de forma ideal; se vuelve imperecedero y sus huesos se convierten en hierro; se convierte en espíritu o en estrella (Declaraciones 215, 216, 248, 302, 442, 570, 5 7 1 , entre otras), y come a los dioses para obtener más poderes mágicos. Este último aspecto se recoge en la Declaración 273-4, también conocida como el Himno caníbal. Un estado en el que adquiere un gran poder: puede juzgar, es eterno y es capaz de comer a los hombres y en especial a los dioses en un acto simbólico de adquisición del poder mágico de éstos. Se trata de su glorificación divina: "Los planetas (?) están quietos porque han visto al Rey aparecer en poder. La gloria del Rey está en el cielo, su poder está en el horizonte como su padre Atum quien le engendró. (...) El Rey es el Toro del cielo, quien conquista (?) a voluntad, quien vive en el ser de cada dios, quien come sus entrañas (?), aun de los que vienen con sus cuerpos llenos de magia desde la Isla del Fuego. (...) Porque es el rey quien juzgará en compañía de El que cuyo nombre está oculto. (...) El Rey es quien come hombres y vive en los dioses. (...) '

Es el Rey quien come su magia y engulle sus espíritus; sus (trozos) grandes son para su comida de la mañana, sus de tamaño medio son para su comida de la tarde, sus pequeños son para su comida de la noche, sus hombres viejos y sus mujeres viejas son para su quema de incienso. (...) Porque el Rey es un gran Poder que tiene poder sobre los Poderes. El Rey es una imagen sagrada, la más sagrada de las imágenes sagradas del Gran Único. (...) Porque el Rey es un dios, más viejo que el más viejo. Miles le sirven, cientos le ofrendan, le es dado a él una autoridad de Gran Poder por Orion, padre de los dioses.

(...) El tiempo de vida del Rey es eterno. (...) Si él desea, él hace; si él no desea, él no hace, él quien está en los límites del horizonte por siempre y para siempre".

Antropología

egipcia

En los Textos de las Pirámides aparecen mencionados una serie de conceptos que los egipcios aplicaban a la parte espiritual del hombre que sobrevive a la muerte: el ka, el akh y el 6a. El más frecuentemente empleado es el ka, la "fuerza vital" (su traducción más común) que el dios Khnum otorgaba al hombre cuando nacía, fuerza que le acompañaba mientras vivía y que se alejaba de su cuerpo cuando moría. Por otra parte, otros textos emplean la palabra ka para referirse a los "antepasados". Su signo representa dos brazos alzados y aparece muchas veces detrás del rey como signo jeroglífico que encierra los nombres del rey, escritos en un rectángulo. El hombre no debe temer a la muerte mientras conserve su ka: "Aunque yo muera, mi ka es poderoso". El akh parece designar la fuerza divina, sobrenatural. Otros lo entienden como "espíritu transfigurado". Su hogar es el reino celestial. A veces se traduce como "inteligencia". Era representado en la forma de un ¡bis y en el Imperio Antiguo se consideraba que sólo los dioses o el faraón, en cuanto considerado como divinidad, lo poseían. Más tarde, se admite que todos los hombres podían estar dotados de esta fuerza divina. Los textos son más explícitos cuando se refieren al ba, un principio espiritual caracterizado por su capacidad de abandonar el cadáver inerte y moverse libremente adoptando numerosas apariciones, generalmente como ave o como pájaro con cabeza humana. Se suele traducir por "alma", pero es una traducción aproximada que puede llevar a errores. Se prefiere traducirlo por "plasticidad", "encarnación", "aspecto".

Textos de los Sarcófagos Con el tiempo, en parte aprovechando una situación de crisis y de pérdida de autoridad central, las prerrogativas del Faraón se extenderán a los grandes hombres de la corte. Durante el Primer Período Intermedio (dinastías IX-XI, 2134-2040 a.C:) y durante el Imperio Medio (dinastías XI-XIV, 2040-1640 a.C.) muchos aristócratas o nobles construían sus tumbas para

continuar con su existencia después de la muerte y recurrían a fórmulas y textos inscritos en el interior de sus propios sarcófagos. Se trata de una colección de 1185 conjuros llamada los Textos de los Sarcófagos. El propio sarcófago representa el universo: su techo es el cielo; su suelo, la tierra; sus costados, los cuatro puntos cardinales. En el sarcófago el muerto también se convierte en Osiris. Así lo muestra el Conjuro 4: "¡Oh Osiris N. (N. es el nombre del difunto), la tierra abre su boca para ti; Geb abre totalmente sus dos mandíbulas sobre ti!¡Oh Osiris N., come tu pan, coge tu inundación; anda hacia la Gran Escalinata y dirígete a la Gran Ciudad! Lanza tu llama sobre la tierra y transfórmate en el dios joven y bello. Conviértete, entonces, en Señor de tus enemigos, conviértete en Señor de los que han maquinado contra ti en la necrópolis, de los que te odian, puesto que ellos establecerán un juicio respecto a ti. Pero, Osiris N., he aquí ahora que los Grandes que están entre ellos se levantan para ti, que los escribas sobre sus esteras tiemblan por causa tuya, después que tú has anulado las cabezas de las serpientes en Heliópolis". Los ojos mágicos (oudjat), pintados en la parte exterior del sarcófago a la altura de los ojos del difunto, permiten a éste ver el mundo de los vivos. La imagen del más allá ofrecida por estos textos es más compleja que la de los Textos de las Pirámides. El difunto sólo podrá alcanzar el cielo si logra evitar una red de pesca, situada entre el cielo y la tierra para interceptar almas, y sortear una serie de trampas y pruebas (Conjuros 473-481). Es evidente que a pesar de que se ha producido una incipiente "democratización" de la existencia más allá de la muerte, todavía no ha alcanzado a todos (sólo a aquellos que pueden costearse un sarcófago y los correspondientes ritos funerarios) y, además, se ha hecho un poco más dificultosa de obtener que para los faraones, quienes no tenían tantas dificultades de acceso por su condición cuasidivina. Libro de los Muertos: En el Imperio Medio (dinastías XI-XIV, 2040-1640 a . C ) , las creencias funerarias se volvieron cada vez más "democráticas": incluso los pobres podían disfrutar de una existencia postuma en el Campo de Cañas, donde se les asignará un trozo de tierra para trillar. La felicidad de alcanzar el Campo de Cañas es el tema de una colección de papiros funerarios que frecuentemente se basaban en los textos de las pirámides y de los sarcófagos. Se trata del famoso Libro de los Muertos. En el Campo de Cañas los muertos continúan existiendo felizmente, con aspecto juvenil, y cultivando sus parcelas de tierra, del mismo modo que lo harían en vida. Al muerto, para ahorrarle el esfuerzo del trabajo, lo entierran con estatuillas en miniatura (los uchebtis o "los que responden") que recobran la vida bajo un conjuro para ponerse a las órdenes de su dueño. Allí son felices comiendo, bebiendo, trabajando y manteniendo relaciones sexuales. Pero cabe incluso la posibilidad de ir más allá de este Campo de Cañas y alcanzar el mundo de la Luz de Re tras un proceso de purificación espiritual, como anuncia el conjuro 171 A: "¡Oh, dioses del norte, que estáis en el cielo y que estáis en la tierra, conceded el vestido uab (el vestido de la plena pureza) al bienaventurado perfecto, N.! ¡Haced que este (vestido) le sea provechoso ¡Arrojad las impurezas que estén agarradas a su ser! ¡Que el vestido uab de N. le sea concedido para siempre y (para toda) la Eternidad! ¡Quitadle las impurezas que estén agarradas a su ser!".

Sin renunciar a los elementos mágicos necesarios para acceder al más allá, el Libro de los Muertos aporta una novedad importante con respecto a los textos funerarios anteriores: la descripción del juicio de los muertos en los Conjuros 30b y 125, consistente en el pesaje del corazón del difunto en un platillo de la balanza mientras en el otro se encuentra la pluma, símbolo de la Maat (el orden universal, la Verdad-Justicia). Vinculado al juicio está la "confesión negativa", realizada por el mismo difunto en el Conjuro 125. Su contenido, de claro carácter ético-social y religioso, es el siguiente: "Es así que yo traigo en mi corazón la Verdad y la Justicia, porque he sacado de él todo el mal... Yo no he hecho mal a los hombres. Yo no empleé la violencia con mis parientes. Yo no reemplacé la injusticia a la justicia. Yo no frecuenté a los malos. Yo no cometí crímenes. Yo no hice trabajar para mi beneficio con exceso. Yo no intrigué por ambición. Yo no di malos tratos a mis servidores. Yo no blasfemé de los dioses. Yo no privé al pobre de su alimento. No cometí actos execrados por los dioses. Yo no permití que un amo maltratase a su sirviente. Yo no hice sufrir a otro. Yo no provoqué el hambre. No hice llorar a los hombres, mis semejantes. Yo no maté ni ordené matar. Yo no provoqué enfermedades entre los hombres. Yo no sustraje las ofrendas de los templos. Yo no robé los panes de los dioses. Yo no me apoderé de las ofrendas destinadas a los Espíritus santificados. Yo no cometí acciones vergonzosas en el recinto sagrado de los templos. Yo no disminuí la porción de las ofrendas. Yo no traté de aumentar mis dominios utilizando medios ilícitos ni usurpando los campos de otros. Yo no manoseé los pesos de la balanza ni su astil. Yo no quité la leche de la boca del niño. Yo no me apoderé del ganado en los campos. Yo no tomé con el lazo las aves que estaban destinadas a los dioses. Yo no pesqué peces con peces muertos. Yo no puse obstáculos en las aguas cuando debían correr. Yo no apagué el fuego en el momento que debía arder. Yo no violé las reglas de las ofrendas de carne. Yo no me apoderé del ganado que pertenecía a los templos de los dioses. Yo no impedí a un dios que se manifestase. ¡Yo soy puro! ¡Soy puro! ¡Soy puro! ¡Soy puro!". Así pues, puede concluirse que los egipcios estaban convencidos de que la integridad del ser humano y su auténtica felicidad sólo podía garantizarse, al menos en este período, si el individuo ajustaba su vida a las exigencias de Maat, el orden universal e inconmovible del mundo. Orden dentro del cual tiene lugar el proceso cíclico de la muerte y la resurrección de la vida divina de forma ininterrumpida, permitiendo al pueblo egipcio tener una visión optimista, o al menos no fatalista, de la vida, ya que no todo terminaba con la muerte.

El sombrío Hades de la Edad Oscura El Hades de la antigua Grecia es muy similar al inframundo mesopotámico. Para las comunidades de la Edad Oscura (1150-750 a . C , aproximadamente), época reflejada en parte en la ¡liada y la Odisea de Homero (el conocido rapsoda del siglo VIII a. C ) , la vida de la comunidad era más importante que la supervivencia individual, razón por la que la muerte no significaba el final de la vida de una persona, sino, más bien, un episodio de la historia colectiva y del ciclo vital. En el pensamiento homérico, el hombre parece ser un compuesto de tres elementos: el cuerpo; el thymós, localizado en los pulmones y que significa, esencialmente, mente o conciencia, y la psique. Esta última es algo etéreo y aéreo que escapa al contacto de todo cuanto vive. Es como un hálito de vida que escapa del cuerpo en el último aliento. Recibe también el nombre de eidolon (imagen, ídolo), que en los poemas homéricos se usa de modo específico para designar a los muertos del inframundo (eidola kamonton, "imágenes de los muertos", llíada XXill, 72; Odisea XI, 476; XXIV, 14). Al sobrevenir la muerte, el hombre se desintegra, deja de ser un hombre completo. Carece de conciencia propia, han desaparecido el espíritu y sus órganos; desaparecen las potencias de voluntad, sensibilidad, pensamiento, y, en esas condiciones, por supuesto, la psique no es sinónimo de vida activa. En este sentido es muy similar al etemmu mesopotámico del que ya hemos hablado. Tanto la Odisea como la llíada son bastante explícitas al respecto. Tras evocar los espíritus de los muertos (nekyománteia) y lograr que, excepcional y efímeramente los muertos salgan del Hades, Ulises se encuentra con su madre fallecida (Anticlea) quien le dice: "Hijo mío, ¡ay de mí!, desgraciado entre todos los hombres, no te engaña de cierto Perséfona, prole de Zeus, porque es esa por sí condición de los muertos: no tienen los tendones cogidos ya allí su esqueleto y sus carnes, ya que todo deshecho quedó por la fuerza ardorosa e implacable del fuego, al perderse el aliento en los miembros; sólo el alma, escapando a manera de sueño, revuela por un lado" (Odisea XI,216-222). Sin olvidar las palabras del también evocado difunto Aquiles: "yo más querría ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron" (Odisea XI, 488-491). Los guerreros son los protagonistas de la literatura homérica y su suerte será un tanto distinta a la del resto de mortales, no ya en el plano metafísico sino en el social. La muerte viril y juvenil en el combate le otorga al guerrero el estatus de héroe y le permite evitar tanto la decrepitud de la vejez como el indeseable olvido destinado al resto de los mortales. Es una "bella muerte" (kalós thánatos) o una "muerte gloriosa" (eukleés thánatos), pero que no le confiere necesariamente un destino post mortem mejor. Para llegar a ese sombrío Hades, la imaginería homérica ofrece una serie de seres que acompañan al difunto en ese tránsito: Hypnos (el Sueño) y Thánatos (la Muerte), a quienes Homero presenta como gemelos-en un claro intento de emparentar, casi hasta la identificación, el dormir con el morir. Ambos realizan la deposición del alma del difunto en

la tumba, y de allí la toma Hermes como psicopompo o guía de almas. Aunque ya no en Homero, la Iconografía de la cerámica griega completa y concluye el tránsito con Caronte, el barquero, a cuya barca guía Hermes el alma del difunto. Si Hypnos y Thanatos testifican una forma elitista de entender el viaje al más allá, reservada a los héroes guerreros de Homero, Caronte simbolizaría un camino hacia el Hades al alcance de cualquiera, propio de una época de cambio de mentalidad como lo fue la del sistema "democrático".

La esperanza optimista de los cultos mistéricos El paso en el siglo V a. C, particularmente en Atenas, del gobierno aristocrático a la polis gobernada por la demokratia (entendida esta palabra en el contexto de la época) llevó consigo una preocupación por el destino personal del individuo tras la muerte. El culto a los héroes no satisfacía esta preocupación y el influjo parcial del optimismo egipcio, junto con las innovaciones socio-políticas, facilitaron la irrupción de los cultos mistéricos (uno de sus textos representativos es el pseudo-homérico Himno a Deméter, divinidad asociada a los ciclos de regeneración de la naturaleza) que prometían a sus iniciados un más allá dichoso junto a Hades, Perséfone y Dioniso (dios que muere también). No es la inmortalidad lo que consigue el iniciado en estos misterios, sino que su alma goce de una existencia bienaventurada después de la muerte, evitando ser la sombra triste en que se convertían los héroes homéricos. En definitiva, lo que las divinidades eleusinas ofrecían como don sagrado a los mistas, los participantes o iniciados de estos misterios, era confianza frente a la muerte, una suerte mejor después de ella. Cicerón resume muy bien lo que buscan estos misterios: "cómo vivir en la alegría, y cómo morir con las mejores esperanzas" (De legibus 2,36). Plutarco lo describe más detalladamente aún: "En este mundo no tiene conocimiento, excepto cuando está en el trance de la muerte; puesto que cuando ese momento llega, sufre una experiencia como la de las personas que están sometiéndose a la iniciación en los grandes misterios; además los verbos morir (teleután) y ser iniciado (teleJsthai) y las acciones que significan, tienen una similitud. Al principio está perdido y corre de un lado para otro de modo agotador, en la oscuridad, con la sospecha de no llegara ninguna parte; y antes de alcanzarla meta soporta todo el terror posible, el escalofrío, el miedo, sudor y estupor. Pero después una luz maravillosa le alcanza y le dan la bienvenida lugares de pureza y praderas en los que le rodean sonidos y danzas y la solemnidad de músicas sagradas y visiones santas. Y después, el que ha completado lo anterior, a partir de ese momento convertido en un ser libre y liberado, coronado de guirnaldas, celebra los misterios acompañado de los hombres puros y santos y contempla a los no iniciados, la masa impura de seres vivientes que se revuelcan en el fango y sufren aplastándose entre ellos en la oscuridad, aterrados por la muerte, incrédulos ante la posibilidad de la bienaventuranza en el más allá" (Moralia, 178). Ya a partir del siglo VI a. C, el concepto de psique o alma se enriquece al fusionar en uno solo los principios de vida y conciencia antes separados. Precisamente, Platón, para quien el alma es inmortal y de origen divino mientras que el cuerpo no es más que la cárcel donde habita prisionera y de la que debe liberarse, admitirá, bajo el influjo del pitagorismo y del orfismo, la metempsícosis o transmigración de las almas (implícita ya en la Olímpica 11,73-75 de Píndaro). El destino de éstas queda condicionado por la trayectoria llevada en

vida (La República 617d) y no, a diferencia de los cultos mistéricos, por el cumplimiento de determinados ritos. La historia de Er (narrada por Platón al final de la República), muestra a un guerrero armenio muerto en combate que vuelve del inframundo para explicar que, tras la muerte, al alma le espera un juicio que dictamina su premio o castigo: "He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, va a dar comienzo para vosotras una nueva carrera mortal en un cuerpo también portador de la muerte. No será ser divino el que elija vuestra suerte, sino que vosotras mismas la elegiréis. La primera en el orden de la suerte escogerá la primera esa nueva vida a la que habrá de unirse irrevocablemente. Pero la virtud no tiene dueño; cada una la poseerá, en mayor o menor grado, según la honra o el menosprecio que le prodigue. La responsabilidad será toda de quien elija, porque la divinidad es inocente" (República, 617d).

No faltaban escépticos Sin embargo, no todos en Grecia ni en Roma compartieron el nuevo optimismo. Epicuro y, ya en el siglo II d. C, Luciano de Samosata (Diálogos de los muertos), entre otros, ironizaron sobre una esperanza en la que no creían y aceptaron sin problemas la muerte como el destino final del hombre. El siguiente fragmento del diálogo entre los fallecidos Diógenes y Pólux que nos ofrece Luciano es muy significativo al respecto: "Y a los ricos, Polukito querido, dales de mi parte el siguiente recado: ¿ Por qué guardáis, necios el oro? ¿A cuenta de qué os torturáis calculando los intereses y apilando talentos si al cabo de poco tiempo tendréis que acudir aquí con el óbolo mondo y lirondo? ¡Ah! Diles también a los guapos y a los macizos, a Megilo el corinto y a Damóxeno el luchador, que entre nosotros no hay rubia cabellera ni ojos claros ni oscuros, ni tez sonrosada del rostro, ni músculos tensos ni espaldas fornidas, sino que aquí tanto es para nosotros, como dice el refrán, polvo y sólo polvo, calaveras despojadas de belleza (...) Ya los pobres, laconio -que son numerosos y están agobiados por su situación y lamentan su pobreza-, diles que no lloren ni se aflijan luego de explicarles la igualdad que hay aquí. Y diles que van a ver que los ricos de allí no son mejores que ellos" (Luciano de Samosata, Diálogos de los muertos, en Obras, IV, Madrid 1992, 157).

Mención especial merece la religión del pastor-profeta Zaratustra o Zoroastro (siglo VII o VI a. C ) , dado su carácter innovador con respecto a la antigua religión védica, cuyo origen indoiranio comparte, y su posible influjo posterior en la escatología judía.

Doctrina de Zaratustra Zaratustra sostenía la existencia de un único dios supremo, Ahura Mazda, creador de los Espíritus del Bien (Spenta Mainyu) y del Mal (Ahra Mainyu). Se trata de una religión donde lo determinante no son las prácticas rituales o mágicas, con la intención de condicionar a la divinidad, sino la libre decisión del hombre, la única que puede determinar su propio destino. Una religión que conjuga la libertad con el optimismo que da la esperanza de saber que Ahura Mazda triunfará sobre el mal. Seguir a uno u a otro Espíritu conlleva consecuencias muy distintas como muestra el siguiente texto: "(Sí), cuando se reunieron los dos Espíritus allí al principio (de las cosas) para crear la vida y la esencia de vida y para determinar cómo debería ordenarse el fin del Mundo (destinaron) la peor vida (el Infierno) para los malos y el Mejor Estado Mental (el Cielo) para los buenos (los santos). (Cuando) cada uno hubo terminado su parte en la obra de la Creación, cada cual de ellos escogió el modo de formar su reino (perfectamente separado y distinto del otro). De los dos, el malo (el Demonio) escogió (naturalmente) el mal, sacando (y obteniendo) con ello los peores resultados posibles, mientras que el Espíritu más bondadoso escogió (la Divina) Justicia. (Tal escogió), cierto, aquel que se viste (empleando como manto) las sólidas piedras del Cielo. Y escogió también a cuantos le agradan a Él, Ahura Mazda, con sus obras (obras realizadas) realmente de acuerdo con la fe" (Yasna XXX, 4-5).

El destino del hombre tras la muerte Las enseñanzas de Zaratustra sobre el destino personal del individuo tras la muerte fueron revolucionarias en su tiempo. Éstas se reflejan en parte de los Gathás ("Cantos", las secciones más antiguas del Avesta) y especialmente en el Bundahíshn ("Creación"), texto tardío del siglo VIII d. C. De acuerdo con su doctrina, todos los seres humanos, tanto mujeres como hombres, humildes como privilegiados, pueden aspirar a alcanzar el más allá si se han comportado éticamente: "En tanto que Espíritu Santo, por el Óptimo Pensamiento y por la acción y la palabra conformes a la Justicia, el Sabio Señor nos dará, mediante el Dominio y la Devoción, Integridad e Inmortalidad" (Yasna 47,1). Por obra de Ahura Mazda, además del triunfo definitivo del bien sobre el mal (Yasna 43,5), junto con la destrucción definitiva de los malvados, se promete una resurrección física universal, entendida como una re-creación. Ante la dificultad de que muchos coetáneos no admitieran como posible tal resurrección, el Bundahism responde en boca de Ahura Mazda que, mucho más difícil que recrear lo que alguna vez existió, fue crear el universo desde la nada (Bundahism 34,4-5). Esta gran transformación al final de los tiempos que dará lugar a un mundo perfecto de paz, eterno y gobernado por Ahura Mazda, recibe el nombre de "la creación milagrosa" (Frashokereti en avéstico o Frashegird en palavi). En el tardío Bundahism se narra cómo será la resurrección (Bundahism 30,7-9.27ss): Saoshyant, "salvador", descendiente-de Zaratustra, se encargará de despertar a todos los muertos, buenos y malos. Primero serán despertados los huesos de

Gayomart, el hombre-gigante primordial; luego los de la primera pareja humana y, finalmente, los de todos los muertos. Todos despertarán cerca del lugar donde murieron para que el alma reconozca más fácilmente su cuerpo. Cada uno verá sus propias obras y los justos serán enviados al paraíso y los malvados al infierno: "Primero son despertados los huesos de Gayomard, luego los de Mashye y Mashyane, luego los del resto de la humanidad; a los cincuenta y siete años de Soshyant ellos preparan a todos los muertos, y todos los hombres se levantan; todo el que es justo y todo el que es malvado, cada criatura humana, se levantan desde el punto en que su vida se marchó. Más tarde, cuando todos los seres vivientes asumen de nuevo sus cuerpos y formas, entonces ellos les asignan (bara yehabund) una clase individual. De la luz que acompaña (levatman) al sol, una mitad será para Gayomard, y la otra mitad iluminará entre el resto de los hombres, de modo que el alma y el cuerpo sabrán que éste es mi padre, y ésta mi madre, y éste mi hermano, y ésta mi esposa, y éstos algunos de mis otros parientes más cercanos" (Bundahism XXX, 7-9). I

El Puente Chinvat y la descripción del más allá En el Ardaviraf, obra de la época sasánida (224-651 d. C ) , se describe el más allá con su cielo para los fieles seguidores de Ohrmazd, el infierno para los malvados y seguidores de Ahriman y sus demonios, el puente de la retribución, e incluso el lugar estacionario hasta la futura resurrección, denominado Hamistagan, en el que permanecerán las almas de aquellos cuyas obras buenas y malas se equilibran mutuamente. En esta obra, la creencia en la resurrección (al menos entendida como una recreación del cuerpo) es doctrina firme (Ardaviraf 5, 11; 6 1 , 7): "Éstas son las almas de estos malvados quienes, en el mundo, no creían en el espíritu, y ellos han sido desagradecidos con la religión del creador Ohrmazd. Ellos han dudado de la felicidad que está en el cielo, y del tormento que está en el infierno, y acerca de la realidad de la resurrección de los muertos y el cuerpo futuro" (Ardaviraf 6 1 , 6-7). Además, los Gáthás mencionan un lugar de paso hacia el más allá donde tiene lugar la separación de buenos y malos, tras un juicio individual de las almas nada más producirse la muerte: el Puente Chinvat (o Puente del Retribuidor). La imagen de este puente de acceso al más allá es tomada por Zaratustra de la antigua religión persa y de otras religiones, pero la ha acomodado a su exigencia de justicia: "Quienes quiera que sean, hombres o mujeres, que me den estos dones de vida, que sabes son los mejores, ¡oh Mazda!, y que me bendigan por medio de Tu Buena Mente. Con ellos iré, los acompañaré y los invitaré a que Te rindan homenaje (en la Tierra), pues con todos ellos avanzaré finalmente hasta el Puente del Juez (...) Y cuando se acerquen allí donde (se levanta) el Puente del Juez [los malvados] (errarán el camino y caerán) y su morada será para siempre la mansión de la Mentira, en contraposición a la suerte que espera a los que creen en Dios y caminan con paso firme, considerándome a mí como su guía y auxiliar" (Yasna XLVI, 10-11). Tras cruzar el puente, el alma del justo, en un paradisíaco jardín, se encontrará con su propia esencia (daena), personificada en una hermosa muchacha que alabará sus méritos religioso-cúlticos y éticos:

"Al acercarse este viento, su propia Esencia se le aparece como una muchacha bella, resplandeciente, de brazos blancos, robusta, hermosa de semblante, esbelta, de senos altos, de forma noble, elevada cuna y glorioso linaje, como de quince años y más bella de forma que la más hermosa criatura. [Ante la pregunta del alma del justo responde:] "O tú, joven de buen pensamiento, de buena palabra, de buena acción y de buena esencia, yo soy tu propia esencia (...) tú me amaste (...) Cuando veías que alguien quemaba los muertos y adoraba ídolos, oprimir al prójimo y abatir árboles, te sentabas cantando gháthás, sacrificabas en honor de las aguas buenas y del fuego de Ahura Mazda y acogías al justo llegado de cerca o de lejos. Así (...) ocupando un lugar alto, tú me pusiste en otro todavía más elevado". En cambio, el alma de los malvados se presenta como la más horrorosa de las mujeres, efecto de sus malas acciones, palabras y pensamientos: "Los tres días y noches (son) miserables y dolorosos. En el cuarto día el alma se acerca al Puente Chinvat. La gran sentencia pasó por los jueces del Puente: "Tu obra pesada y encontrada deficiente". No te es dado pasar por el Puente. El alma es arrojada a las profundidades de la región infernal. La conciencia es presentada en la figura de un espíritu espantoso. Los tres estadios o puertas del Infierno Dushmata, Duzukhta y Duzvarshta se abren. El cuarto estadio de la región caótica oscura de Ahriman y sus cómplices". La acogida en tales mundos, para unos y otros, sigue el mismo esquema. Los que allí habitan preguntan al difunto recién llegado "¿cómo has muerto?", o "¿cómo has venido?", pero Ahura Mazda interviene para que, al menos al justo, no le molesten tras el largo camino y les pide que le ofrezcan alimento, en particular la mantequilla de Zaremaya, alimento celestial; sin embargo, al malvado al llegar a las Tinieblas Infinitas únicamente se le ofrece veneno. En la restauración universal, las almas de los justos se reunirán con sus cuerpos y vivirán eternamente en la tierra perfecta. El influjo posterior de la casta sacerdotal de los magos radicalizó el dualismo mitigado de Zaratustra e incrementó exageradamente el ritualismo, dando como fruto el Vendidad-Sadé (también Vidévdát o "código antidemoníaco"), que incluía normas sobre la purificación de los cadáveres y su enterramiento. Precisamente, entre las cosas malas creadas por AgraMainyús, se encuentran el enterramiento de los cadáveres" (I, 48) y la cremación de los muertos (I, 66). El contacto con un cadáver es causa de impureza. Así que la tierra, cuando entra en contacto con un cadáver recién enterrado, o el fuego, cuando entra en contacto con un cadáver que va a ser incinerado, o el agua a la que se arroja un cadáver, se vuelven impuros. Algo que hay que evitar a toda costa, pues la tierra, el fuego y el agua son los tres elementos puros por excelencia para el Vendidad-Sade. La construcción de dakhmas (o "torres del silencio"), plataformas sobre las que el cadáver era expuesto a las aves de rapiña para que lo devorasen y dejaran limpio, era una forma de evitar que el cuerpo en descomposición contaminara la tierra al entrar en contacto con ella. Pero lo propio y lo original de la religión de Zaratustra es, como se ha dicho, que combina escatología individual y escatología colectiva final. Esta nueva visión rompe con la tradicional concepción cíclica del tiempo y con la cosmología de períodos cósmicos recurrentes (comunes a la religión y metafísica indias, a la religión babilónica y al pensamiento griego), y permite concebir una interpretación escatológica del tiempo histórico. Más que reproducir el pasado, lo que hace Zaratustra es inaugurar un porvenir gracias a la resurrección individual y colectiva.

No es fácil sintetizar el pensamiento hindú acerca de la muerte. Los Vedas, los Bráhmanas y las Upanishads, textos que corresponden a períodos y pensamientos distintos, han ofrecido perspectivas dispares entre sí.

Los Vedas Datan del segundo milenio a. C, y asumen, aunque de forma rudimentaria, la supervivencia después de la muerte. Yama es hijo de la deidad solar Vivasvat y de Saranyu, hija del dios Tvastr, y, por tanto, se trata de una deidad solar, también asociada al relámpago. Originariamente, él es un hombre real que es tentado por su hermana gemela, Yami (ésta asociada al sonido del trueno), para cometer incesto justificándolo sobre la base de que ya estaban juntos en el vientre materno y a la necesidad de procrear. Pero Yama, fiel al orden cósmico de las cosas, no cede ("es malvado el que en su hermana entra"; Rig Veda X, 10, 12), aunque, como humano, será el primero en experimentar la muerte (Atharva Veda XVIII, 3, 13), y se convertirá así en el señor del mundo de los muertos (Rig Veda X, 16, 9) y en padre de la humanidad (Rig Veda X, 135, 1), viviendo en un paraíso celestial, cuyo lugar se representa simplemente con la referencia a un árbol, donde llevará una vida placentera junto a los dioses, tocando su flauta y glorificado por cantos. Los muertos vivían en el cielo tercero (el punto más alto alcanzado por el dios Vishnú) y en los himnos funerarios se proclama que el espíritu del muerto irá a un mundo de luz (svarga), junto con los ancestros, Yama y los dioses, con un nuevo cuerpo sin debilidades y colmándose todos sus deseos. Se deja claro quiénes y a través de qué medios llegan a este lugar poco definido: "Para unos se clarifica el soma, manteca líquida buscan otros. Que el licor llegue hasta ellos, ¡que hasta ellos llegue! A los que por el ascetismo llegaron al Cielo, a los que por su ascetismo están a cubierto de todo ataque, a los que hicieron del ascetismo la grandeza, ¡que hasta ellos llegue! A los que pelean por la riqueza, a los que sacrifican su cuerpo, los héroes, y a los que pagaron muchos honorarios para el rito, ¡que hasta ellos llegue! A los que han respetado la ley antes que nadie, los que han seguido la ley, sido leales a la ley, y a los que el ascetismo practicaron, oh, Yama, ¡que hasta ellos llegue! Los poetas de las mil maneras, que guardan el sol, los sabios que fueron ascetas, oh, Yama, ¡que hasta ellos llegue!" (Rig Veda X, 154, 1-5). Hay una cierta vinculación del muerto con los ciclos naturales. En textos como el Rig Veda X, 16, 3, puede encontrarse la idea de que, muerto el hombre, sus partes componentes pasan al sol, al viento, a las aguas y a las plantas. Pero toda esta perspectiva es tan rudimentaria, y tan alejada del concepto de reencarnación todavía inexistente, que durante el período védico la muerte es concebida como algo negativo, no deseable y que corta las esperanzas de vivir. Lo que se pide a los dioses es fundamentalmente larga vida, abundante ganado e hijos, es decir, formas de bienestar terrenal. La muerte es algo que debe posponerse todo lo posible.

Los Bráhmanas (1000-750 a. C.) Son colecciones de textos ritualistas que recogen la ciencia sagrada del sacrificio recopilados por los sacerdotes o brahmanes (de ahí su nombre). Según éstos hay una forma, para dioses y hombres, de ser de atguna manera inmortales: mediante la realización correcta de los sacrificios. Como se cuenta en el Satapatha Bráhmana, los dioses no pudieron

alcanzar la inmortalidad hasta después de la disposición exacta de todas las piedras y ladrillos necesarios para la correcta realización del sacrificio. Esto traería consecuencias también para los hombres, quienes sólo podrán ser inmortales a través del sacrificio perfectamente realizado y dejando sus cuerpos para la muerte: "La Muerte habló a los dioses: "Seguramente, con esto todos los hombres sabios llegarán a ser inmortales, ¿y qué parte será luego mía?". Ellos dijeron: "De aquí en adelante nadie será inmortal con el cuerpo: sólo cuando tú hayas tomado ese cuerpo como tu parte, quien está para llegar a ser inmortal bien a través del conocimiento, o a través del trabajo santo, llegará a ser inmortal después de separarse del cuerpo". Ahora cuando ellos dijeron "bien a través del conocimiento, o a través del trabajo santo", es el altar de fuego lo que es el conocimiento, y este altar de fuego es el trabajo santo" (Satapatha Bráhmana X, 4, 3). De hecho, para la mentalidad de los Bráhmanas, la muerte no se concibe como el límite de la vida, sino como que está en medio de ella: "En este punto hay un verso: "Dentro de la muerte allí está la inmortalidad", porque después de la muerte llega la inmortalidad. "La muerte está basada en la inmortalidad" [.. .]"La muerte se viste ella misma en luz", porque la luz, para estar segura, es el sol, porque esta luz cambia día y noche, y así la muerte se viste ella misma en luz y está rodeada por todos los lados por la luz. "El ser de la muerte está en la luz" (Sataphata Bráhmana X, 5, 2, 4). Para llegar a ser inmortal hay que nacer tres veces, de los padres, del sacrificio y de la muerte: "Un hombre verdadero nace tres veces de la siguiente manera. Primero nace de su madre y padre. Él nace una segunda vez mientras realiza el sacrificio que llega a ser su parte. Nace una tercera vez cuando muere y le colocan sobre la pira y él procede a una nueva existencia. Por eso dicen: "El hombre nace tres veces" (Sataphata Bráhmana XI, 2, 1, 1). La probablemente más antigua mención (al menos de una manera rudimentaria) de la reencarnación se encuentra en la explicación que del misterio del "fuego de los cinco sacrificios" da a Yájnavalkya el rey Janaka: las ofrendas suben al espacio, que por ellas se convierte en fuego sacrificial; luego al cielo (el segundo fuego sacrificial); vuelven luego a la tierra (tercer fuego sacrificial) y entran en el hombre (cuarto fuego sacrificial). De él las ofrendas pasan a la mujer; las entrañas de ésta son el quinto fuego sacrificial; su concepción, la leña que en él arde; el semen, las ofrendas. "Quien sabiendo esto consuma la cópula, ha ofrecido el sacrificio del fuego. El hijo que nace de esta unión es el mundo de la buena acogida (es decir, el lugar en que se recibe al padre, que renace en él)". En esta versión, la cadena de acontecimientos, interpretada desde un punto de vista ritualista, aparece ligada todavía a la doctrina del renacimiento del padre en el hijo.

Los Upanishads o "doctrina secreta" (750-550 a. C.) Son tratados filosóficos que forman parte del denominado Vedanta o parte final de los Vedas. En ellos es frecuente el uso e identificación de dos términos que ya aparecían en

los Bráhmanas de manera incipiente: Brahmán y átman. Brahmán es la Realidad Absoluta, inmutable, que se encuentra en todo el Universo, su esencia, pero al que a la vez trasciende. El átman es la individuación de Brahmán en cada ser humano. Suele traducirse como "alma", "mismidad", "principio superior individual", "sí-mismo" o "yo". Los Upanishads identifican expresamente el átman con Brahmán como muestran los siguientes textos, de modo que si uno es inmortal e imperecedero el otro también: "Lo sabio (el átman), no nace ni muere; no ha venido de ningún lugar, no ha devenido nadie. Es no-nacido, eterno, constante, antiguo. No muere cuando muere el cuerpo" (Katha Upanishad I, 2, 18). "No envejece con la vejez, no muere con su muerte. Ésa es la verdadera ciudadela del Brahmán, en ella están contenidos los deseos. Es el átman libre de males, a salvo de la vejez, de la muerte, del dolor, del hambre, de la sed, cuyos deseos son verdad, cuyos pensamientos son verdad" (Chandogya Upanishad VIII, 1, 5). Será en esta literatura donde aparezca por primera vez y claramente la enseñanza de la reencarnación después de la muerte y en razón de los actos (karma). Aquí conviene hacer una aclaración importante. En Occidente suele verse la reencarnación como algo positivo, dado que implica una forma de supervivencia tras la muerte; sin embargo, para hindúes y budistas, la reencarnación es algo de lo que se debe liberar. El ideal u objetivo no es reencarnarse, sino dejar de hacerlo y lograr que el átman alcance la unión o disolución en Brahmán. El ciclo de reencarnaciones se denomina samsara ("atravesar", "deambular") y la liberación de este ciclo, moksha. Dado que el átman, la individuación de Brahmán en cada uno de nosotros, es inmortal e inmutable, no cambia en cada nueva reencarnación, pero sí se encuentra condicionado por el karma ("acción") acumulado, efecto y secuela de las acciones realizadas en esta vida, especie de ley universal, automática, de causa y efecto. De esta manera, los procesos de la vida y la experiencia se autorregulan y no necesitarían de intervención divina alguna. El karma positivo (denominado dharma o punya) o negativo (denominado adharma o papa, "culpa", "mal") requiere de una reencarnación o renacimiento para poder compensar todo lo hecho, de modo que no se pierda sin lograr su efecto. Agotado éste, causa y final de la reencarnación, ésta se interrumpe y con ella el ciclo de reencarnaciones o samsara. Se trata, como ya se ha dicho, de una regla derivada de los postulados de la justicia, la continuidad y la causalidad. Para los Upanishads la inmortalidad se alcanza a través de la renuncia a los deseos y los placeres y, fundamentalmente, a través del reconocimiento místico de que el átman y Brahmán son la misma realidad y, consecuentemente, igualmente inmortales. La Kaivalya Upanishad 9-10 no deja lugar a dudas: "[Brahmán] es la totalidad, siempre presente, eterno. Conociéndolo se llega más allá de la muerte; no hay otro camino para asegurarse la liberación. El átman que se encuentra en todos los seres, y todos los seres se encuentran en él; cuando se le ve se alcanza la identidad con el supremo Brahmán, no existe (en verdad) ningún otro medio". En la Katha Upanishad, Yama, el dios de la muerte, explicará a su interesado visitante Naciketas, en qué se convierte el átman tras haber alcanzado la muerte: "Algunos van a un vientre para adquirir un cuerpo, otros van a [entes] inmóviles, de acuerdo con sus acciones anteriores y con su instrucción. El que permanece despierto en quienes duermen, la persona que produce deseo tras deseo, es en realidad el puro, brahmán, el inmortal, sobre quien todos los mundos reposan. Nadie va más allá. Esto

en verdad es eso. Así como el fuego, que siendo uno entra en el mundo y asume forma tras forma, del mismo modo el atman dentro de cada ser asume todas las formas. Y no obstante está fuera (...) El sol, el ojo del mundo entero, no es manchado por las impurezas externas de los ojos, así también el único atman interior de todos los seres no es manchado por los males del mundo. Es exterior a él. De los sabios que perciben como presente en uno mismo al uno que gobierna, al atman interior a todo, que hace múltiple su forma única (...) al que es eterno entre los no-eternos, conciencia entre las conciencias, uno entre muchos, el que concede los deseos, de ellos es la paz eterna, no de otros" (II, 2, 7-13). Como se puede comprobar por estas brevísimas referencias, la aportación de las Upanishads es riquísima y, en algunos aspectos, nos recuerda a las más conocidas, en nuestra vieja Europa, ideas platónicas de la inmortalidad del alma preexistente.

El Bhagabad Gita (en sánscrito, "el canto del Señor") Escrito hacia el siglo V a . C , o quizá más tarde, forma parte de la epopeya hindú del Mahabharata que cuenta la guerra del linaje de los kurus y sus intrigas por la sucesión al trono del reino de Hastinápura, junto al Ganges. A pesar del respeto por la casta de los brahmanes, los protagonistas de esta epopeya son koshatriyas, la casta de los guerreros. El Gita se concreta literariamente en un diálogo entre el héroe Arjuna y el sabio Krishna, encarnación de la divinidad, del Ser Uno, sobre Dios y lo divino, y es considerado como la obra clásica y más importante de las escrituras hindúes. El Bhagavad Gita reincide en esta visión que identifica al átman con Brahmán, el Ser Único y Absoluto. Y subraya, desde la perspectiva de la casta de los guerreros, que matar o morir puede ser algo indiferente ya que el ser ni muere ni puede matar. "Quien piensa que el Ser mata o que el Ser es asesinado está equivocado, pues el Ser Uno ni mata ni muere. Nunca hay nacimiento ni muerte para el alma. Nunca ha nacido y nunca muere el Ser Uno. Al no haber existido, nunca cesará de existir. No tiene origen, es eterno, imperecedero, ancestral, y no muere cuando el cuerpo muere" (Bhagavad Gita II, 19-20). En última instancia, la liberación se considera una gracia del Ser Absoluto hacia los que se concentran en él y le aman: "Quien conoce en verdad mi gloria y mi poder divino, permanece en inmutable unidad. De ello, no hay ninguna duda. Yo soy el origen de todo. Todo movimiento procede de mí. Al darse cuenta de esto, los sabios me adoran en contemplación amorosa. Con su mente centrada en mí y sus vidas dedicadas a mí, se iluminan unos a otros y hablan constantemente de mí con gran alegría. A los que siempre viven en este estado de amor y devoción hacia mí les concedo la sabiduría para que se identifiquen conmigo. Por impulso de la compasión habito en sus corazones y allí disipo las tinieblas nacidas de la ignorancia con la luminosa lámpara de la sabiduría" (X, 7-11). Su destino será la liberación y el cese de las reencarnaciones. En cambio, el fin de las personas perversas será el infierno, entendido como reencarnaciones en seres inferiores y malévolos, y como la incapacidad de llegar al Ser: "A esas personas crueles y detestables que llenan de malos-actos los mundos, a los más viles entre los humanos los arrojo por siempre a las especies de los seres inferiores y

malévolos. Nacidos en esas especies inferiores, una y otra vez, esos necios nunca llegan a mí, y descienden a condiciones aún más bajas, ¡hijo de Kunti! La puerta al infierno que destruye al ser humano es triple: la pasión sensual, la cólera y la codicia. Y los tres (vicios) deben abandonarse" (XVI, 19-21).

Doctrina básica del Budismo Como es sabido, una de las experiencias que marcó la vida de Siddharta Gautama (563483 a . C ) , el futuro Buda, y provocó su radical cambio fue el encuentro con un anciano, un enfermo y un muerto. El Dhammapada, conjunto de aforismos atribuidos al Buda que recogen su doctrina y recopilados el siglo I a . C , insiste en la fragilidad de un cuerpo, especialmente el anciano, condenado siempre a la muerte: "Simplemente observa tu enfermedades reunidas, un Se corrompe, se cae en muere. La vida acaba en la

cuerpo: un muñeco, una compuesto débil que viene pedazos... como todos los muerte" (Dhammapada XI,

sombra pintada, un montón de y va. ¡Qué frágil y vulnerable es! seres vivos finalmente enferma y 146-147).

Tras su iluminación, a la que llegó tras un arduo proceso de meditación y ascetismo, elaboró una doctrina básica que se resume en las llamadas "Cuatro Nobles Verdades": 1. 2. 3. 4.

La verdad del sufrimiento (dukkha): todo es dolor. La verdad del origen del sufrimiento: la causa del sufrimiento es el deseo. La verdad del cese del sufrimiento. La verdad del camino que lleva al cese del sufrimiento. Dicho camino es conocido generalmente como el "Noble Sendero Óctuple": recta comprensión o visión, recto pensamiento o motivación, recto modo de expresión, recta acción, recto medio de vida, recto esfuerzo, recta atención, recta concentración.

El siguiente texto, tomado de la colección de Sermones Largos (Nigha Nikáya), muestra cómo explicaba Buda la primera Noble Verdad y cómo definía qué es el morir: "¿Cuál es, pues, la Noble Verdad del Sufrimiento? Nacer es sufrir, envejecer es sufrir, morir es sufrir; la pena, el lamento, el dolor, la aflicción, la tribulación son sufrimiento; estar sujeto a lo que desagrada es sufrimiento, estar privado de lo que agrada es sufrimiento, no conseguir lo que uno desea es sufrimiento. En una palabra, los cinco agregados de apego a la existencia son sufrimiento. (...) ¿Qué es morir? Es el desaparecer y desvanecerse de toda clase de seres en diversos órdenes de existencia, su destrucción, ruina y muerte, la consumación del tiempo de su vida, la disgregación de los agregados de apego a la existencia, el deshacerse del cuerpo, el agotamiento de las fuerzas vitales: esto se llama morir" (Nigha Nikáya 22). Para la primitiva corriente Theravada o Hinayana ("Pequeño Vehículo") no hay nada que sea absoluto, inmutable e inmortal, ni siquiera el átman. Dirá el Buda: "No, hermano, no hay forma material que sea permanente, estable, eterna, por naturaleza incambiable, por sí misma eterna. Así que esto será firme" (Sanyutta-Nikáya XXII, 96). El ser humano sería únicamente un compuesto psico-fisiológico temporal de cinco agregados (la materia, sensación, percepción, formaciones mentales y conciencia), carente de cualquier principio personal eterno e inmutable. Es la denominada doctrina del "No-Yo" (o anatta). La muerte sería, consecuentemente, la disgregación de estos elementos. Pero las consecuencias kármicas no agotadas se transfieren y condicionan un nuevo nacimiento. Por esta razón, más que hablar de reencarnación en el Budismo, es preferible hablar de "renacimiento", ya que no hay un sujeto inmutable (el átman) que vuelva a reencarnarse. En Las preguntas de Milinda, especie de "catecismo" budista redactado en forma de preguntas y respuestas y compuesto después de la muerte de Buda, p'uede encontrarse el siguiente diálogo que responde a esta cuestión:

"El rey Milinda también le planteó la cuestión al religioso: "¿ Quién renace, el mismo o algún otro?"-"Ni el mismo, ni otro", le respondió el monje. Se ha de considerar su respuesta a la luz de las nuevas comparaciones imaginadas. "Si una antorcha se enciende, ¿puede arder toda la noche? -Seguramente. -¿La llama de la última vigilia es la misma que la llama de la segunda, y ésta, la misma que la de la primera vigilia? -No. -Luego, ¿hay una antorcha diferente en cada una de las tres vigilias? -No. La antorcha que ha ardido toda la noche es la misma. -De la misma manera, maharajá, el encadenamiento de los dhamma es continuo; aparece uno al tiempo que el otro desaparece; entre ellos, por así decir, no hay ni un precedente ni un siguiente. Luego no es ni el mismo ni ningún otro que recoja el último acto de conciencia".

El Nirvana Este concepto significa "apagado o extinto" (vana se relaciona con el viento), y consiste en el logro de la extinción de los deseos y el karma de modo tal que no haya causas para un nuevo renacer y culmina la cadena de las transmigraciones. En este sentido, suele ser comparado con una llama que se apaga o con un fuego que se extingue debido al acabamiento del combustible. No puede ser entendido por el razonamiento, sólo puede ser experimentado. Entendido así, el Nirvana implicaría, en un sentido más positivo, liberarse de la existencia dolorosa en el samsara, es decir, escapar al ciclo de renacimientos y romper con las ataduras del karma. El siguiente texto, tomado del Udana ("pronunciamiento", "declaración", "palabra"), colección de pequeños relatos puestos en boca del mismo Buda, es uno de los pocos en los que él alude al Nirvana: "Monjes, existe esa condición donde ni hay tierra, ni agua, ni fuego, ni aire, donde no hay ni la esfera del espacio infinito ni la conciencia infinita, ni de la nada, ni de la conscienciani-inconsciencia; donde no hay ni este mundo ni un mundo más allá ni ambos juntos ni luna-y-sol. Por eso, monjes, yo declaro que no hay venida al nacimiento; no hay despedida (de la vida); no hay duración; no hay caída; no hay surgimiento. No es algo fijo, no es algo que avance, no se basa en nada. Eso verdaderamente es el final del dolor (Udana VIII, 1). Más aún, puede encontrarse dentro del canon pali textos donde se hace una descripción del Nirvana en términos positivos. Es el caso de la sutta Samyuta Nikaya XLIII 9, 2, que se sirve de 32 epítetos para describir el Nirvana, tales como: la verdad, la orilla, lo sutil, lo inmarcesible, lo más lejano, lo invisible, lo sin mancha, lo estable, la paz, lo inmortal, lo excelente, lo bienaventurado, el refugio, la seguridad, la eliminación del deseo, lo maravilloso, lo libre de mal, el estado de libertad del mal, lo inocuo, lo desapasionado, la pureza, la libertad, la no atadura, la isla, la fuerza, la cueva de abrigo, la meta... Teniendo en cuenta las distintas acepciones del concepto de Nirvana, tanto en clave positiva como negativa, éste podría definirse con los siguientes rasgos: 1. Presupone la destrucción de todas las pasiones nocivas. 2. Supone un saber perfecto muy por encima de los habituales conocimientos humanos. 3. Es felicidad inalterable, emancipación total de lo condicionado. 4. El sabio logra alcanzarlo en vida, pero no de modo total (en tal caso se hablaría de parinibbána).

5. Es concebido como realidad trascendente, frente a la cual todo lo demás puede parecer irrealidad.

El "Libro Tibetano de los Muertos" El momento de la muerte es fundamental, ya que, dependiendo del estado de conciencia que se tenga en ese momento, el renacimiento será de una manera u otra. Para el Budismo Hinayana o Theravada el renacimiento o el alcance del Nirvana se producen en el momento de la muerte. No así para el Budismo Mahayana para el que hay un "estado intermedio" o bardo entre ambos sucesos. El Bardo Thodol o Libro Tibetano de los Muertos, obra del siglo VIII d . C , pretende ayudar al difunto a concentrarse adecuadamente en el momento de la muerte para no dejarse engañar por las falsas visiones inducidas por el karma negativo. Es una guía para alcanzar la liberación en el momento de la muerte, o durante el estadio intermedio, y para, en su defecto, lograr una buena reencarnación que facilite la liberación definitiva. En ese proceso el reconocimiento y entrega totales al Buda es fundamental, pero el difunto deberá superar sus miedos y visiones terroríficas que enmascaran la realidad por culpa del karma negativo acumulado. En definitiva, el Buda salva al difunto si éste es capaz de reconocerlo y entregarse a él. El difunto no deberá dejarse impresionar ni asustar por la intensa luminosidad que emana de los Budas ni tampoco orientarse hacia luces más suaves, tampoco deberá aterrorizarse por la presencia de imágenes terroríficas. Todo ello no es más que proyecciones de su mente influenciadas por el karma negativo: "¡Oh, noblemente nacido! Ahora, cuando tu mente y cuerpo se han separado, la pura realidad se manifiesta en sutiles y deslumbrantes visiones, vividamente experimentadas, aterrorizadoras e inquietantes, relucientes como un espejismo de las llanuras en otoño. No las temas. ¡No te dejes aterrorizar! ¡No sientas pánico! Cuentas con lo que se llama un "cuerpo mental instintivo", no uno material, de carne y hueso. Por ello, cualquier sonido, luz y rayos que vengan hacia ti, no podrán herirte. No puedes morir. Será suficiente con que los reconozcas como tus propias percepciones. Comprende que esto es el estado intermedio". Si después de una larga serie de intentos el difunto no consigue reconocer tras ese mundo apariencial al auténtico Buda, comenzará su proceso de renacimiento, que estará condicionado por las consecuencias del karma acumulado. Concentrarse en su Deidad Arquetípica o Buda le ayudará a intervenir en su propio proceso de renacimiento y así escoger una buena matriz donde hacerlo. De lo contrario, si el difunto no se concentra y se dirige a una matriz dominado por el odio o la codicia, las consecuencias de la reencarnación pueden ser funestas: "Existen cuatro modelos de nacimiento: de huevo, de matriz, mágico y por calor-humedad. El nacimiento de huevo y de matriz son similares. Al igual que antes, empiezas a ver varones y hembras copulando. Si entras en la matriz bajo la influencia de la codicia/ deseo y el odio, tanto si naces como caballo, pájaro, perro o humano, si vas a ser varón, aparecerás como varón; sentirás un profundo odio hacia el padre y atracción y deseo por la madre. Si vas a nacer como hembra, aparecerás como hembra; sentirás profunda envidia y celos hacia la madre y deseo por el padre. Condicionado por ello, entrarás en el camino de la matriz. Experimentarás un éxtasis orgásmico en el centro de la unión entre gotas blancas y rojas, y en el interior de la experiencia de ese éxtasis te desvanecerás

y perderás la conciencia. Tu cuerpo se desarrollará a través de las etapas embrionarias de "crema", "gelatina", y demás. Una vez que abras los ojos, te darás cuenta de que eres un perrito (...) no podrás regresar al estado humano. Habiendo sido extremadamente estúpido, padecerás muchos sufrimientos en el estado de pensamiento engañoso. De esta manera darás vueltas en el ciclo a través de los infiernos y los reinos pretas, y serás torturado por un sufrimiento ilimitado". Por lo tanto, es Importante saber elegir bien la matriz en la que se renacerá y no dejarse llevar por las apariencias, siempre confiando y rezando a los Budas, Bodhisattvas, Deidades Arquetípicas y especialmente al Señor de la Gran Compasión: "Por lo tanto no te adhieras a cualquier apariencia (...) Después escoge una buena matriz. Y aquí es donde resulta de gran importancia la intención; así que deberás crearla de la manera siguiente: "¡Oh! Por el bien de todos los seres, renaceré como un gran emperador, o en la clase sacerdotal, protegiendo a todos los seres como un gran árbol sombreado, o como el hijo de un hombre santo, un experto, o un clan con un impecable linaje en el Dharma, o en una familia donde los padres tengan mucha fe. ¡Debo triunfar en esta vida que viene, adoptando un cuerpo que cuente con gran mérito, a fin de que me permita alcanzar el propósito de todos los seres!". Dirige tu mente de ese modo y entrarás en la matriz. Entonces, la matriz en la que has entrado se te aparecerá como mágicamente transformada en un palacio divino. Debes rezar a los Budas y Bodhisattvas de las diez direcciones, a las Deidades Arquetípicas y especialmente al Señor de la Gran Compasión. Y deberás visualizar que todos ellos te ungen en consagración al entrar en la matriz".

Antropología

hebrea

No es fácil deslindar cuál es la visión hebrea del ser humano y su constitución, dado que, al igual que su entorno semítico del que participa en algunas de sus concepciones, su pensamiento no es dado a la abstracción y a la sistematización. Básicamente, puede decirse lo siguiente. El hombre se entiende como una unidad que sólo se disocia al morir. Néfesh y basar, "vida" (a veces mal traducido como "alma") y "carne" respectivamente, se complementan mutuamente para designar el compuesto humano. El rüaj, o hálito vital insuflado por Dios al hombre, y la néfesh, vuelven a su origen al producirse la muerte. Lo mismo que el basar, que vuelve a la tierra. Esta antropología es común al Antiguo Testamento hebreo. Sólo en el período intertestamentario (el período comprendido entre el final de la redacción del Antiguo Testamento hebreo y el comienzo de los escritos del Nuevo Testamento, siglos III a. C- I d. C.) la influencia helenística se hará notar aportando conceptos como el de la inmortalidad del alma, que en parte se intentarán conjugar con la antigua antropología semita, como es el caso del libro de Sabiduría. La muerte sería, por tanto, algo natural, la separación o disociación del basar (carne) y del rüaj (hálito vital) en la que cada elemento vuelve a su lugar de origen: la carne a la tierra y el espíritu a Dios (cf. Gn 3,19; Job 10,9; Qoh 12,7). Aunque en textos tardíos acabará imponiéndose la Interpretación de Gn 3, por la que la muerte es consecuencia del intento del hombre de querer ser como Dios, olvidando así que el fundamento último de su ser, y por tanto de su desarrollo y dignidad, es Dios mismo (cf. Gn 2,17; 3,17-19).

El shéol como destino de los muertos en el antiguo Israel El antiguo Israel participa del pesimismo post mortem del entorno cananeo y mesopotámico. Tras la muerte, sólo le espera al difunto, a todo difunto e independientemente de su catadura moral o religiosa, un inframundo sombrío y sin vida consciente: el sheóí. "¡Qué breves los días de mi vida! Aléjate de mí, déjame gozar un poco de consuelo antes de que marche, y ya no vuelva, al país de tinieblas y de sombras, al país oscuro y en desorden, donde la misma claridad parece sombra" (Job 10,20-22). "Abre, Señor, tus ojos y mira que no son los muertos en la tumba, cuyos cuerpos quedaron sin vida, los que dan gloria y hacen justicia al Señor, sino los de ánimo colmado de aflicción, los que caminan encorvados y extenuados, los de ojos apagados y los de estómago hambriento, ésos son los que te dan gloría y hacen justicia, Señor" (Bar 2,17.18; cf. Qoh 17,27; Job 14,14). Pero parece que el antiguo Israel practicaba, aunque fuera ocasionalmente, la nigromancia y el culto a los muertos (caso de la pitonisa de Endor; 1 Sm 28,13), lo que indica la creencia en una cierta supervivencia, sombría e indeterminada eso sí, del muerto. Por ello, la legislación israelita (Lv 19,31; 20,6.27; Dt 18,12; 1Sm 28,3.9; 2 Re 23,24), en aras de defender la exclusividad del culto debido a Yahvé, prohibirá estas prácticas, a la vez que la legislación sacerdotal dictaminará, a partir del exilio, la impureza del cadáver en determinadas situaciones (cf. Lv 21,1; Nm 19,11-16). Las tradiciones (2 Sm 12,19-23; Qoh 9,4-6; Sir 38,21-23) y leyes (Lv 19,27-28; 21,5; Dt 14,1) del Antiguo Testamento limitan el duelo por los muertos. No tiene sentido llorar siempre a quien ya ha dejado de existir y no retornará:

"Mientras que león y no hay amor, su sol" (Qoh

uno sigue unido a todos los vivientes hay algo seguro, pues vale más perro vivo muerto. Los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, ya paga para ellos, pues se perdió su memoria. Se acabaron hace tiempo su odio y sus celos, y no tomarán parte nunca jamás en todo lo que pasa bajo el 9,4-6).

En última instancia, y éste es el auténtico temor del israelita ante la muerte, el sheól ratifica que la muerte implica la carencia de toda relación con Yahvé: "Los muertos no alaban a Yahvé, ninguno de los que bajan al Silencio" (Sal 115,17 cf. Is 38,18-19; Sal 88,11-13).

La doctrina de la retribución y su cuestionamiento Fundamental para sustentar sin apenas problema esta visión del destino post mortem del hombre fue la doctrina de la retribución en vida, por la que, siempre en vida, el justo tiene su premio y el malvado su castigo, salvando de esta manera la justicia divina. Esta visión tradicional se mantuvo durante mucho tiempo en Israel como muestran, entre otros textos, libros tan emblemáticos del pensamiento sapiencial israelita como Proverbios (cf. Prov 12,7; 11,21; 12,21; 13,9.21-22...), recopilado en el siglo III a.C. pero que recoge proverbios mucho más antiguos, y Eclesiástico o Sirácida (cf. Sir 9,12; 11,16; 39,25), del siglo II a.C. El Salmo 37, que refleja el tiempo y la esperanza del retorno del exilio, es también un claro exponente de esta visión: "No te acalores por los malvados, ni envidies a los que hacen el mal, pues pronto se secan como el heno, como la hierba tierna se marchitan (...) Encomienda tu vida a Yahvé, confía en él, que actuará; hará brillar como luz tu inocencia, y tu honradez igual que el mediodía (...) Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores, que será peor; pues los malvados serán extirpados, mas los que esperan en Yahvé heredarán la tierra" (Sal 37,1-2.5-6.8-9). Por razones evidentes, como el no siempre cumplimiento de esta doctrina a nivel personal y la siempre trágica historia colectiva de Israel (marcada a partir del 587 a.C. por el exilio babilónico y por sucesivas dominaciones), la doctrina tradicional de la retribución en vida entrará en algunos sectores judíos en crisis y planteará serias dificultades al tema de la justicia divina. Los libros de Job y Qohélet (o Eclesiastés) serán los máximos exponentes veterotestamentarios de este pensamiento crítico: "Soy inocente; no me importa la vida, desprecio la existencia; pero es lo mismo -os lo juro-: Dios acaba con inocentes y culpables. Si una calamidad siembra muerte repentina, él se burla de la desgracia del inocente; deja la tierra en poder de los malvados y venda los ojos a sus gobernantes: ¿quién sino él lo hace?" (Job 9,21-24). "Pues bien, un absurdo se da en la tierra: Hay honrados tratados según la conducta de los malvados, y malvados tratados según la conducta de los honrados. Digo que éste es otro absurdo" (Qoh 8,14; cf. Qoh 3,19s; 6,6; 9,1-3). Pero no encontrarán una solución satisfactoria. Sus respuestas referidas, respectivamente, al misterio incomprensible de Dios y a un saber disfrutar de los goces de la vida como un don de Dios, ciertamente no responden al problema: "No hay mayor felicidad para el hombre que comer y beber, y disfrutar en medio de sus fatigas. Yo veo que también esto es don de Dios, pues ¿quién come y quién bebe, si él no lo permite?" (Qoh 2,24-25; cf. Qoh 3,12s.22; 5,17; 8,15; 9,7-9).

"Anda, come con alegría tu pan y bebe de buen grado tu vino, que Dios está ya contento con tus obras. Viste ropas blancas en toda sazón, y no falte perfume en tu cabeza. Vive la vida con la mujer que amas, todo el tiempo de tu vana existencia que se te ha dado bajo el sol, ya que tal es tu parte en la vida y en las fatigas con que te afanas bajo el sol" (Qoh 9,7-9).

Resurrección del cuerpo e inmortalidad del alma Es posible que en el período comprendido entre el final del dominio persa y el comienzo de la dominación helenista, y dentro de círculos de "piadosos" (hassidim), surgiera, entroncando con la idea tradicional de la misericordia y justicia de Dios, y no con la de la renovación cíclica de la naturaleza como en otras culturas circundantes, la creencia en la resurrección de los muertos y en la destrucción definitiva de los enemigos de Israel. La opresión seleúcida y las guerras macabeas sirvieron para propagar estas ideas, que ya antes, en torno al siglo III a . C , aparecen documentadas. Es obvio que la perspectiva tradicional de la retribución, ni las aportaciones de Job y Qohélet, podían satisfacer a un pueblo que veía cómo muchos de sus miembros sufrían prisión, tortura e incluso la muerte por mantenerse fieles a Yahvé. Los libros de Daniel y 2 Macabeos, ambos del siglo li a. O, son los primeros del Antiguo Testamento en afirmar claramente la resurrección corporal de los justos, acompañada de la muerte definitiva para los impíos, cuyo destino es el sheól: "En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran Príncipe que se ocupa de tu pueblo. Serán tiempos difíciles como no los habrá habido desde que existen las naciones hasta ese momento. Entonces se salvará tu pueblo, todos los que se encuentren inscritos en el libro. Muchos de los que descansan en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para vergüenza y horror eternos. Los maestros brillarán como el resplandor del firmamento y los que enseñaron a muchos a ser justos, como las estrellas para siempre" (Dn 12,1-3). Cobrará especial relevancia la noción, por primera vez en todo el Antiguo Testamento, de la creación exnihilo, "de la nada" (2 Mac 7,28). No se trata solamente de la primera declaración explícita de que Dios creó el universo de la nada, un concepto demasiado abstracto que no era propio de la mentalidad semita con la que se escribió siglos atrás el relato sacerdotal del capítulo 1 de Génesis, sino también de la condición de posibilidad de que los muertos, cuyos cuerpos fueron reducidos a la nada, puedan resucitar. El mismo Dios capaz de crear el universo entero de la nada es el que es capaz de resucitar, también casi desde la nada, a los muertos. Si bien es cierto que la escatología irania pudo influir en el pensamiento israelita bajo el período de dominación persa (538-333 a. O ) , cabe señalar alguna diferencia importante: mientras la religión de Zaratustra enfatizaba una resurrección universal consecuencia de una recreación total del universo, los textos bíblicos mencionados sólo hablan de una resurrección individual entendida más como una reanimación del cadáver que como una re-creación. No obstante, el dualismo iranio (un principio del Bien y un principio del Mal enfrentados) sí pudo influir en la concepción, presente en los apócrifos, de los siglos lll-ll a. O, El Libro de los Jubileos y en los Oráculos Sibilinos, de un eón futuro en el que se entablará un combate escatológico entre el auténtico Israel y sus enemigos, que serán destruidos. Dualismo del que también participará la comunidad de Qumrán, secta desgajada del movimiento esenio,

al desarrollar una compleja escatología dualista que confronta a los "hijos de la luz" con los "hijos de las tinieblas" (4Q'Amram, 4Q548; 1QS, IV,6-8,11-14). Por su parte, el libro bíblico de Sabiduría (libro de origen alejandrino de la segunda mitad del siglo I a . C ) , como antes los apócrifos el Libro de los Jubileos o los Testamentos de los Patriarcas, aceptará la noción griega de inmortalidad del alma, pero no su origen divino per se ni su preexistencia, sino entendida como don de Dios para los justos. Al igual que Daniel y 2 Macabeos, para el libro de Sabiduría el destino posf mortem de los malvados es la muerte (Sab4,19; 5,3; 17,20): "Él lo creó todo para que subsistiera (...), no hay en ellas [las criaturas] veneno de muerte ni el abismo (lit. "Hades") reina sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. Pero los impíos invocan a la muerte con gestos y palabras; haciéndola su amiga, se perdieron; se aliaron con ella y merecen ser sus secuaces" (Sab 1,14-16). T o s justos, en cambio, viven para siempre; encuentran su recompensa en el Señor, y el Altísimo cuida de ellos. Por eso recibirán un reino distinguido y una hermosa diadema de manos del Señor" (Sab 5,15-16). Fuera del Antiguo Testamento, será en la literatura intertestamentaria donde aparezca el concepto de gehenna como el lugar destinado al sufrimiento de los malvados, también mencionada en los Evangelios (cf. Me 9,45; Mt 5,22.30-31): "Mas cuando ya todo se transforme en cenizas y ascuas [tras el devorador fuego provocado y extinguido por Dios] (...), entonces Dios dará forma de nuevo a los huesos y a las cenizas de los hombres, y de nuevo hará que se levanten los mortales, como antes eran. Y entonces tendrá lugar el juicio en el que Dios mismo será de nuevo el juez del mundo; a cuantos por impiedad pecaron, otra vez la tierra amontonada sobre ellos los ocultará, y el Tártaro lóbrego y las profundidades horribles de la gehenna. Y cuantos son piadosos, de nuevo vivirán sobre la tierra (...) Entonces todos se verán a sí mismos al contemplar la grata luz del dulce sol" (Oráculos Sibilinos IV, 179-190). El judaismo superviviente al desastre de la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 d . C , el rabinismo farisaico, impondrá la creencia en la resurrección corporal como una de las fundamentales del judaismo, como el siguiente texto de la Misná muestra: "Todo Israel tiene parte en la vida del mundo futuro, porque está escrito: "todo tu pueblo está formado de justos, heredará la tierra por siempre, una rama de mi plantación, obra de mis manos para que yo sea glorificado" [Is 60, 21]. Éstos son los que no tienen parte en la vida futura: el que dice: no hay resurrección de los muertos según la Tora; que la Tora no viene del cielo, y los epicúreos" (Sanedrín X, 1). Será en este contexto ideológico donde surgirá una nueva secta judía que terminará desprendiéndose de su matriz: el cristianismo. [Nota: véase además las fichas 43 y 44]

Si hay una religión donde la muerte cobra un sentido especial, ésa es la cristiana. La muerte acecha a su fundador, Jesús de Nazaret, desde su nacimiento (como muestra, en una narración claramente teológica, Mt 2,13-18) y durante su vida pública (Le 4,29) hasta lograr una aparente victoria brutal en la crucifixión. Se constata en los escritos fundamentales del cristianismo, recopilados en el Nuevo Testamento, que varias son las aproximaciones que se hacen al misterio de la muerte y de la esperanza post mortem, casi siempre, lógicamente, mediatizadas por el ambiente judío en el que nace el cristianismo y también por la cultura helenística en cuyos moldes intentará hacerse inteligible.

El kerigma ("mensaje") primitivo y la muerte de Jesús Lo primero que recogen las tradiciones primitivas prepaulinas y preevangélicas es precisamente el acontecimiento de la resurrección de Jesús, lo que será precisamente el punto de partida de la fe en Cristo. Esta predicación primitiva se recoge en Hch 2-5 y en 1 Cor 15, 3-5: "A éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de unos impíos; a éste Dios le resucitó librándole de los lazos del Hades, pues no era posible que lo retuviera bajo su dominio" (Hch 2,23-24). "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que ha sido resucitado (egégertai) al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas, y luego a los Doce" (1 Cor 15,3-5). Las ideas comunes en estas fórmulas primitivas son las siguientes: 1. La muerte de Jesús corresponde a un plan fijado por Dios (cf. Hch 2,23) y fue anunciada por las Escrituras judías (cf. 1 Cor 15,3). 2. Se remarca la muerte del justo sufriente y humillado (cf. Hch 2,23; 3,15; 5,30; 1 Cor 15,3), que muere por ios pecados del pueblo (cf. Hch 5,31; 1 Cor 15,3), fiel a ese plan salvífico de Dios. 3. Precisamente por esa fidelidad al plan salvador de Dios, Jesús finalmente es "exaltado" (hypsótheis) por Dios (cf. Hch 2,33; 5,31) o "resucitado" (cf. Hch 2,24.32; 3,15; 5,30; 1 Cor 15,4). Mientras 1 Cor 15,3 subraya que la muerte de Jesús es "por nuestros pecados", Hch 5,31 subraya, por el contrario, que son la resurrección y exaltación, y no tanto su muerte, las que otorgan ese carácter expiatorio. Serán la teología y vida de las diversas comunidades cristianas, y principalmente de sus fundadores, las que desarrollen y expliquen el significado de estas fórmulas de fe, centrales para la vida del cristiano de todos los tiempos.

Muerte y resurrección en Pablo Para Pablo, la muerte no es algo meramente biológico, al menos no la muerte del ser humano, sino algo intrínsecamente unido al pecado. Como señala en Romanos 5,12-21, la muerte aparece como una potencia influida por el pecado. Es un fenómeno universal que remite a otro igualmente universal, el pecado de todos los hombres desde Adán mismo:

"Por tanto, como por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, ya que todos pecaron; -porque, hasta la ley, había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputa no habiendo ley-; con todo, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una trasgresión semejante a la de Adán, el cual es figura del que había de venir" (Rom 5,12-14). Sin embargo, Cristo será para Pablo el fundamento de la victoria sobre la muerte, pues con él dominará la sobreabundancia de la gracia: "Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Cor 15,21-22; cf. Rom 5,17). Ahora bien, ¿cómo será, según Pablo, esa resurrección? En términos generales, sus epístolas más antiguas repiten las ideas del libro de Daniel, aunque más tarde parece abandonarlas por las ideas del libro de Sabiduría, pero rectificándolas al no admitir un alma sin cuerpo. Como novedad es de destacar que en 1 Tesalonicenses y en 1 Corintios Pablo va a unir por vez primera la expectación, más reciente, de que Jesús vendrá al final de los tiempos con la expectación, más antigua, de una resurrección escatológica, algo que llevará a cabo sin encontrar paralelos en la literatura judía de su tiempo. En 1 Tes 4,13-18, un texto de marcado carácter cristocéntrico en el que la resurrección de Cristo se convierte en modelo de la resurrección de los que mueren en él, Pablo trata explícitamente de la suerte final de los justos: "Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús. Os decimos esto como palabra del Señor: Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la Venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron. El mismo Señor bajará del cielo con clamor, en voz de arcángel y trompeta de Dios, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor" (1 Tes 4,14-17). Parece que Pablo, al menos en este período de su vida, comparte la perspectiva del libro de Daniel, para quien los justos resucitarán a la vida terrena y los impíos sufrirán la muerte para siempre (1 Tes 5,1-11), aunque dotándola de un fuerte cristocentrismo, por el que Cristo descenderá del cielo para hacer su entrada solemne como Señor en la tierra. En 1 Cor 15 Pablo mantendrá la misma opinión. Esta vez los corintios, o un grupo de ellos, parecen negar la resurrección corporal, defendiendo una inmortalidad del alma desencarnada. La argumentación de Pablo a favor de la resurrección de los hombres está condicionada por la resurrección de Cristo (1 Cor 15,17), quien representa las "primicias" de la resurrección de todos (1Cor 15,20-22). Con otras palabras, de la misma manera que Cristo resucitó, o fue resucitado, así también lo serán todos los hombres. La resurrección es vista por Pablo como una nueva creación obra de Dios, recreando el cuerpo carnal y perecedero en espiritual e imperecedero, pasando del "ser psíquico" (soma psychikon) al "ser espiritual" (soma pneumatikon), el ser humano resucitado y transformado por Cristo: "En efecto, así es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente [cf. Gn 2,7]; el último Adán, espíritu que da vida. Mas no es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo animal; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de

la tierra, es terrestre; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terrestre, así son los hombres terrestres; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del celeste" (1 Cor 15,45-49). Sin embargo, la perspectiva antropológica defendida en 1 Tesalonicenses y en 7 Corintios cambiará radicalmente en 2 Cor 5,1-10, donde la influencia platónica parece evidente. En esta nueva perspectiva, Pablo estaría distinguiendo en el hombre dos elementos separables: el cuerpo y otra realidad que no especifica, pero que estaría en la raíz misma de su "yo" y que se correspondería con el alma platónica. Este cambio muy probablemente se debió a los graves peligros por los que pasó Pablo, y que le harían cuestionarse su esperanza de llegar vivo a la parusía de Cristo. Concibe el cuerpo como una morada transitoria, en la que se vive exiliado lejos del Señor. La muerte ya no sería una ruptura de la vida consciente y psíquica, sino sencillamente el abandono de un cuerpo perecedero, incluso sería una liberación en cuanto que da término al "exilio" que supone vivir separados de Cristo. A la "morada terrestre", el cuerpo, que será destruida y a la que se compara con una "tienda" en la que se habita provisionalmente (2 Cor 5,6.8), Pablo contrapone una "morada eterna, no hecha por mano humana, en los cielos", un nuevo cuerpo celeste creado por Dios. Al morir, el hombre deja su cuerpo terrestre, para obtener un cuerpo celestial, incorruptible. Otra diferencia fundamental con respecto a la escatología de 1 Corintios es que, a partir de 2 Corintios, Pablo defiende lo que se podría denominar como una "escatología ya realizada", por la que por el bautismo el cristiano ya está revestido en Cristo: "Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el misterio de la reconciliación" (2 Cor 5,17-18). Esta doble perspectiva de Pablo frente a la muerte aparece unificada en la carta a los Filipenses, obra, según piensan algunos comentaristas, de un editor que unificaría dos o más cartas de diferentes períodos: mientras Fil 1,23-24 recuerda el pensamiento de 2 Cor 5,1-10, Fil 3,20-21 evoca el de 1 Cor 15,42-47. En todo caso, sea como fuera, para Pablo el cómo de la victoria del hombre sobre la muerte, a pesar de su seguridad en Cristo, sigue siendo un misterio y por eso busca acercamientos distintos de comprensión pero nunca definitivos.

Muerte y resurrección en los Evangelios Sinópticos El Evangelio de Marcos, el primero de los sinópticos cronológicamente, hace mención de dos tipos de resurrección: una corporal entendida como "revivificación" (caso de la hija de Jairo; Me 5,35-43) o "resucitación" y vuelta a este mundo; y otra corporal-espiritual destinada a la vida eterna (la resurrección del propio Jesús; Me 12,25). En este último caso, el cuerpo de Jesús desaparece del sepulcro (Me 16,6), lo que no se concibe como una prueba de la resurrección, pero sí de que quien resucita es el todo Jesús, el Jesús entero, sin menosprecio de su cuerpo torturado. El añadido final al Evangelio de Marcos (Me 16,9-20) cuenta una serie de apariciones (categoría que no era común en el judaismo de la época) del Resucitado que lo muestran a veces reconocible y, otras, bajo otra figura, pero que sirven siempre para identificarlo con Jesús de Nazaret, nunca con otro. Previa a la resurrección, o condenación eterna, Marcos insiste en el Juicio Final, del que dice que se perdonarán todos los pecados salvo la blasfemia contra el Espíritu Santo (Me 3,28), que se medirá con la misma medida con

la que se juzgue a los demás (Me 4,24-25). Recomienda no avergonzarse del Hijo del hombre e incluye unas condiciones de tipo moral para ir a la vida eterna (Me 10,17-22). La idea de una resurrección corporal individual es completada con la imagen de un ágape eterno y fraterno, del que las multiplicaciones de los panes (Me 6,30-44; 8,1-10; cf. Mt 14,13-21; 15,32-39; Le 9,10-17; Jn 6,1-15) y la misma última cena de Jesús con sus discípulos (Me 14,25) son anticipo. Precisamente, común a todos los evangelios sinópticos es el matiz escatológico que se da a la celebración eucarística (Me 14,25; Mt 26,29; Le 22,16-18; cf. 1 Cor 11, 26; Hch 246), que se celebra como memorial de Cristo y anticipo del Reino de Dios "hasta que él venga" (1 Cor 11,26; cf. 1 Cor 16,22; Ap 22,20). Las Bienaventuranzas, procedentes de la fuente Q (hipotética fuente de dichos de Jesús utilizada por Mateo y Lucas en la redacción de sus respectivos evangelios), tienen un marcado carácter escatológico, dado que sus promesas de salvación tienen forma futura (cf. Mt 5,4-9; Le 6,21). En cuanto al destino posf mortem del individuo y las condiciones en que se realizará, Mateo defiende una resurrección universal y una retribución posf mortem que sólo se dará cuando cuerpo y alma se vuelvan a unir tras la venida (parusía) del Señor y el subsiguiente juicio (Mt 13,40-43; 16,27-28; 25,31-46; 26,64): "Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino" (Mt 16,27-28). En cambio, Lucas, influenciado por un helenismo mitigado, defenderá una retribución inmediata después de la muerte (Le 16,22-23; 23,43), que afectará al alma (Le 12,5), y una resurrección exclusiva para los justos (Le 20,34-36). No obstante estas diferencias, Mateo y Lucas coinciden en describir prácticamente de la misma manera el destino final que espera a justos y pecadores, como muestra el siguiente logion ("dicho") de Jesús en el que, una vez más, el Reino escatológico se presenta como un banquete fraterno y abierto a la universalidad: "Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y rechinar de dientes" (Mt 8, 11-12/ Le 13, 28-29).

Muerte y resurrección en los escritos joánicos A diferencia de los sinópticos, el Evangelio de Juan parece prescindir de la apocalíptica, e incluso la proyección escatológica de las parábolas de los sinópticos, que apuntaban a la consumación del Reino de Dios, desaparece en las parábolas joánicas, como las del Buen Pastor (Jn 10,1-18), la viña y los sarmientos (Jn 15,1-27). Para el Evangelio de Juan cualquiera que crea en el Hijo enviado por el Padre ha pasado de la muerte a la vida, no es juzgado, mientras que cualquiera que no crea ya está juzgado (cf. Jn 3,19; 5,22.24.27.30; 9,39; 12,31). Más aún, el que come su carne y bebe su sangre posee ya la "vida eterna" (Jn 6,54.58; 8,51; 10,27-28; 20,31). Se trataría, por tanto, de una escatología realizada, al modo de Pablo en 2 Corintios. Pero este mensaje esencial no impide que el Hijo anuncie una resurrección de los difuntos para la vida o para el juicio (Jn 5,28-29), por lo que combina con una escatología futura como se ve en otros textos:

"En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,53-54). "Jesús le respondió [a Marta]: "Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?" (Jn 11,25-26). Es claro, por tanto, que para Juan, lo mismo que la resurrección, el juicio también tiene un sentido actual y presente, en el que la aceptación o no de la persona de Jesús será el elemento discriminante (igualmente en la primera carta de Juan; cf. 1 Jn 3,14; 5,13). Sin embargo, a diferencia del Evangelio de Juan, los demás escritos joánicos (cartas y Apocalipsis) contienen como elemento fundamental la espera de la Parusía del Señor al final de los tiempos. Y en relación con ella se anuncia la próxima llegada del Anticristo (1 Jn 2,18), quien para Juan es el que niega al Padre y al Hijo (1 Jn 2,22) y el que niega que Jesucristo se haya encarnado realmente (1 Jn 4,1-4). En el Apocalipsis no aparecen referencias explícitas a la Parusía, pero en su perspectiva se mezcla la idea de la vida con Cristo después de la muerte, y la vida final escatológica (Ap 2,7.11.17.26-27; 3,5.12.20.21; 14,13), anunciándose un nuevo mundo sin lágrimas en el que ya no habrá muerte, ya que habrá sido vencida definitivamente: "Y el mar devolvió los muertos que guardaba, la Muerte y el Hades devolvieron los muertos que guardaban, y cada uno fue juzgado según sus obras. La Muerte y el Hades fueron arrojados al lago de fuego -este lago de fuego es la muerte segunda- y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego" (Ap 20,13-15). "Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva (...) Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: "Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,1-4). Sintetizando, los escritos joaneos, y más aún el Evangelio, sin renunciara una escatología futura, subrayan una escatología de presente que también actualiza el juicio, cuyo factor discriminante será la aceptación o no del Hijo de Dios. La muerte física se considera algo natural, mientras la muerte definitiva, o "segunda muerte" y que consiste en la privación de vida eterna, será la que experimenten aquellos que no acepten al Hijo de Dios. El Apocalipsis recordará que esta escatología tendrá también dimensiones cósmicas. [Nota: véase ficha 45]

La perspectiva islámica, y en particular la reflejada en su libro sagrado, el Corán, muestra elementos comunes al judaismo y al cristianismo.

El origen de la muerte según el Corán La antropología de la que participa el Corán es muy similar a la semita y en particular a la judía con la que coincide en su nomenclatura. Según el Corán, un ser humano está compuesto de bashar, nafs y rúh, es decir, de cuerpo, vitalidad y soplo divino, respectivamente. Según esta antropología, el cuerpo adquiere un relieve muy especial, no concibiéndose al ser humano carente de éste, ni antes ni después de la muerte. Siguiendo el modelo judeocristiano, la muerte es concebida como consecuencia del pecado adámico original, aunque no aparece directamente como castigo y lleva consigo acompañada la promesa de la resurrección: "¡Adán! ¡Habita con tu esposa en el Jardín y comed de lo que queráis, pero no os acerquéis a este árbol! Si no, seréis de los impíos". Pero el Demonio [Iblis] les insinuó el mal, mostrándoles su escondida desnudez, y dijo: "Vuestro Señor no os ha prohibido acercaros a este árbol sino por temor de que os convirtáis en ángeles u os hagáis inmortales". Y les juró: "¡De veras, os aconsejó bien!". Les hizo, pues, caer dolosamente. Y cuando hubieron gustado ambos del árbol, se les reveló su desnudez y comenzaron a cubrirse con hojas del Jardín. Su Señor les llamó: "¿No os habla prohibido ese árbol y dicho que el Demonio era para vosotros un enemigo declarado?". Dijeron: "¡Señor! Hemos sido injustos con nosotros mismos. Si no nos perdonas y Te apiadas de nosotros, seremos, ciertamente, de los que pierden". Dijo [Dios]: "¡Descended! Seréis enemigos unos de otros. La tierra será por algún tiempo vuestra morada y lugar de disfrute". Dijo: "En ella viviréis, en ella moriréis y de ella se os sacará" (Corán 7, 19-25). Esta promesa de la resurrección del hombre entero, cuerpo incluido, parece extraña al mundo árabe preislámico, lo que originó que no fuera aceptada fácilmente, por lo que el Corán se vio obligado a defenderla basándose en argumentos como la omnipotencia del Dios creador, la misma naturaleza, capaz de sacar vida del desierto y vida humana a partir del semen, y el argumento de revelación (véanse, entre otros, Corán 2, 260; 10, 3 1 ; 22, 5-7; 35, 9; 45, 25; 46, 33).

Resurrección y Día del Juicio La resurrección se producirá el Día del Juicio. Hasta entonces, hay un período intermedio entre el momento de la muerte y la resurrección en el que el cadáver permanece, según el Corán, en un estado de soñolencia y sin capacidad de retorno al mundo. Sin embargo, hadices o tradiciones posteriores desarrollarán ampliamente este estado intermedio. Concebirán el cadáver con un mínimo de vida que le permita responder a las preguntas de dos ángeles, Munkar y Nakir, y sentir el placer o dolor de un Paraíso o Infierno adelantados en la tumba. En este estado, el alma puede aparecer separada del cuerpo al que de vez en cuando retorna hasta el Día del Juicio en el que se unirán para la resurrección. Se trataría, por lo tanto, para la tradición de dos tipos de escatología: una individual y temporal en la tumba, y otra colectiva y definitiva tras la resurrección final y el juicio. El juicio es concebido en el Corán c o a tintes apocalípticos y será precedido por unos cataclismos de dimensiones cósmicas, como los siguientes versículos anuncian:

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"Cuando el sol sea obscurecido, cuando las estrellas pierdan su brillo, cuando las montañas sean puestas en marcha, cuando las camellas preñadas de diez meses sean descuidadas, cuando las bestias salvajes sean agrupadas, cuando los mares sean hinchados, cuando las almas sean apareadas [posiblemente con sus cuerpos], cuando se pregunte a la niña enterrada viva qué crimen cometió para que la mataran, cuando las hojas sean desplegadas, cuando el cielo sea desollado, cuando el fuego de la gehena sea avivado, cuando el Jardín sea acercado, cada cual sabrá lo que presenta" (Corán 8 1 , 1-14). Más aún, el dramatismo y terror que produce ese día horrorizará a todo ser humano: "¡Hombres! ¡Temed a vuestro Señor! El terremoto de la Hora [del Juicio, se entiende] será algo horrible. Cuando eso ocurra, toda nodriza olvidará a su lactante, toda embarazada abortará. Los hombres parecerán, sin estarlo, ebrios. El castigo de Dios será severo" (Corán 22, 1-2; cf. 2 1 , 103). En dicho juicio se leen todas las obras realizadas en vida y apuntadas por los ángeles en un libro ex profeso. Nada quedará oculto y será un juicio justo: "Temed un día en que seréis devueltos a Dios. Entonces cada uno recibirá su merecido. Y no serán tratados injustamente" (Corán 2, 281). "Se expondrá la Escritura y oirás decir a los pecadores, temiendo por su contenido: "¡Ay de nosotros! ¿ Qué clase de Escritura es ésta, que no deja de enumerar nada, ni grande ni pequeño?" Allí encontrarán ante ellos lo que han hecho. Y tu Señor no será injusto con nadie" (Corán 18, 49). Ese mismo Día quedará patente que los falsos dioses son "invenciones" y que el mismo Demonio, mentiroso en sus promesas, es incapaz, como él mismo reconoce, de socorrer a sus seguidores: "El Demonio dirá cuando se decida la cosa [el Juicio]: "Dios os hizo una promesa de verdad, pero yo os hice una que no he cumplido. No tenía más poder sobre vosotros que para llamaros y me escuchasteis. ¡No me censuréis, pues, a mí, sino censuraos a vosotros mismos! Ni yo puedo socorreros, ni vosotros podéis socorrerme. Niego que me hayáis asociado antes a Dios" (Corán 14, 22). Una característica de este juicio es que nadie podrá interceder por nadie y sólo la voluntad y misericordia de Dios podría cambiar el juicio condenatorio de algunos. Pero esto sería algo excepcional, pues el juicio es justo e invariable para todos. Los que han sido fieles a las creencias y doctrinas éticas del Corán tendrán como premio eterno un Paraíso concebido en algún lugar del universo creado y caracterizado por ser un lugar de disfrute donde todos los placeres corporales (bebida, comida y sexo) son satisfechos. Valgan de ejemplo las siguientes aleyas: "Quienes temieron a Dios, en cambio, estarán en jardines y delicia, disfrutando de lo que su Señor les dé. Su Señor les habrá preservado del castigo del fuego de la gehena. "¡Comed y bebed en paz! ¡Por lo que habéis hecho!" Reclinados en lechos alineados. Y les daremos por esposas a huríes de grandes ojos. Reuniremos con los creyentes a los descendientes que les siguieron en la fe. No les menoscabaremos nada sus obras. Cada uno será responsable de lo que haya cometido. Les proveeremos de la fruta y de la carne que apetezcan. Allí se pasarán unos a otros una copa cuyo contenido no incitará a

vaniloquio ni a pecado. Para servirles, circularán a su alrededor muchachos como perlas ocultas. Y se volverán unos a otros para preguntarse. Dirán: "Antes vivíamos angustiados en medio de nuestra familia. Dios nos agració y preservó del castigo del viento abrasador. Ya Le invocábamos antes. Es el Bueno, el Misericordioso" (Corán 52, 17-28). Aunque es evidente que los textos que lo describen parecen estar destinados sólo a los hombres, el Corán deja muy clara la igualdad de hombre y mujer al entrar en el Paraíso: "El creyente, varón o hembra, que obre bien, entrará en el Jardín y no será tratado injustamente en lo más mínimo" (Corán 4, 124). Pero e mayor premio para los creyentes y bienhechores, que no exime de otros placeres menos espirituales y más sensuales, será el ver a Alá cara a cara (la visión beatífica): "Ese día, unos rostros brillarán, mirando a su Señor, mientras que otros, ese día, estarán tristes pensando que una calamidad les alcance" (Corán 75, 22-25). Por el contrario, para los impíos, su castigo eterno es el Infierno o gehenna, concebido como un lugar de sufrimiento con alimentos y bebidas ardientes y pútridas: "La gehena, al acecho, será refugio de los rebeldes, que permanecerán en ella durante generaciones, sin probar frescor ni bebida, fuera de agua muy caliente y hediondo líquido, retribución adecuada. No contaban con el ajuste de cuentas y desmintieron descaradamente Nuestros signos, siendo así que habíamos consignado todo en una Escritura. "¡Gustad, pues! ¡No haremos sino aumentaros el castigo!" (Corán 78, 21-30; cf. 44, 43-50). Dos siglos después de Mahoma, el maestro andalusí Ábd al-Malik B. Habib (fallecido hacia el 852-3 d.C.) hará una descripción muy intensa de la vida en el Paraíso en la que es posible gozar de todos los placeres pero sin las molestias fisiológicas inherentes a ellos: "(...) Has dicho que la gente del paraíso come y bebe"; [en esto que el Profeta] le respondió: "¡Sí, por El que tiene mi alma en Su mano!, el hombre [del paraíso] recibirá algo así como la energía de cien hombres para comer, beber, tener apetencia sexual y [realizar] el coito". Entonces repuso el judío: "El que come y bebe tiene la necesidad [de evacuación], pero el paraíso es puro!" y [el Profeta]- sobre él sea la paz- [le] atajó: "La necesidad de cada uno de ellos es un sudor, que se elimina por la piel, [y que huele] cual la fragancia del almizcle, quedando [tras ellos] su vientre liso" (La descripción del Paraíso, 83). "Se le preguntó al Profeta- Dios lo bendiga y salve-: "¿Los habitantes del paraíso yacen [juntos]?", [a lo que] respondió [el Profeta]: "¡Si, por El que tiene mi alma en Su mano!, empujando con el pene que jamás se cansará; sin que la vagina sangre, ni el apetito sexual decrezca. Cuando se retire de ella, [ésta] volverá [a ser]pura y virgen" (Descripción del Paraíso, 196).

Otras visiones dentro del Islam No obstante esta visión coránica de una resurrección y Paraíso muy físicos, la tradición posterior debió tener dificultades de aceptarla o hacerla inteligible, por lo que se sirvió de modelos filosóficos y místicos que transformaron radicalmente las esperanzas escatológicas del Corán. La mística sufí y la filosofía islámica o fálsafa, en gran parte influidas de neoplatonismo y en las que tampoco podemos entrar ahora, propugnaron la inmortalidad del alma como elemento llamado a la fusión o unión mística con Dios, en detrimento de un cuerpo

desvalorizado y que no va a resucitar. Como botón de muestra de la riqueza de la mística musulmana baste este texto de uno de los más relevantes místicos sufíes, Yamal al-Din Rumi (1207-1273), para quien el hombre fue al principio material, luego planta y finalmente animal, y, en último lugar, se transformará en ángel para morar en el cielo y de allí unirse a Dios: "He muerto como materia inanimada y he renacido como planta. He muerto como planta y he renacido como animal. He muerto como animal y he renacido como hombre. ¿Porqué hemos de temer entonces ser disminuidos por la muerte? Volveré a morir, como hombre, para renacer como ángel, perfecto de la cabeza a los pies. ¡Y de nuevo, disipándome como ángel, seré lo que me ha reservado mi nacimiento humano! Por eso, hazme no existente, porque la no existencia me lo canta en los tonos más sugestivos: "Es a Él a quien volveremos". Sin embargo, ésta no es la perspectiva escatológica dominante en el Islam sino, obviamente, la coránica.

Como podremos comprobar en la lectura del Antiguo Testamento (AT) Israel llega a vislumbrar una vida más allá de la muerte, pero lo hará lentamente.

1. El mundo de los muertos: el sheol La visión veterotestamentaria del universo es común a la de los pueblos circundantes. Según esta visión el universo consta de tres espacios: el cielo, la tierra y el sheol. El cielo es esencialmente el universo de Dios: "El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres" (Sal 115, 16). Por consiguiente, es inaccesible al hombre: "¿Quién subió al cielo y luego bajó?" (Prov 30, 4). La tierra es el terreno del hombre. Así como la tierra es un don de Dios, también la vida. Él hombre no posee la vida en plenitud y en autonomía; la vida es propiedad de Dios. El sheol es el tercer lugar de la cosmología bíblica. El tercer espacio, el sheol, conocido también por los asirio-babilonios (arallu) y por los griegos (hades), no es fácil de describir. Se presenta como "un país de tinieblas y oscuridad, tierra lóbrega y opaca, de confusión y negrura, donde la misma claridad es sombra" (Job 10, 21-22); lugar de perdición (Sal 88,12; Prov 15,11; 27,20; Job 28,22; 31,12); una fosa, una vuelta al polvo (Sal 49,10; 103,4; Job 33,18.24.30); un país del que nadie regresa: "Me iré por un sendero por donde no volveré" (Job 16, 26). Esta descripción nos lleva a plantearnos la cuestión: ¿qué ocurre con la existencia de sus moradores? De hecho, es una existencia tan poco consistente que cabe preguntarse si no será una descripción simbólica de la vuelta a la nada: "Aplácate, dame respiro, antes de que pase y no exista" (Sal 39, 14). La mayoría de las veces cuando se habla de bajar al sheol, como reino de los muertos, no indica más que el enterramiento como final de la vida (Gn 42,38; 44,29.31; Is 38,10.17; Sal 9,16.18; 16,10; 49,10.16; 88,4-7.12; Prov 1,12). El AT subraya que toda disminución de la vida indica una irrupción del sheol en el mundo. Así ocurre con la enfermedad (Sal 13,22; 30,88), con la prisión (Sal 142; 143), con la enemistad (Sal 18; 144); y, en general, con la desgracia, pobreza, con toda forma de injusticia. Pero sobre todo - é s t e es su aspecto teológico- es el reino de la lejanía de Yahvé, donde se extingue toda posible alabanza (Sal 6,6.8; 30,10; 88,6.11-13; 115,17). Aunque Yahvé es rey de sheol (Am 9,2; Sal 139,8), como lo es de la muerte, no tiene ninguna comunión con los muertos, no se acuerda ya de los muertos (Sal 88,6). El sheol ratifica el significado teológico de la vida como relación con Dios, mientras que la muerte es carencia de toda relación. Así la oración de Ezequías: "Que el sheol no te alaba ni la Muerte te glorifica, ni los que bajan al pozo esperan en tu fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba, como yo ahora" (Is 38,18-19).

2. Una vida más allá de la muerte Entre el primer encuentro de Yahvé con su pueblo (a mediados del siglo XIII a. C.) y la afirmación explícita de una vida más allá de la muerte transcurre más de un milenio. Cierto, sólo por los años 150 a. C, el deseo de sobrevivir tomará cuerpo en una afirmación de fe explícita. Llama también la atención que cuando Israel por fin afirma su fe en la vida después de la muerte, ya se han puesto por escrito casi todos los libros bíblicos. Sólo después de haber dado todo su valor a la vida de aquí abajo, desembocará Israel en la esperanza firme del más allá.

A continuación señalamos los distintos motivos que condujeron a esta afirmación de una vida tras la muerte. Éstos son: la cuestión de la muerte del justo, el poder vivificador de Dios, la experiencia del sufrimiento y del martirio hasta el extremo y el contacto con el helenismo.

2.1. El interrogante suscitado por la doctrina de la retribución La reflexión sobre una vida más allá de la muerte surge ante el enigma de la muerte de los justos y la prosperidad de los impíos. La doctrina tradicional de la retribución, según la cual Dios premia al justo y castiga al malvado (Prov 16,17.31; 19,23; 21,21; 22,4), no daba una solución satisfactoria. Una primera respuesta fue la concepción de una vida en comunión con Dios que no podía ser rota por la muerte. La muerte del justo pone también en crisis el principio de la personalidad colectiva. Según este principio el pueblo entero puede cargar con las consecuencias de unos actos realizados por sus personalidades representativas. Se invocaba esta solidaridad para dar cuenta de una desgracia o de una muerte aparentemente injusta. De esta forma se explicaba por qué el justo podía sufrir las consecuencias del pecado de sus antepasados, porque Dios "castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos" (Ex 34, 7). Así, la caída de Samaría se presentaba como la consecuencia de una apostasía que se remonta a Jeroboán, su primer rey (2Re 17,21-23). El destierro vendrá a poner en crisis este principio. Ezequiel será el profeta que discuta la solidaridad en los méritos y en los pecados. Por eso rechaza el proverbio tradicional que dice: "Los padres comieron agraces y los hijos tuvieron dentera". "Por mi vida, oráculo del Señor Yahvé, que no repetiréis más este proverbio en Israel. Mirad: todas las vidas son mías, la vida del padre lo mismo que la del hijo, mías son. El que peque es quien morirá" (Ez 18,3-4). Aunque el hombre bíblico se sepa solidario con su pueblo, busca cada vez más la explicación de sus sufrimientos y de su muerte más allá del principio de la personalidad colectiva.

2.2. La fe en el poder vivificador de Dios La situación ocasionada por el exilio lleva a Israel a una experiencia colectiva comparable a la muerte. Así lo refleja el conocido texto de Ez 37 sobre la restauración de Israel. "Así dice el Señor Yahvé: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel" (v. 12). Estamos ante una imagen para describir la vuelta del pueblo a la tierra de Israel. En el momento en que Ezequiel transcribe su visión faltan todavía cuatro siglos para la primera afirmación indiscutible de la resurrección de los justos. Aquí se afirma algo decisivo que abre el camino por donde seguirá adelante la esperanza de Israel: Dios tiene poder para hacer vivir. Otro texto que manifiesta este poder vivificador de Dios es Jr 30. Se compara la situación del exilio de Israel con un cuerpo herido gravemente, cercano a la muerte, pues su herida es incurable (cf. Jr 30,12-13). Sólo Dios se interesa por él para curarlo: "Sí; haré que tengas alivio, de tus llagas te curaré -oráculo de Yahvé-" (Jr 30,17). La curación es metáfora también de la vuelta a la tierra (cf. Jr 30,18).

2.3. La experiencia del sufrimiento y del martirio Desde que volvió del destierro, a finales del siglo VI, el pueblo judío fue de desilusión en desilusión. Los sueños entusiastas que inspiraban las palabras de consolación de los

profetas exilióos se fueron desvaneciendo al contacto con la realidad. Las grandes referencias simbólicas de Israel han perdido su esplendor: el segundo Templo está lejos de igualar a aquel de Salomón; la realeza, portadora de las esperanzas mesiánicas, desapareció el día en que Sedecías, último rey de Judá, vio degollar a sus hijos ante él (2Re 25). Junto con estas desilusiones, comienza el tiempo del silencio de Dios. Malaquías, Joel y Zacarías son las últimas voces proféticas que resuenan en el pueblo. El autor del primer libro de los Macabeos tiene conciencia de vivir "en un tiempo sin profetas" (1Mac 9,27). Privados de la voz profética, a los hebreos les falta la luz. Dios parece haber abandonado a su pueblo. La historia misma parece confirmar esta ausencia de Dios en medio de Israel: la libertad se aleja cada vez más irremediablemente. Cuando el año 323 a.C. muere Alejandro Magno, Israel cae bajo el yugo relativamente suave de los láguidas de Egipto; a partir del 200 a . C , vendrá la opresión implacable de los seléucidas de Siria. En tiempo de los seléucidas la copa de sufrimiento está rebosante: los impíos prosperan y los justos mueren torturados por fidelidad a un Dios que sigue silencioso. En medio de este desconcierto va a resonar la voz liberadora de los "apocalípticos". Es dentro de la corriente apocalíptica, motivada por el sufrimiento y el martirio, donde va a nacer y elaborarse la fe en la resurrección de los muertos, y donde ve luz el problema de la retribución. El libro de Daniel es el primero y el mayor de todos los libros apocalípticos. Es un escrito de resistencia nacido como reacción contra la opresión de Antíoco Epífanes. El texto, a este respecto más significativo, es Dan 12,1-4: "Entonces se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua". Este texto es considerado como una de las revelaciones más esenciales del Antiguo Testamento y la cima de la profecía de Daniel. Dos son las afirmaciones fundamentales: primera, el autor no habla aún de resurrección universal ni de resurrección al final de los tiempos, sino de la resurrección de los mártires: Dios les hará justicia conduciéndolos a la vida. Segunda, apela a la fe en el Dios creador: ya que ha dado la vida (Gn 1-2), puede perfectamente volver a darla. ¿De dónde ha brotado la fe en la resurrección de los muertos? Llegamos así, al tercer motivo de la afirmación de una vida post mortem. Del acercamiento, hasta lo impensable, de dos extremos: por un lado, el mal llevado hasta el exceso a través de Antíoco Epífanes; y, por otro lado, la piedad vivida hasta el riesgo supremo de la muerte en el martirio. Con el libro de Daniel se abandona el uso metafórico de la palabra "resurrección" (utilizada hasta entonces para describir la curación de un enfermo o la restauración de Israel). La cuestión de la retribución ha obtenido una respuesta: el Dios todopoderoso y justo librará a sus mártires del sheol para darles una recompensa que no acabe. Su comunión con Dios no podrá ser interrumpida por la muerte. Esta supervivencia exige evidentemente la resurrección de los cuerpos, aunque el autor no hable explícitamente de ella. En efecto, en la antropología semítica es absolutamente impensable una existencia fuera del cuerpo. En el s. I a . C , un autor anónimo nos refiere cómo la certeza de la resurrección llevó a los creyentes a asumir hasta el fondo el riesgo de la fidelidad a Yahvé. Es el libro segundo de los Macabeos. El capítulo siete, en particular, muestra cómo Daniel no hizo más que traducir la certeza que animaba a los siete hermanos enfrentados con el martirio.

2.4.

El influjo del mundo cultural griego

La noción de inmortalidad, admitida hacía mucho tiempo por los egipcios y los griegos, no hace su aparición en el AT hasta las últimas décadas antes de la era cristiana y, además, en un libro escrito en griego y, por tanto, ausente de la Biblia hebrea (y del canon protestante): el libro de la Sabiduría. Este libro es en gran medida deudor de las concepciones helenísticas predominantes en la comunidad judía de Alejandría. Es el primer autor bíblico que emplea la palabra inmortalidad (en griego athanasia: Sab 3,4; 4 , 1 ; 8,13.17; 15,3). Para el autor, al igual que para Platón, el gran pensador griego del siglo IV a . C , la inmortalidad comporta la permanencia del recuerdo (Sab 8,13 y 4,1) y está ligada a la práctica de la virtud (Sab 4,1). Pero el autor bíblico se muestra también original cuando desvela cuál es la fuente: "Se encuentra la inmortalidad en emparentar con la Sabiduría" (Sab 8,17) y la pone en relación con la justicia (Sab 1,15) y de una manera más directa con la fe en el Señor: "Pues el conocerte a ti es la perfecta justicia y conocer tu poder, la raíz de la inmortalidad" (15,3). El autor se sirvió de la reflexión griega sobre la inmortalidad, pero su enraizamiento en la fe de Israel es total. Ahí está su originalidad y su interés: no ha dudado en recurrir a un lenguaje nuevo para traducir la fe tradicional, llevándola así a su cumplimiento. El autor de la Sabiduría hace referencia a las afirmaciones de Gn 1-3 y las comenta de forma original: "Que no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; Él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo non saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Hades sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. (Sb 1,13-15). El autor sabe muy bien que existe una tesis contraria, según la cual no hay otra vida e invita a no preocuparse más que del placer de cada momento, así piensan los impíos: (cf. Sab 1,16-2,4). Esta tesis adversa sólo es citada para ser vivamente contestada e invertida en beneficio de una vibrante profesión de fe en la inmortalidad: "Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza, mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen" (Sab 2,2324). De este modo, en el libro de la Sabiduría se concluye un largo trayecto de esperanza de victoria sobre la muerte, que se había expresado ya en Is 25,8 ("Dios destruirá la muerte para siempre") y en Is 26,19 ("Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán"); pero, sobre todo, en Dan 12,1-4 y 2Mac 7. En conclusión. La fe en la resurrección se fue afirmando progresivamente como consecuencia lógica de la fe en Yahvé y, más en concreto, como consecuencia de la fe en la omnipotencia divina: Dios es el Señor de la vida y de la muerte; Él lo ha creado todo. Éste es el convencimiento de 2Mac 7,22-23.29. Los primeros atisbos de una vida más allá de la muerte los podemos encontrar en los textos que hablan de una restauración de Israel y en el cuarto cántico del Siervo. La persecución contra los fieles impulsó la pregunta sobre el destino de éstos últimos, y en relación con este interrogante se fraguó la fe en la resurrección (2Mac 7). En contacto con el helenismo y, más en concreto, con la filosofía griega sobre la inmortalidad del alma, contribuyó a la configuración de la idea de la resurrección en Israel, se fue configurando no sólo la inmortalidad del alma, sino también la resurrección de los cuerpos. Esta confesión tiene que ver con los principios propios de la antropología hebrea, distinta de la griega. Según aquélla resucita el ser humano, lo cual comporta también el cuerpo. [Nota: véase también fichas 40 y 44]

1. Concepción terrena de la vida Una de las características más llamativas de la historia y de la religión de Israel, tal como se refleja en las Escrituras, es el apego a la vida; y decir apego a la vida es decir apego a esta vida. Por ello, la expresión más perfecta de la felicidad es no morir, pues lo que cuenta es vivir (cf. Qo 9,4-6). Esto es lo que se predica de determinados personajes bíblicos: de Henoc, patriarca antediluviano, enumerado entre los descendientes de Adán (cf. Gn 5,1), se dice por dos veces que "anduvo con Dios" (Gn 5,22.24) y que "después desapareció porque Dios se lo llevó" (Gn 5,24); y de Elias se narra que fue elevado al cielo, la morada de Dios, en un carro de fuego (cf. 2Re 2,1-13).



En efecto, vivir es tener largos días. El sueño del israelita es llegar a "anciano y colmado de años" (Gn 35, 29). El cronista indica que toda la vida de David fue una bendición a los ojos de Dios, ya que "murió en buena vejez, colmado de años, riquezas y gloria" (1Cr 29, 28). Al contrario, Jacob se queja ante el Faraón: "Ciento treinta han sido los años de mis andanzas; los años de mi vida han sido pocos y malos y no llegan a los que vivieron mis padres en sus andanzas" (Gn 47,9). Detrás de esta afirmación está el convencimiento de que una larga vida es el signo de la bendición de Dios, que distribuye los días de la existencia en función de los méritos. Dentro de esta concepción es donde hemos de buscar la clave de interpretación de Gn 5 que nos cuenta cómo los patriarcas antediluvianos vieron disminuir progresivamente sus días a medida que el pecado se extendía en el mundo. Así, cuando el pecado se generaliza y "crece la maldad del hombre" (Gn 6,5), la vida está a punto de desaparecer de la superficie de la tierra: "Veo que todo lo que vive tiene que terminar, pues por su culpa la tierra está llena de crímenes; los voy a exterminar con la tierra" (Gn 6,13). Y cuando el Trito-lsaías profetiza acerca de los últimos tiempos, los caracteriza por una longevidad extraordinaria: "Ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años, y el que no los alcance se tendrá por maldito" (Is 65,20).



Vivir es tener posteridad. Para el hombre bíblico prevalece la comunidad, el pueblo sobre el individuo. Sabe que su vida no se reduce a su propio destino, sino que se prolonga en toda su descendencia, gracias a la cual él puede sobrevivir. Se comprende entonces que una vida, por muy larga que haya sido, no sea plena sin una posteridad (cf. 2Sam 14,7).



Vivir es habitar en la tierra prometida. Gracias al éxodo, Israel pasa de la muerte (esclavitud en Egipto) a la vida (tierra prometida). Ese Dios que entra en la historia se afirma desde el principio como el Dios viviente. Israel guardará siempre el recuerdo de que el primer acto de Dios, que se hace presente en su historia, fue un don de vida. La Biblia establece un estrecho nexo entre fidelidad a la alianza y vida. La fidelidad a la alianza conlleva una plenitud de vida que se mide por señales muy concretas: una larga vida, una numerosa descendencia, una prosperidad material, una tierra (cf. Dt4,40; 30,156-20).

Otra característica del hombre veterotestamentario es que se centra más en el morir que en la muerte. Por ello, los narradores bíblicos cuentan siempre con más interés las despedidas que el acontecimiento de la muerte. Las despedidas de Josué (Jos 23,14) y de David

(1Re 2,2) comienzan del mismo modo: "Yo me voy por el camino de todos. Ten valor y sé hombre". Ambos exhortan al cumplimiento de la alianza o de los preceptos divinos como condición para que Yahvé lleve a cabo sus promesas. El que muere vislumbra los cambios futuros (Jacob revela a su hijo José: "Él os devolverá al país de vuestros padres"; Gn 48,21), descubre las limitaciones de lo humano y la fuerza de las promesas (cf. Dt 31,4; Jos 23,14). Las últimas palabras de los agonizantes en el AT son un indicio de la importancia de las palabras de despedida de Jesús moribundo en los evangelios, comenzando por la cita del Sal 22 en Me 15,34 hasta el "se ha cumplido" de Jn 19,30.

2. Espiritualización de la muerte y de la vida Israel va descubriendo que la vida y la muerte no son simplemente realidades biológicas. La tendencia, tan frecuente, a repetir que la observancia de los mandamientos traerá "largos días y años de vida y bienestar" (Prov 3,2), evidencia su significado espiritual y religioso, especialmente presente en los Salmos. Éstos describen cómo la vida consiste en permanecer con Dios y la muerte en estar separado del Dios vivo. El orante del salterio tiene la convicción de que para él "lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio" (Sal 73,28). Vivir es estar con Dios; morir significa estar contra Dios. De este modo expresa una verdad inmutable: "la vida está junto a Dios". Este texto de Dt 30 expresa en lenguaje real lo que metafóricamente hallamos en la narración del paraíso en Gn 2-3. El paraíso representa a la tierra prometida, signo de bendición y de vida, lo cual implica el cumplimiento de la alianza. La expulsión del paraíso representa la pérdida de la tierra y, por tanto, signo de maldición y de muerte. El libro de Proverbios llama dichoso al hombre que escoge estar con el Señor y, por tanto, la vida: "El que me halla, ha hallado la vida, ha logrado el favor de Yahvé. Pero el que me ofende, hace daño a su alma; todos los que me odian, aman la muerte" (8,35). De este modo, se señala que camina hacía la muerte el que ofende al Señor. También este proceso de espiritualización alcanza a la tierra. No por estar en la tierra, Israel la posee. Sólo la fidelidad a la alianza garantiza su posesión. Así, Ez 20 parece mostrar que Israel no ha tomado posesión de la tierra por su infidelidad a Yahvé, Dios anuncia que va ser el mismo quien va a reina sobre Israel introduciéndoles en la tierra y siendo únicamente Él su Dios.

3. Relación entre muerte y pecado Cuando se leen como una unidad los dos capítulos primeros del Génesis se descubre la verdadera intención del autor sagrado. Quien quiere decirnos que la criaturidad del hombre y su limitación están íntimamente unidos. El discurso acerca del hombre como criatura de Dios no debe aludir sólo a los dones que el Creador le ha otorgado, debe también hablar de los límites que le han sido impuestos en cuanto criatura. En la bendición el hombre recibe de su creador la fuerza de procrear, pero en ella está implícito que el hombre está vinculado a un breve período de vida. Nos encontramos con textos bíblicos que relacionan la muerte con el pecado: "Al que establece justicia, la vida, al que obra el mal, la muerte" (Prov 11,19; cf. 7,27; 9,18; Is 5,14; Ez 18,3-4). Es también el caso de la muerte infringida por Dios al hijo que David tuvo con

Betsabé, a causa del pecado de David (2Sm 12,14). Esta relación es cuestionada por la muerte de quien no puede ser acusado de ninguna culpa personal, como es el caso de la muerte del justo (cf. Job 9,22; Qo 7,15; Sal 49,11); o el caso de la figura del Siervo de Yahvé, que sufre y está a punto de morir no por sus propios pecados sino porque carga con la culpa de los pecados de los demás, y cómo su muerte será expiatoria para muchos (cf. Is 53). Otros textos afirman que la muerte es dada por Dios (cf. 2Sm 12,15-24; Sal 39,14; 90,10). Éstos se han de entender como una afirmación del poder del Señor, de su soberanía sobre la muerte. La muerte no escapa del dominio de Dios.

4. Desmitización de la muerte Israel llevó a cabo una desmitización de la muerte que, a vista de las religiones circundantes, era tan difícil como necesaria para la fe en Yahvé. La muerte no recibe caracterización alguna de santa o divina. En la imagen del mundo de los muertos se descubren ideas míticas, como se ve en la sátira sobre el rey de Babilonia en Is 14,4-15. Como en el ambiente religioso del Próximo Oriente Antiguo - p o r ejemplo en la epopeya de Gilgamesh-, también aquí (v. 5) el mundo de los muertos {sheol) se representa como un gran lugar de reunión en el interior de la tierra, donde los muertos se levantan y hablan como fantasmas. Este drama del mundo de los muertos intenta explicar las consecuencias del juicio de Yahvé sobre el soberano que esclaviza a Israel (vv. 3-4). El reino de las sombras no tiene fuerza ni dignidad alguna propia. Su realidad es una total debilidad (v. 10). Los que verdaderamente rigen allí son las larvas y los gusanos (v. 11). No obstante, Israel se dejó arrastrar por el ambiente al atribuir a la muerte o a los muertos un poder especial. Como los pueblos circundantes, también Israel practicó la invocación de los muertos o necromancia. Así, el rey Saúl, ya rechazado por Yahvé, y contra su misma prohibición de tal práctica (cf. 1Sm 28,3), pide, disfrazado, a la pitonisa de Endor que consulte el espíritu de Samuel que había muerto, para saber a qué atenerse frente a la amenaza filistea (cf. 1Sm 28,4-25). Samuel se aparece, como si se tratase de un fantasma, critica que le haya invocado y le repite lo que antes había anunciado a Saúl: que Yahvé se había apartado de él y le había dado el reino a David. Esta singular narración muestra que nada se puede esperar de los espíritus que supere lo ya dicho por los mensajeros vivos. Ciertamente, Israel tuvo que luchar para abstenerse de la tentación circundante de establecer una comunión sagrada con sus muertos. A esto apunta el celo con que las leyes veterotestamentarias declaran como impuro ante Yahvé cuanto de alguna manera entra en contacto con la muerte (cf. Nm 19,11.16). Ello es muestra de la desmitización y de la desacralización de la muerte. No cabe miedo ante el mundo de los muertos, pues no tienen ningún poder. Se ha visto la importancia que el hombre bíblico da a las palabras de los moribundos; en cambio, apenas le es significativa la realidad de los sepulcros. Las necrópolis no son lugares santos. La práctica del diezmo es normativo para los israelitas, y según esa ley, al presentarlo ante Yahvé, el israelita debe confesar: "Nada de ello he comido estando en duelo, nada he retirado hallándome impuro, nada he ofrecido a un muerto" (Dt 26,14). Nada de relacionarse con el ámbito de la muerte, pues no hace santo, sino impuro. Por esto no se debe honrar el sepulcro. Según Is 65,4 una de las características de pueblo rebelde a Yahvé es que la gente "se ponga de cuclillas" bien para llorar a los muertos, bien para honrarlos o consultarlos.

5. Actitudes ante el morir y la muerte El hombre bíblico frente a la muerte constata, en primer lugar, la dificultad de hablar sobre esta realidad, tal como se deduce del recurso frecuente al lenguaje simbólico y a las representaciones imaginarias. La muerte asume los rasgos del exterminador, el ángel enviado por Dios para aniquilar (2Sm 24,16-17; 2Re 19,35; Ex 12,23); es un sueño (Sal 13,4), un pastor que guía a los lugares infernales, al sheol (Sal 49,18). La muerte está asociada a una amplia variedad de símbolos: tinieblas, agua profunda, abismo, noche, silencio... (Sal 88). Otras fórmulas que indican el morir son significativas por lo que presuponen o hacen alusión. Así, morir equivale a "reunirse con sus padres" (Gn 49,29; cf Gn 15,15), se define también como un "volver a la tierra de donde uno ha sido sacado" (Gn 3,19; Sal 90,3; Job 34,15; Sal 104,29; Qo 3,20; 12,7). La muerte se presenta como la anticreación, el momento en que Dios retira el aliento de vida que había dado con la creación (Sal 104,29; 146,4; Job 34,14-15) y los hombres vuelven a ser polvo. Los múltiples aspectos bajo los que se vive ordinariamente la experiencia de la muerte están ampliamente atestiguados por el AT, como se indica a continuación: 1. Primero, la conciencia de la inevitabilidad de la muerte como destino común a todos los hombres. Así, cuando David está cercano a la muerte, la exhortación que hace a su hijo Salomón para que observe los preceptos de Yahvé, va precedida de las siguientes palabras: "Yo me voy por el camino de todos". Job llama a la muerte "lugar de cita de todo ser viviente" (Job 30,23). Qoh 3,19 acentúa que en la muerte el hombre es igual que el animal: "Lo mismo mueren éstos que aquéllos". 2. Segundo, la rebelión frente a la muerte, como es el caso del rey Ezequías ante el anuncio de su muerte a cargo del profeta Isaías. El rey pone como argumento para rechazar tal sentencia su fidelidad a Yahvé (2Re 1-6). 3. Tercero, la invocación o deseo de la muerte, en ocasiones, como perspectiva más deseable que la miseria y el sufrimiento que impone la existencia (Eclo 41,1; Job 6,9; 7,15). 4. Cuarto, la asunción serena de la muerte. Job le dice a Dios tranquilamente que "sus días (los del hombre) están definidos y sabes el número de sus meses, si le has puesto un límite infranqueable" (Job 14, 5). El salmista hace eco a este mismo sentido de serenidad: "Recuérdalo: ¿es perpetua la vida?, ¿o has creado para nada a los hombres? ¿Qué hombre va a vivir sin ver la muerte? ¿Quién sustraerá su vida a la garra del abismo?" (Sal 89, 48-49). 5. Quinta, y última, el sentimiento de fragilidad, de inconsistencia, de absoluta precariedad de la existencia, frente al deseo ardiente y a la aspiración de una vida plena. Son una clara expresión de ello, la fórmula "vanidad de vanidades" del Qohelet, la imagen de la vida como hierba del campo que se seca pronto (Is 40,6; Sal 103,15; 90,5).

No obstante, la muerte biológica es connatural al hombre semita. Así lo expresa una mujer de Tecua al rey David: "Todos hemos de morir; somos agua derramada en tierra, que no se puede recoger" (2Sm 14,14). Dicha conciencia es fuente de sabiduría: "¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón " (Sal 90,12). El israelita creyente teme, no tanto a la muerte física, sino a la muerte en cuanto ésta comporta la

separación del Dios vivo (Sal 88,11-13; Sal 115,17). En este sentido, el desaliento en que se encuentra el salmista ante el peligro inminente de la muerte (Sal 88,16-17), no se debe a la muerte en sí, sino a la amenaza que representa la muerte, en cuanto que pueda oscurecer o interrumpir la relación con Dios. La superación de la angustia frente a la muerte se manifiesta habitualmente, en el AT, no tanto en una cierta esperanza en el más allá, cuanto en la serena certeza de que la comunión con Dios, por razón de su fidelidad, no se puede acabar con la muerte. Este aspecto se percibe en la idea del arrebatamiento en el Sal 49,16: "Pero Dios rescatará mi alma, de las garras del sheol me cobrará". De este modo se va abriendo una nueva alternativa entre vida y muerte: la unión vital permanente con Él. Así de claro lo expresa el orante en el Sal 73,23-24.26: "Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás... Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!" (Sal 73,26). En efecto, el deseo de vivir es, para el hombre bíblico, el deseo de estar con Dios. [Nota: véase además ficha 40 y 43]

En el Nuevo Testamento (NT) encontramos numerosas palabras que componen el campo semántico de la muerte. El término más usado es thanatos (Gávaroc;), 119 veces, que designa tanto el paso de la vida a la muerte como la muerte misma. Los verbos apothnesko (á.TtoQyf¡(jKCú) 111 veces, teleutao (TsXsuTáoo), 12 veces, y thnesko (Gvrjo'Kw) 11 veces, se refieren al morir. También se utiliza en 3 ocasiones synapothesko (crvvot.TtoBvf\cnc(i>) para expresar el morir juntamente con alguien. De las 79 veces que aparece nekros (vsicpóc;) se emplea tanto en su forma sustantiva, para referirse al cadáver y al difunto en contraposición a los vivos, como en la adjetiva para designar a lo que ya no vive. El verbo thanatoo (Gavaróco) se encuentra 11 veces indicando la acción de dar muerte, matar. Formando parte de este campo semántico se referirán al morir como el que duerme, para lo que se emplea 18 veces el verbo koimaomai (KOiu.acou.ai). Esta identificación del morir con el sueño se encuentra también en el uso de katheudo (icaGsúSco), aunque sólo se encuentre en el texto de Me 5,39 (paralelos) y Ef 5,14. De toda la diversidad de palabras referidas, llama la atención la relación expresa con la vida, ya sea en la resurrección de Jesús como en Dios origen de toda la vida. Por ello, es adecuado comprender la muerte en el NT en tensión con la vida, lo que podríamos sintetizar en las palabras de Jesús "no es un Dios de muertos sino de vivos" (Mt 22,32). Esta tensión muerte-vida, dos categorías fundamentales de la existencia de toda persona que se oponen mutuamente, recorren los textos neotestamentarios, interpretándose al mismo tiempo con reciprocidad. A "los que vivían en sombra de muerte, les amaneció una luz" (Mt 4,16). Ésta es la tensión presente en el NT entre Jesús y la presencia del Reino de Dios con todo lo que signifique la muerte y aniquilación de la persona. Por ello, nos centramos en estas líneas en cómo se realiza dicha tensión en el plan salvador de Dios encarnado en Jesús de Nazaret.

1. Comienzo y fin del Nuevo Testamento Ya al abrir el NT nos encontramos con su primer libro, el evangelio de Mateo. En él se comienza narrando la genealogía de Jesús. Genealogía que mantiene un ritmo fijo repetitivo del esquema: «A engredó a B, B engendró C, C engendró D...» (Mt 1, 1-17). Es el verbo engendrar, dará luz (ysvváco - iyivvr\c_zv) el que se repite monótonamente en las tres partes que establece Mateo, cada una compuesta por 14 generaciones. Pero si nos fijamos bien, para conseguir el número indicado por Mateo, faltan dos generaciones una al inicio y otra al final; sólo está completa por 14 generaciones la parte del exilio. Falta un nombre al inicio y otro al final. Dos nombres que indican el de Dios y el del creyente. Dios es por la fe el padre de Abrahán y cada persona, acogiendo a Jesús, se convierte en hijo de Dios. Así, la triple repetición del número catorce hemos de entenderlo como expresión del plan divino que rige la historia de Israel hasta llegar a Jesús. Esta historia que es un himno a la vida, transmitida de padre a hijo, se recibe de Dios Padre la paternidad y del Hijo Jesús la filiación. Mateo presenta a Jesús como quien cumple los designios de Dios, las promesas mesiánicas, no es el simple producto de una concatenación de generaciones humanas sino de una historia llena de esperanzas salvíficas. Si damos un salto hasta el final del NTdonde se halla el libro del Apocalipsis, encontramos en esos últimos versículos del capítulo 22, la invitación a beber «del agua de la vida» (Ap 22,

17) contenida en las palabras proféticas que han sido proclamadas a la comunidad cristiana a lo largo de ese libro. El agua de la vida que hace nueva todas las cosas, que riega los gérmenes de la primavera del mundo nuevo que se encuentran en todo el bien que existe. La visión escatológica que presenta la nueva Jerusalén se hace por medio de las imágenes del árbol de la vida (Ap 22, 2.14.19) y del agua vida la vida (Ap 21,6; 22,1.17), para describir la plenitud originaria de la vida que se dará en la nueva ciudad de Dios, una ciudad renovada y totalmente de Dios. Esta agua viva proporciona una fuerza renovadora que permitirá al cristiano superar las dificultades personales y sociales, y colaborará con Cristo vencedor para que no se oigan más los lamentos de los que son víctimas de la violencia, para que cesen los gritos de los oprimidos que ven pisoteados sus derechos, para que no haya más muerte. La visión del nuevo cielo y de la nueva tierra donde Dios «enjugará las lágrimas de los ojos y ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues los de antes ha pasado» (Ap 21,4) y en la cual se prometen la victoria sobre el último enemigo, la muerte (1Co 15,26). Aunque no se trate de ninguna inclusión narrativa estructural, este principio y final de los libros que componen el NT, sí nos permite afirmar que no estamos ante unos textos que presentan una información neutra, sino que narran la actuación de un Dios vivo en la Historia que ofrece esperanza y vida por medio de su Hijo: Jesús. Una historia que está edificada sobre personas, que sustentan y protagonizan cada uno de los sucesos, que está llena de nombres que protagonizan relaciones, complejidades, ambigüedades, aciertos, equivocaciones, donde Dios va tomando partido con lo que delinea unos rasgos que hacen que esas historias sean historias de Dios; que el mensaje del evangelio de Jesús tiene un poder creador capaz de transformar la existencia humana y de abrir a la esperanza lo que el acontecimiento de la muerte indica en un primer momento, de ahí que la vida aparecerá frecuentemente vinculada a la vida eterna.

2. Actitudes de Jesús ante la muerte y la vida En Jesús se observa una constante preocupación por contrarrestar todo aquello que atenta contra la vida humana.

2.1.

La actividad de Jesús es un servicio a la vida y un combate de la muerte ajena

Jesús acoge a todos aquellos que son amenazados por la opresión, la marginación, la injusticia, la angustia de la enfermedad o de la muerte. Acoge a quienes acuden a él solicitando una muestra de su poder para lograr ser persona en toda su integridad. Al leproso que se le acerca le dice: «quiero, queda limpio» (Me 1,41). Al hombre de la mano seca le ordena extenderla mano (Me 3,1-6). Conmina al espíritu inmundo que atormentaba a un hombre en la sinagoga: «Cállate y sal de él» (Me 1,25). Las curaciones de Jesús incorporan al necesitado a la comunidad, le cura de su enfermedad y le ocasiona una liberación verdadera e integral. Esa liberación y aceptación del marginado, la curación del enfermo, es más importante que el cumplimiento de la ley del sábado y que las interpretaciones humanas de la ley divina cuando éstas están en contra del amor y la justicia, pues «Dios hizo el sábado para el hombre y no el hombre para el sábado» (Me 2,27).

Jesús respeta la vida de las personas y no contribuye a que nadie se apropie el derecho de suprimirla. En el caso de la mujer adúltera del capítulo 8 de Juan, Jesús acoge a la mujer que ha incurrido en una pena legal. Jesús devuelve la dignidad a la mujer, conversando con ella. Jesús a solas con la mujer, le habla, le interpela y la revitaliza. Algo nuevo comienza para la mujer que, al mismo tiempo, reconoce a Jesús ya no como maestro, así hicieron escribas y fariseos, sino como Señor. Ella que había llegado traída por otros, colocada, despreciada, acusada, siendo objeto de las artimañas de los otros, ahora se marcha activa, por sí misma, liberada, abocada a una nueva vida. Pero Jesús tampoco condena a los escribas y fariseos, sino que la denuncia de Jesús a los acusadores permite también a éstos descubrir hasta qué punto la mentira y la hipocresía, que les lleva a buscar la muerte de la mujer, señorean sus vidas. Mientras la muerte nos sitúa ante lo definitivo, ante la vida de cada día. Jesús se enfrenta a ella destronándola, venciéndola. A Jairo le dirá, ante la noticia de la muerte de su hija: «No temas, ten fe y basta» (Me 5,36). A la viuda de Naín: «no llores» (7,13), y Jesús rompe con el tabú de la muerte, en una sociedad en la que tocar un cadáver era impuro (Nm 19.11.16), acercándose y tocando el féretro (Le 5,13). En todas esas acciones de resurrección, Jesús se presenta como el que da la vida. Por tanto, combatir la muerte y dar la vida son las señas de identidad de Jesús. Cuando Juan envía a sus discípulos a preguntar a Jesús si es él quien ha de venir o deben esperar a otro (Le 7,20), Jesús responde: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva». En este sentido con el milagro de la resurrección de Lázaro y el discurso entremezclado, en el cuarto evangelio (cf. Jn 11, 1-43), tenemos una autopresentación de Jesús como la resurrección y la vida. La resurrección de Lázaro no es sólo el último de los signos, sino el mayor signo-milagro de Jesús. Una acción que se caracteriza por el hecho de que Jesús la realiza a un amigo y con sus amigos. En otras ocasiones Jesús realiza el signo y después viene el discurso para comprender el significado; aquí están mezclados, mostrando Jesús a sus discípulos, amigos y a la gente el significado de lo que se va a realizar: el poder de Jesús sobre la muerte. Jesús prepara a sus discípulos sobre el significado de la acción de poder que se va a realizar. Después de la Boda de Cana, el evangelista ha afirmado que "asi, en Cana de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales, y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos" (Jn 2,11); ahora dice: "esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella" (Jn 11,4); y después declara Jesús cuál es la finalidad del hecho para sus discípulos: "qué creáis" (Jn 11,15). Todas las acciones de potencia, de milagro de Jesús son hechas para que Dios resplandezca en su gloria, se haga visible. Por medio de ellas Dios se manifiesta concretamente en las necesidades humanas. En la medida que estas obras de Dios se realizan por Jesús, ellas revelan que Jesús es el Hijo de Dios, que el Padre ha mandado para nosotros y por medio del cual nosotros podemos conocer a Dios. La acción de Jesús con Lázaro ha de confirmar a sus discípulos en la fe y mostrarles qué pueden esperar de aquél en quien han confiado (Jn 11, 24-27). Marta hace un camino en su experiencia de fe. Incluso simbólicamente se puede percibir en ese salir al encuentro de Jesús, expresando claramente la actitud de discípula. Marta

va al camino, el que Jesús realizaba. Esa experiencia es interpretación del sentido de la vida y de la muerte, porque Jesús hace que las cosas que tienen una apariencia definitiva puedan ser transformadas. En el diálogo de Marta con Jesús, ella comienza presentando una situación: mi hermano ha muerto. Ella con su fe judía, cree en la resurrección de los muertos y muestra a Jesús que ha entendido lo sucedido desde aquí, pero Jesús la conduce hacia una fe más profunda. En boca de Marta aparecen los distintos títulos que expresan la interpretación que la comunidad ha hecho acerca de Jesús: cree que él es el Mesías, el Hijo de Dios, el que viene, y que su hermano resucitará en el último día (Jn 11, 22-27). La unión con Jesús garantiza la vida, a pesar del trance necesario de la muerte; esta vida comienza ya ahora, sin necesidad de esperar al último día, como dice Marta. El milagroso retorno a la vida de Lázaro cumple las aspiraciones de Marta, pero es solamente un signo, pues Lázaro morirá de nuevo. Por este motivo sale de la tumba envuelto aún con los sudarios del enterramiento. Jesús viene para conceder una vida eterna no sujeta a la muerte, lo que él simbolizará al salir de la tumba dejando en el suelo su sudario (Jn 20, 6-7).

2.2.

En Jesús, vida y muerte vinculadas por amor

Jesús no sólo aprecia la vida humana. No sólo combate contra todo aquello que destruye al hombre. Jesús entrega la vida por amor para librar a todos de los gérmenes de muerte que llevamos desde el origen en nosotros. Jesús se mueve en la dirección del Dios de la vida con la confianza de que la vida es más fuerte que la muerte. Jesús se desgasta, se entrega para dar vida a los otros. Para Jesús, la vida humana no es el bien supremo, sino la fidelidad a su misión, al Padre, que es hacer presente el Reino de Dios, mientras que todo lo demás, incluida la vida presente, tiene que considerarse como secundario (Mt 6,33; 13,44; 19,33), y esto le conducirá a que sus adversarios, jefes religiosos, dirigentes políticos, escribas y fariseos busquen la mejor ocasión para terminar con él (Me 3,6). La denuncia de la hipocresía de los líderes judíos, la amenaza de los motines públicos, constituían una advertencia para Jesús de a qué le estaba abocando su lucha contra las manifestaciones de muerte, entre otras cosas. Incluso Jesús llamará a sus discípulos la perderá, pero el que pierda su vida por mi Ante Dios, quien de modo egoísta busca sólo Poseer todos los bienes de esta tierra conduce con el evangelio y los verdaderos valores, a discípulo tiene una nueva cualidad.

a seguirle porque "quien quiera salvar su vida, causa y la del evangelio, la salvará" (Me 8,35). la felicidad terrenal, ocasiona su propia muerte. al abuso y al pecado, por ello, al comprometerse partir de la vida y muerte de Jesús, la vida del

3. Jesús es la vida El mismo evangelio de Juan en su primer final (Jn 20,31) indica que el propósito explícito de su escrito es que el lector crea que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y porque creen en él, ellos tengan la vida en su nombre. Creer que Jesús es el Salvador, el revelador no significa otra cosa que recibirlo como el agua de la vida, el pan de la vida, la luz del mundo o el camino,1a verdad y la vida, que se nos ha ido afirmando en el cuarto evangelio. Juan emplea indiferentemente los dos términos de

vida y vida eterna, que se interpretan mutuamente, para describir la salvación que proporciona Jesús (vida Jn 1,4; 3,36; 5,24.26; vida eterna Jn 3,15.16.36). Para Juan la vida es algo distinto de la vida que hay en el mundo y lo que el mundo entiende por vida. Además, esta vida pasa por reconocer que Jesús es el Salvador, el Hijo de Dios, es la irrupción de algo radicalmente nuevo, la encarnación de Dios en la carne y en la historia. La vida, se nos dirá en el prólogo, surge como una realidad nueva, insospechada que irrumpe en el mundo con la palabra de Dios hecha carne y que hace que aparezca como tiniebla cualquier otra luz que el mundo pudiera conocer por otro lado. Este acontecimiento de la revelación es presentado como acto del amor de Dios por el mundo. Dos veces se indica su finalidad: "Para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,15.16). El pasaje de la samaritana del capítulo 4 desvela progresivamente varios niveles de vida. A todos atiende Jesús. Las palabras del diálogo entre Jesús y la mujer aluden inmediatamente a la sed. El agua que la sacia es símbolo de necesidades biológicas. Pero la mujer, que quiere vivir y ser feliz, necesita otra profundidad. También en este nivel se siente acogida por Jesús y la manera de comprenderla transforma a la samaritana. La actitud de Jesús despierta las posibilidades que había en el corazón de la mujer sedienta. Jesús ha puesto al descubierto su necesidad vital (y la de toda persona) de encontrar sentido a su vida. La verdadera sed de la persona no es de agua material, como tampoco su hambre verdadera es de pan. El acercamiento de Jesús y el encuentro que realiza con las personas les hace descubrir las dimensiones últimas de cada uno para que aceptándole a Jesús como luz del mundo, pan de vida, camino verdad y vida, puedan descubrir la vida en plenitud. Jesús ha venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. La vida que se propone a cada uno de los que creen, es la vida eterna porque el acontecimiento de la presencia de Dios abre a un futuro que no está limitado a las fronteras de la muerte. En el evangelio de Juan la vida es la existencia nueva que el enviado del Padre aporta al mundo. La posibilidad de esta vida nueva se da en el instante del encuentro con la presencia de Dios hecho carne. Y se ofrece a todo aquél que se deja transformar por el acontecimiento de la encarnación.

4. Muerte y vida en Pablo Pablo es uno de los exponentes privilegiados en el que el encuentro con el Crucificado Resucitado le han hecho participar en la muerte y en una nueva vida. La vida presupone para Pablo una muerte a la vida antigua y a las pertenencias que la determinaban, pero también la constitución nueva de un sujeto que resulta de la comunión en la muerte y la resurrección de Cristo. Pablo afirma la vinculación entre el pecado y la muerte (Ro 5,12.17; 1Cor 15,21): La muerte es fruto del pecado: es el aguijón de la muerte (1Co 15,56). Para librarnos del pecado, Jesús fue obediente hasta la muerte (Fil 2,8): La muerte de Cristo fue fecunda como la muerte del grano de trigo (Jn 12,24.32). Al igual que Cristo murió y resucitó, el creyente, en el bautismo, es sumergido con él en la muerte para renacer a una nueva vida (Ro 6,3-4). De esta manera, Pablo, por un lado, insiste en la comunión en la muerte de Jesús como muerte al pecado, y, por otro, acentúa el significado de la asociación de los creyentes en su

resurrección. Ya no están bajo el poder de la muerte, sino que han recibido la vida. Ahora bien, si han recibido la vida es que viven de la confianza en Dios y para Dios: si los creyentes han muerto con Jesús, creemos que vivirán también con él (R. 6,8). Como consecuencia, los creyentes no tienen ni que dejarse dirigir por el pecado y obedecer a sus codicias, ni poner sus miembros a su disposición como armas de la injusticia, sino dedicarlos al servicio de Dios como armas de la justicia (Ro 6,12,14). En la teología paulina, los dos términos de vida y muerte se oponen como dos poderes que dominan el presente. La muerte es el poder que resulta del domino del pecado y que ejercía su señorío sobre la existencia del hombre viejo (Ro 6,9), mientras que la vida es la existencia liberada para Dios mediante la escucha del Evangelio, es decir, por la conformidad con la muerte y la resurrección de Jesucristo. Así dirá: "Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mf (Gal 2,19-20). La nueva vida del creyente se realiza actualmente en esa dialéctica del ya que está aquí pero todavía no se ha manifestado del todo (Col 3,3), ya es una realidad, pero al mismo tiempo es algo futuro. La nueva vida no se agota en el tiempo histórico, sino que tiende a la superación o victoria del último enemigo, la muerte, y con ello la vida eterna (1Co 15,26.28; Ga 6,8). Inspirándose en la tradición de la apocalíptica, se representa Pablo el paso de la vida temporal a la eterna, como un drama universal cósmico y como una transformación maravillosa (1Tes 4,13-17; 1Cor 15,20ss. 35ss. 51 ss.), concepciones histórico-religiosas éstas, que sólo parcialmente podemos seguir aceptando hoy. Sin embargo, a diferencia de las especulaciones del judaismo tardío, Pablo se limita a alusiones metafóricas a la forma de la vida futura: será asimismo una vida corporal (1Cor 15,35) - l a vida sin cuerpo no es concebida para el pensamiento judío-, contemplación cara a cara (1Cor 13,12); será justicia, paz, alegría (Ro 14,17) y gloria (2Cor 3,8s), pero sobre todo será un estar con Cristo (1Tes 4,17; 2Co 5,8).

Conclusión La muerte crucifixión y la sentido a toda matasteis, Dios

y la vida están en el centro de los 27 libros que componen el NT, ya que la resurrección de Jesús es el hecho cumbre del mensaje cristiano, el que da la fe. Por ello, los apóstoles anunciarán que este Jesús a quien vosotros lo ha resucitado (He 2,23-24; 4,10).

La resurrección es la afirmación plena del Dios vivo y vivificante. Es el signo que nos hace ver a Dios como Aquel que reina y triunfa sobre la muerte. Mirando a Jesús Resucitado comprendemos que Dios nos salva más allá de la muerte, y a través de la muerte y de los fracasos más rotundos. Mirando a Jesús Resucitado comprendemos que Dios ha sido capaz de sacar salvación y liberación del acontecimiento de la muerte. Dios no libró a su Hijo Jesús de la muerte, lo libró más allá de la muerte, proclamando con ello que Dios no tiene barreras, que la vida en plenitud es posible. A partir de este acontecimiento y desde esta experiencia, los Apóstoles contemplan a Jesús y descubren que su vida es manifestación plena de la presencia entre nosotros del Dios vivo, que ama la vida. Recogen su predicación sobre el Reino y el nuevo camino que

conduce a la vida y que Jesús mismo inaugura. Los Apóstoles descubren la plenitud de vida a la que Dios nos invita, ya desde la tierra, y que se manifiesta más allá de la muerte. Desde esta esperanza, el creyente trabaja en la misma misión de Jesús para que la vida triunfe sobre la muerte. En la participación en el camino de Jesús, esto es, en la comunión con Dios, la vida presente, de un ser para la muerte se convierte en una existencia para la vida. [Nota: véase además ficha 41]

Si el verbo "morir" hace relación a la acción de llegar al término de la vida, el sustantivo "muerte" expresa el resultado que se alcanza al morir: la cesación de la vida, la interrupción, suspensión y detención irreversible de toda función vital. Saber qué es y qué acontece en la muerte sólo será posible a través, no de una mera definición técnica, sino de una aproximación a sus rasgos más característicos, comúnmente aceptados, y considerados en su unidad y complementariedad.

1. La muerte es un fenómeno físico y biológico No hay muerte sin cesación, desaparición, ruptura o destrucción definitiva (por declive senil, acción violenta o por enfermedad) de la precisa estructura psicofísica del organismo por la cual se vive. Cuando esa rotura es permanente e irreversible, y no sólo temporal y funcional, es cuando se produce lo que hoy se denomina "muerte biológica" y "muerte clínica". Con la muerte llega el fin del hombre, quien muere es el hombre entero, no una parte de él (la somática o corporal). La muerte es cesar de ser física y biológicamente.

2. La muerte es ruptura de la temporalidad y de la presencia mundana El hombre mientras vive se mueve entre coordenadas espaciales y temporales; está "aquí y ahora", como antes estuvo "allí y entonces". La muerte es la disolución de estas coordenadas y, consiguientemente, deja al hombre en ausencia y atemporalidad. La muerte es la separación y distanciamiento con el lugar y el mundo donde la vida se hacía presente. La muerte es la fijación temporal en el pasado, pues rompe toda posibilidad de nuevos presentes y clausura definitivamente todo futuro. La muerte es el término inmutable de la duración de la vida: ésta ya no dura, cesa, se detiene, se para. La muerte es el fin inalterable del futuro: ya no hay más tiempo por delante. La muerte es la resituación definitiva e inamovible, la fijación "en una plaza" de nuestra existencia: estamos emplazados de modo irreversible allí donde hemos llegado mientras vivíamos. "La muerte no es un límite, sino una limitación de un estado de la vida en este mundo, es decir, una limitación de la procesualidad. Y, por consiguiente, la muerte tiene un segundo carácter: es fijación. La muerte es la fijación en el modo de ser que uno definitivamente ha logrado y ha querido libremente lograr" (X. Zubiri, El problema teologal

del hombre: cristianismo, Alianza, Madrid 1997,448). Todo ello genera una serie de preguntas existenciales e incertidumbres al conocimiento, que también se mueve en categorías espaciotemporales y no puede imaginar una vida humana sin lugar ni tiempo (de ahí que la "duración" tras la muere -distinta de la duración de la existencia humana (tiempo)- ha sido designada de modo diverso: "oevo" (Santo Tomás), "tiempo transfigurado" (G. Lohfink), "tiempo-memoria" (San Agustín, J. Ratzinger), "eternidadparticipada" (J.L. Ruiz de la Peña). De ahí, igualmente, que, superando la actitud agnóstica, hayan surgido tantas respuestas filosóficas (inmortalidad, aniquilación, resucitación,...) y religiosas (cielo, infierno, vida eterna, paraíso, reencarnación, retorno...) a la pregunta "y después de la muerte ¿qué?".

3. La muerte es término, resultado, consumación Tras la muerte no caben más ensayos ni intentos; la muerte no da segundas oportunidades: "solóse muere una vez", y por eso "todo tiene remedio menos la muerte". La muerte es estación de término y de recogida del resultado al que se ha llegado tras una vida vivida, "des-vivida"y "des-gastada". La muerte es fin y ruptura respecto de la vida: es el fin de la biografía personal y única, alcanzada tras el proceso de integración intencional de la vida en una identidad irrepetible, la cual concluye con la muerte; es la ruptura de proyectos de vida, de relaciones, anticipaciones y posibilidades (la muerte será la "posibilidad de la imposibilidad", según expresión de M. Heidegger). Por no ser mera biología, la del hombre será también "muerte biográfica" o "muerte personal'. Con la muerte la vida se consuma y recibe su clausura. Más aún, la muerte es la que "confiere al hombre su acabamiento y lo identifica con su destino" (J.L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander 1980 , 312). En este sentido entendemos la afirmación del poeta y humanista italiano Francesco Petrarca (1304-1374): "un bello morir honra toda una vida". 2

4. La muerte es un estado permanente, irreversible, definitivo La muerte es punto final. "Vamos tirando" decimos popularmente al ser interrogados por cómo nos va la vida. Ello es signo de que estamos vivos pues sólo se puede ir tirando de la vida "mientras sigamos viviendo". La muerte es no tirar más, quedar fijos definitiva y permanentemente. La muerte es el fin irrevocable del curso vital. La muerte es quiebra, pérdida y desarraigo de una unidad lograda a lo largo del tiempo y la historia. La muerte es un estado sin vuelta atrás, un lugar sin retorno, un tiempo detenido, un alto definitivo en el camino. La muerte es el fin de las esperanzas abiertas por la vida (como cuando decimos "mientras hay vida hay esperanza"). La muerte es la imposibilidad de las posibilidades. La muerte es el fin de los proyectos existenciales y de la biografía hasta ese momento ininterrumpida. La muerte fija permanentemente todo lo que se ha alcanzado; cierra cuentas, sella proyectos, aborta ilusiones y promesas. La muerte es fijación "en la figura del ser sustantivo que [el hombre] ha cobrado", "es fijación en el ser que se es" (X. Zubiri, El problema teologal del hombre: cristianismo, Alianza, Madrid 1997, 83-84). La muerte es la incapacidad de seguir manteniendo relaciones con los otros, con las cosas, con el mundo; el creyente dirá que en la muerte sólo queda abierta la perspectiva de una relación con Dios, y en Él con todo lo demás.

5. La muerte es hecho natural, connatural al hombre La muerte es una realidad universal: es para todos. No se puede rehuir la muerte. Somos mortales "de necesidad" (A. Gabilondo). Puesto que el hombre se sabe finito, la muerte no es una extraña en su vida: "el hombre, además de morir, como los demás seres vivos, sabe que ha de morir, y en este sentido la muerte está presente en su propia vida, forma parte de ésta" (G. Amengual, Antropología filosófica, BAC, Madrid 2007, 440). Como dice el refrán castellano vamos "de la cuna a la sepultura". Y es que antes de que la muerte definitiva nos llegue -antes de morir del t o d o - morimos muchas veces a lo largo de la vida. Hay muchas pequeñas muertes a lo largo de la vida. Porque es natural, la muerte no puede ser considerada filosóficamente como un castigo (consecuencia de un pecado) o como una imposición extrahumana, sino como una dimensión connatural del hombre, entre cuyas notas definitorias no entra la de ser inmortal en este tiempo y espacio (aunque se pueda hablar de "presupuestos de inmortalidad"). Por esta naturalidad y universalidad de la muerte, podemos decir que ésta nos solidariza pues nos hace caer en la cuenta de lo que decían los antiguos "hodie tibí, eras mihf ("hoy a ti, mañana a mí"). Ello no obsta para que esta naturalidad de la muerte se viva de muy diversos modos por quienes se ven afectados por ella.

6. La muerte es corte y tránsito: da paso a otra realidad "Quizás sea eso la muerte: el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes... Personalmente prefiero entender la muerte como el gran viaje, por mucho que nos esté vedado conocer el paisaje que tras ese tránsito se nos descubre... «¿Qué es nuestra vida sino una serie de preludios de una canción desconocida cuya primera y solemne nota es la muerte?» (Franz Liszt)" (E. Trías, El gran viaje, Diario ABC (04-11-2008) 3). El fin de la vida espacio-temporal significa que se adquiere una nueva situación: la de no-vida en las condiciones biológicas y temporales precedentes. Si se permite la expresión, la muerte es el paso, por corte, de la vida a la no-vida espacio-temporal. Cómo es este "paso", qué ocurre en ese "tránsito", qué sea - e n caso de que exista- esa realidad más allá de la vida espacio-temporal ha cuestionado desde siempre a pensadores, sacerdotes, juristas, médicos, políticos... y a todo hombre que se interroga por el origen y el fin de su propia vida. La respuesta a la pregunta por el más allá de la muerte, por el término del tránsito, por esa otra realidad ultra mortem ha recibido múltiples matices según creencias y saberes. En lo que se coincide fundamentalmente es que la muerte da paso a otra cosa que no sabemos definir con precisión pero que intuimos distintamente, y a cuyo conocimiento ayuda la reflexión filosófica y el contenido de la propia fe religiosa. Así, se habla: 1) del tránsito como separación de cuerpo (mortal) y de alma (inmortal) y de la pervivencia posmortal de ésta última; 2) del tránsito o paso del ser al no-ser (la nada), de la vida a la aniquilación vital; 3) del tránsito o paso del vivir temporal a un definitivo pervivir de otro modo entre los que nos amaron en vida; 4) del tránsito o paso de la presencia a la ausencia o a una presencia ausenciada (como hueco vivo, vacío simbólico, vaciado místico, duelo existencial); 5) del tránsito o paso de la vida a otra forma de vida o energía (reencarnación); 6) del tránsito o paso de la dimensión espaciotemporal a otra dimensión sin lugar ni tiempo; 7) del tránsito o paso de la vida asentada sobre sí misma - e n autoposesión-, a otra vida sustentada en quien no-tiene tiempo y espacio: Dios, Realidad Trascendente y Eterna,...

Ésta última es la propuesta de la fe y teología cristiana, una de cuyas expresiones más claras es la oración del Prefacio I de la " M s a de difuntos" del Misal Romano: "La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo". ¿Cómo se adquiere esa morada eterna en el cielo? Por la "resurrección corporaf o "resurrección de la carne". Comentando esta enseñanza, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: "Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne" (n. 1015). De ahí que ya en tiempos antiguos podamos encontrar una expresión tan gráfica y sintética como la de Tertuliano: "la carne es soporte de la salvación" ("caro salutis est cardo") (De resurrectione carnis, 8,2). En efecto, si el cristiano renunciara a su fe en la resurrección de la carne, tal vez suceda - c o m o irónicamente escribía hace años un declarado increyente, Félix de A z ú a - que "la gloria eterna se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana... sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un internet eterno" (Carne, "El País" (21 de junio de 2000). Y en ese mismo tono se permite la siguiente exhortación, que ha de entenderse no tanto en lo físico de la resurrección de la carne cuanto en lo significativo e irrenunciable de la misma: "Católicos, no os dejéis arrebatar la gloria de la carne, no os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz" (Ibidem). La fe cristiana en la resurrección de la carne o del cuerpo no ha de entenderse como una reanimación de un cadáver y vuelta a la vida mortal, ni como una continuación de esta vida espacio-temporal, sino como la "realización exhaustiva de las capacidades del hombre cuerpo-alma", o, más en concreto, como la "realización total y exhaustiva de las posibilidades de unión íntima e hipostática con Dios, comunión cósmica con todos los seres, superación de todas las esclavitudes y alienaciones que estigmatizan nuestra existencia terrena" (L. Boff, Hablemos de la otra vida, Sal Terrea, Santander 2008 , 43 y 24). Al afirmar la "resurrección corporal" el cristiano confiesa que su cuerpo resucitará. ¿Qué cuerpo? A esta pregunta trató ya de responder San Pablo cuando, utilizando los símiles de la siembra y de la diversidad de la naturaleza, escribió a los cristianos de Corinto con convicción: 12

"Alguno preguntará: ¿cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán a la vida? ¡Insensato! Lo que tú siembras no germina si antes no muere. Y lo que siembras no es la planta entera que ha de nacer, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o de alguna otra semilla. Y Dios proporciona a cada semilla el cuerpo que le parece conveniente. No todos los cuerpos son iguales: uno es el cuerpo de los hombres, otro el de los ganados, otro el de las aves y otro el de los peces. Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres [.. .]Así sucederá también con la resurrección de los muertos. Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra

algo débil, resucita pleno de vigor; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal, hay también un cuerpo espiritual [...] los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que este ser corruptible se revista de de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se vista de incorruptibilidad y este ser mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y el pecado ha desplegado su fuerza con ocasión de la ley. Pero nosotros hemos de dar gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15, 35-40.42-44.52-57). ¿Qué cuerpo, pues? Ciertamente, no será el "cuerpo" entendido simplemente en el sentido fisiológico del organismo humano (que cuando ha sobrevenido la muerte denominamos cadáver, reliquias, despojos...), sino el cuerpo en sentido personal, es decir, considerando el cuerpo como una realidad ineludible de la identidad personal (unida inseparablemente al alma), como el mismo "yo" con toda su historia, como la expresión de la mismidad del hombre en sus dimensiones auténticamente humanas. En palabras de F.J. Nocke, este "yo" del hombre que resucita es el hombre con su "historia terrena" en el sentido de que "la propia historia vital y todas las relaciones trabadas en esta historia pasan conjuntamente a la consumación y pertenecen al hombre resucitado para siempre" (Eschatologie, Dusseldorf 1982,123). Este es el cuerpo que resucita: aquél con el que el hombre se expresa (corporeidad), se autocomunica y se automanifiesta (aunque en la vida temporal lo haga con limitaciones y equívocos), pero sin estar sometido a las ambigüedades propias de la existencia histórica, lo cual conllevará, en consecuencia, una integración plena de la corporeidad en la identidad personal. Aceptar que con la muerte no se acaba la vida, sino que ésta continuará "corporalmente" de otro modo en-Dios tras la resurrección, es una creencia que el cristiano tiene por su fe en que Cristo ha resucitado y a su imagen resucitaremos ("Dios que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros" (1 Cor 6,14), como miembros del cuerpo de Cristo resucitado (cuyo cuerpo glorioso es espacio soteriológico para todos los hombres). El creyente no sabe explicar ni cuándo ni cómo acontecerá todo esto, pero sí que tras el tránsito de la muerte el hombre está llamado a alcanzar un "cuerpo de gloria" (Flp 3, 21) o un "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44) en la "consumación plena" de su vida. En el concepto de "consumación" se encierran, según la acertada propuesta de M. Kehl, un triple aspecto: "conservación", "abolición" y "ensalzamiento", que puede ayudar a vislumbrar el contenido de la fe en la resurrección cristiana: "Si se aplican estos tres momentos a esa consumación que esperamos alcanzarán el hombre y la historia en la resurrección de los muertos, su significado es el siguiente: 1) El amor de Dios conservará todo lo que la vida individual y la historia humana alberguen de relevante para la comunión definitivamente reconciliada con Dios y con todos los demás hombres en el Reino de Dios [...]. 2) El amor de Dios abolirá todo lo que no pueda integrarse en esta reconciliación definitiva [... para] que podamos entrar a formar parte de una comunión nueva y reconciliada con Dios y con los otros. 3) El amor de Dios aceptará en su consumación todos los "frutos" de nuestra vida que sean dignos de ser conservados, haciendo que entren en "sazón" ("alzándolos"). La consumación de nuestra vida, en efecto, será infinitamente más que la mera puesta por escrito de lo que de amor hemos hecho y vivido aquí" (M. Kehl, Y después del fin, ¿qué?, DDB, Bilbao 2003, 152).

7. La muerte es enigma y misterio "La muerte se nos aparece como dotada de una estructura dialéctica: vela al ser (amenazándonos con el no-ser) y lo revela (abriéndonos las puertas de la trascendencia); es amiga y enemiga, cercana y lejana; rompe la comunicación con el tú y la profundiza" (J. L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971, 115). La muerte envuelve un componente de no-saber, de desconocimiento, de incomprensión e ignorancia. Por ello, la muerte es una realidad que impone y exige respeto en su indescifrabilidad. La muerte es un misterio que inquieta e interroga. La muerte es un misterio que, en ocasiones, paraliza y atenaza, aterra y entristece, genera miedos y angustias. La muerte es un misterio que, a veces, se elude, se tabuiza, se oculta o enmascara. La muerte es un misterio que, en no pocas situación, se difiere (evasión). La muerte es un misterio que, siempre, da que pensar y abre a la búsqueda de sentido. La muerte es un misterio que, en su radicalidad, nos devuelve a la vida, y desvela su sentido profundo, pues la pone frente a las puertas de lo trasmundano y lo trascendente. La muerte es un misterio que, además, concita la esperanza. En este sentido, son significativas las palabras del número 18 de la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, donde se recoge la fe cristiana ante la muerte: "El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptarla perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano". Y en este marco resuena la voz de la fe cristiana y predicada por la Iglesia ante el misterio del hombre, una voz que no se impone como respuesta a nadie, pero sí se propone como válida para todos: "Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera" (GS 18).

"La fe que más amo, dice Dios, es la esperanza. La caridad no me sorprende. Lo que me admira es la esperanza. Esa pequeña esperanza que parece de nada. Esa niñita esperanza. Inmortal... La Fe es una esposa fiel. La Caridad es una Madre. Una madre ardiente, toda corazón. La Esperanza es una niñita de nada. Que vino al mundo el día de Navidad. Esa niñita de nada, sola, llevando a las otras, atravesará los mundos" (Ch. Peguy).

No somos los descubridores de nada. Alguien ya dijo que "los logros de la cultura occidental no son otra cosa que unas notas marginales a los Diálogos de Platón". En todo problema filosófico se impone una visión histórica. En nuestro caso, se trataría de una encuesta sobre lo que han pensado otros sobre la esperanza. Obviamente, cuanto más amplia sea la panorámica de la muestra y la autoridad, probada y reconocida, de los encuestados más rico será el resultado final.

1. El mundo griego y judío En el mundo griego, elpis (esperanza) es puramente terrenal y ambivalente, era más espera que esperanza, esperanza falaz. La concepción cíclica del devenir universal, donde todo se repite, se opone a la concepción lineal escatológica y esperanzada del mundo judío. Para estos últimos la esperanza es histórica en sentido personal. La verdad (emunah) es promesa fiel en que se puede confiar, que no deja defraudados.

2. San Pablo Su concepción de la esperanza se articula con la esperanza de Israel: espera la consumación del siglo futuro desde la plenitud de los tiempos mesiánicos. Espera el cumplimiento escatológico de la plenitud, pero espera, también, subordinadamente, bienes terrestres, dejando abierto el problema de la articulación de estos dos órdenes de esperanza. En San Pablo espera toda la realidad: el hombre (resurrección) y el cosmos (en impaciente y gemebunda espera de libertad gloriosa). El cristiano espera porque Dios es la suma verdad (fidelidad) y el sumo bien. La esperanza es don gratuito de Dios. A la vez, hay una ascética -también don de D i o s - de la esperanza, la cual es ejercitada por el hombre mediante la inconformidad con los bienes de este siglo (saeculum, siglo, mundo), por la paciencia en la tribulación y con el consuelo de las Escrituras.

3. San Agustín En el libro X de Las Confesiones san Agustín relaciona la esperanza con la memoria y con el tiempo. Es muy interesante su análisis psicológico y ontológico de la memoria como

proyección de las esperanzas del futuro. Hay una memoria metafísica, originaria, independiente de todo recuerdo, cuyo objeto es la "vida bienaventurada". Esta memoria fundamenta el común deseo de la bienaventuranza y posibilita la esperanza de la misma (fecistis nos... et inquíetum est cor). La conexión de memoria y esperanza supone, a la vez, la temporalidad y la trascendencia del existir humano. La vita beata es la relación personal del hombre con Dios. Su logro es para el miembro de la civitas Dei (ciudad de Dios) una empresa colectiva. Dada su visión antropológica, es negativa la articulación de las esperanzas terrenas, subordinadas, con la gran esperanza escatológica cristiana. Las esperanzas terrenas son incompatibles con la esperanza teologal. La civitas terrena es civitas diaboli (la ciudad terrena es la I ciudad del diablo)

4. Santo Tomás Garantizando la sobrenaturalidad de la esperanza teologal, Santo Tomás busca cierta articulación entre la esperanza natural y la sobrenatural. Según él hay una esperanza-pasión, que es reacción apetitiva de violento dinamismo (irascible) ante el bien arduo futuro. Esta esperanza supone la posibilidad que puede fundarse en la pura virtud de la esperanza o en una ayuda ajena, en cuyo caso la esperanza tiene el carácter de expectación. La esperanza implica siempre una inseguridad (un momento de angustia) que se conjuga con la confianza y está ligada con el amor (como efecto en el siempre esperar y como causa en el expectare: concretamente en una compleja relación circular, pues sperare y expectare no se dan nunca, del todo, separados). La virtud de la esperanza-pasión es la magnanimidad, que evita la desesperación, la presunción y la pusilanimidad. Pero la magnanimidad, incluso la sobrenatural, se distingue de la esperanza teologal que es (en la voluntad del homo viator) activa expectación confiada de Dios, sumo bien del hombre, y de lo que a Dios conduce, en razón de la suma bondad y del auxilio de Dios mismo. La esperanza teologal tiene una analogía con la esperanza-pasión, con la que se articula (sin mengua de su absoluta sobrenaturalidad) mediante la magnanimidad.

5. La

modernidad

La superación del medioevo cristiano se caracteriza, por influjo del nominalismo y voluntarismo, por el reavivarse de esperanzas temporales y por la acentuación de cierto carácter impensable atribuido al objeto de la esperanza escatológica cristiana bajo el influjo del voluntarismo nominalista. Este impacto de la modernidad en el espíritu cristiano occidental produce una multiplicidad de reacciones que se desarrollan en el proceso histórico de la Edad Moderna. En este contexto se podría hablar de cuatro grupos: tradicionales, reformados, secularizados y desengañados.

5.1.

Los tradicionales

Frente al agnosticismo, los denominados tradicionales reafirman la inteligibilidad del objeto escatológico de la esperanza. Tratan de concebir e incluso imaginar la vida bienaventurada como convivencia (Fray Luis de Granda), evidencia (Fray Luis de León), posidencia -salvación y plenitud de lo poseído en la tierra- (Quevedo). A la vez aceptan la moderna exaltación de la esperanza terrena siempre subordinada a la esperanza teologal.

5.2.

Los reformados

Consecuencia de su concepción antropológica, éstos acentúan el agnosticismo con respecto al más allá y la disociación de los órdenes mundano y trascendente. Así, en Lutero, la esperanza es una fiducia que envuelve a una desesperación no superada y tiene hondas raíces antropológico-religiosas y doctrinales en el alma del reformador. En Calvino, se da una acentuación de la esperanza terrena en razón de la doctrina de las señales de predestinación que valoriza, a los ojos del calvinista, el éxito de los afanes mundanos. Últimamente, K. Barth entenderá la esperanza como incondicionada confianza en las promesas que se reconocen absurdas (fe sin esperanza de esperanza).

I

5.3.

Los secularizados

Se trata de una mundanización de lo sagrado en que la "ley histórica" representa el papel de la Providencia; la "bondad de la Humanidad", el de la redención; y el cosmopolitismo de la société des philosophes, el del Cuerpo Místico. La esperanza cristiana secularizada desemboca en el progresismo, que viene a constituir una "creencia, fundada en una esperanza fisiocentrista, mundana, necesaria, total y comunitaria. En Condorcet la secularización es completa, con la absoluta negación del dualismo cristiano de la historia. Este progresismo, en Kant, se manifiesta como certidumbre de un escatologismo social mundano (La Paz perpetua) que advendrá necesariamente. Sin embargo, Kant se preocupa, cada vez más, de la esperanza religiosa. La moral ha de ir unida a la felicidad, pero ello es objeto de una esperanza escatológica, cuya condición de posibilidad es la existencia de Dios. La existencia de Dios y de la vida futura son objeto de un "creer moral" (postulados). Fe y esperanza se confunden. A esta esperanza cierta en la vida futura y en la unión de la moral y la felicidad se une la esperanza incierta de la propia perseverancia en el bien. En La religión dentro de los límites de la mera razón, llega a afirmar Kant que ni la realización de la perfección moral ni la constitución de la comunidad ética de los hombres son posibles sin una asistencia divina, que sólo puede esperarse si el hombre hace cuanto está en sus fuerzas para ser mejor. En Das Ende aller Dinge (El fin de todas las cosas) es muy notable la poderosa orientación escatológica. Para la satisfacción de la esperanza del género humano tiene que haber un fin de todas las cosas. En definitiva, el progresismo vuelve a hacerse en Kant escatología religiosa y real, pero se mantienen, como dos líneas paralelas, las esperanzas secular y religiosa en un dualismo no resuelto: el homo phaenomenon y el homo noumenon. Los sucesores de Kant buscan la superación del dualismo elpídico kantiano en una esperanza total, más o menos panteísta-evolucionista. Marx, por su parte, representa una versión hegeliana materialista del mesianismo judío. En él está la idea de la plenitudo temporum (plenitud de los tiempos): la situación del capitalismo y del proletariado a mediados del siglo XIX; la idea de la redención de la humanidad del pecado: la supresión de la explotación capitalista del hombre y de la consiguiente "alienación"; la idea del proletariado como Mesías redentor y del estado "final" de social bienaventuranza. Es el grado máximo de la secularización, pero conservando un poderoso aliento escatológico (subitaneidad, irrupción revolucionaria, protagonización concreta y realista) que es a la vez radical y exclusivamente mundano. Después de Marx, el que no quiera ser marxista, sólo podrá optar entre el Cristianismo y la desilusión.

El estudio de la esperanza en el marxismo no puede obviar la figura de Ernst Bloch (1885-1977). En la base de su pensamiento están los postulados del materialismo dialéctico de Marx. E. Bloch se aleja de la interpretación marxista de la historia al centrarla sobre una nueva concepción del hombre. El alma de la antropología blochiana es la esperanza: a esta dimensión le asigna un primado absoluto respecto a todas las demás: vida, voluntad, amor, pensamiento. Hasta el punto de que su filosofía llega a ser, esencialmente, una filosofía de la esperanza. Como fundamento de tal filosofía, Bloch pone la tesis marxista según la cual el hombre se encuentra en un estado de alienación, no económica sino ontológica. El hombre está alienado porque, como el universo del que forma parte, está esencialmente inacabado y empujado al acabamiento. La raíz suprema de todo es "elposible". Por "posible" él entiende lo "aún no", lo incompleto lo susceptible de cumplimiento. A partir de esta raíz se desarrolla toda la realidad. El "aún no" del ser objetivo y subjetivo, o sea, el posible, es la matriz última de la esperanza y la utopía: la primera expresa la certeza de alcanzar el fin, la segunda traduce tal fin en figuras concretas. En su obra Das Princip-Hoffnung (Elprincipio de esperanza) Bloch escruta los elementos de esperanza y de búsqueda de "Utopía" en todas las esperas y aspectos de la vida. Lo saca a la luz a través de un agudo examen fenomenológico de la subjetivad humana, tal como ella se manifiesta en los "sueños diurnos", en la "conciencia anticipadora", en las imágenes de la esperanza que se encuentran reflejadas en la literatura, en las fábulas, en el teatro, en el cine. En el camino del hombre hacia la Utopía un papel importante espera, según Bloch, a la religión. Ésta no es sólo expresión de alienación, sino también protesta contra la naturaleza fragmentaria e incompleta de la existencia. Es la esfera en la cual el ser humano, aun incompleto, proyecta su perenne bramar por una existencia reconciliada. Lo que es verdaderamente esencial a la religión es la proyección del hombre hacia el futuro. Ella se funda sobre el carácter de realidad en devenir, propiamente del hombre y del mundo. De este modo, Bloch opera una revalorización de la religión en general, pero se trata de una religión sin Dios. Bloch es decidida y radicalmente ateo. Elabora una hermenéutica de la religión en la cual ella viene negada y trascendida, poniendo de manifiesto, de ella, la intencionalidad profundamente humanística: es una refiguración errada y malintencionada del mysterium absconditum del hombre, de su dimensión utópica, de su deseo global. La religión no viene anulada sino reinterpretada en sentido humanístico: para hacer más grande, más perfecto al hombre. La superación bochiana de la religión es exactamente lo opuesto a la superación barthiana: Barth rechaza y supera le religión en vistas de un Dios siempre mayor, de un totalmente Otro siempre más otro; mientras que Bloch trasciende la religión en vista de un hombre siempre más grande, siempre más Hombre. En la hermenéutica de E. Bloch, la religión o meta-religión, como él prefiere llamarla, 7/ega a ser conciencia de la última función utópica en totalidad: ella es lo humano superándose a sí mismo; es el trascender en unión con la tendencia dialécticamente trascendente de la historia hecha por el hombre, es el trascender sin trascendencia alguna celeste como anticipación hipostasiada del ser para sí. Las mudables hipóstasis celestes entendían esencialmente este futuro aún desconocido en los hombres. [...] Por ello, todas las denominaciones y los nombres de Dios han sido gigantescas figuraciones y tentativos de interpretación del misterio humano en tensión hacia la figura escondida

del hombre, a través de las ideologías religiosas y no obstante estas ideologías. [...] La crítica remite los contenidos religiosos al deseo humano, ciertamente al deseo más grande, más fundamental, y aquello que a la larga no llega a ser nunca inesencial, ya que es solamente la intención hacia la esencia. Esta esencia puede venir frustrada y el infierno es la expresión mitológica de esta desilusión, pero su no-frustración era pensada como divinización. Dios aparece así, como el ideal hipostasiado de la esencia humana aún no llegado a su realidad; él aparece como entelequia utópica del alma, así como el paraíso era imaginado como entelequia utópica del mundo divino" (Religione in ereditá, en Antología di scritti di filosofía della religione, Queriniana, Brescia 1979, 310-311). En pocas palabras, la religión forma parte del espacio utópico que constituye la esencia misma del hombre. "Los hombres no hicieron otra cosa que expresar en las hipóstasis de los dioses siempre el futuro deseado, un futuro naturalmente que en estas hipóstasis ilusorias puede venir captado sólo ilusoriamente" (Ib., 236). Llegados a este punto, si quisiéramos recapitular los resultados de los secularizados podríamos decir que, desde ellos, la esperanza humana, por más que se empeñen, no puede ser desgajada de una dimensión de trascendencia. Se puede profanar ese trasfondo, enmascararlo, más no, pura y simplemente, reprimirlo. Esta profanación acaba por desembocar en la crisis del progresismo, una crisis preanunciada ya en pleno siglo XIX por la desesperanza de los desengañados (Leopardi, Baudelaire, y posteriormente Camus, doran). La crisis del progresismo es la "crisis" de nuestro tiempo. Vendrá a confirmar la enseñanza de que el hombre debe esperar con una esperanza genuina, que es, en su íntima entraña, religiosa. Es verdad que la esperanza secularizada del marxismo ha mantenido, durante muchos años, vigorosamente, su vigencia en muchísimos hombres de hoy. Ello se debe, en parte, al poderoso aliento mesiánico de profanación de lo religioso cristiano. Por eso, en su desesperanza, las masas preteridas se entregan a un escatologismo profano, ciertamente falaz, pero que se les presenta revestido de una mística de solidaridad, de realismo y de radical eficacia. Esta mística, en su versión auténtica, es una exigencia indeclinable del espíritu cristiano, que los cristianos, traicionando nuestra íntima esencia, no acaban de realizar opere et veritate (con obras y verdad).

5.4.

Los desengañados

El fenómeno de los desengañados, que aparece en el siglo XIX, es el fenómeno de una desesperación tematizada. Procede, directamente, de la experiencia de la secularización. En el fondo del Romanticismo estaba el empeño de hacer al hombre Dios (Prometeo). El reverso de esa loca esperanza es la desesperación de un "Zeus encadenado", Prometeo se metamorfosea en Sísifo, cuya expresión paradigmática la encontramos en Camus; finalmente, Sísifo derivará en Narciso: postmodernidad. Al chocar con su propia finitud, Leopardi afirmará la inadmisibilidad de una esperanza vital, pero la plena racionalidad de una desesperanza tranquila, que sabe la absoluta inanidad de aquélla. Con todo, aparece siempre en él un resquicio de esperanza. En Baudelaire, aun en su multiforme desesperación, hay un auténtico anhelo de infinito, aunque sea en la vacilante ambigüedad de Dios-Satán. El inexorable fracaso de la ambición de Baudelaire, a partir de su "moderna" actitud de endiosamiento, subjetivismo, visión nominalista -irracionalista- de la Divinidad, hace brotar un hastío transido de nostalgia, del que no está ausente la esperanza. Se puede decir que Baudelaire culmina la

experiencia moral del siglo XIX con la imposible pretensión de una existencia satánico-divina, cuya desgarradora contradicción podría iluminar la vía de un retorno al cristianismo. El siglo XX es un siglo de crisis. Se ha llegado a la plena conciencia de la inconsistencia de la creencia progresista. En esta situación de crisis, se plantea el problema de la esperanza. Para Heidegger el hombre es un ente interrogante, porque es finito y temporal con una existencia inestable, abierta a la radical posibilidad de ser "todo" y "nada", siendo la posibilidad de la imposibilidad - l a muerte- la única posibilidad cierta, cuya consideración nos permite descubrir la totalidad de la existencia. La existencia humana es constitutivamente temporal: pasado, presente y futuro se implican mutuamente; el futuro es proyecto, en un presente que asume al pasado como propio. Para Heidegger la esperanza es una espera inauténtica. La única auténtica es la espera de la angustia, que ha aceptado resueltamente la posibilidad de la nada. Marcel es, a partir de una misma situación de crisis, el contrapunto de Heidegger. La esperanza es de algo trascendente. Implica una relación personal de entrega y confianza; una conciencia de cautividad y comunidad (espero en ti por nosotros); una relación original entre la conciencia y el tiempo (potencia profética); una incondicionalidad. Nos revela la deficiencia y perfectibilidad del ser que espera y el carácter de relación con un Tú personal absoluto, latente en la relación del yo esperanzado con la realidad creativa y abierta al milagro. La esperanza supone una abertura del "tener" al "ser" por la virtud transformadora y creadora del amor. Mejor que la angustia, la esperanza nos abre a la totalidad de la existencia. Para Sartre, en cambio, la existencia humana es una realidad puramente interrogativa y, en cuanto tal, segregadora de nada (respuesta negativa o delimitadora) y, a título de tal, libertad radical (existencia previa a la esencia). El deseo es la pretensión de una conciencia imposible de plenitud (saciedad) y conciencia de carencia (Ínsita en la conciencia de satisfacción). De ahí la "náusea". El futuro es pura posibilidad problemática y la existencia humana proyecto necesario e irrealizable (inútil). La esperanza del hombre es ser Dios, pero Dios es una idea imposible. El hombre no debe esperar ni desesperar, sino simplemente inesperar. No obstante, el Sartre dramaturgo de Le Diable et le Bon Dieu termina en un antiteísmo («sobre la tierra y contra Dios») que quizá revela, en el frío no esperar sartriano, el encubrimiento de un fondo más profundo. Los tres autores existencialistas vienen a confirmar los resultados positivos de la encuesta histórica que estamos finalizando: El hombre debe esperar con una esperanza genuina, que es, en su íntima entraña, religiosa y que no queda defraudada. Vienen a confirmarlo, por un argumento a contrario, por una reductio ab absurdum no de tipo lógico formal, sino de tipo metafísico vital (experiencia metafísica) o, si se quiere, mediante una especie de deducción trascendental. Las posiciones de Heidegger y de Sartre descubren que: la posibilidad de la esperanza es condición de posibilidad de la realidad humana del hombre. Al final de este recorrido histórico concluimos con una referencia a una de las voces más autorizadas de nuestro siglo: Benedicto XVI. Nos limitamos a exponer un texto de uno de sus escritos: el número 22 (en esperanza fuimos salvados) de su encíclica Spe salvi: "Así, pues, nos encontramos de nuevo ante la pregunta: ¿Qué podemos esperar? Es necesaria una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste

realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. Sobre esto sólo se puede intentar hacer aquí alguna observación. Ante todo hay que preguntarse: ¿ Qué significa realmente «progreso»; qué es lo que promete y qué es lo que no promete? Ya en el siglo XIX había una crítica a la fe en el progreso. En el siglo XX, Theodor W. Adorno expresó de manera drástica la incertidumbre de la fe en el progreso: el progreso, visto de cerca, sería el progreso que va de la honda a la superbomba. Ahora bien, éste es de hecho un aspecto del progreso que no se debe disimular. Dicho de otro modo: la ambigüedad del progreso resulta evidente. Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal. Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cf. Ef 3,16; 2 Co 4,16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo".

Jesús Yusta Sainz

1. Presupuestos antropológicos De la espera animal a la esperanza humana. Todo animal tiene un impulso vital apetitivo orientado a la realización del futuro propio, individual y de la especie. En el estado de vigilia (uno de los polos de un ritmo binario del "tono vital") se da una cierta tensión expectante hacia el futuro, que alcanza su forma más intensa en la alerta y la alarma y es una forma de la espera animal. A falta de libertad y de generalización abstractiva, la espera animal no es nunca una esperanza. Pero, la radical temporalidad, la condición mortal, sin más, de individuos y especies animales, no convierte a la esperanza animal en una "pasión inútil", sino que se puede encontrar, en la totalidad de la espera biológica, un sentido de "anhelante expectación" de "libertad gloriosa" a que misteriosa y profundamente se refiere san Pablo (Rom 8, 19-22) en la perspectiva escatológica de la Redención del Hombre por Cristo. Estas afirmaciones no pueden ser interpretadas como una pura metáfora, sin contenido alguno real (propio, aunque sea análogo) por lo que respecta a los seres inferiores al hombre. En el hombre se dan los condicionamientos neuro-endocrinos, reflejos, instintivos e impulsivos, propios de la esfera animal. Pero hay una ruptura con la espera animal. La espera humana es suprainstintiva, suprasituacional e indefinida. Una serie de actividades biológicas de regulación neuro-endocrina sostiene el apetito vital de futurición o impulso de vivir hacia adelante, la tensión biológica primaria entre la expectación y la memoria, las reacciones de alerta, alarma y autodefensa y la inhibición de la angustia. Pero, el hombre, a diferencia del animal, no está ajustado al medio en su espera instintiva. La inteligencia, al comprender la situación, se sale fuera de ella y pierde así la seguridad biológica, asegurada en el animal por la interacción circular del animal con su medio en la relación sensitiva, relación que, en razón de su carácter "circular" (estímulo, respuesta), va desarrollándose en una gran espiral hacia el futuro. El hombre se ve obligado a ordenar las posibilidades ofertadas por la situación, eligiendo y desechando, en torno a una posibilidad ofrecida por la situación o inventada por él. Esta posibilidad, voluntariamente destacada, es proyectada hacia el futuro. A la unidad estructural alma-cuerpo le corresponde, escénicamente, como constitutivo de su vida, la espera proyectiva. La espera proyectiva como exigencia del cuerpo humano y requerida por el espíritu encarnado, es la forma propia y primaria de la espera humana.

2. La creencia 2.1.

Hacia una definición

La problematicidad de la realidad (a la vez inteligible y resistente a la penetración intelectual del hombre) y su carácter misterioso (asombroso e inagotable) hacen que el proyecto humano, que es siempre aspiración a ser, tenga la estructura de pregunta. Ello deriva del carácter imprevisible e inseguro de nuestra relación con la realidad. En la pregunta sondea el hombre a la realidad buscando las posibilidades de "ser más", de realizar su vocación. Esto implica siempre el riesgo de quedarse sin respuesta. La pregunta proyectiva, aquella cuya respuesta afecta a la existencia del demandante, incluye en sí un cierto convencimiento de que la respuesta es posible o incluso, más o menos, probable, y de que yo perduraré en estado de poderme apropiar la respuesta. Estas seguridades, presupuestas a la pregunta, se fundan siempre en creencias subyacentes.

La creencia responde a una función compleja, conexa con la intelección, la voluntad y el sentimiento. Se mueve en el plano de una estructura básica y prejudicativa del hombre. Pero no es algo constitutivamente irracional, ya que implica una credibilidad de lo real, así como una actitud fundamental y originaria de apertura a la creencia (credentidad más que credulidad) del hombre en cuanto hombre. Además, las creencias pueden sufrir un proceso de depuración, ser sometidas a una crítica racional y confrontadas con los resultados del conocimiento reflejo, intelectual y científico. La incuestionable existencia de verdades universales es suficiente para liberar al hombre de la caída en el relativismo radical. Podemos decir que, en la función humana de lo real, interviene siempre un ingrediente de creencia, por la que nos atenemos existencialmente, en realidad, a algo, lo vivimos como verdaderamente real, a diferencia de lo meramente posible, imaginado, hipotético o abstracto. Es verdad que llegamos, a veces, al conocimiento de la realidad por vías reflejamente científicas y depuradamente intelectuales. Ahora bien, el paso del estado inquisitivo, problemático y dialéctico, en que se mueve la pesquisa científico-filosófica, al estadio decisorio de la afirmación existencialmente categórica que corresponde al estar en la realidad no se haría, ni aun en el caso de las certidumbres racionales, sin una interferencia del estado de la creencia. En un orden moral al menos es indudable que nadie ofrenda su vida por puras ideas. Sólo se puede dar la vida por creencias de las que el analogado principal es la auténtica fe religiosa, que es a la vez intelectual y libre (voluntaria-afectíva), racional e inevidente (oscura), sobrenatural e inmanente (vital), y a la que su carácter sobrenatural y su fundamentación en una revelación divino-positiva hace radicalmente discontinua respecto a las creencias humanas analizadas desde un punto de vista antropológico. Es san Agustín, quien, en su libro De utilitate credendi, echa en cara a los maniqueos su pretensión de llegar a certezas filosóficas vitalmente resolutivas a ultranza de toda inferencia estructural con la creencia. Esta doctrina es conciliable con el pensamiento de santo Tomás quien no solamente reconoce un papel importante al conocimiento por connaturalidad afectiva, sino que también afirma que todo conocimiento humano de orden racional y discursivo se funda y se resuelve siempre en modos más radicales de un conocimiento participado de los principios (intellectus principiorum), que la inteligencia ha de escoger sin poder llegar a abarcarlos adecuadamente y a hacerse dueña de ellos.

2.2.

Tipos de creencias

Las creencias, según el objeto, pueden referirse a la realidad e irrealidad o a la posibilidad e imposibilidad. Se diferencian también por su origen: las hay profundas y radicales, constitutivamente humanas y propias del hombre en cuanto hombre (a ellas podría equipararse sin demasiado esfuerzo el intellectus principiorum que Santo Tomás de Aquino describe en el artículo primero de la c. XV del De Veritate; las hay históricas; las hay que descansan en la autoridad de quien las propone. No todas las creencias tienen el mismo grado de firmeza. El número de creencias absolutamente firmes e inconmovibles es siempre escaso. La mayor parte de las creencias llevan en sí una dosis (mayor o menor) de duda. Así, la pregunta es, esencialmente, una apertura al ser, con la ambigüedad de una posible apertura al no-ser, a la nada. El objeto o blanco de la pregunta, que está a la base de la espera proyectiva, es el alumbramiento de nuevas posibilidades de ser, la actividad quasi-creadora del hombre, que da a su espera proyectiva una abertura de infinitud. El margen de incertidumbre,

La creencia responde a una función compleja, conexa con la intelección, la voluntad y el sentimiento. Se mueve en el plano de una estructura básica y prejudicativa del hombre. Pero no es algo constitutivamente irracional, ya que implica una credibilidad de lo real, así como una actitud fundamental y originaria de apertura a la creencia (credentidad más que credulidad) del hombre en cuanto hombre. Además, las creencias pueden sufrir un proceso de depuración, ser sometidas a una crítica racional y confrontadas con los resultados del conocimiento reflejo, intelectual y científico. La incuestionable existencia de verdades universales es suficiente para liberar al hombre de la caída en el relativismo radical. Podemos decir que, en la función humana de lo real, interviene siempre un ingrediente de creencia, por la que nos atenemos existencialmente, en realidad, a algo, lo vivimos como verdaderamente real, a diferencia de lo meramente posible, imaginado, hipotético o abstracto. Es verdad que llegamos, a veces, al conocimiento de la realidad por vías reflejamente científicas y depuradamente intelectuales. Ahora bien, el paso del estado inquisitivo, problemático y dialéctico, en que se mueve la pesquisa científico-filosófica, al estadio decisorio de la afirmación existencialmente categórica que corresponde al estar en la realidad no se haría, ni aun en el caso de las certidumbres racionales, sin una interferencia del estado de la creencia. En un orden moral al menos es indudable que nadie ofrenda su vida por puras ideas. Sólo se puede dar la vida por creencias de las que el analogado principal es la auténtica fe religiosa, que es a la vez intelectual y libre (voluntaria-afectiva), racional e inevidente (oscura), sobrenatural e inmanente (vital), y a la que su carácter sobrenatural y su fundamentación en una revelación divino-positiva hace radicalmente discontinua respecto a las creencias humanas analizadas desde un punto de vista antropológico. Es san Agustín, quien, en su libro De utilitate credendi, echa en cara a los maniqueos su pretensión de llegar a certezas filosóficas vitalmente resolutivas a ultranza de toda inferencia estructural con la creencia. Esta doctrina es conciliable con el pensamiento de santo Tomás quien no solamente reconoce un papel importante al conocimiento por connaturalidad afectiva, sino que también afirma que todo conocimiento humano de orden racional y discursivo se funda y se resuelve siempre en modos más radicales de un conocimiento participado de los principios (intellectus principiorum), que la inteligencia ha de escoger sin poder llegar a abarcarlos adecuadamente y a hacerse dueña de ellos.

2.2.

Tipos de creencias

Las creencias, según el objeto, pueden referirse a la realidad e irrealidad o a la posibilidad e imposibilidad. Se diferencian también por su origen: las hay profundas y radicales, constitutivamente humanas y propias del hombre en cuanto hombre (a ellas podría equipararse sin demasiado esfuerzo el intellectus principiorum que Santo Tomás de Aquino describe en el artículo primero de la c. XV del De Veritate; las hay históricas; las hay que descansan en la autoridad de quien las propone. No todas las creencias tienen el mismo grado de firmeza. El número de creencias absolutamente firmes e inconmovibles es siempre escaso. La mayor parte de las creencias llevan en sí una dosis (mayor o menor) de duda. Así, la pregunta es, esencialmente, una apertura al ser, con la ambigüedad de una posible apertura al no-ser, a la nada. El objeto o blanco de la pregunta, que está a la base de la espera proyectiva, es el alumbramiento de nuevas posibilidades de ser, la actividad quasi-creadora del hombre, que da a su espera proyectiva una abertura de infinitud. El margen de incertidumbre,

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que afecta constitutivamente a la pregunta, es la posibilidad del fallo, de la nada. "Seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco" (Aristóteles). El riesgo de que nuestra pregunta quede en nada es la eventualidad de que el arco no posea resistencia suficiente y se rompa. Es el momento de difianza que casi todas nuestras creencias llevan en su entraña y que, como no destruye la creencia, no excluye la fiducia. La pregunta puede ir dirigida a un tú personal o a lo otro anónimo. Es el caso de la pregunta solitaria del investigador, del creador artístico o filósofo. Pero, aún en este caso, está implícita una relación yo-tú. El hombre que en soledad pregunta a lo otro revela una estructura comunitaria, porque la pregunta se hace en el ámbito coexistencial de la palabra. El hombre que interroga a lo otro, a lo que hay, interroga siempre, virtualmente, a lo que hace que haya. La pregunta, en que la espera proyectiva humana consiste, se revela en su último horizonte como dirigida a aquél Tú absoluto que fundamenta la realidad y la hace obsecuente, es decir, capaz de responder y de gratificar. En ese Tú tiene su postrer apoyo la confianza que hemos descubierto en el seno mismo de la pregunta.

3. La espera humana La espera humana es una actitud o hábito entitativo y una operación de la naturaleza primera (originariamente dada) del hombre. Se podría decir que la espera, como hábito, es el hilo con el que el apetito (entitativo, innato) de pervivir se da en el tiempo (en la condición carnal del hombre). Este hábito pertenece radical y primeramente al tono vital y tiene un carácter humano, personalmente biológico. Esta espera vital es inevitable. El mismo acto del suicidio sucede, de algún modo, en función de la espera vital, dirigida a un modo de ser que no sea esta vida. La espera-hábito se hace acto en la espera-pasión, que, en todo caso, se desarrolla en forma de proyecto, pregunta y operación.

3.1.

Modos de espera

Dentro de esta estructura originaria se dan modos diversos de espera: -

La expectación, pasiva, apoyada en la virtus aliena, aunque siempre proyectiva,

-

y la creación, más apoyada en la virtus propria, pero nunca creatio ex nihilo. Ambas se dirigen a la apropiación de algo recibido (recreación, entificación de la realidad, ontopoesis).

Según la profundidad con que el hombre se compromete en su espera, ésta puede ser: -

espera inane: oscila entre despreocupación-disgusto;

-

espera circunspectita: se propone un tener optimismo-desesperación;

-

espera auténtica o radical: pretende el cumplimiento de una vocación, la realización del propio fondo personal, como cauce de nuestras posibilidades creadoras, en conexión con las creencias fundamentales de nuestra vida; vocación que implica elementos genéricos, universales, por donde se excluye un situacionismo extremo; está abierta al Sumo Bien, como plenitud eminente de todas las vocaciones posibles, y es capaz de mantenerse fiel a sí misma frente al peligro de muerte: (vivere non necessere). Es siempre, al menos implícitamente, una pretensión de perennidad en un orden trascendente a la vida terrena y a la fama. La espera auténtica difiante será por ello

angustia (enfrentamiento con la nada radical), que puede resolverse subjetivamente mediante la desesperanza animosa, capaz de proseguir el esfuerzo creador, en que, no obstante, la difianza nunca llega a ser absoluta. La decantación de la espera auténtica hacia la angustia o la desesperanza parece estar condicionada por la constitución psico-somática, por el mundo histórico-social a que se pertenece y por el tipo de la vida personal y de sus experiencias. Por eso es decisivo el influjo de la personal voluntad y libertad, que están relacionadas en una compleja relación circular de causa y efecto con las creencias personales. La libertad como ejercicio implica la libertad como liberación, enfrentamiento del hombre como sujeto con las cosas, y está últimamente radicada en la libertad como constitución, que es la implantación del hombre en el ser, como persona, y se constituye en la religación (Zubiri). La religación es el modo de relación trascendental (constituyente) del sujeto personal contingente al absoluto; no simplemente equiparable a la relación trascendental del ens per participationem, en el sentido de "ente" (cosa) en cuanto contrapuesto a "sujeto personal". La declinación de la fianza hacia el polo de la difianza, en la espera auténtica angustiada, viene de que el hombre, perdido en la multiplicidad de la vida y de la personalidad, no acierta a descubrir la simplicidad de su personeidad, de su "ser persona", de su religación. En cuanto fianza de un ser personal, que se constituye en la religación, la fianza de la espera humana pide resolverse en la confianza, por más que esta exigencia pueda venir a ocultarse en la multiplicidad de la vida, llegando a malograse, aunque nunca a quedar totalmente acallada.

3.2.

La esperanza

La esperanza (esperanza natural), en sentido técnico, es hábito de la segunda naturaleza (no le es dado al hombre de un modo originario, aunque virtual y exigitivamente pueda decirse originario) por cuya virtud la espera del hombre es confiante. A la esperanza se contrapone la desesperanza o hábito de la espera difiante. NI la confianza de la esperanza ni la difianza de la desesperanza son absolutas. Pero, exigitiva y radicalmente, es más esencial la conexión del hábito entitativo de la espera con el hábito de la esperanza que con el de la desesperanza. Lo que ocurre es que la esperanza misma (en cuanto acto de esperar, acto del hábito de la esperanza) es una forma de la tensión "seguridad-inseguridad" acentuada sobre el momento de seguridad. Como elementos básicos de la estructura antropológica de la esperanza podemos señalar: la espera y la confianza. La conciencia o creencia de la posibilidad de lo esperado (en una posibilidad efectiva y lograda en el futuro) es el momento que eleva la espera a esperanza. Tiene una vertiente de expectación y pasividad y (si no quiere disolverse en presunción) una vertiente de actividad, osadía y magnanimidad (en el sentido de la doctrina de santo Tomás de Aquino). Tiene también un esencial componente de inseguridad. Tiene, y esto es esencial y radical, una dimensión de totalidad. La concreción de la esperanza en algo (parte) nos refiere ineludiblemente al todo, porque el hombre, inteligencia coligante (Zubiri) está en la realidad, abierto a la radicalidad y a las conexiones totales. La verdadera esperanza implica una confianza fundada en la verdad. Esa fundamentación está abierta a una totalidad. El más concreto acto de confianza implica, en el plano más inmediato, una triple confianza en el cosmos, en la vida biológica y en los hombres, sin la que no'sería posible. La genuina esperanza (la esperanza creadora) se halla ulteriormente abierta, de una manera esencial, a

un "último fondo" de la realidad, que es fontanal y religante (Zubiri), envolvente o abarcante (Jaspers). De este modo, confiar es siempre, en último término, fiar-con.

3.3.

¿Esperar en qué?

No hay esperanza de algo que no suponga esperanza del rodo. Pero ¿es verdadera la recíproca afirmación de que no puede haber esperanza real y efectiva del todo sin la concreción en la esperanza de algo? ¿Puede una esperanza natural tener por objeto directamente a Dios, sin pasar a través de algún término finito de esperanza concreta desde el cual se refiera a Dios? Sin duda, hay graves razones para responder negativamente. Si el objeto de la esperanza natural genuina es siempre, en su trasfondo, trascendente, lo es como término de referencia contenido en los bienes concretos que son objeto de mi humano proyectar: no como un más allá sobreañadido, sino como un fundamento ínsito en el objeto de mi esperanza: como una trascendencia aquendizada en una aquendidad trascendente. Podemos decir, entonces que, la esperanza genuina es el hábito psicológico en que de modo afirmativo se expresa temporalmente la religación del hombre. La plenitud de ser a que se dirige últimamente toda esperanza genuina (y que, desde un punto de vista subjetivo, tiene el nombre de "felicidad', en el sentido radical y metafísico de la "eudaimonia" de los griegos, distinto del concepto banal y empírico de "dicha"), tal plenitud de ser es siempre el Fin último, el Bien supremo (usando la terminología de Aristóteles en la Etica a Nicómaco). Por eso, el dinamismo del esperar humano es siempre inagotable (inquietud est cor). Pero el Bien Supremo, por definición infinito, no puede darse para el hombre finito sino como participación de un Sumo Bien trascendente, que envuelve y fundamenta todo posible ser. Es natural y forzoso en el hombre abrirse a lo tras-natural. El Sumo Bien (que es, por definición, el bien compartido por todos en eterno "convivio") es, como ha dicho Marcel, inimaginable, y el hombre se halla proyectado hacia una trascendencia que no puede él mismo proyectar. Pero, sin embargo, no podría el hombre esperar esa misma trascendencia (su plenaria realización en la existencia trascendente), si no pudiera concebirla de algún modo (concebir no es imaginar). Y ese concepto natural (analógico) del Bien Sumo, precisamente por ser analógico, hace referencia necesariamente a las imágenes con que me presento los algos particulares de mi esperanza. En todo caso, si se atiende al movimiento total de la esperanza del hombre, es incuestionable la doble afirmación, interrogantes, que proponíamos: no hay esperanza de algo sin la esperanza del todo (por lo menos en la esperanza genuina y creadora), ni hay esperanza del todo sin una concreción en algo. Aún en el orden sobrenatural, el movimiento total de la esperanza, opuesta a la presunción, es el de la esperanza de una salvación de Dios en Cristo mediante el gratuito don de la fe que obra libremente en virtud de la caridad. Esto desde el punto de vista del desarrollo temporal de los factores sobrenaturales en la historia personal y responsable de cada redimido adulto. Porque, desde el punto de vista de la iniciativa absolutamente trascendente y simplemente eterna de la acción creadora y restauradora de Dios, queda siempre intacta la absoluta gratuidad del beneplácito divino, como fuente única e indivisible de todo el proceso de la salvación y de cada uno de sus momentos en el total cumplimento de la esperanza cristiana. La doctrina tradicional ha visto en la voiuntad el sujeto de la esperanza (el sujeto ut quo, la facultad en que inmediatamente se sustenta la esperanza). Esto es verdad, puesto que la

esperanza es movimiento del ánimo hacia un bien futuro, pero puede no ser toda la verdad. A la esperanza pertenece constitutivamente un momento de confianza que implica un elemento de orden cognoscitivo (la creencia en la posibilidad concreta y efectivo logro del bien que se espera esperanzadamente). Quizá lo constitutivo de la esperanza, como espera confiada, sea, más que esta creencia en sí misma, una cualificación o coloración del movimiento del ánimo de ella resultante. Otro aspecto del problema de la esperanza: es rodo el hombre con todas sus estructuras quien espera, porque todo el hombre, en su existencia terrena y temporal, es movimiento hacia el futuro. Esto es incuestionable si lo referimos a la espera. Respecto de la esperanza, en cambio, en cuanto espera confiada parece que su acto y su hábito han de referirse a las facultades superiores del hombre. Sí, pero estas facultades no existen abstractivamente. El hombre es inteligencia sentiente y en esa inteligencia radica su apetito volitivo. Y, aunque la inteligencia del hombre sea capaz de trascender lo sensible, está marcada, como muy bien ha subrayado Zubiri, por su originaria radicalidad corpórea, en cuanto que el alma espiritual humana existe originariamente ad exigentiam de un proceso de desarrollo biológico, el de la constitución del animal humano. Por eso, en un sentido concreto y complexivo, se puede decir de la esperanza misma, que es "el hombre" el que espera con su apetito sensible y su voluntad, con su inteligencia y su memoria, e incluso con su cuerpo (que aspira a la inmortalidad) y con el juego de las estructuras funcionales neuroendrocrinas. Podría decirse, tal vez, que la esperanza, en cuanto acto de espera confiada está condicionada por la totalidad de las estructuras del hombre, pero pertenece formal e inmediatamente a las facultades superiores en las que, no obstante, es el hombre todo el que esperanzadamente espera. La tridimiensionaldiad del ser (ideal, real, moral) (A. Rosmini), en el ser humano, se cristaliza en un dinamismo originario de estructura triádica, constitutivamente pístico, elpídico y tilico. La estructura cognoscitivo-apetitiva se identifica, de modo más constitutivo y radical, con el ser que es el hombre (con la "estofa" de que el alma está hecha), si se considera al ser humano abstractamente. Pero, la espera entitativa u ontológica es, con respecto al apetito innato de ser que se identifica con el hombre mismo, un hábito entitativo de la primera naturaleza en la existencia temporal del hombre. El apetito innato de ser y la total estructura cognoscitivo-apetitiva, en cuanto existentes temporalmente, está, inexorablemente, marcado por el hábito entitativo de la espera. Y, como al hombre le es esencial (al menos exigitivamente) consumirse temporalmente en la existencia (la eternidad no es para el hombre un estado originario, sino un status termini), resulta que el hábito de la espera, en cuanto hábito entitativo de la estructura cognoscitivo-apetitiva en la existencia temporal, es realmente uno de los elementos originarios de la "estofa" (Marcel) del hombre. Ahora bien, dado que el hombre es un ser abierto a la trascendencia y destinado a una inmortalidad personal, en la existencia del hombre allende el tiempo, la "espera" habrá quedado absorbida con la temporalidad misma. Pero ni aun entones desaparecerá pura y simplemente del hombre la huella ontológica del hábito de la espera, porque el hombre beatificado será siempre y para toda la eternidad un ser itinerante que ha llegado, un ser a quien el término de su espera (objeto de su esperanza) se le ha cumplido. Hay un carácter esencialmente coexistencia y incluso cósmico de la esperanza, orientada siempre de algún modo hacia el Sumo Bien. Indico también brevemente al ascética de la esperanz-a, de la que son momentos sustanciales la prueba, el sacrificio, como forma suprema de la "apropiación" del fracaso

en orden a un "renacimiento" (dialéctica de "mortificación" y "vivificación"); la creación y el enfrentamiento con la muerte, forma suprema de prueba y sacrificio, contraste definitivo de nuestras creaciones y esperanzas.

Conclusión Hay una esperanza natural que sólo puede ser genuina siendo religiosa, es decir, que está constitutivamente abierta a lo tans-natural, a la religiosidad natural, y se abre por su propio dinamismo a la pregunta sobre el modo histórico y real de las posibilidades de acceso al Sumo Bien. La respuesta histórica a esta pregunta es la del Cristianismo. Lo que se ofrece al hombre no es una sublimación o coronación de la esperanza natural, sino la elevación puramente gratuita a una beatitud estrictamente "sobrenatural", ante la que cualquier anhelo o esfuerzo natural es absolutamente irrelevante, porque viene a colmar, más allá de toda previsible esperanza, los más íntimos deseos, nostalgia y presentimientos del hombre. Finalizamos la exposición citando, de nuevo, a Benedicto XVI: "En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. El'2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (cf. Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuirlo que sería propiamente «vida». Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la «vida eterna», la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Jesús que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en plenitud, en abundancia (cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa «vida»: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos»" (Spe salvi, 27).

Si conociéramos lo que existe tras la muerte, la esperanza no sería necesaria; bastaría el conocimiento. Pero puesto que desconocemos qué va a ser de nosotros personalmente (y como humanidad) tras la muerte, puesto que no sabemos adonde ¡remos tras la vida, puesto que ignoramos qué nos aguarda más allá del espacio y el tiempo en cuyas coordenadas trascurre exclusivamente nuestro vivir, puesto que no tenemos una respuesta uniforme y racionalmente incontrovertible,... es por lo que se alza la pregunta por el qué nos cabe esperar, si es que tal esperar es posible.

1. ¿Qué nos cabe esperar? No faltan las respuestas que niegan toda posibilidad de esperanza tras la muerte pues no existe nada en lo que esperar y por ello es mejor una "olvidadiza" despreocupación o un "resignado" fatalismo, cuando no una "controlada" desesperación, actitudes todas ellas que pueden ser paliadas por un intenso vitalismo y una "serena" familiaridad con la vida y su reverso, la muerte. Sirva el testimonio siguiente como un paradigma de estas actitudes: "La ingenua pregunta "¿adonde iremos tras la vida? No puede obtener más respuesta cuerda que la ofrecida por Séneca y tantos otros: ex quo natus es duceris, se te lleva allí de donde viniste. ¿Conociste presencias horrendas o benévolas antes de nacer, fuiste entonces castigado o premiado, echaste de menos algo o a alguien durante la previa eternidad en la que aún no eras? Pues eso es lo mismo que te espera -es decir, que no te espera- cuando dejes de ser. Cuanto nos queda es hacer caso del consejo que dio el joven Borges: "Morir es ley de razas y de individuos. Hay que morirse bien, sin demasiado ahínco de quejumbre, sin pretender que el mundo pierde su savia por eso y con alguna burla linda en los labios" (Inquisiciones)" (F. Savater, Diccionario filosófico, Planeta, Barcelona 1997, 236). Frente a esta negación de esperanza postmortal se alzan la voz de quienes sin poder apelar a un pleno saber se aferran al creer y el saber que proporciona la fe (teología). Y desde la convicción creyente de que la muerte no tiene la última palabra de la vida, se espera que tras la muerte se produzca una Apertura a la Trascendencia ("más allá" de la inmanencia espaciotemporal), que más allá del tiempo existe la Eternidad del Eterno, que más allá de la vida, hay más Vida en el Viviente, que más allá del hombre mortal, está Dios inmortal que nos comunica generosa y gratuitamente la participación en dicha inmortalidad (aunque sea al modo humano), que, aun en medio del dolor, es bueno celebrar la vida y la muerte con unos ritos funerarios dignos de la persona que muere como expresión de un tránsito, de un paso, de un trayecto a otro modo de ser. Estas son, entre otras, expresiones de un esperar tras la muerte.

2. Fundamento de la esperanza cristiana: Cristo, muerto y resucitado Ahora bien, ¿dónde se funda dicha esperanza ante la muerte? En primer lugar la esperanza ha lugar porque ninguna de las respuestas alternativas se impone de modo categórico a las demás, es decir, porque queda abierto el espacio a la esperanza al no haber una solución irrefutable al misterio de la muerte. En efecto, la esperanza "sería imposible si fuesen certezas apodícticas o la aniquilación o la sobrevida. La esperanza es posible justamente porque ninguna de las alternativas se impone categóricamente sobre su contraria" (J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología, BAC, Madrid 1996, 264-265).

En segundo lugar, podríamos afirmar con O. González de Cardedal que "la esperanza se funda primero en la íntima estructura de la vida personal, que es atisbo de inmortalidad, conato de vida más plena, voluntad de verdad inagotable, pasión de eternidad" (Sobre la muerte, Sigúeme, Salamanca 2002, 44). Ciertamente esta explicitación de deseos y anhelos interiores de futuro más allá de la vida - e s e "hambre de inmortalidad" según M. de Unamuno o ese deseo de Horacio de "no morir del todo" ("non omnis moríaf)- muestran lo profundo que anida la esperaza en lo humano; pero, no obstante, estos deseos psicológicos no son razón suficiente para garantizar la esperanza tras la muerte. Por ello otros autores, como Pedro Laín Entralgo, hablan de signos de aspiración esperanzada a lo trascendente como son: inconclusión de actos humanos, experiencia de "tangencia con la eternidad", "instantes supremos", experiencia del hombre como creador, capacidad de preguntar, oración, sacrificio, experiencia mística, etc. (cf. Alma, cuerpo, persona, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1995, 285318; Idea del hombre, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1996, 180-189; Cuerpo y alma, Espasa, Madrid 1991, 271-291). Aún contando con la posibilidad de que la única explicación plausible a todos estos signos "externos" sea postular la razonabilidad de la esperanza tras la muerte, el tránsito al contenido concreto de dicha esperanza vendrá dado por otros signos "externos", de carácter religioso, que la fundamenten; en cuyo supuesto, cada religión ofrecerá los signos acordes con sus creencias. Para el cristianismo, en concreto, el fundamento objetivo de su esperanza está en la persona, vida y doctrina, muerte y resurrección de Jesucristo, que nos ha dado a conocer, nos ha revelado, el futuro del hombre tanto aquí, en este mundo, como una vez que haya sido recorrido el trayecto vital. Jesús nos ha dado a conocer a Dios como el Dios de la Vida y el Padre fiel a sus promesas, y al Espíritu Santo como Don otorgado a cada hombre - q u e le hace sentirse hijo de D i o s - por medio del cual espera alcanzar el mismo fin (la resurrección) que recibió Cristo, el Hijo del Padre y primogénito (cf. Rom 8,14-17; Gal 4,4-7). La resurrección de Cristo es la razón "objetiva" de la esperanza cristiana, ella es la que da luz y proyecta sentido a nuestra muerte: lo que aconteció en Jesús de Nazaret, que fue resucitado por Dios-Padre, será lo que nos acontecerá realmente también a nosotros, porque Dios es justo y fiel a sus promesas y a su amor para con todo hombre. En la resurrección de Jesucristo está anticipada y garantizada nuestra propia resurrección y vida (cf. 1 Cor 15,12-20). Así lo enseña san Pablo: "No queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tiene esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús" (1 Tesalonicenses 4,1314). Ahora bien, la esperanza de una resurrección a la vida eterna no es una imposición de Dios, sino una oferta que Dios hace al hombre y éste acoge o rechaza en libertad (una libertad que queda fijada definitivamente con la muerte). Tener esperanza ante la muerte consistirá en otorgar confianza a las promesas de Dios, que en Jesucristo se han hecho palpables y el Espíritu Santo actualiza como don personal en nuestro interior. La esperanza cristiana ante la muerte tiene en ese amor de Dios su arraigo y su fundamento sólido. Esperar tras la muerte significa ponerse en las manos de Dios, al igual que lo hizo Cristo ("Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Le 23,46), con la certeza de que tras la muerte el hombre (cuerpo y alma, naturaleza y persona, esencia e historia) perdura y entra en relación personal con Dios (si bien nada se sabe de cómo sea esa relación con Dios ni con demás hombre ni con la historia universal, cuya plenitud se alcanzará en la Parusía). Confiamos que Dios nos acogerá personalmente como acogió a Jesucristo, su Hijo. Nuestra esperanza se fundamenta con la fe

en la promesas cumplidas por Dios en Cristo como garantía de que extenderá la realización de aquéllas al hombre, quien no cesa de rezar confiado y esperanzado "venga a nosotros tu Reino", cada vez que reza el "Padre nuestro", la oración por excelencia de todo cristiano.

3. Cielo, infierno, purgatorio Por tanto, la esperanza cristiana tras la muerte se fundamenta en lo acontecido en Jesucristo: Dios-Padre lo ha resucitado a la vida, en él la muerte ha sido vencida. Dios Padre ha sido fiel a sus promesas y ha desvelado su poder. En Cristo - e n un "conmorir" con é l - y por el Espíritu, Dios Padre sigue ofreciendo a todo hombre su vivir-en-ÉI, que es más fuerte que la muerte; es la salvación o la "wóa eterna", entendida como la vida perpetua en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo ("deificación-divinización"), en comunión con todos los salvados ("communio sanctorum") y en comunión con el cosmos ("nueva creación"). Esa vida eterna es el cielo prometido, que en el momento final de la Parusía alcanzará a la totalidad de lo real. Cielo es la situación propia de Dios a la cual llegan definitivamente los salvados, pues el cielo es la morada de los bienaventurados después de la resurrección. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, cielo es la "vida perfecta con la Santísima Trinidad, la comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados... El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha" (n. 1024). En definitiva, "vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17)" (n. 1025). "El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Cristo" (n. 1026). Ahora bien, también es posible la "muerte eterna" (infierno). En efecto, no se debe olvidar la libertad del hombre, que es un don y una de sus características más peculiar, aquélla que en la tarea y responsabilidad de realizar su vida le permite que lo haga no sólo respondiendo amorosamente a Dios (vivir en gracia) sino incluso apartándose de Él (vivir sin Dios en el pecado, que consiste en el no a Dios, el no a la imagen de Dios - e l hombre- y el no a la armonía de la realidad o cosmos). En éste último supuesto, cabe por parte del hombre la posibilidad (nada sabemos de la facticidad) de un rechazo absoluto y definitivo de Dios y su oferta de vivir en-ÉI, decidiendo vivir para sí mismo, con lo cual sólo le quedará la soledad total (sin Dios, sin prójimos, sin mundo acogedor) como único destino final, es decir, al rechazar libremente a Dios, alejándose de él (de los otros y del mundo), sólo le queda la "decisión de quedarse consigo mismo como única posesión suficiente (infierno)" (O. González, Sobre la muerte, 50). Y ello no es un castigo divino, pues Dios "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 Pe 3, 9), sino consecuencia de una opción, libre y persistente hasta el final, del hombre por el pecado ("no" a Dios, "no" a los otros, "no" al cosmos) y, en consecuencia, podrá afirmarse teológicamente que "la muerte eterna es la sanción inmanente de la culpa" (J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología, BAC, Madrid 1996, 240), o, en palabras del Catecismo de adultos (La veritá vi fará liberi) de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI, 1995), que "el infierno es el pecado convertido en definitivo, el rechazo eterno de Dios y del mundo creado, en dolorosa contradicción con la originaria vocación a vivir en comunión" (n. 1225) (También, cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1033-1037).

No obstante, en la esperanza cristiana también existe el purgatorio como la posibilidad de purificación del hombre después de la muerte con el fin de completar su proyecto personal orientado fundamentalmente hacia Dios, de tal manera que se integren todas las dimensiones humanas en esa "decisión fundamental" (K. Rahner) cuando no se ha realizado antes de la muerte. La purificación a la que se alude con la doctrina del purgatorio se realiza, además, con el fin de que "los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación", puedan obtener "la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo" o "gozo de Dios" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1030 y 1054) ya que en vida no lograron alcanzar tal grado de santidad como para gozar, "mox post mortem" (justo tras la muerte), de la visión-vida de Dios. El purgatorio no es ni mucho menos "un infierno temporal", como erróneamente se ha podido entender al exagerar el sentido "físico" de las penas y "fuego" purificador del mismo. El purgatorio apunta y es causa de esperanza. Al fin y a la postre, la esperanza ante la muerte nos devuelve a la alegría de haber vivido, y a la convicción de la posibilidad de seguir viviendo, más allá de la muerte. Qué bien expresa esta certeza la conocida canción -que es una bella oración- cuando es entonada confiadamente por la comunidad creyente ante la presencia de la muerte cercana: "Tú nos dijiste que la muerte no es el final del camino, que aunque morimos, no somos carne de un ciego destino. Tú nos hiciste. Tuyos somos. Nuestro destino es vivir Siendo felices contigo Sin padecer ni morir". Y todo ello, porque Cristo, aunque lo hizo "con la angustia que le es propia en lo que tiene de necesidad impuesta", murió la muerte "en la fe en el Dios vivo, en la esperanza de la resurrección y en la caridad para con los hermanos", y con eso, desde entonces, "la muerte ha cambiado de signo": con Cristo el hombre, "ser-para-la-muerte", es ahora "ser-para-resucitaí'. Ahí radica el que el cristiano cree que la muerte "no es fin, sino tránsito; no es término, sino pascua, paso de la forma de existencia provisional a la forma de existencia definitiva" (J.L. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, BAC, Madrid 1996, 266). Esta es, en esencia, la respuesta de la teología cristiana ante la muerte. Esa es la que todo cristiano ha de estar dispuesto y se siente urgido a narrar a quien quiera escuchar la razón de su esperanza (cf. 1Pe 3,14-15).

1. Aniquilación, pensada como desaparición del ser en la nada En esta primera acepción, la aniquilación es contemplada como un dar a la muerte la última palabra sobre la propia existencia. De igual manera que la materia corporal se corrompe desapareciendo, nuestra existencia humana por ser finita encuentra un punto final en la muerte y, en ese sentido, la muerte supone la aniquilación de aquello que somos, que se disolvería en la nada. Después de la muerte, no habría por qué aguardar nada, o en otros términos, después de la muerte devenimos "nada". Por lo tanto, esta vida presente es lo único con lo que contamos y lo que tenemos. Es verdad que hay personas que viven con "sentido", su presente sin esperar nada después de su vida y su muerte. Y sin embargo, a pesar de la duda, de la fragilidad, de la imposibilidad de demostraciones objetivas, etc. de otras respuestas, esta posición no termina de aquietar los corazones y el enigma sobre qué es posible aguardar después de la muerte pervive como una inquietud bastante generalizada en el ser humano que, lejos de quedar satisfecho con la nada como respuesta, continúa interrogándose. Pero quien cree y ha conocido al Dios de la vida, se sabe creado para la vida y destinado a una vida plena y eterna, por el amor de este Dios que se ha revelado en Cristo, como más fuerte que la muerte. Los otros dos usos de este término se emplean, más que como alternativas a la vida eterna, como alternativas a la muerte eterna.

2. Aniquilación como efecto positivo de una acción de Dios Esta segunda acepción del término aniquilación nos refiere a una acción divina por la que Dios hace desaparecer en la nada a quienes han rechazado su oferta y su propuesta de salvación: la consumación del destino inscrito en el propio ser por creación. Esta acción de Dios, puede estar movida bien por su justicia vindicativa, bien por su misericordia (comprendiéndose entonces la acción aniquiladora como una especie de eutanasia). Esta posición defendida en el pasado por varias herejías, se percibe hoy como claramente insostenible para un cristiano. La razón es clara. Dios crea para la vida, crea por amor, es el Dios de la vida, biógeno, y biófilo. Sería contradictorio pensar que Dios quiera destruir algo que ha creado gratuitamente, por puro amor, y ha destinado a la vida. Si Dios destruyese al hombre a quien ha creado como un valor absoluto, en el fondo estaría contradiciendo su propio designo salvífico y creador.

3. Aniquilación como pura y simple autoaniquilación El tercer significado de nuestro concepto, fija como sujeto de la acción aniquiladora al propio individuo. Hablamos por ello de "autoaniquilación", como un acto ligado a la libertad y

voluntad humana El razonamiento es simple. El hombre depende ontológicamente de Dios, de quien ha recibido el ser. El que opta por una vida sin Dios, - e l que rechaza su don, la eternidad participada a la que nos invita- , corta el flujo vital que le une a la fuente de vida, dando lugar a una especie de suicidio metafísico. Sin el sustento del ser, los seres son succionados por la nada. Estaríamos ante el resultado de la opción de independencia radical por la que el ser humano se sitúa al margen y contra el Dios de la vida, alcanzando por su propia voluntad la verdadera muerte: la desaparición ontológica. Las objeciones a este posicionamiento llegan, en primer lugar, desde el campo exegético, pidiendo a sus defensores que demuestren dónde hay algo en la revelación positiva que pueda servir de apoyo a dicha tesis. Por otra parte, la argumentación presenta una dificultad antropológica fundamental. El ser humano que ha recibido la vida como don, ¿puede disponer tan absolutamente de ella hasta el punto de podérsela quitar? Si el hombre no se ha autogenerado para la vida, que ha recibido por pura gracia, ¿puede disponer autocráticamente de ella, para su autoaniquilación? A menos de que se piense la gracia como algo "superfluo" para la vida humana, es difícil pensar que la apuesta creadora y salvífica de Dios por su criatura pueda ser anulada simplemente por la decisión de éste cual si nada trágico estuviera aconteciendo a su propia naturaleza y destino humano. En conclusión, no parece que la posibilidad "aniquilación" sea una respuesta válida a la pregunta creyente por el más allá, ni una alternativa cristiana a la cuestión de la vida eterna ni tan siquiera a la de la muerte eterna.

En términos generales, podríamos definir la reencarnación como la creencia en que tras la muerte y la descomposición del cuerpo, hay un "algo" individual en la persona (mente, alma, conciencia, energía, yo, etc.) que le asegura un tipo de permanencia más allá del deceso y que es susceptible de transitar a través de numerosas vidas y repetidas existencias. Esta creencia aglutina de manera popular diversos términos como metempsicosis, transmigración, reencarnación, renacimiento, y también otros menos conocidos como recorporación, metensomatosis o palingenesis. La diferente etimología de dichos términos alude a diferentes peculiaridades de una idea, que no resulta unitaria, ni uniforme, ni en lo que concierne al vocabulario, ni en el sistema doctrinal que la sustenta. Se trata, sin embargo, de una idea muy antigua y ampliamente extendida -tanto geográfica como culturalmente-, en diversos sistemas filosóficos y en gran número de religiones.

1. La creencia de la reencarnación en Occidente Afrontaremos aquí la cuestión de la reencarnación tan sólo en una de sus expresiones: la creencia de la reencarnación tal y como es captada y vivida en Occidente; tratando fundamentalmente de clarificar los aspectos que la separan radicalmente de la fe cristiana. En la época moderna ya se encuentran representaciones reencarnacionistas entre filósofos de la ilustración y poetas del romanticismo, especialmente en el ámbito alemán; y esta expansión y simpatía continúa intensificándose hasta nuestros días. Es difícil precisar con exactitud cuál es la creencia occidental en la reencarnación, puesto que se da una gran diversidad de concepciones. Por una parte, están los que se adhieren con sinceridad al budismo o al hinduismo participando de las prácticas y creencias de estas religiones. Otro grupo, el más numeroso, cree en la reencarnación en versiones típicamente occidentales, tomando algunos elementos de estas religiones y combinándolos con otros aspectos más occidentales. Un tercer grupo sigue, más bien, versiones de la reencarnación explícitamente desarrolladas en occidente: Nueva Era, teosofía, espiritismo, esoterismo. Un hecho llama la atención a los sociólogos de nuestro país: la creencia que hay en España en la reencarnación: un 1 7 % de los encuestados asienten a esta teoría, un 3% más de los que creen en la resurrección ( 1 3 % ateos, 1 7 % agnósticos) y el 2 1 % de ellos se confiesan católicos. Entre los jóvenes, el porcentaje es aún mayor: un 2 7 % creen en la reencarnación y sólo un 2 4 % en la resurrección (cf. F.A. ORIZO - J. ELZO, España 2000, entre el localismo y la globalidad, Ed. Fundación Santa María, Universidad de Deusto 2 0 0 0 , 2 0 4 - 2 0 5 ) . Parece que es un dato demostrado que la idea de la reencarnación va encontrando hoy en día en las sociedades occidentales cada vez más adeptos. Además, hay un número amplio de cristianos que no encuentran problema alguno para incluir la reencarnación en la lista de sus creencias, sin percibir ninguna oposición entre reencarnación y resurrección. Al contrario, justamente la reencarnación haría más comprensible la idea de la resurrección. La primera explicaría lo que ocurre en la vida terrena hasta que se alcance, con la segunda, el estadio definitivo de la consumación.

2. ¿Cuál es la base del éxito de la idea reencarnacionista en Occidente? El éxito de esta teoría se debe, en gran parte, a que la ¡dea de vivir no solamente una vez, sino contar con la experiencia de vidas anteriores y tener ante sí la posibilidad abierta

de ulteriores vidas, diseña un tipo de esperanza que atrae a numerosos contemporáneos. La esperanza de poder revisar decisiones vitales equivocadas, convive bien con la actual postura de reserva frente a toda decisión que se presente como vinculante y definitivamente comprometedora. De ahí que las versiones más evolucionistas de la reencarnación, la presenten como un progreso siempre hacia adelante, que abre al individuo a la posibilidad de desarrollos posteriores, dándole la capacidad para aprender de las existencias precedentes, y para caminar hacia una etapa superior del desarrollo espiritual (por ejemplo, el pensamiento antroposófico de R. Steiner). El horizonte de posibilidades se abre y además éstas se contemplan siempre como positivas, es decir, mejoras del tiempo presente. Por eso las tesis reencarnacionistas con más éxito en Occidente son las que acomodan la idea de la reencarnación (de las religiones orientales) a las expectativas de nuestra cultura y nuestro tiempo. Hay que reconocerles a los propagadores de esta idea en Occidente que han logrado "inculturarla" muy sabiamente. Aprovechan el fuerte impacto que las culturas o tradiciones religiosas orientales están teniendo en la actualidad, prescinden de los elementos más problemáticos y desarrollan los más atractivos. El acento es puesto en el ideal de autorrealización personal y en el logro de la propia madurez hacia la que somos conducidos por una cadena de reencarnaciones, mientras que los aspectos más duros y negativos predominantes en las versiones orientales de la reencarnación - q u e hacen que ésta sea vivida habitualmente como una fatalidad de la que hay que liberarse-, se dejan normalmente a un lado. Por otra parte, la vinculación ética presente-futuro que caracteriza la mayoría de dichas versiones orientales -quien obra el mal, se reencarna en una situación siempre peor a la que tenía (incluso en un animal)-, desaparece en general en Occidente, donde la reencarnación es normalmente presentada como algo deseable. Y la razón no está en que nos lleve a un más allá feliz, sino en que permite el regreso al "más acá", como única forma de pervivencia posible y como una "segunda posibilidad" que siempre existirá, y que se piensa como mejor y más felicitante que la anterior. También, posiblemente, la situación contemporánea de malestar difuso, de asfixia materialista, de crisis de los ideales de la modernidad, de pluralismo religioso, de desquite de lo reprimido, de retorno de lo sagrado al margen de las iglesias y de las instituciones tradicionales, repercute en favor de la ¡dea reencarnacionista que se presenta como algo diverso "a lo de siempre", y que se integra bien en la corriente de sincretismo escatológico de nuestras sociedades, y en el dinamismo consumista de "nuevas experiencias" que caracteriza nuestro momento religioso-cultural. Propio de la mentalidad occidental es también el esfuerzo por dotar a la reencarnación de una fundamentación objetiva, desarrollando un discurso pretendidamente científico y positivista, lejano a las dudas de la fe, que desde esta pretensión de cientificidad se hace más plausible. Así se explica el hecho de que la idea reencarnacionista se haya vinculado estrechamente a la psicología, encontrando además una aplicación terapéutica que en cierto sentido no es sino una ampliación de los planteamientos psicoanalíticos, más allá de la muerte, hasta vidas anteriores. De este modo la terapia reencarnacionista permite que experiencias traumáticas de vidas pasadas cesen de impedir el desarrollo de la persona. El tratamiento consiste en buscar, bajo la hipnosis, la experiencia traumática del pasado y revivirla, haciéndola consciente. Revivir conscientemente las existencias anteriores conduce a la reparación del individuo.

3. Características de esta creencia en Occidente Asi pues, a pesar del pluralismo que mencionábamos al comienzo, hay algunos rasgos comunes entre aquellos que "después de la muerte" aguardan el retorno a este mundo con "otra vida": 1. Esperanza en una pervivencia postmortal mejor que la presente y por ello deseable. La vida no termina con la muerte, hay una pervivencia postmortal. La reencarnación ofrece a la concepción occidental de que no existe más que una vida, volver a ella como una especie de oferta ¡ntramundana de salvación. 2. Pretensión de cientificidad Algunas corrientes reencarnacionistas se preocupan por mostrar su congruencia -o al menos su aparente congruencia- con la ciencia (mediante la física nuclear, apelación a las regresiones y fenómenos hipnópticos, etc.) 3. Progreso continuo y creciente La reencarnación conecta con la concepción evolutiva del universo, que se convierte en su marco conceptual explicativo. El ser humano forma parte de un universo en evolución, estando sometido a esta ley cósmica. La autorrealización, el logro personal de plenitud, etc., implican tiempo, progreso, evolución. La brevedad de una única vida no permite alcanzar la meta. Las sucesivas reencarnaciones son otras tantas oportunidades de culminar la propia realización. 4. Necesidad de otra oportunidad La reencarnación pretende ser una explicación de la desigualdad existente entre los seres humanos desde el momento mismo de su nacimiento. Las religiones orientales lo hacen retrotrayendo las diferencias a existencias anteriores que den cuenta de dichas desigualdades. Tratan así de solventar el problema de la teodicea. En cambio, en la versión occidental la cuestión de la desigualdad, realmente existente, queda mitigada por la idea de la reencarnación, al funcionar la posibilidad de "varias vidas" como un correctivo que tiende a la igualdad de oportunidades.

4. Convergencias

y

divergencias

entre

reencarnación

occidental

y cristianismo Estamos ante dos modos de articulación diversos a la hora de intentar responder a la pregunta por la muerte y su significado. Pero al mismo tiempo se trata también de dos modos muy distintos de valorar la vida y la existencia humana. En el fondo se nos sitúa ante dos antropologías y dos propuestas de esperanza, que se mueven en dos órbitas de sentido casi totalmente extrañas, con presupuestos y fundamentos distintos. A pesar de ello no podemos negar la existencia de algunos datos convergentes.

4.1.

Convergencias

a. Ambos postulan la existencia de una vida posterior a la muerte que está en relación con el anhelo por alcanzar la plenitud vital. b. Existe un "aparente" parentesco entre la ley del karma y el purgatorio. Por ley del karma se entiende que todo acto tiene unas necesarias' consecuencias positivas o

negativas que no dejarán de actuar hasta que se hayan cumplido. El punto de acuerdo se sostiene en la consideración de que la brevedad de esta vida exige, a veces, una etapa ulterior de reparación o purificación. c. Tanto la idea de reencarnación como la fe cristiana contemplan una cierta continuidad entre la vida actual, la conducta seguida en ella y la vida futura; y una interconexión entre las diversas responsabilidades humanas.

4.2. Divergencias a.

I

Antropológicas 1. Cada persona desarrolla en su vida una historia irrepetible con Dios y con los hombres que es el espacio con el que cuenta para ir construyéndose en su mismidad. Cada ser humano es único y encuentra en el amor creador y recreador que Dios le tiene la humilde razón para una vida eterna que tenga forma personal. I Cada ser humano atestigua misteriosamente que los dones de Dios no tienen vuelta atrás. Se trata de una lógica del amor. El sujeto personal es necesario para que pueda existir el amor. Todo ser, para ser amable y amado, no puede no existir en la unicidad definitiva de su vocación ante Dios. 2. El ser humano es una unidad dual (alma y cuerpo), la antropología cristiana ha rechazado siempre el dualismo. En esta unidad creatural el hombre es imagen de Dios, interlocutor suyo para siempre, partícipe de su misma vida y libertad, y, por eso, persona. Cada persona es única e irrepetible en razón tanto de su corporeidad como de su "alma" (núcleo personal más íntimo). La fe cristiana afirma que el ser humano es cuerpo, no sólo tiene cuerpo. La corporeidad es un elemento sin el que dejaríamos de ser lo que somos. Si la reencarnación supone el retorno a esta vida con "otro cuerpo", ese que retorna no soy yo. "Dios llama a la comunión de vida con él no sólo a "una parte", sino a su criatura entera, en su unidad indivisible. No es compatible con la antropología cristiana pensar que el ser humano consista propiamente en un alma migratoria que peregrina de cuerpo en cuerpo, llamada ella sola a la plenitud. Esta concepción comporta un desprecio de la realidad corporal creada por Dios en el espacio y en el tiempo" (Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Esperamos la resurrección y la vida eterna, nn. 18-22, Edice, Madrid 1995). Los valores del sujeto, de la persona, de la libertad, a los que el cristianismo está tan estrechamente vinculado, quedan relativizados por las tesis reencarnacionistas: el ser humano no es un ser; es un momento o un aspecto; el cuerpo no es más que un soporte provisional, una materialización muchas veces indispensable, pero, a fin de cuentas, secundaria, y no define de forma constitutiva la existencia humana en su última verdad.

b.

Soteriológicas 1. En la reencarnación subyace la idea de una plenitud que se alcanza mediante el propio perfeccionamiento y los méritos alcanzados en las distintas vidas. No hay lugar para una salvación comprendida como gracia y don. El ser humano, en efecto, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni mil

"reencarnaciones" bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No es el esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que plenifíca al ser humano, es Dios mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus criaturas capaces de diálogo personal con él, quien constituye la verdadera plenitud del hombre. 2. En las tesis reencarnacionistas y en su dualismo devaluador de la corporeidad no hay lugar para un Dios encarnado en Jesucristo, mediador de nuestra salvación. c.

Teodicea 1. La doctrina de la reencarnación daría cuenta del por qué de las diferencias, injusticias, etc. actuales, que dependen de lo que el alma hubiera operado en sus vidas anteriores. 2. La teodicea cristiana ve en este argumento un doble peligro de "discriminación": hacer de los triunfadores los elegidos de Dios, y responsabilizar a las víctimas, los enfermos, marginados, discapacitados, etc. de sus dolencias, desinteresándonos o culpabilízándolos por ellas.

d. Vivencia del tiempo La reencarnación expropia a la muerte de su capacidad para imponer un límite a las experiencias y oportunidades de nuestra vida. Así se convierte en un modo de conseguir aliarse con el tiempo, Para el cristiano, su vida y su tiempo presente es "tiempo de gracia y tiempo de salvación" que se le ha regalado. Cristo se encarnó una vez y murió por nosotros una vez por todas (cf. Heb 7,27; 9,12) para que tuviéramos vida. De ahí que sea en el transcurso de esta vida donde sucede irremisiblemente lo extraordinario, lo dramático y lo banal. Esta vida es la vida, la definitiva y, al mismo tiempo, la única con la que contamos. No hay segunda oportunidad, no es un ensayo, hay una única actuación. Pero al bajar el telón, la obra de nuestra vida no se acaba, se eterniza, se perfecciona, se culmina por la acción del director de este drama que está ya entre nosotros atrayendo cada día nuestras vidas y nuestros destinos a esa vida plena y consumada en comunión con él a la que toda la humanidad está destinada en el marco de la Nueva Creación.

1. ¿Hay algo que aguardar después de la muerte? El cristiano cree que sí, que hay algo después de la muerte. Es más, me atrevería a decir que sabe que sí, y lo sabe, no principalmente como fruto de una reflexión, ni tan siquiera porque así le ha sido revelado. Lo sabe, con un saber sapiencial, más cercano al "sabor" que al conocimiento meramente intelectual. Lo sabe, porque ha experimentado un amor gratuito e inalterable, un amor que es más fuerte que la muerte. En otras palabras, es en el curso del diálogo amoroso de Dios con el ser humano, donde la alternativa, muerte o vida después de la muerte, encuentra su sustancia cristiana. Parece lógico, que esto sea así, porque todo ser humano, percibe en sí mismo la contingencia como una evidencia cotidiana (canas, arrugas, debilitamiento de la edad...); pero también se percibe como un valor absoluto, principalmente porque se sabe capaz de amar y de ser amado de una forma absoluta y no sólo contingentemente -o al menos lo desea-; y porque se ha vivido como precioso y valioso para alguien. De ahí la incapacidad o al menos la gran dificultad de creer en un "más allá", para aquellos que no han tenido nunca ninguna experiencia de amor, de amar y de sentirse amados. Por tanto, lo que podríamos llamar de modo impropio "inmortalidad cristiana", es una inmortalidad fundamentalmente relacional, una "inmortalidad diálogica" (J. Ratzinger, Escatología. La muerte y la vida eterna, Barcelona, Herder, 1992). No se trata de la inmortalidad griega, ni se funda en el carácter imperecedero de un principio espiritual del ser humano. No es una inmortalidad que nazca simplemente del no-poder-morir. Si la muerte no pone un fin definitivo a nuestra vida es porque Dios se ha dirigido a nosotros entablando un diálogo de amor, desde nuestra creación. El ser humano no puede perecer totalmente, porque ha sido conocido y amado por Dios.

2. Vida y vida eterna: continuidad y discontinuidad La cuestión cristiana del "más allá" no podrá ser concebida sino como un "don gratuito", como una oferta de plenitud que Dios hace al ser humano, que sobrepasa todas sus expectativas, que desborda todos sus deseos, que no es ni "estrictamente" necesaria, ni exigióle, aunque, en definitiva, colme todos sus anhelos y sea el "normal destino para el que el ser humano ha sido creado" (A. Gesché, El destino, Sigúeme, Salamanca 2001, 81). Tocamos aquí, el contenido propio y esencial del "más allá de la muerte cristiano": compartir la vida divina. No se trata de la simple prolongación de nuestros deseos de inmortalidad -continuación indefinida de nuestra vida-, sino de un don nuevo, que supone la participación en la eternidad de Dios, porque descansa en el ofrecimiento de Dios mismo al ser humano en una nueva etapa de su existencia. Por eso, en cristiano, la muerte es percibida como un cambio de condición, un cambio de fase, de etapa, un tránsito que implica una transformación; pero no como un fin que, en definitiva, disuelva nuestra existencia presente en la nada; ni tampoco como un acontecimiento que comporte una ruptura total y absoluta con aquello que se es. Es decir, el "más allá aguardado", esa nueva aventura que se nos oferta, no está en continuidad con "esta vida", porque, en definitiva, somos nosotros los que entramos en esta nueva etapa, con nuestra conciencia, nuestros recuerdos, con los vínculos que hemos establecido, con los valores en los que hemos creído, con lo que hemos creado (cf. A. Gesché, El destino, 80). Se trata, pues, de una nueva fase de nuestra misma vida, de nuestra vida entera y de nuestro "entero ser hombres y mujeres". Pero se trata también de algo nuevo, por lo que viviremos en ella, algo distinto. Una experiencia nueva que se nos

ofrece y cuyo contenido más específico, como hemos dicho, consistirá en compartir la misma vida de Dios, como una participación definitiva en la vida de Cristo glorioso y, en este sentido, una condición definitiva liberada de las contingencias terrenas y plenamente conformada con Cristo. Esto es lo que la teología ha llamado "divinización".

3. Vida eterna: del amor creador al amor consumador Por contemplar la muerte como un tránsito y no como una ruptura absoluta con lo anterior, la fe cristiana siempre ha llamado a la realidad que le aguarda, tras ese paso que es la muerte, con el mismo nombre con el que designa la existencia terrena: Vida; y por ser definitiva y ser, además, vida compartida con el Eterno: eterna. Una cosa aparece clara en los datos bíblicos: la vida es más que pura existencia, es plenitud existencial por la comunión con Dios. Dios crea para la vida porque crea por amor y el amor siempre es biógeno, generador de vida. Por eso la cuestión del origen y la del fin se encuentran, protología y escatología se dan la mano. En último término, es la fe en una Creación por amor la que posibilita un discurso escatológico de esperanza en la consumación de este amor. El destino del hombre no es ciego. Si en el origen está el amor creador, entonces es posible aguardar en el fin, como futuro último, un amor consumador. Porque si todo amor auténtico promete y lleva en sí implícita una llamada a la perennidad -"decirle a alguien te amo es decirle: tu no morirás" (Gabriel Marcel)-, el amor de Dios, además de desearla y prometerla, puede darla. Nuestro amor la desea, pero se encuentra con nuestra propia limitación al querer y no poder darla. Si Dios crea por amor y el amor promete perennidad, en el caso de Dios esta promesa ha de ser veraz, de ahí que la vida surgida del amor de Dios sea vida eterna. Por lo tanto el que el "hombre sea un ser para la muerte" - c o m o afirmaba Heidegger- no es toda la verdad: el hombre no es para la muerte, sino para la vida. La muerte no tiene la última palabra. La plenitud vital escatológica a la que estamos destinados (vida eterna) es dicha por los evangelistas con palabras humanas. Para ello necesitaron recurrir a las imágenes suministradas por el lenguaje analógico, figurativo y mítico, con las que tratan de describir el contenido de esa vida aguardada, de una forma simbólica, y a partir de experiencias de vida muy cotidianas, intentando adaptarse al auditorio (perla, tesoro, la dracma perdida...). Con ello, se nos está trasmitiendo algo muy importante: sólo quien es capaz de creer en la vida, en una "vida" antes de la muerte, será capaz de esperar "vida" después de la muerte. Así pues, nada de teorías oscurantistas y masoquistas, que pretenden que la fe cristiana consiste en un "no vivir"... o vivir aquí una muerte en vida.... para por fin empezar a vivir cuando te mueras. No hay nada de eso en la revelación, sino más bien todo lo contrario. Quien no tenga alguna experiencia gratificante de la vida, alguna experiencia felicitante de esta vida (aún en lo que esta vida tiene de muerte y aún a través de las muertes que tenemos que vivir en ella), difícilmente podrá intuir o vislumbrar en qué consiste la vida eterna, ni tan siquiera esperar en ella. Porque la vida, es un continum. El evangelio de Juan ha iluminado con gran profundidad esta continuidad entre la vida y la vida eterna que en definitiva son para él conceptos intercambiables. Para Juan, la vida eterna es la cifra de la salvación consumada, el reino. La Vida está en el Logos ( Jn 1,4). El Logos se ha encarnado con una finalidad: darnos vida y ésta en abundancia (Jn 1,14; Jn 10, 10). Recibir esa Vida, es una especie de "nuevo nacimiento" (Jn 1,13; Jn 3,5). A partir de este

nuevo nacimiento, esa vida se convierte en una realidad actual, es ya poseída. Por decirlo de un modo sencillo, ya es eterna - l a eternidad ha quedado incoada en el tiempo-. El germen de este nuevo nacimiento es la fe; de modo que el que cree tiene la vida (Jn 6,36.40.54.47) o lo que es lo mismo: la vida eterna. Por lo tanto, la vida es sólo una, eso sí, con dos fases, o dos estadios, dos etapas. Hay un estadio terreno, temporal e histórico de la vida eterna, cuyo origen está en la fe. Y un estadio escatológico, meta-histórico de la vida eterna, que se vive tras el tránsito de la muerte, donde la fe se conmutará en visión.

4. La vida eterna es visión de Dios La fe cristiana dice que el ser humano ha sido creado por amor y por tanto para la vida. Este destino, este ser para la vida, significa entrar en una relación de intercambio vital con Dios, que sólo es posible si somos hechos semejantes a Cristo. Esta semejanza es consecuencia de lo que los textos bíblicos denominan "visión": "seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3,2). Semejanza que posibilita la comunión interpersonal, la participación vital, la comunicación íntima; y en ese sentido el conocimiento existencial, profundo y vital de quienes comparten la vida. Eso es lo que se quiere decir tras la afirmación: la vida eterna es visión de Dios. Alcanzar la semejanza con él como afinidad ontológica haciendo posible una participación e intimidad en la vida divina extremas. Y por eso la visión de Dios es divinización del hombre. De ahí que la vida eterna no pueda ser pensada sino como don, pero como un don que ha de ser acogido por la libertad humana. Porque si el hombre quiere ser sólo por y para sí mismo, entonces será para la muerte pues se quedará cercado en su propio estatuto de finitud. La vida eterna es el milagro de un amor, que es misterio y que es Dios en persona dándose. Es vida consolidándose, definitivamente válida, participación en la propia vida de Dios, el Eterno, y por eso es vida eterna. A la pregunta ¿qué hay después de la muerte? habría que contestar que más vida, más intensa, más verdadera, más plena. Se trata pues, de vivir siempre, pero a otro nivel, con otro modo de ser, con el modo de ser propio del ser de Dios, en un proceso que iniciamos en esta vida a través de la configuración con Cristo, y que culminará en la total semejanza de la filiación.

5. Notas características de esta vida eterna 5.1.

La Vida eterna es una realidad dinámica

Frente a la objeción del aburrimiento, "la vida eterna", es una realidad intrínsecamente dinámica. En primer lugar, porque si la vida eterna es participación en la vida divina, diálogo amoroso y conocimiento de Dios, la absoluta incomprehensibilidad de Dios convierte la vida eterna en una magnitud procesual progresiva, que implica una penetración incesantemente nueva y nunca terminada en la densidad inexhausta del misterio de Dios. En segundo lugar, porque la vida eterna es relación íntersubjetiva de amor, comunicación con un sujeto. Lejos de una contemplación objetiva estática, esta relación supone el adentramiento en el dinamismo del amor interpersonal. Por tanto, la Vida eterna se nos muestra como un proceso dinámico de adentramiento en el misterio sin fondo de Dios por contagio y asunción de ese ser inagotable que es el ser de Dios.

5.2.

Socialidad y mundanidad

Hasta este momento, hemos hablado más bien de la vida eterna como una relación interpersonal entre el ser humano y Dios. Pero este ser humano se define por su socialidad (alteridad yo-tú, yo-otros) y por su mundanidad (relación con el mundo). Si la vida eterna ha de ser consumación del ser humano, tendrá que serlo en todas sus dimensiones constitutivas. Por eso la fe cristiana sigue esperando en la consumación de la vida eterna como: a. Comunión de los santos Es decir, la vida eterna será la realización del sueño secular de una fraternidad universal. Será el ámbito en el que es posible percibir que vivir en plenitud es convivir, que el gozo sólo puede ser total cuando abarca a todos los hermanos. Y donde todos se desvelarán a cada uno como una parte del propio yo en la comunión del nosotros. La comunión de los santos será el espacio donde el yo se sabrá tanto más yo, cuanto más abierto al tú, de modo que el yo, absoluta y totalmente abierto a todos, será el yo logrado totalmente. Y será también la comunión más felicitante porque todos serán fuente de gozo para todos. Si esto se va a realizar, implica que es realizable. Por lo tanto, la sociabilidad de la vida eterna emerge como instancia crítica ante la realidad actual. De ahí que la tarea del cristiano debiera ser anticipar ya esta fraternidad universal que denominamos comunión de los santos. b. Mundanidad

consumada

La vida eterna nos habla de una nueva relación del ser humano con el mundo, una nueva mundanidad. Nuestra relación con el mundo está orientada por la necesidad. Es habitualmente una relación interesada, por eso cuesta trabajo pensar en una mundanidad presentida y movida por la plenitud y no por la necesidad. El modelo de relación más cercano que conocemos es posiblemente la creación artística, donde el artista se vincula a la materia aspirando a humanizarla, deseando incrustar el espíritu en ella, movido tan sólo por el amor desinteresado a la belleza y a la obra bien hecha. Acción gratuita y gratificante que ennoblece la materia en vez de degradarla. Algo así debería ser la mundanidad consumada del hombre resucitado en la nueva creación. Y de nuevo este modo de relación con el mundo que caracterizará la vida eterna se convierte en el correctivo crítico a nuestro modo desordenado de mundanidad, que envilece la materia, la depaupera y la degrada. Este modelo no puede ser válido porque está en contradicción con el definitivo.

En síntesis El ser humano es indisolublemente: ser personal, ser social, ser mundano. La vida eterna si es salvación consumada ha de consumar esta triple dimensión que lo constituye. De ahí que sea definida como divinación (consumación de la persona humana), como comunión de los santos (consumación de la fraternidad humana) y como nueva creación (consumación de nuestra mundanidad). ¿Después de la muerte? Más vida, más intensa, más verdadera, más plena. Vida que es participación en la vida divina, en comunión con todos los hermanos, gozando en la perfecta armonía de la nueva creación.

P A R T E VI

CELEBRACIÓN DE LA MUERTE Y RITOS FUNERARIOS

1. El hecho Desde antiguo, en todas las culturas y religiones, se ha procurado integrar, desde un sano temor reverencial, el hecho de la muerte del hombre como un paso decisivo de la vida humana. Estamos ante una realidad, que pertenece a la naturaleza humana, a la esencia del hombre, lo que explica sobradamente tal consideración. Actualmente, no obstante, en las así llamadas culturas civilizadas, la realidad de la muerte ha entrado en crisis. La mentalidad moderna no sabe encarar ni el hombre moderno enfrentarse con el hecho de la muerte, por lo que ha decidido ignorarla: "Con la muerte -dice J.L.Ruiz de la Peña- está ocurriendo en nuestros días algo singular. En el plano sociológico, es objeto de una especie de censura previa, o de conjura de silencio: la sociedad tecnológica se sabe impotente ante ella y entonces opta por ejercer a sus expensas el derecho de veto. Lo único que se le ocurre al respecto es invitar a sus sujetos pacientes a suscribir un seguro de vida (fórmula involuntariamente sarcástica donde las haya: tal seguro de vida es, en realidad, un seguro de muerte), o delegar su competencia en instancias especializadas que la tomen a su cargo con discreción y con el menor grado de perturbación para el mundo de los vivos" (Diccionario de pensamiento contemporáneo, 802). Más aún. Se intenta imponer esta "ley del silencio" en el lenguaje, acudiendo a expresiones que suavicen el dramatismo de esta realidad. Se ensayan toda clase de argucias para privatizarla, reprimirla, camuflarla. Y sin embargo, este desalojo de la muerte por la fuerza, obra de nuestra sociedad tecnopolita, no ha podido con su merecido protagonismo en nuestro siglo que ha sido llamado un siglo de muerte. El tema de la muerte ha preocupado a los ámbitos de la reflexión seria y se aposta con gusto en los aledaños de la novela, filmografía o teatro. Los grandes pensadores de nuestro tiempo: L.N. Tolstoi, S. Kierkegaard, K. Rahner, U. von Baltasar y otros muchos se han enfrentado con el tema de la muerte, de tal manera que "la muerte es un acontecimiento muy comentado". El mercado de libros sobre ella hace buenos negocios, pero al mismo tiempo es un tema tabú. Tal contradicción es sintomática y refleja malestar. Tanto hablar de la muerte ha perdido seriedad reflexiva. A veces es una manera de eludir el caso serio de "mi" muerte charlando sobre la de los otros. En el fondo, habrá que convenir con Jankélévitch que hoy "la tanatología tan floreciente es una ciencia estancada". Como si dijera: se hace mucho ruido en torno a la muerte para no escuchar la voz que nos llama por nuestro nombre. Todo esto es síntoma de gran desazón en torno a la muerte. Apesar de todas las conquistas del hombre moderno, éste es un tema no resuelto. La dimensión del problema ha quedado registrada magistralmente en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes: "El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano" (GS 18).

No obstante, el hombre de hoy ha optado por obviar el problema. Quien mediante la técnica ha sido capaz de dominar la naturaleza y progresar en el señorío del mundo, no se resigna en este punto a confesar su derrota. Y en su coraje rabioso la repudia, la contesta e intenta secuestrarla. Y las maniobras están ahí. Y los hechos cantan: hay un cambio en la "cultura de la muerte". El índice más claro son las diversas formas de enterramiento: en tierra - e l tradicional-, la incineración, con sepelio de la urna en la sepultura, en un columbario, en el mar o en el bosque, en un cofre en casa, el esparcimiento de las cenizas en una montaña, en un lugar significativo para una persona que ha muerto, o el arrojarlas a una corriente, a un río, o sepultarlas en la raíz de un árbol determinado...

2. Las causas Las cosas, los hechos, los problemas tienen sus causas. La nueva "cultura de la muerte" es expresión de una conciencia social, de una cultura determinada, con poca sensibilidad, sobre todo en la generación joven, para la tradición y lo tradicional. Rituales (celebraciones) y ritos (agua bendita, incienso...), lugares de recuerdo (cementerios), medios de memoria (recordatorios, misas gregorianas, de aniversario...), no se entienden en una sociedad individualista, con tendencia por ello a privatizar, intimar y particularizar todo. Las formas, incluso el bien y el mal, está en manos de cada uno, por tanto, también la muerte. Y como es sumamente molesta, cuanta menos gente intervenga en todo el proceso fuera del médico y las enfermeras (para impedirla) y la compañía de los seres queridos, mejor. Y esto explica que, en las situaciones de soledad y aislamiento, un porcentaje no pequeño abogue por el anonimato total, en muchos casos hecho testamento o última voluntad jurídicamente registrada y concertada con la funeraria de turno (incineración, entierro de sus cenizas en un lugar, sin nombre ni voto alguno). Son los famosos entierros anónimos. Esto es sin embargo el síntoma. Tras estos hechos, nuevos, sorprendentes, hay causas más profundas tales como el lento ocaso de la pregunta por la vida eterna, al menos en el entorno social europeo, cierta animadversión hacia la Iglesia, la cultura del sepelio de otras religiones por la presencia de emigrantes de otras culturas y civilizaciones, la movilidad (al vivir a muchos kilómetros no hay posibilidad de visitar o cuidar de la tumba) y la economía (el alto coste del entierro y el alquiler y mantenimiento de la tumba)... Los síntomas de esta "nueva cultura de la muerte" no dejan de ser preocupantes porque no son fruto del aturdimiento inicial que comporta todo caso de muerte, sino que obedecen a posturas previas, conscientemente asumidas tras larga reflexión personal, y que reflejan una cosmovisión y antropología determinadas. En ellas anida una determinada concepción del cuerpo del hombre como instrumento, como útil, que ha cumplido su función y tiene fecha de caducidad como el resto de los seres y enseres, y vuelve al polvo; es un modo de integrarse el hombre en la naturaleza. A esta cosmovisión natural (o religión natural, si se quiere) obedece, por ejemplo, el entierro de las cenizas junto a las raíces de un árbol en el bosque de la paz.

3. La urgencia del Ars moriendi Aparcar un problema no es solucionarlo; ignorarlo, además de un autoengaño, no es de recibo. Porque aquí no se trata de teorías, sino de realidades básicas. La muerte existe. Más aún, la muerte es intransferible, la muerte es mía. De ahí que las aludidas formas no sólo

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niegan la trascendencia sino algo más radical: el mismo ser, valor y dignidad de la persona. Con Max Scheler hay que reafirmar que el hombre es intransferible, es él y sólo él, no es intercambiable. No "se" muere (en impersonal). Eso de que hay que morir, alguna vez, pero todavía no, es una gran coartada para obviar la realidad. Muero yo, cada uno muere su propia muerte. No se muere como un otro, de hecho algunos murieron. Luego la muerte es posible. ¡No!. Yo tengo que morir - c o m o dice Max Scheler- una muerte intransferiblemente mía. O sea, nadie muere ni puede morir por mí. Como nadie puede vivir por mí. Por tanto, mi cuerpo no sólo merece el respeto, veneración, honorabilidad y piedad que le otorgan los cristianos por ser templo del Espíritu Santo (1Cor 3, 16) y morada de la Trinidad, del Dios trino que le inhabita (Jn 14,23), sino por ser persona. El cadáver no es una funda que se ha deteriorado y ha cumplido su función. Es la persona que ha vivido y vive ahora en otra dimensión. Ese mismo cuerpo irradia, en su cadáver, la paz, la lucha, el señorío y la dignidad de una vida intransferible y propia. Camuflar la realidad de la muerte es una traición al hombre. De ahí que haya que oponerse a los funerales y entierros "en la más estricta intimidad". Ese anonimato social es un intento por hacer invisible a la muerte. Pero la muerte existe. Y hay que hacerla pública y visible. De lo contrario, el hombre pierde su identidad. De hecho, Heidegger le ha definido como Sein zum Tode (ser-para-la-muerte), porque ésta atañe a los "elementos constitutivos de toda conciencia vital" (Max Scheler). Pero hay más. Vedar la muerte conlleva cargarnos el sentido de la vida, porque nos cargamos la "posibilidad más propia y auténtica del existente humano, la única que le deja ser, en su poder ser total y acabadamente" (Ruiz de la Peña). Una tanatología intramundana, ceñida a este tiempo y a este espacio, deja al hombre desamparado y perdido, sin destino, como una marioneta dando vueltas por una "calle interminable" en el tranvía de la vida (Heinrich Bóll). Con lo que toda maniobra de distracción en este punto es un suicidio para la aventura más bella del ser humano - q u e es la trascendencia- y un atentado frontal a sus ansias congénitas, abisales y clamorosas, imposibles de acallar y de amaestrar, que demandan sobrevida. Aparcarla, banalizarla, es un síntoma de capitulación anticipada. Por supuesto que la muerte es sumamente desagradable, triste, seria, ominosa, enemigo despiadado, astuto y traidor, la mayoría de las veces, de la aspiración más noble y profunda de la persona. Pero justamente por eso demanda alerta y ánimo, temple y valentía, máxima consciencia y juiciosa serenidad al tiempo que adecuado equipamiento para afrontarla cara a cara, sin fingimientos ni reduccionismos preconcebidos, sin retroceder ante su horrible y misterioso aspecto. Sin embargo, y por desgracia, hay señales contrarias en nuestra sociedad. La postura es la de ignorarla. Por definición. Siendo una realidad inapelable, verificable al máximo, se opta por la postura más letal, la amnesia. Así, se les oculta a los niños, adolescentes y jóvenes. Se evita la conversación sobre la muerte en la catequesis y en la escuela o colegio. Se apostrofa a los "novísimos" como temas anticuados, antimodernos, reaccionarios y regresivos. Se apela a la muerte repentina, como deseo loable, para no enterarse. Es la postura obscena y cobarde del hombre actual, que niega lo que le supera y cree no poder dominar. Y pretende resarcirse con sucedáneos suicidas tales como la eutanasia, el olvido premeditado o el recurso a lo esotérico.

Es hora de recuperar esa asignatura de praxis espiritual, tan monacal y tan sensata, que, I desde la Edad Media, ha prevalecido, al menos, en la sociedad occidental hasta finales del S. I XIX, el "Ars moriendi", es decir, la conformación consciente de la propia vida, ajustada desde I la fe cristiana, pero "en la perspectiva de la muerte", de la que derivaba un "Ars vivendí', un

"arte de vivir la vida lleno de gozosa piedad y fecundidad salvífica". Este estilo vital y vitalista no sólo alentaba a meditar serenamente sobre el morir y a prepararse activamente para bien morir, sino que al mismo tiempo actuaba como fuente de energía para afrontar la tarea diaria con tal pulcritud y perfección que otorgaba a la existencia el gozo del deber bien hecho y la paz trascendente de haber acertado con el hermoso sentido de la vida abierta al futuro. Por desgracia, tal actitud no sólo es contemplada como caduca y arcaica en el contexto social, sino que es vituperada y ridiculizada en el "discurso cultural dominante" de nuestro tiempo. Llegados aquí, no habría que perder de vista, sin embargo, las acidas consecuencias que acarrea esta praxis, a saber: es un ataque irreflexivo a una venerable tradición humana y cristiana; desconcierta al hombre, que no puede vivir (nunca mejor dicho) con el miedo metido en el cuerpo (porque sabe que tiene que morir) y no sabe qué hacer con él; desorienta el desarrollo del hombre que se encuentra con el don más preciado - l a v i d a - y no sabe para qué; plantea gravísimos interrogantes al cristiano y a la Iglesia que no sabe cómo celebrar aquello en lo que no se cree; desubica a los pastores que tienen el grandísimo reto de favorecer los elementos centrales de una cultura verdaderamente humana (con la salvaguarda de la persona) y el de adecuar un "Ars moriendr-"Ars vivendi" para no dejarlo todo (sacramentos de la curación y el viático) para el último momento; y desactiva a la postre la celebración del entierro porque se encuentra con un sujeto cuya pregunta ridicula pero real es: "¿qué hacemos con el muerto?". El problema es muy grave; son muchos los factores y agentes implicados: sociedad, Iglesia, fe, religiones, persona, hombre. Si, por lo visto, nuestra cultura afecta a la actitud ante la muerte, la forma de enterramiento, el duelo y la memoria, quiere ello decir que es precisa una nueva cultura funeraria (cristiana), que ha de salvaguardar la dignidad de la persona, la piedad (en el sentido más amplio), el duelo, el acompañamiento en el dolor y en la esperanza, la oración comunitaria (casa del enfermo), el testimonio de la resurrección y la memoria.

4. Por una cultura funeraria digna El cambio, en el campo de la cultura funeraria, es patente. Y los motivos están a la vista, a saber: la confrontación entre la religión cristiana y la sociedad, la aparición de las nuevas cosmovisiones, la separación de la Iglesia y del Estado y el derecho actual a la libertad religiosa. Este cambio se ha producido últimamente con una celeridad inusual. Y no obstante este pluralismo creciente de los sistemas de interpretación religiosa por parte de los individuos que se está operando, la Iglesia católica permanece aún como "una oferta solvente", reconocida por la sociedad, en lo que se refiere a la defunción, muerte e inhumación. Se trata, pues, de seguir manteniendo la auténtica imagen de la Iglesia en medio de unos estilos y modos de pensar seculares, niveladores y sincretísticos, para responder a las expectativas de los hombres que pasan por el dolor ocasionado por la muerte. Pero se trata también de un modo de entender y enfrentarse y tratar y corresponder con suma delicadeza y respeto a estas situaciones. Reacciones fundamentalistas y reductivas no son de recibo ni se avienen con la misión fundamental de la Iglesia, que es de diaconía en todo este campo de la cultura funeraria, y dejan mal sabor de boca y dolorosas huellas y recuerdos desagradables en la gente. El reto que se le plantea a la Iglesia católica hoy es dar un fuerte testimonio de fe en este campo tan sensible, y con circunstancias distintas. Para ello, como siempre, ha de partir del

difunto para llegar a los familiares. Por tanto, una liturgia exequial no puede ser ante todo una celebración triste o una especie de ritual terapéutico para brindar consuelo a los parientes afligidos. Pero tampoco ha de olvidar su componente sanador. La situación pastoral y litúrgica está caracterizada por grandes diferencias y desajustes, por la exigencia de un servicio "debido", por el deseo de individuación y de singularidades, por la espera lógica de una misa exequial o por su rechazo o, en último término, por el hecho de que la Iglesia católica, como cualquier otra institución eclesial, no ostenta ya, en la práctica, el monopolio exequial. En otros tiempos, la preocupación por la situación en el "más allá" como una forma especial de recuerdo jugaba un papel decisivo. Hoy se trata, la mayoría de las veces, de una preocupación por el "más acá". El deseo de mantener el recuerdo busca hoy formas de expresión que ya no están reguladas por la sociedad. En consecuencia, la cultura del duelo y del dolor se busca sus propios caminos. Por ello, desde la comprensión cristiana de la muerte y resurrección, ha llegado la hora de ir desarrollando una terapia práctica de esperanza en la sociedad actual. La tendencia individualista hay que contrarrestarla con la respuesta personalista. Hay que oponerse con toda claridad a la tendencia de privatizar la cultura funeraria. La esperanza indeleble de que los muertos viven, ha de marcar toda la ética cristiana del duelo. Esta ética no se halla vinculada, por principio, a determinadas formas culturales, sino que está abierta a nuevas formas de expresión. La contribución más importante del cristianismo en este campo es seguir manteniendo viva la pregunta sobre los difuntos y su suerte: los cristianos recuerdan, hacen memoria de sus muertos, porque viven, no para que vivan. El cristianismo, en cuanto responsable de una memoria constante en la cultura de los pueblos, reconoce en la Iglesia a la comunidad que ha sido capaz de guardar esa memoria de los muertos a través de todas las vicisitudes de la historia. El sentido de esperanza, la vivencia de las comunidades cristianas y su praxis en la memoria de los difuntos, conservada en la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, son un bunker infranqueable contra cualquier tendencia que intente "deshacerse técnicamente de los muertos como una mercancía". Esto sin embargo sólo será posible mediante una nueva y sólida evangelización, que es la que hará que se conserve y perdure el concepto de memoria cristiana de los difuntos en la sociedad. En la doble visión del cuerpo (desprecio o culto) que ha imperado a lo largo del tiempo, tanto la antropología cristiana como la ética, la escatología y sobre todo la homilética, son las que tienen la tarea de encontrar, en una acción concertada, las afirmaciones que expresen adecuadamente hoy la dignidad de los muertos y la esperanza cristiana en la resurrección. Es más, los distintos campos de la teología están llamados a trabajar en esta parcela de manera especial. Asimismo, las diferentes áreas de la acción eclesial en este campo tienen necesidad de una nueva orientación en lo que toca a la relación con los muertos y con los familiares que quedan y pasan por este trance. Las áreas son éstas: la predicación y el modo de afrontar el tema del duelo en la liturgia y en la homilía; la relación que guardan con la situación de la muerte los textos que se emplean en la pastoral y en la celebración; el encuentro sano y sanador con los familiares afligidos y una constante cualificación de las personas que se implican en la pastoral del dolor y funeraria; el fomento de una cultura marcada por el sello cristiano en todo el ámbito de los cementerios, decoración de las sepulturas, de los recordatorios y de la memoria de los difuntos. La creciente importancia que está adquiriendo

"arte de vivir la vida lleno de gozosa piedad y fecundidad salvífica". Este estilo vital y vitalista no sólo alentaba a meditar serenamente sobre el morir y a prepararse activamente para bien morir, sino que al mismo tiempo actuaba como fuente de energía para afrontar la tarea diaria con tal pulcritud y perfección que otorgaba a la existencia el gozo del deber bien hecho y la paz trascendente de haber acertado con el hermoso sentido de la vida abierta al futuro. Por desgracia, tal actitud no sólo es contemplada como caduca y arcaica en el contexto social, sino que es vituperada y ridiculizada en el "discurso cultural dominante" de nuestro tiempo. Llegados aquí, no habría que perder de vista, sin embargo, las acidas consecuencias que acarrea esta praxis, a saber: es un ataque irreflexivo a una venerable tradición humana y cristiana; desconcierta al hombre, que no puede vivir (nunca mejor dicho) con el miedo metido en el cuerpo (porque sabe que tiene que morir) y no sabe qué hacer con él; desorienta el desarrollo del hombre que se encuentra con el don más preciado - l a v i d a - y no sabe para qué; plantea gravísimos interrogantes al cristiano y a la Iglesia que no sabe cómo celebrar aquello en lo que no se cree; desubica a los pastores que tienen el grandísimo reto de favorecer los elementos centrales de una cultura verdaderamente humana (con la salvaguarda de la persona) y el de adecuar un "Ars moriendf'-"Ars vivendi" para no dejarlo todo (sacramentos de la curación y el viático) para el último momento; y desactiva a la postre la celebración del entierro porque se encuentra con un sujeto cuya pregunta ridicula pero real es: "¿qué hacemos con el muerto?". El problema es muy grave; son muchos los factores y agentes implicados: sociedad, Iglesia, fe, religiones, persona, hombre. Si, por lo visto, nuestra cultura afecta a la actitud ante la muerte, la forma de enterramiento, el duelo y la memoria, quiere ello decir que es precisa una nueva cultura funeraria (cristiana), que ha de salvaguardar la dignidad de la persona, la piedad (en el sentido más amplio), el duelo, el acompañamiento en el dolor y en la esperanza, la oración comunitaria (casa del enfermo), el testimonio de la resurrección y la memoria.

4. Por una cultura funeraria digna El cambio, en el campo de la cultura funeraria, es patente. Y los motivos están a la vista, a saber: la confrontación entre la religión cristiana y la sociedad, la aparición de las nuevas cosmovisiones, la separación de la Iglesia y del Estado y el derecho actual a la libertad religiosa. Este cambio se ha producido últimamente con una celeridad inusual. Y no obstante este pluralismo creciente de los sistemas de interpretación religiosa por parte de los individuos que se está operando, la Iglesia católica permanece aún como "una oferta solvente", reconocida por la sociedad, en lo que se refiere a la defunción, muerte e inhumación. Se trata, pues, de seguir manteniendo la auténtica imagen de la Iglesia en medio de unos estilos y modos de pensar seculares, niveladores y sincretísticos, para responder a las expectativas de los hombres que pasan por el dolor ocasionado por la muerte. Pero se trata también de un modo de entender y enfrentarse y tratar y corresponder con suma delicadeza y respeto a estas situaciones. Reacciones fundamentalistas y reductivas no son de recibo ni se avienen con la misión fundamental de la Iglesia, que es de diaconía en todo este campo de la cultura funeraria, y dejan mal sabor de boca y dolorosas huellas y recuerdos desagradables en la gente. El reto que se le plantea a la Iglesia católica hoy es dar un fuerte testimonio de fe en este campo tan sensible, y con circunstancias distintas. Para ello, como siempre, ha de partir del

difunto para llegar a los familiares. Por tanto, una liturgia exequial no puede ser ante todo una celebración triste o una especie de ritual terapéutico para brindar consuelo a los parientes afligidos. Pero tampoco ha de olvidar su componente sanador. La situación pastoral y litúrgica está caracterizada por grandes diferencias y desajustes, por la exigencia de un servicio "debido", por el deseo de individuación y de singularidades, por la espera lógica de una misa exequial o por su rechazo o, en último término, por el hecho de que la Iglesia católica, como cualquier otra institución eclesial, no ostenta ya, en la práctica, el monopolio exequial. En otros tiempos, la preocupación por la situación en el "más allá" como una forma especial de recuerdo jugaba un papel decisivo. Hoy se trata, la mayoría de las veces, de una preocupación por el "más acá". El deseo de mantener el recuerdo busca hoy formas de expresión que ya no están reguladas por la sociedad. En consecuencia, la cultura del duelo y del dolor se busca sus propios caminos. Por ello, desde la comprensión cristiana de la muerte y resurrección, ha llegado la hora de ir desarrollando una terapia práctica de esperanza en la sociedad actual. La tendencia individualista hay que contrarrestarla con la respuesta personalista. Hay que oponerse con toda claridad a la tendencia de privatizar la cultura funeraria. La esperanza indeleble de que los muertos viven, ha de marcar toda la ética cristiana del duelo. Esta ética no se halla vinculada, por principio, a determinadas formas culturales, sino que está abierta a nuevas formas de expresión. La contribución más importante del cristianismo en este campo es seguir manteniendo viva la pregunta sobre los difuntos y su suerte: los cristianos recuerdan, hacen memoria de sus muertos, porque viven, no para que vivan. El cristianismo, en cuanto responsable de una memoria constante en la cultura de los pueblos, reconoce en la Iglesia a la comunidad que ha sido capaz de guardar esa memoria de los muertos a través de todas las vicisitudes de la historia. El sentido de esperanza, la vivencia de las comunidades cristianas y su praxis en la memoria de los difuntos, conservada en la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, son un bunker infranqueable contra cualquier tendencia que intente "deshacerse técnicamente de los muertos como una mercancía". Esto sin embargo sólo será posible mediante una nueva y sólida evangelización, que es la que hará que se conserve y perdure el concepto de memoria cristiana de los difuntos en la sociedad. En la doble visión del cuerpo (desprecio o culto) que ha imperado a lo largo del tiempo, tanto la antropología cristiana como la ética, la escatología y sobre todo la homilética, son las que tienen la tarea de encontrar, en una acción concertada, las afirmaciones que expresen adecuadamente hoy la dignidad de los muertos y la esperanza cristiana en la resurrección. Es más, los distintos campos de la teología están llamados a trabajar en esta parcela de manera especial. Asimismo, las diferentes áreas de la acción eclesial en este campo tienen necesidad de una nueva orientación en lo que toca a la relación con los muertos y con los familiares que quedan y pasan por este trance. Las áreas son éstas: la predicación y el modo de afrontar el tema del duelo en la liturgia y en la homilía; la relación que guardan con la situación de la muerte los textos que se emplean en la pastoral y en la celebración; el encuentro sano y sanador con los familiares afligidos y una constante cualificación de las personas que se Implican en la pastoral del dolor y funeraria; el fomento de una cultura marcada por el sello cristiano en todo el ámbito de los cementerios, decoración de las sepulturas, de los recordatorios y de la memoria de los difuntos. La creciente importancia que está adquiriendo

el guardar el cadáver en las funerarias hace necesario adecuados "espacios de despedida" no sólo aquí sino también en las Iglesias, clínicas, hospitales o en las residencias de ancianos y centros gerontológicos, aquellos lugares en donde se muere y en donde los familiares del difunto pueden despedirse del difunto en paz una vez que ha tenido lugar la muerte. Después del Concilio Vaticano II, la liturgia exequial reclama una mayor implicación y compromiso de la comunidad parroquial a fin de salir al paso de ese distanciamiento y de esa falta de comprensión de bastante gente sobre la celebración exequial de la Iglesia. Aquí priva de modo especial el testimonio de fe de la comunidad eclesial. Los voluntarios tienen una gran tarea en este campo de cara a purificar la imagen y presentar un rostro genuino de un acompañamiento cristiano en la hora de la muerte, en la celebración del entierro, en la pastoral del duelo y en la cultura de la memoria, aportando un testimonio específico de fe en medio de actitudes crecientes cada vez más caprichosas en lo que respecta a las expresiones religiosas. Se trata de una imagen conforme al Evangelio y al propio tiempo de una imagen auténtica, una imagen comprendida y comprensible que deje huella.

5. Nuevos retos Es innegable que nos hallamos ante una situación nueva. Son palpables las grandes y decisivas transformaciones que se han producido en lo que se refiere a la cultura funeraria y a las consiguientes formas, expresiones de duelo y comportamientos ante la muerte. Y frente a tales situaciones, cambios y modos que se van imponiendo tiene la Iglesia y la sociedad una tarea importante que hacer. Ante todo, se impone una reflexión muy seria que analice las causas, valore las distintas situaciones y trate de realizar una acción conjunta. Una así llamada cultura del entierro y del duelo se mantiene o se pierde, es decir, depende de la solidaridad que los vivos ponen en práctica para con el difunto y para con sus familiares. También para nosotros vale la palabra del político griego Pericles: "A un pueblo se le valora y mide por el modo como trata y entierra a sus muertos". Esto vale también y sobre todo para las comunidades cristianas que han de tener claro que ante la nueva evolución del sistema funerario las posibilidades de influencia de la Iglesia son cada vez menores. Por lo que todo ello ha de llevar a una reflexión y a un cambio de mentalidad y a una nueva orientación en lo que se refiere a la praxis y pastoral funerarias. Porque la fe y la praxis existencial cristiana pueden hacer una aportación decisiva en lo que se refiere a la conducta y comportamiento con el difunto y familiares, al igual que de cara a la humanización y la cultura funerarias. Para ello, como la historia es maestra de la vida, bueno será acercarse a ella y extraer la lección de la historia.

(Nota: Esta reflexión se apoya, en gran parte, en los textos e intuiciones de un documento de la Conferencia episcopal alemana titulado: Die Deutschen Bischofe, Tote begraben und Trauernde trósten. Bestattungskultur im Wandel aus katholischer Sicht, nr.81, Bonn 2005).

1. Las constantes desde la historia de las religiones Consideración del hecho de morir. A lo largo de toda la historia de la humanidad, la muerte, debido precisamente a su carácter enigmático y misterioso, no ha dejado nunca indiferentes a los hombres. El hecho del morir ha sido constantemente objeto de reflexión, con dos vertientes: la misma circunstancia de la muerte y lo que viene tras ella, el más allá. Y al amparo de este hecho se han ido desarrollando una serie de códigos, pautas y modos de comportamiento en relación con los moribundos y los muertos. Temor

reverencial.

Inicialmente, como lógica reacción ante lo imprevisto e insólito -la no-vida-, domina un temor reverencial que se explicaba, de un lado, porque se creía que un hecho así podría acarrear desgracias; y de otro, porque se pensaba que en el contacto con el muerto uno se volvía impuro. Favorecen esto además otros dos factores de tipo moral: primero, el deseo innato de ayudar y acompañar al moribundo en su desvalimiento; y segundo, ocurrida la muerte, la solicitud por tratar, con una actitud llena de piedad, el cadáver desprovisto del alma. La fe en una vida tras la muerte fortalecía aún más esta tendencia, porque se tenía la firme convicción de que el muerto advierte y ve todo, y había miedo, por tanto, de que el difunto, ante un posible maltrato, pudiera regresar y vengarse de los vivos; de ahí que se ponía todo el interés por facilitarle el tránsito al más allá a la vez que su integración en el reino de la muerte y de los muertos. Fue así, en este contexto, como fueron surgiendo una gran cantidad de usos y ritos funerarios, que en las diferentes culturas, por la misma naturaleza de la cosa, muestran ciertas similitudes lógicas, hábitos y usos que se han ido transmitiendo con sumo cuidado de generación en generación. Usos y ritos funerarios. Como regla general, hay una especie de ritual para con el cadáver que consta de los siguientes elementos: • • • •

Preparación del cadáver: lavarlo, vestirlo con traje y zapatos, ungirlo, momificarlo; amortajamiento y duelo por el muerto; traslado al cementerio e inhumación: enterramiento o incineración.

La serie de dones, alimentos y ofrendas que aparecen en el sepulcro permiten conocer la fe de cada pueblo.

I 2. Los usos y ritos fúnebres entre los griegos y romanos Con anterioridad a la perspectiva global de la cultura funeraria en la historia de las religiones, son de singular interés, de cara a una mejor comprensión del ritual cristiano de la muerte, los usos y costumbres funerarios de griegos y romanos.

En Grecia Los primeros datos acerca de las costumbres de duelo que regían en la cultura griega nos los proporciona el mismo Homero, al describir el llanto fúnebre por Patroclo y la posterior

incineración de su cadáver. Así, al duelo por los muertos pertenecía el llanto, el darse golpes de pecho, mesarse los cabellos, echarse polvo en la cabeza, arrojarse al suelo, cortarse el pelo, que después se echaba a la hoguera donde se incineraba el cadáver.

En Roma El ritual constaba de tres pasos. Primer paso: En el mismo momento de la muerte, el ritual comprendía toda esta serie de ritos: -

Colocación del enfermo moribundo en el suelo para que sintiera la mayor cercanía al despedirse de la "madre tierra";

-

el beso, en el último momento de su suspiro, por parte del pariente más próximo, que era el que le cerraba los ojos y la boca;

-

la "conclamatio", que consistía en llamarfuerte al difunto por su nombre inmediatamente después de espirar;

-

el lavado del cadáver y la unción consiguiente con esencias de perfume;

-

el embalsamiento provisional;

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la vestición del cadáver con vestiduras de fiesta;

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la coronación y colocación, como entre los griegos, de una moneda en la boca para que en el Hades pudiera pagar al revisor del barco (Carón) a la hora de hacer la travesía sobre el lago Estigia;

-

el amortajamiento del cadáver en el atrio (Atrium) de la casa;

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el adorno del lecho mortuorio con coronas, flores y luces;

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la quema de incienso;

-

el rito de apagar la lumbre del fogón;

-

el comienzo del llanto fúnebre, protagonizado por las mujeres y que consistía en: darse golpes en el pecho, arañarse las mejillas, mesarse los cabellos y los vestidos y proferir gritos.

La duración de la estancia y el consiguiente velatorio del cadáver en el atrio (Atrium) era más o menos larga según la categoría social del difunto. Segundo paso: El funus, el verdadero entierro. La comitiva vestía trajes negros como signo de luto, aunque también se admitía el rojo (que es hoy el color de luto en el entierro de los Papas). El cortejo fúnebre, la pompa, procedía de esta manera: -

Salida de la casa del difunto (con frecuencia muy de mañana) hacia el lugar de enterramiento fuera de la ciudad;

-

laudatio funebris o discurso laudatorio de la persona fallecida y entierro o incineración del cadáver.

-

En los casos de una personalidad de relieve público, el cortejo fúnebre pasaba por el Forum (foro romano) donde tenía lugar la laudatio y se le honraba con cantos.

Tercer paso: El post-entierro. Inmediatamente, tras el entierro, se hacía una ofrenda sacrificial por el alma del muerto (en general, un animal negro), se permanecía allí durante todo el día del sepelio y al final, cerca de la hoguera de la incineración o en casa, se celebraba el banquete; en éste se tenía un recuerdo especial por el difunto al que se hacía presente mediante su Cathedra (una silla) y para el que se ponía también comida. En el tiempo de duelo por el difunto, dependiendo de su duración, se repetían las ofrendas sacrificiales por el muerto y los banquetes en los siguientes días: 3, 7. (9), 30. (40) y sobre todo en el día del aniversario en el mismo lugar de la tumba (por lo que se refiere a los alimentos que se llevaban para el difunto, parte de ellos se le ofrecían como 'sacrificio', mientras que el resto era destruido por los familiares). Cenotafio: es el lugar que se erigió cuando uno moría en el extranjero y no podía ser trasladado a su patria, al objeto de asegurar el culto a los muertos que correspondía a toda familia romana. En todos estos hechos se trata de las muestras de caridad y gratitud para con el difunto y los difuntos que exigía la pietas (piedad) romana.

3. El testimonio de la Sagrada Escritura Frente al entorno pagano del cristianismo, el testimonio escriturístíco se revela con una serie de notas, en parte, singulares, referidas a la vida, a la oración por los difuntos y al comportamiento en el entierro, en el duelo y sus expresiones. La vida como regalo supremo. En el AT aparece la vida como el regalo supremo de Yahvé -"fuente de la vida"- (Sal 36, 10) al hombre (cf. Gen 2,7). Además se trata de una vida larga como prueba de la salvación de Dios (cf Sal 91,16). Constantemente está el hombre pidiendo a Yahvé que le conserve la vida aquí en la tierra (cf Sal 21,5; 119,17.37.88.116.149; 143,11), porque la pérdida de la vida en la muerte, a pesar de que haya que plegarse a los planes de Dios, Señor de la vida y de la muerte (cf 1 Sam 2,6; Job 1,20), se entiende como ser arrancado de las manos de Dios (cf Sal 88,6), como una caída en el abismo, el reino de las sombras del Seol, donde ya nadie puede alabar a Dios (cf Sal 6,6). Sin embargo, poco a poco se va imponiendo la convicción de que Dios es el que mantiene al justo con su mano, también en la muerte, y le recibe en la gloria (cf Sal 73,23s.); de que salva a su siervo de la muerte para que viva (cf Is 53,10-12); de que "las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sab 3,1) y de que por fin al justo le espera la resurrección de su cuerpo (cf Dan 12,13; 2 Mac 12,43s.; 14,46). La oración por los difuntos. Hacia el final de lo que podíamos llamar la era precristiana, es decir, unos años antes de la venida de Cristo, crece la certeza de que la oración por los difuntos tiene pleno sentido. Así, en la guerra contra los Idumeos cayeron algunos judíos del ejército de los Macabeos; la razón fue que bajo sus túnicas se encontraron algunos amuletos. Por ello se celebró un acto de culto en el que se pidió por el perdón de los pecados de estos soldados. Además Judas Macabeo hizo una colecta que envió a Jerusalén para que en el templo se ofrecieran sacrificios de reparación. Esta acción viene motivada por la fe en la resurrección: "Porque si él no hubiera creído que los muertos habían de resucitar, habría s/do ridículo y superfluo rezar por ellos" (cf 2 Mac 12, 39-45). Y es que en el tiempo veterotestamentario precedente no era

corriente la oración por los hombres que habían ido "a reunirse con sus padres" (Gen 25,8; 49,33; Núm 20,26 Deut 32,50). La solicitud por los moribundos y por los muertos no tenía expresión alguna en una serie de actos de cultos por ellos. En el NT encontramos la oración de Jesús referente a la hora de su muerte tomada del salmo 31,6 y la oración de San Esteban con el mismo tenor; ambas están sostenidas por la fe en la resurrección y por la comunión con Dios más allá de la muerte. Y no obstante, aún siendo esto así, el NT no nos ha dejado en ningún lugar el testimonio de la oración de otros por los moribundos y por los difuntos. Ahora bien, la idea de que los vivos pueden cooperar a la salvación de los difuntos es algo que no les era ajeno a las comunidades de los primeros cristianos. Esto está claro por ejemplo en la costumbre que menciona la primera carta a los Corintios (5,29) de poder bautizarse en beneficio de los muertos. Pablo, por su parte, advierte que esto no tiene sentido si no se cree en la resurrección. Esta misma convicción de que se puede cooperar a la salvación de los difuntos parece que está también detrás del deseo que aparece en la segunda carta a Timoteo 1,18 de que Onesíforo "encontrará misericordia ante el Señor en el día del juicio". El entierro. Para todo el arco de tiempo que abarca ambos testamentos (el AT y el NT) puede valer como máxima, en lo que se refiere al comportamiento con los difuntos, sobre todo en lo que respecta a su entierro, la palabra que aparece en el libro de Jesús Sirach, a saber: "A los muertos no les niegues tu piedad' (Eclo 7,33). De ahí que enterrar a los muertos sea considerada fundamentalmente como una obra de misericordia (cf Tob 1,18; 2,3-7; 12,12s.). Incluso el enemigo (cf Jos 8,29; 10,26s.2 Sam 21,13s.; Am 2,1), el malhechor (1 Re 13,29s.) y el condenado a muerte (cf Deum 21,22s.) -y por ende también Jesús (cf Mt 27,58), Juan Bautista (cf Mt 14,12) y San Esteban (cf Hech 8,2)-todos ellos tienen derecho a ser enterrados en la tierra de la que fueron formados (cf Gen 3,19), aunque también hay que decir aquí que el que moría como consecuencia de una falta muy grave, podía ser incinerado (cf Gen 38,24; Lev 20,14;21,9; Jos 7,25). La palabra del Señor que dice:"Dey'a que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios" (Le 9,60; cf Mt 8,32) no hay que entenderla en ningún caso para el tiempo del NT como una despreocupación y rechazo del cadáver de los difuntos; la intención de la frase es muy otra y quiere decir que la llamada al seguimiento de Jesús tiene la primacía sobre la piedad para con los propios padres muertos. En todo esto, una cosa es clara: del análisis de los diferentes escritos neotestamentarios, no puede deducirse que Jesús criticara las formas judías de enterramiento y los distintos usos y costumbres con que se honraba a los muertos. Al revés, el mismo Jesús, pocos días antes de su muerte, se dejó ungir por la Magdalena con un carísimo perfume de nardo y entendió aquel acto como el gesto apropiado de cara a su entierro que iba a llegar muy pronto (cf Me 14,8 y par). Más aún, una vez que murió Jesús, todo fueron tentativas y esfuerzos por recoger su cuerpo y dar una digna sepultura a su cadáver (cf Jn 19,38-42 y par; Me 16,1 y par). Jesús fue enterrado "siguiendo la costumbre judía de sepultara los muertos" (Jn 19,40). Conforme a esta costumbre había que cerrar los ojos al difunto (cf Gen 46,4), darle un beso (cf Gen 50,1), lavar el cadáver (cf Hech 9,37), envolverlo "con vendas de lino bien empapadas en una mezcla de mirra y áloe" (Jn 19,40, cf Me 15,46 y par; 16,1; Jn 11,44; cf también Me 14,8 par) y colocar un sudario en la cara del muerto (cf Jn 11,44; 20,7). Acto seguido, tenía lugar

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el amortajamiento y colocación en un lugar noble de la casa (cf Hech 9,37), el duelo y llanto fúnebre en el que participaban flautistas (cf Mt 23 par) y el traslado del cadáver (la mayoría de las veces al día siguiente) (cf Hech 5,6), en unas andas, al sepulcro (cf 2 Sam 3,31; Le 7,12.14). El mismo entierro tenía lugar a veces usando bálsamo y cremas (cf 2 Cro 16,14). El embalsamiento de Jacob y de José, sin embargo, y el uso de un ataúd para José (cf Gen 50,2s. 26) correspondían a los usos egipcios. En el camino hacia la sepultura, durante el mismo entierro y después incluso (cf Jn 11,31,33) seguía el llanto fúnebre, como lo prueba el llano del mismo Jesús tras el entierro de Lázaro (cf 11,35). El tiempo previsto para el duelo.

Sin incluir los días de la muerte y del entierro, el duelo duraba generalmente siete días (cf Gen 50,10: 1 Sam 31,31; Jdt 16,24; Eclo 22,12), en el caso de personalidades muy significativas, 30 días (cf Núm 20,29; Deut 34,8), mientras que por ejemplo los egipcios hicieron duelo por Jacob durante 70 días (cf Gen 50,3) y Judit hizo duelo durante toda su vida I por su marido (cf Jdt 8,5s.). En el AT uno se entregaba sin ningún reparo a un duelo con tintes de desesperación y de profunda tristeza. Así: se rasgaban los vestidos (cf Gen 37,29.34; Sam 1,11; 3,31; Job 1,20), se quitaban las sandalias y el turbante (cf Ez 24, 17.23), se tapaban el rostro (cf 2 Sam 19,5), • se echaban polvo y ceniza en la cabeza (cf Jdt 9 , 1 ; Job 2,12), se ceñían un sayal (cf Gen 37,34; 2 Sam 3,31) y se renunciaba al cuidado del cuerpo con perfumes y demás (cf 2 Sam 14,2). Como signo de duelo se ayunaba (cf 1 Sam 31,13; 2 Sam 1,12; 3,35; Jdt 8,6), se partía el pan del duelo y se ofrecía la copa de la consolación (cf Jer 16,7, Ez 24,17.22) y se lloraba (cf Gen 23,2; Núm 20,29; Deut 34,8; 2 Sam 1,12; 3,32.34; 1 Mac 9,20). Las expresiones de duelo por

el difunto.

Era norma fija del ritual que había que observar (cf Gen 23,2; 50,10; 1 Sam 2 5 , 1 ; 28,3; ' 2 Sam 11,26; 1 Mac 9,20) y que consistía, según la antigua normativa, en darse golpes en el pecho (cf Is 32,12), entonar después bien alto elegías (cf 1 Re 13,30; Jer 22,18; 34,5; Am | 5,16), llamar al difunto pronunciando su nombre (2 Sam 19,1.5) o cantar lamentaciones cada vez más largas (cf 2 Sam 1,19-27; 3,33s.). En todo este ceremonial participaban hombres y sobre todo mujeres que tenían esto como profesión (cf 2 Cro 35,25; Jer 9,16.19; A, 5,16). Por ley solamente se condenaban todos aquellos usos que tenían que ver con los ritos paganos de las lamentaciones y que consistían en raparse la cabeza y la barba y producirse heridas en el propio cuerpo (cf Lev 19,27; 21,5; Deut 14,1). Durante el tiempo neotestamentario no fueron desapareciendo todos estos ritos y costumbres. Por ejemplo, unos hombres piadosos hicieron "gran duelo" por Esteban (cf Hech 8,2). Una costumbre que se ha mantenido como un acto de recuerdo desde los tiempos de la Biblia hasta nuestros días es el ayuno como signo de duelo. Jesús mismo lo señaló para el tiempo en que "se lleven al novio" (cf Mt 9,15) y la Iglesia lo ha conservado y lo pone j en práctica todos los años en el tiempo de Cuaresma y, sobre todo, en el día de Viernes y Sábado Santo (cf SC 110; Norm ALC 20). La fe en la resurrección y la consiguiente esperanza i no excluyen de ninguna manera el dolor y el duelo por el difunto, si bien le dan una nueva significación, que por ello reclama y hace posibles y necesarias otras formas de duelo. Los cristianos no deben hacer duelo "como los que no tienen esperanza", porque "a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con El" (1 Tes 4,13s.).

En la historia de la liturgia funeral y exequial cristiana cabe distinguir estos cuatro estadios: La solicitud por los moribundos y por los muertos 1) en la antigüedad cristiana, 2) en la reglamentación litúrgico-pastoral más primitiva que se conserva de la liturgia romana (s. VIIVIII), 3) en el Ritual Romano del 1614 y 4) en el actual Ritual de exequias (1969).

1. La antigüedad cristiana Un análisis de las afirmaciones del NT al respecto lleva a estas dos conclusiones: primera, que no existe una diferencia esencial entre lo que hacían antiguamente los judíos y lo que hacen los cristianos con sus muertos; y segunda, que se había producido, sin embargo, un cambio cualitativo fundamental con relación a la muerte, debido a la fe en la resurrección de Cristo y a la consiguiente la esperanza en la propia resurrección. La prueba más clara nos la suministran los relatos evangélicos que nos hablan de la resurrección de personas devueltas a la vida y cuya muerte califica Jesús como sueño (cf Me 5,39 y par; Jn 11,11-13). Esta misma convicción justifica la calificación del lugar de la sepultura como cementerio (lugar del sueño). Además fue interpretada la muerte como una vuelta al hogar, como una salida al encuentro de Cristo (cf Flp 1,23) o como "una puesta del sol (de la vida) de este mundo para amanecer en Dios" (Ignacio de Antioquía, Rom. 2,2), es decir, como un tránsito a otra vida mejor. El cristiano debía enfrentarse a la muerte como el último acto de su Pascua, de su participación en la muerte y resurrección de Jesús y en consecuencia como la consumación de lo que había comenzado en el signo sacramental del bautismo. En el entorno helenístico del cristianismo primitivo se afrontaba con muchas reservas sobre todo el mensaje de la resurrección (cf Hech 17,32), razón por la que hubo de predicarse con especial claridad a las primitivas comunidades (cf 1 Cor 15; 1 Tes 4,13-18). Porque "sólo esta fe es la que diferencia y distingue claramente a los cristianos de los demás hombres" (San Agustín, Sermón 215,6). Esto explica la praxis con los primeros cristianos convertidos del paganismo a quienes se exigía cambiar radicalmente de actitud frente a la muerte y a ciertas conductas con relación a los muertos que no se podían sostener en cristiano. Por ejemplo, desde el principio, se prohibió la incineración y se exigió el sepelio en tierra a ejemplo de Jesús. Minucio Félix defiende el sepelio en tierra como "la costumbre antigua y mejor". Por otra parte, tuvieron que renunciar a aquellos usos paganos que podían tener ciertas coincidencias con el culto a los ídolos. Por ejemplo, el uso de la coronación de los muertos, que los primeros escritores cristianos compararon con la coronación de las imágenes de los dioses paganos. Incluso podía interpretarse como una burla de la coronación de espinas de Cristo. El cristiano difunto tenía otra corona, la corona de la victoria otorgada por Dios (cf 1 Cor 9,25; 2 Tim 4,8; Sant 1,12; 1 Petr 5,4; Apoc 2,10; 3,11). Por idéntico motivo se rechazaron al principio los cirios en las celebraciones del funeral porque también en el culto a los ídolos se usaban cirios y antorchas, uso que ya se permitió desde el s. III, aunque acentuando expresamente la motivación cristiana, a saber, como signos de alegría y como signos para Cristo (cf Jn 8,12) y los cristianos (cf Mat 5,14; Ef 5,8). No fue tan fácil, sin embargo, la sustitución de otros elementos importantes de las celebración de los judíos y paganos como las expresiones de duelo (llanto fúnebre, lamentos, cantos...), que tenían lugar en la casa del difunto y seguían durante el velatorio y el traslado

del féretro hasta que no se encontró un sustituto, como fue la paulatina introducción de los salmos, las lecturas y la oración que subrayaban claramente la comprensión de la muerte marcada por la fe pascual. Fue ésta una conquista pastoral preciosa. El canto de los salmos desalojó aquellos gritos y lamentos y aquellos desgarros salvajes de dolor impropios de un cristiano para abrir el camino a la alegría pascual que sabe que la muerte no es el final de la vida sino el nacimiento a una nueva vida, que el día de la muerte es el dies natalis. San Jerónimo habla ya del canto de los salmos y de los himnos durante los funerales como una tradición cristiana. Además del canto de los salmos fue adquiriendo cada vez más importancia la oración y el funeral se convirtió poco a poco en una celebración participada no sólo por los parientes más cercanos sino por una comunidad cada vez mayor. Esta costumbre de los salmos, lecturas y oraciones se fue extendiendo a los aniversarios, para los que sirvió de canon la celebración del aniversario de los mártires. Como la muerte ya no se veía como el final de la vida sino como la frontera entre dos mundos, podía convertirse la oración que se hacía por los moribundos antes de su muerte con toda naturalidad en oración de petición para los difuntos, oración que ya tampoco terminaba con el sepelio. De ahí que los Santos Padres recomendaran con insistencia la oración y el sacrificio, la limosna y la celebración de la Eucaristía por los difuntos. Se sabía que estaban ante "el tribunal de Dios" (1 Cor 5,10) y nadie osaba creer que todo el mundo tras su muerte se encontraba ya salvado y que habían llegado a la inmediata cercanía de Dios y gozaban ya de la plena comunión del Resucitado. Esto no obstante, a pesar de la impronta de los ritos funerarios por el cristianismo y del paulatino desarrollo de una liturgia funeraria y exequial cristiana propia, los predicadores cristianos tuvieron que luchar una y otra vez, a brazo partido contra las costumbres y usos paganos en la expresión del duelo. Incluso, en algún caso, tuvieron que tomar claramente postura en contra de los cristianos que como los paganos hacen idéntico velatorio, se ponen sortijas y anillos en las manos, se mesan los cabellos, se rasgan las vestiduras, se arañan las mejillas y se golpean el pecho hasta hacerse cardenales; asimismo de que visten a los muertos con vestidos exageradamente caros y de que los familiares portan impecables trajes negros, cuando el muerto en la otra vida está revestido de vestidos blancos (cf Apoc 3,5; 6,11; 7,9) Una y otra vez, sobre todo en Occidente, sacerdotes, obispos y sínodos tuvieron que oponerse a la participación de las plañideras paganas alquiladas por las familias y a la organización de estos ritos paganos de duelo por señoras cristianas. a

En una valoración final podemos destacar estas notas: 1 ) en los funerales los cristianos se distancian claramente de las costumbres y ritos judíos y paganos en estos dos casos: primero, cuando las costumbres de ambos se oponen a la fe en la resurrección; y segundo, cuando los usos tomados por los cristianos de los paganos puedan dejar entrever la menor alusión al culto a los ídolos. En lo demás se apoyan claramente en los usos y costumbres de su entorno lo que considera San Agustín algo muy positivo cuando dice: "Me parece que la nota del evangelista 'Jesús fue sepultado' no es casual, sino que ha querido decir que Jesús fue enterrado según la costumbre judía (Jn 19,40). De esta manera, si no me equivoco, lo que ha pretendido el evangelista es recomendar la diligencia por conservar las costumbres de cada pueblo a la hora de poner en práctica la piedad para con sus difuntos". 2 ) La solicitud, muy humana, para con los moribundos y difuntos era un deber grave de los más allegados cristianos. Más tarde se vio también como un deber de caridad de las comunidades donde vivían estas personas, que, incluso tras la muerte, seguían siendo miembros de la comunidad a

terrena. Tal diligencia cristiana tuvo su claro reflejo en la formación de la liturgia funeraria y exequial propia de la Iglesia. Esta solicitud pastoral, a diferencia de los usos paganos con los difuntos, se fue extendiendo entre los cristianos hasta el tiempo de la enfermedad previo a la muerte. Y tenía la noble intención de apoyar y facilitar ese tránsito decisivo de esta vida a la vida eterna. Toda esta acción pastoral culminaba en el entierro. Lo que pretendía la Iglesia con esta pastoral tan cuidada en pro de los moribundos y con la posterior liturgia exequial, empeñada en recalcar el sentido pascual de la muerte mediante la proclamación del mensaje de la resurrección, era esencialmente alcanzar este triple objetivo: liberar de la tristeza y desesperación a los parientes apesadumbrados y apresados por esta dolorosa situación; llevarles el consuelo de le fe y fortalecerlos en la esperanza cristiana.

2. La reglamentación litúrgico-pastoral más primitiva que se conserva de la liturgia romana (s. Vil-VIII). Si bien aparecen ya algunos elementos de este binomio -acompañamiento pastoral/ liturgia de exequias- en los testimonios de los Santos Padres y en otros documentos de la primitiva Iglesia, no existe, sin embargo, la descripción de un rito compacto de esta liturgia en los primeros siglos. La primera regulación litúrgico-pastoral conservada se remite a los siglos VII y VIII para el rito romano que es el que aquí interesa. A partir de la ordenación de los ritos que aparecen en este tiempo, puede seguirse la evolución habida en la Edad Media y contemporánea. A tenor de la normativa, servida por el n° 49 del Orden Romano, sobre la acción pastoral para con los difuntos (qualiter agatur in obsequium defunctorum), el orden completo de los ritos litúrgicos en la hora de la muerte y en la posterior liturgia funeral es el siguiente: -

Ante la proximidad de la muerte: Viático;

-

Hasta el momento de expirar: Lectura de la Pasión por un sacerdote o diácono;

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Tras la muerte: Responsorio "Subvenite" con el versículo Salmos: 114-115; 116A hasta el 120;

-

"Réquiem aeternam",

Oración,

-

Lavado del cadáver y amortajamiento: Sal

-

Procesión hasta la Iglesia: Sal 42/143...;

-

En la Iglesia: canto ininterrumpido de salmos y responsorios (más tarde va a ir evolucionando hasta el Oficio de difuntos, en el que se hacen lecturas de Job);

-

22;

Eucaristía,

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Procesión hasta el cementerio con cirios e incienso: Sal 118; ó 25/42...;

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Sepultura del cadáver,

-

Oración del sacerdote: Sal 42/43, ó 50/118;

-

Cierre del sepulcro.

Parece una liturgia gradual pensada para conventos, que, en su estructura, apenas difiere del ritual pagano de Roma.

De todos estos elementos los que merecen una especial atención son: 1) El viático, cuya primera noticia se remonta al concilio de Nicea que dice en su c. 13 que "si alguno va a salir de este mundo, no se le prive del último y más necesario viático" y que exige su cumplimiento porque se trata de una praxis muy antigua. San Justino (s.II) relata que los diáconos llevan la comunión a los que no pueden participar en la Eucaristía. Dignas de mención en todo ello son sus particularidades: se daba la comunión al moribundo inmediatamente antes de su muerte, incluso, si era necesario, varias veces al día. En Roma se insistía en que se le diera la comunión lo más tarde posible, incluso que tuviera la hostia en la boca en el mismo momento de la muerte. La razón es que nunca se quede sin viático porque "es defensa y ayuda en la resurrección de los justos" (cf Jn 6,54), ya que la Eucaristía "le va a resucitar" (OR 49,1). Lo que no se menciona es el rito a seguir a la hora de dar el viático. 2) La lectura de la Pasión (de San Juan) y las oraciones por el que está muriendo revelan que los cristianos entienden la muerte como un morir con Cristo, que vence a la muerte. Este sentido pascual se trasluce también en las oraciones sálmicas (Sal 114/115) que se refieren a un acontecimiento clave de la historia de la salvación, a saber, la salida de la esclavitud de Egipto y la entrada en la tierra de promisión, cuyos habitantes son llamados e invocados, en el Responsorio "Subvenite ("Venid en su ayuda"), para que salgan al encuentro del que llega. 3) Las oraciones que acompañan al moribundo: Recomendación del alma (que aparece en el Gelasiano, s. VIII) y las de la liturgia exequial le corresponden al sacerdote. 4) La Salmodia es una de las características de este antiguo Orden romano, puesto que está presente en todo el proceso: lavado del cadáver, amortajamiento, las procesiones a la Iglesia y al cementerio, y durante la celebración exequial. Sobre todo, en la vigilia del difunto en la Iglesia, se ora con salmos "sine intermissione", ininterrumpidamente. Se trata de una tradición muy antigua. Por ejemplo, San Agustín cantó, con sus familiares, el salmo 101, mientras velaba a su madre (Cfr. 9,12,31). Juan Crisóstomo habla de 3 salmos que se cantan durante el funeral (116A, 23 y 4) y que acentúan la confianza en Dios y el sentido pascual (114/115, 42, 93, 118), mientras que los que subrayan el carácter tétrico de la muerte (50 y 102) son más tardíos. 5) La celebración de la Eucaristía no se menciona en los documentos de esta época (s.VII-VIII). El que hubiera eucaristía dependía de dos condiciones: 1 ) la seguridad de que el cadáver de la persona era santo y templo del Espíritu, por tanto que se le podía tocar sin incurrir en impureza y que se podía transportar a la Iglesia sin que uno se hiciera impuro por ello; y 2 ) debía haber salas apropiadas (Iglesias) en los cementerios. La edificación de estos espacios (Iglesias) en los cementerios, junto a los sepulcros, remite, entre otras cosas, a los banquetes funerarios de los paganos que los cristianos habían asumido apoyándose en las citas de Tobías 4,17 y Romanos 12,13. Los Santos Padres se opusieron cada vez con mayor energía a esta praxis de los banquetes funerarios, entre otras cosas porque en ellos se producían desmanes con frecuencia. Por lo demás, ya en el s. II se celebra la Eucaristía junto al sepulcro antes del banquete funerario que sigue después en unión de los familiares. Con el tiempo, la eucaristía terminará sustituyendo a este banquete funerario. Donde, sin embargo, la multitud reunida era muy numerosa, era en la celebración de la eucaristía a

a

en memoria de los mártires. De este modo, la celebración eucarística en el sepulcro del mártir se convirtió en una celebración comunitaria, que, con la llegada de la paz constantiniana, dio origen a la construcción de las basílicas en estos lugares. Si se cumplían las dos condiciones, entonces se podía llevar el difunto a la Iglesia, celebrar la vigilia por el difunto y después la eucaristía. De esta forma se consiguió vincular a la comunidad a esta celebración. Con el tiempo, la celebración cristiana de los funerales va a culminar en la celebración de la Eucaristía. San Agustín nos dice que se celebró la eucaristía en la muerte de su madre Mónica, mientras que se encontraba el cadáver cerca del sepulcro. Advierte que es la costumbre de la Iglesia romana, pero que en su patria - Á f r i c a - existe otra costumbre, a saber, una vigilia de tres días y a continuación Eucaristía.

1. El Rituale Romanum (1614) Este ritual muestra una gran diferencia con el anterior. Mientras que aquél (s. VII-VIII) propugnaba un rito compacto, una única liturgia, éste aparece dividido en varias celebraciones. Ejemplo de lo dicho es que los elementos heredados del rito anterior se ubican en lugares completamente distintos. Así, el rito del viático no aparece como un rito de la liturgia de acompañamiento al enfermo moribundo, sino como una forma propia de la comunión de enfermos. En concreto, el Rituale Romanum consta de 9 títulos o partes. Para nuestro caso interesan los títulos V (Sacramento de la eucaristía), VI (Sacramento de la Extremaunción) y VII (Exequias de difuntos). He aquí sus secuencias: •





El Viático - esquema: -

Sacristía (revestirse los ornamentos);

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Altar (recoge la eucaristía);

-

Camino de la casa del enfermo;

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Entrada en la habitación del enfermo: asperges, oferta del sacramento de la Penitencia, Credo, Confíteor,

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Invitación a besar la cruz;

-

Rito de la comunión;

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Vuelta a la Iglesia;

-

Exhortación, bendición con el Santísimo, y reserva en el Sagrario.

La Extremaunción - esquema: -

Exhortación al enfermo (jaculatorias);

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Bendición apostólica "in articulo mortis" (indulgencia plenaria);

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Recomendación del alma (saludo, aspersión con agua bendita, mostrar la cruz para que la bese, encender una vela) con este contenido: letanía de los Santos, 8 oraciones, Pasión de San Juan con oración, Sal 118/119, 3 oraciones;

-

Oraciones antes y después de la expiración.

Las Exequias de difuntos discurren conforme a este contenido: -

Observaciones sobre el entierro;

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Negación del entierro;

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Orden del entierro;

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Oficio de difuntos;

-

"Absolutio" (pequeñas oraciones de bendición o fórmulas conclusivas de un rito o de una parte de un rito, que incluyen una petición de perdón (sin el cuerpo presente);

-

Observaciones sobre exequias de párvulos;

-

Exequias de párvulos.

Algunas notas sobre ciertos elementos del rito. 1) El Viático, debido a la comprensión de la piedad eucarística en la Edad Media, se reservó al párroco, lo que conllevaba, en muchos casos, el retraso en el tiempo y además se reinterpretó la Unción de enfermos como Extremaunión, lo que arrebató al viático el rango de sacramento de los moribundos. Para la comunión se le llevaba a casa o se traía al enfermo a la Iglesia. La fórmula era distinta de la fórmula de la comunión de enfermos y decía así: "Recibe, hermano/a, el viático del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, que te libre del enemigo malo, y te conduzca a la vida eterna". 2) Las oraciones de despedida y acompañamiento a los moribundos (8 en total), donde priman tres, las más antiguas y valiosas: la recomendación del alma, la así llamada "Proficiscere" (Sal, alma cristiana de este mundo) y la letanía. Éstas apenas si son valoradas por el Rituale Romanum, ya que en este tiempo priva lo sacramental: lo Importante es la recepción de los sacramentos. La única excepción es la Bendición apostólica 'in articulo mortis", unida a la concesión de la indulgencia plenaria, que sigue todavía tras el Concilio Vaticano II y cuya presencia, dado su carácter penitencial, es muy problemática. 3) El entierro: tras expirar el difunto, todo mira a la liturgia exequial, centrada en el entierro, dejando el resto (amortajamiento del cadáver...) para la esfera privada. El orden del entierro es el siguiente: -

Casa del difunto: levantamiento del cadáver;

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Traslado en procesión a la Iglesia;

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Oficio de difuntos (siempre que sea posible);

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Eucaristía;

-

"Absolutio" = Responso;

-

Procesión hasta el cementerio;

-

Sepultura del cadáver.

En general, hay que decir que el Rituale Romanum supone una gran conquista, aunque no deje de tener sus lagunas. Así, debido a la teología y espiritualidad dominantes, se va desvaneciendo el sentido pascual en pro de la idea del juicio y del purgatorio, con lo que toda la liturgia exequial queda configurada como una liturgia de intercesión y súplica a favor del difunto. La "Absolutio" o "Responso" (s. X) se repite, sobre todo si se trata de autoridades y dignidades del mundo civil o de la Iglesia hasta constituir, en el marco de la liturgia exequial, un elemento ritual muy importante de tipo penitencial. Al rito ha de corresponder el signo o símbolo, por lo que surge un ceremonial adecuado: ornamentos negros, decoración del templo con velos o crespones negros, túmulo, armazón de madera vestido de paños fúnebres y cubierto y adornado con insignias de luto y tristeza. En este contexto resulta claro que ya no se tiene en cuenta el carácter escatológico de la Eucaristía y todo el funeral queda marcado por la idea de reparación e intercesión. En buena lógica, los cantos han de adecuarse. La hermosa costumbre cristiana antigua de cantar salmos (ahora se imponen dos, el 50 y el 130) va cediendo a cánticos como la secuencia Dies irae, llenos de dramatismo tétrico y fúnebre. Y en la misma coordenada hay que enmarcar el Oficio de Difuntos con el mismo tenor lúgubre.

La única excepción es el entierro de niños donde resalta la alegría pascual en el uso de los ornamentos blancos así como en el canto de los Salmos 23,112, 118 y 148 y del Cántico de los tres niños.

2. El actual Ritual de exequias (1969) Desde hace tiempo se sentía la necesidad de una reforma a fondo del anterior ritual. Urgía desterrar definitivamente una serie de formas sociales y de usos ajenos a la liturgia que se habían introducido; y había que recobrar elementos esenciales, por encima de todos, el sentido pascual de la celebración de la muerte cristiana. En esta lucha destacó, sobre todo, el movimiento litúrgico, aunque hubo algunos esfuerzos previos en este sentido. Pero fue el Concilio Vaticano II quien determinó decididamente el cambio fundamental referente al acompañamiento pastoral y a la liturgia de exequias con prescripciones tan taxativas como éstas de Sacrosanctum Concilium: "Además de los ritos separados de la unción de enfermos y del viático, redáctese un rito continuado, según el cual la unción sea administrada al enfermo después de la confesión y antes de recibir el viático" (SC 74). "El rito de exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana y responder mejor a las circunstancias y tradiciones de cada país, aún en lo referente al color litúrgico" (SC 84). "Revísese el rito de la sepultura de niños, dotándolo de una misa propia" (SC 82). Condición indispensable para lograr esta renovación es observar esta regla fundamental de toda liturgia: "no se hará acepción alguna de personas o de clases sociales ni en las ceremonias ni en el ornato externo" (SC 32). Estos criterios tienen su traducción bien concreta en una serie de normas jurídicas, relativas al viático y al entierro. 1) El viático debe recibirse antes de la unción de enfermos, aunque se haya comulgado aquel día; también lo pueden hacer los familiares y amigos (dentro de la Eucaristía). Para el enfermo y los que le cuidan no se precisa el ayuno eucarístico; si se celebra la Eucaristía en casa, pueden recibirla bajo las 2 especies; el enfermo puede recibirla también sólo bajo la especie de vino, en caso de necesidad y fuera de la misa; puede llevársela un diácono; en peligro de muerte, también el ministro de la comunión. 2) El entierro (no se prohibe la cremación) ha de hacerse en lengua vernácula y con canto. La absolutio (responso) se hace sólo sobre el cadáver, no sobre el catafalco. Los cantos han de ser pascuales, los ornamentos morados y puede actuar de ministro un diácono o un laico con misión recibida del obispo. Los catecúmenos tienen derecho a entierro por la Iglesia; quedan excluidos los pecadores públicos, si no han mostrado arrepentimiento antes de la muerte y no han dado escándalo público. Se pueden celebrar misas por los difuntos no católicos.

El nuevo Ritual (los nuevos libros, de una gran flexibilidad, dejando espacio para la adaptación a las respectivas conferencias episcopales) ha articulado todo el proceso del acompañamiento pastoral de los moribundos y la liturgia exequias de esta manera:



El viático tiene el rango de un verdadero sacramento del enfermo, con tres tipos de ministro (sacerdote, diácono, laico con misión del obispo), y puede recibirse dentro o fuera de la Eucaristía. El rito es el siguiente: -

Ritos iniciales (saludo, aspersión con agua bendita, monición a los presentes);

-

Acto penitencial (3 fórmulas, indulgencia plenaria); si pide confesión, se omite el acto penitencial y se celebra aquí;

-

Liturgia de la Palabra (un breve texto de la Escritura);

-

Profesión de fe bautismal

-

Letanía; (si hay unción de enfermos, tiene lugar aquí);

-

Viático (Padrenuestro, Cordero de Dios, Comunión);

-

Conclusión del rito (Oración, bendición).

-

En el caso del diácono, todo es igual, menos la Bendición Apostólica; y en el del laico no hay aspersión ni Bendición Apostólica.

(promesas bautismales);

Aquí están previstos dos posibles casos: el viático con Confirmación, la cual ha de tener lugar antes de la Unión de Enfermos, aunque, si fuera posible, ha de hacerse en una celebración separada; y el viático dentro de la Eucaristía en la que se recomienda usar el formulario de la misa "para administrar el Viático", tener homilía ad casum, hacer la profesión de fe, la oración de los fieles adaptada, dar la comunión bajo las dos especies y la Bendición especial. •

La entrega de este contenido:

los

moribundos

a

Dios

(recomendación

del

alma)

muestra

-

fórmulas breves;

-

lecturas bíblicas (9 AT - 21 NT-14 salmos); y

-

oraciones (Alma cristiana, al salir de este mundo; Libera (libra a tu siervo); Regina; Subvenite (Venid en su ayuda...), oración final).

Salve

Predomina el tenor pascual y se pretende quitar el miedo al moribundo y aumentar el gozo del seguimiento de Cristo hasta el final en la fuerza que da la fe en la resurrección y el calor y consuelo de la comunidad reunida. Además de las palabras, son importantes los signos (que establecen un lazo entre el inicio de la vida en Cristo y el último suspiro de la vida terrena): señal de la cruz en la frente del moribundo (como en el Bautismo); cirio (que recuerda el cirio del bautismo, que se entrega con estas palabras: "que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen como hijos de la luz. Y perseverando en la fe, puedan salir con todos los Santos al encuentro del Señor"); Aspersión con agua bendita (alusión al bautismo). •

El entierro. Había aquí un reto de cara a esa prevista adaptación del rito a la circunstancia nacional y local, ya que el ámbito hispano es tan rico en tradiciones locales, costumbres y usos propios. La tarea se ha resuelto con solvencia organizando y distribuyendo en esquemas completos los diversos elementos que prevee el Ordo Exsequiarum (orden de Exequias) romano, y adaptando las tres estaciones de que consta el rito exequial a las diversas posibilidades que se dan entre nosotros. El conjunto ha quedado configurado así:

1. Celebraciones entre la muerte y el entierro, con indicaciones y textos para este desarrollo: -

En el momento de expirar;

-

Colocación del cadáver en el ataúd;

-

Formularios para orar en la capilla ardiente;

-

Vigilia comunitaria de oración por el difunto;

-

Liturgia de las Horas en el día de la muerte y del entierro (Laudes- Vísperas);

-

Traslado y recepción de un difunto en la Iglesia antes de las exequias.

2. La celebración de la Eucaristía, cima de la celebración exequial, resaltada en el Nuevo Ritual con capítulo propio y con una alusión expresa a una serie de elementos a tener en cuenta: -

El ofertorio (muy común en ciertos lugares);

-

La homilía;

-

La introducción del Cirio Pascual, por el que ha de quedar clara la unión entre el bautismo, muerte y resurrección del creyente con la resurrección de Cristo;

-

La participación en la Eucaristía mediante la comunión, que puede darse, donde sea posible, bajo las dos especies.

3. Formas de celebrar las exequias. El nuevo Ritual distingue 3 estaciones: -

En casa del difunto (ciudad: portal de la Iglesia);

-

En la Iglesia;

-

En el cementerio.

Hay un capítulo dedicado a las exequias de párvulos, de urnas y, al final, gran oferta de textos para elegir. El nuevo Ritual "español" (1989) presenta una configuración específica para situaciones especiales.

Novedades significativas del Ritual. •



La primera, sin duda, es el nuevo tono de confianza en Dios (no de despedida) de la Absolutio (Responso), con este esquema: -

Monición del celebrante ("Vamos a dar sepultura..")

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Palabras de despedida ("No temas, hermano/a)

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Aspersión como recuerdo del bautismo

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Incensación como signo de veneración (templo del Espíritu)

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Canto pascual (Subvenite u otro canto)

-

Oración.

La segunda se refiere al rito Junto al sepulcro, donde se ha logrado una fórmula de sepelio, tejida de hermosas palabras de la Sagrada Escritura, que mediante el gesto del descenso del ataúd a la tumba permite interpretar cristianamente este proceso del enterramiento y expresar elocuentemente la esperanza en la resurrección.



La tercera es el acento en la centralidad pascual de la muerte cristiana, que perfuma todos los textos, oraciones y gestos rituales, aunque no se haya osado introducir el Alleluya, ese cántico pascual por excelencia, con el que la Iglesia en Oriente y Occidente, desde siempre, profesa, cantando, su fe en la Resurrección.



La cuarta es la gran oferta de salmos que subrayan la alegría pascual y la confianza: 2 2 , 4 1 , 114/115 y 1 2 1 . . .

3. La liturgia exequial en otras Iglesias cristianas. Para una mejor comprensión del rito romano es oportuna una rápida mirada a otras iglesias cristianas.

3.1. Las Iglesias orientales. La nota más peculiar de su liturgia de exequias es la pluralidad y variedad de formularios para el sepelio. Los hay para Obispos, Sacerdotes, Diáconos, Monjes, Monjas Hombres, Mujeres, muchachos, muchachas y Niños menores de 7 años. El modelo más común es el del rito bizantino, configurado según el iter de la Vigilia pascual, cuyos textos y signos están profundamente marcados por la fe en la resurrección. Esta alegría y júbilo se vuelve clamorosa en los sepelios durante la octava de Pascua. En general, las características propias de la liturgia exequial de las liturgias orientales son éstas: - "Absolutio" (responso) del difunto. - Vigilias (celebraciones de la Palabra o tiempos de oración) por los difuntos. - Traslado del difunto a la Iglesia, aunque no en todos los ritos. -

Celebración de la Palabra, no la Eucaristía, que se hace después.

-

Beso como despedida del difunto y traslado del cadáver al cementerio.

- Sepelio muy rápido. - Además de tierra sobre el ataúd, se echa aceite y la ceniza del incensario. Se han conservado algunos usos precristianos como el grito de lamento por el difunto y el banquete funerario, reflejado en la bendición-distribución de la Koliva, una mezcla de granos de trigo cocidos, pasas, nueces y otras cosas.

3.2. Las Iglesias de la Reforma. El Ritual básico aquí es lo que se llama Agenda. Como referente-modelo, el de la Agenda de la Iglesia Evangélico-Luterana presenta estas características: -

Hay tres formas distintas a la hora de configurar la liturgia de exequias.

-

Se tiene muy en cuenta la situación de la comunidad.

-

Hay una gran cantidad de textos para elegir: salmos, lecturas, oraciones, que además, en el caso del entierro de urnas o en el mismo momento de la incineración, pueden incluso complementarse con otros.

-

No hay oraciones de intercesión por el difunto, debido a la teología de la Reforma. No está ausente del todo la plegaria por el difunto pero se entiende como un

acto de cariño y amistad de los participantes hacia el difunto y se pide porque el difunto encuentre su plenitud en Dios: "que el Señor le conceda su misericordia en el día del juicio" (2 Tim 1,18).

¿Qué es una celebración digna? Exsequia, por su misma etimología, apunta a un acompañamiento hasta el final para colmar la profunda esperanza de la persona. Luego las exequias no son la despedida, el adiós, el cumplimiento oficial-social-relígioso, realizado de forma impecable y digna de la última formalidad existencial del hombre. No son el camino honroso, adecuado y meritorio para desembarazarse de una situación impuesta y no querida. Ni el tributo que hay que pagar a lo inevitable. O el trance desabrido y desagradable por el que hay que pasar con la mayor dignidad posible. Ni siquiera la aceptación serena y resignada de lo humanamente irremediable. O hasta una forma terapéutica y ritual de enfrentarse a la muerte con el menor coste posible de la propia entereza y solidez personal. Por el contrario, la celebración exequial ha de ser un momento de riqueza personal y de maduración sicológica, un gozoso examen a nuestra dignidad humana y responsabilidad individual. Porque la persona no es una cosa, algo, sino alguien. También el cuerpo muerto tiene su dignidad. Ha sido la imagen viva, la faz querida, la presencia visible de la persona. Son muchos los recuerdos que nos unen con él. Todavía el cadáver refleja la tensión del combate y la paz de la meta. Es la mediación del adiós, dolor, reflexión y agradecimiento. Y es aquí donde precisamente se revela la grandeza de la oferta cristiana. Lo razona así el Cardenal Marcelo González Martín, en la presentación del Ritual de Exequias: "La muerte continúa siendo una dolorosa realidad, frente a la que no tienen respuesta ni los esfuerzos de la técnica ni el progreso de la ciencia. Sólo la Iglesia -y no por sí misma, sino en virtud de la luz que le viene de la revelación divina- es capaz de pronunciar una palabra de consuelo, anunciando la alegre noticia de la resurrección y restauración universal de la humanidad, iniciada ya en Cristo, el primogénito de los que han resucitado de entre los muertos". Y ¿qué anuncia la fe de la Iglesia? Que el cuerpo tiene importancia decisiva. Gracias al bautismo es "templo del Espíritu Santo" (1 Cor 6,19). Fue tocado por Cristo en las unciones de los sacramentos, confirmación, orden y unción de enfermos. Fue alimentado por el pan de la vida, la Eucaristía, medicina de la inmortalidad. Fue consagrado en el sacramento del matrimonio a fin de que dos hombres se convirtieran en signo de la cercanía y del amor de Dios. Precisamente a través del cuerpo, dos personas pudieron llegar a experimentar la gozosa hermosura de la creación y por ello barruntar algo de Dios. Mediante el cuerpo han recibido la palabra de Dios y la han puesto en práctica. En Jesús de Nazaret, el Verbo eterno del Padre ha "tomado carne" de la Virgen María. De esta manera, la encarnación ha subrayado la dignidad del hombre. El trato reverencial con el cadáver de Cristo en su muerte y en su entierro ha sido, a lo largo de la historia de la Iglesia, el impulso constante para un contacto piadoso con los muertos. La imagen de la Virgen María con su Hijo muerto en su seno, en sus brazos, -la Pietá- ha sido y sigue siendo para los cristianos una invitación a imitar semejante pietas. De todo ello se desprende para el cristiano una doble consecuencia: el deber de una relación piadosa y reverente con los muertos y la atención a la forma del entierro y del duelo. La relación, llena de humanidad y de piedad con el difunto, es un mandato cristiano. La sabia palabra de Santa Mónica a sus hijos así expresa: "Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis" (San Agustín, Confesiones, 9,13) Y en efecto, lo importante es el recuerdo ante Dios: en la oración de gracias y de petición, en la

celebración de la Eucaristía y en la liturgia por los difuntos. Pues siempre que hacemos esto, estamos unidos con nuestros difuntos en la comunión de los santos. Pero eso no implica el olvido del entierro y la tumba. La persona se mueve por signos y símbolos. Y éstos lo son. En el entierro de sus miembros muertos, la comunidad cristiana celebra la muerte y resurrección del Señor; de esta manera se abre, mediante la fe, a su esperanza en la venida de Cristo y en la resurrección de los muertos. En este sentido, la celebración de la muerte es "anuncio del mensaje pascual de forma dolorida". Nos recuerda que los difuntos, gracias al bautismo, se hallan unidos con Cristo de tal manera que no sólo mueren con él sino que poseen con él también vida nueva. Y la tumba con el nombre de la persona enterrada nos revela que todo hombre tiene un nombre ante Dios. Ante Él, nosotros no somos seres anónimos sino hijos entrañablemente amados, hermanos de Jesucristo. Dios ha llamado a cada persona "por su nombre" (Is 43,1). Nuestros nombres están escritos en "el libro de la vida" (Flp 4,3). Por ello recordamos a los difuntos delante de Dios y lo hacemos en la celebración de la Eucaristía. Lo clave es tener un nombre en y para Dios. En este horizonte hay que entender la dignidad de la celebración. Porque no hay dos vidas. Es la misma vida que se continúa en otra dimensión. Por ello, la persona que muere, en su trance definitivo, es digna, merece todo respeto y es sujeto del supremo derecho y dignidad como persona. Los familiares, los amigos, los acompañantes, la comunidad y cada uno de sus miembros no sólo ha de experimentar la paz y gracia de Dios, el consuelo de la fe y de la compañía de la Iglesia, sino que ha de sentirse fortalecido como persona, ser intocable y digno de toda honra precisamente en su realización, consumación y responsabilidad humano-terrena. Esta imagen cristiana de la persona está marcada por la convicción de que Dios "ha creado al hombre de manera maravillosa y de que lo ha redimido de manera todavía más maravillosa" (Vigilia pascual). Toda persona, en cuanto criatura de Dios, es al mismo tiempo imagen de Dios. Pertenece a la misma naturaleza del hombre el esperar una existencia duradera y definitiva después de la muerte (cf. GS 18). Respetar la dignidad del hombre significa reconocer y afirmar asimismo sus deseos, proyectos y esperanzas. Esto tiene su reflejo en el respeto ante su cuerpo más allá de la muerte. La fe cristiana afirma que el hombre en la muerte no desaparece sino que es transformado por Dios en una nueva creación. Esta esperanza de una vida nueva ha aparecido y se ha hecho ya realidad para nosotros en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret que como Hijo de Dios, se ha hecho nuestro hermano, hermano del hombre. De esta nueva vida participa todo el que mediante el bautismo se une con él y le sigue en la vida y en la muerte. Esto se manifiesta sobre todo en la fe profunda en él y especialmente en la disponibilidad a entregar la propia vida. La muerte es "el final del camino", el final de la peregrinación terrena del hombre. Ahora bien, dado que Dios ama al hombre, le está permitido a éste abandonarse lleno de confianza en las manos de Dios y ofrendarle no sólo su persona sino toda la obra que ha realizado durante su vida. Esta actitud ni se puede dejar ni se puede aprender en el angustioso trance de la muerte. Es el contenido central del "ars moriendr, que hay que ir aprendiendo y asimilando a lo largo de la vida. La idea de la separación del cuerpo y del alma es una nota característica en la concepción de la muerte y de la inmortalidad típica de la tradición de la Iglesia. No se trata de dos partes del hombre, capaces de existir por sí mismas, con total independencia. El alma no es una

parte del hombre junto al cuerpo sino el centro de la persona, por eso mismo puede la persona del hombre llegar a introducirse en la vida de Dios. Ni tampoco el cuerpo es una simple parte del hombre sino la persona en lo que mira a la relación concreta con su contexto (historia) y entorno (geografía). La separación de alma y cuerpo hay que entenderla, por tanto, como la interrupción de la relación habida hasta ahora con el contexto y el entorno vital. La esperanza en una resurrección de los muertos con su cuerpo se refiere a una corporalidad transformada y transfigurada por el espíritu de Dios y a una identidad esencial (no material) del cuerpo. La resurrección de la carne es la recuperación de las relaciones con los otros hombres y con el mundo de una manera nueva y plena. La esperanza del cristiano, más allá de la comunión personal del individuo con Dios, se refiere a un nuevo futuro de todos, a una corporalidad transformada en un mundo transformado, a la resurrección de los muertos y a la consumación de toda la realidad. La muerte y la resurrección de Jesús son el fundamento de la esperanza de cara a una vida tras la muerte. El Señor resucitado es el símbolo y la figura de la definitiva esperanza cristiana al fin de los tiempos. Las llagas transfiguradas del Resucitado ponen de manifiesto la identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terreno de JESÚS. En el encuentro con Dios que tiene lugar en la muerte hay otro momento importante: al hombre se le revela con una claridad total si ha ganado o ha perdido su vida. El juicio y la purificación tras la muerte se hallan en íntima relación con la vida terrena que el hombre ha realizado en libertad. El juicio tiene lugar en el encuentro con Jesucristo, el Viviente, que a través de la muerte ha llegado a la resurrección. El juicio y la purificación preparan al hombre para la vida en la consumación en Dios. De ahí que la idea de una purificación de la vida en el fuego del amor de Dios pertenece al mensaje de la Iglesia (cf. Benedicto XVI, Spe salvi, nn. 46-48). La liberación plena del hombre de la muerte se hace visible, según San Pablo, en una nueva corporeidad llevada a cabo por el Espíritu: "Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual"^ Cor 15,42-44). La resurrección del cuerpo significa también una nueva comunidad con los hermanos. Más aún, llega a restablecerse una comunión rota. En la resurrección de los muertos se trata no sólo de la consumación de cada uno sino de la consumación y plenitud de toda la creación. Son estas las coordenadas que ha de tener en cuenta el cristiano, sobre todo el pastor, a la hora de una celebración digna. Que no quiere decir ni es lo mismo que una celebración seria y decorosa, piadosa y reverente, juiciosa y grave, impecable, a la que no se pueda poner ninguna pega litúrgica ni jurídica (que también), sino que celebración digna apunta aquí a una celebración donde reluce el misterio de Dios y su doxa, una celebración que toma en serio a la persona -a toda persona- como obra y cima creatural de un Dios-sabiduría y señorío, que se gusta en su obra creadora y creativa, redimensionada en el plan más novedoso e inaudito que "ni ojo vio ni oído oyó ni corazón humano podía sospechar" (1 Cor 2,9), de un Dios encarnado que se agota en su amor redentivo ("hasta el extremo": Jn 13, 1) y en su entrega absolutamente única y genial ("tanto que entregó a su único Hijo": Jn 3, 16); y que, en una revolución que escapa a todas las categorías mentales, ha optado por la persona del hombre como morada permanente (Ef 2,22), habitación secreta (Mt 6,6) y templo vivo del Espíritu (1Cor 3, 16) para realizar el diálogo amoroso que más encandila al Padre con "gemidos inenarrables" (Rom 8, 26) y hacer la ofrenda viva, santa y agradable a Dios (Rom 12,1).

Por tanto, el anuncio cristiano de la muerte y resurrección es la misión fundamental de la Iglesia. Para todo el hombre, alma y cuerpo. Todo él es la meta de la esperanza cristiana. Este mensaje pascual, sin embargo, no es algo obvio que se espera, sino que revela algo inaudito: que Dios es mayor que todo lo que los hombres pueden pensar. Este es el testimonio de una celebración digna. No se trata de dar testimonio del cielo que está más allá, sino del Reinado de Dios en la nueva creación. Esta afirmación de la nueva creación pertenece al ámbito de una predicación coherente por parte de la Iglesia. Por eso la elección de la Palabra (lecturas) y, sobre todo, la homilía, en cuanto que intenta traducir para la situación concreta el mensaje de la fe, es un elemento importante. Porque ha de quedar bien claro que el difunto no es un ausente, sino que forma parte de la comunidad, aunque de otra manera, que forma parte de la comunión de los santos y que esa comunión entre vivos y difuntos no se ha roto, sino que se ha fortalecido. Lo expresa bellamente L. Boff cuando narra la noticia que le llega de la muerte de su padre. "Dios no lo llevó de entre nosotros, sino que lo dejó todavía mas presente entre nosotros. Dios no llevó a papá sólo para sí, sino que lo dejó aún más entre nosotros. No arrancó a papá de la alegría de nuestras fiestas sino que lo plantó más a fondo en la memoria de todos nosotros. No lo hurtó de nuestra presencia, sino que lo hizo más presente. No lo llevó, lo dejó. Papá no partió, sino que llegó. Papá no se fue, sino que vino para ser más padre, para hacerse presente ahora y siempre" (Los sacramentos de la vida, Sal Terrae, Santander 1987 , 28). 7

En este contexto se inscriben los signos, que acompañan a la palabra para que ésta sea más eficaz. Este lenguaje gestual es clave. En el Ritual aparecen la cruz, el Cirio pascual, el agua bendita, el incienso, junto a otros particulares para algunos difuntos (obispo: casulla, mitra, báculo, Evangeliario; sacerdote: estola, casulla y evangeliario; diácono: estola, dalmática, evangeliario; niños (en algunos lugares): vestido blanco; personalidades civiles o militares: bandera u otras insignias del finado). Aquí interesa reseñar los comunes: 1. La cruz, signo inicial de ignominia, quedó convertida, mediante la entrega sacrificial de Cristo en la misma y su consiguiente resurrección, en signo de vida y de victoria. Apunta al seguimiento de Cristo realizado por el cristiano que ahora se une definitivamente a su muerte. Ilumina el sentido redentor de la enfermedad y la hora suprema de la agonía en que, al ejemplo del Hijo, el creyente encomienda su espíritu al Padre (Le 23,46). Y revela el fruto fecundo del grano de trigo sepultado en la tierra (Jn 12,24). Esta es la razón de que este signo juegue un papel tan preponderante en la liturgia de exequias. Así, se lleva en la procesión, aparece en el ataúd y preside toda la celebración eclesial. 2. El cirio pascual es el símbolo típico de la resurrección de Cristo -"lumen Christi (luz de Cristo)- que "no conoce ocaso", "disipa las tinieblas del corazón y del espíritu" y vence la oscuridad en la amarga noche de la muerte (Vigilia pascual). Esta "luz gozosa" aparece ya en la primera creación (cf. Gen 1,3) como don de Dios para dar perspectiva al caos. "Dios mismo es luz sin tiniebla alguna" (1 Jn 1,5). Y Cristo es "luz de luz" (Credo), "luz del mundo" (Jn 8,12), "la luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1,9) hasta a los paganos (cf. Le 2,32). "Es el verdadero sol de justicia que nace de lo alto para iluminar" (Le 1, 78s) a los que pasan por la prueba dolorosa de la muerte y "brilla sereno para el género humano". Justo es que la comunidad cristiana encienda esta luz como faro en la noche que "alumbre nuestro camino de esperanza". La presencia del cirio pascual junto al féretro recuerda el misterio pascual de Cristo realizado en la persona difunta que es llamada a participar de la futura resurrección, la luz eterna "donde ya no hay muerte ni luto ni llanto" (Ap 21,4) y "Dios lo es todo en todas las cosas".

3. El agua bendita. El agua ha sido considerada en todas las culturas y religiones como signo de vida (cf. Gen 1,20). Por su misma naturaleza sirve para lavar y purificar; más aún, por su carácter devastador en ocasiones, figura como elemento destructor (del mal) y regenerador, de ahí el uso frecuente del agua bendita en la antigüedad y hasta nuestros días, como agua lustral. Tal contexto favorecía su acogida en el campo religioso y cristiano. Aquí es el agua de la nueva vida y de la liberación, del diluvio y del mar rojo, del Jordán y del bautismo. Incluso, Cristo mismo se presenta como el agua viva que salta hasta la vida eterna y sacia toda sed, también la del corazón (Jn 4). Con tal respaldo era normal que se atribuyera a los ritos del agua otro simbolismo, más específicamente cristiano, para hacer del agua bendita un recuerdo del misterio pascual y del bautismo. Esto explica la presencia de una pila de agua bendita en el umbral de la Iglesia, la aspersión con agua bendita durante el tiempo pascual y los domingos y, en nuestro caso, el rociar con agua bendita el cadáver para recordar la "inscripción en la vida eterna realizada por el bautismo" (Ordo exsequiarum, Prenot. N 10). Sepultados con Cristo en su muerte, resucitan con Él los difuntos para vivir lo inusitado de la esperanza cristiana, la vida tan insospechadamente nueva "que ni ojo vio ni oído oyó ni corazón humano podía sospechar" (1 Cor 2,9). 4. El incienso, originalmente usado como perfume e instrumento de higiene, goza de una gran tradición bíblica. Se empleaba en el ritual judío como símbolo muy expresivo de oración (Sal 140,2); en el templo, ante el santo de los santos, en el altar de oro se quemaba incienso como sacrificio de alabanza (Ex 30,1-10); en el templo del cielo se continúa el mismo rito, servido por los ángeles, aunque simbólicamente: lo que se ofrece son las oraciones de los santos (Ap 8,3-5); incluso los 24 ancianos portan copas de perfumes (Ap 5,8), cuyo simbolismo es idéntico. Y a pesar de ello, la Iglesia de Occidente fue largo tiempo muy reticente a quemar incienso en la liturgia, ya que le recordaba el uso idolátrico en el paganismo ambiental, cosa que no ocurrió en Oriente. En Roma logró imponerse precisamente en el culto funerario hacia el s. IV. Símbolo de la oración, del honor y del respeto hacia el cuerpo difunto, hijo de Dios y miembro de la Iglesia, expresa el aprecio de la comunidad eclesial por el cuerpo de nuestro hermano "que fue templo del Espíritu, fue ungido con el óleo perfumado de la confirmación y que por ello está destinado a la resurrección y a recibir del Padre el ósculo de su amor" (Ritual de exequias).

En todas las sociedades, el entierro de los difuntos y el funeral son también un ritual de tránsito para los muertos y para los que quedan. En primer lugar, este ritual se ordena a la despedida del difunto que tiene que abandonar este mundo y recibir un nuevo lugar entre los muertos, por lo que los ritos de exequias miran no sólo al pasado, sino que siempre apuntan hacia la meta de la vida a la que ha llegado el difunto. Pero, a la vez, son ritos de tránsito para los familiares que quedan. Pueden ayudarles a controlar sus emociones y sentimientos y a disminuir sus miedos. Prestan un servicio a las relaciones sociales que han quedado maltrechas por la muerte de un familiar y ponen de manifiesto la nueva situación en que quedan los familiares. Por eso, ahora se trata de establecer una nueva relación de los vivos con el difunto. Otra constante es que, desde siempre, todas las religiones han visto el entierro como un acto religioso. Asimismo los lugares de entierro son considerados como sacros. Ahora bien, el modo de enterrar es distinto: existen los sepelios en tierra y la incineración, pero también se da la exposición de los difuntos en árboles, o en el agua o el entierro en casa. Hay también formas mixtas que se han conservado hasta hoy como son el entierro de las cenizas o de los huesos. Para los cristianos y las comunidades eclesiales, el sepelio de los difuntos está marcado por la piedad y el recuerdo, el dolor y la colaboración mutua, la memoria común y la plegaria; y todo ello, transido de la fuerza de la fe y enmarcado en el horizonte de la esperanza. De ahí que un entierro digno, penetrado del espíritu cristiano, sea una tarea y una labor obligada para toda comunidad cristiana. En nuestro entorno, hasta hace muy poco el sepelio en tierra era casi exclusivo. Hoy ya no son infrecuentes otras formas de sepelio, donde además ha perdido el monopolio la Iglesia. Todo ello reclama, al menos, una reflexión.

1. El sepelio en tierra A lo largo de la historia occidental, el enterramiento del cuerpo y la forma de la tumba han experimentado muchas transformaciones. Desde el inicio hasta hoy, la forma primordial y preferida por la Iglesia fue el sepelio en tierra, favorecido por la cultura funeraria judía vigente y la casi completa desaparición de la cremación en la antigüedad tardía. La característica cristiana es que el entierro, exequias y memoria de los difuntos (cosa de la familia entre judíos y paganos) era aquí tarea fundamental de la comunidad, porque uno de sus miembros había sido llamado de la comunidad terrena a la del cielo. De ahí el acompañamiento de la comunidad en el entierro y en el duelo. Esta es la razón de enterrar a los difuntos o en la misma Iglesia o en su cercanía inmediata. Desde los primeros siglos del cristianismo hasta hoy, las tumbas tienen los nombres de los difuntos y están adornadas con símbolos de recuerdo y de resurrección. Pronto comenzaron los sepulcros de los apóstoles y de los mártires a ser lugares de culto y de peregrinación, sobre todo, el lugar del sepulcro y de la resurrección de Jesús en Jerusalén. A través del culto de las reliquias se fue extendiendo la veneración y culto de los santos y santas; los ritos funerarios del pueblo, la organización de las exequias (las hermandades), la praxis litúrgica y homilética se fueron desarrollando de una manera muy variada. Precisamente en el sepelio del cuerpo, la fe cristiana da testimonio de la dignidad de la creación. La comunidad presta así un servicio de amor fraterno al difunto y honra su cuerpo, hecho templo del Espíritu en el bautismo, recordando la muerte, sepultura y resurrección del

Señor. Y, en fe, se pone a la espera del retorno de Cristo y de la resurrección de los muertos. La celebración del entierro se convierte así en un anuncio del mensaje de Pascua. Desgraciadamente, en ciertos sitios, por motivos diferentes, ya no es raro dejar el ataúd con el difunto para que lo entierre la Funeraria. Se trata de evitar ese momento doloroso de separación e introducción en el sepulcro. El rito pierde así su fuerza para el proceso del duelo y se desdibuja el hecho real de la pérdida de un ser querido. De ahí que haya que luchar expresamente porque se coloque, en presencia de la familia y comunidad, el ataúd en el sepulcro. El "entierro cristiano"es un servicio de gran honor que hace la Iglesia al difunto. Esta es la razón por la que la Iglesia puede, mediante normativa propia, conceder o denegar esta forma de entierro (cf. CIC, Can. 1183-1185). Por principio, a tenor del canon 1176,1, el entierro de un cristiano con todos los honores de la Iglesia es obligación de la comunidad, por lo que una denegación del mismo precisa de un examen individual muy preciso.

2. La incineración La idea surge al final de la Edad Media, relacionada con dos hechos: establecer una serie de medidas sanitarias y reglamentar un sistema funerario para casos excepcionales (enfermedades contagiosas y peste). En la época de la Ilustración (sobre todo, el período de la revolución francesa), hay una lucha tenaz por imponer la incineración, principalmente por motivos anticlericales y antieclesiales. Después, sobre todo en algunas regiones de Europa, favorecen esta praxis grupos de masones y otras cosmovisiones contrarias a la Iglesia. Tal es el caso de las repúblicas comunistas (URSS y satélites). Un ejemplo paradigmático fue el régimen de la República Democrática Alemana que premiaba económicamente tal práctica para ir en contra de la tradición cristiana. Cada día son más los países en que hay ya una reglamentación jurídica al respecto. Los argumentos que se invocan para tal praxis son de tipo práctico: motivos de carácter humano-estético, éticos, higiénicos y económicos, junto a otros distintos, como son los cambios en la estructura de la familia: familias pequeñas, personas que viven solas... El sepelio de la urna con las cenizas se realiza o en la tumba del cementerio, o en el columbario, o en una pared al efecto, o en el mar, o en un bosque. La celebración es en la Iglesia, en la capilla del cementerio o tanatorio, en donde el ataúd está en primer lugar, con la presencia de la comunidad. La posterior incineración se realiza sin la presencia de los familiares y del público. El entierro de la urna tiene lugar cada vez más en el círculo privado de la familia. a

La posición de la Iglesia en este punto ha conocido tres etapas: 1 ) rechazo frontal durante muchos siglos alegando que con ella se pretendía de hecho negar la resurrección (cf. CIC del 1917); 2 ) 1963, nueva argumentación y levantamiento de la prohibición expresa de la incineración para católicos y supresión de las sanciones que establecía el CIC del 1917; y 3 ) el Código de Derecho Canónico del 1983 establece la reglamentación actual en el canon 1176: "La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo no prohibe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana". El Catecismo de la Iglesia Católica (1992), n. 2301 reafirma: "La Iglesia permite la incineración'cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección de los muertos". a

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A pesar de que la Iglesia católica privilegia la inhumación como la forma preferida y prioritaria, no deja por ello de intervenir en el caso de incineración y del entierro de las urnas. Tiene la esperanza de que sus miembros se dejen enterrar conforme a los ritos litúrgicos. Y en el caso en que el creyente haya decidido la incineración de su cadáver, tiene el derecho a que se le entierre por la Iglesia.

3. Sepelio anónimo ¿Qué quiere decir? Es un sepelio sin nombre, sin darse a conocer. Es decir, no hay esquela que anuncie el entierro ni señal o indicación alguna sobre el sepulcro que pueda identificar a la persona enterrada allí. Por extraño que parezca, son un número considerable los que eligen hoy para sí - s i n que lo sepan sus parientes- o para sus difuntos esta forma de sepelio. Tras la cremación se confía todo a la administración del cementerio para que deposite las cenizas en un campo destinado a las urnas. No hay ceremonia religiosa ni presencia de la familia. Es un simple requisito administrativo. En general, este "cementerio anónimo" aparece como un simple campo de hierba. Entre las causas de esta praxis predomina una inquietante, a saber, el creciente anonimato que se va imponiendo en nuestra sociedad y el retorno a la esfera privada. A "la muerte social" de los que viven solos, "aparcados" y olvidados en las residencias de mayores y geriátricos, a los drogadictos, alcohólicos y enfermos del Sida parece corresponder, en buena lógica, un entierro anónimo, considerado por ellos mismos o por sus familiares como el adiós definitivo de esta vida. "Yo no significo ya nada para nadie" y por ello "tampoco quiero ser una carga para nadie", ni cuando sea mayor o esté enfermo, ni por supuesto cuando muera. Puede haber otros motivos de tipo económico, de fe... Sin embargo, lo anterior está revelando claramente una indigencia social en muchas personas que no deja de cuestionar. La historia muestra que antiguamente también hubo tumbas anónimas. En primer lugar, para aquellos muertos cuya identidad se desconocía. Eran enterrados muy de mañana o al atardecer, sin rito alguno y sin participación pública, en un lugar "no consagrado" y donde se enterraban también los niños no bautizados, los que se suicidaban o los vagabundos. Pero además hay otra circunstancia: hasta bien entrado el s. XIX, los monumentos funerarios eran un privilegio de la clase acomodada, por lo que la mayor parte de los difuntos fueron enterrados de forma anónima, con participación de la gente, pero sin tener un sepulcro individual. La liturgia y la oración por ellos constituían el recuerdo de los difuntos. No hay que olvidar, por ejemplo, que hasta el día de hoy, los cartujos son enterrados en sus cementerios sin túmulo y bajo una cruz sin nombre. Los primeros sepelios anónimos en el sentido actual, rarísimos, datan de principios del s. XX. Hoy, por el contrario, se puede constatar que hay una elección clara y creciente de esta forma de sepelio. Por ejemplo, en los países escandinavos, independientemente de la clase social y de la confesión religiosa, hay una creciente tendencia en este sentido: 9 % en Dinamarca, 6 en Alemania... o

Los sepelios anónimos tienen lugar ahora mayormente en la forma del sepelio de la urna y en muy pocos casos como sepelio anónimo de cuerpos Esta forma (con urna) ha de ser garantizada, siempre que conste la voluntad por escrito del muerto. Arrojar las cenizas del difunto en una pradera, en un campo, en jardines y bosques, en ríos y en el mar es muy problemático y deja muchas preguntas en el aire. Toda forma de'sepelio anónimo es un modo de hacer invisible la muerte.

Los problemas que se originan del sepelio anónimo es que el duelo y la memoria de los muertos así se vuelven apatridas. Pero hay todavía algo más grave: la relación con los muertos se convierte en una especie de trámite para deshacerse del cadáver: lo que queda de la persona es una sepultura anónima a la que no vincula historia alguna (familiar, amistosa, profesional...); la vida de los antepasados queda sin nombre para la futura generación; la cadena se rompe; una creciente tendencia a no tener historia lo copa todo. Por eso pertenece a la tarea de la cultura de un pueblo el crear signos visibles de la memoria y fomentar esta praxis para los vivos y los difuntos. El sepelio anónimo que fue y sigue siendo norma entre las Órdenes religiosas de mayor rigor se presenta como un reto al sentimiento humano y a la memoria cristiana, contemplado desde la dignidad del hombre que ha sido creado como imagen de Dios y ha sido llamado por Dios por su propio nombre. El sepelio anónimo representa una clara renuncia a la posibilidad de poner flores y decorar la sepultura, poner el nombre del difunto y señalarlo con un símbolo de la fe cristiana. Quita la posibilidad de ligar a una persona a un lugar y sobre todo de expresar públicamente el dolor y el duelo. Es decir, dificulta la memoria del muerto y de los muertos. Verdad es que la memoria y el recuerdo no están ligados a un lugar concreto, pero una sepultura que se puede identificar tiene un significado muy importante a la hora de expresar y superar el dolor La costumbre de enterrar sin poner el nombre sobre la sepultura pero con la participación de los familiares y de la comunidad no dice, en principio, nada en contra de la convicción cristiana de la fe. El antiguo monacato no conocía ni sepulturas ni la inscripción de los nombres sobre ellas en la convicción de que Dios va a dar a los difuntos un nombre nuevo y eterno. La fe en la resurrección sobrepasa por supuesto una fijación en las piedras de la sepultura. Pero por otra parte parece necesario, en las esquelas y en la forma de decorar las tumbas y en la misma configuración del cementerio, y sobre todo en las celebraciones litúrgicas, dar testimonio de la fe en Dios y de la esperanza en la resurrección de los muertos. Muchos familiares, ignorantes de tal decisión, han pretendido incluso exhumar el cadáver, pero resulta casi imposible retrotraer un sepelio anónimo. En cualquier caso, una cosa debe quedar clara: la comunidad nunca puede dejar de recordar y pedir por aquellos difuntos que han sido enterrados de forma anónima, por ejemplo en el día de rodos los fieles difuntos, en la celebración de eucaristías u otras celebraciones para ellos, y, sobre todo, en esas celebraciones globales de cofradías, instituciones, funerarias, institutos anatómicos...

4. El entierro de una urna en el mar Antiguamente, el entierro del cadáver en alta mar sólo era posible para los marineros. Hoy ya hay legislación al respecto en varios países. Conforme a la voluntad del difunto tiene lugar el entierro de la urna en el mar sin los familiares o, en algunos casos, en el círculo más próximo de familiares y amigos. Tras la incineración del cadáver en el lugar de origen ofrecen las compañías navieras la posibilidad de que se guarde la urna del difunto durante la celebración funeraria antes del entierro en una capilla o en una sala prevista al efecto. El entierro de la urna en el mar ha de ser en el así llamado lugar no mancillado, es decir fuera de los lugares de pesca; este entierro lo hace el capitán. Para esta forma de sepelio son necesarias urnas especiales, que pesen lo suficiente para que se hundan y permanezcan en el fondo del mar hasta que el agua del mar las

disuelva. El lugar exacto del sepelio está señalado en un mapa del mar y controlado en una bitácora o diario de navegación. Al menos una vez al año (o más veces, si lo desea la familia o los amigos) tienen lugar excursiones hasta los lugares donde fueron sumergidas las urnas, después de haber tenido celebraciones-aniversario en la Iglesia o en espacios del barco preparados para ello. Motivos para enterrar en una urna a un difunto en el mar pueden ser la unión con el mar, el trabajo profesional en el mar, recuerdos románticos de unas vacaciones en la playa, lugares de acciones heroicas desarrolladas por marineros, lugares en que se han enterrado de esta forma artistas de cine o simplemente el deseo de pertenecer para siempre a este elemento, el mar y el agua. Como el sepelio en una urna en el mar parece o puede insinuar una visión panteísta o propia de una religión natural, la Iglesia católica tiene reservas fundamentales sobre esta manera de enterrar. Si para el entierro con una urna en el mar se aducen motivos que contradicen la doctrina de la fe cristiana, no es posible un entierro por parte de la Iglesia.

5. El sepelio de una urna en un bosque Esta forma de enterramiento también ha sido ya regulada por ley en algunos países. El bosque no es una parcela aparte del cementerio. Se trata de un lugar del bosque natural, abierto, la mayor parte de las veces bien determinado, en donde las cenizas de los muertos se entierran directamente debajo de la raíz de un árbol o de un arbusto o mata, en una urna que se va a convertir en abono. El sepelio con un ataúd no es posible por una ley que tiene que ver con la pureza del agua y los manantiales. El sepelio con una urna en el bosque se parece mucho o es lo mismo que el sepelio en el mar, es decir, se trata de una forma especial, singular y curiosa. Esta forma de sepelio puede elegirse en vida, o por el difunto mismo o por sus familiares, designando un árbol determinado o plantando un arbusto y alquilándole para 99 años, que ha de ser medido exactamente por el encargado del municipio o de la persona particular a quien pertenece el bosque, marcado y registrado en un libro oficial. Mediante un mapa del bosque, que ha de entregarse a los familiares y amigos, puede encontrarse e identificarse exactamente el lugar del enterramiento. Un "árbol familiar o un árbol de amigos" ofrece espacio para unas 10 urnas. El árbol o el arbusto asume las cenizas como abono y florece de alguna manera con lo que la sepultura y el sepulcro se convierten a la vez en un símbolo de la vida tras la muerte. El cuidado de la sepultura, en este caso, lo tiene la misma naturaleza. No se pueden llevar flores o coronas o luces o cualquier otra cosa que se lleva a las tumbas, ya que está prohibido. Únicamente está permitida una placa con los nombres, las iniciales o datos de la persona y también una cruz o símbolos cristianos, lo que revela qué clase de ceniza descansa en la raíz del árbol. Los motivos que les llevan a algunos a enterrarse en una urna en un bosque son de lo más pintoresco. Así, el deseo de tener su último descanso en un hermoso lugar de la naturaleza; una visión cósmica o religiosa; motivos prácticos: no tener que pagar el cuidado de la sepultura, motivos económicos, la búsqueda de una alternativa en lo que se refiere a las formas de sepelio habituales en el campo de la cultura de los enterramientos. Es claro que esta forma de sepelio suscita una serie de' interrogantes que esperan respuesta. Como el modo y el lugar parecen que insinúan o pueden insinuar de hecho una

concepción panteísta o la ¡dea de una religión particular, la Iglesia católica pone, lógicamente, sus reservas a este tipo de enterramiento. De ahí que si consta que la elección se hizo por motivos que contradicen la doctrina de la fe cristiana, no es posible un entierro tal por la Iglesia.

6. Entierro de niños que han nacido muertos o el sepelio de fetos Al número de sepelios singulares cabe añadir el sepelio de niños que nacen muertos (sepelio de los fetos). Se trata de una cuestión delicada, pero que afecta a un número considerable de casos. En ella están implicados estos sectores: gobiernos, médicos, padres e Iglesia. A los Estados les compete hacer una normativa fiable consensuada, que permita determinar cuándo un niño que nace muerto o un feto (que nadie duda de que es una persona) puede ser registrado civilmente como persona; los médicos deben dejar claro que el niño que nace muerto o el feto con un peso de, al menos, 500 gramos, es una persona y que por ello, sobre todo si los padres lo piden, salvo en casos de especial importancia para la investigación, deben ser registrados en el libro de nacimientos y en el registro civil de defunciones. Quiere ello decir que deben tener el derecho de ser enterrados como una persona, tal como, además, lo pide la Iglesia; el deseo de los padres que pasan por esta situación tan dolorosa ha de ser tenido como prioridad; la labor pastoral de la Iglesia ha de primar en estos casos acompañando a la familia y enterrando dignamente a un niño nacido así, por ejemplo en esos campos de sepulturas comunes, y hacerlo poniendo una piedra con el nombre para recordarle y para paliar con signos concretos de solidaridad humana y cristiana el dolor de estos padres que pasan por un trance tan angustioso.

Un pueblo sin memoria es un pueblo sin historia, un pueblo muerto. Ignora su origen y su destino. Desconoce su identidad y vaga sin conciencia histórica. En este contexto se inscribe la importancia del cementerio. Situado dentro o fuera del pueblo, el cementerio, como lugar de los muertos, está estrechamente vinculado al lugar de los vivos. Sus inscripciones funerarias y sus sepulturas son y cuentan una historia. Aquí podemos leer las historias del lugar que recuerdan hechos importantes para la historia del pueblo dejando constancia del destino de personas concretas. Las tumbas están marcadas por los estilos del arte, por las concepciones e interpretaciones de la muerte, por las modas y tendencias de cada época. Incluso, cada país tiene su propia cultura necrológica. En la gran variedad de textos, motivos y símbolos de esta cultura sepulcral quedan reflejadas las diversas experiencias ambivalentes y la superación de la muerte, así como la pluralidad de las interpretaciones que se han dado a la muerte. Uno se topa, por ejemplo, con concepciones de la muerte contemplada como arranque o exclusión de la vida, aniquilación o salvación, como destino o llamada por parte del Creador. De esta manera los cementerios son una llamada constante a la reflexión y a tomar postura ante la muerte y la vida, y brindan la posibilidad de convertir estos "monumentos de muerte" en "alicientes de vida". En ellos puede hallar el visitante no sólo la paz interior sino la apertura a la esperanza. Precisamente aquí se potencia la presencia del cementerio cristiano como lugar del anuncio y de la esperanza cristiana en la resurrección, reconocido y preferido por la mayoría. Pensar en los muertos y acordarse de ellos, mantener vivo este pensamiento y este recuerdo supone para los que sufren el dolor del difunto un consuelo y una ayuda. Además, los cristianos reciben fuerza desde la fe pascual que afirma que el difunto como Jesús resucitará a la vida y estará para siempre con Dios. Hasta el día de hoy mantienen los hombres la confianza en esta promesa divina de la vida eterna y manifiestan tal fe mediante los signos cristianos con que adornan el sepulcro. Cuidar el cementerio como lugar del anuncio de la resurrección, por tanto, es una tarea básica de la comunidad eclesial, ya que puede ser un lugar fundamental para despertar la comprensión cristiana de la muerte y la resurrección y, en este sentido, proporcionar consuelo y esperanza. Donde sea posible, hay que procurar que el cementerio, en toda su contextura expresiva, se convierta en un testimonio de la fe en la resurrección. En cualquier caso, los cristianos deben testimoniar su fe en Cristo resucitado en sus sepulturas. Está claro que es diferente la mentalidad rural y la urbana. Y que las circunstancias son distintas. Y que la cultura funeraria ha cambiado. Antes la cuestión del entierro estaba en manos de la Iglesia (al menos en España), pertenecía y funcionaba como una cosa de la vida de los pueblos y de las familias que eran ayudadas por sus parientes, vecinos y por la parroquia. Y hay que decir que en el mundo rural todavía queda un amplio humus de esta cultura funeraria, de sus costumbres y ritos. Hoy, sin embargo, sobre todo en las ciudades, los cementerios pertenecen, dependen y son regidos por las distintas administraciones y gozan de reglamentación jurídica propia. La presencia de otras religiones y de no creyentes favorece la pluralidad de las formas culturales que siguen marcando, de manera permanente, la configuración de los cementerios y de las sepulturas o monumentos funerarios, porque, en palabras de un estudioso de la cultura, "toda cultura descansa literalmente sobre el culto a los muertos, ya que sin respeto a los muertos no hay respeto a los vivos". Ello quiere decir que ante el cambio urge a todos, sociedad e Iglesia,

pensar cómo se atiende a la situación de los familiares y se les proporciona aquella ayuda que precisan en estos casos de duelo y de muerte con formas que pongan de manifiesto el respeto, la piedad y la memoria debida a los difuntos. Las lágrimas, el dolor y los lamentos tienen su sitio concreto en el lugar del sepelio y son demasiado serios como para banalizarlos. Ello está reclamando un esmero exquisito en la concepción y configuración de este "lugar de paz". Para los vivos, los que quedan, el cementerio puede convertirse en el espacio en que se encuentran con su propia identidad, en el lugar de la meditación y de la reflexión, en el medio donde se recibe estímulo para encarar conscientemente la vida ante la muerte. Así, solamente puede hablarse de una cultura de camposanto cuando el cementerio se reconoce con toda claridad como tal, cuando el enterramiento de los muertos y su memoria están en el centro. Los cementerios son lugares de memoria, del recuerdo en el que los que quedan, los familiares recuerdan a los difuntos y reflexionan sobre la propia muerte. Y por fin un cementerio debiera ser también el lugar de la predicación y del anuncio cristiano, y el lugar de la espera del mundo venidero, un lugar de la esperanza en la vida con Dios y en Dios. Esto, como es lógico, ha de valer sobre todo para los cementerios de la Iglesia. En tal sentido hay urgencia, sobre todo en España, de una cultura funeraria nueva, es decir, en los textos, símbolos y representaciones figurativas del cementerio donde persiste una tradición repetitiva que no se renueva.

Sin pretensión de originalidad, la presente selección de conceptos recogidos en este breve vocabulario tiene como finalidad facilitar la rápida comprensión de algunos conceptos y términos utilizados abundantemente por la literatura filosófico-teológica sobre la muerte. En páginas precedentes se podrá hallar una explicación más amplia y detallada de los términos aquí registrados. Puesto que la bibliografía sobre cada uno de los conceptos que se ofrecen es tan abundante como inabarcable, al final de cada palabra se incluye una mínima referencia bibliográfica donde estos párrafos se inspiran o donde puede ampliarse la sucinta información que aquí se ofrece.

Abandono Falta de atención adecuada a las múltiples necesidades del enfermo y su familia

Aborto Interrupción del proceso fisiológico del embarazo "antes de que el nuevo ser haya llegado a la capacidad de continuar con vida fuera del útero materno". Se llama aborto "espontáneo" cuando dicha interrupción no depende directamente de la intervención humana. Aborto "inducido" cuando "es fruto de la intervención directa del hombre" (Cristianismo, 41). Aborto es la "expulsión del embrión o del feto vivo en la etapa de gestación, antes de su nacimiento, produciéndole la muerte" (Diccionario Moral, 19).

Adistanasia o Antidistanasia "Dejar morir en paz al enfermo sin propiciarle los medios conducentes a retrasar la muerte inminente" (Fin de vida, 187).

Agonía Situación que precede a la muerte cuando ésta se produce de forma gradual, y en la que existe deterioro físico intenso, debilidad extrema, alta frecuencia de trastornos cognitivos y de la conciencia, dificultad de relación e ingesta y pronóstico de vida de horas o días.

Alimentación e hidratación artificial "Técnicas que pueden utilizarse para alimenta a los pacientes en situaciones en que no son capaces de insalivar, deglutir asimilar por sí solos alimentos o líquidos necesarios para la subsistencia". Se suele distinguir entre nutrición artificial enteral y parenteral. Nutrición enteral es la "introducción de fluidos nutritivos a través de sondas, normalmente, sondas naso-gástricas, que llevan el alimento hasta el estómago o a otras secciones del aparato digestivo". Nutrición parenteral es aquella, que prescindiendo del aparato digestivo, "se inyecta directamente el alimento en una vena a través de un catéter" (Fin de vida, 305).

Bioética Es aquella parte de la filosofía moral que "considera la licitud o ilicitud de las intervenciones en la vida del hombre, y particularmente, de las relacionadas con la práctica y el desarrollo de las ciencias médicas y biológicas" (Cristianismo, 141)

Cacotanasia Etimología: mala muerte. "Designa los casos en los que se provoca la muerte del paciente sin contar con su voluntad" (Fin de vida, 267).

Calidad de vida Se refiere al "conjunto de condiciones necesarias tanto desde el punto de vista biológico como psicológico, social y espiritual que dan lugar a una vida autónoma y humana, esto es, capaz de realizar las funciones propias del ser humano, como conocer, hablar y moverse" (Fin de vida, 115).

Cielo En sentido astrológico es la parte del universo que desde la tierra aparece como una bóveda hemisférica superior. Simbólicamente se aplica a la trascendencia de Dios por su inmensidad, elevación, luminosidad, solidez. También es símbolo de los bienes espirituales, que sobrepasan las realidades terrenas de un modo absoluto. Para el cristianismo, cielo es la "situación alta, elevada o superior propia de Dios a la cual llegan definitivamente los salvados" (Cristianismo, 188). Cielo es la morada de los bienaventurados después de la resurrección. Cielo es la "vida perfecta con la Santísima Trinidad, la comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados... El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1024). En definitiva, "vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts4,17). Los elegidos viven "en El", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17)" (Catecismo, n. 1025). "El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a El" (Catecismo, n. 1026).

Claudicación familiar Es la incapacidad de los miembros de la familia para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del paciente

Coma La consciencia del hombre tiene dos tipos de funciones: de vigilia y cognitivas. "Las primeras se encargan de mantenernos alerta. Las segundas son responsables del pensamiento y su expresión. Las primeras son necesarias para las segundas, no así al revés. La principal alteración de las primeras (de vigilia) es el coma en el que el paciente permanece "con los ojos cerrados y no es posible despertarlo mediante estímulos (a diferencia del sueño); no presenta movimientos intencionados ni percepción del dolor, y se mantiene más de una hora,

con lo que se distingue del síncope y de la lipotimia. El estupor es un grado menos grave, en el que el enfermo puede ser despertado con estímulos intensos" (J.A. Gómez Rubí, Ética en medicina critica, Triacastela, Madrid 2002, 134). [Fin de vida, 307).

Conspiración de silencio Es el "acuerdo implícito o explícito de alterar la información al paciente por parte de familiares, amigos y/o profesionales sanitarios con el fin de ocultarle el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación" (Fin de vida, 83).

Criogenización Técnica de hibernación consistente en congelar "en vivo" cueros humanos manteniéndoles, mediante nitrógeno líquido, a temperaturas muy por debajo de los 190 grados bajo cero.

Cuidados paliativos Los Cuidados paliativos son programas de tratamiento para mantener o mejorar las condiciones de vida del paciente terminal. Los pilares sobre los que se sustentan los Cuidados paliativos son: un adecuado control de síntomas, una comunicación eficaz, apoyo a la familia. El objetivo de los cuidados paliativos es conseguir aliviar el sufrimiento, mejorar la calidad de vida y lograr una muerte digna. El Ministerio de Sanidad y Consumo (2001) los define así: "cuidado paliativo es la asistencia total, activa y continuada de los pacientes y sus familiares por un equipo multiprofesional cuando la expectativa médica no es la curación. La meta fundamental es dar calidad de vida al paciente y su familia sin intentar alargar la supervivencia. Debe cubrir las necesidades físicas, psicológicas, espirituales y sociales del paciente y sus familiares. Si es necesario, el apoyo debe incluir el proceso de duelo".

Desahucio Abandono de las prácticas médicas ante la perspectiva de escaso éxito curativo dejando que la naturaleza actúe de forma natural con resultado de muerte. (Fin de vida, 47).

Distanasia Etimología: "mala muerte" o muerte mal hecha (con gran sufrimiento, muerte difícil y angustiosa con agonía). Es equivalente a una disfuncionalidad e imperfección en el morir que provienen del "uso exagerado de la técnicas biomédicas". Distanasia es "prologar de forma indebida la vida del enfermo en su fase terminal con resultado de una muerte indigna" (Fin de vida, 184). Distanasia es una "prolongación del proceso de morir por medio de tratamiento que no tiene más sentido que alargar la vida biológica del paciente" (Fin de vida, 267). Distanasia en sentido propio se aplica a las vidas mantenidas mediante técnica de reanimación o prolongación de la vida (incluso en estado vegetativo), con la utilización de medios terapéuticos extraordinarios o desproporcionados (cayendo en ocasiones en el encarnizamiento terapéutico).

Distanasia en sentido ampliado se refiere a la situación en las que "dejar morir" es recomendable. Dejar morir, no es lo mismo que "hacer morir" (Fin de vida, 191)

Documento de instrucciones previas Es un documento escrito dirigido al médico responsable en que una persona mayor de edad, que no haya sido incapacitada judicialmente para ello, de una manera libre y de acuerdo a los requisitos legales, expresa las instrucciones a tener en cuenta en una situación en la que las circunstancias que concurran no la permitan expresar personalmente su voluntad.

Duelo El duelo se produce ante la pérdida total e irreversible de un familiar o ser querido, que da lugar a una experiencia emocional (tristeza, vacío, sufrimiento, etc.) acompañada de una serie de consecuencias psicológicas, de manifestaciones físicas y de conductas rituales novedosas, que desencadena un proceso de adaptación a la nueva situación vital.

Encarnizamiento Terapéutico Adopción de medidas diagnósticas y/o terapéuticas, generalmente con objetivos curativos no indicados, en fases avanzadas y terminales de manera desproporcionada, o el uso de medidas extraordinarias (nutrición parenteral, hidratación forzada...) con el objeto de alargar innecesariamente la vida en situación claramente definida de agonía (aun sabiendo que no se dispone ya de terapias capaces de bloquear el mal). (Diccionario teológico, 699). Otros nombres para expresar la misma realidad: "ensañamiento terapéutico", terapéutico", "obcecación terapéutica", "obstinación terapéutica".

"furor

Escatología "Doctrina de las realidades últimas, es decir, de las representaciones a través de las cuales los mitos y las religiones interpretan el destino último del hombre y del mundo" (Cristianismo, 41). En el cristianismo la escatología es la "reflexión teológica que, basándose en el misterio pascual de Cristo, ve en él el prototipo de la condición final de la humanidad como coronación del plan divino de creación y salvación del hombre... y desde ahí está "en disposición de responder con eficacia a todas las preguntas fundamentales y dramáticas del hombre sobre el origen y la finalidad de todo, incluida la historia humana". "La escatología tiene como interés primordial, no ya la determinación de los lugares del más allá, ni la ilustración objetivista o una especie de reportaje (Rahner) sobre las últimas realidades del hombre, capaz de satisfacer a la curiosidad humana con la consecuencia de una grave pérdida del sentido del misterio, sino la dialéctica de continuidad y discontinuidad entre la historia y la metahistoria, entre los acontecimientos terrenos y su definitividad" (Diccionario teológico, 313-314).

Estado vegetativo Según la Academia Norteamericana de Neurología, es aquella situación del hombre caracterizada por los siguientes aspectos: 1) Ausencia de conciencia de sí mismo y del entorno

e incapacidad para interactuar con otros. 2) La respuesta a estímulos visuales, auditivos y dolorosos no posee carácter reproducible, propósito o conducta voluntaria. 3) Ausencia total de lenguaje expresivo o comprensivo. 4) Estado de vigilia intermitente manifestado por la existencia de ritmo vigilia/sueño. 5) Preservación de actividad hipotalámica y de troncoencéfalo que permita sobrevivir con atención médica. 6) Incontinencia de esfínteres. 7) Variable preservación de reflejos en nervios craneales y espinales (pupilas y reflejos oculocefálicos, corneal, vestíbulo-ocular, nauseoso y espinal.

Eternidad Es clásica la definición de eternidad de Boecio: "interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio" (simultánea posesión total y perfecta de la vida interminable). Se aplica a la cualidad del ser de Dios, "el modo de su existencia perfecta, inmutable en su totalidad ontológica, y que excluye la inmanencia y la sucesión". La eternidad no es tanto la duración ilimitada del tiempo, ni una absoluta atemporalidad, sino "la trascendencia del tiempo y de su característica más limitativa: la sucesión o segmentación" (Diccionario teológico, 343).

Eutanasia Etimología: buena muerte. Eutanasia es la acción u omisión, directa o indirecta, encaminada a provocar la muerte de una persona que padece una enfermedad avanzada o terminal, a petición expresa y reiterada de ésta. Se llama eutanasia a "los actos que tienen por objetivo terminar deliberadamente con la vida de un paciente con enfermedad terminal o irreversible, que padece sufrimientos que él vive como intolerables y a petición expresa de éste" (Fin de vida, 268). Eutanasia es "una intervención dirigida a procurar la muerte frente a un proceso patológico de pronóstico mortal y acompañado de sufrimientos intolerables" (Diccionario teológico, 352). La eutanasia ha de cumplir tres condiciones: que sea activa, que sea directa, que sea voluntaria. Aunque aún se utiliza, se ha quedado casi obsoleta la distinción clásica que hablaba de: 1) eutanasia activa, positiva u occisiva (acciones que producen deliberadamente la muerte del paciente sufriente; hoy se denomina cacotanasia o simplemente, homicidio); 2) eutanasia pasiva, negativa o lenitiva (cesación de terapias que prolonguen la vida de un enfermo terminal); 3) eutanasia indirecta (la muerte se produce como efecto secundarlo, no buscada, ni deseada, pero imposible de evitar); 4) eutanasia directa (como la activa); 5) eutanasia voluntaria (a petición expresa del paciente); eutanasia involuntaria (sin petición del paciente).

Final de la vida "Se refiere a la vida humana concreta como proceso biológico y al pronóstico de terminalidad de la vida temporal biológica del sujeto; implica un pronóstico vital negativo" (Fin de vida, 429). Cuando la expresión es usada por un médico clínico: el final de la vida "es un proceso asistencial de un paciente con un pronóstico de situación evolutiva terminal. Es, pues, un pronóstico clínico dentro de una referencia lineal del tiempo de la vida humana, y que, por razones biológicas, se sitúa en los confines terminales del proceso vital de un hombre concreto; conlleva una predicción pronostica de muerte próxima, lo que permite la consideración de que el proceso clínico está en estado terminal" (Fin de vida, 428).

Futilidad Son todas actuaciones extraordinarias o desproporcionadas que se consideran inútiles, o fútiles, pues no reportan beneficio para el paciente. Futilidad es aquella actuación médica que carece de utilidad para un particular paciente y que, por tanto, puede ser omitida por el médico. "Es la intervención médica que pretende proveer un beneficio al paciente en una situación en la que la razón y la experiencia sugieren que el éxito de la intervención es muy improbable y cuyas excepciones no se pueden reproducir sistemáticamente" (Fin de vida, 272). Futilidad es un "acto médico fútil, aquél cuya aplicación está desaconsejada en un caso concreto porque no es clínicamente eficaz (comprobado estadísticamente), no mejora el pronóstico, síntomas o enfermedades ¡ntercurrentes, o porque produciría previsiblemente efectos perjudiciales razonablemente desproporcionados al beneficio esperado para el paciente o sus condiciones, familiares, económicas o sociales" {Diccionario de bioética).

Homicidio por omisión o compasión "Abandono de las opciones terapéuticas ante un proceso susceptible de ser curado en un paciente sometido a una enfermedad crónica, pero sin que su muerte esté próxima debido a ella. Es decir, cuando a un paciente con una enfermedad crónica (por ejemplo, un síndrome de Down) y con un pronóstico vital bueno a largo plazo, por lo que respecta a esa enfermedad, le sobreviene un proceso intercurrente agudo susceptible de ser tratado con éxito (por ejemplo, una apendicitís), pero no se le trata por compasión y pena de su enfermedad crónica, por lo que muere de la enfermedad aguda concomitante" (Fin de vida, 269). "Es una omisión de un tratamiento debido de una enfermedad aguda con buen pronóstico vital por motivo de compasión en una enfermedad crónica también con buen pronóstico vital.... La omisión de tratamiento se realiza sin mediar para nada la voluntad del paciente" (Fin de vida, 270).

Huelga de hambre "Es la abstinencia voluntaria y total de alimentos para mostrar la decisión de admitir la muerte con el fin de obtener un determinado fin" (Diccionario Moral, 683). "Abstinencia voluntaria de alimentos, practicada durante un tiempo o, a veces, con carácter indefinido, para forzar los sentimientos de quien puede conceder lo que se pide" (Diccionario Real Academia).

Infierno Etimología: "lugar que está debajo"; por extensión, situación en contraposición a Dios. Infierno "no es propiamente un lugar, sino una situación de rechazo del amor de Dios iniciada y desarrollada por el pecado en el más acá que se hace definitiva, si no hay arrepentimiento, en el más allá". El infierno eterno o "condenación" consiste en el daño supremo del hombre por toda la eternidad y con carácter de ¡rreversibilidad. No es sinónimo de aniquilación (la cual equivaldría a la apocatástasis final, donde el actuar del hombre habría sido una comedia pues no se respetaría su opción) (Cristianismo, 480). Infierno es "la cristalización eterna de la situación de condenación de los que mueren alejados de la voluntad propia del plan divino de salvación de la humanidad realizado por Jesucristo". Infierno es la "posibilidad vengativa de que alguien pueda perder culpablemente

la salvación eterna". Es aquella situación post mortem, no querida por Dios, sino provocada por el hombre, "que puede tener su fase incoativa en la historia para cristalizar luego para siempre en la escatología". Infierno es "la falta de cumplimiento definitivo, la imperfección eterna del hombre, su fracaso global en cuanto pérdida definitiva de la relación con Dios y con su obra de salvación y de la perfección del hombre. Como tal, el infierno es una situación eterna, irreversible, en cuanto que ese aspecto es consiguiente al alejamiento del hombre respecto a Dios: es un rechazo de Dios que se hace irreversible y del que Dios toma nota, llevando a cabo una ratificación substancial del mismo" (Diccionario Teológico, 498-9).

inmortalidad Es la posesión de la vida en su más alto poder, la "exclusión de la finitud del ser, el no poder sufrir la muerte" (Diccionario Teológico, 509).

Limitación del Esfuerzo Terapéutico Es acotar la utilización de medidas extraordinarias -técnicamente posibles- en pacientes que presentan una enfermedad avanzada irreversible, sin expectativas razonables de recuperación. No implica abandonar al paciente. Precisa re-evaluar de forma constante la situación con el fin de no desencadenar un proceso conducente a un "retraso inútil de la muerte en lugar de a una prolongación de la vida" (Fin de vida, 252).

Morir El verbo "morir" hace relación a la acción de llegar al término de la vida. El sustantivo "muerte" expresa el resultado que se alcanza al morir: la cesación de la vida, la interrupción, suspensión y detención irreversible de toda función vital.

Mortal La condición del hombre por la cual un día, cuya fecha es incierta, ha de fallecer o morir.

Moribundo Aquella persona que está agonizando, pero no necesariamente de modo consciente.

Muriente "Sujeto con capacidad de sufrir y padecer de modo particular el proceso de morir", es decir, aquel que se halla inmerso personalmente en el proceso de morir. Lo característico de la condición de muriente es la consciencia clara de que ha llegado la hora de la muerte propia, de que, sin esperanza de curación médica, la muerte ya se está adueñando del enfermo. El muriente en este sentido es distinto de enfermo o paciente terminal (aquél que pronto va a morir, independiente de la consciencia que se tenga de su muerte). El enfermo terminal puede convertirse en muriente al tomar conciencia de su próximo perecer. "La situación existencial del enfermo terminal, en tanto que muriente, es quizá una de las peores por las que puede atravesar el ser humano, cuando se halla acorralado [por la

muerte]; pero también, una de las más profunda, en cuanto que facilita el acceso a la auténtica seriedad de la vida (sentido ético), potencia la abertura a la trascendencia (sentido religioso), o provoca, por el contrario, la desesperación más absoluta que cabe imagina (absurdo total de la vida)" (E. Bonete Perales, Repensar el fin de la vida. Sentido ético del morir, Ed. Internacionales Universitarias, Madrid 2007, 47).

Muerte clínica La muerte clínica de un hombre "es la realización del acto transitivo de un médico diagnosticando el fin de la vida propia de un paciente como ser viviente humano. Dicho diagnóstico se hace constatando "el estado" de pérdida irrecuperable de las funciones orgánicas esenciales para que un hombre tenga vida propia" (Fin de vida, 451).

Muerte digna Con esta expresión se alude al hecho de tener una muerte conforme a la peculiar condición del ser humano. En cuanto tal tiene muchos sentidos: en ocasiones se identifica con eutanasia (aceptada o rechazada); otras, se opone a encarnizamiento terapéutico u obstinación terapéutica; a veces, equivale a exigencia de terapias de control del dolor y de cuidados paliativos; en casi todos los casos, es expresión de una atención más humanizante a los enfermos en fase terminal. En un sentido más existencial muerte digna equivale a morir conscientemente, con lucidez (aunque también, para muchos es todo lo contrario, es decir, morir sin conciencia de que se está muriendo). Muerte digna es morir rodeado de los suyos, de las personas que se ama; es equivalente a reconciliación con la propia historia; es poder vivir los ritos religiosos en que se cree. Tal vez la formulación en negativo ayude a comprender mejor su significado: muerte indigna es "morir solo, abandonado, en un espacio inhóspito y anónimo. Es morir sufriendo innecesariamente o morir atado a un artefacto técnico que acaba convirtiéndose en el soberano de mis últimos días. Es morir incomunicado, rodeado de personas insensibles, especialistas sin alma, de burócratas profesionales (Fin de vida, 142-143; 182). Otras expresiones similares en su contenido: muerte humana, muerte natural, muerte en paz, muerte serena, muerte consciente, buena muerte, muerte personal, muerte auténtica, muerte ideal, derecho a morir,...

Novísimos Etimología: cosas ultimísimas. Para la fe cristiana se trata de realidades que maduran en la historia y se completan con la muerte, es decir, la resurrección de los muertos, la vida eterna, la palingenesia o participación del cosmos en la vida eterna, el juicio, la parusía o venida definitiva de Cristo, el infierno. Se las llama cosas "novísimas" o totalmente inéditas "porque son efectos de una obra de Dios que supera toda expectativa e imaginación humana" (Cristianismo, 701).

Ortotanasia

(Benemortasia)

Etimológicamente: "muerte a su debido tiempo", muerte correcta, es decir, "sin abreviaciones tajantes ni prolongaciones desproporcionadas del proceso de morir". "Es el

morir humanizado, aliviando el dolor hasta donde sea preciso, eliminando la angustia, la agitación, sin la intención de acabar rápidamente con la vida del enfermo, pero tampoco de alargar inhumanamente la agonía" (Fin de vida, 267).

Paciente terminal Según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos un paciente terminal es la persona que se encuentra afecto de una enfermedad avanzada, irrecuperable, progresiva y sin respuesta al tratamiento específico. El paciente terminal presenta síntomas intensos, multifactoriales y cambiantes que condicionan una inestabilidad en la evolución del paciente, con gran impacto emocional en enfermo, familia y equipo terapéutico. Se considera paciente terminal al enfermo cuyo pronóstico de vida es, en general, menor a seis meses.

Parusía Etimología: presencia, llegada, retorno. En del mundo grecorromano: llegada o visita oficial de los emperadores, con ello se mostraba su soberanía. En el cristianismo Parusía se refiere a la venida de Cristo al final de los tiempos, en poder y gloria (1 Tes 2,19; 3,13; 4,5; 5,23; 1 Cor 1,8; 15,23. La Parusía dirige el mundo, el cosmos la historia hacia su cumplimiento: la recapitulación en Cristo de todas las cosas (Ef 1,10). La Parusía "marca el establecimiento pleno del Reino, en el que la humanidad será definitivamente glorificada, las potencias del mal serán derrotadas, el cosmos quedará plenamente transfigurado y Dios será todo en todos (1 Cor 15,28)" (Diccionario Teológico, 738)

Pena de muerte Es la muerte infligida como castigo previsto por la ley contra determinados delitos. (Diccionario Teológico, 756).

Perdición/condenación Es el no alcanzar la bienaventuranza eterna que consiste en la plena comunión con Dios, y la pena consiguiente a este estado de alejamiento. "La vida del hombre está amenazada por la posibilidad real de un fracaso eterno, ya que el hombre está en condiciones de disponer de sí mismo y, por tanto, también de negarse libremente a Dios" (Cristianismo, 784).

Purgatorio "Realidad escatológica que implica la purificación del hombre después de la muerte". El purgatorio es la eventual y preliminar purificación de los elegidos (en su elemento espiritual) a la visión de Dios, lo cual equivale a afirmar que la pena del purgatorio es "totalmente distinta de la pena de los condenados" (Diccionario Teológico, 822-3). Purgatorio es el "estado de purificación en el cual se encuentran quienes mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero necesitan una purificación final para entrar en la gloria del cielo". El encuentro con el "fuego" purificador de Dios (purgatorio)"tiene la función de llevar a plenitud lo que en el momento de la muerte era todavía imperfecto por parte del hombre que

ha hecho su decisión fundamental por él pero que no ha sabido corresponder plenamente a la iniciativa de la gracia" (Cristianismo, 826).

Reencarnación Etimología: traslado del alma a otro cuerpo. Es la "convicción de que el principio vital humano, el alma-espíritu, que se experimenta como no totalmente dependiente del cuerpo, pasa a través de sucesivas etapas de unión con cuerpos distintos antes de alcanzar el estado final de descanso o disolución" (Diccionario Teológico, 629). Otra terminología: metempsícosis, metensomatosis o palingenesis.

transmigración,

renacimiento,

recorporación,

Resurrección de los muertos o de la carne "Acontecimiento parusíaco en virtud del cual el hombre, bajo la acción poderosa del Espíritu, quedará reintegrado y transfigurado en la totalidad de sus elementos psicosomátícos y llegará a la perfección personal y social al final de los tiempos. La resurrección es la extensión para los elegidos de la misma resurrección de Jesucristo" (Diccionario Teológico, 857).

Retribución "Doctrina teológica presente en las religiones monoteístas pero también en algunas religiones orientales, según la cual el juicio infalible de Dios retribuye a cada uno según sus obras" (Cristianismo, 852). En la religión cristiana la retribución es la "recompensa que proviene de la santidad y del amor de Dios que todo hombre recibe en conformidad con sus obras". "No es un acto jurídico, sino que pertenece a la economía de la salvación e implica una relación de amor entre Dios y el hombre". El cristianismo profesa su fe en una retribución inmediata y definitiva después de la muerte para los justos (Benedicto XII, año 1336). También se profesa la fe en una retribución final: en la parusía (cf. Lumen Gentium 48). (Diccionario Teológico, 858).

Sedación Disminución deliberada de la conciencia con el objetivo de evitar un sufrimiento insostenible. En general es una medida gradual, susceptible de tomarse con la participación del enfermo, o, en su defecto, de sus familiares, que puede llegar a la sedación completa e irreversible.

Síndrome de cautiverio "La conciencia conserva sus funciones (ve, oye, siente emociones, sufre, etc.) pero no puede realizar movimientos para comunicarse, de hecho". Puede estar ocasionado "por lesión bilateral de la vía piramidal, que provoca parálisis a los cuatro miembros y pares craneales inferiores, pero respeta la sustancia reticular, lo que hace que la conciencia esté totalmente conservada" (Fin de vida, 308).

Suicidio Supresión intencional de la propia vida. Es la muerte que uno se inflinge voluntariamente a sí mismo debido a un rechazo radical de la vida

Suicidio asistido Se llama suicidio asistido al hecho por el cual el enfermo pone fin a su vida con medios dados por un médico, sabedor éste del fin para el que se buscan o piden dichos medios.

Tanatopraxis Relegación del de vida, 32).

manejo del cadáver a especialistas y empresas funerarias (Fin

Vida eterna En la tradición cristiana: "La condición de paz, plenitud y alegría de quien, terminada la vida terrena, es acogido en la comunión con Dios. El término vida resume los bienes que derivan de estar unidos a Dios, y el adjetivo eterna indica que se trata de una posesión irreversible. Puesto que no se da unión con Dios si no es en Cristo, la vida eterna consiste esencialmente en estar con Jesús resucitado y vivir su condición de resucitado, es decir, la vida eterna consiste en compartir con él las riquezas más íntimas y profundas de Dios y en realizar la unidad más intensa y armoniosa con todo otro ser humano y con el cosmos" (Cristianismo, 961).

Voluntades anticipadas Son las "instrucciones u orientaciones expresadas con anterioridad y dirigidas al médico respecto a los cuidados y tratamientos relativos a la salud para que se cumplan cuando no esté en condiciones de pronunciarse" (Fin de vida, 394)

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BIBLIOGRAFÍA SOBRE LA M U E R T E El tema de la muerte ha generado a lo largo de la historia una amplísima bibliografía, casi inabarcable, de la cual aquí se ofrece una sucinta selección de textos, en su mayoría accesible en lengua castellana. A partir de estas referencias elementales a los interesados no les resultará difícil profundizar en los temas tanatológicos aquí expuestos. ALBIAC, G., La muerte. Metáforas, mitologías, símbolos, Paidos, Barcelona 1996. ALVIAR, J.J., Escatología, Eunsa, Pamplona 2007 . ALFARO, J., Esperanza cristiana y liberación del hombre, Herder, Barcelona 1972. AMENGUAL, G., Antropología filosófica, BAC, Madrid 2007. ARIES, P, El hombre ante la muerte, Taurus, Madrid 1999. ARISTONDO SARACIBAR, J., Vivir la muerte como auténticos hombres y mujeres de hoy: un propósito cristiano, "Lumen" 54 (2005) 177-246. BAILEY, LL.R., Biblical Perspectives on Death, Overtures to Biblical Theology, Fortress Press, Philadephia 1979. BARRIOCANAL GÓMEZ, J.L., Muerte, en ID. (dir.), Diccionario delprofetismo bíblico, Monte Carmelo, Burgos 2008, 462-473. BERMEJO, J.C. (Ed.), La muerte enseña a vivir, San Pablo, Madrid 2003. BERMEJO, J . C , Estoy en duelo, PPC, Madrid 2005. BOFF, L., La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Sal Terrae, Santander 1981. BOFF, L., Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 2008 . BONETE PERALES, E., Muerte, libertad, suicidio. La filosofía como preparación para la muerte, "Cuadernos Salmantinos de Filosofía" 29 (2002) 419-479. BONETE PERALES, E., Reflexión sobre la muerte en la Filosofía española actual, "La Ciudad de Dios" 215 (2002) 903-986. BONETE PERALES, E., Ética en esbozo. De política, felicidad y muerte, DDB, Bilbao 2003. BONETE PERALES, E., ¿Libres para morir? En torno a la Janato-ética, DDB, Bilbao 2004. BONETE PERALES, E., Repensar el fin de la vida. Sentido ético del morir, Ed. Internacionales Universitarias, Madrid 2007. BONORA, A., Muerte, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, San Pablo, Madrid 1990 , 1264-1279. BROTHERS, J., Vivir sin él: cómo superar el drama de la viudedad, Grijalbo, Barcelona 1992. Cristianismo. Diccionario enciclopédico San Pablo, San Pablo, Madrid 2009. CURA ELENA, S. DEL, Escatología contemporánea: la reencarnación como tema ineludible, en Teología en el tiempo, Facultad de Teología, Burgos 1994, 309-358. CURA ELENA, S. DEL, Vida eterna. La esperanza cristiana del "cielo"en nuestro horizonte cultural y religioso, "Burgense"46 (2005) 1-46. Diccionario exegético del Nuevo Testamento, v. I-II, Sigúeme, Salamanca 1998. Diccionario teológico del Nuevo Testamento, v. I I I , Sigúeme, Salamanca 1983. Diccionario Teológico Enciclopédico, Editorial Verbo Divino, Estella (Navarra) 1996 . DIE DEUTSCHEN BISCHOFE, Tote begraben und Trauernde trósten. Bestattungskultur im Wandel aus katholischer Sicht, nr.81, Bonn 2005. DURKHEIM, E., El suicidio, Akal, Madrid 1982. DURRWELL, F.X., El más allá. Miradas cristianas, Sigúeme, Salamanca 1997. ELIZARI BASTERRA, F.J., Bioética, Ediciones Paulina, Madrid 1991. ELIZARI BASTERRA, F.J. (dir.), 10 palabras clave ante el final de la vida, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2007. 2

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ÍNDICE Autores de los textos Introducción MEDITAR SOBRE LA MUERTE Y SU SENTIDO

5 9

¿Por qué un libro sobre la muerte? ¿Cómo hablar de la muerte? Buscar respuestas

10 11 13

PARTE I: LA PREGUNTA DEL HOMBRE ANTE LA VIDA Y SU FINAL. UNA APROXIMACIÓN FENOMENOLÓGICA A LOS MODOS DE MORIR

15

Ficha 1: Muerte y vida: dan que pensar (José Luis Cabria Ortega) Vida y muerte: realidades inseparables en mutua y constante interpelación De la vida (desde sus rasgos y empeños) De la muerte (desde la vida)

17 17 19 21

Ficha 2: ¿Qué es la vida? (Mario Jabares Cubillas)

22

Ficha 3:

26

La vida humana personal (Mario Jabares Cubillas)

Ficha 4: ¿Qué es el hombre? (Mario Jabares Cubillas)

31

Ficha 5: Morir (José Luis Cabria Ortega)

36

1. ¿De qué hablamos cuando hablamos de morir y de muerte? 2. Morir es un acto puntual: morir es cesar 3. Morir es un proceso: morir es morirse

36 36 38

Ficha 6:

Modos de morir: I. Proximidad (José Luis Cabria Ortega) 1. Una aproximación fenomenológica a los modos de morir 2. Morir sólo es morir 3. Morir cercano 4. Morir íntimo

40 40 40 41 42

Ficha 7:

Modos de morir: II. Talante (José Luis Cabria Ortega) 1. Morir público 2. Morir denunciante 3. Morir temido 4. Morir querido 5. Morir soñando

43 43 43 44 45 48

Ficha 8: Muerte (Jesús Yusta Sainz) 1. ¿Qué es la muerte? 2. Sentido a. El hombre, ser-para-la-muerte b. El neomarxismo c. Cristianismo 3. Conclusiones

*.

50 50 50 50 51 52 53

@

Ficha 9: Tipología 1. Muerte 2. Muerte 3. Muerte

de la muerte: I. Materialidad (José Luis Cabria Ortega) orgánica biológica clínica

Ficha 10: Tipología 1. Muerte 2. Muerte 3. Muerte 4. Muerte 5. Muerte 6. Muerte 7. Muerte Ficha 11:

de la muerte: II. Analogías (José Luis Cabria Ortega) personal o biográfica social psicológica religiosa o espiritual: "muerte eterna" virtual ecológica natural

La muerte, realidad cercana: la muerte de los seres queridos (José Luis Cabria Ortega) 1. Muerte de los padres: entre el desamparo y la responsabilización 2. Muerte del hijo: entre el enigma y el absurdo insoportable 3. Muerte del ser amado: entre la ruptura y la soledad 4. Muerte del hermano: entre el vacío y el despojamiento 5. Muerte del amigo: entre la consternación y la provisionalidad

Ficha 12: La muerte, cuestión cronológica: morir según la edad (José Luis Cabria Ortega) 1. La muerte del niño: entre la "incorrupción" y la tragedia 2. Muerte del joven: entre el desconcierto y la audacia 3. Muerte del adulto: entre la interrupción de la realización y la liberación 4. Muerte del anciano: entre la plenitud y el descanso

54 54 54 55 58 58 58 60 60 61 61 61 63 63 64 65 66 66 68 68 69 69 70

Ficha 13: La muerte, asunto de interés social: el morir sociológico (José Luis Cabria Ortega) 72 1. Muerte del enfermo: entre el alivio y la liberación 72 2. Muerte del inocente: entre la injusticia y la "restitución" Muerte del culpable: entre imprudencia temeraria y el escarmiento 74 3. Muerte del personaje público y del héroe: entre la conmoción y la ejemplaridad 77 4. Muerte autoinfligida o muerte del suicida: entre el deseo y el conflicto 78 Ficha 14: Las causas de la muerte (José Luis Cabria Ortega) 1. Muertes por causas naturales 2. Muertes por causas violentas

81 81 82

Ficha 15: Aborto (Carlos Simón Vázquez) Definición Clases legales de aborto Juicio ético acerca del aborto provocado

84 84 84 85 |

Ficha 16: Eutanasia (Carlos Simón Vázquez) Introducción Terminología y acepciones .Consideraciones antropológico-morales en torno a la eutanasia

86 86 86 I 88

Ficha 17:

Suicidio médicamente asistido (SMA) (Carlos Simón Vázquez)

Ficha 18: El Suicidio: I. Descripción (Jesús Yusta Sainz) Definición Evolución histórica Dimensiones del problema Causas del suicidio Depresión y suicidio

91 95 95 96 97 97 99

Ficha 19: El Suicidio: II. Ocasiones (Jesús Yusta Sainz) 103 El suicidio femenino 103 Suicidio adolescente 103 1. Los datos 103 2. ¿Cuáles son las causas del intento de suicidio en los adolescentes? 104 3. ¿Cuáles son los factores de riesgo del suicidio? 104 4. Indicadores de sentimientos, pensamientos o comportamientos suicidas ... 104 5. Tratamiento 105 6. Prevención del suicidio 106 Conclusión 107 Anexo: Emile Durkheim y el suicidio 107 PARTE II: HUMANIZAR EL MORIR. TRATANDO CON LA MUERTE ANTES DE MORIR

115

Ficha 20: Sanar el morir (José Carlos Bermejo Higuera)

117

Ficha 2 1 : Aclarar el morir (José Carlos Bermejo Higuera) 1. Comunicación y muerte 2. Adjetivar la muerte

120 120 121

Ficha 22:

123 123 124

La muerte, un momento biográfico (José Carlos Bermejo Higuera) 1. Muerte y biografía 2. Algunos "síndromes" en el morir

Ficha 23: Morir desde la vejez. El anciano ante el final de su vida (Judith E. Mateo Valerio) La vejez, etapa existencial crítica La vejez y la muerte Morir con dignidad en la vejez: lograr la mejor muerte posible Ficha 24:

La enfermedad, el médico y la muerte (Ana María Ruiz Moreno) 1. La muerte, fenómeno natural 2. Cuidados paliativos 3. Derecho a la información 4. Documento de instrucciones previas (DIP)

Ficha 25:

Plan de cuidados de enfermería en el final de la vida (Inmaculada Santamaría Cuesta) 1. Papel actual del profesional de enfermería y la necesidad de formación específica en cuidado de terminales

127 127 128 129 131 131 132 133 133 135 135

2. 3. 4. 5.

Destinatarios de los cuidados de enfermería: el paciente y la familia Necesidades del paciente Necesidades de la familia Evaluación del proceso de cuidados al final de la vida

136 137 139 140

Ficha 26: El acompañamiento espiritual a enfermos terminales: el capellán de hospital (Juan Carlos Medina Revuelta) Introducción Actitudes del capellán ante el enfermo a) La visita al enfermo b) Escuchar acompañando c) Discernir si el enfermo acepta la ayuda espiritual d) Profesionalidad

141 141 141 141 142 142 142

PARTE III: ACTITUDES ANTE LA MUERTE. ¿CÓMO ENFRENTAR LA REALIDAD DE LA MUERTE?

145

Ficha 27:

El tabú de la muerte en nuestra sociedad (Juana Sánchez-Gey Venegas) 1. Introducción 2. Algunas razones sobre el tabú de la muerte 2 . 1 . La muerte del sujeto 2.2. El relativismo moral 2.3. La trivíalización o el olvido de la verdad 2.4. El respeto por el tiempo o "la conspiración del silencio" 3. Conclusión

148 148 148 148 150 151 151 152

Ficha 28: Actitudes ante la muerte. I: Olvidar, descubrir, meditar (José Luis Cabria Ortega) 1. Olvidar y silenciar la muerte: "como si la muerte no existiera" ("etsi mors non daretur", "ac si mors non essef) 2. Descubrir la muerte: experiencia personal de la muerte 3. Meditar la muerte

153 153 155

Ficha 29: Actitudes ante la muerte. II: Respetar, rebelarse, resignarse (José Luis Cabria Ortega) 1. Respetar la muerte en su misterio y en nuestras incertidumbres 2. Rebelarse ante la muerte 3. Resignarse ante la muerte

157 157 157 158

Ficha 30: Actitudes ante la muerte. III: Llorar, callar, temer (José Luis Cabria Ortega) 1. Llorar la muerte 2. Callar ante la muerte 3. Temer la muerte

160 160 160 161

Ficha 3 1 : Actitudes ante la muerte. IV: Desear, aceptar, integrar, dar sentido (José Luis Cabria Ortega) 1. Desear la muerte 2. Aceptar e integrar la muerte 3. Dar sentido a la muerte

164 164 164 165

153

Ficha 32:

Duelo o luto: ¿Dolor llorado o depresión? (Jesús J. de la Gándara) 1. Conceptos 2. Algunas cifras: Incidencia y prevalencia sanitaria 3. Cuadro clínico "típico" del duelo 4. Etapas del duelo [tipología] 5. Criterios "oficiales" para el diagnóstico de un duelo con "trastorno depresivo mayor" (DTM) 6. Detección y diagnóstico del duelo patológico 7. Criterios de "duelo complicado" 8. Abordaje integral del duelo

168 168 168 168 169 171 171 172 173

PARTE IV: LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ EN LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES

177

Ficha 33:

Ficha 34:

El hombre prehistórico y la muerte (Juan Luis de León Azcárate)

180

Paleolítico Neolítico

180 181

La muerte en Mesopotamia (Juan Luis de León Azcárate)

183

Antropología mesopotámica El Poema de Gilgamesh El destino del etemmu ¿Qué le queda al hombre?

183 183 184 185

Ficha 35:

La muerte en Egipto (Juan Luis de León Azcárate) Textos de las Pirámides Antropología egipcia Textos de los Sarcófagos

186 186 187 187

Ficha 36:

La muerte en Grecia (Juan Luis de León Azcárate) El sombrío Hades de la Edad Oscura La esperanza optimista de los cultos mistéricos No faltaban escépticos

190 190 191 192

Ficha 37:

La muerte en la religión de Zaratustra (Juan Luis de León Azcárate) Doctrina de Zaratustra El destino del hombre tras la muerte El Puente Chinvat y la descripción del más allá

193 193 193 194

Ficha 38:

La muerte en el Hinduismo (Juan Luis de León Azcárate) Los Vedas Los Bráhmanas (1000-750 a. C.) Los Upanishads o "doctrina secreta" (750-550 a. O) El Bhagabad Gita (en sánscrito, "el canto del Señor")

196 196 196 197 199

Ficha 39:

La muerte en el Budismo (Juan Luis de León Azcárate) Doctrina básica del Budismo El Nirvana El "Libro Tibetano de los Muertos"

201 201 202 203

Ficha 40:

La muerte en el Judaismo Bíblico (Juan Luis de León Azcárate) Antropología hebrea El sheol como destino de los muertos en el antiguo Israel La doctrina de la retribución y su cuestionamiento Resurrección del cuerpo e inmortalidad del alma

205 205 205 206 207

Ficha 4 1 :

La muerte en el Cristianismo Neotestamentario (Juan Luis de León Azcárate) ... 209 El kerigma ("mensaje") primitivo y la muerte de Jesús 209 Muerte y resurrección en Pablo 209 Muerte y resurrección en los Evangelios Sinópticos 211 Muerte y resurrección en los escritos joánicos 212

Ficha 42:

La muerte en el Islam (Juan Luis de León Azcárate) El origen de la muerte según el Corán Resurrección y Día del Juicio Otras visiones dentro del Islam

214 214 214 216

PARTE V: LA ESPERANZA CRISTIANA ANTE LA MUERTE

219

Ficha 43: La fe del Israel bíblico en una vida más allá de la muerte (José Luis Barriocanal Gómez) 1. El mundo de los muertos: el sheol 2. Una vida más allá de la muerte 2.1 El interrogante suscitado por la doctrina de la retribución 2.2. La fe en el poder vivificador de Dios 2.3. La experiencia del sufrimiento y del martirio 2.4. El influjo del mundo cultural griego

221 221 221 ¡ 222 222 222 224

Ficha 44: Vivir y morir en el Israel Bíblico (José Luis Barriocanal Gómez) 1. Concepción terrena de la vida 2. Espiritualización de la muerte y de la vida 3. Relación entre muerte y pecado 4. Desmitización de la muerte 5. Actitudes ante el morir y la muerte

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Ficha 45:

La muerte en el Nuevo Testamento (Lorenzo de Santos Martín) 1. Comienzo y fin del Nuevo Testamento 2. Actitudes de Jesús ante la muerte y la vida 3. Jesús es la vida 4. Muerte y vida en Pablo 5. Conclusión

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Ficha 46:

Aproximación filosófico-teológica a la muerte (José Luis Cabria Ortega) 1. La muerte es un fenómeno físico y biológico 2. La muerte es ruptura de la temporalidad y de la presencia mundana 3. La muerte es término, resultado, consumación 4. La muerte es un estado permanente, irreversible, definitivo 5. La muerte es hecho natural, connatural al hombre

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6. La muerte es corte y tránsito: da paso a otra realidad 7. La muerte es enigma y misterio

239 242

Ficha 47: Esperanza I. Visión histórica (Jesús Yusta Sainz) 1. El mundo griego y judío 2. San Pablo 3. San Agustín 4. Santo Tomás 5. La modernidad

243 243 243 243 244 245

Ficha 48:

Esperanza II. Teoría del esperar humano (Jesús Yusta Sainz) 1. Presupuestos antropológicos 2. La creencia 3. La espera humana Conclusión

250 250 250 252 256

Ficha 49:

Esperanza III. El esperar cristiano tras la muerte (José Luis Cabria Ortega) ... 257 1. ¿Qué nos cabe esperar? 257 2. Fundamento de la esperanza cristiana: Jesucristo, muerto y resucitado 257 3. Cielo, infierno, purgatorio 259

Ficha 50: Y 1. 2. 3. Ficha 5 1 :

después de la muerte, ¿aniquilación? (Nurya Martínez-Gayol) Aniquilación, pensada como desaparición del ser en la nada Aniquilación como efecto positivo de una acción de Dios Aniquilación como pura y simple autoaniquilación

¿Reencarnación en perspectiva cristiana? (Nurya Martínez-Gayol) 1. La creencia de la reencarnación en Occidente 2. ¿Cuál es la base del éxito de la idea reencarnacionista en Occidente? 3. Características de esta creencia en Occidente 4. Convergencias y divergencias entre reencarnación occidental y cristianismo ....

261 261 261 261 263 263 263 265 265

Ficha 52: Vida eterna (Nurya Martínez-Gayol) 1. ¿Hay algo que aguardar después de la muerte? 2. Vida y vida eterna: continuidad y discontinuidad 3. Vida eterna: del amor creador al amor consumador 4. La vida eterna es visión de Dios 5. Notas características de esta vida eterna

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PARTE VI: CELEBRACIÓN DE LA MUERTE Y RITOS FUNERARIOS

273

Ficha 53:

La conjura de silencio sobre la muerte (Jesús Camarero Cuñado) 1. El hecho 2. Las causas 3. La urgencia del Ars moriendi 4. Por una cultura funeraria digna 5. Nuevos retos

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Ficha 54:

Ritos funerarios en otras religiones o culturas (Jesús Camarero Cuñado) 1. Las constantes desde la historia de las religiones 2. Los usos y ritos fúnebres entre los griegos y romanos

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3. El testimonio de la Sagrada Escritura

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Ficha 55: Rito cristiano de la celebración de la muerte: I. Durante los primeros siglos (Jesús Camarero Cuñado) 1. En la antigüedad cristiana 2. En la reglamentación litúrgico-pastoral más primitiva que se conserva de la liturgia romana (s. VII-VIII)

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Ficha 56: Rito cristiano de la celebración de la muerte: II. Los nuevos rituales de exequias (Jesús Camarero Cuñado) 1. En el Rituale Romanum (1614) 2. En el actual Ritual de exequias (1969) 3. La liturgia exequial en otras Iglesias cristianas

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Ficha 57: Una celebración de la muerte, digna de la persona que muere (Jesús Camarero Cuñado)

298

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Ficha 58:

Formas de enterramiento (Jesús Camarero Cuñado) 1. El sepelio en tierra 2. La incineración 3. Sepelio anónimo 4. El entierro de una urna en el mar 5. El sepelio de una urna en un bosque 6. Entierro de niños que han nacido muertos o el sepelio de fetos

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Ficha 59:

La memoria de los difuntos: el cementerio (Jesús Camarero Cuñado)

309

PARTE VII: VOCABULARIO EN TORNO A LA MUERTE

313

Ficha 60:

315

Palabras y conceptos en torno a la muerte (José Luis Cabria Ortega)

Bibliografía índice

327 331

personaje público es un modo de morir que puede perder las dosis de intimidad deseables, pero es del todo coherente con la exhibición a la que se ha visto sometida -voluntaria o involuntariamente- la propia vida. Entre los personajes públicos destacan los que son considerados héroes, en cuyo caso su muerte tiene una repercusión ejemplarizante para el vivir de quienes aún continúan en el bregar de la vida y tienen por delante un amplio horizonte donde poner en práctica las enseñanzas que como herencia nos legan las personas de vida heroica. Pero existen también quienes son considerados héroes por el modo como les adviene la muerte. Son aquello cuya vida entregada por una buena causa hace del difunto un héroe. Esta heroicidad puede ser puntual y ocasional: ha sido fruto de una reacción surgida como respuesta a una circunstancia, y se pasa del anonimato y la cotidianidad a la heroicidad por el modo como afronta su muerte o ésta le sobreviene. Más común es, sin embargo, la muerte heroica de quien encuentra la muerte como consecuencia de su vivir a favor de valores, convicciones, opciones a favor de los demás, en defensa de derechos humanos, de la dignidad de todas las personas, de la justicia, la paz, la unidad, el orden... Héroes que muestran que se puede vivir y morir con pasión, valentía, entrega sin límites, haciendo de su entrega un don de sí, una ofrenda oblativa de su vida. En tales casos la muerte es reconocida como ejemplar, modélica y es exaltada, distinguida, honrada, cantada... El héroe es ejemplo para otros; es la ejemplaridad en el vivir y el morir.

5. Muerte autoinfligida o muerte del suicida: entre el deseo y el conflicto Se desea la muerte de otros a quienes mental e intencionalmente matamos (enemigos, adversarios, rivales, agresores, etc.). Se desea la muerte de otros que, dada su situación -sufrimiento prolongado, progresivo deterioro psicosomático, continuo proceso irreversible y terminal, ausencia de perspectiva curativa, limitaciones severas en la calidad de v i d a suscitan sentimientos de compasión y pena (base emocional de la aceptación de la eutanasia y del suicidio asistido). También se desea la propia muerte. El cansancio vital, el hastío asfixiante, la angustia existencial, el fracaso irrefrenable, la frustración irresistible, el orgullo humillado, la insoportable incapacidad de seguir adelante, la profunda depresión, la penosa soledad, el lamentable abandono, la continuada inadaptación, el insufrible desengaño amoroso, el dramático desinterés, el tormentoso desamor, el irreparable y previsible ocaso, la incertidumbre inquietante ante el futuro, la enfermedad incurable y degenerativa, el miedo irrefrenable al dolor, la sensación de ser carga para otros, la grave situación financiera, el maltrato y violencia continuada, etc., son algunas de las razones que apuntalan el deseo y anhelo del propio morir, o mejor, convierten la muerte en una opción viable y atrayente. Podríamos precisar este deseo de morir propio como el deseo de acabar de vivir o como el deseo de no querer vivir más, al menos de este modo. Cuando este deseo propio de morir se convierte en realidad y es el propio sujeto quien lo hace efectivo estamos ante una muerte autoinfligida. A esta forma de muerte se la denomina comúnmente "suicidio", término que procede etimológicamente del latín: sui (a sí mismo) y caedere (matar), matarse a sí mismo, con el matiz de intencionalidad y premeditación en la acción (u omisión) que conduce al término de la propia muerte. En este sentido, hay que diferenciar el suicidio de las llamadas "tentativas de suicidio", muchas de las ouales no pretenden, en realidad ni intencionalmente, la propia muerte sino llamar la atención, pedir ayuda, denunciar la difícil

médico no tiene por qué ser conocedor de estos aspectos personales del paciente, ni es experto en esos otros campos que afecta a la identidad, creencias y voluntad del enfermo, por ello no habrá que descargar sobre él toda la responsabilidad - e n cualquiera que sea su sentido- ante el momento íntimo y trascendente de despedir una vida humana. Esta responsabilidad, debidamente armonizada, ha de ser compartida por el propio paciente, la familia y el equipo terapéutico. En este contexto es significativo el testimonio del médico judío S. B. Nuland: "El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré a un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales. Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos, lo expondré con claridad de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen, Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan "morir bien" o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero dentro de lo que está en mi poder, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprende quién soy" (Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, Alianza, Madrid 1995, 247). En relación con la muerte del enfermo en nuestra sociedad se plantea, además, la cuestión sobre el lugar donde se produce el desenlace final. Tradicionalmente el enfermo moría en casa, en su entorno vital, en la intimidad, rodeado de la familia. A primera vista parecería que es el lugar idóneo para recibir la muerte, pero la experiencia ante los enfermos terminales y de larga duración, indica que sin un adecuado soporte sanitario y ayuda técnica la muerte en casa puede resultar más un problema que una solución idílica, tanto para el enfermo como para la familia que lo cuida (sentimientos de impotencia, ansiedad, cansancio físico y emocional, claudicación, abandono, etc.). Por ello, en muchos casos hoy el enfermo muere en la cama de un hospital donde si bien se aseguran los cuidados médicos que atajan el dolor y restañan síntomas, no siempre se garantizan los aspectos afectivos y de intimidad necesarios. En este sentido el debate sigue socialmente abierto: ¿morir en casa o en el hospital? La introducción de los cuidados paliativos a domicilio puede ser una solución intermedia y satisfactoria.

2. Muerte del inocente: entre la injusticia y la "restitución" La muerte no respeta ninguna condición del hombre: ni edad, ni sexo, ni raza, ni estrato social, ni religión, ni responsabilidad, ni cualidad moral. No obstante, las circunstancias personales y las particularidades de quien muere hacen que la muerte adquiera connotaciones diversas. Es el caso, por ejemplo, de una muerte cuyo sujeto es una persona inocente o culpable de la muerte que protagoniza. La inocencia ante la muerte que acaece puede darse: •

Por la corta edad de quien fallece (cada niño que muere nos sigue escandalizando; todo adolescente que fallece por irresponsabilidad nos produce una insatisfacción vital y una inquietud desconcertante; todo feto que muere prematuramente por aborto provocado o espontáneo es un grito silencioso que interroga e interpela; toda muerte

3. Muerte del culpable: entre imprudencia temeraria y el escarmiento Muy distinta a la reacción ante la muerte del inocente es la actitud ante la muerte de aquél que es considerado culpable y, en consecuencia, de algún modo merecedor de su muerte propia. También en este supuesto la culpabilidad ante la muerte que sobreviene puede adquirir diversos grados y maneras. Hay un primer sentido de la culpabilidad que englobaría, además de los casos donde se atenta directamente contra la propia vida, a todos aquellos que por sus comportamientos temerarios y arriesgados se convierten en responsables de su muerte y, en ese sentido amplio, culpables de la misma. El caso extremo es el suicidio directo. Además, es el caso, por ejemplo, de quienes en su vida se empeñan en poner los medios conducentes -aunque no sea esa su intención- a un desenlace mortal (autolesiones, consumo abusivo de drogas, estupefacientes y alcohol, experimentar incontroladamente con mezclas de fármacos o plantas cuyos efectos no son del todo bien conocidos, irregularidades y desequilibrios en la comida y aseo personal, huelga de hambre, etc.); el caso de quienes tienen comportamientos temerarios e irresponsables ante situaciones de grave riesgo (conducción imprudente, práctica de deportes extremos y realización de esfuerzos para los que no se está debidamente preparado, manipulación indebida de armas de fuego o material explosivo, etc.), el caso de quienes no evitan actos cuyo resultado previsible pudiera ser la muerte (vivir en estado de violencia o de guerra, prácticas de juegos y competiciones cuyo único límite es la muerte de uno de los contrincantes - c o m o la ruleta rusa, la competición en carreras suicidas o en peleas sin límites ni arbitrajes-, mantener peligrosas relaciones con grupos pertenecientes al hampa o al crimen organizado, actitudes y comportamientos delictivos que conlleven ajuste de cuentas, etc.). En estas y otras muchas situaciones con resultado de muerte, ésta se considera consecuencia culpable de quien, por irresponsabilidad, ha actuado desde una temeridad imprudente o con una imprudencia temeraria. La muerte, en estos casos no necesita una causa añadida que justifique o explique su porqué ni una razón que dé cuenta de su presencia; el propio sujeto muriente es el protagonista directo - s u i c i d i o - o indirecto -vida al límite y en riesgo- de su muerte. La sociedad emite su veredicto al proclamar culpable de la muerte a quien por acción u omisión la ha propiciado. El cristiano, en cambio, suspenderá el dictamen último y definitivo sobre la culpabilidad personal ante la propia muerte remitiendo al postrer juicio de Dios y a su misericordia. Existe otro sentido de la culpabilidad: aquél que tiene connotaciones de carácter éticomoral. Es decir, se considera que quien muere era culpable y, de algún modo, merecedor de tal muerte. El caso extremo es el "ajusticiamiento" por venganza y/o castigo ante delitos cometidos, cuya cobertura legal es la aplicación de la condena a "pena de muerte". La pena de muerte es una práctica vigente en algunos países, pero cuya legitimidad y efectividad está puesta en cuestión por algunas razones, difícilmente discutibles como, por ejemplo, los errores en las sentencias judiciales, la imposibilidad de rectificación, la ineficacia de la condena que no restablece el orden violado, la desproporción de la justa defensa aducida como razón social para la pena de muerte cuando existen otros medios para erradicar la actividad delictiva (mal) sin acabar con la vida del delincuente (persona), etc. A ellos el cristiano añade la convicción de la dignidad de toda vida humana, también la del mayor criminal, y la esperanza fundada en la capacidad de conversión del ser humano, siempre acompañado por la gracia de Dios.

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