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Raúl Caballero – La transmisión de los textos griegos en la antigüedad tardía y el mundo bizantino: Una ojeada histórica.
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ÁREA: Cultura Clásica – Literatura Griega.
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Raúl Caballero – La transmisión de los textos griegos en la antigüedad tardía y el mundo bizantino: Una ojeada histórica.
LA TRANSMISIÓN DE LOS TEXTOS GRIEGOS EN LA ANTIGÜEDAD TARDÍA Y EL MUNDO BIZANTINO: UNA OJEADA HISTÓRICA
ISBN- 978-84-9714-014-0
Raúl Caballero Universidad de Málaga
THESAURUS: transmisión, textos griegos, Antigüedad tardía, Bizancio, aticismo, segunda sofística, volumen, rollo, códice, manuscrito, biblioteca, trivium, quadrivium, León el Filósofo, Focio.
ESQUEMA: 1) Algunas claves de la historia bizantina 2) Aticismo y Segunda Sofística: los textos griegos en el renacimiento antonino 3) Una revolución ambivalente: del rollo al códice 4) La instrucción superior y la transmisión de los textos 5) Las Bibliotecas como factor de conservación y destrucción de los textos 6) Los ‘Siglos Oscuros’: continuidad y ruptura. 7) El Renacimiento macedonio: las élites cultas y la transmisión de los textos 8) Guía bibliográfica
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En el curso de los últimos decenios, la historia de los textos griegos en el “milenio bizantino” ha recibido una atención creciente por parte de especialistas en Bizantinística, Paleografía y Codicología griegas, cuyas aportaciones se han sumado a las de los filólogos clásicos, hasta hace poco casi únicos cultivadores de estos estudios. En las líneas que siguen, nos proponemos, haciéndonos eco de los trabajos más recientes en este terreno, ofrecer al lector una síntesis crítica y actualizada de los problemas más relevantes que tiene planteados la historia de los textos griegos. El análisis recorrerá, pues, las etapas, los caminos, las modalidades principales de la transmisión de la literatura griega y tratará de destacar los factores históricos, sociales y culturales que han desempeñado un papel decisivo en la conservación y/o pérdida de los textos en las épocas alta y mediobizantina; dentro de este marco general, seguiremos las formas cambiantes que, como en sucesivas metamorfosis, fue adoptando en este azaroso proceso el libro manuscrito tardoantiguo y bizantino, vehículo material de la transmisión. En suma, nuestro enfoque persigue encuadrar la historia de la transmisión textual griega -jalonada por nombres y hechos de sobra conocidos- en el contexto amplio de la vida política y cultural de Bizancio, ofreciendo claves para la comprensión de fenómenos que reciben una luz poderosa contemplados desde la perspectiva de la historia de la cultura.
1) Algunas claves de la historia bizantina
En los siglos que precedieron al renacimiento bizantino del siglo IX, que marca, en palabras de Alfonso Dain, el “paso de un océano a otro” en la historia de la transmisión manuscrita de los autores griegos, las condiciones históricas de la conservación de la literatura y de la actividad libraria y editorial, los cauces de la transmisión y el cultivo de los estudios clásicos en el Oriente griego aparecen ante el investigador cubiertos de espesas brumas. En este largo período, que se extiende convencionalmente desde la fundación de Constantinopla hasta el siglo IX, pueden distinguirse, en el campo de la historia de la transmisión, dos grandes etapas, que corren paralelas con la historia política, económica y social de la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media. En la época tardorromana o protobizantina (siglos IV-VII med.), que llega a su culminación con el reinado de Justiniano (527-565) y se prolonga hasta la irrupción de la dinastía heráclida, no se perciben en las regiones orientales del Imperio -a pesar del traslado de la capital a Constantinopla en 330- huellas de una ruptura significativa con las tradiciones romanas, ni siquiera después de que las provincias de Occidente se derrumbaran ante el empuje incontenible de los pueblos bárbaros y el 3 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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Imperio romano quedara reducido a las provincias orientales (476). El período sucesivo, desde mediados del siglo VII hasta la mitad del siglo IX, es uno de los más oscuros de la historia de la cultura y la erudición clásicas en Bizancio. Situado ante ellos, el historiador de los textos encontrará un desierto de más de dos siglos -no hay apenas manuscritos conservados que remonten a esta época- del que será ardua tarea dibujar un mínimo esbozo. Desde entonces, en efecto, por una serie de factores que analizaremos más adelante, se va estrechando progresivamente el campo literario de la transmisión y se pierde para siempre una gran parte de la herencia textual de la Antigüedad. En realidad, los bizantinos del siglo IX recogieron los restos de un naufragio y los salvaguardaron, casi en su integridad -todavía ellos leían una cantidad mayor de literatura griega que nosotros, pero no en una proporción considerable- del olvido de los siglos. ¿Cómo explicar ese ‘eslabón perdido’ de la historia de los textos en Bizancio? ¿Qué transformaciones se operaron a fines de la Antigüedad en el Imperio protobizantino para que se produjera el hiato del siglo VII?
Aun sin ser mi intención adentrarme en los agudos problemas de la periodización de la historia bizantina, sobre todo en lo que se refiere a sus comienzos, parece acertado situar el punto de arranque de Bizancio como producto histórico propio e individualizado en el reinado de Heraclio y de su dinastía, justamente a comienzos del siglo VII. En este largo período (610-717), en efecto, la aparición de un conjunto de nuevos factores externos y las transformaciones que acarrearon en el interior hicieron del Imperio una realidad nueva. El resquebrajamiento del Imperio de Justiniano y, con él, del mundo tardoantiguo en la pars Orientis, se consuma, en la segunda mitad del siglo VI, con la penetración eslava en los Balcanes, la conquista lombarda de las posesiones de Italia septentrional y central y la pérdida de las costas españolas, que delimitan claramente las fronteras noroccidentales del Imperio en el exarcado de Ravena. Pero estos movimientos de fronteras son sólo el preludio de las pérdidas críticas del siglo siguiente, cuando las bases económicas del Imperio tardorromano -ya mermadas tras las guerras sasánidas contra los persas-, saltan en pedazos a consecuencia de la conquista árabe de las regiones orientales (Egipto, Siria, Palestina, África), donde residían los puertos comerciales más florecientes del Mediterráneo oriental y los puntos principales de abastecimiento de trigo.
La amenaza exterior, constante a partir del siglo VII por ambos flancos del Imperio -los búlgaros en el Noreste, los musulmanes en el Mediterráneo y en el extremo oriental-, obligó a una profunda y escalonada reestructuración de la administración bizantina y del poder imperial: al concentrar en sus manos el poder civil 4 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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y militar, los generales (στρατηγοί) de los ejércitos acantonados en los distintos
θέματα -las nuevas unidades administrativas- devienen los principales depositarios del poder, absoluto y divino, del emperador, quien con tanta frecuencia no salía sino de las filas de la milicia. La defensa del Imperio, una vez reducido a los territorios italianos, la Grecia continental, el mar Egeo y Asia Menor, era el objetivo prioritario que debía asegurar la transformación administrativa. A medida que la mayoría de la población se va asentando en las comunidades rurales de los thémata, donde los campesinos recibían tierras en propiedad a cambio de su participación en las campañas defensivas anuales, el mundo urbano tardoantiguo se colapsa y no continúa vivo si no es en Constantinopla, la ciudad por excelencia. La ruralización de la sociedad, aunque ajena a la modalidad occidental del colonato prefeudal, se hace aún más profunda con la pérdida de las ciudades de Siria, Palestina y Egipto, viveros de la formación clásica. El Imperio pasa de ser una máquina burocrática eficiente -como en la época de Constantino el Grande- a convertirse en una estructura dominada por el estamento militar, que gestiona los recursos humanos y económicos de que dispone con vistas a la defensa numantina de sus fronteras nororientales (los Balcanes y Asia Menor).
Pero la conversión de Imperio romano de Oriente en Imperio greco-asiático – bizantino- es un hecho decisivo también en el terreno cultural y religioso. Como es sabido, los patriarcas orientales, en particular el de Alejandría, fueron los principales sostenedores de la herejía monofisita. Integrados en el Islam los focos de resistencia a Constantinopla, el patriarca de esta ciudad quedó como líder indiscutido de la Iglesia bizantina y defensor incontestado de la ortodoxia (al menos hasta el surgimiento de las luchas iconoclastas a principios del siglo siguiente). La heterogeneidad étnica y lingüística de la población era contrapesada por el efecto homogeneizador que producía la supremacía incontenible de la lengua griega y de la confesión ortodoxa: he ahí los elementos distintivos de la nueva civilización que se va configurando a lo largo del siglo VII y sellan el paso definitivo del mundo antiguo al mundo medieval en el Oriente griego; la herencia tardorromana se diluye -el latín deja de usarse como lengua de cancillería, los títulos imperiales se helenizan- o se integra en la nueva realidad.
Este conjunto de factores de muy diversa índole tuvieron efectos rupturistas en todos los niveles de la vida bizantina: crisis de la economía y las finanzas, crisis de la administración, crisis de los valores. Sus consecuencias no son menores en la vida 5 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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cultural y literaria, cuya pujanza se debilita a medida que el tejido urbano tardoantiguo va desapareciendo. Una de las manifestaciones más palpables de este declive es la contracción de la actividad de copia y edición de textos clásicos durante los dos siglos siguientes en Constantinopla. Si a los factores señalados añadimos las luchas religiosas que dominarán el siglo y pico siguiente (717-843), obligando a Bizancio a elegir trágicamente entre una tradición cristiana de corte oriental (iconoclasmo) y un cristianismo de filiación grecorromana (iconodulia), podremos valorar adecuadamente la depresión en que se sumerge la cultura profana en este trance crítico en que el mundo bizantino lucha por redefinir su identidad ante sí mismo y ante los demás.
Así pues, si queremos entender lo que supuso el movimiento humanístico iniciado en el s. IX en relación con la conservación de los textos clásicos, no queda otro camino que saltarse uno de los anillos de esa larga cadena que nos conduce a los testigos perdidos de la transmisión y remontarnos a las fuentes últimas de ese renacimiento, que no datan sino de la época antonina (s. II) y tardorromana (s. IV-VI).
2) Aticismo y Segunda Sofística: los textos griegos en el renacimiento antonino
Pese a ser abordado con frecuencia como un problema de orden lingüístico o literario, el aticismo es un fenómeno cultural específico de la Grecia romana que merece ser tratado en estas líneas a causa de sus íntimas conexiones con la historia de los textos en Bizancio. En efecto, el gusto de los escritores imperiales y bizantinos por el estilo ático clásico no sólo no fue una moda literaria pasajera, sin efectos normativos duraderos, sino que además condicionó decisivamente la conservación de la herencia literaria helénica en la Edad Media bizantina. Si en un cierto sentido no podemos sino sentir un vivo agradecimiento hacia esa persistente y artificiosa voluntad arcaizante de los bizantinos cultivados (a ella le debemos, al fin y al cabo, el que podamos leer todavía hoy a los clásicos de la literatura ateniense -oradores, poetas e historiadores, principalmente- que sirvieron de modelo a los escritores aticistas), es indudable que el aticismo tuvo efectos que a nosotros, estudiosos de la Antigüedad Clásica en su conjunto, nos parecen negativos: se impuso una jerarquía de los autores que valía la pena conservar y transmitir (especialmente en ámbito escolar), y no pocos de los que se descuidaron entonces se han perdido definitivamente para nosotros.
A pesar de su inmutable artificiosidad, el aticismo fue el principio normativo básico en la composición de obras literarias a lo largo de toda la historia bizantina. La 6 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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exigencia de escribir buen ático clásico en cualquier texto en prosa se convirtió en una convención aceptada por casi todos, si bien sus resultados están lejos de ser plenamente satisfactorios: en general, los sofistas del siglo II tuvieron más éxito que los bizantinos que les siguieron en la imitación de los modelos clásicos, pues en la literatura culta medieval las imitaciones son en general superficiales, dándose una gama muy variada de niveles en la mezcla de los ingredientes de la lengua culta y la popular.
Con independencia de sus resultados, la norma estilística era persistente: buena muestra de ello es la ininterrumpida tradición de léxicos y manuales aticistas de época bizantina que han llegado hasta nosotros: Focio en el siglo IX, Tomás Magistro en el siglo XIV son sólo ejemplos sobresalientes de un tipo de obras que hizo género en la literatura grecomedieval.
Las consecuencias del conservadurismo estilístico de los bizantinos son visibles todavía en nuestros días: ¿cómo interpretar si no (prescindiendo de otros factores políticos y sociales de la Grecia actual) el fenómeno de la diglosia en el panorama de la literatura griega contemporánea y la existencia de dos sistemas lingüísticos diferentes –καθαρεύουσα y δημιτική— para el uso literario y el lenguaje cotidiano, respectivamente? El alejamiento de la lengua popular y la literaria empieza a producirse ya en los primeros siglos de nuestra era, como se desprende de la comparación de la lengua de los documentos y cartas contenidos en los papiros con los textos literarios conservados de la misma época. Que sepamos, no existen paralelos de una conciencia arcaizante de esta naturaleza en otras literaturas (salvo quizá la de la China moderna y contemporánea); probablemente tampoco haya habido ninguna civilización -la Grecia romana primero, la bizantina después- con tal voluntad de autoafirmación ante las presiones exteriores.
¿Qué reflejo tiene la norma aticista en la fortuna de los textos griegos que nos han rescatado los fragmentos papiráceos del siglo II? Impulsado por el movimiento literario de la Segunda Sofística, el surgimiento del aticismo coincide con un aumento significativo de la producción libraria en la mayoría de los autores y géneros, situación que comienza a finales del siglo I y se prolonga hasta la primera mitad del siglo III. Una serie de factores hicieron posible este rebrote de la actividad editorial, centrado especialmente en los autores de la Atenas clásica: la difusión de la alfabetización, la expansión económica y social de las ciudades del Imperio antonino, el movimiento de 7 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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revitalización cultural del pasado helénico en el Oriente griego -recordemos, en los estratos del poder imperial, la seductora figura del helenófilo Adriano-, las exigencias formativas de la creciente burocracia. Estos signos de recuperación se ven confirmados por la notable cantidad de papiros del siglo II que se han encontrado en los yacimientos egipcios, algunos de los cuales contienen textos de autores que no están atestiguados sino a partir de entonces (Iseo, Antifonte, Dinarco, Heródoto). Si generalizamos por inducción el panorama textual de la región egipcia al resto del Imperio (al menos a sus ciudades más importantes), puede afirmarse que el siglo II supuso una recuperación importante del legado literario disponible en esos momentos, tras las pérdidas y selecciones que se produjeron -y no fueron pocas- en época helenística. Los textos que pudieron recuperarse en este siglo de esfervescencia cultural helenizante se colocaron así en una posición muy favorable para ser transmitidos y conservados en etapas posteriores (siglo IV en adelante).
3) Una revolución ambivalente: del rollo al códice
En estas condiciones en principio favorables para la circulación libraria, la conservación de los textos literarios de la Antigüedad llega a una primera y decisiva prueba como consecuencia de un cambio revolucionario en la morfología del libro: se trata de la paulatina sustitución, para fines librarios, del formato tradicional del libro antiguo, el volumen, por el codex, denominación que tradicionalmente se aplicaba en Roma a las tabletas de cera que solían usarse para fines subliterarios (notas privadas, ejercicios escolares, cartas y documentos, etc.). En algún momento del período bajorrepublicano ya se había operado la sustitución de las tablillas por hojas de pergamino (membranae) en los documentos legales, pero su utilización para textos literarios sólo fue esporádica antes del siglo III. En cambio, el códice era de uso corriente en el siglo II en los círculos cristianos: los libros sagrados fueron los primeros textos literarios en ser vertidos a la nueva forma. El cambio acabó afectando, aunque no de manera inmediata ni automática, a la materia escriptoria: el pergamino, más resistente al paso del tiempo y más manejable que el papiro, se impuso finalmente; sin embargo, dado que no dejaba de ser una materia prima limitada y de complicada elaboración, la utilización del papiro en el códice no desapareció ni mucho menos, sobre todo en la parte oriental del imperio, que se surtía del abastecimiento egipcio de papiro.
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Así pues, la difusión generalizada del códice en los siglos III-IV va pareja con el ascenso del cristianismo en el seno de la sociedad romana: la decadencia del rollo representa el acta de defunción del paganismo y de una forma de cultura aristocrática y elitista inseparable de éste. El triunfo del códice no sólo implica el dominio de una forma libraria identificada desde el principio con los ambientes cristianos, sino la imposición del tipo de libro que era corriente entre las clases menos cultivadas, pero alfabetizadas, del Imperio; además, este fenómeno no puede no estar relacionado con la renovación del gusto que se registra en las manifestaciones artísticas a partir del siglo III y con la llegada al poder, a partir de Diocleciano, de nuevos grupos dirigentes (homines novi) no entroncados con la aristocracia senatorial de época antonina. La presión creciente de estas nuevas clases emergentes y el paralelo declinar de las antiguas élites van imponiendo poco a poco hábitos de lectura y escritura alternativos en el seno de la sociedad romana .
El cambio en el formato del libro -que hasta la actualidad ha permanecido inalterable y ahora no sabemos si tiene los días contados- trajo consigo el trasvase gradual de la literatura “pagana” de una a otra forma. No fue ésta, como han creído algunos desde Wilamowitz, una operación llevada a cabo siguiendo un plan consciente programado por eruditos o rétores de escuela que seleccionaban lo que valía la pena copiar en códices y lo que no: precisamente por el carácter no sistemático de este proceso, que se dilata a lo largo de varios siglos, sus efectos fueron desestabilizadores de cara a la conservación de muchos textos clásicos, hasta el punto de que en este trance sembrado de riesgos se perdió una parte no despreciable de la literatura antigua.
No hay razones de peso para dudar del origen escolástico de las selecciones textuales que han logrado sobrevivir hasta nuestros días, puesto que una multitud de factores apuntan en esa dirección: el orden de conservación, la afinidad temática de las obras transmitidas, el número de los textos agrupados en las colecciones, la redacción paralela de escolios marginales, etc. Sin embargo, la realidad documental egipcia, entre los siglos I y III med., refleja con obstinación un cuadro editorial más abierto y complejo del que se deduciría de un único canon de escuela, y registra un abanico de textos que sólo parcialmente se solapan con las colecciones canónicas transmitidas en la tradición medieval. Todavía entonces se copiaba y se leía bastante más cantidad de autores y textos de los que hoy tenemos. Esto hace imposible mantener una datación alta para el triunfo definitivo de los cánones escolares que están en la base de la tradición bizantina. A lo sumo, podría pensarse en la 9 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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convivencia simultánea, en una fecha temprana de la transmisión, de colecciones plurales de un mismo autor, en estricta correlación con ambientes y gustos diversos, pero, en cualquier caso, de dimensiones textuales generalmente superiores a las que traspasarían el período mediobizantino. A medida que se fuesen imponiendo unas selecciones sobre otras, o se fuesen perdiendo antiguas colecciones concebidas para un público ya inexistente, se irían reduciendo la amplitud y variedad de los corpora y, con el paso del tiempo, acabarían siendo canonizadas ciertas colecciones, que se transmitirían a los manuscritos medievales. Los corpora de los autores clásicos se fijaron a lo largo de estos siglos (siglos III-IV al VI), una vez que el paso del rollo al códice hizo posible la reagrupación de una cantidad más o menos homogénea de textos en un solo (o varios) tomo(s). Las nuevas colecciones, herederas o no de otras más antiguas (en que los rollos se agrupaban en capsae), fueron, en cierto modo, sacralizadas en los códices, mientras la consolidación de este formato en las escuelas superiores hacía posible la permanencia de los textos así agrupados hasta el siguiente peldaño de la tradición. Fueron, desde luego, esos textos escolares, fundamento de la educación literaria, los que se copiarían en número suficiente para asegurar su conservación posterior. Aunque no en todos los casos: por ejemplo, la fluctuación de las modas y los gustos imperantes en la educación fue injusta con Menandro, autor privilegiado como pocos en los papiros, pero que acabó siendo desplazado en beneficio de Aristófanes, reivindicado por la escuela mediobizantina que garantizó su conservación posterior. No conviene olvidar, sin embargo, que, como muestran algunos restos papiráceos, se conservaron también, quizá en un número menos numeroso de copias, autores y textos no respaldados (que sepamos) por la demanda escolar y que acabaron perdiéndose en etapas ulteriores de la transmisión (poesía arcaica y helenística, por ejemplo). Este esquema de la formación de corpora, que hemos presentado de forma abstracta, tiene una concreción ejemplar en el texto de los autores trágicos. De los tres autores del canon ático, el corpus que ha llegado hasta nosotros -7 en el caso de Esquilo y Sófocles; 7 ó 7+3 en el caso de Eurípides (no tenemos en cuenta la colección alfabética, que siguió un camino divergente)- es el resultado final -no sabemos si más o menos dependiente de la voluntad de un editor- de un largo proceso que pasa por colecciones más antiguas de mayores dimensiones. Las citas de Eurípides recurrentes en tres autores casi contemporáneos -Plutarco, Ateneo, Clemente de Alejandría- nos conducen a un repertorio de unas treinta tragedias en circulación entre el siglo I-II en el mundo romano, hecho confirmado por la tradición de la tragedia latina (Séneca), que depende de un similar número de tragedias originales. 10 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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Esta selección supone una reducción del canon de 78 piezas catalogadas por los alejandrinos, pero es sensiblemente más rica que la que ha pasado a la posteridad. A su vez, los bizantinos, a partir del siglo X, fueron receptores más o menos fieles de los corpora de los trágicos fijados en la Antigüedad tardorromana e incluso crearon otros en etapas posteriores de la transmisión (la tríada bizantina, por ejemplo).
La creación de nuevos instrumentos de la transmisión, al abrigo del códice, es una de las características fundamentales del período tardoantiguo. Al corpus siguen otros, más o menos relacionados con él: excerpta, epítomes, florilegios, etc. Todos ellos suponen una selección del vasto material heredado de la Antigüedad, dictada por intereses editoriales difíciles de reconstruir. Incluso en el terreno de la exégesis literaria se producen cambios significativos, característicos de los textos de uso escolar: los amplios márgenes disponibles en torno al texto escrito en la nueva forma de libro hicieron posible que el comentario antiguo, que se escribía en libro aparte, se integrara en el corpus disponiéndose al lado del texto escrito y dando así lugar a los escolios de nuestros manuscritos. Gran parte de la tarea filológica llevada a cabo durante estos siglos es de compilación y selección del material exegético y crítico heredado
de
la
Antigüedad,
que
por
esta
razón
también
ve
reducido
considerablemente su caudal .
¿A qué motivaciones obedecen estas nuevas formas de transmisión, que suponen un adelgazamiento de la tradición textual en la mayoría de los autores y géneros? ¿Cómo es posible que al renacimiento de las letras de época antonina siguiera una contracción de la actividad de copia, centrada principalmente en la compilación y selección de los textos originales, hasta quedar devaluados al nivel de colecciones, epítomes y antologías? Es sorprendente que la estabilización progresiva del códice, favorecida en parte por las enormes ventajas materiales que reunía respecto del antiguo formato librario (comodidad de manejo y consulta, ahorro de materia escriptoria, etc.), no contribuyera a una amplia conservación de la mayoría de los textos que hasta la época circulaban por el mundo romano o se conservaban en las bibliotecas públicas y privadas. El marco histórico general nos da la respuesta. En efecto, así como en el terreno político y socio-económico asistimos bajo la dinastía de los Severos a un caos administrativo y gubernativo, a un declive de la producción y de la vida urbana, así también fue herida de muerte la cultura aristocrática y urbana del imperio, esa cultura de formación clásica que vertebraba a la clase dirigente del estado romano. Las tensiones centrífugas entre centro y periferia, características del siglo III, traen consigo el ascenso irresistible de las culturas ‘nacionales’, que suplantan en 11 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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muchas partes a la tradición clásica; además, la crisis de la economía obliga a reducir la inversión pública en la instrucción superior y la formación de los propios servidores del estado decae hasta un nivel muy pobre. La alfabetización retrocede, el público lector de libros, incluso el aficionado a la literatura de masas, se difumina progresivamente y, en general, el acceso a la cultura se da en una forma truncada e indirecta: de ahí la proliferación de epítomes y antologías. Los textos íntegros de los autores, demasiado difíciles o despojados de valor arquetípico o formativo, dejan de ser vehículos dominantes de la transmisión. La difusión del códice a expensas del rollo refleja exactamente esta tendencia general hacia la homologación de la cultura escrita en torno a productos que, por muy estables que se nos antojen (se ha hablado hasta la saciedad de la llamada “cultura del Libro”, basada en la Biblia y el Código), han dejado atrás jirones de textos imposibles de recomponer.
Esta situación de decaimiento generalizado de la cultura comienza a invertirse cuando, en la primera mitad del siglo IV, los medios oficiales, conscientes de la crisis y del riesgo que corría la supervivencia de los tesoros textuales de la antigüedad, pusieron en marcha mecanismos de conservación y salvación de los textos promovidos por la munificencia imperial. A partir de entonces, amén de canales privados de transmisión libraria (bibliotecas privadas de profesores y eruditos, provistas sobre todo de autores ‘modernos’), ininterrumpidamente abiertos por más que fortuitos y difíciles de rastrear, se configuraron dos vías privilegiadas a través de las cuales discurrió la fortuna de los textos en Bizancio hasta el siglo IX: la de las escuelas superiores públicas (es decir, subvencionadas por el estado o los municipios) y la de las Bibliotecas oficiales, anejas a la corte imperial o a otras instituciones civiles y eclesiásticas.
4) La instrucción superior y la transmisión de los textos
La recuperación de una enseñanza superior más o menos auspiciada por los ambientes oficiales nacía de la necesidad de reclutar para la reorganización del Estado burocrático tardorromano a una nómina de funcionarios formados en retórica, filosofía y derecho. Diseminados por la franja mediterránea, empiezan a florecer nuevos centros o a revivir antiguas instituciones educativas, como fue el caso de la Atenas devastada por los Érulos. Además de los puertos más florecientes del Mediterráneo oriental, ciudades como Alejandría, Gaza, Beirut, Antioquía o Edesa contaban con los centros de educación y erudición clásicas más activos del mundo 12 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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antiguo, al lado del ya mencionado de Atenas y el todavía incipiente de Constantinopla. Estas escuelas conocieron su máximo esplendor en el siglo IV y prolongaron su actividad hasta bien entrado el siglo V; en el siglo VI permanecen en pie Atenas, Alejandría y Constantinopla: la primera fue al parecer clausurada temporalmente por Justiniano en el 529; la segunda continuó su actividad hasta la conquista árabe (e incluso después); en cuanto a la de la capital, hablaremos de ella un poco más abajo.
Aunque los testimonios conservados de su actividad filológica y editorial no son numerosos, sobran indicios para pensar que, como continuadoras de la tradición inaugurada por las escuelas de retórica de época romana (Átenas, Éfeso, Pergamo, Esmirna, etc.), estos centros fueron puntos axiales de la producción y circulación librarias en la Antigüedad tardía. En la práctica, la influencia de la educación superior ofrecida por estas escuelas estatales o provinciales quizá no superase en nivel o calidad a la enseñanza privada impartida a título privado por rétores y sofistas, probablemente mucho mejor remunerados y más prestigiosos. Pero no debemos subestimar el papel desempeñado por estos centros tanto en la canonización convencional -y fluctuante según épocas y lugares- de ciertos autores, que quedaron así fijados en los curricula de la época y salvados para la posteridad, como en la actividad de edición y exégesis que aplicaron a los textos estudiados y cuyas huellas por desgracia se han borrado casi por completo para nosotros. Ya hemos señalado en el capítulo anterior el papel decisivo desempeñado por los centros educativos en la conservación de la mayoría de nuestras colecciones textuales.
Mención aparte merece la escuela superior fundada por Teodosio II en Constantinopla en 425. Que no deba ser llamada y considerada la primera ‘Universidad’ del mundo antiguo (Lemerle habla de “Universidad de Estado”) es un dato adquirido tras el sugerente análisis de la constitución teodosiana realizado por Speck. Se trataba más bien de una institución educativa que centralizaba en el auditorio del Capitolio los servicios de enseñanza ofrecidos por el estado a aquellos jóvenes deseosos de alcanzar una formación exigente (básicamente, retórica, filosofía y derecho) con vistas al desempeño de una carrera administrativa. A través de ella, Teodosio II intentaba rivalizar con los centros educativos esparcidos por el Mediterráneo que desde hacía tiempo cumplían con idéntica misión. Y, además, no era ni el único centro de enseñanza de la capital ni tan siquiera el más antiguo. En la Basílica, donde se alzaba la Biblioteca Imperial, está atestiguada la existencia de una escuela superior desde antes y después del 425. Y eso sin contar los numerosos 13 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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profesores que ofrecían sus servicios a las familias pudientes de Constantinopla como actividad privada y remunerada. Que la escuela del Capitolio no fuera tan importante como pretendieron los estudios pioneros de la enseñanza superior en Bizancio lo demuestra el hecho de que apenas nos han llegado noticias ni de la existencia misma de la escuela en los siglos sucesivos ni de ninguna actividad filológica de relieve que se hubiese desarrollado en su seno.
5) Las Bibliotecas como factor de conservación y destrucción de los textos
Al lado de las escuelas, no fue menor la aportación de las bibliotecas públicas de las ciudades importantes, incluso medianas, del Imperio, con vistas a la conservación del patrimonio literario de la Antigüedad. Es de lamentar que los afanes coleccionistas del mundo helenístico y romano fueran dramáticamente abortados por la crisis del siglo III, con la desaparición física de la mayoría de las Bibliotecas públicas y privadas. Si retrocedemos hasta la época helenística, es sabido que la Biblioteca tolemaica de Atenas se nutrió de gran parte del caudal de textos clásicos conservados en la Biblioteca del Museo de Alejandría, de cuyos fondos, copias oficiales que fijaban la norma textual de la tradición anterior, se sacaban, cual ejemplares de tirada limitada, las copias destinadas al comercio y a las bibliotecas públicas locales o provinciales . Aunque la Biblioteca del Museo fue definitivamente destruida en 272 (el incendio provocado por César en 48-47 a. C. destruyó sólo un cargamento de libros depositados en el puerto), quedaba en pie aún la Biblioteca del templo de Serapis, que atesoraba fondos nada despreciables directamente emanados del Museo. En cuanto a Pérgamo, la rival de Alejandría, no es inverosímil que sufriera los efectos catastróficos de la invasión de Asia por Mitrídates. La suerte de las dos grandes bibliotecas del Helenismo simboliza trágicamente el destino de las principales colecciones públicas de las ciudades del Imperio a lo largo del siglo III-IV: las bibliotecas de Roma -nos informa Amiano Marcelino en los años sesenta del siglo IV- “han sido cerradas para siempre, como si fuesen tumbas”; Atenas vio cómo la invasión de los Érulos destruía por completo la parte baja de la ciudad y, con ella, probablemente, la rica Biblioteca que Adriano legara a la polis ática dos siglos antes (heredera a su vez de los fondos de la biblioteca tolemaica); la biblioteca de Antioquía fue incendiada en el 363 por Joviano, poco tiempo después de haber sido reconstruida por Juliano. La desmembración de la vida urbana, cada vez más creciente en esta “época de angustia”, acarreó la ruina de las instituciones civiles y de sus sedes físicas: gimnasios, bibliotecas, balnearios, basílicas. Esta destrucción generalizada de las colecciones completas de libros, 14 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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custodiadas en las bibliotecas públicas helenístico-romanas, nos ha hurtado la conservación casi íntegra de la producción literaria clásica. En lugar de ellas (y al margen de algunas excepciones), dominaron el campo los textos de consumo escolar, productos escritos de características distintas, guiados por intereses donde, por encima de la conservación, primaba la selección de un grupo elegido de autores y textos considerados canónicos.
No obstante, algunas bibliotecas de época tardorromana subsistieron en Constantinopla y proporcionaron textos que habrían de ser parcial o totalmente recuperados en los sucesivos renacimientos bizantinos. Por una rara y azarosa fortuna, pocos decenios antes de que el obispo Teófilo destruyera el Serapeum de Alejandría en 391 d.C., Constancio II fundó en la capital un scriptorium y una biblioteca, la Biblioteca Imperial. Esta empresa tenía el cometido de asegurar la conservación, en un nuevo formato librario (que es bastante verosímil pensar que se tratase de códices de pergamino), de todos los libros que se encontrasen en la capital o pudiesen ser hallados en cualquier punto del imperio. El testimonio de nuestra fuente principal para estos hechos, un discurso encomiástico de Temistio dirigido al emperador en 357, es especialmente interesante porque alerta sobre el grado de postración al que había llegado la conservación de los textos en el mundo tardorromano: se hacía imprescindible salvar los “monumentos públicos” de los autores antiguos, esto es, los libros custodiados en las Bibliotecas y los centros educativos del estado, destruidos o amenazados de una destrucción inminente. Los autores mencionados por Temistio son no sólo los que se leían ritualmente en las escuelas (Homero y Hesíodo, los oradores áticos, Platón y Aristóteles), y que conductos privados de transmisión lograban rescatar sin necesidad de ayuda estatal, sino aquellos otros, secuaces de los anteriores (se menciona, entre otros, a los tres representantes del estoicismo antiguo, Zenón, Cleantes y Crisipo: ¡tuvieron la suerte de leerlos íntegros!) que, por ser menos leídos y estudiados en los programas escolares, sólo la protección del soberano sustraería al olvido de los tiempos. Si creemos a Temistio, el emperador había tomado conciencia de que la cultura clásica y el ideal de formación retórica y literaria inseparable de aquélla habían tocado fondo en beneficio de una formación basada casi exclusivamente en el derecho y en las técnicas taquigráficas, por lo que era urgente iniciar una labor de reconstrucción lenta y laboriosa.
No sabemos con exactitud cuál fue el desarrollo de los trabajos realizados en el seno del nuevo scriptorium, pero, en cualquier caso, parece que no se perdió el 15 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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tiempo: según el testimonio indirecto de Zonaras, cuando se desató el gran incendio constantinopolitano del año 475 (más o menos un siglo después de las disposiciones de Constancio II), que afectó seriamente a la biblioteca, había depositados en ella unos 120.000 libros (cifra que, si bien hay que tomar con las debidas cautelas, da una idea del peso de la Biblioteca Imperial). Es difícil ponderar qué valor tuvieron estos códices en uncial en la historia de la transmisión. Siendo nula su capacidad de generar copias y lecturas (se trata de una Biblioteca de Palacio y, por ello, expuesta a la consulta restringida de la familia imperial y el servicio civil), sus posibilidades de conservación iban ligadas al destino de la corte imperial, pero también a los accidentes que con tanta frecuencia se abatían sobre las Bibliotecas de conservación. Tampoco sabemos de dónde llegaron a la capital los ejemplares desmañados que sirvieron de modelo a los códices destinados a la Biblioteca Imperial; ni es posible averiguar si hay una línea de descendencia, directa o indirecta, entre esta colección de libros y los tesoros custodiados en otras Bibliotecas del Imperio todavía vivas en el momento de su fundación, como el Serapeum alejandrino, o si los ejemplares recién fabricados en Constantinopla reflejan la impronta textual de las ediciones escolares tardoantiguas. Sea como fuere, tras la decadencia de los estudios clásicos a partir del reinado de Justiniano -responsable de la persecución y disolución de los últimos reductos paganos del mundo tardoantiguo-, tales libros habrían de permanecer en la capital durante los siglos sucesivos, cubiertos de polvo y de olvido (no sabemos en qué medida convertidos en ceniza por los incendios), hasta su posterior redescubrimiento en el renacimiento de las letras clásicas del siglo IX.
6) Los ‘Siglos Oscuros’: continuidad y ruptura.
Es cierto que a veces se ha exagerado la importancia de la escuela como factor determinante de la conservación de los textos clásicos en la Edad Media. Pero, tanto en el siglo VII, testigo, como hemos dicho arriba, de graves transformaciones en el Mediterráneo oriental que absorbieron todas las energías de los bizantinos en la lucha por la supervivencia, como a lo largo del siglo y medio siguientes, en que la producción libraria profana se vio condicionada o, más exactamente, desplazada por el estallido de las luchas iconoclastas, la organización de la enseñanza escolar permanece como el único medio que nos permite rastrear huellas aisladas de la transmisión. En efecto, pese a que apenas conservamos testimonios escritos pertenecientes al período de dos siglos anterior al Renacimiento bizantino, no es posible dejar de pensar que al menos las necesidades de la instrucción superior y de 16 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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las Iglesias y monasterios diseminados por el Imperio hubieron de ser satisfechas por medio de la reproducción manuscrita de los textos tradicionales en las escuelas y de los libros litúrgicos básicos.
La Vida de Nicéforo escrita por el diácono Ignacio a mediados del siglo IX confirma que el cuadro de las "disciplinas liberales" medievales -el nivel educativo medio, llamado en Bizancio enkýklos paideía- seguía todavía vivo en Oriente a fines del siglo VIII. La educación recibida entonces por los futuros patriarcas Nicéforo y Tarasio, una vez superada la etapa de la formación elemental (propaideía), estaba constituida por las disciplinas tradicionalmente englobadas en la tetraktýs (astronomía, geometría, aritmética, música-métrica) y la triktýs (gramática, lógica y dialéctica). La enseñanza de estas disciplinas se alimentaba de unos cuantos textos de la Antigüedad: Tolomeo y el poema astronómico de Arato eran los libros de texto fundamentales de astronomía y matemática; Aristóteles constituía la fuente principal de los estudios de lógica; la métrica y la gramática eran ilustradas con la lectura de los textos poéticos tradicionales (el principio de la Ilíada, la Batracomiomaquia, los Trabajos y Días de Hesíodo), mientras que Esopo era el único autor en prosa leído en las escuelas. No tenemos noticias de que, al menos en esta fecha, los autores trágicos o los oradores formasen parte de los programas de enseñanza; el estilo literario se educaba mediante los manuales de retórica o progymnásmata, así como por los léxicos aticistas.
La formación literaria clásica no fue, pues, desdeñada en los ‘Siglos Oscuros’, pero sí es cierto que, como en toda la Edad Media, no constituía el estadio final de la educación superior, sino más bien los cimientos de un edificio educativo que culminaba en las ciencias teológicas: en palabras del diácono Ignacio, la ciencia ‘profana’ era como la puerta de acceso (ἡ θύραθεν γνῶσις) a la ciencia verdadera (ἡ ἀληθὴς γνῶσις).
Estos programas escolares tenían, como vemos, una presencia, si no discontinua, sí muy débil de autores clásicos. Que la capital del Imperio no podía ofrecer una enseñanza profana de cierta altura, ni pública ni privada, en los llamados ‘Siglos Oscuros’, lo ilustran las circunstancias ‘novelescas’ -pero creíbles- de la formación autodidáctica de un León o un Focio. Quizá haya que mirar más allá de Constantinopla y de la enseñanza escolar para encontrar algunos débiles hilos de transmisión en este período. Aunque es indiscutible que no se produjeron ediciones de 17 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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textos ni obras exegéticas de cierta importancia, no debe ser minusvalorado el papel que desempeñaron algunos centros periféricos, como Alejandría, Siria o Palestina, en la conservación de algunos textos, incluso después de la conquista árabe, que no impidió al parecer la continuidad de algún tipo de enseñanza entre los siglos VII-IX . Si miramos al otro lado del Imperio, no escasean las noticias de sabios eminentes -y, con ellos, de algunos textos- que emigraron de estas regiones orientales a Sicilia e Italia meridional y, desde allí, pudieron llegar a Roma, donde se formó una comunidad griega muy influyente. Ello podría explicar a veces la importancia de estas zonas en la transmisión de autores y textos que sólo allí encontraron acogida mientras eran totalmente desconocidos en Constantinopla. En casos más afortunados, textos de las citadas áreas periféricas pudieron encontrar el camino de la capital y ser redescubiertos en época mediobizantina.
Los primeros signos de recuperación de la actividad editorial empiezan a ser visibles desde mediados del siglo VIII, cuando uno de los últimos emperadores del primer iconoclasmo, Constantino V, promueve la redacción de antologías de textos teológicos que le permitan afirmar sus tesis heréticas en el Concilio de 754. A su vez, el retorno pasajero de la iconodulia, forzado por la emperatriz Irene en 787, revivió los centros de copia de los monasterios, entregados fanáticamente a la causa de las imágenes, mientras se silenciaba, mediante la destrucción o el requisamiento de los florilegios iconoclastas, la voz de sus enemigos; por fin, con el advenimiento de la segunda etapa iconoclasta (813-842), se darían pasos para la reconstrucción de las colecciones teológicas perdidas, especialmente en los reinados de León V y Teófilo. En efecto, la redacción de un nuevo “florilegio iconoclasta” fue encargada por León V a una comisión presidida por Juan el Gramático con vistas a la celebración del concilio de 815, que volvería a prohibir el culto a las imágenes. Lo interesante es que este trabajo fue precedido de una búsqueda sistemática de manuscritos teológicos en Constantinopla y los alrededores, que fueron así reunidos en la capital.
Todos estos avatares, que se suceden en el espacio de medio siglo, son sin duda sintomáticos de una intensa y floreciente producción libraria al servicio de las luchas religiosas. Sería engañoso ver en ellos la manifestación o el origen de un renacimiento de la literatura profana. En concreto, no hay razones para sobredimensionar la recopilación de manuscritos en Constantinopla realizada por Juan el Gramático a iniciativa del emperador, hasta el punto de ver en ella una búsqueda programada y exhaustiva de códices tanto profanos como religiosos por todo el
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Imperio, lo que sirvió de estímulo para un renacimiento casi inmediato de las letras clásicas.
La gran novedad de estos productos escritos -por el momento, restringidos a la literatura teológica- es que empiezan a ser copiados progresivamente en un tipo de escritura hasta entonces desconocido en ámbito librario, la minúscula bizantina. El primer manuscrito minúsculo, el llamado Salterio Uspensky conservado en Leningrado (Leninopolitanus Gr. 219), está fechado en el año 835 y presenta una escritura de una madurez asombrosa, que sólo puede corresponder al estadio final de un largo proceso iniciado en la segunda mitad del siglo anterior. Por la comparación de los papiros documentales bizantinos de los siglos VII y VIII con los códices más antiguos escritos en minúscula, se ha podido comprobar que se trata sustancialmente del mismo tipo de escritura de las cancillerías, que, por evolución propia, había pasado del sistema bilineal a un rudimentario sistema tetralineal ya desde el siglo IV. Lo que se produce, pues, en la segunda mitad del siglo VIII, no es la creación de la minúscula bizantina, puesto que ya existía en ambientes burocráticos, sino la promoción de tal escritura a escritura libraria. Esto pudo hacerse sólo después de un gradual proceso de normalización y estilización de la cursiva bizantina, llevado a cabo sobre el modelo que proporcionaban los antiguos manuscritos en uncial. ¿De dónde partió el impulso que condujo a la nueva escritura? El origen estudita del Evangeliario Uspensky -fue producido en el monasterio de Estudios de la capital y copiado por el monje Nicolás, futuro higúmeno del mismo- ha hecho pensar en los medios eclesiásticos que opusieron una resistencia más intolerante a la iconoclastia de la Corte imperial (durante el primer período iconoclasta, que se interrumpe en 787). Es posible que un primer estímulo en esta dirección viniese de la minúscula latina, bien conocida por la comunidad griega de Roma, y que los lazos entre esta colonia y Estudios favorecieran su introducción en Bizancio. Dado que se produce una intensa actividad libraria destinada a la difusión y propaganda tanto de la doctrina entonces oficial como de la postura antagónica liderada por los monasterios, no es inverosímil que, en ese contexto de esfervescencia religiosa, los scriptoria monásticos, carentes de escribas profesionales y de pergamino abundante, sintiesen la necesidad de adaptar la escritura de los documentos oficiales al uso librario: la velocidad de la escritura podía ser mayor y el aprovechamiento del pergamino era considerable respecto a los manuscritos en uncial (téngase en cuenta que el papel, aunque conocido desde el siglo IX, no se introduciría masivamente en Bizancio hasta mediado el siglo XI).
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Los primeros libros escritos en minúscula son, todos, libros litúrgicos y teológicos; las primeras obras de la literatura griega transliteradas a la nueva escritura son los libros sagrados. Posteriormente, a mediados del siglo IX, con la apertura de la curiosidad intelectual hacia el resto de la literatura griega antigua, el humanismo bizantino contó con los medios técnicos necesarios para llevar a cabo la enorme empresa
de
conservación
de
los
textos
clásicos,
la
transliteración
(μεταχαρακτηρισμός) .
7) El Renacimiento macedonio: las élites cultas y la transmisión de los textos
Aparte de su interés intrínseco, el cuadro de la educación clásica que hemos trazado en el capítulo anterior tiene valor para el historiador de los textos porque permite determinar con seguridad lo que llamamos (siguiendo una idea de Irigoin) el “espacio literario” del Renacimiento bizantino, conformado por aquellos autores de la Antigüedad que salen de nuevo a la luz después del paréntesis anterior y se editan, progresiva pero ininterrumpidamente, desde mediados del siglo IX.
Así, por ejemplo, no pueden atribuirse a la actividad humanística enmarcada dentro del llamado “Segundo Helenismo” ciertos manuscritos pertenecientes a la primera mitad del siglo IX -algunos de ellos, incluso escritos en la nueva escritura minúscula- por la sencilla razón de que contienen textos científicos (Tolomeo, Dioscórides) o el Οrganon aristotélico y por tanto no significan ningún avance en el conocimiento de los clásicos respecto a la época inmediatamente anterior. Algunos de esos códices se han puesto en relación con la actividad científica de Juan el Gramático y la primera parte de la carrera intelectual de León el Filósofo, dominada por los intereses matemáticos. Pero es el redescubrimiento, no de las lecturas consagradas por la escuela, sino de un determinado número de textos clásicos que habían sido olvidados antes, el factor principal que señala el momento inaugural de la nueva época.
Tradicionalmente, el Renacimiento bizantino se ha definido como un movimiento intelectual promovido por los profesores de la llamada “Universidad Imperial”. A este propósito suele recordarse (es la hipótesis, ampliamente difundida, de Dvornik) que, entre los años 855-866, Bardas, consejero privado de Miguel III, hizo reunir en la Magnaura los centros de enseñanza hasta ese momento dispersos por la 20 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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capital; a su vez, en 861, Focio, el nuevo patriarca de Constantinopla, llevó a cabo la restauración de la Academia patriarcal, dotando cátedras de filosofía, gramática y retórica. Los trabajos de Lemerle y Speck muestran que, como en el caso de la escuela superior fundada por Teodosio II en 425, la escuela de la Magnaura no pasó de ser un centro de enseñanza secundaria promovido por el mecenazgo (quizá personal) del césar Bardas, quien, preocupado por dar una exigente formación cultural a los futuros funcionarios civiles del estado y, a la vez, de promocionarse a sí mismo en la carrera civil, dotó a la capital de un centro de enseñanza gratuito y abierto a todos. En cuanto a la existencia de una Academia patriarcal estable -y de una actividad editorial consistente en su seno- no hay noticias fidedignas en las fuentes antes del siglo XII. En relación con la institución fundada por Bardas, la cautelas sobre la influencia determinante de esta institución en el renacer de los estudios clásicos en Constantinopla son tanto más justificadas cuanto que, a excepción del trabajo editor de León, del que trataremos enseguida, no tenemos ningún rastro documental o manuscrito de importancia acerca de las labores editoriales o textuales de los profesores de la supuesta Universidad de Constantinopla, ni entonces ni en las sucesivas reorganizaciones de la enseñanza superior llevadas a cabo por Constantino Porfirogénito (siglo X) y por Constantino Monómaco (siglo XI).
En cualquier caso, las fuentes coinciden en que la cátedra de filosofía de la escuela de la Magnaura se reservó para León, un científico de renombre (se le conoce con los epítetos de ‘Geómetra’, ‘Matemático’ y ‘Astrónomo’, amén del más divulgado de ‘Filósofo’ a causa de su grado docente), quien además se encargó, según parece, de la dirección del nuevo centro. Es significativo que un personaje como León, que había sido nombrado obispo de Tesalónica por Teófilo, el último emperador iconoclasta, a instancias del patriarca Juan el Gramático (840), fuese llamado por Bardas para que dirigiera la escuela de la Magnaura apenas restablecido el culto a las imágenes (843) y depurados los cargos eclesiásticos (entre los cuales se contaba el mismo León).
Parece como si su amplísima erudición clásica prefiriese ser aprovechada sin demora para la magna obra de recuperación de los textos antiguos cuya urgencia empezaba quizá a vislumbrarse en ese momento. León permanece en su ‘cátedra’ de filosofía hasta avanzada edad y, encauzando su inmenso saber hacia los estudios platónicos, da a luz lo que puede ser considerado como el primer fruto del renacimiento bizantino: la recensión (no completa) de las Leyes de Platón. De esta edición deriva, directa o indirectamente, el más antiguo manuscrito conservado del 21 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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filósofo ateniense, el Parisinus gr. 1807 (A), en cuyo folio final se lee la siguiente suscripción: τέλος τῶν διορθοθήντων ὑπὸ τοῦ φιλοσόφου Λέοντος. Con este trabajo León se aparta de la tradición filosófica escolar precedente, que conocía tan sólo los escritos aristotélicos de lógica, e introduce en el horizonte mediobizantino el estudio de Platón.
El otro pilar tradicional del ‘Humanismo bizantino’ es Focio. Sabemos de las vastas lecturas clásicas de Focio gracias a su Biblioteca, una colección de reseñas de obras sagradas y profanas, clásicas y contemporáneas, contenidas en 279 capítulos y leídas probablemente en el curso de los años anteriores a su ascenso al patriarcado. Que Focio pudiese leer, poco antes de la mitad del siglo, a una porción importante de historiadores griegos -Heródoto y Tucídides entre ellos-, a los novelistas, a nueve oradores áticos, es significativo del ensanchamiento del horizonte intelectual a que se había llegado en el entorno del patriarca. Un enigma todavía no resuelto es de dónde consiguió reunir Focio tal cantidad de libros o, si no era su poseedor, cómo tuvo acceso a ellos. Pero aún más inexplicable es el hecho de que no hayamos conservado más de un tercio de las obras reseñadas por Focio. Parece evidente que no encargó ninguna transliteración de los códices antiguos en uncial que fue leyendo y anotando con el paso de los años; no hay rastro de ningún códice en minúscula que sea de su propiedad o haya sido copiado a instancias de él. Ello podría explicar la desaparición de los códices focianos, como ha sugerido Canfora hace poco, porque le fueron requisados tras sus deposiciones del patriarcado (fue patriarca dos veces). Según esta hipótesis, Focio habría ido adquiriendo tales códices a lo largo de los años, movido por una bibliofilia que le hizo célebre entre sus contemporáneos. Irigoin ha apuntado que esos códices los debió de encontrar, con la ayuda de sus discípulos, en bibliotecas (escolares o monásticas) de Constantinopla y de los alrededores, en todo caso fuera de los circuitos del poder. Una posibilidad sugestiva ha sido propuesta recientemente por Cavallo: los códices no eran de Focio, sino que formaban parte de los fondos de la Biblioteca de palacio, la Biblioteca Imperial. Focio tenía, a juicio del paleógrafo italiano, un acceso ilimitado a los libros que se conservaban en la Corte, los cuales no estuvieron a disposición de ningún público ni entonces ni desde su fundación en tiempos de Constancio II. La Biblioteca Imperial habría desempeñado, pues, un papel ambivalente en la transmisión de los textos: custodia de libros a la par que ‘ocultamiento’ de los fondos que atesora; sólo unos pocos privilegiados, el personal de la corte y la familia imperial, podían disfrutar de su lectura y estudio. Aunque esta hipótesis es coherente con la posición de Focio en la corte durante su carrera civil y 22 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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con la naturaleza de las bibliotecas oficiales bizantinas, no es menos cierto que exige la presuposición, verosímil pero no probada, de que la Biblioteca Imperial estaba prácticamente incólume desde el siglo IV, cuando otros indicios (incendios, descuido de los fondos, etc.) apuntan en la dirección opuesta. Comoquiera que sea, el hecho es que la mayoría de los códices de Focio no tuvieron descendencia: ¿cómo es posible que un personaje tan apegado a los libros no pusiera los medios para asegurar su conservación, es decir, no ordenara transliterarlos a la nueva escritura minúscula?
Como vemos, en torno a la figura intelectual de Focio priman los interrogantes sobre las certidumbres. Quizá pudiéramos saber con mayor exactitud cuál fue su papel en el renacimiento de las letras clásicas a partir de la mitad del siglo IX, si definiéramos qué clase de sociedad literaria o intelectual se fraguó entre los muros de su casa. Pero también aquí las dudas y dificultades nos salen al paso. El prólogo de la Biblioteca, además de otros párrafos dispersos por la obra, alude de manera difusa e indirecta a un círculo de amigos, una especie de sociedad literaria privada, donde se ha supuesto, quizá con demasiada ligereza, que eran leídas y comentadas las obras recensionadas por Focio. Hay, en efecto, dos testimonios de nuestro personaje que, en cierto modo, contradicen la imagen tradicional de Focio como el centro de una tertulia literaria o un club de lectura. El primero de ellos es la información que dirige a su hermano Tarasio en el epílogo de la Biblioteca: las 279 reseñas que acaba de compilar son el fruto de lecturas hechas “a solas conmigo mismo desde que tenía uso de razón”. En el segundo, en la carta apologética que dirigió al papa Nicolás I en el año 861, Focio nos ha transmitido una imagen voluntariamente idílica de aquellas reuniones doctas; a pesar de ello, un estudio atento de dicha carta en nada induce a pensar que tuviesen lugar lecturas y comentarios de libros, sino más bien lecciones o debates intelectuales conducidos por el anfitrión y animador principal de las reuniones, que se dirigía a un ‘público’ (un “coro” lo llama Focio) estratificado en tres niveles: el de los amigos más avanzados en el estudio que, como él, responden a las preguntas que se les proponen; el de los que, deseosos de saber, preguntan y plantean cuestiones sobre los más variados argumentos; y, por último, el de los que aprenden escuchando a los dos grupos anteriores. El hecho mismo de que hubiese distintos niveles de instrucción entre los asistentes a tales reuniones, y de que en su casa se tocasen materias tan variadas como la matemática, la dialéctica y las ciencias teológicas, ha inducido a Speck, con sólidos motivos, a dar a aquellas ‘tertulias’ o ‘charlas’ un claro perfil escolástico. Son llamativos, por lo demás, los paralelismos que pueden encontrarse entre estas reuniones y el funcionamiento de escuelas privadas del siglo siguiente, como la del llamado “profesor anónimo”. Según esta concepción, pues, el 23 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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grupo de Focio era una escuela privada y sus miembros alumnos o asistentes en las tareas docentes. Aunque esta interpretación tiene indicios a su favor, creemos que no desmiente categóricamente el cuadro descrito por Lemerle, según el cual el círculo de personas que se movía en torno a la figura carismática de Focio formaba una especie de sociedad intelectual o cultural (“una sociedad de pensamiento” son sus palabras) que condicionó poderosamente el rumbo de los estudios clásicos y la recuperación de los textos en el período mediobizantino.
¿Qué posición ocupa, pues, este núcleo de estudiosos en relación con los círculos universitarios? ¿Cuál fue el foco central (si es que existió algo parecido) de la actividad filológica de recuperación de la tradición literaria helénica? No hay respuestas definitivas a estas preguntas, pero tampoco es posible afirmar en abstracto que los directores de ambos grupos actuaran de forma acompasada .
Si el caso de Focio resulta singularmente atractivo es porque, en los aledaños de los ambientes escolares, embarcado en una carrera política fulgurante que le llevaría en pocos años de la jefatura de la cancillería imperial al patriarcado, era considerado el hombre más sabio de los de su tiempo, campeón de las ciencias profanas, capaz incluso de rivalizar con los antiguos. No es improbable, desde luego, que, al ser elevado al trono patriarcal, no dejara de alentar el movimiento humanístico cerca de los antiguos amigos y discípulos que antaño se reunían en su casa. Las semillas estaban sembradas; otros recogerían sus frutos.
Cosa muy distinta es querer explicar las motivaciones del movimiento humanístico de vuelta a los clásicos con la hipótesis de una intervención omnímoda del autor de la Biblioteca o la de un programa de recuperación programado por él y realizado por sus discípulos. Ningún documento, ninguna noticia abona esta propuesta que se ha dado como buena con demasiada facilidad. La faz del patriarca de Constantinopla encierra muchos aspectos enigmáticos, pero ello no debe sino reforzar la cautela a la hora de enjuiciar su papel en la historia de los textos en Bizancio. Sería, pues, arriesgado suponer que su posición al frente de la Iglesia ortodoxa pudiera conducir a una de las claves del enigma. Los hechos históricos son bien conocidos. El patriarcado de Focio ahondó definitivamente la brecha entre la Iglesia griega y el pontífice de Roma, que ya se habían distanciado seriamente en el período iconoclasta a causa de dos hechos traumáticos para Bizancio: la pérdida de los territorios bizantinos de Italia central, caídos en manos de los Estados Pontificios gracias a la intervención franca, y, cuando arrancaba el reinado de Irene, la coronación de 24 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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Carlomagno como jefe del Sacro Imperio Romano, en la Nochebuena del año 800. Tras el triunfo de las imágenes, la Iglesia griega lleva a cabo sus aspiraciones de autoafirmación frente al Papado y Occidente alejándose decididamente de uno y otro y volviendo su esfera de irradiación hacia el Norte, con la evangelización de los pueblos eslavos de los Balcanes y el sur de Rusia. En este contexto histórico, podría explicarse que la reafirmación nacional en el terreno religioso fuese pareja a un descubrimiento de los testimonios antiguos de la cultura griega, y que esta incesante actividad fuese liderada por la cabeza visible de la Iglesia ortodoxa, el patriarca Focio, y apoyada activamente por la corte imperial.
Esta construcción tropieza, sin embargo, con el importante obstáculo de que ninguna fuente da crédito a la idea de que los medios oficiales en cuanto tales, ni civiles ni eclesiásticos, desempeñaran una función directriz en el renacimiento literario del siglo IX. Lo que hay sin duda es, después de varios siglos debatiéndose por la supervivencia, una apertura de la curiosidad y de los intereses literarios de la clase culta que gobierna el Imperio -de la que Focio es un representante privilegiado-, hecho que se produce en el marco de un florecimiento general de las artes y las letras favorecido por varios factores concomitantes: el nuevo ciclo de expansión militar y económica que abre la dinastía macedónica; la recuperación de la confianza en el destino trascendente del Imperio y en su liderazgo cultural y político; y, no menos importante, la necesidad imperiosa de cicatrizar las heridas de una guerra civil sangrante -como fue el conflicto entre iconódulos e iconoclastas- no aniquilando al adversario, como pretendían los más fanáticos, sino, siguiendo los pasos de los iconódulos más moderados, mediante una reconciliación de ambos partidos en torno a los valores culturales comunes: la identidad grecorromana y el cristianismo ortodoxo.
En lugar de señalar con el dedo a tal o cual figura sobresaliente (que se nos muestran, más bien, como síntomas privilegiados de un nuevo ambiente cultural), sería más adecuado hablar de la lenta recomposición, tras los siglos de la crisis iconoclasta, de una élite cultural minoritaria y restringida, una clase homogénea, pero no cerrada, de eruditos y hombres de letras, que en Bizancio nutría casi en exclusiva los cargos oficiales a todos los niveles: dirigentes del estado, alto clero, funcionarios civiles y eclesiásticos de nivel medio, oficiales del ejército, eruditos consagrados a la vida monacal, etc. Esta clase disfrutaba de una situación privilegiada tanto en su posición social como económica (según la ecuación tradicionalmente vigente en Bizancio: educación = poder = riqueza); su instrucción corría a cargo de las escuelas superiores (laicas o eclesiásticas, pero sobre todo privadas) dirigidas por la legión de 25 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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gramáticos, rétores y filósofos que trabajaban en Constantinopla. Estos “filólogos anónimos”, como se les ha llamado, tanto los profesores como sus discípulos, son los responsables de la conservación de los textos clásicos en época mediobizantina. Ellos, los sucesores de la primera generación de sabios excepcionales y eminentes, fueron los copistas, los editores, los redescubridores de los textos que han llegado hasta nosotros, por más que en la mayoría de las ocasiones sus nombres sean completamente desconocidos .
La realización fundamental de estos estudiosos sin nombre, entre los siglos IXXI, la que hizo verdaderamente posible la pervivencia de la literatura griega hasta nosotros, fue la operación llamada transliteración, que propició la copia de las fuentes manuscritas de la Antigüedad en la nueva escritura minúscula, creada más o menos un siglo antes en el fragor de la propaganda religiosa entre iconódulos e iconoclastas. La empresa de la transliteración, sin embargo, no fue ni mucho menos el resultado de un plan sistemático de trabajo. Es posible que, en sucesivas oleadas, a medida que nuevos intereses intelectuales se fuesen abriendo camino, se procediese a buscar y reunir en Constantinopla antiguos manuscritos en uncial diseminados por las bibliotecas oficiales y conventuales del Imperio. Las bibliotecas todavía guardaban abundantes tesoros que esperaban el paciente trabajo editor de los filólogos. Si todavía podemos leer una parte, si no considerable en número, sí al menos representativa de la literatura griega (unos 900 autores aproximadamente) se debe a estos anónimos esfuerzos sucesivos de búsqueda, lectura, estudio y edición de textos griegos.
La copia de los ejemplares transliterados no se limitó simplemente al hecho de verter los textos de la escritura antigua a la escritura nueva, sino que representan el resultado de un trabajo crítico completo. Al menos ésta es la conclusión que puede extraerse inductivamente del análisis paleográfico de lo que parece ser un ejemplar de transliteración, el Laurentianus 32.9, el manuscrito más antiguo de Esquilo, Sófocles y Apolonio Rodio. En este códice no es difícil reconocer el trabajo de dos copistas: el primero se ocupa de la reproducción fidedigna del texto transmitido -ya fuese a partir de un único ejemplar, ya por medio de colaciones plurales-, mientras que el segundo relee el trabajo de su compañero, detecta y subsana errores de copia, corrige la puntuación y la acentuación (aspectos que, por primera vez en la historia de la transmisión, son objeto de una sistemática regularización) y cubre los márgenes de escolios. A estos cuidados filológicos, entre otros factores, debemos seguramente que el texto de los manuscritos bizantinos conservados en nuestras bibliotecas, herederos 26 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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directos o indirectos de los ejemplares transliterados, presenten en la mayoría de los autores un texto generalmente más homogéneo que el que muestran los papiros de la Antigüedad desenterrados de las arenas egipcias en el curso del presente siglo. Ahora bien, un texto homogéneo no siempre significa un texto único. Desde los estudios de Pasquali no es posible ya mantener el sueño de un arquetipo único o de una transliteración única, ni el de tradiciones exentas de contaminación horizontal desde los primeros peldaños: son demasiado numerosos los indicios de tradiciones plurales que remontan a varias transliteraciones (simultáneas o no) o a varios arquetipos altomedievales, ni siempre es posible explicar esta diversidad textual con la hipótesis de un ejemplar único provisto de variantes. Sin embargo, no parecen haberse extraído, en el terreno de la historia de los textos, las consecuencias últimas de los datos aportados por el examen de las tradiciones manuscritas. Una de ellas, no pequeña, nos llevaría a replantear la validez del método de aplicar a la época de la transliteración el esquema general de la transmisión según el cual la línea de descendencia de los textos griegos, desde la Antigüedad hasta los bizantinos, se habría mantenido casi siempre dentro de los cauces trazados por las bibliotecas oficiales o los centros públicos de enseñanza. En realidad, no sabemos si, al igual que las colecciones bibliotecarias helenísticas, o que los códices reunidos en la Biblioteca Imperial por Constancio II, los ejemplares transliterados de los siglos IX-X son copias destinadas a ser conservadas en bibliotecas oficiales de Constantinopla. Ya hemos hablado antes del silencio de las fuentes en cuanto a una iniciativa de este género programada por la corte o la “Universidad”.
Si así hubiese sido (no hay que descartarlo del todo), es claro que esta hipótesis no agota ni mucho menos el panorama de la producción libraria mediobizantina. Algunos indicios apuntan en otras direcciones. En efecto, la magnitud de ciertas colecciones privadas como la de Aretas; la existencia de centros de copia (principalmente monasterios) que trabajan para comisionistas individuales o colectivos; la demanda creciente de textos por parte de las élites cultas del Imperio; el funcionamiento de una enseñanza privada estable y continua, fuente asimismo de ediciones como la del “Profesor Anónimo”, aconsejan quizá imaginar una realidad editorial más vasta y compleja, determinada aleatoriamente por las iniciativas y necesidades de la clase culta que era su principal destinatario.
La transliteración del caudal de literatura griega disponible desde mediados del siglo IX fue una operación de largo recorrido, que duró por lo menos hasta la mitad del siglo XI (y eso sin contar los casos aislados de transliteraciones efectuadas en época 27 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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posterior al hilo de nuevos descubrimientos). La copia de los textos de la Antigüedad se escalonó siguiendo las oscilaciones del gusto literario y/o los intereses intelectuales del reducido grupo de estudiosos implicados en el proceso. Así, en la segunda mitad del siglo IX, los manuscritos conservados pueden agruparse, por sus características paleográficas y codicológicas, en una colección platónica y una colección aristotélica. La primera es interesante tanto por sus orígenes como por su destino posterior.
Recientemente, algunos indicios sólidos han dado fuerza a la hipótesis de que esta importante colección de diálogos platónicos y comentarios neoplatónicos fue trasladada en bloque desde Alejandría a Constantinopla entre los siglos VIII y IX. En cuanto a las relaciones de esta colección con los eruditos y humanistas del momento, se ha sugerido que ciertas pistas podrían conducir al mismo tiempo a Focio y a León: por un lado, el manuscrito principal de la colección, el parisino de Platón anteriormente mencionado, remonta parcialmente a la recensión de León; por otro, un descendiente suyo, el Vaticanus gr. 1, presenta variantes marginales procedentes "del libro del patriarca”, que coinciden de forma asombrosa con el texto del códice A. Irigoin recuerda que en Bizancio la sola mención del patriarca hace pensar inmediatamente en Focio. ¿Es el manuscrito parisino de Platón el libro mismo del patriarca o un descendiente suyo? La colección platónica y la aristotélica (ésta un poco más antigua), están unidas, además, por una misma mano marginal no identificada, presente en la mayoría de los manuscritos platónicos y en el principal testimonio de la colección aristotélica, el Vindobonensis phil. gr. 100. Quizá esta mano corresponda al erudito que encargó y poseyó ambas colecciones, pero poner un nombre ilustre a este personaje desconocido (León, Focio) es tarea condenada al fracaso por la falta de noticias explícitas.
Después de los filósofos, los textos en prosa se suceden escalonadamente a lo largo del siglo X. A partir de los primeros años del siglo, comenzamos a ver aparecer manuscritos griegos de oradores e historiadores (Isócrates, Demóstenes, Jenofonte, Tucídides, Heródoto, Plutarco, Diodoro Sículo, Dión Casio, además de Luciano y Elio Arístides, etc.). Algunos de ellos formaron parte de la biblioteca del humanista bizantino del que estamos mejor informados en su faceta de comprador, poseedor y comisionario de códices: Aretas. Es notable también, en la medida en que se nutrió de fondos conservados en la Biblioteca Imperial, la colección de manuscritos de extractos históricos, jurídicos y militares confeccionados en el entorno intelectual del emperador Constantino VII Porfirogénito (913-959). Por fin, en la segunda mitad del siglo X, registramos un aumento en la producción de manuscritos de autores neoplatónicos y 28 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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el surgimiento de los primeros y hermosos volúmenes de poesía griega copiados en minúscula: Homero, Hesíodo, Sófocles, Apolonio de Rodas, Aristófanes, Arato, Nicandro, Licofrón, la Antología griega, etc. La conservación de la literatura griega, en la extensión que, con más o menos variantes, nos es familiar a nosotros, había quedado asegurada.
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8) GUÍA BIBLIOGRÁFICA.
En la recopilación de la presente bibliografía, además de los repertorios bibliográficos al uso (L’Année Philologique, el “Bulletin Codicologique” de Scriptorium y la sección “Bibliographische Notizen und Mitteilungen” de Byzatinische Zeitschrift), me ha sido de especial utilidad la guía de A. BRAVO GARCÍA - J. SIGNES CODOÑER E. RUBIO GÓMEZ, El Imperio bizantino. Historia y Civilización. Coordenadas bibliográficas, Madrid 1997. He tratado de reunir aquí todos los trabajos generales sobre transmisión e historia de los textos griegos en Bizancio publicados desde 1980 hasta la fecha (tomo como punto de arranque la compilación de artículos editada ese año por D. HARLFINGER (ed.), Griechische Kodikologie und Textüberlieferung, Darmstadt 1980). No obstante, como el lector comprobará, a los trabajos recientes precede una amplia selección de los títulos anteriores, que todavía contienen informaciones útiles. Para facilitar la apreciación de cómo se han renovado los estudios, he dispuesto los títulos en orden cronológico y, en el caso de aquellos publicados en los últimos veinte años, he acompañado la relación bibliográfica de mínimos comentarios orientativos. Puesto que la historia de los textos griegos en Bizancio es una disciplina difícilmente separable de la historia de la cultura y la educación, de la historia del libro y las bibliotecas, de la historia de la filología clásica, de la historia de la recepción y el gusto literarios en el Medievo bizantino, lo ideal sería ofrecer aquí una bibliografía actualizada de todas esas disciplinas. Pero ello, como bien puede imaginar el lector, alargaría esta nota bibliográfica hasta límites monstruosos. En los epígrafes siguientes, sin embargo, he incluido una selección de obras generales de las citadas disciplinas; aunque tampoco en este apartado he sido restrictivo en los límites cronológicos, he prestado una atención especial a lo publicado desde 1980 en adelante. Hoy día, no puede dudarse de que sin un conocimiento sólido del universo cultural bizantino es imposible comprender las líneas profundas que determinaron la fortuna de los textos griegos en Bizancio.
Aunque la Paleografía y la Codicología griegas guardan una relación muy estrecha con la Historia de los Textos, hasta el punto de que sin los resultados de aquéllas no sería posible reconstruir las formas y canales de la producción y circulación librarias en el Medievo, me he permitido omitir aquí una relación completa de los trabajos relativos a una y otra disciplina, es decir, a la tecnología del libro 30 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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(fabricación, características morfológicas, etc.) y a la tipología y evolución de las escrituras. El lector interesado en estas materias puede acudir con provecho a la magnífica puesta al día que ofrece A. BRAVO GARCÍA en dos títulos de 1984: "La Paleografía griega hoy", en: A. MARTÍNEZ DÍEZ, Actualización científica en Filología Griega, Madrid 1984, págs. 1-64, y “Una ojeada a la Codicología griega”, en Ibid., págs. 65-79.
Un poco más reciente es el espléndido repertorio bibliográfico de P. CANART, Paleografia y codicologia greca. Una rassegna bibliografica, Ciudad del Vaticano 1991. Orientaciones bibliográficas y metodológicas ofrecen también dos artículos de G. CAVALLO, “Storia della scrittura e storia del libro nell’antichità greca e romana. Materiali per uno studio”, Euphrosyne 16 (1988), págs. 401-412, y “La cultura scritta a Bisanzio. Inventario di problemi per una riflessione”, en J. HAMESSE (ed.), Bilan et perspectives des études médievales en Europe, Lovaina la Nueva 1995, págs. 65-80; así como H. HUNGER, “Handschriftliche Überlieferung in Mittelalter und früher Neuzeit: Paläographie”, en H.-G. NESSELRATH (ed.), Einleitung in die griechische Philologie, Leipzig 1997, págs. 17-44. Por lo demás, constituyen una verdadera summa de los estudios paleográficos en la actualidad las actas de tres coloquios de Paleografía y Codicología griegas publicadas hasta la fecha: J. BOMPAIRE - J. IRIGOIN (eds.), La paléographie grecque et byzantine, París 1977; D. HARLFINGER & G. PRATO (eds.), Paleografia e Codicologia greca. Atti del II Colloquio internazionale (Berlino-Wolfenbüttel, 17-21 ottobre 1983), Alessandria 1991; G. CAVALLO - G. DE GREGORIO - M. MANIACI (eds.), Scritture, libri e testi nelle aree provinciali di Bisanzio. Atti del Seminario di Erice (18-25 settembre 1988), Spoleto 1989.
En el terreno de la Codicología, el lector podrá encontrar contribuciones relevantes (a cargo de Cavallo, Irigoin, Prato y Wilson) sobre la presentación del texto y los escolios de los manuscritos bizantinos en C. QUESTA - R. RAFFAELLI (eds.), Atti del Convegno internazionale “Il libro e il testo”, Urbino 20-23 settembre 1982, Urbino 1984. Por último, nos presenta una exposición general sobre libro manuscrito el manual de O. MAZAL, Lehrbuch der Handschriftenkunde, Wiesbaden 1986.
Por lo que respecta a una primera aproximación a la historia de los textos griegos, a los factores históricos, sociales y culturales que condicionaron la 31 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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conservación y la pérdida de los textos griegos tanto en la Antigüedad como en el transcurso del milenio bizantino se han dedicado numerosos trabajos desde principios del siglo XX. Citamos aquí sólo las monografías generales más importantes: F. W. HALL, A Companion to classical Texts, Oxford 1913 (reimpr. Hildesheim 1968); A. ADLER, Den graeske litteraturs skaebne in Oldtig og Middelalder, Copenhague 1929; P. MAAS, “Schicksale der antiken Literatur in Byzanz”, en A. GERCKE - E. NORDEN (eds.), Einleitung in die Altertumwissenschaft, Leipzig 19273, vol. 3, págs. 183-187 (recogido en versión italiana, con adiciones y correcciones del autor, en el apéndice tercero de la segunda edición de PASQUALI, Storia della tradizione..., págs. 487-492); G. PASQUALI, Storia della tradizione e critica del testo, Florencia 1934 (19522, reimpr. 1988); A. DAIN, Les manuscrits, París 1949 (19642, 19753); R. R. BOLGAR, The Classical Heritage and its Beneficiaries, Cambridge 1954; R. DEVREESSE, Introduction à l'étude des manuscrits grecs, París 1954; VV. AA., Studien zur Textgeschichte und Textkritik. Festschrift G. Jachmann, Colonia 1959; H. G. BECK - K. BÜCHNER - H. ERBSE - H. HUNGER - M. IMHOF - H. RÜDIGER O. STEGMÜLLER, Geschichte der Textüberlieferung der antiken und mittelalterlichen Literatur. I, Zúrich 1961 (2ª ed., Die Textüberlieferung der antiken Literatur und der Bibel, Múnich 1988); B. A. VAN GRONINGEN, Traité d'histoire et de critique des textes grecs, Amsterdam 1963; L. D. REYNOLDS - N. G. WILSON, Scribes and Scholars. A Guide to the transmission of Greek and Latin literature, Oxford 1968 (19742, 19912; trad. esp., Copistas y filólogos. Las vías de transmisión de las literaturas griega y latina, Madrid 1986; la edición francesa, D’Homère à Erasme, París 1984, ha sido revisada y aumentada por los autores y provista de un apéndice bibliográfico obra de P. PETITMENGIN); L. CANFORA, Conservazione e perdita dei classici, Padua 1974.
Desde los años ochenta en adelante, merecen destacarse algunos trabajos monográficos consagrados a la historia de los textos en Bizancio. A los cuidados de D. HARLFINGER (ed.), Griechische Kodikologie und Textüberlieferung, Darmstadt 1980, debemos una valiosa reunión de artículos de varios autores que se hallaban dispersos en revistas especializadas; entre ellos, es preciso citar, como ejemplo de estudio de la tradición textual en estrecha conexión con los episodios más relevantes de la historia 32 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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cultural de Bizancio, M. SICHERL, “Platonismus und Textüberlieferung”, págs 535-576, que ha sido enriquecido con adiciones y correcciones del autor. El libro de A. G. HAMMAN, L´épopée du livre. La transmission des textes anciens, du scribe à l’ imprimerie, París 1985, dedicado en exclusiva a la historia de los textos sagrados y patrísticos, es un complemento útil al manual de Reynolds-Wilson, si bien su orientación es más metodológica y tipológica que histórica. La aportación a mi juicio más valiosa en el campo de la transmisión textual griega -sobre todo porque supone una revisión de muchos aspectos tradicionalmente aceptados- ha sido la de G. CAVALLO, “Conservazione e perdita dei testi greci: fattori materiali, sociali, culturali”, en A. GIARDINA (ed.), Società romana e impero tardoantico. Tradizione dei classici. Trasformazione della cultura IV, Roma-Bari 1986, págs. 83-172 & 246-271 (39 láminas). Aquí seguimos de cerca este trabajo, además de dos títulos posteriores que le sirven de complemento: G. CAVALLO, “La storia dei testi antichi a Bisanzio. Qualche riflessione”, en J. HAMESSE (ed.), Les problèmes posés par l’édition critique des textes anciens et médievaux, Lovaina la Nueva 1992, págs. 95-111, con orientaciones metodológicas útiles para el estudio de esta disciplina; y G. CAVALLO, “I fondamenti culturali della trasmissione dei testi antichi a Bisanzio”, en G. CAMBIANO L. CANFORA - D. LANZA, Lo spazio letterario della Grecia antica. Volume II. La ricezione e l’attualizzazione del testo, Roma 1995, págs. 265-306, trabajo que, amén de completar el cuadro de su ensayo de 1986 con un rico panorama de los siglos XIXIV, da una visión centrada no tanto en las figuras sobresalientes como en las de esos filólogos anónimos o poco conocidos que han dejado huellas directas en la transmisión. Del mismo autor puede consultarse también G. CAVALLO, “La trasmissione dei ‘moderni’ tra antichità tarda e medioevo bizantino”, ByzZ 80 (1987), págs. 313-329. Es valiosa asimismo la contribución de A. BRAVO GARCÍA, “La tradición directa de los autores antiguos en época bizantina”, en O. PECERE (ed.), Itinerari dei testi antichi, Roma 1991, págs. 7-27, donde el paleógrafo español no sólo pasa revista actualizada a los diferentes sujetos y objetos de la transmisión, a los lugares y épocas decisivos en la conservación de los textos en Bizancio, sino que también subraya la presencia de tradiciones continuistas desde la Antigüedad hasta el Medievo bizantino, ofreciendo un cuadro distinto del esquema ya habitual de las tradiciones que mueren en la Antigüedad tardía y resucitan a partir del siglo IX . Finalmente, son de obligada consulta dos trabajos de Irigoin: en J. IRIGOIN, “Permanences des textes grecs”, BAGB (1993), págs. 209-218, se describen las condiciones materiales e intelectuales que acompañan a la transmisión de los textos de algunos géneros literarios (filosofía, medicina y tragedia); “Les éditions de textes”, 33 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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en F. MONTANARI (ed.), La philologie grecque à l’ époque hellénistique et romaine: sept exposés suivis de discussions, Vandoeuvres-Ginebra1993, págs. 39-93, contiene un magnífico y exhaustivo análisis de las ediciones de textos griegos en la Antigüedad y de las condiciones materiales (soporte material, morfología libraria) a que estuvo supeditada su conservación.
Nuestro país ha sido rico en exposiciones breves o trabajos de actualización dirigidos principalmente al público escolar (de Secundaria o Universidad): F. RODRÍGUEZ ADRADOS, "Cómo ha llegado hasta nosotros la literatura griega", Revista de la Universidad de Madrid 1 (1952), págs. 525-552; J. ALSINA, “La transmisión de la literatura griega”, AFFB 3 (1977), págs. 11-33; A. BRAVO GARCÍA, "Las fuentes escritas de la cultura griega y su transmisión hasta nosotros", en L. GIL (coord.), Temas de COU. Latín y Griego, Madrid 1978, págs. 1140; A. BRAVO GARCÍA, "Las fuentes escritas de la cultura griega y su transmisión hasta nosotros. Addenda et corrigenda", Eclás 23 (1979), págs. 139-142; G. MOROCHO GAYO, “La transmisión de textos y la crítica textual en la antigüedad”, Anales de la Universidad de Murcia, Filosofía y Letras 38 (1979-80), págs. 3-27; G. MOROCHO GAYO, "La crítica textual en Bizancio", Anales de la Universidad de Murcia, Filosofía y Letras 38 (1979-80), págs. 29-55; A. BERNABÉ, “Transmisión de la literatura griega”, en J. A. LÓPEZ FÉREZ (ed.), Historia de la literatura griega, Madrid 1988, págs. 1189-1207.
Todos estos trabajos son meritorios por diversas razones, pero ninguno se propone como objetivo prioritario indagar en los factores histórico-culturales que condicionaron la transmisión de los textos griegos en Bizancio.
A esta lista de trabajos divulgativos podemos añadir dos resúmenes de escasa utilidad producidos en los últimos años: A. A. NIKITAS, “Απὸ τὴν ἱστοτίαν τῶν ἀρχαικῶν ελληνικῶν κειμένων”, Platon 40 (1988), págs. 17-30, tiene como objeto ensalzar los méritos de figuras eminentes de la Iglesia ortodoxa (Focio, Aretas, Eustacio entre otros) en la salvación de la literatura griega, pero para ello se conforma con acudir casi en exclusiva al manual de literatura griega de Lesky y al de literatura bizantina de Krumbacher; sumario (además de escrito en afrikaans; doy el título en inglés) es W. J. HENDERSON, “The survival of classical literature during the Middle Ages, II: The Greek East”, Akroterion 36 (1991), 34 © 2009, E-EXCELLENCE – WWW.LICEUS.COM
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págs. 110-113 [continuación de “The survival of classical literature during the Middle Ages, I: The Latin West”, Akroterion 36 (1991), págs. 62-67]. De utilidad para la clase de Bachillerato es K. KELLER, Schrift und Buch: Wege antiker Texte durch die Jahrhunderte, Berna 1988, que ofrece unidades didácticas ilustradas con 20 diapositivas sobre el mundo del libro y la escritura en Grecia y Roma desde los primeros testimonios escritos hasta el Renacimiento.
En los años noventa, se han publicado síntesis de carácter más o menos divulgativo en forma de libro. Por desgracia, no he podido tener acceso, ni directamente ni a través de reseñas, al librito de F. BOSSI, La tradizione dei classici greci, Bolonia 1992. C. N. KONSTANTINIDES, Ἡ συμβολή του Βιζαντίου στη
διάσωση της αρχαίας ελληνικής γραμματείας, Ioannina 1995, presenta una visión de conjunto apoyada en una buena documentación. Aunque dedicado a la Antigüedad, el trabajo de E. PÖHLMANN, Einführung in die Überlieferungsgeschichte und die Textkritik der antiken Literatur. I. Altertum, Darmstadt 1994, se detiene con cierta extensión en el mundo bizantino, pero a veces enuncia opiniones ya superadas o refutadas hoy día.
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