Un hombre para la eternidad, SANTO TOMAS MORO

March 8, 2018 | Author: escatolico | Category: Philosophical Science, Science, Religion And Belief
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Descripción: El fragmento de historia inglesa que constituye el fondo de esta obra es bien conocido de todos. Enrique VI...

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Robert Bolt

UN HOMBRE PARA LA ETERNIDAD (A Man for All Seasons)

Traducción de Luis

Escobar

Título original: A Man for All Seasons, Londres, 1960. Madrid. 1967.

More is a man of an ángel’s wit and singular larning; I know not this fellow . For where is the man of that gentleness, lowliness, and affability ? And as time requireth a man of marvellous m irth and pastimes; and sometimes of a sad gravity: a man for all seasons . ROBERT WHITTINGTON

He was the person o f the greatest virtue these islands ever produced. SAMUEL JOHNSON

Moro es un hom bre con inteligencia de ángel y singular sabiduría; yo no conozco otro sem ejante a él. P u es , ¿dónde está el hombre con esa gentileza, hum ildad, y afabilidad? Y según el tiem po lo requiere, un hombre de una alegría y un trato maravillosos; y a veces un hom bre de triste gravedad: un hom bre para todas las estaciones ROBER WHITTINGTON

Fue la persona de mayor virtud que estas islas han p roducid o . SAMUEL JOHNSON

INDICE

Páginas Prefacio ....................................................................

7

Indicaciones del autor. P e r so n a je s...................

23

Acto p r im e r o ............................................................

29

Acto s e g u n d o ............................................................

99

Otro posible f i n a l .....................................................

737

A MAN FOR ALL SEASONS fue estrenada en el Globe Theatre de Londres el 1 de julio de 1960 por la Com­ pañía H. M. Tennent Ltd., con el siguiente reparto:

E l V u lg o T om ás M oro R ic h a r d R x c h E l D uque A lic ia M oro M a r g a r it a M o r o E l C ardenal C r o m w e ll E l E m b a ja d o r Su S e c r e t a r i o WlLLIAM ROPER E l R ey U n a M u je r E l A r z o b is p o

Leo McKern Paul Scoñeld John Bown Alexander Gauge Wynne Clark Pat Keen Willoughby Goddard Andrew Keir Geoffrey Dunn Brian Harrison John Carson Richard Leech Beryl Andrews William Roderick

La Obra fue dirigida por Noel Willman

Escenario y Vestuario Motley

El fragmento de historia inglesa que constituye el fondo de esta obra es bien conocido de todos. Enri­ que VIII, que lo tuvo todo y que todo malgastó, tuvo suficientes energías mentales y físicas para soportar una vida llena de codicias satisfechas. El enjant terri­ ble, a quien nadie se atrevió a contradecir, es una de las figuras más populares de nuestra historia. Para nosotros es como un arquetipo, uno de los campeones de nuestra más baja naturaleza, y en él nos vemos vi­ cariamente consentidos. En contra de él estaba toda la arquitectura de la religión medieval, fundada en la piedad, aunque por aquel entonces tan mercantilizada; religión elaborada, elevada e inflexible como aquellas abadías que En­ rique destruyó con tan satisfecho y desgraciado es­ trépito. El choque se produjo así. Enrique no esperó nunca llegar a ser Rey, ya que tenía un hermano mayor, Arturo. Este contrajo matrimonio con la princesa es­ pañola Catalina, pero murió al poco tiempo. Las casas reales de España e Inglaterra quisieron reparar la unión, y el camino obvio para ello era casar a la joven viuda con Enrique, ahora heredero, en lugar de Arturo. Pero España e Inglaterra eran monarquías cristianas, y la ley cristiana prohibía que un hombre se casara con la viuda de su hermano.

Ser cristiano significaba pertenecer a la Iglesia, a la única Iglesia cuya cabeza era el Papa. Ante la peti­ ción de la cristiana España y de la cristiana Inglate­ rra, el Papa concedió la dispensa de la ley que prohi­ bía a un hombre casarse con la viuda de su hermano. Cuando, según lo previsto, Enrique ascendió al trono inglés como Enrique VIII, Catalina era su Reina. Durante algunos años el matrimonio fue un éxito; se respetaban y se gustaban mutuamente, y Enrique buscaba sus placeres fuera, aunque con cierta mode­ ración. Pero posteriormente quiso divorciarse de su mujer. Los motivos de tal deseo son probablemente tan confusos, inaccesibles y vanos en un Rey como en cualquier otro hombre. Mas he aquí tres que tienen sentido: Catalina se había hecho cada vez más sen­ cilla y más intensamente religiosa; Enrique se había enamorado de Ana Bolena; la alianza española se ha­ bía hecho impopular. Ninguna de estas causas reque­ ría necesariamente el divorcio, pero había una cuarta que sí lo requería. Catalina no había podido dar a En­ rique un hijo varón, y ahora se suponía que era esté­ ril. Tenían una hija, pero los políticos competentes estaban acordes en rechazar la idea de una Reina en el trono de Inglaterra. Ana y Enrique confiaban en poder tener un hijo varón; pero para que este hijo pudiera ser el heredero de Enrique, Ana tendría que ser la esposa de Enrique. De nuevo se acudió al Papa. Esta vez sólo lo hizo Inglaterra, pidiendo que declarara nulo el matrimo­ nio con Catalina, ya que contravenía a la ley cristiana, que prohibía el matrimonio con la viuda del hermano. Pero la insistencia inglesa sobre la nulidad del ma­ trimonio se veía ahora contrarrestada por la espa­ ñola, que afirmaba lo contrario. Y en aquel momento España estaba en una situación muy favorable para

influir en las deliberaciones del Papa: Roma, donde vivía el Papa, había sido saqueada y ocupada por las tropas españolas. Además, es fácil imaginar una na­ tural repulsa por parte del Papa a ver su autoridad a merced de otros. De todas formas, después de mu­ cha prevaricación ceremoniosa, mientras Enrique es­ peraba con irritada impaciencia, pronto se vio claro que, por lo que se refería al Papa, el matrimonio con Catalina era válido. A la impaciencia del amante y a las ansiedades del soberano Enrique añadía ahora una mala conciencia, y esto era un asunto serio para él y los que le ro­ deaban. Descubrió que la Biblia era perfectamente clara sobre los matrimonios como el suyo con Cata­ lina: estaban totalmente prohibidos. Y la pena con que se castigaba a los transgresores era exactamente la que había caído sobre él: la privación de herede­ ros varones. Estaba, por lo tanto, en estado de pe­ cado. Había sido puesto en esta situación de pecado por su padre con la activa ayuda del Papa. Y el Papa se empeñaba en m antenerle ahora en estado de peca­ do. El hom bre que tal cosa hacía, comenzó a pensar Enrique, no podía reclamar para sí el título de Vica­ rio de Dios.

Y, en verdad, considerando atentamente las cosas, Enrique descubrió que —como varias voces ya habían insistentemente afirmado a lo largo de los siglos—, el supuesto Papa no era más que un vulgar obispo, el obispo de Roma. Esto lo hacía todo claro y posible. Si el Papa no era Papa, sino únicamente obispo entre obispos, entonces sus especiales poderes como Papa no existían. En este caso, naturalmente, no tenía po­ der para dispensar los mandatos de Dios según se nos revelan en el Levítico, y tampoco tenía poder para nombrar a otros obispos; y aquí surgió de nuevo una antigua controversia.

Pues si el Papa no tenía poder para nombrar obis­ pos, entonces, ¿quién sino el Rey mismo lo tendría, Rey por la gracia de Dios? Los antepasados de En­ rique, todos esos otros Enriques, tuvieron toda la razón: los obispos de Roma, sin apariencia de legali­ dad, habían logrado, a lo largo de los siglos, estable­ cer un reino rival dentro del reino, una especie de usurpación prolongada. El solo recuerdo de esta idea le ponía furioso. No podía soportarlo más. Buscó un buen obispo para nombrarlo obispo de Canterbury, un obispo sin ambiciones por modificar la ley de Dios sobre las viudas de los hermanos di­ funtos, pero lo suficientemente decidido para conce­ der el divorcio a su soberano sin consultar al obispo de Roma. Ese hombre era Tomás Cranmer. El Rey se divorció de Catalina, se casó con Ana y así nació la Iglesia oficial de Inglaterra. Este es, a grandes rasgos, el fondo político, o teoló­ gico, o político-teológico, de la presente obra. Pero ¿y qué decir del social, o económico, o socioeconómico, que nosotros ahora consideramos más importante? La economía era muy progresiva y la religión muy reaccionaria. De ahí que la colisión fuera inevitable, siendo Enrique un mero accidente de adorno. Con En­ rique probablemente descartamos también, como me­ ros accidentes, a Catalina y Wolsey, a Ana, Moro, Cranmer, Cromwell, al Lord Mayor de Londres y al hombre que limpiaba las ventanas; prescindiendo de todos como de accidentes, afirmamos que la colisión era inevitable. A decir verdad, esto no es más que re­ petir lo que efectivamente tuvo lugar. Pero lo que tiene interés es la manera cómo sucedió, la manera cómo fue vivido este acontecimiento. Pues tales coli­ siones son vividas. La «religión» y la «economía» son abstracciones que describen el modo de vivir de los hombres. Porque los hombres trabajan, nosotros po­

demos hablar de una economía, no al revés. Porque los hombres adoran a Dios, podemos hablar de una religión, no al revés. Y cuando una economía entra en colisión con una religión, son hombres vivientes los que entran en colisión (unos contra otros y cada cual consigo mismo). Tal vez muy poca gente estaría en desacuerdo con esta idea, expuesta de esta forma y en teoría. Pero en la práctica, nuestros teóricos parece que discurren al revés, derivan al trabajador de su economía, al pen­ sador de su cultura, y nosotros mismos incluso nos derivamos de nuestra sociedad y de nuestro puesto en ella. Cuando nos preguntamos «¿Qué soy yo?», po­ demos responder: «Yo soy un hombre», pero somos conscientes de que es una respuesta necia, pues no sabemos qué es lo que esto pueda significar; y al con­ siderar necia la respuesta, suponemos que también se trataba de una pregunta necia. Sin embargo, no podemos menos de hacérnosla, porque una natural curiosidad hace que continuamente nos la hagamos sobre los demás, y sería ilógico considerarnos a nos­ otros mismos como única excepción. Ello supondría envolver la imagen mental de nuestro yo en un silen­ cio único, y de esta forma hacer la pregunta de un modo particularmente inquietante. Así, nosotros res­ pondemos sobre nosotros mismos lo que respondería­ mos sobre cualquier otro: «Este hombre es un agri­ mensor cualificado, empleado, pero al mismo tiempo socio; el coche que conduce tiene seis cilindros y está casi nuevo; lo hace muy bien; sus opiniones...», etc., describiéndonos a nosotros mismos en términos más apropiados a alguien visto desde una ventana. Pensa­ mos en nosotros mismos en tercera persona. Dicho en otras palabras y más brevemente, nosotros no tenemos ya lo que las pasadas sociedades tenían: una imagen del hombre individual (filósofo estoico,

cristiano, racionalista), por medio de la cual podamos reconocernos y para compararnos con ella; nosotros somos cualquier cosa. Pero si somos cualquier cosa, entonces no somos nada, y nadie puede admitir esto, aunque tal sea nuestra presente situación. De aquí nuestro deseo de localizarnos a partir de algo que es ciertamente más amplio que nosotros mismos: la so­ ciedad que nos contiene. Pero la sociedad no puede tener otra idea que la nuestra sobre lo que nosotros somos, pues sólo tiene nuestra inteligencia para pensar. Y el individuo que intenta trazar su posición en el plano, tomando como punto de referencia nuestra sociedad, no halla puntos fijos, sino únicamente la ausencia de ellos, «libertad» y «oportunidad»; en ningún sitio se indica para qué sirve esa libertad u oportunidad de hacer algo. Lo único positivo que se le dice es «gana y gasta» (gana y gasta «si puedes», los de derecha; gana y gasta: «tú lo mereces», los de izquierda), lo cual no era nece­ sario que la sociedad se lo dijese. En otras palabras, nosotros somos rechazados por la sociedad hacia la parte más baja de nosotros mismos, esto es, a la par­ te menos satisfactoria. Lo que naturalmente hace que volvamos volando a la sociedad con toda la fuerza del rechazo. Socialmente, vamos de la idea de un individuo a los descriptores profesionales, los clasificadores, los hombres con categorías y un fino oído atento a la úl­ tima subdivisión, que florecen entre nosotros como sacerdotes. Individualmente, hacemos lo que podemos para describirnos y clasificarnos a nosotros mismos y de esta forma asegurarnos de que, por lo menos desde fuera, tenemos un perfil definido. Social e indi­ vidualmente, sucede con nosotros lo que con nuestras ciudades: un movimiento acelerado hacía la periferia,

dejando un centro que queda vacío una vez que ter­ minan las horas de trabajo. Este es un ambicioso estilo de pensar, y el orgullo viene siempre antes de una caída, pero fue con algu­ nas de estas ideas en la mente cómo yo comencé esta obra. O por lo menos se fueron desarrollando según la iba escribiendo. O, en último término, las he des­ arrollado en defensa de ella ahora que ya está escrita. No es fácil saber de lo que trata una obra de teatro hasta que se acaba; entonces el tema se encama en ella irreversiblemente y es imposible separarlo, lo mismo que es imposible separar la figura de una es­ tatua del mármol de que está hecha. Escribir una obra de teatro es pensar, no pensar sobre el mismo pensar; es más un sueño que un proyecto, exceptuan­ do el hecho de que dura seis meses o más y de que uno es responsable de ella. En todo caso, Tomás Moro, mientras escribía yo sobre él, se convirtió para mí en un hombre con el más diamantino sentido de sí mismo. El sabía muy bien dónde comenzar y dónde terminar, qué área de sí mismo podía conformarse a las usurpaciones de sus enemigos y cuál a las usurpaciones de los amigos. En ambos casos era una zona sustancial, pues tenía un genuino sentido del temor y era un amigo sincero. Como era hombre listo y un gran abogado, pudo pres­ cindir maravillosamente de esas zonas, pero al fin se le exigió retirarse de aquella última en la que se había refugiado su yo. Y en este punto, esta persona flexi­ ble, de buen humor, sencilla y sofisticada, se hizo in­ flexible como el metal, se vio dominada por un rigor absolutamente primitivo, inconmovible como una roca. Lo que ante todo me atrajo fue una persona que no podía ser acusada de ninguna incapacidad para la vida, que de hecho disfrutó de la vida con variedad y casi codicia; que, sin embargo, encontró algo en sí

misino, sin lo cual la vida no tenia valor, y que cuan­ do esto se 1c negó, prefirió la muerte. Pues no cabe ningún género de duda, dada» la* circunstancias, que esto fue lo que hizo. Si en cualquier día unten de m u ejecución hubiese querido manifestar públicamente su aprobación al matrimonio de Enrique con Ana Bolena. podía haber seguido viviendo. Naturalmente, el matrimonio estaba relacionado con otras cosa# —el ataque a lo» monasterio», la política de la Reforma en general—, a las cuales Moro se oponía violentamente, pero yo creo que podía haber encontrado alguna es­ capatoria; y eso es lo que parece que intentó. Desgra­ ciadamente, se le exigió que aprobara el matrimonio en términos tale», que requerían de él afirmar que creía lo que no creía y, además, hacerlo en forma de juramento. Esto me lleva a algo que creo necesita explicación, y tal vez perdón. Moro era un católico practicante y para él un juramento era algo perfectamente especí­ fico: era una invitación a Dios, una invitación, que Dios no rechazaría, de actuar como testigo y como juez; la consecuencia del perjurio era la condenación, otro concepto perfectamente específico para Moro. Por lo tanto, para Moro el asunto era bien sencillo (aunque, atendiendo al resultado, no podría conside­ rarse fácil). Pero yo no soy católico, ni siquiera cris­ tiano en el pleno sentido de la palabra. Por lo tanto, ¿con qué derecho mc apropio uri santo cristiano para mis propósitos? O dicho de otra forma, ¿por qué elijo yo como héroe mío a un hombre que provoca su propia muerte porque no puede poner la mano sobre un libro negro y decir una mentira ordinaria? Por esta razón: un hombre hace un juramento sólo cuando quiere comprometerse de una manera excep­ cional a la defensa de una verdad, cuando quiere ha­ cer una identidad entre la verdad y su propia virtud;

se ofrece a sí rnísmo como garantía. Y así es, en efec­ to. líl perjuro adopta un ge*to, una actitud especial que le delata; vemos que este hombre no tiene un yo que comprometer, una garantía que ofrecer. Natural' mente, ahora esto cauwa menor impre*íán, pues para la mayor parte de nosotros, las palabra* de un jura* mentó non palabra* vacía*; preferiríamos que la ma­ yor parte de lo* hombre* garantizasen sus afirm ado neti con dinero, por ejemplo, ante* que con su propio ser. No* darrio* cuenta de que el yo e* una comodidad equívoca. Hay cada ve/, meno* co*a* que no seamos capace* de realizar. Apena* *i podemo* encontrar otro* límite» a no*otro* mismo* que Jo* fí*lco*, que, siendo fí#íco*, no *on opcionale*. Tal vez ésta sea la cau*a por la que con tanta frecuencia hemo* recu­ rrido a la tortura para ejercer presión «obre lo* de­ más. Pero aunque «can muy poco* lo» que tienen en *í algo semejante a un alma inmortal, que consideren absolutamente Inviolable, *in embargo, la mayor parte de nosotros aún «entimo* algo que preferiríamos no violar. La mayor parte de Jo* hombres siente, al hacer un juramento (el compromiso matrimonial, por ejem­ plo), que ha comprometido algo. Y por e*to podemo* adivinar lo que un juramento *upondrá para un hom­ bre que lo considera no como un mero rito, sino como un contrato preciso. Tal vez sea que un claro sentido del yo puede cristalizar sólo alrededor de algo tras­ cendental, en cuyo ca*o nuestras suposiciones pare­ cen pobres, pues estamos totalmente ligados a lo ra­ cional. Yo creo que la principal contribución que nues­ tro* pensadores, artista* y, por lo que yo sé, nuestro* hombre* de ciencia deberían ««forzarse en proporcio­ narnos, e* un *entldo del propio yo sin resorte de magia. Albert Camu* e* un escritor a quien admiro en e*te sentido. De todas formas, lo dicho ha de servir como expli­

cación y excusa por tratar a Tomás Moro, santo cris­ tiano, como un héroe de su propia personalidad. Otra cosa que me atrajo en este hombre admirable fue su espléndido ajuste social. Muy lejos de ser un hueso dislocado en la sociedad, tuvo, como el héroe de La Chute de Camus, un éxito casi ofensivo. Tomás Moro tuvo cuna respetable, aunque no noble; nació en la clase comerciante, la clase progresiva de la épo­ ca; se distinguió primero como hombre de estudio, después como abogado; fue nombrado embajador, fi­ nalmente lord canciller. Un libro de visitas en su casa de Chelsea hubiese parecido un Quién es Quién del siglo xvi: Holbein, Erasmo, Colet, todos. Se escribía con las mentes más preclaras de Europa, como repre­ sentante y campeón reconocido por todos del «nuevo saber» en Inglaterra. Era amigo del Rey, quien man­ daría llamar a Moro siempre que sus apetitos socia­ les se lo pidiesen, y que una vez se paseó por el jardín de Chelsea con el brazo sobre los hombros de Moro. («Si mi cabeza le conquistase un castillo en Francia, no dejaría de sucumbir», decía Moro.) Moro adoraba a su numerosa familia y era adorado por ella. Dejó mucho más que la mayor parte de los hombres cuan­ do tuvo que desprenderse de su vida, pues aceptaba y gozaba su situación social. Se ve claramente que aquí no hay una contradicción necesaria: es la sociedad la que declara un juramento y con él la oportunidad del perjurio. Pero ¿por qué un hombre tan sumergido en su sociedad al fin renunció a ella? ¿Cómo fue ello posible, sino en virtud de una inesperada aberración? Pero esta explicación no es válida, ya que Moro continuó hasta el final haciendo uso familiar y confiado de las armas de la sociedad, tacto, favor y, sobre todo, la letra de la ley. Para Moro, una vez más, la respuesta a esta cues­ tión hubiera sido perfectamente sencilla (aunque, di­

gámoslo de nuevo, nada fácil): el reino inglés, su so­ ciedad inmediata, estaban supeditados a la más ex­ tensa sociedad de la Iglesia de Cristo, fundada por Cristo, extendida en el pasado y el futuro, gobernada desde el cielo. Todavía hay gente para quien esto es plenamente sencillo, pero para la mayor parte no pasa de ser una metáfora. Yo lo tomé como metáfora en relación con ese amplio contexto en que nosotros vivimos: el cosmos aterrador. Aterrador porque en él no prevalecen ni leyes, ni sanciones, ni mores; está o vacío u ocupado por Dios y el Demonio, en lucha cuerpo a cuerpo. El hombre prudente tratará de vivir su vida sin re­ ferencias a este medio ambiente más amplio, consi­ derándolo únicamente como un bello espectáculo en una noche clara o como tema para inocente curiosi­ dad. A lo más, llegará a experimentar un cierto estre­ mecimiento cuando contempla su propia relación con el cosmos, pero no intentará vivir en él; aceptará con agradecimiento el refugio que le presta su sociedad. Esta fue, ciertamente, la intención de Moro. Si «sociedad» es el nombre que damos al compor­ tamiento humano cuando tiene una estructura y un orden, entonces la Ley (ya sean regulaciones prácticas del tráfico, leyes sobre la propiedad sujetas a cambio, y hasta los grandes delitos como el incesto y el parri­ cidio) es la estructura misma de la sociedad. La con­ fianza de Moro en la ley era su confianza en la socie­ dad; su desesperado intento por refugiarse bajo las formas de la ley fue su determinación de permanecer dentro del refugio de la sociedad. El despectivo que­ brantamiento de las formas de la ley que Cromwell hizo con su público acto de perjurio, mostró cuán frágil es aquel refugio para algunos individuos. Las palabras legal o ilegal ya no tenían sentido, las refe­ rencias sociales habían sido removidas. A Moro se le

ofreció, sin duda alguna, la oportunidad de introdu­ cirse de nuevo en la sociedad que le había lanzado al cosmos en lucha, pero aun en esa soledad pudo repe­ tir, o mantener, la decisión que había tomado mien­ tras todavía gozaba del refugio común. Me doy cuenta de que he usado muchas metáforas. No conozco otra manera de tratar este asunto. En mi obra he usado para este tema una imagen poética. Como figura para el contexto del superhombre he es­ cogido la cosa más grande, más ajena y menos sujeta a fórmulas: el mar y el agua. Las referencias a bar­ cos, ríos, corrientes, mareas, navegación, etc., se em­ plean con este fin. La sociedad figura, por contraste, como tierra seca. Comencé a escribir con una idea, no muy definida, de la clase de obra que iba a ser, salvo que no sería naturalista. La posibilidad de usar imágenes, es decir, la posibilidad de usar metáforas, no decorativamente, sino con una intención, fue un efecto marginal de ello. Naturalmente, está muy lejos de ser una idea nueva. Dudo de que en realidad sir­ viera para algo. De hecho, nadie se dio cuenta de ello. Pero yo acepto el hecho de que las imágenes, por su misma naturaleza, operan, en la representación por lo menos, inconscientemente. Pero si, como pien­ so, una obra de teatro ha de parecerse más a un poema que a una narración llana, y que mucho menos ha de ser una disertación o una conferencia, entonces las imágenes han de ser algo importante. Tal vez sea necesario añadir que por poema entiendo algo sólido y preciso, no algo vaporoso. Como dijo Brecht, la be­ lleza y la forma del lenguaje son un artificio primario de alienación. Yo garanticé algo de belleza y de forma al incorporar pasajes del mismo sir Tomás Moro. Por lo demás, mi intento ha sido acomodarme a ellos lo más que he podido, a fin de que el fraude no se no­ tase tanto.

En dos obras anteriores, Flowering Cherry y The Tiger and the Horse, había intentado, aunque con fa­ tal timidez, tratar de personajes contemporáneos en un estilo que los convirtiese en algo más amplio que la vida; en la primera, principalmente por medio de la música y de efectos mecánicos; en la segunda, so­ bre todo haciendo que los personajes fueran antinatu­ ralmente articulados y antinaturalmente conscientes de lo que «significaban». Inevitablemente, estas obras se parecían a lo que en realidad eran: obras riguro­ samente encerradas entre cuatro paredes, con mati­ ces embrollados, incómodos y, si ustedes no son ca­ ritativos, pretenciosos. De ahí que para la presente prefiriera un marco histórico, con la esperanza de que la distancia de los años me proporcionase la debida inspiración y me hiciese capaz de tratar a mis perso­ najes de una manera propiamente heroica y teatral. El estilo que finalmente adopté fue un versión adul­ terada del que recientemente se asocia a Bertold Brecht. Esta no es la ocasión para discutir ese estilo, pero me parece que el estilo usado por Brecht difiere del estilo que Brecht enseñó o nos han enseñado sus discípulos. Tal vez ellos son más monárquicos que el Rey. 0 tal vez haya algo demoníaco en Brecht artis­ ta que no le permita someterse a Brecht maestro. Esto explicaría por qué en el Círculo de tiza, que quie­ re demostrar que la bondad es una terrible tentación, la bondad triunfa muy alegremente. Y por qué en Madre Coraje, que quiere demostrar la naturaleza nada heroica de la guerra, el clímax sea un acto heroico que Rider Haggard hubiera rechazado. Y por qué en Galileo, que intenta exponer el valor objetivo del conocimiento científico, Galileo, felicitado por ha bcr salvado su pellejo y poder así aumentar ese co­ nocimiento, se ve obligado a negar su valor por el hecho de haber delinquido en un momento en que lo

que el mundo necesitaba era un hombre que fuese fiel a sí mismo. Yo me inclino a creer que la explicación está sencillamente en que Brecht era un artista exce­ lente, y la vida es complicada y ambivalente. De todas formas, yo estoy de acuerdo con Eric Bentley en que el efecto propio de la alienación es permitir al audi­ torio reculer pour mieux sauter, profundizar, no ago­ tar, su participación en la obra. El hecho de dar una bofetada al auditorio, satisface a una corriente austera y puritana, común a mu­ chos de sus discípulos, y a veces con detrimento suyo, al mismo Brecht. Pero es un juego peligroso. Produce un impacto por ser inesperado. Y es inesperado sola­ mente porque desafía directamente un acuerdo uni­ versalmente establecido. (Un acuerdo que sobrepasa todo naturalismo; en pocas palabras, el acuerdo de que los actores están allí en cuanto actores, no con su propia personalidad.) Cada vez que esto se realiza, es algo menos inesperado, de forma que se necesita una dosis cada vez mayor para producir el mismo efecto. Si se prolongase así indefinidamente, al final ya no sería inesperado. Habría desaparecido así el acuerdo teatral y tendríamos entonces en el teatro una situación con una persona, que antes solía ser actor, intentando desesperadamente atraer la aten­ ción —por medio de gestos rudos, ruidos descompa­ sados, manifestaciones indecorosas, fuegos de artifi­ cio, cualquier cosa— de otras personas, que solían ser el auditorio. Ante semejante situación, se podrían es­ perar veladas muy divertidas, pero tendríamos que dudar de la profundidad y sutileza de las ideas que con tales procedimientos podrían comunicarse. Cuan­ do en el teatro usamos métodos de alienación sola­ mente por contraste, estamos serrando la misma rama sobre la que estamos sentados. En vista de todo esto, para edificar «una arquitec­

tura verbal bella y atrevida», he preferido un relato antes que un argumento, y métodos típicamente tea­ trales como el cambio de escenarios. También he usado el más notable artificio para producir la alie­ nación, un actor que se dirige al auditorio y comenta la acción. Pero le he hecho dirigirse al auditorio en forma de personaje, es decir, desde dentro de la obra. Su misión consiste en llevar al auditorio dentro de la obra, no al revés. A este respecto, no cumple bien su misión, y por una razón que yo no había previsto. Este personaje se llama «el Vulgo» (exactamente lo mismo que hay otro llamado «el Rey»), pues tiene primordialmente la intención de indicar «lo que es común a todos nosotros». Pero fue tomado como un retrato de esa bestia mítica que es «el hombre de la calle». Esto no estuvo mal del todo; al fin y al cabo fue concebido como algo con lo que todos pu­ diésemos identificamos. Pero una vez que fue defi­ nido como común en ese sentido, mi personaje fue aceptado por uno de los partidos como un reflejo insignificante de esa persona vulgar y repelido por el otro en defensa propia. (Por mi parte, he intentado hacerle atractivo y su filosofía invulnerable.) Lo que estos dos partidos tienen en común, permítaseme usar la palabra, es que han concebido a este personaje como algo distinto. Estuviera donde estuviera, este personaje, ciertamente, no estuvo en el teatro. Es más difícil de ser hallado que un unicornio. Debo, sin em­ bargo, matizar lo dicho. No estuvo en las butacas, entre sus elegantes detractores y defensores. Pero en medio de la risa que este personaje produjo en la ga­ lería, esa risa que es el sonido más alentador que co­ noce nuestro teatro, yo creí entender una o dos veces que había sido reconocido. Septiembre de 1960.

R. B.

INDICACIONES DEL AUTOR PERSONAJES

el

De edad madura. Viste de pies a cabeza mallas negras, que delinean su perfil panzudo. De rostro astuto, bonachón, su me­ jor expresión la de un humor grosero. vulgo :

Adelantado en la cuarentena. Pálido, estatura mediana, no muy robusto. Pero la vida de la inteligencia es en él tan abundante y bienhumorada que llega a ilu­ minar su físico. Movimientos amplios y rá­ pidos, nunca bruscos, pues tiene una natural moderación. Rostro de intelectual, se alegra con facilidad, para volver a su ordinario serio y comprensivo. Sólo en momentos de crisis aguda se torna ascético, y entonces es he­ lador. r ic h a r d r i c h : Treinta y pocos años. Buen fí­ sico, falto de ejercicio. Rostro preocupado y melancólico, iluminado por el fuego de ape­ titos reprimidos. Es un universitario, ator­ mentado por dudas de participación en los

s ir tom as m oro:

asuntos del mundo, y deseando que alguien lo salve de sí mismo. e l d u q u e d e No r f o l k : También adelantado en la cuarentena. Sólido, activo, deportista y soldado, cimentado en su adhesión rígida a un mínimo código del deber, entendido con­ vencionalmente. Resulta atractivo porque se da cuenta de su insignificancia intelectual y moral, pero es a la vez un gran aristócrata, intocable y convencido de que sus actos e ideas son importantes por ser suyos. a l ic ia m o r o : Cuarenta y pico de años. De fami­ lia de comerciantes, ahora es una gran seño­ ra; de lejos resulta absurda, de cerca impre­ siona. Se viste demasiado, con estilo vulgar, y adora la sociedad; es valerosa, de corazón ardiente y adora a su marido. El resultado es que desafía lo mismo a la sociedad que a su marido, porque ambos la perturban. m argarita m o r o : Veintitantos años. De gran belleza y de ardiente finura espiritual; padece de excesiva reserva, en la que se refugia, y que su padre trata de mitigar. e l c ardenal w o l s e y : Viejo. Gran corpachón de­ cadente en su ropaje escarlata. Ambición casi megalomaníaca, pareja por desgracia a una inteligencia sobresaliente; se encuentra solo en su retiro de egoísta regalo y de desprecio.

Adelantado en la treintena. Sutil y serio; en su rostro la expresión, no de luchas interiores, sino de la tremenda volun­ tad extrovertida del Renacimiento. Su vani­ dad puede perpetrar verdaderos crímenes en nombre de la eficacia en la acción. O sea, un matón intelectual. c h a p u y s : Sesenta y tantos años. Diplomático profesional y eclesiástico lego, vestido de ne­ gro. Reposa en su dignidad de hombre de mundo, pero de hecho trota encantado por un sendero mental tan estrecho como el de un campesino. s e c r e t a r io d e c h a p u y s : Aprendiz de diplomáti­ co de buena familia. w il l ia m r o p e r : Treinta y pocos años. De cuerpo rígido y rostro inmóvil. Poca imagi­ nación, inteligencia moderada; de una recti­ tud devoradora que es su cruz, su solaz y su entretenimiento. e l r e y : N o es el Enrique VIII de Holbein, sino uno mucho más joven, bien afeitado, de ojos brillantes, elegante y atlético. La esperanza dorada de la «nueva sabiduría» en Europa. Lo único que presagia su futura corrupción es la ligereza con que maneja su poder abso­ luto. u na m u j e r : En la cincuentena. Obstinada, con-

to m a s c r o m w e l l :

vencida de su razón, egoísta, llena de indigna­ ción. c r a n m e r : Cuarenta y tantos años. Mente aguda, rostro anguloso. Para él la Iglesia es su admi­ nistración, y la Teología una suma de proce­ dimientos, porque carece de religiosidad per­ sonal. LA ESCENA La misma en toda la obra, susceptible de ilu­ minaciones variadas, según se indica en el texto. Su formato, en última instancia, ha de ser deci­ dido por el diseñador, pero hasta cierto punto viene impuesto por la acción de la obra. El autor ha imaginado dos galerías de arcos Tudor rebajados, una sobre la otra, con acceso desde fuera de la escena. Desde la galería superior, unas escaleras descienden a la escena. Debe haber un saliente, que sugiera una alcoba o gabinete, que pueda cerrarse con una cortina de tapicería. Una mesa y varias sillas, lo bastante pesadas como para que hagan juego en interio­ res y al aire libre.

EL VESTUARIO También a decidir por el diseñador. El autor no ha pensado en reproducciones exactas del

complicado estilo de la época. Estima que de­ ben usarse colores lisos, como escarlata para el Cardenal, gris para Moro, oro para el Rey, ver­ de para el Duque, azul para Margarita, negro y a rayas para funcionarios como Rich y Cromwell, y así sucesivamente.

ACTO PRIMERO

(Al levantarse el telón la escena está a oscuras, salvo por la luz de un foco que desciende de plano sobre el vulgo , en pie delante de un gran cesto de guardarropía.) vulgo : ¡Qué desatino, empezar conmigo una representación llena de reyes y cardenales, con ropas que hablan solas, y de intelectua­ les de pico de oro! Un rey o un cardenal hubiera vestido bien este cargo de prologuista. Y con los «borda­ dos» de un intelectual se hubiera podido ta­ pizar la Cámara de los Lores. ¡Pero esto...! ¿Esto es un traje? ¿Es que dice algo? ¡Si apenas cubre las desnudeces de un hombre!... Un poquito de tela negra y nuestro padre Adán se convierte en el Vulgo. Si me hubieran dejado salir en traje de Adán se hubiera visto lo que vale cada uno... Y en­ tonces yo hubiera dicho... ¡Se me olvidó! Al viejo Adán le han tapado la boca. (Yendo hacia la cesta.) Bueno, para repre­ sentar mi papel, necesito un traje. (Saca de la

cesta y se pone un traje y sombrero de

m ayor ­

dom o .)

¡Mateo! ¡El mayordomo de la casa de Sir Tomás Moro! ( La escena se alumbra rápida­ mente. Saca de la cesta cinco copas de plata, una mayor que las otras, y un jarro con tapa­ dera, con los que adorna la mesa. Se oye fue­ ra conversación alegre; el vulgo se detiene y señala a lo alto de las escaleras.) Tenemos gente a cenar. (Term ina de poner la mesa.) Está bien, un hom bre vulgar, un criado del siglo dieciséis. (Bebe del jarro.) Muy bien, el siglo dieci... (Se interrum pe sorprendido agradablemente por la calidad del vino, con­ templa el jarro respetuosamente y bebe de nuevo.) El siglo dieciséis es el siglo del hom­ bre vulgar. (Deja el jarro.) Como todos los demás siglos. (Cruzando hacia la derecha.) Y ése es mi papel. (Durante el final de las palabras anteriores se oyen voces fuera. Ahora entra, en lo alio de las escaleras, t o m á s m o r o .) m a y o r d o m o : Este es Sir Tomás Moro. m o r o : El vino, Mateo, por favor. m ay o rd o m o : Aquí está, Tir Tomás. m oro (mirando dentro del jarro): ¿Es bueno? m ay o rd o m o : Dios me valga, señor, yo qué sé... m oro (tranquilo): Dios te valga, Mateo. (Entra r i c h en lo alto de las escaleras.)

ric u (continuando con entusiasmo una discu­ sión): Todo hombre tiene su precio. m ayordomo (despreciativo): Este es el maestro Richard Rich. R í e n : ¡Claro que sí! Hasta en dinero. m oro (con suave impaciencia): No, no, no. r i c h : O en placeres. Títulos, mujeres, pala­ cios... siempre hay algo. m o r o : Niñerías. r i c h : Y desde luego en sufrimiento. m oro (interesado): ¿Comprar a un hombre con sufrimiento? r i c h : Hacerle sufrir y ofrecerle luego... un es­ cape. m o r o : ¡Oh! Por un momento creí que decías algo profundo. (O¡rece una copa a Rich.) r i c h (al mayordom o ): Buenas tardes, Mateo. mayordomo (haciéndole desaire): Buenas. r i c h : N o , nada de profundo. Es un problema práctico: cómo hacerle sufrir lo bastante. m or o : Mum... (Lo coge del brazo y pasea con él.) Y... ¿quién te ha recomendado leer a Maquiavclo? ( r i c i i se separa riendo; su risa du­ ra demasiado, moro sonríe.) ¿Eh?... ¿Quién? (Más risa)... ¿Eh? r ic h : El maestro Cromwcll. m o r o : ¡Oh! (Vuelve al jarro de vino y a las co­ pas.) Hombre muy capaz. r ic h : ¡Y tanto!

E s lo que digo. Muy capaz. r i c h : Y parece dispuesto a hacer algo m o r o : N o sabía que le conocieras. r i c h : Perdonadme, Sir Tomás. Pero... m oro:

por mí. ¿qué es

lo que sabéis de mí? m o r o : L o que tú me dejas que sepa. r i c h : Y o o s dejo saber todo. m o r o : Ricardo, vuélvete a Cambridge; te estás estropeando. r i c h : Desde luego, por falta de uso. ¿Sabéis el resultado de siete meses de trabajo? m o r o : ¿De trabajo? r i c h : ¡De trabajo! jPorque esperar es un tra­ bajo cuando se espera como yo, intensamen­ te! ¿Sabe lo que he conseguido en siete me­ ses, que son doscientos días? He conseguido conocer al portero del palacio del Cardenal, la indiferencia del otro portero, el de sus ha­ bitaciones, y tener un momento en mi pecho la mano del chambelán de Su Eminencia pa­ ra que no pasara. ¡Ah! Eso sí; el Duque de Norfolk me saludó a medias en cierta ocasión a cincuenta pasos de distancia. Sin duda metomó por otro. m o r o : Pero ha estado muy amable en la cena. r i c h : ¡Claro!, en esta casa todo el mundo es amable. (Esto agrada a m o r o .) También he conseguido, por supuesto, ser amigo de Sir Tomás Moro. ¿O, debo decir «conocido»? m o r o : Digamos amigo.

Muy bien. Y Ja gente murmura: «¿Amigo de Tomás Moro y todavía sin cargo? Algo raro debe tener.» m oro : Creí que habíamos dicho «amigo». (Pien­ sa un poco.) El Deán de San Pablo te ofrece un puesto con casa, criado y cincuenta libras al año. r i c h : ¿Cómo? ¿Qué puesto? m or o : En la nueva escuela. r i c h (con amarga desilusión): {Maestro de es­ cuela! m oro : El hombre debe estar lejos de las tenta­ ciones. Mira, Richard, mira esto. (Le alarga una copa de plata.) Mira. r i c h : Preciosa. m oro : Italiana... ¿La quieres? r i c h : ¿Cómo? m o r o : En serio. Para ti. O véndela, si te parece. r ic h : Bueno... Gracias, muchas gracias... pero... m or o : ¿La vas a vender, verdad? r i c h : Me parece que sí, la venderé. m or o : ¿Y qué te comprarás? r i c h (con ferocidad súbita): ¡Un traje decente! moro (con simpatía): ¡Ah! r i c h : Quiero uno como el vuestro. m o r o : Con lo que vale esta copa hay para varios trajes, digo yo. Me la mandó hace poco una r ic h

:

m ujer que acaba de presentar un pleito en el Tribunal de Causas Pobres. Es un soborno. r i c h : Oh... (Mortificado.) Y por eso os des­ prendéis de ella. m o r o : Sí. r i c h : Y me la dais a mí. m o r o : Yo no me la voy a guardar y a ti te hace falta. Claro que si crees que está contami­ nada. .. r i c h : N o , no. Me arriesgaré. (Sonríen los dos.) m o r o : Ricardo, cuando tienes un cargo, te ofre­ cen de todo. A mí me ofrecieron una vez un pueblo completo, con su molino, su casa sola­ riega y Dios sabe qué más —un escudo de armas probablemente. ¿Por qué no ser un maestro? Podrías ser un buen maestro, quizá un gran maestro. r i c h : ¿Y quién lo sabría, si lo fuera? m o r o : Tú, tus alumnos, tus amigos, Dios. No es mal público. Ah, y una vida tranquila... r i c h (riendo): ¿Vos decís eso? m o r o : Richard, si yo tengo un cargo es por obe­ diencia, porque fui forzado a él... ( r i c i i lo mira.) ¿No lo puedes creer? r i c h : E s difícil. m oro (con gesto seco): Hazte maestro. (Entra en lo alto de las escaleras N o r f o l k .) m a y o rd o m o (al público): El Duque de Norfolk. Un Lord.

¡Os digo que se precipitó desde las nubes! (Se interrumpe, irritado.) ¡Alicia! (Entra instantáneamente a l ic ia en lo alto de las escaleras.) a l ic ia (irritable): Aquí estoy. m ayordomo (al público): Lady Alicia. La mujer de mi amo. No r f o l k : Os digo que se precipitó... a l ic ia : Que n o . n o r f o l k : Pardiez, que sí. a l ic ia : No puede... n o r f o l k : Pues lo h a c e . a l ic ia : Imposible. n o r f o l k : Pero a veces... a l ic ia : Nunca. n o r f o l k : ¡Qué Dios m e confunda! (Bebe vino.) Gracias, Tomás. moro ( a m argarita , que ha aparecido en la gale­ ría): Baja, Margarita. mayordomo (al público, untuoso): Margarita, la hija de mi amo. Preciosa, realmente preciosa. a l ic ia (mirando con sospecha al m ayordom o ): Mateo, a lo tuyo. (Sale el mayordomo . ) Vamos a ponerlo en claro, milor, a ver lo que dice Tomás. Tomás, ¿verdad que un halcón no puede lanzarse desde una nube? m oro : No sé, querida. Resulta extraño. Pero yo he visto halcones que hacían cosas esplén­ didas. No r f o l k :

¿Pero cómo puede lanzarse desde den­ tro de una nube sin ver a dónde va? n o r f o l k : ¿Veis, Alicia, como es ignorancia? Un verdadero halcón no se preocupa de saber a dónde va. Es igual, Margarita sí me escucha. (Relatando un cuento de cazador.) Fue al al­ borear el día, Margarita. Teníamos el sol a la espalda. Y de un lado a otro del valle, como un toldo, una niebla densa... a l ic ia : ¡Ah! era niebla. n o r f o l k : Niebla y nube es lo mismo, ¿no? a l ic ia : No. r i c h : Según Aristóteles, la niebla es una ema­ nación de la tierra, m ientras que las nubes... n o r f o l k : ¡Y se precipitó desde quinientos pies! ¡Cómo esto! ¡Cómo el rayo que Dios manda! ¿Eh, Tomás? m o r o : Tremendo. n o r f o l k (a Alicia): Tremendo. m a r g a rita : ¿Y mató a la paloma? n o r f o l k : Bueno, la paloma anduvo lista. (No cabe duda que se ha desacreditado.) Pero fue un vuelo regio, a pesar de todo. (Ladino.) Si montarais a caballo, Alicia, os lo enseñaría. a l ic ia (acalorada): Yo monto a caballo, milor. m o r o : No, Alicia, que te pondrás mala. a l ic ia : Y me apuesto veinticinco —no treinta— chelines a que no veo ningún halcón lanzarse desde ninguna nube. n o r f o l k : Hecho. a l ic ia :

Alicia, ¿cómo vas tú a montar con ellos? a l ic ia : Por el amor de Dios, Tomás, recuerda quién eres. ¿O es que me tomas por la mujer de un comerciante? m o ro : N o por cierto, pues acabas de perder treinta chelines; te digo que hay pájaros así. Y a ti, Margarita, te digo que todo acabó bien, y que la paloma volvió con sus pichones. m argarita (sonriendo): De acuerdo. m o ro : ¿Cómo era aquello de Aristóteles, Ri­ chard? r i c h : No era nada. No venía a cuento. n o r f o l k (a r i c h ) : Nunca me ha parecido Aris tóteles muy útil, en la práctica digo. Gran filósofo, sí, de talento. r i c h : Exactamente, Excelencia. n o r f o l k (sospechoso): ¿Eh? m o ro : El maestro Rich acaba de convertirse a las doctrinas de Maquiavelo. r i c h : Oh, no... n o r f o l k : Ah, sí, el italiano. Libro pernicioso, según he oído. m argarita : Pero muy práctico, milor. n o r f o l k : ¿Lo has leído? Qué chica extraordina­ ria, Tomás. ¿Dónde vas a encontrarle marido? m oro (cruzando una mirada con m argarita ): ¿Dónde, en efecto? r i c h : Las doctrinas de Maquiavelo han sido m oro :

mal interpretadas por lo general; en el fondo no tiene doctrinas propiamente dichas. Yo creo que Cromwell lo entiende muy bien cuan­ do dice... n o r f o l k : ¿Conocéis a Cromwell? r i c h : ...Ligeramente, Excelencia... n o r f o l k : El Secretario del Cardenal. (Exclama­ ciones de sorpresa de m oro , m ar g a rita y Al i ­ c ia .) Es un hecho. m o r o : ¿Cuándo? n o r f o l k : Hace un par de días. (Se mueven por la escena, intranquilos.) a l ic ia : ¿El hijo de un herrero? n o r f o l k : El propio Cardenal es hijo de un car nicero, ¿no? a l ic ia : Cromwell es de los que subirán pronto y caerán aún más pronto. (Gruñido de n o r f o l k . ) m oro (suavemente): ¿Sabías esto? r ic h

: N o.

m a r g a r ita :

¿E s

Cromwell de vuestro agrado,

maestro Rich? a l ic ia : Sería el único en Londres a quien le gus­ tara Cromwell. r i c h : Pues sí, creo que sí me gusta, Lady Ali­ cia. m oro (complacido): Bien... Ya no necesitas m i ayuda, Rich.

Si supierais cuánto más prefiero la vues­ tra a la de él... (Entra el mayordomo en lo alto de las esca­ leras, baja y da una carta a moro , que la abre y la lee.) m oro : Hablando del secretario del Cardenal y el Cardenal me llama. Quiere verme, ahora. a l ic ia : ¿A estas horas? m oro (tranquilo): Asuntos del Rey. a l ic ia : O de la Reina. n o r f o l k : Muy probable, Alicia, muy probable. m oro (interviniendo bruscamente): ¿Qué ho­ ra es? m ayordom o : Las once, señor. m o r o : ¿Hay alguna barca? m ayordom o : Esperando, señor. m oro (a a l ic ia y m arg a rita ): A la cama. ¿Nos perdonas, Duque? ¿Richard? (Besa a su mu­ jer y a su hija.) Las dos a la cama... (La fa­ milia m oro , como siguiendo una costumbre, unen sus manos y dicen:) rich:

MORO ALICIA MARGARITA

m oro:

Danos, Señor, el descanso esta no­ che. Y alegría si es que debemos velar. Que sólo nos preocupe la salvación de nuestra alma. Por Cristo nuestro Señor, Amén. Y bendice al Rey, nuestro Señor.

ALICIA MARGARITA

Amén. (Inmediatamente, despedida rápida, m oro hacia la salida, por abajo; los otros suben las escaleras.) m o r o : Norfolk, ¿vas hacia Richmond? n o r f o l k : No. Camino de Londres. m o r o : Entonces, buenas noches. (Viendo a r i c h desconsolado.) Oh, Excelencia, aquí tienes un joven desesperado por hallar empleo. De se­ cretario o algo así. n o r f o l k : Si tú lo recomiendas... m o r o : N o , yo no lo recomiendo, lo he señalado tan sólo. (Saliendo.) Vive en el Colegio de Abogados; lo podrías dejar al paso. n o r f o l k (a r i c h , subiendo las escaleras): De acuerdo. Vamos. r i c h : Milor... n o r f o l k : Iremos de caza, Alicia. a l ic ia : Cuando queráis, ( a l ic ia y m argarita siguen a n o r f o l k .) r ic h (al pie de las escaleras): ¡Sir Tomás! ( m oro se vuelve.) Gracias. m o r o : ¡Hazte maestro! (Poniéndose de nuevo en marcha.) Oh, Alicia, cuidado con la caza, que el suelo está muy duro. n o r f o l k : ¿Eh? (De pronto gran carcajada, en­ cantado.) ¡Así se abrió la crisma el Cardenal! to d o s:

Buenas noches, buenas noches. (Van saliendo por la galería.) moro (en voz baja): ¡Mar.! m arg a rita : ¿Sí? m o r o : A la cama. ( m argarita sale por arriba, m oro sale por abajo. Después de un momento, r i c h vuelve a escena rápidamente, coge la copa y se en­ camina hacia la salida.) r i c h : ¡Qué...! Oh... Es un regalo, Mateo. Me la dio Sir Tomás... (El m ay o rd o m o toma la copa y la mira en silencio.) Sí, él me la dio. m ayordom o (devolviéndola): Bonito regalo, se­ ñor. r i c h (de espaldas hacia la salida): Sí. Buenas noches, Mateo. m a y o r d o m o : Sir Tomás os tiene gran afecto. r i c h : Mmmm... Toma. (Le da dinero y sale.) m a y o r d o m o : Gracias, señor... (Al público.) Este no llegará a ninguna parte. (Comienza a re­ coger la mesa y meter los objetos en la cesta. Se detiene con una copa en la mano.) Mi amo Tomás Moro es capaz de darlo todo a cual­ quiera. Hay quien dice que eso es bueno y hay quien dice que malo. Yo digo que él no lo puede remediar. Y eso es malo. Porque un día alguien le va a pedir lo que no quiera dar, y entonces le va a faltar costum bre. (Pone sobre la mesa un tapete, papeles, tinta, etc.) todos:

Algo debe haber que no quiera dar. Es de sentido común. (Entra w o l s e y . Se sienta a la mesa y co­ mienza a escribir inmediatamente. El v u lg o lo mira y luego sale. Entra m o ro . ) w o l s e y (escribiendo): La una y media. ¿Dónde has estado? (Suena la una.) m o ro : La una, Eminencia. De camino en el río. ( w o l s e y escribe en silencio, mientras que m o ro espera de pie.) w o l s e y (mientras que escribe, le alarga un pa­ pel a través de la mesa): Ya que eras tan opuesto a la carta a Roma he pensado que te gustaría verla. m o ro (conmovido): Gracias, Eminencia. w o l s e y : Antes de que salga. m o ro (sonríe): Vuestra Eminencia es muy ama­ ble. (Lo toma y lee.) Gracias. w o l s e y : Bien... ¿Qué te parece? (Ha seguido es­ cribiendo.) m o r o : Me parece m u y bien fraseada, Eminen­ cia. w o l s e y (riendo para sí): ¡Diablo, y tanto! (Se echa hacia atrás.) ¿Y aparte del estilo, To­ más? m o r o : Creo que se debería dar conocimiento a l Consejo antes de que esta carta salga p a r a Italia. w o l s e y : ¿Conque t ú la enseñarías al Conse­ jo?... Sí, t ú sí lo harías. Eres mi preocupa­

ción constante, Tomás. Si pudieras ver la realidad lisa y llana, sin esos anteojos mo­ rales... Si tuvieras un poco de sentido común, serías un hombre de Estado. m oro (pequeña pausa): Vuestra Eminencia mc halaga. w o l s e y : N o bromees... Tomás, ¿quieres ayu­ darme? m oro (duda, se vuelve hacia otro lado): Si Vues­ tra Eminencia quisiera ser más concreto... w o l s e y : ¡Ah, no seas sofista! Con tu sabiduría, tu experiencia, Tomás, con todo lo que eres, ¿qué eres? (Suena una trompeta, distante, he­ lada y clara, w o l s e y se levanta y mira por la ventana.) Ven. ( m oro lo hace.) El Rey. m o r o : Sí. w o l s e y : ¿Sabes dónde ha estado? m o r o : ¿ Y o , Eminencia? w o l s e y : Oh, guarda tu discreción para otros. Sabes muy bien que viene de ver a Lady Ana Bolena. w o l s e y : (suena la trompeta de nuevo, w o l s e y se tranquiliza visiblemente.) Ya ha entrado... (Deja la ventana.) Está bien, vayamos despa­ cio. El Rey quiere un hijo. ¿Qué piensas tú hacer? m oro (en un murmullo seco): Seguro que el Rey no necesita mi consejo sobre lo que hay que hacer para eso. w o l se y (le coge de los hombros fuertemente,

por la espalda): Tomás, estamos solos. Aquí no hay nadie. Te doy mi palabra. m o r o : No he pensado otra cosa, Eminencia. w o l s e y : Oh. (Va hacia la mesa, se sienta y hace señal a m oro de que se siente, m o r o obedece sin sospechar. En voz muy alta, con delibe­ ración.) ¿Quieres un cambio de dinastía, To­ más? ¿Crees que con dos Tudores ha habido bastante? m oro (levantándose, horrorizado): ¡Por amor de Dios, Eminencia! w o l s e y : Entonces, el Rey necesita un hijo. Re­ pito, ¿qué piensas tú hacer? m oro (tranquilo): Cada día lo pido en mis ora­ ciones. w o l s e y (levanta la vela y la acerca a la cara de m oro . Con voz apagada): Por la pasión de Cristo, lo dice en serio... Por lo menos la otra será fértil. m o r o : Pero no es su m ujer. m o l s e y : N o , Catalina es su m ujer, pero es esté­ ril como una piedra. ¿Vas a pedir un mila­ gro? m o r o : Hay p r e c e d e n t e s . w o l s e y : Bien. De acuerdo. Magnífico. Reza, reza cuanto quieras. Pero además de rezar hay que dar con el mazo. Y yo con mis martillazos quiero conseguir un divorcio. ¿Me apoyas o no me apoyas? m oro (se sienta): Cuando el Rey se casó con

Catalina, se consiguió una dispensa por ra­ zones de Estado. ¿Vamos a pedirle ahora al Papa que... dispense su dispensa, también por razones de Estado? w o l s e y : Tomás, no me gustan los sofismas cuando no son necesarios. ¿Me apoyas? m o r o : Entonces lo que tenemos que hacer es pedírselo al Papa. (La conversación se hace cada vez más rá­ pida.) w o l s e y : Pero quizá pudiéramos influir en la respuesta de Su Santidad... m o ro : ¿Con esto? (Señala el despacho.) w o l s e y : Con esto y de otras formas... m o ro : Ya he dado mi opinión... w o l s e y : Entonces, buenas noches. Tu concien­ cia es cuenta tuya, pero piensa que eres un gobernante. ¿Te acuerdas de la Guerra de las Rosas? m oro : Muy claramente. w o l s e y : Si el Rey muere sin heredero, la ten­ dremos otra vez. Si el Rey muere sin herede­ ro, esta «paz» que tanto aprecias se desvane­ cerá como esto. (Apaga la vela.) Inglaterra necesita un heredero y hay ciertas medidas, que yo soy el primero en lamentar... aunque, por otro lado (pomposo) Tomás, hay muchas cosas que están necesitando una reforma...

sonríe.) Ahora, explícame cómo tú, Consejero del Reino, te opones a esas medi­ das sólo por la tranquilidad de tu conciencia. m o r o : Pues... Cuando los gobernantes hacen ca­ so omiso de sus conciencias, en nombre de sus deberes... creo que llevan a su país rápi­ damente al caos. (Mientras que habla, vuelve a encender la vela con otra.) Y siempre pode­ mos volver a mis oraciones. w o l s e y : Gobernar un país a base de oracio­ nes... ¿Eso es lo que te gustaría? m o r o : A mí sí. w o l s e y : Me gustaría estar allí para verlo. ¿Quién se ocupará de tanto... papel cuando yo me vaya? ¿Tú? ¿Fisher? ¿Suffolk? m o r o : Para mí, Fisher. w o l s e y : De acuerdo, s i no fuera por el Rey. ¿Qué te parecería mi secretario, Cromwell? m o r o : ¡Cromwell! w o l s e y : ¿Preferirías hacerlo tú? m o r o : Todo antes que Cromwell. w o l s e y : Entonces baja de las nubes... Y hasta entonces cuenta aquí con un enemigo. m o r o : Lo que Vuestra Eminencia guste. w o l s e y : Lo que Dios quiere. m o r o : Quizá, Eminencia. (Va subiendo las es­ caleras.) w o l s e y : ¡Moro! ¡Deberías haber s id o cura! ( moro

(divertido, mirando hacia abajo desde la galería): ¿Como Vuestra Eminencia? (Sale moro , w o l se y se queda mirando, lue­ go sale por los arcos de abajo con la vela, llevándose con él la mayor parte de la luz de la escena. El fondo de la escena se encien­ de con reflejos, de modo que la estructura de arcos y escaleras queda contrastada en ne­ gro; a la vez una franja luminosa desciende sobre la parte delantera del escenario, donde se desarrolla la escena siguiente.) (Descienden, sobre esta parte delantera de la escena, un remo y un hato de vestidos. En­ tra vulgo ; deshace el hato y se coloca traje y sombrero de barquero .) moro (desde fuera): ¡Barquero! (Más cerca.) ¡Barquero! barquero (poniéndose el traje y el sombrero): Aquí, señor. (Entra moro .) moro (mirando): ¿Barquero? barquero : Sí, señor. (Al público, señalando el remo.) Un barquero. m oro : Llévame a mi casa. barquero (en tono correcto): En este momento me marchaba a la mía, señor. m oro : Búscame, entonces, otra barca. barquero : Por Dios, señor, no faltaba más. moro

(Confiado.) Espero que no perderé el viaje, señor. (Sale c r o m w e l l de detrás de un arco, a la izquierda.) c r o m w e l l : Eh, tú. ¿Tienes permiso de bar­ quero? b a rquero : Por Dios, señor, claro que lo tengo. c r o m w e l l : Entonces ya sabes que es tarifa fi­ ja... (Se vuelve hacia m o r o . Con exagerado placer.) ¡Caramba! Si es Sir Tomás Moro... m o r o : Buenos días, Maestro Cromwell. Tan tar­ de y trabajando... c r o m w e l l : Voy a ver al Cardenal. (Se queda esperando una respuesta.) m o r o : Ah. c r o m w e l l : ¿ V os acabáis de verlo, no es así? m o r o : Así es. c r o m w e l l : Y lo habéis dejado... ¿con su buen humor de siempre, espero? m o r o : Más bien... no. No, de buen humor, no. c r o m w e l l : Lástima. (Yendo hacia la salida.) Vuestros admiradores son muchedumbre, Sir Tomás. Yo estoy con la muchedumbre. Bar­ quero, penique y medio es la tarifa. (Sale CROMWELL.) barquero : El hombre del porvenir, dice la g e n te . m o r o : ¿Eso dicen?... Bueno, ¿dónde está tu barca?

Aquí en el muelle, señor. (Van a salir cuando entran c h a p u y s y su se c r e t a r io por los arcos de la derecha.) c h a p u y s : ¡Sir Tomás Moro! m o ro : ¡Señor Embajador! ¿Levantado tan tarde? c h a p u y s (con intención): También lo está el Cardenal. moro (acercándose): El duerme muy poco... c h a p u y s : ¿Acabáis de verlo, verdad? m o r o : Bien informado, como siempre. c h a p u y s : N o voy a preguntaros el tema de vuestra conversación... (Esperando una respuesta.) barquero:

m oro :

N o , c la r o q u e n o .

Sir Tomás, voy a hablaros sencilla­ mente. Todo lo sencillo que puede ser un di­ plomático. (En voz alta.) Mi Señor, Carlos I, Rey de España... (Se lo lleva a un lado, más discreto.) Mi Señor, Carlos, el Rey de Espa­ ña, se interesa por lo que sucede a sus pa­ rientes. ¡Y un insulto a la hermana de su ma­ dre sería un insulto a mi Señor! (Mira a moro con interés y fijeza.) El Rey de España se sentiría ultrajado por cualquier ofensa que se haga a la Reina Catalina. m or o : Sentimiento muy natural. c h a p u y s (con astucia que está muy a la vista): Sir Tomás, ¿puedo preguntaros si vuestra

ch apuys:

despedida del Cardenal ha sido... como diría yo, amistosa? m o r o : Amistosa... sí. c h a p u y s (con ligera indignación): Entonces... ¿han quedado de acuerdo...? m o r o : Hemos quedado... amistosamente. chapuys (calurosamente): No digáis más; comprendo. m o r o (con cierta preocupación): Espero que así sea, Excelencia. c h a p u y s : Sois un hom bre de bien. m o r o : No sé cómo deducís eso de lo que a c a b o de decir. c h a p u y s (alzando la m ano): A buen entende­ dor. .. Comprendo. Sois hom bre de bien. (Sa­ liendo.) Dominus vobiscum. (Sale c h a p u y s . m o r o le sigue con la vista, luego dice abstraído.) m o r o : ...S piritu tuo... b a r q u er o (en tono de queja, en cuclillas): La gente se cree que los barcos se mantienen so­ los a flote, señor, pero no es verdad. Mante­ nerlos cuesta dinero, ( m o r o mira abstraído en dirección del público.) N ada m ás que el cable del ancla, para un barquichuelo como el m ío... ¡a penique la braza! ( m o r o sigue abs­ traído.) Y con m ujer joven, como sabe el señor... m o r o (abstraído): Te pagaré como siempre...

¡Qué negro está el río esta noche! Dicen que se va cegando, con el aluvión. barquero (uniéndose a él): En el centro, no, se­ ñor. En medio hay un canal cada vez más profundo. m o ro : ¿Cómo está tu mujer? barquero : Perdiendo facultades, señor, cada día que pasa. m o r o : L o mismo que todos... barquero : Sí, señor, así es la vida. m o r o : Bueno, llévame a casa. (Sale m oro .) barquero : En seguida, señor. (Cruzando hacia la cesta y sacándola a escena.) Río abajo pe­ nique y medio... El sombrero... El traje... El sombrero... El traje... (Va por el mantel.) Río arriba, penique y medio. La tarifa. ¡Cómo se nota que el que hace la tarifa no tiene que remar! El mantel... (Pone el mantel en la cesta, saca unas zapatillas.) Otra vez en casa. (La luz cambia y ahora estamos en el inte­ rior de la casa de m oro J (Entra m oro por las escaleras. Se sienta, fatigado. Se quita a medias el abrigo, pero está demasiado cansado. Suenan las tres. El mayordomo se arrodilla a ponerle las zapa­ tillas.) m o r o : Ah, Mateo... Gracias. ¿Lady Alice está acostada? m ayordom o : Sí, señor.

¿Y Lady Margarita? mayordomo : No, señor. Está aquí el señor Roper. m oro (sorpren d id o): ¿A estas horas? ¿Quién le abrió? mayordomo : N o es hombre para quedarse fuera, señor. moro : ¿Dónde están? moro :

(Entran m a r g a r ita y r o p e r .) m a r g a r ita : Aquí estamos, padre. m o ro (m irándolos, con resignación):

Buenos días William. Es un poquito temprano p ara desayunar. r o p e r (con energía): No he venido a d esa y u n a r, señor. (m o r o lo m ira y su sp ira.) m a r g a r ita :

William quiere casarse

c o n m ig o ,

padre. Sir Tomás, estoy a punto de graduarme de abogado. m o ro (calu ro so ): Enhorabuena, Roper. r o p e r : Mi familia puede que no tenga entrada en palacio, señor, pero en la City... m oro: L o s Ropers eran abogados cuando los Moros vendíamos estaño: nada tengo contra tu familia, nada tengo contra tu carrera, nada tengo contra ti... (con intención) salvo que necesitas un reloj. r o p e r : Me puedo com prar uno, señor. m oro: Roper, mi respuesta es «no». (Firme.)

Y seguirá siendo «no» mientras seas un he­ reje. r o p e r (con fuego): Esa es palabra que no me gusta, Sir Tomas. m o ro : N o es agradable (animándose.) jNo es cosa agradable 1 ( m argarita se alarma, y traía de callar a r o p e r a espaldas de m oro .) r o p e r : jLa Iglesia es herética! El Dr. Lutero lo ha demostrado a su entera satisfacción. m o r o : Lutero está excomulgado. r o p e r : jPor una Iglesia herética! ¿Iglesia? ¡Me­ jor sería decir mercado!... ¡Indulgencias por dinero! ¡En Alemania hasta con rebaja!... Mmm... Y divorcios. m oro (sin expresión): ¿Divorcios? r o p e r : Está en boca de media Inglaterra. m oro : ¡«Media Inglaterra»! Quizá en las taber­ nas de la corte. Inglaterra no abre su boca tan fácilmente. r o p e r : Pues lo hará. ¿Es que esto es una Igle­ sia? ¿Un Cardenal? ¿Un Papa?... ¿o un Anticristo? ( m oro lo mira enfadado, margarita le hace señales frenéticamente.) Digo lo que me consta. m arg a r ita : N o te das cuenta de donde estás. m oro (compadecido): N o se da cuenta de la hora que es. r o p e r : Yo... ( moro levanta la mano suavemente, y r o pe r se calla.)

Escucha, Roper. Hace dos años defendías a la Iglesia con pasión. Ahora te apasionas... por Lutero. Pidamos que cuando tu cabeza acabe de dar vueltas te quedes m irando de nuevo hacia adelante. r o p e r : No os carguéis de oraciones por mi cuen­ ta, señor. m o r o : Una más o menos... ¿Trajiste caballo? r o p e r : No; he venido andando. m o r o : Coge uno del establo y vete a casa, ( ro ­ p e r duda.) Vamos. r o p e r : ¿Puedo volver? ( m o r o señala a marga ­ m oro:

r it a .)

Sí. Pronto. r o p e r : Buenas noches, señor. (Sale r o p e r .) m a r g a r it a : Padre, ¿es tu últim a palabra? m o r o : Mientras que sea un hereje, Margarita, no se hable de ello. (Calurosamente.) Simpá­ tico muchacho... Y enérgico en sus convic­ ciones. Te dije que te fueras a la cama. m a r g a r it a : Sí. ¿Por qué? m oro (ligero): Porque quería que te fueras a la cama. Estás muy pensativa. m a r g a r ita : Y tú muy contento. ¿Te habló del divorcio? m o r o : Mmm... ¿Sabes que estamos mal orien­ tados con respecto a William? No sirve de nada discutir con un Roper. m a r g a r ita : jPadre! ¿Te habló del divorcio? m a r g a r it a :

El viejo Roper era lo mismo. Si piensan que van con la corriente dan media vuelta para nadar en dirección contraria. Lo que le hace falta a este joven es un buen ataque a la Iglesia. m argarita : Y lo vamos a tener. ¿No es verdad, padre? m oro : Margarita, no te permito expresiones se­ diciosas. Y no repitas las habladurías de abo­ gados. Yo soy abogado y sé lo que valen. a l ic ia (fuera, indignada y excitada): ¡Tomás! m o r o : Mira lo que has hecho. (Entra a l ic ia en lo alto de las escaleras, en camisón de dormir.) a l ic ia : ¡El joven Roper! Acabo de ver al joven Roper en mi caballo. m oro : Ya lo traerá, querida. Ha venido a ver a Margarita. a l ic ia : ¡Un buen palo es lo que necesita esta chica! m oro : N o , no, que su educación es delicada, y se podría estropear. a l ic ia : ¡Tanta educación es una lástima! m oro : Sí, pero ya está hecho, y piensa en lo que ha costado. (Estornuda.) a l ic ia (da un salto): ¡Ah! Margarita, agua ca­ liente. (Sale m argarita .) m or o : Siento que te hayas despertado. moko :

No he dormido bien, Tomás. ¿Qué que­ ría Wolsey? m or o (inocente): El joven Roper ha pedido la mano de Margarita. a l ic ia : ¡Qué descaro! m o r o : ¿Verdad? a l ic ia : Y el viejo zorro ¿qué quería, Tomás? m o r o : Que leyera un despacho. a l i c i a : ¿Eso es todo? m o r o : Un despacho en latín. a l i c i a : ¡Oh! ¿No quieres hablar? m o r o (suave): No. (Entra m a r g a r ita con taza, que lleva a a l ic ia :

m o r o .) a l ic ia :

Norfolk ha hablado de ti para Can­

ciller. m o r o : Pues es un amigo peligroso. Wolsey es el Canciller y que Dios le ayude. No quere­ mos otro, ( m a r g a r it a le lleva la taza, él olfa­ tea.) Y yo no quiero esto. a l i c i a : Bebe. Los grandes hombres se resfrían lo mismo que los plebeyos. m o r o : Esas ideas son revolucionarias, Alicia; acabarás en la Torre. (Se levanta.) Lo toma­ ré en la cama. (Todos se dirigen hacia las escaleras ha­ blando.) m a r g a r it a : ¿Te gustaría ser Canciller? m oro:

N o.

es lo que yo dije. Pero según Norfolk, si Wolsey cayera... m o r o (dejando el tono frívolo): Si Wolsey ca­ yera, las salpicaduras harían naufragar los barcos pequeños como el nuestro. No habrá nuevo Canciller mientras que Wolsey viva. (Salen por arriba.) (Se desvanece la luz arriba y un foco bri­ llante alumbra por abajo. Desde bastidores se arrojan sobre este círculo de luz las vesti­ duras rojas y el sombrero del Cardenal. En­ tra el v u l g o desde el lado opuesto y los guar­ da sin cuidado en su cesta. Saca de su bolsi­ llo unas gafas y de la cesta un libro. Lee): vulgo (leyendo): «Si seguimos la tradición, Wolsey murió de corazón quebrantado. Si aceptamos el diagnóstico, menos emotivo, del Profesor Larcomb, fué de neumonía pulmo­ nar. En cualquier caso, su causa efectiva fue el desagrado real. Wolsey murió en Leicester el veintinueve de noviembre de mil quinien­ tos treinta, camino de la Torre de Londres, acusado de alta traición.» «El siguiente Canciller de Inglaterra fué Sir Tomas Moro, un sabio y, en opinión po pular, un santo. De que fué sabio queda cons­ tancia en sus escritos. La santidad es cua­ lidad más difícil de probar. Pero a juzgar por su obstinada indiferencia ante cosas que pa­ m a r g a r it a :

E

so

recían evidentes a sus contemporáneos, lo probable es que la tuviera.» (Sale el vulgo . A la vez se ilumina la es­ cena, y desciende un telón representando la entrada del palacio de Hampton Court. c r o m ­ w e l l está sentado a mitad de las escaleras. r ic h entra, cruzando la escena.) c r o m w e l l : ¡Rich! ( r i c h se para, lo ve y son­ ríe con agrado.) ¿Qué os trae a Hampton? r i c h : Llegué anoche con el Duque, maestro Cromwell. Están cazando de nuevo. c r o m w e l l : Pasatiempo de reyes, m aestro Rich. (Sonríen ambos.) Me alegro de que hallarais empleo. Secretario del Duque, ¿no es verdad? r i c h (confuso): Mi trabajo es, casi todo, de Secretaría. c r o m w e l l (como el que se esfuerza en recor­ dar): ¿O es de bibliotecario? r i c h : Sí, también cuido de la biblioteca del señor Duque. c r o m w e l l : Bien, bien, algo es algo. Me imagino que el señor Duque no os m olestará mucho... en la bibloteca. ( r i c h sonríe, inseguro.) Es curioso lo diferentes que transcurren los des­ tinos de los hombres. Mi antiguo amo murió en desgracia y aquí me tenéis al servicio del propio Rey. Y m ientras, vos estáis, relativa mente, en vía m uerta, a pesar de que el nue­ vo Canciller es viejo amigo vuestro. (Lo mira a la cara.)

Ríeii (inseguro): En realidad no es mi amigo. c r o m w iíl l : Oh, yo creía que lo era. (Se levanta, dispuesto a salir.) r i c h : En cierto sentido, sí lo es. c r o m w e l l (con reproche): Siempre me pareció que a él debíais vuestros comienzos. r i c h : Maestro Cromwell, ¿y cuál es vuestro oficio con el Rey? (Entra c h a p u y s .) c h a p u y s (con picardía): A mí también me gus­ taría saberlo, maestro Cromwell. c r o m w f x l : Ah, señor Chapuys. ¿Conocéis a Su Excelencia, Rich? (Indica a Chapuys.) El Embajador de España. (Indica a r i c h .) El bibliotecario del Duque de Norfolk. c h a p u y s : ¿Y cómo haríamos vuestra presenta­ ción, maestro Cromwell, si tuviéramos ese placer? c r o m w e l l : ¡Oh, qué ladino! ¿Os dais cuenta de lo astuto que es, maestro Rich? (Se separa.) Pues... supongo que se me podría llamar (se vuelve rápido) «la oreja del Rey»... (Se en­ coge de hombros, quitando importancia.) El oído es un órgano muy útil. Pero en realidad es aún más sencillo. Cuando el Rey quiere que se haga algo, yo lo hago. c h a p u y s : ¡Ah! (Con interés afectado.) Pero, ¿y los Jueces, los Cancilleres, los Almirantes? c r o m w e l l : Oh, ésos son la constitución. Nues-

tra venerable constitución inglesa. Yo me li­ mito a hacer cosas. c h a p u y s : Por ejemplo, maestro Cromwell... c r o m w e l l (con admiración): Pues, por ejem­ plo: la semana que viene es la botadura del «Gran Enrique», mil tonelada^ cuatro palos, sesenta y seis cañones, ciento setenta y cinco pies de eslora. Esperamos que sea muy efi­ caz... Aunque probablemente ya estaríais in­ formado. Lo que quizá no sepáis es que el propio Rey será su piloto, río abajo. Ayudado por un técnico, por supuesto, pero él irá al timón. Y llevará su silbato de piloto, y su uniforme de piloto, claro que de paño de oro. Estos caprichos inocentes requieren más pre­ parativos de lo que parece, y alguien tiene que ocuparse de ellos. (Extiende las manos.) Mientras tanto, me preparo para cosas más altas y voy almacenando conocimientos. c h a p u y s : Como todos, m aestro Cromwell, co­ mo todos. Por ejemplo, este barco — son cincuenta y cinco cañones los que tiene, no sesenta y cinco, y sólo cuarenta son artillería pesada. Se dice que después de la botadura el Rey irá en su lancha a Chelsea. (La cara de c r o m w e l l se ensombrece durante este pá­ rrafo. ) c r o m w e l l (brusco): Sí. c h a p u y s : A ver a... chapuys

CROMWELL

(juntos): Tomás Moro. c h a p u y s (con empalago): ¿Estaréis allí? c r o m w e l l : Oh, no. Hablarán del divorcio. (Aho­ ra le toca a c h a p u y s sobresaltarse, r i c h se separa, embarazado.) El Rey va a pedirle su respuesta. chapuys (descompuesto): Ya tiene su res­ puesta. c r o m w e l l : El Rey va a pedirle otra. c h a p u y s : Tomas Moro es un buen hijo de la Iglesia. c r o m w e l l : Tomás Moro es un buen hombre. (Entra m ayordom o , c r o m w e l l y c h a p u y s lo miran intensamente, luego se miran uno a otro.) c h a p u y s (con inocencia): Este es su mayor­ domo, ¿no es cierto? c r o m w e l l : Creo que sí. Buenos días, Exce­ lencia. c h a p u y s (atentamente): Buenos días maestro Cromwell. (Espera que se vaya.) c r o m w e l l (firme): Buenos días. (Y c h a p u y s tiene que irse.) ( c r o m w e l l va a un lado de la escena, con gestos furtivos y urgentes al m ayordomo para que le siga, r i c h le sigue, quedándose atrás. Mientras, c h a p u y s y su se c r e ta r io se colo­ can detrás del telón que representa Hampton

Court, viéndose sus piernas claramente por debajo.) m ayordom o (en tono conspirador): Señor, Sir Tomas no habla de ello. (Espera, pero cro m ­ w e l l sigue de piedra.) No habla de ello ni a su mujer. (Espera de nuevo.) c r o m w e l l : ¿Y eso qué?... m ayordom o (significativo): Ni siquiera habla de ello a su hija Margarita, señor. c r o m w e l l : Luego... m a y o r d o m o : Luego está preocupado, señor. ( c r o m w e l l se interesa.) Está asustado... ( c r o m ­ w e l l saca una moneda, pero se contiene, sos­ pechando.) ¡Le tiemblan las carnes cuando se menciona! c r o m w e l l (le da la moneda): Está bien. m ay o rd o m o (mira a la moneda con reproche): Pero señor... c r o m w e l l (lo aparta con el gesto): ¿Venís en mi dirección, Rich? r i c h (que aún está al acecho): No, no. c r o m w e l l : Creo que os convendría. r i c h : Yo sí que no puedo deciros nada. (Salen r i c h y c r o m w e l l por la izquierda y la derecha, c h a p u y s y s e c r e t a r io salen de detrás del telón.) c h a p u y s (llama al m a y o r d o m o ): ¿Qué hay? m a y o r d o m o : Sir Tomas se levanta a las seis, señor, y dedica hora y media a la oración. c h a p u y s : ¿Sí?

m ayordomo :

Pasa toda la Cuaresma a pan y

agua. ¿Sí? m ayordomo : Confiesa dos veces por semana. En su parroquia, con un dominico. c h a p u y s : Ah. Buen hijo de la Iglesia. mayordomo (jabonoso): Lo es, señor, lo es. c h a p u y s : ¿Qué quería el maestro Cromwell? m ayordom o : Lo mismo que vos, señor. c h a p u y s : Nadie puede servir a dos señores, Mayordomo. m ayordom o : Cierto, señor. Yo sólo tengo uno. (Se echa al pecho una enorme cruz que hasta ahora colgaba a su espalda de una cuerda; una caricatura de la cruz de ébano que lleva

ch apu y s:

c h a p u y s .)

Está bien, buen hombre. Toma. (Le da una moneda. Saliendo.) La paz sea con­ tigo. m ayordom o : Y con vos, señor. c h a p u y s : Nuestro Señor te guarde. m ayordom o : Y a vos, señor. (Sale c h a p u y s .) ¡Qué hombre tan religioso! (Entra r i c h .) Ri c h : ¿Qué quería el Embajador, Mateo? m ayordomo : Ni idea, señor. r i c h (le da una moneda): ¿Pero tú qué le has dicho?

ch apuys:

Le dije que Sir Tomas hace ora­ ción y que va a confesarse. r i c h : ¿Por qué le dijiste eso? m a y o r d o m o : Porque es lo que quería saber. No sé si me explico, señor. Yo le hubiera podido contar muchas cosas sobre Sir Tomás — que tiene reuma, que le gusta el vio tinto más que el blanco, que se m area, que le entu­ siasman los arenques, que tiene miedo a aho­ garse, etcétera. Pero lo que le dije es lo que él quería oir. r i c h : ¿Y q u é c o n t e s t ó ? m a y o r d o m o : Que es un buen hijo de la Iglesia. r i c h (marchándose): Y lo es, Mateo, ¿no es cierto? m a y o r d o m o : Yo sólo os repito lo que el Emba­ jador dijo, señor. El Maestro Cromwell se fue por ese lado, señor. r i c h (furioso): ¿Te he preguntado acaso por qué lado se fue el m aestro Cromwell? (Sale r i c h por el lado opuesto.) m a y o r d o m o (al público, reflexivo): Lo impor­ tante es no m eterse en honduras. Lo que les he dicho lo sabe todo el mundo. Pero me han pagado, y cada cual quiere ganar algo cuando da dinero. Por eso lo convertirán en secreto, para dem ostrar que no han sido engañados. Y para hacer un secreto de lo que les dije, prim ero tienen que hacerlo peligroso... m ay o rd o m o :

Mmm... El día que no pise tierra firme me haré ciego, sordo y mudo. (Muestra las mo­ nedas.) jMás de lo que gano en quince días! (En este punto, son de trompetas; canto gregoriano; el fondo de la escena se llena de brillante luz azul; se levanta el telón de Hampton Court, y bajan otros, uno detrás de otro y cubriendo al anterior, representando girasoles, rosas, magnolias, etc. Cuando cesan las trompetas continúa suavemente el grego­ riano. Los telones proyectan largas sombras, como de árboles. Aparecen en escena n o r f o l k ,

y MARGARITA.) a l ic ia (acongojada): Ni rastro de Tomás, Ex­ celencia. n o r f o l k : Por los clavos de Cristo, Alicia, hay que encontrarlo. a l ic ia (a m a r g a r it a ) : ¡Tiene que estar en casa! m a r g a r it a : En casa no está, madre. a l i c i a : Entonces tiene que estar aquí en el jardín. («Buscan» entre los telones.) n o r f o l k : Este hombre lleva las cosas a unos extremos... Alicia... a l i c ia : Ya lo sé. n o r f o l k : Y terminará mal. a l i c ia : También lo sé. («Ven» al m ayordom o .) ALICIA

m a r g a r it a

ALICIA NORFOLK

Mateo, ¿dónde está mi padre? (juntos) ¿dónde está el señor? ¿dónde está tu amo? (Trompetas, más cerca y menos prolon­ gado.) n o r f o l k (desesperado): ¡Dios mío! a l ic ia :

¡Jesús!

el Rey, señora? n o r f o l k : Claro, atontado. (Amenazador.) Y si el Rey llega y el Canciller no está... m a y o r d o m o : No será culpa mía. n o r f o l k (con desagrado, más calmado.): Ali­ cia, esto no le reportará a Tomás ningún bien. No es así como Wolsey se hizo grande. a l i c i a (estirada): Tomás hace las cosas a su manera, milor. n o r f o l k (tozudo): Sí, Tomás es único. ¿Pero dónde está Tomás? m ayordom o:

¿E s

(El m a y o r d o m o empuja a escena una pe­ queña puerta gótica. Canto gregoriano. Todos corren hacia la puerta, n o r f o l k la abre.)

Tomás. m a y o r d o m o : ¡Señor! m a r g a r it a : ¡Padre!

a l ic ia :

(indignado): ¡Señor Canciller! ( m oro entra por la puerta. Parpadea a la luz . Lleva sotana puesta. Cierra la puerta tras él.) ¿Qué bobadas son éstas? ¿Es que el

no rfolk

Rey te visita todos los días? m o r o : No, pero yo rezo vísperas casi todos los días. n o r f o l k : ¡El Rey está aquí! m o r o : Y o creí que esta visita debía parecer una sorpresa. n o r f o l k (ceñudo): Para ti sí, pero no para él. m a r g a r it a : Padre... (señala la sotana.) n o r f o l k : ¿Es que te propones recibir al Rey disfrazado de cura de pueblo? (Caen sobre él y le sacan la sotana por la cabeza.) Señor Conciller, sois una deshonra para el Rey y para vuestro cargo. (apareciendo momentáneamente entre los pliegues de la sotana): El servicio de Dios no es deshonra para ningún cargo. (Le quita la sotana.) Créeme, amigo, que tengo en lo que vale el honor que el Rey me hace. (Alegre.)

m oro

¡Bueno! ¡Precioso vestido, Alicia! Y el tuyo también, Margarita. (Mira a n o r f o l k .) ¡Qué facha tengo! (A a l i c ia .) Tranquilízate, Alicia, que ya estamos todos listos. (Se vuelve, y se le ve la túnica enganchada a la espalda, mostrando sus piernas endebles, con medias largas atadas a los muslos.) a l i c ia : ¡Tomás! ( m arg arita ríe.)

moro:

¿Qué sucede? (Se vuelve de nuevo, las

mujeres le siguen tirando de la túnica, y N or ­ f o l k levanta los brazos al aire. Protestas, ex­ plicaciones, exclamaciones mezcladas.)

¡Qué cabeza de chorlito...! m a r g a r it a : ¡Quieto! a l i c i a : ¡Oh, Tomás, Tomás! n o r f o l k : ¡Pero, qué capricho...! m o r o : ¡Si no fue un capricho...! a l i c i a : ¡Y ni siquiera las medias nuevas...! m a r g a r it a : ¡Padre, quédate quieto...! n o r f o l k : ¡Esto es dem asiado...! m o r o : ¡ N o acabáis...! norfolk:

vestido de paño de oro, aparece entre la luz del sol y baja hasta m itad de la escalera; suena su silbato de piloto. Todos se arrodillan. En este silencio baja lentamente, tocando con suavidad.) ( e n r iq u e ,

V uestra M ajestad honra a mi casa más de lo que nuestra pobreza puede sobrellevar. e n r i q u e : Sin ceremonia, Tomás, sin ceremonia. (Se levantan.) Tuve la idea, ya que estaba en el río. (Muestra su zapato, orgulloso.) Mira, barro. m o r o : Viniendo por el camino, señor, está algo más decente. e n r i q u e : El camino, Tom ás... ¡Ese es mi cami­ no, el río, mi río...! ¡Qué tarde maravillosa! Mucho me temo que caemos por sorpresa, Lady Alicia. moro:

(sorprendida): Oh, no, Majestad — (re­ cordando) digo, sí, pero estamos dispuestos—

a l ic ia

quiero decir dispuestos a obsequiar a Vuestra Majestad. m o r o : Esta es mi hija Margarita, señor, que aún no ha tenido el honor de ser presentada a Vuestra Majestad. hace reverencia hasta el suelo.) (la examina, luego dice): Margarita,

( m a r g a r it a e n r iq u e

me han dicho que eres muy instruida. ( m a r g a r it a

está confusa.)

Contesta, Margarita. m a r g a r it a : Paso por tal entre mujeres, Majes­ tad. m oro:

( norfolk

y

a l ic ia

se miran, aprobando la

respuesta.)

Antiquone modo Latine loqueris, an Oxoniensi?

e n r iq u e :

(¿Hablas el Latín antiguo, o el de Oxford?) m a r g a r it a :

Quem me docuit pater, Domine.

(El que mi padre me enseñó, Señor.)

Bene. Optimus est. Graecamque linquam quoque te docuit?

e n r iq u e :

(Bien. Ese es el mejor. ¿Y también te ense­ ñó griego?)

Graecam me docuit non pater meus sed mei patris amicus, Johannes Coletus, Sancti Pauli Decanus. In litteris Graecis ta-

m a r g a r it a :

men, non minus quam Latinis, ars magistri m inuitur discipuli stultitia. (No mi padre, señor, sino su amigo Juan Colet, Deán de San Pablo. Pero en griego, lo mismo que en latín, se pierde el arte del maes­ tro en la ignorancia del discípulo.) (Habla latín mejor que él, y al Rey no le hace gracia.) e n r i q u e : ¡Uf! (Se separa de ella, hablando; ella comienza a levantarse de su reverencia, m oro la empuja suavemente hacia el suelo antes de que el Rey se vuelva.) Ten cuidado, Tomás,

que «el componer libros no tiene fin, y el mucho estudio es fatiga de la carne.» (A m a r ­ g a r it a .) ¿Sabes bailar? m a r g a r it a : Medianamente, señor. e n r i q u e : ¡Yo bailo extraordinariam ente! (Le pone la pierna delante de la cara.) ¡Pierna de bailarín! ( m a r g a r it a tiene la inspiración de mirarle a la cara y sonreírle. Lleno de buen humor la hace levantar; ve a n o r f o l k que le sonríe como un camarada.) ¡Hey, Norfolk! (Señala con repugnancia a la pierna de nor ­

¡Esa es pierna de luchador! Y a pesar de eso le puedo. (Agarra a n o r f o l k .) ¿Les en­ seño? ( n o r f o l k está alarmado por su digni­ dad.) ¿Les enseño? (A m a r g a r it a . ) ¿ L o tiro? m a r g a r it a (mira a n o r f o l k . Suave): No, Ma jestad. E n r i q u e (suelta a n o r f o l k . Seriamente): Eres fo lk .)

bondadosa. (A m oro , con aprobación.) Eso está bien. (A m a r g a r it a .) Tienes que leer para mí. ( m a r g a r ita a punto de protestar.) No, no, tienes que leer para mí. Lady Alicia, el río me ha abierto el apetito. a l i c i a : Si Vuestra Majestad desea compartir nuestra sencilla cena... e n r iq u e : Mucho que me agrada. (Preparándose a salir, a m a r g a r it a .) Y o también estudio algo. ¿Lo sabías? m a r g a r it a : El mundo entero conoce el libro de Vuestra Majestad en defensa de los Siete Sa­ cramentos. e n r iq u e : Ah, sí. Aquí entre nosotros, tu padre tuvp parte en él, ¿eh, Tomás? m o r o : Un poquito aquí y allá. Cuestiones de de­ talle. e n r iq u e ( mirándolo): Lo que quiere es aver­ gonzarme con su modestia... (Se vuelve a a l i c ia .) Pensándolo mejor, Lady Alicia, To­ más y yo os seguiremos. (Les señala que se marchen. Hacen reverencia, se retiran, se pre­ paran para segunda reverencia.) Un momen­ to. (Se lleva el silbato a los labios.) Margari­

ta, ¿te gusta la música? m a r g a r it a : Sí, Majestad. (La llama hacia sí; le extiende el sil­ bato.) Toca. (Ella duda.) Toca. (Lo hace.) Más fuerte. (Lo hace, y en seguida suena mú­ sica fuera, solemne y muy dulce. Expresión de

e n r iq u e

placer en todos.) Los traje conmigo, Lady Alicia; llévalos adentro. (Salen todos menos e n r i q u e y m o r o . La música se aleja.) Escucha esto, Tomás. ( Se pasea, escuchando, marcan­ do el compás.) ¿Lo conoces?

No, Majestad, yo... e n r i q u e : ¡Shss! ( m o r o callado; e n r i q u e conti­ núa escuchando.)... Hoy he botado un buque, Tomás. m o r o : Sí, Majestad, yo... En r i q u e : Escucha, hom bre, escucha... (Silen­ cio.)... El «Gran Enrique»... Yo lo piloté, To­ más, a toda vela. m o r o : Vuestra M ajestad está colmado de exce­ lencias. moro:

(levanta el dedo en ademán de silen­ cio. Un silencio.) ¡Qué gran experiencia! ( m o r o calla.) ¡Qué gran experiencia, Tomás! m o r o : Sí, M ajestad. (La música más lejana.)

e n r iq u e :

¡Ah, qué estupidez la mía! ¿Cómo es eso, M ajestad?

e n r iq u e : moro:

( un silencio, durante el cuál la música se desvanece): Quién sino un bobo viviría en

e n r iq u e

la Corte, en medio de una tu rb a licenciosa, cuando tengo amigos, con jardines... m o r o : M ajestad... e n r i q u e : Sin cortesías, sin ceremonias, Tomás. Siéntate. Eres mi amigo, ¿no es cierto? ( moro se sienta.) m oro:

Majestad.

Gracias a Dios tengo por Canciller a un amigo. (Riendo.) Confío en que más dis­ puesto a ser mi amigo de lo que estuvo a ser mi Canciller. m o r o : Conociendo mis escasas facultades... e n r i q u e : Y o juzgaré tus facultades, Tomás... ¿Sabías que Wolsey te señaló como Canciller? m o r o : ¿Wolsey? e n r i q u e : Sí, Wolsey, antes de morir. Y Wolsey no tenía pelo de tonto. m o r o : El Cardenal Wolsey fue un hombre de Estado de condiciones incomparables. e n r i q u e : ¿Sí? ¿De verdad? (Se levanta.) ¿En­ tonces por qué me abandonó? — Siéntate. ¿Dime, por qué? ¿Fue por villanía? Sí, fue villanía. Tuve razón al destruirle, Tomás, era todo orgullo, orgullo de pies a cabeza. ¡Y me abandonó! ( t o m a s , abre la boca.) ¡Me aban­ donó en lo único que importaba! En lo único que importa, entonces como ahora, Tomás. ¿Y sabes por qué? Porque quería ser Papa. Sí, quería ser Obispo de Roma. Voy a decirte una cosa, y lo puedes comprobar tú mismo. Nunca estuvimos a gusto en Inglaterra con Cardenales entre nosotros. (Hace un gesto significativo a m o r o , quien baja la vista.) Es­ cucha... (Se separa.) No puedo olvidar el tacto de aquel timón entre mis manos... ¡Qué barco! Lo llevé hasta cerca de los bancos; allí viré y otra vez río arriba hasta atracar e n r iq u e :

junto al camino de Tilbury. Alrededor del mundo se podría navegar con este barco. m o r o (admiración afectuosa): Con hombres a s í al timón, Alteza. e n r i q u e (súbito): Respecto a este asunto d e m i divorcio, Tomás, ¿has pensado en é l d e s d e que hablamos la últim a vez? m o r o : Apenas pienso en otra cosa. e n r i q u e : ¿Y has llegado ya... a estar de acuerdo conmigo? m o r o : ¿En qué divorciéis a la Reina Catalina? ¡Ay, señor (golpea la mesa, desolado), mien­ tras más pienso en ello m ás claro veo que no puedo estar de acuerdo con Vuestra Alteza y todo mi esfuerzo es por alejar el asunto de mi mente! e n r i q u e : ¡Entonces es que no has pensado b a s ­ tante!... (Con súplica sincera.) Por Dios To­ dopoderoso, Tomás, ¿por qué me contradices en lo que más desea mi corazón? m o r o (levanta la manga, descubriendo su bra­ zo): Este es mi brazo derecho. (En tono de propuesta práctica.) Tomad, señor, vuestra daga y cortadlo, y yo me alegraré y os estaré agradecido si eso me hace dar la razón a Vuestra M ajestad con mi conciencia tran­ quila. e n r i q u e (incómodo, tira de la manga): Lo sé, Tomás, lo sé...

moro

(se levanta, solemne, pidiendo hablar):

Con licencia de Vuestra Alteza. e n r iq u e (con cierta sospecha): Habla. m o r o : Cuando tomé posesión de este cargo y del Gran Sello de Inglaterra, Vuestra Alteza me prometió no forzarme en este asunto del divorcio. e n r iq u e : Ajá, ¿conque el Rey quebranta su pa­ labra, maestro Moro?... No, es una broma, una broma pesada. (Se pasea.) A veces pien­ so que soy brusco... Es porque soy joven. (Mueve la cabeza, indulgente.) Siéntate... Eso es una magnolia. También tengo una magno­ lia en Hampton Court; no es tan roja como ésta. Ajá, que bien me encuentro. (Mira a la magnolia.) Preciosa. (Razonable, agradable.) Debes considerar, Tomás, el peligro en que está mi alma. Aquello no fue matrimonio; Catalina era la viuda de mi hermano. Y dice la Biblia, «No descubrirás la desnudez de la mujer de tu hermano». Levítico, capítulo 18, versículo 16. m o r o : Sí, Majestad, pero en el Deuteronomio... e n r iq u e (triunfante): ¡El Deuteronomio es am­ biguo!... m oro (explotando): Alteza, cuestiones son éstas en que no me toca inmiscuirme — y para mí que es negocio de la Santa Sede. e n r iq u e (con reproche): Tomás, ¿es que un hombre necesita al Papa para decirle cuándo

ha pecadoTSí, Tomás, fue un pecado; lo con­ fieso y me arrepiento. Dios me ha castigado, no dándome un hijo. Uno tra s otro he engen­ drado, Tomás, m uertos todos al nacer, o m uertos antes que pasara un m es... Nunca he visto m ás clara la m ano de Dios... tengo una hija, buena y sana, pero no tengo hijo. (Llameante.) ¡Es mi deber de conciencia di­ vorciar a la Reina y todos los Papas juntos desde San Pedro no m e ap artarán de mi de­ ber! ¿No lo ves? Todo el m undo lo compren­ de menos tú. m o r o ( con interés): Entonces, señor, ¿para qué necesitáis m i pobre apoyo? e n r i q u e : Porque eres honrado. Y sobre todo porque la gente sabe que eres honrado. Hay unos, como Norfolk, que me siguen porque ciño la corona, y otros, como Cromwell, por­ que son chacales voraces y yo soy su león, y muchos m ás que me siguen porque siguen todo lo que se mueve. Aparte estás tú. m o r o : Me angustia pensar cuánto enojo debo daros, señor. e n r i q u e : No, Tomás, yo respeto tu sinceridad. ¿Respeto? Oh, para mí es como el agua en el desierto... ¿Te gustó nuestra música? Aquel aire que tocaron, tenía cierto... Bueno, dime tu opinión. m o r o (aliviado por el giro de la conversación;

sonriendo): ¿No será Vuestra Majestad quien

lo compuso? e n r iq u e

(sonríe en respuesta): ¡Acertaste! Aho­

ra nunca sabré tu verdadera opinión, lo que me irrita, Tomás, porque nosotros los artis­ tas amamos los elogios, pero aún más ama­ mos la verdad. m oro (compuesto): Yo diré a Vuestra Alteza lo que me pareció. e n r iq u e (algo desconcertado): Habla, pues. m o r o : Me pareció... deliciosa. e n r iq u e : Tomás... elegí bien al hacerte mi Can­ ciller. m o r o : Debo advertir a Vuestra Majestad, para ser justo, que mi gusto musical es, según di­ cen, deplorable. e n r iq u e : Tu gusto musical es excelente. Coin­ cide exactamente con el mío. ¡Ah, la música, la música! Que se vayan todos, Tomás, y yo me quedaré aquí. Viviré en Chelsea y hare­ mos música juntos. m o r o : Mi casa está a la disposición de Vuestra Alteza. e n r iq u e : Viviremos aquí y haremos música. m o r o : ¿Honrará Vuestra Alteza mi techo que­ dándose a cenar? ( que se ha separado, soplando melan­ cólicamente su silbato): ¿Mm?... Sí; y conta­

e n r iq u e

remos algo... m o r o : Mi mujer estará más que...

r n r io u h :

Sí,

s í.

(Se vuelve, con semblante deter­

minado.) Pero respecto a este otro asunto,

Tomás, toma buena nota, no adm itiré oposi­ ción. m oro (triste): Alteza... e n r i q u e : Digo que no adm itiré oposición algu­ na. ¡Tu conciencia es cuenta tuya, pero pien­ sa que eres mi Canciller! Cierto que tienes mi palabra, y te dejaré estar. Pero no me agra­ da, Tomás, y no toleraré oposición. Ya estoy viendo lo que sucederá: los Obispos en con­ tra mía. ¡Los «príncipes de la Iglesia»! ¡Hipó­ critas, tragones! ¡Ja! Y en cuanto al Papa... ¿Es que voy a abrasarm e en el infierno por­ que el Papa, con el pie del Em perador en ci pescuezo, me recite el Deuteronomio? ¡Hipó­ critas, atajo de hipócritas! Cuida que no te embauquen, Tomás, quédate a un Jado si quieres, pero ya sabes que no toleraré oposi­ ción, ni rumores, ni emblemas, ni cartas, ni panfletos. Con esto cuidado, Tomás, no quie­ ro escritos contra mí. m o r o : Soy el leal servidor de Vuestra Alteza. El que no pueda servir a Vuestra Alteza en este grave asunto de la Reina... e n r i q u e : ¡Yo no tengo Reina! Catalina no es mi m ujer y no hay sacerdote que pueda ha­ cer que lo sea, y los que vayan diciendo que es mi m ujer no sólo mienten, sino que son reos de traición. ¡Cuidado, Tomás!

m o ro :

¿Soy yo acaso un charlatán, Alteza? (Pe-

ro su voz no es firme.)

ENRfOun: Eres terco, Tomás. (Persuasivo.) Si me siguieras, Tomás... Eres el hombre a quien más me gustaría enaltecer, sí, con mis pro­ pias manos... m oro (cubre su rostro): Oh, Vuestra Alteza me abruma... (Se oye un carillón complicado.)

¿Qué es eso? Las ocho, Alteza.

e n r iq u e : moro:

e n r io u e

( mirando intranquilo a

m o r o ):

Seréna­

te, hombre, ¿no tienes mi palabra? ( moro se estira.) ¿Comemos? m o r o : Como Vuestra Alteza ordene. ( Recobran dose.) ¿Qué nos cantará Vuestra Alteza? (Se acercan a las escaleras.)

¿Han dado las ocho? La marea va a cambiar. Me olvidaba de la marea. Tengo que irme. moro (grave): Lo siento, Alteza. ENRIQUE: Tengo que aprovechar la marca o no llegaré a Richmond hasta... No, no vengas. Avisa a Norfolk. (Está con un pie en la esca­ b n r iq u h :

lera, cuando entran por arriba

a l ic ia

y el

ma­

Quiero coger la marea. A decir ver­ dad, Lady Alicia, aquí en vuestro retiro me he olvidado de cómo pasa el tiempo fuera. Los yo r d o m o .)

asuntos de la Corte me reclaman, y con esto os doy las gracias y las buenas noches. (Sube.) MORO a l ic ia

(inclinándose): Buenas noches, Al­

teza. (Sale

e n r iq u e

arriba.)

¿Qué es esto? ¡Le has enojado! m o r o : Un poco. a l i c i a : ¿Por qué? m or o (disculpándose): No encontré el medio de evitarlo. a l ic ia (enfadada): Eres difícil, Tomás. m o r o : Mujer, tú ocúpate de tu casa. a l i c i a : ¡Me estoy ocupando de mi casa! m or o (aceptando su inquietud): Está bien, Ali­ cia. ¿Qué querrías que hiciera? a l i c i a : Déjate dominar. Si no puedes dominar tú, déjate dominar. m o r o (tranquilo): Yo ni puedo ni quiero domi­ nar a mi Rey. (Agradable.) Pero hay un rin­ cón, muy pequeño, en que yo debo ser mi propio dueño. Es pequeño, para él no es nada, menos que este huerto en medio de su reino. (El rostro de ella aún lleno de presa­ gios, él suspira.) Escucha, eran las ocho. Es la hora en que Ana Bolena gusta de danzar. a l i c ia (aliviada): ¿Oh? m o r o : Eso creo. a l ic ia :

(irritada): ¡Y tú te pones entre ellos

alicia

dos! ¿Yo? Lo que se pone entre ellos es un sacramento de la Iglesia. Yo cuento menos de

m oro:

lo que tú te figuras, Alicia. a l ic ia (súplica): Tomás, no le enojes. m o r o : Todo lo que pueda hacerse sonriendo, cuenta con que lo haré. a l i c i a : Tú no sabes adular... m o r o : Sí sé, y muy bien por cierto, tanto que mi receta se está copiando mucho. Es el ja­ rabe de siempre, con una pizca de discreto descaro... a l ic ia (aún inquieta): Ojalá hubiera cenado aquí... m o r o : Sí, porque tu «sencilla cena» nos va a durar quince días. (Pero ella no se ríe.) Ali­ cia... (Ella no se vuelve.) Alicia... (Ella se vuelve.) Quédate tranquila, que ésta (se gol­ pea) no es madera de mártir. (Entra por arriba, rápido, roper: m oro

r o p e r .)

¡Sir Tomás!

(da un respingo): Oh, no...

a l ic ia :

William Roper. ¿Qué deseas?

(Entra, tras

r o p e r , m a r g a r it a .)

William, ¡te dije que no! r o p e r : ¡ N o recibo órdenes! m a r g a r it a : Te «pedí» que no lo hicieras. r o p e r : Estoy harto, Margarita. (Hace un gesto.) m a r g a r it a : ¡Ahora no es oportuno! m a r g a r it a :

Pero, ¿es que todo tiene que ser oportu­ no? Yo no soy hombre de oportunidad, Mar­ garita, la conciencia es inoportuna.

roper:

( m a r g a r it a

hace a

moro

un gesto de impo­

tencia.) m o r o ( riendo): La trom peta de Josué. Suena el

bronce de tu conciencia y las m urallas de mi hija se desploman. r o p e r (bajando): Así la hicistéis vos. moro (algo p erplejo): ¿Desde cuándo estás aquí? ¿Venías con el séquito del Rey? m o r o : N o , señor, yo no soy del séquito del Rey. (Avanzando.) De ello quería hablaros. Mi es­ píritu está turbado. m o r o (ocultando una mueca): ¿De verdad, Wi­ lliam? ¿Por qué? r o p e r : Me han ofrecido un puesto en el pró­ ximo Parlam ento ( m o r o levanta la vista con fijeza.) ¿Debo aceptarlo? m o r o : N o . . . M ejor dicho, depende. Con tus ideas sobre la Reform a de la Iglesia diría que puedes ir muy lejos en el próximo Parla­ mento. r o p e r : Mis ideas sobre la Iglesia —debo con­ fesar— se han modificado algo desde nues­ tra conversación, ( m o r o y m a r g a r it a cruzan una sonrisa.) Quede claro que no he cambia­ do en nada de lo que afecta al «cuerpo» de la Iglesia. Hay que expulsar los mercaderes del templo, ¡con látigo de fuego si es preciso!...

¡Pero detrás de un ataque a la propia Iglesia veo un ataque a Dios!... m o r o : Roper. r o p e r : ¡La obra del demonio! m o r o : ¡Roper! r o p e r : ¡Ejecutada por los ministros del demo­ nio! m o r o : ¡Por el santo cielo, recuerda mi cargo! r o p e r : ¡Oh! ¡vuestro cargo!... m o r o : Hay ciertas cosas que no debo oír... r o p e r : Sofismas. Ya me lo habían dicho. La Corte os ha corrompido, señor; ya no sois el hombre que erais; habéis aprendido a ser «oportuno». ¡Habéis aprendido a adular! m o r o : ¿Ves, Alicia, como ya tengo hecha mi re­ putación? a l i c i a : ¡Si yo fuera el Canciller, joven, te man­ daría azotar! (Entra el m ayordom o:

m a y o r d o m o .)

El Maestro Rich está aquí, señor.

(Inmediatamente entra

r ic h

.)

Buenas tardes. m o r o : ¿Oh, Richard? r i c h : Buenas tardes, Lady Alicia. (Esta saluda con la cabeza, fríamente.) Margarita. r ic h

:

m a r g a r it a

(amistosa, pero hablando con delibe­

ración): Buenas tardes, maestro Rich. (Pausa.) m o r o : ¿Os conocéis? (Señalando a r o p e r .) Wi­

lliam Roper, el joven.

Por supuesto, de oídas. r o p e r : Buenas tardes, m aestro... r i c h : Rich. r o p e r : Oh. (Como acordándose de algo.) ¡Oh! r ic h (rápido, hostil): ¿Habéis oído hablar de mí? r o p e r (breve): Sí. r i c h (excitado): ¿A propósito de qué? No sé lo que podéis haber oído... (Mira alrededor, con ardor.) ¡Noto que no soy bien recibido aquí! (Ha levantado la liebre; los demás se r ic h

:

sorprenden.) m o r o (amable): ¿Por qué? ¿Es que has hecho

algo para que no te acojamos como siempre? r i c h : ¿Qué sospecháis de mí? m o r o : Voy a tener que empezar. r i c h (acercándose, habla de prisa): Cromwell está haciendo preguntas. Sobre vos. Especial­ mente sobre vos. ( m o r o no se altera.) Está recogiendo cuanta información puede. m o r o : Ya lo sé. (El m a y o r d o m o se desliza hacia la salida.) Mateo, quédate un momento. r ic h (señalándolo): ¡Ese es una de sus fuen­ tes! m o r o : Por supuesto; es uno de mis criados. r i c h (de prisa, de nuevo en voz baja): El Se­ ñor Chapuys, Em bajador del Emperador... m o r o : También recoge información. Es una de sus funciones. (Mira a r i c h gravemente.)

r ic h

(voz quebrada): ¡Me miráis como si fue­

ra un enemigo! m oro

(extiende la mano para calmarlo): ¡Estás

temblando! r i c h : Estoy desorientado. Ayudadme. m o r o : ¿Cómo? r i c h : Dadme un empleo. moro: r ic h

N o.

(desesperado): ¡Dadme

moro: r ic h

un

empleo!

N o.

(va rápido a la salida, allí se vuelve): ¡Yo

os sería fiel! m o r o : ¡Antes de mañana me habrías negado! (Sale r i c h . Todos lo miran; luego se vuel­ ven a m or o , sus rostros excitados.)

Arrestadlo. a l i c i a : ¡Sí! m o r o : ¿Por qué? a l i c i a : ¡Porque es peligroso! r o p e r : Por calumnia: es un espía. a l i c i a : ¡Lo es! ¡Arréstalo! m a r g a r it a : Padre, ese hombre es malo. m o r o : E so no es bastante ante la ley. r o p e r : ¡Sí lo es para la ley de Dios! m o r o : Dios entonces puede detenerlo. r o p e r : ¡Sofisma sobre sofisma! m o r o : Al contrario, la sencillez suma: la ley, Roper, la ley. Yo entiendo de la ley, no de lo que nos parece bueno o malo. Y me atengo a la ley. roper:

que ponéis lu ley del hombre sobre la ley de Dios? m o r o : No, muy por debajo. Pero deja que te llame la atención sobre un hecho: yo no soy Dios. Tú quizá encuentres fácil navegar por entre las olas del bien y el mal; yo no puedo, no soy práctico. Pero en el bosque espeso de la ley, ¡qué bien sé hallar mi caminol Dudo que haya quien mc pueda seguir dentro de él, gracias a Dios... (Esto lo dice para sí.)

roper:

¿E s

(exasperada, señalando por donde se marchó r i c h .) Mientras que hablas, se es­

a l i c ia

capó. m o r o : El propio diablo puede escaparse mien­ tras que no quebrante la ley. r o p e r : ¿De modo que, según vos, el propio dia­ blo debe gozar del am paro del derecho? m o r o : Sí. ¿Qué harías tú? ¿Abrir atajos en esta selva de la ley para prender más pronto al diablo? r o p e r : Yo podaría a Inglaterra de todas sus le­ yes con tal de echar mano al diablo. m or o (interesado y excitado): ¿Ah, sí? (Avanza hacia r o p e r . ) Y cuando hubieses cortado la última ley, y el diablo se revolviese contra ti, ¿dónde te esconderías de él? (Se aparta.) Este país ha plantado un bosque espeso de leyes que lo cubre de costa a costa, leyes hu­ manas, no divinas. Pero si las talas, y tú serías capaz, ¿te imaginas que ibas a resistir

en pie Ion vendavales que entonce» lo ancla­ rían? ( Tranquilo.) Sí, por mi propia seguri­ dad, yo otorgo al diablo el amparo de la ley. r o p e r : L o que yo me imaginaba, el becerro de oro; la ley es vuestro Dios. m oro (cansado): jNo, Roper! Dios es mi Dios... (Algo amargo.) Sólo que para mi está siendo demasiado... (Muy amargo.) sutil... No sé dónde está, ni lo que quiere. r o p e r : Mi Dios quiere servicio, sin cejar y has­ ta el fin, jnada más! m oro (seco): ¿Estás seguro que ése es Dios? A mí me suena a Moloc. Aunque quizá sea Dios... Escucha: quienquiera que me dé caza, sea Dios o el diablo, me hallará escondido en el bosque de la ley. jY a mi hija conmigo! Nada de atarla al mástil de tus principios de navegante. |Vuelcan con demasiada facilidad! (Sale m o r o . Todos lo miran salir, toca a r o p e r en la mano.)

m argarita

ro per

Has estado demasiado duro. (volviéndose a ella, serio): ¿Qué sucede?

a l ic t a

(aún de espaldas a ellos, con voz quebra­

m a r g a r it a :

da): Que no puede soportar a los tontos, eso

es lo que sucede. (Márchate! r o p e r (a m a r g a r it a ): Esconderte, ha dicho. Pe­ ro, ¿de qué? Ai.iciA (volviéndose, casi en lágrimas): Y de es­ conderme a mí nada, ¿os disteis cuenta? ¡Su­ pongo que estoy demasiado gorda!

Ya sabes que se refería a las dos. r o p e r : Pero esconderse, ¿de qué? a l i c i a : No sé. Nunca me ha hablado claro des­ de que se planteó este asunto del divorcio. No es Dios el sutil, sino él. m a r g a r it a :

(Entra m o r o , un poco sumiso. Va a r o p e r .) m o r o (amable): Roper, he estado demasiado duro: tus principios son (no puede resistir el alabarlo un poco) excelentes... de primera calidad, ( r o p e r se agita. Contrito.) No, de ver­ dad, tus principios están muy bien. ( Indican­ do las escaleras, a todos.) Y ya es hora de q u e

nos decidamos a atacar ese banquete. m a r g a r it a : Padre, ¿no podrías hablarnos cla­ ramente? (mirando rápidamente a su hija, luego a su mujer . Coge la mano de a l i c i a .): Tengo la ley por entero a mi favor. (Coge también la mano de m a r g a r it a . ) N o he desobedecido a

moro

mi Soberano. Creo sinceramente que no h a y hombre en Inglaterra que esté tan seguro co­ mo yo. Y quiero mi cena. ( Los empuja hacia la esclera, y va hacia r o p e r .) Necesitaremos tu ayuda, William. Hay un borgoña excelen te... si tus principios lo permiten. r o p e r : N o lo permiten, señor. m o r o : Aunque sea con un poco de agua... r o p e r : El agua sola, señor. m o r o : Pobre muchacho. a l i c ia

(deteniéndose en lo alto de las escale-

ras, como persona que exige una respuesta): ¿Y por qué está recogiendo Cromwell infor­

mación sobre ti? m o r o : Porque soy una figura importante. Des­ cuida que habrá también alguien recogiendo información sobre Cromwell. Y ahora, no más dilaciones. A comer. (Dirige a r o p e r es­ caleras arriba.) Hay un cisne relleno, si te gusta, ( a l ic ia y m a r g a r it a salen.) William, confío en tu persona plenamente. Pero no en lo que llamas tus principios. A menudo deci­ mos que estamos anclados a nuestros princi­ pios. Pero si el cielo se encapota y la mar se pica, levamos anclas y nos vamos donde cree­ mos estar más seguros y la pesca es más abundante. ¡Y allí seguimos diciendo que es­ tamos anclados! (Riendo, invitando a ro per a reír con él.) ¡A nuestros principios! (Salen por arriba. Entra vulgo tirando de la cesta. Saca de ella un rótulo o muestra de taberna, que cuelga en la alcoba. Lo exa­ mina.) vu lg o : «El Súbdito Leal»... (Al público.) Una taberna. (Saca de la cesta y se pone chaqueta, gorro y delantal.) Un tabernero. (Coloca dos taburetes junto a la mesa, jarras y una vela que enciende.) ¡Qué profundo es este Sir To­

más Moro!... Hay que estudiar mucho para llegar tan hondo... (Derecho al público.) Y te­ ner una naturaleza profunda, para empezar...

(Sin inmutarse.) Los que somos como yo no

podemos comprender las razones de un hom­ bre así... (Cínico.) ¿Verdad que no? (Exami­ na la taberna.) Listo. (Va hacia la derecha.) Listo, señor. (Entra c r o m w e l l , con una botella en la mano. Va hacia el rincón.)

¿Es éste buen sitio para conspirar, tabernero? t a b e r n e r o (im pasible): El s e ñ o r p i d i ó u n r e s e r ­ crom w ell:

vado. crom w ell

(mirando alrededor): Sí, quiero uno

donde no haya rincones oscuros. t a b e r n e r o : No o s entiendo, señor. No hay más que las cuatro esquinas que veis, señor. c r o m w e l l (sardónico): No me entiendes. t a b e r n e r o : No, señor. c r o m w e l l : ¿Tú sabes quién soy? t a b e r n e r o (rápido): No, señor. c r o m w e l l : No te pases de listo, tabernero. t a b e r n e r o : No os entiendo, señor. c r o m w t e l l : Cuando los de tu calaña queréis pa­ saros de listos los de la mía comenzamos a pensar quién es el tonto. t a b e r n e r o : No o s entiendo, señor. crom w ell

( echa la cabeza atrás, riendo en silen­

cio): El perfecto hom bre de Estado: «No os entiendo.» (Mira al tabernero, casi con odio.) Está bien. Vete. (Arroja una moneda. Sale t a b e r n e r o , c r o m w e l l va al lado opuesto, lla-

mando.) Podéis venir. (Entra r i c h . Ve la botella en manos de c r o m w e l l y se queda cauteloso junto a la salida.) Sí, es posible que esté un poco borracho. (Deja a r i c h de pie.) ¡Pero de triunfos, no de vino! ¿Y quién

conserva la cabeza serena ante el triunfo? Nadie triunfa lo bastante. Excepto los Reyes, ¡y éstos han nacido borrachos! r i c h : ¿Triunfos? ¿Qué triunfos? c r o m w e l l : Adivinad. r i c h : Recaudador de impuestos de York. c r o m w e l l (divertido): ¿No se os escapa nada, eh? No. Mejor que eso. r i c h : Justicia Mayor. c r o m w e l l : Mejor que eso. r i c h : ¿Mejor que Justicia Mayor? c r o m w e l l : Mucho mejor. Sir Tomás Paget, se jubila. r i c h : ¿Secretario del Consejo? c r o m w e l l : ¿Asombroso, no? r i c h : ¡Oh, no!... Quiero decir... después de todo... es lógico. c r o m w e l l : Sin ceremonia, sin cortesía. Sen­ taos. ( r i c h se sienta.) Como diría Su Majes­ tad. ( r i c h se ríe nervioso, y mira involunta­ riamente alrededor.) Como veis, confío en vos. r i c h : Oh, y o n u n c a r e v e la r ía u n a c o s a d ic h a a s í...

crom w ell

(sirviendo vino): ¿Que tipo

de cosas

revelaríais, maestro Rich? r i c h : Pues... nada de lo dicho entre a m ig o s ¿puedo decir «amibos»? c r o m w e l l : Si os place. ¿Y creéis realmente que hay cosas que nunca revelaríais? r i c h : Desde luego. c r o m w e l l : N o , en serio. r i c h : Claro que sí. (deja la botella. En tono que no re­ sulte siniestro, sino como el de un maestro bondadoso con un discípulo que promete):

crom w ell

Rich, en serio. r ic h

(pausa, luego dice con amargura): De­

pende de lo que se me ofreciera. c r o m w e l l : N o lo digáis tan sólo por compla­ cerme. r i c h : Digo que depende de l o que s e m e o f r e ­ ciera. c r o m w e l l (palmeando su brazo): Esta es cosa que todo el mundo sabe, pero pocos son c a ­ paces de decir. r i c h : Por supuesto que ciertas cosas no se h a ­ rían por nada... c r o m w e l l : Mm... ese pensamiento es como los salvavidas que ponen a la orilla del mar. A todos nos dan la sensación de seguridad, pero esperamos no tener que utilizarlos. (Animado.) Bien, enhorabuena. r i c h (sospechoso): ¿Por qué?

Creo que haréis un buen recauda­ dor de impuestos de la diócesis de York. r i c h (conteniéndose): ¿Está en vuestra mano? c r o m w e l l : Totalmente. r i c h (con cinismo consciente): ¿Y qué tengo que hacer para conseguirlo? c r o m w e l l : Nada. (Sermonea, pedante, pasean­ do arriba y abajo.) Las cosas no son así, Rich. No hay reglas simples, con sus premios y sus castigos... Con tanto de malicia se compra tanto de prosperidad en el mundo... crom w ell:

(Se interrumpe y se detiene, súbitamente.)

¿Estáis seguro de no ser religioso? r i c h : Casi seguro. c r o m w e l l : Aseguraos del todo. (Sigue pasean­ do.) No, las cosas no son así. La regla es más bien lo que podríamos llamar la conve­ niencia administrativa. El fin normal de la Administración es mantener constante este factor de la conveniencia, y estoy seguro de que Tomás Moro estaría de acuerdo conmi­ go. Normalmente, cuando un hombre quiere cambiar su mujer, se le deja si es convenien­ te, y se le prohíbe si no lo es. De hecho, normalmente, la cosa tiene tan poca impor­ tancia que el asunto lo resuelven los sacer­ dotes. Pero el factor constante es siempre este elemento de conveniencia. r i c h : Conveniencia, ¿para quién? ( c r o m w e l l se para.)

Oh, para nosotros. Pero también para todos. (Sigue andando.) Sin embargo, en el caso presente, el hombre que quiere cambiar su m ujer es nuestro soberano se­ ñor, Enrique, por la gracia de Dios, el octavo de este nombre; lo cual quiere decir que si quiere cambiar su m ujer la cambiará. Por tanto, ése es el factor constante en esta si­ tuación. Y nuestra tarea como administrado­ res es hacerlo lo más conveniente posible. Cuando digo «nuestra tarea» doy por supues­ to que aceptáis ese cargo en York que os he ofrecido... ? r i c h : Sí... sí, sí. (Pero su aspecto es sombrío.) c r o m w e l l (se sienta. Incisivo): Mala señal es que la buena fortuna deprima el ánimo. r i c h ( a l a defensiva): ¡Yo no estoy deprimido! c r o m w e l l : Pues lo parece. c ro m w e ll:

r ic h

( con apresuramiento, haciendo el paya­

so): Es que lamento mi inocencia perdida.

Esa la perdisteis hace tiempo. Y sospecho que nunca valió mucho si no la habéis echado de menos hasta ahora. r ic h (muy sorprendido): ¡Qué verdad, qué gran verdad! c r o m w e l l : ¿Qué alivio, no es cierto, maestro Rich? ¿Sentimos la cabeza despejada, como al aire libre, eh? r ic h (bebe vino): ¡Recaudador de impuestos no está mal!

crom w ell:

está mal para empezar. (Obser­ va a r i c h beber.) Ahora bien, nuestro actual Canciller... ése sí es un hombre inocente. r i c h ( deja su vaso en la mesa. Indulgente): Lo extraño es... que lo es de veras. c r o m w e l l (lo mira con desagrado): Eso es lo que digo, que es inocente. (De nuevo en to­ no ligero.) Pero su inocencia está enredada con este concepto de que un hombre no pue­ de cambiar su mujer sin un divorcio, y de que no se puede obtener un divorcio si el Papa no lo dice. Y aunque Su Santidad hoy día, aun juzgado con los criterios más libe­ rales, parece ser un viejo rematadamente corrompido..., sin embargo, tiene todavía sobrepuesta esta palabra «Papa», y me temo que este detalle sin sentido va a producir unos ciertos... r ic h (contento, agitando su vaso): Inconve­ nientes administrativos. crom w ell:

No

(aprobando, como a un discípulo modelo): Exacto. (Sin expresión.) Aquella copa que os regaló, ¿cuánto vale? ( r i c h deja su vaso, mirada baja. Suavemente.) Vamos,

crom w ell

Rich, aquella copa de plata que os regaló. ¿Cuánto os dieron por ella? r i c h : Cincuenta chelines. c r o m w e l l : ¿Podríais llevarme a la tienda? r i c h : Sí.

Y él, ¿cómo la obtuvo? (No hay ras puesta.) ¿Fue un regalo de un litigante, de una mujer, no? r i c h : Sí. c r o m w e l l : ¿En qué Tribunal? ¿En la Cancille­ r ía ? (Impide a r i c h que llene su vaso.) No, no os emborrachéis. ¿En qué Tribunal tenía su pleito aquella m ujer? r i c h : En el de Causas pobres. c r o m w iu .l :

(Gruñe, abstraído. Se da cuenta de la mirada de r i c h , y sonríe): Bueno, no ha

crom w ell

sido muy doloroso, ¿eh? r ic h

fr is a

crom w ell

breve y algo dolorida): ¡No! (extendiendo sus manos): Pues eso

es todo. La próxima vez será más fácil. r ic h

(lo mira brevemente, con cierta tristeza):

¿Qué aplicación tienen estos cabos d e infor­ mación que vais coleccionando? c r o m w e l l : Generalmente, ninguna. r ic h (tozudo, sin mirarlo): Pero, ¿algunas veces...? c r o m w e l l : Pues, ya conocéis e s e tipo d e h o m ­ bres «modelo», hombres « d e temple», que quieren ser ellos el factor constante en cada situación... Y eso por supuesto es imposible. Los acontecimientos siguen su curso e n to d o caso. r i c h (lo m ism o): ¿Y qué sucede? c r o m w e l l (no le gusta su tono, frío): Si tienen

algún talento, se apartan del paso de los acontecimientos. r i c h : ¿Y si no tienes ningún talento? c r o m w k i x (lo mismo): ¿Ningún talento? En­ tonces sólo sirven para ir al cielo. Pero Sir Tomás tiene mucho talento, y se le puede asustar. rich

(levanta la vista, expresión maliciosa):

No olvidéis que es un inocente, maestro Cromwell. c r o m w h ix : Por esta noche pondremos punto tinal. (Se levanta.) Después de todo, es el Canciller. (Yéndose.) r ic h : |N o es fácil asustarlo! (Gritándole.) ¡Esta vez os habéis equivocado de hombre! jEste no conoce el miedo! crom w ell

(vuelve,

r ic h

se levanta ante él):

¿QuC 110 conoce el miedo? Entonces... es que nunca puso su mano sobre el fuego, ¿no? (Coge la mano de r i c h y la pone sobre la llama de la vela.) r a c h (alarido y salto atrás, llevando su mano al sobaco, mira a c r o m w e l l con horror): ¡Lo habéis hecho con gusto! ( c r o m w e l l , rostro hacia el suelo, atónito, r i c h triunfante.) ¡Si;

lo habéis hecho con gusto! FIN DEL PRIMER ACTO

Escena como al comienzo del Acto Primero. Al levantarse el telón la escena está a oscu­ ras, salvo un foco brillante, que ilumina en el proscenio, donde está de pie el vulgo . Tie­ ne en la mano un libro, marcando con el dedo una página y lleva gafas puestas.

El entreacto comenzó a principios del año 1530, y estamos ahora a mediados de mayo de 1532. (Como explicando.) Dos años. Durante ese tiempo mucha agua ha corrido bajo los puentes, y entre las cosas que vinie­ ron flotando está... (Lee.) «La Iglesia de In­ glaterra, flor la más delicada del genio conci­ liador de esta isla; sistema original que hace correr los torrentes de la pasión religiosa por los canales de la moderación.» ¡Qué bien di­ cho está esto! (Vuelve al libro, con gesto de aprobación.) «Típicamente, este magnífico resultado se obtuvo sin derramiento de san­ gre, tan sólo por acuerdo del Parlamento. Unos cuantos infelices, sin embargo, se obs­ tinaron en oponerse a la marcha de los tiem-

vulgo:

pos, corriendo a un rápido desastre. Porque nos ocupamos de una época m enos quisqui­ llosa que la nuestra; y la prisión sin juicio previo, y hasta los interrogatorios bajo tor­ tura, eran moneda corriente.» (Se alza la luz, y r o p e r , de pie. vestido de negro a pasear arriba y Pausa.)

e ilumina a m o r o , sentado, Sale el v u l g o , r o p e r está y lleva una cruz. Comienza abajo, observado por m o r o .

¿Tienes que vestir de esa forma, Wi­ lliam? r o p e r : Sí. m o r o : ¿Por qué? r o p e r : ¡Porque ha llegado la hora de que los hom bres decentes publiquen sus conviccio­ nes! m o r o : ¿Y qué convicciones publicas con ese traje? r o p e r : Mi lealtad a la Iglesia. m o r o : Pues pareces un español r o p e r : Mucha honra para España, entonces. m o r o : En España no durarías seis meses. No hubieras sobrevivido a tu período herético. r o p e r : Admito que tenéis derecho a recordár­ melo constantem ente. (Le señala, acusador.) Ese collar de vuestro cargo os degrada. m o r o (mira al collar): Ya te he dicho que si los obispos reunidos se someten hoy, me lo moro:

quitaré... Y conste que no me degrada. Hom­ bres ilustres lo han llevado. r o p e r : ¿Cuándo esperáis saber algo de Canterbury? m o r o : De un momento a otro. El Arzobispo prometió enviarme razón en seguida. r o p e r (sigue paseando): No veo que los obis­ pos puedan resolver nada. La Iglesia es ya una dependencia de Palacio, ¿no es cierto? El Rey es ya su «Cabeza Suprema», ¿no es así? m o r o : No. r o p e r (atónito): ¿Es que negáis el Acta de Su­ premacía? m o r o : Yo no niego nada. El Acta dice que el Rey es... r o p e r : Cabeza Suprema de la Iglesia en Ingla­ terra. m o r o : Cabeza Suprema de la Iglesia en Ingla­ terra. (Subrayando las palabras.) «En cuan­ to lo permite la Ley de Dios.» Hasta dónde lo permite la Ley de Dios sigue siendo materia opinable, ya que el Acta no lo dice. r o p e r : Sutileza de abogado. m o r o : Llámala como quieras, pero ahí está, gracias a Dios. r o p e r : Muy bien; y en vuestra opinión, ¿hasta dónde lo permite la Ley de Dios? m o r o : Y o me reservo mi opinión. r o p e r : ¿Ah, sí? Entonces os diré la mía...

¡Por favor, no! Si tu opinión es me imagino, jes alta traición, Roper!

m oro:

(Entra arriba

m a r g a r it a ,

la q u e

sin ser vista.)

Acuérdate de que ahora tienes m ujer y pue­ des tener hijos. m a r g a r it a : ¿Por qué quieres que lo recuerde ahora? r o p e r : Para m antenerm e «discreto». m a r g a r it a ( sonriendo): Entonces prefiero q u e no lo recuerde. m o r o (sin sonreír): O sois tontos o sois niños. (Entra

c h a pu y s,

arriba.)

O son santos, señor. m a r g a r it a : Oh, padre, el Em bajador Chapuys, que ha venido a veros. m o r o ( levantándose): Excelencia.

c h a pu y s:

chapuys r o p e r ): moro

(form ando grupo con

m a r g a r it a

y

O santos, señor, o santos.

(sonriendo a

roper,

con malicia): Por

supuesto, ¡santos! A ver, Roper, vuelve la cabeza un poco..., sí, me parece que se ve un cierto halo... (Con reproche.) Y sin deci­ ros nada, Will. c h a p u y s : Vamos, vamos, señor, que vos tam­ bién estáis bajo sospecha de santidad. m o r o : E s o ya no me hace tanta gracia, Exce­ lencia. ¿Qué deseáis de mí? (embarazado por su súbita mirada inquisitiva): ¿No puedo venir a presentar

chapuys

mis respetos al Sócrates inglés..., como os llama vuestro angelical amigo Erasmo? m oro (arrugando la nariz): Sí; tengo que pen­ sar pronto algo que llamar yo a Erasmo. (Componiéndose.) ¡Sócrates! No me gusta la cicuta, Excelencia, si es eso lo que bus­ cáis. chapuys

(haciendo una exhibición de horror):

¡No lo permita el cielo! m oro (seco): Amén. (extendiendo las manos): ¿Es que debo venir en busca de algo? (Sonoro.) Des­

chapuys

pués de todo, somos hermanos en Cristo. m o r o : Característica que compartimos con el resto de los mortales. En Londres, señor Em­ bajador, para entrar en contacto con un her­ mano en Cristo no tenéis más que abrir la ventana y vaciar un orinal. No había por qué venir hasta Chelsea. ( c h a p u y s ríe ner­ vioso. Fríamente.) William, el Embajador de España está aquí para tratar de negocios. ¿Te importaría...? ( roper chapuys

y m a r g a r it a inician la salida.) (levantándose, con protestas fingi­

das): ¡Oh, no, protesto! m or o :

Está claro que viene a hablar de nego­

cios. (lo mismo): No, por Dios, ¡protesto! (Pero no es más que un gesto; cuando ro per

chapuys

y m a r g r it a llegan a lo alto de las escaleras les grita): Dominus vobiscum filii mei! r o p e r (pomposo): Et cum spiritu tuo, e x c e llencis! (Salen m a r g a r it a y r o p e r .) chapuys (acercándose a m o r o , misterioso):

¿Por cuánto tiempo aún oiremos la lengua santa en estas tierras? m oro

(en guardia, expresión impenetrable):

No es «santa», Excelencia; antigua, nada más. c h a p u y s : Señor, ¡no puedo creer que os de­ jéis asociar con las recientes acciones del Rey Enrique! Con relación a la Reina Cata­ lina. m o r o : L o s súbditos están asociados a las ac­ ciones de sus Reyes lo quieran o no. c h a p u y s : El Lord Canciller no es un súbdito cualquiera. Le alcanza la responsabilidad (deja que la palabra penetre;

moro

se agita)

de cuanto se hace. m oro

(comenzando a m ostrar su agitación):

¿Habéis considerado que lo que se ha hecho mal se podía haber hecho peor, con un Can­ ciller diferente? (crece su confianza, al ver que des­ pierta el interés de m o r o ): Creedme, Sir To­

chapuys

más, que vuestra influencia ha sido apre­ ciada y sólo ha merecido elogios. Pero... lle­ ga un m om ento..., ¿no es cierto?

Sí. (Agitado.) A veces llega ese mo­ mento. c h a p u y s : Cuando los sufrimientos de una des­ graciada mujer dan paso a un ataque decla­ rado contra la religión de un país entero, ese momento ha sido sobrepasado. A partir de entonces, Sir Tomás, uno no está tan sólo «comprometido». Uno está, en toda verdad, corrompido. m or o (mirándolo): ¿Qué queréis? c h a p u y s : Corre el rumor de que si los Obis­ pos se someten al Rey, vos dimitiréis. moro:

(mirando al suelo y recobrando su com­ postura): Comprendo. (Suave.) Suponed que

m oro

el rumor sea cierto. ¿Lo aprobaríais? c h a p u y s : Con mi mayor aplauso y admiración. m oro (aún mirando al suelo): ¿Por qué? c h a p u y s : Porque demostraría que hay un hombre — hombre al que se conoce como moderado — que se siente incapaz de seguir adelante con tanta perversidad. moro (lo mismo): Hombre que, además, se sa­ be que es el Canciller de Inglaterra. c h a p u y s : Creedme, señor, es una señal que se vería... m oro (lo mismo): ¿Una señal? c h a p u y s : Sí, y que sería comprendida. moro

(lo mismo; ahora claramente untuoso):

¿Por quién? c h a p u y s : ¡Por la mitad de vuestros compa-

triotas! ( m o r o le lanza una mirada penetran­ te.) Sir Tomás, acabo de volver de un viaje por Yorkshire y Northumberland. m oro (suave): ¿Es cierto? c h a p u y s : Allí las cosas son muy distintas. Allí están preparados. m o r o : ¿Para qué? c h a p u y s : ¡Para resistir! (Entra

arriba, excitado.) r o p e r : ¡Sir Tomás! ( m o r o mira enfadado.) Per­ donadme. (Indica hacia afuera.) El Duque de Norfolk, ( m o r o y c h a p u y s se levantan, r o p e r baja excitado.) ¡Todo ha terminado! Se roper

han... (Entra abajo.)

norfolk

arriba,

a l ic ia

y

m a r g a r it a ,

¡Un momento, Roper, yo lo haré! To­ m ás... (Ve a c h a p u y s . ) Ah.

norfolk:

(Se le queda mirando, hostil.)

Estaba a punto de marcharme, Ex­ celencia. Una visita particular. Vine a ver si..., hum, me prestaba un libro el Canciller — pero sin éxito. Así que me marcho. (In­ clinándose.) Señores, señoras. (Sube las es­

ch apuy s:

caleras. Se detiene, sin ser visto, cuando ha­ bla r o p e r .)

¡Sir Tomás...! n o r f o l k : Digo que yo lo haré. Los obispos se han doblegado, Tomás. Van a pagar una mul-

roper:

de cien mil libras, y... hemos roto la co­ nexión con Roma. m oro (sonriendo amargamente): «La conexión con Roma»... ¡Suena bonito! (Amargo.) «La conexion con Roma.» ¿Y hubo alguno que se opusiera? n o r f o l k : El obispo Fisher. m o r o : Todo un hombre, ( n o r f o l k se encoge de La

hombros.) r o p e r (mirando a

m o r o ):

¿Y esto, señor Du­

que, es un hecho cierto? NORFOLK: Sí. ( m or o lleva la mano a su collar. En este momento sale c h a p u y s y se vuelven todos.) Gracioso verle aquí, ¿verdad?

Involuntariamente. El no pretendía ser gracioso. (Intenta quitarse la cadena.) Ayú­ dame. n o r f o l k : Yo no. m oro:

ro per

(paso adelante. Luego, más comedido):

¿Os ayudo? m o r o : Tú no, gracias. ¿Alicia? a l i c ia : ¡Por el fuego del infierno! ¡Por el cuer­ po y la sangre de Dios! ¡Y te tienen por sa­ bio! ¿Es esto sabiduría? Desperdiciar tus talentos, cortar tu carrera, olvidarte de tu posición y de los deberes con tu familia para conducirte como un muñeco m oro (escucha gravemente; luego): Margarita, ¿me ayudas? m a r g a r it a : Si tú quieres...

moro:

Así

m e g u sta .

(Le quita el collar del

cuello.)

¿Y bien, Tomás, por qué? Explícame por qué..., porque desde mi punto de vista esto parece cobardía. m o r o (excitado y enfadado): Muy bien, te lo explicaré. ¡Esto no es la Reforma; esto es guerra a la Iglesia!... (Indignado.) Nuestro Rey, Norfolk, ha declarado la guerra al Papa porque el Papa no quiere declarar que la Rei­ na no es su m ujer. NORFOLK: ¿Y lo e s ? m o r o (astuto): Esa pregunta la contestaré tan sólo a un hombre, al Rey, y además en pri­ vado. n o r f o l k (despreciativo): Sí que eres cauto... m o r o : Desde luego. La osadía se la dejo a tus halcones. no rfolk (se separa, anda, se vuelve): Muy bien, ¡estamos en guerra con el Papa! ¿El Papa es un Príncipe, no es así? m o r o : Sí. n o r f o l k : Y un mal Príncipe. m o r o : Bastante malo. Pero además es el vica­ rio de Dios, el sucesor de San Pedro, nuestro único lazo con Cristo. n o r f o l k (despreciativo): Un lazo muy tenue. m o r o : A pesar de eso. n o r f o l k (a los o tr o s ): ¿Es esto razonable? (Na­ die responde, sino que miran a m o r o .) ¿Sanorfolk:

orificar cuanto tienes, incluso el respeto de tu patria, por una teoría? m or o (con ardor): La sucesión apostólica del Papa es... (Se detiene, interesado.) Sí, es una teoría... No se ve, no se palpa; es una teo­ ría. (A n o r f o l k , rápido pero en calma.) Lo que me importa no es que sea verdad, sino que yo creo que es verdad; mejor aún, no que yo crea que sea verdad, sino que soy yo el que cree que es verdad. Confío en que está oscuro, ¿no? n o r f o l k : Totalmente. m o r o : Perfecto. Oscuridad es lo que necesito ahora. n o r f o l k : Tú no estás bueno. Esto no es Espa­ ña, ¿sabes? (lo mira, llevándolo a un lado, en voz baja): ¿Me das tu palabra de que lo que di­

m oro

gamos aquí se quedará entre nostoros y no saldrá de estas paredes? n o r f o l k (impaciente): Te la doy. m oro (casi murmurando): ¿Y si el Rey te orde­ nara que repitieras lo que yo te he dicho? n o r f o l k : Te he dado mi palabra y la respetaré. m o r o : ¿Y qué pasa entonces con tu juramento de obediencia al Rey? n o r f o l k (indignado): ¡Eso es tenderme una trampa! moro (ahora en completa calma): Sólo para

que te des cuenta de los tiempos que vivi­ mos. n o r f o l k : ¿Por qué me insultas con tretas de abogado? m o r o : Porque tengo miedo. n o r f o l k : A eso puedo responderte. El Rey acep­ ta tu dimisión muy a su pesar. Pero porque conoce tu honradez y tu pasada lealtad, él cuidará de tu honor y de tu vida, como tu señor que es. Nada tienes que temer. m oro (sin ninguna emoción): Transmítele mi gratitud más humilde. n o r f o l k : Así lo haré. Adiós, Alicia (Yéndose.) Prefiero tratar contigo que con tu marido. (completo cambio de tono; profesional, animado): Ah, Norfolk. (Yendo hacia él.) El

m oro

señor Chapuys me dice que acaba de hacer un «viaje» por el Norte, y cree que tendre­ mos disturbios allí. Yo también lo creo. n o r f o l k (sin alterarse): ¿Sí? ¿Qué clase de dis­ turbios? m o r o : La Iglesia — la antigua, no la nueva — es muy fuerte en el Norte. Cuidado con la frontera de Escocia este próximo año. Acuér­ date de su vieja alianza con Francia. n o r f o l k (le mira): Por supuesto. Ya lo hace­ mos... Y sobre el Embajador, Tomás, quizá te tranquilice saber que uno de los agentes del Secretario Cromwell ha hecho el viaje con él.

Ah. (Celoso.) Si el Secretario Cromwell se ocupa personalmente... n o r f o l k . Así es. Gracias de todos modos por la información. (Yéndose.) Celebro que te que­ de un rastro de ... patriotismo. m oro (enfadado): ¡Norfolk, qué comentario tan estúpido! moro:

(Sale

NORFOLK.)

Y así acabó Tomás Moro. ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Sentarte junto al fuego y mi­ rar a las musarañas? m o r o : N o , no, claro que no, Alicia. Ahora po­ dré escribir. (Intenta convencerlos, pero hay tristeza en su optimismo.) Podré escribir, podré leer, podré pensar. Quizá me dedique a la pesca. Y jugaré con mis nietos, cuando Roper haya cumplido con su deber. (Con seriedad.) ¿Quieres que te enseñe a leer, Alicia? a l i c ia : ¡Qué disparate! m o r o : Roper, hijo, ¿tú por lo menos estás con­ tento? r o p e r (yendo hacia él conmovido): Señor, el vuestro ha sido un noble gesto. moro (sin expresión): ¿Un gesto? (Seriamen­ te.) No era posible seguir, William. Yo no podía seguir. Hubiera seguido, de poder ha cerlo. Pero no se trata de ningún gesto...

a l ic ia :

(Aprensivo, mira hacia donde n o r fo lk sa­ lió.) Por Dios, espero que comprendan que

no he hecho ningún gesto. (Se vuelve hacia ellos.) Alicia, no pensarás que te iba a hacer una cosa así por un gesto. ¡Esto es un gesto! (Con el dedo pulgar en la nariz.) ¡Esto es un gesto! (Agita dos dedos en el aire.) Yo no soy un payaso para andar haciendo gestos. ¡Yo soy un hombre práctico! r o p e r : L o que habéis hecho, señor, no es prác­ tico. (Resonante.) ¡Es moral! m o r o : Oh, ahora te entiendo, Will. Para ti la moralidad no es nunca práctica. La morali­ dad es un gesto, un gesto complicado que se aprende en los libros, ¿eh? ¿Eso es lo que tú dices, verdad, Alicia? ¿Y tú, Margarita? m a r g a r it a : A s í es, padre, para nosotros... m o r o : No, por favor, no me saques a relucir tu humildad... Ah, eres cruel. Tengo una fami­ lia cruel. a l i c ia : Sí; puedes llamarnos lo que quieras. Conozco el sistema. Pero yo sé quién es más cruel en esta casa. m a r g a r it a : No, madre... a l i c ia : Calla, tú te tirarías de un balcón si tu padre lo propusiera. (A r o p e r .) ¡Y tú le lle­ varás con tus teorías hasta la Torre! Hasta verle con la cabeza en el tajo. (A m o r o .) Po­ bre infeliz, ¿tú crees que te van a dejar aquí pescando? m oro (se dirige a ella): Si callamos, s í. Escu­ cha, que este punto me interesa. Yo no he he-

cho ninguna declaración. He dimitido, y eso es todo. Sobre la Supremacía del Rey, sobre el divorcio que ahora va a concederse a sí mismo, sobre la boda que después contraerá, ¿me has oído declarar algo? a l i c ia : No, y si voy a perder mi rango y a me­ terme en la cocina, me gustaría por lo menos saber la razón; de modo que declara. moro:

No.

( a l ic ia

muestra su indignación.)

Alicia, es una cuestión jurídica. Admite lo que te digo, que según la ley no me puede pasar nada mientras guarde silencio, pero mi silencio debe ser absoluto, hasta con vos­ otros. a l i c i a : O sea, que no te fías de nosotros. m oro (impaciente): Escucha. (Va hacia ella.) Piensa que soy el Justicia Mayor del Reino, o Cromwell, o el Carcelero Mayor del Rey, y vengo a ti y tomo tu mano (la toma) y la coloco sobre la Biblia, o sobre el santo crucifijo (pone la mano de ella sobre su puño cerrado) y digo: «Mujer, ¿ha declara­ do algo tu marido sobre esta cuestión?» Y tú, pensando en la salvación de tu alma, eh, ¿qué puedes responder? a l i c i a : Que no. m o r o : Pues así debe seguir. (Mira a sus ros­ tros graves.) Oh, no es más que un salvavi­ das, no habrá que usarlo, pero siempre es bueno tenerlo. No, no, cuando vean que es­

toy callado, lo único que querrán es que siga callado. Ya veréis. (Entra

m a yo rd o m o .)

Señor, el servicio está en la coci­ na, y quieren saber lo que ha sucedido. m o r o : Oh, sí. Tenemos que hablarles. Alicia, querida, tendrán que marcharse casi todos. (Al m a yo r d o m o .) Pero antes les buscaremos colocación. a l i c i a : ¡No podemos buscar colocación para todos! m o r o : Sí, s í podemos, ya verás. Diles que s í. a l i c ia : Por el amor de Cristo... ¡Qué pronto pueden cambiar las cosas! mayordom o:

(Salen

a l ic ia , m a rg a r ita

y

r o p e r .)

¿Y tú qué, Mateo? Tengo que reducir mi casa, y mucho me temo que tu sueldo. ¿Te piensas quedar? m a y o r d o m o : N o creo que pueda, señor. m o r o : ¿Por qué? Tú eres soltero. m ayo rdom o (confuso): Sí, señor, pero... Por eso mismo... moro (rápido): Claro, claro, no tienes por qué... Te echaré de menos, Mateo. m oro:

m ayo rdom o

(bromeando, de hombre a hom­

bre): Mo-o-o. Pero si nunca os habéis fija­

do en mí, señor. Veíais a través de mí. Como si no estuviera en el cuarto. (Casi guiña un ojo.)

m o ro

(insiste suavemente): Te echaré de me­

nos. (Sale moro , m ayordom o se quita el sombre­ ro y lo lira contra el suelo.) m ayo rdom o : ¡Condenado! ¡Así son todos! (Re­ flexivo, con la vista en el suelo.) Echarme...

El... A mí... De menos... ¿Qué tengo yo para echarme de menos? (Grita de pronto como uno que ve el peligro a sus pies.) Uuuh, aaah. (Ríe entre dientes.) Uuu... (Al públi­ co.) Casi me lo creo. (Va a otro lugar.) «Ma­ teo, ¿estás de acuerdo en que te baje el suel­ do?» «No, señor, no estoy de acuerdo.» Eso es todo, y (fiero) se acabó. (Pensativo de nuevo. Como resentido.) Muy bien, mi amo ha tenido mala suerte. Lo siento mucho. Sí, no me importa decirlo: lo siento mucho. Y si me sobrara la buena suerte le daría par­ te de ella. Ojalá que todos tuviéramos siem­ pre buena suerte. Ojalá tuviera yo alas, y ojalá que el agua fuera vino. ¡Pero no lo es! Y ya que tenemos que arrastrar los pies, y no volar, y que el agua es agua, y la buena suerte escasea... que no me compliquen la vida echando de menos lo que no tengo. (Se quita el traje de m a y o r d o m o , recoge su som­ brero, echa la cortina de la alcoba. Ríe para sí.) Por poco. Casi me lo creo. (Sale v u l g o . Entran en la alcoba n o r fo l k y c r o m w e l l .)

Pero no hace ruido, Secretario. Si está callado, ¿por qué no dejarle en paz? c r o m w e l l (paciente): Vos, duque, no sois hom­ bre de letras, y quizá no os deis cuenta del alcance de su reputación. Este «silencio» de Moro está resonando por toda Europa. Re­ sumiendo, pues: decís que os contó la con­ versación con el Embajador, y su viaje por el Norte, y que os avisó de una posible rebe­ lión allí. n o r f o l k : Así es. c r o m w e l l : Podemos, pues, decir que se mostró hostil a las esperanzas de España... n o r f o l k : ¡Por ahí he empezado! c r o m w e l l (paciente): Un poco de paciencia, señor duque. Ahora bien, si se opone a Es­ paña, es que está a nuestro lado. ¿Es mi de­ ducción correcta? (Sarcástico.) ¿O veis vos una tercera alternativa? n o r f o l k : Claro que no. Esos son los dos cam­ pos. Y yo puedo decir que Tomás Moro... c r o m w e l l : Qué Tomás Moro está en el campo que debe. n o r f o l k : ¡Sí! Podrá ser testarudo, pero no traidor. c r o m w e l l ( extendiendo sus manos): Y con una pequeña presión, puede conseguirse que lo diga. Eso es cuanto necesitamos, una breve declaración de lealtad a la presente adminis­ tración. no rfolk:

Para mí sería mejor dejar dormir al

norfolk:

preso. crom w ell

(con aplomo): El Rey no es de la

misma opinión. norfolk

(lo mira, se agita, luego se contiene):

¿Y qué clase de «presión» creéis que se le puede aplicar? c r o m w e l l : Tengo pruebas de que Moro, mien­ tras estuvo en la judicatura, aceptaba re­ galos. n o r f o l k (incrédulo): ¡Qué! ¡Por Dios vivo, si ha sido el único juez desde Catón que no se ha dejado sobornar! ¿Cuándo ha habido un Canciller que haya salido del cargo, después de tres años, tan sólo con cien libras y su ca­ dena de oro? c r o m w e l l (toca la campanilla, llamando): ¡Ri­ chard!... Puede que el soborno sea, como vos decís, una costumbre general, pero es un delito, aunque sea costumbre, y basta para mandar a un hombre a la Torre. n o r f o l k (despreciativo): No me lo creo. (Entra

y una m u j e r , r i c h indica a la m u j e r que se detenga, y él se acerca a la mesa, donde c r o m w e l l le señala un asiento. Ahora tiene aire de importancia.) r ic h

Conocéis al señor duque, ¿no? r ic h (respetuosa afabilidad): Sí, por cierto, somos viejos amigos.

crom w ell:

n o r fo l k

(con desdén salvaje): ¿Os ocupabais

de mis libros, o algo así, no? crom w ell

(chasqueando los dedos a la

m u j e r ):

Ven aquí. Esta mujer se llama Catalina Anger, y es de Lincoln. Llevó un asunto al Tri­ bunal de Causas pobres en... (Consulta pa­ peles.)

Un pleito de dominio fue. c r o m w e l l : Silencio. Un pleito de dominio en el Tribunal de Causas pobres en abril de 1526. m u j e r : ¡Y obtuve una sentencia torcida y mali­ ciosa! c h o m w e l l : Y obtuvo una sentencia correcta e impecable de nuestro amigo Tomás Moro. m u j e r : No, señor, no fue así. c r o m w e l l : Ahora no nos importa la sentencia sino el regalo que hiciste al juez. Cuéntalo a este caballero. La sentencia en sí fue co­ rrecta. m u j e r : ¡No, señor! ( c r o m w e l l la mira; ella se dirige a n o r f o l k , a toda prisa.) Le envié una copa, señor, una copa de plata italiana que compré en Lincoln y me costó cien che­ lines. n o r f o l k : ¿Y sir Tomás Moro aceptó la copa? m u j e r : Yo se la envié. c r o m w e l l : La aceptó; lo podemos probar. Pue­ des irte. (Ella abre la boca.) ¡Vete! (Sale la m u je r :

m u jer .)

no r fo lk

(despreciativo): ¿Y éste es vuestro

testigo? por extraña coincidencia esa copa vino a parar a las manos del Maestro Rich, aquí presente. n o r f o l k : ¿Cómo? r i c h : El me la dio. n o r f o l k (brutal): ¿Podéis probar eso? c r o m w e l l : Fuera hay una persona que puede. el antiguo mayordomo de Moro. ¿Lo llamo? No r f o l k : No os molestéis, ya lo conozco. ¿Y cuándo os dio Tomás esa copa? r i c h : No me acuerdo exactamente. No r f o l k : Está bien, haced memoria. ¡Esperad! Fue aquella noche, en primavera, cuando es­ tuvimos los dos juntos en su casa. Llevabais una copa al salir, ¿era ésa? crom w ell:

N o;

mira a c r o m w e l l en busca de orien­ tación, pero no recibe ninguna.) (r ic h

r ic h

: E s p o s ib le .

¿Os regalaba copas a menudo? r i c h : N o creo, señor duque. n o r f o l k : Entonces era ésa. (Recuerda de nue­ vo.) Y era en abril, en abril del año 26. El mismo mes que esa bruja llevó el asunto a su Tribunal. (Triunfante.) En otras palabras, que en cuanto se dio cuenta de que era un soborno, se deshizo de ella. c r o m w e l l (asintiendo, judicialmente): Admito

No r f o l k :

que los hechos pueden interpretarse en esa forma. n o r f o l k : Secretario, este hueso no lo podéis roer. c r o m w e l l : Tan sólo quería probar mis dien­ tes, duque. Ya encontraremos algo mejor. n o r f o l k (entre amenaza y petición): Escuchad­ me, Cromwell, yo no quiero mezclarme en este asunto. c r o m w e l l : N o tenéis opción. n o r f o l k : ¿Qué es lo que decís? c r o m w e l l : El Rey quiere especialmente que actuéis en él. n o r f o l k (cortado el aliento): A mí no me ha dicho tal cosa. c r o m w e l l (cortés): ¿De verás? A mí sí. n o r f o l k : Pero, ¿por qué? c r o m w e l l : Pensamos que ya que se os conoce como antiguo amigo de Moro, vuestra pre­ sencia probará que no se trata de una perse­ cución, sino tan sólo del estricto cumpli­ miento de la ley. Como de hecho acabáis de demostrar. Transmitiré al Rey vuestra leal­ tad con vuestro amigo. También le diré, si os place, que «no queréis parte en este asunto». norfolk (furioso): ¿Es eso una amenaza, Cromwell? c r o m w e l l : Mi querido Norfolk... Este es un país libre...

lo mira, se vuelve bruscamente y sale, c r o m w e l l dirige a r i c h una mirada glacial.) ( n o r fo l k

siento, Secretario, se me olvidó que el duque estaba allí aquella noche.

r ic h

: Lo

(lo estudia sin pasión, luego dice): Esas cosas hay que recordarlas. (Apartando la cuestión con un gesto, volviéndose a mirar por donde se fue n o r f o l k .) El duque no es

crom w ell

tan tonto como parece. (con sonrisa afectada de funcionario):

r ic h

Eso sería imposible, Secretario. (ordenando papeles, con anima­

crom w ell

ción): Moro va a ser un pez difícil, Richard;

necesitamos una red de malla más fina. r i c h : ¿Sí, Secretario? c r o m w e l l : ¿Le tejeremos una los dos, eh, no es cierto? r i c h ( incierto): Mi único deseo es hacer las co­ sas bien. c r o m w e l l (sonriéndole): Ya lo sé, Richard. (Con expresión decidida.) Tienes toda la ra­ zón, hay que proceder conforme a la ley. Es cuestión de encontrar la ley adecuada. O de hacer una. Tráeme mis papeles, por favor. (Sale

crom w ell.

m ayordom o:

Entra

m ayo rdom o .)

¿Puedo hablaros un momento, se­

ñor? te necesitamos ya, Mateo. m a y o r d o m o : N o , señor, pero es sobre...

r ic h

: No

Oh, sí... Cierto que empieza a hacerme falta un mayordomo, mi casa va aumentan­ do... (Incisivo.) Pero ahora que recuerdo, Mateo, tu actitud conmigo ha sido a veces algo ¡irrespetuosa! (La última palabra le

ric h :

sale en tono chillón.) m a y o r d o m o (con humilde dignidad): Oh, señor,

perdonad que os contradiga, eso habrá sido en vuestra imaginación. En aquellos tiempos, señor, aún teníais que abriros camino, y un caballero en esas circunstancias a veces se imagina cosas así. Pero cuando ha llegado al lugar que le corresponde, señor, ya no se acuerda más de ello. (Como el que da una prueba tangible.) ¿No es cierto, señor, que ahora no encontráis ya a la gente «irrespe­ tuosa»? r i c h : Algo de razón tienes. Tráeme mis pape­ les. (Saliendo, se vuelve a la salida y escruta la cara del m a y o r d o m o , en busca de signos de desvergüenza.) ¡Y no permito ni una

sombra de insolencia! (la idea misma le horroriza): Natu­ ralmente, señor. (Sale r i c h . ) Con éste me

m a y o rd o m o

las compongo bien. Está hecho a mi medida. (Cambia la luz; la escena aparece pobre y fría.) Sir Tomás Moro, un escalón más abajo (Sale v u lg o . Entran, por un lado, c h a p u y s y su s e c r e t a r i o , con capas. Por arriba, a l i -

con un delantal grande y tosco sobre su vestido.)

c ía ,

Mi marido bajará en seguida, Exce­ lencia. c h a p u y s : Gracias, señora. a l i c ia : Y yo os ruego que os marchéis antes de que baje. c h a p u y s (paciente): Señora, tengo que cum­ plir un mandato de mi Señor. a l i c ia : Ya me lo habéis dicho. a l ic ia :

(Sale

a l ic ia .)

Para barbarie pura no hay como una honrada de cierta clase... (Se envuelve

ch apuy s:

en su capa.)

Hace frío, Embajador. Y o recuerdo esta casa más acoge­

se c r e t a r io : c h a pu y s:

dora. s e c r e t a r io

(mirando alrededor): «Mal haya

quien cae en la desgracia del Príncipe...» c h a p u y s : Un Príncipe hereje. (Mirando alre­ dedor.) Moro es un hombre de bien. s e c r e t a r io : Sí, Embajador, yo lo aprecio mu­ cho. c h a p u y s : Cuidado, cuidado. s e c r e t a r io : E s difícil tratar con él, ¿no? c h a p u y s : La bondad tiene también sus dificul­ tades. Ahora escucha y aprende. s e c r e t a r io : ¿Embajador? c h a p u y s : ¿Qué? s e c r e t a r io : ¿Está realmente con nosotros?

chapuys

(irascible): Está contra Cromwell.

Eso lo ha probado, ¿no? se c r e t a r io : Sí, Embajador, pero... c h a p u y s : Si está contra Cromwell está con nosotros. No hay otra alternativa. s e c r e t a r io : Supongo que no, Embajador. (Entra m oro . Su traje está a juego con el cuarto, y se mueve con mayor pausa que antes.) m oro (bajando): ¿Es ésta otra visita «perso­

nal», Chapuys, o es oficial? c h a p u y s : Las dos cosas, sir Tomás. m o r o : Entonces es oficial (llegando al pie de las escaleras.) c h a pu y s:

N o , os

traigo una carta personal.

¿De quién? c h a p u y s : Del Emperador Carlos, ( m oro lleva sus manos a la espalda.) ¿No la aceptaréis? m o r o : No le pondré un dedo encima. c h a p u y s : No es un asunto de Estado. Expresa la admiración de mi Señor por la actitud que tanto vos como el Obispo Fisher habéis adoptado en el llamado divorcio de la Reina Catalina. m or o : ¡Yo no he adoptado actitud ninguna! c h a p u y s : Pero vuestras opiniones, sir Tomás, son bien conocidas... m or o : Mis opiniones son algo que los demás tratan de adivinar. (Irritado.) Y en cuanto a la carta, ¿os comprometeríais a convenm oro:

cer (adusto) al Rey Enrique de que «no es un asunto de Estado»? c h a p u y s : Mi querido sir Tomás, he tomado precauciones. He venido aquí totalmente de incógnito. (Ríe para sí, satisfecho.) Casi di­ ría disfrazado. m o r o : No me entendéis, señor. No se trata de vuestras precauciones, sino de mi deber, que sería llevar esta carta inmediatamente al Rey. chapuys (completamente confundido): Pero sir Tomás, vuestras opiniones... m o r o : Según vos son bien conocidas. Parece que mi lealtad no lo es tanto. (Entra m a rg ar ita con un gran brazado de helechos.) m a r g a r it a : ¡Mira, padre! (Lo tira al suelo.)

William trae más. m o r o : Magnífico. (Sin bromear; tienen frío y su interés por la leña es serio.) ¿Está seco? (Lo toca, como un experto.) Sí, bien seco. (Ve a c h a p u y s que los mira; se ríe.) Son helechos, Embajador. Para el fuego. (Entra a l i c ia .) Alicia, mira (señalando la leña.) a l ic ia ( mirando a c h a p u y s ): Sí. m oro (cruza hacia c h a p u y s ): Con permiso. (Coge la carta y la lleva a

a l ic ia

y

m argari ­

Es una carta del Emperador don Carlos. Quiero que veáis que no ha sido abierta. No he querido aceptarla, ¿veis? los sellos están intactos. (Vuelve a c h a p u y s .) Me gustaría

t a .)

poder deciros que os quedarais, Embajador El fuego de helechos es un lujo. c h a p u y s (con sonrisa helada): Un lujo que no puedo permitirme. (Aparte a su s e c r e t a r io .) Vamos. (Cruza hacia la salida, se detiene.) Estoy seguro que mi señor os seguirá profe sando su admiración. (Se inclina.) m o r o : Mucho me complace. (Se inclina, reve­ rencia de las mujeres.) c h a p u y s (aparte al se c r e t a r io ): ¡Este hombre

es un viejo zorro! (Salen c h a p u y s y s e c r e t a r io .) a l ic ia (después de un silencio, dando una pa­ tada a los helechos): ¡Un lujo! (Se sienta cansada sobre el brazado.) m o r o : E s un lujo mientras dura... (Ella no contesta, ni le mira, sumida en su fatiga. Después de un momento de duda, él se deci­ de a hablar.) Alicia, ese dinero de los obis­

pos, ¡Dios sabe cuánto querría aceptarlo! Pero no puedo. (como una que ya no espera nada):

a l ic ia

Ya

me lo figuraba. m oro

(con reproche): Alicia, tengo mis razo­

nes. ¿Y sería un exceso de confianza el que nos dijeras por qué en medio de esta po­ breza no puedes aceptar cuatro mil libras? m oro (suave, pero firme): Alicia, esto no es po­ breza.

a l i c ia :

¿Sabes lo que tenemos para comer esta noche? moro (intentando sonreír): Sí, nabos. a l ic ia : ¡Nabos! (Mirándolo fijamente.) ¡Como una duquesa! moro (intentando convencerla): ¡Pero por lo menos, aunque fuéramos mendigos, siempre nos queda el estar juntos, y alegres! a l ic ia (amargamente): ¿Alegres? m oro (serio): Alegres digo. a l ic ia :

(pasando el brazo por la cintura de su madre): ¿Por qué no tomas ese dinero? m o r o : ¿Pero no veis? (Se sienta junto a ellas.)

m a rg ar ita

Si la Iglesia me paga por mis escritos... a l i c ia : ¡Esto no tiene nada que ver con tus escritos! Es caridad pura y simple. Ha con­ tribuido todo el clero, lo mismo el alto que el bajo. m o r o : Parecería que me pagan. a l i c ia : ¡Tú no eres hombre que te guíes por las apariencias! moro (ferviente): Oh, es que no soy yo... (Se calma.) Si el Rey sigue adelante en este asun­ to, contra la Iglesia o contra mí, será muy mala cosa que yo aparezca como a sueldo de la Iglesia. a l ic ia (incisiva): ¿Mala cosa? m o r o : Peligrosa, si prefieres. (Se levanta.) a l i c ia : Pero tú no escribes contra el Rey.

Pero escribo, y eso y a es bastante en estos tiempos. a l i c ia : Tú dijiste que no había peligro. m o r o : Y no creo que lo haya. ¡Pero no quiero crearlo! moro:

(Entra r o p e r , con una hoz en la mano.) r o p e r (tranquilo): Ha venido un mensajero de

Palacio. Debéis presentaros al Secretario Cromwell, a responder de ciertos cargos. ( a l ic ia

y

m arg ar ita ,

asombradas, se vuelven

hacia m oro .) m oro (después de un silencio, frotándose la na­ riz): Muy bien. Esto ya lo esperaba. (No suena muy convincente.) ¿Cuándo? r o p e r : Ahora, ( a l ic ia da señales de desespera ción.)

Esto no quiere decir nada, Alicia, es su modo de operar... Bueno, supongo que «aho­ ra» quiere decir... ahora.

moro:

(La luz comienza a cambiar, dejando a los otros en la oscuridad, y a m oro aislado en la luz, desde la que les contesta.)

¿Puedo ir contigo? m o r o : No. Estaré de vuelta a cenar. Y convida­ ré también a Cromwell. No será mal castigo. m a r g a r it a : Oh, padre, deja el ingenio. m o r o : ¿Por qué? De ser ingenioso se trata ahora. r o p e r (con voz calmada): Cuando más confia­ m a r g a r it a :

da estaba la ciudad, el diablo la tomó por sorpresa. m o r o : Cromwell no es el diablo, hijo mío, es un abogado. ¡Y mi defensa no tiene un res­ quicio! a l i c ia : Dicen que es un abogado muy fino... m o r o : Puf, es un practicón... Y ese es el único parecido que tiene con el diablo, Roper, un practicón... (Salen a l i c ia , m a r g a r it a y r o p e r en la os­ curidad. Se hace la luz . Entra c r o m w e l l , con apresuramiento, llevando una carpeta con papeles.)

Mucho siento el haceros venir con tanta urgencia, sir Tomás; muy amable de vuestra parte. (Corre la cortina de la alcoba,

crom w ell:

descubriendo a r i c h sentado a la mesa, con encargo de escribir.) Tomad asiento, por fa­

vor. ¿Creo que conocéis al maestro Rich? m o r o : Claro que sí, somos viejos amigos. Bo­ nito traje. c r o m w e l l : El maestro Rich tomará notas de nuestra conversación. m o r o : Gracias por advertírmelo, Secretario. c r o m w e l l (risa de entendido. Luego): Creed­ me, sir Tomás... no, quizá sea demasiado..., pero dejadme deciros de todas formas que no tenéis admirador más sincero que yo. ( r i c h comienza a hacer garabatos.) Todavía

no, Rich, todavía no. ( Con ello invita a a burlarse los dos de

r ic h

moro

.)

¿Puedo oír los cargos? c r o m w e l l : ¿Cargos? m o ro : Tengo entendido que se me hacen cier­ tos cargos... c r o m w e l l : No... Tan sólo se trata de aclarar ciertas ambigüedades en vuestra conducta. m o ro : Toma nota, Rich. No hay cargos. c r o m w e l l (riendo y moviendo la cabeza): Sir Tomás, sir Tomás... Me asombra el que vos, en cierta época tan eficaz en el mundo, y aho­ ra tan retirado de él, os encontréis en opo­ sición a la marcha de los tiempos ? ( Termina m oro:

en una nota de interrogación.) m o r o (asintiendo): A mí también me asombra. c r o m w e l l (toma un papel y lo suelta. Triste­ mente): El Rey está descontento de vos. m o ro :

E so me apena.

Y, sin embargo, si os esforzaráis por aceptar lo que han proclamado en este Reino las Universidades, los Obispos y el Parlamento, no habría honor que el Rey no os otorgara... moro (de piedra): La generosidad de Su Alteza es bien conocida. c r o m w e l l (frío): Muy bien. (Consulta un pa­ pel.) ¿Habéis oído hablar de la llamada «Doncella de Kent», que fue ejecutada por profetizar contra el Rey?

crom w ell:

Sí, conocí a esa pobre mujer. c r o m w e l l (rápido): O sea que la compadecéis? m or o : Era ignorante y estaba mal orientada, y hasta creo que loca. Ya pagó su locura. Cla­ ro que la compadezco. c r o m w e l l (gruñe): Luego admitís conocerla. ¿Cómo es que nunca avisastéis al Rey de su traición? m o r o : Nada de lo que me dijo constituía trai­ ción. Nunca hablamos de política. c r o m w e l l : Mi querido Moro, ¡esa mujer era famosa! ¿Esperáis que me crea lo que decís? m o r o : Tengo testigos, por fortuna. c r o m w e l l : ¿ E s cierto que le escribisteis una carta? m o r o : Sí, le escribí aconsejándole que no se mezclara en los negocios de Estado. Tengo copia de la carta... certificada también por testigos. c r o m w e l l : Cauto sois. m o r o : Me gusta tener mis asuntos en orden. c r o m w e l l : Sir Tomás, hay un cargo más se­ rio... m o r o : ¿Cargo? c r o m w e l l : No encuentro mejor palabra. En mayo de 1526, el Rey publicó un libro (se per­ mite una pequeña sonrisa), una obra teoló­ gica. Se llamaba «La defensa de los Siete Sacramentos». m o r o : Sí. (Amargamente.) Por lo cual Su San­ m or o :

tidad el Papa le dio el título de Defensor de la Fe. c r o m w e l l : El Obispo de Roma. ¿O es que in­ sistís en llamarle «el Papa»? m o r o : Obispo de Roma, si queréis. El nombre no altera su autoridad. c r o m w e l l : Muchas gracias, porque habéis da­ do en el fondo de la cuestión. ¿Cuál es su autoridad? En otras partes de Europa, fuera de Roma (acercándose); por ejemplo, sobre la Iglesia de Inglaterra... ¿Cuál es exacta­ mente su autoridad? m o r o : L o encontraréis muy bien explicado en el libro del Rey, Secretario. c r o m w e l l : Decid en el libro publicado bajo el nombre del Rey. Vos escribistéis ese libro. m o r o : Yo no escribí ese libro. c r o m w e l l : N o quiero decir de vuestro puño y letra. m o r o : Y o me limité a contestar lo mejor que supe un cuestionario de Derecho Canónico que Su Majestad me sometió. Como era mi obligación. c r o m w e l l : ¿Es que negáis haber sido el insti­ gador? m o r o : Desde el principio hasta el final fue obra del Rey. Estas son tonterías, Maestro Crom­ well. c r o m w e l l : No pensaría yo así si estuviera en vuestro lugar.

Tan sólo dos personas conocen la ver­ dad de este asunto, el Rey y yo. No sé lo que habrá podido deciros, pero me consta que el Rey no prestará testimonio que apoye vuestra acusación. c r o m w e l l : ¿Por qué no? m o r o : Porque los testigos declaran bajo jura­ mento, Maestro Cromwell, y el Rey no jura en falso. Si no sabéis eso, no le conocéis to­ davía. ( c r o m w e l l le mira torvamente.) c r o m w e l l (se separa, en tono oficial): Tomás Moro, ¿tenéis algo que decir sobre el matri­ monio del Rey con la Reina Ana? m o r o (muy quieto): Tengo entendido que so­ bre este asunto no se me había de preguntar. c r o m w e l l : Pues habéis entendido mal. Estas acusaciones... moro:

m oro

(su indignación a punto de explotar):

¡Pueden asustar a un niño, Secretario, pero no a mí! c r o m w e l l : Sabed entonces que el Rey me or­ dena acusaros en su nombre de la mayor in­ gratitud. ¡Y deciros que nunca hubo ni habrá servidor más infiel ni súbdito más traidor que vos! m o r o : Por fin se me pone en este extremo. CROMW'ELL: V o s mismo os habéis puesto donde estáis. m o r o : E s cierto. Pero en otro sentido, alguien me ha traído.

crom w ell

( indiferente): Sí, sí. (En tono ofi­

cial.) Podéis marcharos a casa. Por ahora. (Sale m oro .) Me gusta menos que antes este

hombre. Siembra vientos, pero no quiere afrontar las tempestades. (La escena comienza a cambiar, aparecen reflejos de agua en el telón de fondo.) r i c h (burlón, pero con cautela): ¿Aún pensáis

que podéis asustarlo? c r o m w e l l : No; está empleando mal su inteli­ gencia. r i c h : ¿Qué vais a hacer ahora? c r o m w e l l (como a un niño importuno): Por favor, Rich... Se hará lo que haga falta. El Rey es hombre de conciencia y quiere que Tomás Moro bendiga su matrimonio o que Tomás Moro perezca. Cualquiera de las dos cosas es una solución. r ic h (tembloroso): Mala alternativa, Secre­ tario. c r o m w e l l : ¿ L o creéis así? Es porque vos no tenéis conciencia. Cuando el Rey destruye a una persona, eso le prueba que la persona era mala, la clase de persona que en con­ ciencia tenía la obligación de destruir. Y si una persona es mala, ¿de qué sirve? r i c h (sometido): Comprendo. c r o m w e l l : N o hay otro camino, Rich. La con­

ciencia del Rey está hambrienta, y nosotros somos los encargados de alimentarla. (Salen c r o m w e l l y r i c h . Entra moro .) moro (llamando): ¡Barquero, barquero! (Para sí.) Vamos, después de todo no es para tan­ to... (Llama.) ¡Barquero! (Entra n o r f o l k , se detiene.) (Complacido.) ¡Norfolk!... No pue­

do llegar a casa. No hay barquero que acuda. n o r f o l k : ¡Te extraña! m o r o : ¿Tan mal está el asunto, Norfolk? n o r f o l k : Peor aún. m oro (grave): Gracias entonces, por dejarte ver conmigo. n o r f o l k (mirando hacia atrás): Te he seguido. m oro (sorprendido): ¿A ti también te siguen? n o r f o l k : Probablemente. (Frente a frente.) De modo que escucha lo que tengo que decirte. Te estás comportando como un loco. Lo que haces no es de caballeros... si eso para ti no quiere decir nada, ¡piensa al menos en tus amigos! m o r o : ¿Qué les pasa a mis amigos? n o r f o l k : Que están en peligro por conocerte. m o r o : Entonces que no me conozcan. n o r f o l k : Y algo más aún... Te habrás dado cuenta que con relación a ti... hay toda una política, ( moro asiente.) El Rey quiere que yo intervenga. m o r o : Muy hábil. Eso es cosa de Cromwell. Te veo cogido entre dos fuegos.

¡Así e s! m o r o : Norfolk, tienes que dejar de conocerme. n o r f o l k : ¡Ojalá fuera posible! Pero te conozco. m o r o : Quiero decir como amigo. n o r f o l k : ¡Y soy tu amigo! m o r o : N o está en mi mano desligarte de tu obediencia al Rey, Norfolk. Por eso tienes tú que desligarte de mi amistad. En estos tiem­ pos nadie está seguro; piensa en tu hijo. n o r f o l k : Eso es pedir la luna, Tomás. Yo te tengo afecto y tú me tienes afecto, y eso no se puede variar. m o r o : ¿Qué hacer, entonces? n o r f o l k (con súplica profunda): Cede, Tomás. m o ro (con suavidad): No puedo ceder, Norfolk. (Sonrisa.) Eso es... querer las estrellas. No puedo. Aun a costa de nuestra amistad. n o r f o l k : ¿Conque es así? ¿Conque todo en el mundo puede cambiar, hasta las más firmes amistades, pero Tomás Moro no cede? m o ro (con necesidad de explicarse): ¿No com­ prendes que yo soy así? Mi afecto por ti es tan profundo como el tuyo, créeme, pero sólo Dios es Amor absoluto, ¡y ése es mi «ser»! n o r f o l k : ¿Y quién eres tú? Por Dios te digo, ¡qué exageración! A los nobles se nos ha ta­ chado siempre de orgullosos y arrogantes... ¡y todos hemos cedido! ¿Por qué tienes tú n o r fo lk :

que destacarte? (Calmado y rápido.) Tomás, me partirás el alma. moro (conmovido): Hagámoslo así, Norfolk. Separémosnos como amigos y volvamos a encontrarnos como desconocidos. (Trata de coger la mano de n o r f o l k .) no r fo l k (rechazándolo): ¡Qué necedad, Tomás!

Por amistad quieres romper nuestra amis­ tad... Dices que nos encontraremos como desconocidos y cada palabra tuya confirma que eres mi amigo. (le dirige una última mirada afectuosa): Oh, eso tiene fácil arreglo. (Se separa y vuel­ ve; en tono deliberado de insulto.) Norfolk

moro

eres un imbécil. (sobresaltado. Luego sonríe y cruza los brazos): No, no tienes estilo para insultar.

No r fo l k

Escúchame hasta el final. Tú y los de tu clase habéis cedido, como acabas de decir, porque nunca habéis sabido lo que es reli­ gión. No r f o l k : Eso es una tontería. La nobleza de Inglaterra siempre ha... m o r o : ¡La nobleza de Inglaterra sería capaz de roncar durante el Sermón de la Montaña! Pero sería capaz de discutir un siglo entero acerca del predigree de un perro. ¿Cómo se llama esa raza contrahecha que estáis ahora tratando de criar?

moro:

No r fo l k

(aún calmado, pero comenzando a

acusar el tono de

m o r o ):

Una riña sin sentido

no es una riña. m o r o : N o te engañes, milor, que nunca nos en­ tendimos. Nuestra amistad fue una farsa. n o r f o l k : Sabes ser cruel cuando quieres, ya me constaba. m o r o : ¿Cómo se llaman esos perros? ¿Mártires de charco? ¿Canes de río? n o r f o l k : ¡Perros de agua! m o r o : ¿Y qué le harías a un perro de agua que le tuviera miedo al agua? ¡Ahorcarlo! Pues como ese perro busca el agua, así busca el hombre su propio yo. Cuando me niego a ce­ der soy yo, ¡yo! el que me opongo. No es mi orgullo, ni mi vesícula, ni ningún otro de mis apetitos, sino yo, ¡yo! ( m o r o va hacia y lo palpa de arriba abajo como a un animal. Se oye la voz de m a r g a r it a , muy a lo lejos, llamando a su padre. Esto atrae irresistiblemente la atención de m o r o ; sin embargo, se vuelve con determinación hacia n o r f o l k . ) ¿Es que no hay una fibra en me­ no rfolk

dio de todo esto que sea, no ya el sirviente de algún apetito de Norfolk, sino Norfolk mismo? ¡La hay! Pues cuida de ejercitarla, milor. m a rg ar ita (fuera, más cerca): ¿Padre? n o r f o l k (respirando fuerte): Tomás... m o r o : Porque como estás ahora, vas a presen-

tartc ante tu Hacedor en muy triste condi­ ción. (Entra m a rg a r ita , por abajo. Se detiene, atónita al verlos.)

Tomás, anda con cuidado... m o r o : Y vamos a tener que creer que alguno de los más finos ejemplares de la gran jauría familiar gustaba de saltar la cerca.

no rfolk:

le tira un latigazo, m oro se aga­ cha encogido. Sale n o r f o l k .) m a r g a r it a : ¡Padre! (Mientras que él se repo­ ne.) Padre, ¿qué fue eso? m o r o : E so fue... Norfolk. (Mira con nostalgia hacia donde salió.) (Entra r o p e r .) r o p e r (excitado, casi con regocijo): Sabéis, se­ ñor. ¿Habéis oído? ( m oro no responde, sigue mirando hacia afuera. A m a r g a r it a ): ¿Le has ( norfolk

dicho? ( dulcemente): Te hemos estado bus­ cando, padre, ( m oro sigue lo mismo.) r o p e r : ¡El Parlamento va a votar una ley nueva! moro (vuelto y atendiendo a medias): ¿Una ley? r o p e r : Sí, señor, sobre el matrimonio. moro (indiferente): Oh. (Se vuelve de nuevo.) m a rg a r ita

( ro per m a rg a r ita

y m a rg ar ita se miran uno al otro.) (poniendo la mano en su brazo):

Padre, en esta ley van a exigir un juramento.

(atención instantánea): ¿Un juramento? (Mira de uno a otro.) ¿Bajo pena ele qué?

m oro

Se espera que sea de traición. moro (muy quieto): ¿Y cuál es el juramento? r o p e r (extrañado): Es sobre el matrimonio. m o r o : Sí, ¿pero cómo dice? r o p e r : N o tenemos que saber (despreciativo) lo que dice, para saber lo que significa. m o r o : Un juramento sólo significa aquello que sus palabras dicen. Un juramento está «he­ cho» de palabras. A lo mejor es posible pres­ tarlo. O quizá se pueda evitar. ¿Tenemos el texto del proyecto? (A m a r g a r it a .) m a r g a r it a : Nos van a mandar uno de la City. m or o : Vamos a casa para estudiarlo. jOh! no tenemos barca. roper:

(Vuelve a mirar hacia donde salió

Nor­

f o l k .) m arg arita

(dulcemente): ¿Qué pasó con Nor­

folk, padre? m o r o : Nada, tomé a broma los perros de agua. Vamos a casa. (Se vuelve y ve a r o p e r exci­ tado y truculento.) Escucha, Will. Y tú tam­ bién, Margarita, Dios creó los ángeles para mostrar su Grandeza, como en los animales nos muestra su Inocencia y en las plantas su Sencillez. Pero Dios hizo al hombre para que le sirviera con inteligencia, usando cada cual de sus talentos. Cuando El permite que nos hallemos en ocasiones extremas y sin salida,

entonces podemos hacernos fuertes y sacar al campo nuestras arm as... si tenemos arres­ tos para ello. Pero toca a Dios, no a nosotros, el ponernos en tal necesidad. Mientras tanto nuestra tarea natural está en ser listos y en escapar. Conque vamos a casa y estudiemos esa ley. (Salen m o r o , r o p e r y m a r g a r it a . ) (Entra el v u l g o , arrastrando la cesta. El fondo de la escena sigue con reflejos de agua a la luz de la luna. Descienden rejas de hierro que cubren todas las salidas. También un po­ tro de tortura, que queda colgando, y una celda, en forma de jaula, que baja hasta el suelo. Mientras que esto sucede, el vulgo coloca tres sillas detrás de una mesa. Luego se vuelve y se queda mirando la escena trans­ formada.) vulgo (ofendido): ¡Dónde hemos llegado!... Y

sin quererlo ninguno. El, desde luego, menos que ninguno. (Saca de la cesta y se coloca traje y sombrero.) ¡Carcelero! (Se encoge de hombros.) Un oficio más. Con lo que pa­ gan, no es extraño que tengan que tomar de carcelero a un pobre hombre como yo. Des­ pués de todo es un oficio como otro cual­ quiera. (Entran por la derecha c r o m w e l l , n o r f o l k y c r a n m e r , que se sientan, y r i c h que se

queda de pie. Por la izquierda, entra en la celda y se acuesta.)

m oro ,

que

Si pudieran lo soltarían, pero por diferen­ tes razones no pueden. (Dando vueltas a las llaves.) Yo también le soltaría, si pudiera. Pero no puedo, a no ser que me instale yo en su vez. Y él está ahí ya, conque no saldríamos ganando nada. Ya sabéis el refrán: «Más vale rata viva que león muerto.» Y eso es lo que hay. (Desciende rápidamente un sobre ante sus ojos. Lo abre y lee:)

«A propósito del refrán. Tomás Cromwell fue declarado reo de alta traición y ejecutado el 28 de julio de 1540. n o r fo l k fue declarado reo de alta traición y hubiera sido ejecutado el 27 de enero de 1547, si la noche anterior el Rey no hubiera muerto de sífilis sin firmar la sentencia. Tomás Cranmer.» (Señala con el pulgar.) Ese otro de ahí - «fue quemado vivo el 21 de marzo de 1556.» (Va a terminar, pero ve una posdata.) Oh, «Richard Rich fue nom­ brado Fiscal del Supremo, recibió un título, llegó a ser Canciller del Reino, y murió en su cama.» Lo mismo que yo. Y espero (em­ pujando la cesta) que lo mismo les suceda a ustedes. (Va a moro y lo despierta. Campanada de la una.) moro (incorporándose): ¿Otra v e z ?

ca rceler o : moho

Lo

siento, señor.

(volviendo a acostarse): ¿Qué hora es?

Acaba de dar la una. m or o : ¡Esto es inicuo! carcelero (ansioso): Por favor... m oro (sentándose): Oh, está bien. (Poniéndose las zapatillas.) ¿Quién está ahí? c a rc eler o : El Secretario, el Duque y el Arzo­ bispo. m o r o : Cuánto honor. (Se pone de pie. Se lleva la mano a la cintura.) ¡Oooh! (Cojea por el ca rceler o :

escenario precedido del carcelero, hacia la derecha. Ha envejecido y está pálido, pero su actitud es tranquila, aunque cansada. Los del tribunal, por el contrario, están tensos, ner­ viosos y aburridos.) n o r f o l k (mirándolo): Una silla para el prisio­ nero. (Mientras que el ca rcelero la trae y m oro se sienta, n o r f o l k dice rápidamente):

Esta es la séptima sesión de la Comisión nombrada por el Consejo de Su Majestad para investigar el caso de sir Tomás Moro. ¿Tenéis algo que decir? m o r o : N o . (Al c a rc eler o .) Gracias. No r f o l k (sentándose): Señor Secretario. crom w ell: Sir Tomás (interrumpiéndose.) ¿Están presentes los testigos? Ríen: Señor Secretario. c a r c e l e r o : Señor. c r o m w e l l (al c a rc eler o ): Más cerca. (Este

avanza un poco.) jVen donde puedas oír! (El c a r c eler o se coloca al lado de r i c i i . A m o ­

Sir Tomás, ¿habéis visto este documen­ to alguna vez? m o r o : Muchas. c r o m w e l l : Es la Ley de Sucesión. Y éstos son los nombres de los que la han jurado. m o r o : Os digo que lo he visto. c r o m w e l l : ¿Estáis dispuesto a jurar esta ley? r o ):

moro:

N o.

Tomás, debemos saber claramente... c r o m w e l l (tirando el documento): ¡Señor du­ que, por favor! n o r f o l k : ¡Maestro Cromwell! (Se miran con no rfolk:

odio.) crom w ell:

Vuecencia me perdone. (Suspira, y

pone la cabeza entre sus manos.)

Tomás, debemos saber claramente si reconoces a la descendencia de la Reina Ana como los legítimos herederos del Rey. m o r o : El Rey y el Parlamento me dicen que así es. Claro que les reconozco. n o r f o l k : ¿Y estarías dispuesto a jurar eso? m o r o : Sí. n o r f o l k : ¿Entonces por qué no juras la Ley? c r o m w e l l (impaciente): Porque la Ley d ic e más que eso. n o r f o l k : ¿Es así? moro (tras una pausa): Sí. norfolk:

Luego tenemos que averiguar qué cosa hay en la Ley a la que él objeta. c r o m w e l l : Genial, ( n o r f o l k se vuelve hacia él, norfolk:

amenazador.) (apresuradamente): Señor duque...

cranm hr

¿puedo probar? n o k i 'o l k : Por supuesto. Yo no presumo policía.

de

(Durante el siguiente párrafo c r o m w h ix se estira y cruza los brazos con resignación.) c r a n m h r (se aclara la garganta ruidosamente):

Sir Tomás, en el preámbulo de la Ley se dice que el anterior matrimonio del Rey, con dofía Catalina, fue ilícito, por haber ella sido la mujer de su hermano y el... er... «Papa»... no tener autoridad para sancionarlo. (Sua­ vemente.) ¿Es eso lo que negáis? (No hay respuesta.) ¿Es eso lo que disputáis? (No hay respuesta.) ¿Es eso de lo que no estáis seguro? (No hay respuesta.) n o r f o l k : Tomás, estás insultando al Rey y a su Consejo en la persona del Arzobispo. m o r o : Yo no insulto a nadie. No prestaré el juramento. Y no pienso declarar las razones que tengo. norfolk: jPorque esas razones constituyen traición! m oro : E so no lo podéis asegurar. n o r f o l k : ¡De una cosa se deduce la otra! m o r o : La Justicia quiere algo más que deduc­

ciones. La Justicia necesita pruebas, w ell

(crom ­

lo mira un momento y retira la vista.)

me toca juzgar vuestra posición ante la ley, Moro, pero sí puedo imaginarme vuestra situación espiritual, mientras no co­ nozca el fundamento de vuestras objeciones.

cranm er:

No

(por un momento se siente gravemente ofendido; luego se deja llevar por su sentido del humor): Si eso lo podéis imaginar, tam­

m o ro

bién podéis imaginar mis objeciones. c r o m w e l l (rápido): ¿Luego tenéis objeciones a la Ley? n o r f o l k (muy satisfecho): Eso ya lo sabíamos, Cromwell. m o r o : No, milor. Eso lo suponéis. Lo único cierto es que no quiero jurar, no mis razo­ nes. A lo mejor es por simple gusto de darles quehacer. n o r f o l k : ¿Son tan importantes las razones? m o r o : Muy importantes. Por negarme a j u r a r , la pena es confiscación de mis bienes y la cárcel de por vida. No podéis legalmente hacerme más. Pero si acertáis al suponer q u e tengo razones para negarme, y esas r a z o n e s constituyen traición, según la ley podéis c o r ­ tarme la cabeza. No r f o l k

( que le ha seguido con cierta dificul­

tad): Ah... ya... c r o m w e l l (con un murmullo de admiración):

¡Bravo sir Tomás! Llevo mucho tiempo in­ tentando que el duque lo comprenda. (apenas responde al insulto; su rostro está triste y disgustado): Ah, malhadado asunto... (Con auténtica dignidad.) Yo no

no r fo lk

soy ningún doctor, como el Secretario Crom­ well no se cansa de señalar, y francamente no sé si el matrimonio fue legítimo o no. Pero pardiez, Tomás, mira estos nombres... ¡A todos los conoces! ¿Es que no puedes ha­ cer como hice yo, y venir de nuestro lado, aunque sólo sea por compañerismo? m oro (conmovido): ¿Y cuando estemos los dos en la presencia de Dios, y a ti te llame al Paraíso por obrar siguiendo a tu conciencia, y a mí me condene por no seguir la mía, dime, te vendrás conmigo, por compañe­ rismo? c r a n m e r : ¿Así pues, los que firmamos nos he­ mos condenado, sir Tomás? m o r o : No lo sé, Arzobispo. No me es dado pe­ netrar en las conciencias de los hombres. Yo no condeno a nadie. c r a n m e r : ¿Luego el caso es opinable? m o r o : Desde luego. CRANMER: Pero que debéis obediencia al Rey no es opinable. Cambiad lo cierto por lo du­ doso... y firmad. m o r o : Algunos dicen que la tierra es redonda, otros que plana. Es materia opinable. Pero

si fuera plana, ¿podría el mandato del Rey hacerla redonda? Y si fuera redonda, ¿po­ dría el Rey hacerla plana? No, no firmaré. c r o m w e l l (saltando, con indignación ostento sa): ¿Prestáis, pues, mayor oído a vuestras dudas que al mandato del Rey? m o r o : Por mi parte, no tengo dudas. c r o n w e l l : ¿De qué? m o r o : De las razones que tengo para negarme a prestar el juramento. Razones que diré tan sólo al Rey, y que toda vuestra astucia, Secretario, no conseguirá sacarme. n o r f o l k : Tomás... m o r o : Por favor, caballeros... ¿ p u e d o irme a la cama? c r o m w e l l : Parecéis no daros cuenta de lo se­ rio de vuestra situación. m o r o : Desafío a cualquiera a estar un año en esa celda y a no darse cuenta de lo serio de su situación. c r o m w e l l : Aún tiene el Estado castigos más temibles. m o r o : Esa amenaza... es de matón. c r o m w e l l : ¿Cómo tendría, pues, que amena­ zar? m o r o : Como un Ministro del Rey, con la Jus­ ticia. c r o m w e l l : La Justicia es lo que os aguarda. m o r o : Entonces no estoy amenazado. n o r f o l k : Secretario, creo que el prisionero po-

dría retirarse como pide. A no ser que vos, Arzobispo... c r a n m e r (malhumorado): No, no, de nada sir­ ve prolongar esta entrevista. n o r f o l k : Entonces, buenas noches, Tomás. moro (duda): ¿Puedo... conseguir algún otro libro? c r o m w e l l : ¿Pero tenéis libros? m o r o : Sí. c r o m w e l l : No lo sabía. No podéis tenerlos. m o r o ( se vuelve para irse. Con desesperación) : ¿Puedo ver a mi familia? c r o m w e l l : ¡No! ( m o r o vuelve a la celda.) ¡Car­ celero! c a r c e l e r o : Señor. c r o m w e l l : ¿Habéis oído al prisionero hablar alguna vez del divorcio del Rey, o de su ma­ trimonio, o de la supremacía del Rey sobre la Iglesia? c a r c e l e r o : No, señor, ni una palabra. c r o m w e l l : Si lo oís, es vuestro deber infor­ mar de ello al Alcaide. c a r c e l e r o : Por supuesto, señor. c r o m w e l l : Prestad juramento., c a r c e l e r o ( encantado): ¡No faltaba más, se­ ñor! c r o m w e l l : Señor Arzobispo... cranm er

(colocando su estola sobre la mesa):

Pon aquí tu mano izquierda, levanta la de­ recha... Quítate el sobrero. — Ahora di con-

migo: Juro por la salvación de mi alma... (El ca rc eler o repite el juramento con él, ha­ blando casi a la vez) que informaré con ver­

dad de cualquier cosa que Sir Tomás Moro diga contra el Rey, su Consejo o el estado del Reino. Así Dios me salve. Amén. c r o m w e l l : Hay cincuenta guineas si lo haces. c a rc eler o (lo mira gravemente): Sí, señor. (Se marcha.) c r a n m e r (con presteza): Que ello no te tiente

a jurar en falso, amigo. c a r c e l e r o : N o , señor. (Se para en la salida, al público.) Cincuenta guineas no es una suma tentadora. Cincuenta guineas es una suma alarmante. Si hubiera sido sólo el juramen­ to... Pero cincuenta... Eso es mucho dinero. En ese precio entra también mi cabeza. (Con decisión.) Esto no es para mí. Que se lo arreglen entre ellos. Me está entrando una sordera... (Sale el

ca rc eler o .

El Tribunal se levanta.)

¡Rich! r i c h : ¡Secretario! c r o m w e l l : Mañana temprano despojad al pri­ sionero de sus libros. n o r f o l k : ¿Es necesario? c r o m w e l l (con impaciencia reprimida): Nor­ folk, el Rey se está impacientando en este asunto. n o r f o l k : Sí, con vos. crom w ell:

Con todos nosotros. (Se acerca al potro.) ¡Y ya conocéis lo mucho que abarca

crom w ell:

la impaciencia del Rey! (Salen n o r f o l k y c r a n m e r . c r o m w e l l está pensativo junto al instrumento de tortura.)

¡Señor Secretario! c r o m w e l l (abstraído): ¿Sí...? r i c h : El Fiscal de Gales... c r o m w e l l (sin escuchar): ¿Mmm...? r ic h

:

(va hacia el potro y se le queda mirando, con cierta indignación): El Fiscal de Gales

r ic h

se jubila. El puesto queda vacante. Vos me dijisteis que os lo recordara. c r o m w e l l (con impaciencia despectiva): Sí, pero no ahora. (Medita.) Tiene que someter­ se; las alternativas son malas. Mientras que Moro esté vivo la conciencia del Rey siem­ bra su lecho de espinas cada noche. Pero si causo la m uerte de Moro..., es seguro que preparo la mía. No hay otra solución: ¡tiene que someterse! (Hace girar la polea del po­ tro, produciendo un repiqueteo siniestro. c r o m w e l l y r i c h se miran. Luego c r o m w e l l se vuelve lentamente, mueve la cabeza y suel­ ta la polea.) No; el Rey no lo permitiría. (Se separa.) Tendremos que encontrar un medio

más sutil. (Comienza un cambio de escena al decir esto; salen c r o m w e l l y r i c h . Se hace de

día, una luz gris y fría que emerge del agua gris. Entran el carcelero y m a r g a r it a .)

Despertad, sir Tomás. La familia ha venido.

carcelero:

m oro

(sobresaltado. Dando una gran voz):

¡Margarita! ¿Qué es esto? ¿Te dejan visitar­ me? (Extiende los brazos por entre las re­ jas.) Margarita, hija. (Ella va hacia él. De pronto, horrorizado.) Por Dios vivo, ¿no te habrán encarcelado a ti también?... ca rcelero (tranquilizador): No-o-o, señor. Es una visita, una visita corta. m oro (excitado): Carcelero, sácame, sácame de aquí. ca rcelero (imperturbable): Sí, señor, tengo autorización para sacaros. m o r o : Gracias. (Va hacia la puerta de la jaula, tartamudeando, nervioso, mientras que el ca rcelero la abre.) Gracias, muchas gracias. (Sale. El y ella se miran; luego m a r g a r it a le hace una reverencia.) m a r g a r it a :

Buenos días, padre.

( extático, luego la atrae hacia sí): Oh, buenos días... Buenos días. (Entra a l ic ia , apoyándose en r o p e r . Ella, como m o r o , ha envejecido y su traje es pobre.) Buenos días,

m oro

Alicia; buenos días, Will. mira al potro con horror, a l ic ia se acerca a m oro , y lo examina con ademán de experta.) ( roper

a l ic ia

(casi acusadora): Marido, ¿cómo te en­

cuentras? moro

(sonriendo, por la espalda de

m a r g a r it a .)

Todo lo bien que hace falta, Alicia. Muy con­ tento ahora. ¿Y tú, William? r o p e r : ¡Qué sitio tan horrendo! m o r o : N o está tan mal, si no fuera porque me tiene alejado de vosotros. Es curioso: casi todos los sitios son iguales. a l i c ia (mira al techo, en son de crítica): Hay humedad. m o r o : Sí. Estamos demasiado cerca del río. se separa y se sienta; su rostro, lleno de amargura.) m a r g a r it a (se separa de él; toma el cesto de su madre): Te hemos traído algunas cosas. (Le enseña. Hay tirantez entre los dos.) Un ( a l i c ia

poco de queso... m o r o : ¡Queso! m a r g a r it a : Y empanada. m o r o : ¡Empanada! m a r g a r it a : Y estas otras... (Ella no le mira.) r o p e r : Y una botella de vino. (Ofreciéndola.) m o r o : Oh. (Burlón.) ¿Es bueno, William? r o p e r : No lo sé, señor. m oro (los mira, algo perplejo): Bien, bien... r o p e r : ¡Señor, salid de aquí! ¡Prestad el jura­ mento! ¡Jurad la ley y salid de una vez! m o r o : Por eso os han dejado venir... r o p e r : Sí. Margarita ha jurado convenceros.

m oro

(fríamente): Eso es una tontería, Marga­

rita. ¿Cómo has podido? m a r g a r it a : Porque quiero que lo hagas. He ju­ rado a gusto. m o r o : ¿Quieres que jure la ley de sucesión? m a r g a r it a : Siempre me enseñaste que Dios mira el corazón de los hombres, y no las pa­ labras que salen de su boca. m o r o : Sí. m a r g a r it a : Di, pues, las palabras del juramen­ to, aunque otra cosa guarde tu corazón. m o r o : ¿Y qué es un juramento, sino unas pa­ labras que le decimos a Dios? m a r g a r it a : Esa es una frase. m o r o : ¿Es que no es verdad? m a r g a r it a : Sí, s í es verdad. m o r o : Pues razona, Margarita. Cuando un hom­ bre presta un juramento es como si tuviera su propio ser entre las manos. Como agua... (Junta sus manos.) Si entonces entreabre sus dedos, no volverá jamás a encontrarse a sí mismo. Detestaría ver a tu padre en ese caso. m a r g a r it a : También yo. m o r o : Luego... m a r g a r it a : Hay algo más. m o r o : ¡Oh, Margarita! m a r g a r it a : En cualquier país que fuera medio decente, tus servicios al Estado te habrían llevado a la cumbre, no adonde estás.

De acuerdo. m a r g a r ita : Y no es culpa tuya que el Estado, en sus tres cuartas partes, esté corrompido.

m oro :

m oro :

N o.

Luego si te dispones a sufrir por él es porque te asignas un papel de héroe. m o r o : Hábil argumento. Pero escucha. En un Estado donde la virtud fuera de provecho, todos seríamos buenos por sentido común, y santos por conveniencia. Y viviríamos como ángeles o como animalitos — en esa tierra feliz donde los héroes ya no fueran necesarios. Pero ya que en este mundo la avaricia, la ira, la envidia, la soberbia, la pereza, la lujuria y la estupidez son de más provecho que la humildad, la castidad, la fortaleza, la justicia y la razón, y tenemos que elegir, pues así es el ser humano..., qui­ zá no sea vano del todo el hacernos fuertes alguna vez, aun a riesgo de heroísmo. m a r g a r it a (emotiva): Sí, pero, ¿no has hecho ya cuanto Dios, razonablemente, puede que­ rer de ti? m o r o : No es sólo la razón... En último extre­ mo, hija, es una cuestión de amor. a l ic ia (hostil): ¿Luego estás contento aquí, co­ mido de las ratas, cuando podías estar en casa con nosotros? m oro (titubeando): ¿Contento? Si viera tanto m a r g a r it a :

así de luz ( entre pulgar y corazón), me es­ caparía. (A MARGARITA.) m a r g a r it a : N o sabes lo que es la casa sin ti: m o r o : N o me lo digas... m a r g a r it a : L o que son las noches, en tu au­ sencia. m o r o : Calla, Margarita. m a r g a r it a : Sentados en la oscuridad, porque no tenemos velas. Callados, sin hablar, pen­ sando en lo que estarán haciendo aquí con­ tigo. m o r o : El Rey es más compasivo que vosotros. El no ha usado el potro de tortura. (Entra el

c a r c e l e r o .)

¡Dos minutos! c a r c e l e r o : Hasta las siete, señor. Lo siento. Dos minutos. m oro:

(Sale el

c a r c e l e r o .)

¡Carcelero! (Cogiendo a r o p e r por el brazo.) Vé con él, William, háblale, distráele... (Empujándole hacia la salida.) r o p e r : ¿Y cómo? m o r o : Cualquier cosa... ¿Tienes dinero? r o p e r (ansioso): ¡Sí! m o r o : N o , no intentes sobornarlo. Juega con él a los dados. Y háblale, ¿eh? Toma esto (el vino) — y tu también bebe — hazlo bien, Will. ( r o p e r asiente vigorosamente y sale.) Ahora escuchadme. Tenéis que salir del país, todos. moro:

¿Y dejarte aquí? m o r o : E s igual, hija mía; no os dejarán volver a verme. (Sin respirar, como el que suelta a presión un discurso preparado.) Debéis marcharos todos el mismo día, pero no en el mismo barco. En barcos distintos, desde puertos distintos... m a r g a r it a : Después del juicio. m o r o : N o habrá juicio; no tienen base sufi­ ciente. ¡Hacedlo por mí, os lo imploro! m a r g a r it a : Sí. m o r o : ¿Alicia? ( a l ic ia se vuelve de espaldas.) ¡Alicia, te lo ordeno! a l ic ia (duramente): ¡Muy bien! m or o (mirando dentro de la cesta): ¡Oh, qué maravilla! Ya sé quién la ha preparado. ALICIA (duramente): Yo la he preparado. m o r o : Sí. (Come un bocado.) Tu hojaldre, ex­ celente, como siempre. a l i c i a : ¿Sí? m o r o : Me gusta el traje que llevas. a l i c i a : Es el que uso en la cocina. m o r o : Pues me gusta. El color es bonito. a l ic ia (se vuelve, dice despacio): Por Dios, To­ más, qué opinión tienes de mí... (Con amar­ gura que va subiendo.) Ya sé que soy una boba. Pero no tanto como para que hayas que ganarme con piropos a mi traje. ¡Ni con alabanzas a mi empanada! m a rg a r ita :

MORO

(la mira con atención fija. Asiente una

o dos veces): Muy bien merecido. (Exten­ diendo las manos.) Alicia... a l i c i a : ¡No! (Se queda donde está, mirándole fijamente.) m oro (con verdadero pánico de ella): Desfa­

llezco cuando pienso en lo que pueden ha­ cer conmigo. Mas peor aún sería el tener que irme sin que vosotras me comprendierais. a l i c i a : ¡Pues y o no te comprendo! (sigue apoyándose en la confianza que tiene en sí mismo): Alicia, me bastaría con

moro

que me dijeras que me comprendías para poder afrontar bien la muerte, si el caso llegara. a l i c i a : Tu muerte de nada me sirve. m o r o : Alicia, ¡tienes que decirme que me com­ prendes! a l i c i a : ¡No te comprendo! (Hablándole claro.) Creo que esto se podía haber evitado. m or o (con rostro contraído): Si dices eso, Ali­ cia, no sé cómo voy a poder resistir. a l i c i a : Y te diré también lo que estoy temien­ do: temo que cuando te hayas ido me que­ daré resentida contigo para siempre. (se aparta de ella, con gran esfuerzo se­ ñalado en el rostro): Pues no debes, Alicia, eso es todo. (Ella cruza rápidamente la es­ cena hacia él; él se vuelve y los dos se abra­ zan con fiereza.) No debes, no... a l ic ia (tapándole la boca con su mano): Ssh... m or o

¡Comprender! Lo único que comprendo es que eres el hombre mejor que he conocido y que nunca conoceré. Si nos dejas..., su­ pongo que Dios sabrá por qué, ¡aunque El es testigo que se lo tiene bien callado! Y si quieren mi opinión sobre el Rey y su Con­ sejo, ¡no tienen más que preguntarme! m o r o : ¡N o sabía que me había casado con un león! ¡Un león, un león! (Se separa de ella, resplandeciente.) Quisiera enviarle la mitad de este valor al Obispo Fisher. Lo tienen en la galería de arriba. a l i c i a : Es para ti, no para el Obispo Fisher. (Corta un trozo de empanada y come.) Qué bueno, qué bueno está. (Se lleva las manos a la cara; a l ic ia y m arg ar ita lo con­ suelan. Irrumpen r o p e r y el carcelero en es­ cena, por arriba, forcejeando.)

m oro:

¡Que no, señor! ¡Que sé lo que que­ réis! Pero no puede ser. r o p e r : ¡Un minuto más! c a r c e l e r o (bajando, a m o r o ): Lo siento, señor, es la hora. carcelero:

roper

(cogiéndolo del hombro por detrás):

Por compasión... c a rc eler o

(sacudiéndoselo): ¡Eso sí que no,

señor! Sir Tomás, las señoras tienen que irse. m o r o : Dijiste a las siete.

carcelero:

Son las siete ya. Comprendan

mi

situación. m o r o : ¡Un minuto sólo! m a r g a r it a : ¡Un p o c o más, déjanos un p o c o más! c a r c eler o (con reproche): Me v a n a b u s c a r la r u in a . a l ic ia :

Vamos, vámonos como dice.

(Se oye la primera campanada de las sie­ te, lenta, pesada; continúan las campanadas que van ahogando el diálogo que sigue.) c a r c e l e r o (tomando a m a r g a r it a firmemente del brazo): Vamos, señorita, que será peor

para vuestro padre, además de para mí. ro ­ p e r baja y sujeta al c a rc eler o .) ¿Qué es esto, resistencia a la autoridad? ( m a r g a r it a abra­ za a m oro , se precipita escaleras arriba y sale, seguida de r o p e r . El c a r c e l e r o toma a a l ic ia del brazo cautelosamente.) Vamos,

señora, sin escándalo. a l ic ia

( rechazándolo mientras que se levanta):

¡No me pongas encima esa mano viscosa! c a r c e l e r o : ¿A que llamo a los guardias? Va­ mos. le hace frente, va subiendo la esca­ lera de espaldas, delante de él.) ( a l ic ia

Por amor de Dios, hombre, nos estamos despidiendo. c a r c e l e r o : No sabéis lo que pedís, señor. No sabéis cómo se os vigila. moro:

¡Asqueroso, apestoso, piojoso! ca rcelero : Llamadme lo que queráis, señora; pero os tenéis que ir. a l ic ia : ¡Te vas a acordar de mí! carcelero : No hacéis más que comprometer a vuestro marido. m o r o : ¡Adiós, Alicia, amor mío! a l ic ia :

(Suena la última campanada de las siete. a l ic ia levanta la mano, se vuelve, y sale con gran dignidad. El ca rc eler o se detiene en lo alto de la escalera y se dirige a m oro . Este, aún encogido, se vuelve y queda mirando al público.) c a rcelero (en tono razonable): Qué queréis,

sir Tomás, yo no puedo hacer nada. Yo soy un hombre sencillo y corriente y no quiero complicaciones. m oro (dando una gran voz, con pasión): ¡Oh dulce Jesús mío, estos hombres sencillos y corrientes! (Comienza inmediatamente: (1) (2) (3) (4)

Música, solemne y heráldica. Suben rápidamente las rejas, la celda y el potro. La luz cambia, del gris frío a un amari­ llo cálido, como de un interior caliente. Descienden varias colgaduras alargagadas, rojas y con el monograma en oro «HR VIH». Igualmente un gran es­

cudo con las armas reales, que colgará sobre la mesa a la derecha de la escena. (5) El c a r c e l e r o , quitándose el traje, baja las escaleras, y: (A) Coloca una silla para el acusado, ayu­ da a m o r o a sentarse en ella, y le da un pergamino, que éste estudia. (B ) Saca de entre bastidores su cesto de guardarropía, y va cogiendo de él: (I) gran reloj de arena y papeles, que colo­ ca sobre la mesa, a la derecha de la es­ cena. (II) Doce banquetas plegables que distribuye en dos filas de a seis cada una. Mientras que está haciendo todo, e inmediatamente antes de que terminen de descender las colgaduras y el escudo de armas, entra c r o m w e l l . Se dirige al público con voz sonora —mientras que el v u l g o sigue ocupado en sus tareas — al terminar la música, lo que sucede en este momento, con un son de trompetería.) c r o m w e l l (indicando los objetos que descien­ den):

Súbdito fiel, embarca confiado en la nave majestuosa del Derecho (Breve son de trompetería.)

El látigo proscrito, y la Justicia como solo patrón de tus destinos. (Breve son de trompetería.)

(Al vulgo , que se marcha discretamente de puntillas): ¿Tú, dónde vas? vulgo :

Ya he terminado.

(Sobre las dos filas de asientos el vulgo ha colgado, de dos alambres que se sostienen en dos pares de soportes, dos filas de som­ breros, para los presuntos ocupantes. Siete son sombreros grises ordinarios, cuatro son los del MAYORDOMO, BARQUERO, TABERNERO y ca rc eler o . El último es también gris ordi­ nario. La cesta sigue en escena, claramente visible.) crom w ell:

¿N o

eres tú el Presidente del Ju­

rado? v u lg o : No, yo no... Se equivoca. c r o m w e l l : ¿Juan Dauncey, comerciante? vu lg o : Sí, señor. crom w ell

(continuando su declamación retó­

rica): Presidente del Jurado... ¿Te viene

bien? ( vulgo

se prueba el sombrero. Le viene

bien.) v u lg o :

A la medida, señor.

crom w ell

(continúa su declamación retórica):

Y como el buen navegante, que en las estre­ llas fía, que la ley y su razón sean nuestra guía. (Nuevo son de trompetería, prolongado, durante el cual entran c r a n m e r y no rfo lk , que se colocan de pie tras de la mesa, a la

derecha de la escena. Cuando entran, m oro y p r e s i d e n t e se ponen de pie. Tan pronto ter­ minan las trompetas n o r f o l k habla.) n o r f o l k ( refugiándose en un tono rigurosa­ mente oficial): Maestro Tomás Moro, com­

parecéis ante nos en este Palacio de Westminster acusado de alta traición. Vos veis bien que habéis errado gravemente contra la Majestad Real, pero no obstante, si queréis arrepentiros y mudar y corregir vuestra obs­ tinada y temeraria opinión, aún podéis re­ cibir su perdón y su gracia. m o r o : Milores, agradezco profundamente vues­ tra buena voluntad. Tan sólo ruego a Dios omnipotente que quiera conservarme en esta mi honrada opinión hasta la última hora de mi vida. En cuanto a la acusación que se me hace, temo, dada la grande flaqueza que al presente padezco, que ni mi entendimiento ni mi memoria puedan responder satisfacto­ riamente... Desearía sentarme si es posible. n o r f o l k : Sentaos. Señor Secretario, ¿tenéis la acusación? c r o m w e l l : Sí, milor. n o r f o l k : Leedla, pues. (acercándose a m oro , por la espalda, con papeles en la mano; le dice en tono in­ formal): Es la misma, sir Tomás, que le fue hecha al Obispo Fisher... (Corrigiéndose, meticuloso.) Al difunto Obispo Fisher.

crom w ell

m oro

(sin expresión): ¿«Difunto»?

El Obispo Fisher fue ejecutado esta mañana.

crom w ell:

(El rostro de m oro se cubre de estupor, primero, luego de dolor; aparta la vista de c r o m w e l l , quien le observa intensamente.)

Secretario, ¡leed la acusación! c r o m w e l l (en tono oficial): Que habéis cons­ pirado traidora y maliciosamente, negando a nuestro señor el Rey su debido y cierto tí­ tulo de cabeza suprema de la Iglesia en In­ glaterra. m oro (sorpresa, estupor e indignación): ¡Yo ja­ más he negado tal título! c r o m w e l l : Pero habéis rehusado prestar el juramento que se os ha pedido... m oro (lo mismo): ¡Callar no es negar! Y por mi silencio fui condenado a cárcel perpetua. ¿Por qué se me juzga de nuevo? (En este norfolk :

punto m oro comienza a darse cuenta de que el juicio está siendo amañado.) norfolk:

Porque ahora se os acusa de alta

traición. crom w ell:

Cuya pena no es la de cárcel, sir

Tomás. m o r o : La muerte... llega para todos. Sí, hasta para los Reyes llega, y aunque les sorprenda en medio de todo su esplendor y poderío, no se para en reverencias o les llama con ha­ lagos y primores, sino que asiéndoles del

cuello les sacude hasta que rinden el alma. Sí, hasta a los Reyes se entierra, y también ellos son luego llamados a juicio... por don­ de su triunfo en la muerte no es tan cierto. crom w ell: ¡Qué más pruebas queremos d e traición! n o r f o l k : No se trata ahora de la muerte de los Reyes, Maestro Moro. m o r o : Ni de la mía tampoco, espero, a no ser que se me halle culpable. n o r f o l k (inclinándose hacia él, apremiante): Tu vida está en tus manos, Tomás, ahora como siempre. m o r o (recogiendo la frase): ¿Y osaremos pre­ tender el reino de los cielos sin esfuerzo, cuando Nuestro Señor padeció tanto por abrirlo? (Ahora se vuelve hacia c r o m w e l l , la sos­ pecha reflejada en sus ojos.) c r o m w e l l : Maestro Moro, afirmáis vuestra defensa en el silencio, ¿no es así? m o r o : Así es. c r o m w e l l : Pero, señores del jurado, hay mu­ chas clases de silencio. Considerad primero el silencio de un muerto. Suponed que en­ tramos en el cuarto donde yace, y suponed que es noche cerrada. No hay nada como la oscuridad para aguzar el oído. Y escuche­ mos. ¿Qué oímos? Nada. ¿Qué indica este silencio? Nada. Es silencio puro y simple.

Pero considerad otro caso. Suponed que yo saco un puñal de mi manga y me dispongo a matar con él al acusado y que sus Señorías, en vez de dar una voz para detenerme, o de llamar para que me detengan, se mantienen en silencio. ¿Qué indica este silencio? Indica que asienten a mi acción, y en Derecho se­ rían también culpables. De modo que el si­ lencio puede, según las circunstancias, ha­ blar. Considerad ahora las circunstancias del silencio del acusado. El juramento en cues­ tión fue propuesto a los fieles y leales súb­ ditos de Su Majestad en todo el país, y ellos declararon que el título del Rey era bueno y justo. Cuando se pidió lo mismo al acusado, éste rehusó. Y a eso llama silencio. ¿Pero es que hay alguien en esta sala, alguien en toda Inglaterra, que no sepa ya cuál es la opinión de Tomás Moro sobre el título del Rey? ¡Cla­ ro que no! ¿Y por qué? Porque este silencio equivale a la negación más elocuente. (con algo de la impaciencia que siente el intelectual ante un razonamiento confuso):

m oro

No es así, señor Secretario, la máxima legal es «qui tacet consentit». (Se vuelve al p r e s i ­ d e n t e .) (Con gran cuidado) «El que calla, otorga.» Si queréis deducir algo de mi silen­ cio, en todo caso más parece haber afirmado que negado la cuestión. c r o m w e l l : ¿Y es así como el mundo lo inter-

preta? ¿Queréis hacernos creer que vuestro deseo es que el mundo lo interprete así? m o r o : Que el mundo interprete mi silencio con arreglo a sus talentos. Este Tribunal tiene que interpretarlo con arreglo a la ley. c r o m w e l l : Pues yo afirmo ante este Tribunal que el acusado está deformando la Ley... ¡haciendo turbio lo que debía ser una luz clara que alumbre al Tribunal para descu­ brir su propia malicia! (El enfado oficial de va dejando paso a una auténtica indignación, y m oro responde a esto.)

crom w ell

La Ley no es una lámpara que vos u otro cualquiera utiliza para alumbrar sus propósitos; la Ley no es un instrumento de ninguna clase. (Al jurado.) La Ley es un parapeto que defiende al ciudadano que ca­ mina dentro de ella, (dirigiéndose con gran empeño al Presidente del Jurado.) Y en lo que toca a la conciencia... c r o m w e l l (con sonrisa amarga): La concien­ cia, la conciencia... m oro (volviéndose): ¿No os suena la palabra? c r o m w e l l : ¡Por Dios vivo, demasiado! La oigo a todas horas en boca de los criminales. m o r o : También yo oigo el nombre de Dios en vano a todas horas, y, sin embargo, Dios exis­ te. (Volviéndose al jurado.) Más obligado está el fiel vasallo a su conciencia que a cosa alguna de este mundo. moro:

( respirando fuerte; directamente a

crom w ell m o r o ):

¡Vanidad, que se disfraza con motivos

nobles! m oro

(profunda seriedad): No es así, maestro

Cromwell, sino respeto y cuidado por mi alma. c r o m w e l l : ¡Decid más bien por vos mismo! m o r o : ¿Y qué es mi alma, sino mi propio yo? c r o m w e l l (acercando su rostro al de m o ro . L os dos se odian, y odian el punto de vista del contrario.) ¡Un egoísmo despreciable, por

mucho que queráis disimularlo! ¡Un ratón de sacristía, obsesionado por su propia salva­ ción! Olvidáis vuestra obligación al Rey, y a la patria que os vio nacer. m o r o (conmovido): ¿Es que puedo servir a mi Rey con mentiras cuando él me pide la ver­ dad? ¿Es que se ayuda a la patria poblán­ dola de embusteros? c r o m w e ll

( retrocede. El rostro rígido, malé­

volo): Milores, deseo llamar como testigo a (elevando la voz) ¡sir Richard Rich! (Entra r i c h ; su porte y vestidos son aho­ ra espléndidamente oficiales; hasta n o r f o l k queda algo impresionado.) Sir Richard... (indicando a c r a n m e r .) c r a n m e r (alargándole la Biblia): Juro solem­

nemente que... r i c h : Juro solemnemente que el testimonio que voy a dar ante este Tribunal es la ver-

dad, toda la verdad y nada más que la ver­ dad. c r a n m e r (discretamente): Así Dios me ayude, sir Richard. r i c h : Así Dios me ayude. n o r f o l k : Subid al estrado. c r o m w e l l : Rich, ¿es cierto que el día 12 de marzo os hallabais en la Torre de Londres? r i c h : Cierto. c r o m w e l l : ¿Con qué objeto? r i c h : Retirar los libros al acusado. c r o m w e l l : ¿Hablasteis con él? r i c h : Sí. c r o m w e l l : ¿Hablasteis de la supremacía del Rey sobre la Iglesia? r i c h : Sí. c r o m w e l l : ¿Y qué dijisteis? r i c h : Yo le dije: «Suponed que el Parlamento dicta una ley que diga que yo, Richard Rich, soy el Rey de Inglaterra. ¿Me tendríais por tal, maestro Moro?» A lo cual respondió: «Sí, por cierto, pues entonces seríais Rey.» c r o m w e l l : ¿Y bien? r i c h : Entonces dijo él... n o r f o l k (cortando): ¿El prisionero? r i c h : Sí, milor. Dijo: «Ahora os pondré yo un caso más grave. ¿Qué sucedería si el Parla­ mento dijera que Dios ya no es Dios?» m o r o : Es verdad, y entonces vos... n o r f o l k : ¡Silencio! Continúe el testigo.

Ríen: Yo dije: «Considerad ahora un caso in­ termedio. El Parlamento ha hecho a nuestro Rey cabeza de la Iglesia. ¿Por qué no queréis aceptarlo?» No rfo lk (tenso): ¿Y e n t o n c e s ? R í e n : Dijo que el Parlamento no tenía poder para hacerlo. n o r f o l k : ¡Repetid las palabras del prisionero! r i c h : Dijo «El Parlamento no tiene competen­ cia», o cosa por el estilo. c r o m w e l l : ¿Luego negó el título del Rey? r i c h : Lo negó. (Todos miran a r ic h

m oro ,

pero él mira a

.)

En toda verdad, Rich, que más me ape­ na tu perjurio que mi riesgo. No r f o l k : ¿Negáis, pues, haberlo dicho? m o r o : Sí, lo niego. Milores, si yo fuera hombre a quien no preocupa un juramento, bien sa­ béis que no me hallaría en este lugar. ¡Pero ahora sí prestaré un juramento! Si lo que ha dicho el Maestro Rich es cierto, permita Dios que nunca llegue a El... Y es cosa que no diría, siendo falsa, por nada de este mundo. c r o m w e l l (al jurado, calmado, técnico): Este juramento no vale como prueba. m o r o : ¿Es que es probable que habiendo ca­ llado tanto tiempo, y en el punto preciso m oro:

que tanto se me ha preguntado, fuera a abrir mi corazón a un hombre como éste? c r o m w e l l (a r i c h ): ¿Deseáis modificar vues­ tro testimonio? r i c h : N o , Secretario. m o r o : Había allí otras dos personas, Southwell y Palmer. c r o m w e l l : Desgraciadamente, ambos están en Irlanda ocupados en asuntos del Rey. ( m o ro hace un gesto de impotencia.) Pero no im­ porta nada. Aquí están sus declaraciones en las que afirman no haber oído la conversa­ ción, por hallarse ocupados recogiendo los libros. (Alarga las declaraciones al Presiden­ te del Jurado quien las examina con gran seriedad.)

evidente que esos dos testigos hubie­ ran sido llamados si yo hubiera dicho lo que se me atribuye. c r o m w e l l : ¿Tenéis algo que añadir, sir Ri­ chard? r i c h : Nada, Secretario. n o r f o l k : ¿Sir Tomás? m o r o (mirando al Jurado): ¿Con qué objeto? Ya soy hombre muerto. n o r f o l k : El testigo puede retirarse. moro:

Es

cruza la escena, la mirada.) (r ic h

m oro

lo sigue con

Yo deseo hacer una pregunta al testigo. ( r i c h se detiene.) Ese collar que lleváis,

moro:

(ric ti, reacio, le hace frente), ¿puedo verlo? le señala que se aproxime, moro examina el medallón.) El dragón rojo. (A

( norfolk

¿Qué es? c r o m w e l l : Sir Richard ha sido nombrado Fis­ cal General de Gales. c r o m w e l l .)

(mirando a r i c i i a la cara, con pena y divertido a la vez): ¿De qué aprovecha al

m oro

hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? Si fuera todo el mundo... ¡Pero Ga­ les! (r ic h

sale, con el rostro contraído, pero

digno.)

Con permiso del Tribunal. Tengo un mensaje del Rey para el acusado: (con apremio) sir Tomás, estoy autorizado para deciros que aún ahora... m o r o : No, no, no puede ser. c r o m w e l l : La causa está vista para sentencia. (A n o r f o l k , que sigue mirando a m oro .) ¡Milor! n o r f o l k : Retírese el jurado a considerar la prueba. c r o m w e l l : Considerando la prueba presenta­ da no es preciso que el jurado se retire. (Im­ ponente, ante el Presidente del Jurado.) ¿Es preciso? crom w ell:

(El Presidente del Jurado niega con la cabeza.)

no rfolk :

¿Es el acusado culpable o no ÜUTp^

ble? p r e s id e n t e : norfolk

Culpable, milor.

(en pie de un salto): Acusado, habéis

sido hallado culpable de alta traición. La sen­ tencia de este Tribunal... m o r o : ¡Milor! ( n o r f o l k se interrumpe, m oro sonríe con picardía. Desde ahora hasta el fin de la obra su actitud es la del que ha cum­ plido todas sus obligaciones y no atiende ya a más interés que el propio.) Milor, cuando

yo era Juez, se solía preguntar al acusado, antes de dictar sentencia, si tenía algo que decir. n o r f o l k (confuso): ¿Tenéis algo que decir? m o r o : Sí. (Se levanta; los demás se sientan.) He tratado de evitar este trance con todas las luces de mi entendimiento. Pero ya que así me condenáis, y Dios sabe cómo, quiero para descargo de mi conciencia hablar libremente de vuestra acusación y del título del Rey. La acusación se basa en una ley que es directa­ mente contraria a la Ley de Dios. El Rey y su Parlamento no pueden pretender la Su­ premacía sobre la Iglesia porque se trata de una Supremacía espiritual. Y además, la in­ munidad de la Iglesia está reconocida en la Carta Magna y en el juramento de la coro­ nación del Rey.

¡Ahora aparece claramente vues­ tra maldad! m o r o : N o es así, sir Secretario. (Se detiene,

crom w ell:

y comienza, con calma y muy pensado, su inventario final.) Yo soy leal vasallo de Su

Majestad, y por él ruego a Dios y por todo el reino. A nadie hago mal, ni digo mal, ni deseo mal alguno. Y si esto no es bastante para que un hombre viva, en verdad que no deseo sino morir... Desde que entré en pri­ sión, no pocas veces he creído que había llegado mi hora, y gracias a Dios nuestro Se­ ñor nunca me apenó, sino al contrario sentí la ocasión perdida. Sí, mi pobre cuerpo está al servicio del Rey. ¡Quiera Dios que mi muerte le sirva de provecho! (En un gran rapto de desprecio e indignación.) Sin em­ bargo, no es por la supremacía del Rey por lo que queréis mi sangre, ¡sino porque no he querido consentir en su segundo matrimo­ nio! (Comienza en seguida el cambio de esce­ na, mientras que n o r f o l k lee la sentencia.)

Acusado, habéis sido hallado culpable de alta traición. La sentencia de este tribu­ nal es que seáis llevado al lugar de ejecu­ ción, y que allí se os separe la cabeza del tronco. ¡Qué Dios tenga piedad de vuestra alma!

norfolk:

[La escena cam bia com o sigue: (I) ( II)

Suben los sím bolos de la Justicia. Se desvanece la luz, salvo en tres si­ tios: dos focos a izquierda y derecha en prim er término, y el arco en lo alto de las escaleras, donde com ienza a aparecer el azul del cielo. (III) A través de este arco — donde se ve la silueta del hacha y el bloque de ejecución contra una luz cada vez más brillante — llega el m urmullo de una gran muchedumbre, casi musical, que va creciendo en intensidad hasta el punto de que n o r f o l k dice el fin de su parlamento a gritos. A más del ruido de la gente y de los obje­ tos que suben, hay actividad en el escenario: el p r e s i d e n t e d e l j u r a d o se quita el som bre­ ro, y ya como v u l g o quita la silla del acusa­ do y luego se coloca bajo el foco de la iz­ quierda. c r a n m e r se coloca también bajo el foco de la izquierda. m or o va al foco de la derecha. Entra u n a m u j e r , por la derecha, y va al foco de la izquierda. n o r f o l k se queda donde está. Estos movimientos se hacen de manera natural y técnica; cuando han terminado,

se coloca de pie bajo la luz que desciende por las escaleras. Llama al vu l g o , quien deja su lugar bajo el joco de la iz­ quierda y se une a él. c r o m w e l l señala a lo alto de las escaleras. El vu lg o mueve la ca­ beza e indica por señas que no tiene traje. Arrastra la cesta bajo la luz e indica también por señas que no hay traje dentro, c r o m w e l l saca un antifaz negro de la manga y se lo ofrece. El vu lg o se lo pone, y con sus mallas negras, se convierte en el ver dug o tradicio­ nal. Sube las escaleras, coge el hacha y se coloca con las piernas entreabiertas, en silue­ ta contra el cielo claro. En el acto se calla la multitud.

crom w ell

Sale c r o m w e l l , arrastrando la cesta, nor ­ f o l k se acerca a m or o , bajo el foco de la de­ recha.

No puedo ir más lejos, Tomás. (Ofre­ ciéndole una copa.) Toma, bebe esto. m o r o : A mi Señor le dieron hiel y vinagre, no vino, para beber. Déjame seguir. m a r g a r it a : ¡Padre! (Sale de la derecha hacia la luz, y se arroja sobre m oro .) ¡Padre, pa­ dre! ¡Padre, padre, padre! m or o : Ten paciencia, Margarita, y no te ator­ mentes. La muerte llega para todos; incluso

no rfolk:

al nacer (coge la cabeza de ella y la mira un momento, pensativo), incluso cuando nace­ mos, la muerte no hace sino ponerse un poco a un lado. Es ley natural, y la voluntad de Dios. (Se separa de ella. Sereno.) Mucho tiempo ha que sabes los secretos de mi co­ razón. ¡Sir Tomás! ( m o ro se detiene.) ¿Me recordáis, sir Tomás? ¿Recordáis cuando erais Canciller, aquella sentencia falsa en contra mía?...

una

m u je r :

m oro:

Mujer, ya ves cómo estoy ocupado. (Con

rápida decisión va hacia ella, bajo el foco de la izquierda. Cortante.) Sí, me acuerdo

muy bien de tu asunto, y te aseguro que sí tuviera que dictar sentencia ahora no la cambiaría. Nadie te ha agraviado, conque sigue tu camino, y déjame en paz. ( Sube con ligereza las escaleras. Se detiene al darse cuenta de que le sigue c r a n m e r , con su Bi­ blia. Con amabilidad.) Os lo ruego, Arzobis­

po, volved. ofendido, se vuelve. La ilumina­ ción está ya completa, es decir, todo a os­ curas salvo las tres zonas de luz; en lo alto de la escalera la luz es ahora deslumbrante. Cuando m o ro llega a lo alto, junto al v e r d u ­ (cranm er,

se oye un grito, breve y único, de la mu­ chedumbre. Se vuelve al verdugo .)

go,

(con envidia, más que con resenti­ miento): Muy seguro estáis, sir Tomás.

cranm er

(se quita el sombrero, dejando ver su pelo gris, desordenado): El Señor no recha­

moro

zará a quien con tanto gozo va en su busca. (Se arrodilla.) (Inmediatamente, sonar ronco de tambo­ res y se hace la oscuridad total en lo alto de las escaleras. Mientras suenan los tambores, la m u j e r retrocede hasta unirse a c r a n m e r y salen juntos, n o r fo l k ayuda a margarita a salir de escena. Esta queda ocupada tan sólo por la luz de los dos focos, a derecha a izquierda. Cesan los tambores.) verdugo

(desde la oscuridad, pregonando): ¡Mi­

rad... Ja cabeza... de un traidor! (Entran, a los focos de izquierda y dere­ cha, c r o m w e l l y c h a p u y s . Se paran al verse, helados en posturas de hostilidad mientras que se hace la luz, ordinaria, en escena, vacía excepto por estos dos personajes.) Luego marchan simultáneamente hacia de­ lante, cruzándose en el centro de la escena, cabezas erguidas y sin mirarse. Al acercarse cada uno a la salida se detienen, dudan y se

vuelven lentamente. Con deliberación cami­ nan el uno hacia el otro, c r o m w e l l alza su cabeza y prueba a sonreír, c h a p u y s le res­ ponde. Se agarran del brazo y se dirigen a las escaleras. Al marcharse les oímos reír juntos. Pero no con aire siniestro o malicio­ so; es más bien la risa burlona, complaciente y compasiva de dos hombres que conocen el mundo y saben cómo sacar partido de él.

*

En la representación del Globe Theatre de Londres, la obra terminaba de esta manera: En lugar de la entrada de c r o m w e l l y c h a ­ p u y s , después de las palabras del v e r d u g o «He aquí la cabeza de un traidor», el v u l g o se acercaba al centro del escenario, habiéndose quitado su máscara de verdugo, y decía:

Al fin respiro... ¿Respiráis vosotros también?... Es muy agradable, ¿verdad? No es nada di­ fícil mantener vivos a los amigos... lo único que se nos pide es no crear problemas; y si no tenéis más remedio que crearlos, cread la clase de problemas que se espera de vosotros. Buenas noches. Si alguna vez por casualidad nos vemos, reconocedme (sale).

TELON

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