07 Loza Vera, José - Introducción al profetismo. Isaías.pdf

March 21, 2017 | Author: Wenceslao Restrepo | Category: N/A
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Introducción al profetismo Isaías José Loza Vera

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JOSÉ LOZA VERA, O.P.

INTRODUCCIÓN AL PROFETISMO ISAÍAS Biblioteca Bíblica Básica 7

Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected]

Diseño de cubierta: Francesc Sala Fotocomposición: NovaText, Mutilva Baja (Navarra) © José Loza Vera, 2011 © Editorial Verbo Divino, 2011 © De la presente edición: Verbo Divino, 2013 ISBN pdf: 978-84-9945-787-1 ISBN (versión impresa): 978-84-9945-189-3 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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CONTENIDO

Presentación de la colección por los directores .....................

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PRIMERA PARTE: INTRODUCCIÓN AL PROFETISMO Planteamiento preliminar .......................................................

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CAPÍTULO I. «PROFETA», «PROFETIZAR» Y OTROS TÉRMINOS ......................................................... I. Los términos fundamentales ....................................... II. Otros términos ............................................................. III. Conclusión ..................................................................

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CAPÍTULO II. LA RESPUESTA DE LA HISTORIA: ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS PROFÉTICOS EN ISRAEL ................................................... I. El profetismo antes de Amós ...................................... 1. Profetismo colectivo ................................................ 2. Profetas preclásicos .................................................. II. Cronología de los profetas del oráculo ........................ III. De la profecía a la apocalíptica ................................... IV. Profetismo bíblico y fenómenos religiosos similares ... V. Conclusión ..................................................................

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CAPÍTULO III. LO QUE DICEN DEL PROFETA LOS TEXTOS BÍBLICOS ..................................................... I. El profeta y la palabra: fórmulas varias ....................... 1. Fórmula de presentación narrativa ......................... 2. Fórmulas varias de introducción y de conclusión .. II. Datos complementarios ............................................... 1. La palabra como lo propio del profeta .................... 2. Palabra en acción: las «acciones simbólicas» ......... III. Relatos de vocación y textos biográficos o autobiográficos .............................................................................. 1. Relatos de vocación: características y mensaje ...... 2. Otros textos ............................................................. IV. Conclusión ..................................................................

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CAPÍTULO IV. LA EXPRESIÓN LITERARIA Y EL MENSAJE ..................................................................... I. Medios de expresión y géneros literarios .................... 1. La poesía bíblica ...................................................... 2. Los géneros literarios proféticos .............................. II. La formación de los libros proféticos .......................... 1. El problema ............................................................. 2. Etapas ...................................................................... III. El mensaje de los profetas ........................................... 1. El profetas y las instituciones del pueblo de Dios ... 2. Características del mensaje profético ..................... Conclusión general .................................................................

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Bibliografía selecta ..................................................................

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SEGUNDA PARTE: EL LIBRO DE ISAÍAS CAPÍTULO V. ISAÍAS 1-39 ..................................................... Introducción ...........................................................................

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1. Isaías: su momento histórico y su ministerio .......... 2. Formación de Is 1-39 y oráculos genuinos .............. 3. Articulación del libro y esquema ............................ I. La predicación de Isaías en síntesis: Is 1,1-2,5 ........... II. Los comienzos. La predicación social: Is 2,6-4,6 ........ III. La canción de la viña y los ayes: Is 5,1-24; 10,1-4 ..... IV. El libro del Emmanuel: Is 6-12 ................................... V. Oráculos contra las naciones: Is 13-23 ....................... VI. Últimos oráculos de Isaías: Is 28-32 ............................ VII. Los relatos sobre Isaías: Is 36-39 ................................. VIII. Los «apocalipsis» del libro de Isaías ............................ 1. «Gran apocalipsis»: Is 24-27 ................................... 2. «Pequeño apocalipsis»: Is 33-35 ............................. Conclusión ..............................................................................

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CAPÍTULO VI. ISAÍAS 40-55 ................................................. I. Introducción ................................................................ II. Los textos .....................................................................

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Capítulo VII. ISAÍAS 56-66 .................................................. I. Introducción ................................................................ II. Los textos .....................................................................

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Bibliografía (comentarios y monografías) ..............................

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Vocabulario .............................................................................

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PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN POR LOS DIRECTORES

Después de una prolongada espera, hemos recibido con gran aprecio la exhortación apostólica postsinodal, Verbum Domini, del papa Benedicto XVI. En ella retoma lo que se trabajó antes de y en el Sínodo sobre La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia (octubre de 2008), especialmente las 55 propuestas que de allí emanaron. Además indica algunas líneas fundamentales ¨para revalorizar la Palabra divina en la vida de la Iglesia, fuente de constante renovación, deseando al mismo tiempo que ella sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial» (VD 1). Es una amplia gama de temas lo que Benedicto XVI aborda en su exhortación apostólica. En el trasfondo está la convicción profunda del papel central que la Palabra de Dios tiene en la vida de la Iglesia. Una Palabra que debe ser anunciada, acogida, celebrada, estudiada y meditada en la Iglesia. Una Palabra que nos lleva al encuentro vivo con Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, el rostro vivo de la Palabra. Una Palabra que transforma la existencia personal en compromiso por construir un mundo más justo y habitable. En consonancia con el documento de Aparecida (mayo de 2007), asumido en esa propuesta por el Sínodo, la pastoral bíblica debe entenderse no como algo yuxtapuesto a las demás pastorales, sino como la animación bíblica de la pastoral. Animación que desea lograr que las actividades habituales de las comunidades cristianas, las parroquias, las asociaciones y los movimientos se interesen realmente por el encuentro personal con Cristo que se comunica en su Palabra. «Por eso nuestro tiempo ha de ser cada día más de una nueva escucha de la Palabra de Dios y de una nueva evangelización» (VD 122).

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Estas realidades urgen a un estudio más serio de la Biblia, que nos conduzca al encuentro vivo con el Señor Jesús. A esta necesidad ha querido responder esta nueva colección: Biblioteca Bíblica Básica (BBB). Están planeados 21 libros que ayuden a estudiar, comprender, saborear y vivir mejor la Palabra de Dios escrita. En su mayoría estarán escritos desde México por biblistas originarios o residentes en estas tierras, pero también colaborarán estudiosos de otras latitudes. Pluralidad de autores significa pluralidad de visiones y enfoques, de presentaciones y perspectivas, de métodos y acercamientos, de interpretaciones y actualizaciones. Esto, como en las mismas Letras Sagradas, enriquece nuestra mente y no la reduce a uniformidad estrecha y estéril. Estos libros están destinados a quienes ya tienen una iniciación bíblica fundamental y quieren profundizar en la Palabra de Dios. Laicos y laicas, en especial personas de nuestras escuelas e institutos bíblicos. Religiosos y religiosas, ávidos por el contacto con la Palabra de Dios. Seminaristas y sacerdotes que deseen seguir adentrándose en el mundo maravilloso de las Escrituras. La colección no pretende ser un comentario más, sino una guía de lectura y estudio para entrar en contacto con el texto sagrado y, a través de él, con nuestro Dios en el seno de la comunidad eclesial. Un instrumento que ofrezca pistas de la relación que se ha de establecer entre la Palabra de Dios escrita profundizada y nuestra vida concreta, personal y social. La Biblia debe conservar el frescor y vitalidad de la palabra interpelante que nos llama a vivir, con la fuerza del Espíritu, como seguidores y seguidoras de Cristo Jesús, construyendo entre nosotros el Reinado de Dios. Este volumen 7, que es el décimo en ser publicado, inicia el acercamiento a los profetas, mensajeros de Dios que comunicaron al pueblo la palabra viva del Señor. Palabra que luego quedó plasmada en unos libros que han llegado hasta nosotros y que son el testimonio perenne de que la Palabra de nuestro Dios permanece para siempre. Este volumen tiene dos partes muy claras: la introducción general al profetismo y el libro de Isaías, que contiene oráculos de diversos profetas, cuya predicación –de alguna forma– se vio afín en ciertos puntos, aunque ellos fueron muy distantes en el tiempo. Nos introduce en esta temática y en el acercamiento a los textos de Isaías, un gran investigador, maestro y escritor, José Loza Vera, sacerdote dominico. Él ha dedicado gran parte de su vida al estudio

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de la Palabra de Dios. Por mucho tiempo fue profesor de la École Biblique de Jerusalén y todavía lo es de la Universidad Pontificia de México. Formó parte de la Pontifica Comisión Bíblica. Es un experto en exégesis, sobre todo bajo el punto de vista histórico-crítico. Son muchos sus artículos y libros publicados. En esta misma colección BBB colaboró en el volumen 3 con su introducción al Pentateuco. En este nuevo volumen, el séptimo de la colección, su autor logra ponernos en contacto con el profeta bíblico y nos ayuda a desentrañar el libro de Isaías. Los directores Carlos Junco Garza Ricardo López Rosas

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PRIMERA PARTE

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La primera parte desarrolla los temas orientados a comprender qué/quién es el profeta según la Biblia, en especial según el Antiguo Testamento. Los temas de los capítulos son: 1) La terminología del Antiguo Testamento. Profeta, profetizar, profecía y profetismo son términos que derivan del griego. ¿Cómo expresa las cosas el hebreo? 2) El profetismo bíblico tiene su historia. Dos son sus vertientes: la colectiva y la individual. La vertiente colectiva es la más antigua. Los grupos de profetas formaban parte del personal de los santuarios locales; por medio de ellos se «consulta al Señor», se procura saber su voluntad. La vertiente individual es compleja: Amós (mediados del s. VIII a.C.) es el más antiguo de los profetas del oráculo, pero estos tendrían sus predecesores en personajes de los libros de Samuel y Reyes. 3) ¿Qué idea del profeta nos ofrecen los textos del Antiguo Testamento? Profeta es quien habla de parte de Dios. Las fórmulas de introducción o de conclusión, el referirse a sus oráculos como «Palabra del Señor», los relatos de vocación y otros textos autobiográficos justifican, cada uno a su manera, el hecho fundamental de que el profeta habla en nombre de Dios. 4) Los oráculos proféticos tienen su expresión literaria. En gran parte son poesía, pero la antigua poesía bíblica tiene sus características propias. Los profetas también tienen sus «géneros literarios», sus esquemas expresivos. Y se transmitieron al principio oralmente y se añadió mucho a lo que es atribuible al profeta que da su nombre a un libro. Es importante el mensaje de los libros proféticos, par-

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te de la palabra de Dios escrita, pero el mensaje de cada profeta tiene sus características propias.

PLANTEAMIENTO PRELIMINAR No, no hace nada el Señor Yahvé sin revelar su secreto a sus siervos los profetas... Habla el Señor Yahvé, ¿quién no profetizará? (Am 3,7-8) El texto citado de Amós y nuestra profesión de fe («Creo en el Espíritu Santo... que habló por los profetas») parecen dispensarnos de cualquier pregunta en torno a los profetas del Antiguo Testamento (AT). Pero, si hay unos personajes de nuestro pasado religioso a los que reconocemos como profetas, si tenemos en la Biblia una serie de libros proféticos, que guardarían la predicación de algunos de los profetas a partir de Amós, nuestra comprensión de los profetas y de los libros proféticos es limitada. Lo podemos ilustrar planteándonos la pregunta fundamental: ¿qué es un profeta? Probablemente hemos oído calificar de profetas a hombres como Juan XXIII, Juan Pablo II o hasta Mahatma Gandhi. Pero ninguno de ellos pertenece a los profetas de la Biblia. Esto nos indica que el término ha pasado al lenguaje ordinario y eso no siempre nos ayuda a la mejor comprensión de los profetas de la Biblia. Simplificando bastante, al profeta lo caracteriza una clarividencia muy especial: ve lo que otros no ven. Eso le permite percibir hacia dónde se encamina la historia humana y poner en marcha los dinamismos que hacen esa historia humana y ayuda a otros a poner en marcha esos dinamismos que hacen la historia. Mientras solo hablemos de clarividencia y de contribución activa al desarrollo de la historia humana no hemos señalado nada específico de nuestra fe cristiana o de la revelación bíblica, aunque, independientemente de saber a qué se debe o cómo se logra, el dato de la clarividencia es importante: el profeta ve lo que otros no ven. Es necesario dar un paso más porque no basta ver. Alguien puede ver muy bien y guardar para sí mismo lo que ve; si guarda su clarividencia, si no la comunica o comparte, no tendrá ninguna in-

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fluencia en los demás. Para convertirse en dinamismo de acción para muchos, la clarividencia tiene que ser comunicada: solo así se convierte en principio de acción para muchos. La clarividencia comunicada permite a otros aceptar el mismo ideal y comprometerse en la acción que irá convirtiendo el ideal en realidad, aunque sea poco a poco. Así se construye la historia. El profeta se definiría en principio por una clarividencia que ilumina a los demás, cambia sus actitudes y compromete su acción como dinamismo de un proceso histórico.

LOS PROFETAS BÍBLICOS Si nos situamos en el ámbito de nuestra fe, los profetas son personajes de nuestra tradición religiosa, de la revelación bíblica misma. La importancia de estos hombres, o también de esas mujeres como Miriam y Débora, Hulda o Ana, está en que ellos y ellas, en su momento, hicieron algo memorable. Lo «memorable» pudo ser una actuación, pero con frecuencia fue una palabra, una llamada de atención, un anuncio o algo por el estilo. Para dirigir esa palabra a sus contemporáneos, los profetas habrían hablado de parte de Dios. Palabra de Dios en su momento, palabra de Dios que a nosotros nos llega en forma escrita: no es tan evidente que lo dicho hace mucho y en circunstancias precisas deba tener el mismo valor como palabra de Dios para nosotros hoy.

EL ACONTECIMIENTO DE LA PALABRA En la palabra profética se verifica lo que en cualquier otra: las palabras son la mediación entre uno que habla y otro que escucha, son el medio de una comunicación. Si Dios habla a los hombres, el profeta es solo el intermediario que hace oír su palabra. Veremos cómo puede verificarse eso, pero hay algo importante: es la «precomprensión» necesaria para que la palabra de Dios llegue a nosotros, si confesamos a un Dios, a quien llamamos Padre, cuyo Hijo es la Palabra decisiva que él dirige a los hombres (ver Jn 1,18) y cuyo Espíritu «habló por los profetas» desde antes de la venida del Hijo al mundo. De esa manera los profetas participan de la actualidad misma de la Palabra de Dios, que «permanece para siempre» (Is 40,8, citado por 1 Pe 1,25). Doble será entonces la razón para estudiar a los profetas:

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1) Por la particular clarividencia frente al momento que vivía el pueblo de Dios y al que respondía su palabra. 2) Porque esa clarividencia era don de Dios, si él les encomendó hablar en su nombre y lo dicho por aquellos profetas sigue teniendo validez para nosotros.

ETAPAS DE LA ACCIÓN SALVÍFICA DE DIOS Y COMPRENSIÓN DE LOS PROFETAS Los libros de los profetas, si exceptuamos el Apocalipsis, forman parte del AT. Ahora bien, todo lo que precede a la venida de Cristo era una revelación preparatoria: solo alcanza su plenitud en lo que Jesús hizo y enseñó. En la perspectiva cristiana el Nuevo Testamento (NT) nos ofrece la clave o, si se prefiere, nos pone los lentes para ver correctamente cuanto lo preparaba, para leer el AT. Así, aunque haya una particular relación entre Jesús y los profetas, cabe una doble perspectiva: quedarse exclusivamente en el AT y dentro de sus propias coordenadas, en cuyo caso los profetas se considerarán en relación con Dios: él habla a través de ellos –son como sus mensajeros– o abrirse a Jesús con las dimensiones de la revelación definitiva. En este caso, si hay una relación especial con Cristo, si los profetas anunciaron su venida, los profetas eran aquellos mediadores de su palabra a través de los que Dios hizo veladamente el anuncio de la venida de su Hijo al mundo. Siempre serán los hombres de la palabra, pero habrá una doble vertiente y hasta cabe preguntarse: ¿qué es más importante, que hablaran a los demás de parte de Dios o que anunciaran la venida del Salvador del mundo, como quiera que esto haya podido ocurrir?

LOS PROFETAS Y NOSOTROS Por nuestra fe cristiana confesamos a «Cristo profeta, Cristo sacerdote y Cristo rey», pero también que cada uno de nosotros es «miembro de Cristo profeta, de Cristo sacerdote y de Cristo rey» (Ritual del bautismo). Si ha habido profetas en nuestra tradición de fe, también es verdad que nosotros estamos llamados a una vocación profética. El concilio ecuménico Vaticano II y sus relecturas a

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nivel latinoamericano nos han vuelto particularmente sensibles a este hecho: somos cristianos y, por serlo, también nosotros estamos llamados a ser profetas. Tradicionalmente, para subrayar la continuidad en la doctrina y en la vida de fe se insistía más bien en el elemento apostólico, no solo en el caso de los obispos, sucesores de los apóstoles, sino en el de toda vocación a una vida cristiana plena y misionera, sobre todo en algunas familias religiosas. Pero ser profeta y ser apóstol no son realidades distintas y que hasta debamos oponer. En cierto modo lo importante es que los apóstoles (y evangelistas) son al NT lo que los profetas son al AT, aunque el primero también menciona a los «profetas» entre los carismáticos que tienen confiada en las diferentes iglesias o comunidades la misión de anunciar a sus hermanos el mensaje de salvación. De paso podemos notar que los «profetas» son mencionados después de los apóstoles (y evangelistas), por ejemplo en 1 Cor 12,28; Ef 4,11 (comparar con Rom 12,4-8). Escogidos directamente por Jesús (Mc 3,13-19 par), los apóstoles debían ser testigos de su resurrección. Ese criterio es el que Pedro hace valer para la elección de Matías como sustituto de Judas (Hch 1,21-22) y poco antes Jesús mismo decía al grupo de los apóstoles: «serán mis testigos» (v. 8); sí, los apóstoles son los enviados, para anunciar lo que Jesús «hizo y enseñó» (Hch 1,1); por eso debían haberlo acompañado durante todo el tiempo de su ministerio (Hch 1,21). Si fueron enviados por Jesús para hacer discípulos (ver Mt 28,19), el modo de lograrlo era siendo testigos de lo que habían visto y escuchado. También de nosotros se espera que seamos testigos, aunque nuestro testimonio no pueda tener las características de los discípulos inmediatos. De modo diferente, vale para los apóstoles y para nosotros aquello de: «Ay de mí si no anuncio el Evangelio» (1 Cor 9,16). El apóstol y el profeta son los hombres de la palabra. Preguntarse qué es más importante hoy, ser profeta o ser apóstol, es como tratar de ver qué ha de motivarnos más: tener, en la fe, la clarividencia necesaria para saber anunciar a nuestros hermanos el mensaje de la salvación o ser para ellos precisamente testigos de Jesús. No son dos cosas opuestas, sino dos modos de expresar en forma complementaria la misma realidad fundamental. Por ello no necesito callar al profeta para ser apóstol, como no necesito eliminar al apóstol para hacer labor de profeta. Y es de notar que nuestra misma vida debe ser la del discípulo de Jesús para no incurrir en la condena que

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él hacía de los fariseos: «dicen y no hacen» (Mt 23,3). No por ello habrá que esperar hasta que seamos perfectos; el doble esfuerzo, por ser mejores y por dar testimonio, tiene que darse simultáneamente. ALGUNAS PRECISIONES Hablar de los «profetas» de la Biblia es un vasto programa. Nos ocupamos de aquellos que menciona la Escritura, sobre todo de los que el canon judío llama «profetas posteriores». La manera de expresarme supone otro término que tiene que ser correlativo, el de «Profetas anteriores». Y si preciso que hablo conforme al canon de la tradición judía, estoy señalando una diferencia; se puede visualizar mediante el siguiente esquema:

LOS PROFETAS EN EL CONJUNTO DE LA ESCRITURA (AT) Canon católico-ortodoxo Pentateuco Libros históricos

Canon judío (y protestante) Ley (To¯ ra¯h)/Pentateuco Anteriores Profetas Posteriores

Libros poéticos y sapienciales Profetas

Escritos

Nótese que la correspondencia entre las partes es genérica: algunos libros de los «Escritos» se desplazan y encuentran su lugar en los libros narrativos (históricos) o entre los profetas.

Si nuestros «Profetas» son el equivalente de los «profetas posteriores», el conjunto cristiano de libros es un poco más amplio. ¿Por qué? Algún libro, como el de Daniel, ha pasado del grupo de los «Escritos» a nuestros «Profetas»; algún otro, como el de Baruc, pertenece a los llamados deuterocanónicos (es de los libros tardíos que no se encuentran en la Biblia hebrea). Nuestro canon, no incluyendo los libros narrativos o históricos (los «Profetas anteriores»), comprende un total de 17 libros, en rea-

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lidad 18, si Lamentaciones con frecuencia aparece más o menos como un apéndice de Jeremías, que consideramos como proféticos; no son exactamente y solo los cuatro profetas mayores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel) y los «doce profetas menores». Por si eso fuera poco, para entender el profetismo del AT debemos tomar en consideración los datos de los libros narrativos, especialmente 1-2 Samuel y 1-2 Reyes; ellos nos informan sobre la época anterior a Amós. Por supuesto, una pregunta obligada es la de saber si hay continuidad, y de qué orden es, entre los hombres del oráculo, que aparecen en la historia con Amós y Oseas hacia mediados del siglo VIII a.C., y los «profetas» de que hablan los citados libros, que posiblemente nos hacen remontarnos en la historia unos dos siglos y fracción. Si el conjunto es amplio, lo que podemos intentar es una visión panorámica o de conjunto. Antes de quedarnos solo con Isaías (o con cualquiera de los profetas) y de dedicarnos a comprender su mensaje, es bueno que sepamos qué características tiene el profetismo del AT. Todo lo que haremos puede reducirse a responder a una pregunta: ¿qué es un profeta? Por supuesto, la respuesta no es fácil. Para que sea más completa, tenemos que buscarla por diferentes caminos. Pero, si los caminos son diversos, las respuestas no son múltiples; obtendremos gradualmente una respuesta, pero tendremos que irla descubriendo y precisar su contorno mediante los matices de los varios acercamientos.

LO GENUINO Y LO AÑADIDO O EL PROBLEMA CRÍTICO Con frecuencia nos preguntaremos, no ya si el texto refleja bien la época de la que pretende hablar, lo que está relacionado con el problema de la reconstrucción de la historia, con los presupuestos de la historia como ciencia moderna, sino si tal oráculo (o parte) atribuido a determinado profeta o escritor bíblico es genuino (auténtico) o no. Eso equivale a recurrir a criterios de valoración de los textos que solo pueden provenir del estudio crítico moderno de la Biblia, que no nos ofrece la Biblia misma. Todo el libro de Isaías es palabra de Dios, pero no forzosamente cada uno de los oráculos contenidos en el libro que lleva su nombre remonta al profeta del siglo VIII: puede ser palabra de Dios sin ser palabra de Isaías. Como veremos, la formación de los libros proféticos es un fenómeno distinto al hecho de hablar en nombre de Dios en tal o cual mo-

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mento. El proceso por el que se llegó de la predicación de Isaías a la formación del libro de Isaías puede ser complejo y el texto actual puede ser el resultado de una evolución que duró varios siglos. Solo mucho después de Isaías, cuando se han formado ya en lo esencial los libros proféticos, se llegará a considerar que lo escrito en un libro, el que fuere, es intocable y se fulminan amenazas para quien se atreva a añadir o a quitar algo (ver Ap 22,18-19), cosa que el AT relacionó tardíamente con la supuesta inmutabilidad de la ley: toda ella habría sido dada por Dios a Moisés (Dt 4,2). Si el proceso se considera terminado es para declarar que la obra ya no debe ser alterada por los hombres. Si el proceso se extiende mucho tiempo, ¿por qué se habla a veces de «profetas escritores» para distinguir a Isaías o Amós de Elías o Eliseo? El título no implica que cada uno de los profetas, mayores o menores, escribiera sus oráculos y sea el autor literario único del libro que lleva su nombre. Ese título sirve de algún modo para distinguir entre profetas y profetas: «profeta escritor» es aquel bajo cuyo nombre se conserva en la Biblia un libro que, en principio, contendría su predicación, sus oráculos. No se puede decir lo mismo de otros; así los dos libros de Samuel son narrativos, no una colección de oráculos de Samuel.

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CAPÍTULO I

«PROFETA», «PROFETIZAR» Y OTROS TÉRMINOS

DATOS INICIALES Si preguntamos sin previo aviso a varias personas: ¿qué, o quién, es un profeta?, la respuesta probablemente variará en forma significativa: en muchos casos solo matizando o con correctivos importantes podremos aplicar la respuesta a los profetas de la Biblia. Reveladora de nuestra comprensión media, la respuesta pudiera contener principalmente la idea de que «profeta es una persona que anuncia algún acontecimiento antes de que suceda». Como consecuencia de ello, «profetizar» equivaldrá prácticamente a «predecir», «vaticinar» o «anunciar de antemano». Si solo hacemos la pregunta a cristianos bien enterados de la importancia de la Escritura para su vida de fe, es probable que observemos cierta oscilación: entre la comprensión ya señalada, que subraya el «anuncio anticipado de un acontecimientos», y otra que insiste más bien en que «profeta» es quien habla, o más bien habló, de parte de Dios. Serán pocos los que, tratándose específicamente de los profetas de la Biblia, llegarán a afirmar que «hablar a los hombres en nombre de Dios» es lo fundamental en el caso del AT según su propia perspectiva. Queda, por tanto, una ambivalencia: ¿qué es más importante, hablar en nombre de Dios o anunciar lo que vendrá más tarde en la historia? La ambivalencia no es fortuita: se debe al vocabulario que usaron los primeros traductores de la Biblia, los que hicieron la versión griega llamada de los Setenta (LXX). Por supuesto, tuvieron que buscar alguna equivalencia para expresar la terminología hebreoaramea del AT, pero esa terminología, que pasó a las principales len-

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guas occidentales a través del latín (en castellano los términos serán principalmente «profeta» y «profetisa», «profetizar», «profecía» y «profetismo»), dan lugar a matices que no son exactamente los mismos que expresan los términos originales hebreo-arameos.

TERMINOLOGÍA DE LOS SETENTA (LXX) PARA LOS PROFETAS El término básico es el verbo profe¯teuo¯, que se explica por profe¯mi. Ahora bien, si no hay duda alguna sobre el componente principal, fe¯mi, que significa «decir», no ocurre lo mismo con la partícula pro. Dos matices distintos son posibles: • Anterioridad temporal: «anunciar de antemano, predecir, vaticinar». Se trata, por tanto, de anunciar algo antes de que suceda. • Sustitución o reemplazo, sobre todo tratándose de personas: «hablar en nombre de alguien y en representación suya». «Profetizar» sería entonces realizar la función de mensajero en nombre de otra persona. De lo que se trata es de representarlo, de hablar en su nombre. El profeta viene a ser un heraldo o mensajero de Dios. La doble posibilidad tiene importantes consecuencias: ¿los profetas del AT reciben tal nombre porque hablaron de parte de Dios y en su nombre, o porque anunciaron lo que en su momento estaba todavía por venir, por ejemplo si anunciaron la venida de Cristo al mundo?

No se trata de determinar por el vocabulario de los traductores griegos lo que significan los términos originales, aunque esa primera traducción fuera un paso importante para la transmisión de la Biblia fuera del mundo semítico. Solo el estudio directo de los términos (y de la realidad de que hablan) nos permitirá precisar las cosas y, al hacerlo, decidir si uno de los dos matices, y cuál de ellos en concreto, ha de ser preferido al otro: ¿es alguien profeta porque habla en nombre de Dios o porque anuncia un acontecimiento antes de que suceda? I. LOS TÉRMINOS FUNDAMENTALES Una advertencia preliminar para que no nos hagamos la ilusión de que podemos ver claramente las cosas sin apenas esforzarnos: «La noción de la profecía presentada por el Antiguo Testamento dista

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mucho de ser uniforme» (R. Rendtorff, Prophetes, en TDNT, VI, p. 796). La advertencia se ha podido calificar de pesimista, pero tiene su razón de ser y es más verdadera que falsa. El sentido etimológico de na¯bî’ y del verbo correspondiente es discutido. Una cosa que parece indudable es la correlación entre el na¯bî’ y el verbo nabu en acadio (sumerio-babilonio). Ahora bien, ese verbo significa «anunciar», «proclamar», no «ver», «contemplar»; por ello no se puede decir de antemano que profeta y «vidente» sean una misma cosa. Por otra parte, si el sentido de los nombres es más bien pasivo que activo, el na¯bî’ bíblico y el nabi’um mesopotámico serían algo así como «el llamado» («elegido»). Si la etimología y el sentido primario de los términos no es seguro, sí podemos afirmar algo fundamental: en este caso el verbo deriva del nombre (lo más común en hebreo es que el nombre del agente derive del verbo). 1. PROFETA (NA¯ BÎ’) El término aparece 315 veces en el texto hebreo de la Biblia; a ellas se añaden tres pasajes en arameo (Esd 5,1 y 2; 6,14); el femenino nebi’a¯ h, «profetisa», se encuentra en otros 6 pasajes (Ex 15,20; Jue 4,4; 2 Re 22,14; Is 8,3; 2 Cr 34,22; Neh 6,14). Un recuento rápido permite constatar el uso importante de algunos libros narrativos (48 veces en 1 Re, 32 en 2 Re y 26 en 2 Cr); entre los libros proféticos sobresale Jr (98 veces). Por comparación, extraña la poca frecuencia en Isaías, que solo cuenta 7 casos, ninguno en los capítulos 40-66. Otra cosa es saber de quién se dice. Llama la atención que se digan tan pocas veces de los personajes de los libros proféticos. Cierto que se aplica a algunos, principalmente a Jeremías e Isaías, pero fácil es ver que el nombre se concentra en pasajes narrativos, dentro o fuera del libro que contiene sus oráculos (a Isaías se aplica ese título en 2 Re 19,2; 20,1.11.14; Is 37,2; 38,1; 39,3; 2 Cr 26,22; 32,20.32; de Jeremías se dice unas 29 veces en su libro y, además, en 2 Cr 36,12; Dn 9,2). Dicho de otra manera, son otros, especialmente fuera del libro, o en partes atribuibles a la redacción de los libros, quienes los llaman «profetas»; nosotros les seguimos dando ese título. Una constatación paralela es que raramente alguien se autonombra profeta, na¯ bî’. Las excepciones son muy raras, aunque, por señalar este caso, si Jeremías no se llama a sí mismo «profeta», Dios le dice

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haberlo escogido como tal (Jr 1,5). ¿Cuáles con las excepciones? 1) Una vez, por implicación, admite el título Isaías, si su esposa es «profetisa» (Is 8,3). 2) Os 9,7-8 refleja dos cosas distintas: el modo de expresarse de los oyentes del profeta respecto a él (7b) y el propio sentir (8), aunque lo segundo esté condicionado por lo anterior. 3) Amós, cronológicamente el primero de los profetas «escritores», en el conflicto con Amasías (7,10ss, particularmente 14-15) niega haber sido «profeta» o «hijo de profeta» (miembro de una corporación profética), pero reconoce que Dios lo envió a «profetizar», a «hacer de profeta» (veremos luego lo que implica el verbo en el contexto). Paralelamente, si de profetas se habla, la forma de hacerlo es muy negativa. Tal sucede, al menos, entre los profetas «escritores» más antiguos, pues es el caso de Isaías (3,2; 9,14; 28,7; 29,10), de Miqueas (3,5-6.11) y de Oseas (4,5). Ya sabemos que Amós se disocia de profetas e «hijos de profetas» (Am 7,14). La renuencia a darse a sí mismos el título y el mal que dicen de los profetas son hechos que van en el mismo sentido. ¿Cómo explicarlos? Una explicación suficiente no puede darse sin pasar del término a la realidad que designa, cosa que haremos en el siguiente capítulo. ¿De qué realidad se habla y de qué momento histórico? El simple planteamiento deja entrever la dificultad: ya asentamos la complejidad, porque un texto dado no presenta forzosamente la realidad de la época a la que se refiere, pues la primera preocupación no era la del historiador moderno; lo normal será que el texto hable de la época de quien lo pone por escrito. Y volvemos a la pregunta crucial, ¿quién y cuándo se escribió tal o cual texto? El recorrido de los libros narrativos es instructivo. Pues bien, desde el Génesis en adelante hasta llegar a la época de Isaías (2 Re no llega a mencionar a los otros profetas del siglo VIII, Amós, Oseas y Miqueas), hay unas quince personas que reciben el título de profeta o profetisa; solo Isaías está entre los profetas «escritores». PROFETAS Y PROFETISAS: DE GÉNESIS A 2 REYES Abrahán (Gn 20,7) Miriam (Ex 15,20) Débora (Jue 4,4) Gad (1 Sm 22,5; 2 Sm 24,11)

Aarón (Ex 7,1; ver 4,10-16) Moisés (Dt 18,15-22*) Samuel (1 Sm 3,20; 9,9) Natán (2 Sm 7,2; 12,25; 1 Re 1,8ss)

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Ajías de Silo (1 Re 11,29; 14,2) Un anónimo (1 Re 13,11ss) Jehú** (1 Re 16,7.12) Elías (1 Re 18,22.36; 19,16) Eliseo (2 Re 5,3.8.13; 6,12; 19,1) Jonás*** (2 Re 14,25) Isaías (2 Re 19-20) *** Pero Moisés es más que un profeta en Nm 12,6-8. En Dt 18,12ss sirve como modelo para juzgar a los profetas. *** Jehú no se ha de confundir con el rey del mismo nombre. *** Todo indica que es distinto del protagonista del relato que encontramos entre los profetas menores.

Es problemático el título dado a algunos personajes anteriores a Samuel. A partir de él, si bastantes reciben el nombre, incluyendo algún anónimo como señalábamos, la razón precisa para el título es menos evidente. Que algunos en determinadas circunstancias hablaran en nombre de Yahvé, que hasta se subraye la diferencia de punto de vista cuando hablan por su cuenta y cuando transmiten lo que Dios les ha confiado (ver 2 Sm 7,3-5), no basta para explicar siempre «profeta» como equivalente de heraldo o portavoz de Yahvé. Otro dato complica aún el panorama: frente a profetas individualizados, como Samuel y Natán, Elías o Eliseo, tenemos también un uso colectivo del término, ya se hable genéricamente de «profetas» o se emplee el modismo «hijos de profetas» (reflejado por Am 7,14), es decir, «miembros de una corporación profética». En efecto, si en tiempo de Samuel, Saúl y David se habla de importantes grupos proféticos y basta el plural (1 Sm 10,5.10-12; 19,20-24; 28,6.15), más adelante, en la época de Elías y Eliseo, se habla con frecuencia de «hijos de profetas» (1 Re 20,35.38.41; 2 Re 2,3.5.7.15; 4,1.38; 6,1; 9,1.4). En su caso, además, «profetizar» no es pronunciar un oráculo (hablar en nombre de Yahvé), aunque se «consulte» a Yahvé por su medio (1 Sm 28,6.15). Son más bien los «hombres del espíritu» (ver Os 9,7), los hombres del éxtasis, como veremos, y su justificación colectiva parece encontrarse en Nm 11 (sobre todo en el v. 29), aunque 2 Re 22 hace mofa de ellos, si es verdad que los mueve un espíritu de locura y no el espíritu de Yahvé. Con los datos anteriores y sin ir más lejos, podemos resumir lo esencial en varios puntos:

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1) La resistencia de los profetas del siglo VIII a utilizar para sí mismos el término «profeta» y la evaluación poco positiva de los «profetas» de que hablan parecen explicarse por un uso anterior del término, que designaría a los extáticos de los santuarios locales mediante quienes se «consulta» a Yahvé. 2) La crítica hecha en el sentido de que están dispuestos a anunciar la «paz», lo que de bueno se quiera oír, siempre y cuando haya un buen regalo de por medio, presente en Jeremías, pudo manifestarse antes, pero es difícil basarla en 1 Re 22. 3) Los «extáticos» de la época de Samuel y Saúl o de la de Elías y Eliseo pudieran ser el precedente de los «falsos profetas». Nótese que es el calificativo de los LXX para los profetas a quienes se enfrenta Jeremías. 4) El solo análisis del término «profeta» es insuficiente para decir quiénes son los profetas «escritores»; habrá que buscar otro tipo de acercamiento(s). 2. PROFETIZAR El verbo hebreo na¯ ba¯ ’ es menos frecuente que el nombre. Aparece solo en 2 voces o modos verbales, el nifal (87/88 veces) y el hitpael (30 veces). Si tal es el caso, no tenemos el punto de referencia inmediato, por ejemplo la acción simple (el qal) para el nifal. EL VERBO HEBREO: VOCES Y TIEMPOS Para expresar la acción, nosotros nos contentamos con la activa y la pasiva, «amar» y «ser amado»; si acaso añadimos la reflexiva «amarse». Por el contrario, tenemos una enorme riqueza para expresar la acción mediante los diferentes tiempos. En hebreo las cosas ocurren prácticamente al revés: solo hay dos tiempos verbales, pasado y futuro, pero es mayor la variedad de voces: acción simple, acción intensiva, etc. De ese modo se puede usar el mismo verbo para cosas que nosotros expresaríamos con verbos diferentes: a «matar», «ser matado» y «matarse» se puede añadir la expresión de ideas como «asesinar», «rematar», «contramatar», «mandar matar» y «masacrar». Por lo que a na¯ba¯’ se refiere, el nifal es de suyo la reflexiva (o pasiva) de la acción simple; el hitpael es, a su vez, la reflexiva de la acción intensiva.

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Por lo que al uso se refiere, el nifal se encuentra en Amós, Joel, Zacarías y, sobre todo, Jeremías y Ezequiel, que se reparten en forma bastante equitativa el 80% de los usos. Por su parte, el hitpael solo se encuentra en ellos dos (Jr 14,14; 23,13; 26,20; 29,26-27; Ez 13,17; 37,10). En el uso del verbo «profetizar» se manifiesta, por tanto, la misma reticencia que en el del nombre. ¿En qué sentido se usa el verbo? Si en este caso el verbo deriva del nombre (si es denominativo), «profetizar» sería «ser profeta» o «actuar como profeta». Si y cómo eso implica hablar en nombre de Yahvé es lo que tenemos que verificar. En textos relativamente antiguos y que se refieren a los comienzos de Israel resulta claro que «profetizar» tiene que ver con fenómenos de tipo extático. Tal ocurre en los pasajes de 1 Sm que presentan a Saúl entre los profetas (1 Sm 10,5-11; 19,18-24), hecho que hasta dio lugar a un proverbio. No cualquiera entra en trance (éxtasis), sino aquel de quien «se apodera» el espíritu de Yahvé; es él quien convierte a la persona en otro hombre (1 Sm 10,6). El trance profético puede ser ayudado por medios como la música (1 Sm 10,5). No todo parece muy positivo en los datos de ambos pasajes, por lo que no es de extrañar que a veces las versiones españolas den un «delirar» como traducción de ese «profetizar» bíblico. Otros textos, como Nm 11, confirman los fenómenos de tipo extático, sobre todo 1 Re 18,26-29 sobre los profetas de Baal en el monte Carmelo. Estaríamos, pues, ante un fenómeno del que Israel no oculta que procede de los cananeos o le es común con ellos. En 1 Re 22 tenemos el primer intento de diferenciación entre nifal e hitpael: el aspecto visible es evidente en el hitpael del v. 10, que se refiere a una acción simbólica (hablaremos luego de ellas); por el contrario, el v. 12 expresa mediante el nifal la transmisión de un oráculo. Cierto que la delimitación no es perfecta, si el hitpael de los vv. 8 y 18 está relacionado con la transmisión de una palabra, pero pudiera ser porque se trata de la «respuesta» cuando se ha acudido a «consultar» a Yahvé. Ya dijimos arriba que no todos los profetas «escritores» usan el verbo. En el siglo VIII a.C. Amós es caso único: se utiliza el nifal (2,12; 3,8; 7,12.15-16) para referirse a una palabra proclamada en nombre de Yahvé, aunque en el cap. 7 el sacerdote de Betel que quiere impedirle profetizar no parece tomar en cuenta tal hecho fundamental.

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Los profetas del siglo VII o posteriores que utilizan el verbo lo hacen en el sentido de Amós. Tal ocurre en Jeremías: «profetizar» es hablar en nombre de Yahvé, transmitir un mensaje suyo. Pero hay «profetas» y «profetas»: ¿qué pasa cuando varios pretenden hablar en nombre de Yahvé, pero ofrecen mensajes opuestos? Los LXX clarifican las cosas: muchas veces los adversarios de Jeremías son «falsos profetas». El nifal se refiere también en Ezequiel a la transmisión de la palabra. Pero hay un aspecto en el que Ezequiel parece un heredero de los «hombres del espíritu» si el «espíritu» es quien le explica las cosas o le interpreta sus visiones (por ejemplo en 2,2). En una palabra, antes de Amós es exclusivo el uso del hitpael y tiene que ver con fenómenos extáticos; de Amós en adelante, si no desaparece el hitpael, es más característico el nifal: en su caso «profetizar» es transmitir la/una palabra de Yahvé, es hablar en su nombre. El saldo hasta ahora es negativo: el uso de «profeta» y «profetizar» no nos permite decir qué es un profeta. Solo en textos recientes (por ejemplo en Am 3,7) se habla de los profetas en forma positiva: son los hombres que, cada uno en su momento, tuvieron el encargo de anunciar a Israel la palabra de Yahvé. Inicialmente parecen haber sido los extáticos de los santuarios que, iluminados por el «espíritu de Yahvé», ofrecían una respuesta a cuantos venían precisamente a «consultar a Yahvé». No es de extrañar que «profetizar» designara primero el éxtasis de esos hombres del espíritu: «Quien me diera que todo el pueblo “profetizara” porque Yahvé le daba de su espíritu», llega a decir Moisés (Nm 11,29).

II. OTROS TÉRMINOS Es necesario considerar también algunos términos alternativos. 1. VIDENTE Dos participios, usados en forma sustantivada, ho¯ zeh y ro¯ ‘eh, designan al profeta como «vidente». Los verbos respectivos significan «ver»; el espectro de matices es grande y de suyo nada queda excluido. Ho¯ zeh, como designación profética, se encuentra unas diecisiete veces en el AT. Que la mayoría de los textos sea de 1-2 Cr parece-

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ría indicar su carácter tardío, aunque se usa para Gad en 2 Sm 24,11. De él se precisa que era «vidente de David» y a su propósito (o el de Natán e Isaías) ha surgido la pregunta de saber en qué medida se puede hablar de «profetas de corte». Lo que definitivamente impide hacer del término una invención del «cronista» (el autor de 1-2 Cr con Esd y Neh) son varios textos relacionados con los profetas del siglo VIII. Amós parece rechazar el título de vidente, que le da Amasías (7,12). Igualmente crítico es Miqueas, pues fustiga a quienes «venden» visiones por dinero (3,7). Isaías no parece tan negativo en 30,10; un segundo texto, 29,10, es difícil por existir un problema textual. La tradición hace claramente de él un visionario mediante los títulos de 1,1; 2,1 y 13,1. Lo que allí se expresa está relacionado con el uso no muy raro de «ver» en el sentido de «tener una visión» (unos veintitrés casos). A esa visión se refieren varios nombres derivados: hasta 3 diferentes (ver 2 Sm 7,17; Is 1,1). Ro¯ ’eh, por su parte, se encuentra una docena de veces en la Biblia hebrea y se dice especialmente de Samuel (1 Sm 9,9.9.11.18.19), pero también de Ananías (2 Cr 16,7.10) y del sacerdote Sadoc (2 Sm 15,27; 1 Cr 2,52). En 1 Sm tenemos incluso una nota erudita que establece una sucesión: «vidente» habría sido la designación de aquella época, pero más tarde habría cedido su puesto al término «profeta». El único texto profético es Is 30,10, que, por cierto, utiliza los dos participios según el principio de correspondencia del paralelismo sinonímico. Hay varios términos más, fuera del término vidente, que debemos considerar. De estos se puede decir que la mayoría manifiesta una relación con Dios; solo alguno, que se ofrece al final, prescinde de tal referencia. 2. HOMBRE DE DIOS El término más explícito y característico, el de hombre de Dios, tiene el inconveniente de no ser exclusivo, si se aplica a personajes tan distintos como Moisés (Dt 33,1), David (2 Cr 8,14) o Hanán (Jr 35,4), y si la madre de Sansón percibe al «mensajero» que se le aparece como «hombre de Dios» (Jue 13,6-8). El título implica una valoración positiva, pero nos dice principalmente cómo vieron los demás a la persona a la que dieron el título. Si el pasaje de Jeremías es el único entre los libros proféticos, parece innecesario añadir que

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no fue el título que alguien se diera a sí mismo o le sirviera de justificativo para su misión. El nombre, si precisamos un poco más quiénes lo reciben, se da incluso a personas que permanecen en el anonimato (1 Sm 2,27; 1 Re 13: 15 veces en el capítulo; 2 Re 23,16-17; 2 Cr 25,7.9.9). Pero también será llamado «hombre de Dios» tal o cual personaje bien conocido, por ejemplo Samuel (1 Sm 9,6-10), Elías (1 Re 17,18.24; ¿20,28?; 2 Re 1,9-13) y, sobre todo, Eliseo (2 Re 4: 11 veces; otras 14 en los caps. 5-8 y 13). El uso parece bastante antiguo: Samuel y el anónimo de 1 Re 13, así como Elías y Eliseo, son anteriores a Amós. Pudiera haber una relación especial entre ese nombre dado y la capacidad para anunciar lo que está oculto o por venir: la futura madre de Sansón concluye que el «mensajero» tiene que ser un «hombre de Dios» por haberle anunciado que será madre (Jue 13,6-7). Paralelamente, el servidor de Saúl atribuye a Samuel, «hombre de Dios», la clarividencia por la cual descubriría qué ha pasado con las asnas que buscan (1 Sm 9,6). También en 2 Re 4,8-17 parece haber relación entre el título de «hombre de Dios», que la mujer de Sunem da a Eliseo (vv. 9 y 16), y el anuncio que Eliseo hace a la mujer en el sentido de que será madre (vv. 16-17). Hay así varios textos en que el uso no se explicaría por la tradición tardía, más imprecisa. 3. ENVIADO Sobreentendiendo que trata precisamente de un enviado «de Yahvé» (Dios), se encuentra en unos pocos textos tardíos, pues aparentemente se sitúan del exilio babilónico en adelante (Is 42,19; 44,26; Ag 1,13; 2 Cr 36,15-16; Mal 3,1). El último texto parece el menos claro, al menos en cuanto no consta sin lugar a dudas que se trate de un profeta. 4. SERVIDOR Tampoco es un término frecuente, pero son de señalar algunos pasajes de profetas del siglo VIII (Is 20,3; 22,20; Am 3,7 probablemente no pertenece al oráculo genuino del profeta y representa un punto de vista similar al de los deuteronomistas) y de Jeremías

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(7,25; 25,4; 26,5; 29,19; 35,15; 44,4; ver Ez 38,17). En este caso los pasajes genéricos, como el de Amós, son lo más interesante: subrayan a posteriori que hubo en la historia pasada del pueblo toda una serie de «profetas» y que Yahvé estuvo con ellos: él sigue velando para cumplir cada una de sus palabras. En este sentido Am 3,7 (ver Jr 7,25) es como la culminación de afirmaciones de Samuel-Reyes (1 Sm 3,9-10; 1 Re 14,18; 15,29; 2 Re 9,36; 10,10; 14,25; 17,18-19; 18,26; 21,10; 24,2) y suena a principio general. 5. VIGÍA O VIGILANTE Solo el título de vigía o vigilante, título de carácter militar (designa al guarda de turno), tiene alguna importancia entre los términos que de suyo no expresan una relación con Dios. Los textos que llaman vigía al profeta no son numerosos (2 Re 9,17; ¿Miq 7,4?; Is 52,8; Jr 6,17-18; Hab 2,1 y, sobre todo, Ez 33,1-20). El último texto es el que desarrolla más las implicaciones del título de «vigilante» aplicado al profeta; el pasaje describe ampliamente su misión frente al pueblo. 6. ¿HABRÁ QUE AÑADIR EL TÍTULO DE LOCO? Si se da a profetas (2 Re 9,11-13; Os 9,7; Jr 29,26), hay que precisar que expresa el desprecio o el rechazo de los oyentes, no la aceptación.

III. CONCLUSIÓN El repaso de los nombres o títulos del profeta en el AT parece llevar a una conclusión poco interesante: no permite comprender en profundidad el fenómeno del profetismo bíblico como hubiéramos querido. Ni «profeta» y «profetizar», como tampoco los otros nombres dados a los profetas en los textos del AT, nos permiten responder con claridad a la pregunta inicial: ¿qué es un profeta? La primera conclusión es negativa, además, porque nuestra idea cristiana de los profetas, si la reducimos (o casi) al hecho de que anunciaran la venida de Cristo, no es exactamente la que se des-

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prende de los textos del AT. Para nuestra comprensión han influido dos hechos fundamentales: 1) La revelación definitiva de Dios a los hombres se nos da en Cristo y el AT solo la preparaba, por lo que no pudo alcanzar una expresión cabal, y anticipada, en el AT. 2) Por ello mismo el AT es una parte imperfecta y subordinada de la revelación de Dios a los hombres. Eso tiene consecuencias. Para nosotros, el AT se orienta hacia Cristo y preparaba su venida. Por ello mismo contenía de algún modo el anuncio anticipado de la venida de Cristo. Lo dice Lucas a propósito de la manifestación de Jesús a los discípulos de Emaús: «Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24,27). Habrá, por consiguiente, una manera de interpretarlo en que vemos al AT a la luz de Cristo y orientada hacia él. Esa praxis cristiana deriva del NT y hasta de Jesús mismo. Para la interpretación de los profetas lo anterior da por resultado una doble vertiente. Es posible, primero, interpretar a los profetas en función de su contexto inmediato, el del AT; en ese caso se subrayará el hecho de que hablaran de parte de Dios. Sin negar eso, en una perspectiva cristiana se dirá que los profetas de algún modo anunciaron anticipadamente el misterio de Cristo. Si hablar fue su misión, los profetas son hombres de la palabra. Pasar de allí y precisar mejor el hecho es un dato susceptible de diferente matiz, si cabe añadir que fueron mensajeros, porque hablaron de parte de Dios que los envió, o que fueron verdaderos vaticinadores, ya que anunciaron la venida de Cristo al mundo antes de que ocurriera efectivamente así como las realidades definitivas del plan de Dios para la salvación de los hombres. Podemos añadir que lo segundo es más tradicional en nuestro ámbito cristiano. Lograr la casi unanimidad para caracterizar a los profetas como hombres que en su momento histórico hablaron de parte de Yahvé en función de las circunstancias vividas por el pueblo de Dios es el logro de la exégesis moderna. Costó percibir que este aspecto es decisivo, a pesar de que se desprende de las afirmaciones de los libros proféticos (como veremos en el cap. III).

USOS DEL VOCABULARIO PROFÉTICO Nótese que se repite el versículo si contiene el nombre (o el verbo) más de una vez.

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El nombre Gn 20,7; Ex 7,1; Nm 11,29; 12,6; Dt 13,2.4.6; 18,15.18.19.20.22. 22; 34,10. Jue 6,8; 1 Sm 3,20; 9,9; 10.5.10.11.11.12; 19,20.24; 22,5; 28,6.15; 2 Sm 7,2; 24,11; 1 Re 1,8.10.22.32.34.38.44.45; 11,29; 13,11.18.20.23.25.26.29.29; 14,18; 16,7.12; 18,4.4.13.13.19.20. 22.22.25.36.40; 19,1.10.14.16; 20,22.35.38.41; 22,6.10.12.13.22.23; 2 Re 2,3.5.7.15; 3,11.13; 4,1.38.38; 5,3.8.13.22; 6,1.12; 9,1.1.4.7; 10,19; 14,25; 17,13.13.23; 19,2; 20,1.11.14; 21,10; 23,2.18; 24,2. Is 3,2; 9,14; 28,7; 29,10; 37,2; 38,1; 39,3; Jr 1,5; 2,8.26.30; 4,9; 5,13.31; 6,13; 7,25; 8,1.10; 13,13; 14,13.14.15.15.18; 18,18; 20,2; 23,9.11.13.14.15.15.16.21.25.26.26.28.30.31.32.33.34.37; 25,2.4; 26,5.7.8.11; 27,9.14.15.16.18; 28,1.5.5.6.8.9.9.10.10.11.12.12.15.15. 17; 29,1.1.15.19.29; 32,2; 34,6; 35,15; 36,8.26; 37,2.3.6.13; 38,9.10. 14; 42,2.4; 43,6; 45,1; 46,1.13; 47,1; 49,34; 50,1; 51,59; Ez 2,5; 7,26; 13,2.2.3.4.9.16; 14,4.7.9.9.10; 22,25.28; 33,33; 38,17; Os 4,5; 6,5; 9,7.8; 12,11.11; Am 2,11.12; 3,7; 7,14.14; Miq 3,5.6.11; Hab 1,1; 3,1; Sof 3,4; Ag 1,1.3; 2,1.10; Zac 1,1.4.5.6.7; 7,7.12; 8,9; 13,2.4.5; Mal 3,23. Sal 51,2; 74,9; 105,15; Lam 2,9.14.20; 4,13; Dn 9,2.6.10.24; Esd 9,11; Neh 6,7.14; 9,26.30.32; 1 Cr 16,22; 17,1; 29,29; 2 Cr 9,29; 12,5.15; 13,22; 15,8; 18,5.6.9.11.12.21.22; 20,20; 21,12; 24,19; 26,22; 28,9; 29,25.25; 32,20.32; 35,18. A ellos se añaden: 1) La forma femenina en Ex 15,20; Jue 4,4; 2 Re 22,14; Is 8,3; Neh 6,14; 2 Cr 34,22. 2) Unos pasajes en arameo (Esd 5,1.1.2; 6,14). Se notará que la expresión «hijos de profetas» se encuentra en 1 Re 20,35; 2 Re 2,3.5.7.15; 4,1.38.38; 5,22; 6,1; 9,1, a los que se añade el singular de Am 7,14. Expresión similar es la que habla del «grupo de profetas» (1 Sm 10,5.10; 19,20). El verbo En nifal en 1 Sm 10,11; 19,20; 1 Re 22,12; Jr 2,8; 5,31; 11,21; 14,14.15.16; 19,14; 20,1.6; 23,16.21.25.26.32; 25,13.30; 28,6.8.9; 29,9,21.31; 32,3; 37,19; Ez 4,7; 11,4.13; 12,27; 13,2.2.16.17.17; 21,2.7.14.19.33; 25,2; 28,21; 29,2; 30,2; 34,2.22; 35,2; 36,1.3.6; 37,4.7.7.9.9.12; 38,2.14.17; 39,1; Jl 3,1; Am 2,12; 3,8; 7,12.13.15.16; Zac 13,3.3.4; 1 Cr 25,1.2.3; 2 Cr 18,11. En hitpael en Nm 11,25.26.27; 1 Sm 10,5.6.10.13; 18,10; 19,20.20.21.23.24; 1 Re 18,29; 22,8.10.18; Jr 14,14; 23,13; 26,20; 29,26.27; Ez 13,17; 37,10; 2 Cr 18,7.9.17; 20,37.

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EL VOCABULARIO PROFÉTICO

Lee atentamente los pasajes en que Jeremías usa el verbo «profetizar». ¿Qué equivalente se le da en la Biblia que usas? ¿Cómo expresarías el significado y cómo resumirías globalmente las implicaciones del verbo al designar la actividad propia o la de «profetas» a quienes Jeremías critica?

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CAPÍTULO II

LA RESPUESTA DE LA HISTORIA: ORIGEN Y EVOLUCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS PROFÉTICOS EN ISRAEL

Una visión sintética de la historia del profetismo en Israel tropieza con dos dificultades: 1) Parecen ser varios los fenómenos a tomar en cuenta y uno se pregunta dónde está el común denominador. 2) La cronología de los textos no es segura y muchas veces los datos de los libros narrativos, por señalar estos, corresponden a la época en que se pusieron por escrito, no a aquella, anterior, en que se situarían los personajes de los que hablan. Para que el desarrollo resulte más claro, dividimos la exposición entre la prehistoria (el profetismo antes de Amós) y la historia propiamente dicha de los profetas del oráculo. Para la época más tardía tenemos que señalar la transición de la profecía hacia la apocalíptica. También dificulta la presentación la necesidad de ofrecer algún dato sobre fenómenos comparables al del profetismo de la Biblia en otras religiones. Guardamos el aspecto comparativo para el final del capítulo, por cierto, limitándonos a unas indicaciones básicas, sean generales o describan lo específico del medio bíblico (antiguo Oriente y Grecia).

I. EL PROFETISMO ANTES DE AMÓS Llamar profetas a personajes de los lejanos comienzos de la historia de Israel puede ser una derivación de la tradición. El comienzo de todo, por lo que se refiere a quienes reciben el nombre de «profetas», parece encontrarse, hasta donde podemos ver las cosas,

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en los grupos de extáticos relacionados con los santuarios locales, descritos por los textos que hablan de la época de Samuel.

PROFETAS Y PROFETISAS: PENTATEUCO Según lo anterior, el título de profeta, dado a Moisés y Aarón, y a Miriam y Débora, por no decir nada de Abrahán, ofrece dificultad y se ha de comprender en función de circunstancias posteriores. Tal es ciertamente el caso cuando se presenta a Abrahán como profeta-intercesor (Gn 20,7), idea que aparece poco en los textos bíblicos y solo en la época tardía. Moisés puede aspirar al título con mejores argumentos, pero Dt 18,1522 refleja concepciones posteriores a la época de Amós. Lo cierto es que compara a los profetas con Moisés. Ahora bien, si los profetas fueron los mediadores de una revelación, portavoces que comunicaron la palabra del Señor en su momento, Moisés es más que ellos. Varios textos (Ex 33,11; Nm 12,6-8; Dt 34,10), entre los que existe un parentesco indudable, afirman el privilegio de quien pudo comunicarse con Dios «cara a cara» o «como un amigo con su amigo». Esto se opone a lo que pasará por dogma absoluto: «No puede verme el hombre y seguir en vida» (Ex 33,20). Claro que puede haber excepciones: si no «vieron», todos los israelitas oyeron directamente a Yahvé cuando hablaba en el Horeb (Dt 5,4); es eso lo que los mueve luego a pedir la mediación de Moisés (vv. 23ss). Más extraño, o primitivo, resulta Ex 24,9-11, donde Aarón, Nadab, Abihú y 70 ancianos pudieron asociarse a Moisés y «ver al Dios de Israel». Tan difíciles parecen las afirmaciones del pasaje, que previamente se reinterpretan y limitan. En efecto, en la orden de subir al monte (Ex 24,1-2), se precisa que deben postrarse, sin duda ante Yahvé que se les manifestará, «a lo/desde lejos». Sí, solo Moisés se podrá acercar y los acompañantes quedan, como el pueblo, obligados a mantenerse lejos del monte. Dt 18,15-22 subraya la superioridad de Moisés sobre los profetas; tan es así que él es el modelo acabado al que el profeta debería conformarse para cumplir con su misión; todo profeta será exactamente «profeta como Moisés». En Nm 11 se pone a los profetas del éxtasis en relación con Moisés. El deseo de Moisés, sobre todo v. 29, sería la justificación de los extáticos: para que todo el pueblo sea de «profetas», a cada uno debería animarlo el «espíritu de Yahvé», exactamente como los extáticos de la época de Samuel y Saúl «profetizan» porque el «espíritu de Yahvé» se apodera de ellos. Aquí la subordinación a Moisés es evidente: Yahvé toma del «espíritu» que antes depositara solo en Moisés para repartirlo entre ellos (vv. 17 y 25).

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1. PROFETISMO COLECTIVO En los comienzos de Israel el profetismo es un fenómeno colectivo, no una vocación personal: se habla de «profetas» en plural y esos profetas son los miembros de corporación o hermandad relacionada con algún santuario. Es lo que los textos sobre la época de Samuel y Saúl nos permiten concluir; los datos de 1 Sm 10,5-13 y 19,18-24 son similares, aunque, si ambos pasajes justifican el «¿Conque también Saúl anda entre los profetas?», lo sitúan en diferente momento. Lo de «profetizar» es comparable a lo de los ancianos de Nm 11,24-29. En el primer texto Samuel ofrece a Saúl varias señales de su elección por Dios como rey de Israel; una de ellas es que, al volver a casa, encontrará en Guibeá un «grupo de profetas» que baja del «alto», del santuario local. Pues bien, si a Saúl lo invade el «espíritu de Yahvé», es de suponer que es lo que caracteriza al grupo al que se une. El resultado de esa intervención del «espíritu» es «profetizar», pero aquí no parece que el verbo signifique hablar en nombre de Yahvé o algo semejante. Si el contexto explica lo que ocurre, lo hace mediante la expresión «Dios le cambió el corazón» (v. 9). Es lo que se le anunciaba: «quedarás cambiado en otro hombre». «Profetizar» (vv. 6, 10-11 y 13) es participar en lo que hacen los profetas, actuar como uno de ellos, y no parece haber otra explicación que la del «estar fuera de sí», la del éxtasis. La corporación de profetas representa a los carismáticos del santuario local (su carácter de santuario no ofrece duda: está implicado en el añadido al nombre del lugar: Guibeá «de Dios» y se afirma expresamente al hablar de «alto», v. 5). Los datos de 1 Sm 19,18-24 son similares. Saúl sabe que David se encuentra en Ramá y envía una escuadra de esbirros a que lo aprese. No lo puede hacer porque aquellos hombres entran en trance con los profetas que encuentran a su llegada al lugar. Cuando lo mismo ha ocurrido con tres grupos sucesivos, Saúl decide ir personalmente. No corre mejor suerte; también a él lo invade el «espíritu de Yahvé» y «profetiza», entra en trance; que no se trate de hablar, y de hacerlo en nombre de Yahvé, se desprende de los datos sobre la desnudez. Y no es solo lo que le pasa a él: «También él...»; luego eso también ocurre con los demás. Ambos textos presentan un fenómeno bastante preciso en sus contornos. Se parece al fenómeno del «chamanismo» (del que ha-

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blaremos luego). Todo parece indicar algún género de vida común: el segundo texto habla de las «celdas de Ramá», a donde van a vivir Samuel y David. Al «espíritu de Yahvé» se atribuye el hacerlos entrar colectivamente en trance y no todo parece positivo, si se incluye el desnudarse y quedarse así por horas. Si el «espíritu del Señor» es el causante de eso, también interviene algún medio exterior, como la música (1 Sm 10,5). En una palabra, no hay gran diferencia entre lo aquí descrito y lo que se dirá sobre los profetas de Baal en el monte Carmelo (1 Re 18,26-29). Datos similares los espigamos en los textos sobre Elías y Eliseo, aunque los relatos ofrecen una dificultad: dan por conocida la realidad de que hablan en vez de describírnosla con algún detalle. El lenguaje se precisa en cuanto la expresión «hijos de profetas» subraya el carácter corporativo de esos grupos. En el ciclo de Elías los datos están dispersos y son escasos. Elías, «profeta de Yahvé», no es un caso aislado: se queja porque los demás profetas de Yahvé han sido masacrados por Jezabel, adoradora de Baal (1 Re 18,13; 19,14). Pero Elías no es uno más entre esos profetas y hasta pasará luego por el modelo del profeta, pero que se haga de él –al menos en parte– un profeta al modo de los profetas «escritores» se debería a una relectura de los datos tradicionales en función de un desarrollo que solo ocurre más tarde. El panorama se precisa algo en los textos sobre Eliseo. Los «hijos de los profetas» parecen una agrupación con características definidas. Hay datos (2 Re 6,1) que sugieren algún género de vida común; 2 Re 3,15 nos muestra a Eliseo «inspirándose» mediante la música. Los profetas están relacionados con santuarios, como Betel, Gilgal y Jericó (2 Re 2,1-5). Todo parece indicar que son los hombres del éxtasis, como en la época de Samuel, y hasta se les atribuye una clarividencia respecto a lo que está sucediendo (vv. 3, 5). Por eso se ha podido afirmar: «Bien que hayan perdido varias de sus características, (los «hijos de los profetas») aparecen en cierta manera como herederos de los entusiastas de la época de Samuel» (A. González Núñez, Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, Madrid 1962, p. 238). El autor hasta ve 1 Re 13,11-32 el eslabón entre la época de Samuel y la de Elías-Eliseo. Ser parte de un grupo parece esencial en los «hijos de los profetas». El grupo está relacionado con el culto. En un momento de crisis, manifiestan ser fieles adoradores de Yahvé: Jezabel había dado muerte a cuantos había podido en su afán por imponer a Baal. Res-

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pecto a los profetas «escritores» una precisión se impone: esos profetas cultuales son algo muy distinto de los hombres de la palabra de Yahvé. Por eso Amós un poco más tarde se disocia de ellos: «yo no soy/era profeta ni hijo de profeta» (Am 7,14). Una relación hacia delante en cierto modo solo es posible en forma de pregunta hipotética: ¿qué relación hay entre estos profetas cultuales y los «falsos» profetas con quienes entra en conflicto y a quienes critica Jeremías? Hay datos, sobre todo su carácter colectivoinstitucional, que abogarían por la identificación pura y simple. Que en tiempo de Jeremías pretendan hablar en nombre de Yahvé no es objeción: ya lo habían hecho otros o al menos hablan en nombre de Yahvé en cuanto por ellos se le consultaba. La diferencia está en que se acudía a los «hombres del espíritu» para consultar a Yahvé; el hombre tenía la iniciativa de preguntar por la voluntad de Dios; la «palabra de Dios» así ofrecida es una respuesta y solo se entiende en función de la «consulta» (ver 2 Sm 5,19 y 23). Algo bastante distinto ocurrirá cuando, de Amós en adelante, encontremos hombres que hablan a los hombres de parte de Dios sin que haya ningún tipo de iniciativa previa por parte de los hombres, cuando unos hombres pretendan que comunican al pueblo lo que Dios quiere, lo que él tiene a bien comunicarle. La iniciativa ya no la tiene el hombre que pregunta, sino Dios; él se manifiesta principalmente para corregir todo aquello que no anda bien, para señalar lo que de desviado tienen los caminos de su pueblo.

2. PROFETAS PRECLÁSICOS No podemos olvidar que en los libros de Samuel y de Reyes hay relatos sobre profetas más individualizados; sabemos más de ellos que de los grupos de profetas. Si sobresalen Samuel, Gad y Natán, Elías y Eliseo, la lista es más larga. En la imposibilidad de ser completos, se comentan más sumariamente varios textos; el lector puede leerlos y completar los datos. Samuel es descrito con características muy variadas. Aunque creciera a los pies de Elí en Siló, no se afirma claramente desde el principio que fuera sacerdote, ni parece que fuera necesario serlo para ofrecer sacrificios como él los ofrece (1 Sm 7,9-10, por ejemplo). La tradición en algún momento hace de él un «juez» a la manera de los héroes liberadores de la época promonárquica (1 Sm 7,15-16), aun-

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que nunca se le presente como jefe militar (a diferencia de los «jueces» liberadores). Pero cuando se afirma que «juzgó a los israelitas en Mizpá» (1 Sm 7,6), su actuación se parece más a la de Débora (Jue 4,4-10) o de los pequeños jueces (Jue 10,1-5; 12,7-15). Más importante es su papel de profeta, pero los textos no presentan al respecto una imagen coherente. Que en un momento estuviera entre los profetas del éxtasis (1 Sm 19,20-24), no quiere decir que fuera solo uno entre muchos otros entre los hombres del éxtasis. Para Samuel tenemos un verdadero relato de vocación (1 Sm 3,1-4,1), de alguna manera comparable a los de profetas como Isaías o Jeremías. El modo o medio de revelación parece primitivo, si Dios se le manifiesta en sueños. Por otra parte, Samuel sería el primero a quien Dios escoge para anunciar un castigo; será lo más característico por mucho tiempo a partir de Amós. Pero el castigo se refiere a alguien en particular o a un grupo de personas, no al conjunto del pueblo. Que se le presente como el prototipo del profeta que habla en nombre de Yahvé, el cual vela para hacer que se cumplan sus palabras (1 Sm 3,19-4,1), es cosa que se dice de él en función de una situación muy posterior a aquella en que vivió (comparar con Dt 18,22). En los relatos sobre los comienzos de Saúl, sobre todo en 1 Sm 9,1-10,16, tal vez la versión más tradicional sobre cómo llegó Saúl a ser rey de Israel, Samuel es considerado como «hombre de Dios» (1 Sm 9,6.10) y como «vidente» (vv. 9 y 11-12). En su fondo los datos serían tradicionales, tanto que alguien se ve obligado a la aclaración sobre la equivalencia entre «vidente» y profeta (v. 9). Si tiene la «clarividencia» (que le atribuye el criado de Saúl, 1 Sm 9,9.20), eso no es algo natural, si va de par con el hecho de ser un «hombre de Dios». No obstante, no podemos concluir que Samuel fuera profeta en cuanto le fuera comunicada con frecuencia la palabra de Dios que él debía luego transmitir al pueblo. Si algo pudo haber en ese sentido, lo normal es pensar que, como en relato de que hablamos (ver también 1 Sm 28,3ss), el profeta habla en respuesta a una consulta previa. En una palabra, la imagen de Samuel como profeta parece tardía, aunque hay indicios de que no todo forma parte de esa invención tardía: tal es el veredicto que pudiera pronunciarse sobre los textos que presentan a Samuel como profeta. Gad recibe el título de profeta (1 Sm 22,5), aunque también el de «vidente de David» (2 Sm 24,11). Sus intervenciones difieren.

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En 1 Sm 22,5 podría tratarse de un consejo personal dado al rey, aunque es significativo que se haga valer el título de profeta. Pero su intervención más importante es la del relato de 2 Sm 24. David, que había ordenado un censo del pueblo, se arrepiente de lo que había hecho; la palabra que Gad recibe de noche corrobora tal falta y propone al rey un castigo. El relato utiliza (vv. 11-12) fórmulas que analizaremos luego. Si es indudable la presentación de Gad como profeta del oráculo, ¿en qué medida es fiable la presentación del narrador, hasta qué punto podemos decir que Gad fue un profeta mediante el cual Yahvé dio a conocer su voluntad? No lo sabemos. Natán es su contemporáneo. Notemos que para ambos la conexión institucional es bastante clara: si Gad era «vidente de David», Natán también está relacionado con la corte: la mejor manera de describirlo sería probablemente la de «consejero del rey» (ver 1 Re 1). Las cosas no quedarán allí: dos de sus hijos ocupan altos puestos en la administración de Salomón (1 Re 4,5). En su caso, más que en ningún otro, si exceptuamos el de Gad (y tal vez el de Isaías entre los «profetas escritores»), podría caber la afirmación de que era un «profeta de corte». Dos actuaciones suyas son significativas. Una se refiere (2 Sm 7) al proyecto de construcción de un templo por David para poner ahí el arca de la alianza. A David le parece poco normal que el arca de la alianza se encuentre en una tienda de compaña y Natán aprueba su proyecto, pero aquella misma noche recibe la palabra de Yahvé. Que lo que el profeta debe comunicar implique el rechazo de la construcción del templo es evidente (David no debe construirle al Señor una casa; es el Señor quien se la construirá a David; comparar vv. 7 y 11b). La otra intervención importante es la del cap. 12. El relato forma parte de la llamada «Historia de la sucesión de David» (2 Sm 920; 1 Re 1-2); se ha podido considerar como una obra de venerable antigüedad, pero muchas cosas impiden ver el conjunto como obra de un «testigo ocular» y se explican mejor en función de situaciones posteriores. Lo cierto es que en 2 Sm 12,1-15 no todo parece situarse al mismo nivel y podría uno intentar separar la parábola de su explicación. Y en el fondo subsistirá la pregunta: ¿fue Natán realmente el intermediario de Yahvé para manifestar su palabra a David como el texto nos lo presenta? Las relaciones de Gad y Natán con David y la casa real han dado lugar al calificativo de «profetas de corte». Ambos hablan a nom-

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bre del Dios nacional, como los profetas de Mari, que dan la impresión de ser los incondicionales de la casa real. Entre los profetas posteriores Isaías sería quien más se les parezca, si apoya al rey en momentos de crisis (así en los relatos de 2 Re 18,23-20,19; Is 36-39), pronuncia oráculos favorables a la dinastía (Is 7,1-17 parece el más genuino de sus oráculos «mesiánicos») y refleja unas tradiciones sacrales que hacen del rey el representante de Dios en la tierra y casi el garante del orden del mundo. Todo eso llama la atención si tomamos en cuenta que Isaías no es un incondicional: critica al rey (sobre todo a Ajaz) cuando le parece que no está cumpliendo adecuadamente con la misión que Dios le ha confiado.

PROFETAS, VIDENTES, HOMBRES DE DIOS 1 Sm 2,27-36: Un hombre de Dios anuncia a Elí el castigo de parte de Dios. Eso parece una anticipación o un duplicado de lo que se atribuye a Samuel en 1 Sm 3. 2 Re 11,29-29: Ajías de Silo, mediante una acción simbólica, declara a Jeroboam que será rey sobre diez tribus. La claridad con que se prevé de antemano la «división» del reino davídico-salomónico puede deberse a que el texto surge cuando la existencia de los dos reinos era un hecho. Más tarde (1 Re 14,1-18) se nos presenta a Ajías como uno de aquellos profetas mediante los que se «consulta» a Yahvé. La amenaza tan clara por la idolatría de Israel puede ser debida a que el texto en buena medida es reflexión tardía sobre la historia del reino desaparecido por castigo divino. 1 Re 12,22-24: Breve texto que parece una catequesis sobre la palabra de Dios: se tiene tal respeto a la expresión de su voluntad, que Roboam y su ejército renuncian al intento de procurar la reunificación de los reinos por la fuerza de las armas. 1 Re 13,1-34: Amplio relato sobre un «hombre de Dios» y un profeta anónimos. Pero hay problemas al respecto. No tiene más que pensar que Amós venía de Judá y se enfrentó con Amasías en Betel (Am 7,10-17; ver 3,14) para pensar que se puede estar situando en los comienzos del reino un conflicto que tuvo lugar casi dos siglos después. Además, la claridad con que se anuncia la ruina puede deberse al hecho de que el anuncio de 1 Re 13,2-3 (o parte) se formula cuando esa ruina ya ha tenido lugar. Lo cierto es que el relato parece un eco de la crítica de los círculos del templo de Jerusalén contra Betel. Y otro problema serio surge del relato del encuentro con el profeta anciano. El «hombre de Dios» se desentiende de una de las obligaciones señaladas

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por Yahvé al enviarlo, a causa de lo que le dice el profeta apelando a una supuesta «palabra» de Dios (v. 18). Extraña que sea el profeta que lo engañó quien recibe luego una palabra de Dios para anunciarle el castigo de su desobediencia. Llama la atención, por consiguiente, que varias veces se recurra a manifestaciones verdaderas o supuestas de Yahvé, que hace oír su palabra. Si el profeta recurre falsamente a esa palabra, eso será característico de los «falsos» profetas a que Jeremías se enfrenta. 1 Re 16,1-4: Jehú anuncia a Bashá un castigo de parte de Dios. Un anuncio similar habría hecho a Josafat de Judá según 2 Cr 19,2-3. 1 Re 20,13-43: Tres personajes anónimos, que solo difieren por su título respectivo de «profeta», «hombre de Dios» e «hijo de profeta». 1 Re 22,5-28: Actuación contrastada de un grupo de cuatrocientos profetas y de Miqueas de Yimlá en relación con el asedio a Ramot de Galaad por Acab de Israel y Josafat de Judá.

Elías, de Tisbé de Galaad, es personaje central de varios relatos (1 Re 17-19 y 21; 2 Re 1-2, aunque el último es parte de los relatos sobre Eliseo). Esos relatos forman un verdadero ciclo: no se trata de noticias aisladas. Hoy no se es tan optimista como cuando se pretendió que esos relatos se habría fijado rápidamente, tal vez desde el siglo IX a.C. No se trata de un intento biográfico, si solo se da cuenta de algunas actuaciones importantes del profeta, de quien pasará luego por el representante característico de los profetas (como Moisés representa la ley; ver el relato de la Transfiguración de Jesús en Mc 9,2-8 par.). Una actuación importante, tal vez la primera cronológicamente, es la de 1 Re 21. Acab deseaba añadir a sus posesiones la viña que Nabot poseía junto a su casa de campo en Yizreel, pero el dueño se niega a vendérsela o cambiársela. Interviene Jezabel: hace acusar falsamente a Nabot ante los ancianos del lugar de haber blasfemado contra Dios y contra el rey para que muera apedreado. Así el rey podrá adueñarse de su viña. Elías interviene y anuncia al rey el castigo merecido (vv. 18-24); ante su arrepentimiento ocurrirá solo bajo su sucesor (vv. 27-29). En 2 Re 1 hay cierta continuidad en cuanto a la oposición a la monarquía. Probablemente el anuncio de la sequía (1 Re 17,1) es particularmente importante por sus consecuencias. Por lo pronto, Elías tiene que esconderse (vv. 2ss) y solo cuando lo cree oportuno vuelve a presentarse ante el rey para retar a los profetas de Baal, protegidos

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de Jezabel. El sacrificio sobre el Carmelo (v. 18) pondrá en claro que Yahvé es el Dios verdadero: el fuego baja del cielo y consume el holocausto de Elías. Elías hace que se dé muerte a los profetas de Baal, pero tiene que huir de Jezabel; su ida al Horeb es como una vuelta a las fuentes (v. 19). Allá recibe varias encomiendas; no se cuenta cómo realizó Elías todo aquello. Su milagrosa desaparición pertenece al ciclo de Eliseo. También sobre Eliseo poseemos bastantes relatos (2 Re 2-13, aunque no todo se refiere a él). A grandes rasgos cabe afirmar que está más relacionado con los «hijos de los profetas» y que las narraciones lo presentan como taumaturgo. Y los datos no parecen siempre muy fiables: «Si bien es cierto que el editor que insertó los relatos de Eliseo en el libro de los Reyes (ca. 550 a.C.) ha sido el responsable del orden artificial y contradictorio, así como de la vaguedad de los hechos, sin embargo, es preciso admitir que ya el ciclo separado, según corría en anteriores documentos o en su fase primitiva oral, carecía de estricta trabazón lógica o cronológica. Esta indeterminación, que se extiende a las coordenadas históricas, la cronológica y la topográfica, es propia de una literatura popular y de relatos que oralmente nacen, se transmiten y evolucionan tendiendo a la estilización» (C. Alcaina Canosa, Vocación de Eliseo. I Re 19,19-21, en EstBibl 29 [1970] 137). 1 Re 19,19-21 es el equivalente de un relato de vocación. «Equivalente» porque no es Yahvé quien llama, si bien en el Horeb él había confiado a Elías la misión de «ungirlo» como sucesor suyo (v. 16). Tampoco 2 Re 2 equivale a un relato de vocación; aquí de lo que se trata es de una «sucesión»: Elías, que será arrebatado en un carro de fuego, no logra deshacerse de Eliseo; finalmente este consigue la «herencia del primogénito», la doble parte, por permanecer con Elías hasta que es arrebatado al cielo. El resto de los relatos, ya lo dijimos, tiene por tema su labor de taumaturgo. En resumen, el repaso de los personajes, de Samuel a Eliseo, que reciben el título de «profetas» con mayor frecuencia que los profetas «escritores», nos permite entrever una realidad compleja. No son muchas las intervenciones para hablar y raramente su misión habrá sido hacerlo a todo el pueblo. Cierto que hay casos en que habrían hablado en nombre de Yahvé, pero es difícil afirmar que la forma en que los presentan los relatos no debe mucho a una evolución posterior, la de los hombres de la palabra a partir de Amós. Así, podrá haber una parte de anticipación del profetismo «clásico», pero

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esos profetas pueden haber sido principalmente los hombres mediante quienes se «consultaba» a Yahvé.

II. CRONOLOGÍA DE LOS PROFETAS DEL ORÁCULO 1. ANOTACIÓN PRELIMINAR Llamar «profetas» a los hombres de la palabra –una palabra tan importante que se guarda por sí misma– es un uso que no corresponde a los comienzos y desarrollo inicial del profetismo, pero sí a las etapas tardías de la formación del AT, uso seguido luego por el NT. Conforme a él llamamos «profetas» a hombres que dan su nombre a libros que, a diferencia de lo que ocurre con 1-2 Sm, contienen principalmente oráculos. Eso nos hace limitarnos a los «profetas posteriores» de la Biblia hebrea. Vamos a señalar la situación histórica de los profetas. La limitación a lo más importante obedece a la imposibilidad de establecer una cronología precisa y suficientemente completa. Tal dificultad se debe a varias razones: 1) Aunque podamos situar a la mayoría de los profetas en una época dada, será más difícil precisar cuánto ha podido durar el ministerio de cada profeta, al menos en la mayoría de los casos. 2) Lo anterior, si hablamos de «mayoría», deja entrever el caso minoritario, el de algunos profetas menores para los que hasta la época del ministerio es discutida. 3) Hablar de un profeta dado supone limitarse a lo que sería atribuible al «profeta histórico», si hay materiales, más o menos importantes, que fueron añadidos. El caso de Isaías nos permitirá luego precisar que lo no genuino, lo añadido, puede ser considerable. 2. EL PROBLEMA CRONOLÓGICO Lo que aquí nos interesa se puede formular mediante una pregunta: ¿cómo dividir la historia de Israel para situar en su momento histórico a cada profeta? Se suelen propugnar dos puntos de vista distintos:

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1) La orientación de la predicación de cada profeta permite distinguir dos grandes etapas: a) De Amós a la conquista de Jerusalén por los babilonios en 587/586: predomina la denuncia del pecado de Israel y hasta de las naciones (esto en Amós, Isaías y Jeremías) y se acompaña del anuncio del castigo que tal pecado merece. b) Del exilio en Babilonia en adelante predomina el anuncio de la salvación y de la restauración del pueblo. Cuando se pasa, insensiblemente, de la restauración nacional a una restauración escatológica (pero el reverso de la medalla es el castigo de las naciones o de los pecadores), la profecía se transforma en la apocalíptica. 2) Si el criterio se toma de la importancia de los profetas, aunque el cambio haya sido gradual, parece que habría que distinguir: a) La gran época del surgimiento, desarrollo y florecimiento parece ir de Amós al «Déutero-Isaías». En ese período de poco más de dos siglos se sitúan Isaías, Jeremías y Ezequiel, así como algunos de los más importantes profetas menores, en particular Amós, Oseas y Miqueas. b) Frente a esos dos siglos, la época persa (a partir de 538) y helenística es la de decadencia. Además del interés de algunos profetas del retorno del exilio (Ageo, Zacarías), asistimos sobre todo al proceso de recopilación gradual de los libros proféticos, proceso en que interviene con frecuencia el fenómeno de la actualización. También ocurre, por supuesto, el paso de la profecía a la apocalíptica. Por comodidad evitamos la opción por una u otra manera de ver las cosas y seguimos una posible división de la historia en mayor número de etapas.

PROFETAS: DATOS CRONOLÓGICOS Profeta (lugar de origen) 1. Época asiria (s. VIII) Amós (Tekoa en Judá) Oseas (¿?) Isaías (Jerusalén) Miqueas (Moreshet/Maresa)

Lugar del ministerio

Datación (a.C.)

Reino de Israel Reino de Israel Jerusalén (Judá) Reino de Judá

Hacia 760-750 Hacia 750-721 Hacia 740-701 Hacia 725-715

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2. Época de las conquistas neobabilónicas (hacia 630-580 a.C.) Sofonías Reino de Judá ¿Antes de 622? Nahum Reino de Judá Antes de 612 Jeremías (Anatot) Jerusalén 627-584 Habacuc Reino de Judá ¿Antes de 598? 3. Exilio babilónico (a partir de la primera deportación: 598-538 a.C.) Ezequiel (Jerusalén) Exilados Hacia 592-560 Déutero-Isaías (Is 40-55) Exilados Hacia 550-538 4. Época persa (538-332 a.C.) Ageo Zacarías (1-8) Malaquías Trito-Isaías (Is 56-66) Abdías Joel

Jerusalén Jerusalén ¿? Judá ¿? ¿?

5. Época helenística (de 332 a.C. en adelante) Déutero-Zacarías (Zac 9-14) ¿? Jonás (relato sobre un profeta) Baruc ¿? Daniel (Apocalipsis)

520 520-515 ¿500-450? s. V ¿s. IV a.C.? ¿s. IV a.C.? ¿Hacia 300? ¿Hacia 300? ¿s. III? Entre 167 y 164*

* Al menos en el caso de los capítulos 10-12.

3. LOS PROFETAS EN PARTICULAR Amós es el más antiguo de los profetas «escritores». Originario de Tekoa, en Judá, predica en el reino de Israel. Los datos del título (1,1) y alguno posterior (sobre todo 7,10) señalan que desarrolló su ministerio en tiempo de Jeroboam II (ca. 783-743 a.C.). El largo reinado y lo pacífico de la situación habría traído la prosperidad material, pero, como tantas veces, el bienestar de los poderosos es fruto de la injusticia sobre los débiles. La denuncia de las injusticias (y el anuncio del castigo) es el tema central de la predicación del profeta. No se puede precisar el momento exacto de la predicación de Amós porque las indicaciones son vagas: también Ozías de Judá tiene un largo reinado (ca. 781-740). Lo que parecería la indicación más pertinente, la frase «dos años antes del terremoto», no nos

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avanza gran cosa. La arqueología ha podido constatar, por ejemplo en Hatsor y Deir Alla, una destrucción por temblor y podría situarse hacia mediados del siglo VIII, pero eso es un aproximación que permite un margen de error de varias décadas. Por otra parte, la vaguedad de Amós cuando anuncia el castigo a manos de enemigos permitiría aseverar que su predicación es anterior al momento en que se precisa más y más la amenaza asiria. Oseas viene un poco después de él. La introducción al libro menciona también a los reyes de Israel y de Judá, por cierto, en forma no muy exacta: para Israel se limita Jeroboam (II), pero en el caso de Judá menciona a los sucesores de Ozías hasta Ezequías (716-687). Difícilmente se derivará de allí que su ministerio se extendiera durante al menos cuatro décadas. Tampoco hay en sus oráculos ninguna referencia a hechos conocidos que permitiera aventurarse en el terreno de hipótesis suficientemente fiables. Todo lo que podemos decir es que Oseas predicó en el reino de Israel durante aproximadamente los últimos veinticinco años de su existencia histórica. No hay ninguna alusión a la caída de Samaría en 722/721. Para Isaías (el Isaías «histórico» o Proto-Isaías, si se quiere distinguir desde ahora entre la predicación del profeta del siglo VIII y muchos materiales posteriores que encontraron cabida en su libro) tenemos datos abundantes. El título (1,1) afirma que anunció la palabra de Yahvé durante los reinados de Ozías, Jotam (740-736), Ajaz (736-716) y Ezequías (716-687). Sería una exageración concluir que comenzara a predicar en el inicio del reinado de Ozías y terminara al final del de Ezequías. La visión inicial en que recibe la misión ocurre «el año de la muerte del rey Ozías» (6,1), probablemente en 740. Bastantes oráculos reflejan los años difíciles de la «guerra siroefraimita» (hacia 732-731 a.C.) y también aquel otro momento difícil que fue la invasión de Senaquerib en 701, cuando Jerusalén fue sitiada por los asirios. Isaías, aunque eso no implica una labor de todos los días, continúa por bastantes años, pues lo vemos al lado de Ezequías cuando la invasión asiria de 701; a ella se refieren los relatos de 2 Re 18-20 e Is 36-39, habiendo quien pretenda incluso que la embajada de Merodac Baladán (2 Re 20,12-19; Is 39) es posterior. Como quiera que sea, el ministerio de Isaías duró cerca de 40 años (740-701 a.C.). Miqueas, originario de Moreshet (Maresa) en suroeste o «Tierra Baja» (Shefela) de Judá, es contemporáneo de Isaías; los datos del título del libro (1,1) son precisos al respecto. El primer oráculo (1,2-

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7) permitiría suponer que comienza su ministerio antes de la caída de Samaría en 722/721 a.C. Su predicación social es similar a la de Amós y hasta se pudiera pensar que hay alguna relación entre ambos profetas, aunque la semejanza se puede explicar porque enfrentan los mismos abusos. Por otra parte, puesto que su labor se desarrolla en Judá, una cercanía con Isaías es previsible; de hecho, la tradición atribuye un oráculo famoso (Is 2,2-5; Miq 4,1-4) a uno y otro profeta. Por supuesto, se discute a quién de los dos se debe atribuir o si, para resolver el problema de modo salomónico, se elimina la posibilidad de pelea al considerarlo posterior a ambos. Un siglo más tarde Jeremías (26,18s) daría por asentado que la parte principal del ministerio de Miqueas ocurrió durante el reinado de Ezequías, lo que no podemos asegurar plenamente. Lo cierto es que, si había comenzado antes de 722/721, su ministerio pudo extenderse más o menos hasta 700 a.C. Y será materia de discusión saber si los caps. 6-7, que solo mencionan lugares de Israel, son suyos o de un profeta anónimo de Israel, contemporáneo suyo. De Isaías y Miqueas a Jeremías y sus contemporáneos hay un vacío en la historia del profetismo. Sofonías pudiera ser un poco anterior a Jeremías. Pero, si el título (1,1) indica que profetizó en el reinado de Josías (hacia 640-609 a.C.), no precisa más. Los indicios que se esgrimen son negativos: no hay en Sofonías ningún rastro de la reforma de Josías o de contacto con Jeremías. Para Nahum no tenemos ningún dato positivo en el título del libro, aunque algunas alusiones permiten situarlo como contemporáneo de Jeremías. La destrucción de Tebas por los asirios, si a ella se refiere 3,8-11, ya es cosa del pasado. Por otra parte, anuncia la ruina de Nínive (2,2ss) como algo que ha de ocurrir: uno pensaría que, de haber conocido lo ocurrido en 612, ya no habría tenido que tomarse la molestia de anunciarlo como acontecimiento futuro. El ministerio del profeta sería, por tanto, anterior a esa fecha. En el caso de Jeremías el problema es la abundancia de los datos, que ofrecen sobre todo los relatos, posiblemente debidos a su secretario Baruc (Jr 36). Sería fastidioso repasar aquí todo lo que sabemos sobre el profeta en el marco de la historia contemporánea. El ministerio de Jeremías, como el de Isaías, tuvo una larga duración; a diferencia de él se puede afirmar que la misión profética acaparó en forma más decisiva y completa la existencia del profeta. Tan es así que le exigió sacrificios considerables o le acarreó la persecución

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y el rechazo. Sus luchas interiores quedan bien ilustradas por los textos autobiográficos, las llamadas «confesiones». Una vez llamado por Yahvé (Jr 1,3-10), si su vocación ocurre el año trece (1,2) del reinado de Josías (hacia 627 a.C.), Jeremías anuncia sin descanso a Jerusalén y a Judá la ruina que se avecina y que es el salario de sus pecados. Acompaña así la historia de Judá y de Jerusalén durante un período significativo (unos cuarenta años o poco más) en las circunstancias más diversas, tanto externas como internas; sobre las segundas nos ilustran las «confesiones». Las «externas», por supuesto, tienen que ver con la amenaza cada vez más cercana o inmediata de los babilonios hasta llegar a la primera deportación (598 a.C.) o la destrucción de Jerusalén y el templo y la segunda deportación (587/586). Jeremías, profundamente solidario de su pueblo, tiene que anunciarle la ruina total. Rechazando su predicación, lo persiguen el rey y sus cortesanos o los sacerdotes del templo. Por si fuera poco, tiene enfrente a otros profetas, los «falsos» profetas de los Setenta, y su predicación no es bien recibida por el pueblo. Llega la ruina definitiva de Jerusalén y la gran deportación en 587/586. Jeremías es bien mirado por los babilonios, que no lo deportan; el pasaje narrativo (39,13s) no es muy explícito, pero pudiera implicar que los babilonios lo consideraron como una especie de aliado natural por haber anunciado la ruina de Jerusalén. Pronto quedó en plena libertad y el profeta permanece con Godolías, que fue puesto al frente de la población del país por los babilonios. Pero hubo pronto una revuelta contra Godolías, en 584 (si no antes). Los asesinos se llevan a Jeremías con ellos a Egipto (40,1-43,7) y allá todavía actuó por un tiempo (43,8-44,30). Solo una leyenda posterior nos habla del final del profeta: habría sido aserrado por un correligionario en venganza de los reproches que el profeta le hacía por su conducta. Pero las Vidas de los profetas (2,1) ofrecen otra versión, ya que Jeremías «murió en Tafne, apedreado por el pueblo» (A. Díez Macho [ed.], Apócrifos del Antiguo Testamento, II, Madrid 1983, p. 514). En el caso de Habacuc no poseemos datos precisos. El opresor de que habla serían ya los babilonios, aunque el golpe decisivo contra Judá no habría ocurrido todavía, pues no lo menciona. Por eso se le sitúa antes de la primera deportación (598) o se dice que lo único seguro es que su predicación se situaría entre el comienzo de la amenaza babilónica y la ruina de Jerusalén.

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Para Ezequiel, el «sacerdote que se vuelve profeta» (según el título del libro de L. Monloubou, Un sacerdote se vuelve profeta, versión castellana Madrid 1973), se ha podido emitir la hipótesis de que habría iniciado su ministerio en Jerusalén, donde habría estado hasta la gran deportación de 587/586. Pero es más lógico suponer que formaba parte de los deportados de 598 y que comienza a predicar entre los deportados; lo hace el «año cinco», por tanto hacia 593. La parte de verdad que hay en la hipótesis de un inicio de ministerio en Jerusalén está en que el profeta habla de Jerusalén hasta que ocurre la ruina definitiva y habla para destruir entre los exilados la esperanza de una solución rápida al problema y de un pronto retorno. Ezequiel proclama en esos primeros años que lo peor está por venir: Jerusalén habrá de ser asediada y conquistada; los exilados tienen que hacerse el ánimo a pasar largo tiempo «junto a los ríos de Babilonia». Solo cuando el golpe final ya ha ocurrido y llega la segunda oleada de deportados, se dedica el profeta a la labor de preparar a los exilados para un retorno que tardará en ocurrir. Una parte importante de esa preparación parece legalista, pues en 40-48 prevé con detalle la organización del culto en el templo restaurado. Un gran profeta anónimo es el Déutero-Isaías de la exégesis moderna, el profeta de la «consolación de Israel» (Is 40-55). Predica a los exilados en los últimos años del destierro. El liberador del yugo babilónico ya puede ser anunciado: es Ciro de Persia, que se equipara al rey davídico, «ungido» de Yahvé. Esto indicaría que han comenzado las campañas de Ciro, pero no han culminado con la toma de Babilonia. No ha llegado, por tanto, el edicto de 538 (Esd 1,14), que permite regresar a la patria a los deportados. La misión de ese profeta nos situaría, por tanto, entre la muerte de Nabucodonosor (562 a.C.), inicio del declinar babilonio, y la conquista persa de la capital en 538, más precisamente entre el comienzo de las campañas de Ciro, sobre todo a partir del momento (549) en que llega a ser rey de Media y Persia, y 538. Ageo (y Zacarías) marcan el comienzo de la época persa. Los oráculos del breve libro de Ageo están datados con toda precisión: todos ellos habrían sido proclamados en el breve lapso entre el día primero del sexto mes y el día 25 del noveno mes del segundo año de Darío, rey de Persia (Ag 1,1.15; 2.1.10.20), probablemente entre agosto y diciembre de 520 a.C. Como Ageo, Zacarías anima a los habitantes de Jerusalén en la labor de reconstrucción del templo. Los datos del libro (1,1 y 7,1

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son los extremos) indican que la duración de su ministerio fue algo mayor que la del de Ageo. Uno y otro nos dejan ver cómo, pasada la euforia del regreso, hay que rendirse a la evidencia: la situación es precaria y está perdiéndose el impulso que animó el regreso de los exilados. Por eso tratan de restaurar la confianza en Yahvé. Si promueven la reconstrucción del templo es porque tiene valor de símbolo. El relato sobre el período en Esd 4,26-6,22 confirma la importancia de la labor de Ageo y Zacarías para la reconstrucción del templo, aunque probablemente no es un testimonio independiente: su presentación de las cosas fue hecha con base en la predicación de ambos profetas. Malaquías puede ser un anónimo: no habría allí un nombre personal sino un título, «mi mensajero». No poseemos, además, ningún elemento de tipo cronológico y lo único positivo son las alusiones al templo, que ya estaba reconstruido (1,10; 2,1.10). Por lo que se refiere al contenido de la predicación, fácilmente se observa que el profeta combate los mismos abusos que Esdras y Nehemías: matrimonios con mujeres no israelitas (Mal 2,14; Esd 9-10), injusticia de los ricos en contra de los pobres (Mal 3,5; Neh 5), religiosidad fingida en sacerdotes y jefes (Mal 2,1-3,8-9; Neh 13,413.28-31). Si Esdras y Nehemías parecen haber corregido esos abusos en el judaísmo, se pudiera pensar que el profeta los precede en el tiempo. Pero hablar de fechas aquí es problemático: por el orden de los libros uno piensa en la anterioridad de Esdras sobre Nehemías, pero hay buenas razones para pensar que la misión de Esdras solo se sitúa en 398 a.C., cerca de cincuenta años después de la de Nehemías. Así, si hay quienes sitúen a Malaquías en la primera mitad del siglo V, para otros habría que pensar en una fecha posterior. Por el estilo, por los temas que desarrolla y la problemática a la que responden los capítulos 56-66 de Isaías, reciben el título de TritoIsaías. Ello quiere decir que no pertenecen al profeta del siglo VIII y no son tampoco la continuación inmediata del «Déutero-Isaías». Pero, si el nombre induce a suponer que el conjunto representa la predicación de un solo profeta, el hecho no es seguro. Es posible que estemos ante oráculos de varios profetas; el común denominador sería que pertenecen a una «escuela de Isaías» y que surgen cuando ya se ha reconstruido el templo (después de 515). La mayor parte de esos oráculos actualiza los de Isaías y del Déutero-Isaías. (Que el libro de Isaías sea obra de escuela, que buena parte del li-

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bro no represente la predicación del profeta del siglo VIII, es cosa que precisaremos más adelante. No es mera casualidad que obras posteriores al exilio en Babilonia se incluyan en el libro; todavía no estamos en el momento en que ya hay un libro acabado e intocable.) En Joel, hijo de Petuel (1,1), las alusiones a una situación histórica precisa son vagas. Apenas se puede decir a grandes rasgos que parece situarse durante la época persa. Hay rasgos, como su descripción del «día de Yahvé», en que existe gran cercanía con la apocalíptica. Tampoco hay nada decisivo para clarificar la época de Abdías. Se recurre principalmente a sus amenazas contra Edom: en ellas habría un eco de la ocupación del territorio edomita por los nabateos (transcurso del s. IV a.C.). Además de muy breve, Abdías es poco original: es la actualización o reutilización de un oráculo de Jeremías (Jr 49). Los capítulos 9-14 de Zacarías difieren por su estilo y contenido de los precedentes; por ello se consideran posteriores a la parte genuina y se habla de Déutero-Zacarías, aunque no parece que el conjunto sea la obra de un solo autor. Los caps. 9-11, aparentemente los más antiguos, ya nos situarían en la época persa. Por supuesto, el resto, sobre todo 13-14, serían todavía posteriores (s. III a.C.). Jonás no es una colección de oráculos, sino un relato legendario y moralizante en que el personaje principal, si no es llamado profeta, recibe la misión de pregonar a Nínive, la capital de los asirios, un oráculo de Yahvé anunciando la ruina de la ciudad. Que Nínive fuera destruida por los babilonios en 612 no quiere decir que sea anterior, aunque uno piensa espontáneamente en identificar al Jonás del libro bíblico con el de 2 Re 14,25. El estilo y el interés por las relaciones de los judíos con los paganos hacen que ese relato sea comparable a otros relatos de los «Escritos» o de los deuterocanónicos (Tobías, Judit y Ester), e invitan a situarlo entre 400 y 200 a.C. Estamos hacia el final de la época persa o en los comienzos de la helenística. (Notemos de paso que Eclo 49,10 ya habla de los «doce» [profetas], los que nosotros llamamos «menores». Eso quiere decir que hacia 180 ya existía la colección, que todos los libros tienen que ser anteriores.) Baruc ha sido puesto bajo el nombre del secretario de Jeremías. Se dan fechas (1,2; 6,1) o se supone la situación del exilio en Babi-

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lonia, pero parece ser un dato de pseudoepigrafía. En efecto, también hay indicaciones de que ya se ha reconstruido el templo (1,14) y los objetos destinados al culto del templo han sido restituidos (1,8-9). La idolatría contra la que se previene parece ser la surgida con la helenización del Oriente. Es posible que los relatos (1-6 y el apéndice de 13-14, este deuterocanónico) contengan datos tradicionales sobre cierto Daniel de la época del exilio. No se puede aducir Ez 14,14.20; 28,3, pues ya en Ezequiel Daniel o Danel es un personaje del remoto pasado que, como Noé o Job, era considerado como un modelo de piedad. En Ezequiel parece haber alguna relación con la Leyenda de Aqhat, con el Danel de la tradición cananea de Ugarit (ver G. del Olmo Lete, Mitos y leyendas de Canaán según la tradición de Ugarit, Madrid 1981, pp. 325ss). Los relatos sitúan a Daniel en la época del exilio babilónico. Pero se introduce al personaje y se cuentan sus aventuras para atribuirle unas «visiones». Es lo típico de la apocalíptica, que atribuye a personajes del pasado esas visiones relativas a una época muy posterior. Que pueda haber tanta claridad, como la de Dn 11,2-39, se debe a un fenómeno de pseudoepigrafía. Los indicios del carácter reciente de la obra abundan. Una parte del libro (2,4b-7,28) está redactada en arameo. Si se conoce la «abominación de la desolación» (11,31ss), no parece que haya llegado el momento de la restauración del culto legítimo en el templo de Jerusalén. Por ello tendríamos, al menos para la gran visión (1012), una fecha muy precisa: entre 168 y 164 a.C.

III. DE LA PROFECÍA A LA APOCALÍPTICA Salvo el auge relativo del retorno del exilio (con Ageo y Zacarías que animaron la reconstrucción del templo o los oráculos anónimos de Is 56-66), la profecía posexílica no tiene la riqueza e importancia de los siglos precedentes. Fuera de «relecturas» de oráculos de libros proféticos anteriores, una parte significativa se puede considerar como transición de la profecía a la apocalíptica (Is 24-27; 33-35; 5666; Zac 9-14; Joel) o la plena manifestación de la apocalíptica (caso de Daniel) en la medida en que las obras de esa corriente visionaria forman parte del AT.

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APOCALÍPTICA: LA BIBLIA Y LOS APÓCRIFOS Antecedentes Madurez Is 24-27; 33-35; 56-66; Daniel: visiones (7-12) Ez; Zac 9-14; Joel Literatura intertestamentaria Apócrifos del AT: Henoc... NT Mc 13p; Ap Literatura postestamentaria Apócrifos del NT La enumeración de obras indicaría que la apocalíptica tiene un puesto relativamente marginal tanto en el AT como en el NT. Y es cierto que muchos escritos apocalípticos quedan entre los apócrifos de uno u otro Testamento. No obstante, en el NT el discurso de Jesús en Mc 13 par, por señalar solo este texto preciso, indicaría que la influencia es menos periférica de lo que parecería. AT

1. ORIGEN DE LA APOCALÍPTICA Daniel es el primer libro apocalíptico, pero el género, aunque se expresa igualmente en el NT, se desarrolla mucho al margen de ambos Testamentos. Que textos de varios profetas (se debe añadir Ezequiel a los libros o partes ya señalados) puedan señalarse como antecedentes, indicaría que es una derivación de la profecía. Las cosas no son tan simples porque hay explicaciones alternativas de ese origen. Mencionemos dos hipótesis: a) M. Buber veía oposición y no continuidad entre profecía y apocalíptica. La apocalíptica no surge de la profecía, sino de una influencia extrabíblica, la del mazdeísmo persa. Bastaría, para percibirlo, tomar en cuenta la gran diferencia existente: PROFECÍA Y APOCALÍPTICA: COMPARACIÓN Apocalíptica Extranjera (irania); dualista Esperanza (objeto) Plenitud de la creación Disolución de la creación y reemplazo por la «nueva creación» Juicio de Dios Suceso venidero revocable Acontecimiento final inalterable Escatología

Profecía Nativa; monista

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b)Para G. von Rad (Teología del Antiguo Testamento, II, Salamanca 1972, pp. 381-399; La Sabiduría en Israel, Madrid 1973, pp. 336-361) la apocalíptica sería una derivación tardía de la tradición sapiencial. Pero, si hay convergencia en el interés por la «determinación divina de los tiempos», allí tenemos algo muy distinto de lo que dice Ecl 3,18: que todo en este mundo tenga su tiempo o momento favorable no tiene nada que ver con la certeza apocalíptica de una disolución del tiempo presente para que llegue la plenitud de los tiempos. Parece mejor ver la apocalíptica como un desarrollo interno de la tradición bíblica; en esa transformación habrían intervenido tres elementos decisivos (según R. P. C. Hanson, The Dawn of the Apocalyptic, Filadelfia 1975, pp. 9-10): • La identificación de los protagonistas con profetas del pasado. Pero no es un exclusiva, si al lado de Moisés e Isaías tenemos a Adán, Henoc, Abrahán, los doce hijos de Jacob, etc. • La influencia de Is 40-55 en la adopción del vocabulario de las tradiciones sacras de la liga de las tribus y de la monarquía, aunque –a diferencia de Is 40-55– esas tradiciones se interpretan en forma muy literal. • La situación de crisis de la comunidad posexílica: trata de acomodarse a la pérdida de la libertad nacional y corre el riesgo de un antagonismo creciente entre dos corrientes, la sacerdotal-teocrática y la visionario-apocalíptica. 2. ASPECTOS La apocalíptica deriva principalmente de la profecía, pero subraya el aspecto de predicción y el carácter visionario. Es una enseñanza esotérica destinada a un círculo de iniciados. Cada obra es una «revelación» (eso quiere decir apokalupsis en griego). Comunicada desde mucho antes para una época que vendrá más tarde, es normal la transmisión en forma de libro. La «revelación» puede describir los avatares de la historia hasta que desemboca en el tiempo del fin, pero es verdadero anuncio anticipado cuanto se refiera a ese final, no la descripción de la historia presente. Por supuesto, lo revelado desde antiguo se conserva en secreto para ser manifestado en el momento oportuno querido por Dios. Si el común denominador a profetas y apocalípticos es la convicción de haber recibido de Dios un mensaje que deben transmitir

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a su pueblo, el modo de transmisión difiere: los profetas proclaman de viva voz, los apocalípticos escriben (Dn 12,4; Ap 1,11). El cambio ha podido ser gradual; interviene cuando la palabra de Dios es cosa del pasado y la palabra revelada tiene que llegarnos del pasado en forma de libro. La apocalíptica llama la atención por el dramatismo de los acontecimientos del fin, pero también por el tipo de lenguaje al que recurre. Se diría que no basta la sobriedad de la prosa ordinaria, que hay que acudir a una expresión poético-imaginativa. Los apocalípticos parecen dar rienda suelta a la imaginación y el resultado es un lenguaje con imágenes fantásticas y poco naturales. Por supuesto, los apocalípticos no partieron de cero; utilizan imágenes procedentes principalmente de los profetas, pero que pueden venir de fuera, incluso de un ambiente de tipo politeísta. En la medida en que conocemos la Biblia, el lenguaje y las imágenes pueden sonar a algo conocido, aunque una imagen puede emplearse con diferente sentido. Otra cosa, por supuesto, es que comprendamos esas imágenes o nos parezcan espontáneas. Es conocido el simbolismo de números, colores, vestimenta o la descripción de personajes como animales, por supuesto feroces si se trata de enemigos. Los apocalípticos tenían la convicción de haber recibido de Dios un mensaje que debían transmitir. Para hacerlo parecen dar rienda suelta a la imaginación. Juegan un papel preponderante sueños, visiones, éxtasis y hasta viajes celestes (aunque no fueran tan completos como el de Dante). Lo que ven, de cualquier modo que sea, les es explicado mediante un acompañante angélico. La lectura de las experiencias visionarias puede dar la impresión de que estamos ante fenómenos imaginados. Pero, si la fuente de inspiración puede ser literaria, es difícil establecer la línea de demarcación entre lo genuino y la convencional. La seudonimia es característica esencial, si los autores reales no son los supuestos visionarios del pasado. Esos personajes, que habrían recibido la revelación y le habrían dado forma de libro, van, para el AT y el judaísmo, desde Adán hasta Esdras (último de los profetas y fin de la revelación); la apocalíptica cristiana tiene que innovar y recurre a los apóstoles. Con frecuencia la «visión» es un repaso de historia. Ella nos permite ver dónde se sitúa el autor real: la claridad (aunque velada) es normal cuando describe lo conocido; resulta oscuro, por el contrario, cuando pasa al tiempo del fin y anuncia lo que está por venir. Aquí se opta por la imagen global, su-

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maria, aunque sugestiva, y se evita la descripción detallada (ver Dn 12,2-3). La apocalíptica aparece cuando el profetismo es cosa del pasado, cuando Israel centra su piedad en los sacrificios del templo y en la práctica de la Ley escrita. Puede haber una parte del necesario fenómeno de actualización: la Escritura del pasado tiene que ser leída en función del presente. Para hacer esa interpretación los apocalípticos entran en la escuela de los profetas, que tratan de entender y explicar el sentido de las profecías. Si en la palabra de Dios hay un elemento de «promesa», las promesas de Dios no pueden dejar de cumplirse. Las promesas cobran nueva vida en el momento en que hay que luchar por la propia fe, como ocurre en la época de la revuelta de los Macabeos: la persecución aviva la convicción de que las cosas no pueden seguir como andan; Dios tiene que intervenir para instaurar su reino a pesar de cuantos se le oponen. Así surge la convicción de que Dios intervendrá y lo hará pronto. Las promesas de los profetas y la necesidad de justicia en un mundo injusto se concierten en las seguridades de los apocalípticos. Al «¿Hasta cuándo, Señor?» profético (Is 6,11) sucede la convicción de que «ha llegado la hora», o está por llegar. Hasta se presenta el tiempo del fin como si ya estuviéramos en él (así en Ap 21-22). 3. EJEMPLOS a) Dn 10-12 es un buen ejemplo de lectura apocalíptica de la historia. Fuera de una parte introductoria (visión del hombre vestido de lino y del ángel que explicará al visionario lo que ve, 10,119), la descripción detalla dos momentos sucesivos, el tiempo presente (10,20-11,39), tiempo de la ira de Dios, y el tiempo del fin, que está por llegar. Para el segundo se distingue entre el anuncio de la muerte del perseguidor (11,40-45) y la restauración del pueblo de Dios (12,1-3). Es aquí donde hay verdadera predicción para el autor real. Pues bien, por poco que se conozca la historia de los soberanos helenistas, sucesores de Alejandro Magno, resulta claro que allí tenemos un resumen de sus luchas hasta llegar a Antíoco IV Epífanes. Por supuesto que tiene particular relieve la lucha entre los tolomeos de Alejandría y los lágidas de Antioquía de Siria por lograr el dominio de Palestina. Que Antíoco sea el perseguidor que instala en el templo de Jerusalén la «abominación de la desolación» es indudable.

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b) Un segundo y último ejemplo puede ser el tema del «hijo del hombre». A decir verdad es un subtema, pues el tema común a los apocalípticos es el de la mediación para la restauración del pueblo de Dios; esa mediación es suscitada por Dios mismo. En cierto modo el título de «hijo del hombre» es más importante que el de Mesías (Ungido) para la apocalíptica. Cuando Dn 7 (vv. 13-14) habla de un «hijo de hombre» la expresión ya tiene su historia, pues se usa con frecuencia en Ezequiel para sus revelaciones. En Dn 7 no se afirma el origen divino del «hijo del hombre», aunque se habla de una «ascensión» hasta Dios para recibir el trono de las naciones. Y la interpretación de la visión identifica a ese «hijo del hombre» con los «santos del Altísimo», aunque se ha podido señalar que la interpretación no está de acuerdo con la visión. En el Henoc etiópico (ver A. DÍEZ MACHO [ed.], Apócrifos del Antiguo Testamento, IV, Madrid 1984, pp. 13-143) hay un cambio decisivo, si el «hijo del hombre» es ya un personaje individual de carácter mesiánico. La lectura de los principales pasajes (46; 48,3-8; 62,6-16; 69,26-29; 71,17) no deja lugar a dudas. Pero un problema en la parte central de la obra (caps. 37-71) es el de la relación entre el «hijo del hombre» y el «elegido». Para R. CHARLES (The Apocrypha and Pseudoepigrapha of the Old Testament, Oxford 1913/1977, p. 169) la sección, formada por tres grandes parábolas, estaría compuesta por la aglutinación de dos fuentes: una de ellas hablaba del «hijo del hombre» y el ángel intérprete se describe como «el ángel que iba conmigo» (por ejemplo en 46,2); otra que hablaba del «elegido» y el ángel recibe el nombre de «ángel de la paz» (así en 40,8). En todo caso, el origen celeste del hijo del hombre es claro en la más amplia descripción de los caps. 46 y 48: presente con Dios desde toda eternidad, realiza una misión en la tierra, la de humillar todos los poderes opuestos a la instauración del reino de Dios y de recompensar a los justos. Vuelve ante Dios cuando ha terminado su misión terrena, según el dato anticipado por Dn 7. No es posible detallar aquí lo relativo al «hijo del hombre» en el NT, donde sobresale el uso que hace Jesús en su predicación. Notemos rápidamente que con frecuencia es evidente la relación entre el título y contexto escatológico: juicio de los justos y malvados. Un elemento que ni Dn 7 ni Henoc permitían entrever es el papel del sufrimiento para la instauración del reino de Dios y la restauración del pueblo de Dios. Lo que ocurre es sin duda que

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la figura del Mesías-Hijo de hombre entra en simbiosis con el cántico del «servidor sufriente» (Is 52,13-53,12). Así se da un sentido providencial a la cruz de Jesús. Que haya casos en que «hijo de hombre» sea equivalente de «este hombre» (yo), no quiere decir que haya que proceder sistemáticamente así a lo largo de los evangelios, so pena de desconocer las connotaciones que da al título la tradición apocalíptica. La serie de paralelos entre Henoc y los evangelios es impresionante y no puede ser casual. Uno hasta se pregunta por qué el libro no llegó a formar parte de la Escritura; la carta de Judas parece depender especialmente de él (vv. 9, 13-16).

CARACTERÍSTICAS DE LA APOCALÍPTICA: RESUMEN La apocalíptica es: I. Visionaria: «apocalipsis» es un libro de revelaciones recibidas en el pasado. II. Pseudoepigráfica: el visionario supuesto no es el autor real. III. Simbólica en cuanto a su expresión, pero de un simbolismo intelectualista. IV. Lo predictivo se concentra en el «siglo venidero» o tiempo del fin, pues lo relativo al «siglo presente» era conocido del autor real. V. El paso del presente al tiempo del fin ocurriría mediante un cataclismo cósmico; Dios se sirve de él para castigar a los malvados e instaurar su reino. VI. Si solo Dios tiene el poder de instaurar su Reino o la justicia que es su signo, puede servirse de intermediarios como el Mesías (descendiente de David o de Aarón), el «hijo del hombre», etc.

Inútil subrayar la importancia de la apocalíptica en el surgimiento del cristianismo. La escatología cristiana, por señalar esto, no sería lo que es sin el aporte de la apocalíptica. Ni serían lo que son la angelología y la demonología, independientemente de cuál deba ser nuestra evaluación de ese aporte: si los datos del NT son mucho más precisos que los del AT es porque entre ambos se sitúa la apocalíptica. Más importante, sin la apocalíptica no comprenderíamos por qué Jesús se presenta como «hijo del hombre» ni veríamos qué implicaciones tiene el título.

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IV. PROFETISMO BÍBLICO Y FENÓMENOS RELIGIOSOS SIMILARES 1. MAGIA, CHAMANISMO Y ADIVINACIÓN Si interesa especialmente comparar con los de la Biblia algunos fenómenos religiosos del antiguo Oriente, es necesario comenzar por precisar algunos términos y ver en qué medida fenómenos conocidos por la historia comparada de las religiones se pueden comparar con el profetismo bíblico. a) La magia sería «el arte de producir fenómenos inexplicables, o que parecen tales, mediante procedimientos ocultos» (en el «Petit Robert»: A. Rey y J. Rey-Debove, Dictionnaire alphabétique et analogique de la langue française, nueva edición, París 1985) o «la ciencia oculta que pretende realizar cosas extraordinarias y admirables» (J. Casares, Diccionario ideológico de la lengua castellana, Barcelona 1988), si tomamos como punto de partida las definiciones de ciertos diccionarios. Si hay una diferencia profunda entre arte y ciencia, los términos de ambas descripciones son convergentes. Recordemos que la división fundamental distingue entre «magia blanca» y «magia negra»: la primera utilizaría medios naturales, la segunda obtendría su fuerza de poderes malignos (por ejemplo de un pacto con el diablo). La magia nos sitúa en un mundo muy distinto al de la profecía, si esta es cosa humana aunque recurra a poderes que no lo son. Lo que más se parecería a ella son las «acciones simbólicas» de los profetas. La acción simbólica es una palabra en acción, una palabra dicha mediante una acción precisa; la iniciativa viene de Dios, que señala al profeta lo que debe hacer para transmitir su palabra. El parentesco parece mayor cuando la acción se destina a decir que Dios castigará a Israel o a las naciones, pero lo decisivo es lo que Dios hará: el profeta solo lo comunica mediante un «doble simbólico». La oposición a la profecía es particularmente patente en la magia negra: por servirse el hombre de un poder malvado, por los fines torcidos que se propone o por los medios para lograrlos, con ella estamos en los antípodas de la comunicación a los hombres de la palabra en que él se nos manifiesta y dice también su interés por el bien de nosotros los hombres. b) Si chamán (palabra de Asia central) es el hombre dotado de poderes especiales (más o menos a la manera del «brujo»), el cha-

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manismo es un tipo de religión centrada en los poderes de la naturaleza. Propiamente es la religión de pueblos de Siberia y Mongolia, pero por extensión se aplica a cualquier tipo de religión naturalista; en ella, más que el sacerdote, el personaje importante es el chamán, el hombre que sabe y puede controlar las fuerzas naturales, el que entra en contacto con los espíritus para aprovechar su poder, si es benéfico, o para conjurarlo, si es maligno o amenazador. Los poderes del chamán, a pesar del contacto con los espíritus, nos situarían en el ámbito de la magia blanca. c) La adivinación sería el arte de descubrir lo oculto mediante un conocimiento que sobrepasa al del hombre normal. Es un fenómeno generalizado en la historia humana, pasada y presente. Hubo o hay diversas formas de adivinación; la diversidad depende del tipo de técnica empleado. La división fundamental distingue entre técnica deductiva, la que busca una respuesta mediante signos preestablecidos, sean fenómenos naturales (como en la astrología) o provocados por el adivino, y técnica inductiva o inspirada, si la respuesta de la divinidad está contenida en sueños o palabras que el adivino interpreta. Aquí tenemos los casos tan socorridos de respuesta de la divinidad mediante sueños (oniromancia, necromancia) o mediante palabras. Si la divinidad, de un modo o de otro, ofrece la respuesta que se busca, incluso cuando esa respuesta se da en palabras y hay un verdadero oráculo, la iniciativa es humana en cuanto una persona determinada pregunta por la voluntad de los dioses. Las técnicas precisas son variadas, pues tenemos el oráculo provocado (santuario de Delfos en Grecia), el llamado «sueño de incubación», o se induce la respuesta por una preparación previa, sea de tipo ascético o mediante comida y bebida y hasta música... Hay para todos los gustos. Si el hombre pregunta y la divinidad responde, no estamos ante una revelación gratuita: en la Biblia, salvo los casos de «consulta a Yahvé», que no son lo más importante, Yahvé tiene la iniciativa: él manifiesta su voluntad o transmite su palabra a quien quiere y cuando quiere.

«CONSULTAR A YAHVÉ» La expresión se encuentra con relativa frecuencia en el AT, sobre todo en relatos (relativamente) antiguos. 1 Sm 9 nos permite discernir una serie de datos característicos: hay una fe en la persona, a la que se ve como «hombre de Dios», y en lo que hace; si su crédito o fama

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vienen de que lo que dice se cumple (v. 6). Tal persona se describirá, con mayor propiedad, como «vidente» (vv. 9 y 11). Por ello se recurre a él y, por él, se «consulta» a Dios (v. 9), se busca conocer su voluntad con la certeza de ser escuchado, se trate de saber dónde están unas borricas perdidas, como en el caso de Saúl y su servidor, o de cosas de mucho mayor importancia, como cuando entra en juego la batalla contra el enemigo (por ejemplo en 2 Sm 5,19.23). Que hubiera muchas formas, que varias tengan que ver con la adivinación y se consideraran reprobables es bastante claro. Tal sucede con la «necromancia» o consulta de los muertos (1 Sm 28) o el recurso a adivinos profesionales. Pero otros recursos se aprueban y supuestamente perduran, como cuando se recurre al (sumo) sacerdote y se «consulta» a Yahvé mediante el efod o el urim y el tumim. Si Dios responde mediante las suertes sagradas, la iniciativa es humana y toma el cauce del culto oficial del templo.

PROFECÍA Y ADIVINACIÓN Acuerdo

Una y otra pretenden transmitir al hombre la voluntad de Dios, de un dios o de los dioses. Desacuerdo en el modo de conocer la voluntad divina: Adivinación: la iniciativa es humana, si el adivino pregunta y la divinidad responde. Profecía bíblica: Dios dio a conocer lo que él quiso y cuando quiso; lo hizo mediante tal hombre y en un momento preciso.

2. PROFETISMO EN EL ANTIGUO ORIENTE a) Siria, Canaán, Fenicia En el ámbito bíblico inmediato, el de Siria, Canaán y Fenicia, el testimonio de la misma Biblia es decisivo: había profetas. Así en Nm 22-24, Balaam, un extranjero que hace venir Balac, tiene que anunciar, obligado por Yahvé (22,22-35; 23,5; 24,13), la bendición, algo muy distinto de aquello para lo que se le había contratado: bendice a Israel en vez de maldecirlo, como quería Balac. Balaam sería el caso típico de un «vidente», si comunica lo que vio y hasta

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asistió al «consejo divino» (24,3-4 y 15-16). El narrador, por su parte, afirma a su propósito que recibió el «espíritu de Dios» (24,2).

LECTURA SUGERIDA Y TAREA Nada mejor, me parece, para hacerse una idea personal y directa, si ello es posible, que recurrir a los textos. Por ello, si quieres hacerte una idea de los movimientos similares al del profetismo entre los vecinos de Israel, lo mejor sería recorrer la antología de textos de J. Asurmendi y sus colaboradores, Profecías y oráculos, I-II (Documentos en torno a la Biblia, serie anexa a Cuadernos Bíblicos, nº 27-28), Estella 1997-1998. Las «cartas de Mari» tienen particular importancia. De ellas se ha dicho que son lo más cercano que conozcamos en el antiguo Oriente que podamos comparar con los profetas. ¿Y la tarea? Escribe una página comparando las cartas de Mari con algún profeta de la Biblia, por ejemplo Amós.

¿Quién lo iba a imaginar? Balaam es ahora conocido por un texto no bíblico, la inscripción aramea de Deir Al.la, descubierta en forma de quince fragmentos; formaban parte de una gran inscripción sobre la superficie de una pared (traducción de E. PUECH, en Profecías y oráculos, I, nº 56; ver sus indicaciones sobre la reconstitución ofrecida). Solo el más grande de los fragmentos tiene sentido; dice: «Admoniciones del li[bro de Ba]laam, hijo de Beor, el hombre mismo que ve a los dioses» (línea 1; comparar con Nm 24,2-3 y 15-16). La idea de la clarividencia se repite al inicio del fragmento cuyo sentido es suficientemente claro: «Los dioses vinieron a él de noche como un oráculo de El...» (líneas 1-2). Gracias a esa visión Balaam puede responder a quienes lo consultan: «Voy a mostrarles lo que los Podero[sos han decidido]... Los dioses se reunieron y tuvieron consejo...». Nótese, por último, el detalle de que el profeta se prepara a recibir la revelación mediante la penitencia (literalmente «por el llanto y el ayuno», líneas 3-4). ¿Será casualidad o pura coincidencia que el vidente de Nm 2224 y el de Deir Al.la tengan el mismo nombre y apellido, «Balaam, hijo de Beor», o que se presenten en términos similares? Que la tradición de sus vecinos llegara a influir sobre el pasaje bíblico no es imposible: Deir Al.la está en la frontera del Galaad bíblico. Y en relación con los profetas la coincidencia es significativa: Balaam sería prácticamente contemporáneo de Amós y Oseas.

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Entre varias menciones de los «profetas de Baal», tiene particular relieve el relato del sacrificio de Elías en el monte Carmelo (1 Re 18, sobre todo vv. 26-29). Las prácticas, danza ritual (v. 26), autoincisiones (v. 28) y «profecía» (v. 29), sin duda el entrar en estado de éxtasis, son similares a las de los profetas de los santuarios bíblicos. Pero los datos bíblicos no son los más antiguos para Siria, Canaán y Fenicia. La Crónica de Wen-Amón (egipcia, hacia 1100 a.C.) es un testimonio significativo sobre Fenicia que nos remonta al final del segundo milenio. Un texto algo posterior es la estela de Zakur (Zakir) de Hamat (hacia 780). En una palabra, los datos de la Biblia y los no bíblicos, por limitados que sean, señalan la continuidad entre Israel y su medio inmediato en lo relativo al profetismo extático y visionario. b) Egipto Conocemos bastantes oráculos del antiguo Egipto, aunque la claridad de algunos podría ser debida a que no hay tal anuncio anticipado: el supuesto vaticinio surge cuando el acontecimiento ya es conocido. Parece, además, que debemos comenzar por una nota negativa: no existe el profetismo extático. Por el contrario, desde que se conocen algunos textos se señaló la importancia de la «profecía política con alternancia de la promesa de un rey venidero y de la amenaza al pueblo» (H. Gressmann). Los textos dinásticos o que anuncian la restauración supuestamente venidera (como la Crónica demótica), incluso lejana, de la monarquía, tal vez tienen mayor relación con la apocalíptica que con la profecía, aunque se debe señalar también la cercanía con 2 Sm 7 y las tradiciones de Jerusalén de donde arranca el mesianismo. En Egipto hubo vaticinios o predicciones, pero quienes los hicieron no pretendieron hablar en nombre de un dios o de los dioses. Todo indica que también en Egipto se trataba de la respuesta a una consulta previa. Lo cierto es que tenemos oráculos de legitimación de reyes o nombramientos de funcionarios por medio de un oráculo. También nos sitúan en el ámbito religioso los oráculos relacionados con las empresas de los faraones o relativos a la construcción de templos. Fuera de eso, podemos constatar que el antiguo Egipto eran frecuentes diversas formas de adivinación.

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c) Mesopotamia Hablar genéricamente de Mesopotamia es poco preciso, si en «Entre-ríos» (entre el Tigris y el Eufrates) se sucedieron y hasta convivieron varias culturas: Sumer[ia], Babilonia, Asiria, Mari. Del reino y de la ciudad de Mari proceden los textos más significativos en relación con la Biblia. Las excavaciones permitieron descubrir cartas y otros textos del reinado de Zimri-Lin (hacia 1700 a.C.), contemporáneo de Hammurabi de Babilonia. Si hace casi cincuenta años se pudo afirmar: «Las cartas de Mari muestran por primera vez que se dio también fuera del Antiguo Testamento y antes de los profetas de Israel algo comparable a la profecía como mensaje de Dios. La particularidad del Antiguo Testamento, por consiguiente, no consiste en que un dios dirija su palabra a través de un hombre al que envía, sino únicamente en el mensaje específico que el Dios de este pueblo (Israel) le hizo oír en un determinado momento» (C. Westermann). Un mejor conocimiento, pues buena parte de los textos se publicó más tarde, confirma ese punto de vista. En Mari hay muchos términos y el matiz de cada uno no es perfectamente claro. Pero dos nombres, extático y respondedor, parecen fundamentales, aunque también está documentado el equivalente de na¯ bî’ (nabum). Llama la atención el papel y el elevado número de las profetisas. Lo cierto es que se atribuyen oráculos proféticos a personas relacionadas con los templos. La realidad es compleja, o por lo menos señala dos vertientes: por un lado, existía el personal especializado de los templos para consultar la voluntad de los dioses; por otro, hay muchas personas, con o sin título, que se presentan espontáneamente diciendo que han recibido el mensaje de tal o cual dios. Aunque no siempre, introducen su discurso mediante un «Así habla el dios N», lo que quiere decir que se consideran mensajeros de ese dios. Por otra parte, la mayoría de los mensajes se refiere a lo que debe hacer el rey. Por eso, si los dioses toman la iniciativa de manifestar su voluntad mediante cualquier persona y en cualquier parte del reino, los funcionarios de la administración tienen el encargo de poner por escrito y transmitir al rey los mensajes recibidos. No hacerlo sería una falta grave. No es de extrañar que los oráculos nos lleguen en cartas dirigidas al rey. ¿Qué se manifiesta al rey? Los oráculos están relacionados con los grandes problemas del reinado: las relaciones con los beduinos «benjaminitas», con otras ciudades-estado o reinos (Eshnunna, Elam y

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Babilonia principalmente). Hay verdaderos oráculos de «guerra santa» contra los enemigos de Mari, por lo que en cierto modo tenemos algo comparable a los oráculos contra las naciones de los profetas bíblicos. No es raro que se prescriba algún acto cultual. En una palabra, al rey de Mari se le manifiesta qué empresas debe acometer y se le asegura que cuenta para ellas la asistencia divina, aunque la promesa incluya un elemento de advertencia (o de amenaza) en caso de infidelidad a la voluntad de quien lo puso como rey. En la antigua Sumer[ia], por lo que sabemos, no hubo profetas. En cambio, los sumerios daban gran importancia a la adivinación y a la interpretación de los sueños. En Asiria y Babilonia hay algunos elementos (pocos) de carácter profético. Asirios y babilonios usaban varias técnicas para conocer la voluntad de los dioses o para descubrir qué había de suceder: sueños de incubación, presagios (mediante acontecimientos de la vida ordinaria con valor de premonición sobre el futuro), astrología, varios oráculos (se sabe de personas que, probablemente en éxtasis, recibían directivas de la divinidad). La adivinación, especialidad de una clase de sacerdotes, parece destacar, pero la astrología juega un papel importante en los textos sobre el «rey sustituto» del reinado + de Asarhaddón (681-669 a.C.). Si los presagios o los astrólogos anunciaban alguna desgracia al rey, se nombraba a otro como rey sustituto: durante cien días asumía en apariencia el nombre y las funciones del rey, que se retiraba de la vida pública. Se creía que con ella se apartaba del rey el mal anunciado. d) Persia En la antigua Persia, Zoroastro-Zaratustra, fundador del parsismo (mazdeísmo), se ha podido considerar como un caso paralelo al de los profetas de Israel: «Su predicación apasionada y exclamatoria está totalmente animada por la presencia de un dios al que constantemente implora y suplica, el que se le revela. Recuerda el tono de los profetas de Israel de quienes, no obstante, difiere. Zoroastro conoce que Dios habla por su boca... “Háblame, dice al señor sabio, como un amigo a su amigo; concédenos el apoyo que un amigo da a su amigo”» (H. Duchesne-Guillemin). Sí, Zoroastro tenía conciencia de haber sido escogido y enviado por Ahura-Mazda; su doctrina sería revelada.

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Países del antiguo Próximo Oriente.

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e) Arabia Mahoma es para el Islam el profeta por excelencia, no un profeta entre muchos: «Al.lá es grande y Mahoma es su profeta» es la confesión de fe fundamental. Pero Mahoma habría tenido sus predecesores en los profetas bíblicos, principalmente Moisés y Jesús. Sí, el Islam es posterior al judaísmo y al cristianismo y no oculta que es como una continuación, pero pretende llegar más lejos. Mahoma es el profeta definitivo. Por otra parte, las injusticias que vivió lo llevaron a «vehementes acusaciones... respecto a la justicia social y el fraude... pero no se desbordó predicando la revolución social, sino que siguió un cauce religioso y se tradujo en la profunda e inconmovible convicción de que había sido elegido por Dios para proclamar ante sus conciudadanos la antigua admonición de los profetas semíticos: Arrepentíos, porque está cerca el juicio de Dios» (H. A. R. Gibb, El mahometanismo, México 19662, p. 30). f) Grecia Aunque no pertenezca al Próximo Oriente, debemos mencionar también a Grecia: de ella nos viene el vocabulario usual en las lenguas occidentales para el profetismo bíblico (profeta-profetisa, profetizar, profetismo y derivados). Profeta es nombre de agente: persona que habla en vez de otro o antes que algo suceda. Si el verbo indica «hablar en público» o «declarar abiertamente», profeta será «portavoz» o algo por el estilo. El vocabulario ya tenía connotaciones religiosas, pues se habla de profetas en relación con los santuarios del oráculo, como Delfos. La realidad del profetismo es compleja. En Delfos se consultaba el oráculo de Hermes-Apolo. Él, heraldo de los dioses y dios él mismo, comunicaba su mensaje mediante la pitonisa; esta daba su mensaje, la respuesta del dios, en éxtasis. Pero se expresaba en términos que no habrían significado nada para el fiel; por ello su lenguaje necesitaba ser «traducido» mediante el profeta. Por lo que sabemos, también el lenguaje del profeta era ambiguo: una respuesta dada era susceptible de varias interpretaciones. * * * Por supuesto, el fenómeno del profetismo no se limita al antiguo Oriente y Grecia: fenómenos similares se pueden señalar en otros ámbitos de la historia religiosa de la humanidad, pasada o presente.

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V. CONCLUSIÓN El largo recorrido de este capítulo tampoco permite una respuesta, no alcanza para decir en unas palabras, breves y precisas, quiénes son los profetas de la Biblia. Era importante situarlos en la historia, pero ella nos muestra que no están aislados, tanto en Israel como fuera: en el ámbito inmediato o en el no tan cercano hay fenómenos comparables al del profetismo bíblico. Por si fuera poco, el profetismo de la Biblia es ya un fenómeno complejo, tanto que uno no sabe si hay, y dónde está, el común denominador entre los profetas del éxtasis, un «vidente» que responde a las preguntas de los fieles o por quien se «consulta» a Dios, un hacedor de milagros como Eliseo, un hombre que pretende hablar en nombre de Yahvé y anunciar su voluntad o un visionario que anuncia lo que va a ocurrir (lo que implica partir del supuesto de que la situación vivida es mejorable y Dios está decidido a intervenir a cambiarla para bien). ¿Tendremos que renunciar a decir qué/quién es el profeta?

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CAPÍTULO III

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Los profetas tienen un nombre y se sitúan en una historia, pero también tienen un modo de comprender la propia misión. Y no tenemos que adivinarlo, lo sabemos por sus oráculos. Cierto que no podemos determinar todo con la precisión que quisiéramos, si –como ya hemos afirmado– no todos los oráculos atribuidos a un profeta dado son de él. No lo son porque se dio el doble proceso: a) de actualización y ampliación de los oráculos genuinos; b) de adición de oráculos que responden a nuevas circunstancias en la vida del pueblo de Dios. Por eso las fórmulas características y los demás datos que encontraremos reflejan también con frecuencia la percepción del profeta a que llegaron los demás, no solo la que un profeta dado tuvo de sí mismo. Idealmente tendríamos que ver las tres cosas siguientes: 1) cómo consideraron los profetas su vocación y ministerio; 2) qué percepción tuvieron de ellos sus contemporáneos; 3) cómo los vieron las generaciones posteriores, sobre todo quienes transmitieron sus oráculos. Y, si pasa bastante tiempo entre el momento histórico de un profeta y aquel en que el libro de sus oráculos alcanza su estado final, la percepción que se tuvo de un profeta dado pudo cambiar sensiblemente con el tiempo. Pero, si la triple posibilidad señalada es importante como telón de fondo, o al menos así lo creo yo, debemos estudiar los datos pertinentes en tres apartados: a) las fórmulas de mensajero; b) algunos datos complementarios en torno a la vocación profética; c) los relatos de vocación y algunos textos emparentados, como las «Confesiones» de Jeremías.

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PARA COMPRENDER A LOS PROFETAS DEL ORÁCULO Una vez que ya has recorrido cuanto se refiere a la historia del profetismo en el presente capítulo, señala cuál es la idea del profeta que nos ofrecen los textos del AT en una composición de dos páginas.

I. EL PROFETA Y LA PALABRA: FÓRMULAS VARIAS Si son varias las fórmulas que acompañan a los oráculos, una primera aproximación se impone y es la de responder a la pregunta siguiente: ¿qué función tienen? En forma sucinta se puede afirmar que, idealmente, la mayoría de las fórmulas debería servir de introducción o de conclusión. De hecho, la situación es más complicada: muchas veces las fórmulas no son ni una cosa ni otra por el lugar que ocupan. En lo que al origen se refiere, las fórmulas que forman parte del oráculo en principio pueden remontar al profeta; otras son narrativas, por lo que expresan el modo de ver de los demás, sobre todo de quienes transmitieron y recopilaron los oráculos; estos veían al profeta desde fuera. Si algo hay que añadir es que la situación es todavía más compleja: sea parte del oráculo o sea presentación narrativa, hubo la tendencia a multiplicar esas fórmulas. Las diversas fórmulas proféticas subrayan que el Señor hace oír su voz al pueblo mediante la palabra que proclaman los profetas; éstos se ven a sí mismos, o así fueron vistos por la tradición, como heraldos, portavoces o enviados, en una palabra como mediadores en la transmisión de la palabra de Yahvé, se dirijan a todo el pueblo, a grupos o individuos en su interior o, caso raro, a las naciones paganas. A veces, si las fórmulas se añadieron, pero también cuando las encontramos en un breve relato introductorio, el punto de vista expresado será más bien el de quienes transmitieron los oráculos de los profetas. Tal vez extrañan sobre todo los oráculos contra las naciones paganas. Uno se puede preguntar de qué manera los profetas podían haber hecho llegar esos anuncios a los destinatarios. Si no es una predicación dirigida a esas naciones, habrá que ver la función que podían tener esos oráculos en el anuncio de la palabra al pueblo de Dios.

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1. FÓRMULA DE PRESENTACIÓN NARRATIVA

FÓRMULA DE PRESENTACIÓN NARRATIVA: LISTA DE TEXTOS Gn 15,1; 1 Sm 15,10; 2 Sm 7,4; 24,11; 1 Re 6,11; 12,22; 13,20; 16,1.7; 17,2.8; 18,1.31; 19,9; 21,17.28; 2 Re 20,4. Os 1,1; Is 28,13; 38,4 (= 2 Re 20,4); Miq 1,1. Jr 1,4.11.13; 2,1; 13,3.8; 16,1; 18,5; 20,8; 24,4; 25,3; 32,6.26 – 1,2; 14,1; 28,12; 29,30; 33,1.19.23; 34,12; 35,12; 36,27; 37,6; 39,15; 42,7; 43,8; 46,1; 47,1; 49,34: primer grupo: en boca del profeta; 2º grupo: en contexto narrativo. Ez 1,3; 3,16; 15,1; 16,1; 17,1.11; 18,1; 20,2; 21,1.6.13.23; 22,1.17.23; 23,1; 24,1.15.20; 25,1; 26,1; 27,1; 28,1.11.20; 29,1.17; 30,1.20; 31,1; 32,1.17; 33,1,23; 34,1; 35,1; 36,16; 37,15; 38,1. Jl 1,1; Jon 1,1; 3,1; Sof 1,1; Ag 1,1.3; 2,1.10.20; Zac 1.7; 4,8; 6,9; 7,1.4; 8,1; Dn 9,2. 1 Cr 17,3 (= 2 Sm 7,4); 22,8; 2 Cr 11,2 (= 1 Re 12,22); 12,7.

Si comenzamos por lo más exterior, hay casos en que se subraya cómo la palabra de Yahvé se hace presente en una situación precisa a través de un profeta: «Vino la palabra de Dios/Yahvé a N diciendo». Si es lo que dice el nombre, nos indica la valoración del autor o redactor del relato, a no ser que el profeta en cuestión hable en primera persona, caso especialmente frecuente en Jeremías y Ezequiel. La palabra de Dios se escucha en circunstancias precisas; el relato las señala, aunque no siempre. Que la palabra se escuche en un momento determinado no quiere decir que solo tenga valor para él. Cada texto es una expresión de la fe en la intervención de Dios en la historia pasada del pueblo; que se conserve es indicio de que se le atribuye un valor permanente. Yahvé interviene en la historia, es el «Dios que actúa» (según el título del bello librito de G. W. Wright, traducido a nuestra lengua), pero no lo hace calladamente ni es solo la fe de cada uno lo que debe descubrir dónde y cómo lo hace. Se verifica aquí lo que señala el concilio Vaticano II en la Dei Verbum (nº 2): Dios se manifiesta en los acontecimientos, pero mediante su palabra indica el sentido de sus intervenciones en la historia humana.

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La fórmula no es muy frecuente. Para G. von Rad (Teología del Antiguo Testamento, II, Salamanca 1974, p. 118) se encontraría en los textos del AT unas ciento veintitrés veces en forma idéntica o equivalente. Si se busca la mayor exactitud, lo de «equivalente» no se puede admitir, pues la equivalencia depende de un juicio subjetivo. Lo comprobable es que, si exceptuamos el dato de la persona concreta, la expresión se encuentra 113 veces en el AT. Incluso el nombre divino, Yahvé, es una constante: solo lo reemplaza Dios en Gn 15,1; 1 Re 12,22; 19,9; 1 Cr 17,3. La frase utiliza el verbo «ser» en el sentido fuerte de «vino/aconteció». Para S. Mowinckel solo la traducción por «la palabra de Yahvé vino a ser realidad activa en N» daría razón de la expresión hebrea. Sin que sea necesario traducir así cada texto, es verdad que tenemos allí el «acontecimiento de la palabra de Yahvé»; se presenta como un hecho contingente de nuestra historia: llega de improviso y crea, a quienes la escuchan, una nueva situación histórica. Pero en ese momento es la, no una «palabra de Yahvé». Se puede precisar lo dicho mediante una bella página de von Rad. Si recorremos los textos, fácilmente percibimos la desigual repartición en el AT. Antes de Amós, los textos se concentran principalmente en los relatos sobre Elías. Para los profetas del siglo VIII a.C. todo se reduce a los encabezados redacciones de Oseas y Miqueas y a un relato sobre Isaías; Is 28,13 es el único caso que se pudiera atribuir a uno de los profetas. Frente a esto llama la atención que se emplee tanto en la generación profética siguiente, especialmente en los libros de Jeremías y Ezequiel. Para el primero, la distribución entre los casos en que se pone en boca del profeta (forma parte del oráculo) y aquellos en que aparece en la narración sobre el profeta es bastante equilibrada. En Ezequiel, por el contrario, la fórmula se encuentra casi siempre en las palabras del profeta; forma parte de la introducción a los oráculos, muchos de ellos datados (aunque se trate de una cronología relativa). En los profetas contemporáneos o posteriores, salvo Ageo y Zacarías, aparece casi exclusivamente en las introducciones narrativas a los libros. En una palabra, todo indica que la fórmula se utilizó con mayor frecuencia de Jeremías en adelante. Si los profetas comenzaron a utilizarla (pero algunos la usaron más que otros), le dieron más relieve los redactores de los libros al ponerla como justificación última en el encabezado de varios profetas menores o al repetirla bastantes veces en libros proféticos extensos, como Jeremías y Ezequiel. Ambos he-

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chos tienen su importancia: los textos prueban que ha surgido la convicción de que los oráculos transmitidos siguen siendo la palabra de Yahvé, de la misma forma en que lo había sido la palabra proclamada en su momento y de viva voz por tal o cual profeta.

2. FÓRMULAS VARIAS DE INTRODUCCIÓN Y DE CONCLUSIÓN Al menos en los dos primeros casos enumerados se suele hablar de «fórmulas de mensajero». Si puede usarse el singular, el plural resulta mejor, pues son varias aquellas a que se puede aplicar. Por sus características se pueden dividir en tres grupos: a) Fórmulas de introducción (o conclusión) con el verbo «decir»; b) Fórmulas, normalmente de conclusión, con el verbo «hablar»; c) Fórmula, normalmente de conclusión, con «oráculo de Yahvé». a) Fórmulas de introducción con el verbo «decir» En bastantes textos leemos: «Así dice (literalmente “ha dicho”) Yahvé». Para algunos autores es la «fórmula de cita»; en todo caso da a entender que lo que alguien anuncia es exactamente lo que el Señor le ha encomendado decir.

FÓRMULAS CON EL VERBO «DECIR»: TEXTOS SEGÚN VARIANTES «Así dice [habla] N» (uso profano, algunos ejemplos): Gn 32,5; Ex 5,10; Nm 22,16; Jue 11,15; 1 Re 2,30; 20,3.5; 22,27; 2 Re 1,11; 9,18.19; 18,19.28.31; Is 36,4.13-14.16; 37,3; etc. «Así dice Yahvé»: Ex 4,22; 7,17.26; 8,16; 9,1.13; 10,3; 11,4; 1 Sm 2,27; 2 Sm 7,5; 12,11; 24,12; 1 Re 12,24; 13,2.21; 20,13.14.28.42; 21,19.19; 22,11; 2 Re 1,4.6.16; 2,21; 3,16-17; 4,43; 7,1; 9,3.12; 19,6.32; 20,1.5; 22,16. Am 1,3.6.9.11; 2,1.4.6; 3,12; 5,4; 7,17; Is 8,11; 18,4; 21,6.16; 29,22; 31,4; 37,6.33; 38,1.5; Miq 2,3; 3,5; Nah 1,12; Jr 2,2.5; 4,3.27; 6,16.21.22; 8,4; 9,22; 10,2.18; 11,11.21; 12,14; 13,1.9.13; 14,10.15; 15,2.19; 16,3; 17,5.19.21; 18,11.13; 19,3; 20,4; 21,8.12; 22,1.3.6.11.18.30; 23,38; 24,8; 26,2.4; 27,2.16; 28,11.13.16; 29,10.16.31.32; 30,5.12.18; 31,2.7.16.35.37; 32,3.28.42; 33,2.10.17.20.25; 34,2.4.17; 36,29.30; 37,9; 38,2.3; 44,30;

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49,1.12.28; 51,1.36; Ez 11,5; 21,8.14; 30,6; Is 43,1.14.16; 44,2.6.24; 45,1.11.14.18; 48,17; 49,7.8.25; 50,1; 52,3; 56,1.4; 65,8; 66,1.12; Zac 1,16; 8,3.4.6.7; 11,4. 1 Cr 17,4; 21,10.11; 2 Cr 11,4; 12,5; 18,10; 20,15; 21,12; 34,24. «Así dice Yahvé, Dios de Israel»: Ex 5,1; 32,27; Jos 7,13; Jue 6,8; 1 Sm 10,18; 2 Sm 12,7; 1 Re 11,31; 14,7; 17,14; 2 Re 9,6; 19,20; 21,12; 22,15.18; Is 37,21; Jr 11,3; 13,12; 21,4; 23,2; 24,5; 25,15; 30,2; 32,36; 33,4; 34,2.13; 37,7; 42,9; 45,2; 2 Cr 34,23.26. «Así dice el Señor Yahvé»: Am 3,11; 5,3; Is 7,7; 28,16; 30,15; Jr 7,20; Ez 2,4; 3.11.27; 5,5.7.8; 6,3.11; 7,2.5; 11,7.16.17; 12,10.19.23.28; 13,3.8.13.18.20; 14,4.6.21; 15,6; 16,3.36.59; 17,3.9.19.22; 20,3.5.27. 30.39; 21,3,29.31.33; 22,3.19.28; 23,22.28.32.35.46; 24,3.6.9.21; 25,3.6.8.12.13.15.16; 26,3.7.15.19; 27,3; 28,2.6.12.22.25; 29,3.8.13.19; 30,2.10.13.22; 31,10.15; 32,3.11; 33,25.27; 34,2.10.11.17.20; 35,3.14; 36,2.3.4.5.6.7.13.22.33.37; 37,5.9.12.19.21; 38,3.10.14.17; 39,1.17.25; 43,18; 44,6.9; 46,1.16; 47,13; Abd 1. Fórmulas varias (amplias): Is 30,12; 42,5; 51,22; 57,15; 1 Cr 24,20. «Dice Yahvé» (o «el Señor Yahvé», «el Señor de los ejércitos», Dios) normalmente en conclusión: 2 Sm 23,3 («ha dicho el Dios de Israel»); 2 Re 20,17; Is 22,14; 39,6; 45,13; 48,22; 49,5; 54,1.6.8.10; 57,19.21.29; 65,7.25; 66,9.9.20.20.21.23; Jr 8,12; 30,3; 33,11.13; 46,25; 49,2.18; Am 1,5.8.15; 2,3; 5,17.27; 7,3.6; 9,15; Sof 3,20; Ag 1,8; Mal 1,2.6.8.9.10. 11.13.13.19; 2,4.6.8.16.16; 3,1.5.7.10.11.12.13.17.19.21; 1 Cr 27,23; 28,3.

La fórmula procede del uso profano. Un mensajero o portavoz, intermediario que hace las veces de alguien más importante que él, un rey o quien fuere, introduce su mensaje en el momento de transmitirlo con un «Así dice N». El mensajero hasta se expresa como si hablara quien le envía: la palabra anunciada no es propia, sino la de quien envía. El enviado no cuenta; la persona que importa es la que tuvo la iniciativa del mensaje y envió a alguien para comunicarlo; por eso se la nombra y se le da el título adecuado. Sobre la base de Gn 32,4-6, N. Wagner (’a¯ mar, en DTAT, I, col. 361) sintetiza así la comunicación de un mensaje: «misión del mensajero B por el remitente A al destinatario C en el lugar D, encargo del mensajero («así dirás a C»), fórmula del mensajero («así ha hablado A»), notificación del mensaje». Si todos los elementos idealmente deberían encontrarse siempre, no en todos los casos se detallan uno por uno y en su orden. Así, por señalar solo esto, a veces no sabemos que haya habido la encomienda de hablar de A a B y solo lo sabremos cuan-

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do B transmite su mensaje. La fórmula en el ámbito humano ayuda a autentificar al mensajero frente al destinatario del mensaje. La fórmula profética, más abundante que el uso profano, es una transposición, pero, por no surgir directamente en el ámbito teológico, lo que sucede en el ámbito humano es una ayuda preciosa para entender su alcance e implicaciones. Al encontrarnos con el «así ha dicho Yahvé» no se requieren largos comentarios para entender que: 1) Yahvé tiene la iniciativa y envía al profeta como mensajero. 2) El profeta habla en cuanto enviado por Dios (otra cosa sería determinar si la formulación de las palabras procede tal cual de Yahvé). 3) El destinatario o los destinatarios y el lugar en que hay que transmitir el mensaje raramente se detallan (pero ver Is 7,3). Por lo que a la formulación se refiere, si el núcleo es siempre el mismo, la adición de otros elementos al «así ha dicho Yahvé» da por resultado unas variantes más usadas y otras poco usuales, tan es así que encontramos varios casos únicos. a) «Así ha dicho/dice Yahvé» sin aditamento alguno es la formulación más frecuente. En textos narrativos se dice 8 veces de Moisés en Ex 4-11; en otros 29 casos de Jos-2 Re se aplica a diferentes personajes, sobresaliendo Elías y Eliseo. Se encuentra sobre todo en los profetas «escritores» y Jeremías se lleva la parte del león, si concentra 85 de 134 casos. Si no es una exclusiva, la fórmula es usada principalmente por los profetas, si entre ellos incluimos a Moisés en sus transacciones con el faraón para lograr la salida de los israelitas de Egipto. Pero entre los profetas, el uso no es igual en cuanto a la frecuencia: si la expresión está bien atestada entre los profetas del siglo VIII (Amós, Isaías y Miqueas), llama la atención la total ausencia en Oseas. Para los que siguen ya señalamos que Jeremías concentra el 60% de los usos. b) La fórmula crece si se añade el calificativo «Dios de Israel» a Yahvé. De unos 32 usos del AT, casi la mitad (14) se encuentra en Jeremías y otra proporción importante está en relatos sobre profetas, incluido el caso de Is 37,21. c) Más frecuente que la anterior es la fórmula «Así dice el Señor Yahvé». En este caso estamos ante una casi exclusiva de Ezequiel: en su libro están 120 de los 130 usos de la expresión. Así, poco queda por señalar fuera de él, pero podemos constatar que viene de los profetas del siglo VIII, pues encontramos dos ejemplos en Amós y tres en Isaías.

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d) La fórmula «Así dice Yahvé, [Dios] de los ejércitos» es casi una exclusiva de los profetas, pues solo 3 de 82 casos se encuentran fuera de ellos. La concentración también es observable, y en este caso sobresalen Jeremías (54 veces) y los profetas del retorno del exilio, Ageo (5 veces en 2 capítulos) y Zacarías (16 veces en Zac 18). Pudiera remontar al siglo VIII, pues hay dos ejemplos en Isaías y uno en Amós. e) Las formulaciones raras y únicas se concentran en el libro de Isaías (salvo 2 Cr 24,20); una pudiera remontar a Isaías mismo, la de 30,12, que, por cierto, utiliza un calificativo característico de Yahvé, el de «Santo»: «Así dice el Santo de Israel». * * * Lo anterior manifiesta la frecuencia de las fórmulas más usuales sea en Jeremías (que concentra 278 de 425 casos, si tomamos en cuenta todas las variantes) o en Ezequiel. En ellos se convierte en una especie de estribillo, que se repite sin cesar, aunque no podemos descartar que el uso tan repetido venga en parte de los redactores de los libros. Por otra parte, debemos decir que la fórmula es anterior, pues hay algunos casos en los profetas del siglo VIII, principalmente en Amós e Isaías. Por lo que a la finalidad se refiere, es evidente que mediante ella los profetas, con una frecuencia variable, se declaran mensajeros de Yahvé: anuncian una palabra de la que no tienen la iniciativa ni procede solo de ellos. La fórmula dice precisamente el origen, que está en Yahvé: él les ha confiado anunciar lo que predican. De suyo, además, la fórmula precede al mensaje: es su introducción y justificación anticipada. Pero no siempre se respeta la función original de la expresión, si puede encontrarse al final o hasta en medio de un oráculo, si también puede repetirse varias veces. «Ha dicho/dice Yahvé» (pero puede encontrarse otro nombre divino, incluso compuesto) se podría tomar como una variante (solo ha desaparecido el «así» inicial), pero la función es distinta: ahora estamos ante lo que, normalmente hablando, es una conclusión. Si contamos los elementos fundamentales y nos fijamos en las variantes que resultan de la agregación de tal o cual palabra, tenemos una frase breve que aparece unas 75 veces en los textos del AT. Se encuentra principalmente entre los profetas; sobresalen Malaquías (21 veces), Jeremías (6), Is 56-66 (5). También en este caso se

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justifica al profeta como mensajero que habla en nombre de Yahvé; no es alguien que procede por propia iniciativa. Las fórmulas con «[así] dice/ha dicho Yahvé» son los más numerosas (unos quinientos ejemplos en el AT), pero manifiestan una progresión histórica discernible: los profetas del siglo VIII las utilizan ocasionalmente, si exceptuamos a Oseas; a partir de los profetas del último tercio del siglo VII se hacen mucho más frecuentes y se repiten casi hasta la saciedad. La variedad viene del uso principal de una o varias de las variantes. El caso de Oseas, si no utiliza ninguna de las variantes de la fórmula, es significativo. Se notará que entre los profetas «escritores» es el único originario del reino de Israel y encabeza los «doce profetas» (menores). Además de la perspectiva final mediante 1,1 (fórmula de presentación narrativa), se notará que hay otras maneras de afirmar que lo proclamado es palabra de Yahvé, por ejemplo mediante el «yo»: en Oseas parece indudable que el «yo» que da su fuerza a la palabra proclamada es el de Yahvé. Y si los caps. 1 y 3 son de algún modo el sustituto de un relato de vocación, allí se pone de manifiesto que la vida de este profeta, más que la de otros, estuvo totalmente orientada por una elección divina. Tan es así que su misma vida es el símbolo del mensaje que proclama.

b) Fórmulas con el verbo «hablar» y derivados Además de las fórmulas con el nombre «palabra», que veremos luego, el verbo «hablar» se usa para describir una acción de Yahvé, aunque, si él «habla», su palabra llegue a los hombres por medio de los profetas. El cuadro de conjunto es complejo porque, además de los profetas, tenemos la mediación de Moisés para la transmisión de las leyes o de órdenes precisas en los libros de Ex a Dt: también lo que él había transmitido al pueblo se considera como palabra de Yahvé: basta para convencernos el hecho de que toda ley se introduzca mediante un «Dijo Yahvé a Moisés». Pero la misión de Moisés y la de los profetas no es idéntica. Algunos textos (Ex 33,11; Nm 12,6-8; Dt 18,15-18 y 34,10) dirán que Moisés es el primero y el más grande de los profetas. Pero no todo se resuelve con saber si Moisés es un profeta y cómo lo es. El uso más genérico nos dice solo que Dios habla a Israel mediante Moisés cuando le comunica sus leyes. Pero hay pasajes en que las palabras del Señor son algo más preciso, el decálogo (Ex 20,1; 24,3-8; etc.).

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FÓRMULAS CON EL VERBO «HABLAR»: TEXTOS Para que nos sirva más la presente lista, dividimos los textos tomando en cuenta las cuatro variantes que nos ofrecen: a) «Porque ha hablado/habla Yahvé»: 1 Re 14,11; 22,38; Is 1,2; 21,17; 22,25; Jr 13,15; Jl 4,8; Abd 18. b) «Porque la boca de Yahvé ha hablado»: Is 1,20; Miq 4,4; Is 40,5; 58,14. c) «Yo Yahvé he hablado»: Nm 14,35; Ez 5,13.17; 17,21.24; 21,22.37; 22,14; 26,14; 30,12; 34,24; 36,36; 37,14. d) «(Yahvé) ha hablado por medio de N»: 1 Re 14,18; 15,29; 16,34; 17,16; 2 Re 9,36; 10,10; 14,25; 17,23; Is 20,2; Jr 37,2; 2 Cr 10,15.

Los ejemplos son mucho menos numerosos que los de la sección anterior. Los 36 textos a considerar deben, además, subdividirse en cuatro variantes. a) «Porque Yahvé ha hablado» es una expresión puntual normalmente situada en el pasado, aunque no es imposible el presente (Is 1,2; Jr 13,15). Por lo que a matices se refiere, puede tratarse de la constatación de la realización efectiva de una palabra dicha antes (1 Re 22,38), pero el énfasis puede ponerse en la seguridad de que se cumplirá lo anunciado por el Señor (1 Re 14,11; Is 21,17; 22,25). b) «Porque la boca de Yahvé ha hablado» no es una expresión abundante, pero subraya la seguridad del cumplimiento de lo anunciado: si Yahvé es quien ha hablado, él mismo se encarga de que su palabra se realice. c) La expresión «Yo, Yahvé, he hablado» es prácticamente una exclusiva de Ezequiel (pero ver Nm 14,35); también recalca que la palabra de Dios se cumplirá sin falla. De hecho en varios casos la expresión completa del profeta es: «Yo, Yahvé, lo digo (lo estoy diciendo/lo he dicho) y yo mismo me encargo (encargaré) de cumplirlo». d) La última frase a considerar aquí es de carácter narrativo, si se afirma que «Yahvé ha hablado por medio de N». Tal ocurre incluso cuando se dice de Isaías (20,2) o Jeremías (37,2). La palabra dicha en el pasado, lejano o inmediato, se cumple indefectiblemente. Tan es así que, más que constatación puntual, la frase puede ser una afirmación de principio (2 Re 17,23; Jr 37,2): Dios vela y no dejará sin realizar lo anunciado por sus siervos los profetas.

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c) Fórmulas con «oráculo de Yahvé» La expresión «oráculo de Yahvé», de suyo destinada a concluir el oráculo, no guarda siempre esa función en los textos, si se repite varias veces como estribillo (por ejemplo cuatro veces en Jr 31,3134) o puede ser el comienzo, como en Sal 110,2. En el uso actual se manifiesta la tendencia a multiplicarla por parte de los redactores, sobre todo en Jeremías. FÓRMULAS CON «ORÁCULO DE YAHVÉ»: TEXTOS a) Fórmula simple: Gn 22,15; Nm 14,28; 1 Sm 2,30.30; 2 Re 9,26.26; 19,33; 22,19; Is 14,22; 17,6; 30,1; 31,9; 37,34; 41,14; 43,10.12; 49,18; 52,5.5; 54,17; 55,8; 59,20; 66,2.17.22; Jr 1,8.15.19; 2,3.9.12.19.29; 3,1.10.10.12.13.14.16.20; 4,1.9.17; 5,9.11.15.18.22.29; 6,12; 7,11.13.19.30.32; 8,1.13.17; 9,8.21.23.24; 12,17; 13,11.14.25; 15,3.6.9.20; 16,5.11; 18,6; 19,6.12; 21,7.10.13.14; 22,5.16.24; 23,1.2.4.5.7.11.12.23.24.24.28.29.30.31.32.32.33; 30,3.10.11.17.21; 31,1.14.16.17.20.27.28.31.32.33.34.36.37.38; 32,5.30.44; 33,14; 35,13; 39,17.18; 42,11; 44,29; 45,5; 46,23.26.28; 48,12.25.30.35.38.43.44.47; 49,2.2.6.13.16.30.31.37.38.39; 50,4.10.20.21.30.35.40; 51,24.25.26. 39.48.52.53; Ez 13,6.7; 16,58; Os 2,15.18.23; 11,11; Jl 2,12; Am 2,11.16; 3,10.15; 4,3.6.8.9.10.11; 6,8.14; 9,7.8.12.13; Miq 4,6; 5,9; Sof 1,2.3.10; Abd 4.8; Ag 1,13; 2,4.14.17; Zac 1,4; 2,9.10.10.14; 8,17; 10,12; 11,6; 12,1.4; 13,8; Mal 1,2; Sal 110,2; 2 Cr 34,27. b) «Oráculo de Yahvé de los ejércitos»: Is 14,22.23; 17,3; 22,25; Jr 8,3; 25,29; 30,8; 49,5.26; 50,31; Nah 2,14; 3,5; Sof 2,9; Ag 1,9; 2,4.8.9.23.23; Zac 1,3.16; 3,9.10; 5,4; 8,6.11; 13,2.7. c) «Oráculo del Señor Yahvé»: Am 3,13; 4,5; 8,3.9.11; Is 3,15; Ez 5,11; 11,8.21; 12,25.28; 13,8.16; 14,11.14.16.18.20.23; 15,8; 16,8.14. 19.23.30.43.48.63; 17,16; 18,3.9.23.30.32; 20,3.31.33.36.40.44; 21,12.18; 22,12.31; 23,34; 24,14; 25,14; 26,5.14.21; 28,10; 29,20; 30,6; 31,18; 32,8.14.16.31.32; 33,11; 34,8.15.30.31; 35,6.11; 36,14.15.23.32; 38,18.21; 39,5.8.10.13.20.29; 43,19.27; 44,12.15.27; 45,9.15; 47,23; 48,29. Ver también Is 1,24; 19,14. d) Fórmulas especiales: «Oráculo del Señor Yahvé, que reúne a los deportados de Israel» (Is 56,8); «Oráculo del rey: Yahvé es su nombre» (Jr 46,18; 48,15; 51,17; ver 51,57).

Como algo que acompaña a un oráculo (ya dijimos que normalmente sería su conclusión) en principio refleja la conciencia que el

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profeta tenía de su misión, pero es indudable la tendencia a repetirla, incluso muchas veces, en un solo oráculo; eso puede deberse a quienes transmitieron los oráculos o los recogieron luego por escrito. Bajo su forma más simple aparece sobre todo en los profetas, pero hay algunos textos narrativos relativos a los profetas y el caso especial de Sal 110,2. Las fórmulas más amplias, obtenidas por la adición de elementos al núcleo básico, son exclusivas de los libros proféticos, aunque puede haber cierta predilección por una fórmula precisa, como la de Ezequiel por «Oráculo del Señor Yahvé». Y, si se miran las cosas en términos cuantitativos, la observación necesaria se parece a la que hiciéramos sobre las fórmulas anteriores: el uso parece comenzar con los profetas del siglo VIII, que son sobrios en el empleo de una o más de las variantes; el uso es particularmente abundante en Jeremías y Ezequiel o algunos de los profetas menores, pero en parte la repetición frecuente se puede atribuir a quienes conservaron y/o transmitieron los oráculos o les dieron la fórmula escrita final.

d) Conclusión En los varios apartados de la sección hemos considerado un elevado número de pasajes que utilizan fórmulas destinadas a subrayar que lo dicho por los profetas procede de Yahvé. Aunque se pueden hacer más consideraciones, dos parecen importantes: 1) Desde el punto de vista cuantitativo el repaso de los textos manifiesta que los profetas de la época asiria (s. VIII a.C.) son sobrios en el uso de las fórmulas; estas son más abundantes cuando pasamos a la época siguiente (del final del reino de Judá en adelante), especialmente en Jeremías y Ezequiel (aunque algunos libros breves pueden manifestar una proporción equivalente). Fuera de esa tendencia general, destacan: a) Oseas por no usar casi ninguna de las fórmulas; b) la escuela de Isaías (40-66 y partes tardías de 1-39) por el uso muy ocasional de alguna de las fórmulas. De allí no debemos sacar una consecuencia indebida, por ejemplo la de que Oseas fuera menos consciente de una misión por parte de Yahvé; tal conciencia se podrá expresar de otras maneras: relatos de vocación, «yo» implicado por lo anunciado (el de Yahvé, no el del profeta), etc. 2) En cuanto a la significación profunda, las varias fórmulas indican esencialmente la convicción de los profetas (o de la tradición

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bíblica en general) respecto al origen de la palabra que proclaman: hablaron porque Yahvé estaba con ellos, porque él los envió y les confió el mensaje que debían proclamar. Cada profeta sería un carismático mediante el cual Yahvé hace oír en circunstancias determinadas su voz a su pueblo, incluso a las naciones. A propósito de las naciones, por supuesto, no nos consta cómo podían escuchar la denuncia de sus pecados, pero tal vez los oráculos contra las naciones pueden tener una función para el propio pueblo, como había ocurrido en Mari, aunque, a diferencia de Mari, no se tratara de preparar la guerra contra los enemigos del propio pueblo. Dios tuvo a bien hablar a los hombres por medio de los profetas; ellos fueron, cada uno en su momento, los heraldos encargados de proclamar la palabra a sus contemporáneos. La palabra profética, palabra plenamente humana, pues procede de un individuo con sus características propias y su cultura, tiene por fuente última a Yahvé; es su palabra. Isaías no habría hablado si Dios no lo hubiera enviado. La palabra de Dios no es una realidad abstracta: se hace presente en las palabras de unos hombres, los profetas, que acompañaron determinado momento de la historia del pueblo de Dios.

II. DATOS COMPLEMENTARIOS Lo visto mediante las fórmulas es susceptible de una clarificación genérica mediante datos que nos ayudan a precisar la imagen de conjunto. 1. LA PALABRA COMO LO PROPIO DEL PROFETA Aunque se sitúe más bien en el punto de llegada que en el de partida, Jr 18,18 es un texto muy significativo: «No va a faltarle la ley (instrucción) al sacerdote, el consejo al sabio, ni al profeta la palabra». En otras palabras, como lo propio del sacerdote (fuera del culto sacrificial) es instruir al israelita sobre la voluntad de Dios expresada mediante la ley, o como lo específico del sabio es el consejo práctico basado en una experiencia transmitida por generaciones, así lo que define al profeta es la palabra que proclama. Pero entendámonos: si se trata de emprenderla contra Jeremías, tal vez de quie-

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nes se trata directamente es de los profetas que tenían que ver con el culto, de aquellos por cuyo medio se consultaba a Yahvé, no de los que se presentan como enviados de Dios y anuncian cosas molestas que la mayoría no quisiera oír, como pasaba con Jeremías. No obstante, al término del proceso de la manifestación de Dios será claro que esos hombres molestos como Jeremías eran realmente los hombres de la palabra de Dios. Por otra parte, no hay duda de que existe cierta indeterminación respecto a la «palabra», si se puede relacionar con el sacerdote y con el profeta. Hasta textos proféticos, por ejemplo Is 2,3//Miq 4,2 («de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé»), nos permiten afirmarlo. Es necesario encontrar la manera de distinguir. Si sacerdote y profeta hablan en nombre de Yahvé, no lo hacen con el mismo título ni son dos instituciones con la misma función. El sacerdote es un portavoz institucional, es el canal de transmisión e interpretación de una palabra que, según la perspectiva de Israel, fue dirigida por Yahvé a Israel, congregado en el Sinaí y en las estepas de Moab, para indicarle la manera de conducirse. La palabra de la ley le dice, en efecto, lo que debe hacer y, sobre todo, lo que debe evitar; la ley abarca todos los ámbitos de la vida personal y colectiva: el campo desde religioso y moral, el litúrgico y el sacrificial, o lo que declararíamos perteneciente al derecho civil y criminal. Los profetas del oráculo, aunque al final se hable de ellos como de una institución o se indique su continuada presencia en la historia del pueblo, representan más bien el elemento carismático de la existencia nacional. El profeta surge de improviso, cuando Yahvé tiene a bien enviarlo, cuando él le confía una palabra que responde a los retos y exigencias del momento. El sacerdote tiene su razón de ser como institución tradicional reconocida por todos; el profeta solo puede justificarse afirmando que Dios lo envió encomendándole que transmitiera el mensaje que proclama. Tanto el sacerdote como el profeta transmiten la palabra de Dios, pero la justificación es diversa: el sacerdote transmite la «ley» dada por Yahvé a Moisés de una vez por todas; al profeta, en cambio, se le encomienda proclamar una palabra que surge como algo nuevo en el aquí y el ahora. A la novedad se añade el que esa palabra con frecuencia sea molesta: el profeta anuncia lo que nadie quisiera oír. En efecto, es quien juzga que el pueblo no está viviendo según las exigencias de la voluntad de Dios y le anuncia de su parte el castigo que sus faltas merecen.

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La justificación última del profeta cuando afirma que habla en nombre de Yahvé y porque él lo envió señalándole lo que debía anunciar no descansa sobre pruebas evidentes. Si los profetas insisten «a tiempo y a destiempo» (ver 2 Tim 4,2) en que son simples mensajeros de Yahvé, si Dios les tiene encomendado que perseveren en su anuncio «los escuchen o no los escuchen» (Ez 2,5.7; etc.), comprendemos que usaran varias fórmulas como justificación de la propia misión. Porque esas fórmulas no agotan las afirmaciones de los profetas sobre la palabra que proclaman, debemos recordar dos hechos importantes: 1) Fuera de la fórmula de presentación narrativa («vino la palabra de Yahvé a N») y del uso de «hablar» en varias fórmulas, es relativamente frecuente que los profetas, como advertencia anticipada para que no haya confusión posible o para que se comprenda el alcance de lo que proclaman, señalen, con precisión variable, que lo que se va a escuchar es palabra de Yahvé, aunque es verdad que no explican cómo tal pretensión es verdad. Los datos son variados, aunque nos podemos concentrar en la expresión «palabra de Yahvé», se use tal cual o se dé a entender de qué se trata. Complica un poco las cosas que lo dicho por Moisés, sea en relación con las plagas de Egipto (Ex 9,20s) o con las leyes (20,1; 24,3-8; etc.), se pueda describir en términos similares. Pero también hay una relación más estrecha entre la «palabra de Yahvé» y la predicación de los profetas.

LA EXPRESIÓN «PALABRA DE YAHVÉ» 1) En relatos sobre la actuación de profetas: Samuel (1 Sm 3,7.21; 8,10; 9,27; 15,1.[13.].23.26) Natán (2 Sm 12,9) Shemaías (1 Re 12,24) «Hombre de Dios» y profeta (1 Re 13,1-2.5.9.17s.32) Elías (1 Re 17,24) un «hijo de profeta» (1 Re 20,35; 22,5; 2 Cr 18,4) Miqueas de Yimlá (1 Re 22,19; 2 Cr 18,18) Eliseo (2 Re 3,12; 7,1; 9,36) Jehú (2 Re 15,12) Isaías (2 Re 20,16.19 = Is 39,5.8) Jeremías (2 Cr 34,21; 36,21s; Esd 1,1).

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2) En los libros proféticos: Am 7,16; 8,11s Os 4,1 Is 1,10; 28,14; 40,8; 66,5 Sof 2,5 Jr 2,4.31; 7,2; 8,9; 9,19; 17,15.20; 19,3; 21,11; 22,2.29; 27,18; 29,20; 31,10; 32,8; 34,4; 44,24.26 Ez 16,35; 21,3; 25,3; 34,7.9; 36,1.4 Zac 9,1; 11,11; 12,1.

La lista por sí misma tiene algo que decirnos, si sabemos leerla, pero cabe subrayar principalmente la relación entre la mención de la «palabra de Yahvé» y la invitación a escuchar: presente ya en relatos sobre actuaciones de profetas (por ejemplo en 1 Sm 15,1; 1 Re 12,24; 22,19; 2 Re 7,1; 20,16), la relación inmediata parece particularmente significativa cuando se trata de oráculos. Por lo que a la frecuencia se refiere, sobresalen Jeremías y Ezequiel: la invitación es explícita en casi todos los textos de ambos. Pero ya se encontraba en los profetas del siglo VIII (Am 7,16; Os 4,1; Is 1,10; 28,14). Notemos todavía las características especiales de algunos textos: • En varios textos, sobre todo de Jeremías (Jr 23,26; 34,4.6.8.1011.32; 37,2; 43,1; Ez 11,25), se habla genéricamente de las «palabras que Yahvé había dicho» con anterioridad por medio del profeta. Eso indica que la palabra no vale solo para el momento en que fue proclamada por primera vez; por ser palabra del Señor sigue teniendo vigencia a partir del momento inicial de su primera proclamación. • En otros casos se subraya que una palabra, dicha con anterioridad, llega a su cumplimiento mediante un acontecimiento preciso (1 Re 2,27; Jr 1,12; 2 Cr 36,21-22). • Hay pasajes en que «palabra» aparece sin el determinante «de Yahvé (Dios)». Eso no equivale a dejar las cosas indeterminadas: un posesivo, «mi» (si el discurso es de Yahvé) o «su» (en los demás casos), aclara que la palabra en cuestión es la de Yahvé (Is 55,11; 66,1.5; Jr 1,12; 23,18.28-29; 29,10). 2) En otros textos se señala que tal profeta dice (o hace) algo en respuesta a la orden dada por Yahvé. Los pasajes más característicos son de Jeremías (1,7.17; 4,12.28; 7,13; etc.) y Ezequiel. Pero no es

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una exclusiva. Lo mismo se encuentra ya en los profetas del siglo VIII a.C. (Am 3,1.8; Os 2,1; 12,11; Is 7,10; 8,5; 16,13-14; 28,11-13). En una palabra, lo visto sobre las fórmulas y lo aquí añadido permiten afirmar que los profetas, sobre todo de Amós y Oseas en adelante, se presentaron a sí mismos, o así lo supone la formulación de los oráculos que se les atribuyen, como enviados que hablaron en nombre de Yahvé. Dirigir la palabra al pueblo no era cosa que hicieran porque tuvieran una particular clarividencia sobre las situaciones vividas. Lo que pretenden, lo que afirma luego la tradición, es que hablaron porque Yahvé les mandó hacerlo, aunque no señalen cada vez cómo se les comunicó a ellos esa palabra. 2. PALABRA EN ACCIÓN: LAS «ACCIONES SIMBÓLICAS» A veces los profetas «dicen» su mensaje mediante una acción antes que por la palabra de su predicación. No se trata de las gestos con que damos énfasis a lo que estamos diciendo. Las «acciones simbólicas» de los profetas no son lo que acompaña a la palabra, sino algo anterior a ella y que toma su lugar para decir el mensaje. Tal tipo de acción podrá ser seguido de la palabra, que aclara las cosas por si alguien no prestó atención o de plano no entendió el sentido profundo de lo anunciado. ¿Qué debemos considerar como acción simbólica? Los entendidos no están perfectamente de acuerdo, si unos considerarían el matrimonio de Oseas (caps. 1 y 3) como acción simbólica y otros no. La lectura de algunos textos nos dirá mejor que muchas consideraciones abstractas de qué se trata. a) 1 Re 11,29-39 Levantar la mano contra el rey Salomón (fue lo que hizo Jeroboam, v. 26) tendría su justificación en la acción simbólica de Ajías de Silo, pero el futuro rey de Israel tuvo que huir a Egipto en espera de un mejor momento. La «claridad» del anuncio tal vez se deba al hecho de ser un vaticinio posterior al acontecimiento. Como quiera que sea, hay elementos que merecen ser subrayados: 1) Aunque no se diga de antemano que Ajías había recibido de Yahvé la orden de hacer lo que hizo, no actuaba por cuenta propia.

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2) La acción de Ajías en sí misma parece banal (ver 1 Sm 15,27s), pero es llamativa: nadie hace por puro gusto eso de hacer pedazos un manto nuevo. 3) Los detalles, incluso sin la palabra que los explica a continuación, sugieren unas equivalencias: el manto nuevo es la monarquía unida, el reino de David y Salomón sobre las doce tribus; los doce trozos son las tribus de Israel; Jeroboam recibe diez trozos y eso señala la división del reino, pues una tribu queda en manos de su posesor actual. Pero no todo es claro: extraña que quede solo una parte, sin duda la tribu de Judá, en poder de quien en ese momento las tiene todas. Además, ¿dónde queda uno de los trozos, si Jeroboam recibe 10? La anomalía matemática pudiera explicarse así: Leví es la tribu sacerdotal, sin territorio. Pero, ¿hasta qué punto podemos hacer valer tal cosa aquí, si no hay ninguna indicación en ese sentido? Y otros datos hablan de verosimilitud, no de invención tardía. En efecto, el relato parecería decir que solo Judá quedará bajo los sucesores de Salomón y sabemos que Simeón, con territorio difícilmente separable del de Judá, y Benjamín seguirán siendo parte del reino de Judá. Lo cierto es que el relato tiene implicaciones: 1) la división que ocurrirá es obra de Yahvé; 2) la división es el castigo de Dios por los pecados de Salomón (ver 1 Re 11,1-14); 3) el anuncio de la división implica, no obstante, la no desaparición del reino davídico y hasta se subraya que Dios lo mantiene porque es fiel a sus promesas.

b) Is 8,1-4; 20,1-6 En Isaías llaman la atención los nombres simbólicos de los hijos (7,3; 8,3; ver 1,21ss; 7,14). El de 8,3 parece particularmente raro, pero la extrañeza contribuye a atraer la atención sobre el mensaje. Pero en el contexto no solo hay un nombre simbólico de un hijo de Isaías. Hasta cabe decir que hay dos cosas distintas, una placa en que se escriben las palabras fatídicas (vv. 1-2) y el hecho de dar al hijo el mismo nombre (vv. 3-4), cosa de suyo no incluida en la orden inicial y que no parece necesaria para que exista continuidad, para que podamos decir que tenemos una acción simbólica. En una palabra, lo hecho no corresponde a la orden recibida.

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Una verdadera acción simbólica es la del breve relato de 20,1-6. La secuencia comprende los tres momentos necesarios: 1) orden dada por Yahvé al profeta; 2) ejecución por parte de Isaías; 3) explicación del sentido, mensaje que dicha acción transmite. Cierto que la congruencia entre orden y ejecución no es perfecta: la orden divina no parece suponer la total desnudez de que habla el v. 2, ni consta la larga duración de lo que hace el profeta. Pero se subraya, sobre todo al comienzo del v. 3, que la explicación es palabra de Yahvé. Además, si lo inmediatamente significado es la conquista de Egipto y Etiopía (vv. 3-4), razón para que el relato esté entre los oráculos contra las naciones, también hay una advertencia para los habitantes de la costa, pero no es claro si tiene que ver con los filisteos (se menciona Asdod) o con el mismo reino de Judá.

c) Jr 13,1-11 En Jeremías tenemos varios ejemplos de acciones simbólicas. El pasaje escogido pudiera considerarse como una especie de parábola, no como el reporte de algo sucedido tal como se indica; presenta, en todo caso, una serie de acciones, no una sola. O sería una vivencia interior de carácter visionario, no una acción simbólica en sentido estricto, si el doble viaje hasta el río Éufrates parece poco creíble (A. Weiser). Por eso hay comentaristas que proponen leer «Éfrata» en vez de Éufrates; pero esa corrección eliminaría importantes dimensiones significativas. ¿Acción simbólica real o símbolo visionario? Poco importa decidirlo; lo importante es la profunda dimensión simbólica. Jeremías compra, por orden de Yahvé, un cinturón de lino fino y se lo pone. Una segunda orden le indica que debe ir a esconderlo en la hendidura de una roca junto al Éufrates; pasado bastante tiempo, vuelve allá a buscarlo por orden de Yahvé. Se constata el resultado previsible: aquel valioso cinturón se ha podrido y ya no sirve. Jeremías ejecuta cada una de las tres órdenes sucesivas de Yahvé. Si lo que hace el profeta pone en acto la palabra de Yahvé, aquí hay dificultad en constatar la identidad entre lo hecho y el anuncio del mensaje; por eso tal vez Weiser se expresó como lo hizo. De lo que no puede haber duda es del carácter ineluctable de la amenaza di-

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vina de castigo. Pero, además de eso, hay detalles significativos o que tienen implicaciones significativas; en cierto modo estamos en el campo de una alegoría y no en el de una parábola: 1) El cinturón ha de ser de lino, la tela de las vestiduras sacerdotales; así puede simbolizar al pueblo de Yahvé. 2) Alguien lo compra y pertenece a ese comprador, pero la posesión ha tenido un comienzo. Que haya un pueblo de Yahvé es fruto de una historia de la que Dios ha tenido la iniciativa; el comienzo parecería ser la intervención para la liberación de Egipto. 3) Lo de no lavar dicho cinturón es difícil de interpretar. Pero el resultado es un cinturón no limpio, lo que puede describir el pecado de Israel y la paciencia de Dios en no castigar inmediatamente a su pueblo. 4) Pero el castigo vendrá sin falta y los vv. 3-5 hablan de la deportación a Babilonia. Tendrá su duración y por eso hay que dejar allá el cinturón hasta que se pudra. La restauración no se excluye, pero solo podrá ocurrir «después de muchos días». Si los detalles de la serie de acciones tiene una significación, la palabra las explica (vv. 8-10) para que no quede duda al respecto. Si algo es de notar aquí es la serie de expresiones para ponderar la gravedad de la culpa de Judá y de Jerusalén. No hay duda de que la decisión divina de un castigo ejemplar nace de la radical inadecuación entre lo que Dios quiso hacer de su pueblo y lo que él es de hecho por su culpa (v. 11).

d) Ez 3,16; 4,1-5,17 En Ezequiel tenemos varios ejemplos de acciones simbólicas. En el ejemplo escogido se trata de una serie graduada, no de una acción única. Tres momentos son evidentes: 1) El asedio es como un juego de niños; el profeta está representando a Yahvé y se sirve de medios a su alcance. Aquel asedio de juego podía hacer pensar a los exilados que el profeta anunciaba la ruina de Babilonia, pero de lo que se trata es de la ruina definitiva de Jerusalén (la mención, probablemente añadida, de 4,1 lo pone en evidencia ahora para el lector). Esa posible confusión provoca el interés, pero el interés tomado en el asunto se vuelve contra quienes creen en el rápido retorno a Jerusalén.

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2) En un segundo tiempo el profeta está más bien en el lugar del pueblo: el estar acostado-postrado es la situación de Jerusalén sitiada. Los extremos a que se llega para comer siquiera algo en una ciudad sitiada se pasan de comentario. (No olvidemos que Ezequiel es sacerdote y, en cuanto tal, tiene un agudo sentido de la pureza ritual.) 3) En la tercera etapa el profeta representa los deportados. Lo del cabello y la barba rapados como signo de duelo no necesita comentario. Pero no hay que olvidar que el tratamiento distinto que el profeta aplica a su cabello y barba expresan precisamente el destino de los habitantes de la ciudad: muerte en o en torno a la ciudad, exilio de sobrevivientes, etc. Los elementos de la narración tienen una significación, pero no todo termina con lo que hace el profeta, a pesar de que se mezclaron elementos interpretativos al describir las varias etapas, como cuando tiene que estar acostado o postrado para «cargar con la culpa de Israel»; a la descripción se añade la declaración de la significación global de todo el proceso descrito (4,16s; 5,5-17). No es necesario insistir; lo importante habrá sido la constatación de un hecho: el mensaje fue dicho en su totalidad mediante lo que el profeta realizó paso a paso por orden de Yahvé; para que no haya duda al respecto, ahora se declara mediante la palabra. e) A modo de conclusión Dos reflexiones parecen importantes: 1) La primera de ellas puede ser introducida mediante una pregunta: ¿son las acciones simbólicas de los profetas simple acompañamiento de la palabra, una especie de ropaje, o tienen valor por sí mismas? Debemos optar por lo segundo: la acción simbólica toma el lugar de la palabra. Lo que hace el profeta por orden de Yahvé no acompaña la palabra; es la palabra misma en su fuerza ineluctable. Si la palabra de Dios y su acción en la historia se apoyan mutuamente (Vaticano II, Dei Verbum 2), el presente es un caso en que la acción precede a la palabra, es ya la palabra dicha de otro modo que con palabras, aunque vengan estas en un segundo momento por si los destinatarios no han sido capaces de «escuchar». La acción simbólica dice el poder de Dios que actúa. Si se nos ocurre comparar con las acciones de tipo mágico, la diferencia es abismal: en la magia está en obra quien cree poder acaparar un poder superior para

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sus propios fines, no siempre laudables; aquí se hace presente el Dios que actúa en nuestra historia y nos dice cuál es el sentido de su acción. 2) Como no es oro todo lo que brilla, tampoco es «acción simbólica» cualquier actuación de un profeta. Debemos distinguir en especial entre ella y el «signo corroborativo». Este se da especialmente para garantizar la veracidad de lo anunciado o prometido, como en 1 Sm 10,2-7.

III. RELATOS DE VOCACIÓN Y TEXTOS BIOGRÁFICOS O AUTOBIOGRÁFICOS Porque los profetas pretenden hablar en nombre de Yahvé, los textos en que ellos mismos hablan de sus vivencias, se trate de relatos de vocación o de otra cosa, resultan especialmente importantes para comprenderlos en relación con su misión a partir de la forma en que ellos mismos la consideran. Por eso los relatos de vocación y algunos textos autobiográficos son muy significativos: ellos nos revelan la convicción que animó a los profetas. El estudio de este aspecto nos permite confirmar lo visto en las dos secciones anteriores: los profetas no actuaron por propia iniciativa; si hablaron al pueblo fue porque recibieron de Dios la encomienda de hacerlo, como ellos mismos señalan al respecto en los textos que vamos a comentar. 1. RELATOS DE VOCACIÓN: CARACTERÍSTICAS Y MENSAJE Si no todos, varios de los profetas nos dicen cómo los llamó el Señor. Cada relato de vocación trata de justificar la pretensión de que hablan en nombre de Yahvé. Pero al hablar de estos relatos se pueden recalcar las implicaciones teológicas en cuanto subrayan el hecho de haber sido llamados por Dios, esa es la autojustificación de que el profeta echa mano. Hasta ocurrirá que no se dé prácticamente ninguna importancia al aspecto literario, pero considerar qué expresión literaria se da a esa autojustificación permite observar una diversidad de modelos. En fin de cuentas el sentido de los relatos es similar, pero hay varios modos de justificar el hecho de haber sido llamado por Dios para hablar en su nombre, hay matices en el modo de afirmar que el Señor los envió.

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Pero justificar el hecho de haber sido llamado por Dios no es una exclusiva de los profetas: consta por los textos bíblicos que otros fueron llamados y hasta hay algunos relatos de vocación. W. Richter estudió Ex 3,1-4,17; 6,2-7,7; Jue 6,11-24 y 1 Sm 9,1-10,16; descubre un esquema similar, por lo que esos textos se pueden describir como «relatos preproféticos de vocación». El esquema común sería el siguiente: 1) Situación apremiante del pueblo (Ex 3,9; Jue 6,2b-6; ver 1 Sm 9,16). 2) Misión confiada por Yahvé (Ex 3,10; Jue 6,14; ver 1 Sm 9,16). 3) Objeción del enviado (Ex 3,11.13; Jue 6,15; 1 Sm 9,21). 4) Yahvé rechaza esa objeción (Ex 3,12.14-15; Jue 6,16). 5) Signo de la misión confiada (Ex 3,12; Jue 6,17ss; 1 Sm 10,2ss). Basta repasar un poco esos textos para que se antoje comparar con ellos tal o cual relato de los profetas, por ejemplo Jr 1,4-10. Pero no todos los relatos proféticos siguen el mismo esquema literario. Y el modelo tiene su importancia: nos permite captar los matices especialmente subrayados, las características y la orientación propia de los relatos particulares. a) Modelo militar: oficial-subalterno El modo más sencillo de representación de la vocación profética se compone de apenas dos elementos, una orden dada (por Dios) y recibida (por el profeta); por supuesto, esa orden pide una ejecución. Deriva del ámbito militar y las palabras del centurión a Jesús en Mt 8,8s describen bien la situación: entre militares se dan y se reciben órdenes; del subordinado que recibe una orden se espera que la ejecute. Entre los profetas el relato de Jonás (1,1-3 y 3,1-4) es característico, pero el esquema se refleja bien en textos sobre Elías (1 Re 19,15 y 19) o en pasajes de Amós (7,15) y Oseas (1,2-3). Es verdad que en el pasaje sobre Elías no se relaciona con el llamado inicial: en su caso nos encontramos más tarde, cuando la vocación debe ser renovada a causa del desánimo del profeta por la persecución de Jezabel. Si algunos profetas se expresan así o lo hace la tradición a

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propósito de ellos, eso equivale a ver la vocación como una orden tajante, que no admite discusión, objeciones o dilación en la ejecución, como ocurre en el ámbito militar. Los elementos del esquema no ofrecen dificultad: 1) orden dada por Yahvé: «Ve y proclama» (Jon 1,2; 3,2), «ve y profetiza» (Am 7,15); 2) constatación de la ejecución/no ejecución por el profeta. La posibilidad de no ejecución se toma en consideración por Jon 1,3: la primera vez el profeta trata de huir, pero en la segunda ocasión ya no le queda más que obedecer (3,3s). La ejecución de la orden puede no detallarse, como en Amós, pero por el contexto resulta claro que obedece a lo que le ha dicho Yahvé y predica en Israel, no en Judá, a donde quería Amasías que se fuera con su mensaje. El breve esquema subraya que Yahvé tiene la iniciativa; el profeta es su enviado: tiene una misión subordinada o dependiente, como la del soldado. La invitación divina a hablar en su nombre parece irresistible; al profeta le quedaba la posibilidad de rechazar la intimación divina, como trató de hacer Jonás al principio. Además, esa orden es solo el comienzo; vendrán otras que especificarán: hay que anunciar ahora tal cosa... La perfecta fidelidad no siempre se alcanzará. Por eso se da el caso, como el de Elías, en que el llamado divino tiene que se confirmado. b) Modelo amo-servidor de confianza Hay gran similitud entre lo que suponen algunos relatos proféticos y la misión que un amo confía a un servidor, no al «servidoresclavo» de Mt 8,9 (que no sabe lo que hace su amo), sino a aquel en quien se tiene plena confianza. Un servidor así sabe conducir a buen término hasta la misión más delicada, como la de encontrar la esposa que conviene para el hijo del amo (Gn 24). Abrahán escoge para esa misión a un servidor tan digno de confianza, que ya administraba todos sus bienes (v. 2). Abrahán le hace saber la misión que le confía y le pide que la ejecute puntualmente; el servidor prevé las dificultades y las expresa para comprender mejor la voluntad de su amo. Como quedaba a su discreción tomar lo que creyera conveniente de los bienes de su señor, también lo estará el prever el signo en que reconocerá la acción providencial de Dios a favor de su amo, si es él quien conduce a buen término toda acción humana (v. 21).

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EL PROFETA COMO SERVIDOR DE CONFIANZA 1) Invitación inicial a escuchar (Ez 2,1). 2) Respuesta del profeta manifestando su buena disposición (Ez 2,2). 3) Misión confiada de ir a proclamar algo en nombre de Yahvé. 4) Objeción del profeta: alega su incapacidad para realizar la tarea confiada. 5) Confirmación de la misión: Yahvé rechaza la objeción y da al profeta la seguridad de que la misión es realizable si se confía en su asistencia. 6) Yahvé pone simbólicamente sus palabras en boca del profeta y acompaña eso con una más amplia explicación de la misión confiada y del modo de llevarla a cabo.

Dos relatos proféticos siguen claramente este esquema. El primero, muy sobrio, es el de Jeremías (1,4-10). Al hablarle, Dios le asegura que su llamado estaba decidido desde antes: en el plan divino fue objeto de una elección gratuita (vv. 4-5). Jeremías responde con una objeción (v. 6): señala la inadecuación entre la misión recibida y la propia persona, pues se le escoge como «portavoz» a él, un muchacho que ni siquiera sabe hablar adecuadamente. Yahvé rechaza la objeción y confirma la misión encomendada (vv. 7-8). Aquí es importante lo que se dice sobre el cómo: el profeta podrá realizar la misión confiada no porque ya tenga las cualidades requeridas, sino porque el Señor le prestará su apoyo. El acto final es todo un símbolo: Dios pone en boca del profeta lo que este debe proclamar (vv. 9-10). Con la explicación de ese contenido están relacionadas las dos visiones que siguen al relato de vocación (vv. 11ss); en ellas nuevamente el diálogo juega un papel importante. El relato de la vocación de Ezequiel es más complejo (1,1-3,15); hasta podría haber dos cosas bastante distintas, pues solo el capítulo 2 es comparable a Jr 1. A una primera invitación a escuchar corresponde la buena disposición del profeta (vv. 1-2). Yahvé prosigue entonces y encomienda al profeta una misión (vv. 3-5). Entre ese envío y la seguridad de que el profeta contará con el ayuda del Señor para poder desempeñar su misión (vv. 6-7) no interviene la objeción del profeta que uno esperaría. Además, si en el caso de Jeremías se afirmaba que Dios ponía sus palabras en boca del profeta,

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aquí el equivalente está en el rollo que Yahvé le ofrece y que el profeta debe comer (vv. 8ss): uno diría que se «cosifica» el símbolo. En este caso se impone la comparación de los relatos proféticos con los ya mencionados «relatos preproféticos de vocación», en particular con el complejo relato de la vocación de Moisés en Ex 3,74,17, aunque aquí no todo se reduce a hablar en nombre de Yahvé; es la versión de la tradición yahvista (Ex 3,7-8*.16-17*) la que hace consistir la misión de Moisés en anunciar lo que Yahvé está por hacer; en la versión de la tradición elohista lo que Moisés tiene que hacer no se reduce a eso: debe hacer salir de Egipto a los israelitas. Que algunos de profetas hayan considerado su misión como algo comparable a la misión encomendada por un amo a un servidor de confianza es dato que subraya la reflexión teológica tardía, por ejemplo en Am 3,7: «No, no hace nada el Señor Yahvé sin revelar su secreto a sus siervos los profetas». Dios tiene la iniciativa: él envía y confía el mensaje que él quiere. La diferencia respecto al esquema «militar» es clara: aquí interviene el diálogo, lo que pudiera estar destinado a subrayar que Dios respeta la libertad del hombre. La duda es posible y la objeción del profeta manifiesta la enorme distancia entre las capacidades humanas y la tarea encomendada. Pero la objeción hecha y la respuesta recibida se encargan de subrayar que la misión recibida por el profeta puede ser realizada con la ayuda del Señor y no gracias a las capacidades o talentos de que ya disponía el profeta: si Yahvé llama, es también él quien acompaña al elegido con su gracia y asistencia; no deja al hombre que se las arregle como pueda. Hasta se puede decir que la confirmación de la misión es como un «sacramento»: realiza lo que significa, las palabras del Señor se ponen realmente en boca del profeta. c) Modelo rey-consejero Si no es una exclusiva, los textos bíblicos nos hablan de consejeros reales y hasta asistimos al momento en que se reúne el consejo para tratar sobre algún asunto importante (1 Re 12,5ss; 2 Cr 25,17). El relato más característico es el de 1 Re 22,5ss: por una especie de superposición de planos se pasa del consejo real al consejo divino. Por lo que al primer plano, el humano, se refiere, no hay duda posible: un rey reúne a su consejo para saber cómo proceder para atacar una ciudad. Pero la respuesta que el rey espera de los cuatro-

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cientos profetas implica algo más que un consejo humano, si por medio de esos profetas se «consulta» a Dios. Ahora bien, la respuesta dada por los profetas no satisface; por ello se buscará el parecer de otro, Miqueas de Yimlá, que debe comparecer también ante la presencia del rey (v. 8). Los versículos que siguen manifiestan claramente como un «consejero» puede visualizar diferentes alternativas. Por otra parte, el relato de Job (1,6-12; 2,1-7) bastaría para persuadirnos de que puede haber una transposición al plano divino: también Yahvé, sentado en su trono, es representado celebrando un consejo y dispuesto a escuchar a sus consejeros.

EL PROFETA ASISTE AL CONSEJO DIVINO 1) Visión de Yahvé sentado en su trono y rodeado de consejeros: la «asamblea divina» es comparable al consejo de un rey. 2) Yahvé pide un voluntario para confiarle una misión. 3) El profeta que tiene la visión comprende que se le ha permitido tomar parte en esa «asamblea divina» para ser enviado. Pudo tener conciencia de su indignidad, pero ya intervino antes un rito de purificación. 4) Misión confiada de ir y hablar en nombre de Yahvé. 5) Diálogo: el profeta pide y recibe ulteriores aclaraciones (Is 6,11-13).

El relato sobre Amasías en la época de Elías (1 Re 22,19-22; 2 Cr 18,18-21) es el primero que debemos tomar en cuenta aquí. Miqueas de Yimlá dice haber visto a Yahvé sentado en su trono y a sus consejeros en torno a él. Si algo debe hacerse, engañar a Acab para que ataque Ramot de Galaad y perezca allí, para ese resultado se necesita un voluntario (1 Re 22,20). Allí se encuentra el sujeto idóneo, que será el voluntario: es el «espíritu» y él explica cómo se las arreglará para alcanzar el objetivo; Yahvé aprueba su plan (vv. 2122). El contexto no permite dudar: el relato es una profunda crítica de los profetas del éxtasis, de los cuatrocientos que anuncian a Acab exactamente lo contrario de lo que ocurrirá. En Is 6 se presentan las cosas de modo semejante, con la salvedad de que el voluntario no está físicamente presente, aunque se le ha permitido participar en el consejo divino mediante una visión: «vi a

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Yahvé...». Si Yahvé está sentado en su trono, los serafines son como su corte celeste. ¿Para qué toda esta escenificación? Para que, llegado el momento, Isaías pueda presentarse como voluntario. Es lo que el profeta hace cuando escucha la petición de un voluntario, expresada de modo impersonal por Yahvé: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte?». Si Isaías está misteriosamente presente, bien ha comprendido que él es el «voluntario» escogido de antemano. Una vez que él se presenta como voluntario (v. 8), la misión seguirá sin más preámbulos (v. 9). «Sin más preámbulos» es una descripción inexacta, si tomamos en cuenta los detalles de la expresión. Un importante preparativo ya había ocurrido antes: la visión provocó en Isaías la reacción de sentirse literalmente muerto. ¿Por qué? Porque era como un dogma lo que el Señor responde a Moisés: «No puede verme el hombre y seguir en vida» (Ex 33,20). A Isaías un serafín le purifica los labios con una brasa tomada del altar (vv. 5-7). Sí, hay un altar, porque la corte celeste se representa al modo del templo de Jerusalén. La purificación de los labios es un preparativo importante: la misión se expresará en el simple «Ve y di». En Ez 1 (o en la parte final del capítulo) se refleja algo similar: también Ezequiel asiste al consejo divino, siente la misma reacción de indignidad que Isaías y escucha a Yahvé que le habla (vv. 26-28). Pero, a diferencia del relato de Isaías, no sigue la petición de un voluntario, sin duda porque el relato sobre Ezequiel toma luego otros derroteros. Hay, por tanto, relatos proféticos, sobre todo Is 6, en que se representa el envío de un profeta a la manera en que un rey reúne a sus consejeros, más que para solucionar algún asunto, para encontrar a la persona adecuada para una misión. El relato subraya la trascendencia de Dios, rey celeste sentado en su trono. Esa trascendencia no impide que las relaciones con el profeta sean muy inmediatas, que haya incluso cierta intimidad. Lo pone de relieve el hecho de que se le admitiera, en visión, al consejo celeste. En otros esquemas, Dios condesciende y baja para venir a encontrar al hombre; aquí, aunque sea en visión, el hombre es elevado a la esfera de Dios y podrá expresarse con toda libertad en la asamblea divina, aunque solo sea para mostrar su disponibilidad con relación a la misión que se le confía o, después, para pedir y recibir explicaciones sobre la misión ya aceptada. Este esquema subraya, mejor que otros, la libertad del profeta. No recibe órdenes, que pudiera rechazar; él mismo se presenta como

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voluntario para realizar la tarea que Dios le encomienda. No es que el profeta tenga la iniciativa absoluta: si se le ha concedido participar en el «consejo divino» es para que comprenda que el voluntario para la misión solo puede ser él, si se trata de hablar a los hombres de parte de Dios. Nada ocurriría, además, sin el envío; este tiene la sencillez del simple «ve» del primer modelo, pero muchas cosas han pasado para llegar allí. Una de ellas es la purificación, que hace innecesario el signo de confirmación del segundo esquema. d) Modelo maestro-discípulo Un último modelo es el que refleja un texto sobre Samuel (1 Sm 3,4-18). En este caso no se trata de uno de los profetas del oráculo, pero sí de uno los más importantes fuera de ellos según la tradición bíblica. La vocación surge cuando Samuel es todavía un niño. Según el relato, Samuel está al servicio del templo de Silo realizando tareas subordinadas a las del sacerdote Elí (ver vv. 1-3), lo que parece relacionarse con la tradición de que su madre lo había consagrado al Señor (1 Sm 1,11.24-28). Una noche oye inesperadamente que lo llaman; piensa que es Elí y corre a su lado para ponerse a sus órdenes; él le hace saber que no lo ha llamado. Como la escena se repite una segunda y una tercera vez, Elí comprende que es el Señor quien está llamando al muchacho y le dice qué hacer. Dios lo llama efectivamente, esta vez «viniendo» junto a él. A su «Aquí estoy» seguirá la vocación confiada y la ejecución, no muy pronta, por cierto, por tener que ver con los hijos de Elí. Como en todos los casos, Yahvé tiene la iniciativa, pero la reiteración de sus llamadas puede sugerir el descubrimiento progresivo de la vocación. La respuesta de Samuel, si tiene el entusiasmo del joven, incluye su parte de duda o la falta de decisión en cuanto proceso humano. En efecto, Samuel no se atreve a comunicar a Elí lo que se le ha encomendado y solo su insistencia vencerá su resistencia. * * * En una palabra, los profetas y narradores de la Biblia expresaron la vocación profética conforme a modelos característicos. Partiendo de diferentes ámbitos de la vida humana, subrayan lo que ocurrió cuando Dios llamó a alguien para enviarlo a que hablara en su

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nombre. Esos textos, a los que se pudieran añadir principalmente Is 40,1-11 y 61,1-3 (con los cantos del «servidor de Yahvé» en Is 40-55, especialmente 42,1-9; 49,1-7; 50,4-11), se encargan de subrayar con diferentes matices lo que ocurre cuando el Señor llama. Nos dicen quién tiene la iniciativa, qué tipo de relación existe entre Dios y el profeta, cómo ha de realizar este su tarea o en quién puede apoyarse. OTRAS VOCACIONES PROFÉTICAS Los textos apenas mencionados merecen por lo menos un breve repaso. Is 40,1-11 es complejo. Inicialmente tenemos una «sinfonía» de voces sucesivas, la 2ª y la 3ª debidamente introducidas por «Una voz grita» (vv. 3 y 6), la primera sin introducción como para darle mayor fuerza. Las dos primeras voces celebran la acción del Señor, pero es la 3ª la que tiene importancia para el mensajero; el simple «grita» cumple el mismo papel de la orden divina en el primer o en el tercer modelo. La proclamación subraya la impotencia humana (vv. 6b-8) y lo grandioso de la «buena nueva» de la intervención del Señor que salva a su pueblo (vv. 9-11): Yahvé salva incluso cuando las situaciones, vistas a lo humano, parecen desesperadas o aparentemente están diciendo que nadie nos puede salvar del mal que nos aqueja. Pero lo posible para el hombre no es la norma: lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. Is 61,1-9 llama particularmente la atención por ser el texto del libro de Isaías que Jesús lee en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18-19): lo que él lee, o Lucas cita expresamente, es todo el v. 1 y la primera frase del v. 2. Lo que Jesús añade a continuación, «Esta Escritura... se ha cumplido hoy» (v. 21), explica por qué adquiere tanta importancia el texto en un contexto cristiano: describe admirablemente la misión de Jesús y lo hace mediante la Escritura. La venida del Espíritu sobre Jesús (Mt 3,16 par.) puede tener como antecedente este mismo pasaje, aunque también han influido el gran texto mesiánico de Is 11,2s y otros, como 2 Sm 23,2 y los cantos del misterioso «siervo de Yahvé» (Is 42,1). Si citábamos los cantos del «siervo» a propósito de Is 61,1-2, tenemos que precisar que ese parentesco se verifica particularmente con el primer canto (Is 42,1-9). No cabe duda al respecto: el «siervo» es un enviado de Yahvé y su misión es la del heraldo que proclama lo que se le ha encomendado. Pero también Is 49,1-6 y 50,4-9 (con 10-11) se expresan en términos similares, con la diferencia de que en el primer canto hablaba Yahvé y aquí habla el «siervo»-enviado. El tercer canto des-

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cribe por primera vez una manera de recibir al enviado que no es la esperada (50,6-9); en efecto, el rechazo de los demás, o el encontrarse con sufrimientos en la realización de su misión, son la transición hacia lo que expresará el famoso último canto, 52,13-53,12: el sufrimiento y la entrega de la propia vida como camino de realización de la propia misión. El NT dirá que este canto se realiza en Jesús: aunque es el Mesías glorioso, su glorificación viene después de su muerte en la cruz.

PARA COMPRENDER LOS RELATOS PROFÉTICOS DE VOCACIÓN Lee y compara entre sí al menos dos relatos distintos de vocación profética. Luego responde a las siguientes preguntas: ¿Qué esquema te parece que siguen los relatos que leíste? ¿Qué aspectos subraya mejor cada uno de ellos según tu opinión?

2. OTROS TEXTOS a) Las «confesiones» de Jeremías El título de la exégesis moderna (que imita el que diera san Agustín a su autobiografía espiritual) se da a una serie de monólogos (Jr 11,18-23; 12,1-6; 15,10-21; 17,12-18; 18,18-23; 20,7-18) en que Jeremías habla de sus luchas interiores, del conflicto entre su inclinación natural y la vocación profética recibida de Dios. Calificar de «monólogos» a las «confesiones» es una aproximación. Jeremías no habla solo: habla con el Señor, que toma también la palabra para responderle en alguna ocasión. Por ello, con mayor razón, habría que decir que casi todos estos pasajes son oración. Por el tema y por el tono, lo que dice Jeremías se parece mucho a lo que expresan los salmos de petición (las «lamentaciones» individuales de la exégesis moderna): el profeta habla del rechazo de que es objeto, de las persecuciones o maquinaciones en su contra y de los estados de ánimo que todo ello le produce; pide a Dios que le haga justicia y hasta que le dé cumplida venganza de sus enemigos y perseguidores. Si los profetas solo pudieran hablar de Dios y en nombre suyo a los demás, tendríamos dificultad en ver allí materia para un libro profético. Con razón se subraya el carácter único de las «confesio-

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nes» de Jeremías en la literatura profética. Pero los especialistas debaten muchos problemas sobre las «confesiones»: ¿Eran parte de un poema unitario? ¿Por qué se dividió en fragmentos? ¿Por qué razón cada uno ocupa el puesto actual? ¿Cuál sería el orden lógico que nos permitiría captar mejor el sentido profundo? No abordamos aquí esos problemas; nos importa subrayar lo que dice Jeremías de la propia vocación y ver las luchas por las que debe pasar para ser fiel a Yahvé, que lo envió como profeta suyo, le encomendó hablar a su pueblo y hasta a las naciones (ver 1,5). Jeremías es una barca azotada por las olas; parece estar a punto de naufragar, pero lo acompaña una certeza que le permite luchar contra los embates del oleaje. (Ya que he comenzado por esta imagen, se me permitirá desarrollarla un poco más.) Las olas no son las de la laguna de nuestra canción («unas vienen y otras van»), las que uno mira tranquilamente desde la orilla y hasta disfruta («cómo me gustan las olas»); las descritas por Jeremías tienen una fuerza formidable, son las que ponen en peligro la frágil barquichuela y a los que van en ella (ver Mc 4,35-41 par.). Esas olas tienen nombre: son situaciones en que intervienen los demás: persiguen y rechazan al profeta. Lo persiguen sus coterráneos de Anatot: «Destruyamos el árbol en su vigor, borrémoslo de la tierra de los vivos, que su nombre no vuelva a pronunciarse» (Jr 11,19). La intriga está tan bien montada que el profeta no sabe nada y es Yahvé quien le dice lo que pasa (v. 18): sí, dirá, «y yo que estaba en medio de ellos como un manso cordero llevado al matadero, sin saber lo que intrigaban contra mí». Traman matarlo si no deja de hablar en nombre de Yahvé (v. 21). Dios le dirá que los de su propia familia y los de su propia casa están implicados en el asunto; por ello no debe dejar que lo engañen con bellos discursos (12,6). Complot en su contra es el de 18,18, pero si el proyecto es claro, no sabemos aquí de quién viene (lo introduce un vago «dijeron»): «Vengan y tramemos algo contra Jeremías... vengan e hirámosle con su propia lengua...». El proyecto solo se clarifica en cuanto a un punto: hacen uso de los oráculos del profeta para hacerlo tropezar. Que el peligro fuera grave se desprende de las palabras del profeta en los vv. 22-23. Hay otros pasajes: la persecución y el rechazo son un motivo constante de las quejas de Jeremías: «ni les debo ni me deben, pero todos me maldicen». Frente a Yahvé el profeta se desahoga: «Por ti

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he soportado el oprobio» (15,10.15). Sí, Jeremías habla con frecuencia de enemigos o adversarios; es perseguido por los de su propio pueblo por ser profeta del Señor, por hablar en su nombre. Si el temporal y el oleaje son aterradores, no es maravilla que al que lo sufre le dé miedo. ¿Cómo se siente Jeremías? Ilusorio sería esperar que se sienta bien; por el contrario, es normal que sufra porque lo rechazan o porque planean hacerle mal. Más de uno, si se encuentra en la barquichuela en medio del oleaje, pensará acabar con la situación lanzándose de cabeza en las olas embravecidas: ¿para qué resistir, si la resistencia parece inútil? Jeremías oscila entre los pensamientos más negros y las grandes seguridades que lo animan. Las seguridades, faro de luz en la noche, vienen de su fe, de su certeza de haber sido llamado por Yahvé. Pero esas luces no logran despejar las tinieblas de la situación vivida. Pensamientos de lo más negro pasan por su cabeza, aunque las certezas impiden una salida indebida. No es raro que asistamos a los más variados estados de ánimo. Todo es negro: ¿qué salida encontrar? Una puede ser la que se atribuye también a Job (cap. 3): maldecir el día del propio nacimiento, por tanto el hecho de haber nacido y de seguir en vida (Jr 15,10; 20,14-18). Todo es negro: ¿cómo enfrentar la situación? Por ejemplo, acusando al Señor de abusar de su poder (20,7). Todo es negro, comenzando por las amenazas que el profeta tiene que estar proclamando en nombre de Yahvé; sí, «la palabra de Yahvé ha sido para mí oprobio y befa cotidiana» (v. 8). ¿Qué proyectos se pueden tener en una situación así, como no sea este: «Yo decía: no volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre» (v. 9)? Todo es negro, hasta la aparente falta de justicia de parte de Dios, tema sobre el que el profeta medita en voz alta (12,1). A los malvados, piensa Jeremías, les va estupendamente bien: son como un árbol que, una vez plantado, crece, se desarrolla y nada parece faltarle (v. 2), aunque sean personas que se olvidan de Dios (v. 4). ¿Quién no verá en ese estado de cosas la invitación a ser como ellos? ¿Qué papel juega Yahvé durante el vendaval? El profeta no siempre parece convencido de sus buenas disposiciones respecto a su persona. Si el llamado al ministerio pudo ser un abuso de poder (20,7), también llega a preguntarse si no habrá sido para él como un espejismo comparable al del sediento en el desierto: cuando cree que ha encontrado el agua que literalmente le dará la vida, grande es la decepción al comprobar su irrealidad (15,18). Dios puede pa-

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recerse también al espanto que asalta a quien ya se encuentra en un día aciago (17,17). Es como si ocurriera lo descrito por nuestros dichos populares: «Al perro viejo se le juntan todas las pulgas», «Los males nunca vienen solos». ¿Qué puede el profeta en una situación así? La petición más frecuente dirigida a Dios es que le haga justicia. Pero el modo de hacer tal petición es muy del AT. Si no hay fe en la resurrección de entre los muertos, no puede esperarse el premio o el castigo más allá de esta vida. Por eso, si Dios es justo, sus premios o castigos deben verificarse aquí y ahora. No es de extrañar que Jeremías pida repetidamente a Dios que le dé cumplida venganza sobre sus enemigos. El castigo de los malvados es exigencia de la justicia; por eso, si Yahvé es el Dios justo, no puede dejar de castigarlos como merecen sus obras (11,20). La venganza y la revancha parecen de ley: «llévatelos como ovejas al matadero, conságralos para el día del anatema» (11,3). Palabras semejantes se repiten varias veces (15,15; 17,1418; 18,21-23; 20,11s). Hasta se antoja una comparación con textos fuera de las confesiones. Una vez, por ejemplo, el profeta confiesa que está lleno de la saña de Yahvé y cansado de retenerla en su interior (6,11). Tal vez se refiera al hecho de que él, que se siente profundamente solidario con su pueblo, compadece su suerte por tener que anunciarle el castigo de Dios. Jeremías también puede expresar el deseo de castigo en cuanto sus opositores son rebeldes a la voluntad de Dios (11,22-23). Que su deseo de venganza, incluso fundado en las exigencias de la justicia divina, no fuera la actitud más recomendable, nos lo muestran varios indicios. Algunos pasajes suenan a llamada de atención, por ejemplo las preguntas de 12,5 y, sobre todo, 15,1921. Aquí, sin embargo, lo más importante es la invitación a ser fiel a la vocación recibida. El profeta, contra viento y marea, se mantiene cerca de Dios hasta en su petición de venganza. Pero no siempre es la actitud primera de Jeremías. Otros pasajes hablan más bien de intercesión por los que no lo quieren escuchar o lo rechazan: «Intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro» (15,11); «Yo nunca te apremié a hacer daño, el día de la aflicción no he deseado» (17,16); «Recuerda cuando yo me ponía en tu presencia para hablar en bien de ellos, para apartar tu cólera de ellos» (18,20). Cierto que el profeta habla de intercesión, pero se refiere al pasado, no al presente (además de que en esto interviene más la suerte de todo el pueblo, que la de sus grandes ad-

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versarios). En ello pudiera jugar un papel la reiterada orden de Dios: «No intercedas por ellos, pues no te oiré» (7,16; 11,14; 14,11). La situación presente es tal que ya no serviría ni la intervención de Moisés o Samuel (15,1). Ya pasó el tiempo de la intercesión, porque pasó el tiempo de la misericordia. Toda esperanza de conversión está perdida. Lo comprende Jeremías cuando dice a Yahvé que no les perdone ni una más. En todo esto la reflexión del profeta sobre su vocación es ambivalente. Afirma que se ha mantenido fiel y hasta reta a Dios a que se atreva a decir lo contrario: «... a mí me conoces, Yahvé, me has visto y sabes que mi corazón está contigo» (12,3). O bien: «Di, Yahvé, si no te he servido bien» (15,11). A pesar de ello, la alegría de corresponder a la vocación encomendada se refiere al pasado (v. 16) y el profeta encuentra la manera de quejarse porque la vocación recibida le ha impedido participar en las alegrías sencillas de los demás (v. 17; ver 16,1-13). Con todo, no puede, aunque se lo propusiera, desentenderse de la vocación recibida: «Yo decía: “No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre”. Pero había en mi corazón algo así como un fuego ardiente, encendido en mi interior, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía» (20,9). Que el proyecto de abandonar la vocación recibida fuera cosa seria, nos lo dice el hecho de que Yahvé tuviera que renovar la vocación del profeta (15,19-21). La barca de Jeremías estuvo a punto de naufragar, pero llegó a puerto seguro. Sus «confesiones» nos revelan las luchas que el profeta vivió al enfrentarse al rechazo y a la persecución. (Que las situaciones vividas no fueran «tortas y pan pintado» se desprende de los textos biográficos, 26-29 y 32-45.) Sus «confesiones» muestran cuánto le costó ser fiel a la encomienda de ser profeta, pero nos revelan también que Jeremías se mantuvo siempre, o casi, en esa convicción fundamental de hablar en nombre de Yahvé a los habitantes de Judá y Jerusalén. Jesús, que también experimentará el rechazo radical, dirá: «Ningún profeta es bien recibido en su patria, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6,4; ver Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44).

b) Enfrentamiento entre verdaderos y falsos profetas Los profetas «escritores» que precedieron a Jeremías (Amós, Oseas, Isaías y Miqueas) tuvieron a otros profetas como adversarios; por ello no suele hablar bien de los «profetas». Oseas anuncia a los

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profetas un castigo de Dios: ellos que pretenden ver bien, tropezarán y caerán por no ver (4,5). Isaías los enumera entre los dirigentes en que Judá y Jerusalén se apoyan indebidamente (3,2). Son impostores (9,14) o desatinan como borrachos (28,7). Yahvé se encargará de hacerlos caer en un espíritu de sopor; el resultado será que teniendo ojos no podrán ver (30,10). Que sean los que pretenden ver (Os 4,5; Is 30,10) indicaría que se trataba de los «profesionales» de la «visión», de los videntes por medio de quienes se consultaba a Yahvé. Miqueas parece más sistemático y engloba en su crítica a videntes y adivinos (3,7). Subraya que esos profetas, que anuncian la «paz» a quien esté dispuesto a ponerles entre los dientes algo que se pueda morder, recibirán el castigo que merece su falsedad (3,5-6). También en 3,11 la acusación es que profetizan por dinero. Pero es en Jeremías donde los enfrentamientos juegan un papel importante y el relato que nos llega permite ver cómo concibe la propia vocación y por qué juzga que esos profetas son «falsos», aunque él hable de profetas sin más y fuera la versión de los LXX la que, en la traducción de Jeremías, acuñó el término «falsos profetas» para sus adversarios. Debemos distinguir entre las menciones que Jeremías hace como de paso y los textos más amplios y desarrollados, sean oráculos contra los «profetas» o relatos de enfrentamiento con alguno de ellos. Los pasajes aislados, fuera de algunos que son positivos y se refieren a los profetas del pasado (7,25-26; 25,4; 26,5), tienen ya su importancia. Alguna intervención de los profetas hasta puede ser positiva, como cuando asisten al discurso del templo (26,7.11) y manifiestan su desacuerdo, pero declaran a Jeremías inocente (v. 16). No obstante, para Jeremías los profetas son del número de los que recibirán el castigo divino (5,13; 8,1; 13,13-14) como el pago que merecen sus obras. Algunos pasajes detallan las acusaciones: 1) Profetizan por Baal (2,8). Se pudiera citar aquí 27,9, donde forman una lista con los adivinos, hechiceros, soñadores y augures, pero allí Jeremías realiza una acción simbólica en contra de Babilonia y otros pueblos, por lo que no forzosamente es una descripción de lo que existía en Judá, aunque los vv. 12ss hacen una aplicación a ese reino. 2) Anuncian esencialmente la «paz», lo que suena bien o gusta a los oyentes (6,14; 8,11; 14,13).

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3) La acusación que va al fondo del problema se refiere al origen de la «palabra» que proclaman. Jeremías acusa a Pasjur de profetizar en falso (20,6). Eso no es algo específico: puede convertirse en la acusación de fondo contra todos los «profetas»: anuncian sus mentiras y engaños (5,31), no una palabra de la que Yahvé tenga la iniciativa. El castigo divino es merecido, si son culpables de engañar al pueblo. Algún desarrollo, como 14,14-16, abunda en el mismo sentido. Jeremías proclama de parte de Yahvé que es mentira que hablen de su parte (vv. 14-15). Si algo se precisa sobre su mensaje es por relación con Jeremías: están en su contra en la medida en que él anuncia el castigo a Judá y Jerusalén. Eso permite identificarlos como profetas de «paz»: son quienes proclaman que nada malo puede sucederle al pueblo de Dios, o nada que sea durable (v. 15). 23,9-40 es el más largo oráculo, o serie de ellos, en que Jeremías habla contra los profetas. La extensión permite mayor precisión, pero algunas acusaciones son generales, como la de ser impíos y malvados (v. 11), si los sacerdotes entran en el mismo saco, aunque luego se repita la acusación para los solos profetas (v. 14). Esos hombres profetizan en nombre de otros dioses, como los profetas de Samaría (v. 13), o todos ellos en general (v. 21), si profetizan por Baal. Son, además, profetas de «paz» (v. 13); lo anunciado es resultado de su fantasía (v. 16). Su falsedad se describe luego ampliamente (vv. 25-28): «... profetizan falsamente en mi nombre..., profetizan en falso..., son profetas de la impostura de su corazón...». Yahvé declara sin rodeos no haberlos enviado (v. 20); de haber asistido al consejo divino, sus anuncios estarían de acuerdo con su voluntad (v. 25). En una palabra, son «falsos» porque no anuncian la palabra de Yahvé, porque es una mentira que hablen en su nombre. En 27,12-28,17 tenemos un relato bastante amplio sobre el enfrentamiento con otro profeta. Para entender ese enfrentamiento, es bueno comenzar por el relato de la acción simbólica: Jeremías, mediante las coyundas y el yugo, anuncia a los reinos vecinos que ser puestos bajo el yugo de Babilonia es voluntad de Yahvé en castigo de sus faltas (27,1-11). El profeta pasa a una advertencia al rey Sedecías (vv. 12-15) y al pueblo en general (vv. 16-27). La advertencia de Jeremías pone en guardia: no hay que dar crédito a los profetas, pues engañan al pueblo anunciando la «paz», tratan de persuadirlo de que nada malo le puede pasar. Lo que Jeremías tiene que decir de ellos es conocido: profetizan en falso, Yahvé no los ha enviado.

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El enfrentamiento con Jananías hace que las cosas tomen un sesgo dramático. Jananías se presenta y proclama en el templo una supuesta palabra de Yahvé; anuncia exactamente lo opuesto a Jeremías: Judá y Jerusalén no volverán a ser invadidos por Nabucodonosor; todos los deportados de 598 volverán en el término de dos años trayendo consigo los objetos de culto llevados por los babilonios (vv. 24). Jeremías da su «Amén» a las palabras de Jananías (v. 6), pero haciéndole una advertencia solemne (vv. 7-9). En ella tenemos el intento más objetivo y preciso por señalar el criterio de la verdadera profecía. Para hacerlo, Jeremías distingue dos casos posibles: 1) El profeta hace consistir su mensaje en la denuncia del pecado del pueblo y en la amenaza con el castigo divino merecido. Si algo enseña la historia pasada es que ha sido lo normal en los profetas del pasado (v. 8). 2) El profeta anuncia la «paz», la prosperidad y el bienestar: estamos, o casi, en el mejor de los mundos posibles. Tal profeta no puede considerarse verdadero mientras no se realice plenamente lo que anuncia (v. 9). ¿Quién resulta verdadero profeta? Indudablemente Jeremías, aunque Jananías se atreve a romper el yugo de Jeremías, como si fuera romper el yugo de los babilonios antes de que pese sobre los que quedan en el país (vv. 10-11). El sitio de Jerusalén por los babilonios, su captura y todo lo que seguirá en apenas cinco años indica que el verdadero profeta fue Jeremías. Su seguridad es tal que, por orden de Yahvé, incluso anuncia a Jananías el castigo que merece su anuncio engañoso: morirá en el término de un año. Por supuesto, su anuncio se verifica puntualmente (vv. 12-17). Otro enfrentamiento de Jeremías es el que lo opone a Shemaías (29,24-32). En una carta a los deportados de 598, este no se andaba con rodeos y hablaba de Jeremías como si fuera él quien se hacía pasar indebidamente por profeta (v. 27). Jeremías a su vez lo acusa de ser falso profeta y le anuncia el castigo divino (vv. 31-32). Pasa lo de siempre: cada uno pretende hablar con toda la verdad y en nombre de Yahvé; el equivocado e impostor es el otro. Es Yahvé quien, a través de lo que va sucediendo, se encarga de hacer ver que Jeremías fue su profeta; el otro pretendió que lo era. * * * Cuando aparecen los profetas en la historia del pueblo de Dios no había criterio seguro para reconocer al verdadero profeta, para

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distinguirlo del falso profeta. Resultaba relativamente sencillo en el caso de quienes se reclamaban de otro(s) dios(es), por ejemplo de Baal: no puede ser profeta de Yahvé quien se reclama de Baal. Pero pueden presentarse, en una situación dada, personas que pretenden hablar en nombre de Yahvé y cuyos mensajes son totalmente opuestos, por ejemplo Jeremías que anuncia el castigo a Judá y Jerusalén y los «profetas» que le anuncian la «paz». De mucho de lo que afirma Jeremías a propósito de los «falsos» profetas, que son impostores, que Yahvé no los envió, etc., humanamente hablando tendríamos que decir que es lo que él afirma: no lo ha probado, más aún ¿cómo se podría demostrar tal cosa? Que Yahvé estuviera realmente tras la palabra proclamada por el (verdadero) profeta es cosa que solo podemos aceptar dando fe a quien habla en su nombre. Pero, ¿cómo distinguir al verdadero profeta? Jeremías, al menos para los anuncios de «paz», establece un criterio importante, el de la realización de lo anunciado (aunque se pudiera aplicar también al anuncio del castigo, que Jeremías consideró como lo normal hasta entonces).

REALIZACIÓN DE UN ORÁCULO: MIQ 3,12 Y JEREMÍAS La única referencia precisa hacia atrás en el libro de Jeremías, pero no la hace el profeta, es la relativa al anuncio de la ruina de Sión-Jerusalén por Miqueas (3,12). Se trata de un anuncio que no se realizó inmediatamente. No por ello se concluye que Miqueas fuera un falso profeta. Lo que ocurrió, explica Jr 27,16-19, fue que Yahvé no ejecutó su amenaza porque Ezequías y todo el pueblo de Judá se arrepintieron de su mala conducta; por ello obtuvieron el perdón divino. Ello implica, por consiguiente, que las amenazas no eran algo destinado a cumplirse irremisiblemente: se trataba, ante todo, de una invitación a la conversión; se convierten una determinación inapelable cuando los hombres, como los contemporáneos de Jeremías, no quieren saber nada de la invitación a la conversión que Dios les dirige por medio de sus profetas.

Otro criterio, si no se enuncia como tal, lo podemos derivar de los textos de Jeremías, el de la coherencia entre el mensaje y la vida del profeta. A distancia podemos afirmar que tenía toda la razón en

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rechazar a aquellos cuya vida no era la esperada. Pero este criterio solo puede servir para corroborar el anterior. ¿No habrá alguno más? Un texto del Deuteronomio sobre los profetas (18,14-22) nos permite enunciarlo y esbozarlo: el verdadero profeta está en continuidad con Moisés, es «un profeta como yo», dice Moisés, «un profeta semejante a ti», dice Yahvé a Moisés (vv. 15, 18). Esto quiere decir que, además del criterio del cumplimiento (lo mencionan los vv. 21-22 en relación con el falso profeta), el Deuteronomio enuncia el criterio de la continuidad de la palabra profética con cuanto ha precedido en la historia de las intervenciones salvíficas de Yahvé en favor de su pueblo. El criterio sería entonces, por difícil que parezca de aplicar en casos concretos, el de la continuidad y la coherencia de la revelación divina. IV. CONCLUSIÓN Los profetas fueron los hombres de la palabra. No hablaban por cuenta propia: lo dicen ellos de varias maneras o lo recalca la tradición posterior mediante la recopilación escrita de los oráculos de cada profeta. En algunos casos, pero no siempre, los profetas relataron la llamada inicial de Yahvé: si fueron llamados por él, él mismo les confió la misión de hablar al pueblo en su nombre. Los relatos de vocación justificaban la propia vocación ante los demás. En los oráculos, el uso de varias fórmulas subraya de quién procede la palabra que aquellos hombres proclamaban: es palabra de Dios y no lo que a ellos se les antojaba. Es verdad, no obstante, que hubo una tendencia a usar más y más esas fórmulas, tanto que no siempre se respetan sus características, si ya no sirven como introducción o conclusión y se repiten hasta la saciedad. Los profetas fueron hombres de carne y hueso con sus cualidades y defectos. Yahvé, al llamarlos, les hace comprender que la misión que les confía solo puede ser llevada a cabo apoyándose en él, con la ayuda de su gracia. Cuando el llamado inicial hasta pudieron prever las dificultades venideras y expresarlas en forma de objeción, como lo hizo Jeremías. Pero lo anticipado era nada frente a los obstáculos formidables que encontraron. Comprendemos que Jeremías en un momento dado se propusiera olvidarse de Yahvé y de su palabra (Jr 20,9) o que Dios tuviera que renovar la vocación del profeta invitándolo a una nueva fidelidad (15,19-20).

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Si hay varios modos de sugerir que el profeta habla en nombre de Dios porque él lo llamó y envió, no es fácil ofrecer a los demás la prueba de que esa pretensión es verdadera. Hasta es posible que dos hombres se presenten con mensajes diametralmente opuestos que vendrían igualmente de Dios. ¿Cómo saber quién dice la verdad? Los relatos de enfrentamientos entre profetas, como Jeremías y Jananías (Jr 28) o los textos en que los profetas «escritores» condenan a otros profetas esgrimiendo el argumento de que es mentira que hablen en nombre de Dios o que él los haya enviado, muestran lo difícil que es encontrar criterios para discernir quién es verdadero profeta. Si alguno parece claro, es el de la realización efectiva de lo anunciado. Cuando el profeta anuncia la paz, raramente se puede tener esa prueba en forma inmediata, como cuando Jananías muere antes de un año, probando así que era Jeremías quien hablaba de parte de Yahvé (Jr 28,15-17). Los profetas consideraron que habían sido llamados por Yahvé para proclamar su palabra «a tiempo y a destiempo». Es lo que ellos hicieron en diferentes circunstancias, pero la forma en que esa convicción se expresa es variada y más o menos frecuente según los casos. Lo que hemos podido considerar a través de las fórmulas usadas en los oráculos, los relatos de vocación, las «confesiones» de Jeremías o los relatos de enfrentamientos entre profetas y profetas, parecen suficientes: ellos afirman, y con ellos coincide toda la tradición bíblica, que conserva y transmite, eventualmente fija por escrito, los oráculos de cada profeta, el hecho que nos importaba subrayar. ¿Cuál? Los profetas fueron llamados por Yahvé para ser sus mensajeros, hablaron a los demás porque él les encomendó hacerlo. Nuestra convicción de fe puede resumirse en las palabras de 2 Pe 1,19-21, aunque el pasaje, por situarse cuando los profetas que hablaron de parte de Dios son cosa del pasado, insiste sobre todo en la correcta actitud para recibir y comprender, por tanto también para interpretar debidamente, la palabra que Dios quiso comunicarnos mediante los profetas: Y tenemos también la firmísima palabra de los profetas, a la cual hacen bien en prestar atención como a lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en sus corazones el lucero de la mañana. Pero, ante todo, tengan presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia, porque nunca profecía alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres, movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios (2 Pe 1,19-21).

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Esta cita insiste en la escucha, en la debida atención a lo que dice el profeta de parte de Dios. Eso nos permite subrayar algo que tal vez debimos exponer de modo más directo: ¿qué respuesta requiere la palabra que Dios dirige a los hombres mediante sus profetas? El «escuchen o no escuchen» que acompaña a lo comunicado a Ezequiel (Ez 2,5...) parece significativo: el profeta tiene que proclamar la palabra, pero su proclamación se hace a personas que, dotadas de libertad, pueden escuchar o dejar de hacerlo. La respuesta adecuada sería la escucha atenta. Esa escucha, por supuesto, no se limita al solo hecho de oír materialmente lo que dice el profeta. La palabra es una invitación a la conversión y a tomar nuevas actitudes ante el Señor. Señalamos en su momento el uso de la expresión «palabra de Yahvé/del Señor» (los textos se enumeran en las pp. 79-85). Quien no se haya quedado con las indicaciones rápidas que dimos y haya leído siquiera algunos de los textos de la lista, ciertamente habrá notado la relación estrecha entre la mención de la «palabra del Señor» y la invitación a escuchar (ver p. 89). Hemos insistido en este capítulo en todo aquello que se pone en obra para subrayar que la palabra proclamada por el profeta es la palabra misma de Dios. Pero no olvidemos que esa palabra necesita ser verdaderamente escuchada para dar en el oyente el fruto que el Señor espera.

LOS PROFETAS EN EL NUEVO TESTAMENTO La cita que acabamos de hacer nos obliga a precisar cómo hablan de los profetas los textos del NT. A grandes rasgos, podemos reconocer dos orientaciones fundamentales: Una, sin duda la más importante por su frecuencia, es aquella que habla de profetas, o de un profeta en particular, con el presupuesto de que se trata de personas del pasado. Se subraya cómo los antiguos profetas hablaron de parte de Dios o anunciaron de algún modo las realidades del tiempo definitivo, por ejemplo la venida del Mesías (Cristo) al mundo. Cuando se menciona algún profeta en particular, será usualmente porque dijo tal palabra, aquella que se cita o a que se alude, aunque no se puede descartar que se haga referencia a hechos y no a «palabras» u oráculos específicos, sobre todo cuando se habla de profetas anteriores a Amós, como Elías. El texto arriba citado de 2 Pe 1,19-21 es una reflexión general sobre el puesto y significado de los profetas en el plan de Dios.

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Pero hay otra perspectiva. No me refiero a la que considera que hubo tal o cual profeta contemporáneo de Jesús, en cuyo caso Lc 16,16 merece un sitio especial (Juan Bautista sería el último de los profetas del AT), ni a la que considera a Jesús como profeta, más aún como el profeta por excelencia que debía venir. Hay, en efecto, algunos textos del NT en que se habla de «profetas». Así, para Pablo, es evidente que también después de Jesús sigue habiendo «un don de profecía» (Rom 12,6; 1 Cor 12,10). En los dos pasajes el apóstol recurre a la enumeración, pero en Rom la profecía encabeza la lista y en 1 Cor se mencionan solo después de otros carismáticos. Lo cierto es que en ambas cartas para Pablo la profecía forma parte de los «carismas» o dones que el Espíritu Santo otorga a la Iglesia. No cité con los anteriores también Ef 4,11 por no ser una de las cartas consideradas por todos como genuina, pero surge de la misma convicción. Aquí llegamos al término de la expresión teológica: los «profetas», como los «evangelistas», son mencionados solo después de los «apóstoles». Por supuesto, hay muchos otros textos que hablan de «profetas» en el NT: no se trataba de hacer la enumeración completa o el estudio sistemático, sino de señalar el hecho y la fundamentación teológica que le da Pablo.

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CAPÍTULO IV

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Aplicando lo que Jesús decía, «por sus frutos los conocerán» (Mt 7,16), a una situación distinta de aquella de la que él hablaba, intentamos ahora hacernos una idea de lo que son los profetas mediante sus oráculos. Dos caminos se nos ofrecen sin demasiado esfuerzo por encontrarlos: podemos considerar las cosas desde el punto de vista del contenido (mensaje) o desde el punto de vista de la expresión literaria. Si dos son las posibilidades, no necesitamos escoger forzosamente una u otra: ambos enfoques son complementarios, no realidades que se excluyen mutuamente. Por eso abordamos el problema literario y el del mensaje en forma sucesiva. Si consideramos primero la expresión literaria, dos aspectos deben ser tratados: • Los medios de expresión literaria usados por los profetas para la comunicación de sus oráculos; • La transmisión de los oráculos y la formación de los libros proféticos. Los oráculos de los profetas no nos llegan exactamente como ellos los proclamaron, pues usualmente no fueron ellos los responsables de todos los detalles de la expresión que recibieron por escrito. Hay que distinguir, por tanto, entre la proclamación de viva voz que hicieron los profetas y la formulación escrita que luego recibieron sus oráculos. Podemos suponer que esta conservó en buena medida la expresión misma de los profetas, que no se cambió como por capricho la formulación de sus oráculos. Lo que pasa es que, con frecuencia, los oráculos de los profetas fueron ampliados, usualmente

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en función de nuevas circunstancias. Lo que nos llega en los libros de la Biblia, por consiguiente, podría describirse como una «edición corregida y aumentada». Los libros proféticos fueron recopilados poco a poco por las generaciones que siguieron a la predicación de cada profeta. El caso normal es aquel en que un libro dado llegó a la forma que le conocemos bastante más tarde: para que se llegue de los oráculos de Isaías al libro de Isaías habrán de pasar varios siglos. Por eso en principio tenemos que distinguir entre los oráculos de un profeta dado y lo añadido a ellos. La distinción de los elementos es importante, no porque solo tenga interés lo «genuino», lo atribuible a un profeta preciso, como pudo pretender una perspectiva historicista. Si nos quedáramos solo con los oráculos del libro de Isaías atribuibles al profeta de la segunda mitad del siglo VIII, se reduciría enormemente su libro: en vez de 66 capítulos tendríamos tal vez algo no mucho mayor que los 14 capítulos de Oseas. Si precisamos un poco más, el libro con la predicación de un profeta está formado a grandes rasgos por tres clases de materiales: • Los oráculos de un profeta, por ejemplo Isaías, como comienzo de un proceso de tradición. • La predicación de profetas posteriores. Estos son anónimos y, en principio, se pueden considerar como de su «escuela». • La aportación de quienes, con una visión personal (sin duda relacionada con nuevas situaciones), creyeron oportuno ampliar esos oráculos, explicándolos en forma más o menos amplia o aplicándolos a nuevas circunstancias. La interpretación-actualización está presente en el proceso que añade nuevos oráculos, pero también en el que amplía los oráculos genuinos para explicarlos o para adaptarlos a nuevas situaciones, distintas de aquellas en que surgieron. El primer apartado nos permite considerar las características que pudo revestir la transmisión oral del mensaje. Si nos preguntamos cómo se expresaron los profetas y procedemos de lo general a lo particular, debemos decir algo de la poesía hebrea como importante medio de expresión de los profetas; solo a continuación abordamos los géneros literarios o, más ampliamente, los medios de expresión usados por los profetas. Pero diremos apenas un mínimo sobre la poesía bíblica, considerando que el lugar más propio para una presentación más sistemática es al hablar de los salmos.

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En un segundo momento observamos la configuración que recibieron los oráculos al ponerse por escrito en un libro (o como parte de él). Por supuesto que será importante considerar los criterios de asociación, el proceso de ampliación-explicación de los oráculos y el que añade otros nuevos. Ya se ha dicho que el proceso de ampliación-explicación pudo estar presente por generaciones para que el resultado sea tal libro profético como lo conocemos. Por último, es importante indicar a grandes rasgos la orientación de los profetas según el mensaje respectivo.

I. MEDIOS DE EXPRESIÓN Y GÉNEROS LITERARIOS Debemos comenzar por hacernos una idea de la poesía bíblica porque la mayor parte de los oráculos de los profetas reciben una expresión poética. Cierto que cuando se habla de «libros poéticos» del AT, se piensa especialmente en los salmos, el Cantar de los Cantares y las Lamentaciones, sin olvidar que también los libros sapienciales (Prov, Job, Ecl, Eclo y Sab) son poéticos, pero en el amplio campo de lo poético, los profetas son una parte significativa y hasta se podrá considerar a Isaías como la «cumbre poética» del AT. Nos limitamos a datos generales sobre la poesía bíblica por otra razón: ¿cómo entrar más de lleno en la poesía hebrea de la Biblia a través de traducciones a nuestra lengua, una lengua que no tiene las características de las lenguas semíticas? 1. LA POESÍA BÍBLICA ¿Qué es poesía? La pregunta es importante y no se trata de imitar sin razón a G. A. Bécquer, aunque muchos recuerdan el famoso poemita, piropo de la amada: «¿Qué es poesía», dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. –«¿Qué es poesía?»... ¿Y tú me lo preguntas? Poesía... eres tú (Rimas, XXI). Pero cada lengua tiene su carácter propio y su manera de expresar las cosas. Donde, para nosotros, tal vez lo más importante (al menos hasta una época reciente: mientras perduró la perspectiva que pudiéramos considerar como clásica), el número de sílabas del verso y la terminación sucesiva de los versos, que constituye la rima, son lo más importante, la poesía hebrea sigue otros caminos.

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a) Sonidos, versos y acentos Como toda poesía, la bíblica está hecha ante todo para ser proclamada en voz alta y escuchada, no para ser leída en silencio. Y si hay sonidos, toda una serie de ellos, el de las consonantes es más importante que el de las vocales, tanto que a la escritura puramente consonántica se añadieron mucho más tarde las vocales en la transmisión escrita. Muchos recursos se sitúan en el ámbito del sonido; características importantes están relacionadas con la repetición de sonidos, con el predominio de alguno (o algunos) y con asociaciones características entre ellos. Un poema, una poesía, es la expresión literaria de una realidad en un determinado número de versos. Se puede subdividir en unidades menores, como las estrofas. El núcleo es el verso. En hebreo ese núcleo es ya un compuesto, pues se prefiere la expresión binaria (usualmente): la idea se expresa como en dos tiempos, A y B, aunque no es raro que sea incluso ternaria (A, B y C).

VERSO Y VERSÍCULO No son lo mismo. La división de toda la Biblia en versículos es el resultado de la subdivisión de los capítulos que, a su vez, se introdujo en fecha posterior al momento de escribir cada obra. En principio se trata de reconocer las unidades menores de sentido. Pero, como quiera que se haya llegado a la división en capítulos y versículos, esta última muchas veces se hace de forma aproximada. Tratándose de un texto poético no es raro que un versículo comprenda más de un verso o que la división sea tal que verso y versículo no se correspondan exactamente.

El lenguaje poético es concentrado: no se dirá una cosa con diez palabras si se puede decir con tres. Lo dicho, además, tendrá un ritmo. Para nosotros en castellano cuenta principalmente el número de sílabas del verso (de la línea); en el hebreo de la Biblia lo importante era el número de acentos de la frase. Aunque no siempre por constar de sujeto, verbo y complemento, una frase relativamente simple tendrá en principio tres acentos.

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NÚMERO DE ACENTOS: REGULARIDAD-IRREGULARIDAD EN LA POESÍA BÍBLICA Si, conforme a lo dicho, para que haya un verso son necesarias al menos dos frases que se responden (luego veremos cómo), podemos decir que un verso consta de dos partes, A y B, cada una con un cierto número de acentos. Por el número de acentos de que conste cada verso, el poema será regular o irregular: regular si el número de acentos de ambas partes del verso es el mismo, irregular si no hay el mismo número de acentos. Dadas las características del hebreo, lo más normal sería que una frase conste de tres acentos (verbo, sujeto y complemento). La regularidad estricta se puede señalar entonces diciendo que el verso es igual a 3 + 3 (pudiera ser 2 + 2, 4 + 4); los versos no regulares se podrán indicar como 3 + 2, 4 + 3, etc.

b) El paralelismo Si hay una correspondencia entre dos partes, es importante percibir cómo se corresponden esas partes. Desde el siglo XVIII, gracias al inglés R. Lowth, se habla de paralelismo o parallelismus membrorum. Eso quiere decir que hay maneras precisas de correspondencia entre las dos partes del verso: • Paralelismo sinonímico (A = B): aunque las palabras tomadas una a una no sean sinónimas en sentido estricto, las dos partes del verso dicen lo mismo en términos equivalentes: «Han abandonado a Yahvé, despreciado al Santo de Israel» (Is 1,4b). O también: «Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, pues de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,3b, aquí 2 versos). Si la expresión es ternaria (A, B y C), podrá guardarse el paralelismo sinonímico: «¿Quién ha medido a puñados el mar, o medido a palmos el cielo, o a cuartillos el polvo de la tierra?» (Is 40,12a). De allí a la verdadera enumeración, a una larga serie de versos en paralelismo sinonímico (como en Is 2,12-16), no hay gran distancia. La sinonimia, diferente de la repetición estricta, puede ser parcial. Además, si queremos ver las correspondencias, no siempre tenemos una exactitud total. Así en Sal 114,1-2, la representación tendría que ser la siguiente: Al salir Israel de Egipto, Jacob de un pueblo balbuciente Fue Judá su santuario, Israel su dominio.

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• Paralelismo antitético (A =/= B): lo que dice una de las partes del verso es como la antítesis de la otra. La expresión de una cosa y la negación de su contraria es especialmente frecuente en obras sapienciales (ver Prov 10,1-12), si bien se discute si es paralelismo antitético o sinonímico afirmar una cosa y negar su contraria. • Paralelismo sintético (A + B): si el nombre se puede discutir, lo constatable es que hay casos en que se guarda la expresión en dos tiempos sin que haya equivalencia ni oposición. Simplemente, los dos tiempos son necesarios para la expresión de una idea en un verso: «De la planta del pie a la coronilla – no queda parte sana» (Is 1,6a) – «Aunque sean sus pecados como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana» (Is 1,18b). Las cosas en cierto modo se complican si el verso tiene tres partes (A, B y C): entonces no es raro que haya un cambio significativo entre las dos primeras y la última. Un buen ejemplo es Is 1,3, «Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce»: si entre A y B el paralelismo es sinonímico, respecto a esas dos primeras partes la tercera está en paralelismo sintético. El verso tendría que representarse entonces A = B + C. c) Comparaciones, imágenes y metáforas Hasta en la vida ordinaria usamos comparaciones, imágenes o metáforas, como cuando decimos que alguien es un «león». El lenguaje poético debe gran parte de su riqueza a su poder sugestivo, al hecho de recurrir con frecuencia a las más variadas imágenes. Una imagen puede ser usada como de paso o desarrollarse más ampliamente, como en Sal 23 o en la canción de la viña (Is 5,1-7; Sal 80,9-14). Por supuesto, es importante percibir de qué realidad se nos habla, pero solo podemos lograrlo mediante las comparaciones empleadas. Bastaría recorrer unos cuantos oráculos de un profeta para encontrar varias imágenes, aunque unas nos resulten más espontáneas que otras. Si el libro de Amós comienza, fuera del título (1,1), por «Ruge Yahvé desde Sión, desde Jerusalén alza su voz; los pastizales de los pastores están desolados, y la cumbre del Carmelo se seca» (Am 1,2), es indudable que Dios aparece bajo rasgos temibles. Pero si los pastores deben temer al león, que puede hacer presa en sus re-

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baños, en el doble verso ya se ha pasado a otra imagen cuando se habla de los pastores: el castigo de Yahvé no está representado por el león que devora los rebaños, sino por la sequía que afecta a los pastizales del ganado, incluso en las cumbres de las montañas, como el Carmelo. En Os 4,12 («mi pueblo consulta a su madero, y su palo le instruye») tenemos una manera de hablar de la idolatría que declara la nulidad de los ídolos al mencionar de la madera de que están hechos: un pedazo de madera es materia inerte y no es un ser espiritual. 2. LOS GÉNEROS LITERARIOS PROFÉTICOS Percibir que los profetas recurren a modos de hablar, a «géneros literarios» específicos, es algo que, sin ser una novedad absoluta, se desarrolla particularmente desde que surge la «Historia de las formas» a inicios del siglo XX. a) Observaciones preliminares El punto de partida puede ser la constatación sencilla que permite una ojeada rápida a los libros proféticos, sobre todo a los más amplios. Hay tres clases de materiales: oráculos, relatos y plegarias (oraciones). Pero la repartición de los tres tipos de materiales es diversa. Hay libros (pero también secciones de cierta amplitud) como Miq, Is 40-55, Nah, Hab, Sof y Mal que no contienen relato alguno; inversamente, Jonás está formado en su totalidad por un relato sobre la actuación de un profeta. Además, no sale sobrando recordar que conocemos a los profetas anteriores a Amós en cuanto se pueden comparar con los «profetas escritores» únicamente mediante los relatos; los pocos oráculos forman parte de tal o cual narración. Lo más importante y abundante en los libros proféticos son los oráculos o discursos proféticos: normalmente se trata de una colección de oráculos de este o aquel profeta. Tal como las cosas se presentan, los profetas habrían sido mensajeros de Yahvé, ya que hablaron en su nombre. Por diferentes que sean en cuanto al contenido, el común denominador sería que la proclamación de cada profeta representa en su momento lo que Yahvé quiso comunicar a su pueblo, eventualmente a las naciones (aunque es discutido el sentido de los oráculos contra las naciones).

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De las oraciones (alabanzas, súplicas, etc.) podemos decir que, de suyo, representan más bien las palabras que el hombre dirige a Dios, no las que Dios comunica al hombre. Estamos casi en lo opuesto al proceso que supone un oráculo, si en él tenemos la palabra que Dios dirige al hombre, pues una oración, una acción de gracias o una alabanza son la palabra que el hombre dirige a Dios. Por eso debemos decir que la expresión de la plegaria, la acción de gracias y la alabanza de los hombres no es lo más característico de los profetas. Las oraciones del antiguo Israel se coleccionaron principalmente en los salmos, parte de los «Escritos». Las oraciones o alabanzas en los profetas son ocasionales. Aquello que, en los profetas, tiene carácter de oración puede situarse a diferentes niveles, pues lo mismo encontramos textos «oracionales» que influencias de tal o cual tipo de poesía litúrgica en la expresión de algunos de los profetas. Así, por citar un ejemplo concreto, la predicación del «Déutero-Isaías» (Is 40-55) tiene pasajes de marcado carácter hímnico: se parecen a los himnos o salmos de alabanza del libro de los Salmos. El libro de Amós nos muestra cómo, en las dimensiones de un profeta «menor», pueden estar presentes los tres grupos de textos: • Relatos: enfrentamiento con Amasías en Betel (7,10-17) y serie de visiones al final del libro (7,1-9; 8,1-3; 9,1-4). • Oración de alabanza: las llamadas «doxologías» (4,13; 5,8-9; [8,8;] 9,5-6). • Oráculos: todo lo demás, la mayor parte del libro, aunque en 1,1 tenemos el título final del recopilador. Esta caracterización inicial es fundamental y, por tanto, tiene que ser el punto de partida. Si la oración (de petición, de acción de gracias o de alabanza) no es lo más característico, entre los otros dos grupos de materiales parece haber una relación más estrecha. Aunque los oráculos sean lo más característico desde Amós en adelante, no podemos decir que haya una tensión radical entre oráculos y relatos. En efecto, hay relatos al lado de los oráculos; pueden ser importantes (Is 36-39; ver 6,1-7,17; Jr 26-29 y 32-45), sin llegar a ser una exclusiva, como en Jonás. Cierto que el relato de hechos es lo más característico de los libros narrativos, pero no por ello hemos de decir que los relatos sean como un elemento extraño en los profetas: se puede recordar literalmente un oráculo, pero también se puede relatar cómo actuó (y no solo habló) un profeta en tales o cuales circunstancias.

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ELEMENTOS DE LOS LIBROS PROFÉTICOS EN PERSPECTIVA HISTÓRICA 1. En un primer período, hasta Amós (mediados del s. VIII), del que nos informan 1-2 Sm y 1-2 Re (con algún dato nuevo en 1-2 Cr), las palabras ocasionales de los profetas solo se transmiten en el contexto de un relato. No se puede afirmar (ni negar) de antemano que la palabra conservada en el relato sea genuina; en general podemos suponer que sufrió cambios en el curso de su transmisión oral y escrita. La confiabilidad de una palabra profética debe valorarse en cada caso particular. Es posible que haya genuina tradición o que se atribuyera a un profeta del pasado una palabra que conviene a lo que se quiere narrar como lección para el presente. 2. Durante el apogeo del profetismo bíblico, aproximadamente de Amós al Déutero-Isaías (poco más de dos siglos), la palabra adquiere tanta importancia que los oráculos de los profetas se coleccionan por sí mismos. Que los oráculos se conservaran por escrito implica que no tienen valor solo para el momento preciso en que los proclamó cada profeta. La palabra tiene valor por sí misma, independientemente de las circunstancias precisas en que surge la primera vez, pues no es necesario detallarlas. Los oráculos son palabra de Yahvé, y eso basta; no hace falta detenerse a considerar las circunstancias de la primera proclamación. Eso vale para los profetas del siglo VIII (Amós, Oseas, Isaías y Miqueas), para Jeremías y sus contemporáneos. 3. En el exilio babilónico ocurre una doble transformación por la integración de otro tipo de palabras en la predicación profética: a) Una se manifiesta sobre todo en Ezequiel, el sacerdote convertido en profeta. Aquí la «ley» se integra en el ámbito de la profecía en la medida en que el profeta resume en 40-48 la legislación en torno al nuevo templo. b) Más interesante pudiera parecer el proceso por el que la profecía integra la palabra de la oración (lamentación/súplica, acción de gracias, alabanza). Ese proceso pudo comenzar antes, pero no nos consta, por ejemplo para las doxologías de Amós o para salmos contenidos en el libro de Isaías (Is 12; 38,10-20), que remonten a esos profetas. A diferencia de lo anterior, una importante influencia del lenguaje de los salmos ocurre cuando el «Déutero-Isaías» incorpora importantes descripciones de carácter hímnico en el ámbito de la profecía para ilustrar y expresar el anuncio de la salvación/liberación y la alegría que provoca. La época posterior al exilio es menos característica. Las formas (géneros) se mezclan y, si algo se puede señalar, sería el predominio cada vez mayor del aspecto visionario. Ocurre entonces, en forma gradual, el paso de la profecía a la apocalíptica.

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b) El acontecimiento de la palabra Los oráculos son lo más importante en los libros de los profetas y allí es donde se podrán señalar varios géneros literarios característicos. Para facilitar su enumeración es bueno tomar la adecuada perspectiva. Aparentemente no necesitamos buscar mucho: deriva de lo que vimos en el capítulo anterior. La palabra proclamada podrá ser un fenómeno complejo. Como mínimo es dialogal y supone una persona que habla y otra que escucha. En cuanto hay diálogo, las preguntas que se deben hacer sobre la predicación de los profetas parecen ser tres: • ¿Quién habla? • ¿A quién le habla? • ¿Qué sucede en ese hablar? 1) La primera pregunta se refiere al origen de la palabra profética. Es la palabra de un hombre concreto (si tal palabra es de Isaías, no puede ser de Jeremías), pero la pretensión del que habla es que representa a Yahvé, que proclama su palabra: habla Isaías y su predicación puede tener rasgos personales inconfundibles, pero lo que pretende Isaías es que en su palabra se escuche a Dios mismo que habla a su pueblo. De esa manera se complica la pregunta inicial: el origen de la palabra no está solo en un hombre llamado Isaías. Se podrá discutir la validez de la pretensión de los profetas en el sentido de que hablan en nombre de Yahvé, pero en cuanto al dato de base no podemos ir más allá de lo que nos ofrecen los libros proféticos. Y esa pretensión, para nosotros, tiene validez en la fe: como quiera que eso pueda ocurrir, en la palabra de los profetas escuchamos la palabra de Yahvé. Las fórmulas de mensajero y los demás datos ya considerados solo permiten una respuesta: los profetas se consideraron a sí mismos, o la tradición que guarda y transmite sus oráculos los consideró luego, como mensajeros de Yahvé que hablaron en su nombre. Dos datos, por tanto, son fundamentales: a) tal oráculo es de Isaías; b) mediante Isaías habla Yahvé. No se trata de escoger: ambas cosas se deben mantener simultáneamente. El origen último y decisivo está en Yahvé; el profeta es intermediario. Y no se trata de dos cosas separables: concretamente no hay palabra de Yahvé sino en las palabras de un profeta como Isaías. Por eso la predicación de cada profeta puede tener unas características propias, aunque haya otras

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que son comunes. En cuanto la predicación de cada profeta forma parte de una cadena más amplia de tradición, se plantea la posibilidad de varios géneros literarios en la predicación de los profetas. 2) La segunda pregunta tiene que ver con los destinatarios de la palabra. Basta recorrer los oráculos de los profetas para ver que en ellos hay una doble vertiente. En efecto, unos (la mayoría) se dirigen al pueblo de Dios (Israel, Judá) y otros a las naciones paganas. En el segundo caso la división ulterior solo se puede introducir tomando en cuenta la nación o el pueblo al que se dirige el oráculo; intervendrán Asiria, Babilonia o Egipto (por señalar algunas de esas naciones). En sentido inverso, en el caso de las naciones paganas no se especifican unos oyentes particulares, a diferencia de lo que ocurre en el caso del pueblo de la Biblia. Por supuesto, hasta hay que preguntarse si esas naciones extranjeras pudieron ser y cómo fueron los destinatarios de esos oráculos. Existe una alternativa posible: los oráculos contra las naciones tenían una función en la predicación de los profetas al propio pueblo. Cuando los profetas hablan al propio pueblo es posible una determinación más precisa de los destinatarios: hay oráculos que se dirigen a individuos específicos, sobre todo a los jefes (con frecuencia el rey); otros se destinan a grupos bien determinados (como los sacerdotes); con mayor frecuencia, no obstante, los oráculos parecen destinados a todo el pueblo. 3) La tercera pregunta permite establecer la función predominante y la finalidad de la palabra profética. En la medida en que se considera el carácter predominante de los oráculos, se distinguirán dos vertientes características según los casos: a) Los profetas denuncian el pecado del pueblo y le anuncian el juicio de Dios y el castigo que su pecado merece. b) Los profetas anuncian al pueblo la salvación/restauración. Al estudiar a los profetas podemos, por tanto, distinguir entre la denuncia del pecado, a la que se unen juicio y castigo, y el anuncio de la salvación/restauración. Las tres preguntas iniciales y las respuestas obtenidas no se pueden considerar aisladamente; deben coordinarse. Así, por señalar un ejemplo, debemos ver quiénes son los destinatarios (2ª pregunta) de los anuncios de juicio-castigo o de restauración (3ª pregunta). Los criterios implicados por las tres preguntas de alguna manera estuvieron presentes en el proceso de transmisión de los oráculos, de su fijación por escrito. Veámoslo:

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1) Siempre fue un dato de base que los profetas hablaron de parte de Yahvé, como lo manifestó la tendencia a multiplicar las «fórmulas de mensajero». Pero la respuesta a la primera pregunta por sí misma no permite ninguna división ulterior. Cuanto se haga al respecto, como no sea la distinción material entre los oráculos de cada profeta, no parece fundado. Tal ocurriría con la distinción entre «palabra de Yahvé» y «palabra de tal profeta». Incluso allí donde una división así parecería más justificada, tal vez en Jeremías, una división material entre una y otra topa con el hecho de que la tradición siempre ha considerado que todo es palabra de Dios a través de Jeremías. Y si la palabra de Yahvé se nos ofrece en las palabras de un profeta determinado, la relación no puede hacerse en términos cuantitativos, como si una parte fuera de Yahvé y otra del profeta: todo es palabra de Yahvé en las palabras del profeta concreto. 2) La separación de los oráculos según los destinatarios estuvo presente e influyó en la manera de agrupar los oráculos. Sobre todo para los profetas más importantes, aunque el orden no sea exactamente el mismo, el esquema más común es aproximadamente el siguiente: III. Oráculos que denuncian el pecado del propio pueblo y le anuncian el juicio y el castigo que merece su pecado. III. Oráculos de juicio y castigo contra las naciones. III. Oráculos de salvación dirigidos al propio pueblo. IV. Relatos. A propósito de ellos se debe notar que es raro, no obstante, que la mayoría forme un gran bloque (Is 36-39) o varios (como en Jeremías). Pero hay características propias por lo que a la división de estos materiales se refiere: no siempre se presentan todos esos elementos ni siempre aparecen en el mismo orden. Los relatos, el tipo de material menos abundante y característico, no se encuentran solo al final, como en Is 36-39 (como ni en Isaías se limitan las narraciones a esos capítulos). Ya dijimos que Jonás representa el caso extremo: todo el libro es un relato sobre un profeta (aunque en relación con el anuncio de un único mensaje). Los oráculos contra las naciones no aparecen en todos los profetas, aunque hay colecciones en Am, Is, Jr y Ez, por no hablar del librito de Abdías. Aunque no siempre tengamos los tres tipos de oráculos y ciertos relatos, una agrupación de tipo temático fue importante. La separación de los oráculos por destinatarios jugó, por tanto, un papel en la

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transmisión y agrupación escrita. Por ello es un criterio de base para señalar los tipos o géneros de oráculos proféticos. La atención a los destinatarios es lo que ayuda a comprender por qué en Jr 20-23 predominan los oráculos en contra de los dirigentes de Judá, en particular del rey (o los reyes sucesivos) o los «falsos» profetas. Para los que transmitieron y fijaron por escrito los oráculos, por consiguiente, la consideración de los destinatarios tuvo su importancia, aunque la agrupación resultante se nos antoje bastante imperfecta. 3) Los datos en relación con la 3ª pregunta no permiten resultados muy claros. Es un hecho que se tuvo presente el carácter de los oráculos, si hay cierta agrupación. Los oráculos de salvación pudieran ser el caso menos evidente. En Amós (9,8b-15) y Oseas (14,29) lo que encontramos es poco y pueden ser adiciones que cambiaron tardíamente el panorama de ambos profetas para que fuera menos desolador. En Is 1-39 hay varios oráculos de salvación, pero los encontramos en diferentes lugares y no vemos bien a qué obedece su distribución. Solo en Jeremías (30-33) y Ezequiel (3339/40-48), por no hablar de los profetas posexílicos, hay una clara agrupación de los oráculos de salvación. De lo anterior derivan unas cuantas conclusiones: • Los oráculos que denuncian el pecado o anuncian el juicio y el castigo, así como los oráculos que anuncian la salvación (restauración), no se siguen en los libros proféticos de modo arbitrario: siguen cierto orden y forman agrupaciones temáticas. • Los responsables de la transmisión-recopilación escrita de los oráculos proféticos, aunque tuvieron en cuenta el contenido para establecer la distinción básica entre oráculos de denuncia-juiciocastigo y de salvación, no hicieron ninguna división ulterior de esos grandes grupos, a no ser en la medida en que se consideran los destinatarios. Los destinatarios son, por tanto, lo que permite distinguir entre los oráculos que condenan al propio pueblo y los que se refieren a las naciones. • Si la respuesta a las tres preguntas permite a grandes rasgos descubrir el principio de ordenamiento de los oráculos en los libros proféticos, sobre todo en los más extensos, eso querría decir que los datos implicados estuvieron presentes como criterio de agrupación. • El resultado último es una doble distinción de los oráculos proféticos (por supuesto no es una división exclusiva, sino complementaria):

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1) Por los destinatarios: oráculos a Israel-oráculos a las naciones. 2) Por el contenido: denuncia del pecado con anuncio de juicio y castigo-promesa de salvación (restauración). c) Los géneros literarios en particular ¿Es posible precisar las cosas más allá de lo hecho hasta aquí y señalar diversos géneros literarios en la predicación de los profetas? La respuesta de los especialistas es positiva, pero hay diferencias en la manera concreta de ver las cosas. C. Westermann prefiere una división muy sobria y hasta se opone a la diferenciación de géneros en los oráculos de denuncia y de condena, cosa que para otros sería evidente, si se toma en cuenta que hay subgrupos como la advertencia, la reprensión o la exhortación (además de la denuncia-condena en sentido estricto). No lo seguiremos en esto, pero debemos limitarnos a algunos ejemplos. 1. Anuncio de juicio a un individuo Lo encontramos sobre todo en textos narrativos, pero el ejemplo de Amós, por no citar los textos enumerados luego, muestra que también se encuentra en los «profetas del oráculo». Por lo demás, me limito a los datos ofrecidos mediante el recuadro siguiente.

ANUNCIO DE JUICIO A UN INDIVIDUO En 1 Re 21,18-19; 2 Re 1,3-4 y Am 7,16-17 tendríamos el siguiente esquema: 1) Encargo a un mensajero (1 Re 21,18a.19a; 2 Re 1,3a). 2) Requisitoria (Am 7,16a). 3) Acusación específica (1 Re 21,19ab; 2 Re 1,3b; Am 7,16b). 4) Fórmula del mensajero (1 Re 21,19ba; 2 Re 1,4a; Am 7,17a). 5) Anuncio específico: castigo (1 Re 21,19bb; 2 Re 1,4b; Am 7,17b). Fuera de esos tres textos (en 1 Re 21 el pasaje es algo más amplio, pues comprende los vv. 17-22), se pueden enumerar otros pasajes bíblicos (en la lista siguiente los menos significativos se ponen entre pa-

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réntesis): 1 Sm 2,27-36; (3,11-14;) 13,11-14; 15,10-31; 2 Sm 12; 1 Re 11,29-40; 13,1-3; 14,7-16; 17,1; 20,28-43; 22,13-23; 2 Re 1,6; 20,1419; 21,10-15; (Is 7,10-17;) 22,15-25; 37,22,32; 38,1-8 (= 2 Re 20,111); Jr 20,1-6; 22,10-12.13-19.24-27.30; 28,12-16; (29,21-23).24-32; 36,29-31; 37,17; (Ez 17,11-21). La simple enumeración impone una doble anotación: a) Los textos no son muy numerosos. b) Parecen característicos de relatos sobre profetas, si exceptuamos a Jeremías. Por lo que a las partes se refiere se debe notar: a) La introducción es un elemento variable: puede hacerse en términos narrativos o mediante la palabra del profeta; es sobre todo una invitación a escuchar. b) La acusación generalmente es clara y detallada, pero la forma de presentarla varía, porque en los relatos de Samuel y Reyes se encuentra usualmente en el relato que precede, y es en los textos proféticos donde se expresa de modo claro, aunque sea brevemente. Puede ser una afirmación o una pregunta (ambas en 1 Re 21,19). c) El anuncio puede descomponerse en varios elementos, por supuesto no todos presentes en cada pasaje: introducción inicial como palabra de Yahvé, anuncio propiamente dicho (muy amplio en casos como 1 Sm 2,30-34), castigo que en principio es el apropiado a cada caso (puede llamar la atención el «principio de correspondencia», como en 2 Sm 12,7ss), contraste entre la bondad divina y la maldad del hombre, signo (ocasional).

2. Anuncio de juicio a Israel Es un desarrollo del anterior, pero alcanzó una importancia excepcional. Para Westermann aquí tendríamos que situar la mayor parte de los oráculos genuinos de los profetas de los siglos VIII-VII (entre Amós y el exilio babilónico). Como ejemplos, escogidos entre diferentes profetas, se pueden mencionar Am 4,1-3; Os 2,7-9; Is 8,58; 30,12-14; Miq 2,1-4; 3,1-4.9-12; Jr 5,10-14; 7,16-20. El anuncio de juicio al pueblo de Dios, se haga en forma general o se especifique se habla del reino de Israel o del reino de Judá, consta normalmente de dos partes características: la denuncia que sirve como motivación o justificación y el anuncio del castigo que la falta merece. Por lo que a las partes se refiere, hay que tomar en cuenta principalmente lo siguiente:

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a) La motivación puede estar formada por elementos diversos, pero son particularmente significativos una introducción y una acusación propiamente dicha. Esta puede apenas enunciarse o desarrollarse en forma amplia. b) El anuncio del castigo correspondiente; para que no haya lugar a dudas al respecto, se suele introducir mediante la «fórmula del mensajero». Así el discurso profético, que la fórmula anterior hace aparecer como palabra de Yahvé, anuncia que él intervendrá para castigar a su pueblo a causa de tal falta o de sus faltas. Con frecuencia incluso se detallan las consecuencias de su intervención punitiva. El orden de los elementos no es rígido; hasta se pueden invertir ambas partes, por lo que asistimos a veces al anuncio de un castigo que solo después se justifica. También tenemos casos en que la secuencia de los elementos no es muy clara o lineal. 3. Amenaza justificada y amenaza no justificada También en este caso tenemos bastantes textos que se pueden considerar como representativos. Pero, ¿de qué hablamos exactamente? Si se tratara genéricamente del «anuncio de un desastre inminente a causa del pecado humano», habría que preguntarse dónde está la diferencia respecto a lo que veíamos en la sección anterior. También cabe decir que se trata de un «oráculo anunciando la no-salvación». Pero debemos distinguir al menos tres subgéneros y la subdivisión hará que se precisen las cosas de mejor manera: 1) El caso más sencillo es el de la amenaza no justificada (Am 3,13b-15; 5,16-17; 8,9-10.13-14; Is 3,25-4,1; 7,18-19.20; 17,12.3.4-6; 18; 30,27-33; 32,9-14). Estos son algunos de los casos en que se anuncia una acción punitiva de parte de Dios que se puede considerar como castigo suyo, pero con la particularidad de que no se indican las faltas del pueblo que lo hacen merecedor de ese castigo. La extensión material puede variar mucho, pues lo mismo tenemos oráculos muy breves (incluso de medio versículo) que desarrollos amplios. Pero la extensión no cambia el fondo del asunto: Yahvé anuncia que va a intervenir para castigar sin explicar claramente la razón de tal proceder. 2) En otros textos nos sale al paso la advertencia o amenaza justificada (Am 4,1-3; Is 3,1-9.16-24; 28,1-4.14-22; 29,13-14; 30,8-

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14.15-17). Fácil es constatar que en este caso se establece en forma precisa la relación entre un pecado (o una serie de ellos) y un castigo. Podemos imaginar que aquí como mínimo tendremos dos partes, la denuncia del pecado y el anuncio del castigo. 3) Un tercer tipo sería la mezcla de invectiva y amenaza. La invectiva difiere de la simple denuncia del pecado en cuanto subraya la gravedad de tal o cual situación de pecado: no basta decir que hay una falta; parece haber complacencia en ponderar su gravedad. Algunos textos proféticos, como Am 3,9-11; 4,7-11; 6,1-7.13-14; Is 5,8-10.11-13; 22,1-14.15-19; 30,1-5; 31,1-3, bastan para subrayar que no es muy rara esa mezcla.

INVECTIVA Es un género derivado, pero eso no fue obstáculo para que los profetas hicieran un uso abundante. Más que acusación, es un reproche que subraya la gravedad o pondera la culpabilidad, sea del pueblo en general o de ciertos grupos característicos de personas. Cierto que puede ser un elemento en la motivación de una amenaza, junto a la mención de la falta precisa, pero a veces se desarrolla como por sí misma. Así «Pues conozco sus muchas rebeldías y sus graves pecados» (Am 5,12; ver Am 6,12; Is 1,4-9). Un grupo especial es aquel en que un «Ay» (o una serie de ellos) introduce un desarrollo que se puede calificar de invectiva. Tal vez el grupo más significativo de textos sea el de Is 5,8-24; 10,5-15; 29,15-24. A nivel humano pudiera haber una relación con una maldición de tipo mágico, como la de Dt 27,15-26: la maldición, como la bendición, es palabra eficaz; por ello, si no puede intervenir la justicia para dar su merecido a faltas secretas (ver vv. 15 y 24), se pronuncia la maldición, palabra efectiva, contra los que cometen tales faltas «en secreto».

4. Discurso judicial o requisitoria profética Este género, a veces llamado rîb-pattern, expresión híbrida formada por un término hebreo y otro inglés, es probablemente el género que, procedente de otros ámbitos de la vida del pueblo, en este caso de la vida profana y concretamente de la administración de la justicia, utilizaron los profetas. El origen, sin embargo, es discutido. Para muchos autores el género se origina en el ámbito judicial: es

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una transposición del proceso judicial. Pero J. Harvey, que estudió los textos en detalle, piensa que su origen está en los tratados del antiguo Oriente. Si hay diferencias de interpretación entre los entendidos, aquí no tratamos de ver quién tiene razón. Es de notar, no obstante, que el punto de vista de Harvey está relacionado con la importancia acordada a la alianza y esta no es forzosamente el punto de partida para comprender cada texto de los profetas. En todo caso, no parece justificado hacer de la alianza un concepto omnipresente, se hable de ella o no; solo con los deuteronomistas (últimas etapas de la formulación del Deuteronomio y del conjunto de los libros de Josué a 2 Reyes) es verdad esa suposición. La requisitoria o discurso judicial se compone de varios elementos: a) El prólogo es complejo en cuanto hay varios motivos: llamada(s) de atención, convocatoria de los testigos (sobre todo los astros), declaración precisa en el sentido de que Yahvé no ha incurrido en falta alguna respecto al pueblo, acusación anticipada del pueblo. El llamar como testigos a cielo y tierra pudiera ser el elemento más original y es allí donde habría mayor semejanza con los tratados y otros textos del antiguo Oriente. La afirmación de que, al contrario de lo que pasa con Israel, ninguna falta se puede atribuir a Yahvé es precisa en Dt 32,4 o Is 1,2a. b) El interrogatorio es el elemento más estable del género, aunque eso no quiere decir que brille por su amplitud; al contrario, suele ser muy breve (una simple pregunta en Miq 1,5 o Jr 2,5). c) La requisitoria propiamente dicha es la parte central. Es allí donde se desarrollan las implicaciones jurídicas. Si una relativa amplitud es de rigor, en cuanto al modo de decir las cosas existe gran libertad. Se notará sobre todo: • El recuerdo de los beneficios de Yahvé en el pasado. Se subraya en especial que su conducta fue intachable. Habrá reiteración, si tal idea se expresó antes en el prólogo. • La constatación de la infidelidad de Israel, que puede desarrollarse en forma amplia. Si hay que expresar las cosas en términos legales, de lo que se trata es de hacer constar la culpabilidad del acusado, el pueblo. Por vía de ejemplo, notemos cómo se expresan las cosas en Dt 32. La doble afirmación genérica inicial, de la fidelidad de Yahvé y de la infidelidad de Israel (vv. 4-5), se desarrolla en dos secciones (vv. 7-14 y 15-17). La primera recuerda los beneficios de Yahvé en

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favor de Israel (elección, liberación de Egipto, milagros en el desierto); la segunda constata que la respuesta de Israel dista mucho de ser la esperada. Si la variedad en la expresión es evidente, en este punto lo que resulta claro es que se subrayan faltas, como la idolatría (comparar con Jr 2,8-11), que se oponen a la adhesión exclusiva a Yahvé. Por lo que al modo de decir las cosas se refiere, el tono es perentorio, vehemente; las faltas se enuncian como una evidencia que está fuera de discusión. No estamos cuando empieza la encuesta y se trataría de verificar si las faltas presentadas como acusación son reales o no y hay que verificarlo (ver Gn 18,20-21); aquí estamos ante la decisión judicial que concluye un caso y declara la culpabilidad del reo. Un elemento, la mención del culto, parece no tener nada que ver con el asunto (si se ven las cosas en abstracto), pero es cuestión de perspectiva. Si el culto ofrecido al Señor fuera el intento de «arreglo» por parte de Israel, la cosa resultaría evidente: mediante el culto el pueblo parecería querer probar que, lejos de desentenderse de su Dios, le ofrece los más variados sacrificios y ofrendas. Pero la exigencia señalada por Oseas, el «misericordia (amor, compasión) quiero, no sacrificios» (Os 6,6, citado en Mt 9,13; 12,7) dice dónde estaba la falla del culto (y nos hace comprender por qué los profetas hicieron serias críticas y reservas al respecto): el culto sacrificial no significa nada cuando no se aceptan las exigencias de la voluntad de Dios. Es lo que desarrolla el famoso discurso del templo de Jeremías (7,1-8,3; 26). Una declaración como «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13; ver Sal 78,36-37; Mt 15,8-9) es comprensible cuando el formalismo religioso hace perder su sentido a los sacrificios o a los actos de culto en general. d) La declaración de culpabilidad, aunque se relaciona con la requisitoria y viene a ser su conclusión, es un elemento autónomo. Por supuesto es prácticamente una constante. Tiene un carácter muy directo, si se formula en la 2ª persona del singular o del plural: no hay que andarse con rodeos para declarar el pecado de individuos o del pueblo entero. e) La conclusión puede revestir dos formas, pues hay casos en que el cambio parece imposible y ya no se pide, mientras en otros casos se presenta como posibilidad que no se excluye del todo: 1) Siendo manifiesta la culpabilidad del acusado, se diría que se da rienda suelta a vehementes amenazas; expresan o implican nada menos que la aniquilación del culpable, sobre todo mediante enemi-

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gos que le harían la guerra. Un origen en la práctica judicial no explica todo: las amenazas vehementes parecen reemplazar la sentencia del tribunal. Tal vez se deba a la influencia colateral de la maldición (Dt 27,15-26); aunque no estamos en el caso de faltas secretas. 2) En otros textos lo más importante es la exigencia de un cambio de conducta. De no haberlo, la ira de Yahvé seguiría su curso actual o se desencadenaría (ver Is 1,2-3.10.19-20; Miq 6,1-8). El discurso judicial es vehículo de amenazas muy serias para el pueblo. Si puede servir de analogía que nos ayuda a comprender las cosas, tal vez no deriva del derecho ordinario, no se copia lo que pasa en un proceso ante un tribunal. Estamos en el ámbito de un derecho sacro; las transacciones entre las partes se realizan como a distancia y gracias a una mediación. La ocasión o motivo son las faltas graves del pueblo; pueden romper (o han roto ya) las relaciones mutuas, se vean estas o no fundadas en la «alianza». J. HARVEY Y LA REQUISITORIA PROFÉTICA Aunque para la exposición anterior hemos seguido fundamentalmente a este autor, la manera de expresarnos en algún momento indica que sus puntos de vista, sobre todo en cuanto relaciona todo con la alianza, que sería el punto de partida, no siempre se imponen. Parece la evidencia misma que hoy no se haga de la alianza entre Yahvé e Israel el presupuesto y el fundamento de todo. Si tal fuera el caso, uno esperaría referencias más explícitas en los profetas del siglo VIII, pero apenas las hay. Probablemente ocurrió un error de perspectiva para que se vieran las cosas como se hizo: se quiso ver el fundamento de la relación permanente entre Yahvé y el pueblo en la conclusión de la alianza; hasta sería como el «acontecimiento fundador». Pero, si es indudable que los textos suponen una relación entre Yahvé y su pueblo, relación que debería ser estable, si, se supone, que esto implicaba que el pueblo aceptaba a Yahvé como su Dios y se comprometía a obedecer su voluntad, otra cosa es que a esa relación mutua se le diera siempre el nombre de alianza, que todo estuviera asentado sobre la base de esa alianza bilateral. Si los profetas en la mayor parte de los casos no recurren al término «alianza», no tenemos por qué imponer a los textos esa perspectiva, forzándolos indebidamente al suponer siempre, o casi, algo de lo que no hablan. El argumento de que estamos en el ámbito del derecho sacro en cuanto diferente del profano introduce en los textos una distinción que, por clara que nos parezca, no existía en la época de la formación del AT.

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Tan es así que las más variadas materias del derecho civil o criminal se nos presentan en los textos del Pentateuco como palabra de Yahvé a Israel mediante Moisés, exactamente como los preceptos morales, religiosos o cultuales. Cierto que las requisitorias proféticas delatan una mentalidad en la que todo derecho es sacro, todo tiene su fundamento último en la voluntad de Dios. Pero eso no quiere decir que la base de la requisitoria profética sea precisamente la alianza entre Dios y su pueblo. Lo que los textos dicen con claridad es que la relación entre Yahvé y su pueblo está en riesgo o ha sido rota por los pecados de Israel, no que el pueblo haya roto una relación mutua llamada alianza.

5. Anuncio de salvación o promesa Es como el reverso de la moneda frente a los géneros en que lo principal es la denuncia del pecado, de Israel o de las naciones, y que se ocupan luego de anunciar el castigo que merece el pecado. El proceso parece exactamente inverso: aquí, a quienes viven en una situación de desgracia o desastre, de cualquier tipo que sea, pero también en condiciones normales, se les anuncia un cambio radical de situación: Yahvé va a intervenir en favor de su pueblo para salvarlo. Su intervención significa un cambio radical de situación, si de una que no se considera tan envidiable se pasa a otra en que todo será alegría y júbilo. Como lo describe Is 9,1-2, eso será como pasar de la noche al día o de la oscuridad de las tinieblas al esplendor de la luz. Unos ejemplos nos ayudarán a percibir de qué tipo de cambio de situación se trata. Nadie fue tal vez tan despiadado como Amós en su denuncia del pecado de Israel; por supuesto también anuncia el castigo radical de tal pecado. Pero al leer la conclusión de su libro (9,11-15), se deba a Amós o, más probablemente, se trate de una adición posterior, nos encontramos con una perspectiva de restauración. El castigo parece realizado y una deportación ya ha tenido lugar (v. 14), pero, más importante, el Señor anuncia a Israel una restauración. La dinastía davídica (notar que esto supone más bien la perspectiva de Judá, no la de Israel donde el profeta predicó), que se encuentra como llena de brechas y casi en ruinas (uno piensa en la profecía de Natán a David: Dios le edificará una casa, 2 Sm 7,11b), va a ser reedificada (Am 9,11); el pueblo, que había sido deportado, no se dice adónde, conoce el gozo del retorno al país (v. 14). Hasta hay un elemento de revancha, si el pueblo de Yahvé pasa de dominado a dominador

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(v. 12). Para la vida del pueblo la restauración significa una gran prosperidad, que se describe en términos agrícolas (v. 13); la nueva situación se concibe como definitiva o, al menos, estable (v. 15). El inicio del pasaje subraya lo que será una característica de todo anuncio de restauración/salvación: es un acontecimiento futuro; por muy inmediato y tangible que pretenda ser el profeta (aquel que complementa los oráculos de Amós), la expresión «En aquel día...» permite reconocer que se trata de una promesa relativa al futuro, algo que vendrá. Nótese que así un anuncio de la salvación toma un sesgo netamente predictivo: es algo que sucederá más tarde, cualquiera que sea el punto de partida o de comparación. En el caso de Isaías varios ejemplos son posibles; algunas observaciones se pueden derivar de 9,1-6 (con 8,23b). En 8,23b el cambio anunciado parece algo particular: se refiere al territorio de Neftalí y Zabulón, en la región (Galilea) de los gentiles (ver la cita de Mt 4,13-17). Para la región donde habitan esas tribus habría pasado el tiempo del castigo y llega el tiempo de la gloriosa restauración; la oposición entre la situación actual y la esperada no puede ser más diametralmente opuesta que la descrita por los verbos «ultrajó» y «honró», que describen respectivamente la situación pasada/presente y la anunciada/futura. Mayor importancia tiene 9,1-6, aunque el oráculo plantee sus problemas, entre ellos el de la autenticidad, pero lo importante por ahora no es determinar si se puede atribuir el oráculo a Isaías o hay que situarlo más tarde. Varias imágenes ayudan a describir la nueva situación, la que está por llegar: es un paso de la noche al día, de la luz a las tinieblas (v. 1), es la alegría del labrador y los suyos al momento de la cosecha o de la vendimia (v. 2), es también la liberación de un yugo opresor, de la bota que aplasta (vv. 3-4). Esas varias imágenes dejan entrever que la situación vivida es una situación de opresión, sin duda por parte de enemigos extranjeros, con las consecuencias que tiene desde el punto de vista económico y, sobre todo, desde el de la libertad individual o colectiva; vivir así, oprimido, es como estar en las tinieblas. Pero habrá un cambio de situación, y la que está por llegar será una en que abundarán el gozo y la alegría, por más que vengan mediante algo en apariencia tan poco significativo como es el nacimiento de un niño (vv. 5-6). Pero es que no se trata del nacimiento de un niño cualquiera: es un anuncio mesiánico; el niño que nacerá es un/el «Ungido» (Mesías), heredero del trono de David. El anun-

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cio profético no precisa cuándo ocurrirá tal nacimiento o cómo vendrá el cambio radical anunciado, pero expresa la seguridad de que lo anunciado corresponde a la voluntad salvadora de Yahvé: lo que él ha decretado no puede quedar sin cumplimiento. Por eso hasta se expresa como si el hecho ya hubiera ocurrido: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Inútil insistir en que la tradición cristiana ve la realización de este oráculo en el nacimiento de Jesús. Los anuncios de salvación son la promesa de que algo va a ocurrir en un futuro, sea inmediato o lejano; queda claro a quien lo lee que el anuncio se refiere al futuro, pero queda indeterminado el hecho de poder precisar de antemano cuándo ocurrirá eso. No hay duda de que será un cambio radical de situación: el pueblo de Dios pasará de los pesares y sufrimientos de una situación de oprobio, de dominación extranjera y hasta de destierro, aunque sea el castigo del Señor a causa de los propios pecados, a la alegría de la restauración o salvación. Esta puede tener rasgos mesiánicos, si comienza por la restauración de la «choza» (casa) de David (Amós), si el signo que la anuncia es el nacimiento de un niño que se sentará en el trono de David (Is 9,1-6). Por supuesto que puede tener características más generales. Los anuncios de salvación son particularmente frecuentes en los profetas (y en los autores apocalípticos) a partir del exilio en Babilonia. En cierto modo el gran modelo del «profeta de restauración» es el llamado «Déutero-Isaías» (Is 40-55), el profeta de la «consolación» del pueblo de Dios (tal nombre corresponde al inicio, al «Consolad, consolad a mi pueblo...», 40,1). En los profetas a veces (será más frecuente en los apocalípticos) la salvación del pueblo de Dios llega a tener dimensiones cósmicas: es un verdadero cataclismo, a la manera de aquel que en Mc 13 (y sus paralelos en la tradición sinóptica, Mt 24-25, Lc 21,5-38) engloba la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo. Es una manera de subrayar la ruina de los perseguidores del pueblo de Dios y la restauración de este. Esta podrá tener, como en Dn 12,2-3, características menos terrenas y más decididamente escatológicas, pues es el primer texto del AT en hablar de resurrección de entre los muertos como preámbulo de la restauración.

II. LA FORMACIÓN DE LOS LIBROS PROFÉTICOS Como hoy se ven las cosas, sería una simplificación abusiva creer que cada profeta es el autor del libro que la Biblia nos transmite

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bajo su nombre, pensar que todo se debe a él. Pero si los puntos de vista tradicionales son insostenibles según la crítica moderna, porque simplifican al máximo las cosas, otra cosa es que tengamos todos los datos necesarios para poder explicar de manera satisfactoria la formación de cada uno de los libros proféticos. No por ello podemos desentendernos del asunto, por ejemplo alegando que los especialistas no están de acuerdo en la solución de los problemas críticos, aunque hay perspectivas sincrónicas en las que no parece necesario preguntarse por el origen de los libros bíblicos. 1. EL PROBLEMA En una perspectiva histórico-crítica, hacer lo posible por evitar un problema no es el mejor modo de buscarle solución. Por incompletos que sean los datos en orden a la solución, a visualizar la formación de los libros proféticos, es preferible saber dónde están los problemas y cómo o hasta qué punto se puede esbozar su solución. Es importante añadir que, tratándose de alcanzar el mejor conocimiento posible de los profetas, no está solo en juego el interés personal, sino el logro efectivo de la mejor comprensión posible de la palabra de Dios escrita. Que el proceso de formación de los libros sea complejo o que no alcancemos a visualizar claramente todas las etapas, nos debe llevar a la humildad: mejor es ver las cosas hasta donde alcanzamos, aunque parte de la luz que logramos sea hipotética, que renunciar a la búsqueda de un poco de luz. El esfuerzo vale la pena: nos permitirá percibir algo del proceso de «encarnación» de la palabra de Dios, nos dirá en forma concreta cómo esa palabra nos llega en las palabras de los hombres del pasado que la anunciaron y/o le dieron la forma escrita con que llega a nosotros. Además, comprender esa palabra en su propio contexto es la condición para su mejor «actualización» en relación con nuestras situaciones (la «analogía de situaciones» es fundamental en todo proceso actualizador). No se trata solo de llegar a gustar «obras literarias antiguas», como si se tratara de una literatura entre tantas. Lo importante no es que nos guste la obra de un hombre llamado Isaías (y de su escuela), sino el hacer nuestra la palabra de Dios mediante Isaías y quienes contribuyeron a dar al libro de Isaías la forma que tiene, vale decir, englobando la predicación del profeta de la segunda mitad del siglo VIII a.C. y la de otros profetas hasta don-

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de y en la forma en que nos la legaron quienes dieron al libro de Isaías su forma final. Pero no es posible, en breve espacio, abordar por separado el origen de todos los libros proféticos. Lo importante es sensibilizarnos al problema, no entrar de lleno en todas las cuestiones que estudia el especialista. Es una toma de conciencia inicial, necesaria para percibir en forma suficiente una problemática que, de otro modo, nos desconcertaría y hasta escandalizaría. ¿Cómo lograr esa toma de conciencia, esa sensibilización inicial? Puede haber varios caminos y en cierto modo la precisión inicial, ya lo dijimos, tiene que ser negativa: no es posible abordar cada uno de los problemas que plantean los libros proféticos. Ni se trata siquiera de evaluar todas las soluciones posibles de cada libro profético por separado. Tenemos que optar por esbozar un panorama general. 2. ETAPAS Si hay un problema sobre el origen de los libros proféticos es porque la exégesis crítica moderna llega a una primera conclusión, negativa: «no es cierto que todo el libro (bajo el nombre de un profeta determinado) proceda de la misma persona» (J. L. Sicre). Si tratamos de pasar de esa primera constatación negativa a un intento por ver las cosas de modo positivo, uno de los caminos posibles podrá ser el de tratar de «examinar el proceso mediante el cual se transmitieron las palabras de los profetas» (G. Fohrer) hasta llegar a nosotros en la forma en que las conocemos. Eso es atribuir una parte activa en la formación de los libros proféticos a quienes nos los transmitieron, inicialmente en forma oral y luego por escrito, las palabras de los diferentes profetas. El proceso para reunir las palabras de los profetas puede implicar alguna ampliación, por ejemplo, para aplicar tal palabra a nuevas circunstancias; también puede estar presente la adición de nuevos oráculos, generalmente anónimos, surgidos después de la predicación del profeta inicial. Lo añadido, forme grandes bloques, como en Isaías, o no, puede alcanzar proporciones significativas en un libro dado. Si intentamos precisar las etapas por las que se llega a la forma final de los libros a partir de la predicación de un profeta, debemos afirmar de antemano que se trata de un proceso complejo. La complejidad hace que, si de algo estamos seguros, es de lo diferente que

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ha podido ser el modo de fijación de cada libro profético. No obstante, se pueden ofrecer algunas aproximaciones que, con las reservas del caso, se pudieran aplicar a cada uno de ellos. a) «En el principio era la palabra» La afirmación de Jn 1,1 sobre la Palabra hecha carne se puede aplicar a los profetas: en el principio hubo la predicación de un profeta, llámese Amós, Isaías o Jeremías. Sí, «hubo un hombre, enviado por Dios, que se llamó Juan» (Jn 1,6) con tal o cual nombre, profeta al que el Señor confió la misión de anunciar su palabra a su pueblo. Eso ocurrió en un momento dado, en circunstancias precisas. La predicación respectiva pudo durar unos meses, como la de Ageo, o alrededor de cuarenta años, como la de Isaías o de Jeremías. Pero esos personajes, los profetas, son los hombres de la proclamación inmediata, hecha de viva voz, aunque no se puede excluir que, sobre todo en la época tardía, se diera a los oráculos una forma escrita y así se comunicaran. Precisemos un poco las cosas. Que la proclamación, la predicación directa, fuera anterior al momento de dar una expresión escrita a los oráculos es la suposición más lógica. Los datos más precisos nos los ofrece el libro de Jeremías (Jr 36). Si la predicación del profeta había empezado hacia 627/628 a.C. (con el llamado que Dios le hace el año trece del reinado de Josías, 1,2), no es sino unos veintidós años después, hacia 605 (36,1), cuando Jeremías, por orden de Yahvé, dicta a Baruc todos sus oráculos anteriores (vv. 2-4). Naturalmente, eso quiere decir que el profeta habría conservado de memoria todos y cada uno de sus oráculos. La ocasión para escribirlos es un día de ayuno público. Jeremías, confinado a su casa, no puede ir al templo ni a ninguna otra parte, por lo que solo existe el recurso de una lectura que haga otro que lo pueda sustituir; para ello envía a Baruc con todo lo que le ha dictado previamente. Lo que él, Jeremías, no puede hacer lo hará Baruc: él leerá sus oráculos a la multitud congregada. Baruc hace lo que le manda Jeremías, pero estaba leyendo aquellos oráculos cuando alguien va con la noticia al jefe de la guardia del templo, que hace que le lleven de inmediato a Baruc con su rollo (vv. 5-13). El jefe ve por sí mismo de qué se trata. Y la lectura de aquel rollo lo asusta, igual que a sus esbirros. Por eso decomisa el libro, que quedará de momento en la cámara de Elisamá, y aconseja

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que Baruc y el mismo Jeremías se escondan por lo que pudiera pasar. A continuación va con la noticia al rey (vv. 14-20). Joaquín pide que le lleven el rollo y que se lo lean. Mientras se le hace esa lectura, él va cortando y quemando cada columna una vez que ha sido leída (vv. 21-25). Por supuesto, intenta apresar de inmediato a Jeremías y a Baruc, pero no consigue su propósito (v. 26). Pero no todo queda allí, en un libro quemado por el rey. Jeremías, por una nueva orden del Señor, dicta de nuevo sus oráculos a Baruc (vv. 27ss), incluso añadiendo otros (v. 32). No queda claro si se trata de los recibidos con posterioridad o de unos que no había incluido, aunque la orden del v. 2 parecía decir que debía dictarlos todos sin excepción. Mucho se ha discutido sobre la extensión del rollo dictado por Jeremías en 605, pero todo intento de aclaración está sujeto a un amplio margen de incertidumbre. De todos modos, el relato permite constatar que pasó bastante tiempo entre los primeros oráculos de Jeremías y su fijación por escrito. Sin embargo, es materia opinable qué conclusiones haya que sacar del relato. Sicre considera que es un caso extremo, aunque afirma que el libro (o una parte de él) «remonta a una actividad personal del profeta». Añade incluso que algo similar debió ocurrir en el caso de otros profetas y cita explícitamente los casos de Isaías, Amós y Oseas. ¿No será mucho suponer a partir de un caso extremo o de excepción? Probablemente sí. También disponemos de algunos datos sobre Isaías. Tres pasajes mencionan el hecho de escribir algo o el proceso de transmisión de sus oráculos, aunque habría que preguntarse en qué medida reflejan la situación de manera genuina. De 8,1 no se puede sacar ninguna conclusión por tratarse de algo particular: el hecho de escribir tiene allí implicaciones para un mensaje a transmitir, pues se trata de una especie de acción simbólica (aunque haya el problema de la correspondencia entre los vv. 1-2 y 3-4). De un caso particular no se pueden sacar conclusiones generales, las que nos permitirían saber si el profeta escribía, siempre o a veces y cómo o cuándo, sus oráculos. Más interesante es 30,8. Aparentemente aquí se trata de poner por escrito un oráculo o, probablemente, más bien la serie de tres formada por los vv. 8-17. Pero también aquí el problema está en saber si de un dato particular podemos sacar conclusiones respecto a la manera de proceder usual del profeta. Otro texto importante es 8,16. Pero aquí no se trata de poner por escrito, sino de transmitir de viva voz, oralmente: los discípulos de

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Isaías reciben la encomienda de aprender las enseñanzas de su maestro; son la memoria viva de su predicación y podrán repetir sus oráculos cuando él llegue a faltar. Este texto es importante: lejos de poder descartar, probablemente debemos suponer la transmisión puramente oral de una parte importante de la predicación de los profetas, si no de la totalidad. Incluso sin el dato preciso de Is 8,16, dos datos de cultura general nos llevarían a suponer el papel importante de una transmisión oral: • Eran muy pocos (en términos cuantitativos) los que habrían podido leer un escrito dado, los oráculos de un profeta o cualquier otro texto. ¿Por qué? Porque aquellos que sabían leer eran una proporción mínima de la población. • En sentido inverso, tenía una importancia mucho mayor que entre nosotros la tradición viva: era normal aprender y guardar muchas cosas de memoria. Sí, la memoria era el vehículo normal para la conservación y transmisión del pasado. El escrito era ocasional y servía como ayuda de la memoria. b) La palabra comienza a transmitirse por escrito Comenzara en vida de un profeta dado (caso de Jeremías) o después, en algún momento debió iniciar la puesta por escrito de sus oráculos. Lo más lógico es suponer que, al comienzo, esa puesta por escrito fue parcial o limitada. Es posible que empezaran a circular agrupaciones temáticas en forma de hojas sueltas y eso pudo ocurrir en vida del profeta. Pero es solo el comienzo del largo proceso por el que se pasa, poco a poco, de la transmisión oral a la escrita. El proceso de fijación-verificación debió tomar su tiempo, sobre todo cuando eran relativamente abundantes los oráculos de un profeta. Lo cierto es que, desaparecido el profeta, hay un grupo de personas que transmite y fija, eventualmente amplía, los oráculos del profeta. No es tan evidente determinar quiénes formaron ese grupo encargado de la conservación y de la transmisión de los oráculos de un profeta, aunque la hipótesis más plausible, si tomamos en cuenta los datos de Jr 36 y de Is 8,16, sería la de una persona determinada, como Baruc (caso de Jeremías), o la de un grupo de discípulos (caso de Isaías). Con el tiempo debieron intervenir los escribas, pues de

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lo que se trata es de poner por escrito y de transmitir así los oráculos de tal o cual profeta. Ahora bien, los escribas –por lo que sabemos en el caso de Israel y de sus vecinos– están particularmente relacionados con la administración real. No es difícil suponer que, poco a poco, se fueran formando verdaderos archivos en la corte del rey, aunque tales archivos se ocuparan de o estuvieran más interesados por los documentos administrativos o por la correspondencia internacional. Se guardaba lo que interesaba; si el rollo dictado por Jeremías a Baruc hubiera interesado al rey Joaquín, lo habría archivado en vez de quemarlo, como lo hizo. También se puede suponer que hubiera algún archivo en el templo de Jerusalén. Nos permite suponerlo lo que sabemos sobre el «descubrimiento» del rollo de la ley, con toda probabilidad el Deuteronomio (2 Re 22-23), el «Deuteronomio primitivo», dirán los entendidos. Sobre todo al principio, quienes transmiten los oráculos de un profeta son personas al tanto de su predicación. Su labor fue sustancialmente fiel, pero es una fidelidad que no podemos entender demasiado materialmente.

LA DIALÉCTICA FIDELIDAD-LIBERTAD EN LA TRANSMISIÓN DE LOS ORÁCULOS PROFÉTICOS Con J. L. Sicre podemos pensar que el grupo de los transmisores de las primeras generaciones es responsable de una triple contribución significativa: 1) Redactaron textos de carácter biográfico, por ejemplo Os 1,2-9 o Am 7,10-17 (por no citar aquí los relatos más extensos de los libros de Isaías y Jeremías a los que ya nos hemos referido). Parece evidente que, por relatar cosas a propósito de tal o cual profeta hablando de él en 3ª persona, no es el profeta mismo el responsable de lo que se dice de él. Cierto que hay también textos autobiográficos: a las «Confesiones» de Jeremías se pueden añadir relatos de visiones, como Am 7,19; 8,1-3; 9,1-4 y otros pasajes, como Os 3,1-5, sin contar los relatos de vocación. Puede incluso haber cierta tensión dialéctica entre lo biográfico y lo autobiográfico, como en Os 1,2-9 y 3,1-5. 2) Reelaboraron o ampliaron ciertos oráculos para adaptarlos a nuevas circunstancias. Si el fenómeno de la reelaboración-adaptación es bien conocido, no se trata de reemplazo, de cambiar una cosa por otra. Lo usual es que se conserve completo el oráculo original y se le añada una parte, más o menos importante según los casos, para adap-

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tarlo a una nueva situación o para explicarlo. Lo añadido puede encontrarse en diferente posición y tener diferentes características. Is 28,5-6 sirve de conclusión al oráculo genuino de los vv. 1-4. Lo añadido puede servir de encuadre, como Is 10,3-4a y 22-23 respecto a los vv. 4b-21. Un caso menor es aquel en que mediante una breve adición se le indica al lector a qué se referían las palabras veladas del profeta, como en Is 7,17 («el rey de Asiria») y 8,7 («el rey de Asiria y todo su esplendor»). 3) Crearon nuevos oráculos, «mucho más numerosos de lo que cabría imaginar» (J. L. Sicre). La creación e inclusión de oráculos de profetas anónimos posteriores al profeta inicial habría de comprenderse, sobre todo en las generaciones más inmediatas, como una prolongación de «escuela». «Esta labor de creación de nuevos oráculos fue amplia y duradera, extendiéndose hasta poco antes de la fijación definitiva de los libros. Y, como es lógico, muchas veces (esos oráculos) no tenían relación con el mensaje del profeta al que terminaron siendo atribuidos. Entraban en juego nuevas preocupaciones y [nuevos] problemas, nuevos puntos de vista teológicos. Para muchos comentaristas, época de especial creatividad fueron el reinado de Josías, la etapa del exilio (babilónico) y los siglos posexílicos. Nunca (hasta la fijación definitiva de los libros) cesaron de aparecer nuevos oráculos que se añaden a los bloques ya existentes» (Sicre). El problema para nuestra mentalidad de católicos apegados a una tradición dos veces milenaria está en que se nos diga que determinada colección (Is 1,1) contiene oráculos de Isaías y que eso no resulte del todo cierto o exacto. Pero es necesario comprender y aceptar que «la palabra de Dios es una realidad dinámica y resulta secundario que todos los textos (del libro de Isaías) sean de Isaías... Una obra es importante por sí misma, prescindiendo de quién la haya escrito» (Sicre) o en qué momento preciso surgieron esos textos posteriores a un profeta dado, como Isaías.

c) Recopilaciones varias El poner por escrito los oráculos de un profeta pudo ser parcial y dar lugar a varias colecciones parciales. Pero llega el momento en que se siente la necesidad de juntar los materiales que corrían bajo el nombre de un profeta en un conjunto más orgánico. Una razón para realizar esta «colección de colecciones» fue tal vez que estas podían dar la impresión de cierto desorden; pudo haber repeticiones y variantes de una a otra; algún oráculo terminó siendo atribuido a dos profetas distintos (Is 2,2-5 y Miq 4,1-4 es ejemplo casi único).

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Para agrupar los materiales, tuvo que surgir la pregunta sobre los criterios a seguir. Y bien, ¿qué criterios se han podido seguir para conjuntar los oráculos de Isaías (o de otros profetas) y formar el libro de Isaías? Teóricamente pudieron seguirse varios caminos: a veces será claro, caso de Ageo y Zacarías 1-8, que la cronología (relativa) es importante; en otros libros la cronología juega un papel más aproximativo o no interviene. Así en Isaías podemos relacionar los bloques más genuinos con la predicación de las etapas iniciales (Is 1-8) o finales (Is 28-32), pero estamos lejos de la cronología estricta, si el relato de vocación está solo en Is 6 y no al comienzo de todo (a diferencia de Jr 1,4-10 o Ez 1-3). Lo visto hasta ahora señalaría que el criterio más importante de agrupación resultó de la consideración conjunta de la orientación de los anuncios y de los destinatarios a quienes se dirigen. Cierto que no es un criterio rígido que dé por resultado un orden idéntico o muy similar, pero hay una agrupación que para los libros proféticos más amplios (Isaías y Jeremías) y para algún profeta «menor» (como Amós) se traduce en una distinción de los materiales: • Oráculos que denuncian el pecado y anuncian el castigo al propio pueblo. • Oráculos contra las naciones. • Oráculos de salvación-restauración dirigidos al propio pueblo. • Relatos sobre el profeta. Que lo anterior no sea la norma para un orden fijo inalterable es perceptible por varios indicios. En Amós tenemos primero los oráculos contra las naciones (aunque se incluye a Israel; también el oráculo contra Judá, pero probablemente no es genuino). En Is 139, si hay una importante colección de oráculos contra las naciones (13-23), muchos otros, en parte los más genuinos, no están en esos capítulos (se encuentran en 6-12, el libro del Emmanuel, o en 2832). También en Isaías (1-39), aunque encontramos un cierto número de oráculos de salvación, por ejemplo los mesiánicos, están dispersos y no forman una colección precisa. En Jeremías, por último, los oráculos contra las naciones son la sección final del libro en el texto hebreo (Jr 46,2-51,64), pero no en el texto griego, que los pone a continuación del actual cap. 25. En una palabra, la agrupación que toma en consideración el carácter de los oráculos y los destinatarios no imponía un orden inalterable, el mismo para todos los profetas.

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d) Lo recogido por escrito, inalterable o no La conclusión de la recopilación de los oráculos de un profeta no implica que el resultado fuera un escrito ya inalterable, intocable. Por un tiempo, que pudo ser largo, se pudieron añadir todavía otros materiales de diverso origen. Las adiciones a libros proféticos ya hasta cierto punto terminados pueden tener muy diferentes dimensiones. Van desde glosas y adiciones explicativas breves hasta la inclusión de obras nuevas, incluso de dimensiones relativamente considerables. El caso más notable es el de Isaías. Probablemente se incluyeron el Déutero y el Trito-Isaías (Is 40-55 y 56-66, respectivamente) cuando ya había una colección de la primera parte del libro (1-39) que tenía aproximadamente el orden, aunque no las dimensiones que le conocemos. La salvedad (sobre las dimensiones) se debe al carácter bastante tardío de ciertas secciones, sobre todo 24-27 y 33-35, de carácter cercano al de la apocalíptica. Y no debemos olvidar que los relatos de los capítulos 36-39 son una «edición ampliada» de los relatos de 2 Re 18-20. El de Isaías no es el único libro profético en que se detecta la complejidad del origen. Aunque de dimensiones más modestas, también se ha hablado de un «Déutero-Zacarías». La razón es simple: el estilo de la predicación del profeta de la vuelta del exilio babilónico (caps. 1-8) es muy distinto al de los caps. 9-14. Otra cosa es saber si se trata de una unidad, como daría a entender el nombre. También, para muchos, habría un «Déutero-Ezequiel», aunque aquí no se trataría de bloques, pequeños o grandes, separables del resto, sino de una serie de adiciones en el conjunto del libro que delatan un punto de vista a la vez unitario y distinto al del profeta de los comienzos del exilio en Babilonia. No debemos olvidar a Jeremías; también en él la parte de los redactores posteriores parece considerable. Se ha pensado que, en su caso, el libro fue objeto de una revisión-ampliación sistemática por parte de redactores deuteronomistas (inspirados en el Deuteronomio). Afecta principalmente a los relatos, pero no se libran de ella los oráculos. e) La última etapa Por complejo que haya sido el proceso formativo de cada libro profético, tuvo su «hasta aquí»; se completó en un momento dado. Por lo

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que sabemos (aunque pudo haber cambios menores todavía después), la etapa formativa de los libros proféticos había terminado hacia el año 200 a.C. Tal se desprende de varios datos concomitantes: 1) El Eclesiástico en el «elogio de los antepasados» menciona a grandes rasgos lo que hicieron los «grandes» profetas, Isaías (48,2225), Jeremías (49,7) y Ezequiel (49,8-9). (No se menciona a Daniel, pero no olvidemos que es un libro apocalíptico tardío; encontrará un lugar en la Biblia hebrea, pero solo entre los «Escritos».) La manera en que se expresa en 49,10 da a entender que ya existía en la época del autor, hacia 180 a.C., una colección de «doce profetas», nuestros «doce profetas menores». 2) Los datos de los manuscritos de Qumrán, con todo y que son generalmente muy fragmentarios (salvo el caso de Isaías), van en el mismo sentido: un texto muy similar al de los masoretas circulaba ya entre finales del siglo III (a.C.) y mediados del siglo I (de nuestra era). 3) En Alejandría, sin duda para responder a las necesidades de la importante comunidad judía helenística, se hizo gradualmente la versión de los libros del AT al griego entre el siglo III y el I a.C. Alguna versión, principalmente la de Jeremías, parece haberse hecho usando un texto alternativo, diferente al de la Biblia hebrea y transmitido por los masoretas. Para los «Escritos» parece haber habido un margen de imprecisión; los rabinos solo precisarán las cosas algo más tarde y, por reacción contra el cristianismo naciente, descartarán los libros escritos en griego o solo conservados en esa lengua.

III. EL MENSAJE DE LOS PROFETAS Llamados por Dios para hablar en su nombre, no todos los profetas son iguales: Amós no es Oseas; Isaías no es Jeremías. Ni su mensaje es más o menos equivalente: si un solo libro tuviera más o menos lo esencial del mensaje profético, ¿para qué guardar tantos? Cada libro profético tiene algo de particular e irreemplazable; por eso ni el más breve resulta superfluo. Pero las diferencias entre uno y otro, y por tanto las características de cada uno en particular, se pueden valorar en muy diferentes perspectivas. Si varias son posibles, se pueden elegir, entre otras: • Comenzar por una consideración principalmente material, cuantitativa: se toma en cuenta la mayor o menor extensión de los

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libros respectivos. Esa perspectiva nos ha valido la distinción entre «profetas mayores» y «profetas menores». No parece justificado quedarse con la sola extensión relativa para valorar la importancia objetiva del mensaje de cada profeta: aunque de por sí una cosa y otra sean distintas, debe haber cierta relación. Un libro profético será extenso a causa de la importancia del mensaje que el profeta debía transmitir. • Más significativo pudiera ser tomar en cuenta la orientación y el carácter propio de cada profeta en particular. Hasta la conquista de Judá y de la capital Jerusalén por los babilonios (inicios del s. VI a.C.) los profetas se ocuparon principalmente de denunciar el pecado del pueblo de Dios y de anunciarle el castigo divino que sus faltas merecían; solo después de la caída de Jerusalén en 587/586 se pasa de modo significativo a un mensaje más centrado en promesas de restauración, liberación y salvación del mismo pueblo de Dios. La transición no es matemática, estricta, y no hay que entender el predominio de una y otra orientación de manera exclusiva, como si un profeta del siglo VIII, como Isaías, solo pudiera denunciar el pecado y anunciar el castigo y un profeta de la época persa solo tuviera que hacer promesas de restauración. Los libros proféticos resultan más complejos. Así, por citar este ejemplo, Is 1-39 puede contener oráculos que son el anuncio de la restauración o que contienen una promesa, por ejemplo de carácter mesiánico, aunque también es cierto que se pudieron añadir luego en el transcurso del proceso de formación del libro y, antes, de las colecciones de oráculos. En sentido inverso, también profetas posteriores a Jeremías y Ezequiel pronunciaron oráculos que denuncian el pecado o anunciaron el castigo divino que merecen esas faltas. • En cierto modo lo más objetivo sería tomar en cuenta los grandes temas que desarrolla, de un modo o de otro, la predicación de los profetas. Aunque tengamos que ordenarlos de alguna manera, lo mejor sería tomar uno a uno esos grandes temas y ver de qué manera los reflejan los profetas de la antigua alianza en la propia predicación o de qué manera los evoca cada libro profético. (El doble enunciado es importante para hacer justicia al largo proceso que va de la predicación de un profeta dado al libro actual que nos la guarda: ya hemos hablado del proceso de ampliación de los oráculos para aplicarlos a nuevas circunstancias así como de la adición de oráculos surgidos después, fueran de discípulos del profeta que da su nombre al libro o no.) Pero intentar aquí esa enumeración de los grandes temas expo-

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niendo en cada caso los contenidos exigiría consagrar al tema del mensaje de los profetas un buen número de páginas, incluso si nos limitáramos a unos cuantos temas fundamentales. Por supuesto, cabe imaginar otras posibilidades. Porque actualmente se descubre esta dimensión o porque se le da bastante importancia, prefiero indicar, aunque en forma sumaria, las diferencias en el mensaje de los profetas haciendo valer otro tipo de consideración, la que toma en cuenta la imagen de Dios y de su poder que nos ofrecen los profetas. Que haya orientaciones propias o rasgos característicos es indudable. Basta, por ejemplo, recorrer el libro de Isaías para reconocer que el profeta de Jerusalén desde la visión inicial en que recibe su vocación (Is 6) reconoce su indignidad frente a Dios («¡Ay de mí, estoy perdido!», v. 5) y eso porque, en visión, le es dado contemplar al Señor tres veces Santo, como lo proclaman los querubines (v. 3). Por supuesto, las palabras del profeta tienen una explicación, la que se expresa en la afirmación que podemos considerar como un dogma a lo largo del AT: «No puede verme el hombre y permanecer en vida», había respondido Yahvé a Moisés cuando este le pedía que le concediera ver su gloria (Ex 33,20). No es de extrañar, con esta experiencia inicial, que el libro de Isaías sea el que más frecuentemente menciona ese atributo, el de la santidad de Dios. Hacerse una idea más precisa del mensaje de los profetas es lo que el lector conseguirá, pacientemente, abordando el comentario que se le ofrece en esta colección sobre cada uno de los libros proféticos. A nosotros por ahora, más que la descripción detallada del mensaje de cada profeta, nos interesa presentar la orientación global del mensaje de los profetas «escritores». Abordaremos los dos puntos siguientes: los profetas y las instituciones del antiguo Israel; las perspectivas de los profetas sobre el Dios que se revela.

1. EL PROFETA Y LAS INSTITUCIONES DEL PUEBLO DE DIOS En Jr 18,18, texto que ya citamos y en parte comentamos, leemos que los que tramaban contra Jeremías daban como razón para hacerlo que «no va a faltar la ley al sacerdote, el consejo al sabio, ni al profeta la palabra». Aquí se indica qué es lo propio de cada una de esas instituciones fundamentales; los que hablan sitúan en forma por demás clara a los «profetas» frente a los otros dos grupos, a los sacerdotes transmisores de la ley/instrucción y a los sabios, que ofre-

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cen consejo a los demás con la ayuda de una sabiduría tradicional, transmitida de generación en generación. Pero, ¿dónde está el problema en que se haga la comparación de los «profetas» con los sacerdotes y con los sabios? En que, si se afirma que no faltará la «palabra» a los profetas, incluso en el momento en que hay maquinaciones contra Jeremías y se hace lo posible por eliminarlo, eso quiere decir que Jeremías no forma parte de los «profetas» de que se habla: los «profetas» reconocidos como institución del pueblo de Dios parecen ser algo distinto de ese Jeremías que solo sabe descorazonar al pueblo anunciando catástrofes. No vamos a retomar los datos ya considerados previamente; lo que hacemos es recordar que, si la «palabra» es lo que define al profeta, una cosa son los profetas relacionados con el culto, aquellos mediante los que se «consulta al Señor», y otra muy distinta los hombres que, como Jeremías, han sido escogidos por Dios y enviados para anunciar en su nombre lo que él quiere y cuando él lo quiere. Lo que decía la gente en un momento dado y que recoge Jr 18,18, aunque tiene el elemento positivo de relacionar al profeta con la palabra, no describe propiamente a quienes fueron escogidos por Dios para hablar en su nombre: no se aplica a los profetas del oráculo, en particular a Jeremías, pues lo que dice la gente va en su contra. Eso quiere decir que, para lo que aquí nos interesa, no es Jr 18,18 el texto al que habría que acudir para justificar el puesto de los profetas al interior del pueblo de la antigua alianza. No es que hayamos equivocado el camino al citar ese texto: ya nos ha permitido reconocer al profeta como hombre de la palabra, aunque no forma parte del personal del culto oficial, aquel a quien los fieles se dirigen cuando intentan conocer la voluntad de su Dios sobre algún asunto y por ello lo «consultan». El profeta del oráculo surge cuando Dios quiere y para anunciar lo que él quiere; con frecuencia lo que anuncia es como un jalón de orejas: los profetas del oráculo se complacen en proclamar lo que nadie quiere oír en cuanto denuncian los pecados del pueblo y anuncian el castigo divino, no ya porque sea exactamente lo que merecen esas faltas, sino porque es Yahvé mismo quien hace saber que intervendrá para castigar a su pueblo. Si no se quiere saber nada de esa denuncia de los pecados y menos del castigo venidero, no es de extrañar que hubiera una oposición continua a Jeremías, incluso que se tratara de eliminarle. La comparación con el sacerdote es esclarecedora en otro sentido: tanto el sacerdote, que proclama la «instrucción» o «ley» del

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Señor, como el profeta del oráculo, cuyo cometido es anunciar la «palabra», son personas que comunican algo al pueblo mediante la palabra. Pero la base de la propia palabra es, eso sí, muy distinta: el sacerdote transmite una palabra que, en principio, fue comunicada de una vez para siempre, si la «ley/instrucción» que transmite es la que Dios habría comunicado a Israel mediante Moisés; el sacerdote es el intérprete autorizado y su interpretación podrá tener el cometido de volverla actual en tal o cual momento de la vida del pueblo, pero, en principio, no cabe allí ninguna novedad, por ejemplo la posibilidad de que alguna nueva ley se añada a las anteriormente recibidas. Tal es al menos la forma en que el antiguo Israel se expresa al respecto, si todas las leyes habrían sido dadas al pueblo mediante Moisés. El profeta, por el contrario, pretende dar a conocer una palabra que surge aquí y ahora, una palabra que Dios quiere hacer oír a los suyos que se encuentran en una situación precisa y a causa de la forma en que viven en aquel momento. Saber cómo Dios le ha comunicado su palabra al profeta y, por tanto, investigar cómo ha llegado a su conocimiento o cómo la ha recibido, es otra cuestión, por cierto, nada fácil. De una cosa estamos seguros: si comparamos entre sí al sacerdote y al profeta del oráculo, el primero aparece como el hombre de la tradición, mientras el segundo es el hombre de la novedad; mientras uno proclama, en principio, lo que siempre se ha proclamado a Israel desde Moisés, el otro anuncia lo que el Señor quiere comunicar aquí y ahora a su pueblo; lo que el profeta anuncia es lo que nadie antes pudo imaginar. Sí, frente a las instituciones reconocidas del pueblo de Dios, el profeta del oráculo, hombre que proclama lo que Dios quiere y cuando él lo quiere, no es una institución reconocida, aunque así lo veamos a causa de los lentes que nos ofrecen más adelante la tradición bíblica y nuestra fe cristiana, por ejemplo al confesar al Espíritu Santo «que habló por los profetas». El profeta es hombre de la presencia activa del Señor en la historia humana. Si él está presente y actúa en la historia humana, una de las formas que toma su intervención entre nosotros consiste en hacer oír su voz en tal o cual momento a través de una persona; él llamó al profeta y de alguna manera le comunicó su mensaje para que lo transmitiera. Cierto que era una palabra que no solo tenía valor para aquel momento preciso; por eso se guarda y transmite, porque «la palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Is 40,9). El profeta, una persona precisa de un momento

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histórico dado, como Isaías o Jeremías, es el heraldo que proclamó en su momento inicial tal o cual palabra del Señor. Al término del proceso será verdad que «No, no hace nada el Señor Yahvé, sin revelar su secreto a sus siervos los profetas» (Am 3,7). 2. CARACTERÍSTICAS DEL MENSAJE PROFÉTICO También de manera bastante sintética tratamos ahora de percibir las diferencias entre los profetas, no en el sentido de que pudiéramos afirmar que unos se concentran en la denuncia del pecado con el consiguiente anuncio del castigo que ese pecado merece, mientras otros serían los que anuncian la restauración de Israel y le hacen promesas de parte del Señor, sino más bien tomando en consideración un dato: hasta qué punto echan mano de una imagen suficientemente precisa de Dios, tan precisa al menos como para que podamos decir, gracias a esa representación del Dios de Israel, que Amós no es Oseas o viceversa, que hay una diferencia significativa en el modo en que se representan a Dios y hablan de él. Debemos notar que la obra de uno y otro profeta nos llegan en la medida en que los oráculos respectivos pasaron a Judá, donde en parte se reinterpretaron y ampliaron, aunque ambos predicaron en el reino de Israel, en el reino del norte en cuanto distinto y separado de Judá. Ambos son los más antiguos profetas del oráculo y su predicación acompañó las últimas décadas de la existencia de ese reino, si se sitúan hacia el final del reinado de Jeroboam II (aunque Oseas continuó su misión bajo sus sucesores). Lo que trato de mostrar es, en otras palabras, que hay una diferencia significativa entre ambos profetas por lo que a su manera de hablar de Dios se refiere. Para comenzar por lo que resulta más fácil de verificar, hablamos primero de Oseas. a) Oseas ¿Qué llama la atención en el caso de Oseas? Amén de otras cosas, parece notable en él la referencia histórica. Tan es así que buena parte de su obra, la parte final (de 9,10 en adelante), es esencialmente una retrospectiva, una evaluación de hechos pasados. Pues bien, con la historia está relacionada una frase que podríamos tomar casi como su definición de Dios, si no encuentra mejor ma-

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nera de decir quién es él que la afirmación reiterada «Yo soy Yahvé, tu Dios, desde el país de Egipto» (Os 12,10; 13,4). Si la historia de un pueblo es de algún modo comparable a las edades del hombre, no es de extrañar que el momento en que Israel se encontraba en Egipto fuera como el de su niñez (11,1-4). Las relaciones del Señor con él, lo que Dios hizo por el pueblo de Israel se compararán entonces espontáneamente con los cuidados de un padre, o de una madre, por su hijo pequeño; si tienen que mostrarle su cariño, particular importancia tiene que lo enseñen a andar; vigilarán sus primeros pasos, hasta que aprenda a valerse por sí mismo (vv. 3-4). Antes de proseguir y para que nuestro desarrollo resulte más claro, debemos preguntarnos si Oseas, en los pasajes citados (12,10; 13,4), cita o hace referencia a algún texto anterior. Creo que no necesitamos buscar mucho: si algo se antoja cercano a la frase del profeta es el comienzo del decálogo, pues la lista de prohibiciones y preceptos viene precedida por la autopresentación del Señor, que dice «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud» (Ex 20,2; Dt 5,6). Pero es también evidente que la formulación del comienzo del decálogo contiene dos elementos que amplían la formulación de Oseas, la frase de relativo («que te he sacado») y la aposición que declara a Egipto «casa de servidumbre». Pero no basta yuxtaponer; en cierto modo lo importante es comprender la relación entre la fórmula de Oseas y el comienzo del decálogo. Ahora bien, la relación entre la fórmula de Oseas y la del decálogo ha podido explicarse de varias maneras y en fechas recientes la tendencia de los biblistas ha sido declarar que el comienzo del decálogo sería tardío, pues lo que contiene de «más» respecto a Oseas serían elementos de una fraseología típicamente deuteronomista (ver los elementos de comparación en J. Loza, Las palabras de Yahvé, México 1989, pp. 294-295). Pero, aunque haya otros puntos de vista, sigo manteniendo que Oseas conoce y cita el decálogo y que los dos añadidos de la introducción al decálogo llegaron más tarde y pasaron de Dt 5,6 a Ex 20,2. Así, si Oseas ya conoce y cita el decálogo, pues en otro lugar (4,2; ver detalles en J. Loza, obra citada, pp. 295-305) cita sintéticamente mediante los infinitivos buena parte de sus prohibiciones, es precisamente quien nos permite visualizar (y mediante algo que va más allá de la simple hipótesis) cómo la autopresentación del Señor conoció una forma anterior, más simple. Habrá bastado añadir dos breves expresiones para convertir el «Yo

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soy Yahvé, tu Dios desde el país de Egipto» en «Yo soy Yahvé, tu Dios, que te hizo salir del país de Egipto, de la casa de servidumbre». (Para el no especialista es de notar que la correlación, como era de esperar, es más evidente en el texto original hebreo que en la versión castellana.) Yahvé se dio a conocer como el Dios de Israel, el que se preocupa por la descendencia de Jacob, por lo que hizo para liberarlo y conducirlo por el desierto a la tierra que prometiera a sus padres. Así en Oseas hay como una protohistoria: él es el primer testigo de la gesta de los orígenes del pueblo, que no solo comprende la liberación de Egipto, la marcha a través del desierto y el don de la tierra prometida, sino que también refiere a una prehistoria, pues se afirma la relación con un antepasado, Jacob. Por supuesto, los problemas son complejos y la forma de expresarme no implica la afirmación de la historicidad de los acontecimientos en los términos de la ciencia histórica moderna (ver a el esbozo ofrecido en J. LOZA, Los comienzos de la salvación, México 1998, pp. 19-20). Solo quiero añadir que, además de mencionar los orígenes de Israel como pueblo en Egipto, el profeta también habla de los antepasados de ese pueblo. La primacía de la perspectiva histórica, en Oseas, es también visible allí donde una perspectiva «naturista» pudiera parecer más evidente. ¿Qué entiendo por perspectiva «naturista»? Me refiero a aquella que proclama a Yahvé Señor de la naturaleza más bien que de la historia. Conocida es la importancia del capítulo 2, el gran oráculo de los vv. 4ss. Ahora bien, si Yahvé es el esposo e Israel la esposa (cierto, Yahvé es el esposo engañado e Israel la esposa infiel), allí hay un elemento que podemos calificar de «naturista»: tan es así que Israel ha hecho de Yahvé un dios de la fecundidad a la manera de Baal o de los baales cananeos. El nombre aparece varias veces en el oráculo, lo mismo en singular que en plural (vv. 10, 15, 18-19); eso delata la fluctuación entre un dios de alguna manera trascendente y el calificativo de «señor» dado a los dioses locales de la fecundidad. (Lo de «trascendente» requiere más de una precisión, pero solo quiero subrayar que los textos de Ugarit han puesto de manifiesto la importancia de Baal en los grandes textos mitológicos; en cuanto «patrón» de la fecundidad desplaza en la vida diaria a El/Ilu, el dios creador. Ver G. del OLMO LETE, Mitos y leyendas de Canaán según la tradición de Ugarit, sobre todo el gran ciclo de Baal y Anat, pp. 157235, con la presentación introductoria, pp. 81-153.)

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El elemento «naturista» es evidente o, si se quiere, la confusión entre Yahvé y Baal surge de la atribución a Yahvé de la fecundidad humana, como también se le atribuye la de los animales o la de la tierra; es él quien, mediante los productos de la tierra, ofrece al hombre todo lo que necesita para vivir. La referencia a la tierra (al suelo cultivable) es de lo más evidente, si la esposa habla de sus «amantes» (los baales), como aquellos a los que, supuestamente, debía su pan y su agua, su lana y su lino, su aceite y sus bebidas (v. 7). Pero, si Yahvé hace sentir su mano castigando a la esposa para que vuelva a él, ella tendrá que reconocer que le iba mejor con su primer marido o baal, con Yahvé, aunque ella atribuyera equivocadamente a los baales cananeos los dones que Yahvé le hacía (vv. 810). La gravedad de la falta hace que Dios decida no darle más esos bienes y castigarla: arrasará sus viñas e higueras y le quitará el sustento. Sí, Yahvé castigará a la esposa no dándole ya los bienes que antes le regalaba (vv. 11-15). ¿Cuánto tiempo durará eso? El poema de Oseas no se presta a una interpretación en que las diversas situaciones aparezcan claramente como etapas temporales sucesivas y bien delimitadas, en cuyo caso la duración respectiva debería poder determinarse. Lo cierto es que el profeta anuncia un cambio y que con el v. 16 irrumpe la novedad: la conversión de la esposa; lo que el Señor no había logrado mediante los castigos infligidos a la esposa será el resultado de otro tipo de intervención suya. ¿Qué hará Yahvé? Va a «enamorar» de nuevo a la esposa y a concederle nuevos dones en el nuevo desposorio, en las nuevas bodas. Los regalos de boda, si en buena medida son los bienes temporales, como la lluvia «del cielo» que fecunda la tierra (vv. 23-24), decididamente no se limitan a esos bienes terrenos, a lo necesario para vivir o, si se quiere, para comer, beber y propagarse; en efecto, se incluyen regalos como la justicia y el derecho, el amor y la compasión, la fidelidad y el conocimiento de Yahvé (vv. 21-22). Que, como resultado de esos dones, entonces ya se evitará la confusión de Yahvé con Baal (v. 19) y que Israel renunciará definitivamente a los baales (v. 20), es una consecuencia lógica. Ahora bien, si la relación del pueblo-esposa con el Señor-esposo se establece sobre nuevas bases, una consecuencia es que se atribuya mucha menos importancia a la dimensión «naturista» y hasta mitológica. Pero, incluso suponiendo que pudiera quedar como algo importante esa dimensión, hay algo que definitivamente la cambia: la

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nueva relación con el Señor, prometida como algo venidero, no será algo radicalmente nuevo, sino el volver a entablar sobre nuevas bases la relación de los comienzos. Son importantes aquí los datos que señalan la continuidad (vv. 16-17). Si el conducir a la esposa al «desierto» (v. 16) puede antojarse como una afirmación demasiado genérica, no podemos olvidar que el estar en el desierto o, más precisamente, el caminar a través del desierto es lo que sigue a la liberación de Egipto. Que se aluda a este dato no queda a nuestro arbitrio interpretativo, si Israel (la esposa) ha de responder a Yahvé «como en los días de su juventud, como el día en que subía de Egipto» (v. 17). Sí, la relación es nueva solo de modo relativo: no es algo inédito, sino la restauración de la relación que se había iniciado en los comienzos, «cuando Israel salió de Egipto» (Sal 114,1). Sí, también en Oseas Yahvé es Señor de la naturaleza, pero ante todo él es Señor de la historia, el que ha querido hacerse presente en la historia de Israel al liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto y conducirlo hacia otra tierra, la que le regala para que viva en libertad. Él está en el comienzo de la historia de Israel y la conduce, incluso cuando luego el pueblo se desentiende de su Señor. Para el pueblo de Dios lo que verdaderamente cuenta, si damos fe a aquello a que apela el profeta, más bien Yahvé por medio de las palabras que el profeta proclama en su nombre, es que él se ha hecho presente en la historia del pueblo y no ha cesado de conducirla, incluso cuando el pueblo, rebelándose contra él, lo ha abandonado. A causa de su infidelidad el profeta tiene que invitarlo a una nueva fidelidad, aunque no cuenta solo ella: Dios promete unos dones (vv. 21-22); son la garantía de que Israel, la esposa conducida de nuevo al desierto como al principio, responderá a Yahvé, su esposo, como «en los días de su juventud» (v. 17).

b) Amós Amós reconoce, más que Oseas o de otra forma que él, un señorío universal de Dios, un poder sobre el hombre y sobre el mundo del que no escapa nadie ni nada. Bien lo pone en evidencia el inicio de su libro. Comienza, en efecto, por los oráculos en contra de casi todos los vecinos de Israel; el que concluye el breve conjunto, más desarrollado, es en contra de Israel (1,3-2,16). Dios condena por igual las faltas de otros pueblos y las de Israel; eso es signo de su

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poder universal: Yahvé es el Dios de todos, no solo de Israel; y es el rey de toda la creación. Pero lo anterior no basta para que comprendamos los oráculos iniciales de Amós (los «oráculos contra las naciones») en toda su profundidad. Es necesario precisar mejor su alcance; para hacerlo tenemos que preguntarnos qué sentido tienen esos oráculos contra las «naciones» que concluyen con uno más desarrollado en contra de Israel. Ahora bien, el solo planteamiento de la pregunta nos invita a precisar varias cosas para captar el sentido de los oráculos, para comprender su alcance. Llama la atención, primero que nada, la forma estereotipada en que cada oráculo se introduce. No me refiero a la justificación como palabra del Señor («Así dice Yahvé»), sino a la fórmula «Por tres crímenes de N y por cuatro, seré inflexible». Si la expresión no es común entre los profetas, una comparación con Prov 30 ayuda a entender el sentido de los textos a partir de su «género literario»: es una reutilización del «proverbio numérico». En el texto sapiencial hay varias enumeraciones, cinco en total; en cada caso hay tres cosas y hasta cuatro que se pueden contar como semejantes en una perspectiva dada (vv. 15b-17, 18-20, 21-23, 24-28 y 29-31). Y basta recorrer esos pasajes para percibir que no hay problema respecto a saber por qué tales o cuales cosas forman una lista homogénea, un todo que no es artificial. Esa consideración literaria inicial es importante para percibir un hecho significativo: Amós nos queda debiendo una y otra vez la enumeración de los siete crímenes, con la sola excepción del oráculo contra Israel, pues no menciona efectivamente en cada oráculo tres y hasta cuatro crímenes graves de cada uno de esos pueblos que merecerían el castigo divino; a todos los vecinos de Israel el profeta les atribuye una sola falta precisa, por grave que sea. (El caso de Judá es un tanto especial, y no solo por lo que añadimos en seguida: aunque despreciar la Ley de Yahvé y no observar sus preceptos puede verse como una misma acusación expresada en dos formas equivalentes, más o menos al modo del paralelismo sinonímico, aquí hay al menos otra cosa más, la acusación de idolatría, v. 4). Solo en el caso de Israel (2,6-16) hay una verdadera enumeración (vv. 6b-8) y son cuatro las grandes faltas que el profeta denuncia, aunque, conforme a la ley del paralelismo sinonímico, cada una se exprese mediante dos frases de contenido similar o que se corresponden en términos generales. ¿Qué alcance tiene la condenación de esos pueblos? Si se piensa en lo difícil que pudo ser el dar a conocer a cada uno de ellos en par-

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ticular la denuncia del profeta y si cabe la duda de que hubiera servido de algo, surge una posibilidad de lo más sencillo: los «oráculos contra las naciones» pueden tener un sentido en la predicación a Israel, ser solo una captatio benevolentiae o modo de atraer la atención de los israelitas. Si Amós comenzaba su anuncio a Israel denunciando faltas de lesa humanidad de sus vecinos, la reacción inmediata de sus oyentes es fácil de imaginar: no se requiere mucha imaginación para pensar que lo estarían aplaudiendo por los palos que daba a sus vecinos y enemigos. Amargo será constatar a continuación que la condena de los pueblos vecinos era solo como un pretexto para atraer la atención de los oyentes y, por tanto, para hacer más incisiva y dura la condena de Israel por su infidelidad; esto era lo que importaba al profeta y lo que deja bien asentado al final, con el oráculo contra el pueblo de Dios. Pero, ¿a quiénes condena Amós para atraer la atención de Israel? Si hemos dicho que se trata de sus vecinos, una cosa son precisamente los «otros» pueblos (Damasco, Gaza y el territorio filisteo, Tiro, Edom, Amón y Moab) y otra muy distinta el reino de Judá, no porque el profeta sea originario de ese reino y porque lo podamos considerar como parte del pueblo de Dios durante la etapa inicial de la antigua alianza, sino porque probablemente el oráculo contra Judá no es original. Con frecuencia se considera que Am 2,4-5 es una adición; hasta se piensa que tiene un parentesco con la tradición deuteronómica o deuteronomista, calificativo que tal vez no se pueda justificar tan fácilmente como uno esperaría. De lo que no cabe duda es que estamos ante una «relectura» de los oráculos de Amós hecha en Judá, como pueden serlo las promesas conclusivas del libro (9,11-15). No nos importa precisar todavía más las cosas, pero sí señalar que la formulación del oráculo contra Judá, aunque recurre al mismo tipo de enumeración, difiere notablemente. En efecto, la falta, el desprecio de la Ley de Yahvé y la no obediencia a sus mandamientos, es totalmente genérica; no es una denuncia como todas las demás, una que esté basada en el señalamiento preciso de un pecado que se pudiera catalogar como falta de lesa humanidad. A diferencia de 2,4-5, la continuidad entre los otros pueblos mencionados por los oráculos e Israel no plantea problema: las faltas son similares. Es verdad que la enumeración en el oráculo contra Israel sigue las normas del paralelismo sinonímico, por lo que cada falta se enumera en frases que se pueden considerar como pa-

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res paralelos. Cierto también que los dos últimos pares son una crítica de la idolatría y de sus prácticas; en ellos no hay falta de lesa humanidad. Pero antes ha habido la denuncia de la falta de justicia o de solidaridad más elementales en Israel. Al menos parte de la denuncia de Israel por Amós, y es de notar que se trata de lo que primero expone, es perfectamente similar a la falta que señalaba en el caso de cada uno de los vecinos de Israel. Ahora bien, Yahvé declara que será inflexible en el castigo de las faltas, las de los vecinos de Israel tanto como las de este. Si hay alguna razón para un castigo así, sin duda terrible, está en la gravedad de las faltas cometidas. (Para todos los vecinos de Israel el castigo es similar: Dios envía un fuego que devora o consume ciudades, palacios o lo que encuentra, 1,4.7.10.12.14; 2,2.5. Es verdad que en unos casos el anuncio se desarrolla algo y en otros solo se enuncia brevemente.) Pero la correspondencia entre falta y castigo da a entender que debemos suponer algo que no se expresa directamente. Eso que debemos suponer es una afirmación teológica importante: Yahvé, Dios de Israel, es igualmente Dios de todos esos pueblos. Eso equivale a suponer cierto universalismo por parte del profeta, como el que se expresa luego en 9,7: para Yahvé Israel vale tanto como los cusitas; que Israel subiera de Egipto a Canaán es una migración comparable a la de los filisteos, que vinieron a Palestina procedentes de Caftor (Creta), o a la de los arameos, que el profeta dice procedentes de Quir. Así el hecho de que Israel «subiera» de Egipto no podría ser considerado como un hecho único y sin paralelo. Quedaría por ver entonces cómo es un hecho salvífico y hasta el acontecimiento fundamental y fundante del pueblo de Dios. (Esto plantea el problema de las afirmaciones de Amós a propósito del éxodo y de los cuarenta años de estancia en el desierto. Se podrá pensar que el profeta, procedente de Judá, se acomoda a las tradiciones en torno a las intervenciones de Yahvé que circulaban en Israel y que hemos visto reflejadas en la predicación de Oseas. Eso sucede en 3,1-2, aunque en este caso la forma de hablar del Israel de las doce tribus pudiera hacer suponer que el texto no es original, que se trata de una relectura del oráculo hecha luego en Judá.) Esto, lo que se puede deducir de Am 9,7, no se lleva bien con afirmaciones relacionadas con la historia de las intervenciones salvadoras de Dios en la vida de Israel, ya sea en sus comienzos, como cuando lo sacó de Egipto y lo condujo por el desierto durante cuarenta años hasta darle en herencia el país de los amorreos (2,10), o

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en la historia ulterior (v. 11). Tampoco es evidente que un oráculo como el de 3,1-2 represente la perspectiva propia de Amós, si el dato básico es la elección de Israel, el que la historia de las intervenciones de Yahvé comenzara con la liberación de Egipto y continuara con el guiar a Israel por el desierto durante cuarenta años. Es probable que la perspectiva que recurre a las intervenciones de Yahvé en la historia pasada se superponga o simplemente se yuxtaponga; cuando se dice a la vez que Yahvé es señor de la historia y de la naturaleza, estamos ya en el momento de recuperación de valores y de síntesis final, superior, no ante la diversidad de tradiciones que se hicieron presentes en la historia del pueblo a lo largo de siglos. En Amós lo más evidente es que la historia pasada (ver 4,6-12) viene a ser una ilustración del estribillo «pero no volvieron a mí» (vv. 6 y 8-11): sí, Yahvé se ha servido de muchos castigos, pero Israel no ha sabido reconocer que la mano que lo castigaba era la de su Dios. (Pero las varias alusiones a la historia de las intervenciones salvadoras de Yahvé no se pueden borrar de un plumazo ni es fácil afirmar que siempre se trata de adiciones que se hicieron cuando se recogen los textos por escrito. Lo que sí es verdad es que son pocos los pasajes que las mencionan.) En una palabra, los «oráculos contra las naciones» y el oráculo contra Israel en Am 1-2 forman una unidad en cuanto los primeros y el último dan a entender que el señorío de Yahvé no se limita a Israel: los pueblos son juzgados por el Señor de todos ellos, no por un Dios de Israel que defendiera a «su pueblo» contra sus vecinos y enemigos. El profeta denuncia las faltas de lesa humanidad en nombre de ese Dios: el Señor de los pueblos y naciones no tolera lo que uno le hace al otro indebidamente y sin atenerse a la más elemental justicia. Señor de todos lo es Yahvé por ser Señor de la creación, aunque casi ninguno lo reconozca, aunque casi todos, incluso Israel y Judá, hayan cambiado al único Dios vivo por los ídolos más diversos. Si intentamos ir más allá de esa lectura centrada en los «oráculos contra las naciones», tenemos que reconocer que los puntos fundamentales, aquellos que nos permiten comprender por qué procede Amós como lo hace, no son muy evidentes. Pienso, no obstante, que uno, tal vez el más importante, es el que ya nos revelaron los oráculos de 1-2: el profeta es testigo de una experiencia muy precisa, pues se le ha manifestado el Dios que tiene un poder irresistible, tan irresistible que no puede dejar de escucharlo. Nos lo dice bien

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claro el relato de vocación (3,3-8). Aunque probablemente la afirmación teológica del v. 7 es una relectura tardía, para Amós la voz que lo ha llamado es tan irresistible como el miedo que causa el león cuando ruge en la selva (de ahí la correlación entre los vv. 4 y 8). Por eso el que ha escuchado su palabra, aunque pueda decir de sí mismo que no es/era «profeta» ni «hijo de profeta», como lo hace Amós (7,14), tiene que «profetizar», anunciar la palabra que le fue confiada por Dios. Si el Señor habla, el profeta tiene que hacer oír esa palabra a los destinatarios. Ahora bien, la palabra de Yahvé –la que Amós ha escuchado y debe transmitir– es una constante denuncia de los pecados de Israel. En una forma o en otra la existencia histórica del pueblo de Dios en el momento de la predicación del profeta está bajo el signo del pecado. Si el pueblo no hace otra cosa que rebelarse, si los israelitas «no saben obrar con rectitud», si solo «amontonan violencia y rapiña» (3,10), si los lugares de culto son un pretexto para multiplicar las rebeldías (4,4), si, por último, todo puede resumirse positivamente en una consigna o exigencia positiva, «búsquenme y vivirán» (5,4 y 6). Yahvé no puede estar en medio de y presidir un culto que se complace en las muchas ofrendas (4,4-5) pero no cambia la vida de quienes las ofrecen; por eso ni siquiera hay que buscarlo en esos santuarios (5,5). Yahvé, el Dios universal, tiene que ser el Dios «moral», el que señala al hombre en general o a Israel en particular unas exigencias de conducta. Si no fuera así, no se entendería que fuera capaz de exigir un modo de vivir, un determinado comportamiento o que condene a los hombres porque su conducta deja mucho que desear. Pero no resulta tan claro cómo Yahvé es el Dios moral, el que tiene exigencias que los hombres deben cumplir, como no es tan claro cómo las da a conocer a los hombres. Dicho de otra manera, Amós denuncia la existencia de tales o cuales faltas graves y da a entender que debería ser tan evidente para sus oyentes, como lo es para él, que hay en tal o cual acción una falta grave en contra de Dios. Se diría que su manera de proceder es la afirmación, no la explicación que ayuda a comprender, si se puede resumir así: «Tal cosa, por ejemplo la injusticia de los poderosos, es una falta intolerable y el Señor castigará, incluso pronto y de modo terrible, a los culpables de esa falta». El proceso discursivo denuncia la falta, pero no se detiene a explicar por qué o cómo la acusación es verdadera o en qué se basa.

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¿Habrá que suponer que hay falta porque hay transgresión de una «ley» recibida de Yahvé? Lo menos que podemos añadir es que en la predicación de Amós no es la evidencia misma que Israel posea una ley recibida de Yahvé y que le señala la manera de comportarse. Si hay un «derecho» y una «justicia», y a ella debían atenerse los encargados de administrar la justicia en la puerta de la ciudad (por ejemplo en 5,7 y 10), lo que uno no acaba de entender es si se trata de una ley humana (y cuál ha de ser) o si las instancias de administración de la justicia deben atenerse a una «ley divina». Por supuesto, también aquí habría que precisar dónde está esa ley y qué características tiene. Amós denuncia el pecado y anuncia su castigo por Dios. Su denuncia del pecado y su anuncio del castigo implican que atribuye a Yahvé un poder superior, uno que no se puede comparar con nada que el hombre conozca (ya que el hombre, limitado como es, a todo le pone límites). Él puede señalar al hombre su voluntad y exigirle que la cumpla. Si algo nos ayuda a comprender ese poder sería el darle el calificativo de absoluto. Si de alguna manera lo sugiere Amós, como luego Isaías, es al hablar de la santidad de Dios: hasta dice que él jura por su santidad –por sí mismo– (4,2), ya que no tiene a nadie por encima de él para que sea quien pueda juzgar si su juramento es valedero y verdadero. Bien se comprendieron las cosas cuando se pusieron por escrito los oráculos del profeta y se recogieron, tal vez fragmentariamente, las afirmaciones de un himno al Dios creador (4,13; 5,8-9; 9,4-5) y se repartieron en lugares significativos como para que no quedara lugar a duda sobre el poder de Dios (ver J. LOZA, Los profetas de la antigua alianza, pp. 228-232), aunque se subraya especialmente su poder en cuanto castiga al hombre rebelde. El recuento de las intervenciones pasadas de Dios para castigar a su pueblo, aunque este no supiera ver en el castigo una invitación a la conversión, claramente pone de manifiesto que es el Dios creador y providente. Él castiga con el hambre y con la sed porque él puede dar o negar la lluvia (4,6-8), como es igualmente el causante de tal o cual plaga cuyo resultado puede ser que los hombres no obtengan los frutos que esperarían de sus viñas y de sus huertas (4,9). En fin de cuentas solo una nueva escala de valores permite al hombre tener una esperanza: «Busquen el bien, no el mal, y vivirán» (5,14-15). Pero la serie de visiones (7,1-9; 8,1-3; 9,1-4) dice que, para Amós, en la medida en que no se hizo caso a su mensaje,

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ya había terminado el tiempo de la misericordia: ante el terrible castigo anunciado, el profeta intercede las dos primeras veces y el Señor lo escucha, pero al final (9,4) un castigo divino proporcionado al pecado del pueblo parece lo único que se puede esperar. CONCLUSIÓN GENERAL El recorrido ha sido largo, pero era necesario para que, al hablar de los profetas bíblicos, comprendiéramos un poco más de quiénes hablamos. El punto de partida fue la pregunta ¿qué/quién es un profeta? Si todo lo visto ofrece elementos de respuesta, aunque haya que constatar la complejidad del fenómeno profético, estos datos mejoran y profundizan lo que sabíamos (o creíamos saber) sobre los profetas. Los datos que, sin tratar de recordar todo lo visto, parecen importar serían los siguientes: 1) La terminología nos pone frente a la paradoja de que el vocabulario del AT, continuado por el de la tradición posterior, se aplicaba inicialmente al profetismo colectivo, a los extáticos de las épocas de Samuel y Saúl o de Elías y Eliseo. Pero el verbo manifiesta cierta evolución y en una de sus voces se aplica a los profetas del oráculo y dice tanto como «proclamar [la palabra de Yahvé]». Quedaría por verificar si nuestro vocabulario, en cuanto no corresponde al del AT, es más afín al del NT. 2) La historia del profetismo (en el AT) nos ha permitido ir más allá del uso de ciertos términos; hemos detectado dos vertientes del profetismo y son muy distintas entre sí: a) Hay un profetismo colectivo, el de los extáticos. Aunque se reclamen de un origen antiguo, que remontaría a Moisés (Nm 11,2429), los extáticos aparecen en los relatos sobre Samuel y Saúl y luego en la de Elías y Eliseo. Entre una y otra debe haber continuidad, pero no tenemos datos precisos. También debe existir alguna continuidad durante los siglos siguientes, por lo menos hasta el exilio en Babilonia. Los «profetas» que critican Amós, Isaías o Miqueas o aquellos contra quienes debe luchar Jeremías, serían los continuadores de los profetas del éxtasis. Que ocasionalmente hablaran en nombre de Yahvé se explicaría porque pertenecían al personal de los santuarios y mediante ellos se «consultaba a Yahvé». Esos profetas de Yahvé pudieran estar en continuidad con un fenómeno cananeo, pues también hay unos «profetas de Baal» (ver sobre todo 1 Re 18,26-29).

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b) Es diferente el caso de los profetas individuales, al menos a partir de Amós, si ellos son los hombres de la palabra de Yahvé, si se pueden describir como los hombres del oráculo. Si descartamos a Moisés –aunque será el profeta por excelencia en tradiciones tardías, como la del Deuteronomio–, Samuel parece ser el primero de ellos. Los libros de Samuel y Reyes mencionan a bastantes entre Samuel y Amós, aunque la línea de demarcación entre estos personajes y los hombres del éxtasis no es perfectamente clara y una parte del parecido puede ser debido a la redacción de los textos narrativos (o históricos) después de la aparición del «profetismo clásico», de los profetas del oráculo. A partir de Amós y Oseas la palabra proclamada en nombre de Yahvé adquiere tal importancia que se conserva por sí misma. Si hay una diferencia es en cuanto todos los profetas hasta el exilio en Babilonia parecen tener como misión principal la denuncia del pecado del pueblo; en ello hay una invitación a la conversión y, por no haberla, también le anuncian al pueblo el castigo que merece su conducta. El anuncio de la restauración (liberación, salvación) será primordial particularmente desde el llamado «Déutero-Isaías» (Is 40-55). Claro que una u otra orientación será predominante, no forzosamente exclusiva. Es de notar que en la época persa y helenística se puede constatar que decae la profecía, se limita con frecuencia a «relecturas» de oráculos anteriores o se orienta decisivamente hacia lo predictivo y visionario mediante la apocalíptica. 3) Los profetas clásicos se vieron a sí mismos como mensajeros de Yahvé: transmiten su palabra al propio pueblo, eventualmente a otras naciones (aunque no es seguro, como vimos, que los oráculos a otros pueblos estuvieran destinados a ellos; pueden tener una función en la predicación al propio pueblo). Esta conciencia fundamental se manifiesta de varios modos: a) El más abundante lo constituyen las fórmulas de inicio o conclusión de los oráculos, aunque tengamos que reconocer que su gran frecuencia, por ejemplo en Jeremías y Ezequiel, puede ser debida a quienes dieron forma escrita a sus oráculos: mediante ellas los profetas dicen claramente que proclaman la palabra de Yahvé. b) Algunos profetas sintieron la necesidad de contar a los demás las circunstancias de su llamado inicial y, por ello mismo, los relatos de vocación son un modo de justificarse ante los demás, sea porque

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encontraban el rechazo o por ser la única credencial que podían ofrecer a los demás. Otros relatos, biográficos o autobiográficos, entre los que sobresalen las «confesiones de Jeremías», abundan en el mismo sentido. Los profetas se vieron a sí mismos como enviados de Yahvé con el encargo de anunciar su palabra y/o así los vio luego toda la tradición bíblica. c) Hay profetas, como Jeremías, y otros «profetas» a quienes los primeros se enfrentan. ¿Qué pasa si dos hombres se presentan ante el pueblo con mensajes diversos y hasta opuestos y pretenden hablar igualmente en nombre del Señor? De alguna manera habrá que esbozar los criterios por los que el verdadero profeta puede ser reconocido y el «falso» profeta desenmascarado. Los enfrentamientos, sobre todo de Jeremías, con los que los LXX llamará «falsos profetas», esbozan parcialmente los criterios por lo que es posible distinguir a unos de otros. d) Un indicio más, aunque solo lo indicamos aquí o allá como de paso, es el de saber quién se esconde tras el «yo» de los oráculos proféticos. Hagamos la experiencia leyendo un oráculo; preguntémonos quién habla. De seguro que responderemos: «Habla Dios, el Señor»; si dijéramos que habla fulano de tal, por ejemplo Isaías, probablemente en la mayor parte de los casos podremos, como mínimo, añadir que habla en nombre de Yahvé, que lo hace como enviado suyo. 4) Para hablar en nombre del Señor los profetas a veces recurrieron a la palabra en acto de las acciones simbólicas, pero el medio usual fue la palabra proclamada. Ahora bien, esa palabra tiene unas características literarias: a) Los oráculos proféticos normalmente son poesía. Eso pone en evidencia una manera de hablar, usualmente concisa y concentrada, que usa recursos estilísticos propios de la lengua en que se expresan, como el paralelismo o la expresión concéntrica; esa es, además, una lengua que se sirve de imágenes. No comprenderemos bien la poesía de los antiguos profetas si la leemos como prosa; conocer un poco los recursos de esa poesía ayuda a comprender mejor lo que dicen los profetas. b) Todo discurso y todo texto escrito siguen un modo de expresión, aunque fuera solo por el hecho de usar una lengua determinada. Y en los profetas habrá una tendencia a la estilización y a la formación de una tradición literaria. Por ello es importante descubrir los géneros literarios. Pero no es solo cuestión de catalogación o de

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señalamiento de un esquema de desarrollo; lo que importa es descubrir la orientación significativa del oráculo y la situación a la que responde. Descubrir el contexto vital es encontrar el porqué y el para qué de los textos, sin olvidar lo que cada oráculo tiene de irrepetible o único. c) La exégesis histórico-crítica moderna nos ha hecho percibir una especie de dualidad entre la predicación de viva voz de tal profeta y la conservación escrita de esa predicación en un libro. Si pasa tiempo entre la predicación y su fijación escrita y si esta la hicieron personas posteriores al profeta, cada libro profético será el resultado de una larga historia literaria. Lo que nos llega contiene oráculos genuinos, pero a veces habrán sido objeto de ampliaciones o relecturas: es que ha habido una aplicación a nuevas circunstancias. Hoy sabemos, además, que hay oráculos posteriores, incluso abundantes, entre los contenidos en tal libro profético y que supuestamente serían todos del profeta que da su nombre al libro. La formación de los libros proféticos es un fenómeno complejo y la separación entre lo genuino y lo añadido es problemática. Pero no importa solo saber si tal oráculo es o no de Isaías; lo realmente decisivo es que Isaías fuera un profeta cuya palabra había de transmitirse entre unos discípulos (ver 8,16). Andando el tiempo se recogerá por escrito, se aplicará a nuevas circunstancias, se añadirán cosas nuevas... La palabra del Señor es una realidad viva y dinámica; no podía limitarse a lo que dijo en un momento dado mediante Isaías o Jeremías. No tiene que ser un oráculo genuino de uno u otro profeta para ser palabra de Dios. Palabra de Dios, la palabra profética es una palabra encarnada: siguió el proceso al que se someterá la Palabra personal, que se hizo carne para que nosotros pudiéramos escucharla y hasta verla (ver Jn 1,14). Si en algún momento terminó el proceso formativo de la palabra escrita, fue solo para que empezara el que desde entonces ha de realizar cada generación y cada persona del pueblo de Dios, aquel por el que la hacemos nuestra. En efecto, frente a la palabra de Dios debo intentar comprenderla mejor para comprenderme más a mí mismo. Y debo comprenderme cada vez más a mí mismo a través de la palabra viva de Dios, si es la sola palabra que «permanece para siempre» (Is 40,8; 1 Pe 1,25). En la fe, la palabra de los profetas debe hacerse vida, debe ser la luz que ilumina y orienta mi vida para que la viva según Dios.

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BIBLIOGRAFÍA SELECTA

ABREGO DE LACY, J. M., Los libros proféticos (IEB 4), Estella, Verbo Divino 1993. La IEB (Introducción al estudio de la Biblia) rebasa ampliamente a muchas obras que nos ofrecen algo sobre los profetas como parte de una Introducción al AT, aunque el presente volumen pudiera juzgarse como no tan bien logrado (o como más sintético) si lo comparamos con los que se ocupan de otras secciones del AT. ALONSO SCHÖKEL, L., Manual de poética hebrea, Cristiandad, Madrid 1987. Si la mayor parte de los textos de los profetas son poéticos, hacerse una idea de la poesía bíblica parece indispensable. Y qué mejor guía que quien hizo de la poesía bíblica el objeto de su particular interés desde su tesis doctoral (Estudios de poética hebrea, Juan Flors, Barcelona 1957). ASURMENDI, J., y colaboradores, Profecías y oráculos, I-II (Documentos en torno a la Biblia 27-28), Verbo Divino, Estella 1998. Esta colección de textos es importante para que no le cuenten a uno cosas, tal vez sin base, respecto a lo igual o a lo desigual que resulta el profetismo bíblico comparado con fenómenos religiosos del antiguo Oriente. Siempre será mejor acudir a los textos, y hacerse uno su propia idea, que limitarse a lo que otros le dicen al respecto. BARRIOCANAL ÁLVAREZ, J. L. y colaboradores, Diccionario del profetismo bíblico, Monte Carmelo, Burgos 2008. Este diccionario viene a llenar un enorme vacío. Cierto que muchas cosas sobre los profetas se desarrollan en diccionarios bíblicos y otras obras generales, pero este se dedica a presentar todos los temas, personajes y problemas de que uno debe ser consciente al estudiar a los profetas. GONZÁLEZ NÚÑEZ, A., Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, Marova, Madrid 1962 = Profetismo y sacerdocio, La Casa de la Biblia, Madrid 1969. Es una obra importante sobre la historia del profetismo escrita en

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INTRODUCCIÓN AL PROFETISMO

nuestra lengua, aunque la manera de abordar y resolver los problemas no siempre fuera la más adecuada. JUNCO GARZA, C., Palabra sin fronteras. Los profetas de Israel, Paulinas, México 2000. De señalar alguna obra escrita en nuestra lengua fuera del ámbito de la península Ibérica, la presente es un buen ejemplo. Trata de muchos aspectos del profetismo bíblico, incluyendo algunos de que no nos hemos ocupado en las páginas precedentes. SICRE, J. L., Profetismo y profetas, Verbo Divino, Estella 1992/19973. La visión panorámica de Sicre, aunque haya otras a las que se pudiera recurrir, parece muy bien lograda. Por ello se recomienda ampliamente. Nota: no se hace referencia aquí a G. von Rad; su Teología del Antiguo Testamento (vol. II) será parte de la bibliografía sobre Isaías.

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SEGUNDA PARTE

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Jordán es An Líbano tilíbano Oront

frat es

BAJA MESOPOTAMIA

Bagdad

ALTO EGIPTO

BAJO EGIPTO

Asiut

MAR ROJO

de Aqaba

Negev DESIERTO SIRO-ARÁBIGO Suez El Cairo Sinaí Golfo Fayúm

Mar Muerto

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Geografía del Próximo Oriente.

Balih Éu

Golfo Pérsico

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Damasco

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Palmira

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CAPÍTULO V

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Isaías es el primero de los «profetas mayores» y el libro que contiene sus oráculos encabeza la colección de los «Profetas», de los «Profetas posteriores» en la Biblia hebrea. Las características respectivas aconsejan dividir los 66 capítulos en tres partes desiguales; abarcan respectivamente los capítulos 139, 40-55 y 56-66. La primera parte (1-39), a pesar de la complejidad que nos hace reconocer varias colecciones menores, es la que guarda los oráculos genuinos del profeta de la segunda mitad del siglo VIII a.C. Esta afirmación se hace en el supuesto de que no podemos atribuir cada oráculo del libro a Isaías mismo: no solo todo el libro, sino incluso la primera parte, es obra de «escuela»; Isaías es el primero de una serie de profetas cuya predicación se recoge en el libro de Isaías, en 1-39 en particular. Para la tradición cristiana Isaías es el profeta mesiánico por excelencia, pero no se puede reducir la aportación de Isaías y de su escuela al anuncio anticipado de la venida de Cristo. Quien lea detenidamente Is 1-39 (o todo el libro) descubrirá buenas razones por las que el libro de Isaías fue el libro profético más citado en el NT. INTRODUCCIÓN El libro de Isaías recibe su nombre del gran profeta del siglo VIII a.C., pero el origen de los oráculos es complejo. Para la exégesis crítica moderna, además de que no todo en los capítulos 1-39 es del profeta Isaías, la segunda y la tercera parte del libro serían posteriores: el nombre de «Déutero-Isaías» se da al «profeta de la consola-

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ción de Israel» (ver Is 40,1), a quien se deben los capítulos 40-55; se situaría al final del exilio babilónico. Por su parte el llamado «Trito-Isaías» (capítulos 56-66) sería una colección de oráculos de los comienzos de la época persa. Aunque una parte significativa del libro no sea del profeta Isaías, el común denominador de los oráculos contenidos en el libro sería el hecho de que guardan la predicación de Isaías y de su «escuela». El mismo profeta, en un momento en que parece que el Señor le esconde su rostro, pues no se manifiesta a él, afirma que su enseñanza y sus oráculos, en espera de la clara manifestación del Señor, deben ser guardados entre sus discípulos (8,16). Aquí nos ocupamos solo del profeta del siglo VIII y de señalar lo que parece añadido en los capítulos 1-39. Solo al llegar al capítulo 40 o al 56 diremos algo del Déutero-Isaías y del Trito-Isaías.

1. ISAÍAS: SU MOMENTO HISTÓRICO Y SU MINISTERIO Isaías, el personaje que da su nombre al libro que encabeza los «profetas posteriores», es el primero de los «profetas mayores» y el libro profético más citado por el NT. Que lo llamemos «profeta» es fruto de un proceso: el título de na¯ bî’, ya lo vimos, se aplicaba a una parte del personal del culto de los santuarios. En el siglo VIII Amós y Oseas, Isaías y Miqueas se muestran reticentes a aceptar ese título; solo más adelante, principalmente con el Deuteronomio, con su escuela (los deuteronomistas) y con otras obras tardías, recibirán el nombre de «profetas» todos aquellos a quienes se reconoce haber hablado al pueblo de parte de su Dios. Esa terminología hasta cierto punto produce una confusión, no porque llamamos profetas a quienes criticaron duramente a otros profetas, sino porque ello nos lleva a poner en el mismo plano a los profetas del oráculo, a sus predecesores y al personal de santuarios locales mediante quienes se «consultaba» al Señor. La predicación de Isaías, lo veremos luego, se concentra en la primera parte del libro (1-39) y ni siquiera podemos decir que se le deben todos los oráculos de esos capítulos. Probablemente procede del lugar donde predica, Jerusalén, la capital del reino de Judá, aunque los redactores al intitular el libro (1,1) apenas nos dicen que era hijo de un tal Amós. (La diferente grafía en hebreo basta para probar que no tiene nada que ver con Amós, el profeta que realizó su

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ministerio en Israel, aunque pueda haber afinidades entre la predicación de uno y otro profeta.) Sus relaciones con la casa real de Judá, aunque puedan explicarse por su misión profética, parecen indicar que pertenecía a la aristocracia. Isaías había recibido probablemente la educación que se destinaba a los «escribas»-sabios; hay más de un indicio en sus oráculos que nos hace buscar en las tradiciones de los sabios el punto de comparación. Es verdad que los testimonios que se pueden aducir son posteriores, aunque de Prov 25,1 se pudiera concluir que ya en tiempos de Ezequías pudo comenzar el proceso de recopilación de proverbios tradicionales, en parte atribuidos a Salomón. Que Isaías en sus oráculos genuinos sea probablemente el mayor poeta del AT también probaría que había recibido la mejor educación posible en la Jerusalén de la época. Isaías es profeta por vocación (6,1ss), porque Dios lo llama, pero es un profeta muy relacionado con la corte de Judá. Fuera de los datos de los relatos sobre Natán y Gad en la época de David (aunque se pueda uno preguntar hasta qué punto los textos reflejan la época de la que hablan), de él más que de ningún otro de los profetas del AT se pudiera decir que fue un «profeta de corte». ¿Qué características tiene su ministerio profético, además de estar relacionado con la corte del rey? Un dato que llama la atención y que nos hace percibir un aspecto importante del carácter de Isaías en cuanto profeta es la correspondencia entre el título del libro y los de algunas secciones suyas (1,1; 2,1; 13,1). En 1,1 se subraya que lo recogido por escrito es una «visión», aunque haya que dar al nombre un valor colectivo y se trate de una serie de visiones, no de una sola; también 2,1 subraya que cuanto sigue es exactamente «la palabra que vio Isaías», la palabra que llegó en visión al profeta. Eso suena extraño: la palabra propiamente se oye, no se «ve», a no ser que esté impresa. Por ello probablemente hay que entender: «la palabra que llegó en visión a Isaías». La expresión es similar en 13,1, aunque aquí el término nominal de referencia sea «oráculo», y no «palabra». Hay, pues, una correspondencia: mientras el título general utiliza el término «visión», los otros dos (2,1 y 13,1) hablan de una actividad consistente en «ver», un «ver» que estaría relacionado con el origen de la palabra proclamada por el profeta. Los datos de los títulos dados por los redactores del libro cuando alcanzó su forma escrita no son únicos. El relato en primera perso-

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na que hace el profeta (6,1ss) sobre su llamado o vocación basta para probar que su primera experiencia fue precisamente una visión: «vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado» (v. 1). Es verdad que aquí el profeta usa el verbo ordinario para expresar la idea de «ver». Como quiere que sea, esto nos hace pensar en el título de «vidente», probablemente el más importante después del de «profeta», según expusimos en la Introducción a los profetas. Los oráculos de Isaías nos encaminan en la misma dirección, pues es bastante positivo cuando habla de «videntes» y «visionarios». En 30,9-11 los destinatarios de la palabra, que no quieren saber nada de las exigencias de Yahvé, son quienes tratan de desviarlos de su camino al pedirles que les presenten, no la palabra del Señor, esas exigencias que no quieren escuchar, sino «ilusiones» que les permitan soñar; eso reemplazaría las «visiones verdaderas», las que pondrían ante su vista lo que Dios les quiere decir o manifestar como exigencia suya. Es verdad que 29,10 parece más crítico, pero los títulos de profetas y «videntes» parecen una glosa que explicita un oráculo en que Dios mismo hace saber cómo, ya que no han querido escucharlo, su palabra es para ellos como «libro sellado», incomprensible. En una palabra, Isaías se situaría en la tradición de los «videntes», aunque no queda totalmente excluido el título de «profeta» (na¯ bî’): llega a llamar «profetisa» a su esposa (8,3). Además, la tradición lo llama profeta; así ocurre en los relatos al final de la primera parte del libro (38,1; 39,3). Que Isaías sea poco positivo al hablar de los «profetas» (3,2; 9,14; 28,7) parece suficiente para que uno no espere que quien los critica de esa manera pueda añadir: «yo soy uno de ellos; para servirles». Si no en forma tan perentoria como Amós, con su respuesta a Amasías: «yo no era/soy profeta ni hijo de profeta» (Am 7,14), el rechazo del título parece evidente. (Se puede notar de paso que Amasías llama «vidente» a Amós, v. 12, y los redactores ven su obra como resultado de las «visiones» que tuvo, 1,1, lo que hace pensar principalmente en la serie de cinco visiones de 7,1-9; 8,1-3 y 9,1-4). El ministerio de Isaías, según 1,1, se extiende desde el reinado de Ozías, aunque su vocación ocurre exactamente el año de la muerte de ese rey (6,1), hasta el de Ezequías. El momento de la vocación nos situaría probablemente en el año de 740. Por lo que a la etapa final se refiere, los relatos de 36-39, que retoman y amplían los de 2 Re 18-20, nos permiten afirmar que en el momento de la invasión

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de Judá por Senaquerib de Asiria y el sitio de Jerusalén, probablemente en 701, tendríamos su última intervención. Eso no quiere decir que la actividad del profeta fuera ininterrumpida y como quien dice cotidiana desde la muerte de Ozías en 740 hasta la invasión de Senaquerib en 701. Los oráculos probablemente genuinos y los relatos (para la última etapa) permitirían concluir que su actuación es episódica: se concentra en varios momentos precisos e importantes de la historia del reino de Judá en la segunda mitad del siglo VIII a.C. Por supuesto, su actuación y sus oráculos se relacionan con los acontecimientos internos y externos; se ha podido así resumir su ministerio profético en cuatro etapas fundamentales (la propuesta fue hecha por G. Fohrer): 1) Antes de la guerra siroefraimita, en los primeros años de su ministerio, Isaías se ocupa de la situación interna de Judá. Si el largo reinado de Ozías (unos 40 años) y la disminución de la presión de los asirios, que se había hecho sentir hacia mediados del siglo IX, significó bienestar para algunos, lo más evidente –según Isaías y Miqueas– es la corrupción reinante en la administración del reino. Ambos profetas están de acuerdo para describir una situación en que había grandes injusticias; en su mayoría los que trabajan la tierra ya no parecen ser dueños de ella. La gente sencilla, sobre todo los campesinos, era objeto de una explotación despiadada. Isaías denuncia esas injusticias, como lo hiciera Amós en Israel, como lo hace también Miqueas en Judá. Buena parte de los oráculos genuinos de los capítulos 1-3 y 5 reflejarían esta primera etapa. 2) Durante la guerra siroefraimita, en torno a 732-731 a.C., Judá no sigue a sus vecinos que quieren formar una coalición antiasiria para luchar contra el enemigo común, los asirios. Esa coalición antiasiria está encabezada por los sirios de Damasco y por el rey de Israel (Efraín): de ahí el calificativo de «siroefraimita». Cuando Ajaz se niega a seguirles el juego, los coaligados se vuelven contra Judá y hasta intentan imponer por la fuerza la participación activa de Ajaz y de todo Judá (Is 7,1ss). En Jerusalén, llena de temor ante la cercanía de los reyes coaligados, Isaías anuncia que esos reyes no se saldrán con la suya (7,4-9). Pero la asistencia divina a Judá, que está enraizada en la antigua promesa, en el oráculo de Natán en 2 Sm 7,11-16 y los textos que de él dependen, exige la fe en Yahvé, la confianza inquebrantable en él, y eso es lo que parece faltarle al rey Ajaz; de ahí la amenaza o llamada de atención de 9b. Los asirios in-

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tervienen a continuación, conquistan el reino de Damasco, le quitan a Israel buena parte de su territorio (Transjordania y Galilea) y reducen el reino a la región en torno a la capital, Samaría. ¿Hasta qué punto Judá se salva así? Si los asirios de momento dejan tranquilo a este reino, lo que está pasando es que Judá, con los tributos que tiene que desembolsar, paga las campañas de los asirios contra los reinos coaligados que, por cierto, ya unos años antes habían sido obligados a pagar tributo a los asirios. Lo cierto es que la situación en torno a la guerra siroefraimita se refleja principalmente en el «libro del Emmanuel» (7,1ss). 3) Unos quince años después, ya durante el reinado de Ezequías y precisamente cuando este rey, a causa de los fuertes tributos que Judá debe pagar a los asirios, promueve, como antes los reyes de Siria e Israel, una primera coalición antiasiria; Isaías, probablemente hacia 715-711, aunque el momento es difícil de datar, se opone radicalmente a la política de Ezequías: no hay más remedio que someterse a los asirios: rebelarse no traerá nada bueno. Es lo que reflejan oráculos como 14,28-32; 18; 20; 28,7-22; 29,1-11; 30,8-17. 4) La última etapa de la predicación de Isaías está relacionada con el intento de una segunda coalición antiasiria por parte de Ezequías; tal tentativa culmina en el asedio de Jerusalén por Senaquerib en 701. Antes de atacar a la capital, los asirios se toman su tiempo para someter el resto del reino de Judá, por ejemplo apoderándose de la ciudad fortificada de Laquis en el suroeste. Unas «cartas», que nunca llegaron a salir de la ciudad, escritas en simples terracotas o pedazos de vasijas de barro («tepalcates» diríamos en México), pintan al vivo cómo la ciudad llegó a quedar incomunicada con el exterior y en una situación desesperada. Jerusalén fue sitiada a continuación. ¿Cómo terminó el sitio? Para la tradición bíblica posterior (2 Re 18,13-20,19; Is 36-39) el asedio terminó milagrosamente: en una sola noche el «ángel de Yahvé» habría exterminado a 185,000 soldados del ejército asirio; por ello Senaquerib habría tenido que dejar el asedio de la ciudad. Pero es posible que, históricamente hablando, las cosas sucedieran de otra manera: la retirada de las tropas asirias fue comprada con el pago de un fuerte tributo. En sus Anales Senaquerib afirma que conquistó 46 ciudades fortificadas de Judá, hizo 200,150 prisioneros y capturó incontable botín. El relato habla del sitio de Jerusalén, pero nunca llega a afirmar que la ciudad fuera conquistada. Resulta lógico suponer entonces que los 30 talentos de oro y los 800

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talentos de plata, que se añaden a lo pillado en las ciudades conquistadas, fueran lo exigido por el rey asirio para dejar el sitio de Jerusalén y retirarse. La actitud de Isaías fue ahora muy distinta: sostiene a Ezequías en su insurrección en vez de reprobar lo que hace, conforta en su infortunio a los habitantes de la ciudad sitiada y anuncia la ruina próxima del imperio asirio. Tal se desprende de algunos oráculos aislados (Is 1,4-9; 10,5-15 y 27b-32; 14,24-27) y de la parte de 28-32 no señalada en la sección anterior.

LA ÉPOCA DE ISAÍAS: CRONOLOGÍA COMPARADA LOS REINOS DIVIDIDOS ISRAEL JUDÁ Jeroboam II (783-743) Ozías (o Azarías) (781-740). Restablece límites de Israel (hacia 750). Predicación de Amós y, luego, Oseas. Autoridad de Judá hasta Elat. Gran desarrollo agrícola. Zacarías de Israel (743) Salum (Salún) de Israel (743) Menajem de Israel (743-738) Vocación de Isaías (Is 6,1) Jotam (o Jotán) de Judá (740736) Tributo a los asirios (2 Re 15,19) Pecajías (738-737). Muerto por el siguiente Inicios del profeta Miqueas. Pécaj (737-732): pierde Galilea y Galaad (la parte de su reino al otro lado del Jordán) ante los asirios Ajaz (736-716)

PUEBLOS VECINOS (principalmente Asiria) Decadencia de Asiria (hacia 783-745) Egipto: rivalidad entre dos dinastías, la XXII (Bubastis) y la XXIII Tebas). Teglatfalasar III (745-727) de Asiria (Pulu en Babilonia): grandes conquistas asirias; los países conquistados son reducidos al rango de provincias asirias. Rasón, rey de Damasco (cf. Is 7,1). Hacia 738: Teglatfalasar recibe el tributo de Rasón, de Menajem y de otros príncipes del oeste.

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«Guerra siroefraimita»: Rasón y Pécaj ponen sitio a Jerusalén; oráculo del Emmanuel (Is 7,1-17). Recurso de Ajaz a Teglatfalasar, que conquista a Damasco y da muerte a Rasón (2 Re 16,9). Oseas (732-724). Títere de los asirios: es puesto por Rasón en vez de Pécaj; se alía con Egipto en contra de los asirios. Sitio de Samaría. 722 (o 721): toma de Samaría y deportación de buena parte de la población, reemplazada por la traída de otras partes. Sincretismo religioso (2 Re 17,5ss).

Campaña de Teglatfalasar contra Rasón. Fin de Damasco como reino autónomo.

JUDÁ (a partir de 721)

Embajada de Merodac Baladán 2 Re 20,12ss. Campaña de Sargón contra Judá. Prosigue el ministerio de Isaías.

Sargón derrota en Rafia al egipcio Sibé y construye su palacio en Korsabad, cerca de Nínive. Dinastía XXIV en Egipto con capital en Sais. Bocoris (715-709)-Dinastía XXV (Nubia). Conquista de Asdod en territorio filisteo (711) Is 20,1Senaquerib de Asiria (704681).

Obras de Ezequías en Jerusalén, como el famoso túnel para llevar el agua al interior de la ciudad: Inscripción de Siloé. 701: Invasión de Senaquerib; conquista la mayor parte de las ciudades fortificadas de Judá y, posiblemente, pone sitio a Jerusalén. Últimas intervenciones de Isaías.

701: Victoria de Eltequé contra Ecrón (filisteos). Conquista sistemática de Judá: arrebata 46 ciudades a Ezequías y le impone fuerte tributo (2 Re 18,13-16).

Ezequías (716-687)

Salmanasar V (726-722) Sargón II (722-705)

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EZEQUÍAS DE JUDÁ EN LOS «ANALES DE SENAQUERIB» «Por cuanto Ezequías de Judá no se sometió a mi yugo, puse sitio a 46 de sus ciudades fortificadas, fuertes amurallados y numerosas aldeas en sus cercanías; [las] conquisté por medio de bien elaboradas rampas [de tierra]... Saqué [de ellas] 200,150 personas, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, [así como] caballos, mulas, asnos, camellos, incontable ganado mayor y menor, que tomé como botín. A él mismo lo hice prisionero en Jerusalén, su residencia real, como si fuera un pájaro en su jaula. Lo rodeé con terraplenes para hacer la vida imposible a quienes abandonaban las puertas de la ciudad... Así reduje su país y todavía aumenté el tributo y las ofrendas katru [debidas a mí como a su] soberano; fue una imposición [posterior] añadida al tributo antes [señalado] que se me debe entregar anualmente. Ezequías mismo... cuando sus tropas irregulares y escogidas lo hubieron abandonado, me envió, más tarde, a Nínive, mi señorial ciudad, 30 talentos de oro, 800 talentos de plata, piedras preciosas, antimonio, grandes trozos de piedra roja... sus hijas, sus concubinas y sus músicos, hombres y mujeres» (traducción inglesa de A. L. Oppenheim, en J. B. Pritchard [ed.], Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament, Princeton 19693, p. 288; selección y versión castellana propia. Comparar con J. BRIEND, Israel y Judá en los textos del Próximo Oriente Antiguo, Documentos en torno a la Biblia 4, Verbo Divino, Estella 1982, p. 75. La introducción nos aclara que la versión de los textos acadios es directa y se debe a J. GARCÍA RECIO, pp. 4-5).

2. FORMACIÓN DE IS 1-39 Y ORÁCULOS GENUINOS El libro de Isaías es, entre los libros proféticos, aquel cuyo proceso de formación parece haber sido más complejo: va desde la predicación de Isaías en la segunda mitad del siglo VIII a.C. hasta composiciones del final de la época persa o del comienzo de la época helenística. La complejidad del problema es lo que hace que los puntos de vista sobre lo que hay que atribuir al profeta del siglo VIII a.C. puedan ser muy variados. Aunque aquí no se trate de abordar el problema crítico en todos sus detalles, dos acotaciones de conjunto permiten delimitar a grandes rasgos los elementos de respuesta. a) Si el libro de Isaías está compuesto por tres grandes secciones, a saber las formadas respectivamente por los capítulos 1-39, 40-55 y 56-66, aparentemente podemos afirmar que la 2ª y la 3ª no contienen nada atribuible al profeta del siglo VIII. Is 40-55 recoge la pre-

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dicación de un profeta anónimo, el «profeta de la consolación de Israel». Ese nombre no es difícil de entender, ya que «Consuelen, consuelen a mi pueblo» son las palabras iniciales (40,1). Ese profeta anónimo, el Déutero-Isaías de la crítica moderna, habría predicado en los años que preceden al edicto de libertad para los habitantes de Judá que habían sido deportados a Mesopotamia. El edicto se debe a Ciro de Persia y dataría del año 539/538 a.C. El profeta anónimo, si ya nombra a Ciro de Persia, habría predicado a los deportados durante la década que va de 550 a 540 a.C. Posterior a esta predicación a los exilados en Babilonia son los oráculos de los capítulos 56-66. En este caso, aunque se habla usualmente de un «Trito-Isaías», la unidad del conjunto resulta más problemática. Lo que se puede decir es que probablemente se trataría de oráculos aislados de los comienzos de la época persa; los capítulos 60-62 pudieran ser el conjunto unitario más significativo. Si tanto Is 40-55 como 56-66 se juntaron con los oráculos de Isaías, si no se guardaron separadamente o con los de otro profeta, posiblemente sería porque se sitúan, más o menos claramente según los casos, dentro de la corriente de una «escuela de Isaías». b) No basta descartar los capítulos 40-66; debemos añadir que solo una parte de 1-39 representa la predicación de Isaías en el siglo VIII. En efecto, mucho de lo contenido en esos capítulos, y no nos limitamos a los relatos sobre el profeta en los capítulos 36-39, también fue añadido gradualmente al fondo de su predicación genuina. Cómo se hayan de ver las cosas no es fácil de explicar brevemente, sin entrar en el análisis detallado de los textos. La perspectiva global de G. Fohrer, aunque fuera elaborada hace ya unos cincuenta años, permitiría afirmar que Is 1-39 se compone de un buen número de pequeñas colecciones. Cada una estaría formada por varios oráculos; estos no siempre forman un todo seguido y bien delimitado. A los oráculos se añaden a veces fragmentos sueltos. Se debe añadir, además, que las colecciones con material genuino de Isaías terminan habitualmente con un oráculo de promesa, si no mesiánico en sentido estricto, de autenticidad dudosa. El recuadro que sigue indica las colecciones; las que contienen oráculos atribuibles a Isaías se enumeran primero. Debemos añadir que la exégesis de las últimas décadas suele ir más allá de una consideración de los oráculos en bloque para determinar si son genuinos o no; así se descubre que no es raro el caso de los oráculos ampliados o reinterpretados en función de nuevas circunstancias.

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ISAÍAS 1-39: COLECCIONES DE ORÁCULOS SEGÚN G. FOHRER A. Con material auténtico: Núcleo (o parte principal) 11. 1,2-26 (27-28) 12. 2,6-4,1 13. 5,1-23; 10,1-3 (4) 14. 6,1-8,18 15. 9,7-20; 5,23-29; 10,5-15 16. 13-23 (parte); 28,1-4 17. 28,7-32,14

Fragmentos 1,29-31 (¿3,25-4,1?) 5,14-17.24 8,19.21-22 10,27b-32 (33s)

Promesa 2,2-4 (5) 4,2-6 8,23b-9,6 11,1-9 (10-16) 28,5-6 (23,17s) 32,15-20

B. Materiales no auténticos (conjuntos o pasajes sueltos varios): 18. Oráculos anónimos contra naciones (13,1-14,23; 15-16; 19; 21; 23). 19. Gran Apocalipsis de Isaías (24-27). 10. Pequeño Apocalipsis de Isaías precedido de dos trozos litúrgicos (33-35). 11. Relatos (36-39): en lo fundamental son una reelaboración de 2 Re 18,13-20,19. 12. Promesas: son las conclusiones de la mayor parte de las colecciones con oráculos genuinos (2,2-4.[5]; 8,23b-9,6; 11,1-9; 28,5-6; 32,15-20). 13. Pasajes hasta ahora no enumerados, por ejemplo el cántico del cap. 12. Notemos desde ahora algunas cosas: 1) en nuestra presentación no subdividiremos el libro del Emmanuel; 2) hablaremos conjuntamente de los oráculos contra las naciones, sean o no genuinos; 3) no separamos los oráculos de promesa del contexto en que se encuentran; los textos más tardíos y de tipo apocalíptico (24-27 y 33-35) se presentarán al final de la sección sobre los capítulos 1-39. De ahí que no tengamos las 13 secciones que esta subdivisión nos permitiría esperar.

El lector comprenderá que, si hacemos la afirmación global del origen complejo del libro de Isaías, lo mismo de modo general que respecto a la primera parte (1-39), donde encontramos la predicación genuina de Isaías, no es por afán de complicar las cosas. Ni el espacio ni la orientación de esta obra permiten detallar, no obstan-

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te, en qué forma hay que resolver la cuestión del origen de cada oráculo en particular o ver la evolución que ha podido seguir hasta alcanzar la formulación conocida, la plasmada en el texto que ha llegado hasta nosotros. Una cosa parece importante (es la convicción que uno esperaría en el lector): si se puede ilustrar en parte la afirmación global sobre lo complicado de la formación del libro de Isaías, aunque se exponga el asunto de forma parcial y limitada, es para ayudar a captar, aunque sea parcialmente, el proceso de «encarnación» de la palabra de Dios, la profética como cualquiera otra: dirigida a hombres concretos y en circunstancias precisas, por bastante tiempo no fue todavía algo perfectamente delimitado, como tampoco existía la conciencia de que no se puede quitar ni añadir nada a su formulación. El proceso de «crecimiento», mientras lo hubo y como quiera que haya podido ocurrir (se amplían los oráculos para hacer más obvia su aplicación en nuevas circunstancias, posteriores a las del profeta, pero también se añaden otros totalmente nuevos surgidos en circunstancias distintas a las de Isaías y procedente de profetas anónimos, posiblemente de su «escuela»), forma parte del proceso por el que al pueblo de Dios le fue dado percibir, aunque fuera poco a poco, que la palabra de Dios es viva y eficaz: lo acompaña en su caminar y solo puede regresar a quien la envió a la tierra después de producir el fruto que él esperaba o tiene derecho a exigir de los hombres. Es como la lluvia o la nieve que caen sobre los campos: deben empapar la tierra para fecundarla; así dará el fruto esperado por el agricultor (ver Is 55,10-11).

3. ARTICULACIÓN DEL LIBRO Y ESQUEMA El libro de Isaías es complejo: ya lo afirmamos antes. Si prescindimos aquí de los capítulos 40-66, a grandes rasgos se puede considerar que los capítulos 1-39, como el libro de Jeremías (especialmente en el texto griego), sigue un esquema en cuatro grandes apartados: • Oráculos contra Jerusalén y Judá (1-12; 28-32) • Oráculos contra las naciones (13-23) • Promesas varias (24-35, o más bien 24-27 y 33-35, por no mencionar aquí oráculos aislados) • Relatos sobre el profeta (36-39).

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Para precisar las cosas, si se intentara hacerlo con algún detalle, se necesitaría que recurriéramos a algún modo o medio específico de lograrlo; tal vez lo mejor sería ofrecer un esquema a partir de los datos sobre las colecciones menores. Pero para ello habría que echar mano de indicaciones que, lo queramos o no, resultan problemáticas, sobre todo por ser datos que recurren a una hipótesis dada o que toman una hipótesis como punto de partida. Así, por señalar este dato, frente al título genérico del libro en 1,1, uno se pregunta cuál sería el sentido de 2,1 o 13,1. Se podrán considerar como encabezados particulares de los oráculos de los capítulos 2-5 y de los oráculos contra las naciones respectivamente. Pero debe quedar asentado, como mínimo, que esos pasajes plantean más de un problema, al menos si confrontamos el título de 2,1 con la división propuesta en colecciones menores, a pesar del punto de convergencia sobre el carácter de Isaías como «vidente», que ya subrayamos. No vamos a ofrecer un esquema general del libro y tratamos de detallar un poco las cosas al inicio de cada sección. La razón es que un esquema general, el que sea, tendrá sus bemoles y, por ello mismo, estará lejos de imponerse realmente. * * * Otra aclaración parece pertinente antes de iniciar el «comentario» o la presentación del libro de Isaías parte por parte: no es posible ofrecer al lector un comentario seguido de los 66 capítulos del libro; por breve y sintético que fuera ese comentario, requeriría bastantes páginas y eso daría al volumen unas proporciones que no serían las de la colección en que se publica. Es necesario optar por una visión de conjunto que detalle un poco más ciertos pasajes y que en otros casos la exposición sea más breve. Por ello no será posible abordar cada pasaje con el detenimiento requerido. La pregunta sería entonces: ¿cómo proceder, qué seleccionar? Ya queda claro que tenemos que escoger algunas perícopas selectas y ofrecer sobre ellas algo más que unas líneas: será una «lectura» que tratará de ayudarnos a comprender esos pasajes selectos. Para todo lo demás, si no podemos proceder de la misma manera, tendremos que limitarnos a unas indicaciones generales. Esperamos que los textos comentados con mayor detenimiento sirvan de ayuda para que el lector pueda «leer» el resto del libro, es decir, para que pueda comprender lo escrito y profundice las enseñanzas de este libro profético y las medite y relacione con la propia vida y con la de la Iglesia.

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I. LA PREDICACIÓN DE ISAÍAS EN SÍNTESIS: IS 1,1-2,5 MIRADA DE CONJUNTO El primer capítulo de Isaías aparece inmediatamente como una unidad menor: empieza por el título general del libro (v. 1), pero ya al comienzo del capítulo siguiente (2,1) tenemos un nuevo título. En esos 30 versículos (2-31), si dejamos de lado el título, tenemos varios oráculos, probablemente 6 si separamos los vv. 18-20 de lo que precede (lo aconseja la consideración del género literario), aunque el último pudiera considerarse como un «fragmento» aislado. Porque el libro no comienza por el relato de vocación (Is 6) y porque no todos estos oráculos nos presentan los comienzos de la actividad del profeta, es posible considerar esta primera colección como un resumen de la predicación de Isaías. ¿Qué pensar al respecto? El oráculo de 10-17 parece ser el que mejor nos sitúa en los comienzos de la predicación de Isaías: si se refleja una celebración pública en que participan el pueblo y sus dirigentes, lo más probable es que estemos en un tiempo en que las consecuencias de un largo reinado pacífico, el de Ozías, daban a todos la sensación de vivir en la abundancia; esta se refleja en los muchos sacrificios y holocaustos y en la gran variedad de las ofrendas presentadas en los actos de culto. El otro extremo de la predicación de Isaías pudiera estar en los vv. 49, si reflejan la situación que deja tras de sí la invasión asiria de Senaquerib en 701. Pero, si ha de plantearse el problema de la autenticidad, otra cosa será saber si hay aquí elementos no genuinos y que nos sitúen después de la época de Isaías y determinar qué elementos se pueden considerar como genuinos y remontan a la predicación de Isaías. Pero hay que añadir que son pocas las dudas que se han podido manifestar a propósito de la autenticidad de estos oráculos. Considerar que prácticamente todos los oráculos de Is 1 son genuinos no quiere decir que todos se puedan datar sin problema: no todos se pueden asignar con seguridad a tal o cual de las etapas de la predicación el profeta y solo a ella. Se ha podido afirmar que tal oráculo, por ejemplo el de 29-31, no es genuino, o se dirá que tal parte es una adición, por ejemplo los vv. 27-28 respecto a 21-26. En otro caso, de lo que parece que podemos estar seguros es de que tal dicho del profeta, como el de 2-3, no se sitúa en los comienzos de la predicación de Isaías, sino más bien hacia el final: la llamada de atención sería fruto de las largas relaciones del «vidente» con los destinatarios de sus oráculos.

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1. El título: 1,1 En la formación de los libros de los profetas asistimos a una tradición bien definida en cuanto a la forma de encabezarlos, aunque basta comparar algunos de los títulos para ver que no se llegó a la uniformidad. Hasta se puede añadir que los libros proféticos más tardíos son los que menos precisiones ofrecen sobre la época y las circunstancias del autor. Como quiera que sea, el título señala a un hombre determinado, a fulano hijo de zutano, aquí «Isaías hijo de Amós», como la persona que estuvo en el origen de la comunicación de una serie de mensajes, los recogidos en ese libro. En el caso de Isaías lo que él habría comunicado al pueblo sería el fruto de una «visión», más bien de una serie de ellas. Los destinatarios de la predicación de Isaías se señalan de modo claro: son los habitantes de Judá y de Jerusalén. Podrá haber en algún momento algo que no se refiera solo al reino de Judá y a su capital (¡hasta tenemos oráculos en contra de las naciones!), pero el reino de Judá y su capital son los destinatarios principales de sus oráculos. No menos claro es lo relativo al momento histórico, pues se señala una serie de cuatro reyes de Judá que se sucedieron uno a otro en la historia. Eso no quiere decir forzosamente que la predicación del «vidente» comprende el conjunto del período cubierto por los cuatro reinados como quien dice de principio a fin. El reinado del primero de hecho casi se puede excluir, pues solo sirve de punto de partida, si la visión inaugural en que Isaías recibe la encomienda de hablar a Judá y Jerusalén ocurre exactamente «el año de la muerte del rey Ozías» (6,1). Su sucesor inmediato, Jotam o Jotán, no reinó por mucho tiempo, por lo que la misión de Isaías se extiende durante su corto reinado, el más amplio de su sucesor Ajaz (ya es rey cuando surge la llamada «guerra siroefraimita», 7,1.10) y una parte del reinado de Ezequías. Cuánto tiempo haya podido extenderse la predicación de Isaías en el reinado de Ezquías es lo que habría que precisar. Ezequías llegó al trono probablemente hacia 716 y reinó unos treinta años. Pero lo más importante es que la invasión de Judá por Senaquerib de Asiria, que culmina con el sitio de Jerusalén en 701 y también con la retirada de los asirios con la seguridad del pago de un fuerte tributo, es aparentemente el punto final de la actividad del profeta. Algún oráculo pudiera ser posterior, como 1,4-9, si describe las secuelas de la invasión de Senaquerib en 701, pero no podemos añadir que sea un caso que se repita varias veces en el libro.

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Así, como ya dijimos, el ministerio de Isaías se extendió a lo largo de unos cuarenta años, pero, si algo podemos precisar, es que no fue una labor como quien dice de cada día: hasta donde lo podemos inferir, el «vidente» hace oír su voz particularmente en momentos precisos, por cierto, muy significativos para la vida de Jerusalén y de todo el reino de Judá, como afirmamos en la introducción. 2. La ingratitud del pueblo frente a Yahvé: 1,2-3 El breve pasaje es, si se considera el género literario, una acusación o discurso judicial. A pesar de su brevedad, resuena la voz del Señor; él entra en juicio con su pueblo y llama como testigos a «cielos» y «tierra». La misión de esos testigos será constatar la veracidad de lo que él declara mediante sus palabras. Inicialmente se invita a esos testigos a estar atentos para poder hacer exactamente eso: constatar la verdad de las palabras mediante las cuales Yahvé acusa a su pueblo. La acusación del profeta, si miramos al contenido, se puede resumir en la grave afirmación de que el pueblo de Dios, «Israel», como lo llama el profeta (pero este es el nombre genérico de todo el pueblo de Dios y eso no quiere decir que la acusación se refiera solo al reino del norte), ha sido objeto de todas las atenciones posibles por parte de Yahvé: el pueblo es un conjunto de personas –por eso el texto se expresa en plural–; Yahvé dice haber criado a todo ese pueblo como hace un padre con unos hijos (2 Re 10,6; Is 23,4; 49,21; 51,18; Os 9,12; Dn 1,5); los dos verbos empleados como sinónimos se encontrarán igualmente en 23,4. Propiamente hablando, ese «hacer crecer» no incluye el «engendrar», que en otros casos será el otro término de una expresión en paralelismo sinonímico (ver Is 23,4; 49,21; 51,18), aunque tampoco se excluye forzosamente ese hecho: Isaías se expresa de forma muy genérica y sin precisiones en el texto que comentamos. Pero los cuidados del Señor no dieron el resultado esperado: Israel paga los beneficios recibidos de Yahvé con la rebelión declarada, con una falta de sumisión que es expresión de la voluntad de olvidarse de los beneficios recibidos. Hasta los mismos animales irracionales manifiestan otro modo de actuar: el buey reconoce a su dueño, pues, si lo hace trabajar, también cuida de él; el asno no se olvida del pesebre de su amo: quien lo monta, lo carga o lo pone al arado, es también quien le da el forraje o el agua que necesita. A di-

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ferencia de los brutos, Israel no comprende o ni siquiera discierne; no reconoce al que lo favorece. ¿A qué se refieren los verbos intransitivos? Nada indica que debamos situarnos en una perspectiva en que los «dones» del Señor, aquellos que Israel desconoce, sean exactamente sus grandes intervenciones en la historia pasada del pueblo; que se mencione al buey y al asno, los animales de que el hombre se sirve para obtener su alimento cultivando la tierra, es un dato importante: la ingratitud consiste en que el pueblo no sabe reconocer que el Señor, además de ser su creador, es también el que, mediante su providencia, le otorga los bienes que le permiten vivir. Por ello no es necesario recurrir a una influencia directa de la predicación de Oseas, quien hace del «conocimiento de Yahvé» una exigencia fundamental, ya que constata su falta actual (Os 4,1) y hace de él uno de los dones que Yahvé-esposo concederá a Israel-esposa (Os 2,21-22) cuando llegue el momento de la restauración. Aquí el desconocimiento es parte de la descripción de la ingratitud. 3. Impenitencia a pesar del castigo: 1,4-9 Aunque se ha sostenido, no parece que estos versículos sean la continuación de 2-3: allá hablaba el Señor, aquí se habla de él y es el «vidente» quien lo hace, aunque el «nosotros» de la parte final refleja la forma en que se solidariza con su pueblo. Si el oráculo comienza como una invectiva, más exactamente como una declaración que comienza por un «Ay», forma de expresión bien conocida de Isaías (5,8-24 es el mejor ejemplo), que pondera la gravedad de las faltas, la enormidad de la culpa de todo del pueblo (nótese la rápida sucesión de los acusados como «gente», «pueblo» e «hijos»), el discurso no se detiene allí y pasa a una descripción de acontecimientos recientes, con toda probabilidad los de de la invasión de Senaquerib en 701; son el castigo divino que merecían las faltas del pueblo. No se niega que el oráculo sea de Isaías ni se plantean problemas sobre su unidad. Que la invitación a escuchar del v. 10 sea un nuevo comienzo también forma parte del sentir general. La razón del «Ay» profético es el pecado, la culpa del pueblo. En la expresión del profeta, los términos se acumulan para subrayar la gravedad de la falta. De suyo el «pecado» («gente pecadora») es un no dar en el blanco, un errar el término o la meta final; si ese «pecado» se sitúa en un ámbito particular, la transgresión tendrá implica-

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ciones en relación con la norma legal o será el rompimiento del orden establecido. Una segunda expresión subraya, más que el pecado en sí, la culpa o culpabilidad de quien incurre en una transgresión; es como una carga que se acumula y, por consiguiente, se vuelve más y más pesada; por eso da como resultado que se pueda contemplar al pueblo agobiado por su propia culpa. Sí, la culpa es un peso difícil de llevar o soportar, expresión que ya utilizaba Caín en Gn 4,13 cuando el Señor le hace ver las consecuencias de su pecado. Por si eso no fuera suficiente, otra doble expresión describe a quienes cometen el pecado como «semilla de malvados e hijos de perdición». Que tengamos aquí el término «hijos» es un punto indudable de convergencia con 2-3 y la probable razón para ver el conjunto de los vv. 2-9 como un solo oráculo. El punto de referencia es ciertamente el Señor, aunque la razón de esa relación especial del pueblo con su Dios no se expresa en forma clara o directa. De lo que no cabe duda es del dato fundamental: el pecado es propiamente hablando una abandono culpable de Dios, una deserción que lleva por otros caminos e impide que se sigan los caminos del Señor. Que tal ocurra es fruto de la maldad de los hombres. Para que mejor se entiendan los términos de la confrontación, ahora se nombra claramente a aquel a quien el comportamiento humano está ofendiendo; es nada menos que el «Santo de Israel». Ante este título, si se considera el vocabulario empleado, uno piensa en la exigencia de santidad, con la doble dimensión de pureza ritual y de probidad moral: eso es lo que se llama «santidad»; por supuesto es la exigencia o el reto del pueblo de Dios tal como se expresa en la tradición sacerdotal, sobre todo Lv 11,44-45 para la pureza ritual y 19,1 en cuanto fundamento de elevadas exigencias morales y en acuerdo con la voluntad del Señor. Con Isaías estamos algo antes de la escuela sacerdotal; Isaías no se encuentra totalmente aislado, pues también se puede citar a su contemporáneo Oseas (Os 11,9). Pero la afirmación de la santidad de Dios tiene particular fuerza y relieve en Isaías (5,16.19.24; 10,17; 30,12.15; 31,1), aunque alguno de esos pasajes, como otros (17,7; 29,19), por no mencionar los de Is 40-66 (41,14.16.20; etc.), pueda ser posterior al profeta del siglo VIII. La santidad del Señor, proclamado tres veces santo por los serafines (6,3), forma parte de la experiencia del profeta desde la visión inaugural, desde el momento de su llamado por el Señor. Se podrán discutir los matices o las implicaciones del término, pero no se puede dudar de la importancia que el profeta acuerda a

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la santidad de Dios. Pues bien, es a él, al Dios santo, también llamado «poderoso de Jacob», a quien rechaza el pueblo por su manera de vivir. La expresión, como para que no haya duda al respecto, aunque se ha podido sostener que «le han dado la espalda» puede ser una adición, insiste con fuerza al declarar de tres maneras la misma realidad fundamental. Una sola expresión bastaría para asentar el hecho, pero tenemos hasta tres: abandonar, despreciar, dar la espalda. La rebelión solo puede traer consigo el castigo, pero aquí no es un anuncio relativo a un futuro indeterminado; se presenta como un hecho, incluso ya realizado (v. 5). La pregunta da a entender la inutilidad de un castigo que no ha servido para corregir; si algo ha faltado no es al castigo mismo, si ya no queda materialmente ningún lugar sano que no haya recibido golpes, una parte hasta ahora no herida en la que pudieran caer los nuevos golpes. La contumacia es evidente: los muchos golpes de los castigos recibidos anteriormente, a los que se añade la falta del tratamiento adecuado para curar y sanar tales heridas, no han servido para nada en absoluto. Por eso, después de la pregunta planteada, es lo que subraya la doble afirmación paralela: tan no se ha salvado nada que, incluyendo la misma cabeza, todo manifiesta signos de enfermedad; hasta lo más íntimo de la persona causa dolor. Una parte del cúmulo de heridas habla de lo ocurrido al conjunto del país, ya que se refiere a las ciudades en que residen los habitantes, al suelo cultivable que les ofrece lo necesario para su sustento, para vivir (v. 6). Y los términos «desolación» y «columnas de fuego» describen bien lo que ha podido pasar cuando un enemigo pasa por ahí, se lleva prisioneros a sus habitantes, arrasa con todos los bienes que les sirven y destruye cuanto puede a su paso, como los Anales de Senaquerib describen el paso del rey asirio por el reino de Judá. De ahí precisamente que se relacione este oráculo con lo sucedido en 701. Y bien se precisa a quién se debe todo eso: los «extranjeros» son mencionados por dos veces en el versículo. Son ellos los que «engullen» o devoran los frutos de la tierra; son ellos los que destruyen todo a su paso. Solo dejan tras ellos la desolación y la ruina. Por ello el resultado es que la «hija de Sión» o «hija Sión», Jerusalén, pero también todo el reino de Judá, han quedado como algo sin importancia y hasta en total abandono (v. 8). Son apenas el cobertizo para cuidar una viña o la cabaña en una plantación de pepinos: pasado el tiempo de la vendimia o de la cosecha, quedan

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abandonados. Y ¿qué puede quedar de una ciudad sitiada? Solo ruinas. Sin embargo, gracias a Dios, la situación vivida, a pesar de todo lo terrible que ha podido ocurrir, no ha significado la aniquilación total (v. 9): se puede hablar de un «resto», de algo que queda o de un remanente que, por pequeño que sea, es fundamento de la esperanza: ese resto puede ser la semilla de la restauración. De no haber quedado ningún resto, hubiera pasado con Jerusalén y Judá lo mismo que con las proverbiales ciudades de Sodoma y Gomorra, destruidas por el Señor cuando, supuestamente en tiempo de Abrahán, hizo llover sobre ellas fuego y azufre (Gn 19,24) a causa de la maldad de sus habitantes.

4. Sacrificios sin compromiso: 1,10-17 Un oráculo como el presente probablemente nos hace remontar a los comienzos de la predicación del profeta cuando, por lo que sabemos, Isaías denuncia en forma radical las desigualdades e injusticias de la sociedad de Judá en su tiempo, cuando la riqueza y bienestar de unos cuantos se consigue con la explotación y la falta de justicia hacia los más débiles y desprotegidos del pueblo. La ocasión de las palabras del profeta parece haber sido una celebración pública en que el pueblo y sus jefes están presentes.

LA CRÍTICA DEL CULTO EN LOS PROFETAS DEL SIGLO VIII A.C. Es conocido que los profetas tienen mucho que decir sobre los actos y prácticas relacionados con el culto. Lee personalmente algunos oráculos de Isaías (Is 1,10-20; 29,13-14) y de sus inmediatos predecesores o casi contemporáneos, sobre todo Amós (Am 5,4-6 y 21-27) y Oseas (Os 5,15-6,6), que predicaron en el reino de Israel, ya que Miqueas de Judá no tiene al respecto ningún pasaje significativo. Trata de hacerte una idea al respecto y señala cuál de las dos alternativas siguientes explica mejor estos textos: • Estos profetas rechazan pura y simplemente todo el sistema de sacrificios y ofrendas del AT. • Los profetas critican el culto, denuncian un «culto sin alma», rechazan unos actos de culto que no comprometen a quienes los realizan a vivir según la voluntad del Señor.

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La apariencia de continuidad con el oráculo anterior la da la mención de Sodoma y Gomorra (v. 10), pero una cosa es referirse a la proverbial destrucción de que fueron objeto por parte de Dios esas ciudades pecadoras y otra muy distinta que se trate a los habitantes de Judá y de Jerusalén como si fueron los jefes y el pueblo de esas ciudades. Lo cierto es que el oráculo empieza por una invitación a escuchar: «Oigan, escuchen». La invitación se dirige a todos por igual, a los jefes y a todo el pueblo, si en estricto paralelismo sinonímico se nombra a los «regidores de Sodoma» y al «pueblo de Gomorra». Y, también en correspondencia con la expresión paralela, el objeto de esa invitación a escuchar está en prestar oído a la «palabra de Yahvé», a la «instrucción de nuestro Dios». ¿Quién hace tal llamada de atención? El «yo» que se hace oír a continuación es el de Yahvé, no el del profeta, aunque la forma de expresarse de Isaías parece indicar que aquí quien hace la exhortación es el profeta, pues habla de Dios en tercera persona. Pero a continuación (v. 11) es claro que el autor de la increpación es el mismo Señor. Como quiera que sea, la invitación a escuchar tiene por objeto «una palabra de Yahvé», una «instrucción de nuestro Dios». Probablemente eso no quiere decir que Isaías esté hablando de la «ley» en cuanto tal, que se esté refiriendo a aquella «ley» que viene de un pasado remoto, la que habría sido dada por Dios a su pueblo en el Sinaí/Horeb mediante Moisés. Lo comunicado es una palabra actual y su autoridad viene del mismo Dios. Que tampoco se trate de una mera «instrucción» a la manera de aquella que viene de los sacerdotes parece evidente: los sacerdotes son los menos indicados para invitar a una revaloración de los sacrificios rituales y de las más variadas ofrendas del culto de templo de Jerusalén, si viven de esas ofrendas. Por eso hemos de añadir que «palabra» e «instrucción» no se refieren a otra cosa, a algo como quien dice extraño: la palabrainstrucción tiene que ver exactamente con lo que sigue, con los vv. 11-17, si hay que considerar separadamente los vv. 18-20. La manera de expresarse del v. 11, ese «¿a mí qué?» y ese declararse harto, fastidiado o cansado por todo aquello que le ofrecen, haría pensar que se trata de un rechazo puro y simple. La enumeración que se hace (sacrificios, holocaustos, grasa de animales cebados, sangre de novillos y machos cabríos) y el declarar que está harto de tales cosas van de par. Por cierto, la enumeración se prosigue luego (vv. 13 y siguientes): es indudable que se quiere subrayar la riqueza y variedad de cuanto era objeto de los sacrificios y de las

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ofrendas cultuales. Pero, de momento, el profeta pasa rápidamente a otra idea, la presencia sin sentido en los atrios del Señor. Y se ha de notar que el «presentarse ante Yahvé» (en lo que sí parece haber alguna referencia a la antigua legislación, la que habla de las grandes fiestas anuales de peregrinación y exige no presentarse ante el Señor con las manos vacías, Ex 23,14-17; 34,18.22-23) ha quedado reducido a una «pisoteo» infame de los atrios del Señor (v. 12). Que fuera un rechazo puro y simple es menos evidente con el del v. 13: Dios no rechaza cualquier sacrificio u ofrenda; lo que él rechaza es la «oblación vana». Si prosigue la enumeración (vv. 1314), lo que más extraña en forma inmediata es que se incluya la misma oración (v. 15). Tiene tan poco sentido levantar las manos hacia él («levantar las manos» es el gesto que hace el que ora), que Dios quisiera no ser el objeto de eso y hasta se tapa la cara para no ver lo que hace el fiel, lo que es un antropomorfismo evidente. Y si el extender las manos acompaña a la plegaria, es perfectamente clara la voluntad del Señor: no quiere escuchar. La razón de su actitud se expresa a continuación (vv. 15b-17): es que el culto practicado no compromete a nada; es autosatisfacción y no compromiso. La serie de acusaciones del pasaje pone en claro que es la profunda maldad de quienes hacen aquellos sacrificios y ofrendas o aquella oración lo que hace que el Señor rechace esos actos de culto. Es que él ve en las manos la sangre, la injusticia, de quienes se presentan ante él. Pero en esas palabras hay ante todo una exigencia, la de cambiar de vida. Y se expresa dicha exigencia como si fuera una invitación a una purificación ritual («lávense, límpiense»), como un no presentarse ante su vista con todo lo malo que han acumulado en sus vidas («quiten sus fechorías de delante de mi vista») o, en términos positivos, se señale la doble empresa que todo hombre tiene a los ojos de Dios, el doble principio que debe guiarlo: desistir de obrar mal y aprender a hacer el bien. Y si se quiere visualizar siquiera un poco el lado positivo de la empresa humana, se pasa del «aprender a hacer el bien» a señalamientos concretos, como el respeto de los derechos de los oprimidos, el hacer justicia al huérfano y abogar positivamente por la viuda. Todo ello es algo más que una invitación genérica a practicar la justicia. Isaías, hablando en nombre del Señor, no rechaza pura y simplemente cualquier forma de culto o cualquier acto de culto. Pero, si algo tiene que decir respecto a lo que hace el pueblo en su tiempo, es que se trata de un culto vano; es un ritualismo vacío que no com-

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promete a nada. Si algo falta, y en realidad falta mucho, es porque una buena relación con el Señor no se reduce al ofrecimiento de sacrificios, holocaustos y ofrendas e incluso a hacer oración con manos levantadas hacia el Señor: todo eso adquiriría sentido si hubiera el esfuerzo por tratar de vivir según la voluntad de Dios. 5. Breve discusión judicial: 1,18-20 El pasaje es difícil de situar, incluso si no se niega que contenga palabras genuinas de Isaías. En cuanto al hecho de considerar estos versículos en forma separada respecto al pasaje anterior, se puede alegar la diferencia de género literario, si allá teníamos una denuncia y aquí se trata de otra cosa. Posiblemente la razón para juntar una cosa y otra está en que esta disputa refuerza la invitación a cambiar de vida. Lo cierto es que se recalca el origen divino de la palabra que proclama el profeta: al «dice Yahvé» inicial responde la conclusión: «porque ha hablado la boca de Yahvé». Por lo que al género literario se refiere, la disputa a la que se invita a los oyentes del oráculo es la «disputa forense» o judicial. ¿Cuál es el objeto de la disputa? Está en relación con la situación del pueblo ante su Dios (v. 18), una situación que merece un juicio: el pueblo frente al Señor no es lo que debiera. Él puede asegurar que la relación mutua (no digo la relación de alianza porque el profeta no se expresa en tales términos) no es lo que debiera ser a causa del pecado del pueblo. Y no es que el Señor no esté bien dispuesto en relación con su pueblo. Lo que falta es el interés o la voluntad de este por cambiar. Si su pueblo se arrepintiera, el Señor declara que haría que sus pecados, así fueran rojos como el carmesí o como la grana, quedaran blancos como la nieve o como la lana blanca bien lavada. Esa declaración es una invitación a la confianza, pero la doble condicional (vv. 19-20) pone en claro que importa la voluntad del hombre: Dios salva a quien quiere que lo salven y colabora con el Dios que lo salva tomando las actitudes requeridas. Dios promete su asistencia y ayuda a quien se somete en la obediencia (en el NT, Pablo hablará de la «obediencia de la fe»); cierto que esa asistencia parece reducirse al hecho de gozar los bienes de aquí y ahora («lo bueno de la tierra comerán»). Pero la rebeldía trae aparejado el castigo, aquí expresado mediante la espada.

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6. Lamentación por Jerusalén: 1,21-26/27-28 Nada indica que estemos en la situación surgida con la invasión de Senaquerib en 701 o en alguna otra claramente discernible; tenemos que reconocer que no existen datos claros y seguros que nosotros conozcamos que nos permitan situar el oráculo en un momento dado de la vida del profeta. Y hablar de un «oráculo», si incluimos los vv. 27-28, es arriesgado por cuanto no sabemos si esos versículos se han de leer con los precedentes o se han de considerar por separado. El comienzo (v. 21a) es una declaración particularmente solemne, Se puede hacer notar que las primeras cinco palabras en hebreo terminan en una a larga; «¡Vaya, convertida en prostituta la villa leal!». Habrá que entenderlas en un plano simbólico; es la declaración de un cambio ocurrido. Pero ese cambio no es precisamente de mal en bien, sino de bien en mal. Ella, Jerusalén o Sión (este es el nombre de la colina del templo y del palacio real, pero, como tantas veces en la Biblia, es usado como equivalente de Jerusalén por sinonimia), ha pasado de «villa leal» a «prostituta». Una expresión así nos hace pensar en el hecho de que, poco antes de Isaías, Oseas presentó las relaciones entre el Señor y su pueblo como si fueran las que existen entre unos esposos, en un matrimonio (sobre todo Os 2,4-25). Pero también él tuvo que declarar que el pueblo era la esposa infiel y adúltera. Uno y otro profeta nos dicen que las relaciones entre Dios y su pueblo no son lo que deberían ser; la causante de ese cambio para mal es la esposa infiel. ¿Cómo ha podido ocurrir tal cambio? Por decirlo brevemente y sin entrar en detalles, lo que pasa es que la fidelidad que debía manifestarse en la vida de la esposa simplemente no es lo que se observa: se ha cambiado la fidelidad en infidelidad; donde debía reinar la justicia, ahora se constata la injusticia. Por eso quienes habían sido favorecidos por Dios, los que habían recibido unas promesas que les aseguraban el bienestar y la protección del Señor, ahora se han convertido en sus enemigos. Y, si ha habido ruptura de las relaciones mutuas, si los habitantes de la ciudad son sus enemigos, ¿qué le queda por hacer al Señor? Él declara que los tomará como tales, como enemigos y adversarios, y se desquitará de ellos. Pero, ¿será un desquite muy a lo humano? No; paradójicamente el desquite de que hablan los versículos 26-28 consiste más bien en una restauración, en una intervención que cambia las cosas: sus jue-

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ces, o jefes, volverán a ser lo que fueron y, por consiguiente, Jerusalén volverá a ser «ciudad de justicia, villa leal». Precisamente en razón de la oposición radical entre la constatación de la culpa y el sentido que tiene la acción de Dios, si cambia el sentido de la historia, se suele considerar que los versículos finales pudieran no ser de Isaías. 7. Contra árboles y jardines sagrados: 1,29-31 Se ha pensado que es un oráculo genuino del profeta Isaías porque guarda cierta relación con pasajes, como 2,6.8; 8,19, en que el profeta critica las prácticas idolátricas. Pero el pasaje resulta difícil, aunque uno comprende en lo fundamental el sentido de los tres versículos: se pasa de la descripción de árboles y jardines consagrados a los dioses paganos, que son como una idealización de los bienes que ofrecerían los dioses de la fecundidad (v. 29), a un castigo divino. Este es presentado como una aridez o una situación de sequía que se prestan a la quema o al incendio (v. 31); el paso de lo descrito a lo que les sucederá a los idólatras es como una devastación de árboles y jardines: si estos se secan por falta de agua (v. 30), ¿qué podemos decir del castigo de los idólatras? Que son como una vegetación que se ha secado y que solo sirve como pasto del fuego. 8. El Señor y la paz de los pueblos: 2,2-5 Dejando de lado el v. 1 (ya nos consta que es como un título parcial), el capítulo 2 comienza por un texto que describe la subida de los pueblos extranjeros (o paganos) a Jerusalén: lo que buscan es la palabra-instrucción del Señor; parecen convencidos de que ese don les permitirá vivir en paz y concordia en las relaciones mutuas. A pesar de 2,1, aquí tendríamos la conclusión del primer grupo de oráculos de Isaías. Pero es un texto que no deja de plantear problemas, ante todo el de su origen, ya que, con ligeras variantes, si exceptuamos la conclusión, que es distinta en ambos libros proféticos, se encuentra igualmente en Miqueas (4,1-4). ¿De cuál de los dos profetas procede el oráculo, o habrá que decir que no es de ninguno de los dos? Si es difícil dar una respuesta clara e inobjetable, al menos se deben señalar algunos datos. Pues bien, una promesa que, aunque habla de los pueblos, da a Sión-Jerusalén

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un papel preponderante, no concuerda mucho con la predicación de Miqueas: en él predomina la denuncia de los pecados del reino de Judá y de su capital, Jerusalén. La única referencia precisa a Sión es para anunciar nada menos que su destrucción o ruina total. Aproximadamente un siglo más tarde, en tiempo de Jeremías, Miqueas será recordado como el profeta que anunció la ruina de Jerusalén (Jr 26,10-18, sobre todo el v. 18). Por el contrario, el vocabulario, el estilo y, sobre todo, el pensamiento sobre Sión concuerdan más con afirmaciones de Isaías (ver 1,26; 11,9; 14,25.32), aunque también Isaías, como lo vimos en el cap. 1 (vv. 21-28), denuncia el pecado de Jerusalén: por otra parte, aunque citamos varios pasajes, no tenemos la certeza de que todos pertenezcan a los textos genuinos de Isaías. Por todo lo anterior se podría afirmar que, de ser el texto del siglo VIII a.C., sería más probable que fuera de Isaías que de Miqueas. Pero muchos comentaristas, al menos si se plantean preguntas de orden histórico-crítico a propósito de los textos, consideran que el pasaje es posterior a Isaías y hasta afirman que se debería situar después del exilio babilónico. La razón más importante que se aduce para ello es el carácter universalista del texto: los textos más universalistas del AT se sitúan después del exilio babilónico, en las épocas persa o helenístico-romana. La descripción de nuestro texto se refiere a un futuro indeterminado, pues es algo que sucederá literalmente en la «sucesión de los tiempos»; presenta a «pueblos» extranjeros (en Miqueas), a «todos los pueblos» (en Isaías), que van a un templo o lugar sagrado; la expresión dice exactamente que esos pueblos «suben». Eso nos hace recordar el hecho de que «subir», en la tradición bíblica, con frecuencia es exactamente ir en peregrinación a un santuario (Jerusalén u otro) para celebrar allí las grandes fiestas anuales, aunque en los textos probablemente más antiguos el Señor simplemente prescribe que todo varón se presente ante él para esas celebraciones (Ex 23,17; 34,23) y no tengamos todavía los datos que hacen pensar en el único lugar escogido por el Señor para morada de su nombre en el sentido de Dt 12. Ese peregrinar no hace que esos pueblos o naciones se dirijan cada uno al templo de su propio dios o que vayan a cualquier lugar sagrado cercano; se encaminan a Sión-Jerusalén y el templo o lugar santo al que van es el de Yahvé. Que, según la expresión misma del texto, el templo de Jerusalén estaría situado en lo más alto de montes y colinas, tiene su dosis de idealización, pero en parte responde

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a la práctica de construir templos en lugares altos y al hecho concreto de que, normalmente hablando, ir a Jerusalén era precisamente «subir» hacia la ciudad, que se ve como «altura hermosa» en relación con las características de su entorno. Lo cierto es que, según la expresión que el texto les atribuye, es por demás claro adónde se encaminan: «subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob». Ahora bien, si van al templo del Señor en Jerusalén, lo hacen por motivos que parecen implicar la fe y la adhesión incondicional al Dios de Israel. Hasta dan a entender que solo él es capaz de ofrecer la «instrucción» que hará que todos sigan sus caminos. Por eso comentan la importancia vital de la palabra del Señor y de su «instrucción» o «ley». Que el término hebreo usado en el segundo caso (toráh) sea el que usualmente designa la «ley», nos lleva a preguntarnos de qué se habla exactamente. Resumiendo mucho, uno puede señalar que en los textos del Pentateuco toda ley se presenta como una palabra de Dios dirigida al pueblo mediante Moisés, por lo que «palabra de Yahvé» e instrucción designarían una realidad muy precisa, la «ley» que la tradición israelita considera como comunicada a Israel mediante Moisés. Pero también podría ser que se diera a ambos términos unas connotaciones más amplias o genéricas. Lo cierto es que el Señor manifestaría claramente su voluntad a las naciones o pueblos. De alguna manera su voluntad sería conocida por quienes no forman parte de la descendencia de Abrahán. La aceptación del Señor como Dios y la de su palabra-instrucción tendrían para los pueblos unas consecuencias que están particularmente relacionadas con la convivencia, con la manera de relacionarse unos con otros. Si se le atribuye el juzgar entre un pueblo y otro y hasta el ser el árbitro en el momento en que surgen diferencias, uno puede pensar que es el Dios de la paz. La aceptación del Señor significa o implica el no hacerse más la guerra y el dedicar a la agricultura los recursos y los esfuerzos antes empleados para hacerse la guerra. Si se vive en paz con los demás, cada uno podrá vivir tranquilo «bajo su parra y su higuera», según la conclusión de Miqueas (4,4). Eso quiere decir que cada uno tendrá sin sobresalto cuanto le permite vivir. El don más grande es el de la «paz». Pero el término hebreo no dice solo la ausencia de guerra; es ante todo la abundancia de bienes y, por tanto, el bienestar terreno. Ese ideal de la paz sería como el deseo de vivir en el mejor de los mundos posibles. Y si es algo su-

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mamente deseable y a eso añadimos que la situación se considera como permanente o estable, debemos precisamente concluir eso: que la paz es el bien más excelente para nuestra vida. Pero, si nos expresamos negativamente, tenemos que reconocer que no puede ser solo un logro humano. Y, si no es eso, tendrá que venir de Dios, ser un don suyo. Pero hay que añadir que es un don que cada hombre, que todos los hombres, tienen que aprender a recibir. Dios nos regala la paz, pero nosotros ¿estamos dispuestos a recibir efectivamente su regalo? Volvamos a la cuestión del origen: ¿expresó esta esperanza Isaías, o Miqueas, o alguien después de ellos? Es el problema del origen del pasaje en términos a ras de tierra: ¿qué origen humano tiene? De lo que posiblemente pudiéramos estar más seguros es de esto: se trata de una esperanza en cierto modo «irreal» o poco realista, de una utopía. Por siglos Israel y Judá viven rodeados de pueblos enemigos, si no sometidos y avasallados por ellos: simplemente entre el siglo VIII a.C., época de Isaías y de Miqueas, y el primero de nuestra era se suceden los asirios, babilonios, persas, griegos y romanos, a quienes podemos calificar de imperialistas, de opresores. Esta utopía de la paz de los pueblos cambiaría la situación para Israel: hasta cierto punto es como una revancha, si hasta los enemigos y opresores del pueblo de Dios habrán de reconocer al Señor, Dios de Israel, como su Dios. Pero, a diferencia de otros pasajes más o menos universalistas, el texto de Is 2,2-4 y Miq 4,1-4 no insiste de modo chocante en lo que Israel consideraba como propio. Todavía san Pablo insiste en los «privilegios» de Israel (Rom 9,4-5). En nuestro texto no tenemos a un «ungido» que somete a todos con cetro de hierro (ver sobre todo Sal 2, 72 y 110). Lo importante de la venida de los pueblos a Jerusalén, por otra parte, no consiste en que esos pueblos traigan a Jerusalén sus riquezas como tributo (como en Sal 72 o Is 60). Los pueblos vienen a la casa del Señor para conocer su voluntad. Eso implicaría que quieren ponerla en práctica; sobre todo les importa recibir de él el don de la paz.

LA «ANFICTIONÍA» DE LOS GRIEGOS E IS 2,2-5/MIQ 4,1-4 Que un dios pueda ser visto como el garante de la paz humana no es una idea única en la Antigüedad. Se puede señalar particularmente lo que sabemos de la antigua Grecia, sobre todo de la llamada «anfictionía» en torno al santuario de Delfos. Cierto número de ciudades,

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exactamente doce, que podríamos considerar como ciudades-estado, decide tratar de eliminar los factores de discordia. Para lograrlo forman una coalición y deciden mantenerse unidos mediante el culto del dios Hermes/Apolo, aunque cada una guarda su independencia política. Solo cuando surgía algún contencioso se reunían los «anfictiones» para tratar de resolver el asunto mediante el oráculo de Apolo. M. Noth, a quien muchos siguieron, pensó que la época de los jueces, la que va de Josué a Saúl, se podía comparar a la anfictionía griega, salvo que en este caso los coaligados serían las doce tribus. Pero habría una diferencia importante entre el texto bíblico y la «anfictionía» griega: esta resulta del empeño humano por el que una ciudad trata de vivir en paz con sus vecinas; la paz de que habla el texto bíblico es don de Dios.

II. LOS COMIENZOS. LA PREDICACIÓN SOCIAL: IS 2,6-4,6 De 2,6 a 4,6 tenemos, más que una gran unidad, una colección de oráculos varios. Esa serie, que se suele relacionar con la primera etapa de la predicación del profeta, no se deja reducir fácilmente a un esquema. La razón puede ser una historia literaria compleja, aunque a grandes rasgos el contenido se puede describir como social o, en todo caso, muchas denuncias tienen esa orientación. Con la predicación social está relacionado el rechazo de la idolatría y el de las prácticas que conlleva. 1. ISAÍAS 2,6-22 La complejidad de que hablábamos vale ante todo para el primer oráculo. El principio (v. 6) no parece estar muy relacionado con lo que sigue inmediatamente, si la acusación principal se refiere a la importancia de los adivinos, aunque hay afirmaciones que siguen, como la de la idolatría (v. 8), que están relacionadas por el contenido. Por otra parte, si hay un hilo conductor sería la serie de afirmaciones sucesivas de los vv. 9a, 11 y 17. En efecto, todas ellas se pueden considerar como una anticipación o ilustración de aquel dicho de Jesús según el cual «El que se ensalza será humillado» (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14). Hasta ocurre que, por su misma temática, algunos comentaristas quisieran encontrarles aquí su lugar a los versículos 15-16 del capítulo 5.

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¿De qué habla entonces exactamente el pasaje? Si van de par la manifestación de la inefable gloria del Señor y el abajarse del hombre, si lo segundo se desarrolla con cierta amplitud y se afirma que el hombre tendría que esconderse «lejos de la presencia pavorosa del Señor y del esplendor de su majestad» (vv. 10.19.21), podríamos pensar que el oráculo es una descripción del «día del Señor». Y no es que tratemos de adivinar lo que el texto dejaría como no dicho; en el v. 12, por tanto, prácticamente en el centro del pasaje se enuncia exactamente eso: «viene un día del Señor de los ejércitos». Ese «día» es el de su intervención en contra de todo lo que anda mal en el corazón del hombre. 2. ISAÍAS 3,1-12 Algunas traducciones de la Biblia sugieren tomar los vv. 1-15 del capítulo 3 como una gran unidad. Pero la parte final, vv. 13-15, debe considerarse por separado; así lo aconseja el género literario, aunque tal litigio del Señor tenga que ver con los ancianos del pueblo y con sus jefes. Si el Señor quita de Jerusalén toda clase de apoyo, la ayuda que se espera de las gentes de importancia, no se menciona expresamente al rey, como no sea al final, en el v. 12; por faltar aquellos en que se buscaría la ayuda que cada uno requiere, todos buscarán ese apoyo como buenamente puedan, pero eso no servirá de nada. Lo que hace Dios es declarar la enorme culpabilidad de los habitantes de Jerusalén (v. 8). De ella probablemente no quedan excluidos el rey y la corte real. Pero, ¿qué se puede esperar cuando el rey es un muchacho sin experiencia y, por si fuera poco, está en manos de mujeres, posiblemente las de su harén particular, que lo dominan a su antojo? Llegados aquí en nuestro intento de lectura, uno se pregunta si hay que leer con lo que precede el versículo 9: hay allí una denuncia un poco especial, si se trata de los «pecados de Sodoma». ¿Querrá decir que los habitantes de Jerusalén, aquellos en que se busca apoyo, están contaminados con tal pecado? ¿O qué es lo propio de aquellos en quienes se busca la ayuda cuando faltan los primeros? Lo que parece claro es que en 10-11 tenemos una conclusión: habría allí algo comparable a la enseñanza sobre «los dos caminos», si hay que aplaudir al justo diciéndole que le irá bien y entonar una lamentación por el malvado («¡Ay del malvado!») porque solo puede esperar el castigo que merecen sus culpas. Pero, como mirada re-

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trospectiva que resume lo que el profeta ha tratado de hacer ver a la población de Jerusalén y de Judá (ver v. 1), el v. 12 es igualmente importante: ya no se trata de sacar la consecuencia a propósito del camino que uno sigue, sino de hacer hincapié en esa verdad fundamental respecto a la situación del pueblo: los que pretenden dirigirlo en realidad confunden sus caminos. 3. ISAÍAS 3,13-15 El vocabulario nos dice que en estos versículos, a pesar de su brevedad, tenemos otra cosa: Dios entra en pleito con su pueblo. Como tantas veces cuando de ese pleito del Señor con su pueblo se trata, las expresiones parecen indicar que él es al mismo tiempo juez y parte, aunque lo más evidente es su situación de juez, pues de él se afirma que está de pie para juzgar o para pronunciar la sentencia. Pero no solo entra en litigio con los miembros de su pueblo, pues juzga a todos los pueblos por igual. Que se mencione a estos podría entenderse en el sentido de que intervienen como testigos, como lo hicieron el sol y la luna en 1,2. En todo caso, lo que hace el Señor es presentar una grave acusación, una denuncia que no tiene vuelta de hoja; tal acusación la hace él en contra de su propio pueblo. Si este se ve como una «viña» (v. 14), parece que tenemos aquí una anticipación de 5,1-7. Es claro, además, el paso del lenguaje figurado al real, al que llama las cosas por su nombre, si la «viña» son los pobres del pueblo, literalmente el «mísero» (o miserable, v. 14b). Que la falta sea de orden social parece evidente. Es verdad que incendiar la viña parece una expresión bastante general, pero en paralelismo sinonímico tenemos lo que eso implica: llenar las propias casas con aquello de que se ha despojado al miserable. Y, por si no fuera suficiente, el v. 15 habla de hacer pedazos, de «romper» el rostro del pobre. También forma parte de la acusación el constatar que lo que hacen no «les duele»; sus obras, por terribles o brutales que parezcan, no les preocupan en lo más mínimo: «¿qué les importa?». 4. ISAÍAS 3,16-24 Si nos dejamos guiar por el contenido, tenemos que ver estos versículos como una gran unidad. La descripción inicial (v. 16) es seguida de una amenaza (vv. 17 y 24) que encuadra un desarrollo. Este

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pudiera ser una adición: no solo se refiere a un futuro lejano («en aquellos días»), sino que incluso está formulado en prosa y parece complacerse en la descripción de todos los adornos con que las mujeres de Jerusalén tratan de realzar y de hacer atrayente su belleza. El v. 16 denuncia la altivez de las mujeres de Jerusalén, una altanería que va de par con el andar como con el cuello estirado. A eso se añade la breve enumeración que subraya cómo llaman la atención de los demás, sobre todo evidentemente de los hombres, mediante los gestos, los pasos menudos, los guiños de ojos y los sonidos, como el de las pulseras y ajorcas. Esta descripción sumaria es lo que trata de comentar el largo añadido de los vv. 18-23, que procede por vía de una más amplia enumeración de todo aquello a lo que recurre la mujer para adornarse. Pero, también aquí, el punto clave está en que todo lo enumerado es en fin de cuentas algo que Dios «quitará», algo de lo que él privará a las mujeres de Jerusalén. El castigo del Señor (v. 17) parece llegar a la parte que más duele, si cambia los cabellos adornados y ensortijados por la cabeza rapada y hasta muestra la desnudez del cuerpo que la mujer tanto se ha esforzado por cubrir con adornos. Y, por si eso fuera poco, el v. 24 ofrece una serie de oposiciones en que el criterio sería una «cosa en vez de otra», «una cosa por otra: el perfume o bálsamo se cambia por hediondez; la faja que pone en evidencia la esbeltez o las formas es cambiada por una soga como para el arrastre; la peluca, añadida al propio pelo, se cambia por la cabeza rapada; el adorno que es el llevar sobre sí un vestido bello y elegante se cambia por un horrible refajo de arpillera. En una palabra, todo aquello que realza y manifiesta la hermosura del cuerpo de la mujer es reemplazado por otra cosa, por lo que solo puede producir vergüenza a la que trata de aparecer y ser tomada por hermosa y bella. 5. ISAÍAS 3,25-4,1 Uno se pregunta si estos tres versículos forman un todo y cómo. Por si fuera poco, se suele plantear la pregunta de saber si el texto remonta a Isaías. Recordemos que, para G. Fohrer, el pasaje, aunque lo hace en forma dubitativa, sería uno de esos «fragmentos» finales de que constan algunas de las colecciones de oráculos de Isaías. Hasta pudiera ser que tuviéramos que distinguir dos fragmentos distintos.

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Por un lado tenemos una afirmación que se refiere al hecho de que caigan y perezcan los habitantes, sin duda de Jerusalén, sean los soldados valerosos o el común de las gentes. Allí parece haber un castigo divino, pero lo realiza por manos de extranjeros (v. 25). El resultado (v. 26) es que los que queden tendrán que evidenciar su situación con expresiones de dolor y hasta con alaridos a las puertas de la ciudad o donde puedan. La misma ciudad, Jerusalén, asolada o desolada, será como una esposa que ha perdido a su marido y se sienta por tierra como viuda inconsolable. Por otra parte (4,1), tenemos a las mujeres que han quedado solas. ¿Qué hacer? Si son tan pocos los hombres que ha perdonado la guerra, no es de extrañar que hasta siete de ellas traten de componérselas aceptando vivir con un solo marido. Hasta le ofrecen arreglárselas por su cuenta para procurarse el sustento o el vestido necesarios, con tal de que ese eventual marido las deje llevar su nombre, ser precisamente «mujeres de fulano de tal». Por supuesto, no es imposible pasar de una cosa a otra: lo que hacen las mujeres deriva del hecho de que hayan muerto los hombres de valor a manos de enemigos extranjeros. 6. ISAÍAS 4,2-6 Por su contenido, el pasaje es una promesa; sería la conclusión del segundo grupo o colección de oráculos de Isaías. Algún comentarista habla incluso del aspecto «kerigmático» de estos versículos. Eso no quiere decir que nos conste que todos ellos forman una unidad, una unidad que procedería del mismo Isaías. En el v. 2 la expresión es claramente rítmica y juega su papel el paralelismo, pero eso no es tan seguro en los versículos restantes. Y, cabe preguntarse: ¿son genuinos o no? Posiblemente el pasaje pertenezca más bien a lo que se añadió a la predicación de Isaías y forme parte de lo que debemos a los redactores del libro. Pero no es imposible que, sin ser de Isaías, se trate de algo anterior a los redactores tardíos. Estamos ante una promesa relativa al futuro: «Aquel día» (v. 2; ver 3,18, aunque allá el «quitará» nos dice que se trata de una amenaza); lo que se anuncia es la restauración. Si se habla de un «germen o «retoño», la imagen sería la de una planta que crece de nuevo, que retoña. La planta crece de nuevo en forma tal que llega a dar fruto. (Si la imagen es prácticamente la misma que en Is 11,1, notemos que allá el

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«vástago» que surge del «tronco» de Jesé tiene una orientación más decididamente mesiánica: el texto está más centrado en la dinastía davídica, como veremos). Aquí de lo que se trata es de la restauración del pueblo de Dios: es lo que se podrá decir de «los bien librados de Israel». No es extraño que se pase insensiblemente a la noción de «resto» (nótense las expresiones «los restantes de Sión» y «los que quedaren de Jerusalén»). Y si han de ser «apuntados» en el libro de Jerusalén como habitantes suyos, casi sale sobrando añadir que serán el «pueblo santo», el pueblo del Señor tres veces santo (ver 6,3). EL RESTO DE ISRAEL Se suele considerar a Isaías como el primer «teólogo» del AT en desarrollar una teología del «resto», aunque puede haber textos importantes fuera de los de este profeta. Uno puede pensar, por ejemplo, en el hecho de que, al hacer desaparecer a todo viviente mediante el diluvio, solo quedaran Noé, los suyos y quienes estaban con ellos en el arca (Gn 7,22-23). Este texto es una ayuda significativa para comprender de qué hablamos al enunciar la idea del «resto». Hablar de resto es inicialmente hablar de un castigo divino o, en todo caso, de una acción –sea la que fuere– mediante la cual una parte más o menos importante de un todo llega a faltar; decir que solo queda un «resto» es afirmar que ya no podemos contar con el todo inicial. Es como si de un cántaro ya solo nos quedara un puñado de harina o de una aceitera nos quedara apenas un poquito, como a la mujer de Sarepta (1 Re 17,12; pero, aquí, gracias a la promesa divina, ni el cántaro de harina ni la aceitera se vaciarán por completo mientras dure la carestía por la falta de lluvia anunciada por Elías, v. 14). Cuando hay un castigo, solo queda un «resto», una parte, de lo que había antes. Pero, en Isaías o fuera de él, podrá insistirse –es lo que da a las afirmaciones su coloración teológica– en la dimensión de promesa, y de promesa de Dios. Afirmar que quedará un resto, por pequeño que sea, equivale a decir que, por terrible que sea el castigo al que Dios somete a su pueblo, habrá unos sobrevivientes. Ellos serán incluso el comienzo de una restauración gloriosa. Ya es «ganancia» que el castigo no sea total, pero es mayor todavía cuando el «remanente» del terrible castigo divino es una esperanza para el futuro. Ya es algo el simple hecho de no ser o quedar aniquilado, pero aún es más importante saber que el mismo Dios que castiga los pecados del propio pueblo se compromete a llevarlo hacia un futuro mejor. Sobre los pasajes que hablan del «resto» y el alcance que tienen, ver la nota de la Biblia de Jerusalén a Is 4,3.

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Pero eso solo vendrá tras una purificación por parte de Yahvé. A él se atribuye, en efecto, el realizar una doble tarea purificadora, la de quitar todas las inmundicias de las hijas de Jerusalén y la de lavar toda mancha de sangre. Quien habla de sangre, habla de toda suerte de injusticias. La purificación es por el aire: es el que se lleva los malos olores. Pero al viento se une el fuego: él abrasa y consume lo que no vale la pena guardar. Sin embargo, a quien se debe el resultado purificador, no es al «viento» y al «fuego», como si fueran dos agentes por separado; el agente es uno, si se trata de un «viento abrasador». Lo que describen los versículos finales (5-6) es un eco de las tradiciones sobre la «nube» que acompañaba a los israelitas desde que salieron de Egipto hasta que llegaron a la tierra prometida. Recordemos simplemente el texto inicial de la serie: «Yahvé marchaba delante de ellos, de día en columna de nube, para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego, para alumbrarlos, de modo que pudieran marchar de día y de noche» (Ex 13,21). Claro que la expresión de Isaías es algo diferente, pero también distingue entre el día y la noche y hay una buena dosis de correspondencia, si lo que habrá en uno y otra es «nube y humo» y «resplandor de fuego». Que en esos elementos tengamos «sombra contra el calor del día» y «resguardo o abrigo contra aguacero y lluvia» no es de extrañar. Tal vez lo que nos sorprende es la mención de la «gloria del Señor», pero no podemos olvidar que la «nube» del Sinaí, al menos en la tradición sacerdotal, es por igual lo que señala y oculta la presencia del Señor, su gloria (ver Ex 24,15b-18a; 40,34-38). Debemos añadir que ya las tradiciones más antiguas hablaban básicamente de lo mismo, si todo se pudo sintetizar en la afirmación de que sobre el Sinaí se encontraba una «densa nube» de la que se dice que allí «estaba Dios» (Ex 20,21; ver 19,16). Por cierto también se habla allí de fuego y humo y hasta se dice que Dios había bajado al monte Sinaí en el fuego (Ex 19,18). Por eso la nube y la gloria del Señor parecen inseparables; por eso son las tradiciones del Sinaí lo que nos permite comprender la asociación del pasaje de Isaías en cuanto habla de fenómenos externos como nube, fuego y humo y de algo tan distinto como es la gloria del Señor. III. LA CANCIÓN DE LA VIÑA Y LOS AYES: IS 5,1-24; 10,1-4 Esta colección comprende el capítulo 5, aunque algunos comentaristas sugieren agregar el comienzo del capítulo 10 (vv. 1-

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4), por lo que no es muy extensa. Comprendería solo dos cosas algo distintas: la canción de la viña (5,1-7) y la serie de palabras en Ay mediante las que se declara la gravedad de las faltas del pueblo de Dios; la serie apenas se amplía un poco con la adición de 10,1-4. 1. LA CANCIÓN DE LA VIÑA: 5,1-7 Isaías no es el primero en usar la imagen de la viña, pues Os 10,1 formaría parte de un oráculo un poco anterior, pero es Isaías quien, de momento, desarrolla más la imagen. Además, es indiscutible la influencia que la «canción de la viña» ejerce después en toda clase de textos. En efecto, son abundantes los paralelos, los textos que emplean la misma imagen. Los indica alguna traducción usual, por ejemplo la de la Biblia de Jerusalén. La canción de la viña comienza (v. 1) en un tono descriptivo o narrativo. El poeta señala el objeto de su «canción de amor», aunque el objeto del amor del poeta no sea exactamente alguien a quien está cortejando y que pudiera ser su amada, la que llega a ser su esposa. Por otra parte, la descripción se hace como desde fuera y pretende ser la canción de un «amigo» del dueño de aquella viña. El dueño de la viña, para plantarla, no pudo hacer mejor elección del lugar, si decide plantarla en la fértil ladera de una colina. Y, si el lugar parece objetivamente inmejorable, también son adecuados los demás preparativos (v. 2), sean los directamente relacionados con el hecho de plantar la viña, como el cavar bien la tierra para quitar las piedras y el escoger la cepa más exquisita que pudo hallar, sean los circunstanciales, aunque los podamos calificar de externos, como el guarda cuidadoso, la torre para el vigilante y el lagar para pisar la uva y convertirla en vino. En esas condiciones era normal que el viñador esperara una cosecha de buena uva, pero he aquí que la viña solo le dio agraces. Las esperanzas de buen vino no se realizan; el trabajo queda sin el resultado que esperaba el viñador. Ante ese resultado negativo, el dueño de la viña invita como testigos a unos terceros, a quienes sabrán ver las cosas objetivamente; deben fungir como jueces entre el dueño y su viña (v. 3). Por supuesto, uno puede pensar que hay cierta trampa en el asunto: se invita a hacer de jueces precisamente a quienes están sien-

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do descritos por la imagen de la viña, los habitantes de Judá y de Jerusalén. Y si hay que juzgar, el dueño puede afirmar respecto a su propio trabajo previo que no hubo nada que debiera hacer por su viña que haya omitido hacer, aunque, por la forma de presentar las cosas, su pregunta sea como una invitación a juzgar objetivamente el asunto (v. 4). Eso equivale a dejar asentado que él no es culpable del resultado, que es la viña la culpable de la carencia de fruto constatada. Tan seguro está de ello que, antes de recibir el veredicto, se pone a describir con minucia (vv. 5-6) el empeño que pondrá en echar por tierra y destruir así su trabajo previo: quitar la cerca que rodea la viña para que todos la puedan pisotear; no cavarla ni podarla para que no dé fruto su propio trabajo previo, prohibir a las nubes que derramen su lluvia sobre ella; convertirla en lugar de espinos y plantas salvajes que no ofrecen al hombre nada bueno. Como era de esperar, aunque uno lo podría deducir, la conclusión nos dice de quien se está hablando: la viña es el símbolo de la casa de Israel, de los hombres o habitantes de Judá (v. 7). Y, si hay correlación entre el dueño y su viña, esto nos dice también, aunque implícitamente, que el viñador es Dios. Viña y plantío exquisito, ¿qué se podía esperar de quienes habían recibido todas las atenciones del Señor a lo largo de una historia de siglos? «Justicia» y «honradez», una vida conforme a las exigencias de la voluntad de su Dios eran lo que cabía esperar; que haya iniquidad, maldad y todo lo que se les parezca es signo de que, por lo menos en aquel momento, el pueblo elegido no está correspondiendo a la vocación que Dios le diera. Eso prueba que el pueblo elegido no se está esforzando por corresponder a los dones de su Dios.

LA VID Y LOS SARMIENTOS No es este el lugar para hablar de los muchos textos del AT o del NT que de algún modo hacen referencia a la canción de la viña, se trate de una imagen utilizada como de paso o se desarrolle más ampliamente. Entre estos últimos, no creo que quepa la duda al respecto, varios pasajes de Ezequiel, Is 27,2-5 y el salmo 80 (vv. 9-19) ocupan un lugar especial. Pero también lo tiene un pasaje del evangelio de Juan donde, en el contexto de la última cena, Jesús afirma «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador» (Jn 15,1). La utilización de esa comparación es sistemática en los vv. 1-6, aunque haya todavía a con-

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tinuación frases que se comprenden mejor en función de ella, como la de dar fruto en el v. 8. Lo que dice Jesús supone una transformación radical de la imagen del AT. Uno esperaría que hablara del pueblo de Dios como vid o viña, pero Jesús habla de sí mismo: «Yo soy la vid». Y con esta declaración Jesús nos hace comprender que él es la condición de posibilidad para que nosotros demos frutos que tengan valor ante Dios, que sean frutos de vida eterna. En efecto, solo «el que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto» (Jn 15,5), afirma Jesús. Separados de Cristo no podemos producir ningún fruto que valga la pena.

2. LOS AYES: IS 5,8-24; 10,1-4 A veces se habla de textos proféticos como el presente en términos de «maldición»: los ayes serían «maldiciones», pero cada uno de los dichos del pasaje, a diferencia de lo que ocurre con la serie de maldiciones de Dt 27,15-26, no empieza por el participio «Maldito», sino por un hoy (en hebreo), por un «Ay». Podemos entonces decir que, aunque haya un parentesco con la maldición, estamos ante un caso particular de invectiva (ver lo que dijimos al respecto al hablar de los géneros literarios proféticos). El género ya aparece en Amós y hasta se puede señalar que una sección de sus oráculos (5,7-6,14) está claramente estructurada en torno a tres Ay (5,7.18; 6,1). Isaías ofrece más claramente una enumeración: el «Ay» inicial (v. 8) se repite en los vv. 11, 18, 20, 21, 22 (+ 10,1). Pero hay alguna diferencia: si cada Ay es la denuncia de una falta, en unos casos se pasa a la consecuencia, a una amenaza, en otros no. Además, que tengamos formulaciones que apenas ocupan un versículo mientras otras se extienden a lo largo de varios, incluso siete, nos dice de antemano que no hay una expresión proporcionada por lo que a las dimensiones o a la extensión se refiere. Por supuesto la extensión no forzosamente está en proporción con la importancia objetiva de aquello de que se habla. Además otra cosa es igualmente posible: que la amplitud actual de tal dicho, sobre todo la de los vv. 11-17, se deba a una combinación de varios elementos. Así por señalar solo esto, H. Wildberger limitaría la invectiva a los vv. 11-13; en los versículos que siguen tendríamos un fragmento de otra invectiva (vv. 14 y 17) y una adición (vv. 15-16).

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ESTRUCTURA Y COMPONENTES DE IS 5,8-24; 10,1-3 (4) SEGÚN H. WILDBERGER • • • • • • • • • •

Primer Ay con amenaza Segundo Ay con amenaza Fragmento de una amenaza Adición: La sublimidad de Dios Tercer Ay Cuarto Ay Quinto Ay Sexto Ay con amenaza Conclusión de la serie del cap. 5 Séptimo Ay

Is 5,8-10 Is 5,11-13 Is 5,14.17 Is 5,15-16 Is 5,18-19 Is 5,21 Is 5,22 Is 5,20.23.24a Is 5,24b Is 10,1-3 (4)

• Si el ideal respecto a la tierra prometida pudiera encontrarse en el ya citado pasaje de Miqueas (4,4), conclusión distinta de un texto común a Isaías y a Miqueas («Cada cual se sentará bajo su parra y su higuera»), ese versículo da a entender que cada familia tiene su propia tierra para vivir. Pues bien, la primera condena del texto de Isaías (vv. 8-10) se refiere a cuantos ponen todos los medios a su alcance para apoderarse de todo lo que pueden y no se contentan mientras no se adueñan de toda una región o hasta de todo un país. Si el pecado es grave, el castigo de Dios tiene que ser proporcionado. Por eso quedarán desiertas muchas mansiones opulentas; porque muchos solo tratan de obtener ganancia y no se paran ante los medios a emplear, muchas tierras no darán el fruto esperado. • Aunque el salmista pudo celebrar «el vino que recrea (alegra) el corazón del hombre» (Sal 104,15), aquí también reciben una condena terrible aquellos que solo procuran pasarla bien y precisamente andando a la caza de vino y licores, que parecen poner en ello toda su razón de ser: sí, hasta madrugan o se desvelan por ellos (v. 11). Ese buscar la forma de divertirse bien podrá acompañarse de muchas músicas (v. 12), pero no se acompaña de lo que importa al hombre: estar atento a los planes de Dios. Andar en esos pasos es cerrar las puertas a la posibilidad de contemplar la obra del Señor, de ver la obra de sus manos. La consecuencia (vv. 13-14), expresada como algo ya ocurrido, será que, si algunos no perecen, habrán perdido todo y vivirán como deportados. Y ya se sabe cuál es la si-

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tuación del deportado: es la persona a la que agobian el hambre y la sed; peor aún, muchos habrán entrado por las fauces nunca satisfechas del seol, habrán llegado al lugar de los muertos. Lo que sigue (vv. 15-16) resulta más difícil de relacionar con el caso preciso, aunque ya nos consta que Isaías trata de inculcar al hombre la humildad (¿no habló denunciando la altanería de las mujeres de Jerusalén?), y una forma de soberbia y de engreimiento es buscar la felicidad a espaldas de Dios, desentendiéndose de su voluntad. Que el hombre se humille es lo que debiera ocurrir frente al Señor, de cara al Dios santo, a quien manifiesta su santidad por ser justo en todo lo que hace. • El tercer Ay solo es una denuncia, si se quiere un tanto amplia (vv. 18-19), pero aquí, a diferencia de los casos previos, no se pasa de la denuncia a una amenaza precisa. Y también cabe añadir que en este caso la denuncia no se refiere a un pecado concreto y determinado. No se trata de un pecado, sino más bien de la actitud interior que lo agrava, de la impenitencia. Es el caso de quien no solo comete pecados graves, sino que los arrastra y hasta se atreve a desafiar al Señor, al Santo de Israel, como si su manifestación no fuera a desenmascararlo o a castigar su pecado. • El v. 20 también contiene un Ay sin amenaza, aunque ya veíamos arriba cómo Wildberger no considera el versículo aisladamente, ya que, según él, estaría relacionado con 23-24a. Para que se vean las cosas así intervienen consideraciones de forma y contenido. Como quiera que sea, se considere el versículo aisladamente o unido a lo que sigue, aquí tenemos una denuncia que se refiere a una tergiversación radical de los valores, pues lo que muchos hacen es cambiar una cosa por su contraria, si no por su contradictoria. • En el v. 21 la denuncia tiene que ver con quienes son, a sus propios ojos, los sabios de los sabios, la medida misma de la sabiduría, de la inteligencia y de la discreción. Pero, es claro, se trata de «sabios» que lo son a sus propios ojos; ese no es ese el juicio de Dios. • El v. 22 dice aproximadamente lo mismo que el 11, y habla en contra de los valientes para el vino, de los campeones en ingerir licores. Y ciertamente no hay continuidad entre este versículo y el siguiente (v. 23), porque en este caso tenemos una denuncia contra quienes, sin duda teniendo la autoridad requerida para «juzgar», cometen la doble abominación de absolver de culpa al malvado mediante el soborno recibido y de privar de su derecho a quien debe-

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ría ser considerado como justo. El v. 24, al menos en su primera parte, es una amenaza: no quedará nada de quienes no practican la justicia. Que la amenaza esté relacionada con la falta que se denunciaba en el versículo anterior es la suposición más lógica. Lo que resulta más difícil decidir es cómo se ha de tomar la parte final del versículo: ¿se trata de una justificación de este caso particular o hay que entenderla como un resumen del conjunto del conjunto de las faltas denunciadas a partir del v. 8? • El Ay de 10,1-4 por lo que a las características se refiere no desentona al lado de los de la serie del cap. 5; esa es probablemente la razón por la que algunos comentaristas consideran que fue separado solo por avatares de la transmisión de los oráculos de Isaías. Como quiera que sea, la denuncia de los vv. 1-2 tiene que ver con la administración de la justicia; con el v. 3 sin duda se pasa a una amenaza. Por el contrario, resulta problemático el v. 4. Hasta pudiera ser que lo mejor que podemos hacer sea distinguir dos cosas distintas: a) Una especie de aforismo a propósito de quienes no quieren dar su brazo a torcer; antes morir que recibir una humillación de cualquier tipo que sea. b) Una frase a propósito de la ira o cólera de Yahvé, que no se ha calmado, de su mano amenazante, extendida contra el pecador, que no ha sido retirada. Esa frase es una especie de estribillo, pues se repite varias veces en el capítulo anterior (Is 9,11b.16b.20b). IV. EL LIBRO DEL EMMANUEL: IS 6-12 El título de «libro del Emmanuel» se ha dado al conjunto de los capítulos 6-12 del libro de Isaías, aunque también hay quien considere, como G. Fohrer en su análisis de la formación de Isaías 1-39, autor al que ya nos hemos referido, que, propiamente hablando, ese título se debería dar solo a una de las dos colecciones de oráculos que forman estos capítulos. Por cierto, hasta habría cosas que deberíamos considerar por separado, que no formarían parte de las dos colecciones principales, como 10,1-4. Más que los detalles relativos a la delimitación de las colecciones nos importa tratar de adentrarnos en el sentido de los oráculos. Es indudable que tienen particular importancia los grandes oráculos mesiánicos, sean o no oráculos genuinos de Isaías; por eso los tratamos con mayor detenimiento.

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1. VOCACIÓN DEL PROFETA: IS 6,1-13 Ya comentamos en parte este texto al hablar de los relatos de vocación en la Introducción a los profetas y, por consiguiente, nos constan sus características literarias y el sentido que tiene el texto como relato de vocación. Si algo probablemente no resulta tan claro mediante lo que ya señalamos es el sentido de la pregunta del profeta después de recibir del Señor la encomienda de ir de parte suya para anunciar su palabra. Se puede añadir que esa pregunta recibe una respuesta que también nos deja un poco intrigados. Por supuesto, pregunta y respuesta van de par. Y lo que resulta problemático es el hecho de saber por qué o cómo se le ocurrió al profeta plantear esa pregunta. Uno estaría más dispuesto a considerar que la pregunta surgió de la experiencia, ante la falta de resultados de la predicación de Isaías. Dicho de otra manera, la pregunta sería porque al profeta le interesa saber por qué no obtiene resultados positivos el anuncio que ha hecho durante décadas. Es como si el profeta dijera: «¿hasta cuándo tengo que seguir denunciando los pecados de tu pueblo, Señor, si cuanto les digo de tu parte no los lleva a la conversión?». Y esta pregunta se entiende bien después de cierto tiempo, no al comienzo, al recibir su vocación. Pero esa pregunta tiene también otra dimensión: «¿hasta cuándo han de seguir así las cosas, Señor, si tú mismo no has enviado los castigos terribles con que nos amenazas?». Sí, ¿por qué Dios amenaza y no realiza sus amenazas? Algún otro, como Jonás, se quejará de ello. Pero todo está en saber si Dios amenaza para cumplir exactamente tales amenazas o si sus amenazas son una invitación a la conversión. La respuesta de Dios sugiere eso, que hay un compás de espera, un tiempo de paciencia. Sí, habrá un castigo y será terrible, pues apenas quedará un resto y este, por lo que a proporciones se refiere, apenas será como un «diezmo», una décima parte de lo que hay ahora. Habrá un «resto», un pequeño remanente, tan pequeño que la «semilla santa» será apenas como la parte casi hundida en tierra del tronco de un roble o de una encina, tronco de donde luego surge un brote o retoño. Por supuesto: eso es signo y garantía de esperanza. 2. UNA MALA NOTICIA Y OTRA BUENA: IS 7,1-9 De querer resumir anticipadamente de qué habla el relato de la primera intervención de Isaías ante Ajaz, el ofrecido nos señala

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algo, pero no nos dice todavía en qué consisten esas noticias, la buena y la mala. Vamos a verlo. El texto inicialmente da la impresión de ser un relato común y corriente: se nos dan en forma global las coordenadas de tiempo; también se señalan los personajes (v. 1). Estamos bajo el reinado de Ajaz, cuyos antepasados inmediatos se indican puntualmente. Que se mencione al rey de Judá tiene su importancia: al rey y a su situación frente al Señor se refiere el envío de Isaías de que habla el relato. Y eso nos permite inferir el lugar: estamos en Jerusalén, la capital del reino. La mala noticia se refiere a la amenaza que viene de una inminente invasión extranjera: decir que tanto Rasón, rey arameo de Damasco, como Pécaj, hijo de Romelías, rey de Israel, «subieron» es un dato importante (ver 2 Re 16,5). «Subir» a Jerusalén es encaminarse a esa ciudad, capital de Judá, sobre todo ir al templo del Señor. La mala noticia es entonces que ambos reyes se encaminan hacia la capital de Judá, que la ciudad es la meta, el término declarado de su «subida». Además, los designios que pueden tener, si se trata precisamente de reyes extranjeros, no forzosamente son una buena noticia: lo más lógico es suponer que no son de buen augurio para el reino. Para que no nos quedemos con la duda, el texto dice cuál era su fin declarado: «atacar» a Jerusalén. La manera de expresarse del texto, «subió Rasón... con», parece indicar que el rey de Damasco tenía la iniciativa en tal ataque. Lo de que «Aram se ha unido con Efraín» (v. 2) parecería indicar, no obstante, algún tipo de igualdad. Como quiera que sea, la noticia llega al palacio real, «a la casa de David». La forma de expresarse del texto parece vaga, pero tiene una gran precisión: la noticia de la invasión le llega a quien es sucesor de David y heredero de la promesa que Dios le hiciera mediante el profeta Natán (2 Sm 7,11b-16). ¿Qué reacción puede provocar una mala noticia así? El texto no nos deja con la duda: el corazón del rey y el de todo su pueblo se agitaron, como se estremecen los árboles del bosque cuando los azota un fuerte vendaval.

LA GUERRA SIROEFRAIMITA Debemos aclarar las circunstancias y razones del acontecimiento. A sabiendas dejé de lado la frasecita final del v. 1: «mas no pudieron

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hacerlo». Entendemos claramente que aquellos reyes no llegaron a realizar su designio de atacar a Jerusalén. ¿Por qué? Estamos probablemente en torno al año 732 a.C. A estos reinos del Mediterráneo oriental de algún modo les consta que los asirios tratan de llegar hasta el Mediterráneo o hasta Egipto en su afán por construirse un imperio. Los sirios o arameos de Damasco son los primeros en percibir el peligro: por su situación a ellos les llegarían primero. Ahora bien, toda la región (Siria, Líbano, Palestina) está formada por pequeños reinos. ¿Qué pueden los enanos frente a un gigante? Si hay alguna posibilidad de hacerle frente es uniéndose contra él; de otro modo el gigante los pisoteará uno a uno y hará de ellos lo que quiera. Como luego tratará de hacerlo Ezequías de Judá, lo que Rasón y Pécaj tratan de montar es una coalición antiasiria; si Judá no quiere participar por las buenas, tratan de obligarlo por las malas. Por eso tratan de invadir Judá, de atacar a Jerusalén. Pero, ¿por qué «no pudieron hacerlo»? El texto no lo detalla todo, pero podemos suponer una parte de los detalles: ante el intento de coalición, Ajaz se mantiene al margen, sea por decisión propia o por consejo de Isaías. La reacción de los coaligados, obligar a Judá a que participe, era una consecuencia previsible. 2 Re 16,6 nos presenta rápidamente algunas cosas que ya habían hecho los coaligados, como quitarle el puerto de Elat a Judá. Y, más claro que el agua, el pasaje que sigue nos dice que Ajaz, con el «regalo» de oro y plata hecho al rey de Asiria y con el mensaje que lo acompañaba, fue quien pagó la invasión de Siria y de su capital, Damasco (vv. 7-9); las consecuencias para Israel son descritas en 2 Re 15,29. Si los coaligados trataban de dar el golpe contra la capital de Judá, se ven impedidos... porque a ellos mismos les llega inesperadamente el golpe de los asirios. Sí, Ajaz ante las consecuencias previsibles de su negativa a formar parte de la coalición antiasiria, recurrió precisamente a los asirios. Pero recurrir a ellos significaba hacer de Judá un tributario de los asirios. Si tal recurso evita la conquista armada, a la larga resulta un yugo muy pesado. A pesar de los intentos reiterados que hizo luego Ezequías, sucesor de Ajaz, el recurso a los asirios tendrá consecuencias graves y empobrecerá al reino. Si Judá se libra de los coaligados, no se libra de los asirios y de sus impuestos, aunque de momento evita una conquista sangrienta como la que sufrieron Damasco e Israel. Tales son las circunstancias de la llamada «guerra siroefraimita», del intento de conquista de Judá por Siria y «Efraín» (Israel). Fueron los asirios los que conquistaron Siria (hacia 732-731 a.C.), despojaron a Israel de la parte de Transjordania y de Galilea (el reducto de la montaña central con la capital Samaría solo durará 10 años más, ver el texto ya citado, 2 Re 15,29). Y los asirios no hacían las cosas a la ligera: si era necesario destituían reyes a su antojo: es lo que pasa con

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Oseas por su impuntualidad en pagar los tributos a los que había quedado sometido (2 Re 17,3-4). Judá no fue directamente conquistado de momento, pero tuvo que pagar los platos rotos. No es de extrañar que luego Ezequías buscara contra viento y marea el modo de librarse del yugo de los asirios mediante alianzas con otros pueblos. Pero Isaías tendrá mucho que decir al respecto.

En esas circunstancias, cuando se sabe que los reyes coaligados están cerca de Jerusalén, Isaías recibe la orden del Señor de ir a hablarle al rey (v. 3). Por cierto, no irá solo; lo debe acompañar su propio hijo. Ese hijo tiene un nombre común y corriente; el de Sear Yasub, «un resto volverá», tiene que ser un nombre simbólico, como lo será el Maher Salal Jas Baz en 8,1.3. Lo visto sobre el «resto» nos indica ya que en ese nombre hay, por una parte, el anuncio de un castigo terrible, pues solo quedarán unos pocos sobrevivientes; pero en el nombre hay también un signo de esperanza: el castigo, en vez de significar la destrucción total, deja la puerta abierta a una restauración. Dios promete que habrá un nuevo comienzo, una restauración. Isaías debe ir a hablar al rey, pero no se precisa de momento lo que habrá de decirle, aunque sí el lugar; el rey no está en su palacio, sino que anda de paseo por las afueras de la ciudad, exactamente en la parte baja y junto a la fuente que se encuentra en el torrente del Cedrón. El oráculo propiamente dicho comienza por unas palabras, sobre todo el «No temas», que son características de un anuncio de salvación. Si la situación a la que tiene que enfrentarse parecería llevar naturalmente a eso, al miedo, al rey se le exige ver las cosas de otra manera: él ve a enemigos más poderosos y, además, coaligados contra él; frente a esos enemigos que han tramado su ruina, la palabra de Dios lo invita a ver solo un «par de cabos de tizones apenas humeantes» que están por apagarse. Uno se pregunta cuál podrá ser la perspectiva que permitiría ver las cosas de modo tan distinto. A primera vista no hay razón para ello, no la ofrece el dicho del profeta. Pero, si vemos las cosas con mayor detenimiento, nosotros mismos tenemos que cambiar de opinión al respecto. El par de tizones que apenas humean, a saber Rasón y el rey de Israel, son quienes actúan por propia cuenta, por más terrible que parezca su designio: «han maquinado tu ruina». Cierto que tienen una plan definido contra Judá, un plan que comprende

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varios puntos precisos, como atacar a Judá, apoderarse del reino, sobre todo de su capital, Jerusalén, a como dé lugar y poner como rey a otro en vez de Ajaz. «A otro en vez de Ajaz» es una manera de decir las cosas de otro modo que como las expresa el texto; este dice, es lo que pretenden los reyes coaligados, que su intento consiste en poner como rey «al hijo de Tabel». Lo vocalización de los masoretas parece sugerir Tobal, al «no bueno» o «bueno para nada». Por supuesto, uno se pregunta de quién se habla.

¿TABEL, ITTOBAAL/TUBAIL O QUIÉN? ¿Por qué esa pregunta? Porque, si no conocemos a la persona, hoy sabemos que el rey de Tiro en esos años se llamaba Ittobaal, popularmente Tubail, por lo que P. Vanel propuso leer aquí una referencia a él: el plan de los coaligados en contra de Judá era tan preciso que no solo se proponían quitar a Ajaz, sino que hasta sabían a quien iban a poner en su lugar, al hijo del rey de Tiro. Se comprende la reacción de Isaías, hablando en nombre del Señor: ¿cómo van esos reyes extranjeros a pasar por encima de los planes del Señor? ¿Cómo tratan de anteponer sus propios planes a los de Dios? ¿Qué decir de tal hipótesis? No podemos decir sin más que sea cierta, pero esa propuesta mostraría que el proyecto contemplaba los aspectos del problema y trataba de resolverlos a su manera.

Se trate de Ittobaal o de cualquier otro, los planes esos reyes, como sucede con los planes humanos en cuanto distintos de los del Señor, se oponen a los de Dios. Es lo que explica el contundente «eso no sucederá (no se afirmará), eso no será así» (v. 7). Y debe quedar bien claro que es el Señor mismo («Así ha dicho el Señor Yahvé») quien hace la afirmación. La palabra de los hombres no puede oponerse a la de Dios y menos suplantarla. Ese «no será así» es una forma de reiterar la promesa del oráculo de Natán, ya citado. Los planes humanos no pueden prevalecer sobre los planes de Dios. La razón última –nótese que el v. 8 empieza con un «porque»– se nos ofrece a continuación. Pero una aclaración preliminar necesaria es que 8b parece interrumpir el desarrollo: salta a la vista la

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continuidad entre 8a y 9a. La segunda parte del v. 8 es un anuncio de la ruina del reino de Israel, prevista exactamente para dentro de sesenta y cinco años. Sin esa frase, ¿a qué se refiere la doble constatación? Es un caso en que lo no dicho es más importante que lo dicho. Lo dicho suena: «la capital de los arameos es Damasco y el jefe (cabeza) de Damasco es Rasón; la capital de Efraín (Israel) es Samaría y el jefe de Samaría es el hijo de Romelías». Bien, ¿y eso qué? Pensemos en la diferencia con lo no dicho: «la capital de Judá es Jerusalén y el cabeza de Jerusalén es el Señor». Sí, es él el verdadero rey; el descendiente de David, Ajaz o quien sea, es solo su representante. Pero ese rey, adoptado como hijo a título especial (2 Sm 7,14 y textos derivados de él), debe comprender cuál es su situación frente a Dios y cumplir sus planes. Pero Ajaz no está muy dispuesto a entrar en el juego. Es lo que explica que la escena concluya en tono de amenaza (v. 9b). La forma de entender este pasaje varía entre los especialistas. Una versión como la de la Biblia de Jerusalén, que otros muchos propugnan, pretende encontrar la fórmula «creer en», pero esa manera de traducir supone un doble cambio, el de ki en bi y el de la puntuación de los masoretas. Y si se separa el ki del verbo, hay que dar a este un sentido aseverativo (adverbial) y entonces la mejor traducción sería: «Si no creen, ciertamente no subsistirán/estarán firmes». Las promesas de Dios, como la de que él asistirá constantemente a la dinastía de David, son lo que ofrece un horizonte de vida. Es verdad que la promesa de Dios los hombres tenemos que hacerla nuestra mediante la fe. De no haber fe, de no estar afirmados en Dios, no tenemos garantía de permanecer firmes. Que se le diga esto al rey Ajaz suena a llamada de atención. Ya nos consta que él solo piensa en medios humanos, en lo que está a su alcance (2 Re 16,7-9); el hecho de que Isaías tuviera que volver a la carga parece indicar que el rey no estaba dispuesto a tomar en serio la promesa de Dios o que lo hacía con muchas restricciones y limitaciones.

ISAÍAS, PROFETA DE LA FE Aunque no es muy frecuente en el AT el vocabulario de la fe, se ha dicho que Isaías es el profeta de la fe. ¿Sobre qué bases descansa esa afirmación?

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Una aclaración preliminar sería la de que el vocabulario de la fe y de la confianza es más bien raro en los profetas y en todo el AT. No es que tengan algo en contra de la verdadera fe, sino que ven al pueblo de Dios mal dispuesto a las actitudes que deben surgir de la fe y de la verdadera confianza. Si creen que bastan los sacrificios y ofrendas, si se limitan a realizar ritos exteriores, como el de los sacrificios y ofrendas, lo menos que se puede decir es que los antiguos israelitas no habían entendido que Dios nos pide algo más que eso, que los sacrificios y las ofrendas exteriores. Isaías habla de la fe, aunque son pocos los textos en que recurre al vocabulario específico en que es central la raíz hebrea ’aman, de donde viene ese Amén que muchas veces decimos sin saber qué implica. Además de 7,9b, encontramos el verbo hebreo en la voz hifil en el breve oráculo de Is 28,16-17. También aquí el verbo hebreo se usa en forma absoluta, sin un complemento. ¿De qué habla el texto al afirmar que Dios establece en Sión (Jerusalén) una piedra angular? No hay duda de que el breve oráculo habla de una casa o edificio, si se habla de una piedra de fundamento. ¿Será el templo o la dinastía de David? David quiso construir una «casa» para el arca de la alianza al considerar que él habitaba una casa de cedro mientras el arca se guardaba en una tienda de campaña. Natán lo aprueba espontáneamente y de inmediato (2 Sm 7,1-3), pero las cosas cambian cuando aquella misma noche Dios manifiesta a Natán algo que debe decir a David. En el oráculo, en la palabra recibida aquella noche, se pone en claro que no es David el que va a construir una «casa» (templo) para el Señor (v. 5b); al contrario, es el Señor quien le construirá a David una «casa» (v. 11b). El Señor no necesita una casa, pero le construirá una a David. Esto nos hace pensar que la «piedra de fundamento» de que habla el pasaje de Isaías es la monarquía davídica. Su solidez depende de la promesa divina, pero debe haber la aceptación del hombre, tanto que para el hombre no hay solidez si no acepta debidamente la promesa divina. Hay, por consiguiente, una correspondencia entre los dos textos de Isaías, 7,9b y 28,16. Por supuesto, el profeta puede hablar en términos más generales, por ejemplo para invitar a la confianza en Dios (14,30.32; 30,15). En el segundo pasaje, además, si alguna oposición resulta clara es la que se da entre los recursos, por ejemplo militares, de que el hombre puede echar mano, y el de poner la propia vida en manos de Dios creyendo en él, depositando en él toda nuestra confianza. ¿Es Isaías el profeta de la fe? Sí, en cuanto nos da a entender que la actitud personal frente a Dios y a sus promesas es lo que hace que la vida del hombre se oriente como debe. Y sus textos parecen ser de los más explícitos de todo el AT en relación con la fe.

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3. EL EMMANUEL: IS 7,10-17 Si algún problema se plantea a propósito de la segunda intervención de Isaías ante el rey Ajaz es el de la extensión precisa del oráculo, ya que, si sabemos dónde comienza, no podemos decir lo mismo de su fin. Pero, aunque algunos ven la conclusión en el v. 16, parece que hay que incluir el v. 17. «Volvió a hablar»: ¿quién, el Señor o el profeta? Bien miradas las cosas, no es esa una disyuntiva absoluta, ya que puede hablar el Señor, pero haciendo oír su palabra mediante el profeta como enviado. La frase anterior, por supuesto, da a entender que la disyuntiva, que hable Yahvé o que lo haga Isaías, tiene su importancia. Esto tiene que ver con la formulación del texto, ya que si, como propone la edición de la Biblia Hebraica de Stuttgart, se debe cambiar la formulación y el sujeto de la primera frase tendría que ser Isaías, no Yahvé, eso equivale a cambiar el texto transmitido por los masoretas. Pero tal propuesta no tiene apoyo en la tradición textual. Sí habla Yahvé, pero habla por Isaías y no por eso el texto es «volvió Isaías a hablar...». El texto puede ser «volvió Yahvé a hablar», pero no lo hace como en directo, sino a través del profeta. Si la palabra divina es dirigida una segunda vez a Ajaz es para proponerle que escoja algo como señal (v. 11). ¿Qué pretende el Señor con ello? Lo lógico es suponer que esa señal sería algo que lo ayude, lo lleve a aceptar aquello que no quiere tomar en serio: que Dios está con Judá, que le mantiene la promesa hecha a David y a aquellos de sus descendientes que ocupen el trono. Por supuesto, eso tiene una consecuencia: los reyes enemigos no podrán salirse con la suya. El carácter personalísimo de esa señal es evidente en la misma expresión: «pide para ti»; lo recalca también el señalar la relación especial con Dios: es una «señal de Yahvé tu Dios». Y no hay restricción previa en cuanto al tipo de señal que el rey puede pedir, si puede pedir como signo cualquier cosa que se le ocurra y si la señal puede situarse en cualquier parte del universo, desde lo más profundo de este mundo visible, como es el Seol, el lugar de los muertos, hasta lo más elevado allá arriba, en algún lugar cercano a donde habita Dios por encima de los cielos. Ajaz se niega a pedir la señal; ofrece como pretexto, ya que no es una razón, el no querer tentar al Señor (v. 12). Pero si es él quien le habla y le dice que puede pedirla, ¿cómo puede decir Ajaz que no quiere tentarlo al pedir una señal? Vuelve a manifestarse su falta de

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fe. Lutero comprendió bien: «El impío Ajaz simula santidad, en cuanto que, por temor a Dios, no se atreve a pedir el signo. Es lo que ocurre con los hipócritas: se manifiestan muy religiosos donde la religiosidad no hace falta». Pero, el profeta, Isaías, está ahí para hablar en nombre suyo. Y él, el Señor, le dice qué señal debe proponer al rey (v. 13). Cierto que lo hace como fastidiado por tener que llegar a este extremo: «Oigan, ustedes, casa de David». Y es que el comportamiento de Ajaz pone de manifiesto que es de los que no solo cansan a los hombres, si no que hasta se proponen hacer lo mismo con Dios, ahora «mi» Dios, el del profeta. Ajaz no quiso pedir ninguna señal, pero él, el Señor, dará una señal no pedida. Esa señal, su señal, es que «la doncella está encinta, va a dar a luz un hijo al que pondrá por nombre Immanuel, Dioscon-nosotros» (v. 14). Saber a qué personas se refiere el profeta en su anuncio es importante para entender su mensaje. Pero la perfecta identificación de la Doncella y del Emmanuel no es tan fácil, como lo muestra la variedad de interpretaciones que nos ofrece la tradición o a las que ha recurrido la exégesis moderna. Y si digo esto, es que no considero que la solución tradicional sea la más obvia. Pensemos solo en esto: ¿de qué le iba a servir a Ajaz que le dijeran que una virgen, María, más de siete siglos después de su propia época, daría a luz al hijo de Dios, quien, por consiguiente. sería verdaderamente «Dios-con-nosotros»? No digo que no haya ninguna relación, pero tenemos que entender que se trataba de darle a Ajaz, por allá en 732 a.C., un signo que lo llevara a aceptar lo bien fundado de la promesa que Dios hiciera a su antepasado David. Estamos acostumbrados, sobre todo por la cita de Mt 1,23, a comprender el texto como una promesa que solo se habría de realizar con el nacimiento de Jesús. Pero, si no cabe duda respecto a dos cosas, que nos situamos al interior de la gran corriente del mesianismo y que la interpretación de Mateo señala exactamente la intención última de Dios y nos ofrece el «sentido pleno» del pasaje, otra cosa muy distinta sería afirmar que eso fue lo que comprendieron espontáneamente los oyentes de Isaías y que allí estaría el sentido literal del texto, determinado al mismo tiempo por lo que Isaías expresó en sus palabras y lo que sus oyentes pudieron comprender en aquel momento. Debemos distinguir por tanto entre el sentido literal del texto y su interpretación cristiana posterior. En otro orden de ideas, se podría uno preguntar si las palabras de Isaías, por el contexto en que las dice, han de entenderse como una

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promesa o como una amenaza. Si planteamos las cosas como una disyuntiva es porque con frecuencia así ha procedido la exégesis moderna. En efecto, si de alternativa se tratara, optar por una de las partes excluiría a la otra. En su momento O. Procksch pudo afirmar que «solo una exégesis totalmente torcida puede ver aquí algo distinto de una amenaza». ¿Tan seguros estamos? Posiblemente ando mal, pero yo veo en lo del anuncio del nacimiento algo que, por más vueltas que le doy al asunto, no se puede reducir a una amenaza.

LOS ANUNCIOS ANTICIPADOS DE NACIMIENTO Aunque haya detalles un poco distintos, en varios pasajes del AT tenemos ese tipo de anuncio, la promesa anticipada del nacimiento de un hijo (por ejemplo en Gn 16,11-12; 17,19; Jue 13,3.7). También los evangelios de la infancia contienen algo semejante a propósito del nacimiento de Juan el Bautista o de Jesús (Mt 1,20-21; Lc 1,31). Comparando entre sí podemos decir que la expresión contiene estos puntos o parte de ellos: • La referencia al hecho mediante un «He aquí» con un verbo que anuncia la concepción, aquí «la doncella está encinta». • Otro verbo que habla del alumbramiento de la madre, del nacimiento del niño. • La indicación del nombre que el recién nacido ha de recibir. • La explicación que da la razón de dicho nombre. • Una más amplia explicación de la misión que ejercerá en la historia del pueblo de Dios. A la vista de ese formulario, cabe decir que Is 7,14 solo refleja el comienzo.

El anuncio del nacimiento de un hijo, sobre todo a una madre de cierta edad, es un acontecimiento gozoso. Aquí las cosas se complican en cuanto sabemos que debe haber una parte de amenaza, si el signo se ofrece al rey Ajaz, al que no ha sabido o no ha querido creer en Dios. Para ver cómo hay allí esa parte de amenaza es necesario leer el texto hasta el final. Pero, ya lo decíamos, es necesario preguntarnos por la identidad de la doncella y del Emmanuel. El término hebreo ‘almah fue vertido por parthenos en griego, por virgo en latín. Eso significaría que no tiene el sentido ordinario; en

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todos los demás casos del AT designa a una muchacha en edad de casarse (ver, por ejemplo Gn 24,43 y Ex 2,8) y el equivalente griego de los LXX fue neanis, joven. ¿Quién es la doncella o muchacha en cuestión? Las principales propuestas de la tradición y de la exégesis moderna serían: • María, la madre de Jesús. Ya señalé que parece muy difícil decir que se trate del sentido literal. Una forma por así decirlo debilitada de lo anterior consiste en suponer que se trata de la madre del futuro Mesías. • La esposa del profeta. Es la interpretación de los rabinos medievales Ibn Ezra y Rashi, retomada por Hugo Grocio y por muchos exégetas modernos. Pero ¿podía el anuncio del nacimiento de un hijo del profeta ser signo para Ajaz? • Cualquier muchacha de la época que el profeta Isaías pudiera como quien dice señalarle con el dedo a Ajaz. Pero esa es una suposición que no permite su identificación precisa. • Dando un sentido colectivo al término, se puede suponer que el término se refiere a cualquier muchacha que estuviese por dar a luz pronto. La suposición topa con la determinación que tiene el nombre: es la, no una muchacha, y menos una cualquiera. O se supone que se trata de la hija de Sión. Pero de ella solo se podrá decir metafóricamente que da a luz. • La «doncella» es solo una figura mitológica. El problema está en que sea aducen paralelos de otro ámbito cultural para sugerir la verosimilitud. Si se trata de captar el sentido literal, ninguna de estas interpretaciones convence. Así solo queda una propuesta, la de que se trate precisamente de la esposa del rey, la que puede darle un heredero al trono. La explicación ha ganado adeptos desde que la propuso M. Buber. Lo que Isaías le anuncia al rey Ajaz es el nacimiento de un hijo suyo, por tanto de un heredero al trono. Que se tratara del anuncio del nacimiento de Ezequías, hijo y heredero histórico de Ajaz, no parece tan evidente. La literatura de la antigua Ugarit, ciudad situada en la parte norte de la costa fenicia, parece arrojar cierta luz sobre el problema. Su lengua está muy relacionada con la de los cananeos, de donde procede el hebreo. En un corto texto de tipo mítico-ritual, Las bodas de Yarhu y Nikkal, leemos: «He aquí que la doncella dará a luz un hijo [a Yarhu]». No hace falta señalar las correspondencias con Is 7,14,

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pero sí es importante señalar la equivalencia terminológica entre galmatu y ‘almah. Ahora bien, por otros textos ugaríticos sabemos que galmatu era una designación corriente, no de la reina madre, sino de la muchacha con quien el rey desea casarse. De algún modo es una muchacha casadera, pero aún no casada, aquella que el rey Kirta/Keret quería por esposa. Y como esposa del rey se espera que será madre de un heredero al trono. Si esto es más una analogía que un argumento, nos sirve para visualizar en qué consistiría el mensaje transmitido por Isaías en el supuesto de que la «doncella» fuera precisamente la esposa de Ajaz, o la que había de serlo. Ajaz en la primera intervención del profeta se ha negado a validar la promesa hecha por Dios a David: a la seguridad que le da el Señor en el sentido de que los reyes enemigos no se saldrán con la suya ha respondido con la indiferencia, no con la fe. En esta segunda intervención acaba de rechazar, y hasta con argumentos de falsa piedad, la propuesta que se le ha hecho en el sentido de que puede pedirle al Señor un signo que lo lleve a creer en la fidelidad de Dios en el cumplimiento de sus promesas. En la promesa de la permanencia de la dinastía davídica tenemos un dato fundamental. El Señor quiere llevar a Ajaz a la aceptación de lo bien fundado de su promesa: él es el Dios que cumple lo que ha prometido; por ello se puede confiar en él. Si el rey no acepta la promesa, él mismo, en vez de que se le escape como quien dice sin que el problema se resuelva, toma a su cargo el ofrecerle un signo. Por eso, si Ajaz se niega a pedirlo, él se lo da aunque no lo haya pedido. Pues, bien, ese signo está en que su esposa, o la que ha de serlo, le dará un hijo, un heredero al trono. Que pronto nazca un heredero al trono es el signo más evidente de la permanencia de la dinastía, de la realización de la promesa hecha por Dios a David. No, no es algo de que los hombres puedan disponer a su antojo, aunque lo pretendían los reyes enemigos (v. 7). La validez permanente de la promesa fue la afirmación tajante cuando afloraron las intenciones de los reyes coaligados (vv. 5-6). Pero es verdad que también se expresó una advertencia, si no una amenaza, dirigida a Ajaz por su falta de fe (v. 9b). Es también una amenaza lo que expresará el v. 17: Dios prepara la sustitución de Ajaz por su propio hijo, por otro beneficiario de la promesa hecha a David. Que deba haber esa sustitución es el resultado de la falta de fe del rey actual. Si la «doncella» es la (futura) esposa del rey, con ello estamos afirmando que el Emmanuel sería un hijo del rey Ajaz. Si se puede

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objetar que ese «Dios-con-nosotros» es un nombre demasiado grande para un hombre de carne y hueso o que, históricamente hablando, el sucesor de Ajaz se llamó Ezequías y que no puede ser él el hijo que ha de nacer, si cuando comience a reinar, unos dieciséis años después, ya tenía la edad de 25 años (2 Re 18,2), no todo se resuelve planteando objeciones. Comencemos señalando unos elementos importantes para resolver el problema. El primero de ellos es sin duda que el nombre «Dios-con-nosotros» ha de entenderse como nombre simbólico; por ello no tiene que ser exactamente el nombre real o corresponder a él. Conocemos los nombres simbólicos de dos hijos de Isaías, pero se puede dudar que en la vida real se hayan llamado precisamente Shear Yasub, «un resto volverá» (7,3), o Maher Shalal Hash Baz, «rápido botín, pronto saqueo» (8,3; ver v. 1). Un nombre simbólico, –y se pueden añadir a los citados los que Oseas da a sus dos hijos y a su hija, Yisreel, «no mi pueblo» y «no compadecida» (Os 1,4-9; ver 2,1-3.2425)–, sirve para hacer llegar a los oyentes de la palabra profética un mensaje bien definido. Sí, el nombre del futuro hijo, «Dios-con-nosotros», corrobora la presencia y la asistencia de Dios: él está con su pueblo y lo asiste. La promesa del oráculo de Natán sigue en pie. Como, según la tradición, el favor divino acompañó a David (2 Sm 7,8-9), así acompañará a su descendencia, específicamente al que ocupe su trono después de él (2 Sm 7,11b-16), pero solo si ese beneficiario tiene frente a Dios la actitud requerida de la aceptación. Por otra parte, también hay que saber que «Dios-con-nosotros» no ha de entenderse como una declaración expresa de la filiación divina de quien lleva tal nombre. Es verdad que el oráculo de Natán y los textos que de él dependen hablan de una filiación divina del rey davídico, pero ésta, incluso en sus expresiones aparentemente más mitológicas (2 Sm 7,14a; Sal 89,27-29; 2,7; 110,3), no se ha de entender a la letra. De hecho en el AT también encontramos esa afirmación de ser «hijo» referida al conjunto del pueblo de Israel (Ex 4,22-23; Os 11,1). Si seguimos con la impresión de que el nombre es demasiado grande para una persona de carne y hueso, debemos recurrir a la onomástica hebrea del AT: abundan en ella los nombres teóforos, aquellos en que el nombre divino, Dios o Yahvé, entra en composición con otro elemento, aunque es verdad que el segundo, Yahvé, normalmente se abrevia; para el otro se usa la forma breve. Tenemos así nombres como «Yahvé salva/es salvación» (Josué, Jesús, Isaías), «Dios escucha» (Ismael) y otros por el estilo.

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Todos los nombres que empiezan por Ya-, Yeho- o Jo-/Je, y los que terminan por -el, -yah/yahu (reducido a -as en la transcripción castellana) son nombres en los que se hace una afirmación sobre lo que es Dios/Yahvé para los creyentes. Como nombre teóforo, ¿qué tiene «Dios-con-nosotros» que no tengan otros semejantes? En otro de los oráculos mesiánicos del libro de Isaías uno de los títulos que se dan al rey davídico, o probablemente más bien al Mesías futuro, es el de «Dios fuerte» (Is 9,5). Suponiendo que la identificación de la «doncella» y del «Dioscon-nosotros» que hemos esbozado sea la correcta, no debemos olvidar que Is 7,14, como todo texto de la Escritura, es un texto abierto, susceptible de concreciones históricas ulteriores algo diferentes, aunque sea en la línea de la significación primera. Si esto se verifica ya en obras del ingenio humano (ni Cervantes ni sus primeros lectores imaginaron toda la riqueza de que El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha han llegado a ser la expresión), ¡con cuánta mayor razón hemos de decir esto de una obra divino-humana! Mientras se mantenga en la línea de lo que el autor humano, en este caso movido por Dios, quiso expresar, puede ser considerada como una «re-creación». Tratándose de un texto de la Escritura, esto es comprensible: no solo es obra de un autor de determinada época; es obra de Dios y, por tanto, palabra suya; él nos habla, aunque sea en forma escrita; antes lo hizo mediante la palabra del profeta. Tanto lo que expresó el profeta como lo que comprendieron sus oyentes inmediatos será siempre menos de lo que Dios quería comunicar a los hombres mediante aquella palabra de Isaías. La riqueza de la Escritura está allí: sucesivas generaciones van de algún modo enriqueciendo el texto con su lectura, con la comprensión que tienen de él. Y el mayor «enriquecimiento» se da cuando hay el paso de la preparación del AT al «momento culminante» de la manifestación de Dios a los hombres en el NT. Por eso Mt 1,23 es la garantía divina de que Is 7,14 era como esa pequeña semilla que nace y crece. Es que solo adquiriría su plenitud de sentido cuando se aplicara, no a una reina que iba a ser madre de un hijo que heredaría el trono de David, sino al nacimiento virginal de Jesús, «hijo de David e Hijo de Dios», como lo proclama su genealogía (Mt 1,1-17; Lc 3,23-38). Entre los extremos, el sentido literal, inicial o histórico, y el definitivo o «pleno», el de la plenitud de sentido que alcanza el texto con la revelación del NT, puede haber etapas intermedias. En el caso de Is 7,14 una importante fue sin duda la lectura de los Seten-

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ta (LXX) en la medida en que el término parthenos señala hacia algo que de suyo no era todavía la significación del texto original. Pero otro dato pudiera estar ya en el mismo texto bíblico del pasaje de Isaías, al menos en el supuesto de que el v. 15 fuera ya una relectura: aunque los alimentos del «Emmanuel», cuajada o requesón y miel, se han podido interpretar de modo un tanto negativo y con base en la amenaza del v. 17 como lo que ocurre en tiempo de invasión (con las privaciones que acarrea), más legítimo y probable resulta tomar eso como descripción sumaria de un «paraíso recobrado». Y no hay que pensar solo en la descripción de la tierra prometida como «tierra que mana leche y miel» (Ex 3,8.17; Nm 13,27; etc.), que pudiera ser debida solo a revisiones deuteronómicas de las tradiciones más antiguas de los textos del Pentateuco. Mencionemos algunos pasajes significativos: • En la conclusión del libro de Amós (9,11-15), aunque con toda probabilidad es una adición tardía, van de par la restauración de la dinastía de David y la prosperidad material. • En Is 11,6-8 (texto del que luego hablamos), aunque es probablemente un añadido a los oráculos genuinos de Isaías, se describen las cosas en términos de «paz» del hombre con la naturaleza. Pero esa descripción se hace precisamente pintando la nueva situación en términos de prosperidad material. • En Jl 4,18 se integran en un todo un elemento de Am 9,13 («los montes destilarán vino») con otros, como «y las colinas destilarán leche». Esa prosperidad está relacionada con la idea de un río que riega a Jerusalén, idea que procede sin duda de Ez 47, para sugerir también la idea de la abundancia de bienes materiales (recuérdense los árboles que dan fruto cada mes del año). • En el cántico de Moisés en Dt 32, sobre todo en los vv. 13-14, encontramos también esta descripción tópica, aunque es verdad que se conjuntan la «miel de la pena» con la «leche de ovejas y de vacas». Hay, por tanto, una conocida descripción, no ya idealizada o idílica, sino paradisiaca; el v. 15, como luego en 21-22 (pero este pasaje parece ser posterior y citar al v. 15), que habla de una restauración futura. En Is 7,15 y 22-23 parece tratarse de una reinterpretación posterior a Isaías: lo importante ya no es la permanencia de la dinastía de David después de y a pesar de Ajaz, sino que se describe ese «paraíso recobrado» que se espera en un futuro indeterminado con la venida del Mesías.

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El v. 16 confirma positivamente lo que se refiere al futuro, a la permanencia de la dinastía davídica: Ajaz no tiene que temer a los dos reyes que lo amenazan, ya antes descritos como «cabos de tizones humeantes» (v. 4), porque su ruina ha sido decretada por Dios. ¿Cuándo ocurrirá eso? «Antes de que el niño sepa elegir lo bueno y rechazar lo malo». Si nosotros entendiéramos espontáneamente eso de la llegada al uso de razón, el matiz cambia un poco si, según la tradición del AT, probablemente hay que referirlo al momento en que un israelita es considerado prácticamente como adulto, responsable ante la ley de Dios y obligado a cumplirla. Lo cierto es que hay ahí la seguridad de la pronta ruina de los dos reyes que amenazan a Judá y a Jerusalén. Pero eso no quiere decir que Ajaz y el país de que es cabeza en cuanto rey (no importa que sea cabeza en representación del Señor; recuérdese lo dicho a propósito de 8a y 9a) puedan salir bien librados (v. 17). Los días sin precedente, aunque no significarán la ruina definitiva, sí serán particularmente difíciles: serán tales como no los ha habido desde que se separaron Israel y Judá (cf. 1 Re 12). Viene una situación que afectará por igual a la casa real de Judá y al pueblo del reino. La glosa evidente del final del versículo está destinada a afirmar que Dios realizó la amenaza comunicada por medio del profeta Isaías a través de la invasión asiria. Judá, aunque siguiera existiendo como reino, estuvo sometido a los asirios por mucho tiempo y los tributos eran muy pesados. Aunque en los años que siguen Ezequías hace intentos por quitarse de encima el yugo asirio, las consecuencias de la «alianza» de Ajaz con los asirios, en realidad la sumisión a ellos, serán desastrosas. El reino de Judá sobrevive a la invasión de los asirios, pero a costa de muchos sacrificios, sobre todo de unos tributos descomunales. En resumen, unas palabras del comentario de H. Wildberger parecen muy pertinentes: «Así queda esclarecido lo que significa el signo del Emmanuel. Es verdad que Isaías habla de la fidelidad divina hacia los descendientes de David, y también es cierto que establece la validez de la palabra de Yahvé, lo que quiere decir que los dos reyes que avanzan contra Jerusalén no tienen posibilidad alguna de llevar a efecto sus planes. Pero también se evidencia lo increíble que resulta que Ajaz rechace la fidelidad de Dios tan claramente expresada. La rechaza porque no quiere creer y porque, como político, prefiere buscar refugio en los asirios, por más que estos le harán pasar, igual que a su pueblo, días terribles».

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Con Is 7,1-17, por otra parte, asistimos al nacimiento de la fe como actitud fundamental del hombre frente a Dios. No es que el profeta sea el «inventor» de la fe, a pesar de que su uso de h’mn sea el primero que podemos datar en el AT. La exigencia de confianza parece estar relacionada con el «oráculo de salvación» y con el «No temas» (v. 4), aunque podemos preguntarnos si este tipo de oráculo profético era ya tradicional en la época de Isaías. Lo cierto es que Isaías es el primero en hablar de la fe como radical aceptación de Dios, de su plan de salvación y de sus promesas. Esa exigencia surge cuando Ajaz se atreve a formar planes para la supervivencia de Jerusalén y de Judá que no son precisamente la aceptación de los planes del Señor, que están en oposición con las promesas de Dios. ¿Será también Is 7,1-17 el nacimiento del mesianismo? Ciertamente no lo es si pensamos en términos de esperanza de la venida del Mesías en un futuro lejano, aunque tal esperanza tenga apoyos muy importantes en textos del libro de Isaías. Por otra parte, espero que haya quedado claro que lo que dice Isaías no es un comienzo absoluto en cuanto supone el oráculo de Natán. Cierto que se podrá discutir en qué momento surgió este texto, pero (a mi entender) de una cosa no podemos dudar: toda la tradición sobre la continuidad de la dinastía davídica descansa sobre el oráculo de Natán; este oráculo, aunque se haga fácilmente tal afirmación, no lo inventaron los deuteronomistas. En otro orden de ideas, a pesar de una larga tradición que hace de Isaías prácticamente un «quinto evangelista», el profeta que más claramente habría anunciado la venida del Hijo de Dios al mundo, no podemos afirmar que todo lo que se llega a leer en textos de su libro fuera perfectamente claro para él y sus contemporáneos. Y, como lo veremos, tampoco podemos decir que todos los oráculos mesiánicos del libro de Isaías remontan precisamente al profeta del siglo VIII a.C. Con todo ello, es importante afirmar que Isaías en el siglo VIII aportó una contribución importante para fortalecer el mesianismo, que incluso lo hizo a un doble título: 1) Se prosigue la línea abierta por el oráculo de Natán (2 Sm 7,11b-16) y sus relecturas, pues se afirma claramente su validez en un momento preciso, unos dos siglos después de la época de David y de Natán. No sería del todo exacto añadir que Isaías es el gran profeta mesiánico, aunque sí lo es que el libro de Isaías es el gran libro mesiánico del AT. Cierto que en Isaías tenemos algunos de los

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grandes textos mesiánicos, pero no todo lo que encontramos en el libro que lleva su nombre –lo veremos respecto a 9,1-6 y 11,1-9– procede efectivamente de él. 2) Como ya vimos, las expresiones de Isaías, sobre todo en el v. 14, quedaban abiertas a un «más», a una plenitud de sentido que va más allá de lo que Isaías y sus contemporáneos pudieron captar. Dios se encargará en su momento de poner de manifiesto cómo y cuándo se verifica esa plusvalía del pasaje profético, sobre todo del v. 14. Leer con detenimiento Is 7,1-17 en su propia perspectiva histórica nos permite percibir un hecho fundamental, que nos resulta claro en teoría, pero tal vez no tanto en forma práctica: la revelación divina, salvo en su momento definitivo y culminante en Jesucristo, no se da toda o completa en un momento cualquiera. Hay que entenderla más bien como un proceso histórico en el que caben tanto el desarrollo como la profundización o ampliación. Así unos inicios modestos podrán conducir luego a una profundización extraordinaria, más o menos a la manera de la piedrecilla que se desprende de la montaña en Dn 2,31ss (sobre todo vv. 34-35 y 44-45, junto con la bendición de Daniel en los vv. 20-23). Por supuesto que se trata una comparación: no se ha de tomar a la letra. Y si el AT es como el comienzo, un comienzo con desarrollo ulterior, una consecuencia es la de su puesto en el plan de Dios: su importancia para el cristiano es importante, pero es una posición subordinada respecto a la del NT. Los Padres de la Iglesia y toda una tradición derivada de ellos hizo de Isaías una especie de «evangelista», con la peculiaridad de que es anterior a la venida histórica de Cristo. Mucho queda de esa tradición cuando la Iglesia de hoy lee particularmente sus oráculos o, mejor, el conjunto del libro que lleva su nombre, en el tiempo del adviento y en relación con la venida al mundo del Mesías, de Cristo. Si algo podemos decir hoy con el desarrollo de la exégesis moderna es que no podemos descuidar la perspectiva histórica; sí, debemos comenzar por leer los textos en su propio contexto. A ello nos ayuda hoy la exégesis histórico-crítica. Ciertamente reconocemos hoy mejor el lento caminar que ha conducido desde Abrahán, Moisés, David o los profetas hasta Cristo. Es indudable que ya no vemos todos los elementos fundamentales de la revelación en cada etapa previa a Jesús de Nazaret. Y eso no es solo una pérdida: hemos aprendido a percibir más claramente cómo Dios acompañaba cada

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etapa de la historia del pueblo de Dios, a discernir dónde están y cuáles son los elementos que nos hacen ver su presencia entre nosotros. Cada momento particular tiene sus características, aunque también allí se fue manifestando algo de la gran riqueza que solo llegará con la manifestación definitiva en Cristo. «Dios-con-nosotros»: lo anunciado por Isaías a Ajaz no contiene solo lo irrepetible de un momento histórico dado, ya que también señala el modo de la pedagogía del Dios que interviene en nuestra historia para salvarnos: sí, él se hace presente en nuestra historia, aún más, él mismo la dirige. Pero no solo hace eso: también nos dice qué hacer, qué actitudes tomar para entrar en los planes que él tiene para nosotros. 4. ISAÍAS 7,18-25 Si algo tienen en común los versículos finales del cap. 7 de Isaías es que se trata de anuncios que miran hacia el futuro. Cuatro veces se repite, en efecto, la expresión «Aquel día» (vv. 18, 20, 21 y 23). Pero quien hace una lectura pausada percibe también que esos anuncios no tienen exactamente las mismas connotaciones. Por un lado tenemos que los vv. 18-19 y 20 son anuncios de castigo. Es verdad que en el primer caso se habla de la realidad mediante una imagen, la de las abejas. Mientras dan la apariencia de ser insectos insignificantes e inofensivos, lo invaden todo. Eso, estar por dondequiera, es lo que se acentúa. Más clara resulta la imagen de una navaja de rasurar, sobre todo si representa al rey de Asiria (v. 19). Con los vv. 21-22 estamos claramente más allá del castigo, si lo que cuenta es la abundancia de leche que dan una sola vaquilla o un par de ovejas; esa abundancia permite, además de beber esa leche, comer sus derivados, la cuajada o requesón. Pero claramente se implica un castigo y la posterior restauración: a pesar de la relación (que incluso es una verdadera cita) con el v. 15, es claro que tal situación de abundancia tiene que ver con quienes han quedado, con un «resto». Respecto a los vv. 23-25 uno queda con la duda de saber si lo importante está en la desolación, tan grande que una viña valiosa y productiva ha quedado reducida a una maleza en que solo hay abrojos y zarzas; tendríamos como la realización de lo expresado en la «canción de la viña» (5,1-7). Que, a pesar de todo, ese lugar se haya

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convertido en pastizal para ovejas y bueyes parece indicar algo que no es tan desesperante: la desolación no es total. 5. ISAÍAS 8 a) Is 8,1-4 Al hablar de las acciones simbólicas de los profetas señalamos que este texto de Isaías presenta la dificultad de que, a pesar de la identidad entre lo que hay que escribir en una tablilla (v. 1) y el nombre que recibe el hijo de Isaías (v. 3), todo parece indicar que allí hay dos cosas distintas y sin continuidad: la orden dada por Dios a Isaías y que se refiere al hecho de escribir las palabras fatídicas en una tablilla; el hecho de que Isaías dé luego ese nombre a un hijo que le nace: la orden divina no se refiere a lo que hace Isaías. (Se entiende por qué ese «luego»: tiene que pasar un tiempo para poder dar al hijo nacido ese nombre.) De lo que no cabe duda es de la dimensión simbólica de las palabras fatídicas. Es claro, además, que el mensaje está relacionado con la guerra siroefraimita, pues las palabras, lo escrito en la tablilla y el nombre simbólico del hijo de Isaías, anuncian precisamente lo que les acontecerá a los reinos enemigos, a Damasco e Israel. Ya sabemos que no se saldrán con la suya; ahora se añade que serán objeto de ese «pronto saqueo, rápido botín», de esa rápida invasión en que los enemigos se apoderan de cuanto es de valor o les viene en gana. Por supuesto, el invasor es precisamente Asiria. b) Is 8,5-8 También esta sección nos sitúa en el contexto de la guerra siroefraimita, pero aquí es claro que, si el profeta acusa de una falta, el que ha incurrido en ella es todo el pueblo, «ese pueblo». Pero, antes de proseguir, debemos dejar asentado que estamos ante un texto introducido en términos autobiográficos: «volvió el Señor a hablarme de nuevo» (v. 5). Y no es tan fácil determinar dónde termina el oráculo. Con todo, aunque a veces se considera que los vv. 9-10 son parte de él, el cambio de tono parece señalar que ese par de versículos debe considerarse aparte.

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El oráculo de Isaías, bastante breve, se desenvuelve como en dos tiempos, pero, mientras es bastante breve la descripción de la falta del pueblo (v. 6), es un poco más amplio el anuncio del castigo que merece dicha falta. ¿Dónde está la falta? A pesar de la brevedad, por su misma formulación pudiéramos creer que hay dos cosas: el pueblo ha rehusado las aguas de la fuente de Siloé. Desechar esas aguas, que mansas fluyen casi al pie de la colina del templo, ¿no será rechazar a quien reside en el templo? Probablemente así es. Y también hay falta de confianza en el Señor en la manifestación de desánimo y abatimiento ante los reyes enemigos, Rasón de Damasco y el hijo de Romelías, rey de Israel. La falta de confianza en el Señor no es una exclusiva del rey Ajaz; es lo que manifiesta también todo el pueblo. Si es clara la falta de fe, el profeta anuncia cuál será el castigo de Dios a ese pecado; será una invasión destructora por parte de enemigos. El profeta, por cierto, la describe mediante una imagen única: es como la llegada de una creciente arrolladora; se trata nada menos que de unas aguas, a la vez abundantes y embravecidas, que inundan y arrasan todo a su paso. Cuando le llegan a Judá ya son temibles, pues llegan hasta el cuello. Tener cerca una fuerte creciente, unas aguas que ya llegan hasta el cuello es estar por ahogarse, sobre todo si uno no sabe nadar. Y no hay duda respecto a lo que esas aguas significan o a quién simbolizan, pues dos datos del texto actual permiten la perfecta identificación: a) Son las aguas del «Río» y para los textos bíblicos el río por antonomasia es el Éufrates. b) Por si eso fuera poco, una glosa hacia el final del v. 6 nos dice que se trata de algo que tiene que ver con «el rey de Asiria y todo su esplendor». Esa aclaración es similar a la de 7,17. c) Is 8,9-10 Que este par de versículos se deba leer por separado, no como parte de los versículos anteriores, nos lo dice su temática. Pero no es tan fácil determinar de qué habla el texto o señalar su género literario. Se ha explicado el pasaje a partir de algunos salmos que expresan la idea de que Jerusalén es la ciudad inexpugnable, inatacable (Sal 46, 48 y 76). O se ha recurrido a textos en que habría una invitación a ser valeroso al entrar en batalla. Lo primero parece

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aclarar las cosas de mejor manera. Si la razón última para que queden frustrados los planes de las naciones es que «con nosotros está Dios»; no solo tenemos un punto de contacto con 7,14, sino que el contexto parece ser más claramente el del estribillo del salmo 46 (vv. 8 y 12). Si el Señor está con Jerusalén y Judá, ¿es simplemente pensable que otros pueblos se salgan con la suya en contra de la voluntad del Señor? Pero, aunque uno pensaría en los avatares de la guerra siroefraimita, la datación del pasaje no es tan sencilla. Hasta pudiera ser que, en vez de pertenecer a los oráculos genuinos, se tratara de una adición tardía.

d) Is 8,11-15 Los versículos siguientes, a partir del 11, plantean más de un problema por lo que se refiere a la delimitación precisa de las unidades y a los versículos que comprenderían los varios oráculos. Si no hay dificultad en cuanto a distinguir el inicio de una unidad de la cual el propio Isaías es quien hace el reporte en primera persona (comparar el v. 11 con el 5), otra cosa es saber dónde termina. Y no simplifica las cosas el que alguna traducción, como la de la Biblia de Jerusalén, hasta proponga en un momento dado cambiar el orden del texto (exactamente se propone situar 20a entre 18a y 18b). En su comentario H. Wildberger, si dejamos de lado lo que sigue, distingue como unidades distintas los vv. 11-15 y 16-20. Lo seguiremos porque esa división permite subrayar las diferencias de contenido. Isaías comienza en cierto modo por desolidarizarse de su pueblo o por tomar sus distancias respecto a él (v. 11), no por otra cosa sino porque la vocación recibida le ha hecho ver las cosas de una manera muy distinta. Lo que el pueblo considera temible o terrible (¿estaremos otra vez en el contexto de la guerra siroefraimita?) no es lo que hay que temer. Solo se pueden enfrentar las situaciones, sean o no difíciles, mediante la adecuada confianza en Dios, teniéndolo a él por santo; solo el temor de Dios, la actitud que lleve a ver las cosas precisamente como él las ve, nos hace aceptar su voluntad y nos ofrece garantías de subsistencia. Si no, su templo, el lugar de su presencia, se convierte para los dos reinos, Israel y Judá, o para los mismos habitantes de Jerusalén, en piedra que hace tropezar y caer. Porque la actitud que existe en ese momento no es la que sería de esperar, las consecuencias serán terribles para muchos.

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e) Is 8,16-20 Aquí decididamente tenemos a un Isaías que reflexiona de cara a los resultados de la misión que el Señor le encomendara (v. 16). Hablar de «discípulos» es constatar que no está solo. Esos discípulos han de ser el medio en que se «selle» y se guarde «su» enseñanza, la palabra del Señor, los oráculos recibidos hasta ese momento. La razón para ello es que aquel cuya palabra ha anunciado el profeta parece ocultar su rostro al pueblo que ha elegido, a la «casa de Israel» (v. 17). Cierto que el profeta no está solo: además de los discípulos, también puede hablar de los hijos que el Señor le ha dado (v. 18). Él y ellos, él con sus hijos y sus discípulos, están puestos en medio del pueblo de Dios como señales; lo son exactamente de parte de Yahvé Sebaot. Pero no todos tendrán la fe y la confianza en el Señor que se requieren para ver así las cosas. Muchos son los que, en vez de aceptar la palabra que Dios les ha comunicado mediante su profeta, van a recurrir a la supuesta «consulta» mediante adivinos y nigromantes: el solo hecho de escuchar sus murmullos parece dar confianza. Sí, eso es lo que se da y parece «normal» en esa «consulta» de la que el hombre tiene la iniciativa. Hasta parece muy normal que los vivos recurran a esa consulta de la voluntad de su Dios mediante los muertos, que se sirvan de la necromancia, como lo hiciera Saúl (1 Sm 28). Pero, contrariamente a lo que señala la fe popular, eso es precisamente lo que no tiene ninguna garantía de ser algo de provecho. f) Is 8,21-23a Principalmente porque no se expresa el sujeto de «pasará», muchos suponen que el texto estaría mutilado al principio. Por otra parte, después de la pregunta inicial del v. 23 el tono cambia. El breve pasaje ofrece una descripción homogénea. Alguien, que pudiera ser todo el pueblo, tiene que caminar en la oscuridad de la noche; por si fuera poco, tiene que hacerlo herido y hambriento. No tiene nada de extraño que sus pensamientos sean tan negros como la noche. Y si fuera un ejército vencido, tampoco tiene nada de extraño que profiera maldiciones contra su rey, responsable supuesto de la derrota. Y como suele pasar en casos parecidos, hasta pondrán en el mismo saco al rey y al propio dios. No hay más que noche lóbrega y oscura para quien no sabe adónde y por dónde va.

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g) Is 8,23ab-b Hemos aprendido a leer el cambio de situación relativo a las tribus de Zabulón y de Neftalí, a la «Galilea de los gentiles», como parte del oráculo de 9,1-6, y habría una razón positiva para ello en el hecho de que en ambos casos se subraya la importancia de la liberación. La cita de Mt 4,13-16 parece una razón importante para ver así las cosas. Pero también es posible ver las cosas de otra manera, considerando a qué se refieren; entonces tendríamos dos anuncios entre los que, de suyo, no hay una relación directa. Lo cierto es que el breve pasaje del fin del cap. 8 habla de una sucesión temporal, hace la comparación entre dos tiempos sucesivos; los términos son el «tiempo primero» y el «tiempo postrero». Que entre uno y otro intervenga un cambio de situación parece evidente. La acción inicial, sin duda de Dios mismo, consistió en un castigo, en un «ultraje». Si el texto es de Isaías, uno pensaría que eso fue lo que ocurrió cuando los asirios conquistaron buena parte de Israel y anexaron como territorio propio Galaad y Galilea. El resultado fue entonces que Israel quedó reducido a la región montañosa del centro de Palestina, a la capital Samaría y la región que la rodea: luego, a causa de los tributos no pagados, hasta pusieron por rey a quien les vino en gana. Israel quedó sometido al pago de fuertes tributos mientras no desapareció el reino a causa de su rebelión. Pero a la región subyugada y oprimida de Galilea se le anuncia un cambio radical de situación; hasta se da como ya ocurrido: «honró».

6. UN GRAN ORÁCULO MESIÁNICO: IS 9,1-6 El presente es uno de los grandes oráculos mesiánicos del AT. Que no me he expresado correctamente, dirá alguno; ¿no habría que decir que «es uno de los grandes oráculos mesiánicos de Isaías» en particular, no del AT en general? Pero la forma de expresarme se debe al hecho de que la atribución a Isaías no es precisamente una evidencia. Tratemos de ver lo que se puede decir sobre este texto en forma un tanto sintética. La delimitación del pasaje no ofrece dificultad, si el v. 7 parece el inicio de un oráculo con otra temática. Por lo que al comienzo se refiere, ya dijimos que no es seguro que haya que juntar el gran oráculo mesiánico con lo que lo precede inmediatamente.

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Saber si el oráculo es de Isaías tiene gran importancia para determinar su sentido. Si el oráculo fuera de Isaías o, en forma más amplia, se situara durante la época en que había reyes de la dinastía de David, su sentido sería similar al del Emmanuel (Is 7,14), pero con una diferencia: mientras en el oráculo del Emmanuel tenemos el anuncio de la concepción y futuro nacimiento de un sucesor al trono de David en Jerusalén, lo que sería la prueba evidente de la protección divina de la dinastía davídica en particular y del reino de Judá en general, en 9,1-6 podríamos ver la explosión de alegría que trae el anuncio del nacimiento de un heredero al trono.

EL MESIANISMO: SU EVOLUCIÓN El carácter mesiánico del texto parece evidente. Pero cambian las dimensiones del mesianismo según el momento en que se le sitúe y al que se refiere el texto. Mientras existió la dinastía, por tanto hasta las conquistas de los babilonios y el exilio en Babilonia a principios del siglo VI a.C., el Mesías, el «ungido» por antonomasia, es aquel descendiente de David que llega a ser rey mediante una unción, como la que recibe Salomón (1 Re 1,39) por mandato de David (vv. 33-34). Las esperanzas puestas en el rey como intermediario mediante quien el Señor bendice a su pueblo con la paz y la prosperidad derivan, como hemos visto, del oráculo de Natán (2 Sm 7,11b-16). Se pudiera decir que esas esperanzas son la forma judeana de la ideología real. Si la dinastía dura unos cuatrocientos años, la misma continuidad lleva a convencerse de esa idea fundamental: Dios ha dado su palabra a David, y él se encarga de cumplirla, de mantener sobre el trono de Jerusalén a un descendiente suyo. La transición que hace esperar un Mesías futuro ocurre gradualmente a partir del momento en que la dinastía ha desaparecido. Que la transición sea «gradual» es evidente. La esperanza de un Mesías futuro no ocurre de la noche a la mañana. En Ageo y Zacarías, los profetas que acompañan la reconstrucción del templo de Jerusalén a la vuelta del exilio babilónico (hacia 520-518 a.C.), todavía se expresa la esperanza de la pronta restauración de la dinastía davídica. En tal caso las cosas se podrían describir afirmando que hubo una interrupción de la dinastía, pero pronto acabará esa interrupción y se volverá a la situación anterior. Pero nunca hubo una restauración de la dinastía entonces o en los siglos siguientes. Por eso la esperanza se proyecta hacia el futuro, hacia un Mesías que ha de venir. Si Dios es fiel a sus promesas, no pueden dejar de cumplirse un día aquellas promesas relativas al hecho de

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sentar sobre el trono a un hijo (descendiente) de David. El judaísmo tardío, y eso hasta la época de Jesús, ve las cosas en un plano terreno. Si hay un cambio, si se opera una transformación, es aquella que surge mediante Jesús y los primeros cristianos. Se llega a ver en Jesús al «Ungido» o Mesías, Xristos. Es lo que implica la confesión de Pedro (Mt 16,20 y paralelos). Jesús impone el «secreto mesiánico» porque ese título podía ser interpretado en forma equivocada (cf. Mc 1,34; etc.). En el cuarto evangelio Jesús se esconde cuando la multitud quiere hacerlo rey después de la multiplicación de los panes (Jn 6,15). Más adelante, en el interrogatorio ante Pilato, si este le plantea una pregunta precisa, la de saber si es el rey de los judíos (Jn 19,33), Jesús le da una respuesta positiva, aunque implícita (v. 34), y, además, acompaña esa aceptación con la aclaración precisa: «Mi reino no es de este mundo» o «no es de aquí» (v. 36). Él es rey (v. 37), pero su Reino nunca podrá ser visto como un antagonista de los reinos de este mundo.

Si volvemos a la cuestión de la autenticidad, la doble posibilidad, que el oráculo sea genuino o que no sea de Isaías, es fundamental. Y para quienes la probabilidad de que el oráculo no sea de Isaías parece la alternativa más verosímil, dos posibilidades en cuanto a la datación serían las más probables: • Que el texto sea del final de la época monárquica, tal vez del reinado de Josías (640-609 a.C.). En este caso el texto sería todavía una expresión del mesianismo dinástico, de la esperanza puesta en el «Ungido» de la dinastía de David. • Que el texto haya surgido únicamente después del exilio babilónico, cuando la dinastía davídica ha desaparecido. Entonces tendríamos ya una expresión de ese mesianismo volcado hacia el futuro: se espera la venida de un Mesías único. Por lo que al tono o al género literario se refiere, podemos decir que casi todo el texto se podría comprender como algo comparable a un himno o salmo de alabanza. La diferencia respecto a los salmos que celebran a Yahvé está, no obstante, en que no celebra directamente al Señor, sino el nacimiento de un niño. Por los salmos sabemos que hay algunas composiciones que celebran al rey; el salmo 72 pudiera ser particularmente significativo en relación con este pasaje del libro de Isaías. Inicialmente (vv. 1-2aa) el texto describe un cambio de situación, un pasar de un estado a otro. Es importante precisar que ese cambio es positivo, si las expresiones paralelas lo presentan por dos

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veces como un paso de la oscuridad de la noche a la luz del día. El punto de partida podría ser la descripción que, en el capítulo anterior, hacían los vv. 21-23. Y no creo que sea necesario insistir en la importancia de los símbolos que entran en juego, aunque con valores opuestos, pues intervienen la oscuridad (las tinieblas) y la luz (el día). Baste recordar aquí, por citar este texto, las implicaciones vitales de los términos «luz» y «tinieblas» en Jn 3,20-21 o la declaración posterior (Jn 8,12): «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida». Si algo tan positivo y radicalmente distinto de la situación anterior irrumpe en la vida de un pueblo, las consecuencias son previsibles: hay razón sobrada para alegrarse; esa explosión de alegría, de una alegría debida a la intervención de Dios, es lo que describe el resto del v. 2. Sí, la alegría viene de Dios, como lo expresan los verbos «acrecentaste», «agrandaste». Espontáneamente se buscan términos de comparación. La alegría que vendrá del Señor en el momento de la restauración que él procura a su pueblo será como el gran regocijo que se puede tener cada año en el momento de la cosecha o como cuando se ha vencido a un enemigo poderoso y la victoria se puede celebrar repartiendo el botín, los despojos del enemigo. Hay alegría por ese cambio de situación, porque efectivamente el poder de un enemigo ha sido abatido (vv. 3-4). La alegría de la celebración es la alegría de saberse libre. En las expresiones hay por un momento el recuerdo de situaciones pasadas, si lo ahora ocurrido es como el «día de Madián», como cuando Gedeón venció de manera contundente a los madianitas (Jue 7,15-25). La memoria humana, que busca términos de comparación, es como la etapa reflexiva de la existencia del hombre. Una parte de las expresiones se pudiera comprender como un rechazo de todo aquello que huela a dominación del hombre por el hombre. Grande es la alegría, pero ¿por qué? Si la razón es «Porque nos ha nacido un niño, porque se no ha dado un hijo» (v. 5a), parecería no haber proporción entre una cosa y otra, entre el regocijo y lo que lo motiva: no se celebra ahora una gran victoria. De acuerdo, el nacimiento de un niño, o de un hijo, trae la alegría a su familia en general y a sus padres en particular, pero ¿qué nacimiento ha de ser aquel por el que se alegra todo un pueblo? Es que el niño nacido no es un niño entre tantos. ¿De qué se trata entonces? Solo el contexto que nos ofrece el oráculo de Natán, solo las esperanzas puestas en

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la continuidad de la dinastía de David a través del «Ungido» que ocupa el trono, nos permite entender el sentido y las implicaciones de ese nacimiento de un niño. Aunque haya matices de diferenciación, si puede tratarse simplemente de la noticia, venida de la corte, que hace saber al pueblo que ha nacido un heredero al trono, o pudiera ser el anuncio del nacimiento del Mesías futuro, una cosa no se puede olvidar: el niño recién nacido es el beneficiario de las promesas hechas al rey David, el heredero de su trono. La noticia del nacimiento, si se trata de un niño sobre cuyas espaldas descansa el señorío, el dominio regio sobre todo un pueblo, es seguida por la proclamación de su «nombre», más bien sus nombres, como heredero del trono de David (v. 5). Sí, hay algo que nuestro pasaje tiene en común con los salmos reales, sobre todo 2, 72 y 110. Ahora entendemos que hay como un paso de las tinieblas a la luz: los trabajos forzados se cambian en la alegría de una cosecha abundante. Y eso porque nos nace un niño, pero un niño Mesías. Aquí, por tanto, se hace la enumeración de los títulos del niño en cuanto será rey. Eso parece ser el equivalente, por cierto anticipado, del «protocolo real»: son los títulos del nuevo rey que se dan a conocer cuando sube al trono. ¿Qué implican los títulos? Si se refieren a un venidero rey de Judá, uno pensaría que no son los adecuados para un simple mortal, sobre todo porque el segundo lo celebra como «Dios poderoso». Tenemos que verlos por separado, pero considerando primero aquellos que ofrecen mayor dificultad:

TÍTULOS DEL REY DAVÍDICO/MESÍAS • Dios poderoso (Dios guerrero) parece el menos apropiado de estos títulos, porque se da el calificativo de «Dios» a un simple mortal, y más si no pasa de ser un niño recién nacido; también parece inadecuado que se le dé el calificativo de «guerrero». Pero podemos recordar aquí que en Sal 45,7 se habla al rey y a él se aplica el vocativo «oh Dios». Cierto que muchas versiones optan por ver allí más bien un determinativo de «trono»: «tu trono, como trono de Dios...», pero no se puede descartar a la ligera que se trate precisamente de un vocativo. La Biblia de Jerusalén, aunque traduce por «trono de Dios», mediante la nota apoya la otra manera de comprender el texto. Por lo que a «guerrero» (poderoso) se refiere, aunque el término pueda tener una significación general, se dice muy precisamente de Dios (por ejemplo

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en Dt 10,17; Jr 32,18). Y tiene su importancia ese título en el contexto: que el rey sea como «Dios guerrero» da esperanzas al pueblo que ha experimentado lo terrible que ha sido estar previamente bajo el yugo de un conquistador extranjero. • En relación con Siempre-Padre, uno tiene que recordar las implicaciones del título de Padre. Ese título no es frecuente en el AT en relación con Dios. Podrán darse a Dios en la oración, sea de alabanza o de petición y acción de gracias, muchos títulos, pero no vemos que se le dé allí, en los salmos o en la oración que ofrecen diferentes personas, el título de Padre a Dios. Lo que él afirma en Jr 3,19, «Padre me llamarán ustedes», no es lo que verificamos mediante los textos del AT. Y tampoco vemos en otros contextos, por ejemplo el de los textos que hablan de sus intervenciones en la historia humana o el de los oráculos proféticos, que se llame Padre a Dios como espontáneamente. De suyo el título implica una correlación: afirmar de Dios que es Padre va de par con la afirmación de que alguien es su hijo. Tal afirmación apenas se encuentra en contadas ocasiones en relación con Israel, el pueblo que él libera de la servidumbre de Egipto (Os 11,1; Jr 3,19-20) o con el rey davídico (2 Sm 7,14a; Sal 2,7; 89,27-28). Por otra parte, si se nos antoja pensar que «Siempre-Padre» es como el equivalente de «Padre eterno», debemos constatar que tal título no se encuentra en el AT. Del rey davídico se espera, por tanto, que haga siempre las veces de padre para su pueblo. • Maravilla-de-consejero, o Maravilloso consejero, es un título que nos recuerda que la sabiduría y el consejo están particularmente relacionados con el rey y con la prudente administración del reino. Gracias a ese tipo de cualidades (ver Is 11,2), el rey puede tomar las decisiones acertadas y hacer que sus vasallos que lo requieren «reciban» justicia. • Príncipe-de-paz también es un título relacionado con la administración interna del reino, aunque eso no excluya el que sepa vivir en paz con otros pueblos. En efecto, un buen rey debe tratar de vivir en paz con los que lo rodean, pero a veces se verá obligado a hacer la guerra a sus enemigos. Pero la «paz», esa prosperidad y abundancia de bienes, ese disponer de todo lo necesario para vivir, es lo que esperan todos los moradores del reino. • En el inicio del v. 6 tenemos una frase que habla de señorío, idea que ya había aparecido al inicio del v. 5, pero que aquí no parece estar muy claramente relacionada con lo que sigue. Por eso se ha propuesto ver allí un quinto título del «ungido» davídico; sería precisamente el de Extendedor-del-imperio o algo por el estilo. Pero debemos reconocer que, a pesar de todo, hay en ello como una interrupción entre el cuarto título y lo que va a seguir.

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¿Qué es lo que sigue efectivamente? Se habla de la paz, de una paz que no tendrá límite. Esa paz, que no hay que limitar a la ausencia de guerras y discordias, se verifica cuando se alcanza el bienestar, un bienestar que, en la perspectiva del AT, implica abundancia de bienes materiales. En los salmos reales ya citados, sobre todo 2, 72 y 110, se desarrollan de un modo o de otro las implicaciones de esa idea de la paz. En resumen, Is 9,1-6 es testigo de unas esperanzas que no se podían realizar en forma estable mediante un rey de la dinastía davídica o mediante cualquier otro. No lo podían porque, en cierto modo, van más allá de lo que puede brindar cualquier persona que ejerce el poder en este mundo nuestro y que gobierna precisamente a personas de carne y hueso. Pero, aunque en el texto se expresan esperanzas aparentemente desmedidas, este texto y otros similares son textos que se conservan porque Dios había comprometido su palabra para dar a su pueblo aquello que le había prometido. Andando el tiempo llegará el momento en que Dios mismo se encargará de manifestar cómo esos textos se van a realizar, se realizan, en forma insospechada. En Jesús, para quien crea en él, ya no habrá duda posible sobre la identidad del Mesías prometido. Si Salomón pudo ser considerado como el rey ideal, al menos después de su padre David, Jesús podrá decir con verdad: «Aquí hay alguien que es más que Salomón» (Mt 12,42). Pero es evidente que hubo una notable transformación: si ya subrayamos aquello que Jesús precisa a Pilato, «Mi Reino no es de este mundo» (Jn 19,38), otra profundización importante será el que tenga que sufrir por nosotros, ya que de inmediato uno no comprende por qué, como no acababa de entenderlo Pedro, por qué un rey, si era verdadero hijo de Dios (cf. Mc 15,39), tenía que pasar por la cruz. A distancia vemos cómo allí está el resultado de la extraordinaria síntesis entre los títulos de Mesías o Ungido de Yahvé y las perspectivas del cuarto cántico del «Siervo de Yahvé» en Is 52,13-53,12. Para quienes creemos en Jesús es dato fundamental que él es el Mesías, que en él se realiza la promesa de ese «Ungido», hijo de David y rey como él. Tan es así que prácticamente convertimos el primero de sus títulos, el de Xristos, Mesías o Ungido, en un nombre personal o, como mínimo, transformamos su nombre y el primero de sus títulos en un solo nombre compuesto, Jesucristo.

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7. ISAÍAS 9,7-20 Por la manera de expresarse este oráculo va contra Israel, sea el reino del Norte en particular o todo el pueblo de Dios en general. Llama la atención el estribillo «Con todo eso no se ha calmado su ira, aún sigue su mano extendida» (vv. 11b.16b.20b). Se habla, pues, de constantes castigos de su pueblo por parte del Señor en el pasado. Esos castigos se destinaban a hacer volver a su pueblo, a inducirlo a la conversión, pero lo constatable es que no han logrado su objetivo: quienes recibieron la llamada de atención de los varios castigos no se dieron por enterados, no volvieron a él. Por eso, por los pecados de Israel que no vuelve de sus malos caminos, la ira del Señor sigue encendida y su mano está extendida; eso quiere decir que está señalando a los culpables o actuando para castigarlos. Uno de los pecados es la arrogancia. A causa de ella el Señor ha dado ventaja sobre ellos a Rasón de Damasco o a los filisteos (vv. 10-11). El castigo ha consistido en que ellos han podido devorar a Israel a su antojo. Pero no ha habido el menor intento de conversión (v. 12). Por eso Dios ha cercenado cabeza y cola. Por supuesto que el interés está precisamente en la cabeza, en los dirigentes. Por lo que al pueblo se refiere, ¿qué se puede esperar de él cuando sus dirigentes son quienes lo desvían, lo empujan por el camino equivocado? (vv. 13-16). Así, si hay un fuego que arde y ese fuego es la maldad de los hombres, otro fuego debe hacerle frente y es nada menos que el del Señor. Y es un fuego terrible, pues consume todo; para él todo el pueblo en cuanto no quiere hacerle caso queda como pasto de su fuego devorador. La parte final nos dice que las actitudes y conductas en cuanto nos relacionan con los demás son fundamentales. Las acusaciones del profeta son directas y precisas: nadie tiene piedad de su hermano (v. 18); al contrario, cada quien devora a quien puede (vv. 19s). Judá no se salva: aunque también él es devorado, él mismo devora cuanto puede. 8. ISAÍAS 10 a) Is 10,1-4 Este Ay fue comentado con 5,8-24.

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b) Contra el rey de Asiria: Is 10,5-19 Este texto, como otros, bien podría haber formado parte de la serie de oráculos contra las naciones. Pero es verdad que estamos en la época de las conquistas asirias; por ello mismo no es de extrañar que las «fechorías» de los asirios sean el objeto constante de la predicación de Isaías. Aquí contra quien habla el profeta, más que contra los asirios en general, es contra un rey de Asiria. Cierto que se comienza de modo muy general, pues el punto de partida es que Asiria es como el bastón, o la vara, con que el Señor ejerce su cólera. Es Dios quien lo guía, lo conduce contra el pueblo a quien quiere castigar (vv. 5-6). Pero el rey asirio no ve las cosas como Dios las ve. ¿Quién será ese rey? Si el profeta no lo dice en el oráculo, para los entendidos sería probablemente Senaquerib y estaríamos en torno a la invasión de Jerusalén en 701. El engreimiento del soberano asirio no conoce límites. Si el Señor le dio el poder de desolar en castigo por la maldad de Israel y de Judá, él no atribuye eso a Dios, ni siquiera a sus dioses paganos. Las innumerables conquistas realizadas, que están lejos de limitarse a Israel y Judá, y el provecho de ellas sacado, son fruto o producto de su propio poder, de su astucia e inteligencia. Las comparaciones a que recurre el profeta lo muestran como si fuera un instrumento (hacha, sierra, vara) que tuviera el dominio absoluto del proceso, no dándose cuenta de que necesita de otro que lo mueva; por sí mismo no puede hacer lo que hace. El Señor no puede dejar de anunciar el castigo a quien(es) tiene(n) tales actitudes. Se habla como de un debilitamiento y así se apunta a una situación contraria: quien se jactaba de su poder ilimitado quedará reducido a bien poca cosa, a unos cuantos árboles que hasta un niño puede contar (vv. 16-19). La idea del castigo puede recurrir a varias imágenes, tales como la enfermedad, el hambre y, sobre todo, un fuego destructor. Pero es claro que quien está actuando es el Señor, el Santo, también llamado «luz de Israel» (v. 17). c) El «resto»: 10,20-23 El presente es un pasaje importante en relación con la noción de «resto», de la que ya tratamos de dar una idea. Este pasaje toma en cuenta sobre todo el aspecto positivo; incluso se hace a doble título:

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el «resto» son precisamente los bien librados, los que no fueron tocados por la catástrofe que eliminó a muchos otros; por otra parte, ese resto lo forman los que han llegado a tener ante el Señor la actitud requerida; por eso son los que buscan en él su apoyo o refugio. Estamos en una perspectiva en que se mira hacia el futuro. Queda claro que habrá conversión por parte del pueblo de Dios o, mejor dicho, de los sobrevivientes del castigo. Porque para llegar a ese momento futuro (el texto no da indicio para saber si es algo muy lejano o lo podemos considerar como relativamente cercano), es necesario pasar por la prueba terrible: de los muchos que forman actualmente el pueblo de Dios, de esos numerosos «como la arena de las playas del mar» (Gn 22,17), que alude a las promesas a Abrahán, comparación que a veces se junta con la más usual que ve a esa descendencia «como las estrellas del cielo» (Gn 15,5) y de la que la expresión «como el polvo de la tierra» (Gn 13,16) es una variante. El «resto» son esos bien librados que, salvados de la catástrofe y habiendo vuelto al Señor, habiéndose convertido a él, tendrán un destino glorioso en la medida en que reviertan el proceso histórico que los llevó al castigo y lleguen a ser de verdad el pueblo de Dios. d) Exhortación a la confianza en Dios: 10,24-27 El presente pasaje es una invitación a confiar en Dios. Del «No temas» se pudiera decir que es característico de un oráculo de salvación. Parece estar incompleto al final. Es un anuncio que mira hacia el futuro (el «Aquel día...» resulta inconfundible) que supone que habrá un cambio de situación favorable: no solo se quitarán (el Señor quitará) carga y yugo (v. 27), sino que el yugo será totalmente destruido. Porque el v. 25 habla de «un poquito más», se puede pensar que la restauración, debida a la intervención de Dios, se consideraba como próxima. Y no hay que adivinar para saber en qué coordenadas históricas nos situamos: si aquel a quien Dios dirige su palabra de aliento mediante el profeta es expresamente nombrado «pueblo mío, que moras en Sión». Y quien le hace vivir momentos difíciles es Asiria; es ella la que levanta contra Judá su vara y su bastón. Asiria, directamente o de paso para someter a Egipto, es el instrumento mediante el cual Dios castiga a su pueblo. Pero vendrá el momento de la restauración. Y si algo se puede decir de antemano es que será tan se-

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ñalado, como los grandes momentos gloriosos del pasado, como cuando la derrota de los madianitas en Oreb o como cuando Dios con su bastón hendió el mar para que los israelitas pudieran huir de quienes los perseguían al salir de Egipto (v. 26). e) El camino del invasor: 10,28-34 El pasaje describe una invasión que viene del norte (¿serán los asirios, los babilonios?) y se encamina a Jerusalén, hasta llegar junto a ella, pues el enemigo (o su jefe) llega a menear o mover su mano «contra el monte de la hija de Sión, contra la colina de Jerusalén» (v. 32) y esto lo hace en Nob, cuando ya está muy cerca. El itinerario no solo enumera los lugares por donde el enemigo va pasando: también describe en algún caso la reacción que provoca, si unos se mueren de miedo y otros no encuentran mejor cosa que hacer que ponerse en desbandada y huir (ver vv. 29b y 31a). Lo cierto es que se enumeran 13 lugares previos; Jerusalén/Sión es el número 14. La parte final (vv. 33s) no habla de lo que hacen los enemigos, sino de lo que hace el Señor mediante ellos. Lo que hace él es «sacudir» las ramas o «golpear» las espesuras del bosque del Líbano. Bien se ve que estamos ante una imagen: el follaje y la vegetación representan a otros vivientes. El Señor es el Poderoso, el Dios que actúa con poder. Que aquellos que son tocados por él sean precisamente los supuestos «poderosos» que se oponen a su poder es probablemente la idea que el profeta quiere comunicar.

9. EL VÁSTAGO DE DAVID: 11,1-9 Con 7,14 y 9,1-6 el presente es uno de los grandes oráculos mesiánicos del libro de Isaías. Pero, igual que en el caso de 9,1-6, la autenticidad ha sido ampliamente discutida, incluso antes de la reciente tendencia generalizada, y se puede decir que hoy es la afirmación más común. Los argumentos en que se apoya tal conclusión, es importante señalarlo, tienen un valor desigual. Uno de ellos nace de la consideración del género literario. Se dirá que los anuncios de salvación (los oráculos mesiánicos forman parte de ellos) son raros en Isaías, por no decir nada del conjunto de los profetas preexílicos. La

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forma de argumentar puede pecar de simplismo o hasta caer en una petitio principii: los oráculos de salvación serían raros en Isaías. ¡Y mientras más le quitemos, menos le quedarán! Pero ridiculizar no es argumentar. Digamos simplemente esto: no por suponer una cosa, aquello que suponemos tiene que ser una verdad inconcusa. Hay otras consideraciones en las que sí hay un verdadero argumento; estas se sitúan en el plano lingüístico-filológico y en el estilístico. Merece ser especialmente subrayado el hecho siguiente: el v. 1 habla de «un vástago», o «retoño», que crece a partir del tronco de Jesé. Si Jesé es el padre de David, la alusión a la dinastía davídica resulta indudable. Ahora bien, si la dinastía de David, a pesar de que duró más de cuatrocientos años, ha quedado reducida a un tronco, si ha desaparecido el árbol, sería cosa del pasado y habría desaparecido. Un anuncio como el presente solo se entendería en tiempos del exilio babilónico o después. En tiempo de Isaías y reinando Ajaz o Ezequías, o incluso en el tiempo que sigue hasta la destrucción decisiva de Jerusalén por los babilonios en 587/586 a.C., el supuesto inicial del texto entendido literalmente no sería verdadero. Pero una imagen poética no tiene que ser entendida forzosamente a la letra. En otras palabras, es posible utilizar la presente imagen sin que implique la desaparición de la dinastía davídica. Lo que se quiere decir es simplemente que el viejo tronco de Jesé, del que surgieron tantos reyes desde David y Salomón en adelante, está por producir un nuevo retoño o descendiente. No se dice expresamente que el árbol hubiese sido talado o cortado; contrariamente a lo que pudiéramos deducir de Ageo o de Zacarías 1-8, aquí no se dice que la dinastía davídica hubiera desaparecido para afirmar en consecuencia que tiene que ser restaurada. Mayor peso tendría el argumento del contenido. El v. 2 atribuye los «dones» del rey mesiánico al «espíritu de Yahvé». Ahora bien, a pesar de la relativa frecuencia con que la expresión se usa en el AT en un sentido teológico (en El Espiritu Santo en la revelación bíblica, Anamnesis, 19/IX-2, 1999, pp. 7-44, y 20/X-1, 2000, pp. 7-58 tratamos de explicar los textos del AT), pero con matices diferentes según los casos, extraña que en los textos genuinos de Isaías no se mencione nunca al «espíritu del Señor» con un sentido teológico fuerte. Esto requiere que nos expliquemos al respecto. En efecto, se podría citar aquí Is 11,15 (¿será coincidencia que el pasaje esté en el mismo capítulo?), pero estaría por decidir si se habla del «espíritu del Señor» o del viento como agente del Señor.

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Si no son muchos los textos de Isaías, ¿cómo han podido autores como L. Köhler o R. Koch, por citarlos solo a ellos, pretender que Isaías es, en el AT, el profeta del «espíritu»? Además de los pasajes del cap. 11, se pueden citar sobre todo 30,1 y 31,3. En el primer o de estos textos se contraponen el actuar según el propio antojo o querer, y el de quien procede según el «espíritu del Señor». Hasta se debe decir que la traducción de la Biblia de Jerusalén, «a mi aire» en vez de «según mi espíritu», por castiza que parezca, sobre todo a oídos españoles, lo único que hace es dar al pasaje un sentido demasiado banal. Se podría citar, por último, Is 32,15, pero aquí la posibilidad de que el texto no sea de Isaías es fuerte: la promesa de la futura efusión el «espíritu» sobre toda carne parece estar muy relacionada con la idea posexílica expresada por Jl 3,1-2 y probablemente depende de Ez 36. En una palabra, si hay algunos textos en Is 1-39 que se pudieran citar a favor de la autenticidad isaiana de 11,1-9, el sentido es bastante diferente y, además, respecto a varios se plantea el problema de la autenticidad. Tal vez lo de «bastante diferente» requiere una explicación, pero no hay que buscarla lejos: Is 11,1ss es el único texto de Isaías que relaciona el «espíritu del Señor» con el rey davídico o con el Mesías futuro. Si no hay argumentos contundentes, considerar el pasaje como un texto posterior a Isaías, sea de la época de Josías (640-609 a.C.), como se ha propuesto, o decididamente posexílico, cosa que parece la opción más frecuente entre los estudiosos de Isaías, parece lo mejor. Según las leyes del paralelismo sinonímico se afirma que ocurrirá con el «vástago de Jesé», con sus raíces, el hecho consistente en hacer salir o brotar una planta nueva. Si el anuncio se refiere al futuro, ya dijimos que no hay manera de determinar si ese futuro es cercano o lejano. También queda claro que no se puede determinar si se trata de un retoño inesperado de una planta que se creía muerta o es simplemente una imagen para hablar de alguien que llega y está destinado por Dios a ser beneficiario de la antigua promesa a David (2 Sm 7,11b-16). Por ello no se puede determinar si se trata de asegurar la continuidad de la dinastía de David o de celebrar de antemano una restauración futura querida por Dios. El «vástago» será alguien que ocupará el trono de David y, para ello, el «espíritu del Señor» le da una serie de cualidades; estas se enumeran por pares (v. 2), aunque la repetición del «temor de Dios» en el v. 3a dio lugar a la teología de los siete dones del Espíritu Santo.

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DE PRERROGATIVA REAL A DONES QUE RECIBE EL CREYENTE El «retoño» de Jesé, el heredero de la dinastía davídica, recibe el don del espíritu del Señor. Se dice exactamente que sobre él reposa o descansa. Un paralelo bastante exacto en el mismo libro de Isaías sería el pasaje de 61,1, aunque la expresión es algo distinta, si un texto habla de «reposar/descansar» y en otro menciona al espíritu de Yahvé y el que habla dice que está «sobre mí». Lo cierto es que en ambos casos se expresa la idea de un don permanente: no se habla de una acción puntual, sobre todo de una que tiene su fin; lo que se anuncia es el comienzo de una acción con duración indefinida. Cierto que hay casos en que un «descanso» está destinado a durar poco, como cuando se hace un alto en el camino (ver Is 7,2), pero nada indica que sea el caso en 11,2. Aunque las expresiones sean diferentes, lo que se dice sobre David (1 Sm 16,13) y hasta se pone en su boca (2 Sm 23,2) tiene su equivalente en lo que se afirma aquí sobre el retoño del tronco de Jesé. Si el don del «espíritu» es uno, de él proceden como de su fuente varias cualidades. Las enumeradas son exactamente seis; van por pares. Las dos primeras, si no son una exclusiva del rey, tienen una relación especial con su oficio de gobernar. El último par tiene un alcance religioso más general. Por lo que al número se refiere, es la repetición en 3a del «temor», tal vez a causa de una glosa, lo que da lugar, mediante una diversa traducción, a la lista de los siete dones del Espíritu Santo. ¿Qué implicaciones tienen los diferentes dones enumerados? a) El primer par está formado por la «sabiduría» y la «inteligencia» (o el discernimiento). Aunque la tradición sapiencial, sobre todo tardía, se presente como una invitación universal a la sabiduría (porque esta no es algo que alguien pudiera reservar en exclusiva para sí mismo), aquí lo más lógico es suponer que se trata de cualidades del rey en cuanto gobierna a sus súbditos. Esa «sabiduría» es lo que pide Salomón cuando el famoso sueño de Gabaón (1 Re 3,9) y lo que pone de manifiesto el famoso «juicio» que sigue (1 Re 3,16-28). Luego se pondera aquella sabiduría, que habría sido mayor que la de los orientales y que la de Egipto (1 Re 5,9-14). Es cierto que este pasaje, aunque enumera juntas sabiduría e inteligencia, subraya cosas que parecen no tener relación con el buen gobierno o con la administración de la justicia: composición de proverbios, parábolas o cánticos; don de disertar sobre plantas y animales. Un último texto sobre Salomón, el de la visita de la reina de Sabá (1 Re 10,1-13), pondera como aquella reina viene a verlo atraída por su sabiduría. Si la reina de Sabá parece satisfecha porque lo oye hablar o porque ve el boato y el orden de su cor-

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te (vv. 6-8), una relación expresa con la administración de la justicia es lo que nota el v. 9. A la vista de estos datos, no tiene nada de extraño que el autor del libro de la Sabiduría atribuyera a Salomón una oración para pedir la sabiduría (Sab 9). Es que, mediante ella, no solo serán agradables a Dios las propias acciones, sino que lo serán particularmente las del rey encargado de regir con justicia al pueblo de Dios (v. 4). b) La «fuerza», o «fortaleza», y el «consejo», aunque tampoco sean una exclusiva, se pueden considerar como cualidades particularmente importantes para el rey. Es verdad que ambas se sitúan en un ámbito diferente, porque la fuerza/fortaleza es una cualidad de tipo guerrero y el consejo tiene que ver con el buen gobierno o con la forma de administrar los destinos del pueblo. c) Por lo que al tercer par se refiere, el «temor de Dios» es una noción muy rica, tanto que se le pueden buscar varias equivalencias: la piedad en cuanto se refiere a Dios, no a los padres, la religión, la sumisión a la voluntad de Dios. Según la tradición sapiencial es el comienzo de la sabiduría (Prov 1,7; etc.). Pero no es una noción exclusivamente sapiencial y el uso teológico de «temer» en relación con Dios o del «temor de Dios» tiene varias vertientes. La «ciencia» (o «conocimiento») también es una noción sapiencial; muchas veces es un sinónimo de «sabiduría». Entre los profetas, Oseas es el primero en subrayar el carácter fundamental del «conocimiento de Dios». Ya no se trata de una experiencia puramente humana, como entre los sabios, sino de la actitud fundamental del hombre frente a Dios, así como de la experiencia de una relación personal con él. Y solo de esa experiencia puede surgir una vida y una conducta que, frente a Dios, sean precisamente las adecuadas, aunque Oseas deplora su ausencia entre sus contemporáneos (Os 4,1-3). En Is 11,1-9 se recoge una acepción similar: también aquí hay un conocimiento de Dios de que es beneficiario el pueblo en su conjunto (v. 9). Pero inicialmente (v. 2) el «conocimiento» es uno de los dones del «vástago» de Jesé. Entre el v. 2 y el 9 asistiríamos a un proceso de «democratización» constatado en otros casos: cualidades reservadas inicialmente al rey llegan a ser el lote de todo el pueblo de Dios. La lista, tradicional en la Iglesia, de los siete dones del Espíritu Santo deriva de Is 11,2-3a. Donde el texto original hebreo repite el «temor de Dios» (2 y 3a), las versiones antiguas, principalmente las de los LXX y la Vulgata, sin duda tomando en cuenta la riqueza del concepto hebreo, ofrecieron alternativamente las equivalencias «temor de Dios» y «piedad». Así resulta la lista de los siete dones que, después de Cristo, en quien se realiza la misteriosa promesa profética, reciben también todos los que creen en él.

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Los dones del Espíritu están relacionados con la administración de la justicia. Inicialmente (vv. 3-4a, sin la repetición sobre el «temor») tenemos una doble expresión paralela, tanto negativa («No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas») como positiva («Juzgará con justicia a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres del país»). La formulación positiva tiene el mérito evidente de señalar que los pobres y débiles deben ser la preocupación primera del rey en cuanto administra justicia a sus súbditos. Y la mención de quienes deben ser favorecidos por el rey lleva a señalar que esa administración de la justicia tiene otra vertiente, la de castigar a los hombres crueles y malvados (v. 4b), a quienes se aprovechan de los demás o los explotan. El desarrollo termina con una frase de tipo general en que se habla de «justicia» y de «verdad» (fidelidad, confiabilidad): tan connaturales serán para el rey davídico la justicia y la fidelidad, que las llevará siempre consigo, como si fueran el cinturón con que ciñe su cintura. Si el rey davídico es el mejor gobernante posible, se terminará por describir su tiempo (vv. 6-9) en términos que sugieren una especie de «paraíso recobrado». O se pudiera decir que el tema de estos versículos es la «paz universal». De una cosa no podemos dudar: lo que se describe es el beneficio que trae consigo el reinado del «ungido del Señor». Pensar que todo tiempo venidero será mejor es la esperanza del hombre, la utopía más enraizada en nuestra naturaleza. Hay algo que se espera y que podríamos describir como una «vuelta al paraíso». Sobre todo desde la famosa tesis doctoral de H. Gunkel sobre la correspondencia entre la forma de ver los orígenes del hombre y el bienestar que se espera para el futuro (Schöpfung und Chaos, Gotinga 1895), muchas veces en la exégesis moderna se ha subrayado que habría una misteriosa correspondencia entre el tiempo de los comienzos y el tiempo del fin. Si la descripción del tiempo de los comienzos es bastante sobria en Gn 2,4b-3,24, algunos elementos son claros. Así, por ejemplo, el hombre cuando fue «modelado» por Dios (2,7) tenía todo como al alcance de su mano. Al menos idealmente hasta hubiera podido acceder al «fruto del árbol de la vida» (3,22b.24), lo que le habría permitido vivir para siempre. Es verdad, no obstante, que el Señor tomó sus precauciones para que tal cosa no ocurriera (v. 24). Las implicaciones míticas de ese «árbol de la vida» resultan indudables por comparación con el episodio de la búsqueda de la «planta de la vida» en la Epopeya de Gilgamesh XI. Que el paraíso fuera el lugar donde no había todavía ninguno de los males que aquejan al hombre en su situación presente

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es lo que dan a entender ciertos textos conocidos del antiguo Oriente, sobre todo la Epopeya de Enki y Ninhursag, mito sumerio a propósito de Dilmún, país de la eterna juventud. En cierto modo el pasaje procede por vía de enumeración de contrarios; sí, pero de contrarios que han dejado de serlo: el lobo y el cordero, el leopardo y el cabrito o el novillo y el cachorro del león que pueden vivir o pastar juntos, y un muchachito hacer de pastor para todos ellos; si la vaca y la osa son amigas y juntan sus crías o si el león come paja como el buey; si un niño de pecho puede meter su mano en el escondrijo de la serpiente o del áspid, ¿en qué mundo estamos? En un mundo ideal, por supuesto. Pero si tiene su importancia la paz del hombre con la naturaleza, lo que se dice (o se sugiere) a propósito de la naturaleza es solo como una imagen de lo que puede ocurrir con el hombre, aunque su presencia apenas esté sugerida en los vv. 6-8 por el muchacho-pastor o por el niño de pecho. Si la enseñanza de nuestro texto tiene que ver con algo diferente a un cambio radical de los otros vivientes, es claro que su expresión es simbólica. Pero allí está una parte del problema: una expresión simbólica sugiere, no dice en forma clara y precisa algo determinado. Pero podemos proceder por vía de aproximación: el texto expresa la profunda convicción de que el actual reinado de la violencia en la creación no concuerda con la voluntad del Creador respecto al hombre y al resto de su creación. Por supuesto, tampoco concuerda con las más profundas aspiraciones del hombre. Es la razón para pensar que Dios no puso al hombre en tal situación de violencia; por ello tampoco es pensable que él permitirá que siga indefinidamente tal estado de cosas, ni es creíble que él dejará que el hombre siga deshaciendo a su antojo el orden de la creación. Por ello esperamos que él impondrá un «hasta aquí» al estado de cosas actualmente prevalente. Si queremos expresar las cosas de otra manera, podríamos también decir que el texto constata que hay actualmente a la vez una situación de violencia de la creación, naturalmente por culpa del hombre, y una especie de «esperanza de la creación» en lo referente a participar, a su manera, en una nueva situación, en un orden querido por Dios y finalmente restaurado. Y al decir esto uno piensa en Pablo, sobre todo en el desarrollo de Rom 8,20-23. Pero la «liberación de la creación» es solo una participación de lo que el Señor prepara para el hombre. Pablo es claro al respecto: habla de «participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (v. 21). Pero lo esperado no es la realidad que constatamos. ¿Qué constatamos?

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La situación pecadora del hombre ante Dios y la situación de violencia para el resto de la creación. Hay, por tanto, algo o mucho que no corresponde al plan de Dios. Y es de suponer que Dios no dejará que las cosas sigan así indefinidamente. Por eso esperamos que él intervendrá para corregir la situación actual. Gracias a su intervención será realidad la paz del hombre con el hombre y la armonía del hombre con el resto de la creación. Pero la transformación no puede ser tal que, en nuestra condición presente, podamos comprobar la realidad de un mundo cualitativamente diferente de aquel en que vivimos. El vidente del Apocalipsis pudo anunciar unos «cielos nuevos» y una «nueva tierra» (Ap 21,1, citando a Is 65,17), pero lo importante de esa «nueva creación» es la situación del hombre frente a Dios. La condición para que haya una «nueva creación» es el «hombre nuevo», como lo describe Pablo, porque la novedad de los cielos y la tierra está en que en ellos «habite la justicia» (2 Pe 3,13). El cambio fundamental tiene que ocurrir en el corazón del hombre. Lo dicho en el v. 9 subraya ese papel del «hombre nuevo». Y si lo dicho por el profeta comienza a realizarse en algún momento, el pasaje de Isaías tiene en Cristo su cumplimiento maravilloso: por él vivimos ya una existencia reconciliada, por él ha cambiado nuestra situación, más frente a Dios que frente al resto de la creación.

EL MESIANISMO DEL ANTIGUO TESTAMENTO Y SU EVOLUCIÓN Se te han ofrecido varios elementos para comprender: a) quién era el «Ungido del Señor» en el AT; b) cómo la esperanza puesta en ese «ungido» se transforma en la esperanza de la venida de un único «Ungido» en el futuro; c) cómo Jesús asume y explica ese título referido a él mismo y lo transforma; d) cómo el cristianismo de la época apostólica hace del título de «Cristo» la expresión fundamental de nuestra fe en Jesús. ¿Cómo resumirías esas varias etapas de la fe mesiánica en tus propias palabras?

10. LA VUELTA DE LOS DESTERRADOS: 11,10-16 Puesto que lo introduce la expresión «En aquel día» (vv. 10 y 11), este oráculo se refiere claramente al futuro y es un anuncio de restauración. En cuanto se vuelve a nombrar a la «raíz de Jesé» (v.

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10), se podría pensar que el versículo inicial está relacionado con el gran oráculo mesiánico precedente (vv. 1-9); el v. 10 sería como un apéndice, aunque la afirmación se refiere más al papel de la dinastía davídica respecto a los otros pueblos. La afirmación «su morada será gloriosa» probablemente se refiere al templo. La acción del Señor –eso quiere comunicar la palabra profética a partir del v. 11– se hará presente para recuperar a los que queden de su pueblo, a sus sobrevivientes. La noción de «resto» se hace presente otra vez. Dios restaura a su pueblo en cuanto reúne a todos aquellos que forman parte de ese pueblo. Podrán estar en los lugares menos pensados, de Cus a Asiria, de Patrós a Elam, pero no importa el lugar a donde hayan ido a parar: habrá un verdadero «camino real» que les permitirá volver, que los conducirá desde donde se encuentren hasta el propio país. Una vez allá, si algo se puede decir de su existencia posterior es que, además de poder habitar en seguridad, una seguridad tal que nada la perturbará, también vivirán en una paz interior que habrá hecho desaparecer todas las divisiones anteriores, como la que hizo existir dos reinos distintos y antagónicos. Respecto a los reinos o pueblos vecinos, todo se resume en una frase: serán dominados (v. 13). 11. RESPUESTA A LOS DONES DE DIOS: UN SALMO DE CONFIANZA: 12,1-6 El salmo del capítulo 12 es como la respuesta del pueblo a la acción de Dios que restaura a su pueblo: «aquel día dirás»; tan importante es lo que hará el Señor a favor de su pueblo que se prevé un cántico de celebración. El breve salmo es un himno a la compasión del Señor (v. 1); él ha cambiado radicalmente su actitud: en vez de castigar los pecados de su pueblo, de dar su merecido a los pecadores, lo que hará es manifestar su amor y compasión. Las expresiones «estoy seguro, no temo» describen la actitud del pueblo y esa actitud nace de una convicción profunda: el Señor es la fuerza y la salvación de quien se acoge a él (v. 2). Cantar, estar gozoso y dar gritos de júbilo son lo propio de quien ha experimentado la acción salvadora del Señor. Las expresiones que se suceden, si uno se pone a considerarlo, oscilan entre lo propio de la alabanza, pues son el reconocimiento de lo que es y representa el Señor, y lo que tiene que ver más bien con

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la acción de gracias, si se trata del reconocimiento preciso de beneficios concretos recibidos de él. Sí, una cosa es afirmar en abstracto las cualidades de Dios y otra reconocerlas mediante sus actuaciones a favor de su pueblo. V. ORÁCULOS CONTRA LAS NACIONES: IS 13-23 Como en Amós (1-2) y Jeremías (sobre todo 46,2-51,64), hay en Isaías (13-23) una serie de oráculos en contra de las naciones paganas. Pero esos capítulos no forman una colección homogénea porque no todo es atribuible a Isaías. Que Isaías tuviera algo que decir de Asiria, a favor o en contra, es perfectamente comprensible: le toca vivir en el período de la expansión asiria de la segunda mitad del siglo VIII a.C. No es tan evidente, por el contrario, que hablara largamente de Babilonia (13,1-14,2), cuyo imperio surge muy a finales del siglo VII. Por ello generalmente se dirá que un oráculo en contra de Babilonia es más comprensible cuando, un siglo después de Isaías, el nuevo imperio que trata de abarcar cuanto puede del antiguo Oriente será la Babilonia de Nabucodonosor.

LOS ORÁCULOS CONTRA LAS NACIONES Acabamos de señalar que hay colecciones de oráculos contra las naciones en Amós, Isaías y Jeremías. Pero no podemos decir que su expresión sea exactamente la misma. Por ello, te recomendamos leer los textos de Amós y algunos de Isaías y Jeremías. Fíjate bien en la forma de expresión y señala cuál es el detalle de expresión por el que los oráculos de Amós son bastante distintos de los de Isaías o de Jeremías.

1. CAPÍTULOS 13-14 a) Contra Babilonia: 13,1-22 A pesar de la atribución precisa a Isaías por el subtítulo del v. 1, este anuncio de la destrucción de Babilonia es más comprensible cuando se había convertido en el terrible enemigo que destruía todo a su antojo.

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El largo pasaje se complace en describir todo lo que le pasará y hasta la crueldad con que se matará a su población hasta dejar el lugar de la ciudad, si no todo el reino, como un lugar solitario y sin habitantes. La destrucción hecha por Babilonia será un verdadero «día de Yahvé» (vv. 6, 9), un momento en que es notoria su intervención. El plan declarado del Señor consiste en borrar de la tierra a los pecadores (v. 9). También dice él a propósito de sus planes: «haré cesar la arrogancia de los insolentes, humillaré la soberbia de los desmandados» (v. 11b). Quienes toman parte en esa destrucción son instrumento del Señor, agentes de su ira (v. 5). ¿Quiénes destruirán a Babilonia? Las afirmaciones son inicialmente muy generales, como en el v. 4b: «¡Ruido estrepitoso de reinos, naciones reunidas!». Si de alguien se habla en forma precisa es principalmente de los medos (v. 17). Este dato inclina a uno a hacerse la pregunta siguiente: ¿conocía ya el autor del oráculo el fin del imperio babilonio a mano de los medos y de los persas? Es difícil decidirlo. Lo cierto es que la destrucción de Babilonia será tan tremenda y pavorosa como la de las ciudades pecadores de Sodoma y Gomorra (v. 19), supuestamente ocurrida en tiempo de Abrahán (Gn 19,24-25). b) Vuelta del destierro: 14,1-2 El breve pasaje habla de vuelta del destierro y de restauración del pueblo de Dios (Jacob, Israel). En esa restauración el aspecto más interesante es la dimensión universalista: «se les juntarán forasteros, que serán agregados a la casa de Jacob» (v. 1). La afirmación no parece dejar lugar a dudas. Pero uno se pregunta si hay continuidad en lo que sigue o bien si se está haciendo el intento por corregir esa afirmación universalista, pues el v. 2 habla de esos extranjeros como «siervos y esclavas» y los pone casi en el mismo plano de los opresores que serán dominados o subyugados por el pueblo de Dios. En otras palabras, uno acaba por preguntarse hasta qué punto son personas que participan en los beneficios del pueblo de Dios y cómo. c) Sátira contra un tirano: 14,3-23 Si los versículos iniciales del capítulo anunciaban una restauración, una situación similar es la que supone el v. 3: obra del Señor, él permite a su pueblo volver a la tranquilidad de antaño; es fruto

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de la liberación plena que Dios le concede. Ya ha pasado el tiempo de los sufrimientos, sobre todo el del destierro, y en cierto modo el desquite consiste en entonar una sátira contra un rey de Babilonia (v. 4). Nótese que el nombre de Babilonia se repite en el v. 22, aunque sea en forma parentética. Con todo, habrá quien piense que inicialmente el oráculo se refería a un rey de Asiria. Esa larga sátira describe precisamente la caída de un tirano, al fin de un rey que pisoteaba hasta a su propio pueblo. El hecho se constata inicialmente como si fuera un dato objetivo: si cesó el tirano, cesó también el sobresalto para los demás (v. 4b), los oprimidos. Dios no es ajeno a tal resultado (v. 5): es él quien ha roto la vara que golpeaba a tantos con saña y violencia (v. 6). La paz, no solo de los hombres, sino hasta de los cedros del Líbano, es el resultado (vv. 7-8) de la muerte del tirano. Si nos intriga el entender por qué se pasa de los hombres a los «cedros del Líbano», la explicación es sencilla: los asirios y luego los babilonios talaban los cedros del Líbano para hacerse con su preciosa madera para sus construcciones. Recordemos que, siglos antes, Salomón había utilizado esa madera; escribiendo a Hiram de Tiro, prácticamente le ordenaba: «da orden de que corten para mí cedros del Líbano... tú sabes que no hay entre nosotros quien sepa talar árboles como los sidonios» (1 Re 6,20). Esa madera, debidamente trabajada, servirá para la construcción del templo de Jerusalén (v. 32). La desaparición de quien creía tener en sí toda la fuerza posible provoca la reacción de muchos, del lugar de los muertes (seol), que domina al dominador, la de los demás soberanos, que celebran no tener ya quien los domine. Todos están de enhorabuena porque el fuerte ha mostrado su debilidad («te has vuelto débil como nosotros», v. 10a): es tan vulnerable que, como cualquier mortal, descansa en una cama de gusanos (v. 11b). Por lo que a la expresión se refiere, una parte del desarrollo, sobre todo los vv. 12-14, parecen estar inspirados por tradiciones paganas de tipo mítico o mitológico: el soberano caído es comparado nada menos que con el Lucero de la mañana, hijo de la Aurora. Y de él se dice que pretendía subir por encima de las estrellas (nótese que son las «estrellas de Dios») e incluso sentarse en lo más alto, en el monte de la reunión, en el lugar de la asamblea de los dioses. Pero, ¡vaya contraste! Quien tal cosa pretendía es precipitado al lugar de los muertos (al seol, v. 15). Aquellos a quienes les es dado constatar tal cambio no pueden dejar de preguntarse qué hay de común entre el dominador poderoso y el caído impotente, incapaz de

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levantarse siquiera a sí mismo. La comparación con los demás reyes en cuanto a la suerte final es por demás clara: mientras los otros reyes de las naciones yacen honorablemente en sus tumbas, ese terrible tirano no tiene una tumba honorable y yace en medio de muchos cadáveres de gente asesinada. Es que asesinó a su propio pueblo; por eso no puede tener otra suerte que la de los asesinados de quienes nadie se ocupa (vv. 16-21). Los versículos finales (22s) se ocupan más de la capital, Babilonia, que del tirano. De ella se afirma que quedará deshabitada, hecha un montón de ruinas; como tal será dominio de erizos y tierra de pantanos. Lo segundo está relacionado con el hecho de situarse junto al Éufrates. Como quiera que sea, será una tierra deshabitada y destinada a no producir nada bueno. d) Sobre Asiria: 14,24-27 Este pasaje, a diferencia de lo que precede, pudiera estar más directamente relacionado con el ministerio de Isaías en el siglo VIII, pues ya hemos visto oráculos, incluso bastante amplios, como el de 10,5-19, y varios vendrán luego en 28-32 (30,27-33; 31,4-9). Aquí se anuncia la total destrucción de Asiria, de su imperio. Ya no es el instrumento de que el Señor se vale en contra de Israel o de Judá (aunque no entendiera eso de ser instrumento y actuara como si destruir y despojar fueran su razón de ser). Ahora el Señor tiene un plan, un proyecto bien definido y, por cierto, lo que él ha ideado, se habrá de realizar, pues él no cambia de planes (vv. 24 y 26s). Asiria será destruida: Dios mismo afirma que él la pisoteará. Pero no lo hará en cualquier lugar, sino «en mi tierra», «sobre mis montes» (v. 26). Si el texto, el anuncio de parte del Señor, no dice cómo ocurrirá eso, de lo que no parece haber duda es de un resultado favorable para el pueblo de Dios, incluso tal vez para otros pueblos: lo que Dios hará con los asirios significará que el «yugo» del imperio asirio «se apartará de ellos, su fardo de sobre los hombros». e) Advertencia a los filisteos: 14,28-32 Estas palabras contra los filisteos están bien datadas: estaríamos exactamente en el momento de la muerte de Ajaz, probablemente en 716 a.C. (v. 28), y de la sucesión de Ezequías. Que los filisteos,

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de alguna manera subyugados por Judá (se habla de «la vara del que te hería», v. 29), se alegraran de la muerte del rey de Judá es muy comprensible. Isaías anuncia que la esperanza puesta en esa muerte es vana. El «nacionalismo» que se expresa pudiera parecer de lo más primario, si anuncia que a los débiles y humildes, por supuesto de Judá, los acompañará el favor del Señor, mientras la posteridad de los filisteos perecerá (v. 30). En cuanto al modo de deshacerse de los filisteos lo constatable es que se expresan sucesivamente ideas que no coinciden: una cosa es que Dios acabe a los filisteos mediante una intervención personal, directa (v. 30), y otra muy distinta que él haga venir del norte quien realice tal empresa (v. 31b). De lo que no cabe duda es de lo siguiente: el diferente futuro anunciado a Filistea y al pueblo de Dios está relacionado con el dato fundamental de la elección divina de Sión, aunque el texto habla concretamente del hecho de «fundarla», de darle unos cimientos gracias a los cuales no puede ser derribada. 2. CAPÍTULOS 15-16 a) Lamentación por Moab: 15,1-9 Los capítulos 15-16 se refieren a Moab, vecino de Judá al este; con estos textos de Isaías se puede comparar principalmente Jr 48, pero desde Am 2,1-3 este reino vecino acaparó la atención de los profetas. No podemos decir de estos dos breves capítulos que sean una composición unitaria, aunque tal vez hay más correspondencias entre la lamentación inicial y el texto intermedio, donde las actitudes de esos incómodos vecinos entran en juego. El capítulo 15 es una primera lamentación. Casi hasta sin quererlo da la impresión de que se describe una peregrinación: un grupo de personas, que ha podido escapar de una terrible catástrofe, llora, se lamenta por lo ocurrido. La descripción de la catástrofe no interesa por sí misma y, tal vez, el dato más preciso es el inicial sobre un saqueo o sobre un ataque durante la noche (v. 1). El grupo de los que escapan va pasando por diferentes lugares. En esos lugares sucesivos –no tiene caso enumerarlos aquí, pero se puede decir que son puntos importantes de la geografía del reino– el grupo se agranda porque se les juntan más y más personas. Mientras el grupo

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avanza, todo son llantos, quejas y gritos de desolación. Por supuesto se añaden también todos los signos exteriores de duelo. Si hay algo que parece no tener que ver con esa descripción de personas en total desolación a consecuencia de una gran catástrofe, sin duda debida a unos enemigos no señalados, es el hecho de que la descripción también habla de la desaparición de todo el verdor de la vegetación. Además, los lugares en que abundaba el agua se han convertido en sequedal, en aridez de desierto. Es como si la naturaleza expresara la misma desolación que las personas. Por si fuera poco, en las pocas aguas que quedan, o por las que se pasa, se descubre claramente que han recibido y acarrean la sangre derramada. El texto, en una palabra, pinta un panorama de desolación interior y exterior en el que no hay lugar para la esperanza. Y en esa nota trágica se concluye la lamentación, como si fuera poco lo dicho hasta ahora, la conclusión suena (v. 9b): «¡Para los escapados de Moab un león, así como para los que queden en su suelo!». Es anunciarles, si no desearles, lo peor; es como constatar que no quedará para ellos ninguna esperanza; en todo caso, no se les desea nada bueno. b) Súplica de los moabitas: 16,1-6 Si el propio suelo no da lugar a esperanzas de ninguna especie, ¿no será lo mejor para los sobrevivientes de Moab recurrir a Judá? Ese acudir al «monte de la hija de Sión» (v. 1) se ve bajo el signo del culto: hay que enviar a Jerusalén corderos; se ofrecerán como víctimas en los sacrificios del templo. Y el deseo expresado luego indicaría que el ser objeto de la piedad de Jerusalén y de Judá se considera espontáneo: «Acójanse en ti los acosados de Moab, sé para ellos cobijo ante el devastador» (v. 4a). Es verdad que el v. 6 (comparar con Jr 48,29-30) parece recalcar demasiado la forma en que, en Judá, se ve a Moab: se subrayan los defectos y eso equivaldría a invitar a negar esa piedad y compasión, tan necesarias en la situación descrita. Por otra parte, el texto expone un doble deseo: que se acaben los tiranos que devastan y oprimen (v. 4b), que el trono quede bien establecido en la piedad y que aquel que lo ocupa actúe con lealtad, sea justo y haga que todo el mundo viva en la justicia (v. 5). Por supuesto, el trono de que se habla es el de David y sus sucesores, aunque la frase «en la tienda de David» pudiera ser una adición

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(glosa) explicativa. ¿Se estará indicando con ello que el pueblo de Moab queda unido, o anexionado, al reino davídico? Difícil responder. Lo que parece indudable es que, una vez más, las tradiciones sobre la dinastía davídica hacen acto de presencia en el libro de Isaías. Inútil añadir que, aunque no sean parte de una sola composición, entre la lamentación de 15,1-9 y la situación que suponen la parte inicial del cap. 16 hay acuerdo genérico, si no plena unidad. Tal vez lo que plantea mayor problema es la unidad de 16,1-6. c) Otra lamentación por Moab: 16,7-14 Aunque el desarrollo es más amplio aquí, el parentesco con Jr 48,31-33 parece innegable; se podría pensar que el pasaje de Jeremías es un resumen, pero también habrá quien diga que Is 16,7-12 desarrolla y amplía el pasaje de Jeremías. Como quiera que sea, asistimos a una invitación dirigida a Moab, a sus habitantes: se les invita a lanzar aullidos por su situación desesperada (v. 7). Esa situación ha empeorado: la actual es particularmente desesperanzadora si se compara con la que reinaba con anterioridad. ¿Y cómo era la situación anterior? Se aducen varios ejemplos como para recalcar que «todo tiempo pasado fue mejor». Los datos que se aducen son variados, pero el común denominador está en los productos de la vid: se habla inicialmente de panes de uvas (v. 7); luego se describe con mayor amplitud el viñedo de Sibmá en la campiña de Jesbón (vv. 8-9); el v. 10, por último, habla de viñas en las que no hay regocijo por la vendimia y de un lagar en que no se pisan uvas. Frente a esa serie solo queda la mención genérica de la carencia de cosechas y de siega en el v. 9b. Otra cosa es saber qué objeto tiene ese recuerdo del tiempo pasado. ¿Será un modo de decir que nada se gana con llorar y lamentarse por lo que ya no se tiene? Cierto que más valdría que Moab recapacitara y, viendo que eso de nada le sirve, se volviera hacia Dios, decidiera entrar en su santuario y se explayara con su Dios mediante la oración (v. 12). Bien es verdad que de nada le servirá, «nada podrá». Lo que el Señor ha decretado contra Moab tiene que realizarse (v. 13). Por eso se subraya, dándola como decisión del Señor que no puede dejar de cumplirse, que esa catástrofe de Moab ha de realizarse en el plazo de tres años (v. 14).

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3. CAPÍTULOS 17-20 a) Contra Damasco e Israel: 17,1-14 El enunciado inicial (v. 1a) parece decir que el presente sería un oráculo dirigido solo contra el reino arameo de Damasco, pero basta que avancemos un poco en la lectura para darnos cuenta de que el reino de Israel está muy asociado con él. No puede dejar uno de pensar en la estrecha asociación que hubo durante la «guerra siroefraimita» (hacia 732/731 a.C.). Ya hemos visto que los reyes de Damasco e Israel formaron una coalición antiasiria y, como Judá quiso mantenerse al margen, intentaron obligarlo atacando a Jerusalén (ver Is 7,1-2); su propósito era poner otro rey en vez de Ajaz. Ese otro, el hijo de Tabel (v. 6), tal vez el hijo del rey de Tiro, debía ser alguien que siguiera sus planes. Pero esos reyes no pudieron llegar a Jerusalén, probablemente a causa de la intervención de los asirios: ellos conquistaron rápidamente Damasco y le quitaron a Israel buena parte de su territorio; la parte del reino que sobrevive (pero apenas subsiste diez años más) queda sometida a fuertes tributos. Pero posiblemente Judá con los propios tributos fue quien «pagó» la intervención asiria. El oráculo anuncia inicialmente la ruina de la capital, Damasco, así como la de las otras ciudades del reino (vv. 1b-2). La manera de hablar del asunto es perfectamente definida: no se trata de un pequeño percance sin consecuencias. Damasco se convertirá en un montón de ruinas y las otras ciudades serán un lugar en que pastarán los ganados por haber sido indefinidamente abandonadas. Con el v. 3 ya no es Damasco el único reino de que se habla: se le asocia Israel, pero uno se pregunta si la frase «dejará de existir el baluarte de Efraín» se refiere precisamente a Damasco, apoyo de Efraín, o si hay ya una afirmación sobre la ruina del reino de Israel. Lo primero parece más verosímil por cuanto en seguida se habla de los arameos como «la gloria de los israelitas». Pero con el v. 4 ya no hay duda posible: lo que va a suceder, acontecimiento entrevisto como futuro («aquel día», expresión que repiten los vv. 7 y 9), es algo nefasto. Será como una transición de «gloria» a debilidad, de gordura a quedar flaco por falta de alimentos. Ese paso de lo mucho a lo poco, de una situación en que uno tiene todo a otra en que uno no tiene prácticamente nada y a la que uno no quisiera llegar a enfrentarse es lo que describen los vv. 5-6 mediante imágenes.

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Los vv. 7-8 dan la apariencia de un paréntesis: no describen la situación de crisis de Damasco e Israel; son el anuncio de una restauración, de un cambio que ocurrirá en el corazón del hombre: volverá a su Hacedor en vez de confiar en los ídolos y en todos los objetos de culto hechos por las propias manos. Ese paréntesis pudiera ser como un comentario de la afirmación del v. 10: frente al hecho de «olvidarse» de la Roca, de Dios como salvador como se dice primero, algún día será verdad la conversión, el hecho de volverse al «Santo de Israel». También las ciudades de Israel quedarán abandonadas y todo pasará a ser desolación (v. 9). Por eso hay que decirle adiós a todo lo que ahora alegra la propia vida; hay que llegar a desprenderse de plantíos y cosechas (v. 11). Ahora lo que es dado vivir es un «bramido» que se parece al de las aguas primordiales, el retumbar de mucha gente que es comparable al de una creciente que arrastra todo a su paso (v. 12). Quienes huyen se ven perseguidos como por un viento formidable o por un huracán. ¿Qué cabe esperar en esas circunstancias, sino que a uno le llegue el miedo, que le entre especialmente el temor de que al levantarse al amanecer ya no haya nada? Pero la mala visión se conjura al desear que la desaparición total durante la noche no sea la nuestra, sino la de quienes nos despojan y saquean.

b) Contra Cus: 18,1-7 Cus es el nombre dado por el pueblo de la Biblia al país más allá de Egipto, al país al sur de Egipto, descrito como la «nación/pueblo esbelta/o y de brillante piel» (vv. 2 y 7). El país en sí se describe en los mismos pasajes como un país surcado por ríos, aunque uno piensa que es sobre todo un país de sequías, a pesar del Nilo que lo atraviesa. Amós (9,7a) se servía de una comparación de los israelitas con los cusitas para relativizar el «privilegio» (utilizo el término pensando en lo que dice Pablo en Rom 9-11, sobre todo 9,4-5) de la elección de Israel. Los cusitas se describen como nación temible y dominadora. Pero frente a ellos tenemos al Señor mismo que se pone como al acecho. ¿Qué pasará, si el pueblo temible y el Señor están como al acecho uno frente a otro, si los demás pueblos son convocados para ser testigos? Si el final es previsible, en cierto modo el pasaje sugiere en vez de hacer afirmaciones claras y precisas. Por supuesto, las sucesivas imágenes tienen sus implicaciones:

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IMÁGENES SUGESTIVAS EN IS 18 a) Hablar de un pendón (bandera) o de un «cuerno» es describir elementos importantes para un ataque guerrero (v. 3). b) Saber que algo va a pasar es como una invitación a ponerse en observación (v. 4). Ya se anticipa lo de la siega, porque eso hace pensar en lo luminoso o lo caluroso del final de la primavera en espera del verano. c) Si hay un compás de espera es solo para llegar hasta el momento de la siega, de la cosecha (v. 5). Ahora bien, la «siega», si hace pensar en, o sugiere, lo que ocurre cuando se cosecha un campo de trigo, aquí es una imagen y lo que hace esa imagen es poner ante nuestra vista las muchas vidas tronchadas, segadas, como son muchas las espigas que se cortan cuando alguien cosecha un campo de trigo.

Ya el v. 5 daba a entender eso de la «cosecha» o del «corte» de los racimos, pero lo que se declara es el hecho formidable, temible para los habitantes del país. ¿Era solo una imagen? Ahora (v. 6) resulta que hay que tomar las imágenes a la letra: porque hubo otra «siega» y otra «cosecha», las que prometía el sentido figurado, las que debían haber ocurrido en sentido estricto con trigos y viñedos no tuvieron lugar; los campos quedaron abandonados: las bestias del campo, rapaces u otras, podrán hacer allí su «agosto», establecerse a sus anchas en esos campos como en dominio propio lo mismo en verano que en invierno. Lo del obsequio que será presentado al Señor en su templo por lo cusitas (v. 7) resulta enigmático. No se indican las razones de tal obsequio (¿será que los cusitas se convierten al Señor?) ni las circunstancias, aunque bien percibimos que es algo futuro («en aquel día»). (Quien resulta universalista porque parece olvidar los «privilegios de Israel» al afirmar que no hay diferencia entre israelitas y cusitas es Amós, en 9,7a.) c) Contra Egipto: 19,1-15 La Biblia menciona muchas veces a Egipto en relación con la historia del pueblo de Dios, sobre todo en sus comienzos, pues José, como quiera que haya sido, vendido por sus hermanos o robado, termina en Egipto (Gn 37,36; 39,1). Luego, a causa de la escasez du-

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rante los «siete años de vacas flacas» terminará en Egipto toda la familia de Jacob (Gn 42-48). Pero Egipto se convierte luego en el país opresor que impone duros trabajos forzados, si no la esclavitud (Ex 1; 5). Por ello el acontecimiento fundante para el pueblo de Israel será la liberación de Egipto (Ex 7,7-15,21). Los oráculos contra Egipto no son especialmente abundantes, aunque algunos son muy desarrollados, como Jr 46,2-28 o Ez 29-32. En el presente oráculo se describe a Yahvé, que se desplaza personalmente y va al territorio de Egipto; su presencia es sentida por los egipcios y sus dioses: si el corazón de los primeros «se derrite», los ídolos se tambalean (v. 2). Lo que inicialmente hace el Señor es volver a los egipcios unos contra otros: se les ve en lucha fratricida, pues el hermano está contra el hermano, aunque parezca exagerado lo de estar «reino contra reino» si se habla del solo país de Egipto (v. 2). Dios prosigue su obra trastornando interiormente a los egipcios. Así, por más que consulten a sus ídolos, o a los brujos, magos y adivinos, nada podrán lograr. Y se encontrarán con alguien que los domina con dureza y crueldad (v. 4). Pero el texto se queda corto, al menos de momento: no se habla más de ese enemigo ni se le identifica. Lo que se describe a continuación son las consecuencias de la intervención del Señor. Las imágenes son tópicas: los canales, el río (el Nilo) y hasta el mar se secarán de forma permanente (vv. 5-6a); la vegetación, lo que crece por sí mismo o lo que el hombre siembra o planta, se secará (vv. 6b-7); los pescadores se lamentarán por no poder atrapar ni un solo pez (v. 8); los tejedores y cardadores quedarán sin la materia prima que trabajaban y les permitía vivir (vv. 9-10). Otro desarrollo se refiere a la insensatez de quienes tienen parte en el gobierno de Egipto (los príncipes de Soán se nombran en el v. 11 y en el 13) y fungen como consejeros del faraón. Se la dan de listos, de sabios y entendidos; no escatiman el autoelogio por sus antepasados (según ellos son de un linaje de faraones o «reyes antiguos»). ¿Qué son en realidad? Una «estúpida asamblea» (v. 11). La realidad es muy distinta porque, de ser sabios con una sabiduría que realmente valiera la pena, deberían poder descubrir el proyecto o los planes de Dios en relación con Egipto (v. 12). El hecho es que han enloquecido y el resultado es que extravían a Egipto (v. 13), pero eso es obra del Señor: es él quien ha infundido en ellos un espíritu de vértigo y andan como borrachos. Por eso hacen dar tumbos al país, por eso no le sale bien empresa alguna a Egipto, ya la haga la cabeza o la cola (vv. 14-15).

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d) Conversión de Egipto: 19,16-25 Si todo el capítulo habla de Egipto, la parte final tiene un sentido muy diferente: no denuncia maneras de actuar ni señala cómo va a intervenir el Señor para que quienes gobiernan al país anden dando tumbos; aquí lo que anuncia es un cambio de situación. Es un cambio favorable y hasta se trata de una conversión al Señor, pero eso es el resultado de una actuación de Dios mismo. Pero ¿consta más allá de cualquier duda posible la unidad de esos versículos? Como no sea una muletilla que se repite a saciedad, llama la atención el hecho de que la expresión «Aquel día» se repita tanto (vv. 16, 18, 19, 21, 23, 24; solo en el v. 21 está en medio y no al comienzo de una expresión o varias). Se hablará, pues, de restauración y hasta de conversión al Señor, pero eso no es todo; el inicio y algún pasaje subsiguiente hablan todavía de castigo o de una situación difícil. Eso se debe decir ante todo respecto a la afirmación según la cual Egipto se encuentra como una mujer, tal vez una parturienta: hay razón para temblar y tener miedo si eso es el resultado de que el Señor levante su mano contra Egipto (v. 16). Curiosamente, el reino de Judá tiene algo que ver en el asunto (v. 17): el solo hecho de que le nombren a Judá provoca el pánico de Egipto. ¿Querrá eso decir que Judá es el instrumento del Señor para el castigo de Egipto? Más adelante (v. 22) se dice simplemente que el Señor herirá a Egipto, pero al punto lo curará, pero es verdad que esta afirmación se sitúa en un contexto en que parece importar principalmente lo que de positivo se tiene que decir de Egipto. La parte positiva, si separamos los diferentes anuncios que comienzan por «aquel día» en la medida en que son hechos puntuales, presenta el cuadro siguiente: «EN AQUEL DÍA»... IMPLICACIONES SUCESIVAS EN UN PASAJE DE ISAÍAS (19,16-25) a) Habrá en Egipto cinco ciudades que hablarán la lengua de Canaán; una de ellas tendrá el nombre de «Ciudad del sol»; es, por tanto, la famosa Heliópolis (v. 18). b) También habrá un altar del Señor en medio de Egipto y una estela en su frontera. Altar y estela serán señal y testimonio. El resultado será que, si claman al Señor a causa de opresores, él les mandará un

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«salvador» que obtendrá la liberación de los egipcios (vv. 19-20). A lo anterior sigue el anuncio de la conversión al Señor, pues el v. 21 reitera la idea de que Egipto conocerá al Señor. Por supuesto, a ese conocimiento (o reconocimiento) seguirá un culto: los egipcios harán sacrificios y ofrendas al Señor; también le harán votos y los cumplirán. Sí, los egipcios se convertirán al Señor; por ello él les será propicio y los curará (v. 22b). c) De la unificación de pueblos diversos habla el v. 23, si hay una calzada que va de Asiria a Egipto o de Egipto a Asiria. Con todo, es Asiria quien lleva la voz cantante: «Egipto servirá a Asiria». Es lo que se pudo constatar en tiempo de Isaías. d) Pero no serán solo dos, Egipto y Asiria; será una trilogía de países o reinos la que contará: junto a los mencionados el tercer país será Israel (vv. 24-25, nótese que antes, v. 17, más bien se hablaba de Judá). Y lo que importa para esos tres países es ser objeto de la bendición del Señor. De hecho Dios pronuncia su bendición y, si algo llama la atención, es que Israel se mencione solo en tercer lugar. Como quiera que sea, Dios declara a Egipto «mi pueblo», a Asiria la llama «obra de sus manos» y de Israel dice que es su «heredad».

e) La conquista de Asdod: 20,1-6 El breve capítulo puede considerarse como una acción simbólica, aunque haya algún problema al respecto (ya hablamos de este texto en la p. 83). El texto precisa las circunstancias de la intervención de Isaías: «el año en que vino el copero mayor a Asdod»/«cuando Sargón, rey de Asiria, lo envió, y atacó Asdod y la tomó». ¿Cómo se relacionan ambas afirmaciones? Lo de «la atacó y la tomó», ¿lo hace el copero o quién? El trasfondo es, en todo caso, el que ofrece la conquista de la ciudad filistea de Asdod en tiempo de Sargón de Asiria. Una acción simbólica es algo que realiza el profeta por orden del Señor, aunque con la característica de ser algo llamativo. Sea lo que sea, debe, además, «decir» un mensaje que el Señor quiere comunicar a su pueblo. Aquí nos consta la orden dada por Dios a Isaías (v. 2), pero el problema está en que no parece haber correspondencia entre una orden muy general y lo que se relata que hizo el profeta o lo que el Señor mismo indica a continuación que hizo Isaías (v. 3). La orden solo hablaba expresamente de desatar el cinturón y de quitarse las sandalias. Pero el desatar el cinturón es interpretado luego

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por Dios o, antes, lo afirma el narrador, como si hubiera significado quitarse la túnica y todo lo que hubiera debajo para andar desnudo. Y es de notar que eso la habría hecho el profeta no por un breve rato: habría durado la friolera de tres años. Como quiera que sea, lo hecho por el profeta debía ser «señal y presagio respecto a Cus y Egipto» (v. 3b). Pero no es que el Señor quiera enseñar algo a propósito de estos países. Lo que se está mostrando (diciendo) es que, si algo terrible le pasa a Asdod, que confiaba en la ayuda de Egipto y de Cus para hacer frente a los asirios, pero que de hecho es conquistado por estos, lo mismo habrá de pasarles a quienes confían en la ayuda de Egipto y Cus: si uno y otro país son conquistados, si hay muchos, mozos y viejos, que tienen que partir al destierro y se ven obligados a hacerlo exactamente «desnudos, descalzos y nalgas al aire» (v. 4), ¿qué suerte pueden esperar, en Judá o donde sea, los que ponen su esperanza y su confianza en la ayuda de Egipto y de Cus? Si no escaparon los que supuestamente eran suficientemente poderosos como para brindarles ayuda, apoyo o auxilio, ¿qué pueden esperar los reinos pequeños y de escaso poder, como el de Judá? Lo mismo y solo lo mismo: quedar confusos por lo que les pasa a quienes pudieron considerar como su prez o su orgullo (v. 5). El único comentario que un día podrán hacer será: «vean en qué ha parado nuestra esperanza, la que teníamos puesta en que ellos fueran los que nos ayudaran para librarnos del yugo de los asirios». La constatación de lo sucedido lleva a una pregunta obligada (v. 6), para Judá o para cualquier otro: «¿cómo lograremos escapar nosotros?». 4. CAPÍTULOS 21-23 a) Caída de Babilonia: 21,1-10 Hablar en contra de Babilonia o celebrar su caída es una amplia tradición en la Escritura; ya quedaron atrás 13,1-22 y 14,3-23 y se pueden añadir sobre todo Is 47,1-15; Jr 50-51. También el Apocalipsis en el NT dará el nombre de Babilonia a la Roma imperial como perseguidora de los cristianos (Ap 17-18). Para Babilonia los enemigos llegan del desierto y el desierto es el país temible; que el v. 1 nombre el Negueb es precisamente en cuanto «desierto marítimo» o desierto cerca del mar. Que Elam

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o los medos lleguen contra Babilonia solo puede hacerse pasando por zonas desérticas junto al mar (v. 2). Lo cierto es que el Señor ha dispuesto que el devastador devaste, que el saqueador saquee, que no hay lugar para un «suspiro» y es como si cesara la respiración. El profeta que habla en nombre del Señor –más bien alguien del siglo VI que uno de finales del siglo VIII como Isaías– declara sentirse él mismo abatido o atribulado, literalmente «golpeado» por lo que va a pasar con Babilonia. En el v. 3 las imágenes, sobre todo la de unos riñones que se llenan de espanto, pueden parecernos poco naturales o no son las que nosotros emplearíamos espontáneamente. La de los «dolores/convulsiones como de parturienta» es más comprensible, pero también en parte por el uso que le dan los autores bíblicos (ver, por ejemplo, Miq 4,9-10). Lo que ocurre, dice el profeta, lo deja a uno como sin poder ver u oír, escándalo y sobresalto hacen perder el sentido (vv. 3b-4). Si se avecina un «banquete», si se prepara la mesa y hasta hay una invitación a «comer y beber» (v. 5a), no hay que tomar en sentido literal lo que solo tiene sentido figurado: de lo que se trata es de prepararse para el combate (v. 5b), por supuesto contra Babilonia. Además de los preparativos de los combatientes, un paisaje relativamente plano subraya la importancia de poner a alguien como vigía o atalaya: tiene que estar atento día y noche para poder dar aviso cuando vea los primeros signos de la hecatombe. Lo que verá, caballos descuartizados o jinetes que huyen como pueden, incluso en un burro o un camello, son claro indicio de que lo previsible habrá comenzado a ocurrir (vv. 6-9a). Y a esos signos seguirá el claro anuncio final: «cayó, cayó Babilonia» (ver Jr 51,8; Ap 18,2). El resultado, que la cruel Babilonia que «trillaba» a los pueblos se habrá convertido a su vez en una era en que se trilla (v. 10), es como una verificación de lo que expresaríamos con aquello de que «el que a hierro mata, a hierro muere». b) Edom y el «vigilante»: 21,11-12 La «proclamación sobre Duma» (v. 11-inicio) consiste en un breve diálogo, en una pregunta repetida y en la respuesta que recibe. La pregunta se hace al vigía; este es quien debe ofrecer la respuesta: «Alguien me grita de Seir». Como quiera que sea, la pregunta se refiere al hecho de saber si durante la noche, o lo que de

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ella ha pasado, ha habido alguna novedad. Uno pudiera preguntarse si hay que traducir: «Vigilante, ¿qué hay de la noche?» o «¿cómo va la noche?». En todo caso, el «vigilante» es el profeta o vidente (ver la sección final del cap. 1 de la «Introducción a los profetas»). La respuesta recibida tiene que ser enigmática, a no ser que diga precisamente eso: «Sin novedad»; «estamos en lo de siempre, porque a la mañana (al día) sigue la noche». Por más que el «vigilante» esté en su puesto, puede no tener nada especial que deba comunicar como mensaje del Señor. Por lo demás, el «vuélvanse, vengan» (Biblia de Jerusalén) puede estar relacionado con la condición indispensable para recibir cualquier comunicación divina: si «volver» es convertirse a Dios, solo quien se vuelve al Señor (se convierte a él) puede desear que su palabra ilumine su camino. Por cierto, la conversión es una exigencia permanente. c) Los nómadas del desierto: 21,13-17 Se suele considerar que es un oráculo «contra los árabes», pero el texto no los nombra, aunque se habla de la «estepa» (es un «oráculo en la estepa»; la TOB francesa incluso considera como prácticamente equivalentes «estepa» y «Arabia») y se menciona a los dedanitas (v. 13), a los habitantes del país de Temá o a los guerreros del país de Quedar. Algo pasa, y es algo terrible, para que los dedanitas tengan que hacer algo en la estepa durante la noche o para que se tenga la obligación de llevar agua y pan a los sedientos y hambrientos (vv. 13-14). Para que no quede a nuestra imaginación de qué se está hablando, el v. 15 precisa que la huida se debe a la «espada desenvainada», al «arco tendido» y a la «pesadumbre de la guerra». A diferencia de este pasaje poético, el otro pasaje que sigue (vv. 16-17) está en prosa. Quien habla de parte del Señor (al «así me ha dicho el Señor» responde la conclusión mediante la que se asegura que es el Señor, Dios de Israel, quien ha hablado) puede asegurar que vendrá muy pronto, exactamente «al cabo de un año como año de jornalero», una intervención del Señor por la que será consumida toda la gloria de Quedar. Tan terrible será esa intervención que «quedarán pocos», serán contados los sobrevivientes de aquellos bravos paladines o guerreros de Quedar.

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d) Contra el entusiasmo de Jerusalén: 22,1-14 El nombre de «Valle de la Visión» (vv. 1 y 5) no es un enigma: pronto se ve que el oráculo se refiere a Judá y, sobre todo, Jerusalén, la capital del reino de Judá, a la que sin duda se refiere la expresión «la hija de mi pueblo» (v. 4); también se habla expresamente de la casa de David (vv. 8-10). El oráculo comienza por decirnos que hay fiesta o bulla a lo grande: la gente ha subido a las azoteas como para ver mejor a distancia y todo es gritos y alborozo. Pero el tono indica que ese alboroto no se debe al hecho de contar a los caídos por la espada o a los que han muerto a causa de la guerra (vv. 1-2). Y no es que no haya habido algún ataque en que los valientes tuvieron que huir del arco, ataque en que otros terminaron siendo apresados o escapando como pudieron y yéndose a lo lejos para huir del peligro (vv. 3-4). La situación es tal que el profeta rechaza a quienes se le acercan: quiere que lo dejen llorar a placer por la devastación de «la hija de mi pueblo» (v. 4b). ¿Qué pasa para que se llegue a tal extremo? Un enunciado general sería que estamos en un «día de perturbación, de extravío y de aplastamiento». Pero no es un azar ni el hecho tiene un origen desconocido: proviene del Señor, de Yahvé Sebaot (v. 5a). Si se quiere precisar qué es lo que pasa, un dato basta para ponderar la gravedad de la situación: alguien trata de echar abajo un muro y eso ocurre precisamente en el valle de la Visión: que de allí salga o parta un grito de socorro es una consecuencia natural (v. 5). En todo eso están implicados pueblos como Elam, Aram y Quir. Han llegado bien provistos de lo necesario para la guerra: los valles en torno a Jerusalén se ven llenos de carros, los hombres de la caballería están bien formados ante las puertas de la ciudad; todos están dispuestos para el asalto de la ciudad. Ante esa cantidad de enemigos el resultado era previsible: «cayó la defensa de Judá». Que hubiera brechas en los muros de la «ciudad de David», que se abriera el arsenal de la «casa del bosque», que hubiera casas destruidas o que los canales y albercas que proporcionan agua a los habitantes de las ciudad quedaran semidestruidos y el agua se escapara (vv. 8-11) son consecuencias previsibles. Pero es Dios, su «Hacedor», el autor de todo eso. Ellos, los habitantes de la ciudad, lejos de darse por enterados de los planes del Señor, rehusaron tomarlos en cuenta. En el día en que los invitaba a llorar y la-

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mentarse, a raparse barba y cabeza y a vestirse de saco, ellos se entregaban al jolgorio o a la alegría desatada bien manifiesta en el degollar bueyes y ovejas: sí, todo era «comer carne y beber vino» y hasta se invitaban con el «comamos y bebamos, que mañana moriremos» (vv. 12-13; ver 1 Cor 15,32). De Dios el profeta afirma que no está dispuesto a perdonar a su pueblo ni una más: él mismo se lo ha revelado. La falta es tan grave que solo podrá ser expiada con la muerte de los culpables. El «ha dicho el Señor Yahvé Sebaot» da fuerza a esa conclusión (v. 14). e) Contra Sebná: 22,15-25 De Sebná se puede decir que era probablemente un aventurero advenedizo de origen extranjero. Pero había escalado puestos y, en tiempo de Ezequías, había llegado a ser mayordomo o encargado del palacio real. El profeta reconoce su cargo (v. 15), pero la forma en que se refiere a él es una manera de descalificarlo como advenedizo aprovechado. Hasta eso de labrarse de antemano un mausoleo, una tumba bien labrada, manifiesta su afán de «parecer» (v. 16). Eso no vale ante el Señor, pues si él está por hacer algo con él será despeñándolo, haciendo que caiga lo más abajo que sea posible (vv. 17-19). Pero si Dios interviene para castigarlo, también él se encargará de encontrar quien lo sustituya. El profeta anuncia que el designado será Eliaquín, hijo de Jilquías. Este, además de ser revestido con los signos de la autoridad, será como un padre para la ciudad de Jerusalén. Por lo que a su oficio se refiere, si –conforme a su cargo– dispone de las llaves del palacio real, por lo que podrá abrir y nadie cerrará, cerrar y nadie abrirá, es una consecuencia lógica de su cargo. Así estará como clavija bien fijada en lugar seguro, mientras tal sea la voluntad de Dios (vv. 20-23). Los vv. 24-25, o solo el último, cambian claramente el tono de lo dicho hasta ahora. La clavija antes asegurada, clavada en sitio seguro (v. 23), ahora se desclava y cae; con ella se viene abajo todo lo que sostenía. En ello, sobre todo en el v. 25, hay el anuncio de la ruina futura que afectará a la dinastía davídica y a la ciudad de Jerusalén. Pero uno se pregunta: ¿es verdadera predicción o simple constatación de lo sucedido? Difícil es decidir.

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f) Contra Tiro: 23,1-18 La ciudad de Tiro, con todo y que no estaba muy cerca de Israel y menos de Judá, es objeto de bastantes intervenciones de los profetas a partir de Amós (1,9-10; ver Ez 26-28; Zac 9,2-4). A grandes rasgos el oráculo es una invitación al duelo y al llanto. Ambos tienen que ver con la destrucción de Tiro o, en todo caso, de sus naves. A esa invitación quedan asociados, por ser nombrados expresamente, sus vecinos de la costa fenicia, sobre todo Sidón (vv. 2, 4), y también aquellos países o lugares a los que las naves de Tiro llegaban en sus correrías comerciales, principalmente Egipto (vv. 3-5), Kitim (v. 1) y hasta Tarsis (vv. 1, 6). Por supuesto que eran una gran ayuda las naves de Tarsis, por ejemplo para Egipto, pero finalmente era Tiro quien obtenía de los productos de Egipto una gran riqueza (v. 3). ¿Quién ha planeado tal cosa contra Tiro, la «coronada», la ciudad orgullosa y rica a causa de su comercio? Es el Señor, Yahvé Sebaot (vv. 8-9). Pero, ¿qué tiene que ver Asiria en todo esto? ¿Será el agente de la cólera divina? No es muy claro lo que se dice al respecto, sobre todo en el v. 13. Con todo, parece claro que la ruina de la ciudad es temporal: aunque sea solo después de setenta años, se anuncia una situación que será como la anterior; habrá una nueva riqueza, riqueza que terminará siendo del Señor: «será su mercadería y su ganancia consagrada a Yahvé» (v. 18). Por cierto, prosigue ese versículo final en términos en que finalmente es claro que los que aprovechan esa riqueza son quienes «moren delante de Yahvé». Aunque sea un caso particular, en cierto modo la perspectiva es más a ras de tierra que la de Is 2,25 y Miq 4,1-4.

VI. ÚLTIMOS ORÁCULOS DE ISAÍAS: IS 28-32 Los entendidos consideran que los oráculos de estos cinco capítulos son casi todos genuinos, que pertenecen en su gran mayoría al profeta del siglo VIII a.C. Eso no quiere decir que en cada caso estemos seguros de que el texto que nos llega represente sus ipsissima verba, exactamente lo que él predicó. Puede haber actualizaciones y glosas o hasta algún oráculo añadido.

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1. CAPÍTULO 28 a) Samaría: 28,1-6 El primer oráculo de este conjunto es un Ay en contra de Samaría, la capital del reino de Israel. Porque en Is 5,8-24 había toda una serie, ya hemos dicho algo del «género literario», por no mencionar ahora la Introducción general a los profetas. Pero es un caso en que ver las cosas de más cerca y con mayor detenimiento ayuda a captarlas mejor. Viéndolo bien, no podemos tomar el conjunto de los seis versículos como una unidad simple: es un Ay solo lo que tenemos en los vv. 1-4. Todo comienza por un juicio de valor muy negativo, ya que la capital de Israel es la «corona de la arrogancia» (v. 1), pero desde el principio hay también una evaluación a propósito de algo que no dura, pues se le pinta como un «capullo marchito». Se pondera la fertilidad del valle donde se sitúa la ciudad de Samaría, pero eso solo sirve de introducción para denunciar a quienes les gusta el vino, ya llamados en el v. 1 «borrachos de Efraín», y, lo peor, es que viven acumulando riquezas indebidas. A esos hombres el oráculo profético les anuncia el castigo que recibirán de parte de Dios, una intervención punitiva de alguien que queda en el anonimato pero que acabará con todo eso. El profeta no describe en forma precisa cómo será el castigo de ese personaje anónimo; solo pondera lo terrible que será su intervención; se hace mediante las imágenes sucesivas en que se le compara a una granizada destructora, a un huracán devastador o a un aguacero torrencial (v. 2). Que en ello debamos ver la acción del hombre es evidente: se habla a continuación de un pisotear y de un ser pisoteado. El estribillo sobre la ciudad como «la corona de arrogancia, los borrachos de Efraín» (v. 3) subraya la correspondencia entre la situación humana y el castigo divino. Si alguna comparación cabe todavía es que Israel y/o Samaría serán como breva temprana que devora con gusto el primero que la encuentra (v. 4). Frente al Ay anterior, los vv. 5-6 son un anuncio de restauración. Por supuesto, tal anuncio se refiere a un tiempo posterior al del castigo: «en aquellos días». Y hay que añadir que esa restauración futura se enuncia de modo muy general: nada indica que se refiere de modo exclusivo a Samaría en particular o al reino de Israel en general, aunque hay cierta continuidad con los vv. 1-4 mediante términos como «corona», «gala» o algún otro; la única clarificación

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que ofrecen ambos versículos es que la restauración se refiere «al resto de su pueblo» (ese «su», parece evidente, se relaciona con el Señor). Tampoco se precisa de quién se habla al mencionar al que administra la justicia, aunque el hablar en singular sugiere que el rey es ese administrador de la justicia. La restauración es, por tanto, un dar un nuevo «espíritu» a quien tienen el encargo de administrar la justicia en el tribunal y de fuerza para quienes deben rechazar al enemigo que ataca la ciudad y hasta ha penetrado ya por sus puertas (v. 6).

b) Contra sacerdotes y falsos profetas: 28,7-13 Las personas en contra de quienes habla el profeta se precisan casi desde la primera línea: son los «sacerdotes y profetas». El solo versículo inicial (v. 7) mediante la repetición de verbos, «desatinan»-«divagan», «desatinan»-«se ahogan»-«divagan», «desatinan»«titubean», parece imitar los pasos inseguros de unos y otros: parecen borrachos. «Vino» y licor» son los complementos dos veces repetidos, aunque por otra parte tengamos, al final, las «visiones y «decisiones». Hay en ello una denuncia de las visiones de los falsos profetas: a quien habla en nombre del Señor le importa afirmar que lo que presentan como una palabra que viene de Dios, probablemente a quienes mediante ellos «consultan» al Señor, vale tanto como la palabra de un borracho. ¿Alguien puede creerle a quien se le pasan las copas? Si esa declaración que descalifica tiene su peso, todo el oráculo continúa el mismo tono. Si sus desatinos son fruto del vino, no es de extrañar que los resultados sean como el hecho de ver una mesa junto a la que han estado sentados unos borrachos; lo observable es el estropicio o las porquerías dejados allí por los borrachos que la ocuparon (v. 8). ¿Qué relación puede haber entre estas personas y aquellas a quienes se ha confiado el conocimiento? (v. 9). Uno se puede preguntar por el sentido preciso del pasaje. Por lo que al sacerdote se refiere, sabemos que tenía el encargo de transmitir el conocimiento de la «ley» del Señor (ver Jr 18,18), que tenía el encargo de dar a conocer y de interpretar correctamente la ley del Señor. Pero resulta muy vago hablar de «conocimiento» para describir el papel del sacerdote en relación con la ley. Por otra parte, son los profetas, especialmente Oseas, los que hablan del «conocimiento

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del Señor» como actitud fundamental del hombre frente a Dios, actitud vital y no puramente intelectual, pues es un conocimiento que se acompaña de la «fidelidad» y del «amor»/«benevolencia». Es verdad que Oseas constata que el pueblo no brilla por esas cualidades (Os 4,1); tendrán que ser la dote del Señor-esposo al pueblo de Dios-esposa en el momento de la restauración, del nuevo «desposorio» (Os 2,21-22). Como quiera que sea, alguien tiene que «ayudar a entender lo que [uno] escucha» (v. 9). Porque si dice palabras que, aunque se responden en forma onomatopéyica, no pasan de ser como el balbuceo de un niño, si Dios verdaderamente les hablara las palabras que estarían oyendo serían solo eso, un lenguaje sin sentido, palabras que se lleva el viento, palabras de una lengua extranjera que uno desconoce (v. 11). Pero no pasa eso porque Dios no hable a los hombres, sino porque aquellos que deberían escuchar son culpables de negarse a escuchar (v. 12b). Por eso Dios ahora les habla un lenguaje que desconocen y no pueden entender. ¿Y qué puede esperar el que se niega a escuchar? Escuchar un lenguaje que no comprende. La amenaza es clara: tropezarán y caerán sin remedio (v. 13b). c) Contra los «señores de este pueblo de Jerusalén»: 28,14-22 Se suele anotar que esta sección tendría que ver con los «malos consejeros» o algo por el estilo. Pero, calificados de «burlones» desde el principio (la idea se repite luego), la expresión que de alguna manera los describe es la de «señores de este pueblo de Jerusalén» (v. 14). Para el profeta lo que los caracteriza sería la mentira y el engaño (v. 15), pues hasta han hecho de ambos su lugar de refugio, el escondite que los defienda. Se jactan de haber concluido un pacto, una alianza con la muerte y con el lugar de los muertos. Eso quiere decir que si algo terrible, como un azote o una plaga, llegara a amenazarlos, no podría hacer ningún daño a los que tienen, supuestamente, su fortaleza inexpugnable. El problema con que se tropieza al leer el texto es que uno no ve la continuidad entre los versículos que hemos comentado brevemente (vv. 14-15) y el pasaje que los sigue inmediatamente (vv. 1617a). Si uno prosigue la lectura del pasaje se diría más bien que 16-17a son una interrupción del desarrollo; lo que sigue en 17b-22 es la continuación de los versículos iniciales. Pero hay que explicar de

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qué tipo de continuidad se trata: si hay una respuesta, esa respuesta es el «no» de Dios a quienes pretendían haber hecho un pacto estable con la muerte. Lo que Dios da por hecho es que una granizada barrerá con el refugio de la mentira o que si buscan dónde esconderse, su escondite será inundado por una creciente de aguas (v. 17b). El pacto (alianza) con la muerte y el lugar de los muertos no tiene para él ninguna solidez; los que pretendían inmunizarse de todo daño serán aplastados y destruidos; podrá suceder a cualquier hora del día, pero siempre que pase les hará daño (vv. 18-19). No habrá cama en que se pueda descansar de esos males y no habrá cobertor capaz de esconderlos para que no los encuentre el mal que los acecha. Dios estará tan presente como salta a la vista el monte Perasín cerca de Gabaón. ¿Para qué se hace presente el Señor? Para hacer su «trabajo», para castigar a quienes quisieran, además de hacer el mal, poder huir del Dios que da a cada uno su merecido. ¿Qué respuesta podrá obtener esta palabra profética? ¿Qué se puede esperar de «burlones»? Por eso Dios por su profeta les pide que no se burlen, porque la cosa va en serio y la posible consecuencia podría ser contribuir a que se hagan más apretadas las ligaduras con que Dios los tiene atados. No hay lugar para burla porque lo anunciado es cosa decidida por el Señor. Y esa decisión tiene que ver con toda la «tierra», sin duda, en el contexto, con todo el país (el reino de Judá). Menos clara que el desarrollo anterior es la afirmación de 1617a. Por supuesto, hay allí una afirmación positiva importante, y eso vale tanto para la piedra angular como para la consecuencia que se deriva en 17a. ¿Qué o quién es esa piedra angular? Las afirmaciones de base, que es una piedra elegida y preciosa, que es una piedra angular o una piedra de fundamento, tienen una consecuencia: esa piedra no ha de fallar a quien se apoye en ella; al contrario, quien ponga en ella su fe es como si se apoyara en un sólido fundamento o tuviera un firme punto de apoyo para no caerse. Tales afirmaciones tendrían sentido si las referimos a la dinastía de David. Como en Is 7,4-9, habría entonces una relación estrecha entre la promesa que Dios, mediante Natán (2 Sm 7,11b-16), hizo a David tocante a su dinastía. Pero lo que se hace aquí, como en Is 7,4ss, es subrayar el hecho de que la promesa divina necesita ser aceptada mediante la fe: las promesas de Dios no se realizan automáticamente y sin la colaboración de los hombres. Por otra parte, esa «piedra de funda-

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ción» será la garantía de la justicia y la equidad; de algún modo ese cometido es lo que el Señor confía al rey de Jerusalén, descendiente de David (ver Is 1,26). El NT manifestará que hubo una «relectura» en función de Jesús. De él se dirá claramente que es la «piedra angular». Pero tal afirmación se hace principalmente recogiendo la cita de Sal 118,2223: a ese pasaje recurren los evangelios sinópticos y otros textos (Mt 21,4; Mc 12,10-11; Lc 20,27; ver Ef 2,20; 1 Pe 2,4-8). Pero, si esta es una lectura muy evidente de la Escritura, uno puede pensar que una lectura menos evidente es la que se hace de Pedro/piedra el fundamento de la Iglesia de Cristo (Mt 16,18). d) La sabiduría del Señor: 28,23-29 Este texto es como un ejemplo que permite captar cómo procede el Señor en la realización de sus planes. Dicho de otra manera, aunque fácilmente caería uno en la lectura que nos centra en el campesino y en su sabiduría práctica, que viene de Dios (son tajantes a este respecto los vv. 26 y 29), si no sabemos leer más allá de eso, la constatación práctica no nos llevaría a ninguna parte. Sí, el agricultor posee –aunque sea don de Dios– esa sabiduría que lo lleva a cultivar o a trillar la neguilla, el comino o la espelta, o cereales de mayor importancia como el trigo y la cebada, de modo que las cosas resulten bien y que le dejen el mayor provecho posible. Pues bien, si hablamos de la sabiduría de ese hombre en apariencia de poco saber, ¿qué no habrá que decir de Aquel de quien procede esa sabiduría práctica? De una cosa podemos estar seguros: no hay común medida entre la sabiduría del Señor de los ejércitos y el proyecto del humilde campesino que acierta a cultivar la tierra en propio beneficio o sabe trillar del modo debido sus cereales para aprovecharse de ellos.

2. CAPÍTULO 29 a) Ariel (29,1-12) A propósito de este oráculo, el primer problema consiste en saber de qué se trata: ¿habremos de quedarnos con la indicación genérica según la cual Ariel es «león de Dios» según la significación

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del nombre, o es necesario precisar que allí hay una referencia a la parte superior del altar, que en sus ángulos tenía un «cuerno» en cada ángulo? (ver Ez 43.15-16, aunque es un texto difícil). Para el lector que lee el texto y no sabe qué implicaciones tiene el nombre exótico de Ariel, la solución más fácil será identificar a Ariel con Jerusalén, pues el texto habla desde el principio de la «villa donde acampó David» (v. 1a), de la ciudad donde él estableció su capital. La crítica inicial, pues la hay, se refiere a los sacrificios. En forma precisa, no solo se trata de completar el ciclo (anual) de las fiestas, sino de añadir nuevas fiestas a las ya existentes, a lo que está relacionado con ellas, ofrendas, holocaustos y oblaciones (v. 1b). Es como si la norma fuera el dicho popular: «más vale que sobre y no que falte». Es, por tanto, el consabido tema de la abundancia de todo lo relacionado con el culto (ver Is 1,10-18). El pasaje de Isaías es una amenaza que recurre a varios motivos o tópicos descriptivos. Si hay un enemigo a la vista, si está frente a Jerusalén y ataca a la ciudad, no debemos buscar mucho para saber de quién se trata: el Señor mismo es el enemigo que ataca a Jerusalén (vv. 2-5a). Es verdad, sin embargo que la acción de Dios contra Jerusalén se describe como si fuera la de una nación extranjera que pone sitio a Jerusalén, que va preparando meticulosamente cada paso que se da para que el sitio sea efectivo y se logre que caiga la ciudad. Hasta podemos pensar que Dios actúa contra Jerusalén precisamente a través de las huestes de tal o cual soberano enemigo: de suyo no hay inconveniente para decir que el Señor ataca a la ciudad y añadir que este o aquel enemigo la tiene sitiada; la acción de Dios puede realizarse a través del instrumento de un pueblo enemigo. Pero también hay que notar cómo, por momentos, importa más visualizar en qué estado se encuentra la ciudad. El texto, en efecto, describe a la ciudad derribada por tierra; está en el suelo y como mordiendo el polvo, o pronunciando desde allí alguna palabra casi imperceptible; es como una persona que ha perdido todo su vigor: no puede levantarse y ni siquiera es capaz de hablar. Si tomamos en cuenta quiénes habitan la ciudad, no es exageración decir que los «soberbios» han venido a ser como polvo fino, que se han confundido con el polvo de las calles de la ciudad. Lo descrito «ocurrirá», y pronto, cuando Jerusalén sea visitada por el Señor (vv. 5b-6a). A partir de aquí, más que el ataque sistemático de un enemigo, se enumera toda clase de calamidades. Toda la serie de comparaciones (vv. 6-8) parece querer dar una idea de lo

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terrible que será la «visita» del Señor, pero lo hace precisamente como acumulando una cosa y otra y otra... Sí, hay de todo: trueno, estrépito y estruendo; turbión, ventolera y llama de fuego devoradora (v. 6); visión nocturna que espanta (v. 7a); situación extrema de hambre y sed como cuando el que tiene hambre se sueña comiendo o el que tiene sed se sueña bebiendo, pero uno y otro se despiertan con el estómago vacío o con la sed devoradora que tenían antes de dormitar (v. 8). Pero todo esto es solo como algo que acompaña, pues el telón de fondo sigue siendo la «turba de todas las gentes que guerrean contra Ariel, todas sus milicias y las máquinas de guerra que la oprimen» (v. 7; ver 8b). Otro paso es la invitación a quedar como idiotas o ciegos, como borrachos que se tambalean aunque no sea por el vino y el licor (v. 9). Pero esta invitación general puede entenderse como una descripción de los falsos profetas o de los videntes impostores. Obra del Señor es que haya espíritu de sopor, que no se tenga la capacidad de ver o que la cabeza de uno esté tapada para no percibir nada de lo que lo rodea. Esto, según lo que probablemente es una glosa en el texto del v. 10, pues sería una interpretación que explicita, se referiría a los profetas y videntes. Es perfectamente claro que toda palabra o revelación que venga efectivamente del Señor para ellos resulta ser un libro sellado, tan perfectamente cerrado que no se puede abrir. ¿Cómo va a ser posible leer un libro así? Pero no solo no se puede leer un libro sellado; hasta pudiera pensarse que la situación es todavía peor: es como entregar un libro para que lo lea a una persona que ni siquiera sabe leer (vv. 11-12).

b) Denuncia del formalismo religioso: 29,13-14 El presente oráculo es bastante corto, pero, a pesar de su brevedad, denuncia con fuerza el formalismo al afirmar que a Dios se le venera con la boca y con los labios, con palabras que no comprometen a nada. Las palabras pronunciadas no comprometen a nada si el corazón del que o de los que las pronuncian está lejos del Señor. Son personas a las que solo las mueven o guían los preceptos o intereses humanos. Pues bien, Dios hará portentos y maravillas contra quienes lo honran de esa manera: perderá y aniquilará la sabiduría de quienes se tienen a sí mismos por sabios, hará que desaparezca por completo el entendimiento de los entendidos.

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JESÚS Y EL FORMALISMO RELIGIOSO La comparación entre Jesús y los antiguos profetas, aquellos que habían sido portavoces de las exigencias de Dios, se impone con fuerza y casi espontáneamente cuando compara uno a tal o cual profeta, como Isaías, con Jesús. En el caso preciso del formalismo religioso la predicación de Isaías y la de Jesús parecen estar muy cerca una de otra. «Han anulado la palabra de Dios por su tradición», dice Jesús en su polémica contra los escribas y fariseos (Mt 15,6b). Su comentario respecto a lo que hacen unos y otros se prosigue mediante la denuncia de la hipocresía de sus comportamientos (v. 7) y la cita del pasaje de Isaías (vv. 8-9). Esa cita, a la que se debe añadir la de 1 Cor 1,19, aunque aquí Pablo une varios pasajes de Isaías, muestra la «actualidad» de Isaías, explica por qué el de Isaías es el libro profeta más citado en el NT.

c) Denuncia: 29,15-24 Introducida por un Ay, como también lo será la sección siguiente, la presente tiene por objeto a todos aquellos que se esconden para hacer sus obras, aunque no se trata de cualquiera que realice algo y de una obra cualquiera; el profeta habla de unas obras, pero son precisamente aquellas que se oponen a lo que quiere el Señor. Son obras que tienen consecuencias: está de por medio la realización de los planes del Señor; hacer otra cosa que lo que es su designio es como querer corregirle a Dios la plana. ¡Qué error más grande! Ahora resulta que la arcilla, el barro que trabaja el alfarero, pretende juzgar y hasta declarar inepto al que la modeló (vv. 15-16). Tal insensatez desaparecerá cuando él intervenga y él lo va a hacer para enderezar lo que anda torcido, lo que ha sido torcido por la maldad del hombre. El v. 17 sugiere que la intervención del Señor ocurrirá pronto, aunque parece hablar de otra cosa, al dar el ejemplo del Líbano que, con la lluvia, pronto se convertirá en vergel y hasta en selva. La intervención de Dios es favorable en lo que toca a los sordos y ciegos: los primeros escucharán, los segundos oirán. El oír y el escuchar no se refieren a cualquier cosa, sino a las palabras de un libro. El cambio también tiene que ver con los pobres, incluso con los más desmesuradamente pobres. ¿Qué ocurrirá con ellos?

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Que sus limitaciones, de cualquier tipo que sean, se cambiarán por una gran alegría (vv. 18-19). La razón para ello es que ya no habrá tiranos ni opresores, que desaparecerán todos los que se complacen en vivir en la maldad, más aún en hacer el mal a los demás (vv. 20-21). La fraseología utilizada, aunque no habla directamente de los jueces, tiene que ver con la administración de la justicia, ya que esos malvados procuran con todas sus fuerzas el mal a los demás al hacer declaraciones contra ellos cuando se administra justicia a las puertas de la ciudad. Incluso tienden ocultamente sus lazos mediante aquel que tiene el encargo de administrar la justicia a todos. Esa intervención del Señor corregirá a los malvados, en especial a los descarriados y murmuradores (v. 24). Pero la intervención de Dios significará ante todo la restauración de su pueblo. Al leer los vv. 22-23 uno constata el carácter panisraelita de las expresiones que hablan del Señor o de su pueblo: este es la «casa de Jacob» y el Señor se autonombra «Dios de la casa de Jacob», «Dios de Israel», «santo de Jacob». La respuesta del pueblo de Dios parece que será la esperada: Jacob ya no se avergonzará de su descendencia. Por ello, si algo harán los patriarcas (se nombra también a Abrahán) será «santificar» el nombre de su Dios. Sí, habrá un cambio radical; la nueva situación solo puede ser aquella que nace de la conversión.

3. CAPÍTULOS 30-31 a) La alianza con Egipto: 30,1-5/30,6-7/31,1-3 Los pasajes enumerados, aunque el tercero no sigue inmediatamente a los otros dos, tienen en común el hecho de denunciar las alianzas con extranjeros, concretamente con Egipto. Seamos concretos: quien entró de lleno en el juego de tales alianzas probablemente fue el rey Ezequías; en eso se distingue de Ajaz, su padre. La crítica, ciertamente negativa, que le hace el profeta Isaías parece indicar que estamos en los primeros años de su reinado (por los años de 716-710 a.C.) y no un poco después, en torno a la invasión de Senaquerib (en 701 a.C.), cuando el profeta apoya al rey de manera prácticamente incondicional.

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EGIPTO 1) En 30,1-5 el argumento del profeta comienza con la declaración en el sentido de que los planes de los hombres no son los de Dios. Si hay planes, como el de oponerse a los asirios apoyándose en los egipcios, de ellos dice el Señor en forma tajante: «no son los míos»; de igual modo las «libaciones de alianza» no son precisamente lo que él aprueba. Eso se dice aquí de la alianza con Egipto: todos los datos de los vv. 1-4 van en ese sentido. Solo el v. 5 es más general y no ofrece ningún dato preciso relativo a Egipto. El profeta expresa una posición que no admite discusión. Dios mismo declara que lo hecho está al margen de lo que él habría señalado, de lo que él habría expresado si le pidieran su parecer, si lo «consultaran»: lo hecho ocurre «sin consultar mi boca» (v. 2). Esto confirma lo ya expresado al inicio. La «fuerza del faraón» no podrá llevar a Judá a otro resultado que el de tener que avergonzarse. Es que si uno busca el amparo de una «sombra» que lo defienda del intenso calor, lo menos que espera uno es que resulte efectiva (v. 3). Si han tenido que recurrir a eso de llevar «presentes», y a un faraón de Egipto que no se contenta con cualquier presente, eso es echar los propios recursos en saco roto: se están haciendo tales presentes «a un pueblo que les será inútil», «a un pueblo que no sirve de ayuda» (v. 5). 2) También en 30,6-7 se trata de la alianza con Egipto y la declaración en el fondo parece idéntica, pues se trata de un pacto inútil, si es con «un pueblo que no se les será útil» en lo más mínimo (v. 6) o se declara que su apoyo es «huero y vano» (v. 7). Pero, a pesar de la brevedad del pasaje, hay dos elementos que se deben aclarar: a) Por un lado se describe con cierta amplitud en el v. 6 el trabajo enorme que representa el atravesar con burros y camellos el desierto inhóspito del Negueb, pues a la aridez del desierto se añaden las fieras salvajes (león y leona, áspid volador). Y eso ¿para qué? Para llevar como «regalo» al faraón algo que con mayor razón debería servir al pueblo que lo regala. b) Dios declara que él, por su cuenta, ha dado a Egipto el nombre de «Rahab, la cesante». Que Rahab sea un monstruo primordial vencido por el brazo poderoso del Señor es lo que nos dicen textos como Is 51,9. Pero ese «monstruo domado» pasa a ser el nombre o apodo de Egipto, por ejemplo en Sal 87,4 (la enumeración comprende a las grandes potencias, Babel y Rahab, junto con otros pueblos vecinos). Si Rahab, ese monstruo mitológico, tiene tal vez el prestigio de los dioses paganos, también le acompaña la nulidad de los ídolos. 3) En 31,1-3 la afirmación de base sería que confiar en Egipto vale tanto como confiar en caballos y carros, es confiar en los medios o recursos al alcance del hombre. Sí, a propósito de Egipto hay que saber

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ante todo que es un poder humano y no precisamente el poder de Dios; de modo semejante sus carros (arrastrados por caballos) y los caballos que montan sus guerreros son «carne», no «espíritu» (v. 3). Por lo que se refiere a aquellos de quienes se habla (tal vez Isaías utiliza el plural indeterminado para no parecer poco respetuoso, de lo que se le podría acusar si hablara del rey), si no se dignan siquiera dirigir una mirada al Santo de Israel, de ellos se puede afirmar que en el pecado llevarán la penitencia, porque Dios hará venir el mal sobre los que practican la iniquidad (v. 2). Él es más sabio de lo que uno suele suponer; es su sabiduría la que le dicta el «remedio» que merecen nuestros males.

b) Previendo el futuro: 30,8-17 El inicio de esta página de Isaías es una orden de Dios, llamado como tantas veces «Santo» de Israel, a Isaías. Le ordena poner por escrito en una tablilla o en un rollo (libro) algo que se debe conservar para servir a futuras generaciones; será testimonio en contra del pueblo (v. 8). Si esa es la descripción de la orden recibida por el profeta, nuestra primera reacción sería la de preguntarnos a qué se refiere ese «testimonio». Todo parece indicar que tiene que ver con la incorregibilidad del pueblo. En efecto, su terquedad y testarudez son tales que, una vez que toma la decisión de no hacer caso de la voz del Señor, no escucha la «instrucción» del Señor (¿habrá que pensar específicamente en el rechazo de la «ley» escrita?) ni quiere saber nada de «videntes» y «visionarios». A estos trata de apartarlos de la tarea que el Señor les confía. Todo lo que se espera es que esos, los que tienen confiada por Dios la misión de «ver», no vean aquello que el Señor les hace ver, no tengan «visiones verdaderas» (vv. 9-10). Solo quieren que les comuniquen cosas que suenen bien, o que los ilusionen; descartan todo lo que implique exigencias, esforzarse en la práctica del bien. No quieren saber lo que el Santo de Israel tenga a bien comunicarles para hacerles saber su voluntad y para exigirles que ponga su esfuerzo en tratar de cumplirla (v. 11). Si la falta de su pueblo está en no querer escucharlo a él, su Señor, y si, paralelamente, hay el agravante de confiar en lo que se puede calificar de torcido y perverso, las consecuencias para el pueblo serán desastrosas: Dios los amenaza con la destrucción y la ruina. Las imágenes son expresivas: donde había una ciudad amurallada solo quedará una brecha ruinosa; de un cántaro para recoger y

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traer agua solo quedará una tejoleta, un «tepalcate» que casi no sirve para nada (vv. 12-14). Por supuesto que habría otro camino; para que no quede a la interpretación de cada uno adivinar cuál pudiera ser, se enuncia claramente: es el de la conversión. Volver al Señor conduciría a la liberación y a la restauración (v. 15). Pero, si tal resultado sería esperanzador, los miembros del pueblo de Dios en aquel momento parecen no querer saber nada al respecto. Por ello, por no interesarse en la voluntad del Señor o por rechazarla, solo les quedará el tener que huir para que no los alcance el tremendo castigo que Dios les prepara. Ese castigo vendrá; si algo se puede decir de él anticipadamente es que será espantoso y terrible (vv. 16-17). c) La compasión del Señor: 30,18-26 Eso no quiere decir, no obstante, que para Dios todo se reduzca a castigar a como dé lugar. A él lo mueve más la compasión, lo que él quisiera es poder manifestar el poder de su gracia; él tiene piedad y sabe responder a quien lo invoca (vv. 18-19). Si él quiere el bien de su pueblo y, a pesar de ello, lo castiga por sus faltas, el pueblo debe entender que su castigo es una invitación a seguir los caminos del Señor. Lo que les está diciendo es muy simple: «Este es el camino; vayan por él» (v. 21), síganlo, caminen por mis caminos. En el momento en que viven les está dando comida escasa y agua racionada, pero eso va a cambiar (v. 20). Porque los datos son muy concretos, uno se pregunta a qué se refiere el pasaje profético. Si pensamos que estas palabras surgen en el momento de la invasión de Senaquerib (701 a.C.), probablemente estemos en lo justo. Pero la aceptación del Señor, de sus caminos, tiene sus exigencias, aunque aquí (v. 22) solo se expresa una, el rechazo de los ídolos y de todo lo que tenga que ver con ellos. Más que en esa condición, el pasaje insiste en los bienes que el Señor concederá a su pueblo. Los bienes otorgados son aquellos que produce la tierra y que el hombre necesita para vivir. Esos bienes son los que produce la tierra bien regada por la lluvia oportuna. La consecuencia es clara: el pan será «pingüe y sustancioso» (v. 23). También es un don concomitante que los ganados tengan pastos abundantes y sustanciosos, así ellos también darán al hombre cuanto necesita (v. 24). Por si fuera poco, habrá en montes y colinas

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fuentes que darán agua abundante para el hombre o para sus ganados (v. 25). Aquí lo que uno no comprende tal vez muy bien es por qué eso tiene que estar relacionado con la «gran matanza». Pero, si se habla también de la caída de las fortalezas, eso puede sugerir la derrota de quienes dominan al pueblo de Dios. En el v. 26, en la conclusión, tenemos sobre todo una imagen de restauración. La abundancia de la luz del sol y de la luna, en efecto, está relacionada con la restauración, con el hecho de vendar la herida del pueblo, con el de curar la contusión del golpe recibido. Si se habla de la luz en términos cuantitativos, «será la luz de la luna como la del sol meridiano, y la luz del sol meridiano será siete veces mayor», ello no significa multiplicar por siete el «calentamiento global». De lo que se trata es de sugerir la alegría y el bienestar de la nueva situación. A veces el calor del sol como es actualmente (en la situación de «calentamiento global») ya nos parece pesado, ¿qué sería si se multiplicara siete veces? Pero se habla de la luz del sol en cuanto realidad positiva, no como algo terrible y que pudiera llegar a provocarnos un bochorno insoportable. d) Contra Asiria: 30,27-33; 31,4-9 Ambos oráculos, no muy extensos, tienen en común el hecho de estar dirigidos contra Asiria. Estos dos, como otros (por ejemplo 31,4-9), no se juntaron en la serie de oráculos contra las naciones. Si es evidente que se entrevé lo pesado de la carga de los asirios, de su dominación, aquí (en 30,27-33) lo importante es la acción del Señor a favor de su pueblo. Si Dios interviene, lo que se describe con abundancia de rasgos es su furor (vv. 27-28, 30...). Nada se le puede oponer y el resultado es previsible: al término de su intervención, todos los que se oponen a sus planes serán pasto del fuego en el Tófet (v. 33). Pero, no lo olvidemos, eso tiene que ver con el desastre total de Asiria: «por la voz del Señor será hecha añicos Asiria» (v. 31). Si alguna otra cosa cabe señalar es la reacción que habrá entonces por parte de su pueblo. El v. 29 es muy expresivo y casi se pasa de comentario. Habrá una alegría tal como cuando se celebra de noche una gran fiesta (¿será por casualidad la de la Pascua?). Y si no a eso, se parece a una subida a la casa del Señor, al templo de Jerusalén, acompañada de música de flauta. Hasta se acompaña lo que el

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Señor les hace a los asirios con panderos y arpas (v. 32), igual que se hace con una canción o con un salmo cantado al Señor. El fin de los asirios será la alegría del pueblo de Dios. El otro oráculo contra Asiria, el de 31,4-9, celebra a Dios que baja a la colina de Sión para guerrear contra los asirios. También aquí es indudable que su acción se encamina a procurar el bien a Jerusalén. Si es una acción destinada a hacer que caiga Asiria (v. 8), esa intervención resulta ser la liberación del pueblo de Dios. Son, por lo demás, perfectamente claros los designios de Dios y varios verbos indican el significado de su acción para su pueblo: «protegerá y librará, perdonará y salvará» (v. 5). Si es claro lo que el Señor hará a Asiria y lo que su acción significa para Israel, también se pone en evidencia otro aspecto, el de la importancia de la actitud mediante la cual el pueblo de Dios corresponderá a lo que su Señor le exige. ¿Qué le pide? La conversión (vv. 6-7). Y la conclusión subraya la convicción del profeta: el Señor puede hacer y de hecho hará aquello que promete; no quedará en deuda con relación a sus promesas.

4. CAPÍTULO 32 a) El rey y la justicia: 32,1-5.6-8 Estos versículos están centrados en el anuncio de un rey venidero. Que pertenezca a la dinastía davídica es la suposición lógica, pero no la afirmación directa del texto. Ese rey realizará el ideal en cuanto administrará como se debe la justicia. Y no es él aisladamente quien gobierna y hace justicia a todos sus súbditos: sabrá rodearse de unos «jefes» que también harán todo conforme al derecho (v. 1). Con tal administración de la justicia y del derecho se puede esperar que el reino vaya por el mejor de los caminos y que a cada ciudadano le vaya muy bien. Respecto a esto el texto procede por vía de comparación. Cada uno estará a resguardo de todo lo que el temporal puede traerle de malo o de imprevisto (v. 2). A profetas y videntes se les dejará realizar su labor, pero eso implica también que quienes deben escuchar las palabras que ellos pronuncien sabrán escucharlas debidamente (v. 3).

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Sobre tales bases, además, andarán por buen camino quienes siguen caminos a los que algo se les puede objetar: quienes andan como «alocados» podrán esforzarse por aprender y, sin duda, ser sabios; hasta los tartamudos podrán hablar como conviene (v. 4). Entonces no se darán títulos completamente equivocados o vacíos: no podrá pasar el necio por noble, el desaprensivo o descuidado no será tenido por magnífico. Si se dan esos títulos, será a quien realmente los merece (v. 5). El breve oráculo que sigue (32,6-8) parece como la exposición de la frase conclusiva del anterior (v. 5), aunque resulta un poco inesperado que tengamos en realidad tres términos, porque, si se describe cuál es el comportamiento por así decirlo connatural del necio y del desaprensivo, ese modo de actuar de uno y otro se contrasta con el del noble. Este es realmente como el modelo a seguir, porque es el hombre que medita nobles cosas y se mantiene firme en ellas. No habrá persona o circunstancia alguna que lo haga desviarse de su camino, que consiga hacerle perder el buen rumbo. b) Las mujeres de Jerusalén: 32,9-14 Ya en 3,16-17 + 24 el profeta había denunciado en forma especial la altivez y el modo de atraer la atención de las mujeres de Jerusalén. Aunque lo primero es una llamada de atención, de ellas aquí inicialmente se afirma su indolencia y su carácter confiado (vv. 9 y 11). En efecto, si algo las caracteriza es el hecho de confiar en sí mismas. Pues bien, algo tiene que suceder, más aún, sucederá muy pronto (en apenas un año y días). Eso que va a suceder, si de las indolentes se trata, tiene que ser algo nefasto, pues las pone a temblar. Lo nefasto, lo terrible, es una disminución drástica de aquello de que se dispone para vivir. Es posible que la frase «la vendimia habrá terminado para no volver más» (v. 10) sugiera algo más de lo que se enuncia en forma directa. Todo lo que se añade, ya se hable de lo que tendrán que hacer las mujeres de Jerusalén o de la descripción mediante imágenes de la situación por la que atraviesan Judá y Jerusalén va en el mismo sentido de una situación terrible. En efecto, son concomitantes la invitación a las mujeres de Jerusalén a vestirse de sayal, a desnudarse, anudar algo a la propia cintura o a darse golpes de pecho y, además, la exhortación a decir adiós a los campos atrayentes (a los productos de que se vive) y a las viñas fructíferas (vv. 11-12).

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El mal que vendrá, la situación terrible que privará de todo lo bueno de la vida, si seguimos leyendo el pasaje, es un cambio para mal: zarzas y espinos ocupan lo que habían sido viñedos, plantaciones o sembradíos. También desaparecen las casas de campo en que uno la pasaba bien; lo que era como un alcázar fortificado ha quedado reducido a ruinas. La misma Jerusalén, la que se podía describir como «ciudad fuerte», incluso en los lugares fortificados por excelencia, como el Ofel y el Torreón, ha quedado devastada y destruida y solo sirve como pastizal de ganados o delicia de los burros. Ellos sí que encuentran allí, y en abundancia, cuanto les sirve de alimento. Después de hacer la lectura del texto y de entender lo que se dice, surge una pregunta: ¿qué pasa para que ocurra tal cambio? Si hay ruinas, uno tendrá que pensar que algún terrible enemigo pasó por allí sembrando la destrucción, pero no se dice nada concreto al respecto. Otra forma de ver las cosas sería el pensar que ese cambio terrible es un castigo del Señor por la infidelidad de su pueblo. Hasta pueden estar relacionadas ambas cosas: Dios castiga al pueblo a través de la destrucción de algún enemigo, por ejemplo los asirios. No obstante, estas explicaciones suponen ir más allá de lo que el texto dice expresamente. c) El espíritu del Señor: 32,15-20 Jl 3,1-3, un texto posterior al exilio babilónico, es lo más cercano a este texto que podemos señalar como paralelo en el AT y eso es un indicio importante: probablemente este pasaje sería tardío y no se podría atribuir a Isaías. Esa duda sobre la paternidad isaiana no logra desvanecerla Is 11,2. También ese pasaje sobre el «Espíritu del Señor» y los dones que ofrece al «ungido» davídico o al Mesías venidero se considera hoy como probablemente tardío por la mayor parte de los comentaristas. Lo cierto es que el oráculo habla del «tiempo del fin», de un tiempo de restauración que debemos situar en un futuro indeterminado. Para describir ese tiempo venidero se emplean imágenes vegetales o, si se quiere, mediante lo que se dice sobre la transformación de la estepa en vergel, o del vergel en selva, se sugiere una realidad humana, si lo importante es ese «descender» del «espíritu», ya que es un descender «sobre nosotros» (v. 15). Por otra parte, las

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cualidades de que se habla confirman que la transformación de que se habla es aquella que tiene su asiento en el corazón del hombre: lo que transformará la estepa y hasta el vergel serán, en efecto, cualidades como la equidad y la justicia; y el fruto que darán esas cualidades serán la paz y la seguridad perpetua (vv. 16-17). Sí, el «paisaje» de que se habla tiene que ser interior: se habla de lo que ocurre en el mismo hombre, en su interior, aunque con imágenes que se toman de la naturaleza. Para no quedarnos con la duda, que eso tenga que ver con «mi pueblo» (es claro que el Señor es quien habla), que sea la promesa que Dios hace a su pueblo, el v. 18 es exactamente una promesa de Dios a su pueblo. Es una promesa de «paz», de todo bienestar posible; por supuesto, también es vivir en seguridad. También se enuncian, aunque de manera breve, las implicaciones que eso tiene. En todo caso, el v. 20 habla de la abundancia de los productos de la tierra. Será tal que hasta podrá dejar sueltos al buey o al burro: cuanto coman no será en perjuicio de los humanos. En una palabra, el «espíritu» de Dios produce una cosecha deseable y muy buena, pero no se trata de la que el hombre recoge de sus campos o viñedos, de la que le ofrece la naturaleza y le permite vivir, sino de aquella con que el hombre puede presentarse ante su Hacedor, aquella por la que –nos lo dirá más claramente el NT– el hombre recibirá un premio de vida eterna. Lo que uno no acaba de relacionar con el desarrollo sobre el «espíritu» y las consecuencias que su don tiene para la vida del hombre es la declaración perentoria del v. 19. Hasta parece haber oposición con lo anterior, especialmente en eso de que «la selva será abatida». ¿No será que la abundancia estaría en eso de que un vergel se convirtiera en verdadera selva? Tal vez la afirmación se añadió porque «selva» puede dar la idea de algo contrario al hombre: lo anunciado por el Señor y favorable al hombre no hay que buscarlo en la «selva» impenetrable y peligrosa donde habita el hombre, donde se encuentra a gusto. VII. LOS RELATOS SOBRE ISAÍAS (IS 36-39) (VER 2 RE 18,13-20,19) Los relatos del apéndice a la primera parte del libro de Isaías (3639) también se encuentran en 2 Re 18,13-20,19, pero el texto es

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algo más amplio en el libro de Isaías, por lo que podría calificarse como edición «revisada y ampliada». La adición más significativa es el cántico de Ezequías (38,9-20). No podemos entrar aquí en detalles relacionados con los problemas literarios que plantea la comparación de los textos o con la interpretación histórica de los acontecimientos; solo ofrecemos un mínimo sobre el trasfondo de la situación histórica para que se comprenda el texto. 1) Los capítulos 36-37 están relacionados con la invasión de Senaquerib en 701, por lo que es bueno comenzar por situarnos en las perspectivas de la historia de la época; lo hacemos basándonos en dos páginas de un pequeño atlas bíblico (L. Grollenberg, Panorama del mundo bíblico, Guadarrama, Madrid 1966, pp. 109s), pero hago algunas correcciones y aditamentos que se imponen.

BAJO EL PODER DE ASIRIA Durante aproximadamente los dos siglos que siguen a la división en dos reinos, Israel y Judá, a la muerte de Salomón (hacia 930-721 a.C.), ambos reinos forman parte del grupo de estados situados entre el Éufrates y el torrente de Egipto. Esos reinos con frecuencia están en guerra unos con otros. Al este de Judá e Israel se encuentran Edom, Moab y Ammón, que habían sido posesiones de David, pero independientes desde la división de los reinos; al norte estaba Damasco, que también estuvo bajo el cetro de David, y más arriba Hamat. Al oeste en la parte sur de la costa se encontraban las ciudades filisteas; en la misma costa, pero más al norte, la ciudad de Tiro dominaba la costa desde el Carmelo hacia el norte; algo más al norte estaba Sidón. No conocemos todos los episodios de las disputas entre estos reinos o ciudades-estado. Las informaciones más explícitas de la Biblia se refieren a las guerras entre Israel y Damasco. Esas guerras sirven de telón de fondo a los relatos sobre Elías y Eliseo. El primero reaccionó contra los cultos paganos que se instalaban en Samaría. Tirsa, la antigua capital que Omri, había abandonado en el año sexto de su reinado, se situaba en un valle que era el comienzo de un excelente camino hacia Transjordania. Durante el reinado de Omri los territorios de Transjordania se perdieron, reconquistados por Mesa, rey de Moab, que no deja de contar el acontecimiento en su famosa estela. El rey cuenta allí sus conquistas sobre Israel al norte del Arnón. Para tener mayor fuerza contra Damasco, Omrí escoge una nueva capital, bien comunicada con la rica Tiro, y casa a su hijo Ajab con Jezabel, una princesa de esa ciudad. La penetración del paganismo será profunda

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porque Jezabel propaga el culto a sus dioses, en especial a Baal. Eso suscita la reacción yahvista de Elías. Ajab prosiguió la lucha contra Damasco, que se preocupaba sobre todo de los intereses comerciales y de la posesión de la Transjordania del norte, Galaad y su ciudad fuerte, Ramot. Según sabemos por fuentes asirias, la hostilidad se apaciguó por un momento, hacia 853. Desde tiempo atrás era conocido en Israel el espíritu de conquista de los asirios, tan debilitados en los dos siglos anteriores; hacia mediados del siglo IX soplaba de nuevo con fuerza. Se había oído hablar también de los brutales métodos de Asurbanipal (883-859) en su conquista de los pequeños reinos arameos de Mesopotamia. Su hijo, Salmanasar III (858-824), también en nombre del dios Asur, a quien se atribuía el deseo de dominar el mundo entero, había extendido con nuevas conquistas el dominio bien organizado por su padre. Había penetrado también en la rica Cilicia. En 853 dirigió sus ejércitos hacia el sur. Junto a Qarqar, a orillas del Orontes, se enfrentó con una coalición de doce reyes, cuyos nombres y fuerzas menciona: Ajab aparece fraternalmente asociado con Hadadeser de Damasco. Pero pronto recomienzan la guerra, ellos y sus sucesores, sobre todo cuando la amenaza asiria parece disiparse. Jehú, del que sabemos tantas cosas por los relatos sobre el profeta Eliseo que le apoyaba, debió pagar tributo a Salmanasar en 841: hecho que el rey asirio inmortalizó en su obelisco negro, de dos metros de alto, hoy en el Museo Británico (Londres). Allí se muestra al rey de Israel, con su gorro en punta, postrado a los pies del asirio; este se dispone a hacer una libación; sus dioses están representados por un sol alado y una estrella, símbolos respectivos de Asur e Ishtar. Damasco sufre la misma suerte. Pero poco después, cuando la presión asiria cede, Damasco se lanza con mayor fuerza contra Israel, debilitado por la ruptura de las relaciones con Tiro a causa de la predicación de los profetas. A esta desigualdad de fuerzas pone fin Adadnirari III (809-782) asestando otro duro golpe contra Damasco. Pero después de él Asiria entra en un período de turbulencias internas; Israel y Judá se rehacen; los reinados contemporáneos de Jeroboam II (783-743) en Israel y de Ozías-Azarías (781-740) en Judá son de gran esplendor. En tiempo de estos dos reyes se cree asistir al resurgimiento del gran imperio de David y Salomón. Judá e Israel recuperan los territorios que habían perdido y ambos reinos se extienden de nuevo desde Hamat hasta Eilat. Si el intento de unión no llega a realizarse, al menos parece prometer un porvenir más pacífico. Pero antes de que estos reyes fuesen a dormir con sus padres, el coloso del norte, Asiria, que había estado aletargado, se levanta. En 745 Teglat-piléser sube al trono: sería el príncipe más grande de la historia asiria. Entre sus obras figura una nueva sistematización del principio

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de la deportación: la población de un lugar conquistado, reino, ciudad o lo que fuera, en la medida en que sobrevivía, se deportaba a otro rincón del imperio; se le sustituía por colonos traídos de otra parte. Esta medida se destinaba a quebrantar el nacionalismo de los pueblos sometidos y a preparar un reino universal en que todos se sintiesen como en casa, donde por doquier se reconociera como soberano a un representante de este pequeño pueblo orgulloso, el asirio. En 738 este rey emprende una serie de campañas contra el oeste. En 732-731 aplica su política de deportación al reino de Damasco. Esto ocurre después de la campaña relacionada con la «guerra siroefraimita»; como vimos, Isaías la refleja en buena parte del «libro del Emmanuel» (Is 7,1ss). Su sucesor, Salmanasar V, inicia el asedio de Samaría, conquistada en 722/721 por Sargón II; como antes las regiones de Galilea y Transjordania, la ciudad y toda la región conocieron también el método: el reino de Israel desaparece definitivamente de la historia. Poco después, en 701, ante el ataque de Senaquerib (705-681) Jerusalén escapa en el último instante a la destrucción. La existencia de Judá es todavía tolerada como reino tributario: ¿por cuánto tiempo? Otras aclaraciones o precisiones pudieran añadirse. Lo señalado es una invitación a percibir cómo los pequeños reinos de Siria-Palestina, Israel y Judá en particular, o sobre todo el primero en relación con el reino arameo de Damasco, parecen dedicarse al juego del gato y el ratón, al menos mientras no se presenta el monstruo terrible (en el caso de los asirios) que pone a temblar a uno y otro.

Con Is 36-37 estamos en el momento de la invasión de Judá por Asiria en 701. Que Senaquerib, antes de atacar a la capital, procediese sistemáticamente a ocupar todas las ciudades fortificadas de Judá (36,1), es cosa que sabemos por sus propios Anales. Esperando que la lección de esa conquista sistemática fuera comprendida por Ezequías, manda como embajador desde Laquis a su copero mayor. (Entre paréntesis, la ocupación de Laquis no fue tan fácil; lo sabemos por las rampas que tiene que construir para apoderarse de la ciudad y por las Cartas de Laquis, misivas que, escritas por los sitiados, nunca lograron salir de la ciudad.) El mensaje a transmitir al rey de Judá puede resumirse en una exigencia precisa: «Ríndete o atente a las consecuencias» (Is 36,2-20). Pero la consigna de Ezequías había sido: «No le respondan». Luego, aquellos que habían salido para escuchar lo que pedía el enviado de Senaquerib, van ante el rey y le presentan el reporte de lo que oyeron (36,21-22).

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Ezequías rasga sus vestidos, se cubre de saco y va a orar al templo. Envía unos emisarios para consultar al profeta Isaías sobre el asunto. La respuesta del profeta es que Senaquerib deberá ocuparse de un asunto de su propio país, por lo que tendrá que regresar rápidamente allá (37,1-7). El copero mayor, por su parte, tiene que ir a Libná para encontrar a Senaquerib. Efectivamente, ha llegado la noticia de que Tirhacá, rey de Cus, ha salido para hacerle la guerra (37,8-9a). Senaquerib no ceja: envía otros mensajeros, ahora con un mensaje escrito. Ezequías lo recibe, va al templo del Señor y allí abre el rollo con el mensaje. La súplica que el rey hace al Señor se resume en un «Sálvanos de su mano», aunque reconoce ser verdad que los reyes de Asiria «han exterminado a todas las naciones» (37,9b-20). Si la vez anterior Isaías había sido consultado, ahora toma la iniciativa. El oráculo que hace saber a Ezequías, aunque es bastante amplio y recoje inicialmente las pretensiones del rey asirio (37,22-29), le anuncia escuetamente: «voy a devolverte por el camino por el que has venido» (v. 29). A Ezequías le ofrece una señal: Judá no tiene que temer de los asirios, pues Dios proveerá lo que se necesita para vivir (vv. 30-31). Van de par, por consiguiente, el anuncio del castigo de los asirios y el de la liberación de Jerusalén (vv. 33-35). El relato no ha dicho claramente que Senaquerib hubiera llegado junto a Jerusalén y le hubiera puesto sitio, pero ambas cosas quedan como supuesto obligado cuando se nos habla del castigo divino: la misma noche de la segunda embajada habría venido el Ángel del Señor al campamento asirio para herir nada menos que a ciento ochenta y cinco mil hombres. A Senaquerib no le quedaba otra cosa que partir hacia su país (vv. 36-38). ¿Ocurrieron así las cosas? Y, me dirán, ¿por qué esa pregunta? Porque, si no tenemos una seguridad absoluta de su veracidad, si debemos reconocer que los Anales de Senaquerib señalarían que las cosas ocurrieron de una manera muy diferente: Senaquerib levantó el sitio de Jerusalén y se retiró porque Ezequías «compró» esa retirada. La prueba es que regresaba con el enorme tributo que Ezequías le había pagado: la friolera de treinta talentos de oro y ochocientos talentos de plata. 2) El relato de la enfermedad y curación del rey Ezequías (38,18.21-22: estos dos versículos habrían sido desplazados al introducirse el cántico, vv. 9-20; primitivamente su lugar habría sido después

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del v. 6) no parece estar directamente relacionado con la invasión de Senaquerib. La pregunta obligada es entonces la de saber si el acontecimiento es anterior o posterior; lo segundo es posible. Lo cierto es que, si el rey enferma, Isaías le hace saber que esa enfermedad lo llevará al sepulcro. Pero el rey ora con gran confianza al Señor. Como consecuencia de su oración, es Isaías quien hace saber al rey, de parte de Dios, que sanará y podrá vivir otros quince años; un signo preciso, el del reloj de sol, le da la seguridad de que así sucederán las cosas. Entonces el rey pronuncia su cántico (38,9-20), del que ya sabemos que es una adición a lo que ofrecía 2 Re 20,1-11. El cántico no es todavía la acción de gracias de quien ha sido curado; es apenas la petición que hace alguien, como en los salmos de lamentación (o petición) individual; hasta se puede señalar que hay cierta similitud con el salmo 116. Se comienza describiendo una situación desesperada –al menos para quien/quienes todavía no creía/creían en la resurrección– como era la de encontrarse a las puertas del Seol, del lugar de los muertos, sabiendo que en el Seol ya nadie alaba al Señor o puede ser eschuchado por él. Pero el cántico no termina en rebeldía o desesperación: la descripción de la terrible situación culmina en una petición, sentida y confiada; el grito de confianza, ese «Sálvame» dirigido al Señor, se acompaña de la promesa de celebrar esa intervención salvadora de Dios presentándose en su templo para aclamar al Señor con cánticos, como ocurre generalmente en las lamentaciones. 3) La última sección de los relatos sobre Isaías (39,1-8) no es un texto fácil, a pesar de su brevedad. Antes, no obstante, de indicar por qué hay un problema histórico y hasta literario, señalemos brevemente la articulación del texto. Se relata que en algún momento del reinado de Ezequías, el rey Merodac Baladán de Babilonia le habría enviado al rey una embajada. El rey habría cometido la indiscreción de mostrar a los legados babilonios todo lo que guardaba en sus tesoros. Isaías sabe que han venido esos embajadores y le pregunta al rey por el objeto de tal visita. Ezequías le cuenta todo en detalle. Entonces la reacción de Isaías consiste en anunciar al rey que todas esas riquezas que han visto los legados de Babilonia terminarán precisamente en Babilonia. Y eso no es todo, lo peor será que los propios hijos o descendientes del rey terminarán como eunucos del rey de Babilonia. Ezequías se alegra porque eso no le tocará a él, porque lo anunciado no ocurrirá en su tiem-

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po. No le pesa, al parecer, que eso ocurra algún día después de su reinado, que sean sus descendientes los que sufrirán las consecuencias. La pregunta obligada es la de saber si tal relato no es precisamente un vaticinio después del suceso (un vaticinium ex eventu). Que eso lo relataran primero los deuteronomistas durante el exilio en Babilonia o después (2 Re 20,12-19) y solo más tarde se recogiera en el libro de Isaías invitaría a ver así las cosas. Cierto que el gran profeta de Judá en el siglo VIII estuviera implicado en este anuncio, tiene su importancia: Dios señala de antemano, por medio de sus profetas, hacia dónde se dirige nuestra historia; muchas veces habrá un desenlace fatal, no porque Dios lo quiera, sino porque los hombres no queremos obedecer al Señor, a pesar de que nos hace oír sus advertencias, saber su voluntad. Él habla por sus profetas y nos invita a seguir el camino de su voluntad, pero ¿quién le hace caso?

VIII. LOS «APOCALIPSIS» DEL LIBRO DE ISAÍAS: IS 24-27; 33-35 Los capítulos apocalípticos de la primera parte de Isaías, el «gran apocalipsis de Isaías» (Is 24-27) y el «pequeño apocalipsis de Isaías» con algún pasaje de tipo litúrgico (Is 33-35), serían los textos de importancia más recientes de todo el libro de Isaías. Es posible que, como a Zac 9-14 (o parte del «Déutero-Zacarías», sobre todo los caps. 13-14), haya que situarlos en la época helenística (en el s. III a.C.).

1. «GRAN APOCALIPSIS»: IS 24-27 Is 24-27, el «gran apocalipsis» del libro de Isaías, es una sucesión de pasajes de carácter apocalíptico. O, si se intenta una descripción de los textos que sea más precisa, habría que decir que unos pasajes con sabor y rasgos apocalípticos, visionarios, se acompañan de otros que son oraciones, súplicas o algo por el estilo. a) Is 24,1-6 Este pasaje se puede entender como la ejecución de un juicio. Lo que hace el Señor, por terrible que parezca, parece llegarles a todos

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por igual. Pero surge la primera pregunta: ¿quiénes son esos «todos»? Si se habla expresamente de «la tierra y sus habitantes» y si la acusación consiste en haber roto la «alianza eterna», tenemos que concluir, al menos por ahora, que se trata del pueblo de Dios, que la «tierra» es la prometida a Abrahán y a su descendencia. El castigo es terrible. Si nos preguntamos a propósito del momento, el v. 3 permite precisar que se trata de un acontecimiento futuro. Pero es de notar que no se respetan del todo los planos expresivos en la descripción, pues hasta se usa el perfecto hebreo, lo mismo para los habitantes que para señalar qué sucede con la «tierra», con el país (vv. 4-5). Las acciones expresadas por los verbos (como «hace estragos» o «trastorna») pudieran entenderse de manera general. No hay duda posible respecto a una cosa, su incidencia en relación con los habitantes: la tierra queda despoblada, sus habitantes son dispersados (v. 1). Si algo se precisan las cosas es cuando se da a entender que lo que sucederá afecta a todos los habitantes del país: lo que va a ocurrir abarca desde el sacerdote hasta cualquier otro miembro del pueblo, desde la señora hasta su criada, desde el que compra hasta el que vende algo, etc. Abarca a todos sin excepción (v. 2). En un segundo momento, que se puede considerar como el resultado de la intervención catastrófica anteriormente descrita, se habla del país como si fuera una planta: ¿qué le pasa? Queda mustia o se marchita (v. 4). Hasta se puede decir que el cataclismo adquiere proporciones cósmicas. En efecto, tiene consecuencias para el orbe entero y hasta para el mismo cielo; si se «marchitan» es que sigue en mente la misma imagen. Pero no es una catástrofe que Dios manda sin que se vea la razón. Decíamos que al principio aparece la idea de un «juicio»; por ello podríamos concluir que el cataclismo es el castigo de quien resultó culpable ante el Señor. Pero la expresión no procede en forma perfectamente trabada: no queda bien claro que una cosa sucede a causa de otra. Pero al fin no hay duda posible: la «profanación» de la tierra es el castigo de Dios porque los habitantes del país no obedecieron las leyes, infringieron los mandamientos y preceptos, y así violaron la «alianza eterna», estable y permanente, que los unía con su Dios (v. 5). Al final es clara la transición de causa a efecto: la maldición es consecuencia de la culpa; a ella se debe que los habitantes del país hayan disminuido en forma drástica, significativa (v. 6).

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b) Is 24,7-16a La villa o ciudad (vv. 10, 12), de cuya tristeza o desolación se habla, no parece una descripción tópica o genérica de lo que ocurre con cualquier otro lugar del país. Aunque no se nos ofrece ningún detalle concreto o específico, todo parece indicar que se habla de Jerusalén. El cambio es para mal, si los regocijos de las gentes se han trocado en suspiros y hasta en lamentaciones. Ha cesado todo lo que es símbolo de regocijo, a comenzar por el vino y la música (vv. 8-9). Con esa descripción inicial resulta extraño que pronto y casi insensiblemente pasemos a un cuadro muy distinto donde todo son hurras y alegría, donde las aclamaciones al Señor se escuchan por doquier. ¿Estaremos ya en la restauración posterior al castigo? Probablemente no. Lo que sucede es que los pueblos aclaman al Señor por su acción, por mostrar mediante lo que ha hecho con su pueblo que él es el Justo por excelencia (v. 16a). Quienes lo aclaman son muchos y de la más diferente procedencia; no tenemos que adivinarlo, pues se afirma expresamente. El «ellos» del v. 14 se precisa a continuación (vv. 14-15) mediante expresiones como «desde el mar», «Oriente» e «islas del mar». Y no quedamos en duda por lo que al objeto de la celebración se refiere: el que realiza lo que debe y luego es calificado como el «Justo» es precisamente Yahvé, Dios de Israel (v. 15). En una palabra, los pueblos celebran a quien manifiesta su justicia al castigar a su pueblo elegido. c) Is 24,16b-23 Volvemos a la descripción de lo que hace el Señor y esta sección se puede considerar como la continuación del inicio del capítulo. Pero es verdad que hay expresiones que parecen dar al «juicio» divino, a su intervención, una dimensión más universal. Ni siquiera se limita esa intervención divina al mundo de los hombres, aunque Dios interviene en contra de «todos los reyes de la tierra» (v. 21), pues se constata que él castiga incluso al «ejército de lo alto». Por otra parte, si tomamos en cuenta que los vv. 17-18a aparecen también en Jr 48,43-44, con solo hacer una lectura reposada de ambos pasajes constatamos una diferencia sensible: los elementos descriptivos del pasaje de Jeremías adquieren un alcance totalmente general con la simple eliminación de las referencias concretas a Moab. El alcance cambia si «morador de Moab» se convierte en «morador

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de la tierra» (v. 17). En el pasaje de Jeremías, además, hay una segunda referencia a Moab (Jr 48,44), pero en este caso el texto del libro de Isaías ya no sigue al de Jeremías. Dejemos este problema. El inicio del pasaje muestra continuidad con el v. 5: es claro que lo que Dios hace es castigar la maldad del hombre. El profeta se lamenta: por ser uno de los hombres le toca sufrir las consecuencias de la intervención de Dios contra los malvados. No es fácil escapar a cuanto el Señor planea y realiza. Se podría decir que intentar dejar atrás esa situación de peligro es como «salir de Guatemala para entrar a Guatepeor» (vv. 18-19). Y lo que pasa no es algo que uno puede evitar fácilmente: la tierra se tambalea y hasta parece estallar, como si fuera objeto de una explosión enorme o de un temblor gigante (vv. 20-21). Pero el resultado que es de esperar sería que los malvados queden prisioneros en el «pozo», en la cárcel. Entonces la luna y el sol, testigos de lo que pasa, contemplarán la terrible afrenta, lo que estará pasando si el Señor «reina» de esa manera: teniendo que destruir mediante su intervención contra el monte Sión y contra Jerusalén para así manifestar su justicia. Su «vergüenza» y su «afrenta» no tienen que ver, por supuesto, con algo que ellos hayan hecho, sino con la manifestación de los pecados de la que estaba llamada a ser la «ciudad santa» (o también del «pueblo santo»). Dios manifestará su «gloria» a la vista de todos, comenzando por los «ancianos» de la ciudad, pero la naturaleza es testigo de esa intervención.

d) Is 25,1-5 Es un primer pasaje hímnico, pero tal vez sería mejor hablar en este caso de algo que nos recuerda el tono de la acción de gracias. ¿Quién glorifica al Señor? Al inicio (v. 1) hay expresiones en primera persona del singular, pero no se identifica claramente ese «yo». Luego se pasa insensiblemente a una descripción en tercera persona. Si hay un motivo para la alabanza-acción de gracias, la motivación que se ofrece va de lo más general, que se expresa en «porque has hecho maravillas», a una descripción más precisa: Dios ha convertido la ciudad habitada en un majano, el lugar habitado en ruinas abandonadas que no se volverán a habitar (v. 2). De eso deriva el hecho de que un pueblo poderoso, pero formado precisamente por «gentes despóticas», glorificará al Señor (v. 3).

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Esa glorificación es la razón (en el v. 4 tenemos el necesario «porque», la introducción de la explicación) y así el pasaje resulta claro: Dios, sin duda con lo que ha hecho, ha sido protección para el pobre y el débil; él se ha convertido en su resguardo contra el temporal o el calor del sol. Pero el calor del sol y la fría lluvia de invierno representan también el «estrépito» de los poderosos. Dios interviene en contra de los que parecen acaparar el poder a los ojos de los hombres. Pero su intervención dará como resultado que «el himno de los déspotas se debilitará». e) Is 25,6-12 La intervención del Señor tiene también un efecto muy positivo, no ya solo a favor de su propio pueblo, sino de todas las demás naciones. Que haya una restauración y que se describa como un banquete es como declarar que el pasaje del libro de Isaías es el antecedente de la parábola sinóptica del banquete (Mt 22,1-10; Lc 14,15-24). Si algo hay que decir aquí al respecto es que el pasaje de Mateo tiene tonos netamente alegóricos: no es un banquete cualquiera, sino el de la celebración de las bodas de un rey (Mt 22,2). Allí hay una diferencia significativa respecto a Lucas, donde parece tratarse solo del banquete que ofrece cualquier hombre de recursos. Volviendo al texto de Is 25,6-12, el pasaje no nos deja con la duda: de lo que se habla es de un banquete del «Señor de los ejércitos». El lugar es Jerusalén y, más precisamente, el monte del templo. Tampoco queda en duda para quiénes ofrece Dios su banquete: él lo destina a todos los pueblos. De querer ir más allá de lo inmediato, si no todo es perfectamente claro, de una cosa no debe quedar la menor duda: como en todo banquete que merezca tal nombre en el que ofrece Dios a los pueblos debe haber manjares exquisitos y vinos excelentes (v. 6). Pero no todo consistirá en comer bien y alegrarse con el vino. Los enunciados del v. 7 parecen un adiós al particularismo del pueblo de la antigua alianza. La cereza del pastel está precisamente en quitar a todos los pueblos el velo que tapaba su vista y les impedía ver al Dios verdadero. Que haya aquí fuertes puntos de contacto con Is 2,2-4 y Miq 4,1-4 es cosa evidente. Pero también interviene como algo importante la restauración de Israel: al castigo recibido sucede el enjugar las lágrimas. Ya no

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dominará la crueldad de la muerte, se escriba o no con mayúscula. Es verdad que eso no quiere decir todavía que aquí se exprese claramente la victoria sobre la muerte que es la resurrección y la vida eterna (v. 8). De una cosa no puede haber duda: esa intervención de Dios y ese banquete suyo son la «victoria» de Dios. Por eso tenemos resonancias de un canto de victoria. Lo que él hace es traer la salvación a su pueblo. No es de extrañar que la más grande de las alegrías acompañe ese momento. En cuanto restauración de su pueblo, la intervención de Dios es también castigo para aquel de sus vecinos, Moab, que es, al menos en su entorno inmediato, el enemigo por antonomasia (vv. 10-12). Una frase lo dice todo: el Señor «abajará su altivez». Todas las altas fortificaciones, como las de las montañas de Moab, caerán por tierra. f) Is 26,1-6 Si la expresión «en aquel día» de suyo mira hacia el futuro, aquí parece indicar una relación cn los versículos precedentes (25,1012). En efecto, a la acción de Dios en contra de Moab aluden aquí los vv. 5-6. El cantar que se entona para el Señor celebra a Jerusalén como «ciudad fuerte»; es la ciudad en cuya defensa se han elevado sólidas murallas y fuertes antemuros. ¿Qué indican esas expresiones?

MURALLAS Y BALUARTES El doble nombre podría aludir al sistema defensivo de la Antigüedad que, para dar a una muralla mayor solidez, acompaña el muro exterior, ya de suyo bastante espeso, de otro menos imponente al interior y situado como a unos tres metros de distancia. Este se subdivide en rectángulos de varios metros de largo que se rellenan de escombro bien apisonado. El resultado es que «muro» y «antemuro» ofrecen una muralla de 5 o 6 metros de espesor. Si un muro así no es fácil de perforar, como nada es perfecto en este mundo, los atacantes recurrirán a las rampas elevadas que se construyen desde el exterior, como la de los asirios para apoderarse de Laquis o la de los romanos para hacer lo propio con Massada. Esas rampas proyectan a los atacantes con sus armas destructoras por encima de las murallas. Estas al final no sirvieron de nada.

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Si la ciudad está bien protegida, las puertas se abren para que sus habitantes puedan entrar y salir y también para que vengan a visitar al Señor en su templo cuantos creen y confían en él. Esta expresión puede prestarse a reservas en cuanto no se habla del culto en forma precisa, inequívoca. Lo que realmente se subraya es la actitud del pueblo frente al Señor; es un pueblo de cualidades positivas reconocidas; está formado por gente justa, es fiel y de ánimo firme, es amante de la paz. Pero esas cualidades no son algo de lo que el pueblo de Dios se podría enorgullecer; preguntémonos simplemente: ¿existirían sin el don de Dios? Debe haber una correspondencia entre lo que supuestamente es ese pueblo y la exhortación a confiar en él, a apoyarse en él. ¿Por qué? Porque él es la «Roca» firme y eternamente estable. Con esto es observable, por consiguiente, la transición de la alabanza a la exhortación. En efecto, a la afirmación sobre el pueblo, al «en ti confió», sigue la invitación que señala la necesidad de realizar en la propia vida lo que implica ese «confíen en el Señor» (vv. 3b-4a). Por otro lado, el contraste de fuerzas o poderes es evidente: Dios derroca la «villa inaccesible», la que estaba provista de una fuerza estratégica humanamente inatacable, y ahora resulta que los pobres y los débiles, los que de suyo no tienen ninguna fuerza (o no se les reconoce), pueden pisotear a la que yace en el polvo o ha sido reducida a polvo. g) Is 26,7-19 Calificar como «salmo» este pasaje, aunque señala algo que podemos considerar como una oración que el hombre dirige a Dios, todavía no nos dice el «tono» o carácter del pasaje. En efecto, la palabra que el hombre eleva a su Dios puede, según la tradición bíblica, ser principalmente un canto de alabanza, una súplica confiada o una acción de gracias llena de reconocimiento por los beneficios recibidos de Dios. LOS SALMOS: SUS GÉNEROS PRINCIPALES El triple enunciado anterior respecto al «tono», a la orientación y características posibles de los salmos nos diría que, al menos teóricamente, los «géneros literarios» fundamentales de los salmos son: 1) Himno o salmo de alabanza: el hombre reconoce los títulos del Señor, lo que es Dios en sí mismo o lo que el hombre dice que representa para él.

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2) Lamentación, súplica o salmo de petición: el hombre pide a Dios su ayuda; el que ora confiesa encontrarse en un peligro del que Dios es el único que puede salvarlo. De ser escuchado por Dios, usualmente promete presentarse ante el Señor para reconocer el beneficio recibido. 3) Acción de gracias o sentido reconocimiento por haber experimentado en la propia vida una intervención de Dios: es él quien ha salvado a quien se encontraba en un peligro moral, extremo. Hay una estrecha relación entre súplica y acción de gracias. Quien pide a Dios que lo salve hace la promesa de presentarse en su templo para darle gracias o para ofrecerle un sacrificio de acción de gracias. La acción de gracias, a su vez, alude a las circunstancias por las que pasó el orante. Por otra parte, una doble orientación es aparente en salmos de petición y de acción de gracias, la individual y la colectiva. Naturalmente, a esos tres principales se añaden otros «géneros» menores, sean autónomos o derivados. Pensemos simplemente, por señalar algunos, en los salmos de confianza, en los salmos que celebran al Señor como rey o en los salmos reales (los que celebran al rey terreno).

En este pasaje, si por momentos la expresión es cercana a la de un himno de alabanza, en otros la expresión nos haría pensar más bien en una súplica a favor del pueblo. Y una pregunta obligada sería la de saber quién le habla a Dios. Si algún plural, como el «te esperamos» (v. 8; ver 12-13 y 16-18), parece característico de un salmo de petición colectiva, fácil es constatar que pronto se pasa al singular (v. 9). Más importante que comentar paso a paso lo expresado aquí será que uno, con los datos iniciales expuestos, se toma el tiempo de releer y de gustar el texto en cuanto pueda. No olvidemos hacerlo reconociendo lo ya dicho: que hay una mezcla de elementos de alabanza y de petición. Además, por qué no decirlo, por momentos el tono es reflexivo y eso acerca nuestro pasaje a textos de tipo sapiencial, sobre todo al pensamiento de los sabios en sus reflexiones en torno al bien y el mal. h) Is 26,20-21; 27,1 Es una invitación a esconderse dirigida al pueblo de Dios: «pueblo mío». La razón está en el «paso» del Señor. ¿Por qué tenerle miedo al Señor? Porque él castiga a los infieles. Sí, el Señor castiga a quienes sean culpables, es importante alejarse de su ira vengadora.

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Pero el pasaje presenta una dificultad, al menos en cuanto una cosa sería que Dios la emprenda «contra todos los habitantes de la tierra» (26,21) y otra muy distinta que el objeto de la intervención del Señor sea Leviatán, la serpiente huidiza o tortuosa (27,1). Además, eso de «dragón» ¿califica a Leviatán o es un segundo enemigo del Señor? La formulación del texto no permite decidirlo. En una palabra, la brevedad y los varios tópicos expresados hacen de este un texto difícil. i) Is 27,2-5 Este texto es un eco de la «canción de la viña» (Is 5,1-7). La comprensión del pasaje exige que prestemos atención al desarrollo mismo, que veamos quién interviene y en qué sentido lo hace. Nos situamos en un futuro indeterminado («en aquel día»). El inicio celebra a una viña (v. 2); si ella merece que se le cante, la canción apenas contiene el calificativo de «deliciosa». Pronto interviene el Señor (v. 3), quien le hace personalmente de guardián. Y el objeto de su «guarda cuidadosa», que es continua, porque abarca el día y la noche, se orienta a que «no se la castigue». Uno se pregunta a qué se refiere la posibilidad de tal castigo o quién, fuera del Señor, podría castigarla. Más problemático resulta todavía que la viña hable y lo haga para afirmar que no tiene un muro protector y hasta que se ha convertido en espinos y abrojos (v. 4a). ¿Cómo puede pasar eso si el Señor la guarda día y noche? Si no se ve la lógica o cómo siguen los enunciados del v. 4 a los del anterior, una cosa es cierta: la falta de muro de protección y el quedar convertida en lugar donde crecen espinos era lo anunciado como castigo por no dar fruto en Is 5,4-5. El Señor es el último que interviene (vv. 4b-5). Lo que dice ahora pone en claro que la «infidelidad» de su pueblo, el «pecado» de la viña, tiene que ver en lo sucedido. A causa de ese pecado Dios no puede hacer otra cosa que pisotear y quemar. A no ser que haya un cambio por parte de su pueblo, pero tiene que ser radical, el Señor será como un enemigo. Por eso la condición que el Señor pone es que los miembros de su pueblo se acojan a él, que busquen la paz en sus relaciones con él. Eso supone la reconciliación y un cambio de conducta.

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j) Is 27,6-11 Aquí todo comienza (v. 6) por un anuncio de restauración del pueblo de Dios. Se habla, en efecto, con toda precisión de JacobIsrael y de él se dice que echará raíces. Si ese es el comienzo, parece muy normal que la imagen se prosiga al decir que va a producir flores y frutos o se hable de productos que llenarán la tierra. Si eso suena a restauración futura («en los días que vienen»), las preguntas del v. 7 se refieren a un castigo que aparentemente es ya cosa del pasado, pues ha habido tiempo para que resultara herido quien hería al pueblo de Dios. Por lo que a las afirmaciones siguientes (vv. 8-11) se refiere, uno se pregunta si se refieren al castigo de ese enemigo, aunque esto no resulta tan claro y alguna afirmación hasta pudiera entenderse mejor si se refiere al pueblo de Dios. Como cuando todo hace suponer que se trata de la esposa infiel a la que el Señor castiga (v. 8) y se añade a continuación (v. 9) que con tal castigo quedaría expiada la culpa de Jacob. Como se ve, es difícil tomar el conjunto del pasaje como un anuncio del castigo que recibe o recibirá el opresor. k) Is 27,13-14 Que la conclusión del «gran apocalipsis» de Isaías hable de restauración parece indudable: el Señor mismo se encarga de «varear», como si se tratara de hacer caer con una vara las aceitunas de un olivo. Y esa acción que abarca desde el Éufrates hasta el Nilo tiene por resultado juntar a todos los israelitas. Una segunda imagen se añade a continuación, la de tocar un cuerno. Uno piensa espontáneamente en las dos trompetas de plata maciza que se tocaban para reunir a los israelitas junto a la tienda de la reunión (Nm 10,1-8), aunque también se les atribuye un uso militar (vv. 9-10). Claro que la trompeta (o el cuerno) se puede tocar por otros motivos, por ejemplo para anunciar el «día del Señor» (Jl 2,1). De convocar al pueblo de Dios parece tratarse en Is 27,13. Los miembros del pueblo de Dios, así estén tan lejos como en Asiria o en Egipto, así se encuentren como «perdidos», tan dispersos por los confines de uno u otro país que el reunirlos parezca casi imposible, escucharán ese «cuerno» y el resultado será que lograrán

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congregarse. ¿Para qué? Para ir a adorar al Señor en su templo de Jerusalén. Aunque el camino seguido por estos capítulos no nos parezca una línea continua, tres parecen ser las afirmaciones importantes del «gran apocalipsis» del libro de Isaías: 1) Dios castiga a su pueblo, naturalmente a causa de sus pecados, y ese castigo hasta reviste proporciones cósmicas en cuanto se extiende a la naturaleza. 2) Pero el castigo no es su última palabra: Dios tendrá compasión, cambiará la suerte de su pueblo e intervendrá para hacer que todos sus miembros vuelvan a su tierra. 3) El Señor exige como condición que todos, además de reconocer su poder, estén dispuestos a cambiar su modo de vida y a vivir según las exigencias de su voluntad.

2. «PEQUEÑO APOCALIPSIS»: IS 33-35 Si propiamente el «pequeño apocalipsis» del libro de Isaías está en los capítulos 34-35, en el capítulo 33 tendríamos dos composiciones o pasajes de carácter litúrgico. a) Is 33,1-16 El primer pasaje comienza con un «Ay» en contra de un saqueador o enemigo. Por lo que ha hecho previamente, lo que se le desea es que alguien le pague conforme a lo que él mismo ha hecho (v. 1). La petición colectiva siguiente consiste en que Dios tenga piedad de quienes esperan en él; se desea que él sea como un brazo protector, que él salve en el momento de la angustia (v. 2). Uno puede concluir que quien se encuentra en la «apretura» o angustia es el pueblo de Dios, pero no se afirma con toda claridad. Frente a ese comienzo lo más evidente es el rápido cambio de tono: pasamos de la lamentación colectiva al himno de alabanza. Cuando Dios se levanta las naciones se dispersan (v. 3; ver Nm 10,33; Sal 68,2). Y si el Señor vence a sus enemigos, estamos en una situación en que se puede recoger el botín (v. 4). Ese tono se prosigue cuando se pide que Dios sea exaltado y que, como consecuen-

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cia de ello, se experimente en Sión-Jerusalén el resultado benéfico. Este habrá de consistir en la equidad y la justicia. Si tal fuera la riqueza, aquello a que se da valor consistiría en que hubiera sabiduría, ciencia y temor de Dios (vv. 5-6). Estos enunciados, por consiguiente, recalcan las exigencias morales de la relación del hombre con Dios. Pero volvemos rápidamente a lo que sufre Ariel-Jerusalén (v. 7; ver 29,1). Que haya llantos y lamentaciones, que la ciudad sufra de abandono (vv. 7-8a) es el resultado de la infidelidad. La acusación va al fondo al decir que han violado la alianza con el Señor (v. 8b). Nada tiene de extraño entonces que, si él interviene y castiga, la naturaleza –y los hombres con ella– sufra, así sean aquellas regiones más afamadas por bien dotadas, como el Líbano y el Sarón, Basán y el Carmelo (v. 9). El Señor se levanta –lo afirma él mismo (v. 10)– pero no para bien. Eso de concebir forraje o de parir pasto se nos antoja una comparación poco natural, pero no puede haber duda respecto a una cosa: eso implica castigo; ¿qué espera al pasto o al forraje como no sea el ser devorado? Y si no es por el ganado que se lo come, será al menos por el fuego que lo aniquila (vv. 11-12). De allí deriva, como es lógico, una llamada de atención para aquellos cuyos caminos andan torcidos. Bien lo declaran las preguntas con que termina el v. 14. Y la dimensión moral antes subrayada tiene aquí la última palabra: eso de «andar en justicia» o de «hablar con rectitud» (v. 15aa) se concreta en cuatro «vías» o cuatro maneras de portarse (resto del versículo). Reciben una promesa de bienestar aquellos que viven según esos caminos del Señor. Y esta promesa Dios la realizará incluso a quienes se encuentren en situaciones particularmente difíciles. En efecto, parece realizar lo que sucediera con Elías en el momento de carestía que él mismo había anunciado de parte del Señor (v. 16; ver 1 Re 17,2-7). b) Is 33,17-24 Si globalmente el pasaje describe la vuelta de los desterrados, las afirmaciones sobre Dios en el v. 22, aunque parecen como un paréntesis, dan razón de los demás enunciados. La expresión da la impresión de que se le habla a cada uno individualmente para que tome a pecho y hasta se embriague contem-

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plando y gozando de antemano aquello que le espera. Plásticamente se comienza como poniendo algo ante los ojos («tus ojos contemplarán... verán...») y se prosigue subrayando cómo lo contemplado llevará a una agradable reacción interior («tu corazón musitará»). Pero ese maravillarse y emocionarse (vv. 17-18a) es precisamente la reacción que surge ante el hecho de constatar que se trata de aquel que hacía sentir todo el peso de su dominio (vv. 18b-19). Si no hay enemigo a la vista, la otra invitación a contemplar tiene por objeto a Jerusalén, «ciudad de nuestras solemnidades». Más precisamente la mirada se posa en ella en cuanto lugar de la presencia visible del Señor en medio de su pueblo. Pero, si se celebra el «lugar de la presencia», uno pudiera decir que hay como una bifurcación: la presencia del Señor en su templo es vital y decisiva, pero uno puede pensar que la del «ungido del Señor», descendiente de David, no queda excluida. Si aquello de «contemplar al rey en su belleza» (v. 17) ciertamente se refiere al Señor, el hablar de unas «clavijas que no serán removidas» (v. 20) parece que nos hace remontar al oráculo sobre Eliaquín (22,20-25). Por lo demás, asistimos a un giro radical respecto a lo que se anunciaba en el v. 25. Pero entiéndase a qué me refiero: allá se hablaba de una clavija; mientras Dios así lo dispusiera, debía estar bien fija. También aquí hay una relación entre las «clavijas» y la «llave de David» (v. 22). Yahvé morará en Sión-Jerusalén y eso tendrá consecuencias: «será magnífico para con nosotros» (v. 21). Uno se pregunta por el alcance de la expresión, quisiera saber a qué se refiere. Lo que se nos ofrece es una comparación: «como un lugar de ríos y amplios canales por donde no ande ninguna embarcación de remos...». Y la imagen se prosigue (v. 23a), pero sigue surgiendo la pregunta: ¿a qué se refiere? Pero, incluso sin entender bien las imágenes, una cosa segura es que se trata de la restauración del pueblo de Dios. Esa restauración traerá el bienestar: para todos alcanzará el botín (v. 23a). Nadie podrá quejarse de enfermedades, si hasta la peor de ellas, la del pecado, habrá desaparecido gracias al perdón de Dios (v. 24). c) Is 34,1-17 ¿Lo que se describe es el juicio de todas las naciones o el de Edom en particular? Hacemos esta pregunta porque a veces en las versiones, como en la Biblia de Jerusalén, se da a entender que lo descrito

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es el «juicio contra Edom». Ahora bien, si se menciona expresamente (vv. 5-6) a este vecino de Israel (Idumea en la época del NT), el inicio habla en términos muy generales: la ira del Señor se manifiesta «contra todas las naciones» (v. 2). Esa perspectiva general parece predominar a lo largo del pasaje. Como quiera que sea, el texto comienza invitando a pueblos y naciones e incluso a la tierra y al orbe enteros a ponerse a escuchar (v. 1). ¿Qué habrán de escuchar? Que el Señor tiene pleito en contra de las naciones y de sus ejércitos (v. 2a). Si él ha pronunciado su anatema para entregarlos a la matanza (v. 2b), no es de extrañar que, a continuación, se pondere la cantidad de muertos y heridos o que ante tanta sangre derramada el mismo ejército de los cielos tenga que maravillarse o llenarse de estupor. Por otra parte, lo que Dios hace tiene sus repercusiones en la vegetación, evocada a través de la viña y la higuera (vv. 3-4). En los vv. 5-6 esa matanza se concreta al caso de Edom: contra este pueblo interviene el anatema del Señor; lo ejecuta mediante la propia espada. Si alguna reacción cabe notar es la de esa espada, que se declara borracha de sangre, aunque no es la única imagen, pues también se la contempla embotada o bien engrasada en el sebo de las bestias sacrificadas. Por supuesto, aquí los «animales» del sacrificio son precisamente los habitantes de Edom. Estamos en un caso un poco particular: el Señor se autoofrece el sacrificio de que habla el pasaje. Todo lo que ocurre (el v. 7 todavía habla de búfalos y toros, por lo que se continúa la idea del sacrificio) ha de ser visto como desquite de Dios, que actúa como defensor de Sión (v. 8). Destrucción total es la que siembra el Señor. Y hay que añadir que lo destruido quedará como destrucción y ruinas; cuanto el Señor realiza se compara al «sacrificio perpetuo», si es un humo que sube continuamente, sin interrupción. Dios se autoofrece un sacrifico perpetuo (v. 8). Los vv. 10-15 describen con amplitud lo que va a ocurrir con el territorio contra el que Dios intervino. ¿Será Edom y solo él? Pero en el v. 11 y al afirmarse que tiende la plomada sobre el caos y el vacío parece que volvemos a un momento anterior y hasta nos situaríamos exactamente cuando Dios está por intervenir para separar y dar orden al mundo habitable. En ello hay parentesco con Gn 1: en el relato sacerdotal de la creación es Dios quien crea: allí donde había caos y confusión o aguas sobreabundantes, él separa, ordena y da nombre. Pero aquí la intervención de Dios es de signo contrario: todo se vuel-

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ve inhóspito para el hombre, aunque no precisamente para todos los animales. Pero es de notar que ciertos datos, si no son francamente mitológicos, se acercan mucho a eso, pues se habla de sátiros y hasta de Lilit, un demonio-hembra a quien le gusta vivir entre ruinas. Los vv. 16-17 parecen referirse a la restauración del pueblo de Dios. De ella se puede decir que será total en cuanto los incluirá a todos: «no faltará ninguno de ellos» (v. 16). ¿Cómo estar seguros a propósito de esto? Porque todo se hará en conformidad con el registro fidedigno de un «libro de Yahvé» (ver, entre otros, Ex 32,3233; Dn 7,10; 12,1). Si todos están presentes y no falta absolutamente nadie, el Señor se encargará de repartirles de nuevo la tierra; lo hará en persona y no necesitará de Josué, que fue quien la repartió a la entrada de los israelitas en la tierra prometida (Jos 13-19). d) Is 35,1-10 El pasaje conclusivo es una celebración y hasta casi un himno de alabanza. En continuidad con los versículos precedentes se habla del territorio ocupado por el pueblo de Dios como si fuera algo vivo y capaz de expresar su regocijo. Lo hace cambiándose a sí mismo, pasando de desierto y sequedal a tierra fértil que florece y produce; se le ha dado la gloria del Líbano y el esplendor del Carmelo y del Sarón (v. 2; comparar con 33,9). Eso será la manifestación de la gloria del Señor. A eso sigue la invitación a fortalecer a los débiles y a animar a los abatidos (vv. 3-4). ¿Cómo reanimar y dar fuerzas? Con la seguridad de la presencia activa del Señor; si él se manifiesta es para que su salvación y su recompensa, incluso su venganza para cuantos se vieron oprimidos, lleguen a todo su pueblo. Las consecuencias de su intervención no pueden ser más halagüeñas: la transformación de todos será completa (vv. 5-6a). Es lo que dicen cuatro imágenes sucesivas; todas ellas implican un cambio radical: la carencia será sustituida por la vuelta a la situación normal o «sana». En efecto, • el ciego verá; • el sordo oirá; • el cojo saltará como un ciervo; • el mudo lanzará gritos de júbilo.

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En una palabra, cuantos estén en una situación de carencia y hasta de mal aparentemente irremediable volverán a la situación «normal», se encontrarán en el mejor de los mundos posibles. La descripción que sigue, si asistimos a una transformación del desierto como lugar por donde habrá de pasar el pueblo rescatado, parece describir la vuelta de los exilados a Babilonia e inspirarse en Is 40-55 (sin olvidar el trasfondo de la marcha por el desierto en Éxodo y Números). Pero en cierto modo se «cosifica» la descripción: como que no importa tanto que el pueblo pueda atravesar el desierto; parece que lo importante es el cambio que hace del desierto un vergel. Pero también importa el hecho de que el erial pueda ser atravesado. Incluso se habla de un camino, verdadera «vía sacra» por donde será posible pasar. Pero no cualquiera podrá seguir ese camino, porque un letrero dice: «Paso prohibido a los impuros», a los pecadores. Por eso solo los rescatados, los redimidos por el Señor, podrán seguir ese camino. ¿Qué meta o término tendrá esa «vía sacra»? Hasta la pregunta es necia, dirá alguien: por allí irá uno a Sión-Jerusalén; es el camino por el que los rescatados del Señor, los miembros de su pueblo, regresarán allá. Y, conforme van llegando, las actitudes que expresan mediante sus voces y con toda su persona son las que cabría esperar de quienes han sido liberados: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar. La boca se nos llenaba de risa, la lengua de cantares» (Sal 126,1-2). Las aclamaciones y la alegría son lo previsible. Que esa alegría sea memorable, incluso «eterna», y que ese sea el adiós a las penas y a los sufrimientos del destierro es lo que cabría esperar (comparar con 25,8).

CONCLUSIÓN Leer los capítulos 1-39 de Isaías es fascinante por la gran variedad de situaciones del antiguo pueblo de Dios a las que responden los oráculos de Isaías y de su escuela. Comenzando por la denuncia de los pecados de los habitantes de Judá y de Jerusalén, su infidelidad al Señor, su injusticia y su soberbia, ni el gran Isaías ni quienes lo siguieron y contribuyeron al contenido de estos capítulos se limitan solo a denunciar los pecados o anunciarles el castigo que me-

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recen. Incluso cuando no estamos frente a verdaderos anuncios de restauración hay una vertiente positiva, la de señalar cuáles son las exigencias que Dios señala a su pueblo. Isaías y su escuela, además, dan importancia a las instituciones del pueblo de Dios, principalmente a la monarquía davídica y al «Ungido» de Yahvé. Es especialmente la importancia del mesianismo lo que explica por qué Isaías es el libro profético más citado en el NT.

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La lectura de la sección central del libro de Isaías (40-55) nos lleva sin grandes esfuerzos a la conclusión de que es un conjunto con características propias. No es que esos capítulos sean precisamente un todo bien estructurado que se pudiera reducir sin dificultad a un esquema. Lo que llama la atención es el tono grandioso, casi épico, del anuncio de la próxima liberación de los cautivos en Babilonia: liberados por el Señor y bajo su guía podrán regresar a Jerusalén. Uno tiene la impresión de que hay allí unos cuantos motivos o temas que suenan y resuenan. El anuncio de la próxima liberación es la «buena nueva» que consuela y alegra a quienes han sufrido la deportación inmisericorde de los babilonios, la tristeza del destierro, y viven añorando el templo de Jerusalén. Dios actúa y salva, pero se sirve de los hombres. El profeta anónimo tiene la misión de proclamar la buena nueva. El exilio fue un castigo, pero está por terminar. Un soberano extranjero, Ciro de Persia, liberará a los exilados de Judá; se le declara «Ungido» del Señor, como si fuera uno de los descendientes de David. Por otra parte, al leer los textos surge la pregunta: ¿quién es el misterioso «siervo del Señor»? La respuesta no es fácil: ¿será el ánonimo «profeta de la consolación»? ¿Será Jeremías? ¿Será Ciro de Persia? El cuarto y último de los cantos (Is 52,13-53,12) es particularmente importante; parece una anticipación de la obra de Jesús, que se entrega por los hombres «obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,8).

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I. INTRODUCCIÓN No sabemos gran cosa del «profeta de la consolación» de Israel. Ese título, por cierto, corresponde a las palabras iniciales: «Consuelen, consuelen a mi pueblo»; es el Déutero-Isaías de la exégesis crítica moderna. Como parte del libro de Isaías queda en el anonimato, sin embargo estos textos se pueden atribuir a un profeta de entre los exiliados, pues a ellos se dirige anunciándoles el retorno a Jerusalén, además de que meciona al liberador que será Ciro de Persia. Esta explicación parece mejor que la tradicional, la que ve estos oráculos como una serie de vaticinios o anuncios anticipados hechos por Isaías con casi dos siglos de anticipación. Aquellos a quienes se consuela son los que habían sido deportados por los babilonios después de la conquista de Judá; la doble captura de Jerusalén, hacia 598/597 y 587/586 a.C., había sido el punto culminante. Sí, la deportación es ya una historia compleja, porque hubo dos asedios de Jerusalén, ambos seguidos de deportaciones. No todo terminó cuando Jerusalén cayó por segunda ocasión y fue completamente arrasada; una tercera deportación tiene lugar como consecuencia del levantamiento contra el gobernador Godolías (ver 2 Re 25,1-26; Jr 52). El número de los deportados no parece tan considerable, pero la represión de los babilonios fue tremenda y muchos otros tuvieron que huir en las más variadas direcciones. Así aquellos que asesinaron a Godolías huyeron a Egipto llevándose al profeta Jeremías, que se había quedado con Godolías (Jr 40,7-43,7). Si no fueron tantos los deportados (o los que huyeron), las consecuencias para el país sí fueron considerables porque los deportados eran la «crema y nata» de la población. Quedó principalmente la «gente del país», la gente sencilla, en particular los campesinos. Esto tendrá sus consecuencias: la historia posterior estará profundamente marcada por este hecho. Los que quedaron en el país, los campesinos ignorantes, serán despreciados por los que regresen del exilio. Y es que estos se tendrán a sí mismos por aquellos que «han cumplido con su milicia»; son los que, habiendo recibido por sus pecados un «castigo doble» (Is 40,2), no son, a sus ojos, precisamente aquellos que fueron castigados por sus muchos pecados. Los «rescatados» por el poder salvador del Señor miran desde arriba a la pobre «gente del país», a los ignorantes que la forman.

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El «profeta de la consolación» es la «voz que clama» o proclama (Is 40,3.6), es el mensajero (v. 9) que anuncia a los deportados su pronta liberación. Todo parece indicar que se situaría hacia la última década del exilio, por los años 550-539 a.C. Cuando él predica ya se puede señalar como realizador de los designios de Dios a Ciro de Persia; él es, declara el profeta, el liberador escogido por Dios, el que ejecutará puntualmente todos sus designios (Is 44,28; 45,1). Viéndolo bien, resulta una gran osadía teológica que ese rey extranjero hasta reciba el título de «ungido» (Is 45,1). El anuncio de la salvación-restauración de Judá y Jerusalén es el punto más importante; a quienes podrán volver del exilio se les describe el camino de vuelta. Ese anuncio toma por momentos el aspecto de una descripción épica, pero sobre todo «hímnica» (en términos bíblicos); con frecuencia todo ello va de par con una fuerte polémica contra los ídolos. Sin embargo, la temática que ocupa el centro o que desarrolla la mayor parte de esos 16 capítulos, difícilmente se puede reducir a un esquema lineal o perfectamente definido; más bien parecería que el tema principal y sus subtemas son, por emplear una imagen musical, una larga serie de variaciones. Si el tema es la liberación de los exilados, de los habitantes de Jerusalén y de Judá que habían ido a parar «junto a los canales de Babilonia» (ver Sal 137,1) y que se acordaban con nostalgia de Sión, la seguridad que los oráculos transmiten es que la triste situación de exilados pronto cambiará por la alegría de hacer el camino de regreso hacia Jerusalén. ¿Quién actúa? El Señor, Dios de Israel. Por eso el subtema fundamental es el anuncio de lo que él mismo realiza para liberar a su pueblo, de lo que él es y representa para ese pueblo. Pero si hay una correlación entre el Señor y su pueblo, este –concretamente los deportados– es el otro subtema importante. Por supuesto, tampoco podemos olvidar las acciones concretas mediante las que los deportados podrán regresar de Babilonia a Jerusalén. Aquí es central la mediación liberadora de Ciro de Persia. Y, al hablar del camino de regreso, será importante la valoración teológica que hace ver la marcha hacia Judá y Jerusalén como un nuevo éxodo y hasta como una nueva creación. Se podría, no hay duda al respecto, decir mucho más sobre Is 4055. Ojalá que lo que hemos podido ofrecer nos sirva para captar el sentido del mensaje de este profeta y, por tanto, para interesarnos en su lectura.

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II. LOS TEXTOS 1. ISAÍAS 40-41 a) Is 40,1-11 Hablamos brevemente de este texto como relato de vocación. Lo podemos describir como una «sinfonía» de voces sucesivas: ya en el v. 1 habla Dios mismo («dice su Dios»), pero son especialmente de notar las introducciones sucesivas: «una voz dice/clama» (vv. 3 y 6). En el segundo caso se entabla un diálogo; si se sintetiza el mensaje en 6b-8, todavía continúa hablando el mensajero; en relación con la misión que debe llevar a cabo, es de notar la serie de imperativos del v. 9: «súbete», «clama», «clama», «di». El inicio es la invitación reiterada «consuelen»; esa es la orden de Dios respecto a su pueblo (v. 1). Luego el mensaje se focaliza en Jerusalén-Sión (v. 2). Al hablar debe quedar muy claro que ya cumplió su «milicia», que ya satisfizo por sus pecados, Dios declara incluso que ya ha recibido un castigo doble a causa de ellos. Luego se oyen voces. La primera voz (v. 3) tiene que anunciar que, en consecuencia de lo anterior, hay que abrir o preparar para el Señor un camino en el desierto o en la estepa. Las especificaciones sobre él son perfectamente claras: ese camino tiene que ser una calzada recta; para hacerla incluso habrá que rellenar todo valle o rebajar todo monte: así lo escabroso se transformará en un camino plano, derecho y sin altibajos. Ese camino no se destina precisamente para el Señor, sino que es más bien el que habrán de seguir los deportados en Babilonia en su regreso a Jerusalén. Cierto que él lo acompañará en su camino de regreso, pero para que el pueblo regrese tendrá que atravesar el desierto de Siria y, si tiene que caminar mucho, hay que hacerle fácil ese camino de regreso. Pues bien, lograr eso será una manifestación de la gloria del Señor. Esa manifestación será patente a los ojos de toda creatura. Y si lo anunciado ha sido decretado por el Señor, si su «boca ha hablado» y no suele cambiar de opinión a la manera de los hombres, eso habrá de realizarse sin falta. ISAÍAS 40,3 (40,3-5) EN EL NUEVO TESTAMENTO Los LXX tradujeron el inicio de Is 40,3: «Una voz clama en el desierto...» (no «Una voz clama: En el desierto preparen...»). Esa versión

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dio lugar a la aplicación que, sobre este pasaje, nos ofrecen los evangelios, que lo ven realizado en la predicación de Juan Bautista: él es quien prepara a Jesús el camino en el desierto. Pero es de notar que cada uno de los evangelistas tiene su acento particular en la aplicación del texto: • Marcos (1,2-3) cita dos pasajes bíblicos, Mal 3,1 e Is 40,3, aunque su introducción parece dar a entender que solo se trataría de una cita del libro de Isaías. • Mateo (3,3) y Lucas (3,4-6) solo citan al pasaje de Is 40,3, pero la diferencia está en que, mientras Mateo se limita aproximadamente a ese v. 3, Lucas añade el v. 4 y hasta resume el v. 5 en la frase «todos verán la salvación de Dios». • En Juan (1,23) ya no tenemos una cita a propósito de Juan Bautista; es él quien se presenta a sí mismo como la «voz que clama en el desierto: rectifiquen el camino del Señor». En otras palabras, no solo es Juan aquel a quien se referían las palabras del libro de Isaías; él mismo se habría visto así, lo que quiere decir que su misión había sido expresada anticipadamente en dicho pasaje.

La segunda voz (v. 6) se encarga de proclamar, y lo hace como a todo volumen, a voz en grito, declarando la fragilidad de todo lo humano, de toda carne. Es como yerba o flor del campo que se marchita y hasta se seca por completo. Por eso hay un contraste de lo más patente: la palabra del Señor (v. 8b) permanece para siempre y siempre es la misma; ella no se sufre los avatares de algo pasajero, ella no se marchita ni se seca como la flor del campo.

ISAÍAS 40,7-8 Una doble relación de este pasaje es de notar: • Hay una especie de inclusión en Is 40-55, si a este pasaje cercano al comienzo responden dos versículos finales, exactamente los que preceden a la conclusión (Is 55,10-11). • Es un texto que tiene gran importancia en la reflexión del NT sobre la palabra de Dios, como lo manifiestan dos citas de las cartas católicas (Sant 1,10-11 y 1 Pe 1,24-25).

Con los vv. 9-11 resulta más evidente que estamos ante las palabras que proclama un profeta: anunciar es la obligación que le in-

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cumbe; en razón de la orden recibida de Dios tiene que proclamar una «buena noticia». El «profeta de la consolación» es como un «evangelista» antes de los evangelistas. Para ser oído debe clamar con fuerte voz y hasta subirse a lo alto de un monte (o a un alto monte). Su «buena noticia», su proclamación debe alcanzar a sus destinatarios, desde luego a los habitantes de Jerusalén-Sión, pero eso no excluye a las otras ciudades de Judá. ¿Cuál es la buena noticia? Que el Señor manifiesta su presencia activa mediante sus actos salvadores: «Ahí está su Dios». Si Dios se hace presente, no habrá quien se oponga a sus planes. Para los suyos su intervención es como la de un pastor que hace todo lo que requiere el bien de sus ovejas. Si otros textos bíblicos expresaron la misma idea y hasta la desarrollaron con relativa amplitud (ver principalmente Jr 23,1-3; Ez 34,131; Sal 23), aquí tenemos solo una breve síntesis. Y es importante notar el desarrollo que alcanzan esos textos en Jn 10,1-18, donde Jesús, entre otras cosas, afirma claramente: «Yo soy el buen pastor» (vv. 11.14). b) Is 40,12-31 El pasaje parece un himno: es una alabanza de la grandeza incomparable de Dios. Por lo que a la manera de hacer esa alabanza se refiere, llaman especialmente la atención las varias preguntas que se van haciendo y cuya respuesta señala al Señor como el único que es capaz de realizar tal o cual cosa. Pero no todo se reduce a una serie de preguntas; el texto también ofrece importantes afirmaciones. Inicialmente se recalca la pequeñez de cuanto parece grande a los ojos del hombre, pero que no lo es para Dios: él es quien mide los mares con el cuenco de la mano, quien abarca con la palma de la mano toda la extensión de los cielos. Dios hace también que todo el polvo de la tierra quepa en un tercio de medida o quien es capaz de pesar como en una romana o balanza los montes y los cerros (v. 12). Si esas acciones son admirables, por sí mismas señalan la grandeza del «espíritu» de quien pudo realizarlas; es alguien que nos sobrepasa, pues esas acciones están por encima de lo que nosotros alcanzamos. Por eso, si se tratara de ver las cosas a lo humano, uno se preguntaría con razón quién pudo aconsejarlo o brindarle los conocimientos necesarios para poder llevar a cabo tales obras (vv. 13-14).

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Una vez que dejamos esas primeras preguntas, pasamos a unas afirmaciones directas (vv. 15-17). Bueno será entonces comenzar por reconocer que ante él todas las naciones son poca cosa (sobre todo si no se ven precisamente como obra suya), algo así como unas gotas aisladas en el fondo de un cazo o como un escrúpulo de balanza. Por eso mismo ante él todos los bosques del Líbano no son suficientes para servir como leña para ofrececerle holocaustos, como no bastan para sacrificios y holocaustos todas las bestias que cobijan sus bosques. Como las naciones eran el punto inicial de comparación en el v. 15, a ellas volvemos si se afirma que son nada y vacío, algo que no alcanza a contar (v. 17). De ahí se pasa a una polémica, la que declara la nulidad de los dioses paganos, la de los ídolos. LA POLÉMICA CONTRA LOS ÍDOLOS Iniciada desde 40,19-20, bastantes son los pasajes de Is 40-55 que deberíamos repasar. Dado que las afirmaciones pueden parecer un tanto repetitivas, preferimos dar aquí una idea de conjunto. Para situarnos correctamente ante los textos, es importante considerar que la polémica no es un valor autónomo: no es independiente de otras consideraciones. Si miramos las cosas, podríamos decir que una afirmación trae como consecuencia una negación. La afirmación de base es la que se refiere al carácter único de Yahvé, Dios de Israel. Por eso cuanto se dice a propósito de lo que es él y de lo que representa para quienes lo reconocen lleva a otras afirmaciones sobre la nulidad de los demás dioses, de los ídolos que el hombre se fabrica. El capítulo 43,1-13 puede darnos una buena idea al respecto. En un primer momento (vv. 1-7) son importantes las afirmaciones sobre Dios porque sobre ellas reposa la fuerza que tiene el pasaje, aunque hay allí una serie de afirmaciones que nos dicen lo que el Señor hace en favor de Israel y no propiamente lo que él es. Eso no es todo; la parte final del pasaje (vv. 8-13) desenmascara al «pueblo» (más bien a la humanidad entera que al pueblo de Israel) que anda por caminos extraviados o equivocados al tomar como dioses a quienes no lo son. Él solo puede decir «yo soy», como lo hiciera con Moisés (Ex 3,14). ¿Hace falta algo más? «Yo soy Yahvé». Pero esa afirmación del «nombre» va de par con la negación: «fuera de mí no hay otro salvador». Podríamos ver así otros pasajes y hasta hacer una lista, si no exhaustiva, por lo menos suficientemente completa, y todo estaría muy relacionado con la doble afirmación: Yahvé es el verdadero Dios y lo muestra por lo que hace, los dioses o ídolos no son nada. He aquí, brevemente, algunos de esos textos:

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• 40,18ss: frente al Señor, rey incomparable, son absolutamente nada un poco de metal fundido o un madero labrado. • 41,4-7: si el Señor es el primero y el último, bien poca cosa es un ídolo que hasta se tiene que fijar para que no se caiga. • 41,21-29: si los ídolos fueran algo, deberían poder predecir el futuro; si no saben nada al respecto es que son eso, nada (ver también 44,4-8). Por supuesto, se pueden añadir otros más (ver 46,1-2.6-7; 47,9.1215; 48,5), pero creo que ya hemos señalado la orientación fundamental de esos textos: la afirmación «Yahvé es» o la que hace él mismo, «Yo soy Yahvé y no hay ningún otro» (Is 44,6-8; 45,14.18.21-22; 46,9), dice de manera inequívoca lo que él es para Israel (y para todo el que lo reconozca) y cómo va de par esa afirmación con la negación de otros dioses, de los ídolos que el hombre se fabrica. Esa negación se convierte en 44,9-20 en una amplia sátira, en una sátira sistemática, contra la idolatría. A grandes rasgos se describe allí el afanoso trabajo de escultores y forjadores que ponen todo su esfuerzo y su arte para producir un ídolo bien logrado. Pero es una imagen vacía: no responde porque no habla, no hace nada porque no puede. Quien confíe en semejante ídolo es alguien a quien engaña su corazón extraviado. El idólatra no salvará su vida por confiar en su ídolo.

Llegamos a la culminación del desarrollo; se subraya la importancia de las afirmaciones que siguen mediante las preguntas del v. 21. Todo lo que sigue al «¿no lo sabían?» sirve para recalcar que Dios es el centro de gravedad de todo. Él es el rey del orbe que tiene su trono por encima del universo (v. 22); para él los habitantes del mundo son apenas como saltamontes, vulgares «chapulines». Eso no tiene nada de extraño: él es el soberano de los mismos cielos; él puede desplegarlos como si fueran una tienda de campaña. Su poder sobre los hombres se declara mediante lo que hace a los tiranos o a los que se creen «árbitros» en este mundo nuestro, capaces de decidir la suerte de los demás como les venga en gana. ¿Qué les hace el Señor? Aniquilarlos, volverlos a su nada (v. 23). Son como una planta que apenas sembrada o plantada en su lugar, que está a punto de enraizar cuando se seca, se muere y se la lleva el viento, como si fuere algo tan tenue como el tamo que no pesa ni tiene consistencia (v. 24). El Señor es incomparable y «su sabiduría no tiene medida». La pregunta del v. 25 quiere decir eso: que él, el Santo, no se puede com-

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parar a nadie ni a nada. ¿Y la prueba? Todo lo que el hombre alcanza a contemplar es creatura suya. A él obedece todo el ejército de los cielos (se mencionan expresamente las estrellas) y nadie falta a su llamado; él es quien les da el vigor que necesitan para no faltar nunca a su llamado, para realizar la tarea que él les encomendó (v. 26). Uno podría preguntarse a qué viene todo lo anterior, pero las preguntas de «Jacob-Israel» (vv. 27-28a) solo admiten una respuesta: el pueblo de Dios tiene que pasar de las dudas a la confianza, de la incredulidad a la fe. Aunque el pueblo puede estar pensando que su camino está oculto al Señor o que no le importa, la convicción que lo debe animar es otra: el Dios verdadero, que creó toda la tierra, no está cansado o fatigado ni se da por vencido ante nada, por ejemplo ante el pecado del hombre. Por el contrario, él es el que da fuerza y vigor al fatigado –como Israel–. Si solo contáramos con lo que nos parece tener, ¿qué decir? Hasta los jóvenes o los más valientes se cansan o pueden ser vencidos. Al contrario, quien cuenta con el auxilio del Señor, quien pone en él su esperanza, experimentará cómo pueden cambiar para bien sus situaciones: él renovará las fuerzas del hombre y hasta le dará alas de águila (vv. 29-30). Cierto que esta es una imagen, pero no única, aunque «alas de águila» describe precisamente la acción de Dios que salva a su pueblo (Dt 32,11) y no lo que lo que sucede al pueblo como quien dice sin contar con Dios. Lo cierto es que con el vigor que procede del Señor, o con esas alas de águila que él da, el resultado es previsible: aquellos a quienes una cosa y otra es concedida por Dios «correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse». Inútil agregar que tal resultado les viene muy bien a quienes están por emprender un largo camino, como es el caso de los exilados en Babilonia. c) 41,1-5 Dios actúa, pero no prescinde de los instrumentos humanos. Ya nos consta que el pregón de lo que está por hacer, el anuncio de la salvación de su pueblo deportado, viene a través de un mensajero o profeta, que así se puede escuchar su palabra una y otra vez (40,111, sobre todo 8-11). Aquí, después de una invitación al silencio dirigida a las islas, o a renovar sus fuerzas, que deben escuchar las naciones, y eso porque están por participar en la celebración de un juicio (v. 1), la atención se centra en aquel a quien el Señor mismo suscita y a quien le entrega las naciones (v. 2). La doble pregunta señala a alguien en particular, pero su nombre no se manifiesta to-

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davía, solo más adelante se dirá que tiene un nombre y se llama Ciro de Persia (44,28; 45,1). Pero lo que dan a entender las preguntas no es tan evidente. Primero plantea problema eso de «aquel a quien la justicia sale al paso», aunque, viéndolo bien, parece probable que ese rey es aquel a quien Dios le ha asignado el ejercer la justicia para liberar a su pueblo cautivo. Por otra parte, el problema con el inicio del v. 2 está en cómo lo traducen las versiones antiguas. Y no habría aquí una pregunta, sino una afirmación: «Que ha suscitado de Oriente (la Vulgata añade «al Justo») y lo ha llamado». Lo cierto es que, si Dios le entrega las naciones, él podrá hacer con ellas lo que le venga en gana. Él lo hace pasando por donde quiere y con tal rapidez que parece que ni toca el suelo (vv. 2b-3). Y no debemos olvidar que es el Señor quien actúa: lo hace el de ayer, de hoy y de siempre, el que es el primero y el último, según se expresa el texto (v. 4). Y eso puede ser una invitación para acercarse y ver bien dirigida tanto a las «islas» como a los «confines de la tierra». Sin dejar de ser una llamada de atención, allí hay algo más: se necesita el verdadero «temor» para no ser de aquellos que ese instrumento de Dios hará objeto de sus conquistas.

d) 41,8-20 Aquí llama la atención desde el principio la serie de nombres en vocativo para indicar sin lugar a dudas quién es objeto de la solicitud del Señor (v. 8). Así se pone de relieve la relación especial del Señor con los antepasados del pueblo elegido: si uno es su «amigo», como Abrahán, a otro (Jacob-Israel) se le llama «siervo» y se le declara objeto de una elección gratuita (vv. 8-9). Por lo demás, la elección del antepasado se menciona para subrayar igualmente la del pueblo que desciende de uno y otro. Que se añada «yo te elegí y no te rechacé» (v. 9) es una manera de subrayar que no habían sido rechazados aquellos que tuvieron que sufrir la deportación y el exilio.

ISRAEL, «SIERVO DE DIOS» El pueblo de Dios, a quien él tan solícitamente se refiere como «mi pueblo» desde el comienzo, con las primeras palabras del «profeta de

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la consolación» (40,1), tiene un nombre. Aquí en realidad se nos ofrece un triple nombre: «Israel», «Jacob», «descendencia de Abrahán», aunque lo usual en Is 40-55 es que nos quedemos solo con el doble nombre Israel-Jacob (como en 41,14). Dios y su pueblo. ¿Quién es él, Dios? Si no dice «yo soy tu Dios» (como en 41,10), entonces dirá «yo Yahvé, tu Dios» (v. 13). Y si el pueblo es uno, su nombre, el del pueblo de Dios, es «Israel». La relación mutua se expresa mediante el epíteto que hace del Señor el «Dios de Israel» (así en 41,17), aunque también se habla del «Santo de Israel» (41,16.20). Si «Israel» es «siervo» del Señor, ¿no será esta identificación precisa la solución al problema que se plantea en los «cantos del siervo de Yahvé»? Si en algún momento esa identificación colectiva no parece una mala solución, forzoso es confesar que una interpretación individual normalmente parece mejor. De no ser «Israel» el «siervo», ¿será Ciro de Persia? No es evidente. Ciro podrá ser el «pastor» que ejecuta todos los deseos del Señor (44,28) o el rey «ungido» que puede reinar y parece contar con la ayuda incondicional del Señor (45,1-3; ver 41,1-3), pero a él no se le llama «siervo».

Al pueblo se le invita a no temer («no temas»). ¿Cómo no temer? Porque el Señor es el Dios de Israel y dice estar incondicionalmente con él. Es él quien lo sostiene y le da fuerzas. Por eso quienes tengan algo contra su pueblo tendrán que avergonzarse y sentir su ira abrasadora. Es la ira del Señor la que los borrará o los hará desaparecer (vv. 11-12). Lo que Dios es para Israel se repite de varias formas, como se reitera el «No temas» (vv. 13-14). El Señor es el protector que toma con su mano derecha, es ayuda, es redentor... Así Israel, aunque apenas sea un «gusano» si vemos las cosas a lo humano, no tiene nada que temer. Con esa ayuda será como trillo de dobles dientes nuevos, que fácilmente recoge la paja para echarla al viento. El viento se la llevará sin piedad (vv. 15-16). Con estos presupuestos, si algún resultado es previsible es el de la alegría. Por eso lo que entonces se manifestará es un «gloriarse en el Señor» (v. 16b). Dios responde a su pueblo: si este es como los pobres y humildes que buscan agua o lo más elemental, la promesa que Dios le hace es inequívoca: «yo les responderé..., yo Dios de Israel, no los desampararé» (v. 17). Al contrario, su respuesta será poner el agua a disposición de ese pueblo sediento en todos los lugares posibles, hasta en los menos imaginados. No solo habrá abundancia de agua, sino hasta los árboles más diversos. Y si eso será como experimentar que ocurre lo inesperado, eso llevará también a constatar «que la mano

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del Señor ha hecho eso». Dicho de otra manera, está allí y como «creando» situaciones nuevas el «Santo de Israel» (vv. 18-20). LA NUEVA CREACIÓN EN IS 40-55 Estadísticamente hablando, es el «profeta de la consolación» quien da particular relieve en el AT al verbo «crear», verbo no muy frecuente. A ese respecto se puede señalar que un buen artículo de diccionario, como el de W. H. Schmidt en Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento (la traducción castellana del t. I se publicó en Madrid en 1978; ver columnas 486-491) señala los datos que se deben tener en cuenta. Del verbo «crear» afirmaba que es raro. Para mayor precisión tenemos decir que aparece 48 veces (38 en qal y 10 en nifal). Solo hay un nombre de la misma raíz y aparece una sola vez en Nm 16,30. El verbo «crear» es un verbo bastante especial, sobre todo porque solo admite a Dios como sujeto. ¿Por qué recalcar este verbo? Por las connotaciones que recibe en Is 40-55; bien se perciben si comparamos el sentido que tiene en Gn 1,1-2,4a y en Is 40-55. • En el relato sacerdotal de la creación expresa la intervención de Dios mediante la cual alcanzan la existencia todos los seres, aunque es verdad que se aplica a todos sin excepción, a lo que fue el resultado de la obra de los seis días (Gn 1,1; 2,4a), pero también se dice en especial del hombre y de la mujer, que Dios creó a su imagen y semejanza (1,27). • En Is 40-55 no existe esa limitación a la acción de Dios en cuanto es el origen de todas las creaturas; se puede aplicar a la acción de Dios en el pasado y el presente (Is 40,26.28; 42,5; 45,12.18), pero también en el futuro (Is 41,20; 45,8). Hay en ello una razón: «lo mismo que el mundo como totalidad es una creación (cf. 45,7), así lo es para él la nueva salvación» (W. H. Schmidt, art. cit., col. 490). Dicho de otra manera, se usa aquí el verbo para describir esa intervención única consistente en hacer volver del cautiverio a los israelitas que habían sido expatriados por los babilonios. Y habrá varias maneras de hablar de ese hecho, como la que se expresa en términos de «nuevo éxodo».

e) 41,21-29 Si los ídolos son una nada y no pueden aducir ninguna prueba de que son dioses (vv. 21-24.28-29), el Señor, por el contrario, es el Dios que puede demostrar que lo es de verdad. Prueba de ello es que ha suscitado a Ciro de Persia; él lo conoce y lo llama por su nombre (v.

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25). El poder que tiene ese liberador y la forma en que demostrará su «justicia» al liberar al pueblo de Dios harán que pronto llegue la «buena nueva» hasta Jerusalén-Sión. ¿Qué buena nueva? Los deportados liberados por el rey de Persia están por llegar a la ciudad santa. 2. ISAÍAS 42-45 LOS CANTOS DEL SIERVO DEL SEÑOR Cuatro pasajes de Is 40-55 (42,1-7; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12) tienen en común el hecho de hablar de un misterioso «siervo» del Señor. Si en algún momento uno pensaría que se trata de Israel, expresamente llamado «siervo» en varias ocasiones a partir de 41,8, si la identificación aparece directamente en el texto en 49,3, aunque eso se debe probablemente a una glosa, es más claro casi siempre que al «siervo» se le presenta con rasgos personales, pero que no son precisamente los del patriarca Jacob. Pero no podemos dejar de señalar que en 49,3 lo que es probablemente una glosa hace esa identificación: el «siervo» sería Israel. ¿Será ese misterioso servidor el mismo profeta anónimo? No es tan fácil afirmarlo. Lo que sí resalta es el llamado de Dios de que sería objeto, y que de una u otra forma expresan los dos primeros cantos, así como los misteriosos sufrimientos a los que está sometido (sobre todo en 52,1353,12). Pero no es solo que le haya tocado sufrir mucho; sus sufrimientos son «vicarios»: sufre en vez de Israel. El pueblo mismo lo dice: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas» (53,5). El NT será claro: tales palabras se aplicarán a Cristo, se realizarán en él. Aquello de «dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45) parece inspirarse en la «pasión» del «servidor sufriente». Por otra parte, es importante señalar que en el NT se hace una síntesis de dos figuras en sus orígenes muy distintas: la del glorioso Mesías o «Ungido» davídico y la del «servidor sufriente» de Is 40-55. Jesús es el misterioso siervo del Señor (Hch 3,13; 8,32-33). Más adelante señalaremos qué pasajes del NT, sobre todo de los evangelios, citan directamente o reflejan las varias afirmaciones de Is 52,13-53,12.

a) Is 42,1-9 No se puede uno hacer una idea del «siervo» si no es en relación con el Señor. Aquí el título de «siervo» va de par con el de «elegi-

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do». Y son importantes las afirmaciones que Dios hace: él lo sostiene y es objeto de sus complacencias (v. 1a). Lo que sigue pone en claro o señala que el «siervo» tiene una misión frente a las naciones: les dictará o enseñará la «ley» del Señor (v. 1b). Es claro que no actúa por propia iniciativa: para hacer lo que hace le ha sido comunicado el «espíritu» del Señor. Los vv. 2-4 aclaran todavía más la misión del servidor. No hará cosas puramente llamativas, como elevar la voz, dar gritos o ponerse en evidencia. Tampoco actuará desechando lo que parece poca cosa, como acabando de romper la caña ya quebrada o apagando una lámpara mortecina. Al contrario, lo que de él reciben todos, aquello por lo que se preocupa es por la justicia, el derecho y la instrucción. Dios prosigue su encomio del «servidor». Llama la atención el «Así dice el Dios Yahvé» porque ya era claro que el «yo» de quien habla es el del Señor y solo puede ser el de él. Esa introducción (v. 5) se retoma mediante el «Yo, Yahvé» (v. 6), aunque entre tanto el v. 5 subraya unos cuantos atributos del Señor. De él se afirma que él es el que crea los cielos, más aún, que es el que los despliega como si fueran una tienda de campaña. Pero también es el que asienta la tierra y da el ser a cuanto en ella crece. Es claro, por tanto, que Dios es el «creador del cielo y de la tierra». Otras afirmaciones de ese v. 5 se refieren más bien a lo que él hace por el hombre: él es quien da el aliento de vida, es su «espíritu» lo que da a los humanos su papel especial entre las criaturas de Dios. Los vv. 6-7 vuelven a la descripción del papel del «servidor»: formado por él, dirigido por él que lo lleva de la mano, tiene que realizar una misión en relación con Israel, el pueblo de Dios, si no en relación con todas las gentes, pues es como la alianza que hace que el pueblo se mantenga unido a su Señor. Más relacionado con los demás pueblos está lo de ser como una luz en el sendero, de modo que uno haga su camino sin tropiezo, aunque esto también sería significativo para conducir a los desterrados de vuelta a su patria. Pero esa misión tiene sus «privilegiados», pues se cumple particularmente con los más necesitados; sus acciones ponen de manifiesto lo que hace: consiste en abrir los ojos al ciego, en sacar de la mazmorra al preso o en hacer salir del calabozo a quienes llevan años sin beneficiar de la luz del sol. El preso y el que habita en tinieblas describen inequívocamente la situación de los deportados a Babilonia.

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El v. 8 es un autoelogio del Señor y está relacionado con varios pasajes en que Dios insiste en que su nombre es el de Yahvé, el mismo nombre que quiso revelar a Moisés antes de la gesta salvadora del éxodo (Ex 3,13-15; 6,2-3). Y como sin querer queriendo, se descalifica a los dioses paganos, a los ídolos. Con el v. 9, sea el «servidor» o el profeta quien se expresa allí –lo segundo, si no se identifican, parece más natural– establece un contraste entre el pasado y lo que está por ocurrir. ¿Cuál es la diferencia? Lo antes sucedido está como a la vista de todos; lo que está por suceder, sin duda la liberación de los deportados, es lo que Dios toma a su cargo de dar a conocer mediante su profeta. Allí está la buena nueva que les es dado escuchar a los exilados en Babilonia. b) Is 42,10-17 La invitación a entonar al Señor un «cántico nuevo» nos es conocida por los salmos (Sal 96,1; 98,1; 149,1). Este hecho nos dice que el «profeta de la consolación de Israel» utiliza con acierto un lenguaje de tipo hímnico sobre todo cuando se trata de sugerir quién es Dios o qué es lo que hace a favor de su pueblo. En este pasaje tenemos, si describimos las cosas a grandes rasgos, la invitación hímnica a la alabanza del Señor (vv. 10-12). Y, para seguir respondiendo a las expectativas del género literario, a continuación se indica la razón, si es única, o se enumeran las varias razones por las que el Señor merece ser alabado (vv. 13-17). En el caso presente la invitación a la alabanza, de la que uno espontáneamente pensaría que tiene que dirigirse a la comunidad, voluntariamente se extiende: no solo han de alabar al Señor quienes habitan la tierra firme, todos los continentes hasta llegar a los confines de la tierra, sino que expresamente se añade el mar con todas sus islas y los hombres que las habitan (v. 10). Mencionar el desierto, el desierto siroarábigo en particular, y las ciudades que se encuentran como en su demarcación, como Petra y Quedar (v. 11), implica el hecho de limitarse a una parte de lo antes enunciado; es la parte inhóspita de nuestro mundo, aunque hasta allí haya ciudades. Pero lo importante es que todos los hombres den gloria a Dios. Y todos sin excepción, los de tierra firme y los de las islas (v. 12). La razón de esa alabanza son las acciones del Señor. Pero antes de decirnos qué hace, se describen sus disposiciones para la acción.

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Aquí se le pinta como un guerrero. Pero de él se dice que, habiendo estado callado, ahora lanza el grito de batalla que llena de temor a los que se le oponen. Es claro, por consiguiente, que lo que empieza a realizar manifiesta su valor (v. 13). También habla y lo que dice inicialmente se refiere a la situación anterior. Explica en particular por qué había callado (v. 14). Las imágenes que emplea, como la de la parturienta, nos podrán parecer poco naturales. Pero lo importante es que ahora Dios está dispuesto a actuar. Se describe luego la situación y en esa descripción hay imágenes destinadas a sugerir el poder del Señor. Como cuando se hablar de derribar montes o de secar árboles, ríos y lagos (v. 16). Pero eso no es todo. Otras imágenes parecen más «realistas» o en todo caso describen más directamente lo que hace por los hombres. Así tenemos la imagen que presenta Dios como el que encamina a los ciegos y los lleva con seguridad por un camino que ni siquiera conocían (v. 16). Es evidente que aquí estamos precisamente ante una descripción muy directa de ese conducir a su patria a quienes estaban desterrados lejos de ella. Al conducirlos por el camino él cambia en luz las tinieblas. Así los que son conducidos por ese camino no son ya los inicialmente descritos como ciegos, aunque eso de allanar el camino todavía podría referirse a quienes caminan sin saber por dónde van y solo pueden avanzar porque él los guía. (El v. 17 forma parte de la polémica contra los ídolos.) c) Is 42,18-25 La doble invitación, a los sordos para que escuchen, a los ciegos para que miren y vean (v. 18), se dirige a todo el pueblo de Dios. Lo que no parece tan claro es por qué se tiene que hablar aquí de la sordera y falta de visión del «servidor»/mensajero (v. 19). Y allí parece haber elementos en duplicado o que no concuerdan muy bien con otros. Con el v. 20 viene a ser claro el objeto de las palabras del Señor: acusa a su pueblo porque no ha hecho caso a pesar de ver, porque no se ha dado por enterado a pesar de escuchar. Mientras el Señor, que es justo, ha puesto todo su interés en dar lustre a la «ley», la instrucción que él les manifestó (v. 21), su pueblo ha sido saqueado y despojado (v. 22). No se dice claramente quién ha sido el saqueador y caben dos posibilidades, que eso sea lo que hicieron sus autorida-

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des o que así se describa la conquista por extranjeros. Si en lo que dicen los vv. 21-22 una cosa no parece seguirse de la otra, una manera de entender la relación es considerar que el castigo tiene por causa el no haber querido tomar en serio la ley del Señor. También los vv. 24-25 hablan precisamente de castigo. Si tanto se ha tenido que sufrir no es porque Dios se ensañara contra su pueblo sin motivo; al contrario, todo eso sucedió a causa de la propia infidelidad y porque el pueblo recibió advertencias «sin que reflexionara». Si eso ocurrió en el pasado, ¿que esperar para el futuro? Tal vez la advertencia del v. 23 es una invitación a cambiar. d) Is 43,1-7 Invitación a la confianza en el Señor en que el reiterado «no temas» (vv. 1 y 5) es lo característico de un oráculo de salvación. Para que no haya ninguna duda al respecto se comienza por señalar claramente quién es el que habla y sus títulos de «Creador» y «Hacedor» son los que deben dar confianza para aceptar ese mensaje de salvación. Por si fuera poco, el v. 3 vuelve a la enumeración de títulos: Dios dice entonces su nombre de Yahvé y declara ser el «Santo de Israel»; además, como si fueran dos nombres a cada uno se añade un predicado, «tu Dios»-«tu redentor». Con tales nombres y calificativos no es de extrañar que siga una declaración tan perentoria e inobjetable como «tú eres mío». Los nombres anteriores se juntan con un modo de expresar en tiempo pasado cuando de lo que se trata es de subrayar o de poner de relieve lo que va a suceder en el futuro: «yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre» (v. 1). La prueba es que en el «nuevo éxodo» también podrá ocurrir aquello de «pasar por las aguas» o «por los ríos» (v. 2). «Aguas» puede aludir al «paso del Mar de las Cañas», como el de los ríos puede ser una alusión al paso del Jordán. Pero la alusión no es todo: puede tratarse simplemente como de un símbolo. Aquí es el caso cuando se añade lo de «andar por el fuego» (v. 3). Si Israel pertenece al Señor, él declara estar dispuesto a dar lo que quieran por su rescate: Egipto, Cus, Sebá..., sí, hasta a la humanidad entera, a todos los demás pueblos sin excepción. Y la razón parece muy evidente si el «tú eres mío» es acotado por afirmaciones como las de 4a.

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El segundo «no temas» (v. 5) sirve para asegurar que el Señor está con su pueblo. Por eso él pedirá al oriente y al poniente, al norte y al sur, que devuelvan o regresen a los miembros de su pueblo (vv. 5-6). Enumerar los cuatro puntos cardinales es como señalar que todos los miembros de su pueblo, sin excepción alguna, están ante sus ojos: ninguno, esté donde esté, escapa a su mirada o a sus preocupaciones. Él hará que todos ellos sean congregados. La expresión es intimista en cuanto son sus «hijos» e «hijas». Pudieran encontrarse en lo más alejado, en los confines de la tierra, pero eso no cambia su relación con él: él los formó para que fueran su gloria.

BABILONIA Capital de Babel, devastadora, feliz quien pueda devolverte el mal que nos hiciste, feliz quien agarre y estrelle a tus pequeños contra la roca (Sal 137,8-9) Esta conclusión de un salmo, tan duro que es uno de los pasajes de los salmos que se eliminan actualmente en el oficio litúrgico de la Iglesia católica, expresa una sed de venganza muy del AT, pero nos sirve para entender el tono de los textos de Is 40-55 (y otros) cuando hablan de Babilonia (ver Is 43,14-15; 46,1-13; 47,1-15). El primero de estos textos (43,14-15) es breve y no pasa de una alusión. La afirmación de base es simple: es el Señor quien rescata a su pueblo. Lo que él realiza por los suyos, sobre todo cuando caen los cerrojos de Babilonia, hace que que cambien radicalmente los ánimos de los «caldeos» (babilonios). Bien lo dice la transición de los «hurras» de alegría a los «ayes» de desolación o dolor. Tan radicalmente ha cambiado la situación, que ya no estamos en el momento en que Dios se sirvió de los babilonios para castigar a su pueblo; ahora estamos en el momento en que Dios lo libera de la crueldad de los «caldeos». En Is 46,1-13 el desarrollo es más amplio y explícito. El inicio (vv. 1-2) declara la nulidad de los dioses (ídolos) de los babilonios, así se trate de Bel y Nebó. El pasaje abunda en el sentido de la polémica contra los ídolos. Más importante es la invitación a escuchar y la declaración que hace el Señor. Si sabemos escucharlo, él se encargará de salvar (v. 4), porque él es el incomparable (v. 5). Que él esté presente en el nacimiento mismo y en la niñez del hombre (v. 3) como lo está también al término de la vida del hombre, en su vejez (v. 4), parece

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indicar que toda la vida del hombre está en manos del Señor: no escapa de él ningún momento, incluso cuando la persona está todavía por nacer. Se reitera la llamada de atención (v. 8). La importancia de ese prestar atención deriva de la declaración que hace el Señor: él es el único Dios (v. 9). Eso subraya la importancia de su declaración o anuncio. Este, por más que no haya comenzado a suceder, ha de realizarse irremisiblemente: «mis planes se realizarán sin falla». Su victoria se acerca: no tardará, no está lejos (vv. 10-13). Aunque el pueblo que debe recibir y aceptar ese gran mensaje esté descorazonado o desanimado, «escúchenme ustedes, los que han perdido el corazón» (v. 12), él está por actuar a favor del pueblo («Israel») y de su capital («Sión»), uno y otra experimentarán lo que el Señor tiene preparado para ellos. De los intermediarios humanos poco se dice aquí, aunque en 11a podemos ver una alusión a Ciro de Persia. También de Babilonia habla el cap. 47, aunque sea después de un comienzo (vv. 1-3) que no tiene que ver con lo que sigue. El v. 4 evidencia que no tenemos aquí un simple burlarse a lo humano, si se atribuye al Señor de los ejércitos y se subraya que él es «Santo». Aquí tenemos una descripción según la cual Babilonia es como una mujer. Los títulos que se le dan, «virgen», «hija-Babel» (comparar con «hijaSión»), «dulce», «exquisita», hacen que su situación actual resulte más dolorosa, se declare esto mediante títulos como «destronada» o mediante afirmaciones precisas, como las que la declaran «sentada en el polvo», haciendo su cansado trabajo como otra pobre mujer cualquiera o hasta enseñando sus vergüenzas cuando tiene que hacer algún movimiento en su trabajo... Si pudo atacar al pueblo del Señor es porque él en su ira permitió tal profanación de su heredad. Pero ella no tuvo piedad ni compasión; se ensañó hasta con el anciano (v. 6). Ella no veía así las cosas. A sus propios ojos era la «señora eterna» (v. 7) y al decir «yo y nadie más que yo» (vv. 8.10, como antes lo hiciera Asiria, Sof 2,15) parece querer ponerse en el lugar del Dios único. Pero, como dirá Jesús, «el que se eleva a sí mismo será humillado» (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14), el Señor castiga a la que decía que nunca se encontraría en una situación comparable a la de una mujer viuda y sin hijos (v. 8b); el castigo del Señor consiste precisamente en que quede como viuda y sin hijos. Y no le valdrán sus embrujos o sus hechicerías para poner remedio a sus males (vv. 9.12-15). ¿Qué esperanza le queda entonces? Negro panorama, si solo le queda esperar desgracia, desastre y devastación y, por añadidura, son algo de lo que no podrá escapar (v. 11). Pero eso le viene por querer justificar todas sus maldades y por confiar en una sabiduría de este mundo (v. 10).

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e) Is 43,8-15 Aunque comentamos en el recuadro anterior la parte final (vv. 14-15), el texto bien merece un breve comentario. El desarrollo que empieza en el v. 8 se orienta hacia las afirmaciones solemnes que se precisan: «Yo soy» (v. 10), «yo soy Yahvé» (v. 11), yo soy Dios; yo lo soy desde siempre» (vv. 12b-13a); «yo, Yahvé vuestro Santo, el Creador de Israel, vuestro Rey» (v. 15). Estas afirmaciones centrales son el núcleo de la revelación del AT y un eco del comienzo de las intervenciones del Señor en la historia de su pueblo y de la revelación del nombre de Yahvé a Moisés al encargarle que sacara a Israel de Egipto (Ex 3,13-15; 6,2-3). Pero quien debía ser testigo de que el «Señor es», de que él es el que manifiesta su presencia salvadora mediante acciones concretas, aquí queda ampliamente descalificado: es el pueblo que no ha querido oír ni ver, aunque tiene oídos y orejas. Porque eso ha pasado, Dios convoca como testigos a todas las gentes y pueblos para que den testimonio de la verdad de lo que él dice. Si los pueblos han de ser sus testigos, parecería que esto es una disputa judicial. Y uno se pregunta: ¿quién es aquí objeto de tal juicio? No parece que se trate del pueblo sordo y ciego de que habla el v. 8. Dios es quien hace la pregunta de la mitad del v. 9, pero ¿a quién se refiere? Es lógico suponer que los testigos a los que el Señor recurre son las gentes y pueblos de quienes ha hablado la primera parte del versículo, pero parecería que se deja el asunto en cierta ambigüedad como para pensar también en los dioses paganos. Como quiera que sea, todo conduce al reconocimiento, a afirmar «Es verdad» (v. 9c). Pero, ¿qué es verdad? Aquello de que pueden ser testigos los pueblos congregados, de que puede ser testigo el misterioso «siervo» (v. 10). Ese testimonio es lo que lleva al «conocimiento» y a la fe inquebrantable en el único que es, en ese Dios fuera del cual no ha habido ni habrá ningún otro. Ya aquí (v. 10b) se manifiesta claramente la polémica contra los ídolos. Podríamos decir que la afirmación central se desdobla: si hay uno que ha mostrado claramente que «él es», eso muestra igualmente que hay otros que «no son», aunque la voz popular los tenga por confiables. Yahvé es el único Salvador. Si así son las cosas, una consecuencia perfectamente clara es que nadie le puede hacer frente, nadie se le puede oponer. Es Dios quien ha anunciado la salvación y efectivamente ha salvado. Eso es totalmente positivo y debe ser motivo de confianza para los

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deportados de Jerusalén y de Judá. Si alguna expresión, como la de «y no hay quien libre de mi mano», no parece tan positiva, hay que entenderla como afirmación del poder de Dios. Que pueda ejercerse en contra de alguien, de los egipcios o de los babilonios, es cosa que se entiende: Dios muestra su poder cuando hay quienes se oponen a la realización de sus planes. Lo cierto es que los versículos finales del pasaje subrayan esta conclusión: Dios está por intervenir en Babilonia; su acción, aunque está por venir, se anuncia como algo ya ocurrido («perfecto histórico» profético). Esa intervención liberadora ocurrirá pronto; debería conducir a quienes benefician de ella a la confesión de su Dios, el Santo de Israel, como el que es. f) Is 43,16-21 Presentar al Señor como quien «trazó camino en el mar, vereda por las aguas caudalosas» (v. 16) es una descripción muy sugestiva cuando se trata del «nuevo éxodo», aunque hablar de un «paso del Mar de los Juncos» es apoyarse en la versión más reciente, la sacerdotal, de la tradición de Ex 13,17-14,31, aunque desde la tradición más antigua, yahvista, los carros y los caballos del faraón iban a dar al mar haciendo perecer a quienes llevaban, como aquí se dice (v. 17). Pues bien, los desterrados en Babilonia, que debían estar al tanto de lo realizado por el Señor en el pasado (v. 18), escuchan esta afirmación tajante: Dios renueva, y ya se ha puesto en marcha para obtenerlo, lo pasado; como cuando la liberación de Egipto abrió un camino en el desierto, así sucederá ahora; como mediante Moisés hizo brotar agua de la roca (ver Ex 17,1-7; Nm 20,1-13) sucederá también ahora. Hasta habrá verdaderos ríos (v. 19). Cuando eso suceda el pueblo de Dios tendrá que celebrar al Señor con alabanzas. Eso al menos si no quiere quedar en retraso respecto a las bestias del campo, porque ellas sí sabrán reconocer lo que el Señor habrá hecho (vv. 20-21), sin duda porque se beneficiarán de aquella agua. g) Is 43,22-28 Si miramos el pasado y el presente lo que se puede constatar es que Israel abandonó al Señor (v. 22). En vez de presentarse ante él con sus sacrificios y holocaustos, con sus ofrendas voluntarias y su incienso o con la grasa de animales bien cebados (vv. 23-24a), pa-

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rece que lo único que el pueblo de Dios sabía hacer era arrojar sobre Dios el peso (la abundancia y gravedad) de sus pecados (v. 24b), pecados que ciertamente él limpiaba y purificaba (v. 25). Si alguna acotación al margen hay que hacer aquí, sería la de que el «profeta de la consolación» atribuye al Señor el pedir esa abundancia y variedad de sacrificios y ofrendas. Esto contrasta con la predicación de los profetas anteriores al exilio: mediante ellos Dios se encargó con frecuencia de rechazar o de criticar severamente esos sacrificios, tal vez porque no comprometían a nada (ver Is 1,11-17). La invitación a juicio es como una forma de hacer que las cosas se vean de la manera más objetiva posible (v. 26). Nótese que la expresión tiene su parte de ironía: ¡Dios mismo desea suerte al pueblo, como quien dice su enemigo, para que le gane en tal juicio! Pero todo indica que, si desde Jacob-Israel el pecado es lo más digno de señalarse en el pueblo que Dios hizo suyo (v. 27), tampoco ahora habrá objetivamente otra cosa que hacer. Todo quedará en señalar que los ultrajes y castigos, o hasta el mismo anatema (¿será la deportación a Babilonia?), estaban bien justificados (v. 28). h) Is 44,1-5 Por negra que sea la valoración anterior de la conducta de Israel, si señala la gravedad de sus faltas, el Señor todavía se complace en hablar de su «siervo» Jacob y en subrayar su elección y sus dones (v. 1). Él ha estado presente desde el inicio de su historia: además de ser su «Creador», ha acompañado esa historia como sostén y ayuda de los suyos (v. 2). Pero la ayuda no es algo relativo al pasado: es lo que el Señor promete para el futuro (vv. 3-4). Para hacerlo el texto recurre a comparaciones precisas en que interviene el agua. Cuando viene el agua (en forma de lluvia o como sea) hasta la tierra más reseca se engalana con la vegetación. Los israelitas serán como buenas/bellas plantas en medio de la exuberancia de la vegetación, serán como álamos junto a una corriente que les da el agua que necesitan para mantener su lozanía. Y si eso es imagen y de ahí se pasa a la realidad, la afirmación será que el «espíritu» del Señor estará con, acompañará a toda la descendencia de Jacob (v. 3b). Nada tendrá entonces de extraño que cada uno proclame la doble relación de pertenencia: es del Señor mismo y es descendencia del antepasado Jacob-Israel (v. 5).

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i) Is 44,6-20 Ya señalamos cómo los vv. 9-20 son uno de los grandes desarrollos en contra de la idolatría (recuadro de la p. 311). Como en otros casos, parece que el texto profético nos presenta los dos lados de la medalla: unas afirmaciones sobre lo que es y significa el Señor para su pueblo va de par con el negar semejante prerrogativa a los ídolos. O, como lo afirma el v. 6: «Yo soy el primero y el último, fuera de mí, no hay ningún dios». El que es («Yo soy»), Santo, Rey, Redentor/Liberador, Roca: tales son los principales «nombres» del Señor. Ellos hacen de Yahvé el incomparable. Si hubiera algún otro semejante a él, tendría que levantarse y exponer sus razones. Y habría que ver si convencen, si resultan inobjetables. ¿Será capaz de decir con verdad que, como Yahvé, fundó un pueblo eterno, de estar al tanto de cuanto sucede y, sobre todo, de anunciar con anticipación lo que está por suceder (v. 7)? Por lo que a su pueblo se refiere, ni tiene nada que temer y bien sabe que su Dios está con él, pues le anuncia con anticipación el sentido salvador de sus grandes intervenciones (v. 8). Frente a Dios los ídolos son nada, vanidad y vacuidad. Aunque haya hombres que den forma a una escultura, los ídolos que fabrica son los que «nada ven y nada saben» (v. 9). La sátira se detiene a describir con cierto detalle lo que hace el que trabaja un metal o la madera (vv. 1217). Y la conclusión (v. 19) subraya lo absurdo de lo que se hace: «¡Voy a inclinarme ante un trozo de madera!». Lo triste está en que el que hace un ídolo es alguien «a quien su corazón engañado le extravía» y que la consecuencia es terrible: «No salvará su vida» (v. 29). j) Is 44,21-23 Formado o creado por Dios, Jacob-Israel es el siervo de quien el Señor –lo afirma él mismo– no se olvida, no puede olvidarse (v. 21). ¿No serán un obstáculo insalvable sus muchos pecados? No, dice el Señor, él los ha disipado como nublado que se lleva el viento, como nube que se aleja (v. 22). Si eso es lo que el Señor ha hecho a favor de su pueblo, una sola reacción es la que parece pensable: clamar, alabar, gritar de júbilo. Pero aquí ese «invitatorio» a la alabanza del Señor se dirige a los cielos, la tierra y las montañas con sus bosques. Pero la razón de esa in-

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vitación no es únicamente el perdón antes enunciado (v. 22). También interviene el «rescate», la próxima liberación de que serán objeto los exilados. Al realizarlo el Señor manifestará su gloria (v. 23b). k) Is 44,24-28 Éste es uno de los textos, por cierto numerosos en Is 40-55, de autoalabanza del Señor. Él, que para Israel es exactamente el «redentor», el que está por rescatarlo de su deportación en Babilonia, es quien puede decir que es el Creador del universo. La afirmación de que él hizo todo (v. 24) se desdobla en una bina que, como por casualidad, abarca exactamente los cielos y la tierra. Ahora bien, él es quien puede declarar que lo hizo él solo; no tuvo alguien que lo ayudara, fueran los ídolos o cualquier otro que le sirviera de ayuda (v. 25). Pero no siempre actúa solo, sin ayuda. Para una obra específica él echa mano de su «siervo» (v. 26a). Uno se pregunta si hay identidad con el v. 28, donde se habla rápidamente de lo que hará Ciro de Persia. Posiblemente hay una diferencia: en el v. 26 se trata de la «palabra del siervo», por lo que se está considerando la misión de alguien que anuncia lo que está por ocurrir, se trate del «profeta de la consolación» o del «servidor sufriente». La misión de Ciro de Persia será la de «pastor», de jefe que realizará aquello que el Señor ha determinado. Así pues, uno se encarga de un anuncio; ese anuncio se refiere a Jerusalén y las demás ciudades de Judá. Tiene que ver con su restauración, con el levantar las ruinas que hay por el momento (v. 26). Dios está comprometido en eso. La prueba es que sus órdenes no pueden dejar de cumplirse: él puede secar los ríos de la tierra e incluso el abismo de las aguas primordiales, de las aguas «superiores» (v. 27; ver Gn 1,2.6-8). Pero allí puede haber también una alusión al paso por el desierto de los exilados que regresan: Dios hace que sea posible que su pueblo avance por mares y ríos como si fuera por una lugar seco (ver Ex 14,19; Jos 3,16-17). Así todo terminará en que los que vuelvan podrán reedificar la ciudad y el templo del Señor sobre buenos cimientos (v. 28). l) Is 45,1-7 Si los vv. 1-3 describen la misión de Ciro de Persia, ya hemos dicho algo a propósito de las afirmaciones más importantes. Que sea el «Ungido» del Señor es una osadía teológica: el uso tradicional

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hace del sucesor de David en el trono de Jerusalén ese «ungido», y antes de la promesa de Dios a David mediante Natán (2 Sm 7,11b16) solo se puede hablar de otros dos «ungidos»: el mismo David y, antes de él, Saúl, el rechazado. Aquí el título se aplica a alguien que, aunque sea rey, no tiene nada que ver con el pueblo de Dios en cuanto extranjero ni con la dinastía de David. Pero entendemos que ese título está relacionado con su misión de «liberador»: tiene el encargo de hacer volver a Jerusalén y a Judá a todos los que habían sido deportados a Babilonia; para ello debe liberarlos venciendo al imperio babilónico que los tenía sujetos a su yugo. Dios anuncia lo que hará Ciro de Persia, pero también dice a favor de quién lo hace actuar así: es a causa de Jacob-Israel, su siervo y elegido, a causa de ese pueblo engrandecido por Aquel a quien él no ha sido capaz de reconocer (v. 4). Pero otras afirmaciones se deben considerar como autoalabanza. Ya comentamos este tipo de afirmaciones (vv. 5-7) en cuanto contrastan a la vanidad de los ídolos. m) Is 45,8 Es una plegaria muy similar a la de Sal 85,13-14. Si lluvia y rocío nos llegan o nos caen del cielo, con ellos la tierra germina, hace crecer las plantas; así eventualmente se llena de frutos. Por supuesto, aquí todo adquiere una dimensión simbólica, pues lo que se pide al cielo es «victoria» y «justicia». La dimensión salvífica de esos términos, si la tierra debe producir «salvación», no es difícil de percibir. La versión de san Jerónimo (Vulgata) da al texto una dimensión personal: en vez de «salvación» la tierra ha de producir al «Salvador». Y como el texto habla de «germinar», eso hace pensar en el «Germen», el retoño mesiánico de la «raíz» de David (Is 4,2; 11,1). n) Is 45,9-13 La sección comienza por un doble «Ay» que pondera lo increíble que sería que una vasija se rebelara contra el que la ha modelado/moldeado o que alguien que apenas nace la emprendiera contra su padre y contra su madre (vv. 9-10). Como el que modeló la vasija o los padres de un niño, tampoco el Señor, el «santo de Israel», tiene que dar cuentas de sus hijos, de la obra de sus manos (v. 11).

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A pesar de lo anterior él explica que, siendo creador de todo, de los cielos y de la tierra (v. 12), una parte de su plan es suscitarlo. Si no se dice expresamente a quién, no parece que tengamos que adivinar de quién habla; sin embargo, dos datos parecen muy precisos; es alguien a quien Dios da la victoria, es alguien que enviará, sin duda a Jerusalén, «a mis deportados». Eso describe la misión de Ciro, aunque aquí no se le nombre. Es verdad que alguna otra afirmación, como la de que sea quien reconstruya «mi ciudad», Jerusalén, no parece tan natural. Esto se entendería más bien de los deportados que regresan o del pueblo de Dios en su conjunto. ñ) Is 45,14-19 Esta sección se puede separar de lo que sigue inmediatamente, aunque hay entre ambas una estrecha relación; por eso se pueden ver conjuntamente o por separado. Como quiera que sea, Dios promete, sin duda a Jerusalén, que le serán enviados los productos de Egipto, Etiopía y Arabia. Pero si hay una manera de expresar las cosas de la que se diría que quienes tal hacen actúan libremente y por propia voluntad, otra parecería comprenderse como si se tratara de vasallos totalmente subyugados. Lo cierto es que «postrarse» en Jerusalén y confesar a propósito de esta ciudad lo de «solo en ti hay Dios» son dos cosas que sugieren la conversión. Eso, como tantas veces, va de par con un nuevo golpe a los ídolos. Hay una afirmación precisa a propósito del Señor como Dios único –por más escondido y desconocido que permanezca a los ojos de casi todos–, y, paralelamente, se subraya la vanidad de los ídolos, de los dioses paganos, y de los que fabrican tales ídolos (vv. 14-16). De Israel se puede decir algo importante: es el pueblo del Señor, el pueblo salvado por él; si él es el único Dios, el Dios vivo y verdadero, ningún bochorno podrá afligir a los suyos. Dios único frente a los ídolos inertes, si él es el que creó la tierra y la hizo habitable, si él habla y se ha manifestado a Israel, su pueblo debería ser capaz de reconocerlo (vv. 17-19). o) Is 45,20-25 Como en la sección anterior, es predominante la afirmación de la unicidad del Señor; va de par con su carácter de creador y salva-

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dor. En ello se manifiesta el contraste con la nulidad de los ídolos. Si esas afirmaciones sobre Yahvé de algún modo conllevan la gloria del pueblo de Dios, de Israel (v. 25), una dimensión universalista es indudable. Es lo que expresa la invitación que hace el mismo Señor: «Vuélvanse a mí y serán salvados, confines todos de la tierra». 3. ISAÍAS 46-47 En el recuadro sobre Babilonia (p. 334) señaló la importancia de estas capítulos en que el profeta habla de esa terrible capital. a) Is 46 Los dioses, Bel, Nebó o cualquier otro, que se desploman y caen por tierra convertidos en añicos, o que son llevados como botín sobre una bestia jadeante (vv. 1-2), evocan la conquista de Babilonia. Eso debiera llevar a una seguridad (vv. 3-4): el Señor está con su pueblo y lo estará siempre: toda la vida del hombre, desde sus inicios en el seno materno hasta la vejez venerable, está en manos de Dios. Él es siempre el mismo para su pueblo. El mensaje para los deportados es muy preciso: «yo los llevaré, yo los salvaré». Hay, por tanto, la mayor diferencia del mundo entre el Señor y los ídolos de los gentiles, esos dioses que el hombre se fabrica: por más que los invoquen no responderán (vv. 5-7). La diferencia lleva a la exhortación a la cordura, a recordar lo que Dios es y hace (v. 8). La clara afirmación monoteísta, «Yo soy Dios y no hay ningún otro» (v. 9), es fundamental. Pero se hace para recalcar que sus planes se realizarán (v. 10). ¿Cuáles son los planes del Señor? Algo nos señalaba el comienzo del capítulo al sugerir la destrucción de Babilonia; algo se precisa ahora en cuanto se señala, aunque sea en forma un poco vaga, al agente que realizará lo que el Señor tiene dispuesto. Digo que la forma de hablar es «un poco vaga», pero podríamos también decir que es una forma de hablar evocadora: el texto habla de un hombre, pero se le presenta con la imagen de un ave de rapiña (v. 11a). Esta imagen sin duda sugiere la conquista, y no es cualquiera, sino la de la terrible Babilonia. El gran anuncio que hace el Señor, la liberación de los cautivos en Babilonia, va a realizarse. La expresión no admite la duda: «Tal como lo he dicho, así se cumplirá; como lo he planeado así lo haré»

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(vv. 11b). En cambio, uno se pregunta por qué la llamada a escuchar dirigida a quienes «han perdido el corazón», a quienes están «alejados de lo justo» (v. 12). De lo que no cabe duda es de una cosa: el Señor tiene sus planes, planes que se realizarán sin falta. El resultado previsible será, por consiguiente, la «victoria» del Señor, la «salvación» de su pueblo (v. 13). b) Is 47 Tan grande es la seguridad del fin de Babilonia que pasamos a una lamentación, aunque no se trate precisamente de declarar que ya está bien muerta; lo que inicialmente se hace es más declarar un cambio radical de situación: la que se podía calificar de «dulce» y «exquisita», aunque sea la «virgen, hija de Babel», ahora no tiene otro lugar en qué sentarse como no sea el polvo del suelo (v. 1). La que no tenía que hacer nada, pues tenía de sobra quien se lo hiciera, ahora tiene que moler el trigo en rústico molino de piedra (v. 2). Eso la lleva a acomodarse de tal modo que hasta muestra sus vergüenzas. Peor aún, eso de vadear los ríos no se explica si no se trata precisamente de alguien que es llevado al destierro. La intención del Señor es muy clara: «voy a vengarme y nadie intervendrá» (v. 3). Si Dios no había sido nombrado hasta ahora (aunque supusimos que él es quien habla al fin del v. 3), ahora es claro que lo que está por sucederle a Babilonia se debe a él. Es el pueblo el que habla, pero lo que hace es proclamar el nombre (Yahvé Sebaot, Santo de Israel). Él habla (v. 4) y sus palabras confirman lo dicho inicialmente: invita a Babilonia a sentarse por tierra y a entrar en las tinieblas, probablemente las del destierro. Lo cierto es que la situación pasada, aquella en que Babilonia era «señora de reinos», es cosa del pasado (v. 5). Cierto que Dios le había permitido hacer lo que hizo contra Judá y Jerusalén por estar airado contra su pueblo. Por eso el Señor le había entregado en sus manos su propia heredad y hasta la había profanado. Pero ella no mostró la más elemental compasión o piedad, su mano cayó pesadamente hasta sobre el anciano (v. 6). Babilonia se creía «señora eterna» (v. 7), pensaba que solo ella mandaba y disponía de los pueblos y hasta parece arrogarse el nombre del Señor: «Yo, y nadie más» (vv. 8 y 10). Lo que declara que no le ocurrirá, eso es lo que está por sucederle a Babilonia: ella, la declarada «voluptuosa», quedará sola y viuda; además, habrá perdido a sus hijos. Por más que hasta ahora podía vanagloriarse de sus

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hechicerías o del poder de sus sortilegios, ahora están por caer sobre ella esas dos desgracias: quedar viuda y sin hijos (vv. 8b-9). Babilonia se preciaba de no tener encima a nadie a quien debiera rendir cuentas («nadie me ve»), pero su sabiduría la ha llevado por caminos equivocados (v. 10). Tendrá que afrontar lo que nunca previó, una desgracia que no sabrá conjurar, un desastre terrible que no podrá evitar (v. 11). Los sortilegios y las hechicerías de que hace gala, lo aprendido desde su juventud, por más que se enorgullezca de ellos, no le servirán de nada. Ya podrán presentarse sus magos o los hechiceros que le predicen el tiempo: de nada le servirá. Esos muchos hechiceros apenas podrán servir para la quema: «no librarán sus vidas del poder de las llamas». No son siquiera ese rescoldo de brasa que permite cocer el pan o esa tenue llama ante la cual uno se sienta para calentarse (vv. 12-14). En una palabra, los hechiceros no servirán de nada; confundidos errará cada uno por su camino. Así Babilonia no contará con nadie que la salve (v. 15). 4. ISAÍAS 48 a) Is 48,1-11 La invitación a escuchar (v. 1) parece convertirse en verdadera lista: es la manera de subrayar la importancia de los destinatarios de la palabra del Señor, además de señalar la actitud requerida de parte de ellos. Esa invitación se explica por la importancia que dan a la «ciudad santa» y, sobre todo, porque tienen por apoyo al Señor, a Yahvé Sebaot, rey de Israel (v. 2). Si en algo parecería haber cierta contradicción es en el hecho de que se resalte esa confianza en el Señor cuando en el v. 1 se dijo que, si juran por el Señor, no lo hacen conforme a la verdad y la justicia. ¿Es o no positiva la actitud de que se habla? Dios habla del anuncio que él mismo hizo de las cosas pasadas que, por supuesto, se cumplieron. Pero, a pesar del tono insistente de los vv. 3-5a, no es muy claro a qué se refiere. Lo cierto es que hay una acusación en la medida en que el pueblo de Dios pudo atribuir lo sucedido a los ídolos (vv. 5b-6a). Una transición evidente ocurre cuando Dios hace saber «cosas nuevas», hechas («creadas») ahora y no antes. Por supuesto, esas «cosas nuevas» contrastan con las «pasadas» (v. 3). Si son cosas nuevas, nadie podrá decir al respecto: «ya las sabía» (vv. 6b-7).

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Aunque no se anota expresamente, esas cosas nuevas parecen tener que ver con la próxima liberación de los exilados. Parece, no obstante, haber una oposición radical entre la perfidia y rebeldía de Israel, que le viene desde el seno materno, y lo que hace el Señor (v. 8). ¿Qué hace él? «Me contuve para no arrancarte» (v. 9). Y si él no destruye, actúa con benevolencia «por amor de mi nombre, a causa de mi alabanza». Dicho de otra manera, Israel por sus pecados merecía ser arrancado del suelo nutricio, pero Dios se contuvo y solo lo purificó o lo afinó como a la plata en el crisol (v. 10). ¿Por qué ha actuado así? Lo ha hecho a causa de sí mismo, para que su nombre no fuera profanado, para no ceder a otro su gloria (v. 11). b) Is 48,12-15 Invitación a escuchar dirigida a «Jacob» en que lo más importante parece ser la autoafirmación que hace el Señor. Decir que él es el primero y el último tiene su equivalente en la otra afirmación, la que hace de él el creador de cielos y tierra (vv. 12-13). Si eso es verdad, también lo será que se cumpla lo que él anuncia. ¿Cómo se cumplirá? Cuando Ciro de Persia, aquí llamado «amigo», realice la misión que él le ha encomendado. Si su triunfo (mediante él realiza la encomienda recibida) ha de ser «contra Babilonia y la raza de los caldeos» (vv. 14-15), no es difícil entender que lo dicho sobre su tarea tiene implicaciones muy directas para la liberación de aquellos habitantes de Judá y Jerusalén que fueron deportados a Babilonia. c) Is 48,16-22 No se especifica claramente quién recibe la nueva invitación a escuchar, pero pronto resulta claro el «tú» del destinatario de la palabra. Si el «yo» es el del Señor, que dice ser redentor, «Santo» de Israel e incluso «tu Dios», el «tú» tiene que ser precisamente el de Israel. Dios declara haberle hablado desde antiguo, pero esa es ahora la misión del profeta anónimo, de aquel a quien se le ha confiado «consolar» a su pueblo (40,1); el mismo profeta lo declara: «Y ahora el Señor me envía con su espíritu» (v. 16b). Dios instruye sobre lo provechoso, sobre el camino a seguir (v. 17). No se trata de dos cosas separadas: lo que aprovecha es seguir

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el camino del Señor. Pero lo constatable es el no, de palabra, obra o como sea, el no del pueblo a la voluntad de su Señor. Si ese «no» no hubiera sido la respuesta dada a su Dios, Israel podría gloriarse de una dicha extraordinaria, tan abundante como las aguas de un río, de una victoria tan inmensa como las olas del mar (v. 18). La antigua promesa de una descendencia numerosa como la arena de las playas del mar se habría realizado (v. 19, ver Gn 22,17, pero la comparación puede referirse al «polvo» de la tierra, como en Gn 13,16). Además, aclara el Señor, el nombre de esa descendencia nunca habría sido arrancado ni borrado. Si lo anterior parece delatar un fin, y un fin terrible a causa de la infidelidad del pueblo, el texto habla a continuación más bien de la liberación o restauración. Esta forma de proceder pudiera indicar que la deportación fue ese castigo terrible. Pero es claro que no significó la aniquilación. Aquí lo importante es que surge una orden inequívoca: es necesario salir de Babilonia, abandonar el país de los caldeos. Hasta parece que en una breve frase tenemos aquí claramente anunciado el contenido de la «buena nueva»: «El Señor rescató a su siervo Jacob» (v. 20). La seguridad de la realización se expresa hasta mediante el uso del perfecto para un acontecimiento futuro. Pero si hay liberación, «nuevo éxodo», hay que emprender el camino de regreso. Ese camino es un atravesar sequedales o tierras desérticas sin sufrir sed. Todo va a pasar como sucedió a la salida de Egipto. Si no se habla del alimento, el agua es vital. Pues bien, Dios hace brotar el agua de la roca (v. 21; ver Ex 17,1-7; Nm 20,1-13). Pero en medio de la alegría del regreso, entonces como siempre, suena la llamada de atención: «No hay paz para los malvados» (v. 22). 5. ISAÍAS 49-53 a) Is 49,1-7 El segundo canto del «siervo del Señor» empieza como una proclamación universal: el «siervo» invita a las islas y a los pueblos lejanos a escuchar. ¿Qué escucharán? Lo que hace el Señor: el acompaña a su «siervo». Eso es primeramente una elección: él lo eligió desde el comienzo de su existencia, desde que estaba en el seno de su madre (vv. 1.5; ver Jr 1,5). No es una acción puntual, momentánea, porque sigue acompañándolo: es una presencia constante.

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Esa elección tiene una finalidad: que el «siervo» hable en su nombre. Lo de que tiene que ser como espada o saeta serían comparaciones que no dirían nada si no entendemos que eso tiene sus implicaciones por comparación con la boca (v. 2). Pero no se trata de hablar por hablar; el hablar del «siervo» tiene sentido si Dios es el que llama y señala el mensaje. Y no solo tiene la iniciativa; ya sabemos que también acompaña con su protección y ayuda para que sea posible realizar la tarea recibida de dar a conocer lo que el Señor está por hacer. Si la fidelidad es necesaria, una declaración muy precisa hace saber al «siervo» que su misión lo glorificará. No parece que ese siervo sea «Israel», aunque así lo comprendió una glosa añadida a este v. 3. Frente a una labor difícil el «siervo» en un momento dado podrá pensar que se ha fatigado o esforzado en vano, preguntarse incluso si el Señor, su Dios, toma en cuenta sus afanes (v. 4). Pero si se ha esforzado por lograr la conversión de Jacob o para hacer que el pueblo esté unido a su Dios, esa misma fidelidad lo ha glorificado a los ojos de su Dios: él es la fuerza con la que puede realizar su tarea. Gracias a esa fidelidad suya hasta será poco que el Señor se sirva de él para hacer volver a Israel. Pero no es él el que se jacta de lo que hace: es el Señor quien declara que lo convertirá en luz que ilumine a las naciones. Por ello su salvación alcanzará a todos los confines de la tierra (v. 6). Como era de esperar, esa perspectiva tan declaradamente universalista tiene sus repercusiones en el NT: en Hch 13,47-48 tales palabras proféticas estaban realizándose cuando, ante el rechazo judío de la predicación del Evangelio, Pablo y Bernabé deciden anunciar esa Buena Nueva a los paganos. Y es ciertamente en Jesús en quien se manifiesta esa «luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32), según las palabras que Lucas atribuye a Zacarías. El texto mismo del segundo canto al final (v. 7) subraya que esa fidelidad a la misión recibida, aunque se tope con el desprecio o el rechazo, es meritoria a los ojos de Dios. Incluso alcanzará el reconocimiento de reyes y príncipes. b) Is 49,8-26 Es discutido como hay que considerar los vv. 8-9: ¿forman parte del segundo canto del «siervo» o no? En el segundo caso tendríamos

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que verlos como inicio de la sección siguiente. Para verlos como parte del segundo canto se alega el tono personal. Pero ese «te» varias veces repetido, ¿está en el texto porque Dios le habla al «siervo» o porque Dios le habla a su pueblo? Es difícil decidir. Inicialmente (v. 8a) tenemos algo que parece una promesa y es mejor referirla al pueblo. Viene luego (vv. 8b-9a) algo que podríamos tomar como la «historia» de una persona, el «siervo» o el pueblo (Jacob-Israel). A su propósito se afirma que es como una «alianza», alianza que sirve para «levantar» la tierra (probablemente en el sentido de país: se trataría de la «tierra prometida»), para repartir de nuevo aquellas heredades que fueron devastadas y cuyos habitantes tuvieron que partir al destierro. Parte de la tarea o misión consta precisamente en sacar a los presos para conducirlos a la plena libertad (v. 9a). Hablar de presos que pasan de la cárcel a la plena luz del día es una manera de hablar del fin del período de deportación. Salir de la prisión y emprender la marcha de regreso (vv. 9b-12) es todo uno. Habrá que ir como por montes y por valles: el camino es sinuoso. Pero en todas partes se beneficiará de la asistencia del Señor: él provee el agua, él brinda todo lo necesario, él protege del calor y del bochorno del sol. Si la descripción parece tópica, la idea de fondo es lo que importa: el Señor acompaña a su pueblo y lo protege. Y si eso es lo que estará ocurriendo, quien sepa gracias a quién suceden las cosas, solo podrá reaccionar prorrumpiendo en aclamaciones. Pero, ¿por qué quienes aclaman tienen que ser el cielo y la tierra o hasta los montes? ¿No tendrían que ser los beneficiarios de la acción del Señor los que deberían lanzar sus aclamaciones? Pero lo que importa es el motivo, la razón para aclamar: el Señor ha consolado (ver 40,1) a su pueblo, se ha compadecido de sus pobres (v. 13). Una acción imponente puede suscitar varias reacciones. Aquí quien no da crédito a sus ojos es Sión (Jerusalén). Pero lo que hace es mirar hacia atrás, al pasado: se queja de haber sido abandonada por el Señor, de olvido de su parte (v. 14). Notemos que en 40,27 era Israel quien se quejaba de abandono de parte de Dios. Más adelante (54,8a) Dios «confesará» haber abandonado a su pueblo por un momento y como castigo por sus malas obras. Aquí el Señor refuta con fuerza tal acusación. Para ello se sirve de comparaciones: ¿puede una mujer abandonar a su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque tal horror pudiera darse en este bajo mundo nuestro, el Señor declara no olvidarla (v. 15). El pueblo de Dios es «ella»; la famosa imagen parale-

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la, el Señor como esposo y el pueblo de Dios como esposa, nos viene de Oseas (2,4-23). La prueba de que no la olvida es hasta doble: la tiene «tatuada» en las palmas de las manos, sus muros (los de Jerusalén-Sión) están siempre a su vista. Que aquí hay expresiones muy antropomórficas es evidente. Al hablar de los muros de Jerusalén se expresa una doble tarea: los que reedifiquen esos muros tienen que apresurarse para completar su obra, los que vinieron y los convirtieron en un montón de ruinas tienen que salir y alejarse de ella cuanto antes (v. 17). Si eso fue como una interrupción, la imagen de la esposa sigue desarrollándose (vv. 18-21): muchos llegan a ella; sin duda son «sus hijos» que estaban lejos. Para una esposa los hijos son como el ceñidor o el velo de novia. Sus ruinas y su tierra abrazada no pueden menos de parecerle poca cosa para albergarlos; hasta dudará que sean precisamente sus hijos. Pero es Dios quien los hace venir y hasta los traen en brazos para que no se fatiguen (vv. 22). Si reyes y princesas tienen que ver en el asunto y hasta se postrarán ante la esposa, ¿qué habrá que pensar? «Sabrás que yo soy el Señor, que no se avergonzarán los que en él esperan» (v. 23). A estas alturas una doble pregunta (v. 24) sirve para recalcar la certeza de la liberación de los deportados. Lo que no sucede ordinariamente ocurre cuando él lo quiere, aunque el v. 25 añade a las comparaciones del valiente y del guerrero la de quien entra en litigio. Pues bien, quienquiera que sea aquel a quien se le reconoce un poder, llámese valiente, guerrero o litigante, el Señor se encarga de vencerlo. ¿Cuál será entonces el resultado? «A tus hijos (los versículos anteriores dirían que son los de Jerusalén) yo los salvaré». Los opresores, sin duda los de Jerusalén («tus opresores»), añade, tendrán literalmente que comer su propia carne o beber su propia sangre. Si eso de comerse uno a sí mismo nos suena como imagen poco natural, una cosa es segura: el mundo, todo él, sabrá que Yahvé es Yahvé, que él es el que salva y rescata. Por eso, en relación con lo que realiza, su mejor título es el de «Fuerte de Jacob» (v. 26). c) Is 50,1-3 Pasaje difícil porque da lugar, entre otras, a la pregunta radical: ¿ha sido Israel en cuanto esposa infiel francamente repudiada? Si así fueran las cosas, debería ser capaz de presentar el documento de divorcio. Por lo que a los israelitas se refiere, si hubieran sido vendi-

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dos como esclavos a un acreedor, también deberían poder señalarlo de modo inequívoco. Para que una y otra cosa hubieran ocurrido el motivo sería perfectamente claro: «por sus culpas fueron vendidos y por las rebeldías de ustedes fue vendida su madre» (v. 1). Quien ha fallado es el pueblo elegido: nadie responde si a Dios se le ocurre venir y llamar. ¿Será acaso porque su mano, demasiado corta, no alcanza para salvar o rescatar? No son así las cosas: el Señor es quien con el menor gesto puede hasta secar el mar y los ríos, convertirlos en desierto. Si él se lo propone hasta los mismos cielos estarán de luto (vv. 2-3). No se puede decir que sea corto de manos quien cuenta con ese poder. d) Is 50,4-11 El tercer canto del «siervo de Yahvé» resalta inicialmente el carácter profético del siervo. En efecto el misterioso «siervo» del Señor es como una lengua dócil que sabe comunicar palabras de aliento a quienes las necesitan. Pero para hablar, si eso se hace de parte de otro, primero hay que saber escuchar, como lo hace un buen discípulo en relación con su maestro. No se trata de que todo lo haga como por sí mismo: es el Señor quien vuelve disponibles sus oídos para esa escucha de su palabra (vv. 4-5). Realizar esa misión profética no es tan sencillo: la incomprensión, si no el rechazo, puede ser aquello a lo que hay que enfrentarse. Se diría que las expresiones incluso van más allá del simple rechazo: es la persecución declarada lo que el «siervo» encuentra. De lo que describe el v. 6, además de anticipar claramente el último canto (el más extenso), uno pudiera pensar que sus expresiones se acuñaron para realizarse en Jesús. Él, además de las recomendaciones que hace (sobre todo en Mt 5,39), es aquel a quien le escupen en la cara (Mt 26,67-68; Lc 22,63-65 solo habla de golpes; Mt 27,30; Mc 15,19, pero Jn 19,1-3 omite los salivazos y Lucas omite la escena). El siervo incluso dice con qué actitud soporta todo aquello: con buen ánimo y con la confianza puesta en el Señor; él sabe que con su ayuda nadie lo hará vacilar o fallar (vv. 7-9). El canto termina haciendo la invitación a escuchar al «siervo» (vv. 10-11). Es sobre todo lo que cabría esperar de quien tema al Señor. Cierto que la situación es difícil, tanto que se puede decir que uno anda como a oscuras. Pero esa es una razón de más para confiar

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en el Señor, para apoyarse solo en él. Es verdad que no todos son (somos) precisamente esos «temerosos de Dios» dispuestos a apoyarse solo en él. Hay quienes confían en su propio «fuego», sin duda en el que alumbran para sus sacrificios a los ídolos, a otros dioses. ¿Qué les espera a estos? El Señor asegura que estarán al alcance de su castigo, de su tormento (v. 11). e) Is 51,1-3 El Señor hace un llamado a escuchar; los destinatarios de tal invitación son quienes pueden ser descritos como «seguidores de lo justo». Por ello también podrá decirse que se dirige a quienes buscan al Señor con sinceridad (v. 1a). La invitación quiere que se mire hacia atrás, que uno vea hasta sus propios orígenes (vv. 1b-2). ¿Dónde están esos orígenes? Aunque Abrahán fue nombrado en algún momento (ver 41,8), lo que hemos visto hasta ahora nos haría pensar espontáneamente que Jacob-Israel es el gran antepasado del pueblo. Pero el texto habla precisamente de Abrahán y de Sara. Y uno ve la razón por la que aquí se habla de él: fue el primero a quien el Señor hizo la promesa de una descendencia numerosa. Dios puede incluso explicar que su promesa está bien lejos de haber quedado en nada: «lo bendije y lo multipliqué» En otras palabras, el Señor declara haber realizado lo que desde el principio le prometió a Abrahán: «De ti haré una nación grande y te bendeciré» (Gn 12,2). La «consolación» (otra vez se alude al comienzo, a 40,1) del Señor a Sión y sus ruinas consistirá o se manifestará en un cambio tan radical que será como transformar el desierto en Edén, la estepa en paraíso. Habiendo un cambio tan significativo, ¿qué reacción es de esperar de parte de aquellos que son los beneficiarios de su acción favorable? Que todo sea regocijo y alegría por lo que Dios ha hecho con uno es la consecuencia previsible, como lo es también para el creyente que corresponda al don de Dios con la alabanza y que exprese esa alabanza mediante cantos de júbilo (v. 3). f) Is 51,4-8 Dios manifiesta su justicia cuando salva efectivamente. Hasta se puede decir que salvar y hacer justicia son prácticamente sinónimos

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cuando se habla de Dios en los textos bíblicos. Pero aquí la afirmación de lo que Dios es y hace está relacionada con la invitación a escuchar que el Señor dirige a los miembros de su pueblo. Debe escuchar porque oirá una instrucción que es como la luz de las naciones (v. 4). Justicia y liberación están cerca; si proceden del brazo del Señor, serán una manifestación de su poder (v. 5a). Que las islas esperen en el Señor, que cuenten con él (v. 5b), es porque todo lo humano es perecedero; solo la justicia y la salvación, dones de Dios, son algo que dura, no lo que queda frustrado y sin realizarse (v. 6). Para Israel, para el pueblo del Señor en cuanto se mantiene firme en su seguimiento, en cuanto, además, manifiesta su fidelidad en el cumplimiento de la ley de Dios, hay en eso una invitación a no temer las afrentas o los ultrajes que pudieran venir de los hombres (v. 7). Eso desaparecerá como vestido que deshace la polilla o como lana que la tiña gasta hasta volver inservible. Al contrario, la justicia y la salvación que vienen del Señor son lo que permanece, algo que no puede ser atacado por esas plagas, ya que ellas solo pueden atacar y destruir la ropa que uno lleva (v. 8). g) Is 51,9-11 El corto pasaje comienza por una repetida invitación al brazo del Señor (el solo «despierta» suena hasta tres veces) para que realice ahora cuanto se nos cuenta que hizo en el pasado. Ese «invitatorio» no es seguido por una motivación de la alabanza, sino por una serie de preguntas (vv. 9b-10). Si el Señor fue quien partió a Rahab o atravesó el Dragón, si él secó el mar y lo convirtió en camino para su pueblo, ¿por qué ahora parece no hacer nada? Es claro que se pasa de aseveraciones de tipo mitológico, las que se refieren a Rahab (aunque en Is 30,7 se trate de una designación de Egipto, no se puede olvidar el origen mitológico del nombre ni el de las representaciones que evoca) o al Dragón, otras son de orientación histórica, pues tienen por telón de fondo las tradiciones del éxodo. Pero hay un punto de contacto: que Rahab y el Dragón se presenten como monstruos marinos, monstruos que, valga la redundancia, habitan en el mar, y que se hable del mar permite recordar que el mar se retiró para que Israel pudiera pasar y así alcanzara su liberación del poder de los egipcios. Las reminiscencias del éxodo habrán servido para hablar del «nuevo éxodo», aquel mediante el cual regresarán a Sión-Jerusalén

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los deportados a Babilonia. Naturalmente, lo que está por suceder solo puede provocar alegría y aclamaciones. La liberación del «nuevo éxodo» solo puede traer eso, un decirle adiós al penar y a los suspiros (v. 11). h) 51,12-16 El Señor consuela incluso cuando el pueblo de Dios (o Jerusalén) actúa como si ya no hubiera ningún consuelo posible para sus males. Si lo mortal, lo caduco de este mundo, nos hace desfallecer o perder la esperanza (v. 12), es porque no sabemos ver más allá de él: no consideramos que es mortal y que, en consecuencia, dura, si el Señor se lo permite, tanto como la hierba del campo, tanto como el heno o la paja. Quien mira solo al hombre olvida a su Hacedor y su poder, olvida al Señor que hizo el cielo y la tierra. El que se desanima no toma en cuenta que el poder de Dios puede humillar al opresor (v. 13). Con Dios nada puede faltarle a su pueblo (v. 14). Para los deportados debe prevalecer la esperanza de alcanzar la libertad porque el poder del Señor está con ellos; quedan vencidos los que se dejan vencer interiormente, no los que ponen su confianza en el Señor. Por eso hay que poner toda nuestra esperanza en el Señor y en su poder. El que puede todo es el Dios que salva, el que dice «Yo soy el Señor tu Dios». Y el Señor es el que, pudiéndolo todo, se pone al lado de su protegido, lo sostiene con su mano y ha dicho la palabra decisiva en la que se debe creer a toda costa: «mi pueblo eres tú» (vv. 15-16). Él no se arrepiente ni se echa para atrás cuando ha comprometido su palabra. i) Is 51,17-23 El doble «despierta» inicial establece un claro paralelo con los vv. 9-11. Como el Señor, Jerusalén-Sión debe despertar. Lo que le sucedió debe verse, por supuesto, como un castigo del Señor. Dicho mediante una imagen, eso ha sido como recibir de él una copa que se ha tenido que beber (v. 17). Es comprensible que al beber esa copa quedara como borracha, se encontrara de pronto tambaleante y sin nadie que la tomara de la mano o pudiera guiarla (v. 18). Encontrarse ebria y sin guía son cosas terribles; le dan la impresión de que no hay real-

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mente nadie que la consuele o la guíe (v. 19). No les va mejor a todos sus hijos: desfallecen y se sienten llenos de la ira del Señor. Ven solo la amenaza de su Dios y no algo que les devuelva la esperanza. Pero ha llegado la hora del consuelo para ella, la pobrecilla maltratada, borracha aunque no de vino. ¿Cómo será eso? Dios le quita de la mano la copa que en ella traía: ya no tendrá que seguir bebiendo ese cáliz. Ahora el Señor lo dará a quienes la afligieron (vv. 21-23). j) Is 52,1-6 El comienzo de esta sección es idéntico al de la anterior: un doble «despierta» es dirigido a Jerusalén (v. 1). Ella, la «ciudad santa», debe ponerse vestiduras de fiesta, aunque también revestirse de fortaleza. Ha podido estar llena de culpa, pero ya ha pagado el doble por sus delitos (ver 40,2); se comprende entonces que Dios la llame «ciudad santa»; es que tiene que haber correspondencia, pues es la ciudad del «Santo de Israel». Por ello para responder al nombre que lleva ni incircuncisos ni impuros entrarán dentro de sus muros. Pero también debe sacudirse el polvo que le ha quedado del largo camino al destierro y el del regreso. En ambas direcciones tuvo que atravesar el desierto. También tiene que librarse de las ataduras que tenía como cautiva (v. 2). La opresión del destierro, aunque fuera como un ser vendida de balde, se cambiará radicalmente: hay un rescate, pero no comprado con plata (v. 3). Hubo antes otras situaciones de opresión: la de Egipto, al principio de la historia del pueblo de Dios, o, luego, la de Asiria. Si las conquistas asirias se vieron usualmente como un castigo a causa de la infidelidad de Israel o de Judá, aquí se afirma que esa opresión fue sufrida «sin motivo» (v. 4). Pero tuvo su fin y lo mismo ocurrirá con la opresión de los babilonios (v. 5a). Pero, ¿qué se quiere decir exactamente? Tal vez no se quiera decir que no hubo motivo para un castigo divino consistente en las conquistas de asirios y babilonios, sino que la crueldad de unos y otros en cuanto duró mucho tiempo era algo indebido. Lo cierto es que esa crueldad está bien clara en los gritos de los dominadores y allí hay una constante blasfemia del nombre del Señor (v. 5b). Como quiera que sea, Dios promete su presencia benéfica. Si es fundamental ese «yo soy», si hasta es su nombre (ver Ex 3,13-15), también hay allí un «aquí estoy» para salvarte (ver 40,13; 41,10).

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k) Is 52,7-12 Esta sección, sobre los vv. 7-10, parecen un comentario o una ampliación de 40,9-11. Hay un mensajero (o mensajeros) que trae buenas noticias, que anuncia un «evangelio». Ese anuncio significa «paz» y «salvación» para quienes lo reciben; implica que Dios reina en Sión-Jerusalén. «El Señor (Dios) reina» es la afirmación característica de un grupo de salmos (Sal 47,9; 93,1; 95,3; 96,19; 97,1; 99,1; la Biblia de Jerusalén cita otros textos, sobre todo proféticos, que abundan en el mismo sentido, aunque no contengan la frase característica «Yahvé es rey»). ¿Dónde o cómo reina? La voz de los centinelas anuncia su retorno a Sión (v. 8). Al ocurrir eso la reacción previsible es que todos prorrumpan en gritos de júbilo. Pero parece haber cierta contradicción en cuanto tales gritos de júbilo han de proceder de las «soledades de Jerusalén», de la ciudad asolada y dejada con muy escasos habitantes. Pero eso deja suponer la transformación de la ciudad con la llegada de los deportados. De lo que no puede caber duda es de la razón de esa «buena noticia» extraordinaria: no está solo en que el Señor haga de nuevo acto de presencia en Sión-Jerusalén, sino también en que lo que él hace significa el rescate, la salvación, de su pueblo. El Señor, como anunciado desde el comienzo (40,1), «consuela a su pueblo» (v. 9). Pero la actuación se pinta como una empresa guerrera, al menos mediante la expresión, si el Señor «desnuda su santo brazo». Lo hace a la vista de todas las naciones. Por eso la salvación que él otorga a su pueblo es conocida y alcanza hasta los últimos confines de la tierra. Los beneficiarios son los miembros de su pueblo. Y, si son el pueblo del «santo de Israel», y hasta han de llevar el ajuar de su templo santo, no han de tocar nada impuro. Eso de tener que salir de «ella» se refiere sin duda a la impura Babilonia (v. 11). Los que regresan a Jerusalén no saldrán con prisas indebidas, a la carrera; Dios los acompaña y protege su retaguardia (v. 12) para que no tengan que huir desaforadamente. l) Is 52,13-53,12 El cuarto canto del «siervo» del Señor tiene probablemente su mejor paralelo del AT en Sal 22,2-22 (ver también Sab 2,12-22) y

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es el más amplio de los cuatro cantos. Describe los sufrimientos «vicarios» (53,4-5), ya entrevistos en el tercer canto (50,6-9). Para el NT será claro que era el anuncio de algo que estaba por venir y que todo se realizó en Jesús, en los sufrimientos de su pasión y de su cruz, en lo que él sufrió por nosotros.

IS 52,13-53,12 EN EL NUEVO TESTAMENTO En la imposibilidad de comentar todas las citas directas y hasta algunas de las indirectas (por lo menos las más importantes) o las reminiscencias de este texto en el NT, me parece oportuno ofrecer aquí, versículo por versículo, los textos más significativos: • Is 52,14: coronación de espinas (Mt 27,27-31 par; Jn 19,1-5) • Is 52,15: citado por Rom 15,21 • Is 53,1: citado por Jn 12,38; Rom 10,16 • Is 53,3 (con Sal 22,7-8): parece inspirar las «burlas» a Jesús durante su proceso (Mt 26,67-68; Mc 14,65; Lc 22,63-65; Jn 18,22-23) • Is 53,6.12: pudieran estar a la base de afirmaciones de Pablo, como la de Rom 4,23-25. Ver también 1 Pe 2,22-25 • Is 53,7: ver Mt 26,63 • Is 53,7-8: citado por Hch 8,32-33. El v. 7 pudiera ser el punto de arranque del título de «Cordero de Dios» (Jn 1,29) • Is 53,12: cita parcial en Lc 22,37 (Mc 15,28); 1 Pe 2,24. Por otra parte, es importante señalar que la descripción del «servidor sufriente» en este cuarto canto ejerce una influencia fundamental en la comprensión del mesianismo de Jesús. Si Jesús «tenía que padecer para así entrar en su gloria» (Lc 24,26), eso no forma parte de la idea «original» del Mesías, del Ungido de Yahvé, rey descendiente de David: la idea original era la de un rey glorioso. El citado pasaje de Lucas (y con él todo el NT) manifiesta, por consiguiente, una simbiosis entre el Mesías glorioso y el «servidor» sufriente. De esta forma se da razón del «escándalo de la cruz».

El «siervo» prosperará, se verá enaltecido (51,13), pero solo después de y a través de sus sufrimientos. El asombro ante su «figura» (aunque sea por otra razón que en el caso del «Caballero de la triste figura») o su apariencia se debe a algo que le ha sucedido: simple y sencillamente no tiene aspecto de hombre por estar tan desfigu-

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rado. Su apariencia dista mucho de ser la de un hombre común y corriente (v. 14). Admirarse, cerrar la boca de estupor es lo que harán ante él las naciones y sus reyes. Podrán ver lo que nunca les fue contado, lo que nadie ha podido decir que ocurriera antes (v. 15). Es bastante similar el sentido de 53,1: el brazo del Señor, su poder, está presente, pero ¿quién iba a creer que se manifestaría en la forma en que lo hace? El «siervo» es un retoño de vida, pero ¿quién iba a imaginar que surgiría como en tierra árida? En él no hay aspecto digno de estimación; todo lo que se pudiera hacer notar en él haría que acumuláramos los calificativos displicentes o despreciativos; más aún, nuestra primera reacción sería la de taparnos los ojos para no mirarlo (vv. 2-3). Pero esa apariencia despreciable estaba en él por llevar encima todas nuestras dolencias, por soportar nuestros dolores. Uno hubiera podido creer que recibía de Dios un castigo, pero lo que está ocurriendo es que él recibía las heridas merecidas por nuestras culpas y rebeldías. La gran verdad del caso es que «sus heridas nos han curado» (vv. 4-5). Lo que merecían nuestros pecados, ese castigo terrible, él lo está soportando por nosotros. Nosotros andábamos como ovejas descarriadas, cada uno seguía su propio camino (pero bien claro resulta que nuestro camino personal no era el camino de Dios), pero el Señor descargó sobre él el castigo a que todos nos habíamos vuelto acreedores (v. 6). Él se humilló por nosotros, fue llevado como un cordero al matadero, como una oveja a ser trasquilada: entiéndase que tal cosa le ocurrió sin que opusiera resistencia. Lo que parece poco normal, que ese cordero, que esa oveja ni siquiera abrieran la boca, es exactamente lo que se puede comprobar que ocurrió con él: simplemente «no abrió la boca» (v. 7). El v. 8 sugiere un proceso judicial ultrarrápido, para salvar las apariencias, porque lo que ocurre es un acto de violencia increíble: sufre «tras arresto, juicio». Pero eso a nadie le preocupa en lo más mínimo, ni siquiera porque significara arrancarlo de la tierra de los vivos o enterrarlo en forma ignominiosa. Allí está la gran injusticia: se hace tal cosa a quien no cometiera atropello alguno, a quien no se le encontró en la boca ningún engaño. Y este es un caso en que lo que hace el hombre lo hace Dios, pues él tuvo a bien quebrantarlo con dolencias (vv. 9-10). Pero no importan solo los terribles quebrantos. ¿Para qué todo eso? «Por las rebeldías de su pueblo ha sido herido». Y el servidor no parece simplemente haber aguantado todo lo que le caía encima porque no le quedaba otra: se ofrece a sí mismo como expia-

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ción, «las culpas de ellos (los miembros de su pueblo) él soporta» (v. 11). Todo lo hace en perfecta sumisión a la voluntad de Dios: «lo que plazca al Señor se cumplirá por medio de él». Si en cuanto hace van de par su sumisión a la voluntad del Señor y el ofrecer cuanto sufre como expiación por los demás, no es de extrañar el augurio con que se le acompaña al final del canto: «verá una descendencia, alargará sus días» (v. 10). O también: «verá la luz, se saciará» (v. 11). La conclusión abunda en el mismo sentido. Aparentemente ahora Dios es quien toma la palabra y lo hace para asegurarle al «siervo» que, por haber tomado sobre sí el pecado de la multitud y por haber presentado su intercesión a favor de los rebeldes, él (Dios) le dará su parte con los grandes. ¿De quién pudo decirse todo esto un poco más de cinco siglos antes de la venida de Cristo, de Jeremías, del anónimo «profeta de la consolación» o de algún otro? No lo sabemos a ciencia cierta. Pero parece un retrato anticipado del rechazo de Jesús de Nazaret, sobre todo en cuanto señala bastante claramente lo que Jesús hizo por los hombres: «se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). 6. ISAÍAS 54-55 a) Is 54,1-10 Ya en otro momento se ha presentado a Sión-Jerusalén como virgen o como esposa (49,14-26; 51,17-52,6), por lo que presentarla como mujer no es una exclusiva de Babilonia (47,1ss), aunque en su caso se hable de ella como de una mujer de mala vida. Aquí inicialmente Jerusalén es la estéril, la que ni siquiera ha dado a luz. A pesar de ello se la invita a prorrumpir en gritos de alegría y júbilo porque su situación va a cambiar, ha cambiado ya y radicalmente: la antes «abandonada» es la que ahora tiene hijos; de ellos se dice que incluso son más numerosos que los de la que ha estado «casada» (v. 1), que no ha tenido problemas matrimoniales. Porque los hijos han llegado a ser numerosos no queda otra cosa que hacer que ensanchar la propia tienda de campaña para que haya más espacio para albergarlos (v. 2). Que esto sea una imagen nos lo dicen las afirmaciones más generalizadoras que siguen (v. 3): la descendencia de Jerusalén

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serán «naciones»; el pueblo de Dios podrá repoblar ciudades que habían quedado en ruinas y sin habitantes. Ante el panorama de la descendencia resulta comprensible la invitación a no temer. Es que no habrá ahora nada de lo que tenga que avergonzarse, sonrojarse o quedar confundida. Incluso quedará atrás como algo olvidado o que no se recuerda la vergüenza de su juventud o la afrenta de su viudez (v. 4). ¿Cuál es la razón de fondo para hacer a un lado todo temor? Simplemente, ¿qué puede temer una esposa cuando el esposo amado está con ella? Por supuesto, el esposo es el Señor y hasta parece que se hace lo posible por enumerar sus títulos: el esposo es Yahvé Sebaot y él es también el «Creador/Hacedor», «el que rescata», el «Santo de Israel» y el «Dios de toda la tierra» (v. 5). Es verdad que el Señor ha podido considerar a su pueblo en esta ocasión como si fuera «mujer abandonada y de contristado espíritu». Pero, si cabe pensar que eso fue como un repudio, Dios hace la pregunta decisiva para que la respuesta sea negativa: «¿puede alguien repudiar a la esposa de su juventud?». El «dice tu Dios» conclusivo asegura eso, que la respuesta a la pregunta tiene que ser negativa (v. 6). Cierto que Dios pudo abandonarla (a causa de sus pecados), pero eso fue por un breve momento; él pudo castigarla en un arranque de furor ocultándole su rostro. Pero en contrapartida de ese castigo-abandono temporal se escucha la gran promesa: va a ser, es ya, objeto de compasión y hasta de un amor eterno (vv. 7-8). Lo que está ocurriendo entre Dios y su pueblo se puede comparar a lo que sucedió con Noé al término del diluvio: entonces Dios juró que no volverían a venir nunca más las aguas torrenciales del diluvio para destruir la vida que hay sobre la tierra (ver Gn 8,21-22; 9,11). Y como entonces se pudo hablar de una «alianza» (Gn 9,8-11), así sucede ahora: el juramento del Señor es una «alianza de paz» (v. 10). Si se quiere comprender en profundidad esa alianza, habrá que señalar que el Señor afirma que su amor no se apartará ya de la esposa. Cierto que la esposa tiene que aceptarlo, que ha de entender que semejante compromiso es el del Dios único que tiene compasión de la esposa. b) Is 54,11-17 Este pasaje se puede comprender como una versión alternativa de lo anterior. En todo caso, habla de Jerusalén y subraya el paso de

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la situación actual a otra mejor. El cambio de situación es una promesa de Dios: a la «pobrecilla, azotada por vientos, no consolada» (v. 11a), se le anuncia que estará cimentada, construida y edificada con piedras preciosas (vv. 11b-12). También el «vidente» del Apocalipsis describirá con lujo de detalles a la Jerusalén celestial como ciudad construida con piedras preciosas y la describirá con mayor lujo de detalles (Ap 21,1-22,15). Para Jerusalén lo nuevo será que sus hijos se harán verdaderos discípulos del gran Maestro que es el Señor (v. 13). Siguiendo sus enseñanzas, la ciudad tendrá por fundamento la justicia. Ya no temerá la opresión injustificada, el terror y los ataques destructivos de crueles enemigos que no tendrían piedad de ella. Si alguien se atreviera a atacarla, no será de parte del Señor. Aunque Dios ha creado al herrero y cuanto hace, aunque él ha creado al destructor para aniquilar, ningún arma, por bien forjada que esté, tendrá éxito contra Jerusalén (vv. 16-17a). Pero eso tiene una consecuencia: la misma Jerusalén debe mantenerse alejada del terror y de la opresión (vv. 1415). Así Jerusalén será una notable heredad; lo será para los «siervos» del Señor. ¡Grandes serán las victorias que obtendrán (v. 17b)! c) Is 55,1-11 El inicio de este pasaje parece derivar directamente de la afirmación de 54,13: «todos tus hijos serán discípulos del Señor». Si a esa declaración responde sobre todo el v. 3a, «apliquen el oído y acudan a mí, oigan y vivirá su alma», la invitación a comer y a beber sin tener que pagar (vv. 1-2a) parece referirse a eso mismo, 2b; por su parte, es como la transición de la imagen a la realidad de que se habla. Ahora bien, si Dios es como el «sabio» que instruye mediante su palabra a un grupo de discípulos, la relación que se crea entonces entre él y su pueblo se compara a la «alianza eterna» sellada con David. Aunque la Biblia de Jerusalén señala otros textos, que se hable precisamente de un «pacto eterno» indicaría que hay alguna relación con el oráculo de Natán (2 Sm 7,11b-16; Sal 89; etc.). Ahora bien, en las «últimas palabras» de David (2 Sm 23,1-7) se habla de la promesa divina a David precisamente como «alianza eterna» (v. 5). Aquí los vv. 4-5 podrían referirse a David. Pero es cierto que no hay en el «Déutero-Isaías» otros elementos precisos sobre la dinas-

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tía de David (sobre el «mesianismo dinástico») o sobre su restauración, si la dinastía desapareció con la conquista de Nabucodonosor. No obstante, lo que se afirma del papel que alguien podrá tener y de lo que hará podría entenderse precisamente en función de David y de su dinastía, por tanto de aquel descendiente de David que, según la promesa, llegue a ocupar el trono. Pero también allí es Dios, el Santo de Israel, quien actúa, como es su amor benevolente lo que su actuar traduce o manifiesta (vv. 4-5). La acción de gobernar y juzgar, por cierto descrita en 2 Sm 23,3b-4 como algo benéfico, pues es algo comparable a lo que son para la tierra la lluvia y el rocío, se refiere a un pueblo anteriormente desconocido. Uno no puede menos de preguntarse si se trata de los «nuevos» hijos de Jerusalén (ver 54,1-3) o si se trata de un pueblo distinto. Probablemente lo primero resulta mejor o responde de mejor manera a los desarrollos finales del «profeta de la consolación». Dios se manifiesta cercano a Jerusalén y a todo Israel, su pueblo, mediante lo que hace en su favor. De ahí deriva la invitación a buscarlo: «busquen al Señor mientras se deja encontrar» (v. 6). ¿Qué significa o qué implica ese «buscar»? Si primero expresamos las cosas negativamente, es abandonar el «mal camino», aquel trazado por los propios pensamientos torcidos y equivocados. Positivamente ese «buscar» implica el hecho de «volver» al Señor, de centrarse en él, de convertirse a él (v. 7). Si algo podemos decir de antemano es que él es compasivo y sabe perdonar. Con ello resulta claro que hay unos caminos, y antes unos pensamientos, que son torcidos o equivocados: esos son nuestros pensamientos y caminos. Pero otros son los del Señor y esos pensamientos y caminos nunca se podrán calificar de equivocados y torcidos (v. 8). Por ello la diferencia entre unos y otros es abismal. Los caminos del Señor (y sus pensamientos) aventajan a los nuestros tanto como dista el cielo de la tierra (v. 9). Los vv. 10-11 responden a y comentan una afirmación del «prólogo» y precisamente aquella de «la palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (40,8b). Aquí se subraya la tarea o misión que está llamada a realizar esa palabra. Por cierto, donde afirmaciones abstractas tal vez nos dirían poco o se quedarían cortas, una simple comparación, si la palabra de Dios es como la lluvia o la nieve que bajan del cielo, nos dirá algo más, lo hará en forma más evocadora. Es que cuando nos llega, y decimos que nos cae del cielo, el agua provoca una reacción en cadena, empapa la tierra, la fecunda y la

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hace germinar; al final del proceso, de esa reacción en cadena, el hombre tiene pan para comer y semilla para sembrar de nuevo sus campos; así se recomienza el proceso (v. 10). De modo semejante, la palabra que viene de Dios (decir que «sale» de su boca, bien lo captamos, es un «antropomorfismo») no dejará de realizar lo que Dios quiere, no volverá a él sin haber cumplido su misión (v. 11). Por supuesto, la palabra de Dios no realiza esa tarea en forma automática: es necesario que el hombre la acepte, la reciba en su corazón y trate de hacer que su vida y todos los dinamismos que la forman estén impregnados por ella: la propia vida, toda ella, debe inspirarse en ella y orientarse conforme a ella. d) Is 55,12-13 Apenas dos versículos bastan para concluir y para presentar como en síntesis el mensaje del «profeta de la consolación». Se sintetiza en cuanto «la buena nueva» de la liberación se repite: los exilados a Babilonia «saldrán» (de su destierro) y «serán traídos» (a Jerusalén). ¿Cómo? No importan los detalles materiales sobre el modo, lo que importa es el estado interior: «con alegría», «con paz». En esa frase (v. 12a) tenemos el motivo mismo del «nuevo éxodo». Es importante subrayar cómo se reacciona ante el hecho salvífico. Pero 12b habla de una reacción de la naturaleza. Podemos pensar, no obstante, que, si la naturaleza, los montes y las colinas, prorrumpen en gritos de júbilo, con mayor razón habrá de ser la reacción de quienes se benefician de la acción favorable del Señor, que rescata a los cautivos en Babilona. Pero también cuenta el fruto, el resultado futuro. También aquí una imagen vegetal dice lo que pasará. Si espinos y ortigas son reemplazados por cipreses y mirtos, eso sugiere que queda atrás la conducta humana que era comparable a espinas y abrojos y tendremos una conducta que es comparable a árboles o plantas que son buenos o benéficos. Hay un cambio para bien y lo que se sugiere son las buenas obras del pueblo de Dios. Se comprende entonces que esa conducta esté relacionada con el «renombre del Señor» y que se podrá considerar como una «señal eterna» (se habló de «alianza eterna» en el v. 5) y que de ella se afirma que no podrá ser borrada ni eliminada: es un «monumento perpetuo» (v. 13). * * *

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Si lo previsible es una restauración de Jerusalén con la vuelta de los exilados, si en eso se centra el mensaje del «profeta de la consolación», entre tantas bellas expresiones como hemos visto a lo largo de los 16 capítulos, se me ocurre subrayar la de 52,6: «Aquel día mi pueblo conocerá mi nombre y comprenderá que yo soy el que decía: “Aquí estoy”».

DÉUTERO-ISAÍAS (IS 40-55) Recorriste el breve comentario que te hemos ofrecido sobre los capítulos 40-55 de Isaías y, sobre todo, lo esperamos, has releído esos capítulos. Si no todo es fácil de comprender, dos cosas (entre otras) habrán llamado tu atención: 1) El entusiasmo con que se hace el anuncio de la próxima vuelta de los desterrados a Babilonia; así volverán a vivir en Jerusalén o en torno a esa «ciudad santa». 2) Para describir ese acontecimiento el «profeta de la consolación» recurre a imágenes o a explicaciones varias. En una breve composición personal señala qué imágenes o maneras de explicar lo que será la vuelta del exilio te han llamado la atención.

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La última parte del libro de Isaías, los capítulos 56-66, no da inmediamente la impresión de formar una unidad, pero no por ello deja de tener su importancia. Si nos dejamos guiar por el uso del NT, por las repercusiones que allí tiene, llama la atención el hecho de que Jesús identificase la propia misión con las palabras del comienzo del capítulo 61 (Lc 4,16ss, cita en vv. 18-19). Lo que reporta el evangelista que Jesús habría leído en la sinagoga de Nazaret es todo el v. 1 y la primera frase del v. 2. Pero Jesús no solo lee el texto; también lo comenta afirmando categóricamente que esas palabras de la Escritura se cumplen en el momento mismo entre los que asistieron al culto sinagogal y acaban de escuchar la lectura. Eso implica que «El Señor me ha enviado» y las varias frases sobre la finalidad de esa misión no solo señalan lo que pasó siglos atrás cuando Dios envió a un profeta. Jesús se considera como enviado de Dios para anunciar la «buena nueva a los pobres», buena nueva que es como el ofrecimiento de un «año de gracia de parte del Señor». Ojalá leamos estos capítulos del libro de Isaías gustando y saboreando la riqueza de su mensaje. I. INTRODUCCIÓN La tercera y última parte del libro de Isaías (Is 56-66) es conocida en la exégesis moderna como «Trito-Isaías». Que tengamos a un «tercer Isaías», fácil es comprenderlo, es un hecho relacionado con el de que habláramos antes de un «Déutero-Isaías» para Is 40-55, aunque ya vimos que pudiera ser mejor hablar del «profeta de la

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consolación de Israel». Pero a propósito de 40-55 se podría mantener que es una unidad, la obra de un autor, que lo allí contenido es la obra de un solo profeta anónimo de los últimos años de la deportación en Babilonia. Pero, si los nombres de «Déutero-Isaías» y «Trito-Isaías» se corresponden, entre la segunda y la tercera parte del libro de Isaías hay una diferencia importante. Si, como ya dijimos, se puede mantener con buenos argumentos que Isaías 40-55 es una unidad literaria, es más difícil argumentar que también Isaías 56-66 sea realmente una unidad de composición, que los oráculos procedan (en lo fundamental) de un solo autor. Decir a propósito de Is 56-66 que es una colección de oráculos varios probablemente explica mejor las cosas que afirmar su unidad. Si hay en ellos un común denominador, este se podría señalar hasta como por partida doble: 1) Hay elementos por los que positivamente podemos afirmar que estamos dentro de la «escuela de Isaías». 2) Todos esos oráculos (o la gran mayoría) se pueden considerar como posteriores a la época del exilio babilónico. Se situarían al regreso del exilio y en términos generales se puede afirmar que proceden de la época persa (538-332 a.C.). Hasta se señala como probable que el fondo primitivo esté formado por los capítulos 60-62 (en su caso sería menos difícil mantener la unidad literaria). Por otra parte, en esos capítulos es más clara la mirada retrospectiva: los tres capítulos suponen algo y ese algo es precisamente la predicación del «profeta de la consolación de Israel». No queremos decir que en los demás capítulos no se pueda notar ningún parentesco, pero sí que allí es más evidente y sostenido, a tal punto que en ese caso se pudiera hablar de una recopilación homogénea, de una unidad. Como sucede con el «segundo» Isaías, también en el caso del «tercer» Isaías estamos ante los oráculos o la predicación de un profeta: aquí más bien (por lo ya dicho) de varios profetas, pero para nosotros esos profetas quedan en el anonimato. Lo observable para nosotros, sobre todo en los términos de la exégesis crítica moderna, es que formarían parte de la «escuela de Isaías» y que se situarían aproximadamente al regreso del exilio en Babilonia o poco después. Fuera del hecho de que hayan llegado a formar parte del libro de Isaías, ¿dónde está el parentesco de «escuela»? Por lo menos dos cosas son de señalar: a) La convergencia fundamental en cuanto a ciertos títulos del Señor, sobre todo el de «Santo».

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b) La reserva manifestada en el recurso a las «fórmulas de mensajero», si comparamos estos capítulos con otros libros proféticos, como los de Jeremías y Ezequiel, por no hablar de los profetas menores. Tampoco Is 56-66 se puede reducir fácilmente a un esquema. Eso quiere decir que tenemos que ver cada texto por sí mismo, no como parte de un todo más amplio. Si acaso tendremos unidades de alguna extensión, como la ya señalada de los capítulos 60-62, en que la unidad de base es mayor que un oráculo aislado.

II. LOS TEXTOS 1. ISAÍAS 56-59 a) Is 56,1-9 El comienzo del pasaje (vv. 1-2) parece tener resonancias precisas: si se invita a velar por la equidad y la justicia en las relaciones interpersonales y la razón de esa invitación es que están por manifestarse la salvación y la justicia de Dios, hasta parecería que no ha llegado todavía la gran manifestación anunciada por el «profeta de la consolación de Israel». Pero hay una diferencia respecto a él: aquí no tiene un puesto fundamental el «nuevo éxodo», la liberación de quienes se encontraban cautivos en Babilonia. Como quiera que sea, la invitación del Señor a perseverar en la práctica del bien tiene connotaciones precisas: el que obra el bien es proclamado «dichoso», pero la condición para lograr esa felicidad es la fidelidad a los mandamientos de Dios, por ejemplo absteniéndose de profanar el sábado. Todo parece resumirse en eso de guardarse («guardar uno su mano») de practicar el mal. A continuación el pasaje adquiere dimensiones universalistas, aunque su alcance es limitado, pues lo que se dice se refiere solo al «extranjero» y al eunuco (vv. 3ss). Ese alcance es limitado por lo que implica el término «extranjero»: en el hebreo del AT no designa a cualquier no israelita de modo genérico; en la legislación sacerdotal es el no israelita que vive en medio de Israel y hasta se encuentra en situación de inferioridad (ver Lv 19,33-34). Y la razón para la exclusión del eunuco bien la dice lo que él señala como razón para su exclusión del pueblo de Dios: sería como un árbol seco, uno que no puede dar fruto.

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El v. 3 hablaba conjuntamente de eunucos y extranjeros; a continuación habrá cosas que se digan de cada uno de esos grupos en particular. De los eunucos (vv. 4-5), en cuanto observan el sábado y se mantienen fieles a la alianza, el profeta afirma que Dios mismo se encargará de darles en su templo «monumento y nombre» (yad vashem), cosa que será para cada uno de ellos mejor que una descendencia de hijos y de hijas; será como un «nombre eterno» que nadie podrá borrar. Por lo que a los «extranjeros» se refiere (vv. 67), Dios declara que los traerá hasta su monte santo y los llenará de alegría en el templo, en su «casa de oración». Pero también para ellos hay una condición, que se señala mediante coordenadas muy precisas: esos «extranjeros» tienen que ser los «adheridos al Señor»; además, frente al Señor han de ser verdaderos «siervos». Y también en su caso, después de las exigencias generales se pasa a señalamientos concretos, específicos, entre ellos la observancia del sábado y la fidelidad a la alianza. Quienes se mantengan firmes o constantes en esas disposiciones podrán presentarse con holocaustos y sacrificios que el Señor mismo aceptará en su templo. Así el templo del Señor en Jerusalén se convertirá en «casa de oración» para todos los pueblos o para aquellos de entre los pueblos que se adhieran a él; no lo será solo para el pueblo de Israel. Cuando Jesús expulsa a los vendedores del templo cita el versículo 7 (Mt 21,12-13; Mc 11,15-17; Lc 19,45-46), pero Jn 2,11ss, que sitúa el hecho al comienzo del ministerio de Jesús, no ofrece dicha cita. Los vv. 8-9, si son un oráculo del Señor Yahvé y se habla de lo que hace o ha hecho y que consiste en reunir a los deportados de Israel, a eso se añade el dato de que reunirá también a otros. No se precisa quiénes son esos «otros». Si el punto de comparación son los «dispersados de Israel», uno esperaría que se tratara de otra parte del mismo pueblo de Dios, aunque, por otra parte, que se les llame «bestias del campo» o del «bosque» y la invitación a comer podría sugerir que se trata más bien de los paganos. Entender las cosas de esta segunda manera incluso haría que el pasaje aparezca como más consistente: tendría una mayor unidad. b) Is 56,10-57,2 El pasaje habla de los jefes, de quienes están al frente del pueblo de Dios. No es fácil. Una parte de la dificultad de comprensión está en saber si hay que relacionar el texto con un contexto preciso.

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Uno puede preguntarse, en efecto, si no sería mejor considerar estos versículos, como también los que siguen, 57,3-13, como anteriores al exilio babilónico. En tal caso serían una crítica de la idolatría de signo cananeo que se practicó en el reino de Judá antes del exilio babilónico. Se critica a los jefes por su ceguera e indignidad. Su función sería la de velar por el pueblo, pero, comparados a perros guardianes, de ellos se dice que no pueden ladrar para señalar el peligro; y no lo pueden hacer por tener la boca ocupada. Se les declara ciegos y se afirma que no saben de hartura, lo que parece señalar dónde está su infidelidad en el cumplimiento de la tarea que les ha sido confiada; su atención funciona solo para asegurar el propio provecho, no para velar por la seguridad de quienes les han sido confiados. Entre esas autoridades que se critican se incluye a los videntes-visionarios (v. 10). El hecho de que se mencionen parece indicar que la crítica se dirige particularmente a las «autoridades religiosas», a todos los que forman parte del personal del templo de Jerusalén. La crítica señala que solo les interesa «medrar», que los mueve únicamente el propio provecho; la crítica profética señala que solo buscan cómo pasarla bien, por ejemplo entregándose al vino (vv. 11-12). Tenemos, por tanto, dos fallas que van de par: ocuparse únicamente del propio interés y no mostrar ningún interés en favor de los demás. Que el justo o los hombres de bien perezcan, que los malvados los hagan desaparecer, ¿qué les importa? Todo lo que se les ocurre decir es: que nos dejen a nosotros en paz, que a los demás les vaya bien o, en todo caso, que se las arreglen como puedan (57,1-2). Es triste, pero lo que se puede observar es el franco desinterés de los «pastores» (56,11) por sus «ovejas»; 57,2 lo expresa hasta de tres modos diferentes.

c) Is 57,3-13 En cierto modo no hay continuidad con lo anterior. El comienzo está dirigido a una pluralidad y esa introducción es seguida por una amplia descripción; ésta ciertamente comienza en el v. 7, pero ya lo que precede a este versículo señala hacia ella. Es posible, además, que la pluralidad inicial se identifique con la persona luego descrita. En efecto, los muchos pueden ser exactamente lo que allí se dice, «hijos de bruja, semilla de prostituta» (v. 3) y la descripción de los vv. 7-13 es precisamente la de una prostituta.

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La descripción de los «fornicarios», por utilizar el otro calificativo también indicado en el v. 3, se refiere a unos burlones, pero, además de nombrarlos, se señala la razón de su pecado (v. 4). Los versículos siguientes (5-6) precisan algo: el pecado en cuestión es el de la idolatría. Lo descrito, entrar en un encinar, ponerse a hacer el sacrificio debajo de un árbol frondoso, sacrificar a un niño en un torrente y hacer todo eso con cantos, ofrendas y libaciones, son prácticas idolátricas de que hablan los textos de la Biblia. Se debe añadir que parecen estar especialmente relacionadas con los cultos de la fecundidad heredados de los cananeos. (Es por ello que se puede proponer para el pasaje una fecha anterior al exilio babilónico.) Con el v. 7 se inicia la descripción del pueblo de Dios como prostituta. Que ese poner (o preparar) el lecho esté relacionado con el ofrecer sacrificios, que sacrificios y prostitución «cultual» estuvieran relacionados con los «altos», los montes o lugares altos de determinada región usados para prácticas religiosas varias, es cosa que parece particularmente típica de los cultos cananeos de la fecundidad. Para hacer su papel de prostituta, la «señora» pone su anuncio a las puertas de la ciudad: ¡hay que saber dónde encontrarla! Y donde ella se encuentra todo se orienta a eso, a entregarse a quien la busque. Por supuesto, hay que desnudarse, descubrir el lecho para poder extenderse en él y estar a la espera para recibir pronto a quien la busque sin hacerlo esperar, aunque no sin antes tocar la «mano» de ese que llega para saber si promete (v. 8). Por supuesto, «mano» es aquí un eufemismo; no tiene nada que ver con el monumento de 56,5 ni es exactamente saludar «de mano». La descripción que sigue (vv. 9ss) recurre a términos similares, aunque una parte de las imágenes no describe a la prostituta, sino a lo que representa, a los cultos idolátricos. Entre las imágenes relativas a los cultos idolátricos se encuentra indudablemente el aceite para Mélek (Moloc): la expresión nombra expresamente a un dios cananeo. Y con los cultos cananeos están estrechamente relacionados los «aromas», aunque uno podría pensar en los perfumes de la mujer para hacerse atrayente. Lo de los «emisarios» enviados a lo lejos ¿también tendrán que ver con eso de buscarse amantes? ¿Y qué tiene que ver con todo eso lo de hacerlos bajar al lugar de los muertos? Mucho caminar sin rendirse: ¿para qué ese camino? ¿Y qué «mano» es la que da vigor, como no sea la de los propios dioses (v. 11)? Que fuera una embustera con el propio Señor, que no le hicie-

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ra caso o no tuviera en cuenta su voluntad es una consecuencia previsible, si se habla del pueblo que se desentiende de Dios y de sus exigencias. En eso no hubo miedo, ni hubo temor de Dios, pero ¿a qué se refiere eso de «tener miedo» al inicio del versículo como algo distinto del temor de Dios? Pero no queda excluido que se trate de tener miedo al castigo divino en cuanto es algo merecido. Si todo lo anterior parecía más o menos una descripción objetiva, con los vv. 12-13 se pasa a una acusación: la «virtud» y los «hechos» denunciados tienen que ver con algo que no resulta de ningún provecho. Algo le va suceder y eso la hará gritar. Y no podrá ser ayudada por los que la rodean; que sean sus dioses o ídolos (sus «amantes») y que su suerte sea la de verse barridos por el viento puede considerarse como el castigo que Dios enviará a su pueblo. Y si se anuncia un castigo terrible, cabe la pregunta: ¿no habrá quién escape y se salve? Sí, pero solo alcanzará la salvación (y antes el perdón) el que se ampare en el Señor y confíe en él. Al que actúe así, movido por la conversión verdadera y por la renovación de la confianza en el verdadero Dios, se le promete que poseerá la tierra, que tendrá su herencia en el monte santo del Señor (v. 13b).

d) Is 57,14-21 El v. 14 parecería proceder directamente del «profeta de la consolación de Israel» y describir sintéticamente el «nuevo éxodo», la liberación de los deportados a Babilonia. Hace falta reparar todo para procurarse un lugar para vivir. Pero también hay que abrir un camino y quitar todo posible obstáculo; eso es lo necesario para que ese camino se pueda recorrer de la manera más fácil posible. Pero eso es un decir, una idea que circula, porque el Señor está por hablar, va a tomar la palabra. Quien lo introduce para que lo escuchemos lo califica como «Excelso y Sublime», y, por supuesto, es exactamente el «Santo de Israel» (v. 15a). Las palabras iniciales de su discurso corresponden a sus títulos. Declara que reside en lo que, para los hombres, se puede calificar como «lugar excelso y santo». Pero su aparente lejanía del mundo de los hombres no es una lejanía real, efectiva; él dice estar con el humilde y el abatido. Si resumimos lo que hace entre los hombres, debemos afirmar que él da ánimos o aviva el ánimo de humildes y abatidos (v. 15b).

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De manera más amplia o general el Señor declara que no disputará sin parar (con el hombre); ni su enojo será algo que durará indefinidamente. ¿Por qué? Porque entonces el «espíritu», sin duda el del hombre mortal (después eso se explica cuando el Señor se refiere a las «almas» o personas que ha creado) desmayaría; sus fuerzas limitadas se agotarían (v. 16). Es verdad que Dios ha intervenido para castigar, pero la culpa no es suya, sino de quien ha recibido sus golpes. Él ha castigado la sed de riquezas, la codicia humana; su castigo ha significado su ausencia: él se ha retirado, se ha alejado de su pueblo o, más extactamente, se ha alejado y ocultado de quienes le son infieles (v. 17). Pero el castigo, su alejamiento y hasta su «sordera», no son su última palabra. Con los vv. 18-19 pasamos a un registro más positivo: se expone la promesa que él hace a su pueblo; dicho brevemente, lo que el Señor hará es curar, dar nuevos ánimos, ser guía. Tanto cambiará la situación que la alabanza sucederá a los llantos. No importa que alguien pueda considerar que se encuentra lejos, ni será ventaja que alguien esté cerca: «lejos» o «cerca», ¿de dónde o de quién? Simplemente, lo que hará el Señor es curar y eso hará llegar la paz, la deseada paz. Pero, ¿de qué forma habrá paz? La logrará quien la desee y la merezca. Una cosa se puede afirmar de antemano: no hay paz para los malvados, para quienes son como mar agitada que solo es capaz de lanzar cieno o lodo a quien se le acerca (vv. 20-21). e) Is 58,1-12 (13-14) El presente pasaje es una proclamación que denuncia al pueblo de Dios («mi pueblo», «casa de Jacob») el hecho de vivir en una situación de rebeldía y de pecado (v. 1). Bien claro resulta, no obstante, que esos rebeldes no ven así su situación: supuestamente son quienes «buscan» al Señor; hasta serían, ellos lo declaran, los que encuentran su agrado en conocer los caminos que el Señor les prescribe. ¡Como si bastara conocer! En nombre de Dios el profeta recalca que no son realmente la clase de gente que busca al Señor. Aunque lo pretendan, no son personas que practican en serio la virtud. Lo que se puede señalar como hecho real e inobjetable es que no se interesan por todo aquello que realmente los conduciría a su Dios. La manera de expresar de qué se trata pudiera sugerir que no tomo en serio aquello del «rito», pero es que, más que de ritos o prácticas cultuales, de lo que habla el texto es de la orientación de la vida.

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La queja del pueblo respecto a su Señor es clara y precisa: «¿para qué ayunamos si no lo ves» (v. 3a)? Para Dios ese ayuno surge del interés y se acompaña de la explotación inhumana de los asalariados (v. 3b). Y también acompañan el ayuno con pleitos y violencia. Frente a ese ayuno Dios no puede dejar de hacer una invitación a no ayunar de esa manera. ¿Será ese el ayuno agradable al Señor, le será grato que simplemente uno incline la cabeza o que se vista de saco y se cubra de ceniza (vv. 4-5)? Dios rechaza eso, declara que él no se complace en el formalismo religioso, el de aquellos que piensan solo en hacer cosas que supuestamente agradan al Señor. Lo que Dios quiere y exige es que eliminemos el mal de nuestras relaciones con los demás, que no seamos de los que se complacen en tener bien «agarrado» al hermano, en tenerlo atado con coyundas y yugos hasta convertirlo en esclavo. Por el contrario, él se complace en quien comparte su pan con el hambriento, en quien hospeda en su casa al pobre que no tiene un techo para vivir, en quien ofrece vestido al desnudo para que se cubra; en una palabra, en quien nunca da la espalda al hermano que lo necesita (vv. 6-7). La fe, como la verdadera religión, hace abandonar el individualismo y compromete con los demás para buscar su bien. Por eso el Señor añade: el que practique lo que él señala tendrá luz de aurora y verá curadas sus heridas. Lo de «te precederá tu justicia» puede implicar que se le reconocerá por ser una persona justa, pero si esa frase está en paralelo con «la gloria del Señor te seguirá», puede también ser una manera de señalar la protección, la presencia benéfica del Señor que acompaña a quien le es fiel (v. 8). Es entonces el Señor, el justo por excelencia, quien precede y acompaña en el camino de la vida. ¿Qué ocurrirá entonces? Se podría constatar esa presencia de Dios que ayuda: si clamas, él te responde; si pides socorro, él se declara presente (v. 9a). Pero deben quedar claras las condiciones (vv. 9b-10a), aunque nos parezca que reiteran las que señalaban anteriormente los vv. 6-7. De modo semejante, se puede constatar que hay una reiteración de lo dicho en 8a mediante lo afirmado en 10b. Y se señala cuáles son los beneficios de la verdadera adhesión al Señor: él dará hartura a quien le sea fiel; hasta en los sequedales, él dará vigor a sus huesos y tendrá abundancia de agua; él será como un huerto bien regado o como un manantial de aguas que no se agotan (v. 11).

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De esa forma, por la fidelidad al Señor, se habrán reedificado las ruinas antiguas o seculares. El que vive su vida en conformidad con la voluntad del Señor hasta podrá levantar los cimientos de edificios (casas) de generaciones pasadas. No sonará extraño que a esa persona la reconozcan los demás mediante nombres como los de «reparador de brechas» y «restaurador de caminos frecuentados» (v. 12). Si algo cabe añadir aquí es que la Iglesia nos invita a escuchar este texto al inicio de la cuaresma: las prácticas, como el ayuno y la abstinencia, solo tienen sentido para quien intenta realmente «volver» al Señor y hacer de él el centro de su vida. Los vv. 13-14 tienen un tono similar, pero están centrados en el sábado, exigencia ya mencionada en 56,2.4.6. Pero la práctica del sábado tampoco puede convertirse en mero formalismo. El día santo del Señor no solo debe ser objeto de aprecio; tiene exigencias concretas, como las de no hacer negocios, evitar los viajes y la búsqueda del propio interés. También esta práctica se acompaña de la promesa del Señor: si se guarda el sábado, el Señor realizará en beneficio del fiel la promesa de la tierra hecha al antepasado Jacob.

f) Is 59,1-20 Más que una simple confesión de los pecados, individual o colectiva, tenemos en este amplio desarrollo una verdadera «liturgia penitencial». En efecto, hay una secuencia de varios momentos netamente distintos. La exhortación inicial del profeta se refiere a la situación de las relaciones mutuas entre el Señor y su pueblo (vv. 1-2). El pueblo fácilmente podría escudarse en una queja, por ejemplo la de «Dios no nos oye». Tal como nosotros expresamos las cosas hasta parecería que él sería el culpable de cualquier situación difícil. No es cierto, dice el profeta, la mano de Dios no resulta demasiado corta, el poder de Dios no es tan limitado que, aunque uno lo piense, no alcance para salvar. Tampoco se podrá decir que su oído no logra percibir las súplicas de los hombres, oír sus peticiones. ¿Dónde está entonces el problema? El culpable es el pueblo de Dios; son sus faltas las que lo han separado de su Señor. Si él no oye es porque, a causa de los pecados de su pueblo, él ha escondido su rostro para no ver. Puede oír y ver; no quiere hacerlo por causa de los pecados de los hombres.

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ACUSACIÓN Si el v. 2 da a entender que Israel es el culpable, la acusación es larga (vv. 3-8), por más que la podamos considerar como un tanto repetitiva o que lleguemos a afirmar que en algunos casos no se pasa de algo genérico, por lo que no estamos solo en aquello de ir declarando una a una las faltas particulares. Por otra parte, hay que tomar en cuenta que se hacen los enunciados mediante imágenes; y esas imágenes no son forzosamente las que nosotros utilizaríamos, como al hablar de arañas y víboras (v. 5) o de hilos y vestidos (v. 6). El v. 3 es una enumeración de los miembros del cuerpo humano (los cuatro señalados van como por pares); a cada uno se le señala su falta propia, pero se indica antes la acción misma que su expresión mediante la palabra: • Manos: manchadas de sangre • Dedos: tarados de culpa • Labios: expresan falsedad (son «labios embusteros») • Lengua: habla con perfidia La enumeración propiamente dicha, a partir del v. 4, se puede resumir así: a) 4a: No hay quien reclame con la justicia de su parte ni quien juzgue lealmente b) 4b: Se confía en la nada: ¿será confiando en los ídolos o apoyándose en la propia mentira? Ya el v. 3 decía que «hablan con falsedad» c) 4c: Conciben malicia y paren iniquidad d) 5: Se habla de víboras y arañas, de animales ponzoñosos que protegen lo suyo, específicamente los propios huevos. Eso parece sugerir el celo puesto en la propagación del mal e) 6a: Si algo parece positivo, como los hilos o la tela para un vestido, esos hilos no sirven para hacerse un vestido ni esa tela protegería el cuerpo de una persona f) 6b: Son fautores de obras inicuas, sus manos se emplean para acciones violentas g) 7a: Se apresuran («sus pies corren») al mal, corren para derramar sangre inocente h) 7b: Si las obras del hombre comienzan como «proyectos» del «corazón» (de la mente), esos proyectos son «inicuos» o malvados, por lo que uno se explica que su resultado sea «destrucción y quebranto» i) 8: Si se hace un «camino» con los pasos que se dan, ni hay «camino de paz» ni se puede señalar en esos pasos la presencia del dere-

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cho o de la justicia. De hecho no se hace camino como no sea en provecho propio. Además, si alguien sigue los caminos del malvado, seguro que no conocerá la paz. Como se ve, la falta de justicia es el pecado fundamental. La expresión lo proclama mediante la inclusión: se empieza y termina por la ausencia de justicia.

Si la acusación pintaba una situación muy negra, tiene la ventaja de conducir a la confesión de los propios pecados (vv. 9-15a). Así ahora se pasa a la enumeración de una serie de calamidades, pero la acusación anterior y algún dato preciso (vv. 12ss) indicaría que aquello que afecta como mal es consecuencia de los propios pecados. Estos son los sufrimientos especificados:

SUFRIMIENTOS: LO QUE OCURRE POR CAUSA DEL PECADO • 9a: Ausencia de derecho y de justicia • 9b: Andar en tinieblas y oscuridad cuando lo que se esperaba eran la luz y la claridad • 10a: Tener que andar palpando la pared y vacilar para avanzar por estar como ciegos • 10ba: Tropezar en pleno día como si fuera al anochecer, cuando llega la oscuridad • 10bb: Habitar entre los sanos como si fuera entre los muertos • 11a: Lanzar gritos en apariencia sin sentido como los osos o las palomas • 11b: Esperar en vano el derecho (ver 9a) y la salvación. ¡Curioso! También aquí justicia y derecho forman inclusión al mencionarse al comienzo y al final.

Todo eso sucede al pueblo de Dios porque, frente al Señor, han sido numerosas sus rebeldías; sí, los propios pecados dan testimonio contra aquel que los ha cometido. Los pecados son como un lastre que se carga, son un bagaje de que no podemos deshacernos. Por lo demás, parece que siempre caemos en lo mismo: todo es rebelarse contra el Señor y renegar de él; el tiempo se nos va en no seguir al propio Dios; lo que tenemos en la boca es solo opresión y revuelta;

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la vida se nos va en concebir y repetir en el propio corazón palabras engañosas (vv. 12-13). Expresando las cosas de manera impersonal, la conducta manifiesta el rechazo del juicio y de la justicia. Además se ve que en la plaza pública la verdad tropieza y la rectitud no tiene entrada. Es notoria la falta de verdad-fidelidad; el que se aparta del mal sufre despojo (vv. 14-15a). Por supuesto, el Señor no aprueba esa conducta. Si hasta nosotros podemos decir que esa manera de vivir atenta contra el derecho, tenemos que juzgar que es mala, que el modo de vivir del hombre anda descarriado (v. 15b). Dios subraya también la ausencia de un intercesor a favor del pueblo. ¿Qué hace entonces el Señor? Él se prepara y sus preparativos se enuncian en el v. 17. ¿Se refiere también a ellos «lo salvó su brazo y su justicia lo sostuvo» (v. 16b)? Es difícil responder. Pero a los preparativos del Señor han de responder unos resultados: «según sus merecimientos así pagará», por supuesto el Señor. Eso significa castigo para los rebeldes, porque él es quien da a cada uno lo que merecen sus obras (vv. 17-19). Esa actuación del Señor lo llevará a Sión. Allí lo previsible es que actúe para «rescatar a aquellos de Jacob que se conviertan de su rebeldía» (v. 20). Dios salva al que quiera ser salvado. g) Is 59,21 Breve oráculo en que el Señor señala que la alianza con su pueblo se traduce en una donación del «espíritu»; ese «espíritu» viene sobre su pueblo («sobre ti»). Pero también escucha unas «palabras». Son palabras que no se retirarán de él, del pueblo de Dios, ni en la presente ni en las sucesivas generaciones. Lo previsible entonces, lo que cabe suponer, es que el pueblo vivirá según su voluntad en la medida en que se deje guiar por él. Se insiste: Dios salva a quien quiera ser salvado.

2. ISAÍAS 60-62 a) Is 60,1-22 Como ya señalamos, se suelen considerar los capítulos 60-62 como el núcleo del Trito-Isaías y como una unidad. No cabe duda,

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por lo demás, que estamos ante un gran anuncio de la salvación; ese mensaje contrasta con las quejas que preceden y siguen estos tres capítulos. El conjunto del capítulo 60 es una unidad temática, aunque el desarrollo no sea perfectamente lineal, sobre todo si se desplazan los vv. 21-22 antes de 19-20. La invitación inicial, «resplandece porque ha llegado tu luz», da el tono. Y si al principio uno podría preguntarse a quién se refiere todo lo que se dice, al avanzar en la lectura del capítulo pronto se aclaran las cosas, porque se mencionan la «Casa» y los holocaustos que allí se ofrecen al Señor (v. 7): se habla de Jerusalén y del templo. Para que no nos quede la duda, el v. 14 menciona expresamente a la «ciudad del Señor», a «Sión del Santo de Israel». La descripción inicial (v. 1) señala un amanecer o una aurora simbólicos: llega la luz, como cuando nace el día, pero esa luz con la que Jerusalén debe brillar es la que viene del Señor, la que procede de su misma gloria. Hay allí, según el profeta, un contraste: a diferencia de lo que pasa con Jerusalén, iluminada por el Señor y de la que él es el amanecer, de la ciudad alumbrada por la gloria del Señor que está en ella, el resto de la tierra se encuentra en tinieblas, densa nube cubre a los demás pueblos (v. 2). Contraste entre noche sin luz y amanecer de claridad meridiana, pero no son momentos sucesivos en el desarrollo de un día, sino situaciones simultáneas; no son condicionamientos exteriores, sino descripción de lo que pasa al interior de las personas. Lo que realmente importa es el valor simbólico de luz y tinieblas. Ni se trata solo de saber quién tiene la luz de la gloria de Dios y quien carece de ella. Si la luz es el gran tesoro que todos quisieran, todos los pueblos y naciones se pondrán en marcha para llegar a aquella luz lejana que se muestra en Jerusalén (v. 3). El tono universalista del texto es indudable. Hay un cambio muy significativo cuando lo importante no es que las naciones busquen la luz de Dios en Jerusalén, cosa a la que todavía podría hacer referencia aquello de que «todos se reúnen y vienen a ti» (v. 4a). Ahora lo importante es que se congreguen en Jerusalén aquellos que son «sus hijos» y «sus hijas» (v. 4b). A propósito de estas hasta se dice que son llevadas en brazos. Uno piensa entonces que el universalismo fulgurante pierde algo de su brillo: los demás pueblos están como al servicio del pueblo de Dios. Esto se confirmaría mediante los dos versículos siguientes (vv. 5-6): aunque alguna expresión puede expresar la adhesión incondicional al Se-

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ñor, sobre todo la de que «vienen... pregonando alabanzas al Señor» (v. 6b), en general ahora el tono es más interesado: todos se dirigen a Jerusalén, cierto, pero es para llevar hasta allá las propias riquezas. Es como el pagar tributos e impuestos de Sal 72,10, aunque también allí se menciona la confesión del nombre del Señor (v. 11). Por supuesto, el oro y el incienso (v. 6) nos hacen pensar en el oro, el incienso y la mirra que traen los reyes venidos de Oriente y depositan a los pies de Jesús recién nacido (Mt 2,11). La descripción continúa, aunque el tono de lo dicho no sea siempre el mismo (vv. 7-9). El v. 7 señala que lo traído por esos extranjeros (Quedar y Nebayot señalan los rumbos de Transjordania, si no de Arabia) tiene una finalidad ritual o cultual: ovejas y machos cabríos son materia del holocausto que se ofrece al Señor. Y, si pasamos del este al oeste (v. 9), lo que traen las naves de Tarsis son tesoros de oro y plata, aunque también sirven esas naves para traer a los hijos e hijas de Jerusalén dispersados en Occidente. El v. 10 acentúa otra cosa. Ahora se trata de la reconstrucción de Jerusalén y de sus murallas, pero son extranjeros quienes hacen ese trabajo. La reconstrucción va de par con el hecho de que los reyes extranjeros estén al servicio de la ciudad. Pero ese pasaje también es importante en cuanto declara las «intenciones» del Señor respecto a su pueblo, ya se trate del pasado inmediato («en mi cólera te herí») o del presente («en mi benevolencia he tenido compasión de ti»). Los vv. 11-14 siguen hablando de los tesoros de las naciones. Jerusalén será «ciudad abierta», sus puertas no se cerrarán (v. 11). ¿Para qué? Para recibir a toda hora los tesoros de las naciones. Y se declara objeto de ruina completa a la nación o al reino que olvide someterse (¿al Señor o a quién?) y, sin duda, traer a Jerusalén su tributo.

LA CIUDAD SANTA Y LOS PUEBLOS: IS 60 Y AP 21-22 La descripción de Is 60 nos hace pensar en la de Ap 21-22. Pero la lectura de los textos nos permite señalar que el Apocalipsis da más relieve a la ciudad misma que a los pueblos que vienen a ella. Señalamos brevemente, a pesar de ello, algunos paralelos junto con las diferencias: • También en el Apocalipsis Jerusalén es la «ciudad santa», pero no es una ciudad terrestre construida por extranjeros, sino la ciudad celeste que baja de Dios.

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• Es el lugar de la presencia del Señor, templo de su gloria, pero «no vi en ella santuario alguno». Es que el Señor, y el Cordero, son su santuario; el templo de Jerusalén ya no tiene razón de ser. • También el Apocalipsis habla de oro, pero no es el que traen los pueblos y naciones, sea como tributo o como ofrenda. • Se viene a la ciudad santa para reconocer al Santo, sí, pero en el Apocalipsis la finalidad de todo está en el acceso a la vida. Para ello se habla de agua, que hay que entender en una doble vertiente simbólica, aludiendo al manantial del templo (Ez 47) o en referencia al bautismo. Se habla por ello del «manantial del agua de la vida» (Ap 21,6). • El Templo y la presencia del Señor se pueden expresar en términos de «luz»: «El Señor es mi luz y mi salvación» (Sal 27,1). Pero la luz del día para Jerusalén no es el sol, ni la de la noche es la luna (Is 60,19-20). De modo semejante, la luz que ilumina a la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, y si alguna lámpara necesita es al Cordero (Ap 21,23; ver también 22,5).

Aunque no sea precisamente la continuación inmediata de los vv. 6-9, que hablaban de los pueblos de oriente y de occidente, el v. 13 habla del norte, de las maderas preciosas del Líbano. En ello hay una alusión a las maderas que Salomón hizo venir del Líbano para la construcción del templo de Jerusalén (1 Re 5,15-32). Volviendo a una descripción más genérica, lo que se anuncia que ocurrirá (v. 14) es que aquellos que un día humillaron a la ciudad tendrán que venir a ella encorvados y humillados. Y tendrán que celebrarla como ciudad del Señor único, Dios de todos y Señor universal, pero particularmente reconocido como Santo de Israel. Entonces la suerte de Jerusalén habrá cambiado radicalmente: la antes abandonada, la que había quedado sola, la que pudo no tener a nadie que transitara por sus calles (podríamos añadir incluso que era la convertida en ruinas), rebosará ahora de lozanía y gozo. La nueva situación será permanente, durará «por los siglos de los siglos». Y si uno se pregunta de qué vivirá Jerusalén, el profeta lo declara mediante una imagen plástica muy precisa, aunque parecería que habla más bien de los hijos que de la ciudad: será como un infante que se nutre de la mejor leche posible. Su nodriza no queda en el anonimato, si se nutrirá precisamente de la «leche de las naciones». La afirmación no se hace como por descuido. Por si no fuera clara la primera afirmación, en paralelismo tenemos «con las riquezas de las naciones serás amamantada» (v. 16). Eso será el signo inequívoco de la presencia de Dios; será

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palpable o evidente que el Señor, «tu Salvador», es quien está presente; él es quien rescata y cuyo nombre es «Fuerte de Jacob». El don que el Señor hará a Jerusalén con su presencia serán el oro y la plata, el bronce y el hierro. Nótese que cada uno de esos metales reemplaza a otro de menor valor (tal metal en vez de tal otro). Jerusalén tendrá un tesoro de metales, pero, más importante que ellos, será aquel tesoro de la ciudad formado por cuanto procede de la Justicia y la Paz; en ellas residirá o de ellas derivará el verdadero bienestar (v. 17). Donde llega a reinar la justicia desaparecen la violencia, el despojo o el quebranto. Si algo se podrá mostrar serán unas murallas llamadas «Salvación» y unas puertas que tienen por nombre «Alabanza» (v. 18). Siendo «luz» sinónimo de «vida», a Jerusalén no le bastará tener luz de sol o de luna; una luz más importante, declarada «luz eterna», es el Señor, es su presencia (vv. 19-20). Pero se puede hablar de luz en sentido figurado; entonces lo que cuenta es lo que realza la hermosura, no solo la de la persona, sino hasta la de los lugares en que se vive, como la ciudad. Pues bien, la luz o claridad de Jerusalén será Dios mismo. Y para que no haya duda posible, se afirma con fuerza que el Señor no es un sol que mengua o una luna que se esconde; es una luz permanente, «eterna». Con esa luz se habrán acabado los días de duelo o de luto para Jerusalén, para todo el pueblo de Dios. Y no cuenta solo lo exterior, lo llamativo. Lo más importante será la transformación interior por la que los miembros del pueblo de Dios serán declarados justos; esos justos son los que heredarán la tierra, poseerán el país (v. 21). Pasando a otra imagen, se dice que el pueblo, obra de las manos de Dios, será como una bella plantación, plantación de la que el autor no puede menos de declararse contento. Con tal imagen, la de una plantación de Dios mismo, no es de extrañar que se hable de multiplicación. A su propósito se dice incluso que el más pequeño e insignificante de los miembros de la ciudad, del pueblo de Dios, se convertirá en un millar o en una nación poderosa. Y en esto Dios compromete su palabra, pues afirma que su promesa se cumplirá a su tiempo. b) Is 61,1-9 Si uno toma como descripción del contenido el título que se da a una determinada perícopa en las traducciones usuales de la Biblia,

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como la Biblia de Jerusalén, ello significaría que la sección solo habla de la misión del profeta. Y se podría precisar que tenemos prácticamente un relato de vocación. Pero quedarnos con esa idea sería fijarnos solo en el comienzo del oráculo. El tema que más ampliamente se desarrolla no es la vocación del profeta, sino la del pueblo de Dios. Incluso hay que añadir, por si no resultara el presupuesto indispensable, que el trasfondo de todo es la acción del Señor, que declara ser el Dios moral, el que señala al hombre unas exigencias de vida muy precisas. Hablar del «espíritu del Señor» (v. 1) es cosa que tiene su historia en la Biblia en general y en el libro de Isaías en particular. Uno puede pensar que dos coordenadas son posibles: a) El primer canto del «siervo del Señor» (Is 42,1), donde Dios mismo declara haber puesto su espíritu sobre el misterioso «siervo». b) No podemos olvidar Is 11,2, texto en que el «espíritu» es el origen de las cualidades del rey davídico o del Mesías venidero, de cuanto se requiere para que el rey davídico o el «Ungido» realicen su misión conforme a lo que de ellos se espera. Más lejanos quedarían los textos que hablan del don del «espíritu» a todos los miembros del pueblo de Dios y hasta lo describen mediante la imagen de algo que se derrama desde arriba, como ocurre en Is 32,15. Si tomamos en cuenta la expresión, la frase «el espíritu está sobre mí» parece describir un don permanente, no algo que se recibe por un tiempo o como si fuera una ayuda de Dios que pudiéramos calificar de ocasional o temporal. No simplifica las cosas el hecho de que se hable luego de «unción»: esta, por lo que sabemos, antes del exilio babilónico era como el «sacramento» que hacía al rey, por tanto una exclusiva suya. De hecho, antes de David y fuera de él y su dinastía solo hubo la excepción de Saúl, ungido como rey por Samuel antes que David. Pero aquí todo parece indicar que se habla de una misión de carácter profético. La «unción» es la manera de señalar que Dios, que su «espíritu», es quien confía al profeta una misión, la del anuncio que debe hacer al pueblo de Dios; es como un «evangelio», una buena nueva que manifiesta, y realiza, la deseada transformación del pueblo de Dios. ¿Puede haber una buena noticia para un pobre como no sea la de salir de su pobreza? Y en los demás casos el paso de una situación de carencia a otra de bienestar es evidente, aunque se trate de imágenes: Dios interviene y así quedan vendados los corazones rotos, los cautivos reciben la liberación –con esto sin duda

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estamos todavía en el caso de los deportados a Babilonia– y los prisioneros alcanzan la plena libertad. El profeta es el responsable de anunciar que Dios interviene en la vida de su pueblo, de señalar que lo hace para cambiar las situaciones desastrosas para bien de su pueblo.

INTERVENCIÓN SALVADORA 1. Acciones y resultados (vv. 2b-3): • Consolar a los que lloran • Poner diadema en vez de ceniza • Ungir con aceite de gozo en vez de llevar vestidos de luto Con un resultado: serán como «robles de justicia» o «plantación del Señor» que en ellos manifiesta su gloria. 2. El hombre y su entorno (v. 5): • Reedificación de ruinas seculares, de ciudades en ruinas • Levantar de nuevo/restaurar lugares desolados 3. Extranjeros a su servicio como pastores, agricultores y viñadores (v. 6) 4. Vocación: «sacerdotes del Señor»-«ministros de nuestro Dios» (v. 7a) 5. Manera de vivir: «comer» la riqueza de las naciones y heredar su «gloria» (v. 7b), todo lo valioso o provechoso que tengan 6. Herencia doble y alegría eterna por haber sufrido «castigo doble» (v. 7; ver Is 40,2)

El v. 8, que subraya el «yo» del Señor, señala que él ama el derecho, se complace en la justicia; por el contrario, «aborrece», no aprueba, cuanto suene a crimen y rapiña. El Señor va a ser para su pueblo, hablando a lo humano, como un amo que paga, puntualmente y de manera leal, el salario de cada uno. Y la relación que mantendrá con ellos será como un «pacto eterno», una alianza que se mantendrá de manera estable (v. 8; ver Is 55,3). ¿Con todo eso qué se puede prever para el futuro? Vistas las cosas a lo humano lo previsible es que el pueblo de Dios sea reconocido entre las naciones y los pueblos. Pero hasta interviene algo relacionado con la fe, si los demás van a ser capaces de ver al pueblo de Dios como «raza bendita del Señor (v. 9).

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c) Is 61,10-11 ¿Qué reacción podía provocar esa «buena nueva» como no fuera la acción de gracias? Es lo que tenemos aquí, pero la expresión en singular es debida a la «personificación» del pueblo de Dios. La explosión inicial de alegría en el Señor («con gozo me gozaré», «exulta mi alma») tiene una razón («porque»): el anuncio de salvación ha sido como un verse revestido de ropas de salvación, como un ser envuelto en un manto de justicia (v. 10). Nótese que, cuando se habla de la acción de Dios a favor de los suyos, aquí (como en muchos otros casos) salvación y justicia van de par: Dios manifiesta su justicia al salvar: salvando él manifiesta su justicia. De cara a esa salvación-justicia del Señor el pueblo de Dios se contempla a sí mismo como novio que reviste la diadema, como novia que se adorna con sus mejores joyas. Por supuesto, lo que hay que ponderar es la acción de Dios (v. 11): lo que él realiza se puede comparar a una tierra que hace germinar la semilla sembrada en ella, a un huerto bien cuidado que hace producir lo plantado en él. Por eso cuando el Señor hace geminar en su pueblo (campo, huerto) una semilla de justicia/salvación, lo esperado es que el pueblo responda con la alabanza. Y los pueblos serán testigos de esa alabanza, de ese reconocimiento agradecido. d) Is 62,1-9 El pasaje es como un «doble» de 60, aunque es más breve. El profeta declara que, por amor a Sión-Jerusalén, no puede callar, tiene que celebrar lo que el Señor hace por la ciudad santa, por su pueblo. Es necesario no callar hasta que lo anunciado se convierta en realidad, hasta que surja el resplandor de la justicia de Dios, hasta que su salvación brille como una antorcha luminosa (v. 1). ¿Qué ocurrirá ante esa salvación-justicia de Dios que se manifiesta? Reyes y pueblos contemplarán esa salvación de Dios que es como la gloria de su pueblo. La realidad nueva irá acompañada de un «nombre nuevo». Por supuesto, ese nombre se conocerá en su momento y será declarado por la boca del Señor mismo; no se dice de antemano (v. 2). Los vv. 3-4 proceden como en tres etapas para declarar lo que sucederá con Sión-Jerusalén, con el pueblo de Dios:

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• En mano de Dios será (la expresión, por si fuera necesario aclararlo, dice lo que será la ciudad santa gracias al favor de Dios, no como por sí misma) como un adorno y hasta como una tiara real. • Entonces Jerusalén no podrá ser llamada «Abandonada» ni su tierra «Desolada». Al contrario sus nombres serán «Mi complacencia» y «Desposada». • La razón de todo estará en que Dios encontrará en Jerusalén (y su tierra) sus complacencias. Así se podrá decir que la tierra del pueblo de Dios tiene marido. En este caso se subraya la idea, pues lo dicho por el final del v. 4 se repite en el 5. Los vv. 6-7 hablan de guardianes apostados sobre las murallas de Jerusalén, guardianes que no deben callarse. ¿Qué tienen que hacer? Serán como el recordatorio de lo que el Señor ha prometido; harán lo que se les encomienda hasta que el mismo Dios convierta a Jerusalén en alabanza de toda la tierra. Y Dios se compromete a no dar a sus enemigos lo que siembren o produzcan los del propio pueblo. Al contrario, «los que cosechen lo comerán, los que lo recolecten lo beberán». Teniendo esa comida y esa bebida ¿que harán? «Alabarán al Señor». Si algo nos parece raro es lo de «beberán en mis atrios sagrados». No es que se anuncie el «vino de consagrar»: cuando se iba al santuario del Señor, si había una comida con la carne del animal sacrificado (ver 1 Sm 1), también la bebida era parte del panorama: «Vayan y coman manjares grasos, beban bebidas dulces», les dice Esdras a los que participan en la lectura solemne de la ley durante la «fiesta del séptimo mes» (Esd 8,10), la de las Tiendas. e) Is 62,10-12 Estos versículos por su tono y contenido se podrían considerar junto con lo que precede, pero también se pueden considerar como la conclusión del conjunto de los capítulos 60-62. El v. 10 suena como una proclama; se hace a los que llegan y entran por las puertas de Jerusalén. Pero la proclama parece orden de actuar, porque hay que reparar el camino o quitar las piedras con que uno puede tropezar. Pero es también un signo para los pueblos. El v. 11 es la proclamación que resume el mensaje que el Señor hace oír a su pueblo; lo que Jerusalén, «hija de Sión», tiene que escuchar es que llega la salvación. Y llega también el Señor, dador de la salvación; él trae su salario, su recompensa. Con esa salvación del

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Señor, todo su pueblo tendrá un nombre: son el «Pueblo santo», son los «Rescatados del Señor». Paralelamente, la ciudad (Sión-Jerusalén) tendrá también su nombre; será la «Buscada», la «Ciudad no abandonada». Uno se pregunta: ¿será este el «nombre nuevo» del v. 2? Si este debe proceder del Señor, aquí la expresión impersonal diría que es el nombre que dan los pueblos, no el que da el Señor.

3. ISAÍAS 63-66 a) Is 63,1-6 «Fragmento de poema apocalíptico» (así la Biblia de Jerusalén), el pasaje parece un diálogo entre el Señor y su profeta. Ese diálogo se desarrolla mediante preguntas y respuestas: las preguntas las formula el profeta y Dios ofrece las respuestas. Dios se autopresenta como quien ha pisado la uva en el lagar y hasta se ve en sus vestidos la «sangre» de la uva. Unos cuantos datos nos aclaran el sentido. El Señor viene de Bosra, por tanto de Edom, enemigo por excelencia de Judá (Is 34). Que se hable de manera que hasta parece que Dios encuentra placer en la labor de pisotear al enemigo de su pueblo es muy del AT, a pesar de que también tenemos la antítesis cuando se le celebra como «Dios misericordioso y clemente, lento a la ira y rico en amor y fidelidad...» (Ex 34,6-7 y textos que dependen de él; ver aquí el v. 9). En el NT Jesús nos invita a llamar Padre a Dios y a perdonar a nuestros enemigos, no a buscar la venganza o a querer situarnos como por encima, tanto que eso hasta nos autorizaría a pedirle que nos dé la venganza de nuestros enemigos. b) Is 63,7-64,11 Puede variar el modo de ver la relación del resto del capítulo 63 con el capítulo 64. Uno de ellos será el considerar esos 24 versículos como una gran unidad. Lo más cercano a un texto como este sería la «lamentación colectiva» (como en Sal 44 y 89 o en el libro de las Lamentaciones), la meditación pausada sobre la infidelidad del pueblo en el pasado que se acompaña de la petición al Señor para que cambie aquellas tristes situaciones que el hombre no puede cambiar, pero que ha provocado con sus muchos pecados.

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Quien vea las cosas como debe, si mira el pasado del propio pueblo no puede dejar de reconocer las «misericordias» del Señor, la gran bondad que él ha manifestado con la casa de Israel. Lógicamente eso debería traducirse en alabanza, en acción de gracias (v. 7). Él declara que Israel es su pueblo y él es su Salvador. ¿Qué cabría esperar como respuesta a tales dones? Que los miembros de su pueblo fuesen leales. Ahora bien, si Dios personalmente rescató y salvo por amor y compasión (vv. 8-9), que se encuentre con la rebelión decidida no es lo esperado; él entonces es como un enemigo que hace la guerra (v. 10). El «acordarse de los días antiguos» (v. 11) hace considerar sobre todo la famosa epopeya nacional de los comienzos, con los acontecimientos del éxodo de Egipto y del caminar por el desierto; en ese caminar sobresale el milagro del mar, pero después hubo que proseguir el camino hasta alcanzar el descanso de la tierra prometida (vv. 11-14). Por supuesto es la acción personal del Señor lo que permitió lograr todo aquello. Ese pasado glorioso hace surgir las preguntas y hay que decir las cosas en plural porque son varias las que surgen (vv. 15, 17 y 18). Pero las preguntas son precedidas (v. 15a) por una especie de invitación a mirar o reconsiderar las preguntas que el orante le hace a Dios. Y lo que no es pregunta son afirmaciones de fe en que se apoyan las preguntas. Si las preguntas iniciales se refieren al celo y al amor del Señor (v. 15), la afirmación de fe es muy precisa: él es el verdadero Padre; no se puede decir lo mismo de Abrahán o de Isaac-Jacob (v. 16). Y como Padre, el nombre que al Señor le convendría mejor es «El que nos rescata», y eso desde siempre. La pregunta del v. 17 parece osada: podría uno decir que se le achaca a Dios lo que es el resultado de nuestra libertad: «¿por qué nos dejaste errar, por qué nos dejaste endurecer nuestros corazones lejos de tu temor?». No tendría mérito que nos privara de la libertad para impedirnos errar, tomar un camino equivocado. Como quiera que sea, la petición que surge es que se vuelva a su pueblo, incluso que lo haga por amor a sus siervos, a las tribus que forman su heredad. La última pregunta tiene que ver con el santuario, el templo de Jerusalén; se le contempla, como si fuera antes de la restauración concluida en 515 a.C., invadido y pisoteado por los enemigos. Lo que sigue, la conclusión a que se llega, «somos desde antiguo gente a la que no gobiernas, no se nos llama por tu nombre» (v. 19a), se presta al mismo comentario que el v. 17.

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Se expresa a continuación (63,19b-64,2a) el deseo, la petición: «si rompieses los cielos y descendieses»; es el deseo y la añoranza de la presencia salvadora del Señor. Si él hiciera que tal cosa sucediera, ante su faz (su rostro) ocurriría lo que ocurre ante un fuego abrasador: los montes se derretirían, la hojarasca ardería, el agua herviría. Eso sería dar a conocer su nombre a sus adversarios, eso sería obligar a que –por hacer cosas terribles e inesperadas– las naciones se pusieran a temblar ante él. (El v. 2b, que considera lo pedido como hecho, «tú descendiste»; parece una glosa o adición.) Tiene particular relieve la confesión que sigue: por supuesto que «nunca se oyó, nunca se vio» algo semejante, algo comparable a lo que el creyente afirma de su Dios, del Dios verdadero; nadie puede afirmar que otro, fuera del Señor, fuera quien «tal hiciese para el que espera en él» (v. 3). Pablo dirá «anunciamos: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2,9, citando –reinterpretando el pasaje de Isaías– la Biblia de Jerusalén diría que también debemos considerar Jr 3,16, pero ese pasaje se refiere al arca de la alianza). Dios y el pueblo, ¿cómo caracterizar la relación mutua? Dios es el que está presente, se deja encontrar de quienes practican la justicia y siguen sus caminos. ¿El pueblo? Tiene que reconocer el propio pecado; su pasado lo delata: «fuimos pecadores». ¿Cabrá un futuro mejor? Eso parece decir la parte final del versículo: «estamos para siempre en tu camino y nos salvaremos», seremos salvados (v. 4). Los vv. 5-6a son una confesión más explícita del pecado. Lo que hacemos los hombres se puede describir como algo impuro e inmundo, hasta lo que sería nuestra justicia. Por eso andamos como hojarasca que el viento arrebata y se lleva. Lo terrible es que no se invoca al Señor, no despertamos para apoyarnos en él. Mirando la historia una doble constatación se impone: Dios ha abandonado a su pueblo a causa de sus pecados, pero, a pesar de todo, el Señor es el Padre de su pueblo (vv. 6b-7). Esa doble constatación lleva a expresar las relaciones mutuas mediante una doble comparación: somos arcilla frente al alfarero, hechura frente al Hacedor. De ahí nace la petición, petición de perdón. ¿Qué razón puede haber para la petición? solo una: «Somos tu pueblo» (v. 8). El perdón de Dios hará que cambien las cosas. Lo que se constata es la desolación de Sión-Jerusalén y hasta de otras «ciudades santas» (v. 9, no resulta claro si se habla de lugares precisos o de todos los que forman parte de la «tierra santa»). Otra constatación se refiere al tem-

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plo del Señor, que se encuentra en ruinas (v. 10). De ella surge la última pregunta: ¿eso no conmueve tus entrañas (v. 11)? c) Is 65,1-25 Es usual considerar que los dos capítulos finales del libro de Isaías forman una gran unidad. Si tratamos de describir su tono y contenido, la comparación con otros pasajes de tipo apocalíptico es lo primero que nos viene a la mente. Otra anotación general importante sería la de que nos cuesta ver cuál es el ritmo del texto y, más aún, señalar que sea precisamente el de una composición poética; sería un oráculo (o varios oráculos) fundamentalmente en prosa. El capítulo 65 habla del juicio que merece a Dios (es él quien habla desde el principio) el propio pueblo. ¿Por qué juzgarlo? Porque, por más que se haya hecho el encontradizo, a nadie parece llamarle la atención su presencia: nadie lo busca de verdad. Ya puede él gritar repetidamente «aquí estoy», eso no sirve de nada. Los suyos son gente que no invoca su nombre (v. 1). Ya puede él alargar sus manos, nadie se deja tocar o atraer. Dios tiene enfrente a un «pueblo rebelde» que sigue un «camino equivocado», el de los propios pensamientos (v. 2). Es un pueblo cuya conducta no puede provocar al Señor otra reacción que la de irritarlo. Eso de los «sacrificios en jardines» o «del incienso sobre ladrillos» (v. 3) es una referencia explícita a prácticas idolátricas. Del mismo género parece ser lo de andar por tumbas o cuevas oscuras durante la noche, lo de comer carne de cerdo o migajas (¿trozos?) de manjares impuros (v. 4). Los que tal hacen se consideran tan por encima de los demás que su contacto «santificaría» indebidamente a quienes no son santos (v. 5). Mediante la imagen del fuego y del humo el Señor sugiere que son buenos para la quema o para el horno encendido. Notemos que Pablo cita los vv. 1-2 (Rom 10,20-21) cuando habla del pecado de Israel. Por todo eso Dios declara que no descansará hasta haberles dado su merecido; lo hace con expresiones muy características: por un lado habla de algo (el pecado) que está escrito ante él y eso nos hace pensar en aquello del libro que Dios ha escrito y donde constan precisamente las faltas cometidas que hacen a uno acreedor al castigo consistente en ser borrado del libro de la vida (Ex 32,32-33...).

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Además, Dios declara que pondrá la paga merecida en su seno; como si no fuera suficiente decir las cosas una vez, la idea se repite (vv. 6-7). El pecado más grave sigue siendo el de la idolatría. Los vv. 8-10 son como un paréntesis: hablan de sobrevivientes, de un resto que se salvará. Dios declara que su destrucción no será total únicamente por amor a sus siervos, probablemente los antepasados de Israel, porque se habla expresamente de Jacob: por amor a esos siervos el Señor evita aniquilarlos a todos. Tanto Israel como Judá tendrán «simiente» o «herederos», que podrán habitar el país bíblico; se sugiere la abundancia de los dones del Señor mediante las vacas y ovejas del Sarón y del valle de Akor. Pero los pecadores, los adoradores de Gad, dios arameo de la fortuna, o de Mení, célebre desconocido, los que con ello olvidan el monte santo del Señor –al Señor mismo–, están destinados a la espada y serán degollados sin compasión. ¿Por qué? La acusación del Señor no admite discusión: en vez de escuchar y responder («llamé y no respondieron, hablé y no oyeron») a su Dios, se apartaron de él haciendo lo que él no aprueba, lo que le desagrada. Por ello Dios declara que habrá una diferencia importante: mientras sus siervos tendrán que comer, ellos pasarán hambre.

BUENOS Y MALOS: LO QUE LES ESPERA (VV. 13-14) Buenos («siervos»): «Comerán» «Beberán» «Se alegrarán» «Cantarán»

Malvados: «Pasarán hambre» «Tendrán sed» «Pasarán vergüenza» «Gritarán de tristeza, gemirán»

El nombre de los malvados, si para algo podrá sobrevivir es para servir de imprecación malevolente. Por el contrario, los «siervos» recibirán un nombre nuevo. Lo del nombre nuevo es toda una tradición que comienza con la promesa a Jerusalén en Is 1,26. En la tercera parte de Isaías, si hay alguna afirmación genérica (62,2), ya hemos encontrado aquello del «monumento y nombre», del nombre que no podrá ser borrado (Is 56,5). Aquí se pondera lo grandioso de ese nombre al decir que quien desee alcanzar bendición en

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este bajo mundo («en la tierra»), deseará que le toque en suerte la bendición del Dios del Amén, la bendición del Dios que promete y es fiel para cumplir lo prometido. También quien haga un juramento lo hará por el mismo Dios del Amén. Eso sucederá cuando las angustias primeras hayan sido olvidadas y hasta hayan quedado ocultas al Señor (vv. 15-16). Para que eso ocurra, Dios se compromete a crear unos cielos nuevos y una tierra nueva (v. 17). Tal vez ya hablaba de esto Is 51,6, pero nuestro texto y 66,2 son más claros al respecto (y les responderá en una perspectiva más decididamente escatológica Ap 21,1). ¿Será eso una vuelta al paraíso? Es una posible explicación, aunque el texto no lo dice claramente y aquí más bien subraya la diferencia entre ese cielo nuevo y esa tierra nueva y los cielos y el mundo antiguos. De una cosa no cabe duda: para el pueblo de Dios eso que Dios creará significará alegría y felicidad; Jerusalén y todo el pueblo reciben en cuanto «creación» del mismo Señor «Alegría» y «Regocijo» (v. 18). Dios mismo se alegrará por el regocijo de su pueblo. Además, la alegría será continua, permanente: no la interrumpirá ni llanto ni queja (v. 19). No solo no habrá quien muera como niño de pocos días, sino que no llegar a los cien años será el signo cierto de la maldición divina (v. 20). Esto, como se ve, es dar a la bendición una dimensión claramente temporal; todavía no hay la perspectiva de una eterna felicidad en la presencia del Señor. La dimensión terrena o temporal también es evidente en lo que sigue: de lo que habla el texto es de construir casas (o edificios) y habitarlas, de plantar viñas y de disfrutar de su producto... Por cierto, no se edificará para que otro habite el edificio, como tampoco se plantará para que otro disfrute lo que produzca la plantación (vv. 21-22). Al contrario, no se fatigarán en vano, ni tendrán hijos para que venga el susto o sobresalto cuando otros pueblos los invadan. Cuanto recibirán del Señor señalará que ellos y su descendencia son una raza bendita del Señor (v. 23). Y Dios afirma que velará para que así ocurran las cosas: estará tan atento que escuchará cuanto le digan y no tendrán que hablarle largamente para que responda (v. 24). Pensándolo bien, sí hay datos muy precisos en el v. 25 para pensar en una vuelta al paraíso, aunque al relato de Gn 3 (v. 14) alude a la serpiente y su castigo consistente en comer «polvo». Fuera de la mención de la serpiente, aquí otros elementos dependen de Is 11,7.9.

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d) Is 66,1-4 Oráculo relacionado con el templo (así en la Biblia de Jerusalén), pero cuando uno lo lee también tiene que reconocer que expresa la conducta adecuada y la conducta abominable del idólatra. El inicio está formado por una afirmación y una pregunta del Señor. La afirmación («los cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies», v. 1a) es una declaración sobre la omnipresencia del Señor y hasta se pudiera relacionar con la crítica profética del templo, y esto se precisa con la pregunta (vv. 1b-2a), que lleva a considerar el pasaje como muy similar a 1 Re 8,27, a pesar de la diferencia de formulación. Otra pregunta más breve es la de saber quién puede ser objeto de la mirada del Señor. Él mismo responde a esa pregunta declarando que en él encuentran complacencia el humilde y el contrito, en el que tiembla ante su palabra (v. 2b), sin duda porque la recibe por lo que es; por eso se conmueve, trata de hacerla propia y de vivirla. Lo que sigue (v. 3) es sin duda una lista de actos de culto, pero es evidente que allí hay una enumeración doble; en ella se procede por oposición de lo legítimo y lo ilegítimo; esta segunda categoría señala lo abominable, lo idolátrico. Es legítimo sacrificar un buey o una oveja y también ofrecer incienso; en cambio es reprobable abatir a un hombre, desnucar a un perro, ofrecer una oblación de sangre de cerdo y bendecir a los ídolos. A propósito de la segunda lista el Señor señala el hecho de que todo eso procede de la propia iniciativa (de un «seguir los propios caminos»). Lo que se puede decir al respecto es que, quienes lo hacen, se complacen en los «monstruos abominables» a quienes ofrecen tales sacrificios. Ahora bien, si en eso se complacen, la complacencia del Señor estará en castigarlos y aterrorizarlos. La gravedad de sus faltas está en que no lo han querido escuchar y solo se complacen en lo que no va de acuerdo con su voluntad (v. 4).

e) Is 66,5-17 Cuando uno lee (o relee) el pasaje llama la atención que una parte del texto parece totalmente positiva: es una descripción de la restauración y presenta particularmente a Jerusalén como la madre que alimenta y acaricia a sus hijos (vv. 7-14). En cambio los vv. 1517 hablan de juicio; con ellos hay que leer el v. 6, que, casi al prin-

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cipio, habla de la «voz estruendosa» que viene del templo y es precisamente la voz del Señor. ¿Por qué esa voz pavorosa? Porque él «paga», da su merecido a todos sus enemigos. Si uno busca la clave, esta se encuentra al principio, en el v. 5. Que haya esa doble descripción, la que habla solo de los justos (vv. 7-14) y la que habla del castigo de los malvados (vv. 6 y 15-17), es comprensible cuando se puede hablar de personas que tiemblan ante la palabra del Señor y de otras que lo aborrecen; son quienes rechazan a los justos por una razón muy precisa, «por causa de mi nombre». Y son estos, los que no aceptan al Señor, los que orillan a Dios, si podemos expresarnos así, a mostrar su gloria o a manifestar cuán justificada es la alegría de los que lo obedecen. Por eso la manifestación del Señor es súbita y pone de manifiesto que la alegría de los justos tiene todas las razones del mundo para existir. Por eso también habrá esa otra manifestación consistente en castigar a los malvados, sobre todo a los idólatras. Así el v. 17 manifiesta una especie de vuelta a aquello de que hablaban los vv. 1-4. f) Is 66,18-24 Los últimos versículos del Trito-Isaías parecen estar relacionados con un juicio escatológico. ¿Por qué no simplificar y decir simplemente «son»? Porque la unidad del pasaje no parece lo más evidente. Si a ese juicio se refería el congregar a todos los pueblos, exactamente a todas las naciones y lenguas, y tendrá como resultados que todos ellos puedan ver su gloria (v. 18), uno esperaría que todos ellos fuesen juzgados. Ahora bien, de lo que se trata es de enviar unos cuantos mensajeros y precisamente «escapados», miembros dispersos del pueblo de Dios que el Señor ha podido reunir de nuevo. Y la pregunta que surge es: ¿para qué los envía, cuál es el objeto de su misión? Dos cosas parecen ir de par: «anunciarán mi gloria a todas las naciones» (fin del v. 19) y «traerán a todos sus hermanos de todas las naciones» (v. 20). Si lo segundo pudiera tomarse como expresión «particularista» relativa al hecho de reunir a todos los israelitas dispersos, que se diga que los traerán como ofrenda presentada al Señor y que se afirme también que de entre ellos él tomará a quienes puedan hacer de sacerdotes y levitas en el templo del Señor, parecen ideas que se explican de la mejor manera suponiendo que todo esto se refiere a los

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paganos (v. 21). Así, no se trata de congregar a los israelitas y solo a ellos; se habla realmente de formar un nuevo pueblo de Dios del que también formarán parte los paganos. De este nuevo pueblo de Dios se afirma que permanecerá en presencia del Señor igual que los «cielos nuevos» y la «tierra nueva» (v. 22). Si uno se hace la pregunta relativa a la duración de eso, lo mejor será pensar que se hace una afirmación en términos intemporales. Como quiera que sea, el nuevo pueblo de Dios se congregará para adorar al Señor celebrando en el templo sus novilunios y sus sábados (v. 23). Pero, cosa inesperada, resulta que sí hubo juicio; incluso Dios castigó o castiga a los malvados, pues al salir del templo lo que se contempla son los cadáveres de los que murieron castigados por Dios (v. 24). Y eso es como un «memorial» duradero: ni muere el gusano que consume aquellos cadáveres, ni se apaga el fuego que los consume. Si algo se puede decir a su propósito es que provocarán el asco y la náusea de todo el mundo. Eso será una invitación a tratar de no ser como ellos.

TRITO-ISAÍAS (IS 56-66) No es fácil hacerse una idea de la temática del Trito-Isaías y resumirla en una composición breve. Se te proponen por ello dos posibilidades: • Que te limites a los capítulos 60-62 y que trates de resumir las enseñanzas de esos capítulos: ¿Cuáles son las perspectivas de restauración que allí se presentan? ¿Por qué y cómo Is 61,1-2 es un texto importante en san Lucas? • Que trates de abarcar el conjunto del «Trito-Isaías» (Is 56-66) y señales las grandes ideas recurrentes en el conjunto. Para ello debes elaborar una composición de dos páginas señalando al menos tres grandes temas y explicándolos brevemente.

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Por las características de la presente colección, no ofrecemos una bibliografía más amplia o sistemática; los títulos seleccionados forman una lista muy limitada. Hemos incluido los mejores exponentes de lo que se puede leer en nuestra lengua, aunque incluimos obras en otras lenguas por su importancia decisiva. ALONSO SCHÖKEL, L. y J. L. SICRE, Los profetas, I, Cristiandad, Madrid 1980, pp. 91-395. Ambos autores trataron de ofrecer en esas páginas una visión de conjunto de todo el libro de Isaías. En ellos sobresale, como en otros estudios de Alonso Schökel que se hubieran podido citar, un interés por los aspectos literarios. Esa percepción y evaluación de lo literario tiene su importancia si, como afirmaba el autor, el libro de Isaías es la cumbre poética del AT. BONNARD, P.-E., Le Second Isaïe, son disciple et leurs continuateurs (EB), Gabalda, París 1972. Uno podrá estar en desacuerdo con el autor respecto a la solución de los problemas literarios, pero nunca podrá desdeñar una monografía analítica que estudia en detalle una parte importante del libro de Isaías y que lo hace tratando de descubrir las diferencias entre el profeta principal y sus redactores o continuadores. ELLIGER, K., Deuterojesaja, vol. I: Is 40,1-45,7 (BK XI/1), Neukirchen 1978. El comentario de Elliger a Is 40-55 se anunciaba como algo monumental (XI-531 páginas para cinco capítulos y una partecita de otro), pero quedó incompleto por la muerte del autor. Lo prosiguió luego Hermisson (H.-J.), Deuterojesaja, vol. II, Neukirchen 1987ss (publicado en fascículos). Si era de esperar que hubiese algunas diferencias, también el comentario a partir de 45,8 es detallado y minucioso. Uno y otro son instrumento obligado de trabajo para quien quiere profundizar los capítulos 40-55 del libro de Isaías.

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GARCÍA CORDERO, M., «Isaías», en Biblia comentada, III, BAC, Madrid 19672, pp. 73-391. Aunque el comentario del libro de Isaías forma parte de una obra (la Biblia comentada de la BAC, elaborada por profesores de la Universidad Pontificia de Salamanca) que fácilmente manifiesta su edad (por no decir sus cincuenta años de vida), no podemos olvidar que es parte del primer intento por comentar de manera sistemática el conjunto de la Biblia en nuestra lengua. JENSEN, J. Y W. H. IRWIN, «Isaías 1-39», en Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella 2005, pp. 350382 + Stuhlmuller, C., «Déutero-Isaías y Trito-Isaías», en Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, Antiguo Testamento, pp. 505-536; Pelletier, A.-M., «Isaías», en Comentario Bíblico Internacional, Verbo Divino, Estella 1999, pp. 872-910; Pagán (S.), «Isaías», en Comentario Bíblico Latinoamericano, AT vol. II, Verbo Divino, Estella 2007, pp. 261-328. De estos tres comentarios, parte de obras que tratan de ofrecer en uno o pocos volúmenes el comentario de toda la Biblia o del conjunto del AT, se podría hablar en forma similar; por eso evito las repeticiones al juntarlos: son comentarios sintéticos, bastante o muy breves: el número de páginas llega a ser inferior al de los capítulos del libro. Pero los tres son una buena ayuda para comenzar a hacerse una idea del mensaje del libro de Isaías y para iniciar la profundización de los problemas que presenta. RAD, G. VON, Teología del Antiguo Testamento, II, Sígueme, Salamanca 1972, sobre todo pp. 187-218, 299-325 y 349-352 (reeditado). La Teología de von Rad ya tiene su tiempo y no todos estarán de acuerdo con los puntos de vista del autor. Pero no deja de ser una obra recomendable como síntesis del mensaje de los profetas. Recordemos que la Teología de von Rad fue el primer intento sistemático por dar a conocer la teología propia de cada uno de los grandes autores bíblicos en vez de condensarla como impersonalmente en grandes temas, aunque al elaborarlos se señalaran las diferencias de los autores. WESTERMANN, C., Das Buch Jesaja 40-66 (ATD 19), Gotinga 19763. El comentario de Westermann no es muy amplio; como parte de una colección (ATD), tuvo que adoptar sus características. De su comentario se puede decir que trata de ofrecer al lector de incipiente o mediana cultura bíblica todo aquello que es necesario para comprender el texto bíblico, pero sin echar mano de o exigir el conocimiento directo de las lenguas originales. WILDBERGER, H., Jesaja 1-39, vols. I-III (BK X/1-3), Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1965-1982 (versión inglesa Minneapolis 19912002). El comentario de Wildberger a los capítulos 1-39 de Isaías tiene que ser descrito como monumental: abarca 1,733 páginas en la numeración continuada de los tres volúmenes (sin contar algunas de

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índices parciales en números romanos). El autor dedicó muchos años a comentar con minucia el texto bíblico, aunque sus puntos de vista pudieron considerarse como «semicríticos» por comparación con ideas que hoy circulan en torno a los oráculos de Isaías y a lo que se añadió a su obra.

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Acción de gracias. Salmo de orientación colectiva o individual en que se expresa el reconocimiento porque el Señor ha intervenido a favor de una persona o de una colectividad. Usualmente se describe la situación terrible en que la persona o la comunidad se encontraban, así como la intervención de Dios; la descripción alcanza tonos épicos. Apocalipsis. Término griego que significa «revelación». Entre los libros canónicos solo el Apocalipsis de Juan en el NT lleva ese título, pero hay libros no canónicos o secciones de libros canónicos, como Is 24-27 y 33-35, que se pueden catalogar dentro del género literario de la apocalíptica. Apocalíptica. Corriente visionaria derivada del profetismo. Aunque parezca redundancia, toma sobre todo el aspecto visionario, la descripción de visiones (Amós, Isaías, Ezequiel). Un discurso apocalíptico como Dn 10-12 es netamente predictivo, aunque parte de la supuesta «predicción» era historia conocida. La apocalíptica se interesa por la restauración del pueblo de Dios, sea en una perspectiva intramundana o con una orientación decididamente escatológica (ver la I parte, pp. 58-64). Consultar al Señor. Si el hombre siempre ha querido conocer la voluntad de Dios, en la época del AT había varios modos para «consultar a Yahvé», pero el más característico consistía en recurrir a un profeta reconocido y/o relacionado con algún santuario (mientras hubo muchos). Un texto como 2 Sm 5,17-25 hasta sugiere que la «consulta» tenía que hacerse de modo que el Señor solo tenía que decir «Sí» o «No» a lo que se le preguntaba (ver sobre todo los vv. 19-20). Denuncia. Género literario en que el profeta señala los pecados graves del pueblo de Dios o de alguna parte de sus miembros. Falso profeta. El nombre procede de la versión de los LXX: a los «profetas» que critica Jeremías o que son sus opositores en griego se les llama

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«falsos profetas». La razón de fondo estaría en el reproche que Jeremías hace a Jananías: «No te ha enviado el Señor, pero tú has hecho confiar a este pueblo en cosa falsa» (Jr 28,15). Como tantas veces lo dice Jeremías, es falso profeta quien pretende hablar en nombre de Dios sin haber sido enviado por él. Género literario. El magisterio ordinario de la Iglesia católica ha dado gran importancia a los «géneros literarios» desde la famosa encíclica Divino afflante Spiritu de Pío XII porque su adecuado discernimiento sería el criterio para clarificar el sentido literal. Decir que un texto pertenece a tal o cual género literario es detectar las coordenadas de la expresión literaria y el esquema seguido, y ayuda a la mejor percepción de la intención del autor. Géneros literarios derivados. Son aquellos que de suyo pertenecen a otro ámbito de la vida, por ejemplo el profano, como cuando se describe la intervención de Dios para juzgar como si fuera lo que ocurre cuando un tribunal se reúne para administrar justicia. Pero puede tratarse también del uso secundario de algo que ya nos situaba en el ámbito religioso, como cuando los oráculos de restauración para decirnos lo que Dios hace en favor de su pueblo, a partir de Is 40-55, siguen los caminos expresivos de los himnos o salmos de alabanza. Géneros literarios proféticos. Son aquellos que utilizaron los profetas para expresar su mensaje en sus oráculos. Esos géneros son varios (ver I parte, pp. 125-141). La división básica nos señala una doble orientación: a) denuncia del pecado, de Israel o de las naciones, con el señalamiento de la gravedad de la falta (las faltas) y el anuncio del castigo que merece (merecen); b) anuncio de salvación o restauración. Himno. Es un salmo que alaba al Señor. Usualmente constará de dos partes, muy desiguales, si consta de una invitación a la alabanza y de una exposición de la razón (las razones) que motivan dicha alabanza. No siempre tendremos esas dos partes como algo bien distinto y hasta con un «porque» que señala la transición de la invitación a alabar al Señor a la motivación para hacerlo (ver Sal 117). Hay desarrollos amplios que, aunque sin «invitatorio», solo se entienden como motivación de la alabanza y hasta pudiera darse el caso de un salmo que se limite a la sola invitación a alabar al Señor. Lamentación. Salmo en que el orante, sea un individuo o la comunidad, se queja ante Dios por lo que le sucede (supuestamente sin tener la culpa), y pide al Señor que intervenga para salvarlo. La seguridad de ser escuchado es tal que con frecuencia se pasa a la promesa de presentarse ante el Señor (en su templo) con una acción de gracias y hasta para ofrecerle un sacrificio. Mesianismo. Si es la esperanza puesta en el «Ungido» del Señor, algo se aclara su naturaleza cuando sabemos que en la época monárquica de Is-

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rael el Ungido es el rey, básicamente los descendientes de David en Jerusalén. Pero hubo una evolución: al desaparecer la dinastía davídica con la conquista de los babilonios, por siglos se espera la restauración de esa dinastía. La evolución última es aquella por la que confesamos a Jesús como Cristo (Ungido). La diferencia fundamental respecto al judaísmo se ve en el interrogatorio de Jesús por Pilato en Juan. Si la pregunta es «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33), Jesús declara «Sí, yo soy rey» (v. 37), pero no sin aclarar: «mi reino no es de este mundo, mi reino no es de aquí» (v. 36). Oráculo. Discurso o anuncio profético. El nombre de suyo se refiere a algo dicho por alguien. Es algo que procede de su boca. En el caso de los profetas el término señala algo dicho por la misma boca de Dios; la justificación estaría en la fórmula de Is 1,20: «porque la boca del Señor ha hablado». Bien comprendemos que la fórmula se sirve de un antropomorfismo si, para que Dios hable, tenemos que atribuirle una boca como si fuera un hombre. Predicción. Anuncio relativo al futuro. Jr 28,9 considera normal que el profeta denuncie las situaciones de pecado, pero enuncia el criterio por el que se reconocerá quién habla de parte de Dios en caso de anunciar la «paz» (algo positivo): «Si un profeta profetiza la paz, cuando se cumpla la palabra del profeta, se reconocerá que de verdad lo había enviado el Señor». Profecía. Si deriva de profeta, podemos darle como una doble acepción, pues se puede tomar en el sentido amplio de profetismo o equivaldrá más bien a un «dicho/oráculo» profético en particular. En esta segunda acepción no será raro que se subraye el carácter predictivo y que se le haga el equivalente de «predicción». Profeta. Término de origen griego que traduce el hebreo na¯bi’. En el pro inicial de profetes dos matices son posibles: 1) El profeta es quien habla en nombre y representación del Señor; 2) El profeta es quien anunció algo antes de que ocurriese efectivamente. En el primer caso se llamará profeta a quien habla en nombre de Dios; en el segundo se dirá de él que anunció algo que estaba todavía por venir. Esta segunda acepción tiene especial importancia en el NT, ya que ve a los profetas como quienes anunciaron tal o cual cosa que se había de realizar con la venida Cristo al mundo, aunque desde el AT sería más justo decir que es profeta quien habla de parte del Señor. Para ser más exactos, es importante añadir que en la historia de Israel los profetas (colectivamente llamados «hijos de profetas») pertenecían a asociaciones del personal cultual de los santuarios; por medio de ellos se «consultaba al Señor». Amós, cuando dice de sí mismo «yo no soy (era) profeta ni hijo de profeta» (Am 7,14), declara no pertenecer al personal cultual de Betel o de cualquier otro santuario. Así entendemos que profetas como Amós,

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Isaías, Miqueas o Jeremías critiquen a los «profetas» en vez de solidarizarse con ellos. Pero tardíamente son llamados profetas todos aquellos a quienes se reconoce que hablaron de parte de Dios. Profetas anteriores. Nombre que da la tradición judía a los libros de Josué, Jueces, 1-2 Samuel y 1-2 Reyes, libros que relatan algo de la historia del pueblo de Dios desde Josué hasta la conquista de Jerusalén por los babilonios. Profetas mayores. Nuestra tradición cristiana señala a cuatro como profetas mayores. Tres de ellos son los que señala el Eclesiástico, Isaías (Eclo 48,22-25 [25-28], Jeremías y Ezequiel (Eclo 49,7-9 [9-11]). El cuarto, Daniel, procede de los «Escritos» en la Biblia hebrea. Profetas menores. Son los «doce profetas» (Eclo 49,10), que la tradición judía, en razón de su brevedad, considera como un solo libro. Si este nombre y el anterior toman en cuenta el tamaño respectivo, no olvidemos que es una denominación relativa: Daniel, de los profetas mayores en nuestra tradición, no es mucho más extenso que Oseas. Profetismo. Movimiento complejo en la historia de Israel. Si lo limitáramos a los hombres que, por hablar en nombre del Señor y por tener tanta importancia sus oráculos, se coleccionan por sí mismos (así el libro de un profeta será, en principio, la colección de sus oráculos), el profetismo surgió en el siglo VIII a.C. con Amós. Pero estos profetas tienen su antecedente en hombres que, como Samuel, Natán, Elías y Eliseo, en algún momento hablaron de parte de Dios en una circunstancia determinada. No siempre tenemos la seguridad de que los datos de los libros históricos (Samuel y Reyes, sobre todo) deban ser tomados a la letra: la perspectiva posterior influyó, o pudo influir, en la manera de verlos. Y esos profetas aislados de algún modo están relacionados con los «profetas» de los santuarios, con los «hijos de profetas» o corporaciones proféticas. Promesa. Según la tradición bíblica, es el compromiso que hace el Señor a una persona, grupo de personas o colectividad de concederle algo. Las más significativas en la historia bíblica son aquellas que, hechas a individuos concretos, como Abrahán o David, tienen consecuencias para su descendencia respectiva. Promesa a David. Según 2 Sm 7,11b-16, el Señor dice a David que quería construirle una «casa» (templo), pero resultará lo contrario, que él le construirá a David una «casa»: siempre habrá un descendiente suyo que ocupe su trono. Esa es la «alianza eterna» de 2 Sm 23,5, las «amorosas y fieles promesas hechas a David» (Is 55,3). En Is 7,1-17 es clara la continuidad con el oráculo de Natán. Pero Ajaz no quiere dar fe a la promesa de Dios; por eso el anuncio del «Emmanuel» (v. 14) es señalar que va a ser descartado y reemplazado por un hijo que le va a nacer. Su mismo nombre («Dios-con-nosotros») subraya que Dios vela para cumplir sus promesas.

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Promesas a Abrahán. Es mejor aquí el plural porque, incluso sin considerar separadamente el compromiso de asistencia o ayuda, lo que Dios se compromete a asegurar al antepasado se refiere a dos cosas distintas, aunque relacionadas entre sí: Abrahán tendrá una descendencia numerosa («de ti haré una nación grande», Gn 12,2) y esa descendencia será dueña del país de Canaán («a tu descendencia daré esta tierra», Gn 12,7). Vidente (Visionario). Señalamos lo fundamental desde el punto de vista lingüístico en las pp. 32-33. Recordemos que hay un doble término hebreo, expresado mediante el participio, y que ese uso tiene como consecuencia que varias veces «ver» no señala el acto de los ojos, sino lo que ve interiormente el que es elegido por el Señor para anunciar su palabra. Señalamos que la tradición subraya el carácter de «vidente» a propósito de Isaías (Is 1,1; 2,1; 13,1): lo que su libro nos ofrece es una «visión» o una palabra que «vio». Visión. Que la «visión» tenga que ver con la recepción de los oráculos es particularmente claro en Isaías. Tenemos, en efecto, los datos que ofrecen quienes juntan, transmiten y ponen por escrito sus oráculos (Is 1,1; 2,1; 13,1) y otras alusiones (sobre todo Is 30,9-10). Fuera de los grandes relatos de vocación, las visiones tienen importancia sobre todo en Amós (7,1-9; 8,1.3; 9,1-4) y en Ezequiel, por no hablar de los textos apocalípticos.

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