Lealtades Invisibles - Boszormenyi-nagi, Iván

April 29, 2017 | Author: Cetarius | Category: N/A
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Descripción: LEALTADES INVISIBLES constelaciones familiares...

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LEALTADES INVISIBLES Reciprocidad en terapia familiar intergeneracional. Iván Boszormenyi-Nagy y Geraldine M. Spark

Amorrortu editores Buenos Aires Directores de la biblioteca de psicología y psicoanálisis, Jorge Colapinto y David Maldavsky Invisible Loyalties: Reciprocity in Intergenerational Family Therapy, Ivan Boszormenyi-Nagy y Geraldine M. Spark © 1973, Harper & Row, Publishers, Inc. Primera edición en castellano, 1983; primera reimpresión, 1994 Traducción, Inés Pardal Unica edición en castellano autorizada por Harper & Row, Publishers, Inc., y debidamente protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723. © Todos los derechos de la edición castellana reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, Buenos Aires. Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en abril de 1994.

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Indice general 5 9

Prefacio Palabras preliminares

11 17 18 19 21 22

1. Conceptos referidos al sistema de relaciones Importancia clínica del enfoque sistémico Cuanto más cambia, más igual a si mismo permanece El modernismo conservador, o el miedo a la privacidad ¿La «realidad» objetiva tiene cabida en las relaciones caracterizadas por la cercanía? ¿Cuál es la realidad objetiva de la persona?

24 26 29 31 33 34 34

2. La teoría dialéctica de las relaciones Fronteras relacionales, jerarquía de obligaciones e «interiorización de los objetos» El poder y la obligación como bases alternativas de contabilización de las responsabilidades Antítesis superficie-profundidad Base dinámica retributiva del aprendizaje ¿Individuación o separación? Ajuste entre los sistemas de contabilización de méritos

38 38 38 46 47 49

3. Lealtad La trama invisible de la lealtad Necesidades del individuo y necesidades del sistema multipersonal Contabilización trasgeneracional de obligaciones y méritos Culpa e implicaciones éticas Estructuración intergeneracional de los conflictos de lealtad

50 4. La justicia y la dinámica social 52 Ecuanimidad y reciprocidad 55 Consideraciones sistémicas e individuales de la ética social 59 Normas duales en la lealtad del endogrupo. La justicia del universo humano y la «foja rotativa» 61 Los libros mayores de justicia y la teoría psicológica 62 De la ley del Talión a la justicia divina 65 Implicaciones sociales del enfoque dinámico de la justicia 68 Responsabilidad individual y colectiva ¿Hasta qué punto puede ser objetiva la contabilización de méritos? 73 La posición especial de la familia 74 Libros mayores de padres e hijos 77 Derechos inherentes a los hijos 78 Notas sobre la paranoia 79 Implicaciones terapéuticas 85 5. Equilibrio y desequilibrio en las relaciones 85 Disfunción relacional y patogenicidad La huida como forma de eludir el enfrentamiento con el libro mayor 119 Límites del cambio en los sistemas 121 Mitos sociales y lealtades 123 125

6. Parentalización Posesión y pérdida de los seres queridos

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Parentalización y asignación de roles Parentalización y patogenia en las relaciones 191 relacionales de la parentalización 132 Compromiso de lealtad y moral 136 136 144 VIII

Sistemas

de

compromiso:

bases

7. Fundamentos de la psicodinámica y de la dinámica relacional Conceptos relacionales y psicoanalíticos: convergencias y divergencias Implicaciones de lealtad en el modelo psicoterapéutico de la trasferencia

154 8. Formación de una alianza operativa entre el sistema coterapéutico y el sistema familiar 155 Derivación de pacientes 156 Descripción de las familias: proyección inicial de los problemas o de las soluciones 157 Etapas iniciales de la alianza operativa 157 Diagnóstico y pronóstico 159 Realidad inicial y reacciones trasferenciales ante los coterapeutas y el tratamiento: resistencias 162 El equipo coterapéutico como sistema 172 174 176 176 178 179 180

9. Terapia familiar y reciprocidad entre abuelos, padres y nietos El individuo y sus relaciones familiares Relaciones en la familia nuclear y en la familia extensa Los parientes políticos como sistema de equilibrio Inclusión de los abuelos en las sesiones Técnicas y comentarios sobre la inclusión de los progenitores provectos Fragmentos clínicos de sesiones que incluyeron a progenitores provectos y sus hijos

195 195 198 199 201 205

10. Los hijos y el mundo interior de la familia La infancia idealizada: confianza y lealtad básica Concepción sistémica de la familia Sintomatología en hijos y padres Asignación de roles a los niños Interrelación del niño con el sistema familiar

216 217 218 220 221 222 223

11. Tratamiento intergeneracional de una familia en la que se maltrataba a una hija Datos históricos y de investigación De los conceptos intrapsiquicos a los relacionales Consideraciones sobre el tratamiento El rol de los hijos Terapia de los hijos Ejemplo clínico

236 236 239 241 251 257 264 268

12. Diálogo reconstructivo entre una familia y un equipo coterapéutico Prefacio Historia de la familia Primer año Segundo año: Encrucijadas del cambio Tercer año: Reconstrucción y final del tratamiento Síntesis La trasferencia de la familia y la relación real con el equipo de coterapeutas

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278 13. Breves pautas de orientación contextuales para la conducción de la terapia intergeneracional 278 La ética de los individuos y los sistemas relacionales 280 Definiciones y metas 281 La actividad del terapeuta 283 Lealtad y confiabilidad 284 Trasferencia, proyección y marginamiento del terapeuta 285 Tratamiento simultáneo de sistemas y personas 288 El síntoma del niño como señal 289 El tratamiento de las raíces sistémicas de la paranoia 289 Duración, progreso y cambio 290 ¿Para quién está indicada o en qué casos se justifica la terapia familiar? 291

Epílogo Esferas para una redefinición futura de la reciprocidad, el mérito y la justicia

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Bibliografía

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Prefacio Vivimos en una era signada por la ansiedad, el temor a la violencia y el cuestionamiento de los valores fundamentales. La fe en los valores tradicionales sufre un desafío, y las oleadas de prejuicio parecen hacer peligrar nuestra mutua confianza y la lealtad que nos inspira la sociedad. Tal vez la televisión y otros medios de comunicación hayan afectado demasiado hondamente el enfoque que adoptan la juventud actual y los jóvenes adultos. Con frecuencia se habla de la llamada «brecha generacional», lo que lleva a preguntarnos si la experiencia formativa familiar no se habrá vuelto obsoleta y perdido todo su significado. La «fortaleza» de las relaciones familiares, o su efecto sobre los individuos, es sumamente difícil de medir. Los autores de esta obra consideran que los cambios observables en la familia no modifican necesariamente la influencia que las relaciones familiares ejercen entre uno y otro miembro. Las fuerzas reales de la libertad o la esclavitud están más allá de los juegos visibles de poder o las tácticas de manipulación. Los votos de lealtad hacia la familia de origen parten de leyes paradójicas: el mártir que no permite que los restantes miembros de la familia «elaboren» su culpa es una fuerza de control mucho más poderosa que el «mandón» exigente y vocinglero. El hijo delincuente o manifiestamente rebelde puede ser, en realidad, el miembro más leal de una familia. Hemos aprendido ya que las relaciones familiares no pueden interpretarse a partir de las leyes que se aplican a relaciones sociales o incidentales como las que rigen entre los colegas de una profesión. El sentido de las relaciones depende de la influencia subjetiva ejercida entre Tú y Yo. La llamada «proximidad», que tanta gente teme, se desarrolla como resultado de compromisos de lealtad que llegan a ser evidentes en el curso de un período prolongado de existencia y trabajo en común, se los reconozca o no. Podemos poner punto final a cualquier relación, salvo la que tiene como base la paternidad: de hecho, no podemos elegir a nuestros padres ni a nuestros hijos. La esencia de la terapia y de cualquier relación humana es la capacidad para asumir compromisos y confiar en los demás. Al acudir al terapeuta en busca de ayuda, el paciente o cliente llega al consultorio provisto de ese precioso don. Estamos cada vez más convencidos de que el terapeuta, ya sea que atienda a uno o a todos los miembros de una familia, debe desarrollar cierta capacidad para percibir las manifestaciones propias de los compromisos de lealtad y la reciprocidad de la justicia; en caso contrario el profesional nunca será admitido dentro del sistema de lealtades. Todo tipo de relación terapéutica representa un desafío, tanto en lo que atañe a la capacidad de confianza del terapeuta como a su capacidad de compromiso profesional y personal. A la postre, el psicoterapeuta debe integrar sus propias relaciones familiares con su experiencia profesional, lo que resulta particularmente importante en el caso del especialista en terapia familiar, quien en vez de centrarse en las exteriorizaciones verbales de los pacientes, aborda relaciones en plena marcha. La presente obra fue escrita con el objeto de compartir nuestra experiencia como especialistas en terapia familiar, no sólo con los profesionales sino con las familias. Estamos persuadidos de que el enfoque propio de la terapia familiar es muy amplio: no se trata, simplemente, de una técnica psicoterapéutica más. Vemos nuestro método como la extensión y el punto de confluencia de la psicología dinámica, la fenomenología existencial y la teoría de los sistemas aplicada a la comprensión de las relaciones humanas. Nuestra experiencia terapéutica incluye muchos años de trabajo casi exclusivo con familias y parejas, además de la anterior labor terapéutica individual. Hemos visto familias con todo tipo de problemas; desde aquellas con un miembro que presenta trastornos de conducta o problemas de aprendizaje aparentemente leves, a las integradas por miembros psicóticos graves. Hemos entrevistado familias de destacados_ profesionales, hombres de negocios y dirigentes comunitarios, 5

así como familias de asesinos y desviados sexuales. Hemos atendido familias de hombres exitosos, de intelectuales, de trabajadores, y también de habitantes carenciados de los guetos. Pasamos cientos de horas en sus hogares y miles en nuestro consultorio. Para nuestro trabajo profesional contamos con una clínica especializada en terapia familiar a la que se derivan pacientes de toda la ciudad, con un centro de salud mental comunitario, con proyectos especializados en el tratamiento de esquizofrénicos y de jóvenes delincuentes, y también con nuestro consultorio privado. Procuramos trasmitir al lector los frutos de todo lo que hemos aprendido a lo largo de estos años dedicados al tratamiento de familias. Como resultado, hemos llegado a reconocer la superficialidad y el carácter engañoso de muchos mitos y slogans contemporáneos a los que se asigna gran valor. Los aspectos «técnicos» tratados en este volumen no pueden comprenderse a menos de realizar un análisis fundamental de las prioridades éticas del hombre. Entendemos que, mientras actúa con todas las partes que intervienen en un conflicto, el especialista en terapia familiar no puede evitar las implicaciones éticas de la inevitable victimización y explotación relacional. Por oposición a lo que ocurre en el caso de la terapia individual, el terapeuta que se centra en las relaciones se ve enfrentado a los actos y reacciones de todos los participantes. Con el tiempo nos fuimos sintiendo cada vez menos satisfechos con los marcos conceptuales preexistentes y nos vimos instados a alcanzar una comprensión más adecuada de los miembros de la familia. Aprendimos a contemplar la vida familiar como algo regido tanto por principios psicológicos individuales como cuasi-políticos. Un importante aspecto de nuestra terapia familiar es la búsqueda e identificación de conflictos de lealtad no admitidos, o incluso inconcientes, en los que el aparente «traidor» se ve destruido por su falta de autonomía. A menudo, la sociedad interpreta como traición los pasos normales en pos de la autonomía. La terapia familiar, como toda psicoterapia, se basa en los valores de la apertura y el carácter directo de las relaciones signadas por la cercanía, en contraste con la negación y el secreto. No obstante, la apertura no es sinónimo de la mera abreacción o ventilación de los sentimientos acumulados de cada individuo; tampoco implica que deba abolirse el sentido de las fronteras individuales o la consideración por la privacidad. Lo ideal es un diálogo auténtico entre los miembros de la familia, que guarde relación con aspectos importantes de su vida y sea desarrollado de manera tal de reconocer las diferencias y los conflictos como valiosos ingredientes reconciliables, en vez de obstáculos para el crecimiento y la vinculación. Como resultado de este cuestionamiento, logramos un importante avance. Habiendo elegido de modo conciente el camino de la participación empática en los procesos humanos, en vez de una actitud fría, técnica y directiva ante las interacciones, tuvimos que responder al efecto de lo irracional sobre nuestro propio sentido común. En esto nos ayudó considerablemente nuestra tarea en equipo. El autor de más edad comenzó a actuar en el campo de la terapia familiar en 1956, y la coautora se le unió en 1963. Desde entonces hemos trabajado como coterapeutas, ya sea entre ambos o junto a muchos otros terapeutas. A menudo tuvimos que luchar en defensa de nuestros puntos de vista individuales como dos seres, un hombre y una mujer, que estaban alcanzando una síntesis nueva y una comprensión más elevada. Logramos distintas formas de intelección, mediante nuestras luchas en pos de la separación cono a través de nuestra integración como equipo. Dado que a muchas familias se las atiende también por separado, no podemos afirmar que un único terapeuta no logre buenos resultados terapéuticos. Por otra parte, una terapia correcta no entraña necesariamente trabajar con cada familia durante muchos años. La profundidad y duración de la terapia familiar está determinada, en última instancia, por las metas subjetivas y la capacidad de los miembros de la familia. Algunas de nuestras familias sólo buscaban un alivio sintomático; otras asumieron el desafío y soportaron las penurias y desventuras de una terapia prolongada que daría

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por resultado un cambio y crecimiento básicos. No consideramos válido el postulado según el cual las metas de la familia pueden predecirse a partir de su clase social, de su marco cultural o de su nivel de educación. El camino que lleva a convertirse en un competente especialista en terapia familiar dista de ser fácil. La conciencia de la propia lucha en las relaciones más cercanas es tan indispensable como la capacidad para conceptualizar la propia labor. Algunos críticos podrán caracterizarnos como adherentes a determinada escuela de pensamiento dentro de nuestra profesión, porque utilizamos elementos aportados por los enfoques psicoanalítico, existencial, ético, contable o derivados de otros marcos conceptuales. En realidad, presuponemos que el crecimiento real de nuestro campo sólo puede basarse en el respeto por todo conocimiento útil, sea que provenga de las generaciones anteriores o de colaboradores actuales. Obtener una prueba «operativa» de los resultados logrados es ya difícil en la psicoterapia individual, y más aún en la familiar. Este libro no pretende proporcionar respuestas definitivas, pero sí esperamos dar cuenta razonable de nuestro método. La obra se inicia con una exposición de nuestros conceptos básicos, seguida de la secuencia del contrato, la terapia y su conclusión, a lo que se agregan ciertos aspectos específicos de importancia clínica y teórica. No se pretende reflejar el pensamiento de un mosaico de autores, sino un punto de vista específico. Consideramos que a esta altura podrán alcanzarse mayores progresos en nuestro campo a partir de la elaboración concreta de ciertas convicciones, más que continuando con los textos de amplio espectro. Aunque la obra no contiene material autobiográfico, sabemos que nuestros conceptos y puntos de vista como autores trasuntan nuestras experiencias y creencias, tanto profesionales como privadas. El autor de más edad debe de haber descubierto un nuevo balance de lealtades tras su radical alejamiento, hace veinticinco años, de todo su campo existencial, cuando se trasladó de su país natal, Hungría, a Estados Unidos. A la vez, aunque entonces sólo podía comprometerse con su nuevo país y las nuevas oportunidades que este le ofrecía, interiormente debe de haberse sentido movido por la lealtad invisible que lo ataba a ciertas personas -en particular, sus padres, quienes instilaron en él su interés y confianza raigales en el fenómeno humano. En contraste con ello, Geraldine M. Spark procuró integrar siempre sus experiencias de terapia familiar con su formación anterior como trabajadora social psiquiátrica y sus dos años de cursos teóricos en la Asociación Psicoanalítica de Filadelfia. Ella continuó tratando de equilibrar su rol dentro de su familia de origen con su actual familia nuclear, que ahora incluye también a sus nietos. Por añadidura, más de veinte años de actuación en clínicas de orientación infantil le han permitido desarrollar una técnica especializada para relacionarse con los niños y alcanzar una mayor comprensión de ellos, facilitando en grado sumo su labor con las familias. En el desarrollo de nuestro método de terapia familiar deben destacarse las oportunidades que nos brindó el original proyecto del Instituto Psiquiátrico de Pennsylvania del Este (IPPE), caracterizado por la amplitud de su criterio. De acuerdo con las atribuciones originarias de este instituto estadual de investigación y capacitación, su junta de Directores, a través de los Departamentos de investigación, invitó en 1957 al autor de más edad para que desarrollara un programa psiquiátrico innovador, sujeto a la revisión periódica de la junta. A lo largo de los años, la División de Psiquiatría Familiar recibió el permanente y fundamental apoyo administrativo de los doctores William A. Phillips, Director Médico, Joseph Adlestein y William Beach, así como de anteriores Comisionados de Salud Mental en Pennsylvania. Nuestra comprensión aumentó notablemente a partir del aporte recibido de otros varios medios en los que hemos trabajado y enseñado. Deben mencionarse varios proyectos de investigación clínica bajo la dirección de Alfred S. Friedman, del Centro Psiquiátrico de Filadelfia. Allí, así como en el

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IPPE, muchos de nuestros colegas y alumnos contribuyeron sustancialmente a acrecentar nuestra experiencia clínica y claridad de comprensión. Los cuatro años durante los cuales el autor de más edad estuvo vinculado con el Consorcio de Salud Mental de la Comunidad de Filadelfia Oeste (bajo la dirección de Robert L. Leopold y Anthony F. Santore), y los dos años de experiencia de Geraldine M. Spark con las unidades de psiquiatría infantil de pacientes internos y externos de la Facultad de Medicina Thomas Jefferson, ubicadas en el Hospital General de Filadelfia, cargos en que ambos actuamos como consultores, hicieron que llegáramos a percibir la terapia familiar corno un método imprescindible, especialmente en el caso de las familias de los guetos. Dicho método constituye también la más poderosa base de unión de los equipos clínicos, que luchan contra las diferencias entre el ambiente propio de los profesionales de clase media y el contexto no profesional de los trabajadores de clase baja. Nuestros distintos tipos de formación nos han ayudado mucho a esclarecer nuestro pensamiento. La experiencia docente que hemos tenido en el Instituto de Familias de Filadelfia ha sido particularmente gratificante, a medida que observábamos cómo se desarrollaba su programa a partir de nuestros planes y esperanzas iniciales, para conformar una escuela de aprendizaje profesional más sólida y promisoria. El mes de práctica desarrollado en 1967 por Ivan Boszormenyi-Nagy en Holanda, dedicado a enseñar a un grupo de profesionales provenientes de todos los puntos de ese país, marcó la iniciación de prolongados contactos con especialistas en terapia familiar de esa progresista nación. El marco conceptual expuesto en este libro reconoce sus orígenes en las obras de muchos pensadores, entre quienes deben destacarse Martin Buber (también según la interpretación de Maurice Friedman), Sigmund Freud, Mahatma Gandhi, G.W.F. Hegel, Ronald Fairbairn, Konrad Lorenz y Thomas S. Szasz. Nos fueron sumamente útiles, asimismo, las estimulantes conversaciones que hemos mantenido con Helm Stierlin (a quien agradecemos de manera muy especial sus meditadas sugerencias de revisiones), Maurice Friedman, Robert Waelder, Abraham Freedman, Isadore Spark y Elaine Brody. A través de los años, los autores continuaron aprendiendo a partir de su contacto con los primeros especialistas destacados en el campo de la terapia familiar, entre quienes se cuentan, mencionando sólo unos pocos: Nathan Ackerman, Murray Bowen, Don D. Jackson, Carl Whitaker y Lyman Wynne. Entre los miembros de la División de Psiquiatría Familiar debemos nombrar a lames L. Framo, Leon R. Robinson y Gerald H. Zuk. Extendemos nuestro agradecimiento a aquellas personas que contribuyeron a que este volumen se hiciera realidad. La señora Mary Jane Kapustin nos ayudó en las etapas iniciales del manuscrito. La dedicación y paciencia casi ilimitadas de la señora Doris Duncan fueron esenciales para la preparación del manuscrito final. La señora Kathryn Kent colaboró en muchos detalles en las etapas finales. Nuestras propias familias no sólo merecen nuestro reconocimiento en lo que respecta a los orígenes de nuestros conceptos más profundos de las relaciones familiares, sino también por ser el escenario en el que se desarrollaron batallas personales más duras y con frecuencia más penosas, precisamente por ser nosotros especialistas en terapia familiar. También declaramos nuestra deuda de gratitud para con nuestras familias de origen, a las que volvimos a visitar en el pensamiento como fuente de orientación básica y de entendimiento. Finalmente, creemos que en el futuro los aportes más significativos partirán de una mayor comprensión de los antiguos vínculos de lealtad hacia la propia familia de origen, y de la continua

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necesidad de equilibrar la autonomía individual y la justicia recíproca de las relaciones actuales con las cuentas multigeneracionales' de lealtad familiar, hasta la tercera y cuarta generación. ' Sobre el concepto de «cuenta multigeneracional», cf. Tema en este libro [N. del E.]

Palabras preliminares Esta obra representa la elaboración inicial de una síntesis de nuestros años de práctica clínica y de los esfuerzos que hemos realizado en pos de un esclarecimiento conceptual. Al aumentar nuestro convencimiento acerca de la eficacia clínica del método de la terapia familiar, surgieron ulteriores exigencias por definir su marco teórico. Para nosotros era evidente que, a los efectos de comprender fenómenos nuevos, había que diseñar un nuevo marco conceptual. A la vez, no estábamos satisfechos con una serie de orientaciones teóricas provenientes de colegas con un enfoque psicodinámico o sistémico. Aparentemente, ellos sugerían que la terapia familiar es un campo en que puede pasarse por alto tanto la profundidad de la experiencia personal como la integridad ¡que tiene, desde el comienzo hasta el final, la vida humana. Cuando optamos por no soslayar lo profundo del enfoque individual y la complejidad propia del sistema multipersonal en el campo de fuerzas de la familia, nos ayudó mucho concebir las relaciones en forma dialéctica. Así pudimos considerar de manera simultánea la interacción de tendencias divergentes, o aparentemente contradictorias, y entender de qué modo son determinadas las acciones y motivaciones individuales tanto en un nivel psicológico como en el de los sistemas relacionales. Como uno de los conceptos claves surgió el de «lealtad», que hace referencia a los niveles sistémico (social) e individual (psicológico) de comprensión. Én este concepto están incluidas la unidad social, que depende de sus miembros y espera esa lealtad de ellos, y las creencias, sentimientos y motivaciones de cada miembro como persona. A medida que aprendíamos a aplicar el concepto de lealtad a nuestra labor clínica cotidiana, apareció la necesidad de reunir dentro de un contexto básico todo el panorama de las posiciones, actos y motivaciones internas de los miembros de la familia. A la vez, sentimos que debíamos expresar ese universo conceptual por medio de un lenguaje más humanista que intelectualcognoscitivo-científico. El concepto de justicia parecía ser el siguiente paso en nuestra búsqueda de un marco más amplio y adecuado. La justicia y la injusticia, la equidad y la falta de ella, la consideración recíproca y la explotación, son objeto de diaria preocupación para todos los seres humanos en lo que atañe a sus relaciones. Si el problema ético de la justicia puede parecer extraño a la mayor parte de las actuales investigaciones psicológicas y psicodinámicas, para nosotros ofrece la ventaja de una estructura intrínseca de expectativas y obligaciones familiares. Dicha estructura puede verse afectada por la cadena de interacciones puesta en marcha entre los miembros. Quisimos dejar la contabilidad intrínseca y encaminarnos hacia aspectos más concretos de la posición de cada individuo en relación con el libro mayor;* pero entonces sobrevino la necesidad de tomar en cuenta aspectos normativos y de evaluación: ¿qué significan la salud y la patología en

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función de los sistemas de relaciones? Obviamente, se requerían conceptos multipersonales que trascendieran el de la patología individual (en esencia, un término médico). Los conceptos de equilibrio (o balance) y desequilibrio parecían llenar en parte la laguna. Cuando el individuo, por su historia y posición en la familia, se sitúa en el punto de mira de un balance específico del libro mayor de justicia, su capacidad para funcionar de modo sano puede sufrir una tensión tal que la realimentación que hace al sistema comienza a afectar a este último. La psicopatología individual y la patogenicidad sistémica pasan por un proceso de interacción dinámica. Tras analizar ese desequilibrio relacional tan vasto y significativo que dimos en llamar «parentalización», * * describimos las implicaciones de lealtad sistémica multipersonal, en relación con un fenómeno central en la teoría y la terapia psicoanalíticas: la trasferencia. Como etapa de transición reseñamos los puntos de convergencia y divergencia entre ciertos conceptos de la teoría psicoanalítica v_ su aplicación a nuestra teoría de las relaciones. Posteriormente, efectuamos una revisión de una serie de problemas clínicos relacionados con las posibilidades de aplicación de nuestro marco conceptual. Examinamos un enfoque sistémico acerca de la formación de una alianza terapéutica entre la familia y el equipo, las aplicaciones clínicas de un enfoque trigeneracional con inclusión de los miembros más ancianos de la familia en el proceso de terapia, aspectos clínicos específicos del trabajo con niños, y cuestiones vinculadas con el tratamiento de una familia en que la hija era objeto de maltrato físico. Un capítulo íntegro está dedicado al relato detallado de la terapia de una familia que presentaba una serie de problemas que afectaban a los miembros de tres generaciones. Se prestó especial atención a la importancia práctica y teórica de la oportunidad de equilibrar el libro mayor intergeneracional de justicia, a medida que se volvía a instilar confianza y esperanzas en la relación de una madre con su progenitora moribunda. En otro capítulo se hace un resumen de los principios terapéuticos acordes con nuestro marco teórico, seguido de sus implicaciones para la sociedad y el ulterior trabajo con familias. En síntesis, intentamos proporcionar bases teóricas coherentes para comprender las fuerzas estructurales más profundas de las relaciones humanas significativas. Dicha comprensión se prestará a su amplia aplicación en la terapia familiar y podrá integrarse con las ideas que el lector tiene sobre psicodinámica individual y técnicas interaccionales. Aunque el libro fue escrito conjuntamente y cada capítulo es el producto de un esfuerzo de colaboración, Ivan BoszormenyiNagy es el principal responsable de los capítulos 1 a 7 y 13, y Geraldine M. Spark de los capítulos 8 a 11. El capítulo 12 es resultado de esfuerzos mancomunados. En el capítulo 7 hemos incluido la reimpresión, con unos pocos cambios, de un artículo titulado «Loyalty Implications of the Transference Model in Psychotherapy» («Implicaciones de lealtad en el modelo trasferencial de psicoterapia»), publicado en Archives of General Psychiatry (1972, vol. 27, págs. 374-80). Los capítulos 8 a 13 constituyen una unidad temática, por cuanto ofrecen la explicación de aspectos terapéuticos derivados de los puntos teóricos anteriores.

* Sobre la «contabilidad» de los actos de lealtad y el «libro mayor de justicia», cf. infra, págs. 40-1 y 72, respectivamente. [N. del E.] * ` Cf. el desarrollo de este concepto infra, págs. 182 y sigs. [N. del E.] 11

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1. Conceptos referidos al sistema de relaciones La estructuración de las relaciones, en especial dentro de las familias, se caracteriza por ser un «mecanismo» extremadamente complejo y en esencia desconocido. Desde el punto de vista empírico, dicha estructuración puede inferirse a partir de la regularidad y predecibilidad, sujetas a ley, de ciertos hechos reiterados en las familias. A lo largo de los años, buena parte de nuestros esfuerzos concertados se han dirigido, clínica y conceptualmente, a identificar esas leyes sistémicas multipersonales. En ciertas familias se trasmiten pautas multigeneracionales fácilmente reconocibles en las relaciones. Respecto de tina familia, por ejemplo, nos enteramos de que durante generaciones enteras se repetían episodios de muerte violenta en las mujeres, a manos de los hombres con quienes estaban vinculadas sexualmente. En otra familia se reiteraba una pauta distinta: las esposas eran supuestas mártires victimizadas por maridos que, en forma continuada y evidente, mantenían relaciones con amantes. En el caso de una tercera familia, durante tres o cuatro generaciones se reprodujo una pauta según la cual una de las hijas terminaba siempre siendo expulsada de su seno, debido al «pecado» de deslealtad que cometía al contraer matrimonio con un hombre de distinta religión. Hemos atendido familias en las que se reiteraron secuencias de incesto por lo menos durante tres o cuatro generaciones. Sólo en estos últimos tiempos se están comenzando a discernir los elementos que determinan dichos tipos de organización reiterada en las relaciones de familia. El cuidadoso estudio a largo plazo de sistemas multigeneracionales de familias extensas sometidas a tensión puede revelar algunos de sus determinantes «patógenos» cruciales. Pero, con el fin de elaborar un auténtico pautamiento multigeneracional de las relaciones familiares, tenemos que basarnos en información retrospectiva, incluidos los recuerdos que los vivos tienen de los muertos. Si no se interesa por esas leyes de funcionamiento que rigen las relaciones verticales formativas de larga data en las familias, el terapeuta se verá impedido de enfocar adecuadamente la patogenicidad y la salud de aquellas. Cabe distinguir, en ese sentido, entre mejorar las formas de interacción en el aquí y ahora, e intervenir cabalmente (es decir, de modo preventivo) en el sistema. Creemos que salud y patología están conjuntamente determinadas por: 1) la naturaleza de las leyes que rigen las relaciones multipersonales; 2) las características psicológicas («estructura psíquica») de los miembros considerados en forma individual, y 3) la relación existente entre esas dos esferas de organización del sistema. Cierto grado de flexibilidad y equilibrio respecto de la adaptación del individuo al nivel superior del sistema contribuye a su salud, mientras que la adhesión inflexible a las pautas del sistema puede llevar a una patología. Querríamos evitar los peligros latentes del reduccionismo al describir el complejo dominio de la estructuración de las relaciones. En la bibliografía especializada se detallan una serie de dimensiones pertinentes a la naturaleza de las pautas profundas de relación, pero ninguna basta de por sí para dar cuenta del todo complejo de su organización dinámica. Algunos de los elementos y fuerzas principales que determinan las configuraciones relacionales profundas del sistema son: las pautas de interacción de las características funcionales o de poder; las tendencias pulsionales dirigidas a una persona como objeto asequible de la pulsión de otra; la consanguinidad; pautas patológicas; la suma colectiva de todas las tendencias superyoicas inconcientes de los miembros; aspectos de encuentro de dependencia óntica entre los miembros; y cuentas no expresas de obligaciones, rembolsos y explotación, con un balance que va alterándose a través de las generaciones.

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Probablemente, uno de los principales aportes del método de terapia familiar haya sido el concepto multipersonal o sistémico de la teoría motivacional. Según este concepto, el individuo es una entidad biológica y psicológica dispar, cuyas reacciones, sin embargo, están determinadas tanto por su propia psicología como por las reglas que rigen la existencia de toda la unidad familiar. En términos generales, un sistema es un conjunto de unidades caracterizadas por su dependencia mutua. En las familias, las funciones psíquicas de un miembro condicionan las funciones de los demás miembros. Muchas de las reglas que gobiernan los sistemas de relaciones familiares se dan en forma implícita, y los miembros de la familia no son concientes de ellas. El rol sustitutivo o implícitamente expoliador que puede cumplir una madre en un caso de incesto entre padre e hija, por ejemplo, tal vez no salte a la vista en las fases iniciales de la terapia familiar. Algunos aspectos de la estructuración motivacional básica de los sistemas familiares pueden manifestarse a través de ciertas pautas de organización o ritos de acciones tangibles, como por ejemplo la ofrenda de sacrificios, la traición, el incesto, el honor familiar, la «vendetta» entre familias, la búsqueda de «chivos emisarios», la congoja, el cuidado de los moribundos, los aniversarios, las reliquias familiares, los testamentos, etc. Estos ritos se ajustan a guestalts inconcientemente estructuradas de relaciones, que afectan a todos los miembros del sistema. Además de cumplir funciones específicas, cada rito aporta algo al equilibrio entre las posturas y actitudes expoliadoras y las generosas. Un «libreto» o código familiar no escrito orienta los variados aportes del individuo a la «cuenta». El código determina la escala de equivalencia de méritos, ventajas, obligaciones y responsabilidades. Un conjunto de ritos interrelacionados caracteriza el sistema manifiesto de relaciones de una familia en un momento dado. Los ritos son pautas de reacciones aprendidas, mientras que el libreto tácito del sistema se apoya en una vinculación genética e histórica. Esta distinción reviste importancia práctica para el especialista en terapia familiar. Las pautas ritualistas se entrelazan con el sustrato existencial del sistema multipersonal de la familia en formas singulares, que pueden sorprender al observador externo. La dificultad (descrita a menudo) que se plantea al enfocar mensajes aparentemente carentes de sentido en una familia sometida a tratamiento se debe, en parte, a la comprensible necesidad que tiene el terapeuta de hallar una «lógica» en el modo en que los ritos relacionales características se enlazan causalmente entre sí. Se requiere tiempo y un aprendizaje especial para poder evaluar las cuentas básicas de las dimensiones históricas, vertical y profunda de los sistemas de acción. Si no se comprende la jerarquía de obligaciones, ninguna lógica será evidente. Un importante aspecto sistémico de las familias se basa en el hecho de que la consanguinidad o vínculo genético dura toda la vida. En las familias, los lazos propios de la relación genética tienen primacía sobre la determinación psicosocial -en la medida en que estas dos esferas pueden separarse conceptualmente. Mi padre será siempre mi padre, aun cuando esté muerto y su sepultura se encuentre a miles de kilómetros de distancia. Él y yo somos dos eslabones consecutivos en una cadena genética con una extensión de millones de años. Mi existencia es inconcebible sin la suya. En forma secundaria, o desde el punto de vista psicológico, su persona dejó en mi personalidad una impronta indeleble durante las etapas críticas del desarrollo emocional. Aun cuando me rebelé contra todo lo que él representaba, mi enfático «no» sólo logró confirmar mi vinculación emocional con él. Por ser yo su hijo, él tenía obligaciones para conmigo, y con el tiempo yo contraje una deuda existencial para con él. Mi suegro no tiene una relación de consanguinidad conmigo, y sin embargo siempre recuerdo el parentesco que nos une cuando observo el parecido físico de mi hijo con él. Continuamente me pregunto si las cualidades mentales de ese hijo mío serán como las de mi suegro, sólo porque

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algunos de sus rasgos faciales y gestos espontáneos me recuerdan tanto a este. Las relaciones con los parientes políticos adquieren un aspecto cuasi-consanguíneo a través del nacimiento de los nietos. Por añadidura, mi suegro y yo nos vinculamos a través de una «hoja de balance» en la que se va registrando el recíproco toma y daca dentro de la familia extensa. La bibliografía referente a la teoría de los sistemas en las relaciones familiares se inició con nociones influidas por el concepto de funcionamiento «enfermo» o «anormal». Expresiones como «simbiótico», «cargado de culpa», «doble vínculo», «esquizofrenógeno», etc., sugerirían que el único lenguaje existente para la descripción de los fenómenos de pautamiento de las relaciones debe estar teñido de nociones de patología. Las necesidades del especialista en terapia familiar exigieron elaborar conceptos explicativos más eficaces como guías de su trabajo. En el movimiento de terapia familiar, el concepto de «seudomutualidad» de Wynne et al. constituye el primer intento sistemático de importancia para explicar los determinantes fundamentales de las pautas de relación familiar. Los citados autores manifiestan: «La organización social en estas familias se ve conformada por una penetrante subcultura familiar de mitos, leyendas e ideologías, que subrayan las nefastas consecuencias de una divergencia franca respecto de un número relativamente limitado de roles familiares fijos y absorbentes» [93, pág. 2201. En un evidente esfuerzo por integrar el punto de'vista sociológico con el psicoanalítico, Wynne et al. caracterizan la «estructura de roles internalizada en la familia y la subcultura familiar conexa, que actúan como una suerte de superyó primitivo tendiente a determinar la conducta de manera directa, sin entablar ninguna negociación con un yo que percibe y discrimina activamente» [93, pág. 216]. Las implicaciones de una subcultura de expectativas familiares constituyen un mojón en el camino que lleva a definir la estructura de relaciones como series de obligaciones impuestas a los miembros de la familia. Cuando Wynne et al. comparan la circunspección familiar y los mecanismos de indagación con una ansiosa vigilancia del superyó, se aproximan en grado sumo a nuestra formulación inicial de un importante mecanismo patógeno de la familia, el «superyó contraautónomo» [11]. Asimismo, es fácil ver la afinidad que existe entre los conceptos de superyó primitivo de la familia y las hojas de balance de méritos a largo plazo en las familias. Los esfuerzos de Wynne et al. tienden un importante puente en dirección al modelo dinámico auténticamente multipersonal. El empleo que hacen de conceptos de base individual, tales como superyó, represión, disociación o rol, en un contexto familiar revela su esfuerzo por trascender los límites de la psicología al aproximarse al terreno de lo que denominamos teoría dialéctica de las relaciones. Utilizan un lenguaje esencialmente psicológico cuando elaboran expresiones tales como «internalización de la estructura de roles» y «sentido de satisfacción recíproca de las expectativas». La lucha principal en la familia caracterizada por la seudomutualidad se describe en términos cognoscitivos como «esfuerzos por excluir todo reconocimiento abierto de cualquier indicio de falta de complementariedad». Desde nuestro punto de vista, el problema básico de la teoría de las relaciones familiares es el siguiente: ¿Qué sucede en el contexto de la acción, y cómo afecta ella la propensión de la familia a mantener esencialmente inalterado el sistema? De acuerdo con este esquema, aunque la pérdida por muerte, la explotación y el crecimiento físico son hechos inevitables, producto del cambio, todo paso dado en dirección de la madurez emocional representa una amenaza implícita de deslealtad hacia el sistema. La meta contextual de las expectativas, obligaciones y lealtades entrelazadas es, entonces, que el sistema subsista inalterable. El equilibrio no alterado del sistema incluye la ley de mutua consideración para evitar, de la mejor manera posible, el causar dolor innecesario a nadie (p. ej., enfrentando la desdicha). El antiguo fundamento tribal y biológico del sistema familiar era la reproducción y la crianza de la prole. A nuestro modo de ver, la función de la crianza sigue siendo el

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mandato existencial básico de las familias contemporáneas. Las lealtades sujetas a las exigencias propias de la supervivencia biológica y de la integridad de la justicia humana son ulteriormente elaboradas en conformidad con el «libro mayor» de acciones y compromisos asumidos a lo largo de toda la historia familiar. Atendiendo a estas conexiones dialécticas más profundas, las pautas de seudomutualidad u otros ordenamientos psicosociales son elaboraciones «psicológicas» secundarias de realidades existenciales fundamentales; son ejemplos de ritos específicos en el contexto de un sistema de relaciones. El núcleo de la dinámica del sistema familiar es parte del orden humano básico, que sólo secundariamente se refleja en los conocimientos, afanes y emociones de los individuos. El orden humano básico depende de las consecuencias históricas de los hechos producidos por la interacción entre los distintos miembros en la vida de cualquier grupo social. Las motivaciones de cada miembro están enraizadas en los contextos de su propia historia y la de su grupo. Un ejemplo clínico ilustra el modo en que se entrelazan el individuo sintomático, una díada, y la guestalt total de las cuentas multigeneracionales en un sistema de relaciones. La familia fue remitida para consulta debido al estado de tensión e irritabilidad de Diana, que últimamente se había podido advertir tanto en el hogar como en la escuela. Diana, una niña de diez años dotada de talento artístico, era muy apegada a su abuela, la señora H., de 58 años. Cuando Diana contaba apenas seis días, su madre se volvió psicótica y desde entonces ha estado internada en una clínica para enfermos mentales. La señora H. crió a la pequeña. Como comentario aparentemente al margen del problema, se mencionó el hecho de que entre la abuela y• el abuelo solían desencadenarse fuertes discusiones con amenazas de violencia física. La primera sesión de terapia familiar se realizó en el hogar, y reveló una grave tensión conyugal entre los abuelos. Contradiciendo las expectativas del trabajador social asignado a Diana, la abuela procuró en forma activa despertar la atención del terapeuta casi desde el comienzo. Aunque inicialmente sonaba poco coherente y evasiva, fue muy clara y explícita cuando comenzó a puntualizar todos los motivos de resentimiento que tenía contra el marido: «Hay dos cosas que no le perdonaré mientras viva», dijo, explicando las razones que la llevaban a rechazarlo sexualmente. Al describir su falta de respuesta sexual hacia el marido, la señora H. agregó: «Cuando lo necesitaba y lo deseaba, de joven, él tenía aventuras por ahí». Advirtiendo el interés del terapeuta por conocer sus antecedentes, refirió una sorprendente historia personal. Sin mayores vacilaciones, relató que a los catorce años, cierta noche que su madre se había ausentado, su padrastro entró a su dormitorio y trató de violarla. Al día siguiente ella procuró obtener el apoyo moral de la madre, pero esta se puso del lado del padrastro, y la jovencita fue enviada a casa de los abuelos. Nunca había podido referir a nadie el incidente, con excepción de su madre y su abuela. A medida que esa mujer solitaria y recluida comenzaba a hablar más abiertamente, era fácil condolerse de su estallido de genuina desesperación y dolor, que la habían embargado toda su vida. Esta sesión inicial demuestra con gran claridad el enfoque dialéctico de indagación en los sistemas de relaciones. Ningún relato o declaración individual se toman como verdad absoluta. Los problemas de la niña se indagaron desde un comienzo en el contexto de la dimensión vertical de la familia, abarcando tres generaciones. Esto llevó a investigar también la dimensión horizontal del matrimonio de la abuela. A partir de allí, era natural volver nuevamente a la dimensión vertical de los conflictos que la señora H. había tenido en la infancia con sus padres. Es fácil ver cómo una cuenta que quedó sin saldar entre ella, su madre y su padrastro tendría que «salir a relucir» en su matrimonio. La atmósfera irremediablemente hostil y atemorizadora de su hogar debió de haberse reflejado entonces en la desesperada necesidad que tenía la niña de llamar la atención en la escuela.

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Con el presente ejemplo no se pretende sostener que una sola sesión inicial basta para descubrir las raíces últimas de los determinantes sistémicos de la conducta sintomática de un niño. A pesar de la autenticidad y de la gran fuerza que esa mujer solitaria y. ávida de comunicación impartía a su relato, sería poco realista considerar que el desarrollo del carácter de la señora H. quedó cabalmente explicado por las simples metáforas relacionales de su condensada historia. No obstante, el examen de su experiencia clave infantil -la explotación de que fue objeto por parte del padrastro y la aparente deslealtad en la respuesta de la madre- señaló una injusticia básica, la cual debe de haber contribuido a cimentar la desconfianza hacia los hombres y las relaciones humanas en general, característica de la señora H. durante toda su vida. Esta sesión ilustra las dimensiones interconectadas de la psicología individual, la reciprocidad en los sistemas de relaciones y la justicia del mundo de los hombres, convertidos en datos invisibles registrados a lo largo de las generaciones. Como conclusión, digamos que la violación de la justicia inherente al orden humano básico de una persona puede hacer de ese hecho un pivote en torno del cual gira el futuro de sus propias relaciones y las de sus descendientes. Así como sería poco sensato, cuando se investigan las motivaciones individuales, considerar que un síntoma existe aisladamente de la personalidad total del paciente, es necesario examinar el sistema familiar completo en relación con la función-señal de la «patología» del miembro identificado como paciente. El interés por el aspecto referente a la justicia propia del orden humano suele conducir al descubrimiento de un miembro que en un comienzo parece haber actuado injustamente. Se plantea un interrogante: ¿El injusto es actor e iniciador de los hechos, o un mero eslabón en una cadena de procesos? Una vez que se ha podido investigar el propio sufrimiento de ese miembro a través de injusticias pasadas, se pone en marcha el proceso de terapia familiar. La filosofía dialógica de Martin Buber y los escritos de ciertos autores existencialistas señalan un modo de «usar» a los otros que conforma otra importante dimensión de la dinámica de las relaciones. Sin embargo, en vez de subrayar lo que hay de explotación en determinados aspectos de las relaciones humanas, Buber se centra en su capacidad potencial para la reafirmación mutua. Al sostener que las relaciones personales significativas pertenecen al tipo Yo-Tú, declara que los pronombres básicos no son Yo, Tú, Ello [It], sino Yo-Tú y Yo-Ello. El análisis fenomenológico existencial de la vida social presupone una dimensión de compromiso personal: no estoy, simplemente, junto a aquel a quien me dirijo utilizando el «Tú» de Buber. Ese otro a quien me dirijo de ese modo no es un mero instrumento de mi expresión emocional o la suya, sino, al menos por el momento, el «terreno», la contraparte dialéctica de mi existencia. Pero aun como terreno para el otro, la persona es un Yo bien delimitado para sí misma. El auténtico diálogo Yo-Tú va más allá del concepto del otro como mero «objeto» o medio para gratificar mis necesidades. La solicitud y el interés recíprocos puestos de manifiesto es algo que no sólo experimentan los participantes, sino que trasciende su psicología al ingresar al dominio de la acción o el compromiso con la acción. El diálogo, tal como lo define Buber, se convierte en una característica del sistema de relaciones familiares. La reciprocidad de experiencias entre dos seres humanos, reafirmados ambos por su encuentro en términos Yo-Tú, crea una base de apoyo mutuo en las relaciones familiares. Tal vez esto se vincule con lo que Buber denomina la zona del «entre» [26, pág. 17]. Si bien el concepto de diálogo mutuamente reafirmativo sin duda enriquece nuestra comprensión de las relaciones, en general nuestra postura es que las relaciones familiares tienen su propia estructuración específica, existencial e histórica. Un viajero conocido por casualidad en el tren, del que obtenemos una respuesta caracterizada por su profundidad, puede, al menos

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momentáneamente, cumplir las condiciones de interlocutor en un auténtico diálogo Yo-Tú. Desde el punto de vista psicológico, el efecto posterior de ese diálogo tan auténtico puede ser una reafirmación permanente de mi persona e identidad, aun cuando esa relación específica sea efímera. De ese modo, el Tú del auténtico diálogo puede hallarse en todas partes, y ser remplazado por otro Tú. Ciertas dimensiones de la terapia de grupo, las maratones, las técnicas de grupo de encuentro, la sensibilización, etc., se basan en la esperanzada expectativa de que se dé una reafirmación mutua entre personas que no pertenecen a un sistema familiar consanguíneo. Desde el punto de vista práctico es muy importante reconocer la naturaleza específica de las relaciones familiares. Tras una vinculación que durante todas sus vidas se caracterizó por la hostilidad, dos hermanos pueden hacer intensos esfuerzos por reconciliarse y reconstruir su relación de manera que surja entre ellos una positiva amistad. Quizás entonces se descubran el uno al otro y lleguen a comprenderse en forma diferente, casi como si cada uno de ellos estuviera ante una persona totalmente nueva para él. Empero, ya sea que parezcan enemigos o amigos, siempre han sido miembros del mismo sistema familiar consanguíneo. Si yo ayudo a cualquier ser humano que sufre, es probable que entable un auténtico diálogo Yo-Tú con él. Si, no obstante, sucede que ese ser humano es mi hijo, configura, por añadidura, una contraparte única de mi dominio existencial: ningún otro ser humano puede remplazarlo. Ninguna conducta de otro, por perfecta que sea la semejanza, podría sustituir el significado que él tiene para mí. Además, tanto él como yo estamos encuadrados dentro de un sistema de relaciones multigeneracionales. El compromiso, la devoción y la lealtad son los determinantes más importantes de las relaciones familiares. Derivan de la estructura multigeneracional de la justicia del universo humano, creada a partir del patrimonio histórico de las acciones y actitudes entre los miembros. En resumen, la dimensión más importante de los sistemas de relaciones estrechas se desarrolla a partir de la hoja de balance multigeneracional de méritos y obligaciones. Creemos que el nivel del sistema en que se forjan las lealtades básicas se conecta con otros niveles sistémicos más visibles de la conducta de interacción y las comunicaciones. Consideramos que la jerarquía de obligaciones reviste importancia crucial para todos los grupos sociales y la sociedad en su conjunto. Como muchas épocas pasadas, la nuestra padece el desgaste gradual de la calidad de las relaciones humanas. Desde fines del siglo XIX los autores existencialistas trataron de advertirnos del peligro que amenazaba la calidad de las auténticas vinculaciones entre los seres humanos. La urbanización, la automatización, los medios de trasporte y comunicación de masas, etc., contribuyen a aumentar ese desgaste. El teórico que estudia a la familia centra ahora su atención en una dimensión existencial específica que en nuestra era se evita, niega y erosiona: las cuentas de la justicia del mundo de los hombres. Al rehuir los contactos con la familia extensa, por un lado, y aferrarse desesperadamente a las posesiones materiales, por el otro, se crean paradójicos antagonismos entre las viejas y las nuevas generaciones, con pocas posibilidades de resolución. La vieja generación conservadora, se atrinchera cada vez más en su rígida postura defensiva, mientras que mediante el escapismo y la negación la juventud rebelde puede destruir los cimientos que le permitirían utilizar su libertad si adquiriera la capacidad necesaria para enfrentar y balancear las cuentas de la justicia intergeneracional. Llevados por su sensación de carencia, a menudo los jóvenes no ven que la represalia destructiva lleva a una ulterior y más honda carencia. En última instancia, ambas generaciones resultan perdedoras. La amplia popularidad actual de los grupos de encuentro, maratón, sensibilización, etc., atestigua la toma de conciencia del desgaste de las relaciones personales por parte del hombre moderno. Todos los días se forjan nuevos ritos sobre la base de esa toma de conciencia, combinada con el mito del valor supremo que tendría «expresar los propios sentimientos» hacia los extraños. El diálogo Yo-Tú de Buber, cuando se lo comprende de manera parcial, puede esgrimirse como anhelada fórmula

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mágica, aplicándola a encuentros de formas ritualizadas. El especialista en terapia familiar no rechaza la validez del encuentro como «técnica» auxiliar dotada de sentido en la sociedad contemporánea; configura una dimensión de su propia labor con las familias. Pero si esta dimensión se eleva al plano de la omnipotencia mágica, utilizada para negar las duras realidades de la justicia histórica de la propia existencia y la posición generacional en el «libro mayor» de méritos de la familia, sólo permitirá logros limitados. Por añadidura, sus falsas pretensiones pueden ser fuente de grandes desengaños.

Importancia clínica del enfoque sistémico La distinción trazada entre motivaciones multipersonales, basadas en el sistema, e individuales tiene gran importancia para el terapeuta desde el punto de vista práctico. Sus colegas con frecuencia lo interrogan acerca de sus actitudes hacia problemas terapéuticos clave, tales como: ¿Cuáles son los criterios que determinan si la terapia familiar es la indicada? ¿Cuáles son las metas terapéuticas? ¿Cómo se evalúan los resultados de su labor terapéutica?, etc. La respuesta a estas preguntas está asociada a la comprensión del modo de entrelazamiento de los niveles de motivación en los sistemas individuales y multipersonales. La conceptualización de ese entrelazamiento entre niveles de sistemas individuales y multipersonales no sólo exige un conocimiento básico de la teoría general de los sistemas, sino un pensamiento elaborado en función de un modelo dialéctico. De acuerdo con este último, el dominio_ «intrapsíquico» pierde todo sentido si lo sacamos del contexto de relaciones (Yo-Tú). Desde el punto de vista dinámico, toda experiencia subjetiva implica que hay un sí-mismo y un otro, o sea, un contexto simbólico interpersonal. Mediante pautas interiorizadas, el individuo inyecta en todas las relaciones actuales la programación de su mundo relaciona) formativo. Naturalmente, el sí-mismo es el centro experiencia) del mundo del individuo, pero ese sí mismo es siempre un Yo subjetivo, impensable sin algún Tú. Los autores suscriben una visión amplia de la teoría clínica, en que los niveles de motivación de los sistemas individual (intrapsíquico) y multipersonal deben considerarse en su relación mutuamente antitética y complementaria. Entendemos incorrecto y poco aconsejable ignorar la importancia motivacional recíproca y multipersonal para la formulación intrapsíquica de hechos tan importantes para la experiencia humana como la separación, el enamoramiento, el crecimiento, la madurez sexual, el miedo a la muerte, el dolor por la pérdida de seres queridos, etc. Por otro lado, nos damos cuenta de que en su mayor parte nuestra actual teoría de la psicopatología y la psicoterapia está estructurada en términos individuales que de ben ampliarse para abarcar el contexto de las dimensiones motivacionales de los sistemas familiares. Por ejemplo, en respuesta a las preguntas sobre lo indicado de una terapia, sus metas y la evaluación del trabajo con la familia, el especialista en terapia familiar tal vez no pueda comunicarse con sus colegas si estos últimos tienen una orientación exclusivamente individual. Puede preguntársele: ¿La terapia familiar es indicada en un caso de fobia a la escuela? Su respuesta no puede ser ni sí ni no. Debe dejar en claro que en esta forma la pregunta es intrínsecamente inadecuada e imposible de responder. Como la terapia familiar tiene por objetivo ayudar a cada miembro de la familia, la pregunta debe formularse de distinto modo: ¿Es conveniente y factible que los miembros de la familia de un niño con fobia a la escuela trabajen juntos en pos de la obtención de beneficios mutuos? En términos estrictos, sin embargo, incluso la formulación «familia de un niño con fobia a la escuela» posee bases individuales. El experto en terapia familiar sabe que al cabo de unas pocas semanas el papel del «paciente» sintomático puede desplazarse, pasando del niño con fobia escolar a la madre deprimida, el hermano delincuente o el padre que adolece de una

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enfermedad psicosomática. El problema que se nos plantea es el de designar una familia en términos de un sistema multipersonal, en vez de contentarnos con introducir los términos o frases del diagnóstico tradicional del individuo con la expresión «la familia de un ...». La falta de una categorización de familias ampliamente aceptable, de acuerdo con los criterios del sistema multipersonal, ha obstaculizado de modo serio los esfuerzos del especialista en terapia familiar por comunicar su punto de vista. Aquel siente que aunque conceptualmente no podría definir la entidad sistémica de una familia, no se trata de una imagen ficticia sino de una realidad clínica con la que debe trabajar. De hecho, en el curso de uno o dos años de experiencia, los especialistas en terapia familiar por lo general aprenden cómo deben trabajar con la dinámica de grupo de un sistema familiar específico, considerándolo una entidad, antes que la suma de las diversas dinámicas individuales de los miembros. En última instancia, debe tratar el conglomerado forjado entre las patologías individuales y las configuraciones del sistema. La tarea fundamental del especialista en terapia familiar es definir síntomas, diagnóstico y entidad nosológica en términos sistémicos. El concepto médico tradicional de síntoma se originó a partir de la dicotomía entre los signos notables y lo que se infería como proceso de enfermedad subyacente, definible en términos de causalidad. Mientras que la sugestión, la hipnosis o los procedimientos conductuales estuvieron durante siglos en teros claramente dirigidos a la eliminación del síntoma, el interés propio de la teoría psicoanalítica freudiana se ha definido como algo que va más allá de los síntomas y se centra en el mecanismo básico subyacente en la organización fundamental de la personalidad del paciente. El especialista en terapia familiar tiene que aprender a integrar conceptos individuales, descriptivos y dinámicos con dimensiones del sistema de relaciones tales como: 1) pautas de interacción funcional; 2) relación entre la pulsión y el objeto; 3) consanguinidad; 4) patología interpersonal; 5) mecanismos inconcientes entrelazados en los individuos; 6) aspectos de encuentro del diálogo óntico; y 7) cuentas de justicia multigeneracionales. Los actos delictivos de un muchacho, por ejemplo, pueden considerarse motivados por varios factores individuales y familiares. En un nivel individual, puede vérselo como si luchara por satisfacer sus necesidades de gratificación instintiva (sexuales, agresivas) (2), por reafirmar su propia persona en relación con el padre (2, 6), por llegar a igualar a sus pares (1), etc. En un nivel multipersonal, el joven delincuente puede satisfacer en forma sustitutiva las tendencias inconcientes de sus padres hacia la delincuencia (5); por ejemplo, es previsible que en sus ensoñaciones y fantasías procurará reparar todas las pérdidas sufridas por sus padres, castigando a la sociedad (7); acaso, llevado por su lealtad, quiera unir a sus padres convirtiéndolos en un equipo disciplinario en mutua connivencia (1); puede, sin quererlo, suministrar a su familia una excusa para una indispensable intervención de la sociedad a través de sus autoridades (1, 2, 7). En una escala aún más amplia, puede poner a prueba la capacidad «parental» de la sociedad en su conjunto y brindar dependencia y gratificación encubierta a todos los miembros (3).

Cuanto más cambia, más igual a sí mismo permanece Todos los sistemas de relaciones son de tipo conservador. La lógica que los gobierna exige que la dedicación y cuidados que prodigan sus miembros a modo de «inversión compartida» sirvan como compensación por todas las formas de injusticia y explotación. Debido al carácter inalterable de los vínculos genéticos y la continuidad de las cuentas que entrañan obligaciones, las familias constituyen los más conservadores de todos los sistemas de relaciones. Mediante una identificación con el futuro de nuestros hijos, nietos y demás generaciones por nacer, podemos, al menos en la fantasía, justificar todo sacrificio y compensar toda frustración.

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En cierto sentido, la estructuración existencial de la consanguinidad familiar es inalterable. Las familias que lidian con la separación real o inminente de algunos de sus miembros nunca podrán avenirse a perder «existencialmente» a ningún integrante del sistema. El padre divorciado o que ha hecho abandono del hogar nunca será remplazado interiormente como padre en la mente de sus hijos. Incluso en los casos de adopción efectuada a muy tierna edad, la importancia existencial de los padres naturales suele ocupar la mente de los hijos adoptivos durante toda su vida. Pueden sorprender a la familia que los adoptó con sus vehementes deseos de alcanzar un mayor conocimiento y entablar un contacto más profundo con los padres naturales, al menos en el recuerdo. Otra importante esfera de conflicto de lealtades se vincula con ese tipo de justicia humana menoscabada que se basa en una explotación emocional carente de equilibrio. El análisis de estos problemas a menudo se ve oscurecido por consideraciones de índole económica en la familia. En otros casos, la posesión expoliadora de una persona aparece disfrazada de amor; ¡como si el amor por el lechón que siente el gourmet pudiera acaso para el cerdo significar amor. Algunos autores de la escuela de Bateson (para un amplio resumen, cf. Watzlawick [88] y Berne [7] realizaron exhaustivos estudios de ciertas técnicas expoliadoras en las relaciones. Sin embargo, el especialista en terapia familiar se guardará de extraer cualquier conclusión apresurada sobre qué constituye explotación en las relaciones de familia. Las pautas de interacción superficial entre sus miembros, en especial si se considera una díada aisladamente, pueden conducir a conclusiones totalmente erróneas. La auténtica comprensión de lo que constituye la explotación gira en torno de los balances recíprocos de méritos y en el reconocimiento de tales méritos. Los procesos familiares y los sociales, más vastos, se entrelazan de manera significativa. La civilización occidental contemporánea alienta la huida por medio de la negación para evitar un duro enfrentamiento con el propio sistema de relaciones. La movilidad física cada vez mayor, la capacidad de comunicación saturada a través de los medios, la glorificación del éxito conseguido en la «adaptación social», la confusión de libertad emocional con la separación física, y la elevada valoración de formas de seudoamistad tan superficiales como infundadas se cuentan entre las «ventajas» de nuestra sociedad que alientan el escapismo más que el enfrentarse con las cuentas en las relaciones. La historia de la civilización de Occidente aparece como una prolongada batalla en la que el individuo ha luchado siempre por liberarse del dominio de gobernantes opresores. Los mitos de los griegos y los hebreos brindaron una temprana definición del individuo como héroe que enfrenta contingencias imposibles de superar, y que, aunque a la postre sucumba, sirve como fuente de inspiración para las generaciones futuras, que demostrarán su propio heroísmo mediante nuevas hazañas. La aceptación pasiva del poder del gobernante lo convierte a uno en miembro de la masa, indigno de reconocimiento o recordación. No obstante, la simple huida y separación física respecto de esa fuerza abrumadora no bastan para liberar realmente al prófugo. Y menos aun podemos resolver la tiranía de las propias obligaciones simplemente esquivando al acreedor. Una huida en masa, por temor a enfrentar la responsabilidad de las obligaciones filiales, puede sumir a todas las relaciones humanas en un caos insoportable. El individuo puede verse paralizado por una culpa existencial amorfa e indefinible.

El modernismo conservador, o el miedo a la privacidad Basándose en las realidades manifiestas de su experiencia cotidiana, algunos expertos en terapia familiar se muestran inclinados a describir su campo de acción como algo caracterizado por fríos juegos de manipulaciones. De esa manera parecen perder contacto con los estratos propios del compromiso personal, ínsitos en toda relación.

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Aparentemente, la terapia de intervención en la familia puede atraer al profesional de orientación impersonal y mecanicista, que ve en ella un terreno propicio para la manipulación de los seres humanos. Por ejemplo, tal vez sostenga que la capacidad de empatía, indispensable en casi todas las formas de psicoterapia individual, puede soslayarse en la terapia familiar. Algunos terapeutas prefieren ignorar el proceso de crecimiento subjetivo de los miembros de la familia, y consideran que la terapia familiar simplemente está dirigida a modificar las pautas de interacción visibles. Las líneas rectoras de su intervención podrían basarse entonces en principios puramente técnicos, como el refuerzo de los estilos de comunicación, la enseñanza de los principios que rigen una «buena» discusión, la identificación y eliminación de los dobles vínculos, etc. Algunos terapeutas insisten en establecer una agenda artificial: piden que la gente se desplace por la habitación, la hacen sentarse y hablar de determinada manera, inventan tareas «operativamente factibles», ellos mismos salen del recinto, etc. Por el contrario, nuestra orientación hacia las relaciones familiares en la terapia es de naturaleza personalizada. Estamos convencidos de que el crecimiento en nuestra vida personal no sólo es inseparable del crecimiento en nuestra experiencia profesional, sino que es también nuestra herramienta técnica más importante. La actitud del especialista en terapia familiar hacia la cuestión de la privacidad individual y la experiencia subjetiva determina su conceptualización de las metas terapéuticas. Estableciendo como meta ideal de la terapia el funcionamiento presumiblemente no neurótico que a la larga logra el paciente, la teoría psicodinámica individual tiende a delimitar su esfera de interés científico y humano, ciñéndola al marco del individuo. Aunque la teoría admite que sólo se ve la punta del iceberg, es decir, los aspectos concientes de las motivaciones, sin embargo considera que las nueve décimas partes invisibles pueden reconstruirse sobre la base del conocimiento de los mecanismos mentales del individuo: represión, trasferencia, resistencia, defensa, regresión, etc. Al trabajar con familias in vivo, el interés del terapeuta no reside simplemente en reconstruir el núcleo esencial de los individuos sino que va más allá, tratando de establecer un nuevo equilibrio de las relaciones en el sistema multipersonal. En este sentido, la terapia familiar se encuentra en uno de los polos del espectro de las terapias, la terapia clásica de la conducta en el polo opuesto, y la psicodinámica (freudiana) en el medio. Importa reconocer la falacia de una dicotomía comúnmente aceptada, como si la terapia intensiva fuera equivalente a la indagación individual, mientras que la terapia familiar conjunta implicara una tarea más superficial e imprecisa, que puede o no dar en el blanco y quizá nunca roce el núcleo privado e interno de los participantes; como si los diálogos confidenciales mano a mano entre paciente y terapeuta constituyesen el requisito indispensable de toda «labor» terapéutica intensa y profunda. Mientras que, sin duda alguna, la investigación de la familia amplía el margen de intervención del terapeuta, su característica distintiva no es la mera extensión horizontal. Sucede, más bien, que el compromiso que contrae el terapeuta de ayudar a todos los miembros de la familia intensifica la fuerza emocional de un nuevo proceso de realimentación, que afecta a todos los participantes. Sin embargo, el compromiso de ayudar a todos los miembros de la familia puede conducir a una auténtica intensificación del proceso terapéutico sólo si el propio terapeuta es capaz de seguir el ritmo de la «escalada» emocional. La razón por la cual la propia situación de la terapia familiar representa una mayor exigencia emocional para el terapeuta que la terapia individual se debe a que la verdadera medida de la emoción humana no es la intensidad de sus concomitantes afectivos o fisiológicos, sino la relevancia de su contexto interpersonal. Esto demuestra la dificultad intrínseca que surge al tratar de objetivar o cuantificar los hechos relacionales. La relevancia conceptual puede evaluarse equiparando contenido y contexto. Como el vaciado y el molde: encajan o no. La relevancia es una medida no lineal, no cuantificable.

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El desarrollo conceptual en los campos de la teoría y la terapia familiar se ve todavía obstaculizado por una permanente confusión sobre la función del pensamiento científico, tal como se aplica en la escena humana. Algunos de los investigadores más capacitados siguen creyendo en el valor de estudiar fenómenos en esencia no mensurables, aunque técnicamente bien definibles. Tal vez opten por mirar la vida familiar como algo motivado por juegos de poder y se orienten a producir datos convincentes y perfectamente documentados sobre problemas de conducta delimitados en forma estricta, pero de importancia marginal. La tarea más importante de la investigación, a la vez que la más difícil, es la creación de un marco conceptual que permita manejar los aspectos más complejos de la teoría de los sistemas de relación.

¿La «realidad» objetiva tiene cabida en las relaciones caracterizadas por la cercanía? Resulta engañoso considerar la realidad relacional como algo menos individualmente dinámico o menos subjetivo que la realidad interna de una persona. El atributo «objetivo», por contraste con «subjetivo», connota la cualidad de estar libre de toda información falsa e incorrecta, y de toda distorsión de los hechos debida a la parcialidad emocional. Sin embargo, la realidad de la persona en sus relaciones más cercanas está compuesta por su realidad interna familiar trasferida y subjetiva, más ciertos atributos reales del compañero. Naturalmente, desde el punto de vista de este último, su propia realidad interna es más subjetiva que efectiva. No existe ninguna realidad objetiva como campo intermedio entre los «calibres de necesidades» [12, pág. 46] recíprocamente antagónicas de dos personas que se relacionan. Si la objetividad reviste aquí algún sentido, reside en la conciencia que cada participante tiene de las configuraciones de necesidades simultáneas en el otro, mientras que ambos luchan por hacer de ese otro el objeto de sus necesidades y deseos. No obstante, cabe recordar que las necesidades del individuo incluyen la condensación de las cuentas relacionales no saldadas de su familia de origen, además de la reactivación de sus propios procesos psíquicos primitivos. Cuando lo que se procura es un análisis de las relaciones cercanas, el terapeuta primero tendrá que conocer con claridad los determinantes principales de las motivaciones de los participantes o sus actitudes relacionales. Debe averiguar cuál es la posición de cada miembro en el sistema: conocer sus obligaciones, compromisos, la historia de sus méritos, formas de explotación, etc. Por ejemplo, además de las actitudes relativas al «chivo emisario», un «amor» sofocante y abrumador puede también convertir en víctima a su objeto. Ha de inspeccionarse, igualmente, la necesidad que tiene el «objeto» de entablar un diálogo caracterizado por la autenticidad. En su estructuración programático-afectiva, las actitudes relacionales portan el esquema de los actos futuros de la persona. El diseño de esos esquemas siempre lleva implícitas las necesidades básicas de aquella y sus obligaciones sistémicas «importadas». Lo más importante en el acto de elección de una víctima propiciatoria, por ejemplo, no es el hecho de que distorsione la realidad, sino el de que exprese las necesidades del victimario (y, por supuesto, las expectativas de todos los participantes en el sistema de victimización). Otro tanto puede decirse de un proceso inverso al de elección de una víctima propiciatoria, como el de enamorarse. En primerísimo lugar, el que ama tiene necesidad de ver (distorsionar) al ser amado como objeto que se ajusta a su propia configuración de necesidades (sexual, de protección, de dependencia, de vituperio, etc.) «Amor coecus est» («El amor es ciego»). Cabe agregar que el amor es aún más ciego debido al peso que en cada individuo comportan las obligaciones ocultas que vienen de-afuera, y ya no de la díada. Por medio del marido y la mujer, no sólo buscan ajustarse dos individuos sino dos sistemas familiares. Lo que equilibra la subjetividad unilateral de las necesidades de los dos miembros de la pareja es el hecho de que el que ama pueda hacer que el objeto de su amor le responda y, en última instancia,

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que las necesidades de este último le permitan hallar a su vez en aquel un objeto satisfactorio. Una relación íntima es un encuentro dinámico entre patrones de necesidades. No existe entre los cónyuges un campo intermedio objetivo o «realidad no distorsionada». La meta realista de cada uno no debe ser poner a tono sus necesidades con las características «objetivas» del otro, sino aprender a discriminar las necesidades del otro como válidas pese a ser distintas de las propias. Desde el punto de vista de nuestra teoría de las relaciones, el «patrón de necesidades» de una persona es una fórmula abreviada que comprende tanto sus necesidades personales como las expectativas invisibles debidas al equilibrio perturbado de la justicia en las relaciones anteriores propias y de su familia. Tiene una deuda de reciprocidad para quienes tanto le dieron, no importa que se hayan sentido estafados o explotados por el destino. Puede dar por sentado que su futura pareja tiene conciencia de sus frustraciones y obligaciones innatas. Naturalmente, el otro debe incorporar en su actitud la historia del balance de méritos de su propia familia.

¿Cuál es la realidad objetiva de la persona? En la anterior descripción se presentaba al individuo como un ser que se amolda al contexto de sus relaciones. Asimismo, se presuponía que la persona es una entidad dada y definida, con un límite identificable: sus necesidades y estilo de respuesta son exclusivamente suyos. Suponemos que, al menos en sus acciones, el individuo configura una unidad integral. No obstante, una teoría más amplia de las relaciones debe tomar en cuenta la fluctuación que minuto a minuto afecta su grado de individuación. Una persona puede definirse básicamente por la gama y medida de sus necesidades, obligaciones, compromisos y actitudes responsables adoptadas en el campo de las relaciones. Incluso ciudadanos aparentemente bien individualizados, socialmente destacados y responsables pueden actuar como miembros irresponsables e indignos de confianza cuando lo hacen en el contexto de una relación familiar «simbiótica». Pueden ser víctimas del pánico si de ellos se espera que adopten una visión responsable de su función dentro de la familia. Pueden ocultarse tras un «nosotros», en lugar de un «yo» como forma de expresión gramatical, al tratar de explicar sus propios sentimientos e intenciones. Pueden centrarse de manera exclusiva en las funciones o síntomas de sus hijos, o sin quererlo crear una imagen de falsa individualización y salud en sus lazos conyugales. Por ejemplo, pueden discutir con engañosa libertad, revelando en forma manifiesta grandes divergencias personales sobre el tema de discusión, sólo para hallar luego que estas son imposibles de modificar debido a las personalidades inconcientemente fusionadas de los miembros de la familia. Nuestro enfoque sistémico ubica las estructuras psíquicas individuales en el contexto de sus relaciones, al trabajar con familias sometidas a tratamiento. Todavía no se ha hecho la trasferencia que lleve de ahí a un análisis estructural individual entendido más cabalmente. Podríamos equiparar la función relacional simbióticamente indiferenciada o la deuda sistémica pobremente resuelta con una «débil estructura yoica» en términos individuales, pero la correspondencia de esos términos es sólo parcial. El lenguaje de la «debilidad yoica» por lo común presupone una identidad personal, aunque discontinua. Por el contrario, el funcionamiento simbiótico en forma sustitutiva, o de connivencia, sólo puede observarse en presencia de dos o más individuos íntimamente relacionados entre sí. La inferencia realizada a partir de la relación terapéutica individual (trasferencia) para llegar a las relaciones familiares resulta incompleta. En síntesis, el punto de vista sistémico reviste gran importancia práctica y terapéutica. Nuestro contrato terapéutico debe sellarse con todos los miembros del sistema de relaciones familiares, y no sólo con el miembro que presenta el síntoma o con sus custodios adultos.

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El contrato significa que el terapeuta debe mostrarse asequible y realmente estar dispuesto a ayudar a todos los integrantes, asistan o no a las sesiones. A su vez, debe comprometer la participación de todos. Hará que expongan sus opiniones, necesidades y deseos de ayuda, y procurará asegurarse de que incluso los mensajes del hijo más pequeño sean escuchados y hallen respuesta. Como parte del contrato, infundirá el valor necesario para enfrentar las obligaciones y la culpa por el pago delictivo de las deudas emocionales. Aunque la mayor parte de los esfuerzos iniciales del especialista tienen que ver con la firma del contrato terapéutico por el conjunto de la familia, no es el terapeuta quien crea o impone el punto de vista dinámico y terapéutico del sistema familiar a los miembros. No habría familia de no existir fundamentos de solidaridad y lealtad anteriores aun al nacimiento de los hijos. Las implicaciones de la terapia conjunta, familiar o relacional son tan revolucionarias que por fuerza deben llevar a una ruptura con nuestra ética social ampliamente difundida o a refugiarse en alguna forma de negación y acuerdo entablado por razones de debilidad. La cuestión de la explotación, el acérrimo individualismo, la represión por parte de los mayores o los poderosos líderes políticos, reyes, dictadores, etc., está relacionada con las fuerzas que rigen el sistema familiar. Las exigencias éticas planteadas a un fabricante de automóviles para que produzca vehículos seguros y duraderos en medio de la competencia y los conflictos laborales son similares a las que se plantean a una pareja en vías de divorciarse para que tome en cuenta los intereses de sus hijos. Cuando en otros capítulos indaguemos las dimensiones de lealtad, reciprocidad y justicia, es improbable que como especialistas en terapia familiar podamos escudarnos tras conceptos convenientemente individuales, orientados hacia la eficiencia. Los conceptos sistémicos de eficacia impersonal, como pautas de comunicación adecuadas, resolución de problemas, adaptación o incluso «salud mental», no llegan a rozar la real esencia de las relaciones humanas. Todo estudio de las respuestas sin compromiso alguno de responsabilidad y contabilización de obligaciones de por sí queda socialmente invalidado o, por lo menos, resulta carente de sentido. Sin una capacidad para enfrentar las cuentas de integridad de las relaciones familiares, el especialista en terapia familiar se verá abrumado, y puede caer en esa desesperación que induce a hablar de la «muerte» de la familia [29]. Puede verse atrapado en un dilema similar al de un especialista en publicidad, llevado a desplazar su preocupación por la eficacia del diseño de sus anuncios publicitarios al interés por la honestidad e integridad de estos. El especialista en terapia individual puede, si lo desea, seguir siendo un diseñador de fachadas; en cambio, el especialista en terapia familiar no puede, a la larga, cerrar los ojos ante la integridad relacional, incluyendo la suya propia. En síntesis, la orientación sistémica surge de la lógica de las observaciones empíricas realizadas por los especialistas en terapia familiar. En forma independiente, muchos de los antiguos terapeutas llegaron a la conclusión de que existe una organización regulada (homeostasis) en cuanto al desplazamiento del papel de enfermo en las familias. Aunque en el campo de la terapia familiar se requerirían fundamentos teóricos basados en una ulterior descripción, más precisa, de los hechos empíricos de la homeostasis sistémica, el interés de la mayoría de los terapeutas se ha centrado comprensiblemente en la cuestión de las fuerzas dinámicas que regulan dicha homeostasis. El mandato del terapeuta, orientado hacia la consecución de una meta, le plantea un desafío: llegar a dominar los secretos del control y el determinismo causal de las relaciones familiares.

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2. La teoría dialéctica de las relaciones En el capítulo anterior señalábamos que consideramos que la infraestructura humana más profunda de relaciones consiste en una red (jerarquía) de obligaciones. Mientras que los sociólogos han compilado listas de obligaciones manifiestas, nosotros estamos más interesados en las encubiertas. Hay un continuo toma y daca de expectativas entre cada individuo y el sistema de relación al que pertenece. De manera constante oscilamos entre la imposición y la exención de obligaciones. Supuestamente, la integridad del sistema de relaciones sería sustentada por un giroscopio que mantiene al día las cuentas del balance total de obligaciones entre los miembros. La relación ética de cada miembro con su sistema de relaciones (por ejemplo, su familia, su ubicación laboral o su comunidad) configura la parte crucial de su mundo existencial. El balance entre las obligaciones y su cumplimiento constituye la justicia del mundo de los hombres. ¿Qué medidas permiten juzgar el punto en que se encuentra el balance? ¿En base a qué criterios puede juzgarse negativa o positiva la hoja de balance? Sostenemos que para comprender la estructura de un mundo de relaciones no se requiere un tipo de pensamiento absoluto o monotético sino dialéctico. La esencia del método dialéctico estriba en liberar a la mente de conceptos absolutos, que de por sí sostienen explicar los fenómenos como si el punto de vista opuesto no existiera. De acuerdo con el pensamiento dialéctico, un concepto positivo siempre se enfoca en contraposición con su opuesto, en la esperanza de que al considerárselos conjuntamente se llegue a una resolución, en virtud de un entendimiento más cabal y productivo. Los principios de la relatividad y la indeterminación en la física y el concepto de la regulación homeostática en biología ejemplifican una orientación cada vez más dialéctica en el campo de las ciencias naturales. Nuestra posición es dialéctica en varios sentidos (algunos, diferentes de lo que supone el uso cotidiano contemporáneo del término). En un sentido hegeliano, utilizamos la dialéctica como forma de desafiar las limitaciones unidimensionales de la definición de cualquier fenómeno. En esta dirección cabe prever que la impredecibilidad básica de la vida habrá de plantear siempre desafíos en toda forma de equilibrio. El hecho cualitativamente nuevo habrá de trastrocar todo el principio de equilibrio, en vez de inclinar la balanza de una fase homeostática a la siguiente. Al agregar un componente por fuerza nuevo, el desequilibrio de hoy lleva al nuevo equilibrio de mañana. Lo falso y lo mundano resultan valiosos en la medida en que contribuyen a combatir el estancamiento. A medida que el daño .y la injusticia se equilibran por medio de la reparación, la espontaneidad de los movimientos autónomos de cada miembro tiende a crear un nuevo desequilibrio y una nueva injusticia que, de ser reconocida y enfrentada, lleva a una definición más rica y cierta de la libertad y la solicitud entre los miembros. La preponderancia del movimiento por sobre el estancamiento constituye la esencia del enfoque dialéctico de las relaciones familiares, y el especialista en terapia familiar colabora en el proceso mediante su compromiso con el cambio, el reconocimiento de este, y la síntesis del cambio con la identidad invariable del ser. La psicología, la psicoterapia y la psicopatología también han sufrido una transición gradual hacia un enfoque más dialéctico. En tanto que desde el punto de vista individual tradicional se pensaba en función de conceptos monotéticos o absolutos: instinto, poder, control, amor, odio, inteligencia, comunicación, etc., el método dialéctico define al individuo como participante de un diálogo, o sea, en interacción dinámica con su contraparte: el otro, o no sí-mismo. El y su contraparte constituyen su mundo relacional. Una naranja no tiene que definirse en función de una «contranaranja», mientras que, por ejemplo, la individuación de una persona debe verse desde la perspectiva de su equilibrio dinámico con fuerzas simbióticas, desindividualizadoras. De acuerdo con las leyes de la dialéctica, el

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movimiento en un sentido determinado ejerce tracción y eventualmente genera movimiento en el sentido opuesto. La resolución dialéctica nunca es un tibio compromiso en gris entre lo blanco y lo negro, sino que implica convivir con opuestos vivientes. Stierlin [84] efectuó un importante aporte en relación con una formulación dialéctica de la dinámica básica. Una situación que suele darse con frecuencia en la terapia familiar ilustra la lucha del hombre por resolver las paradojas antitéticas de su existencia. En el curso de la vida cotidiana o durante la terapia, una persona puede tomar conciencia de su profundo resentimiento para con sus padres, debido a que ellos lo hicieron víctima de un rechazo, o falta de amor, reales o supuestos. En un sentido absoluto, la persona requeriría ayuda por medio de las prácticas psicoterapéuticas tradicionales, dirigidas a alcanzar la individuación por medio de la intelección y la expresión abierta, para llegar a una mayor autonomía. Por consiguiente, no tendría que preocuparse por el hecho de que su imagen de los padres sea detestable. Debería sentirse libre de enfrentar y expresar su resentimiento, al menos en el curso de la terapia, y conferir a otras personas el papel de objetos adecuados de sus aspiraciones amatorias. De esta manera, en un sentido absoluto, sería lógico esperar que al extraer las conclusiones prácticas de lo que solfa ser una situación experimentada pasivamente, frustrante e hiriente, devengara un puro beneficio emocional. Sin embargo, nuestra experiencia clínica nos dice que nadie resulta ganador en virtud de una conclusión que proclama resentimiento y desdén irremediables hacia el propio progenitor. Si bien el enfrentamiento consiente con los propios sentimientos de odio significa un progreso, no representa un fin terapéutico en sí. A menos que la persona pueda luchar con sus sentimientos negativos y resolverlos mediante actos basados en actitudes positivas, de ayuda para el progenitor, no podrá liberarse realmente del problema intrínseco de lealtad y tendrá que «vivir» el conflicto, incluso después de la muerte del progenitor, aplicando pautas defensivas patológicas. El sospechoso, rechazo del cónyuge, o tal vez del mundo entero, puede configurar un intento defensivo por resolver este tipo de conflicto. Cabe mencionar aquí que la trasferencia positiva hacia el terapeuta puede en sí ser equivalente a una deslealtad intrínseca hacia el progenitor rechazado y, naturalmente, revertir en una trasferencia negativa. Con frecuencia, el resultado final es el rechazo del terapeuta, para escapar a los efectos fulminantes de una «victoria» sobre los propios padres. El costo de dicha victoria sería la culpa, la vergüenza, y una atadura paradójica de lealtad, desconocida y desmentida como propia, aunque la persona se aferre a ella en forma paralizante. Una variada serie de situaciones cotidianas humanas y clínicas pueden ilustrar la dinámica relacional basada en el razonamiento que denominamos dialéctico. En primer lugar, debemos tener en cuenta que las actitudes manifiestas y consientes pueden entrar en conflicto con las expectativas encubiertas. Es mucho lo que se ha escrito sobre la paradoja del proceso psicoterapéutico, en que el paciente tiene que desarrollar una dependencia temporaria respecto del terapeuta a los efectos de obtener independencia y espontaneidad en su forma de vida. La experiencia cotidiana demuestra ampliamente con qué frecuencia una respuesta airada y punitiva de la persona que ejerce el poder puede ser preferible a una actitud paciente, tolerante y permisiva. La primera de esas respuestas tal vez indica una actitud de participación y preocupación, en tanto que la segunda simplemente puede trasmitir indiferencia y falta de interés. La parentalización de un hijo ilustra otra paradoja: de qué manera el objeto de protección puede de manera simultánea convertirse en fuente de fuerzas y apoyo dependiente. De acuerdo con esa misma lógica, el hijo parentalizado que actúa en forma excesivamente adulta para su edad sólo puede hacer progresos si primero se le da la oportunidad de asumir ciertas pautas demasiado infantiles. De ese modo, la fuerza real se obtiene, a través de la debilidad aparente. Una paradoja muy importante y profundamente arraigada reside en la relación antitética entre la individuación y la lealtad familiar. Mientras que en la superficie parece que la imposibilidad de

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desarrollarse y madurar torna al niño desleal en relación con las aspiraciones de su familia, la verdad indiscutible es que todo paso que lleve a la auténtica emancipación, individuación o separación de ese hijo tiende a tocar un problema lleno de gran carga emocional: el de la unión simbiótica permanente de cada miembro, negada, y a la vez deseada, con la familia de origen.

Fronteras relacionales Uno de los aspectos más importantes de la dialéctica relacional hace referencia al concepto de frontera intragrupal entre «nosotros» y «ellos». Ontológicamente, «ellos» nos crean a «nosotros» como entidad dotada de sentido y propósito. Debido a su "otredad" [otherness], el exogrupo se convierte en blanco conveniente del prejuicio. Podemos sentirnos resentidos por su presencia, pero necesitamos de ellos. Tal vez deseamos que desaparezcan de nuestra vista, sacárnoslos del medio, pero sin ellos nuestra vida carece de propósito y de sentido. Casi todos los grandes acontecimientos en la historia de la humanidad se identifican basándose en una pronunciada división entre el endogrupo y los de afuera. Sin oportunidad de confrontarse o incluso de luchar con estos, el endogrupo pierde el vigor que lo lleva a funcionar. La identidad interna del endogrupo está conectada de manera indisoluble con la frontera de otredad respecto del exogrupo. Los hebreos antiguos eran el pueblo elegido de Dios. Los primeros cristianos estaban convencidos de que sólo ellos estaban en posesión de un importante secreto, gracias al cual podrían extirpar las creencias paganas. Los griegos antiguos creían ser ellos quienes difundían la luz de una cultura superior entre los bárbaros, y los romanos consideraban que su misión era conquistar el mundo y hacer que la paz y la justicia reinaran en él. Incluso los movimientos que persiguen metas humanísticas universales sólo pueden florecer en la medida en que se conciben en oposición a otro grupo de extraños, ignorantes, renuentes o antagónicos. Más que aspirar a una unidad absoluta, la vida en familia debe procurar el dominio de las antítesis subgrupales. En la vida familiar, la diferenciación, la individuación, y, por último, la separación de los niños, adolescentes y adultos jóvenes confieren su sentido a la parentalidad. Quizás algunos padres fantaseen con frecuencia, imaginando hallar por fin paz y gratificación total en una época futura, cuando los hijos ya no estén a su lado. Tal vez piensen que son los hijos quienes provocan todos sus conflictos. Sin embargo, lo real es que la separación que lleva a una pérdida en la relación tiende a debilitar o, al menos, poner a prueba el matrimonio paterno aislado, más que a reforzarlo. Incluso los parientes políticos, de quienes suele pensarse que, como intrusos, se erigen en obstáculo de la tranquilidad del matrimonio y la paz de la familia nuclear, en realidad refuerzan la solidaridad familiar y el sentido que comparten. En síntesis, la separación, el aislamiento, la otredad o la diferencia, reconocidas en su equílibrio dinámico antitético y dialéctico con la intimidad de una relación, constituyen una fuerza vital. Sin embargo, tomados en un sentido absoluto, son reminiscentes de la paz absoluta que en última instancia sólo ofrece el cementerio. Desde el punto de vista psicológico, cabe pensar que la frontera que separa al endogrupo del exogrupo es de índole cognoscitiva: sabemos que somos diferentes; en lo afectivo, sentimos que «nosotros» formamos un grupo separado de «ellos»; o correspondiente al plano de la acción: tomamos en cuenta lo que «nosotros» hacemos por «ellos» y lo que «ellos» han hecho por «nosotros». Nuestra preocupación por la lealtad y la justicia propias del orden humano subrayan naturalmente el tercer aspecto (fáctico) de la frontera: el del toma y daca. Nos interesa todo aquello que los padres brindan a sus hijos y lo que reciben de estos: la manera en que la brecha generacional se mantiene en pie y puede salvarse por medio de actos y actitudes. El balance de las actitudes intergeneracionales constituye un importante criterio para evaluar la salud familiar. Idealmente, los padres tendrían que sentirse reconfortados al aceptar la dependencia

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del hijo. Deberían sentirse reconfortados y, en general, gratificados por ser sus conductores y fuentes de apoyo, a la vez que aceptan la necesidad de alimento, orientación y corrección que tiene el niño. Naturalmente, es inevitable que por momentos el padre sienta que ha dado más de lo que puede, que ha escuchado más de lo que está capacitado para escuchar, sin tener ocasión de expresar sus propios sentimientos de cansancio, agotamiento y explotación. En tales ocasiones el progenitor, inconcientemente, puede pedirle al hijo que le brinde su confianza, apoyo, y que le dé alguna gratificación; y por lo general el hijo puede y se siente feliz de recompensar al padre por los cuidados y el apoyo recibidos. En otras palabras, la parentalización temporaria de un hijo es un aspecto normal de la vida familiar, un vehículo para que el hijo aprenda a ser responsable. En las familias en las que la parentalización se da en un sentido patológico, esta inversión de posiciones llega a ser la regla, más que la excepción. En casos extremos el hijo se siente tan sobrecogido por exigencias de responsabilidad que nunca tiene oportunidad de ser niño. Dichos hijos llegan a ser especialistas en el trato con adultos infantiles, mientras que en ellos mismos se agota rápidamente la condición de niños, que es la suya por derecho propio. La adolescencia ejemplifica la contraposición dialéctica de la diferencia generacional. El adolescente tiene simultáneamente características infantiles y adultas, pero no es ni niño ni adulto. Aprende a ser infantil con respecto a la conducta de los adultos maduros. Al poder apoyarse en los adultos, renuncia en parte a sus necesidades infantiles. Pero el mero hecho de evitar todo infantilismo no lo lleva de por sí a la condición de adulto. La experiencia de sentirse en el lado infantil del diferencial adulto-niño hace que el adolescente aprenda gradualmente a cruzar la frontera y comportarse como adulto hacia alguien que está por debajo de él. El significado terapéutico de las fronteras de relación queda ilustrado mediante ciertos aspectos del tratamiento de una familia que abarcaba tres generaciones: La señora G., madre de dos hijas adolescentes, ha estado luchando contra la actitud de su propia madre, supuestamente llena de resentimiento y de actitudes de rechazo durante casi toda su vida. Incluso, parecía vanagloriarse por el hecho de que su matrimonio fuera el producto de una atmósfera de rebelión hostil contra su madre. En su caso, la hostilidad se manifestaba de inmediato. Esta señora no tenía ninguna dificultad en describir los mutuos resentimientos y heridas sufridas por ella y su madre. En el curso de la terapia familiar, iniciada a causa del episodio psicótico sufrido por la hija menor de quince años, la «hermana sana», de diecisiete, comenzó a dar decididos pasos en pos de su independencia. Ella ingresó a la universidad, y emprendió una serie de acciones rebeldes y autodestructivas. En apariencia, y sin tener conciencia de ello, la propia señora G. empezó a asumir de modo gradual el rol de madre que desaprobaba, rechazaba y condenaba moralmente los actos de la hija rebelde que estaba emancipándose. Sin embargo, cuando el especialista en terapia familiar hizo una comparación entre el propio matrimonio de la madre, nacido de su «rebeldía», y la rebelión adolescente de su hija, la señora rechazó la analogía airadamente. Todavía no podía permitirse reconocer su posición dual respecto de la frontera madre-hija. Sólo cuando la señora G. descubrió que su madre padecía de cáncer, cobró visos de realidad la posibilidad de un cambio. Al tornarse capaz de asumir el papel de enfermera (o sea que, de un modo simbólico, hacía de madre para con su propia progenitora moribunda), comenzó a ver a su hija como una joven mujer que luchaba desesperadamente, en lugar de ver en ella a una delincuente condenable por la moral. Interesa observar que al poco tiempo de asumir la señora G. un rol materno, lleno de amor y preocupación respecto de su madre, su hija trocó sus conductas delincuentes autodestructivas por otras pautas más constructivas, tanto en su vida privada como hacia los miembros de su familia.

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La familia de marras demuestra cuán útil es que uno de sus miembros se lance decididamente a la acción, adopte una posición definida y enfrente las consecuencias de sus actos. Tal conducta tiende a desbaratar las pautas de evitación y postergación que impiden que muchas familias se trasformen en «laboratorios» de crecimiento personal, al enfrentar los conflictos y resolverlos. El concepto sistémico de relaciones familiares requiere una distribución interdependiente de roles. En determinadas familias, el terapeuta descubre una rígida polarización en torno de roles o posiciones, que parece llevar a los miembros a adoptar posturas genuinamente opuestas. Sin embargo, el mismo carácter fijo de sus papeles antitéticos puede hacer que los dos miembros, en forma sustituta, dependan cada uno de la función del otro, de tal manera que ninguno enfrenta su propio universo de relaciones como una persona total. Un astuto hombre de negocios, conocido como un viejo zorro, puede verse atrapado en una seudodialéctica mutuamente expoliadora con su hijo, el «empresario lleno de ética». A la vez que cada uno siente un inocultable desdén por la debilidad del otro, ambos también necesitan, y explotan mutuamente, las características que desaprueban en ese otro. En vez de un auténtico diálogo antitético, se da en ellos lo que denominamos fusión polarizada de roles. Su antítesis no puede llevar a la erección de fronteras, a una síntesis creadora. El hecho de «usarse el uno al otro» en forma sustitutiva y mutuamente expoliadora también impide que compartan y evalúen sus aportes recíprocos. De manera análoga, los miembros «demasiado adecuados» de la familia pueden depender del fracaso de los «poco adecuados». El miembro destacado en lo social puede depender del desempeño del miembro enfermo o delincuente. Naturalmente, la salud del miembro sano y la enfermedad del identificado como paciente están codeterminadas por sus funciones sociales más amplias, y no sólo por la propia naturaleza sustitutiva de la díada que forman. En última instancia, empero, el carácter fijo de sus roles sirve a los requerimientos de toda la red de obligaciones de la familia. El carácter fijo de las obligaciones «congeladas» propias de un rol puede contrastarse con la atmósfera de confianza básica que reina en una familia. La confianza básica, expresión acuñada para designar una fase del desarrollo psicosocial individual [34], corresponde a una estructura de relaciones en que cada individuo, como entidad independiente, puede extraer beneficios y ser responsable ante un orden humano justo. Un orden justo no entraña la ausencia de injusticias; implica que la auténtica responsabilidad determine un rol más poderoso que cualquier otra obligación fija. La representación de roles fijada sumisa y sustitutivamente entre los miembros de la familia da lugar a un sistema familiar que, más que resolver las viejas cuentas, las bloquea y posterga. En un sistema tal, en realidad nadie tiene que enfrentar su propio si-mismo como agente libre y responsable. A los efectos de diseñar una estrategia eficaz de vasto alcance, el especialista en terapia familiar tiene que evaluar el balance de la justicia humana y la jerarquía de expectativas dentro del sistema familiar, escuchando el modo en que cada miembro, subjetivamente, concibe su responsabilidad ante el resto de la familia, y viceversa. El tipo de pensamiento que parte de una causalidad rectilínea ve en la enfermedad algo determinado por una causa -o cadena de causas. Por su parte, el punto de vista dialéctico enfoca la realidad psíquica dual de cualquier relación. Sin embargo, ningún diálogo debe considerarse como algo limitado a dos participantes. En todo diálogo, una persona y su universo humano enfrentan a otra, y al universo humano de esta. A medida que cada uno formula su propia posición dentro de una jerarquía familiar de obligaciones, se crea un nuevo equilibrio o red de créditos. Por mucho que querramos desprendernos de la carga del pasado, la estructura básica de nuestra existencia y la de nuestros hijos sigue estando determinada, al menos parcialmente, por las cuentas sin saldar de las generaciones pasadas.

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Jerarquía de obligaciones e «interiorización de los objetos» de lealtad es el determinante clave de las estructuras de relación y, en última instancia, de la conducta individual, consideramos que la interiorización de las relaciones objetales es uno de los indicadores de la justicia que rige en el propio universo humano. Por ejemplo, el niño carenciado que sufrió el rechazo de sus padres puede interiorizar hasta tal punto su amargo resentimiento que posteriormente se vale del mundo entero para obtener su revancha, para vengarse y por añadidura, al convertir a su propia esposa en chivo expiatorio y tildarla de mala madre, no sólo les hace pagar las cuentas a sus padres interiorizados mediante la reproyección de su oscuro resentimiento en otra persona, sino que también protege a sus progenitores al hacer objeto de su venganza a un tercero, inconcientemente evita culpar su memoria, en tanto que sacrifica su lealtad para con la esposa. No es por azar que los registros detallados de la justicia subjetiva del universo humano suelen llevarse en forma más cuidadosa y durante un tiempo más prolongado en el pautamiento invisible de las relaciones familiares que en cualquier otro grupo, sino porque probablemente las familias están ocupadas con la generación de la prole. Esta es una meta a largo plazo, un acto irreversible cuyas consecuencias éticas son mucho más grandes que cualquier otra función humana individual. Las situaciones propias de la vida extrafamiliar pueden o no ser injustas durante cierto tiempo. Podemos pasar velozmente de un trabajo a otro, desplazarnos de una ciudad a otra. La lealtad para con un antiguo patrón tal vez no sirva de nada en una nueva relación de negocios. Las injusticias cometidas mientras se ascendía en la escala social pueden olvidarse cuando el trepador exitoso adquiere un nuevo rango. En la familia, sin embargo, las consecuencias de todo acto quedan grabadas en el sustrato más profundo de la contabilización trasgeneracional. El destino de los hijos se refleja como un espejo frente a los padres. La fuerza reguladora crucial de las relaciones familiares es el principio de contabilización de responsabilidades y la posibilidad de confianza. El punto de vista extremo del purista del sistema social, en el campo de la familia, sostendría que el terapeuta sólo debe ocuparse del aquí y ahora o nivel de conducta de las relaciones interpersonales. El purista tiende a ignorar la estructuración histórica del rendimiento de cuentas en lo que atañe a compromisos y obligaciones, y reduce el campo de relaciones familiares a un plano similar al de cualquier otro grupo pequeño, dotado de una realidad conductual e interaccional observable. Como desde nuestro punto de vista la «contabilización» de los actos.

El poder y la obligación como bases alternativas de contabilización de las responsabilidades Nuestra posición teórica debe diferenciarse de la que pinta a la dinámica y la terapia familiares como si tuvieran lugar en medio de una batalla por el poder. Dentro de ese marco, se destaca la importancia de la libertad contra la subordinación en las relaciones familiares. El matrimonio y la familia se perciben, básicamente, como una palestra para ejercer control sobre el otro; tal lo que ocurre cuando se retrata la figura del padre brutal o de la madre dominante como malhechores ávidos de poder en la patogénesis familiar. Tal vez dichos enfoques eran complementarios de la tendencia imperante durante dos décadas que pueden denominarse antiautoritarias: el período comprendido entre fines de la década de 1940 y fines de la de 1960. Las tendencias autoritarias y antiautoritarias mantienen un equilibrio vacilante en cualquier sociedad. La tradición propia de la sociedad norteamericana ha determinado que todo liderazgo y roles de poder manifiesto sean especialmente vulnerables. Como resultado, el compromiso con cualquier forma de liderazgo manifiesto pero responsable suele verse como una

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palanca de manipulación menos eficaz que, por ejemplo, un medio en el que reina la abundancia, combinado con una crítica persistente a todo liderazgo. Blitstén brinda una descripción de una familia norteamericana de ese período en términos parecidos: «El énfasis en la desvalorización de las ventajas de la edad y la exageración de las bondades de la juventud, el socavamiento de la autoridad paterna y las nociones extremas sobre la igualdad en las relaciones familiares, son factores que, combinados, explican en buena medida todo lo que hay de singular en la vida familiar norteamericana» [9, pág. 37]. Al destacarse excesivamente la importancia de la nivelación social como instrumento de regulación del poder, por necesidad se subestima el significado del control por medio de obligaciones y compromisos internos. ¿La desintegración de la sociedad contemporánea es causada por el aflojamiento del control ejercido por medio del poder, o por la pérdida de todo compromiso interno respecto de las obligaciones? Dicks establece una vinculación implícita entre los aspectos sociales e intrafamiliares de la desintegración: «Si la desintegración de las células del organismo social avanza a semejante ritmo, ¿qué reacciones en cadena traerá como secuela para nuestra comunidad futura? No sólo se verán en la frustración del deseo de estabilidad, amor duradero y apoyo de muchos de los mismos miembros, sino especialmente en la progresión geométrica de niños carenciados cuya mente desconfía, a la vez que no puede confiarse en que ellos sellen un compromiso emocional permanente e indivisible en sus matrimonios o en la esfera de las relaciones humanas en general. Una sociedad es tan adecuada como lo permite el estado emocional de los individuos que la integran. El ya elevado y creciente porcentaje de matrimonios rotos o con fuertes perturbaciones habrá de aumentar el número de hijos desgarrados por los conflictos y potencialmente destructivos, para quienes el mundo, su cultura y las instituciones son el enemigo» [31, pág. 5]. En conclusión, la contabilización del poder monotético representa un aspecto mucho más superficial de la estructuración social que la contabilización de obligaciones. El relajamiento irresponsable de la jerarquía de lealtades es más nocivo para la supervivencia de las sociedades que la autoridad aparentemente excesiva. La vulnerabilidad del hombre a raíz de sus compromisos difiere, pero está relacionada con su «dependencia óntica» [12, pág. 37]. Es más difícil describir de qué manera podemos resultar heridos por la interdependencia existencial que por la explotación del poder. En palabras de Lujpen: «Precisamente porque el hombre en esencia está en el mundo, le es imposible, a pesar de que vive por amor, no destruir también, de alguna manera, la subjetividad del otro» [63, pág. 293]. El símismo y el otro, aunque mutuamente constructivos en la dialéctica relacional, son también susceptibles de extinguirse de manera recíproca mediante una explotación activa o pasiva. La siguiente carta, proporcionada al terapeuta por la hija de 16 años de un matrimonio, ilustra la lucha por la supervivencia entablada por los miembros de la familia en relación con los desesperados pasos por independizarse que dio la otra hija, de 18 años. Todos padecen su propia interdependencia existencial, inseparable de sus compromisos de lealtad para con la familia y del uno para con el otro: «Lo que acaban de ver (el hecho de que le diera un cigarrillo a Lucila) fue una demostración del modo en que Lucila usaba a otras personas como herramientas de su venganza contra nuestros padres. Yo no quería dárselo, pero es una suerte de "maldita seas si lo haces, y maldita seas si no lo haces": si le doy un cigarrillo, mi madre se siente herida al verla fumar, pero si no le doy mi madre se sentiría igualmente herida al oír cómo llena de improperios a su hermana, o al verla levantarse y salir. No recuerdo cómo se llama el juego que está jugando, pero figura en Juegos en que participamos, de Eric Berne [7].

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»Mi hermana usa constantemente a los demás para lograr sus propios fines (por ejemplo, para hacer gala de total irresponsabilidad respecto de sí misma o de cualquier otra persona). Mi padre quiere echarla a puntapiés, de modo que la provoca "sutilmente", hasta que ella se va, o amenaza con marcharse, o trata de rehuir la situación poniéndose histérica. Uno de estos días tal vez halle el valor suficiente para matarse, pero lo dudo: no podría regodearse con el remordimiento de mis padres (especialmente el de mi madre) si estuviera muerta. De manera que está siempre al borde de la destrucción, pero nunca llega a ella. Esto es tan sólo una paradoja más en su vida. Cito sus palabras: "¿Qué hay de malo en tener infinidad de ideas paradójicas?" Mi respuesta es: "¡Todol"». Por la carta de la hermana, parecería que Lucila estaba jugando al juego del poder como ganadora, pero hay algo que le resulta paradójico. Desde nuestro punto de vista, una de las paradojas reside en la relación antitética entre el éxito basado en el poder y la culpa que ese éxito acarrea. El temor de destruir al otro se ve equilibrado por el riesgo de destruirse a sí mismo.

Antítesis superficie-profundidad La relación entre el poder, por un lado, y la culpa que el poder despierta, por el otro, resulta ilustrativa de la dialéctica que conecta esas dos dimensiones. El movimiento en una dirección, el nivel manifiesto de la conducta (más poder), tiende a producir un movimiento antitético, funcionalmente inhibitorio en el nivel implícito de los sentimientos (culpa por el poder). Por contraste, en el marco de un pensamiento monotético, no dialéctico, se espera que el poder sea restringido por otra fuerza superior y opuesta. El principio del control dinámico interno de la propia agresividad o éxito expoliador es intrínsecamente dialéctico. Ese principio regulador inherente a la dialéctica de los hechos de la vida debe distinguirse de un simple modelo de comunicaciones caracterizado por mensajes contradictorios en dos niveles del significado, o sea el «doble vínculo» [4]. La orientación dialéctica subraya la estructuración motivacionel dual de todos los hechos relacionales («psicológicos»): manifiestos, de la conducta, y encubiertos, propios de las obligaciones. De manera concomitante, las relaciones deben verse intrínsecamente conectadas con dos sistemas de contabilización: los de las motivaciones manifiestas, determinadas por el poder, y los de la jerarquía de obligaciones. Este tipo de determinación y. contabilización dual puede observarse en los individuos, las familias nucleares que interaetúan, las cadenas multigeneracionales de relaciones en familias extensas y en sociedades enteras. Las cuentas de lealtad que han quedado sin saldar influyen en la vida de las generaciones posteriores. El niño explotado suele convertirse en padre simbióticamente posesivo. Los estudios longitudinales de familias podrían convalidar la frase bíblica según la cual siete generaciones serán afligidas por los pecados de un padre. A medida que los libros mayores van atiborrándose progresivamente de culpas por la explotación perpetrada, mayor también es el daño infligido a las futuras generaciones. A la postre, los hábiles explotadores se convierten en perdedores finales. Al igual que en la sociedad, en última instancia el esclavo resulta vencedor sobre el esclavista. El desplazamiento entre los roles de poder y los cargados de culpa en un «sistema» de chivos emisarios puede ilustrar esta relación antitética entre el poder y la culpa acarreada por el poder. De no presuponerse una dialéctica tal, sólo podría verse el imperio ejercido por el poder en términos absolutos: el ganador estaría arriba, y el perdedor, irremediablemente debajo. La vida familiar se aproximaría a la escena económica y política en que, al menos temporariamente, la riqueza y el poder generan de modo usual mayor riqueza y poder. En la vida familiar, sin embargo, la gente está demasiado próxima a una ineludible contabilización de la justicia como para soslayar la culpa por el abuso de poder.

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Cuando el terapeuta percibe la injusta victimización del miembro convertido en chivo emisario, suele reaccionar frente a la dimensión de poder de la dinámica relaciona) en el sistema. Tal vez procure ponerse de parte de la víctima, y defenderla de sus victimarios, obviamente injustos. El terapeuta puede seguir el principio (en teoría correcto) de invertir una situación unilateral, sobrecargada. Quizá perciba de manera correcta adónde yace la distorsión cargada de proyecciones. Por lo general, es totalmente obvia en el proceso de convertir a alguien en chivo emisario, en especial cuando lo hacen varios otros en connivencia. Finalmente, el terapeuta puede seguir sus propias inclinaciones para restaurar el orden de la justicia humana, que había sido trastrocado por la indebida explotación del poder relacionar. En la práctica, sin embargo, el esfuerzo del terapeuta por restaurar la justicia y remediar el daño causado al chivo emisario rara vez se ve recompensado por los resultados de su intervención. Con frecuencia, él mismo se ve atrapado en las fuerzas de choque del sistema, que contribuyen a perpetuar el proceso de elección de chivos emisarios como situación necesaria, continuamente repetida. A menudo, para su sorpresa, el terapeuta inexperto se sentirá rechazado incluso por el chivo emisario, quien se muestra tan adicto al juego como sus perseguidores. El terapeuta puede entonces optar por ver en aquel a un masoquista que desea ser herido. Muy pronto la víctima ni siquiera parece sentirse herida; de hecho, los demás miembros de la familia no parecen desdeñarlo sino apreciarlo. Comprensiblemente, disminuye su respeto por esa intervención terapéutica cada vez menos importante. Si el terapeuta hubiese incluido en su estrategia la dimensión de culpa por el éxito, habría entendido el juego de los chivos emisarios. Como la victimización exitosa de un chivo emisario inevitablemente provoca culpa en quienes la perpetran, es posible que la víctima tenga en sus manos la palanca clave en la jerarquía de inducción de culpas. El perdedor puede resultar ganador; la simple restitución de sus derechos equivaldría a una meta unidireccional monotética. Por consiguiente, en vista de las implicaciones dialécticas de su rol, el chivo emisario debe ser reconocido y felicitado como importante colaborador y líder. A la inversa, los victimarios deben considerarse futuros perdedores, debido a su propensión a crearse culpas cada vez mayores por su acto de injusticia. A menos que el terapeuta logre quebrar el ciclo de culpas que surge en estos últimos, tendrá que prever la continuación cíclica del proceso. Por añadidura, como mártir, el miembro convertido en chivo emisario quedará exento de frenos superyoicos internos, así como de todo control externo. En consecuencia, se mostrará inclinado a una actuación (acting out) tal que provocará la aplicación del control externo mediante una renovada inculpación proyectiva por parte de los otros miembros, a medida que estos se recuperan de sus respectivos sentimientos de culpa. Así, el proceso se reitera una y otra vez. Por regla general, sin un íntimo conocimiento del sistema de contabilización de méritos de una familia específica es imposible determinar la medida exacta de cualquier beneficio o perjuicio relacional aparente. Lo que parece ser una pelea brutal entre los miembros, por ejemplo, puede en realidad producir un aumento de confianza y lealtad a partir de sus sufrimientos y desdicha compartidos; todo se remite a una forma de mayor «acercamiento». La naturaleza y medida del endeudamiento personal determinan lo que puede constituir la explotación en cada relación. Una esposa puede sentirse expoliada y traicionada al descubrir, tras treinta años de matrimonio, que las compañeras de oficina de su marido siempre lo tuvieron a este por un hombre arrollador, en tanto que el mismo descubrimiento puede provocar una sensación de orgullo y reafirmación en otra esposa. Las «escapadas» periódicas pueden debilitar un matrimonio, y reforzar los lazos de otro.

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A semejanza de la culpa y el poder, la vergüenza y la dignidad suelen ocupar posiciones antitéticas entre los niveles manifiestos y más profundos del pautamiento de relaciones. Las sesiones conjuntas de terapia familiar pueden semejarse a un tribunal en el que han de confesarse actos vergonzosos y cargados de culpa. La intromisión del terapeuta como persona venida de afuera subraya de manera notoria las implicaciones del contexto. No obstante, la dignidad de la abierta confrontación con la verdad puede tener mayor peso que el manifiesto carácter oprobioso de las revelaciones, como las que hace un progenitor frente a sus dos hijos y los «intrusos» profesionales: En el tratamiento individual de una joven aquejada por una serie de delirantes preocupaciones se emprendió la indagación de la dinámica familiar. La psicoterapia individual resultó poco productiva en su caso; sólo produjo una serie de estériles cavilaciones. El especialista procuró obtener algunos indicios sobre la base de unas pocas sesiones conjuntas con algunos de los miembros de la familia, y decidió solicitar una evaluación de la dinámica familiar. En la primera sesión conjunta, que incluyó a la paciente, su madre y seis de sus hermanos, se produjo una importante apertura. El consultor en terapia familiar insistió en alentar a los miembros de la familia para que trataran de expresarse de la manera más abierta posible. De pronto, la madre anunció: «Ha habido incesto en esta familia». Tras un incómodo silencio inicial, el hermano mayor, agregó por su parte, un relato de sus experiencias incestuosas. Siguieron entonces las revelaciones de varios de los restantes miembros de la familia, acerca de las numerosas experiencias incestuosas que habían vivido unos con otros. Parecía como si la madre les hubiera dado permiso para revelar ese vergonzante secreto. Lo que en el inicio equivalía a la apertura de la madre para expresar su propia vergüenza y la de toda la familia, derivó en un esfuerzo totalmente digno por ayudar a que toda la familia obtuviera asistencia profesional. El valor de la búsqueda de la verdad y la justicia se impuso sobre el que podía tener la lealtad a costa del secreto. En síntesis, la dialéctica superficial-profunda, tanto de la dinámica individual como de la relacional, determina el modo en que el movimiento en una dirección dada y en cierto nivel puede generar un movimiento contrario en otro nivel. Es por eso que para una persona de afuera es casi imposible determinar dónde terminan las heridas infligidas abiertamente y comienza el verdadero daño para una relación.

Base dinámica retributiva del aprendizaje La base relacional del aprendizaje y sus fallas nos da una de las pautas más importantes para entender por qué, en ciertos vecindarios, los niños llegan a la edad escolar afectados de una incapacidad social para el aprendizaje. Si la enseñanza se supone análoga al acto paterno de dar, el aprendizaje equivale a su vez a recibir. Por consiguiente, este último tendría que disminuir la frustración restaurando el balance de justicia del universo humano de la persona. Sin embargo, al menos en los casos en que es excesiva la temprana frustración durante el desarrollo acerca de la justicia del mundo de los hombres, partimos del supuesto de que el aprendizaje equivale más a dar que a recibir algo del maestro. El aprendizaje exige tolerancia para con los nuevos conocimientos introducidos, extraños al yo. Requiere idéntica actitud generosa, disposición a inclinarse, detenerse, escuchar, respetar, asimilar, retener, digerir, integrar al sí-mismo, etc., que la corrección de las distorsiones de la realidad y las posturas narcisistas en el curso de la psicoterapia. En la medida en que el aprendizaje requiere una actitud generosa y confiada, la capacidad del niño para asimilar nuevos conocimientos dependerá del balance de la contabilización retributiva de crédito y débito. La frustración inicial del desarrollo hace que la escala del niño se incline de manera desmedida hacia la intolerancia de toda injusticia.

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Desde este punto de vista, el mundo aparece como algo en esencia frustrante, que no le da nada, y que por ende se encuentra unilateralmente en deuda con él. En consecuencia, el niño no se encontrará predispuesto en lo emocional a «dar» aceptando algo, por ejemplo, aprendiendo, asimilando. Desde el punto de vista terapéutico se deduce entonces que primero debe permitírsele al pequeño lograr el reconocimiento (y posiblemente la reparación) de la propia justicia, de manera que pueda concederse a sí mismo la opción de aprender en vez de convertirse en un ser autodestructivo e incapacitado para el aprendizaje. No es fácil evitar el desarrollo que conduce a una resistencia inconcientemente vengativa y revanchista hacia el aprendizaje y todo desarrollo intelectual. Teniendo en cuenta la fuerza que poseen las lealtades invisibles de todo niño, el terapeuta debe reconocer su justicia de manera tal que los padres de aquel no se conviertan en chivos emisarios en ese mismo proceso. Podemos enterarnos, por ejemplo, de que el progenitor abandónico creció dentro de un sistema frustrante, injustamente carenciado. Si a la vez pueden ahorrarse culpas a las familias de origen, el aumento en el mérito positivo de todo el sistema debe recompensarse mediante el progreso que lleva a una mayor receptividad para el aprendizaje.

¿Individuación o separación? La autonomía es un concepto típicamente dialéctico, y el empleo erróneo de este concepto como meta terapéutica puede ser culpable de muchas fallas en la terapia. Aunque son pocos los terapeutas propensos a adoptar un enfoque tan simplista como para limitarse a equiparar la autonomía con la separación física, la práctica terapéutica subraya en buena medida la importancia de la vida independiente como meta y prueba básica de la emancipación psíquica. Por lo general, la separación se alienta partiendo de un punto de vista con fundamento cultural según el cual si hijos y progenitor pueden mantener una separación física, desarrollarán mecanismos destinados a valerse a sí mismos, los que eventualmente disminuirán su mutua interdependencia emocional. Sin embargo, en un nivel relacional profundo, la separación física puede favorecer un desplazamiento contraautónomo interior, neutralizador, en la contabilización del balance de méritos en el sistema de lealtad de la familia. En este sentido, la separación puede inducir sentimientos de culpa en quien la realiza, y la culpa es el mayor de los obstáculos para el éxito de una emancipación en verdad autónoma. Si todo el equilibrio mental de la persona gira, en última instancia, en torno del manejo de obligaciones cargadas de culpa para estar a disposición del propio padre (o hijo), la posibilidad de que aumenten las culpas es un precio demasiado alto para poder pagarlo a cambio de la adquisición de pautas funcionales independientes. Tal vez como una paradoja, sostenemos que puede lograrse una mayor individuación mediante la indagación familiar conjunta de obligaciones mutuamente interdependientes, y cargadas de culpa, que por medio de una separación abrupta. La permanencia, mientras se examinan de manera abierta las posibles formas de resolución de las propias obligaciones, conduce a una mayor independencia que la prematura huida para evitar hacer frente a las «cuentas».

Ajuste entre los sistemas de contabilización de méritos Si realmente el matrimonio representa el encuentro de dos sistemas familiares, es importante indagar de qué manera afectarán mutuamente las posibilidades que cada uno tiene de balancear las cuentas de mérito de sus miembros. Determinado sistema familiar puede haberse atrincherado en el proceso de realimentación positiva, que estriba en descompensar continuamente las pautas expoliadoras y tendientes a la elección de chivos emisarios, la alienación, el incesto o la propia parálisis como forma de sacrificio; por consiguiente, sus posibilidades de reequilibrar sus cuentas de modo de favorecer el crecimiento pueden tornarse progresivamente más remotas. Pueden nacer nuevas esperanzas cuando uno de los miembros ingresa a otro sistema mediante el matrimonio.

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A la vez, en el nivel individual, cabe suponer que la elección del cónyuge pueda estar determinada de manera inconciente por los siguientes factores: 1) deseo de obtener un justo «orden de universo humano» mediante el acceso al cónyuge y su familia, supuestamente_ más generosa; 2) esperanzas de enamoramientos introducidos, extraños al yo. Requiere idéntica actitud generosa, disposición a inclinarse, detenerse, escuchar, respetar, asimilar, retener, digerir, integrar al sí-mismo, etc., que la corrección de las distorsiones de la realidad y las posturas narcisistas en el curso de la psicoterapia. En la medida en que el aprendizaje requiere una actitud generosa y confiada, la capacidad del niño para asimilar nuevos conocimientos dependerá del balance de la contabilización retributiva de crédito y débito. La frustración inicial del desarrollo hace que la escala del niño se incline de manera desmedida hacia la intolerancia de toda injusticia. Desde este punto de vista, el mundo aparece como algo en esencia frustrante, que no le da nada, y que por ende se encuentra unilateralmente en deuda con él. En consecuencia, el niño no se encontrará predispuesto en lo emocional a «dar» aceptando algo, por ejemplo, aprendiendo, asimilando. Desde el punto de vista terapéutico se deduce entonces que primero debe permitírsele al pequeño lograr el reconocimiento (y posiblemente la reparación) de la propia justicia, de manera que pueda concederse a sí mismo la opción de aprender en vez de convertirse en un ser autodestructivo e incapacitado para el aprendizaje. No es fácil evitar el desarrollo que conduce a una resistencia inconcientemente vengativa y revanchista hacia el aprendizaje y todo desarrollo intelectual. Teniendo en cuenta la fuerza que poseen las lealtades invisibles de todo niño, el terapeuta debe reconocer su justicia de manera tal que los padres de aquel no se conviertan en chivos emisarios en ese mismo proceso. Podemos enterarnos, por ejemplo, de que el progenitor abandónico creció dentro de un sistema frustrante, injustamente carenciado. Si a la vez pueden ahorrarse culpas a las familias de origen, el aumento en el mérito positivo de todo el sistema debe recompensarse mediante el progreso que lleva a una mayor receptividad para el aprendizaje.

¿Individuación o separación? La autonomía es un concepto típicamente dialéctico, y el empleo erróneo de este concepto como meta terapéutica puede ser culpable de muchas fallas en la terapia. Aunque son pocos los terapeutas propensos a adoptar un enfoque tan simplista como para limitarse a equiparar la autonomía con la separación física, la práctica terapéutica subraya en buena medida la importancia de la vida independiente como meta y prueba básica de la emancipación psíquica. Por lo general, la separación se alienta partiendo de un punto de vista con fundamento cultural según el cual si hijos y progenitor pueden mantener una separación física, desarrollarán mecanismos destinados a valerse a sí mismos, los que eventualmente disminuirán su mutua interdependencia emocional. Sin embargo, en un nivel relacional profundo, la separación física puede favorecer un desplazamiento contraautónomo interior, neutralizador, en la contabilización del balance de méritos en el sistema de lealtad de la familia. En este sentido, la separación puede inducir sentimientos de culpa en quien la realiza, y la culpa es el mayor de los obstáculos para el éxito de una emancipación en verdad autónoma. Si todo el equilibrio mental de la persona gira, en última instancia, en torno del manejo de obligaciones cargadas de culpa para estar a disposición del propio padre (o hijo), la posibilidad de que aumenten las culpas es un precio demasiado alto para poder pagarlo a cambio de la adquisición de pautas funcionales independientes. Tal vez como una paradoja, sostenemos que puede lograrse una mayor individuación mediante la indagación familiar conjunta de obligaciones mutuamente interdependientes, y cargadas de culpa, que por medio de una separación abrupta. La permanencia, mientras se examinan de manera abierta las posibles formas de resolución de las propias obligaciones, conduce a una mayor independencia que la prematura huida para evitar hacer frente a las «cuentas».

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Ajuste entre los sistemas de contabilización de méritos Si realmente el matrimonio representa el encuentro de dos sistemas familiares, es importante indagar de qué manera afectarán mutuamente las posibilidades que cada uno tiene de balancear las cuentas de mérito de sus miembros. Determinado sistema familiar puede haberse atrincherado en el proceso de realimentación positiva, que estriba en descompensar continuamente las pautas expoliadoras y tendientes a la elección de chivos emisarios, la alienación, el incesto o la propia parálisis como forma de sacrificio; por consiguiente, sus posibilidades de reequilibrar sus cuentas de modo de favorecer el crecimiento pueden tornarse progresivamente más remotas. Pueden nacer nuevas esperanzas cuando uno de los miembros ingresa a otro sistema mediante el matrimonio. A la vez, en el nivel individual, cabe suponer que la elección del cónyuge pueda estar determinada de manera inconciente por uno de los siguientes factores: 1) deseo de obtener un justo «orden de universo humano» mediante el acceso al cónyuge y su familia, más generosa; 2) esperanzas de encontrar. Un grupo más receptivo, en el cual uno pueda actuar en forma más justa para con los demás y expiar las deudas pasadas; 3) uso proyectivo del otro y de la familia de ese otro con el fin de rehabilitar a la propia familia de origen. Naturalmente,- los riesgos y complejidades existenciales de semejantes empresas relacionales son considerables. Muchas personas agobiadas por una carga de culpas imposible de resolver optan más bien por otros caminos alternativos, trabajando por el bien de la humanidad, como esforzados misioneros, o haciendo algún otro tipo de abnegado aporte, en tanto que se mantienen solteras y soslayan la vida familiar como oportunidad para hacer un nuevo balance, éticamente significativo, de las antiguas cuentas. Un joven matrimonio inició la terapia quejándose de un problema conyugal crónico, que por sus aspectos vengativos estaba deteriorando a la pareja. Había acusaciones mutuas de incompetencia sexual, así como actitudes moralmente condenatorias. Por ser ambos católicos, cada uno trataba de implicar al otro en la responsabilidad de practicar el control de la natalidad. La familia de la esposa había fracasado de manera abierta como tal, según se dijo, ya que el padre, un borracho, castigaba de continuo a la madre. En cuanto a los padres del marido, se los describió como rígidos puritanos, emocionalmente incapaces de darse. En una sesión de la que participó la madre de la esposa, se revelaron importantes indicios respecto de la influencia mutua de ambos sistemas familiares. La abuela materna declaró, entre lágrimas copiosas, que cinco años atrás la abuela paterna le había advertido que nunca tenía que volver a pisar el hogar de la joven pareja, debido a la supuesta mala influencia moral que ejercía sobre ellos. Después de todo, su hija ya salía con hombres a los doce o trece años. La abuela materna sostuvo entonces que fue por causa de esa insinuación que nunca había vuelto a visitar el hogar de su hija. Tampoco había podido conversar sobre el asunto con esta. El marido se mostró visiblemente turbado al enterarse, y primero se puso de parte de su suegra, acusando a su propia madre de andar siempre buscando líos con sus nueras. En la sesión de la semana siguiente la pareja se comportó como un equipo de colaboradores, refiriendo su aparente acuerdo sobre los aspectos principales del incidente y analizando las fallas de sus madres. Sin embargo, en el curso de la sesión subsiguiente la esposa comenzó á acusar al marido de tener inclinaciones incestuosas, como su hábito de recostarse media hora en la cama junto a su hija de siete años (como también junto a sus hijos de ocho y doce años) antes de irse a dormir. El marido se puso fuera de sí, y se tomó represalias diciéndole abruptamente a su hija que nunca más debía volver al lecho de los padres y que tampoco él iría al de ella. En las siguientes semanas ambos esposos desarrollaron una actitud crítica abierta y apasionada hacia la familia de origen del otro. Parece ser que, en casos similares, Los cónyuges cargan con todo el peso de las sobrecargadas cuentas sistémicas multipersonales de la familia de origen. Sólo podrían restaurar la armonía

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conyugal haciendo un nuevo balance, simultáneo,-de la red de sus expectativas dinámicas intrafamiliares. El terapeuta inexperto podría pasar por alto esos complejos determinantes que rigen la dinámica de un sistema multipersonal, empleando todas sus «palancas» terapéuticas para resolver los conflictos sexuales y religiosos, observables en la superficie y de importancia sintomática.

Implicaciones generales El modelo dialéctico de conceptualización nos ha permitido enfocar las relaciones desde un punto de vista coherentemente multilateral. Aunque nuestro enfoque puede describirse como una teoría generalizada de la relatividad de las relaciones humanas, lo proponemos por el valor heurístico y epistemológico que pueda tener. Lo que el modelo postula no son meras paradojas de función, sino una descripción de la naturaleza en esencia dialéctica de los fenómenos propios de la vida en general y de las relaciones humanas en particular. En forma contrastante, los modelos de comunicación, aunque descriptivos de los lazos de vinculación de la existencia interpersonal, son monotéticos y no logran explicar la complejidad de los sistemas de relaciones. La teoría dialéctica de las relaciones mantiene al individuo como centro de su universo, pero lo enfoca en una interacción ontológicamente dependiente con sus otros constitutivos. De acuerdo con nuestra tesis, la dimensión dinámica central de dicha reciprocidad se afirma en las cuentas de la justicia. Más allá de la antítesis subjetiva entre Yo y Tú, cada relación signada por la cercanía entraña una contabilización de méritos como característica sintética, cuasi cuantitativa y cuasi objetiva del sistema. La contabilización incluye implicaciones a corto y a largo plazo de hechos relacionales, tanto manifiestos como implícitos. Nos hemos referido al mérito como algo determinado por valores personales, relacionales, más que por criterios de valor extrínsecos. Utilizamos el término «mérito» para describir el equilibrio entre los aspectos expoliadores de manera intrínseca y los mutuamente reafirmativos de cualquier relación. 1'a es bastante difícil de juzgar la explotación manifiesta; la explotación implícita, inherente a la estructura de toda relación íntima, es aún más difícil de definir. La teoría psicológica dinámica deja sin explicar las vicisitudes de la justicia y la injusticia en el universo humano de las relaciones íntimas. Al adoptar esta actitud, la teoría dialéctica de las relaciones procura una síntesis de los conceptos psicodinámicos y fenomenológicos existenciales sobre la lucha del hombre por llevar una vida «buena» y sana. El enfoque psicodinámico subrayó la importancia del dominio racional de la naturaleza básica del hombre y su adecuación a la realidad, mientras que los autores existencialistas han destacado su preocupación por los efectos deshumanizadores del progreso material propio de la era industrial en que vivimos. Nuestra teoría de las relaciones procura definir ese ámbito auténticamente humano en el que los balances intrínsecos entre los lazos de lealtad ocultos y la explotación, más que los criterios de eficiencia funcional, constituyen la «realidad». El falso respeto filial puede enmascarar los tabúes y mandatos en contra de la genuina indagación de la verdadera relación existente entre el propio sí-mismo y los padres. Sin embargo, el aprendizaje de las auténticas luchas de la generación anterior podría llevar a un respeto más genuino por ellas. El diálogo evolutivo por medio de preguntas y respuestas abiertas y valientes entre hijo y padre hace que este último sea aún más padre. La tremenda posibilidad de explotación es, precisamente, lo que hace que la relación entablada entre padre e hijo sea tan vulnerable a la investigación. Sin embargo, la cuestión del quién explota a quién se torna relativa al extremo cuando llegamos al terreno de las relaciones más cercanas.

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Axiomáticamente, no puede esperarse ninguna resolución constructiva sobre la base de una mayor inculpación de la otra parte; esto perpetuaría la explotación. Lo que rompe la cadena es la exculpación del sí-mismo mediante la exculpación del otro. La dialéctica de la dinámica relacional prescribe que el progreso a veces puede alcanzarse desde una dirección antitéticamente opuesta. El endeudamiento bilateral ético y existencial inherente a la relación padre-hijo hace de las relaciones familiares ejemplos clásicos de la dialéctica relacional. Las indefinibles fronteras entre necesidad y obligación de cada parte hacen imposible para un tercero juzgar la justicia y ecuanimidad de cualquier acción específica de aquellas. La persona de afuera ni siquiera distingue la mayoría de lo que puede describirse como falso respeto, engaño, creación de culpas a la manera del mártir, parentalización patológica, etc. Un joven profesional describe de qué manera su madre genera una situación caótica con sus hijos, lamentándose de la posibilidad de que ella incluso prefiera no encontrarse en presencia de su prole en el momento de su muerte. Aparentemente, la mujer preferiría buscar ser reconfortada por su hermana más joven, una vez despertado el máximo de interés frustrado de parte de sus hijos. A partir de las sesiones conjuntas puede observarse de qué modo, tanto en el progenitor como en el hijo, la dependencia se entrelaza con el deseo simultáneo y frustrado de dar. Aunque sería más fácil soslayar la ética retributiva inherente de las relaciones y, por el contrario, basar los conceptos de fuerza, salud y normalidad en criterios monotéticos de poder, eficacia, adaptación, mejoría sintomática y compentencia sexual, una actitud tan tradicional debilitaría nuestra captación de las relaciones y de la gente. Por ejemplo, ningún criterio absoluto podrá jamás describir la dialéctica de las fronteras interpersonales, derivada de la inevitable otredad entre los individuos, que lleva a las concomitantes proyecciones prejuiciosas. Sin cierto grado de identificación proyectiva, no podemos mantener las fronteras de nuestra propia identidad. Ningún concepto de salud y patología puede ignorar la jerarquía de expectativas en cualquier sistema de relación. Sin embargo, la contabilización de las fluctuaciones de dicha jerarquía, debe entrelazarse con la propia definición personal de cada miembro, respecto de una escala cuasicuantitativa de méritos y del toma y daca entre uno mismo y el otro. La fuerza real es coherente con la apertura a la investigación de la jerarquía de obligaciones del propio universo humano. La aparente libertad que significa el no tomar en cuenta la contabilización de méritos básicos de los sistemas es engañosa, y queda derrotada por sí misma. La partida o separación física sin enfrentar el balance es, en el mejor de los casos, una manera de postergar el crecimiento. Por último, sin una apertura dialécticamente flexible no podemos indagar en forma exhaustiva el inmenso potencial sin explotar de las relaciones humanas para la prevención del sufrimiento y para la urgente revisión de las leyes, la educación, la administración, la interpretación de las noticias, el planeamiento urbano, etc. (por no citar más que unos pocos aspectos).

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3. Lealtad El concepto de lealtad reviste importancia para la comprensión de las relaciones familiares. Puede tener muchos significados, desde el sentido de lealtad psicológica e individual hasta los códigos nacionales y sociales de lealtad cívica. El concepto debe definirse en consonancia con los requerimientos de nuestra teoría de las relaciones.

La trama invisible de la lealtad El concepto de lealtad puede definirse en términos morales, filosóficos, políticos y psicológicos. Convencionalmente, fue descripto como la actitud confiable y positiva de los individuos hacia lo que ha dado en llamarse el «objeto» de la lealtad. Por el contrario, el concepto de una trama de lealtad multipersonal implica la existencia de expectativas estructuradas de grupo, en relación con las cuales todos Ios miembros adquieren un compromiso. En éste sentido la lealtad hace referencia a lo que denominó «el orden del universo humano» [25]. Su marco de referencia es la confianza, el mérito, el compromiso y la acción, más que las funciones «psicológicas» del «sentir» y el «conocer». Nuestro interés por la lealtad como característica de grupo y actitud personal va más allá de la simple noción conductista de una conducta respetuosa de la ley. Presuponemos que, para ser un miembro leal de un grupo, uno tiene que interiorizar el espíritu de sus expectativas y asumir una serie de actitudes pasibles de especificación, para cumplir con los mandatos interiorizados. En última instancia, el individuo puede así someterse tanto al mandato de las expectativas externas como al de las obligaciones interiorizadas. En este sentido, interesa advertir que Freud concibió la base dinámica de los grupos como algo relacionado con la función superyoica [40]. El componente de obligación ética en la lealtad está vinculado, primeramente, al despertar del sentido del deber, ecuanimidad y justicia en los miembros comprometidos por esa lealtad. La incapacidad de cumplir las obligaciones genera sentimientos de culpa que constituyen, entonces, fuerzas secundarias de regulación del sistema. Por lo tanto, la homeostasis del sistema de obligaciones o lealtad depende de un insumo regulador de culpas. De manera natural, los distintos miembros poseen umbrales de culpa igualmente distintos, y resulta demasiado penoso mantener durante mucho tiempo un sistema regulado tan sólo por la culpa. Mientras que la estructuración de la lealtad está determinada por la historia del grupo, la justicia del orden humano y sus mitos, el alcance de las obligaciones de cada individuo y la forma de cumplirlas están codeterminados por el complejo emocional de cada miembro en particular y por la posición que por sus méritos ocupa en el sistema multipersonal. La cuestión de las tramas de lealtades en las familias está íntimamente conectada con alineaciones, escisiones, alianzas y formaciones de subgrupos, examinadas a menudo en la bibliografía específica de terapia familiar y estudios afines (véase Wynne [92] en particular). Wynne definió la alineación según lineamientos funcionales: «La percepción o experiencia de dos o más personas unidas en un esfuerzo, interés, actitud o serie de valores comunes, y que, en ese sector de su experiencia, alientan sentimientos positivos una hacia la otra» [92, pág. 96]. Las alineaciones en esos niveles funcionales o emocionales experienciales son significativas en la escena cambiante de la vida familiar, aunque hay dimensiones relacionales más significativas de alineación familiar, que se basan en problemas de lealtad cargados de culpa al ser afectados por el balance de las obligaciones y méritos recíprocos.

Necesidades del individuo y necesidades del sistema multipersonal Fuera de la estricta atracción heterosexual, las necesidades personales y arraigadas de manera profunda por obtener respuestas positivas del otro, por lo común han sido descritas en términos de 39

dependencia oral en la bibliografía psicodinámica. Al individuo que no funciona en forma adecuada se lo ve como un ser ávido por conseguir aceptación, atención, amor y reconocimiento, en vez de un ser que realiza su capacidad para plantearse metas más maduras e independientes en la vida. En consecuencia, las motivaciones dependientes en un adulto suelen juzgarse en general de antemano, como infantiles y regresivas. Ciertas necesidades afiliativas de un orden de desarrollo más elevado se atribuyen a sentimientos (cargados de culpa) de obligación, servicio, y sacrificado altruismo lleno de abnegación, En este último caso, la búsqueda de reconocimiento tradicionalmente se percibe como una transacción parcial entre la persona y su progenitor interiorizado, su censor superyoico, y, de manera segundaria, entre el sí-mismo obligado y el otro. Erikson [34] define una actitud de afiliación más madura empleando el término «generatividad», el que también incluye la parentalización de la dependencia personal respecto de su propio rol mediante el deseo de afianzar a la generación siguiente y la preocupación por orientarla. En tanto que la organización evolutiva de las necesidades del individuo en una estructura de personalidad puede enfocarse como una sucesión de etapas del desarrollo, el concepto de sistema multipersonal presupone la continua contabilización de hechos dentro de un marco de reciprocidad cuasi ético o de jerarquía de obligaciones. No queremos implicar con esto que el especialista en terapia familiar tiene que ocuparse de la orientación prevalente de valores ético-religiosos en los distintos individuos o en la familia como un todo. Por el contrario, nos interesa la ética de la justicia personal, la explotación y la reciprocidad. Aunque ignorarla parece muy a tono con el actual lenguaje sofisticado, todo grupo social debe basarse en una red de principios éticos o de lo contrario enfrentar el aspecto de la desintegración, que Durkheim describió con el nombre de «anomia» [32]. El concepto de lealtad es fundamental para comprender la ética o sea la estructuración relacional más profunda de las familias y otros grupos sociales. Para los fines que persigue este capítulo, resulta necesario precisar el significado especial del término lealtad. Desde el punto de vista dinámico, es posible definir la lealtad de acuerdo con los principios que la sustentan. Los miembros de un grupo pueden comportarse de manera leal llevados por la coerción externa, el reconocimiento conciente de su interés por pertenecer a aquel, sentimientos de obligación concientemente reconocidos, o una obligación de pertenencia que los ligue de modo inconciente. En tanto que la coerción externa puede resultar visible para los observadores externos, y el interés o la obligación sentidos en forma conciente pueden ser manifestados por los miembros, los compromisos inconcientes hacia un grupo pueden inferirse únicamente a partir de indicios complejos e indirectos, y a menudo sólo tras una larga familiaridad con la persona y el grupo respectivo. En última instancia, en una familia la lealtad dependerá de la posición de cada individuo dentro del ámbito de justicia de su universo humano, lo que a su vez conforma parte de la cuenta de méritos intergeneracional de la familia. Una vez puesto sobre aviso en cuanto a la importancia de los compromisos sellados por lealtad, el especialista en terapia familiar se encontrará en posición ventajosa para estudiar las manifestaciones tanto individuales como sistémicas de las fuerzas relacionales y los determinantes estructurales. Los compromisos de lealtad son como fibras invisibles pero resistentes que mantienen unidos fragmentos complejos de «conducta» relacional, tanto en las familias como en la sociedad en su conjunto. Para entender las funciones que cumple un grupo de gente, nada es más importante que saber quiénes están unidos por vínculos de lealtad y qué significa la lealtad para ellos. Toda persona contabiliza su percepción de los balances del toma y daca pasado, presente y futuro. Lo que se ha «invertido» en el sistema por medio de la disponibilidad, y lo que se ha extraído en forma de apoyo recibido o el propio uso expoliador de los demás, sigue escrito en las cuentas invisibles de obligaciones.

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Tal vez ninguna era, en escala tan grande como la nuestra, haya producido en masa tantos niños que crecen sin el apoyo de una paternidad responsable. A la postre, nuestra sociedad bien podría soportar la carga de un cúmulo de ciudadanos resentidos en lo más profundo y desleales con justificación, si es que los niños siguen siendo producidos en masa por padres que no tienen la intención de cuidarlos, o son emocionalmente incapaces de hacerlo. Toda autoridad, todo miembro leal de la sociedad, o incluso el mundo entero, pueden entonces ser blancos justificados de la frustrada venganza de quienes, en esencia, fueron traicionados desde la cuna. De esta manera, serán fácil presa de los demagogos que sacan partido de los prejuicios. Por lógica, los niños pueden ser explotados de muchas formas encubiertas de modo sutil. El abandono manifiesto sólo puede ser una razón parcial. Todos los aspectos de las relaciones que tienden a mantener al niño cautivo en medio del desequilibrio relacional suelen convertirse en formas de explotación, sin que haya ninguna intención personal de obtener provecho injusto de parte de nadie. Cuando hablamos de un «vínculo de lealtad», queremos decir algo más que compromisos confiables (contabilizables) de asequibilidad mutua entre varios individuos. Por añadidura, tienen una deuda de lealtad compartida para con los principios y definiciones simbólicas del grupo. La base biológica existencial de la lealtad familiar consiste en los vínculos de consanguineidad y matrimoniales. Las naciones, los grupos religiosos, las familias, los grupos profesionales, etc., tienen sus propios mitos y leyendas, y se espera que cada miembro les sea leales. La lealtad nacional se basa en la definición de una identidad cultural, un territorio común y una historia compartida. Los grupos religiosos participan de una determinada fe, normas y convicciones. La historia, al llevar la cuenta de las persecuciones pasadas y otras injusticias, refuerza la lealtad intragrupal. Tanto en las familias como en otros grupos, el compromiso de lealtad fundamental hace referencia al mantenimiento del grupo mismo. Tenemos que ir más allá de las manifestaciones de conducta concientes y las cuestiones específicas si deseamos comprender el sentido de los compromisos básicos de lealtad. Lo que aparece como conducta escandalosamente destructiva e irritante por parte de un miembro hacia otro, puede no ser experimentado como tal por los participantes si la conducta se ajusta a una lealtad familiar básica. Por ejemplo, puede que dos hermanas lleven al extremo sus celos y rivalidad por causa de los padres, de manera que el fracaso matrimonial de los progenitores quede enmascarado. El terapeuta novato por lo general carece de una orientación explícita y operativamente útil en relación con el tema de la lealtad familiar. Por ejemplo, tal vez quiera ayudar a los enemistados padres de una hija de dieciocho años tratando de esclarecer formas de comunicación muy embarulladas y desesperadamente hostiles. Quizá no se dé cuenta de que la confusa interacción de los padres puede cumplir, a la vez, un fin sumamente importante para ellos en función de la lealtad familiar: permite postergar la separación emocional y la eventual vinculación (heterosexual) externa de la hija adolescente. Aunque puede demorar la individuación y la separación, quizá sirva de contrapeso, asimismo, por las culpas extremas en relación con la ingratitud de la adolescente en proceso de emancipación. Las exigencias implícitamente dependientes que plantean los padres a la hija pueden también neutralizar su sensación de haber sido explotados a través de su devoción hacia el rol paterno. Por supuesto, el grado de su real explotación está codeterminado por la medida de las cuentas que han dejado sin saldar -entro de sus respectivas familias de origen. El hijo inconcientemente parentalizado puede ser usado para saldar, aunque en forma tardía, las cuentas de los padres con sus propios progenitores. Es difícil evaluar la auténtica disposición del adolescente o el joven adulto para asumir compromisos externos. Tal vez parezca preparado para la separación física y una vinculación heterosexual, pero íntimamente puede mostrarse muy reacio a sellar un lazo de lealtad con cualquier persona ajena a

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su familia. En toda familia resulta difícil definir qué actos de aparente rechazo sirven, paradójicamente, para eludir la individuación prematura del adolescente, lo que configura una amenaza para la lealtad familiar. Los ataques llenos de agresividad, el descuido insultante, la partida física, la desaparición de todo respeto, etc., puede herir a los padres pero no tocar la cuestión básica de la lealtad. Los roles manifiestos y las actitudes verbales rara vez explican el grado de profundo compromiso íntimo. Es posible que un miembro «enfermo» o «malo» complemente de manera eficaz el rol de otro miembro socialmente creativo y destacado. A menudo, la ética de lealtad entra en conflicto con la del autocontrol. Una madre que le dice a su hija adolescente: «Puedes salir y pasar un rato divertido, siempre que me lo cuentes todo», tal vez esté preparándose para conseguir el compromiso de lealtad de la hija al precio de la permisividad sexual, quizá para siempre. Los sistemas de lealtad pueden basarse tanto en la colaboración latente, preconciente, entre los miembros, no formulada de manera cognoscitiva, como en los «mitos» gestados por las familias. La mayor parte del tiempo su poder puede disfrazarse, pero resulta factible que sus efectos surjan y se tornen tangibles bajo la amenaza de desvinculación de un miembro, o cuando los resultados del proceso terapéutico comiencen a perturbar el equilibrio homeostático del sistema. Por definición, el crecimiento o maduración de cualquier miembro implica cierto grado de pérdida personal y desequilibrio relacional. Los vínculos de lealtad podrían considerarse operativamente instrumentados por medio de las técnicas de relación, aunque en sí participan más de la naturaleza de las metas que de la de los medios de existencia relacional. Ellos son la sustancia de la supervivencia del grupo. No existen medios confiables para medir el grado de los compromisos de lealtad, como resultado de que ni siquiera comprendemos sus dimensiones principales. La participación existencial en la cuantificación de la lealtad puede ilustrarse mediante el conocido cuento del cerdo y la gallina. Cuando descubrieron que ambos colaboraban en la producción de huevos con jamón, el cerdo sintió en forma aguda la disparidad de su relación: «A ti sólo se te pide una contribución, mientras que de mí se espera un compromiso total». (En el capítulo 4 se registran ulteriores intentos por cuantificar los compromisos.) La adquisición de insight en torno del significado específico de su lealtad es fundamental para la comprensión de la estructura profunda o dinámica de cualquier grupo social. El miembro leal lucha por alinear su propio interés con el del grupo. No sólo participa en la consecución de los fines de su grupo y comparte su punto de vista, sino que también adherirá a su código ético de conducta, o al menos lo considerará con sumo cuidado. Los criterios relacionales de lealtad deben elaborarse a partir de la conducta del miembro, su pensamiento conciente y actitudes inconcientes. Desde el punto de vista de la persona de afuera, la lealtad del miembro puede parecer manifiesta o encubierta. Los códigos, mitos y rituales manifiestos siempre tienen sus más importantes contrapartidas encubiertas en las pautas inconcientemente expoliadoras o de connivencia en la función grupal. Los orígenes de la lealtad se remiten a varias fuentes. La lealtad familiar se basa, de manera característica, en el parentesco biológico y hereditario. Por lo general, los parentescos políticos tienen menores efectos en cuanto a la lealtad que los lazos de consanguinidad. La coerción externa puede controlar la lealtad hacia muchos grupos sociales, aunque no la determina necesariamente. A veces es el reconocimiento de los intereses compartidos lo que lleva a la identificación voluntaria con el grupo. Por otra parte, la lealtad familiar, o la que se tiene hacia la propia escuela o lugar de trabajo, puede verse reforzada por medio de la gratitud o la culpa experimentadas en relación con el desempeño meritorio no recompensado de los mayores, brindaron su abnegada atención y generosos danés de aor-a -los más jóvenes. La gratitud y el reconocimiento porm el valor de los

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propios mayores suele llevar a la interiorización de obligaciones adoptando su sistema de valores, conciente e inconcientemente. Por su etimología la palabra lealtad deriva de la voz francesa «loi», ley, de manera que implica actitudes de acatamiento a la ley. Las familias tienen sus propias leyes, en forma de expectativas compartidas no escritas. Cada miembro de la familia se halla constantemente sujeto a pautas variables de expectativas, las que cumple o no. En los hijos pequeños el cumplimiento se sanciona por medio de medidas disciplinarias externas. Los hijos mayores y los adultos pueden cumplir llevados por compromisos de lealtad internalizados. La lealtad como actitud individual abarca, entonces, identificación con el grupo, auténtica relación objetal con otros miembros, confianza, confiabilidad, responsabilidad, debido compromiso, fe y firme devoción. Por otra parte, la jerarquía de expectativas del grupo connota un código no escrito de regulación y sanciones sociales. La internalización de las expectativas y los mandamientos en el individuo leal proporcionan fuerzas psicológicas estructurales que pueden ejercer coerción sobre el sujeto, de la misma manera que la coacción externa dentro del grupo. Si no puede reclamar el más profundo compromiso de lealtad, ningún grupo podrá ejercer un grado elevado de presión motivacionel en sus miembros. Cuando sugerimos que la comprensión de los compromisos de lealtad nos da la clave de la importancia de los determinantes sistémicos encubiertos de la motivación humana, también nos damos cuenta de que nos estamos desviando del concepto de motivaciones más profundas tal como tradicionalmente se circunscriben a la psicología del individuo. En consecuencia, cualquier teoría satisfactoria de las relaciones debe ser pasible de relacionar los conceptos motivacionales individuales con los multipersonales o relacionales. Los estudios fenomenológicos y existenciales subrayan la dependencia óntica del hombre en sus relaciones, más que la dependencia funcional. Los escritos de Martin Buber, Gabriel Marcel y Jean Paul Sartre configuran ejemplos de esta escuela de pensamiento. El hombre, suspenso en su angustia ontológica, experimenta un vacío total si no puede entablar un diálogo personal significativo con algo o alguien. Las relaciones ónticamente significativas deben ser motivadas por pautas mutuas entrelazadas de preocupación y solicitud presente y pasada, por un lado, y de posible explotación, por el otro. De esta dependencia óntica de todos los miembros en su relación mutua surge uno de los componentes principales del nivel supraordenado y multipersonal de los sistemas de relaciones. La suma de todas las díadas mutuas ónticamente dependientes dentro de una familia constituyen una de las fuentes principales de lealtad del grupo. El especialista en terapia familiar debe estar capacitado para concebir la existencia de un grupo social cuyos miembros se relacionan todos entre si de acuerdo con el diálogo Yo-Tú de Buber. Si el terapeuta soslaya dicha comprensión, no logrará diferenciar entre las relaciones de grupo familiares y las accidentales, ni siquiera tal vez en su propia familia. La dependencia por lo común se define por las necesidades de los individuos vinculados. Siguiendo a Freud, concebimos las motivaciones humanas en función de necesidades, pulsiones, deseos, fantasías desarrolladas como expresión de deseos, e instinto (conceptos todos ellos de base individual). El especialista en terapia familiar tendrá que recordar, sin embargo, que el puente entre personas estrechamente relacionadas se construye más por acciones e intenciones que por el pensamiento y los sentimientos. El encuadre dentro del que se sostiene una relación se basa en una trama ética que interpenetra las intenciones y acciones de los miembros: ¿Me has demostrado que puedes oírme, considerarme y preocuparte por mí? Si tus acciones demuestran que si, para mi es natural sentir y actuar con lealtad hacia ti, o sea considerarte a ti y a tus necesidades. Tú me obligas por medio de tu apertura. Aunque ante un extraño quizá

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parezcamos dos enemigos trabados en lucha, sólo nosotros podemos juzgar cuándo y de qué manera uno de nosotros pudo haber quebrado y traicionado nuestro vínculo de lealtad mutua. Nuestra lucha aparente puede ser nuestro modo de volver a saldar las cuentas: de reciprocidad. Las implicaciones de la anterior viñeta de terapia familiar son obvias. Los psicoanalistas o los psicoterapeutas tienden a presuponer que la intensidad, profundidad e importancia del tratamiento llegan a su punto máximo en la privacidad confidencial propia de la relación terapéutica individual, y que toda disminución de esa privacidad entre dos seres suele llevar a una vinculación terapéutica más superficial (de apoyo, educacional, de modificación de la conducta). Sin embargo, la experiencia nos demuestra que el efecto principal del enfoque del tratamiento relacional o familiar no sólo consiste en la ampliación sino en la escalada de la participación terapéutica. El trabajar con todos los miembros en una red de relaciones vuelve inevitables las cuestiones y conexiones «en profundidad», siempre que el terapeuta pueda lograr una empatía con las personas y tenga conciencia suficiente del sentido subjetivo de los vínculos recíprocos de endeudamiento, que se vuelven invisibles por medio de la negación. El especialista en terapia familiar tiene que aprender a distinguir entre la trama elemental de sistemas de compromiso de lealtad y sus manifestaciones y elaboraciones secundarias. Por ejemplo, un compromiso simbiótico extremo entre una mujer casada y su madre debe reconocerse e investigarse desde el punto de vista terapéutico, aun cuando concientemente se exprese por medio de una pauta hostil de rechazo. La cualidad manifiesta de la relación (p. ej., evitación, elección de chivos emisarios, guerra apasionada) es menos significativa, para determinar los resultados terapéuticos, que el grado de «inversión» y la extensión de las obligaciones negadas o no resueltas dentro de cada miembro. La interrelación dinámica del individuo con su ambiente humano es de índole personal, y no puede ser caracterizada de modo pertinente por conceptos tales como el de «pauta cultural general», «ambiente previsible normal» o «técnicas interpersonales». En los capítulos 4 y 5 sugerimos que la relación del hombre con su contexto está gobernada por un balance de ecuanimidad o justicia. El hecho de que las sociedades y las familias contabilicen la cuenta del mérito es algo que suele verse subestimado en la bibliografía sobre ciencias sociales. Nuestra era está habituada a renunciar a los problemas de importancia ética como factores dinámicos. Educados en la sobrevaloración positivista , pragmática de la ciencia, nos inclinamos a dudar que existan cuestiones éticas válidas, fuera de la hipocresía, por un lado, y los sentimientos neuróticos de culpa, por el otro. Entre los autores de la escuela psicoanalítica, Erikson ha subrayado el carácter genéticamente social del individuo humano: «El fenómeno y concepto de organización social, y su incidencia sobre el yo individual fue de ese modo, y por el período más prolongado, eludido en virtud de tributos condescendientes a la existencia de "factores sociales"» [34, pág. 19]. Al referirse a los orígenes de la confianza básica, el citado autor puntualiza: «Las madres crean un sentido de confianza en sus hijos mediante esa atención que, en su calidad, combina el cuidado sensitivo de las necesidades individuales del bebé y un firme sentido de confiabilidad personal dentro del marco confiable del estilo de vida de su comunidad» [34, pág. 63]. De esta manera, el ser digno de confianza, o confiabilidad, implica el concepto de méritos probados. Por añadidura, la frase «marco confiable de su comunidad» señala una fuente de confianza ubicada en el contexto social, fuera de la madre y el hijo. A medida que el ambiente paterno «gana» confiabilidad a ojos del niño, este se convierte en deudor para con su madre y para con todos aquellos que le han brindado su confianza debido al valor de sus intenciones y acciones. El sistema, de por sí, comienza a plantear exigencias y expectativas éticas estructuradas al niño mucho antes

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que esta clase de obligación tenga posibilidades de tornarse conciente. Por añadidura, mientras el hijo vive, nunca está realmente libre de la deuda existencial para con sus padres y familia. Cuanto más digno de confianza ha sido el medio con nosotros, tanto más le debemos; cuanto menos hayamos podido retribuirle los beneficios recibidos, mayor será la deuda acumulada. Tal vez el lector desee interpretar este punto dentro de un marco psicológico, más que existencialrelacional; pero no estamos refiriéndonos a una «patología» de sentimientos neuróticos de culpa. Simplemente, hacemos referencia al hecho de la deuda existencial que surge como resultado de haber recibido cuidados paternos de otros, de manera confiable. La expresión de Erikson, «el marco confiable de su comunidad», al igual que la expresión de Buber «justicia del universo humano», implica que posiblemente se requieran muchas relaciones personales, a lo largo de varias generaciones, para construir una atmósfera de equilibrio entre la confianza y la desconfianza. En el curso de la terapia conyugal un joven marido describe su deuda para con sus padres, prolongada e imposible de resolver. La razón no es tan sólo que trataron de brindarle las mejores oportunidades educacionales, etc., sino que él siempre estaba metiéndose en líos, y su padre solía pagarle la fianza necesaria para sacarlo de muchas situaciones difíciles ante los tribunales, la policía, las escuelas, etc. En respuesta, su mujer exclama: «¿Crees que nuestros hijos nos deberán tanto a nosotros?» Cabe advertir que el problema de la pareja revelaba el tipo de conflicto de lealtad que otras parejas sólo descubren en forma gradual: el marido se veía escindido entre sus obligaciones para con la esposa y para con sus padres. En esa familia había también una fricción real y manifiesta entre las dos familias de origen. El conflicto de lealtad de la esposa llegó a revestir formas de expresión más complejas. Parecía ansiosa por hacerle la guerra a sus parientes políticos, y también admitió un sentimiento de frustración por la falta de lazos estrechos con su propia familia de origen. En la mayoría de las familias es posible descubrir el modo en que sus miembros han sido victimizados por expectativas de lealtad desproporcionadas, y al ser arrastrados en esfuerzos de equilibrio mutuamente vindicativos y desplazados. Al especialista en terapia familiar le corresponde iniciar, al menos en su propia mente, el trazado de un mapa de las interacciones confusas y destructivas dentro de su adecuada perspectiva multigeneracional. De manera gradual, a medida que los miembros de la familia van dándose cuenta de que un aparente victimario también fue víctima en su momento, entre ellos podrá desarrollarse una visión más equilibrada de la reciprocidad de méritos. La contabilización de obligaciones de méritos y lealtad contribuye a dilucidar la forma en que se entrelazan las expectativas sistémicas y los calibres de necesidades» [12] de cada individuo. El concepto de sistema no invalida la importancia motivacional de las pautas interiorizadas de cada miembro, es decir, sus reiterados deseos de que se repitan determinadas experiencias relacionales tempranas. Buena parte de las acciones y actitudes de los distintos individuos pueden derivarse del conocimiento de sus respectivas orientaciones relacionales interiorizadas. Sin embargo, la contabilización de méritos dentro del sistema total tiene su propia realidad fáctica y correspondiente estructuración motivacional a lo largo de las generaciones. En cada matrimonio no sólo se unen la novia y el novio, sino también dos sistemas familiares de mérito. Sin capacidad para percibir de manera intuitiva al futuro cónyuge como punto nodal en una trama de lealtades, uno se «casa» con la recreación perfeccionada (como expresión de deseos) de la propia familia de origen. Cada cónyuge puede entonces luchar por coaccionar al otro, inconcientemente, de modo de hacerlo responsable de las injusticias sufridas y los méritos acumulados, a partir de la familia de origen. Enfocadas desde esta perspectiva de lealtades invisibles, las relaciones familiares tienden a asumir un significado más coherente e importante a ojos del terapeuta. Los mitos familiares revelan en forma gradual su supraestructura como contabilización autóctona de méritos que, en forma

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encubierta o manifiesta, comparten todos sus miembros. Los sentimientos de culpa de los individuos se vislumbran en correspondencia con los contornos de la configuración de méritos. Las pautas de conducta «patológica» o «normal» visible constituyen el siguiente nivel del sistema. Por ejemplo, la elección de chivos emisarios es determinada a menudo por la lealtad común hacia el sistema de méritos, tal como lo define y describe el mito familiar. A la postre, el especialista en terapia familiar llega a ver un sentido en el hecho de que los individuos se dejen sacrificar de modo voluntario con el fin de honrar las cadenas multigeneracionales de obligación y endeudamiento existencial.

Contabilización trasgeneracional de obligaciones y méritos Los orígenes de los compromisos de lealtad son de naturaleza típicamente dialéctica. Su estructura interiorizada se inicia a partir de algo que se le debe a un progenitor, o de la imagen interna de representación paterna (superyó). En un sistema trigeneracional, la compensación por la instauración de normas y por el cuidado y solicitud que nos dispensaron nuestros padres puede trasferirse a nuestros hijos, a otras personas sin relación de parentesco con nosotros, o a los padres internalizados. Los compromisos de lealtad comúnmente se circunscriben a determinadas áreas de función, por lo general conectadas con la crianza o educación de los hijos. El adulto, ansioso por impartir su propia orientación normativa de valores a su hijo, se convierte ahora en «acreedor» en un diálogo de compromisos en el que el hijo se trasforma en «deudor». Finalmente, este último tendrá que saldar su deuda en el sistema de realimentación intergeneracional, internalizando los compromisos previstos, satisfaciendo las expectativas y, con el tiempo, trasmitiéndoselas a su prole. Cada acto de compensación de una obligación recíproca aumentará el nivel de lealtad y confianza dentro de la relación. Los criterios de «salud» del sistema de obligaciones familiares pueden definirse como capacidad de propagación de la prole y compatibilidad con la eventual individuación emocional de los miembros. La individuación debe percibirse como balanceada contra las obligaciones de lealtad del niño en proceso de maduración hacia la familia nuclear. Su definición y medida puede expresarse de manera más cabal en función de la capacidad para saldar viejos y nuevos compromisos de lealtad, más que en términos funcionales o de logros. La potencialidad o libertad para entablar nuevos vínculos (esponsales, matrimonio, paternidad) debe pesar contra las antiguas obligaciones, que empujan hacia una unión simbiótica duradera. Resulta difícil evaluar la medida del compromiso simbiótico con la familia de origen si los compromisos se han interiorizado y estructurado, en tanto que lo que aparece en la superficie es el descuido de las relaciones familiares. Vemos cómo personas rígidamente aferradas a pautas autodestructivas siguen manteniendo con su familia de origen un impasse de lealtad no resuelta o en apariencia imposible de resolver. Un muchacho de dieciséis años fue derivado al terapeuta por los tribunales debido a lo que el trabajador social describió como «vida caótica, vagabundeo y múltiple consumo de drogas, hasta llegar al punto de la desintegración de la personalidad». En el curso de la primera sesión con la familia, a la que también asistieron los padres (separados) del muchacho y dos hermanas casadas, surgió un cuadro bastante distinto. Todos los integrantes, sin excepción, padecían una serie de problemas personales y conyugales, que trataron de presentar en forma supuestamente aislada. Todos parecían preocupados, al menos en un nivel manifiesto, por el resultado final de la alienación conyugal de los padres. ¿Quién era responsable del hecho de que diez años atrás el matrimonio, que hasta entonces había durado veinte años, llegara a la separación? Los miembros de la familia fueron partiendo a intervalos casi regulares: primero se fue el padre, luego se casó la hija mayor, después lo hizo la hija menor, y más tarde el hijo mayor se

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mudó a otra ciudad. El hijo de dieciséis años fue el único que permanecía junto a la madre, una mujer obesa, depresiva y ansiosa. En tanto que en el nivel manifiesto el muchacho llevaba una existencia irresponsable, consagrada al placer, en el nivel de lealtad familiar realizaba un valioso sacrificio en bien de toda la familia. «Sé que no vivo en forma responsable», dijo el joven; «no es divertido ser responsable. Cuando tenga que ser responsable, lo seré». De hecho, las pautas de autodestrucción de su vida toda permitían albergar la certeza de que, como último miembro de la familia, no era capaz de dejar a la madre. El efecto terapéutico por el cual se hicieron visibles los aspectos referentes a la lealtad en la conducta del muchacho y se indagó en las implicaciones personales directas de la relación de los padres produjo un llamativo cambio de conducta en el curso de unas pocas semanas. El muchacho consiguió un trabajo en el que se desempeñó durante varios meses. En forma simultánea, aunque temporariamente, la madre a su vez perdió el suyo, y de ese modo durante un tiempo llegó a depender del hijo de manera aún más notoria. A la postre la mujer pudo conseguir un trabajo mucho más gratificante, con el que siempre había soñado sin osar nunca dedicarse a él. En las vidas de las dos hermanas había un compromiso con la falta de individuación, vinculado en forma menos visible aún con el problema de la lealtad. En un comienzo, la hija menor se mostró más capaz de admitir que necesitaba ayuda en su propia vida. Declaró que estaba casada con un alcohólico, como su padre, y que su matrimonio se asemejaba en forma terrorífica al de sus progenitores. La hija mayor al principio dudó en reconocer su necesidad de ayuda. Sin embargo, en las siguientes semanas de tratamiento se convirtió en el miembro que participaba de manera más activa en las sesiones de terapia familiar. Reveló haber llegado a un callejón sin salida profundamente perturbador en su matrimonio e incluso fue capaz de invitar al marido a que participara de las sesiones. Según pudo descubrirse, sentía que su madre vivía en forma sustituta su propia vida, y que entre ella y la madre había una atmósfera de constante tensión y ansiedad. Nunca tuvo el valor moral necesario para arriesgarse a herir los sentimientos de la madre y analizar su insatisfacción con ella. Finalmente, realizó grandes progresos al poder discutir en forma abierta el embrollo emocional triangular y amorfo en que estaban vinculados.

Culpa e implicaciones éticas El punto de vista del sistema de lealtad implica, en consecuencia, que el compromiso con el propio cónyuge puede resultar secundario con respecto a un endeudamiento implícito hacia la prole aún por nacer. En todas las sociedades tradicionales, los matrimonios jóvenes deben de haber sido mucho menos vulnerables a la culpa por deslealtad que sus contrapartidas modernas en las comunidades urbanas industriálizadas. El hceho de que los padres resolvieran habitualmente acerca de la elección matrimonial de sus hijos ayudaba a la joven pareja a escapar a las culpas. Incluso, podían sentirse libres de proyectar la responsabilidad por sus fricciones matrimoniales en la elección realizada por sus padres. Como interesante extensión de estos argumentos, podemos examinar sus implicaciones en relación con los orígenes de la culpa sexual y los tabúes sociales respecto de la heterosexualidad. Además de lo que como trasgresión moral implicaba todo placer, y la importancia ética de la responsabilidad para con una nueva vida humana potencial, una de las raíces más profundas de la culpa sexual y la inhibición debe basarse en el temor a la deslealtad respecto de la familia de origen. Así como una relación heterosexual crea como perspectiva la generación de prole, también ha de trastrocar de manera notoria la lealtad filial del joven adulto. La estructura de esta culpa difiere de la culpa edípica, que se basa en el concepto de celos triangulares, heterosexuales, entre el hijo y los padres.

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Es común que personas jóvenes y simbióticamente leales sufran una crisis en el momento de su primer amorfo heterosexual. Una jovencita asociaba su primera crisis psicótica con la culpa sexual, por haber cerrado la puerta del dormitorio de sus padres mientras se «besuqueaba» con el novio en horas de la noche. Por lo común la regla familiar dictaminaba que las puertas de los dormitorios debían permanecer abiertas por la noche. Simbólicamente, la canalización de lealtades parecía girar en torno de las puertas. Muchas personas casadas descubren su incapacidad para forjar vínculos de lealtad con sus cónyuges sólo después que se ha desvanecido el brillo inicial de la atracción sexual. Quizá se requiera el tratamiento de toda la familia para enfrentar en plenitud el grado de los compromisos invisibles que siguen manteniendo hacia sus familias de origen. -Sienten que una obligación no cumplida de compensar a sus padres, por poco que lo merezcan, los priva del derecho a todo goce. La mayoría de estas personas no tienen ninguna dificultad en reconocer y aceptar su lealtad para con sus hijos. Las exigencías éticas de la paternidad son tan poderosas que rara vez se las viola, aun cuando se requiera un tremendo sacrificio personal. Es raro (como en el caso de ultraje de un niño) que se sacrifique al hijo para contrabalancear la deslealtad filial del progenitor. Más común resulta observar cómo el rol de chivo emisario se asigna al cónyuge o a los parientes políticos. En las familias de los ghettos o barrios bajos de una ciudad la situación parece diferir, en parte, de las pautas de lealtades familiares de la clase media. Por su moral, esta espera que la paternidad responsable se base en una relación conyugal «respetable». Una considerable proporción de familias pobres, asistidas por el sistema de seguridad social, se muestran inclinadas a soslayar el requisito del matrimonio contando con la ayuda de la familia materna de origen y la explotación de los niños algo mayores. En estos sistemas amorfos, amplios y matrilineales, no existe ningún requerimiento que lleve a un decidido desplazamiento del compromiso de lealtad filial al paterno: el bebé, por así decirlo, le nace a toda la familia. En algunos casos la abuela es más la progenitora real que la madre. El conflicto puede centrarse en el hecho de que la joven madre se permita comprometerse en medida suficiente con la maternidad, o bien entregue el bebé a su propia madre como prueba de su lealtad inalterable. Las luchas en torno de los compromisos de lealtad suelen ser invisibles, y sólo las racionalizaciones secundarias resultan accesibles, incluso para los participantes. En determinada familia, comenzábamos a creer que el padre era en realidad un verdadero desastre, hasta que descubrimos que los seis hermanos de la madre tenían cónyuges consideradas como auténticas inútiles. A la vez, era notoria la manera en que los siete hermanos dependían el uno del otro, y hacían pocos esfuerzos por ocultar que se preferían el uno al otro sobre sus respectivos cónyuges. Los matrimonios, las aventuras amorosas, las queridas y los «esposos» homosexuales: todo ello puede (a menudo inconcientemente) ser utilizado con el fin de reforzar el compromiso de lealtad filial, en vez de remplazarlo. El hecho de jactarse de esas relaciones frente a los propios padres tal vez signifique una manera de reforzar la antigua devoción, poniéndola a prueba por medio de un desafío, y despertando los celos de los padres. Cuando la batalla adquiere contornos tales que parece preanunciar la inminente separación emocional entre el joven adulto y la familia de origen, el observador de afuera podrá subestimar el grado de lealtad subyacente e inalterado. Desde el punto de vista de los sistemas multipersonales, nos interesa el papel que cumplen las lealtades arraigadas de manera profunda, en apariencia dirigidas a objetos extrafamiliares. La religión es una esfera típica en la que suele desarrollarse una muy honda devoción junto con esenciales vínculos de lealtad. Hemos visto cómo aumenta en grado extremo la importancia de dicha cuestión en familias en las que se han celebrado matrimonios mixtos. Cuando ambos cónyuges renuncian a la religión dentro de la cual se han criado, se forma entre ellos una alianza

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implícita de lealtad a expensas de la religión y, simbólicamente, de la familia de origen. Los cónyuges, al cortar sus relaciones con sus respectivos endogrupos, crean una nueva estructura de lealtad por omisión (por así decirlo). Sin embargo, el especialista en terapia familiar tendrá que preguntarse si el desplazamiento del problema de la separación al terreno religioso no significa que esos padres no han resuelto su propia separación respecto de los progenitores, y que sus hijos se verán comprometidos a aceptar vínculos de una lealtad invisible aún más intrincada.

Estructuración intergeneracional de los conflictos de lealtad Generación tras generación, los compromisos de lealtad verticales siguen en conflicto con los horizontales. Los compromisos de lealtad verticales son debidos a una generación anterior o posterior; en tanto que los horizontales se entablan para con la propia pareja, hermanos o pares en general. El establecimiento de nuevas relaciones, en especial a través del matrimonio y el nacimiento de los hijos, plantea la necesidad de forjar nuevos compromisos de lealtad. Cuanto más rígido sea el sistema de lealtad originario, más tremendo será el desafío para el individuo. ¿A quién eliges: a mí, a él o a ella? A medida que van desarrollándose las fases de evolución de la familia nuclear, todos los miembros deben enfrentar nuevas exigencias de adaptación. Esta no significa una resolución final, el cierre de una fase anterior, sino una tensión continua que lleva a definir un nuevo equilibrio entre expectativas antiguas pero todavía en pie, con otra nuevas. Nacimiento, crecimiento, lucha con los hermanos, individuación, separación, preparación para la paternidad, vejez de los abuelos y, finalmente, duelo por los muertos, son ejemplos de situaciones que exigen un nuevo balance de las obligaciones de lealtad. Los ejemplos de transiciones de lealtad requeridas por el desarrollo están relacionados con las siguientes expectativas: 1. Los jóvenes padres tienen que desplazar el uno al otro la lealtad que debían a sus familias de origen; ahora tienen un mutuo deber de fidelidad sexual y de alimentación. Asimismo, se han convertido en «equipo» destinado a la producción de prole. 2. Deben a sus familias de origen una lealtad definida de manera nueva, en relación con sus antecedentes nacionales, culturales y religiosos y sus valores. 3. Deben lealtad a los hijos nacidos de su relación. 4. Los hijos tienen una deuda de lealtad también definida de modo nuevo hacia sus padres y las generaciones anteriores. 5. Los hermanos tienen una deuda de lealtad el uno para con el otro. 6. Los miembros de la familia entre quienes hay una relación de consanguinidad tienen el deber de evitar las relaciones sexuales entre sí, aunque a la vez contraen una deuda de afecto el uno para con el otro. 7. Los padres tienen el deber de apoyar a sus familias nucleares, a la vez que mantienen una deuda de apoyo para con sus padres o parientes ancianos o incapacitados. 8. Las madres tienen el deber de actuar como amas de casa y criar a los niños para con sus familias nucleares, aunque también se espera de ellas que puedan estar disponibles en relación con su familia de origen. 9. Los miembros de la familia tienen una deuda de solidaridad en relación con el modo en que se comportan hacia los amigos o los extraños, pero también tienen, para con la sociedad, el deber de ser buenos ciudadanos. 10. Todos los miembros tienen una deuda de lealtad que consiste en mantener la integridad del sistema familiar, pero deben estar preparados para acomodar nuevas relaciones y los cambios concomitantes del sistema descripta como determinante motivacional con raíces en la dialéctica multipersonal del sí-mismo y el otro, más que raíces individuales. Aunque etimológicamente «lealtad» es un derivado del vocablo francés que significa «ley»*, su naturaleza real reside en la trama invisible de expectativas grupales, más que en la ley manifiesta. Las fibras invisibles de la 49

lealtad consisten en la consanguinidad, la preservación de la existencia biológica y el linaje familiar, por un lado, y el mérito adquirido entre los miembros, por el otro. En este sentido, está asociada a una atmósfera familiar de confianza, fundamentada en la real asequibilidad y los probados merecimientos de los demás integrantes. El siguiente nivel de conceptualización exige un examen de la justicia como ámbito sistémico para la codificación o, al menos, la descripción del balance de expectativas de lealtad. Un ejemplo clásico de conflicto de lealtades no resuelto entre un matrimonio y las familias de origen es la historia de Romeo y Julieta. El prólogo de Shakespeare sintetiza el sentido familiar de la trágica muerte de los dos amantes: «El terrible tránsito de su amor, sellado con la muerte, y la continuada saña de sus padres, que sólo el fin de sus hijos pudo aplacar, desfilarán, durante dos horas, por este escenario». La lealtad, concepto clave dentro de esta obra, ha sido * El término inglés «loyalty» deriva del francés «loyante», a su vez derivado de «loi» («ley»). La palabra castellana «lealtad» proviene del latín, «legalitas». [N. del E.]

4. La justicia y la dinámica social Tal vez el lector sienta que la terminología que empleamos le resulta poco familiar o que es ajena a su propio marco de conceptos profesional. Podríamos haber utilizado, por ejemplo, el lenguaje del interaccionalismo de la conducta o el de la psicología psicodinámica individual. Podríamos haber subrayado los elementos del inevitable «juego de poder» implícitos en la victimización de la pareja, el abuelo o el terapeuta, tal como pueden darse sucesivamente durante una terapia familiar. Sin embargo, consideramos más importante investigar el estrato motivacional, en el cual reside la esperanza de reparar el daño infligido en el campo de la justicia de los hombres. La razón para introducir a la justicia como concepto dinámico central de la teoría familiar surge de la importancia de las pautas de lealtad en la organización y regulación de las relaciones más cercanas. A los efectos de conceptualizar a la lealtad como fuerza sistémica, más que simple tendencia de los individuos, debe considerarse la existencia de un «libro mayor» invisible en el que se lleva la cuenta de las obligaciones pasadas y presentes entre los miembros de la familia. La índole de ese libro mayor está interrelacionada con los fenómenos de la psicología; posee una factualidad sistémica multipersonal. Por definición, la gratificación recíproca como meta trasciende las necesidades del individuo. La «foja» del miembro individual de la familia, por así decirlo, ya está llena antes que él comience a actuar. Según que sus padres se consagraran en exceso a él o lo descuidaran, nace en un ámbito en el que entran en vigencia un mayor o menor número de obligaciones. El hecho de que sus padres y sus antepasados se viesen todos atrapados dentro de una serie de expectativas similares, y tuviesen que contrapesar las obligaciones filiales con las paternas, crea la necesidad de concebir el libro mayor en función de una estructura multigeneracional. La estructura de expectativas

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conforma la trama de lealtades y, junto con las cuentas relativas a los actos cometidos. el libro mayor de la justicia. El invisible libro mayor familiar de justicia es un contexto relacional, el componente dinámicamente más significativo del mundo del individuo, aunque no sea externo a él. Su ámbito está vinculado en esencia a la ética de las relaciones y no puede ser dominado por la inteligencia o la astucia par si solas. Algunas de las personas menos confiadas y justas pueden llegar a dominar su ambiente humano básicamente por medio de cálculos racionales que no hacen justicia a sus necesidades últimas como seres humanos totales. Por añadidura, la justicia es un don existencial. La deuda del hijo para con el padre está determinada por el ser del progenitor, la cantidad y cualidad de su asequibilidad y los cuidados que prodigue activamente. De manera análoga, la explotación no requiere de modo necesario la injusticia intencional de los demás, sino que puede ser la resultante de las propiedades estructurales de las relaciones más cercanas. La injusticia subjetiva de la posición de cualquier miembro en el sistema de relaciones familiares puede determinar, en buena medida, lo que se diagnosticará como formación de una personalidad paranoide. De esta manera, aunque desde el punto de vista motivacional debemos considerar otros factores en relación con la lealtad (vínculos de sangre, amor, ambivalencia, intereses comunes, amenazas externas, etc.), nos hemos interesado en la estructura misma de las relaciones de reciprocidad. Postulamos que las motivaciones más profundas y de mayor alcance poseen su propia homeostasis familiar sistémica, aun cuando sus criterios sean menos visibles, por ejemplo, que los de resolución de problemas o manifiestos desplazamientos de roles sintomáticos, etc. El especialista en terapia familiar puede ver facilitada en gran. medida su tarea mediante el conocimiento de los determinantes relacionales más profundos de la conducta visible. Creemos que el concepto de justicia propio del orden humano es un denominador común de la dinámica individual, familiar y social. Los individuos que no han aprendido qué es el sentido de la justicia dentro de las relaciones de su familia suelen desarrollar un criterio distorsionado de la justicia social. El terapeuta puede aprender a aguzar su percepción de ese orden de justicia, ecuanimidad o reciprocidad que determina el grado de confianza y lealtad en las relaciones familiares. Puede considerarse a la justicia como una trama de fibras invisibles extendidas a lo largo y a lo ancho de toda la historia de relaciones de la familia, que mantienen el equilibrio social del sistema a través de fases de proximidad y separación físicas. Tal vez nada determine en medida tan significativa la relación entre padre e hijo como el grado de ecuanimidad de la gratitud filial esperada. En este punto, el lector podrá preguntarse si no se halla frente a conceptos extraños a la tradición de la psicoterapia y la teoría psicológica, aun cuando sean considerados en un sentido más amplio. ¿Acaso la justicia es un concepto que debería encuadrarse en el marco de la ley o la religión, más que en el de un estudio de las motivaciones humanas? Tras haber eliminado conceptos que poseen connotaciones individuales, psicológicas o superficialmente interaccionales por estimárselos insatisfactorios, podríamos haber elegido la expresión «desequilibrio de reciprocidad» para evitar las connotaciones de valor del término «justicia». Empero, elegimos en forma deliberada la palabra justicia porque creemos que connota un compromiso y un valor humanos, con todo su sentido y su rico poder de motivación. La idea de justicia como dinámica relacional se origina a partir de las implicaciones sistémicas y las connotaciones existenciales de culpa y obligación. En la teoría psicodinámica individual se supone que la culpa es resultante de la infracción de tabúes que el individuo ha interiorizado de sus mayores. Por el contrario, el concepto de justicia ve al individuo en equilibrio ético y existencial

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multidireccional con los demás. Él «hereda» los compromisos trasgeneracionales. Tiene obligaciones hacia quienes lo han criado, y se halla en un campo de intercambios recíprocos regidos por el toma y daca con sus contemporáneos. También debe enfrentar obligaciones esencialmente unilaterales hacia sus hijos pequeños, que dependen de él. La justicia tiene una particular relevancia para la vida familiar. La equidad reciproca, tradicional marco de evaluación de la justicia entre los adultos, no sirve como pauta de orientación cuando lo que interesa es el equilibrio de la relación padre-hijo. Todo padre se encuentra comprometido en una posición de obligaciones asimétrica hacia el recién nacido. El niño posee una serie originaria de derechos que no se ha ganado. La sociedad no espera de él que compense a los padres mediante beneficios equivalentes. La sociedad misma, como un todo, puede cargarse de culpas no adquiridas en lo que respecta a cada generación que va surgiendo. Mientras que son pocos los norteamericanos blancos contemporáneos que estarían dispuestos a aceptar culpa alguna por la esclavitud de cientos de miles de africanos varias generaciones atrás, los tremendos efectos de la esclavitud han afectado la justicia impartida a los hijos de los negros durante varias generaciones. Es razonable presuponer que el hombre blanco que quiera negar o ignorar las implicaciones corrientes y continuas de la antigua esclavitud en relación con la justicia aplicada a los ciudadanos negros es culpable de lo que Martin Luther King llamó «cubrir las fechorías con la capa del olvido» [71, pág. 409]. Sin embargo, la justicia como determinante social podría incluso conceptualizarse en los términos unidireccionales y monotéticos del bien y el mal. El concepto relacional de la preocupación llena de sensibilidad por la justicia de las obligaciones no debería confundirse con nociones abstractas sobre la distribución del poder económico basada en una presunta igualdad. El hecho de que el individuo deba saldar cuentas de justicia e injusticia no adquiridas, aunque acumuladas, necesariamente parte del supuesto de una cuantificación implícita de interacciones sobre la base de la equidad (un libro mayor invisible, una contabilización de méritos trasgeneracional). El mérito connota una propiedad ponderada de manera subjetiva y que no puede cuantificarse en forma objetiva como los beneficios materiales. El Webster's Third International Dictionary define el mérito como «crédito espiritual o excedente moral acumulado, supuestamente ganado mediante la conducta o actos rectos, y que asegura futuros beneficios» [89]. Toda relación caracterizada por la lealtad se basa en el mérito, ganado o no, y la justicia atañe a la distribución del mérito en todo un sistema de relaciones.

Ecuanimidad y reciprocidad La importancia crucial de la justicia respecto de la cohesión de las estructuras sociales es algo que los sociólogos reconocen. Gouldner analiza el significado de la «reciprocidad» de las transacciones. La reciprocidad es definida como el carácter mutuo de los beneficios o gratificaciones, y Gouldner manifiesta: «La norma de reciprocidad es un mecanismo concreto y específico implícito en el mantenimiento dé cualquier sistema social estable» [47, pág. 174]. Aunque coincidimos con el enfoque sociológico según el cual una «norma generalizada de reciprocidad» se interioriza en los miembros de los sistemas sociales, como especialistas en terapia familiar deseamos centrarnos en un libro mayor de justicia multipersonal o sistémico, que reside en la trama interpersonal del orden humano o en el «ámbito del entre» (Buber) [26]. El libro mayor abarca todas esas disparidades acumuladas de reciprocidad inherentes a la historia de las interacciones del grupo. Configura la base de la equivalencia de retornos. El peso de las pasadas transacciones de mérito sin compensar modifica la equivalencia del intercambio mutuamente contingente de beneficios en las relaciones interpersonales puestas en marcha. Los padres que no reciben nada afectan el libro mayor y, por consiguiente, el desarrollo de la personalidad de sus hijos, de distinta manera que los padres que no dan nada. 52

Al examinar el sentido dinámico de la justicia, la obligación, la lealtad y la fibra ética de los grupos, una de las cuestiones más importantes que se deben considerar es la de la explotación. Por lo común, la explotación se relaciona con los conceptos de poder, riqueza y dominación. Se requiere un marco conceptual mucho más amplio e importante para comprender la auténtica dialéctica de la explotación relaciona) en las familias. Proponemos que el concepto de explotación se analice como base del tratamiento cuasi-cuantitativo de la contabilización de méritos. La explotación es un concepto relativo que entraña una cuantificación implícita. Los desplazamientos en las posiciones de poder son medidas poco confiables de explotación: hay modos en que un padre, jefe o líder puede ser explotado por quienes ocupan posiciones inferiores. El concepto de explotación con frecuencia aflora en forma implícita en el curso de discusiones espontáneas entre los miembros de la familia. Los padres tienden a comparar la «cantidad» de solicitud y afecto que -se supone- deberán dar a sus hijos, con los que -presuntamente- han recibido de sus padres. En apariencia, están buscando un equilibrio intrínseco. Los adultos pueden ser capaces de articular en forma retrospectiva el modo en que se les «robó» su infancia al tener que actuar de jueces de sus padres, trabados en interminables discusiones. Las relaciones sexuales suelen ser interpretadas como un acto egoísta y expoliador por esposas que se quejan de no obtener suficiente satisfacción o por maridos que se sienten manipulados por la concesión de favores sexuales. Tradicionalmente, el incesto se interpreta como forma de explotación del hijo a manos de uno de los padres. Sin embargo, una visión más detenida de la dinámica familiar subyacente al incesto revela, como mínimo, un sistema interaccional de tres personas, que incluye como componente el fracaso de la relación conyugal de los padres. Importa, en particular, comprender las implicaciones del rol del hijo como explotador potencial no deliberado de uno de los progenitores, ya que el niño «merece» recibir algo a cambio de nada. Muchos padres sienten que no se les permite quejarse de su sensación de ser explotados, e inconcientemente encubren sus sentimientos bajo una máscara de sobreprotección, excesiva permisividad, devoción propia de un mártir u otras actitudes defensivas. Aunados a la sensación de ser explotados por su familia de origen, estos sentimientos pueden inclinar la balanza de la motivación hacia el serio ultraje del niño. Por añadidura, si en forma persistente los padres hacen que a los hijos les resulte difícil compensar sus obligaciones, estarán socavando otra dimensión en el sistema de reciprocidad equilibrada en la familia. Un diálogo pleno requiere mutualidad tanto en el acto de dar como en la aceptación de lo dado. Pueden surgir aspectos importantes de la explotación en relaciones heterosexuales en las que el compromiso asumido no es igual para ambas partes. Por ejemplo, las actitudes tradicionalmente restrictivas y sobreprotectoras hacia la conducta sexual femenina tienden a hacer que la joven rechazada parezca ser ella la explotada, en especial si su romántica infatuación no halló un sentimiento de correspondencia de parte de su amado. Sin embargo, muchas enamoradas que han sido abandonadas sostienen que, a pesar del agudo dolor que acarrea la pérdida, es mejor ser cortejadas y luego recibir calabazas que no haber sido cortejadas nunca por el objeto de su pasión. El equilibrio entre la acción de recibir y la de ser usado es una propiedad intrínseca de toda relación, que sólo puede comprenderse en su nexo con todos los otros balances de justicia.

Explotación personal y explotación estructural El concepto de reciprocidad como dinámica del sistema relacional puede implicar dos tipos básicos de explotación. En primer lugar, uno de los miembros de la familia puede ser explotado, de manera abierta o sutil, por otro miembro al no dar nada o no tomar nada en forma recíproca. Ese modo de expoliación interpersonal debe distinguirse del segundo tipo, la explotación estructural. Esta última

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se origina a partir de características del sistema que victimizan a ambos participantes al mismo tiempo. El sentido de la palabra retribución incluye tanto el de recompensa como el de castigo administrado o exigido a modo de compensación. Entre dos personas puede desarrollarse una relación de manera tal que se niegue a ambos cualquier posibilidad de retribución equilibrada, en todos o algunos de sus aspectos. Los sentimientos de venganza no descargados son simplemente uno de los aspectos de ese tipo de desequilibrio relacional fijo. Un padre puede sufrir por su avidez de reconocimiento y gratitud, mientras que el hijo se ve sofocado por un deseo no expreso ni reconocido de demostrar gratitud filial. De manera análoga, un hijo puede estar deseoso de recibir un correctivo, una respuesta airada y punitiva de un padre, la que este es incapaz de brindar o está poco dispuesto a proporcionar. El amor y la venganza sin descarga son consideraciones estratégicas fundamentales de una relación; los problemas relativos a la conveniencia de que los padres se muestren de acuerdo frente a sus hijos, o sobre sus bondades como «equipo» encargado de disciplinar a los hijos, tienen una importancia táctica secundaria. Debemos destacar cuán importante es, particularmente en la esfera de las relaciones familiares, definir las cuestiones específicas de reciprocidad (en especial, las que trascienden el dominio de lo material). En este caso, el poder es definible en términos diferentes a los que rigen para la sociedad como un todo. Lo que parecen ser relaciones familiares débiles, caóticas o fragmentarias pueden significar el más fuerte de los vínculos para los miembros, debido a su culpa intrínseca y excesiva devoción. Las cuentas de méritos acumulados, tanto de generaciones presentes como pasadas, afectan la línea de base de las cuentas de lo que parece ser un balance de reciprocidad funcional corriente. Gouldner cita formas dispares de reciprocidad introducidas por las diferentes posiciones de poder de los miembros de cualquier grupo social. Por ejemplo, el miembro más poderoso puede mantener una relación asimétrica a pesar de que da al más débil menos de lo que a su vez recibe. Otros mecanismos de compensación para mantener la disparidad en la reciprocidad incluyen actitudes como la de «dar la otra mejilla», noblesse oblige, y la de clemencia [47, pág. 164]. Sabemos que en las familias las obligaciones no saldadas persisten desde el pasado, y que pueden compensar los presentes desequilibrios en materia de gratitud, culpa por obligaciones no cumplidas, ira por la explotación de que se es víctima, etc. El desequilibrio en el balance concerniente a la igualdad de méritos o intercambio de beneficios entre dos o más partes de una relación se registra subjetivamente en la explotación de que uno hace objeto al otro.

Aspectos cuantitativos Gouldner da a entender de manera implícita que la reciprocidad posee una medida cuantitativa intrínseca, determinada por el grado de equidad en las interacciones. En un extremo se da la equidad plena de los beneficios intercambiados y, en el otro, la situación en que una de las partes no da nada a cambio de los beneficios recibidos. Entre ambos casos limítrofes hay toda una serie de formas de explotación aparentes o reales. La manera de definir la equivalencia de los beneficios mutuamente intercambiados plantea un problema clave en las relaciones padre-hijo. El bebé más pequeño es el que más cuidados y solicitud requiere de la madre; sin embargo, como una paradoja la mayoría de las mujeres experimentan un mayor sentido de gratificación cuidando a bebés que a niños de más edad. Cabe preguntarse, entonces, de qué manera puede el bebé dar algo al adulto, y cómo podemos medir el grado de equivalencia en el mutuo toma y daca de sus relaciones cotidianas. En el lenguaje de la sociología, podemos hablar de reciprocidad heteromórfica («ojo por diente») y homeomórfica («ojo por ojo, diente por diente») [47, pág. 172]*. Tal como sugiere Gouldner, la reciprocidad homeomórfica debe de haber sido importante en las sociedades primitivas, como medida de castigo

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y reparación por los delitos cometidos, según la ley del Talión. Y el autor puntualiza: «También cabe esperar mecanismos que induzcan a la gente a mantener su endeudamiento social el uno con el otro, que inhiben su completa compensación». Al respecto, cita la frase de un Séneca indio como ilustración: «Una persona que quiere devolver un regalo con demasiada rapidez, dando otro regalo a cambio, es un deudor poco voluntarioso y una persona desagradecida» [47, pág. 175]. ¿Cuántas formas de rechazo paterno de la compensación del hijo se ajustan a este modelo?

Niveles de contabilización dentro del sistema En última instancia, las consideraciones sobre justicia y reciprocidad nos retrotraen al problema de los niveles de profundidad en la indagación. La equivalencia de beneficios intercambiados es más fácil de evaluar cuando los intercambios son superficiales o de índole material. Sin embargo, los estratos de motivación más importantes están conectados con una gama privada e imponderable de interacciones. A fin de poder crecer, tenemos que reconocer y enfrentar los lazos invisibles que se originan a partir del período formativo de crecimiento. Caso contrario, tendemos a vivirlos como pautas repetidas en todas las relaciones futuras. Toda lógica terapéutica basada simplemente en la conducta observable de las familias tropezará por necesidad, con un elemento de escapismo y negación. No obstante, es cierto que la conducta, al menos por un tiempo, puede modificarse sin afectar sus componentes motivacionales. El «contrato» terapéutico intrínseco determinará la medida del cambio en el sistema. Tanto al terapeuta como a las familias se les presentan muchas opciones de introducir el cambio en las dimensiones superficiales de las relaciones familiares, más que en las esenciales. ‘En inglés, dar «tit for tat» es un modismo para designar la represalia igual o semejante al castigo recibido. [N. del E.]

Consideraciones sistémicas e individuales de la ética social Con el fin de diferenciar entre los niveles sistémicos multipersonales e individuales de obligaciones en las familias, presuponemos que la justicia como norma moral generalizada es un mecanismo básico, y que como tal trasciende tanto las acciones provocadas por las motivaciones de cualquier individuo específico, como los procesos de interiorización. La trasgresión cometida por el miembro de una familia contra un integrante de otra familia aparentemente es un acto individual, pero puede producir una respuesta sistémica cuando lleva a una vendetta entre las familias. Individualmente, cada miembro de la familia puede interiorizar las implicaciones de reciprocidad de la vendetta, pero el todo es más que la suma total de todas las interiorizaciones. La justicia está compuesta de una síntesis del balance de reciprocidad de todas las actuales interacciones individuales con el libro mayor de las cuentas pasadas y presentes de reciprocidad de toda la familia. El concepto de libros mayores del balance de justicia epitomiza la diferencia existente entre los modelos teóricos individuales y relacionales, es decir, de dinámica familiar. En tanto que el cambio esté dirigido a la personalidad del individuo mediante el análisis de sus experiencias y desarrollo del carácter, el terapeuta podrá ignorar el cambio en un sistema relacional. Sólo tomando en cuenta las jerarquías de obligaciones en el sistema todo y las motivaciones de todos los individuos, comenzaremos a entender y afectar el contexto total de las personas en una relación. Las teorías psicodinámicas o motivacionales de base individual son inadecuadas para encarar la realidad ético-social de las consecuencias de una acción humana. La reafirmación, logros o proezas sexuales de una persona, si bien en esencia son pertinentes a las metas de búsqueda de sí mismo del individuo, no comprenden las vicisitudes derivadas del modo en que afectarán las necesidades de otros. Mientras que la teoría freudiana clásica subraya de manera adecuada la importancia de la responsabilidad individual como meta terapéutica válida, el modo en que soslaya la ética propia de

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la realidad social exige urgente reconsideración. Por valiosa que sea su contribución para comprender al hombre como sistema cerrado, toda teoría psicodinámica que circunscribe su óptica motivacional al individuo puede, potencialmente, ser destructiva para la sociedad. Una teoría de estas características ya no está a tono con nuestra era, con sus crecientes exigencias éticas, que nos instan a tomar conciencia de las necesidades de los demás, y a darles respuesta. Podríamos llegar a la conclusión de que la teoría dialéctica de las relaciones se opone a las nociones de psicodinámica individual o existenciales, y que da pleno apoyo a los «puristas del sistema» que pretenden dejar de lado toda consideración de la psicología del individuo, salvo en el contexto de las metas grupales. Empero, nada más lejos de nuestra posición. Nosotros creemos que, mediante la indagación e integración de sus necesidades y obligaciones respectivas, cada individuo adquiere un sentido y una dignidad definidas más adecuadamente, en tanto que brinda al grupo social estabilidad e iniciativa para el cambio. Una teoría dialéctica de las relaciones puede, en forma simultánea, tener sus basamentos en el individuo y en el sistema social. Lo que necesitamos es una teoría para la integración de los valores interrelacionados de la motivación individual y la ética grupal. La dialéctica de la vida social gira en torno del constante flujo y reflujo de conflicto y resolución del toma y daca, lealtad y deslealtad, amor y odio, etc. Los sistemas sociales como niveles más elevados de organización tienen sus propios requisitos de supervivencia y estabilidad, que dependen de la resolución de necesidades de todos los miembros que los integran. ¿Cómo puede aplicarse la teoría de la justicia a la labor del especialista en terapia familiar? Al calibrar este las actitudes más cargadas de emoción de los miembros de la familia, debe estar capacitado para reconocer las cuestiones de ética con sus implicaciones de justicia subyacentes. En su mente debe confeccionar un libro mayor de justicia, a la vez que va haciéndose una idea del árbol familiar con todos sus -miembros. ¿De qué manera fue injuriado el mismo miembro que se mostraba abiertamente ofensivo? ¿Por quién? ¿De qué modo evitar toda una cruzada contra el aparente infractor? ¿Qué factores determinan la actitud del infractor hacia la víctima aparente? ¿Cómo entran dentro del todo los demás miembros? En nuestra búsqueda de las dimensiones dinámicas de la trama moral de cualquier grupo social, el valor no connota -para nosotros- una norma definible de manera objetiva o un canon de conducta convalidado por el consenso general. Los valores de cada individuo sólo pueden determinarse desde la perspectiva del mundo subjetivo en el que vive. Para nosotros, la justicia representa un principio de equidad personal en el mutuo toma y daca, que orienta al miembro individual de un grupo social para enfrentar las consecuencias finales de su relación con los demás. La suma total de las evaluaciones subjetivas de la propiedad de la experiencia relacional de cada miembro conforma el clima de confianza que caracteriza a un grupo social. A la postre dicho clima es más significativo para determinar la cualidad de las relaciones dentro del grupo que cualquier serie especifica de interacciones. Las consecuencias éticas últimas de una acción humana pueden permanecer invisibles durante largo tiempo. Determinados individuos pueden estar conformados de manera tal que nunca enfrentan, ni siquiera reconocen, la culpa por el hecho de pasar por alto la injusticia infligida a los demás, salvo en lo que atañe a las penalidades impuestas a sus hijos y nietos. Sin embargo, la elaboración sistemática de las conexiones causales de las relaciones familiares en el interior y a lo largo de las generaciones plantea una cuestión: la referente al sentido de la justicia compensatoria como principio clave de la dinámica familiar.

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El hecho de evitar de manera cínica toda preocupación por la necesidad de justicia de cada individuo en nombre de una postura científicamente «carente de valor» es tan destructiva como una definición autoritaria y rígida del orden y la aplicación de un punto de vista dogmático. El cinismo propio de la corrupción, por un lado, y la tiranía, por el otro, son síntomas alternativos de decadencia social, surgidos ambos de un extendido temor y del hecho de abstenerse de enfrentar la preocupación natural de todo ser humano por el balance del bien y el mal. Creemos, por ejemplo, que el camino más corto para la corrección y prevención de los prejuicios se daría mediante la investigación de los juicios éticos subjetivos de toda persona afectada y el enfrentamiento selectivo y valiente de los problemas básicos, más que mediante la negación, la evitación y las tibias avenencias. La figura de la pág. 58 indica los componentes semánticos de la estructura de méritos y las dimensiones cuantitativas normativas de la justicia del mundo de los hombres en un sistema de relaciones multipersonales. En el extremo superior de cada columna, el lector encontrará condiciones saturadas de mérito y justificación, mientras que en el extremo inferior se dan las condiciones menos meritorias y predominan las obligaciones mayores. La primera columna describe el balance de obligaciones, que va desde la dimensión moral (el derecho frente al deber), pasando por una contabilización cuantitativa, hasta llegar a las dimensiones conceptuales ético-religiosas (maldición frente a bendición). En la segunda columna, la contabilización de méritos refleja el grado de consideración que se brinda a un miembro cualquiera de un sistema de relaciones, o que es acumulado por él. Verticalmente, en torno de la posición media neutral se polarizan, como puntos extremos, los méritos positivo y negativo. La tercera y la cuarta columnas describen dimensiones básicamente psicológicas. La identidad personal del miembro tenido en alta estima se caracteriza por la bondad, la rectitud y el orgullo, a semejanza de un acreedor prendario, que tiene más derecho a la demanda que al pago. En el extremo opuesto de la escala de méritos aparece la posición propia de la persona con una identidad mala, indigna o vergonzosa, cuyo caso es análogo al del individuo gravado con una prenda, que no tiene derecho a la demanda sino que es él mismo deudor. Las actitudes emocionales se agrupan en torno de la situación del miembro en lo que atañe a su conciencia moral. Un bajo estado de méritos corresponde a sentimientos de culpa, en tanto que su contrapartida caracteriza a la persona colérica e indignada. La conciencia culposa y el endeudamiento coinciden con el miedo a la revancha o la deuda de gratitud forzada, mientras que la conciencia tranquila es coherente con la libertad de acción e incluso con una actitud reivindicatoria, y la certidumbre de que los reclamos formulados son merecidos. La relación inversa entre la alta estima o mérito y el poder o la posesión se ilustra de manera más cabal en la quinta columna con la distribución de ejemplos de rol. El bebé o el sujeto siempre pisoteado, aunque se halle en una posición vulnerable, en general despierta la simpatía de los demás y logra su apoyo. Solemos demostrar preocupación por los derechos del perdidoso, mientras que por lo común vigilamos que los patrones, los ganadores o los padres cumplan las obligaciones contraídas para con sus inferiores. La dirección descendente de las dimensiones indica la progresiva acumulación de culpas, en tanto que la dirección ascendente lleva a un «pago» progresivo. Si en el curso de varias generaciones sucesivas los padres han actuado hacia sus hijos movidos por la sospecha de que estos «escapan a todo castigo por los crímenes cometidos», el resultado será la progresiva acumulación intergeneracional de culpas. Si actuaron basados en la premisa de que los hijos no pidieron nacer y que requieren cuidados y orientación, su «inversión» de fe y confianza llevará al «pago»

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intergeneracional de obligaciones cargadas de culpa. El diagrama ilustra el principio según el cual en el campo de la dinámica relacional el poder se da en relación inversa al mérito. El grado de «condignidad» (medida apropiada de la recompensa y el castigo) de toda interacción humana se afirma en la evaluación subjetiva, mutuamente entrelazada, de dos o más personas respecto del libro mayor de méritos. En un nivel psicológico individual, el concepto de Franz Alexander sobre el «soborno del superyó» [3, págs. 62-63j representa una negociación intrapersonal acerca de lo que constituye una retribución superyoica condigna desde adentro. La ética protestante puritana pretendía contrarrestar las culpas acarreadas por la gratificación adquisitiva con la autoprivación en la esfera del hedonismo cotidiano. Nuestro concepto de las dimensiones de mérito o condignidad se asemejan en su forma, pero difieren en esencia del quid Figura 1. Componentes semánticos de la estructura de méritos. Dimensiones cuantitativas de la justicia en el mundo humano.

Obligado a

Balance de obligaciones

Contabilidad de méritos

Identidad personal

Actitud emocional

Ejemplo de rol

Derecho

Positivo

Bueno

Ira

Bebé

Crédito, haber

Tenido en alta estima

Recto

Actitud reivindicatoria

Ser pisoteado

Mérito

Orgulloso

Planteamiento de exigencias

Víctima

Exoneración

Acreedor Prendario

Mártir

Neutral Bendición

Demandante

---------------

Conciencia tranquila Conciencia culposa

Exigido de Maldición

Infame

Endeudado

Gratitud (forzada)

Beneficiario

Endeudamiento

Negativo

Gravado por una prenda

Miedo a las represalias

Patrón, ganador

Obligación

Avergonzado

Débito

Indigno

Deber

Malo

Progenitor

Sentimiento de culpa

(a pesar de dar)

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Normas duales en la lealtad del endogrupo La definición de cualquier unidad social (familia, nación, religión o raza) es inseparable de toda definición intrínsecamente preferencial y prejuiciosa del endogrupo como superior al exogrupo. Aun en los casos en que la definición es lo bastante sutil como para no postular la superioridad del endogrupo, se establece una norma ética de manera tal que el miembro tiene una mayor deuda de lealtad para con el endogrupo, y es comparativamente menos pasible de ser condenado por despreciar o explotar al exogrupo. La familia tipo cría a sus hijos de modo de capacitarlos para absorber las injusticias del mundo en lo que parece ser el «espíritu adecuado», pero también para «salirse con la suya» en la medida de lo posible, mientras sus actos sirvan para promover sus propios beneficios o los de la familia. Tradicionalmente, se espera de los hombres que sean leales a su esposa e hijo, mientras libran una lucha de perros contra todo competidor de afuera. La familia enseña al hijo a adoptar una medida dual de justicia. De manera invariable, aunque por lo general de modo invisible, se verá imbuido por un sentido de obligación cargado de culpas hacia sus padres, en tanto que puede enseñársele a sentirse menos responsable en relación con sus pares. Esta actitud paterna puede ser en parte responsable por el tipo de rebeldía adolescente, que invierte la situación de lealtad y por un tiempo hace ver que, en apariencia, la lealtad hacia el grupo de pares puede sustituir en forma total la lealtad hacia la familia de origen. Mientras que las raíces de la obligación de un hijo para con la familia que lo crió quizá no siempre sean fáciles de rastrear, no cabe duda de que existe un marco de obligaciones subyacentes que mantienen la unidad de la familia. pro quo interaccional de Lederer y Jackson [60, pág. 182]. No es nuestro propósito estudiar simplemente las pautas de accióninteracción. En vez de restringir el «ojo por diente» (p. ej., en una situación conyugal) dentro de los márgenes de la conducta, incluimos en la equivalencia de méritos todas las interacciones pasadas, presentes y futuras. Las quejas de una esposa regañona o los intentos de un marido por obligarla a cambiar están dinámicamente conectados con esfuerzos de retribución pasados e inconclusos, que los cónyuges arrastran desde sus fa-nilias de origen. Por ejemplo, una cuenta emocional no saldada de la esposa con su padre muerto puede subsistir en su actitud hacia el marido.

La justicia del universo humano y la «foja rotativa» El concepto de Buber sobre la justicia del orden humano entraña la posibilidad de una cuantificación conceptual de la explotación, teniendo en cuenta que aquel cuyas acciones infringen la culpa existencial hacia el otro «injuria un orden del universo humano cuyas bases conoce y reconoce como las propias de su existencia y de toda la existencia humana común» [25, pág. 117]. De esta manera, según Buber, los criterios de violación del universo humano residen en aquello hacia lo que el individuo se siente comprometido, como bases íntimamente reconocidas de toda existencia humana común, incluyendo la suya propia. Con el fin de objetivar estos criterios, debemos definir, e idealmente cuantificar, el toma y daca de las relaciones humanas. No es necesario buscar una mensurabilidad «objetiva» desde el punto de vista de la observación externa, sino más bien desde el de la convalidación intersubjetiva consensual. La síntesis de la gratificación comparativa de cada miembro como función de sus necesidades y expectativas respecto de las obligaciones del otro, y el hecho de «dar» a su vez, determinará la dialéctica de la justicia del universo humano. No es de ahora que se subraya la cuestión de la justicia como motivación. Dickens observaba ya: «En el pequeño mundo en que los niños desarrollan su existencia, sea quien fuere el que los cría, no hay nada tan sutilmente percibido y sentido como una injusticia» [30, pág. 59]. Piaget manifestó: «La reciprocidad ocupa un sitial tan alto a ojos del niño que habrá de aplicarla aun cuando para nosotros

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parezca bordear la más grosera venganza» [70, pág. 216]. Un extracto tomado de una sesión de terapia familiar permite adentrarnos aún más en el tema: Oímos a una mujer decirle a su marido: «Te has aprovechado de mí toda mi vida... toda mi vida de casada». El lapsus es significativo: La sensación de injusticia padecida por esa mujer se ha vuelto abrumadora y, a su vez, injustamente acusatoria. En el curso de la terapia familiar nos enteramos también de que su madre siempre la consideró una desagradecida, y la hacía sentir culpable por cualquier cosa que hubiera hecho. Como, en coincidencia con el terapeuta, la cuestión no puede negociarse entre la madre y ella, probablemente ha buscado saldar «cuentas» a través del marido. Parece actuar como si el marido fuera responsable por la relación que ella tuvo toda la vida con su madre. El marido manifiesta: «Cuando comienzo a señalarle que es desprolija, que descuida las tareas domésticas, etc., replica que yo tampoco tengo limpia la foja».' Este fenómeno puede designarse como la «foja rotativa», ya que la cuenta sin resolver que permanece abierta entre una persona y el «malhechor» originario puede rotar, interponiéndose entre él y cualquier otro. Puede usarse a un tercero inocente (tomado como víctima propiciatoria) para saldar la cuenta. Así, observamos que la justicia es un libro mayor históricamente gestado, que registra el balance de mutualidad en el toma y daca. Debe considerárselo como un principio dinámico que explica la aparente irracionalidad de las proyecciones y los prejuicios. De acuerdo con su propia fórmula de contabilidad existencial, toda persona está programada para buscar un justo equilibrio del toma y daca entre sí misma y el mundo. En sus orígenes su universo humano incluía su relación pasada con los padres, pero ha logrado implicar otras relaciones emocionalmente significativas. La extensión del desequilibrio que percibe en el balance de justicia determina el grado en que habrá de explotar todas las relaciones posteriores. Un padre que durante su infancia sufrió penosas privaciones encaró a una hija suya medianamente rebelde, al ser esta dada de alta del hospital donde había sido tratada por esquizofrenia: «¡Primero debes arrepentirte, y luego hacer buenas acciones». Al igual que otros miembros «sintomáticos» de tantas familias, la jovencita era considerada «loca» y «mala» a la vez. Una esposa, tras haber aceptado en apariencia la «foja rotativa» en su matrimonio, descubre sus propios sentimientos por las injusticias padecidas, y lo expresa en esta dramática confesión: "Señora S.: Usted dijo algo muy, muy importante... que había estado rondando por mi mente desde que me casé. Usted siempre pensó que mi infancia había sido maravillosa, porque tuve a mis padres (que en realidad me faltaron desde mis 13 años), mientras que él no: su vida fue muy dura. De manera que ahora que estamos casados, se supone que yo debo darle todo a él, que nunca tuvo nada; se supone que debo volcarme entera en él. Y lo hago: procuro hacerlo feliz. Trato de brindarle mucho afecto, de mostrarle que me preocupo por él. Pero, en todo esto, ¿dónde entra mi propia sed? i Yo también estoy sedienta 1 [13, pág. 121]. La proyección retributiva sobre todas las personas que guardan similitud con los padres puede ser un importante componente de la hostilidad existente entre la juventud y la generación más antigua en toda cultura. El problema no es tanto el de la brecha de información o comprensión, como el del reclamo de la justicia anhelada. En las culturas más viejas esta tensión podría enfocarse mediante prácticas que subrayan el respeto incondicional hacia los mayores, y encauzando las manifestaciones de venganza a través de guerras, o bien canalizando las migraciones en pos de nuevas fronteras geográficas. La energía de esos conflictos también puede expresarse en prejuicios que crecen al punto de sojuzgar formalmente a los demás, tal como lo demuestran de manera cabal todas las dictaduras en el curso de la historia.

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A medida que la industrialización, el apiñamiento y la sofisticación de. la sociedad moderna anulan algunas de estas vías de escape, la energía de la juventud puede volcarse contra el «sistema» social, que es castigado in loco parentis. Por ejemplo, la tendencia al vandalismo parece estar aumentando tanto en los sistemas democráticos como en los regímenes políticos opresivos. ' «To have a clean slate» (literalmente, '«tener limpia la pizarra») significa «hacer borrón y cuenta nueva», empezar de cero olvidando el pasado. [N. del E.1 87

Los libros mayores de justicia y la teoría psicológica La foja rotativa establece una cadena de retribuciones desplazadas en las familias y se convierte en fuente de realimentación cíclica repetitiva; es una fuerza dinámica del sistema, con títulos propios para ser tenida en cuenta. ¿Es real o imaginaria la causa de las acusaciones llenas de resentimiento? O, más bien, ¿qué criterios hacen que se la considere o no pertinente? Freud se interesaba por la «desfiguración» sólo en la medida en que era inyectada en otra relación a través de la «proyección» o de la trasferencia negativa, o sea, mediante una función patológica del individuo mismo. Esto derivaba de la falta de interés de Freud por la reciprocidad de la justicia relacional, a menos que estuviese interiorizada en un individuo. Su concepto del superyó representaba una instancia interiorizada para mantener una contabilización de méritos históricamente superada entre el individuo y su ambiente formativo. Ricoeur, en su ensayo clásico sobre Freud, hace un comentario sobre los diferentes aspectos de la culpa: «El temor de ser injusto, el remordimiento por haberse mostrado injusto, ya no son temores "tabú"; el daño causado a la relación interpersonal, las injurias hechas a la persona de otro, tratadas no como un fin sino como un medio, significan más que el sentimiento de amenaza de castración. De esta manera, la conciencia de la injusticia marca la creación de significado por comparación con el temor a la venganza, a ser castigado» [74, pág. 546]. Así, la justicia trasciende la psicología del individuo y de quienes coparticipán en relaciones con él. Consideramos a la justicia como un principio homeostático multipersonal, siendo la reciprocidad equitativa su meta ideal. Sin embargo, el péndulo oscila de modo permanente entre múltiples iniquidades. El individuo puede verse «atrapado» en medio de una culpa existencial a causa de las acciones de otros, de la misma manera que uno hereda un sitio en la red multigeneracional de obligaciones y es responsable de toda una cadena de obligaciones pasadas, tradiciones, etc. Tal vez la persona no tenga conciencia inmediata de los movimientos quid pro quo de largo alcance, sino sólo de las obligaciones y compensaciones a corto plazo. Cuanto menos conciencia tenga de las obligaciones invisibles acumuladas en el pasado, por ejemplo por sus padres, más a merced estará de esas fuerzas invisibles. En las familias, la unidad sistémica de contabilización tiende a abarcar generaciones enteras. Según las Escrituras, se necesitan siete generaciones para expiar un pecado grave de un antepasado. El especialista en terapia familiar debe aprender a reconstruir un balance trigeneracional mínimo de cuentas de justicia. Los abuelos pueden culpar a los nietos por su solidaridad hacia sus padres, ya que consideran que estos últimos han sido desleales hacia ellos y su familia (p. ej., en cuestiones de tradición religiosa o de otro tipo). Entonces, el hijo puede adoptar de manera inconciente una estrategia destinada a exonerar a los padres, o a perpetuar la carga de culpa a lo largo de la siguiente generación. Podrían suministrarse ejemplos adicionales acerca de hijas criadas por familiares «respetables» debido a la «vida vergonzosa» que llevaba la madre, y que deciden buscar a esa madre y unirse a ella; de hijos que sufren por tener que ocultar las sospechas de que su madre fue asesinada a manos de la 61

amante del padre, etc. En última instancia, el mayor alivio que esos hijos pueden encontrar reside en la reivindicación de sus padres a sus propios ojos, al comprender la injusticia de las circunstancias que llevaron a los progenitores a cometer esos actos condenables. En la medida en que los grupos mantienen su unidad en virtud de los valores, cabe señalar que el valor de cohesión supremo es la justicia. Si la necesidad de un balance equitativo de beneficios es una importante fuerza reguladora y motivacional de cualquier grupo social, nuestra misión será comprender cuáles son las disposiciones sociales que permiten supervisar la justicia. Por ejemplo, qué mecanismos sociales evalúan y regulan cuestiones tales como: ¿Qué deber tiene cada hombre para con su familia? ¿Qué es lo que merece el hijo? ¿De qué manera consideran padre e hijo la ecuanimidad de su quid pro quo? ¿En qué medida debe gratitud cada hijo a sus padres? Aplicando el concepto de justicia podemos definir un sistema social a partir de un nivel motivacional más importante que utilizando un marco interaccional. El orden humano es un concepto basado en un sentido de justicia o equidad subjetivo y normativo. Debe contrastárselo con definiciones funcionales y descriptivas como: «Un sistema social es un sistema de acciones de los individuos, cuyas principales unidades son roles y constelaciones de roles» [67, pág. 1971. Como es obvio, el hecho de que yo haya traicionado a mi amigo o su confianza es un aspecto estructural de la relación, ubicado en un plano diferente al de las definiciones de rol. Christian Bay cita la lista de Aberle sobre los prerrequisitos funcionales de una sociedad: «Provisión de una adecuada relación con el ambiente y búsqueda sexual; diferenciación y asignación de roles; comunicación; orientaciones cognoscitivas compartidas; serie articulada y compartida de metas; regulación normativa de los medios; regulación de las expresiones afectivas; socialización, y control eficaz de las formas perturbadoras de conducta» [5, pág. 267]. Consideramos que un clima generalizado de confianza y la justicia del orden humano es, como característica estructural de la sociedad, más importante que la regulación institucionalizada de ciertas funciones específicas. Holmberg describe a los sirionos, del oriente de Bolivia, como un cojunto de hordas «sumamente primitivas, seminómades» cuyas energías se consumen en la búsqueda de alimentos, y que por consiguiente no manifiestan ninguna solidaridad social entre sí, más allá de los límites de la familia inmediata. Tras hacer una afirmación tan extraordinariamente simplista, el autor revela no obstante la estructura social interna de esa sociedad primitiva: «En términos generales, parecería que el mantenimiento de la ley y el orden reside de manera fundamental en el principio de reciprocidad básica (no importa cómo se ponga en vigencia), el miedo a la revancha y el castigo divinos y el deseo de aprobación pública» [55, págs. 60-61]. En nuestra opinión, los sistemas técnicos o institucionalizados de justicia social en las civilizaciones llamadas avanzadas pueden haber perdido sus basamentos de reafirmación en la reciprocidad y la equidad. En nuestros seudo sofisticados esfuerzos por evitar toda parcialidad en relación con los valores, tendemos a negar e ignorar los grandes problemas que conforman la supraestructura ética de la sociedad contemporánea.

De la ley del Talión a la justicia divina Una reseña breve, y por cierto incompleta, del lugar que ha ocupado la justicia reparatoria en la historia de la humanidad puede contribuir a que ubiquemos la justicia familiar en el contexto de su dinámica social universal. Sin duda, la reparación cruel de los delitos debe de haber sido el procedimiento judicial en las sociedades antiguas. A medida que las civilizaciones se desarrollaron, la administración de la justicia reparatoria se volvió más racional, aunque no necesariamente más equitativa y coherente. La ilusión que alienta el hombre moderno de poder remplazar -más que 62

mitigar- la justicia reparatoria por medios humanitarios tal vez sea una de las más grandes hipocresías, así como una amenaza para la índole dinámica de la sociedad misma. Ya en los comienzos de la lucha que entabló el hombre para instaurar un orden social sensato apareció la denominada ley del Talión, que regía la justicia reparatoria. Su evolución debe de haber estado asociada a la de la religión y la justicia divina. Según Kelsen: «Sólo una religión con una deidad supuestamente justa puede desempeñar un papel en la vida social» [57, pág. 25]. Con el desarrollo de una religión superior en cualquier tribu, la regla simple del «ojo por ojo y diente por diente» dio lugar a un sistema de contabilización de méritos mucho más complejo. Se creía que la justicia divina como ley invisible del universo se extendía a la vida más allá de la muerte. El hecho de cobrarse venganza inmediata sobre el infractor ya no era una cuestión tan urgente para el hombre religioso y devoto. La ley taliónica de reparación absoluta, al quedar en manos de la deidad, atenuaba la necesidad de un inmediato ajuste de cuentas por parte del hombre. Kelsen expresa que en la mitología y filosofía griegas antiguas la lógica de la causalidad aparecía en forma simultánea con el enfoque jurídico adoptado por el hombre respecto de la sociedad y el mundo. Por lo tanto, los orígenes de la búsqueda de una ley causal de los hechos naturales pueden rastrearse en el principio de que el hombre debe devolver bien por bien y mal por mal. Kelsen cita a Anaximandro, el filósofo presocrático, quien dijo: «En aquello de lo que surgen van a morir también las cosas. Ya que obran una reparación y se brindan satisfacción entre sí por su injusticia, de acuerdo con el orden temporal» [58, pág. 301]. De esta manera, la más temprana declaración de causalidad coincide con una declaración sobre la justicia reparatoria: el mal es la causa, y el castigo su efecto. Kelsen agrega que la palabra griega para necesidad causal puede deducirse etimológicamente de los significados de mérito y adjudicación merecida. La imagen antropomórfica del mundo propia de la mitología griega pintaba al sol como un astro que seguía su camino bajo la vigilancia de las diosas de la venganza, quienes estaban prontas a castigarlo siempre que él deseaba desviarse de su ruta establecida en los cielos. En todo el universo nadie parecía estar libre del principio del Talión. La palabra talio viene del vocablo latino taus, que significa «tal», lo cual implica que el castigo será tal como el delito lo exija. Con la mayor complejidad de la ley romana, el simplista «ojo por ojo» se convirtió en el suum cuique: a cada uno su merecido. Un corolario grandioso de este principio fue la concepción del mandato desmesurado del Imperio Romano como guardián de la justicia entre las naciones; «Parcere subiectis et debellare superbos» («Apiadarse de los sometidos, reducir a los soberbios») [Virgiliol. El tradicional miramiento de la Roma antigua por que se aplicase la ley y se hiciera justicia con todos los ciudadanos se trasformó en una pantalla tras la cual se gestaron estrategias imperialistas explotadoras para dominar el mundo.

La idea de un grado de castigo o recompensa cuantitativamente adecuados (condignos) es esencial para el desarrollo del concepto de justicia en cualquier grupo. Desde tiempos prehistóricos, las trasgresiones se pagaban por medio del rescate, y la cantidad se fijaba de manera tal de adecuarse a la gravedad de la ofensa. La ética y la justicia convergen hacia el principio de la equidad recíproca. La conducta ética exige que no haya trasgresiones de parte de uno y la equidad requiere que los demás tampoco se salgan con la suya obteniendo una gratificación unilateral. Cualquier trasgresión duradera del principio de la equidad lleva consigo una connotación de explotación explícita o implícita de determinados miembros de un grupo social. Por lo común, la ética se define en función del individuo y sus obligaciones, su relación con lo que es bueno o malo. En lo que respecta a la restricción del placer y al deber moral, el individuo se remite a su conciencia o a Dios. Si sus trasgresiones no violan los derechos e intereses de ninguna otra 63

persona, entonces él no está contribuyendo de manera directa a llenar el libro mayor de la justicia reparatoria. La orientación egoísta hacia el placer que no dañe a ninguna otra persona sólo violaría el código abstracto de igualdad de distribución de la felicidad entre todos los seres humanos (del concepto carente de significado relacional). Por contraposición con la justicia distributiva, la justicia reparatoria en la interacción personal es de primordial importancia para la teoría de las relaciones. Las virtudes y los vicios intercambiados entre personas vinculadas en forma estrecha crean el sentido más profundo e intenso de su existencia. La justicia reparatoria implica por lo menos dos personas que interactúan, entre quienes las recompensas y los castigos merecidos pueden asignarse de modo justo o injusto. La ética regula los principios de funcionamiento de un individuo, la justicia los de todo el grupo social. Como contexto dinámico de los grupos sociales, la justicia brinda un marco aun más amplio y básico que la ética, en especial si esta última se define de modo fundamental en función del control que ejerce el individuo sobre sus impulsos. Según Freud, «la conciencia moral es la percepción interior de que desestimamos un deseo existente en nosotros» [43, pág. 68]. Sin embargo, hemos visto que la justicia corresponde a las acciones cometidas dentro del orden del universo humano. La hija «embarazada ilegítimamente» que entregó a su bebé en adopción sin verle siquiera el rostro no cargaba de manera primordial con la culpa por su «deseo» de destruir al hijo. En la realidad relacional, su trasgresión residía en haber eludido en los hechos la responsabilidad de madre y no de ocuparse de su hijo. Aun cuando su acto podría haber sido condenado por sus padres, la joven debe darse cuenta de que cometió el delito capital de rehusar la responsabilidad existencial que se le debe a otra vida humana desamparada y dependiente. Parecería que, con el desarrollo de las grandes religiones y la creencia en deidades justas, la expresión de la necesidad que tiene el hombre de alcanzar un sentido de justicia final obtuvo una formulación más estricta, a medida que la fe en un Dios omnipotente y justo contribuyó a postergar el castigo. Las cuentas invisibles de Dios se consideran como ineludibles. «La venganza es mía» es la declaración atribuida al dios justo. En última instancia, Él saldará todas las cuentas diferidas tanto en el cielo como en el infierno. La contabilización divina de méritos se describe en incontables metáforas a lo largo de los escritos de todas las principales religiones: «el que cumple un precepto se ha conseguido un defensor, y el que comete una trasgresión se ha conseguido un acusador», dice el Pirque Abboth [52, pág. 562]. Dios se ha convertido en símbolo de una contabilización invisible de justicia, y también está vinculado como parte injuriada en toda trasgresión que tenga lugar entre dos personas cualesquiera. El cristianismo instauró nuevos conceptos de retribución, reparación y satisfacción esperada del trasgresor. El concepto del Salvador que murió para expiar los pecados de todos los hombres se convirtió en un importante factor de equilibrio. Se subrayaron las actitudes de amor y perdón. Los procedimientos religiosos (arrepentimiento, confesión, satisfacción, indulgencia) fueron remplazando de manera gradual a la justicia impartida de persona a persona. Alrededor del siglo X, la confesión pública por los pecados secretos llegó a ser algo casi inexistente. Por ese entonces, la penitencia privada se convirtió en el camino universal para saldar las cuentas del pecador con Dios y por ende, al menos en el caso de los pecados secretos, también con la víctima. Esta no tenía que obtener reparación, a menos que fuese parte de la penitencia confesional. No obstante, es un hecho histórico que la función mitigadora de la creencia en la justicia divina no logró eliminar de buenas a primeras la tendencia hacia la acción reparatoria tangible para extirpar el mal. Eran comunes las formas de reparación crueles en extremo, como por ejemplo lo demuestran los juicios por brujería autorizados por el clero. Por otra parte, la evolución histórica de los procedimientos judiciales también contribuyó a separar a la religión del papel de guardián que había

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asumido, exigiendo del culpable una reparación real para con la víctima. El procedimiento penal secular ha asumido una parte considerable de la justicia reparatoria. Sin duda, la ley de reparación estricta y absoluta resulta desagradable y terrorífica para el hombre occidental contemporáneo. A lo largo de la historia se han cometido injusticias debidas con más frecuencia a la falsa justificación de un poder absoluto y el reinado del terror que mediante el relajamiento de la reparación. No obstante, el principio de justicia puede verse afectado a raíz de un ingenuo liberalismo permisivo, empleado como sustituto de un cabal examen de los problemas de justicia y equidad. La justicia divina implícita comenzó a desaparecer como basamento tradicional de la sociedad durante la era del Iluminismo; entonces se creó un vacío, que el hombre moderno no ha podido llenar. En la medida en que va reduciéndose en la sociedad la estricta reglamentación religiosa de la conducta, un interrogante se plantea: ¿Qué ocupa el lugar de la fe en la justicia divina? Parece inevitable que la sociedad requiera un serio examen del carácter dinámico de la lealtad y su principio subyacente, la justicia. Las actitudes racionales, posreligiosas y liberales a menudo han enfocado en tono crítico aspectos tomados como «chivo emisario» en la justicia criminal de represalia. Sería insano condenar la violencia autojustificada del populacho, que en casos extremos lleva al linchamiento de víctimas cuyo principal delito es estar del «lado malo» frente a una discriminación prejuiciosa. Incluso el castigo de criminales confesos mediante procedimientos jurídicos legales podría considerarse indeseable, ya que acaso sirva para satisfacer las necesidades sádicas de algunas gentes. Sin embargo, debemos examinar los posibles efectos de una total eliminación de los principios del desagravio y la justicia reparatoria. Mientras que el hecho de no atribuir al individuo una responsabilidad absoluta y brindarle una «segunda oportunidad» significa un progreso muy grande y real en el curso de la historia de la humanidad, el consiguiente diluir cientificista de la cuestión de la justicia podría implicar una regresión. Lo que se requiere es prestar atención constante al perfeccionamiento de los principios y procedimientos judiciales. Los intentos por remplazar los criterios de justicia por otros, científicos, son en sí anticientíficos.

Implicaciones sociales del enfoque dinámico de la justicia Adoptando un enfoque seudosofisticado, el estudiante contemporáneo de ciencias sociales podrá inclinarse a considerar moralizador el marco de justicia de la teoría motivacional. En la medida en que moralizar equivale a asumir una actitud prejuiciosa, autocongratulatoria de modo ciego en los juicios, seríamos los primeros en convenir que lo moralizador resulta inapropiado y no productivo en los esfuerzos científicos y humanísticos. De todos modos, desearíamos destacar que si no se esclarecen los principios éticos sobre qué constituyen actos justos o injustos en una relación determinada, no puede elaborarse una adecuada teoría motivacional de la conducta grupal. El siglo XX ha sido testigo de la relativización del concepto de ley causal absoluta, incluso en las ciencias naturales (p. ej., Einstein, Heisenberg). El desarrollo de las ciencias sociales hizo que muchos de nuestros valores tradicionales resultaran cuestionables. A la vez, no existen indicios de que la dinámica de nuestra organización social pueda eliminar la justicia reparatoria como uno de sus basamentos. Un importante ejemplo de la dinámica reparatoria desplazada se manifiesta en los prejuicios sociales. La lealtad para con el propio grupo y el rechazo prejuicioso de los de afuera sigue configurando la motivación más profundamente arraigada de las sociedades. Convencidos de la justicia intrínseca de su nación o grupo, los pueblos pueden arriesgar sus vidas en el campo de batalla e inmolarse como forma de protesta contra el exogrupo más poderoso. El conquistador cree que simplemente está reparando las injusticias del pasado. Al hacerlo, no hará más que justificar su propia caída. ¿Quién puede cortar los ciclos giratorios de reparación? Sin embargo, al no contar con un foro para al menos estudiar los criterios de justicia, ¿puede haber alguna esperanza de detener las cadenas de venganza mutua?

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Un ejemplo clásico de la dinámica reparatoria es el que se aplica al problema racial norteamericano. En apariencia, resulta probable que todos los enfoques económicos, políticos y sociológicos sigan siendo en esencia estériles a menos que la sociedad norteamericana, predominantemente blanca y de clase media, esté dispuesta a incluir a los negros, indios y otras minorías raciales en sus intereses pragmáticos de justicia e igualdad. Buena parte de la dinámica política actual pertenece a una demorada búsqueda de equidad que incluye, por ejemplo, el contexto histórico de la esclavitud y otros tipos de explotación más intrínsecos. Lo importante aquí es distinguir entre responsabilidades personales de los individuos y responsabilidad colectiva por una deuda sistémica acumulada de manera multigeneracional. Esta última lleva a que se den libros mayores sociales de obligaciones y deudas incluso más grandes. El ciudadano blanco de hoy negará, y con justeza, cualquier responsabilidad personal por la importación de esclavos del Africa muchas generaciones atrás. Pero, de todas manera, él tiene que compartir la conciencia de una obligación para con la sociedad, en pos de la reparación colectiva de los efectos postreros de la esclavitud, que han seguido hiriendo y obstaculizando la vida de muchos de los descendientes de esclavos. En forma análoga, podríamos reconocer con facilidad que, a pesar de sus poderosas bases racionales, la Organización de las Naciones Unidas no logra cumplir todas sus metas debido a su incapacidad para sentar una justicia equitativa en sus negociaciones con las grandes y pequeñas potencias. Es evidente que las Naciones Unidas no han conseguido detener la conquista imperialista concretada por medio de brutales medios militares. Por añadidura, la mentalidad en apariencia equitativa de las democracias occidentales industrialmente avanzadas enmascara, en gran medida una actitud desdeñosa y arrogante, adoptada por mera conveniencia, hacia las naciones de inferior desarrollo industrial. Incluso las actitudes pacifistas pueden a veces resultar una forma de condescendiente preocupación por las crueldades de la guerra, más que un interés sincero por compartir la búsqueda de libertad y de justicia social de los pobres que habitan en países extranjeros subdesarrollados. La máxima misión cultural de nuestra era podría ser la investigación del papel de la justicia relacional (no meramente económica) en la sociedad contemporánea; en nuestra ciencia social la brecha más amplia corresponde a la negación de la significación dinámica de la retribución. Entre otros, Szasz [85] ha puntualizado la tendencia de nuestras cortes de justicia a desentenderse de su función retributiva, relegándola a los expertos en salud mental. Una denegación seudoiluminista de la importancia del principio de equidad y justicia tiende a confundir y socavar la función de los tribunales, tal vez poco dispuestos a poner coto incluso a actos reiterados de injusticia. Nuestra era puede pasar a la historia como aquella que practicó la mayor consideración aparente, aun hacia asesinos fríamente calculadores. La poca disposición de la sociedad a definir los criterios de reciprocidad está enmascarada por nuestra curiosidad «científica» por las motivaciones psicológicas de los criminales. La legítima búsqueda de comprensión de la psicología de los criminales no debe usarse para diluir un problema social aún más importante: la salvaguardia del principio de una sociedad justa. De manera tradicional, la función de los padres y otros mayores ha sido la de llevar las cuentas del justo orden humano de la familia. Jefes, reyes y emperadores hicieron otro tanto, en forma real o simbólica, en relación con las unidades sociales más grandes. Como se creía que los dioses eran custodios tanto de la ley natural como de la justicia humana final, los reyes se remitían a la deidad como fuente de su autoridad. En las sociedades democráticas contemporáneas se supone que la justicia se mantiene por medio de la ley codificada y los funcionarios electos. Sin embargo, cuanto mayor sea la tendencia real o presunta hacia la injusticia en la sociedad, mayor será el peligro de caos, alienación, desconfianza por las autoridades electas y acción política desesperada. Las escrituras antiguas de toda cultura postulan que las grandes injusticias cometidas por una nación

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eran castigadas mediante la justicia divina. Hoy en día, la moderna tecnología ha permitido a un grupo esclavizar o extinguir a otro sin que se requiera ningún esfuerzo de parte del hombre. ¿Qué ha sustituido a la justicia divina en la mente del hombre moderno? ¿Hay interés en los criterios de justicia y, de ser así, en qué lugar se llevan sus libros mayores? La contabilización implícita de méritos representa un principio autorregulador, a menudo ajeno a la ley codificada o incluso a la conciencia de los actores. Los débitos crecientes de injusticia y culpa acumuladas tienden, en última instancia, a eliminar los provechos aparentes obtenidos por explotadores exitosos. Los padres expoliadores pueden gestar hijos también expoliadores y la reacción en cadena de varias generaciones puede producir futuros padres cada vez más frustrados y menos generosos, lo que da como resultado la destrucción del potencial creativo de la vida familiar. La obligación o el mérito pueden acumularse de un lado de una relación, y balancearse en forma periódica mediante la palabra o la acción real o simbólica. Sin embargo, las actitudes poco generosas o tolerantes de los individuos pueden tornar imposible ese nuevo equilibrio de los balances. Un joven tiene una interesante decisión que tomar sobre el modo de balancear sus obligaciones frente a los méritos acumulados en su relación con el padre. El hijo era propietario de una compañía bastante grande, producto del dinero invertido por su progenitor y de su propio trabajo duro y pensamiento disciplinado. En el curso de la terapia familiar, se reveló a menudo de qué modo la lealtad en apariencia incondicional de ese hombre hacia su padre preocupaba a su esposa. Esta preguntó: «¿Nuestros hijos nos van a deber tanto a nosotros?» A esta altura, sin embargo, cuando estaba enfrentando la formalización legal de la relación de negocios con su padre, el joven tomó conciencia de su ambivalencia. Admitió que consideraba como una solución justa que su padre compartiera con él el 50 % de la empresa. Pero no atinaba a decidir si obtendría mayores provechos logrando una equidad fáctica y material con su padre mientras seguía sintiéndose obligado hacia él, o permitiendo que le cortara el apoyo económico y, en consecuencia, liberándose de toda obligación personal hacia un padre probadamente injusto. Las dos opciones representaban de manera evidente dos posibilidades de reequilibrar la equidad reciproca de la relación padre-hijo. Los rituales son pautas de conducta enfocadas de modo tradicional como obligaciones contractuales entre la gente, y entre Dios y los hombres. Muchos rituales de la antigüedad tenían por fin ajustar cuentas no saldadas mediante el sacrificio y las ofrendas en acción de gracias. Los rituales del matrimonio formalizaban los derechos de quienes entregaban a la novia y de quien la recibía. Las ceremonias fúnebres y• las lápidas tenían por objeto atenuar el temor a las cuentas sin saldar entre el muerto y los vivos. Los espíritus que rondaban tenían que ser apaciguados, y se colocaban objetos valiosos en la tumba. Los deudos debían enfrentar y aceptar su pérdida. La bendición de un hijo también tenía que pagarse por medio de la ofrenda de sacrificios. El ceremonial de las cortes de justicia nos recuerda la importancia ritualista tradicional de su función social por el hecho de legalizar el acto de recibir o impartir una reparación y recompensa condignas. Incluso un gobernante ateo y motivado abiertamente por el ansia de poder como Hitler descubrió, aunque en forma incoherente, que le era necesario remitirse a la Providencia divina como custodio tradicional de la suprema justicia. La pronunciada tendencia de los jóvenes de hoy a crear nuevos rituales puede estar relacionada con su reacción ante la declinación de los rituales tradicionales, resultado del iluminismo científico. Lo que fuera conceptualizado en términos de «difusión de identidad» o confusión de roles de la juventud moderna también puede interpretarse como búsqueda del modo en que funciona la justicia

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reparatoria en la sociedad actual. La identidad es en esencia una propuesta cognoscitiva, en tanto, que la justicia resulta inseparable de un contexto de experimentación y acción. Si desde el punto de vista de un joven el mundo aparece como algo irremediablemente corrupto y falto de interés, él tratará de producir una respuesta basada en valores de la sociedad mediante una acción provocativa y desafiante. Para ciertos jóvenes esto revestirá la forma de actos autodestructivos o «delictivos». Al diseñar enfoques susceptibles de ayudar a la juventud alienada, tenemos que tomar conciencia de la influencia de las posturas paternas que resultan debilitantes por lo poco receptivas, y expoliadoras por lo poco generosas. La incapacidad para recibir, de parte de los mayores, puede llevar a la alienación hostil y cargada de culpas de la generación más joven. A la inversa, la culpa por la incapacidad para dar a los padres puede, de pronto, activarse en el hijo a la muerte de aquellos. La culpa por actos de compensación no brindados al progenitor puede tener componentes concientes e inconcientes. En la medida en que la muerte de ese progenitor implica la autonomía final, la ya mencionada función «superyoica contraautónoma» ciertamente habrá de desencadenarse sobre el hijo, a despecho de sus deseos de muerte inconcientes dirigidos contra el padre, etc. La relación del hombre con otros animales y con la naturaleza como un todo se ha basado en el poder y la explotación. El hombre no sólo devora animales y plantas para alimentarse, como hacen otros animales, sino que mediante sus poderes tecnológicos daña el orden del crecimiento equilibrado y la eliminación de desechos. Se han realizado algunos esfuerzos mínimos por volver a entablar cierto equilibrio en la relación del hombre con la naturaleza, de parte de individuos o grupos. Algunas personas se han hecho vegetarianas llevadas por el principio de justicia para con los animales, convertidos en presa demasiado fácil del hombre. En ciertas sociedades se decreta el carácter sagrado e inviolable de los animales. En otras se forman grupos de protección a los animales contra la crueldad de los seres humanos. La ética subyacente a los intereses ecológicos contemporáneos tiende a desvalorizar el poder del hombre para modificar la naturaleza en favor de la supervivencia de los demás y el mantenimiento de una realimentación equilibrada de todos los procesos de la vida. Se está construyendo una contratecnología ecológica para restringir los excesos del dominio del hombre sobre la naturaleza, exitosos hasta el punto de la explotación. En un nivel emocional, existe una tendencia a demostrar la gratitud del hombre hacia el reino de la naturaleza, y disminuir las culpas no admitidas por una matanza innecesaria.

Responsabilidad individual y colectiva A lo largo de este capítulo hemos reiterado que la justicia puede ser considerada como una de las fuerzas de regulación y uno de los determinantes motivacionales decisivos de las partes vinculadas de cerca en una relación. Aunque trazamos estrictos límites conceptuales entre la psicología individual y el pautamiento interpersonal de la acción, en realidad los dos niveles sistémicos de los fenómenos humanos están interrelacionados en forma estrecha. Estos dos niveles pueden representarse como dos clases de contabilización de obligaciones. La psicología se interesa por las reacciones de una persona ante sus pulsiones básicas, su conciencia moral y su «mundo externo». Su contabilización individual de méritos colorea sus experiencias, sentimientos, pensamientos y deseos a medida que van surgiendo en su mente; los retiene en su memoria y los elabora de modo simbólico en sus procesos de pensamiento concientes e inconcientes. El resultado negativo de la contabilización privada que hace el individuo de sus experiencias es la aparición de sentimientos de culpa; el resultado positivo, un sentimiento de confianza. A la inversa, la contabilidad interpersonal de un sistema de relaciones se basa en los actos de los distintos miembros a medida que son elaborados mediante las respuestas individuales mutuas de los otros miembros y las propiedades sistémicas del grupo, puestas en marcha a largo

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plazo. Las consecuencias de los actos de una persona dejan su impronta en el sistema social del cual forma parte. Por ejemplo, la culpa existencial surgida de un orden humano profundamente dañado siempre tendrá consecuencias sobre la vida del grupo. En cualquier grupo social, si un número significativo de personas puede «escapar al castigo por asesinato», el clima social general soportará las consecuencias. Una pérdida generalizada de la equidad en la justicia puede poner en peligro la creatividad o incluso la supervivencia del grupo, y las posibilidades que tienen sus miembros de alcanzar una confianza básica disminuirán hasta un punto peligroso. La psicología académica y psicoanalítica siempre han compartido el punto de vista de que el ambiente humano individual (relacíonal) puede concebirse en esencia como una constante, un locus de expectativas normales medias a las que el individuo puede o no adaptarse de manera satisfactoria. Nuestro punto de vista dialéctico no sólo postula que el individuo está incrustado en un contexto .de méritos fluctuante y dinámicamente balanceado, sino que este último es un componente indispensable para la comprensión de la dinámica y la motivación individual. Por consiguiente, mientras que los sentimientos de culpa del individuo pueden entenderse sin tener en cuenta los sentimientos y reacciones de los otros miembros, no ocurre lo mismo en relación con la culpa existencial que está en su base. Nuestra herencia cientificista posiluminista fomenta una primacía conceptual del individuo que supera a los demás, basada en la negación del sentido ético de las obligaciones interpersonales. Hemos aprendido a entregarnos al «juego» de elaborar elegantes fórmulas psicológicas, por ejemplo para las trasformaciones simbólicas y los programas de desarrollo que hallan su mérito en la comprensión de la dinámica individual. Sin embargo, a la vez hemos olvidado la cadena de acciones y reacciones que impregnan el sistema social y determinan su balance de justicia. Incluso el significado de la palabra «reacción» se ha desplazado de la esfera de la acción hacia la de la experiencia psicológica o reflexión. Existe un paralelo histórico aparente entre el proceso de reparación atenuada del delito y la progresiva centralización del enfoque en las dimensiones individuales de la responsabilidad. Las sociedades de la antigüedad, mediante la justicia del Talión, no sólo hacían responsable en forma inmediata al individuo sino que a menudo responsabilizaban también a su familia por las trasgresiones de sus miembros. Son pocos los que osarían cuestionar el valor de los enormes progresos realizados por la humanidad en pos del ideal de responsabilidad judicial individual. Ninguna persona que esté en su sano juicio desearía volver a los días en que la vendetta estaba en vigencia; la horrible posibilidad de reparación colectiva en forma de matanza o esclavitud de toda una raza todavía sigue acechándonos hoy en día. La responsabilidad legal colectiva es la peligrosa puerta que lleva a dar pasos regresivos, ejemplificados por el prejuicio, la elección de víctimas propiciatorias y el genocidio. Paradójicamente, corresponde al teórico especializado en familias señalar los factores de motivación en la familia que podrían plantear la cuestión de responsabilidad judicial familiar. Es muy posible que, llevado a sus últimas consecuencias, el concepto de responsabilidad individual sea el equivalente invertido de la elección de víctimas propiciatorias. Al no responsabilizar al niño inocente por los pecados del padre o a los padres por las trasgresiones del hijo, podemos estar soslayando fuerzas ocultas pero reales de complicidad que residen en el sistema familiar. La importancia dínámica de los libros mayores de méritos familiares conecta las motivaciones entrelazadas con la responsabilidad ética compartida en forma abierta. En cierto sentido, el progenitor sería legalmente responsable como cómplice de la violencia cuando, incluso en forma inintencíonal, manipula los impulsos inconcíentes del hijo, que este luego convierte en una actuación delictiva. Sin embargo, ¿quién puede abrir la peligrosa puerta del castigo de las motivaciones e intenciones inconcientes? Por añadidura, si los mismos padres han sido víctimas de las motivaciones inconcientes de sus

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padres, etc., ¿adónde reside el foco último de responsabilidad? ¿Adónde lleva entonces la responsabilidad legal de los niños pequeños? ¿Cómo puede encuadrar nuestro sistema legal las pruebas implícitas de complicidad manifiesta? ¿Qué medidas legales y judiciales puede sugerir el especialista en terapia familiar como apropíadas para que se tomen en serio las presentes observaciones clínicas sobre la participación inconcientemente sustitutiva de los adultos en la delincuencia juvenil? Un paso importante es que cabe esperar el compromiso compartido por la familia hacia programas terapéuticos o de recuperación, que en los casos que corresponda se vuelvan legalmente justificables. Tomemos como ilustración un caso real de tratamiento de una familia. Se pudo observar que un padre actuaba de manera por demás objetable y hostil hacia su hija, a la que en forma incuestionable convertía en chivo emisario. Podríamos señalar las características sadomasoquistas, dependientes y complejamente defensivas de la lucha intergeneracional. Podríamos registrar los sentimientos heridos de la víctima y la culpa del victimario. Pero el concepto de orden injuriado de la justicia tiene implicaciones sistémicas más amplias y de mayor alcance para la práctica terapéutica. El especialista en terapia familiar aprenderá que ciertas cuentas relacionales pasadas que no pueden saldarse por medio del análisis autoreflexivo, la resolución de la trasferencia y el insight, en realidad pueden resolverse por medio de la iniciativa interpersonal y la acción correctiva, a menudo en un contexto trigeneracional. Cuando algo va en detrimento de la justicia del orden humano, la psicología de la culpa puede ser en esencia una cuestión carente de importancia, en particular si quien perpetra la acción siente que esta era inevitable. Un ejemplo extremo de esta situación es el caso del asesino que, tras cometer el crimen, no siente culpa sino un profundo alivio de su tensión. En ese sentido, puede sostener que el acto criminal ha resuelto un prolongado conflicto anímico, derivado de la sensación de sentirse explotado, por un lado, y de ser incapaz de experimentar ningún sentimiento de deuda hacia los demás, por el otro. Debido a la legada explotación injusta de que fue objeto en el pasado, el asesino se hizo virtualmente inmune a la culpa, al miedo al castigo, e incluso a la pena de muerte. Su conciencia moral le decía que el mundo estaba en deuda con él, y se sentía absuelto por adelantado. Sin embargo, su estado psicológico, o incluso la contribución motivacional de su justicia subjetiva y existencial, son irrelevantes para la sociedad, que tiene la obligación de proteger la justicia en relación con la víctima del crimen y con la comunidad humana. El caso del asesino subjetivamente falto de culpas ilustra la importancia de una integración equilibrada de los conceptos individuales y multipersonales para el terapeuta. Quien perpetra nuevas injusticias suele ser portador de pasados desequilibrios del sistema. En su «distorsión» de la responsabilidad presente se ve influido por circunstancias pasadas que lo han convertido en víctima desamparada de la explotación relacional. Por lo general el terapeuta puede lograr que el victimario reflexione en forma responsable sobre sus actos sólo si el terapeuta puede primero reflexionar por su cuenta acerca de las trasgresiones sufridas por el trasgresor. De acuerdo con las mismas pautas, el trasgresor no podrá resolver sus sentimientos de ambivalencia hacia sus progenitores supuestamente expoliadores (sea en forma conciente o inconciente) hasta poder decidir si, sobre la base de los actos y actitudes de sus padres, su resentimiento es justificado. Su incapacidad para separar estos elementos puede estar cubierta de tinieblas, mantenidas tanto por sus actos de mistificación como por la auténtica falta de conciencia. Una vez separadas esas dos esferas, el individuo podrá comenzar a enfrentar sus auténticas culpas y aprender algo sobre sus defensas relacionales contra la culpa. En un brillante resumen de las teorías psicoanalíticas clásicas, Fenichel suministra una lista de defensas contra la culpa. Sobre el particular señala: «Hay formas de obtener tranquilidad respecto

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de los sentimientos de culpa, derivadas de muchas fuentes. Ciertos caracteres pueden usar a otras personas con este solo propósito; [...] pueden mostrarse hirientes y de ese modo provocar el castigo para "terminar rápido con el asunto" o, si el perdón no llega pronto, tratar al menos de tener la sensación de que se ha cometido una terrible injusticia» [36, pág. 500]. Aunque la anterior estrategia se practica con frecuencia entre los miembros de una familia, debemos destacar los importantes mecanismos reductores de culpa basados en la injusticia preexistente. Las injusticias pasadas sufridas realmente pueden de por si equilibrar el balance del libro mayor en contra de la responsabilidad cargada de culpa por los propios sentimientos hostiles. De manera natural, si nos valemos de otra persona como defensa contra la culpa preexistente, esa relación tendrá pocas posibilidades de resultar equilibrada, y llevará a nuevas formas de explotación y elección de víctimas propiciatorias. Sobre la base de nuestro creciente reconocimiento del significado de las cuentas de mérito multigeneracionales, sugerimos la inclusión de padres de edad avanzada en el proceso de terapia familiar. Al dejar la puerta abierta para el nuevo balance de méritos mediante la acción, el proceso de terapia puede invertir la acumulación y perpetuación de cuentas cargadas y sin saldar, que en caso contrario podrían ir en detrimento de las posibilidades de las generaciones futuras. ¿Hasta qué punto puede ser objetiva la contabilización de méritos? Desde el punto de vista del individuo, como subraya Waelder [87], el deseo de tener un mundo justo por completo puede considerarse como una configuración de necesidades subjetiva, que responde a una expresión de deseos. En el marco del psicoanálisis, que posee bases individuales, ese deseo puede investigarse como derivado de otros esfuerzos fundamentales. Como cada individuo tiende a distorsionar la evaluación de sus relaciones de acuerdo con sus deseos subjetivos, cabría postular que la noción de justicia es de índole totalmente ilusoria. De acuerdo con la correspondiente subjetividad ética, el miembro más poderoso podría justificar que él está autorizado a pasar por alto los derechos de todos los demás. Sin embargo, considerando a la sociedad como un todo, podría argumentarse que existe un equilibrio dinámico invisible entre todas las nociones individuales y opuestas de justicia. Ese consenso intrínseco sobre los principios de la justicia subjetiva (o sea, de qué manera debe medirse la equidad de beneficios de todo el mundo) constituye la base de la contabilización judicial «objetiva» del grupo. La extrapolación imaginaria de la suma completa de todas las motivaciones reguladoras rodeadas de culpa (determinadas por el superyó) de los individuos es sólo parte de dicho sistema intrínseco. El libro mayor de justicia de cualquier grupo social toma en cuenta toda la historia de sus interacciones, además de sus principios éticos compartidos. La justicia intrínseca de cualquier grupo está compuesta por dos procesos: la jerarquía o libro mayor de obligaciones y la totalidad de las motivaciones retributivas. Al estar motivado cada miembro para exteriorizar cualquier impulso de venganza (o agradecimiento) significativo, podrá contarse con un proceso de justicia reparatoria desencadenado como un tobogán. No obstante, como hemos visto, el individuo no siempre es capaz de discriminar las fuentes de la injuria. El fenómeno de la «foja rotativa» lo hace actuar en forma vengativa sobre un blanco inadecuado, inconciente del desplazamiento de la reparación. La exactitud de los pasos dados en pos de una justicia retributiva es sólo estadística. Lo que es válido en relación con el proceso grupal no lo es necesariamente en cuanto al carácter específico del «ámbito ecológico» del individuo. Morris [87] en su respuesta a Waelder, describe el proceso inherente de justicia que emerge en forma gradual en el curso de la civilización humana, y lleva de la desigualdad y la explotación manifiestas a una igualdad de oportunidades que va en paulatino aumento para un sector cada vez mayor de la humanidad. El debate entre el psicoanalista y el profesor de derecho ilustra la dicotomía

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existente entre un enfoque clínico de bases individuales, aunque lleno de sutilezas científicas, y un punto de vista social más amplio. En tanto que la meta ideal de los sistemas judiciales consiste en una aproximación a una sociedad justa, basada en principios de equidad en esencia compartidos, la justicia de las interacciones humanas cotidianas es evaluada de continuo en las mentes y corazones de las personas involucradas. La explotación de orden material puede cuantificarse, pero la explotación personal sólo es mensurable en una escala subjetiva que ha sido construida según el sentido de su existencia toda que posee la persona. El carácter específico de la combinación existente entre las realidades subjetivas e interpersonales de cuentas puede ser desbrozado a partir de la siguiente viñeta imaginaria: El hecho que no me hayas llamado durante una semana entera tal vez no sea una injusticia, y podría no experimentarlo como una afrenta a la justicia de mi universo humano. No obstante, como sucedió inmediatamente después que yo me abriera a ti cuando necesitabas de mi atención, simpatía o consuelo, tu falta de interés se grabó en mi corazón como un penoso acto de injusticia. Como resultado, siento que mi libro mayor está desequilibrado, que he dado más de lo que recibí, y si creo que me trataste de ese modo en forma consiente, entonces estoy siendo explotado. Incluso si esta injusticia sólo se puede establecer a partir de mi experiencia subjetiva, la importancia del hecho puede no obstante haber quedado registrada de algún modo, en tu mente. Puedes haber experimentado de manera consiente sentimientos de culpa o, al menos una oscura conciencia de haber sido injusto para conmigo, o siquiera de haberme tratado en forma desconsiderada. De ese modo, aunque tal vez no tengas conciencia de haber violado ningún principio ético mutuamente compartido, nuestras reacciones subjetivas paralelas han convalidado en forma consensual la objetividad relativa de la injusticia que padecí. La importancia del argumento que ilustra esta viñeta reside en el modo en que destaca la reciprocidad de un diálogo sobre una acción, lo cual es algo más que la suma total de las experiencias subjetivas de dos personas. En consecuencia, mientras que el concepto de examen o prueba de realidad en psicología es una noción comparativamente monotética (estamos determinados por la realidad o bien somos víctimas de una distorsión), el concepto de justo orden del mundo de los hombres es de índole dialéctica. Cuando un hombre traiciona a su amigo hay implícito algo más que las vicisitudes de los deseos reprimidos de la infancia, sus momentos de depresión, etc. Decidir la medida de la extorsión dependerá también del punto de vista del amigo. Como consecuencia práctica de esta tesis, precavemos al especialista en terapia familiar contra el peligro de renunciar a su rol intrínseco en cuestión de problemas personales, éticos y de justicia, y de restringir su visión a los campos intrapsíquico y psicológico. Sin embargo, el ser arrastrado a un debate sobre, por ejemplo, él derecho que tiene alguien de culpar o no a sus padres, llevaría a un punto muerto no dialéctico. Una postura terapéutica dialéctica lucharía por establecer la esfera en que reside la auténtica contabilización subjetiva de justicia de cada participante. Mediante la discusión abierta de estas cuentas podría abrirse el camino que lleve a su balance a través de una orientación basada en la acción. En casos de elección de víctimas propiciatorias en forma abierta y aparentemente maliciosa, el especialista en terapia familiar puede verse en una difícil situación desde un comienzo. El resto de la familia puede señalar que, a menos que el terapeuta admita la idea de la maldad intrínseca de la víctima propiciatoria, no aceptarán su ayuda. No obstante, la rudeza y crueldad misma de las acusaciones determinará, como contrapeso, que los victimarios se acusen de modo recíproco. En este caso, el paso más adecuado que puede dar el terapeuta estriba en indicar que es conciente de la posibilidad de tomar partido por una u otra posición, y también de su capacidad para investigar el

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reverso de ambas. Por ejemplo, ¿cabe pensar que los victimarios necesitan ayuda, y que potencialmente pueda brindarla la víctima propiciatoria?

La posición especial de la familia De modo tradicional las relaciones familiares parecen tener una exención especial de los estrictos principios de la justicia reparatoria. En muchas esferas, los miembros de la familia se escudan tras una barrera común que los separa del mundo externo. Manifestaciones tales como «la sangre es más espesa que el agua» ilustran esta circunstancia humana básica. Por regla general, uno espera ser aceptado por los miembros de su propia familia simplemente en base a la lealtad que determina la consanguinidad, a despecho de los méritos propios. Incluso el fracasado, el débil, el enfermo o el disminuido mental pueden esperar muestras de solicitud de parte de la mayoría de las familias. El concepto del bienestar social extiende este principio a la sociedad como un todo, en marcado contraste con el ideal del individualismo económico más «acerbo», adherido a un modelo contable competitivo y «duro» de méritos ganados. De esta manera, el ideal del bienestar colectivo puede interpretarse como una forma de nepotismo nacional. La justicia familiar ha sufrido una evolución a tono con su historia social. En la antigüedad, y por algún tiempo durante la Edad Media, los padres ejercieron un poder absoluto sobre sus hijos. La ley romana permitía que los hijos fueran vendidos como esclavos o recibieran la pena capital bajo la autoridad de los padres. El cristianismo y más tarde el liberalismo racional contribuyeron a que se acordase un tratamiento más piadoso a los hijos trasgresores. Nuestra era ha llegado al extremo opuesto, y se advierte una preocupación por la abdicación de la responsabilidad paterna en forma de permisividad extrema. El letargo y agotamiento emocional de los padres tienden a que un número cada vez mayor de progenitores modernos lleguen a la parentalización de sus propios hijos mediante la permisividad. El progreso técnico lleva a aumentar aún más los efectos de una actitud sin restricciones. La vasta libertad de movimiento y comunicación que posibilitan el automóvil y la televisión no está equilibrada por la mayor competencia de las autoridades humanas. Se prevé que en casi todos los sectores de la sociedad continúe creciendo el abandono y consiguiente alienación de los jóvenes. El exceso de permisividad como forma de abandono paterno de los hijos, además de bordear la negligencia, probablemente sea una de las formas más difundidas de parentalización expoliadora. Constituye un verdadero doble vínculo [4], ya que parece dar algo (libertad de acción) cuando en esencia implica por naturaleza un «tomar» unilateral (no preocuparse ni poner límites, y expectativas de «autopropulsión» espontánea del hijo). Con frecuencia, los mitos de permisividad y unidad familiar coexisten y se refuerzan de modo mutuo. (Véase también, en Wynne et al. [93], el concepto de seudomutualidad). El sistema de valores de toda una familia puede caracterizarse por determinados mitos, que los miembros han compartido durante generaciones enteras. Algunos de estos mitos de valor pueden estar arraigados en conceptos nacionales o religiosos. Debido a la índole dialéctica de las fronteras de la propia identidad, las familias tal vez tiendan a pintar a los de afuera en la forma más prejuiciosa posible. Los miembros del exogrupo que no comparten los valores del endogrupo son, por definición, inferiores. La lealtad al sistema de valores de la familia constituye una invisible aunque muy importante dinámica, respecto de la contabilización de méritos de cualquier miembro individual. La adhesión leal puede equilibrar la balanza en relación con múltiples trasgresiones. La familia como un todo tiende a incorporar en su proceso de contabilización de méritos la definición prejuiciosa de sus valores, a expensas de extraños tomados como chivos emisarios. Sin embargo, puede darse un refuerzo particularmente poderoso de los mitos del valor familiar mediante la

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elección de un miembro del endogrupo como chivo emisario. Al unirse en la condena del miembro desleal, el resto del endogrupo puede reforzar su compromiso con el sistema de valores compartidos. En la sociedad antigua, y aun hoy en día en algunas regiones del Cercano Oriente, el jefe del clan tiene la obligación de salvaguardar el honor de la familia matando a la hija o hermana que entregó su virginidad a un extraño. Resulta fascinante observar las pautas multigeneracionales de elección de víctimas propiciatorías en las familias que realizan terapia. En algunos casos, las pautas consisten en la reiteración idéntica del mismo tipo de elección de chivos emisarios en el curso de varias generaciones. En una familia observamos que el rol del chivo emisario rebelde era asumido de manera voluntaria por tres miembros del sexo femenino, cada uno en el curso de una generación sucesiva. En otra familia, las hijas de tres generaciones consecutivas estaban condicionadas de modo tal de luchar contra la «maldad» de los hombres con quienes formaban pareja. Esto llevó a asesinatos cometidos dentro de un marco heterosexual en el curso de dos generaciones, y a un intento de asesinato en la tercera. Otra pauta de elección de chivos emisarios puede consistir en la escalada gradual de roles de deslealtad a lo largo de varias generaciones. Hemos visto cómo los miembros de la segunda generación, en una familia religiosa ortodoxa, se convertían en un grupo de rebeldes ateos. Tras contraer matrimonio con una joven proveniente de un medio similarmente tradicional, uno de los hombres crió a sus dos hijas en una atmósfera liberal y permisiva en exceso, de acuerdo con su ideal confeso de no creyente. El conflicto no resuelto entre la primera y la segunda generación siguió sin tocar hasta que ambas hijas hicieron saber sus intenciones de casarse con jóvenes de otra fe y con una orientación de valores muy distinta. A través de la enorme injusticia de la subsiguiente victimización de las dos hijas, elegidas como chivos emisarios por toda una familia extensa, sus padres al final asumieron una posición responsable, para enfrentar y posiblemente resolver el problema de deslealtad entre ellos y la generación anterior. La elección de chivos emisarios en los miembros de la joven generación fue instrumental en la expiación retroactiva de la culpa de la generación intermedia.

Libros mayores de padres e hijos Aunque el libro mayor de méritos constituye tan sólo uno de los aspectos de la estructura de la relación padre-hijo, consideramos que desde el punto de vista dinámico es el fundamental. En esta sección querríamos especificar algunas de las principales dimensiones de la contabilización interpersonal de justicia, principio que tiene su aplicación en todos los aspectos de la vida familiar, el matrimonio y las relaciones humanas. En tanto que buena parte de las investigaciones sociológicas se han centrado en los roles complementarios, pautas de conducta y motivaciones psicológicas de la parentalización, hasta el momento no se ha enfocado en mayor medida el tema básico de la equidad recíproca de beneficios intercambiados entre progenitor e hijo. ¿Cuáles son los criterios que determinan el momento en que la devoción paterna puede tornarse una carga excesiva, que va en detrimento del padre o del hijo? ¿Qué grado de devoción filial puede recompensar la disponibilidad paterna? ¿Hasta qué punto es «normal» e inevitable la parentalización de un hijo? ¿En qué momento las necesidades del progenitor llegan al punto de la explotación del hijo, y cuándo constituyen un abuso para este? ¿En qué reside la simetría del toma y daca entre padre e hijo? ¿Qué determina la elección del momento adecuado para el pago de obligaciones o la elección de un receptor sustitutivo de ese pago? ¿De qué manera el sistema familiar como un todo hace un balance equilibrado de las cuentas intrínsecamente asimétricas entre padre e hijo dentro de la contabilización global de méritos?

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El orden humano imperante en las sociedades de la antigüedad esperaba que el progenitor velara por la existencia física del hijo, le diera apoyo material y protección en las etapas vulnerables del desarrollo. A cambio, el padre tenía derecho a explotar la mayoría de las reservas de vida del hijo y a aplicarle un castigo extremo por desobediencia. El hijo debía respeto y obediencia perpetua al padre. A su vez, podía exigir una devoción y sumisión similares de sus hijos. En nuestra era, las relaciones entre padre e hijo se encuadran dentro de una mezcla de conocimiento científico y anacrónicas formulaciones de valor, hipócritas a menudo y seudoéticas respecto de los derechos de padres e hijos. Se podrá llegar a una justicia más perfecta en las relaciones de padres e hijos según la claridad con que definamos los problemas éticos fundamentales, tal como son afectados por el cambio en los roles actuales de padres e hijos. Dado que la reciprocidad de la justicia imperante entre padres e hijos se basa como mínimo en un contexto trigeneracional, se supone que todo aquello que ha quedado sin saldar en el curso de una generación habrá de saldarse en la siguiente. Desde el punto de vista del progenitor, parecería ser que el hijo tiene más derechos cuando su padre fue criado en un ambiente en el que recibió amor y consideración en dosis apropiada, y así se continúa la cadena. Cada generación recibe en forma proporcional a lo que recibió la generación anterior, y las expectativas planteadas a cada una de ellas se equilibran con los cuidados y solicitud que se le brindan. Una «brecha» generacional en la continuidad de las cadenas entrelazadas de servicios o expectativas de gratitud paternas puede trastrocar el equilibrio del balance de justicia entre padre e hijo. A los efectos de examinar el balance de esos libros mayores tan complicados, tendríamos que saber algo más acerca de las dimensiones esenciales de la justicia intergeneracional. Los padres actuales pueden incluso expresar mejor sus necesidades que los hijos, aunque su posición recibe menos apoyo que antes de la sociedad. Esta confiere a los padres el derecho a la posesión sexual del cónyuge, admite que esperen obtener cierto grado de lealtad de sus hijos, y les brinda un santuario legal que los protege de ciertos aspectos de la contabilización individual de responsabilidades en la lucha competitiva por el poder desencadenada en el curso de la vida cotidiana. Sin embargo, lo que a menudo se ignora o niega en forma abierta es la profunda convicción de los padres en cuanto a que tienen derecho a esperar gratitud del hijo y un rembolso siquiera parcial de los servicios que les prestaron. Los derechos de los hijos tienen un carácter más intrínseco, y los niños pequeños están aún menos capacitados para articularlos. Desde el punto de vista físico, tienen derecho a ser criados y orientados a través de pautas vitales que favorezcan su desarrollo y, en última instancia, los liberen de un exceso de obligaciones para con sus familias. La sociedad, que por un lado impide la crueldad extrema con los niños aplicando ciertas restricciones a los padres, puede también confundir a estos respecto de la prioridad de los valores éticos. La obligación ética primaria de criar al hijo hasta que llegue a la madurez por lo común no se subraya en igual medida que determinados valores secundarios, tales como el control de la libertad de las mujeres para abortar, la vergüenza provocada por las funciones sexuales, o por la sexualidad premarital y el embarazo, etc. Incluso la mayor libertad de los padres para obtener el divorcio puede considerarse una meta cuestionable, a menos que tenga su contrapeso en la investigación obligatoria de la medida en que las refriegas paternas llevarán a la explotación de los hijos. Toda propensión a subrayar valores éticos secundarios tiende más a oscurecer que a recalcar la más importante de las obligaciones humanas: la de dar todo lo necesario a un bebé desvalido sin esperar ningún retorno de beneficios, al menos por un tiempo. Este es el punto en que los padres, cuyos propios antecedentes no alentaban su confianza en la justicia del mundo, necesitarían el

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máximo de apoyo por parte de la sociedad. No puede esperarse que todos los padres superen la paradoja de darle a un hijo más de lo que ellos mismos recibieron en calidad de tales. Los hijos tienen el derecho innato a ser criados en forma responsable; la crianza no es una recompensa por méritos que hayan acumulado. Sin embargo, paradójicamente, si se lleva a sus extremos la posición privilegiada del hijo es posible que conduzca a su explotación, al crear una dependencia permanente y simbiótica respecto de sus padres. El contar en forma segura con un socio obligado, en especial si este último es un progenitor disponible con exceso, puede generar el irrefrenable deseo de no renunciar nunca a esa relación. Por añadidura, una obligación cargada de culpas para con el progenitor devoto en demasía quizá llegue a dificultar toda consideración de cambio y crecimiento. De este modo, el exceso de indulgencia puede llevar tanto a la explotación como al abuso manifiesto del hijo. Múltiples factores pueden complicar las cuentas abiertas entre padre e hijo. Un ejemplo son los nuevos matrimonios, que hacen que hijos de distintos padres deban vivir juntos. Otro factor de confusión es el inherente a los casos de adopción. Los padres adinerados, que se dan el lujo de dejar la crianza de sus hijos en manos de terceros que los sustituyan, también pueden introducir ulteriores complicaciones. Debido a que los niños pequeños deben aceptar de manera incondicional la autoridad de sus padres, es posible que ellos no tengan conciencia en absoluto de la injusticia intrínseca de ciertas acciones u omisiones paternas. Los niños no pueden tomar represalias en forma directa, aun cuando se vea injuriado su sentido de justicia, sea que ocurra en un instante o por acumulación a lo largo de su crecimiento. Con frecuencia, sólo cuando el hijo crece y se convierte en padre, descubre su profundo resentimiento por el abandono, la injusticia o la explotación de que fue objeto anteriormente. Muchos padres afirman que al darse cuenta de las injusticias que sufrieron en su infancia, y que debieron soportar durante largo tiempo, han jurado no infligirlas también a sus hijos. Sin embargo, ¿cuántos de ellos han descubierto años después que, a pesar de su resolución conciente, habían expuesto a sus hijos a injusticias similares? Siempre es difícil de cuantificar el grado en que un padre mantiene una obligación atrasada respecto de lo que por lo común serían los derechos del hijo. Los niños no son todos iguales: algunos tal vez sean físicamente débiles o enfermos de nacimiento, y necesiten mayor apoyo para sentirse seguros. La atención paterna también puede variar en forma enorme. Algunos padres pueden darse a sus hijos dentro de ciertos límites de tiempo. Pero compensan la falta de tiempo que les dedican con la cualidad de sus actitudes. Según nuestra experiencia, la calidad de la paternidad depende siempre de la medida e integridad propias de lo que el padre mismo vivió en su experiencia como niño. La contabilización multigeneracional de responsabilidades determina el balance de la nueva relación. Weiss y Weiss [90] publicaron un diálogo desarrollado entre un padre y un hijo, en el cual investigaban el rol de la obligación filial del hijo hacia los padres por el sacrificio económico que habían hecho al costearle los estudios universitarios. De acuerdo con el hijo, si no se informa a este de la existencia de ese acuerdo implícito entre padre e hijo y de su consiguiente deuda, la culpa es del progenitor por no haberlo hecho, y el hijo no tiene para con él una deuda de gratitud. El padre replica: «No, si ha sido criado mal, es porque probablemente contribuyó a ello. No olvides que en una familia todo el mundo contribuye a lograr el resultado final. El hijo educa a los padres; los padres educan al hijo; los hijos se educan el uno al otro» [90, págs. 84-85]. En otro lugar, el hijo dice: «Anteriormente implicaste que no tienes una deuda de lealtad para quienes te hacen daño dentro del grupo familiar. Estimo que esto es muy interesante a la luz de nuestra discusión del problema referido al momento en que una persona joven puede juzgar lo que las demás gentes están haciendo. Veo aquí una contradicción. La implicación era que una persona que todavía no es adulta

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no puede juzgar en su totalidad lo que tiene o no valor para él» [90, págs. 50-51], A lo que el padre responde: «por cierto, ningún hijo está realmente en condiciones de juzgar si se le hace justicia plena dentro de la familia. No obstante, hay formas de crueldad muy ostensibles que cualquiera puede juzgar... Pero, por lo común, normalmente el tipo de formación y disciplina a la que el hijo está sujeto es buena para ello» [90, pág. 51]. En este capítulo, nuestro interés trasciende los problemas del derecho a la disciplina y del poder, y destaca en mucho mayor medida a los aspectos invisibles de las obligaciones.

Derechos inherentes a los hijos Los derechos de los hijos en las familias constituyen una extremadamente importante esfera de interés, ya que los padres no se ven guiados por el mismo tipo de ética basada en la reciprocidad de méritos que rige las relaciones entre pares. Por consiguiente, los peligros de una explotación implícita, intencional de los hijos son mayores de lo que se supone. De todas maneras, ni siquiera el conocimiento de esta circunstancia afecta la motivación revanchista inconciente de padres que experimentaron durante su propia infancia más carencias y explotación de las que pueden absorber dentro de una visión equilibrada de la justicia existente en el mundo. Las siguientes son algunas de las consecuencias prácticas de estas consideraciones: 1. Nadie debe gestar una vida humana si no asume el compromiso de criar al niño hasta que llegue a la madurez. El aborto de un feto no deseado puede ser un destino mucho más generoso que el nacer sin ser deseado. 2. El hijo tiene derecho a ser criado en una atmósfera en la que recibirá la impronta del valor de la responsabilidad paterna, como un valor de la más alta prioridad. En consecuencia, tiene derecho a no verse imbuido de prioridades éticas distorsionadas, como la indebida importancia acordada al valor absoluto de la supresión o negación de los impulsos sexuales, o de la lealtad asumida en una relación sexual, en especial si estos valores están divorciados de la obligación fundamental hacia los intereses vitales de los propios hijos. 3. El hijo tiene derecho a recibir cuidados paternos, pero de manera tal que no se llegue a la sobreprotección, la permisividad excesiva o la sobreparentalización. Como signo de decadencia sutil en todo grupo humano, la explotación psicológica de los hijos puede enmascararse mediante actitudes permisivas, protectoras o seudoabnegadas (a la manera de los mártires), lo que equivaldría al abandono del hijo. La parentalización encubierta del hijo puede cobrar la apariencia de una sobredosis de protección y de cuidados. En otras palabras, el hijo tiene el' derecho y la necesidad de no ser objeto de una indulgencia excesiva. 4. El hijo tiene derecho a ser criado por adultos que se afirman en sus propios derechos y que saben lo que deben exigirle al niño, con lo cual le-proporcionan una visión estructurada de la sociedad. 5. El hijo tiene derecho a que no lo exploten por medio de una crueldad manifiesta, ni que lo conviertan en chivo emisario de una forma de venganza revanchista y desplazada contra la familia de origen del progenitor. Este tipo de explotación rara vez es intencional o conciente en los padres, salvo en casos de craso abuso sobre el hijo. 6. El hijo debe poder contar con el amor y la aceptación de la familia, sean cuales fueren los méritos que ha acumulado. Sin embargo, a la vez de cada hijo debe esperarse cierta capacidad de contribución significativa. 7. El hijo tiene derecho a que le enseñen a tratar con sus hermanos en forma justa, aprender a respetar el tabú del incesto, y estar disponible como constante fuente de recursos para los otros miembros en su lucha por la supervivencia. El crecimiento mismo plantea pesadas exigencias respecto de la justicia del orden humano. Lo que un niño recibe de progenitores responsables en sus años de formación nunca puede devolverse «en

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especie». Para enfrentar esta obligación implícita o «pecado original» del crecimiento, el individuo cuenta con una serie de opciones: a) Puede pagar la deuda a sus propios hijos, de manera tan unilateral como lo que ha recibido. Esta opción se apoya en el mito de la familia nuclear y es causa de fuertes tensiones no reconocidas. Cuando los padres se sienten obligados de manera implícita a pagar la deuda que tenían con sus padres en la persona de sus propios hijos, a la vez se ven impulsados a renunciar a todo eventual apoyo que pudieran obtener de sus familias extensas. b) El hijo puede mantener una deuda permanente para con sus padres y pagarla mediante formas patológicas de lealtad, como la incapacidad de crecer emocionalmente o separarse alguna vez de ellos. En este contexto cualquier psicopatología y falta de maduración equivale al pago de una deuda de gratitud y lealtad. c) Descubrimos que en una serie de familias la meta de la terapia consistía en balancear la asimetría de las obligaciones conflictivas. La aparente falta total de gratitud hacia los padres se trataba de contrarrestar, a menudo, con un exceso de generosidad para con los hijos. La terapia se fijó entonces como objetivo lograr un toma y daca equilibrado en la relación . con los propios hijos, junto con cierta dosis de «devolución del pago» hacia los propios padres. En muchos casos, la enfermedad que postra definitivamente a un progenitor anciano brinda la ocasión tan esperada para el pago de obligaciones y la consiguiente «liberación» emocional de las culpas en las tres generaciones. La difícil situación en que se ve una madre al experimentar el desequilibrio existente entre lo que recibió como hija y lo que ella puede dar a sus propios hijos es notablemente ilustrada por el siguiente fragmento tomado de una sesión de tratamiento familiar: Esposa: Mi padre nunca me dijo que yo era linda y mi madre nunca me quiso. [Llora]. .. Anoche me cansé de pensar cuántos besos debía darle a Tommy y a Terry... Ya sabes lo que hice... Les grité que pararan. [Llora más fuerte]... Yo les estoy dando más de lo que nunca recibí... Estoy tratando de dar algo que nunca recibí... Carlos [su marido], tú no juegas al fútbol con Tommy más a menudo de lo que tu padre jugaba contigo... No puedes comparar tu vida con la mía. [Grita:] ¡Yo nunca tuve nada, maldición) Lo único que hago, como hizo siempre mi madre, es ser un ama de casa. Cuando te preparo una buena cena caliente, recuerdo que mi madre no hacía eso por mi padre... ¿Tu madre te besaba cuando te ibas a dormir? Marido: Sí, hasta los treinta años. Esposa: Mi madre nunca lo hizo... ¡Estaba ávida de cariño!) [Pauta de progenitor no generoso.] Marido: ¡Yo me ahogaba! [Pauta de progenitor no receptivo.] La mujer tenía grandes dificultades en su matrimonio, tanto en lo tocante a su satisfacción sexual como a su posibilidad de brindarse, desde el punto de vista emocional, a un marido en esencia tímido e inhibido. Antes de emprender la terapia familiar, ella parecía atrincherada en tales dosis de desesperado resentimiento para con su madre, crónicamente enferma e internada, que consideró viable la posibilidad de suicidarse. En el curso de la terapia familiar renovó sus lazos con su padre, solitario y divorciado, y con su hermana, que vivía a seiscientos kilómetros de distancia. Asimismo, comenzó a visitar a su madre, que se encontraba alojada en una clínica para enfermos mentales a bastante distancia. Al poder cuidar mejor de su debilitada madre, pareció conseguir algo inmensamente mayor de lo que podría haber obtenido por una nueva adquisición de insight y una elaboración de su resentimiento hacia la madre.

Notas sobre la paranoia Al principio de este capítulo puntualizamos que el desarrollo de una personalidad paranoide y llena de sospechas puede basarse en un desequilibrio real en el balance del libro mayor de méritos familiares de esa persona. Desde el punto de vista subjetivo de la reciprocidad, ella puede haber sido explotada emocionalmente y de manera irreversible cuando era niña. La naturaleza de la 78

justicia humana determina que si los padres están en deuda con el niño al retrasarse en el cumplimiento de sus obligaciones, aquel acusará una tendencia a sentirse acreedor en todas sus futuras relaciones. Considerará al mundo entero como si fuera su deudor, y tratará a toda la gente de ese modo. El verdadero balance de méritos sin saldar genera la fórmula básica de desconfianza. «Como nunca tuve razón alguna para aprender a confiar en el mundo, el mundo tiene que probarme que es digno de confianza». La persona paranoide considera que el mundo entero tiene una «deuda atrasada» con ella, por así decirlo. Desde el punto de vista terapéutico, es importante evaluar la «fortaleza yoica» del paranoide. Tradicionalmente se deducía que el individuo que crece con una deficiencia de confianza básica resulta menos capaz de asumir una posición responsable (no actúa su «examen de realidad»). Por lo tanto, en la terapia individual efectuada con ese tipo de personas, el camino del insight y de la reelaboración no dota de un cúmulo de recursos confiables a su personalidad. De acuerdo con los preceptos de la teoría dinámica tradicional, son candidatos poco aptos para un psicoanálisis, y responden mejor a la psicoterapia de apoyo que a la de reconstrucción. El problema de la explotación real y auténtica constituye un importante determinante estructural en las relaciones de familia, y, en consecuencia, un camino abierto para la reestructuración terapéutica. Una persona puede distorsionar o proyectar, pero el hecho de que él o ella efectivamente haya sufrido una injusticia real trasciende su psicología o patología. Si un ser humano ha sido explotado y herido demasiado profundamente como para poder absorber sus heridas, tendrá derecho al reconocimiento terapéutico de la realidad de esas heridas y al serio examen de la disposición de los demás para reparar ese daño. Sólo mediante tal «concesión por el mundo» estará preparado para reflexionar sobre la posible injusticia de sus propias acciones para con los demás. El lector tal vez se pregunte si esta «técnica» puede remplazar de manera justificada las acostumbradas expectativas terapéuticas del autoexamen crítico. Sin embargo, el paranoide gravemente herido debe recibir una oportunidad adicional, al menos en la medida en que se reconozca el injusto balance de su justicia. En tanto que la realidad de la temprana explotación de cada miembro se afirma en el libro mayor multigeneracional de la familia, el sentido de la injusticia sufrida por parte de cada miembro en forma-individual da lugar a su programación de «distorsiones emocionales» durante su vida entera; trátase de una realidad psicológica. Una vez tratamos a un hombre que podía describirse como «patológicamente dependiente» de su esposa. Siempre atormentaba y acusaba a esta por lo que, según el hombre alegaba, era su «mala relación maternal» con sus dos hijos. La conducta del sujeto era tan extrema que desde el punto de vista del diagnóstico sólo podía rotularse de sintomatología psicóticamente paranoide. No obstante, en apariencia su locura tenía una lógica interna. Nos enteramos que de niño había sido rechazado y abandonado por sus padres. Al ser devuelto a la familia pocos años después, descubrió que había un hermano menor, aceptado en forma cálida por los padres. Poco tiempo después estos perecieron en el holocausto de la guerra y el genocidio. ¿Cómo podía culparlos sin sentirse culpable al mismo tiempo? ¿Quién escucharía su «pequeña» tragedia comparada con las tragedias más grandes de otros? Lo dejaron solo con su «cuenta no saldada» de justicia. A su vez, se veía empujado la la par que exonerado) por su sentido subjetivo de justicia a victimizar de manera injusta a otra persona (su esposa). Sin embargo, él era por completo incapaz de enfrentar la realidad objetiva de lo que hacía en esos momentos, y sinceramente esperaba que los terapeutas se pusieran de su lado.

Implicaciones terapéuticas Nuestros razonamientos sobre la justicia tendrían que poner de manifiesto cuál es la palanca más significativa a disposición del especialista en terapia familiar a lo largo de su trabajo en el contexto de las relaciones. El contexto relacional de un libro mayor de justicia constituye una dimensión más amplia y esencial que la de las negociaciones de poder o la de la apertura de las comunicaciones. 79

Mientras que algunos terapeutas se dedican básicamente a investigar, por ejemplo, las raíces emocionales e inhibiciones de los sentimientos de ira entre los miembros de la familia, nuestra lógica requiere que primero sepamos qué constituye el criterio de justicia y explotación en un contexto existencial trigeneracional. Sugerimos negociaciones activas acerca de las necesidades, sentimientos heridos y derechos de las partes. A menudo alentamos a los cónyuges a que prepararan listas de puntos pasibles de negociación, a la manera de las negociaciones efectuadas entre obreros y patronos. Sin embargo, también procuramos encuadrar esas contiendas dentro de la estructura mucho más amplia de obligaciones subyacentes, que tiende a incluir las relaciones con los miembros ausentes de la familia extensa. Para algunos lectores, tal vez nuestras investigaciones parezcan poseer una orientación en exceso jerárquica. Estamos de acuerdo en que no queremos echar al olvido la jerarquía de obligaciones de la familia. No obstante, la aseveración de que las familias no son sistemas democráticos no quiere decir que se deba propugnar la sumisión autocrática a la autoridad. La auténtica alternativa del antiautoritarismo estriba en alentar a padres e hijos para que se afirmen mutuamente como líderes o negociadores, descubriendo lo que la justicia y la ecuanimidad significan para esa familia específica. Nuestra insistencia en trabajar dentro del contexto de las relaciones de familia y alentar como respuesta un acto de reafirmación constructiva exige la delineación concreta de nuestros fundamentos terapéuticos racionales: 1. No creemos que el trabajo, aun cuando sea activo y orientado hacia la acción, tal como corresponde, pueda ser realmente productivo a menos que se lo desarrolle en el contexto de una reciprocidad equilibrada. Consideramos que el hablar de las relaciones familiares en un marco terapéutico individual, de grupo, o de tipo encuentro, por ejemplo, carece de la urgencia especifica que actúa como mayor palanca de presión en la terapia relacional de familias. El hecho de descubrir mis sentimientos ocultos y vergonzantes hacia mi padre o mi hijo ante un tercero en un contexto de total privacidad no es tan vergonzoso como hacerlo en presencia de ese mismo familiar. Incluso los especialistas en terapia familiar que practican la técnica de bombardear a la familia con tareas instrumentales diseñadas por el mismo terapeuta pueden, en nuestra opinión, descuidar lo que constituye la mayor palanca terapéutica consistente en actuar dentro del contexto de las obligaciones y el endeudamiento existencial profundo e intrínseco, etc. Nosotros preferimos esperar, de parte de los miembros de la familia, acciones que no estén enmarcadas en función del cumplimiento de tareas sino como esfuerzos realizados con el fin de alcanzar una mayor acción de palanca relacional. Aun cuando dicho esfuerzo no produzca efectos visibles, en última instancia reditúa resultados inevitables, en función del enfrentamiento del balance de obligaciones recíprocas, más que su negación. 2. Asimismo, nuestra insistencia en el marco de la acción diferencia nuestros principios racionales de los propios de una terapia que busca básicamente una comprensión de las pautas de expresión de los sentimientos o del estilo de comunicación, etc. (aun cuando esto último se haga en el contexto de las relaciones de familia). Nosotros no aceptamos como mágico el valor terapéutico de un mayor conocimiento o toma de conciencia si no se encauzan en nuevas pautas de acción valiente. Las adquisiciones cognoscitivas, incluso si las realizan varios miembros en forma paralela, no conducen a la corrección de los desequilibrios del balance relacional, a menos que se lleven al plano de la acción. La expresión de solicitud por el otro, y el reconocimiento de la solicitud que ese otro expresa, inducen cambios en el diálogo propio de la acción, en vez de sólo limitarse a aumentar el insight individual. La apertura de los temas de la justa solicitud y la gratitud se cuenta entre las tareas terapéuticas más difíciles pero a la vez más cruciales. La simple negación de la existencia de una jerarquía de obligaciones puede hacernos ver como que la persona careciera de todo tacto y

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sensibilidad hacia los sentimientos de los demás. El temor a herir a los demás y a resultar herido caracteriza a muchas familias que han abandonado la búsqueda de equidad recíproca. Una madre lleva a sus siete hijos para efectuar una evaluación de terapia familiar. Y resulta que hay tres padres diferentes, ninguno de los cuales mantiene un contacto significativo con la familia. Hay algo implícito en la situación: o bien la madre será culpada por infligir tanto dolor y privaciones a sus hijos, o, si se le ahorran heridas que podrían afectar su sensibilidad, el sentido de toda indagación será prácticamente nulo. El terapeuta debe estar dispuesto a correr el riesgo de dejar expuesta a la madre tarde o temprano, o no se lo considerará competente ni dotado de valor. Los hijos reaccionan con sentimientos de culpa y se muestran turbados y heridos cuando la madre acepta que investiguen su «falta». En ese momento puede representar una gran tranquilidad para la madre ver cómo los hijos toman conciencia de sus sentimientos de culpa y vergüenza, y adoptan una actitud protectora. Sin embargo, sin el permiso de la madre quizá los hijos no puedan expresar ninguna preocupación por su crónico estado de carencia y pérdida. Cuando los hijos obtienen el permiso de la madre para hablar, debe alentárselos a que expresen su consideración por los sentimientos de ella. A la vez, debe ayudarse a la madre a manifestar que tiene conciencia de esa consideración, etc. De la habilidad y experiencia del terapeuta dependerá la valentía y seguridad con que se atreva a penetrar en estas áreas sensibles, donde tal vez haya vergüenza, heridas y culpas escondidas. En un principio solíamos recordar a los miembros de una familia que no debían tomar a nuestro consultorio por tribunal de justicia, y que nuestra función no era determinar quién estaba en lo cierto y quién se equivocaba. Pero en estos últimos tiempos llegamos a interpretar de manera diferente el papel del especialista en terapia familiar. Ahora consideramos esencial para nuestro trabajo obtener un panorama del sentido de la justicia que cada miembro tiene dentro del orden humano imperante en esa familia, yendo incluso más allá de los límites de la familia nuclear. Por añadidura, es posible que el terapeuta sólo tenga acceso a las cadenas multigeneracionales más profundas de contabilización de méritos de la familia si también se investiga a sí mismo en relación con su propia familia. Las cuentas de reparación trasgeneracionales pueden constituir las fuerzas estructurales más importantes con las que trabajar en el tratamiento de una familia. En comparación con esas formas de vinculación a largo plazo, otras relaciones -como las sociales o de trabajo- se caracterizan por una pertenencia más breve de los miembros al grupo. La pertenencia como miembros a grupos articulados por vínculos más superficiales es pasible de sustitución, y por lo general sus manipulaciones interpersonales sólo llegan a la esfera de las realidades del poder. Se puede tratar en forma injusta a un empleado, despedirlo y remplazarlo por otro; pero el propio jefe que cometió la injusticia puede también él abandonar la firma, con lo cual el sistema no cargará con las consecuencias de una acción humana injusta. El proceso vital no permite rehuir de manera tan fácil las consecuencias de la culpa existencial en la familia. El estudio de las familias indica que el daño cometido y sufrido se mantendrá siempre registrado en términos cuantitativos en una cuenta personal del libro mayor invisible de justicia. Además, la cuenta afectará la «foja» en la que efectúa sus anotaciones la generación siguiente. Por tal razón, cualquier teoría (p. ej., la de la comunicación, la interaccional, de las motivaciones y necesidades, etc.) que pase por alto el libro mayor de méritos será insuficiente para explicar siquiera las motivaciones de un único individuo, por no hablar de las pautas multigeneracionales. La investigación terapéutica de las cuentas de méritos multigeneracionales se ve facilitada en grado sumo por la inclusión real de tres generaciones en las sesiones. Las fuertes resistencias pueden obstaculizar la iniciación de ese tipo de investigaciones de parte de todos los miembros. En los

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casos en que es posible superar esa resistencia, el ofrecimiento que haga el terapeuta, en el sentido de brindar su ayuda en lo que atañe a la relación de padres y abuelos («en bancarrota», ambivalentes o no disponibles emocionalmente), quizás se convierta en un poderoso factor de motivación. Cuando se llega a un «tablas» congelado e irremediable en la relación, se frustran todos los deseos de amor, comprensión y resarcimiento de daños de las tres generaciones. Al alentar el enfrentamiento activo entre las generaciones, el terapeuta tiene que estar preparado a correr un riesgo: el de que surjan reacciones emotivas imprevistas en todos los participantes, las cuales pueden desbaratar todo lo logrado. Al sentir de nuevo repentinos deseos de amor y experimentar sentimientos de lealtad hacia sus padres, un marido puede volverse temporariamente en contra de su esposa. Puede surgir un deseo impulsivo de cometer infidelidad, separarse o divorciarse. En otros casos, la intensidad del resentimiento hacia los ancianos padres parece ser tan grande que las penosas manifestaciones acusatorias llevan de modo inevitable, a emprender una retirada mutuamente reforzada y cargada de culpas. La relación terapéutica puede correr peligro a raíz de una tentación que surge de pronto: los miembros de la familia pueden resolver su penoso dilema asignando el rol de chivo emisario al terapeuta. De pronto, el hecho de echarle toda la culpa al terapeuta puede aparecérseles como una vía de escape que les permite evitar el peso de la culpa y las acusaciones dentro de la familia. A pesar de los aspectos desalentadores de esos resultados, por experiencia sabemos que vale la pena tratar de inducir a los miembros de la familia a que den esos pasos difíciles, siempre que el especialista en terapia familiar sea experto en el enfoque trigeneracional. Una de las grandes oportunidades que brinda dicho enfoque reside en la posibilidad de rehabilitar la imagen penosa y vergonzante que tiene el miembro de sus progenitores. Nunca vimos a nadie beneficiarse como consecuencia de una terapia en la que la persona sólo enfrenta a sus padres, y comienza y expresa su desdén u hostilidad hacia ellos. De acuerdo con nuestra experiencia, en ese juego todos salen perdedores. El enfoque multigeneracional exhorta a cada miembro a indagar en el pasado del desarrollo del progenitor. En muchos casos ello lleva a una exoneración retroactiva del progenitor, al tomar conciencia de los abrumadores obstáculos que debió enfrentar para crecer y convertirse en padre. Tal vez uno se entere entonces de que el progenitor no era «malo» por simple maldad intrínseca. Consideramos que el camino más importante que permite interrumpir la cadena multigeneracional de injusticias consiste en reparar las relaciones: no en agrandar o negar el daño cometido contra miembros específicos. En una serie de casos, la inminente muerte de un progenitor anciano abrió la posibilidad de reexaminar y balancear de nuevo la cuenta existente entre padre e hijo. Cuando el adulto maduro pudo hacer algo por su progenitor moribundo, entonces fue capaz de reestructurar su imagen de aquel. En otros casos la proximidad de la muerte del progenitor que había sobrevivido al otro contribuía a horadar el muro del resentido aislamiento, y daba cabida al duelo largamente enmascarado e inconcluso por la muerte del otro progenitor. Así, el renacer de la conciencia de cercanía se canalizaba en pautas de acción. La tarea de resolución del duelo se ubicaba en el contexto de hacer algo por el propio progenitor antes que fuera demasiado tarde. La misma muerte puede significar que se abren las oportunidades de la reestructuración terapéutica.

Otras implicaciones En síntesis, hemos aprendido que el balance multigeneracional de justicia e injusticia constituye una dimensión motivacional dinámica de las relaciones, al igual que de los individuos. Como la teoría de la motivación no es una auténtica teoría causal, necesidad y conducta nunca pueden ajustarse al simple modelo clásico de causa y efecto. La noción de una cuenta registrada de manera constante 82

aunque invisible de responsabilidad y obligaciones recíprocas, agrega una importante dimensión al concepto basado en lo individual del desarrollo de una necesidad intrínseca de amor y objetos de amor. El concepto de equidad presupone que el individuo entabla un diálogo permanente sustentado en la acción, tratando en forma responsable a los demás seres de importancia que lo rodean. También subraya la escala subjetiva ubicua, pero implícitamente cuantitativa, que todos aplicamos en forma constante (aunque inconciente) para determinar dónde estamos parados en la jerarquía de obligaciones multigeneracionales de la familia. Sería interesante buscar las razones que hacen que en la teoría dinámica tradicional se haya evitado y negado hasta tal punto la dimensión de la justicia. En parte, la razón puede residir en el miedo comúnmente experimentado a confundir los principios de equidad de la justicia con una rectitud impulsiva y vindicativa, por un lado, y seudoprincipios hipócritas por el otro. Tenemos conciencia de las limitaciones y peligros latentes en el concepto de justicia como realidad objetivable. Sabemos que la gente distorsiona el cuadro de sus relaciones de familia de acuerdo con sus propias necesidades subjetivas, intereses, prejuicios, etc. Entendemos también que algunas personas aplican el concepto de justicia para explotar a los demás, impulsadas por una cínica hipocresía. No obstante, si no se tomase en cuenta a la justicia como proceso social dinámico, nuestra comprensión de las relaciones de familia se vería reducida de modo muy serio. En el presente capítulo revisamos algunas de las razones que nos llevan a volvernos hacia la justicia como marco conceptual adecuado para el examen de las principales obligaciones culposas y vínculos de lealtad. El análisis de la justicia puede parecer extraño a una teoría clínica dinámica de las relaciones. Sin embargo, al igual que la «confianza básica», la justicia caracteriza el clima emocional de un sistema de relaciones. Ambos conceptos están más allá del dominio de la psicología individual, aunque los dos representan puntos sistémicos de convergencia de fundamentales dimensiones dinámicas individuales. Son importantes para realizar un nuevo examen de las teorías de proyección, verificación de la realidad, fijación, desplazamiento, trasferencia, cambio, fortaleza del yo y autonomía, para citar sólo unas pocas. La autonomía de un individuo no debe visualizarse de manera exclusiva dentro de los límites de la fortaleza yoica de una persona y sus fuentes de recursos intrapsíquicos. El logro de autonomía es dinámicamente antitético al de la lealtad para con la familia de origen. Los compromisos de lealtad de los miembros individuales son indicadores del libro mayor de justicia familiar: constituyen un determinante invisible e intrínseco de cadenas de acción-reacción entre los miembros de una familia a lo largo de las generaciones. Las personas que, descritas desde el punto de vista de la teoría individual de los instintos y las defensas, adolecen de un curso patológico en el desarrollo del carácter, pueden -desde nuestra perspectiva- considerarse «fijadas» a una cruzada emprendida con el fin de alcanzar la justicia que alegan. Su fórmula de justicia puede ser vaga, estar oculta incluso para ellas mismas, o planteada en forma explícita y abrupta. Individualmente, puede tildarse a esos seres de delincuentes, psicóticos, paranoides, sadomasoquistas, etc. Es posible que terminen sus días en una celda o una clínica para enfermos mentales. Su trayectoria de venganza puede llevarlos al suicidio o el asesinato. Otros individuos no logran su autonomía, abrumados por el peso de las expectativas familiares implícitas. El invisible libro mayor de méritos los obliga a hundirse en el fracaso. Tal vez algunos puedan reexaminar su situación vital en el curso de la terapia individual, pero otros se muestran resentidos por las expectativas del terapeuta en el sentido de que deben asumir la responsabilidad del cambio en su trayectoria. Este tipo de pacientes quizá sientan que una terapia de bases individuales que no vaya a lo profundo habrá de aumentar aun más su sentido de endeudamiento. No poseen la fortaleza yoica necesaria para el análisis introspectivo.

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Nuestro creciente convencimiento acerca de la importancia de las tramas de lealtad y justicia en las familias coincide con nuestra creencia de que el contexto mínimo de la terapia debe ser la unidad familiar trigeneracional. El hecho de trabajar en forma exclusiva con la familia nuclear podría llevar, en última instancia, a la implícita conversión de los padres en chivos emisarios, en los gestores de un injusto y pernicioso manejo de sus hijos. Hemos aprendido que todas las pautas nocivas de una relación familiar poseen una estructuración multigeneracional. Es mucho lo que puede aprenderse a partir de la sutil percepción de los grandes dramaturgos. Por ejemplo, el teatro griego clásico suele presentarnos tragedias familiares multigeneracionales que tienen un desenlace catastrófico para los individuos. «Ahora puedo decir una vez más que los dioses supremos miran hacia abajo, a los conflictos mortales, para reivindicar por fin el bien, ahora que veo ante mí a este hombre (dulce visión), tendido en las redes enmarañadas de la furia, para expiar el calculado daño de la mano de su padre.» Eso dice Egisto, en el Agamenón de Esquilo, acerca del marido de su amante, Clitemnestra, a quien esta dará muerte [2, pág. 95]. Somos de la opinión de que todo marco teórico debe, en última instancia, hacer un aporte programático y prescriptivo al arte de vivir. ¿Qué puede ofrecer el terapeuta como modelo propio del crecimiento y salud a las familias? La mayoría de las teorías psicopatológicas adolecen de una falta de sistemas de valores prescriptivos y de orientación. Muchos modelos de salud provienen de los esfuerzos de autores de la segunda generación por revertir los conceptos de patología, con el fin de obtener una normalidad ideal. Sin embargo, en la actualidad sería demasiado ingenuo confeccionar el modelo de salud de la psicología freudiana, por ejemplo, a partir de la simple reversión de inhibiciones sexuales o de la preocupación desmedida y cargada de culpas por las consecuencias de las propias acciones. De ninguna manera pretendemos haber ofrecido una fórmula totalizadora de salud familiar. Empero, creemos que la importancia de nuestro marco teórico trasciende el alcance de la psicoterapia. La indagación multigeneracional de las fuerzas ocultas de la lealtad familiar y los libros mayores de justicia es parte necesaria de los esfuerzos de reconstrucción que podrían liberar a las generaciones más jóvenes de mandatos invisibles de excesiva vindicación. Volver explícitos dichos vínculos mediante su enfrentamiento es lo menos que puede hacer una familia para instaurar un nuevo equilibrio en los balances desequilibrados, e «invertir» en la salud emocional de las generaciones futuras. Entonces, la lucha por la autonomía de cada individuo se verá cada vez menos obstaculizada por oscuras fuerzas de vinculación. Desde esta perspectiva, no queremos sugerir que todas las investigaciones acerca de los mecanismos de defensa intrapsíquicos inconcientes, pulsionales o instintivos, quedan desde ya invalidadas. Ni siquiera sabemos qué criterios deciden si un individuo, en el curso de su supervivencia psíquica, momento a momento, atrapado por fuerzas relacionales invisibles, es auxiliado por sus determinantes instintivos (el «ello») u obstaculizado por estos cual si fueran solapados enemigos que lo atacan por la espalda. Desearíamos concluir este capítulo con una declaración relativa a las exigencias personales que esta labor nos plantea como terapeutas. Hallamos difícil por igual encarar un auténtico enfrentamiento con dos factores: la jerarquía de las obligaciones familiares invisibles y el espectro de las fuerzas y contrafuerzas intrapsíquicas. Mientras uno ayuda a una familia a enfrentar sus propios «espectros», en la propia vida psíquica del terapeuta tiene una confrontación paralela tanto como dentro de su propia familia.

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5. Equilibrio y desequilibrio en las relaciones Disfunción relacional y patogenicidad El presente capítulo intenta formular una contrapartida sistémica multipersonal de lo que es la psicopatología en términos individuales. Los conceptos de equilibrio y desequilibrio en las relaciones implican, como mínimo, un sistema bipersonal como unidad. De acuerdo con ciertas hipótesis, la patogenicidad relacional reside en el balance, en continuo cambio, del libro mayor ético de obligaciones a largo plazo. Comienza a partir de las consideraciones de lealtad y justicia. Al subrayar los aspectos sistémicos relacionales de la patogenicidad no pretendemos desconocer la validez de la psicopatología individual o las consideraciones interaccionales normativas. Estos dos ámbitos tradicionales del conocimiento ofrecen aportes suplementarios del enfoque sistémico, relacional y profundo, de la salud y la disfunción. Tampoco pretendemos proponer otra serie de «juegos a los que juega la gente» (véase Berne [7]). Entendemos que los libros mayores éticos se encuentran en un nivel más profundo de determinación existencial que los juegos, aunque la opción de practicar estos juegos es un importante aspecto de lo que entendemos por «dependencia óntica» [12, pág. 37] entre personas interrelacionadas en forma estrecha. Las consideraciones teóricas de este capítulo son tan importantes como, en última instancia, su utilidad práctica y terapéutica. La trasformación del modelo individual en conceptos sistémicos multipersonales requiere algo más que una manipulación semántica: el concepto de equilibrio relacional no remplaza al concepto de psicología individual profunda sino que se entrelaza con él, tanto en sus aspectos experienciales como en los propios del desarrollo. Una relación equilibrada favorece el sano crecimiento individual. Los criterios de ese equilibrio son peculiares de cada relación; no excluyen el conflicto y la desilusión, o, llegado el caso, una cierta proporción de las condiciones que pueden desequilibrar una relación. El individuo también contribuye al equilibrio de sus relaciones mediante su disponibilidad, acciones y personalidad. Equilibrio y desequilibrio implican un estado cambiante de la justicia y la equidad de las relaciones. El libro mayor incluye las consecuencias del desequilibrio y los esfuerzos de los participantes por restaurar el equilibrio. La carga implícita de preocupación que tiene un progenitor respecto del matrimonio desgraciado de sus propios padres, su amargura por las consiguientes carencias tempranas que ha sufrido, su envidia de la infancia comparativamente más feliz de su esposa, su cólera por el papel que le cabe en suerte (de tener que ser el miembro racional y pacifico de la familia), etc., son todas partes de la contabilidad que tiene que saldarse por lo menos parcialmente en el curso de sus actuales relaciones. El hecho de que el resultado total final del libro mayor pueda verse desequilibrado en cualquier momento no es el determinante crucial de la salud frente a la patogenicidad de una relación. Como exige hacer un nuevo esfuerzo por llegar una vez más al equilibrio, el desequilibrio transitorio contribuye al crecimiento en las relaciones. Sólo el desequilibrio fijo e inalterable, con su consiguiente pérdida de confianza y esperanzas, deberá considerarse patógeno. Como nuestro concepto del equilibrio dinámico en el balance corresponde a los libros mayores de justicia en las familias, sus dimensiones principales incluyen el mérito, la obligación y otros aspectos éticamente significativos de las relaciones. Por consiguiente, aunque tenga importancia con respecto a la salud de los miembros individuales, el equilibrio nunca puede determinarse a partir del grado de tensión psíquica o satisfacción de un solo miembro, sin consideración por la justicia del otro u otros desde su punto de vista. En consecuencia, la patología relacional de los individuos tiene que traducirse en términos sistémicos de patogenicidad.

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Aunque destacamos que el libro mayor de méritos, en relación con la justicia, es la estructura relacional básica que exige un balance equilibrado, tenemos conciencia de muchas necesidades y aspiraciones individuales que deben, todas ellas, balancearse en dichos libros mayores. Las necesidades instintivas, de afirmación de si y seguridad que tienen los individuos son ejemplos de factores adicionales que afectan el presente balance real de los libros mayores relacionales. Aunque en lo individual no se llegue a poseer la necesaria normalidad o salud, incluso así pueden forjarse relaciones equilibradas. Por ejemplo, un individuo mentalmente retardado puede adecuarse a determinadas relaciones que resultan equilibradas tanto en lo que atañe a sus requerimientos como a los de la otra persona. Como el equilibrio significa reciprocidad, la interacción de la persona sana con la retardada requerirá una contabilidad asimétrica a fines de mantener ese equilibrio. El principio básico de justicia puede orientar a las partes para que elaboren una equidad satisfactoria en las interacciones. Lo mismo ocurre respecto de las relaciones existentes entre dos o más partes cuyo poder es desigual, siempre que exista un vinculo de apertura e integridad de la contabilidad. Las relaciones desequilibradas durante mucho tiempo entrañan una psicopatología individual de, por lo menos, uno de los participantes clave. El desequilibrio en la reciprocidad de una relación nunca es estático ni permanece estancado, y a menos que pueda restaurarse el equilibrio, genera en forma progresiva una tensión cada vez más explosiva. Aunque son difíciles de separar las implicaciones nocivas del desequilibrio de las propias de la explotación, la esencia del desequilibrio radica siempre en una cadena de procesos sociales, más que en la iniciativa o los actos de un individuo. El desequilibrio trasciende los propios hechos o faltas concientes. Por ejemplo, un sistema de relaciones basado en la negación de la reciprocidad puede mantenerse de buena fe sobre una base económica o de poder. Los padres pueden librar batalla con las sombras de su propia explotación pasada, «usando» sin saberlo las vidas de sus hijos para saldar cualquier supuesta injusticia de la infancia. La patología es un concepto médico individual. Su contrapartida, en un nivel sistémico multipersonal, debe definirse como una configuración relacional patógena. En la actualidad no contamos con un lenguaje apropiado para describir la patogenicidad familiar. Tradicionalmente, se la ha designado tan sólo por medio de las psicopatologías individuales resultantes de los miembros de la familia. Sin embargo, como especialistas en terapia familiar debemos definir una guestalt estructural, causal y descriptiva apropiada, en vez de basarnos en una mera sumatoria de patologías individuales. La empresa requerirá el uso de los conceptos de lealtad, justicia y orden del universo humano como pilares. El desorden de la guestalt sistémica de contabilización de méritos no es menos real que la patología, la psicología o la fisiología individual. Tal como lo explicamos en capítulos anteriores, el individuo integra un sistema de relaciones a raíz de sus compromisos de lealtad. Está comprometido con la familia por medio de obligaciones tanto manifiestas como invisibles, que a su vez son reguladas y equilibradas de modo permanente por las interacciones de ese miembro. Hay una tendencia universal a esperar una compensación justa por los propios aportes y a pagar una compensación justa por los beneficios recibidos; pero ciertos factores sobrecargan a los miembros de un sistema de relaciones y les impiden llevar un libro mayor de justicia equitativo. El presente capitulo describe los medios por los cuales las familias niegan o evaden su responsabilidad y, por ende, inducen la existencia de pautas relacionales patogénicas entre sus miembros. Sostenemos que el conocimiento de las propiedades del libro mayor es más importante, básicamente, que el conocimiento de las pautas manifiestas.

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La carga que significa llevar las cuentas de beneficios A la gente puede resultarle natural satisfacer obligaciones simples en el toma y daca corriente y manifiesto de sus interacciones sociales. No obstante, la responsabilidad a largo plazo por la «contabilización» de obligaciones devengadas comienza a representar una carga para el individuo, la que exige tanto una memoria ordenada como la capacidad de posponer el balance de los libros mayores. La consideración de las obligaciones devengadas de toda la familia plantea exigencias aún mayores. Cuanto más numerosa sea la familia extensa, más amplia será la gama de posibles beneficios emocionales para los miembros, pero más vasto será también el alcance de la jerarquía de obligaciones. Las raíces de las obligaciones pueden hallarse varias generaciones atrás, y estar fuera del conocimiento de los vivos. De esto se desprende que uno de los requerimientos de un sistema de relaciones familiares sano, o que promueva el crecimiento, reside en poseer reglas y criterios sobre las obligaciones y la autonomía individual permitida que sean relativamente accesibles. La claridad de las reglas que determinan el modo de llevar el libro mayor contribuye a crear una atmósfera de confianza básica en cualquier grupo social. En ausencia de tal claridad, aparecen las manipulaciones, las sospechas y el resquebrajamiento de la justicia. Sobreviene el caos, o la implantación de una autoridad rígida como defensa contra aquel.

Pautas del conflicto de lealtades en el matrimonio El conflicto de lealtades es intrínseco a cualquier tipo de vida familiar. Toda autoafirmación individual constituye un desafío para con la lealtad familiar compartida. A ella se suman más lealtades conflictivas cuando el joven adulto está listo para forjar nuevos lazos responsables con sus pares. A menudo, el matrimonio provoca enfrentamientos entre los dos sistemas de lealtad de las familias originarias, además de las exigencias que plantea a ambos cónyuges en el sentido de equilibrar el balance de su lealtad conyugal frente a las lealtades debidas a sus familias de origen. Postulamos que los determinantes relacionales más profundos del matrimonio se basan en un conflicto entre la lealtad no resuelta de cada cónyuge con la familia de origen y su lealtad hacia la familia nuclear. Llamamos «lealtad original» a la obligación no resuelta para con la familia de origen. La lealtad original no guarda proporción necesariamente con los verdaderos cuidados prodigados con amor por parte de la unidad parental. Dicha lealtad puede centrarse en una abuela o tía, en los hermanos de crianza, en una casa, ciudad, subgrupo cultural o país, e incluso en una madre enferma de manera irremediable y supuestamente incapaz de cumplir sus deberes maternales. Cuando un hombre y una mujer contemplan la idea del matrimonio, su lealtad para con la unidad familiar nuclear prevista debe alcanzar tanta importancia en profundidad como para que puedan superar sus lealtades originales. Otros componentes de su motivación y de su capacidad para equilibrar su nuevo compromiso se originan en el instinto de reproducción, que consiste tanto en la atracción heterosexual como en la lealtad mediatizada para con los hijos que han de nacer de esa unión. El afecto, o sea la capacidad de amar y ser amado, es otro factor del compromiso. Un tercero es la fantasía anhelante de crear una unidad familiar mejor que la de la familia de origen. En determinados casos esto se extiende a un sentimiento conciente de rescatar al otro o ser rescatado por el otro de una situación indeseable, nociva, vergonzosa o penosa. Otros factores de equilibrio adicionales son: el hecho de ajustarse a las expectativas de la sociedad, compartir los valores del grupo de pares que forman otras jóvenes parejas casadas, así como la dignidad de la paternidad y los derechos de familia, un sentido de seguridad, satisfacción por querer a otro y ser querido, y mutua amistad. Todos estos factores deben predominar con el fin de permitir a los cónyuges ejercer un contrapeso respecto de su vínculo de lealtad original. Sin embargo, incluso en el caso de que se dé un refuerzo

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mutuo óptimo entre dichos factores, los compromisos originarios de lealtad sólo pueden ignorarse parcial y temporariamente. Si no existe alguna forma de reconciliación o «reelaboración», estos compromisos de lealtad originales, inconcientes en su mayor parte, tienden a socavar los nuevos compromisos. El hecho de experimentar la tensión de dicho conflicto hace que mucha gente: a) rehúya el compromiso matrimonial, b) se muestre agudamente perturbada en el momento de formalizar el compromiso, c) recurra a medidas defensivas (neuróticas) de autosacrificio en un esfuerzo por salvar «éticamente» el conflicto, o d) rompa su matrimonio. Una mujer joven, ganadora de varios concursos de belleza, provocó una grave tensión a sus conservadores padres cuando se mudó a un departamento independiente y les dio a entender que tenía numerosas aventuras amorosas. Tras varios meses de existencia «rebelde», comprometió con un joven. Sin embargo, en vísperas de la boda ella decidió romper el compromiso, declarando que «no merecía» casarse. Sobre la base de su conducta, se le diagnosticó psicosis y fue internada. Al cabo de varios meses de terapia familiar, la joven fue dada de alta, tras lo cual su propia madre se convirtió en la paciente principal, aquejada de un estado de depresión que duró mucho tiempo. La hija reconoció luego su capacidad para tener una ocupación útil y para la vida en sociedad, pero siguió eligiendo compañeros del sexo masculino con los cuales siempre tenía una buena excusa para no casarse, en tanto que se mantenía a completa disposición de sus padres. En otra familia de mentalidad tradicional, ninguno de los tres hermanos -activos e insólitamente exitosos- contrajo matrimonio antes de los treinta años. Cada uno de ellos decidió casarse sólo después de oír el consejo de los padres en ese sentido. Interesa advertir que el padre les servía leche caliente en la cama a los tres hermanos, aún mucho después que hubieran cumplido los veinte años. En otra familia, con cuatro hijos de más de treinta años, sólo un hijo varón se había casado. Este hombre comenzó a padecer un estado de depresión psicótica pocos años después de contraer matrimonio. Posteriormente perdió su trabajo y, a pesar de su inteligencia y un título universitario, volvió a trabajar en la tienda paterna como empleado de despachos y conductor del camión. Su padre le pagaba un sueldo bajo, y nunca llegó a nombrarlo socio del negocio. Su esposa defendió sin éxito su lucha por la independencia y por recibir un tratamiento justo dentro de la propia familia del hombre. Cuando más adelante él se vio afectado por una dolencia, rechazó los devotos cuidados de su esposa y, hasta el fin de sus días, profesó una lealtad exclusiva hacia los miembros de su familia de origen. El sistema matrimonial puede servir de muchas maneras como depositario transitorio de la lealtad o la confianza. En épocas remotas el contrato matrimonial se basaba en convenios entre las dos familias de origen; de acuerdo con los mitos de nuestra época, debe apoyarse en la atracción sexual y el afecto entre las partes. La unión matrimonial, si bien no se funda en una relación «de sangre», está dirigida a gestar una lealtad tal mediante la generación de la prole. Idealmente, los padres también forman un sólido equipo unido por la lealtad, brindándose apoyo mutuo para lograr emanciparse en forma responsable de sus familias de origen. Sin embargo, probablemente debido a las implicaciones éticas de dependencia, las alianzas de lealtad verticales (trasgeneracionales) aunque a menudo negadas o minimizadas- tienen bases más profundas y son más fuertes que las horizontales.

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Potencialidad terapéutica del equilibrio dialéctico de las obligaciones de lealtad Todo sistema de lealtad puede caracterizarse como una contabilización ininterrumpida de obligaciones con saldos que, en forma alternativa, son positivos o negativos. Las muestras de solicitud e interés se suman al balance positivo, en tanto que toda clase de explotación va en desmedro de él. Tradicionalmente, se presupone que el equilibrio existente en el balance entre los padres y sus familias de origen es fijo. Parte de nuestros mitos dicen que la paternidad es una avenida unilateral para «dar», y la infancia para alentar una dependencia también unilateral. Cabe presuponer que el progenitor se ajustará al statu quo en relación con sus frustraciones del pasado. Sin embargo, se supone que todo aquello que pueda devolver emocionalmente, habrá de dárselo a sus hijos. Nuestro concepto de la autonomía relaciona) pinta al individuo como un ser que mantiene un diálogo modificado, aunque plenamente responsable y sensiblemente interesado, con los miembros de la familia de origen. En ese sentido, el individuo puede alcanzar la libertad necesaria para trabar relaciones plenas y por completo personales sólo en la medida en que sea capaz de responder a la devoción paterna poniendo interés de su parte, y dándose cuenta de que el hecho de recibir guarda intrínseca relación a su vez con el hecho de tener una deuda. En consecuencia, la lealtad no es sinónimo de amor o de emociones positivas, aunque la «calidez» emocional es inseparable de una sensibilidad para con la justicia de las situaciones humanas. En la terapia familiar presuponemos de entrada e investigamos en forma activa el modo en que todo progenitor tiene ocasión de efectuar un intercambio de lealtad más perfecto y dotado de mayor reciprocidad con su familia de origen. Quizás una actitud más generosa redunde en una compensación benéfica para el mismo padre, aun cuando su propia dependencia respecto de la familia de origen nunca pueda gratificarse. Para liberarse de esa deuda original y de la culpa por su falta de interés, el progenitor puede aprender a obtener una gratificación a partir de la relación que todavía mantiene (en forma cada vez más generosa) con el abuelo anciano o enfermo, como si este último fuese su propio hijo. La naturaleza de los balances de obligaciones es intrínsecamente dialéctica, por cuanto el hecho de dar más puede ser el camino para recibir más en una determinada relación. Este movimiento perpetuo, característico de la dinámica relacional, se basa de manera parcial en la relación antitética entre el poder y la obligación. Lo que en apariencia se cede en términos de una posición de poder autoafirmativa mientras se cumple una obligación para con un tercero, al mismo tiempo mejora la propia posición en términos de las cuentas de culpa. De la naturaleza dialéctica de las relaciones entre padres e hijos se desprende que cuanto mayor sea la auténtica preocupación que demuestra el padre por el crecimiento del hijo, más probable es que el progenitor obtenga satisfacción emocional, El descuido o la explotación de los hijos constituyen un falso ahorro de «inversión» de energías. Inevitablemente se vuelven contra los padres, en forma de daño narcisista y culpa, con pérdidas para todos los interesados. Aunque el sistema parento-filial de lealtad y confianza debe brindar un autorrefuerzo positivo, requiere una preparación derivada de la maestría del padre para conciliar sus obligaciones de lealtad hacia su familia de origen. El progenitor puede utilizar la capacidad de afecto innata del hijo para volver a «ponerle combustible» a sus propios suministros de confianza básica (fenómeno que describe Harlow [50] en monas madres que han sido privadas de cuidados maternos y en sus crías).

Redefinición de la autonomía del niño (dimensiones del desarrollo) La creciente autonomía del niño plantea un conflicto con el sistema vertical de lealtades. La autonomía es un concepto engañoso, a menos que se lo interprete en términos relacionares: debe abarcar la capacidad para establecer un nuevo equilibrio entre compromisos verticales y horizontales, más que el abandono de los primeros. El niño no se vuelve leal a sí mismo en un vacío. El desarrollo autónomo exige que el hijo se libere de la forma de lealtad exclusiva que lo ataba a la familia de origen y se aboque a las relaciones con sus pares y su cónyuge. Mientras 89

establecen un nuevo equilibrio entre las antiguas y las nuevas lealtades, los adolescentes parecen estar capacitados para relacionarse con la sociedad como un todo, y asimilar las ideas de progreso, ciencia, arte, etc., como sustitutos de las relaciones humanas. El concepto de Erikson [34] de una «moratoria del desarrollo» viene muy a cuento: una moratoria consiste más en una resolución postergada que en el abandono de las lealtades originales. Dicha moratoria puede ser extraordinariamente prolongada: cuando el individuo se mantiene en un estado de estancamiento relaciona) aparecen síntomas de una patología individual, y, por debajo, compromisos de lealtad vertical irresolubles e inalterables, aunque ya se los haya denunciado. En ciertos sistemas familiares cualquier movimiento en pos del logro de autonomía por parte de un niño constituye una imperdonable deslealtad. A la inversa, la incapacidad para desarrollar autonomía es deplorada en forma abierta pero valorada de manera encubierta como prueba de un compromiso de lealtad para con la familia de origen. A los efectos de sustentar un sistema relaciona) viable en cualquier familia, la creciente independencia de los hijos debe ser reequilibrada constantemente con formas más maduras de compensación de la deuda de gratitud para con los padres. La autonomía, en el sentido que nosotros le adjudicamos, no debe ser conceptualizada en términos funcionales, ejecutivos o de eficacia: una autonomía ejecutiva absoluta significaría la antítesis de la lealtad, la solicitud, el compromiso o incluso la capacidad de relación; coloca al individuo en una posición de aislamiento centrado en sí mismo. La emancipación respecto de la excesiva dependencia propia de la infancia, gira en torno del logro de los intentos que efectúa el adolescente por hacer un nuevo balance de las obligaciones de lealtad. Esto debe destacarse a raíz de la indebida importancia que los especialistas en terapia individual asignan al corte unilateral de las manifestaciones de dependencia en la etapa de individuación de los adolescentes. Es cierto que durante toda la etapa de maduración el adolescente debe aprender a descontar las obligaciones rígidamente comprometedoras de compensación por los servicios y disponibilidad de los padres. Si no hay una «liberación» de dicha obligación el adolescente no estará capacitado para liberarse él mismo y utilizar su potencial, por ejemplo en el proceso de evaluar y asumir compromisos hacia los pares y la futura pareja. Sin embargo, para alcanzar un nuevo equilibrio debe tener lugar un prolongado proceso de negociación de acuerdos entre el adolescente y sus progenitores. A menudo dicho proceso es soslayado mediante actos que, supuestamente, han de resolver en forma mágica los conflictos propios de la emancipación. La repentina separación física, o el ofrecimiento de exoneración por medio de la conducta autodestructiva del adolescente, pueden tener este significado. Actos tan precipitados oscurecen el problema real, haciendo que la lucha por la autonomía quede oculta por un tiempo para reaparecer con posterioridad, cuando resulta aún más difícil evaluar y saldar las obligaciones. Pese a que los conflictos de lealtad son significativos en el proceso de maduración y separación del adolescente, hay muchos otros problemas psicológicos de importancia. (Véase el modelo dialéctico de Stierlin en relación con un amplio espectro de problemas [84].) El medio más respetable y lógico para liberarse de las obligaciones hacia los padres es convertirse uno mismo en progenitor. Así, el joven adulto adquiere una excusa para saldar sus obligaciones hacia el hijo, en vez de las que lo atan al padre. Sin embargo, esta forma de resolución dista de ser tan afortunada como aparenta en nuestras ficciones sobre la parentalidad. El supuesto de que el joven progenitor puede compensar (por completo) la deuda a sus padres mediante los oficios que presta a la siguiente generación es incorrecto, está basado en una negación parcial y, por consiguiente, puede llevar a ulteriores conflictos.

El verdadero traidor: ítem trágico del día La persistencia rígidamente inalterable de las pautas de desequilibrio del balance propio del libro mayor de méritos familiar puede escapar a la conciencia de todos los miembros. La postergación de 90

una resolución, o del nuevo equilibrio, puede enmascararse incluso más mediante la vinculación de uno de los miembros con alguien de afuera. La investidura desproporcionada y excesiva de un cónyuge por parte de sus hijos puede dar como resultado la explosión imprevista de medidas reparatorias. Es bien sabido que el asesinato ocurre con mayor frecuencia entre las personas ligadas entre sí por lazos de parentesco o de afecto. Las aparentemente inexplicables erupciones de violencia pueden hallar su explicación en el libro mayor de méritos multigeneracional. La señora S., una joven de 23 años, recibió una puñalada fatal de su padre cuando se aprestaba a dejar la casa de los progenitores tras haber tratado de reconciliarlos después de una pelea. Se mencionó también la circunstancia de que la señora S., madre de dos niños, estaba haciendo planes para festejar su tercer aniversario de bodas. Lo que parece paradójico de esta historia es que la joven fue herida de muerte en momentos en que cumplía el papel de hija devota. ¿Acaso el ataque del padre tenía por destinataria a la madre? ¿Hubo un error, y la hija murió en forma accidental? Como el asesinato fue cometido con un puñal, es difícil que la hija recibiera la cuchillada por error, en lugar de su madre. Pero si la pelea había tenido lugar entre los padres, ¿por qué fue la hija quien recibió el castigo? Teniendo en cuenta el sentido dinámico de la parentalización, la historia no parece tan paradójica, después de todo. Los preparativos de la hija para celebrar su tercer aniversario de bodas pueden, a ojos de los padres, aparecer como una'ostentación triunfal e inmerecida del hecho de haberlos abandonado. Por supuesto, todo progenitor tendría que sentirse feliz cuando un hijo se adapta de manera favorable. Sin embargo, si para esos padres la hija era la personificación del propio progenitor, y con quien sostenían lazos de dependencia a la vez que se sentían abandonados por ella, entonces podrían culpar inconcientemente a la hija, tomándola por «reo». Las constantes discusiones de los padres podrían, así, tener determinantes múltiples. Uno de ellos podría ser el deseo de recuperar la perdida fuente de dependencia. Sus continuas peleas asegurarían la permanente intervención de la hija, quien demostraba así su inquietud por los padres. Si se recurría a la hija en forma reiterada para resolver el interminable conflicto de los padres, el hecho de recordar a ellos su propia y exitosa relación matrimonial tocaría su esencia dependiente, convirtiendo a la hija parentalizada en culpable implícita. Observada bajo esta óptica la circunstancia de que el padre apuñalara a su hija sería una consecuencia natural de la desesperada avidez de parentalización de ambos padres, reforzada por el derecho -profundamente sentido de restaurar la justicia afrentada. La discusión de los padres podría haber sido exteriorizada sobre la hija a partir de la propia imagen de sus progenitores, y desplazada de manera secundaria sobre cada uno de ellos. En el calor de la discusión, tal vez el desplazamiento secundario se haya derrumbado en el padre. La forma implícita de compartir la «justicia» de los dos progenitores puede haber extinguido la culpa del padre por el asesinato.

Consideración filial, lealtad y fortaleza yoica ¿Cuál es el lugar que ocupa, en la teoría de las relaciones, lo que en el marco individual se describe como fortaleza yoica? ¿La reafirmación de la individualidad entra en conflicto con la consideración de las obligaciones determinadas por la lealtad, o pueden ambas reforzarse mutuamente? Las relaciones disfuncionales, en especial las configuraciones de lealtad perniciosas, no brindan apoyo al individuo sino que, más bien, lo explotan. De acuerdo con el tiempo y la configuración total de la relación, la deficiencia cualitativa en una relación entre padres e hijo puede ser tan dañina como la temprana pérdida de los padres. En general se acepta que la muerte y otras formas de carencia temprana disminuyen en los hijos los recursos de autoestima y competencia funcional en años posteriores. Naturalmente, hay cabida para

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la reparación de las pérdidas, sea por medio de las reservas innatas del hijo o mediante influencias compensatorias en sus otras relaciones formativas. Circunstancias afortunadas pueden ayudar al individuo a salvar la brecha de confianza y dependencia, y desbaratar los efectos de lo que podría convertirse en una congoja patológica y mutiladora (por ejemplo, el hecho de que el hijo se culpe por la muerte del progenitor). El hijo que en realidad tiene una baja estima por su padre es probable que salga peor parado que el que pierde a uno amado y respetado. El progenitor expoliador, manipulador de modo injusto y quebrado en sus relaciones coloca sobre el hijo una carga implícita que lo lleva a tratar de restaurar la imagen paterna antes que ese hijo pueda lograr justicia en el trato reciproco. Tal vez, el obstáculo más pesado en la hoja personal de balance de méritos sea el desprecio por los propios padres. Al tener que ser leal frente a una situación de poca estima por un progenitor, el individuo experimenta un continuo agotamiento de sus reservas de confianza. En muchos casos trágicos, los hijos protestan por el menosprecio de sus padres sin ser oídos o siquiera advertidos. La lealtad del hijo parece malgastarse sin recibir confirmación. Por ende, los conflictos de lealtad son obstáculos más vitales y arraigados de manera profunda para el individuo que los de comunicación. Atrapado en una situación unilateral de lealtad, uno tiende a escapar mediante la negación, los actos rebeldes de deslealtad o la elección de una víctima propiciatoria en otra forma de relación, como el matrimonio, por ejemplo. Por medio de esas soluciones indirectas, la persona se ve implicada en una falta de autenticidad más profunda, que puede incluso socavar su integridad. En un matrimonio proyectivamente acusatorio, uno está desgarrado entre la creciente culpa por la destrucción y la decreciente esperanza de una resolución valedera del conflicto original.

Implicaciones de lealtad en la muerte del progenitor de un adulto La muerte de un progenitor pone fin a la posibilidad de hacer un. ulterior balance de las obligaciones. En el sentido de que no hay más posibilidades (y de ahí, obligación) de volver a equilibrar el balance mediante la acción directa; aparentemente, la muerte, parece traer alivio. Sin embargo, ella también puede agravar el sufrimiento propio, cancelando toda esperanza de indultar obligaciones cargadas de culpa hacia el progenitor muerto. En dos casos en que sendas mujeres habían declarado tener en baja estima a sus madres, por ver en ellas personalidades excluyentes, expoliadoras y negativas, la muerte de las madres produjo resultados distintos: En la única sesión en la que fueron vinculados sus padres, la señora A. -madre de tres niños- atacó a su madre haciéndola el blanco de sus acusaciones y de su cólera vindicativa. La mujer señaló cuán profundamente herida se había sentido cuando su madre no la había invitado (a ella y a sus hijos) a pasar en su compañía un día de feriado religioso mientras su marido estaba fuera de la ciudad. En medio de su descarga emocional, la señora A. apenas si pudo escuchar los argumentos que esgrimía la madre en autodefensa. La madre murió unos meses después en forma inesperada. Sin embargo, diez días antes del fallecimiento la señora A. y su madre sostuvieron lo que la primera de ellas describió como la única buena conversación que ambas tuvieron jamás. Tras el fallecimiento, la mujer asoció su ira y frustración al hecho de que el destino no le había permitido mejorar la relación con su madre, y aun consideró seriamente la posibilidad de entablarle juicio al médico de la madre, por negligencia. El duelo hizo que la señora A. imprimiera una nueva dirección a su desdeñoso resentimiento. En vez de culparla a la madre, ahora atacaba a otros: su padre, su hermano, marido, hijos y a los terapeutas. Buscando el único consuelo que estaba a su alcance, programó visitar al único pariente

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vivo que quedaba de su madre, un anciano de 78 años. Ella esperaba descubrir, por ese intermedio, circunstancias que podrían explicar y exonerar las supuestas fallas de la madre. En la medida en que la culpa pudiera rastrearse en situaciones preexistentes, la señora A. podría absolver a su madre de parte de la culpa y la vergüenza. Asimismo, ella jugaba en forma continua con la posibilidad de buscar un chivo emisario en la terapeuta. La señora B. alentaba sentimientos bastante similares hacia su propia madre, y se mostró profundamente pesimista en torno del proyecto de mejorar jamás sus relaciones. En el curso de la terapia familiar descubrió que su madre estaba enferma de manera fatal. En tanto que dicha circunstancia limitaba el margen de tiempo que podría permitir cualquier mejoría de la relación, la inminente pérdida actuaba de estimulo para reelaborar las oportunidades aún existentes. Cuando la madre desarrolló una mayor dependencia física hacia ella, la señora B. pudo trasformar su actitud hacia la progenitora, pasando del anterior desprecio y resentimiento al amor, la reversión de la dependencia y el respeto. La muerte se produjo como una forma de alivio aceptable, que permitió a la señora B. afirmar: «Perdí a mi madre, pero he ganado una madre».

La huida como forma de eludir el enfrentamiento con el libro mayor Un método difundido para evitar tener que hacer el pesado balance de las obligaciones se manifiesta en la creación de un clima o de «reglas del juego» bajo las cuales las obligaciones personales se tornan oscuras, desconcertantes y finalmente indiscernibles. El repudio Compartimos la opinión de que la crisis de la familia contemporánea y de la sociedad como un todo guarda relación con una tendencia hacia la desmentida connivente de las lealtades invisibles, las responsabilidades intrínsecas y su sentido ético subyacente. En tanto que en el plano individual la desmentida puede definirse en términos psicológicos, la hecha en connivencia no permite postular una alineación paralela simultánea de desmentidas individuales en todos los miembros. Nuestro interés por los problemas éticos no implica una preocupación por los valores ético-religiosos del individuo y sus actitudes, sino más bien por la justicia social de las relaciones. La justicia, como estructura de expectativas normativas colectivas, forma el contexto de las relaciones. Kelsen afirma: «Es importante distinguir, con la mayor claridad posible, entre la obligación en el sentido normativo del término y el hecho de que el individuo tiene la idea de una norma como obligación; de que esa idea ejerce cierta influencia motivadora en él, y, finalmente, lleva a una conducta de conformidad con la norma» [57, pág. 191]. En otras palabras, el individuo está inserto en un contexto social de obligaciones, lo reconozca o no. Las expectativas normativas de su universo humano forman el elemento crucial en el funcionamiento normal o patológico de la persona. El concepto de la justicia objetiva del mundo relacional de un individuo puede aplicarse a la sociedad como sistema ético. Los ideales reduccionistas de nuestra democracia occidental pueden equiparar a una sociedad libre con la suma total de las motivaciones competitivas y autoafirmativas de todos sus miembros; sin embargo, resulta obvio que es inadecuado presuponer que, por ejemplo, la dinámica de la sociedad norteamericana consiste en las inclinaciones aleatorias por el poder, competitivas, agresivas y autoafirmativas, de ciudadanos y de grupos. Dicha concepción equivale a negar los pautamientos básicos de las relaciones. Toda nación es medida, y se mide a sí misma, por la justicia y equidad de sus afanes. La nación explotada, aunque económica y políticamente salga perdedora, puede hacerse más fuerte por la realidad existencial de su justicia. Muchas grandes potencias, empeñadas en una exitosa explotación en el curso de la historia, sucumbieron no sólo ante enemigos externos sino ante desafíos internos planteados en relación con la justicia de sus propósitos y acciones.

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Muchas grandes religiones y movimientos revolucionarios comenzaron a partir del ideal de ayudar a los explotados y menesterosos. Esos movimientos se convirtieron de modo gradual en organizaciones exitosas, poderosas y ricas. En forma concomitante, produjeron anomia, es decir, falta de normas; la lealtad y el compromiso con la acción de los miembros individuales se tornaron cada vez más confusos debido a la existencia de obligaciones más jerárquicas que éticas, y crearon a la postre un vacío de valores. Los sistemas familiares, en medida aún mayor que culturas o sociedades enteras, poseen su propia contabilidad intergeneracional de méritos. La cadena intergeneracional puede llevar a una acumulación progresiva de culpa y endeudamiento, o a la paulatina exoneración. Las historias multigeneracionales de las familias muestran una periódica oscilación entre el aumento y la disminución gradual de la vitalidad. El individuo que nace en una fase cargada de culpas puede verse en situación de desventaja. El peso de las expectativas intrínsecas de hacer un nuevo balance del endeudamiento trasgeneracional puede inducirlo a huir negando su contexto humano, para vivir una vida de «exilio» respecto de la familia. ¿Cuáles son los mecanismos de progresivo atiborramiento de la hoja de balance para toda una familia? Como los problemas de equidad, justicia y lealtad nunca pueden resolverse de manera plena, en ocasiones todos debemos recurrir a la evitación defensiva y la negación de la reciprocidad. Sin embargo, en algunas familias estos mecanismos defensivos se convierten en medios casi exclusivos de enfrentar los conflictos de lealtad. El crecimiento y la individuación se tornan casi imposibles en el contexto de relaciones que llegan a atar hasta tal punto. (Se enumeran algunas pautas de adaptación patógenas en las primeras obras sobre investigaciones de la familia en los casos de esquizofrenia [19, pág. 44]_) Los miembros de la familia pueden cultivar en forma mutua el desconcierto y la caótica falta de sentido con el fin de perpetuar su vinculo simbiótico, como si estuvieran obligados a no concluir nunca ninguna tarea ni dar por cerrada ninguna cuestión significativa. Las familias pueden entrar en connivencia para impedir que desaparezca algún tipo de aflicción, y por ese medio resistir de manera conjunta todo cambio o crecimiento emocional de cualquiera- de sus miembros [14]. Además, pueden insistir en las cuestiones materiales, el éxito, el rendimiento escolar, etc., en forma repetitiva y poco productiva, en un esfuerzo por evitar la resolución de las obligaciones de lealtad. Los hijos adoptivos son víctimas de una mistificación inevitable cuando crecen. El acto de dar un niño en adopción, el secreto con que la mayor parte de los organismos a cargo de la adopción manejan los datos sobre los padres biológicos y la necesidad de proteger a la familia adoptiva tienen las características propias de una desmentida. En parte por ese velo de negación, para muchos hijos adoptivos es casi imposible resolver su conflicto de lealtades respecto de la pareja de padres que les dé algo de manera más auténtica y, por consiguiente, merezcan su devoción. Si se ponen de parte de una de las parejas de progenitores, tienen que ser desleales hacia la otra, a menudo sin conocer los criterios y medida de su endeudamiento comparativo. En tanto que es racional presuponer que la temprana adopción puede crear una situación psicológicamente igual a la de la parentalización natural, un detenido estudio de las familias adoptivas demuestra que la situación es más compleja. Cuando los hijos descubren que han sido adoptados, comienza a crecer en ellos la curiosidad por las razones que llevaron a sus padres naturales a abandonarlos. ¿Cómo confiar en ningún padre adoptivo, si no pueden confiar en sus padres naturales? Por añadidura, la paternidad biológica no puede disociarse de una devoción profunda, aun cuando sea conflictuada. De acuerdo con las fantasías del hijo acerca de los misterios del embarazo, el nacimiento y otros tempranos oficios biológicos de los padres naturales, los padres adoptivos pueden aparecer como seres que usurpan en forma indebida derechos y títulos exclusivos. El hijo adoptivo tiende a desarrollar un mito acerca de los padres reales, que parecen

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«malos» por el hecho de haber abandonado a su pequeño hijo. Este puede creer que se vieron obligados a ello contra sus propias inclinaciones afectivas. En ese mito, impulsado por la expresión de deseos, los padres naturales pueden convertirse en personas intrínsecamente buenas, con quienes el hijo puede sostener singulares y misteriosos vínculos de lealtad. De esta manera, los lazos de sangre pueden ser más fuertes, aunque el hijo nunca haya conocido a sus padres reales. Tal vez el hijo adoptivo tenga que pasarse toda la vida aprendiendo a balancear el mito de la superioridad de los lazos de sangre con la realidad de las obligaciones contraídas hacia los padres adoptivos. Por su parte, estos últimos tienen que resolver la ambigüedad existente entre la certidumbre inicial que alentaban acerca de sus derechos y compromisos parentales, por un lado, y el hecho de no haber proporcionado los correspondientes oficios biológicos, por el otro. Además, si también hay hijos naturales en la familia, finalmente todo el mundo siente la diferencia que implican los lazos de sangre. A pesar de tener las mejores intenciones, los padres adoptivos tendrán que basar su devoción paterna al menos en una negación parcial de los hechos.

Formas del estancamiento relacional El concepto de estancamiento relacional connota una patogenicidad a través de una pauta de vida inanimada. Está determinado por criterios tanto internos como externos a la psicología de los individuos participantes. Así, debe diferenciarse, por ejemplo, de la manera en que el individuo rehúye la realidad de una relación debido a su propia patología. Las interacciones relacionales siguen siendo un libro mayor dinámicamente programado, pero sus opciones se limitan de modo rígido a una pauta de estancamiento. Los especialistas en terapia familiar se interesan por el significado práctico del estancamiento relacional: ¿de qué manera se lo descubre, y qué puede hacerse al respecto? Tal como ocurre con los demás fenómenos descritos en este capítulo, el estancamiento relacional debe definirse primero en un nivel sistémico multipersonal, y traducirse después en sus manifestaciones individuales. Los sistemas familiares no poseen las mismas dimensiones de desarrollo que los individuales. El individuo tiene un tiempo de vida finito, que va del nacimiento a la muerte, avanzando a través de fases identificables. El sistema familiar, si se lo define como algo más amplio que la familia nuclear, posee una existencia infinita. Las familias nucleares se desintegran, y las nuevas generaciones agregan nombres y raíces familiares al árbol genealógico. Sin embargo, el sistema emocional de la familia de mi hermano se empalma con el de mi propia familia nuclear, aun cuando -por ejemplo- no nos hayamos visto durante casi dos décadas y nuestros hijos no se conozcan. En la medida en que representamos dos polos de una posición relacional, alguien en su familia es pasible de asimilarse a mi posición, y viceversa. Por añadidura, tanto el sistema familiar de mi hermano como el de mi familia nuclear se vinculan en forma significativa con nuestra familia de origen. Por otra parte, ese sistema deriva de ambas familias de origen de nuestros padres, etc. En consecuencia, la continuidad de los libros mayores de los sistemas multipersonales es atemporal. El principal objetivo de las familias es la crianza de los hijos; un sistema familiar puede considerarse vivo, sano y en proceso de crecimiento en la medida en que cumple esa meta, o estancado, desde el punto de vista del desarrollo, si no cumple esa función tan importante. La detención del proceso de crecimiento relacional en una familia puede abarcar desde el abierto triunfo de la posesión simbiótica, por ejemplo de un hijo esquizofrénico, a variadas formas de seudoindividuación. Uno de los extremos de lealtad patógena es el que Bowen describe en forma gráfica con la expresión «masa yoica familiar indiferenciada» [21, pág. 219]. En otro nivel, el acting

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out sustitutivo de los impulsos de uno de los progenitores [56] puede interpretarse como una interrupción de la individuación a raíz de obligaciones de lealtad filial inconcientes. Hoy en día se acostumbra describir una de las condiciones del hombre moderno con el nombre de alienación. Vivimos en una era en que se asigna extrema importancia a la necesidad de mostrarse «vinculado», «abierto», o de aprender a estar «conectado». Sin embargo, desde los tiempos de Durkheim [32], la anomia no ha hecho más que aumentar en nuestra civilización. La decadencia de la religión trascendental y de otros valores culturales, así como la de la familia extensa tradicional, llevaron al debilitamiento del apoyo ético recibido por el individuo. La «explosión de información» que derraman los medios de comunicación ha incrementado, al mismo tiempo, la necesidad de ingerir e integrar los datos sobre los que se basa la toma de decisiones. Hemos avanzado un largo trecho desde la era del «hombre autodirigido» [75]. El rápido incremento de las actividades de grupos de encuentro y sensibilización surge en parte de la esperanza de que, siempre que sus miembros estén lo bastante «abiertos», los grupos que se reúnen en forma incidental puedan crear un sentido de relación significativa, incluso cuando el individuo haya perdido su sentido de pertenencia existencial al mundo de sus orígenes y su familia nuclear. Sin embargo, tal vez estos métodos no puedan arrancar al individuo de su estancamiento relacional. Marcuse subraya el hecho de que el individuo está abrumado hoy por la «cultura de masas» con su «racionalidad tecnológica». Destaca este autor la necesidad de soledad, «la misma condición que sustentó al individuo en contra, y más allá, de su sociedad» [64, pág. 71]. En nuestra opinión, sin enfrentar y trabajar en pos de la resolución de sus obligaciones relacionales, el hombre moderno no tendrá ocasión de mejorar su condición existencial y, en el mejor de los casos, estará condenado al estancamiento. Sigue siendo un hecho el que, a pesar de nuestros grandes adelantos en el campo de la racionalidad científica y el pragmatismo de la conducta, nuestros nuevos valores no pueden remplazar a la injusticia y el desequilibrio en el balance de méritos como estructuración social y fuerzas motivacionales más significativas de la existencia.

El fracaso manifiesto (¿deslealtad hacia uno mismo?) Un hijo puede fracasar en todas sus relaciones sociales externas y hacerlo, paradójicamente, para salvaguardar su leal adhesión a la familia. Todo el espectro de la nosologia psiquiátrica individual ejemplifica la gama total de categorías posibles de dicho fracaso: psicosis, fobia a la escuela, fallas de aprendizaje, delincuencia, etc. A cambio de su lealtad familiar profunda, se permite a la prole simbiótica y esquizofrénica, consagrada a perpetuidad a la familia, que se muestre con frecuencia irrespetuosa y ofensiva con los progenitores. La persona que se casa con un ser física, social o intelectualmente inferior tal vez concierte, sin saberlo, un intrincado acuerdo entre el fracaso personal y el logro sacrificado. Al principio, la deslealtad que se le imputa por haber abandonado a la familia nuclear se ve contrapesada por la carga autoinfligida y la sacrificada generosidad para con la pareja impedida. Sin embargo, hemos trabajado con mujeres que, a modo de desafío, se casaron con hombres psicóticos o físicamente impedidos sólo para descubrir la fuerza de sus compromisos de lealtad no resueltos con su familia de origen muchos años después. Su autojustificación moral, surgida del autosacrificio (a la manera de un mártir), las hunde en una frustrada ambivalencia. A medida que otras motivaciones de reafirmación de si mismo comienzan a introducirse en su matrimonio, su sacrificio puede perder todo efecto; el balance interno de méritos se inclina en dirección de la culpa, por la deslealtad hacia las propias familias de origen. Antes la deslealtad estaba enmascarada por una sacrificada devoción;

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ahora puede establecerse un nuevo balance mediante la frustrante hostilidad y el cruel rechazo del cónyuge. Los actos delictivos reales o supuestos cometidos por la prole pueden servir para unir a padres enemistados, y de ese modo desviar la atención de su mutua tendencia a la destrucción. A menudo la clave del tratamiento familiar de jóvenes abiertamente rebeldes consiste en hacer aflorar las formas en que se mantienen consagrados a sus padres. El entrelazamiento de pautas de relación rebeldes en la superficie, aunque leales de modo profundo, siempre tiene una compleja estructuración multigeneracional. Un sistema trigeneracional de exoneración se puso de manifiesto en una familia en la que la rebelión adolescente del padre y el abandono de la tradición religiosa de la familia se veían aumentados por la conducta y los planes matrimoniales de sus dos hijas con hombres de distinta raza y religión. Fue debido a la «deslealtad» de las hijas que el padre comenzó a enfrentar sus propios conflictos de lealtad no resueltos con los padres.

El fracaso sexual como conflicto de lealtades encubierto y sin resolver Las peleas continuas e ininterrumpidas entre marido y mujer, además de ser resultantes de las motivaciones personales de cada cónyuge, por lo común están determinadas por las reglas fundadas en la lealtad del sistema de realimentación «homeostática» de la díada matrimonial. Al rechazarse mutuamente y rechazar el matrimonio, los cónyuges que pelean demuestran, sin saberlo, su lealtad incólume hacia sus familias de origen. La impotencia, la frigidez y la eyaculación precoz pueden equivaler, todas ellas, a actitudes encubiertas de deslealtad hacia el cónyuge, para subrayar la lealtad invisible hacia la familia de origen. A menudo puede demostrarse que ciertos problemas manifiestos en las relaciones heterosexuales giran en torno de lealtades ocultas hacia los propios padres. En los siguientes casos, la culpa no resuelta por la deslealtad hacia uno de los progenitores es la base de la elección autoderrotista de pareja, inconcientemente determinada, o de fallas en el funcionamiento sexual. La señorita C., una joven de color, fue a ver a su terapeuta individual a raíz de una emergencia. Se había cortado ambas muñecas, aunque no en forma profunda, debido a su inminente separación de Joe, un joven blanco que planeaba dejar la ciudad para ingresar a la facultad de medicina. La muchacha sostuvo estar sola por completo, ya que su única relación era la que había sostenido con Joe, con quien tenía esperanzas de casarse. Sin embargo, la señorita C. indicó que se había encontrado en situaciones similares con una serie de hombres jóvenes, incluyendo al padre de su hija de tres años. Cuando el consultor familiar preguntó si sería posible incluir a la madre con el fin de investigar esa relación, la joven se negó. Sostuvo que no tenía ningún trato con la- madre. Todo cuanto su progenitora diría era que lamentaba que «la vida de su hija volviera a estar embrollada». No obstante, nos dio otro indicio de lo que pasaba: la madre había estado celosa de sus relaciones con todos sus novios. El especialista en terapia familiar sugirió que la señorita C. estaba más vinculada con su madre de lo que ella admitía. Tal vez estaba empeñada en una guerra fría contra aquella, tratando de herirla por intermedio de todos sus novios. En ese punto, en un tono de voz asombrosamente espontáneo, la señorita C. recordó un sueño reciente en el cual se sentía muy enojada con su madre por prestar esta más atención a una amiga suya que a la señortia C. Agregó que había sentido exactamente el

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mismo tipo de cólera contra la madre, en el sueño, que contra Joe cuando este mencionó por primera vez a su nueva novia. La autoderrotista trayectoria romántica de esta mujer puede conectarse fácilmente con maniobras repetitivas de celos, dirigidas a renunciar a su profunda lealtad hacia la madre. En tanto que lograba poner celosa a la madre con todos sus novios, la elección autodestructiva de amigos ayudaba a contrapesar sus obligaciones de lealtad, cargadas de culpa. Las amistades llevaban en sí su propio castigo. La señora D. asistió a una sesión de evaluación en el curso de la terapia familiar debido a un serio problema conyugal. Durante varios años se había mostrado desinteresada en lo sexual, y había pensado abandonar al marido, aunque sostenía no tener relaciones con ningún otro hombre. Con anterioridad había sido remitida para tratamiento psiquiátrico debido a una «ulceración en el bajo abdomen». Ella casi se mostró divertida cuando recordó que durante un tiempo había ocultado su embarazo, e incluso su casamiento, a sus padres. Agregó que, desde el comienzo de su matrimonio, siempre que su madre estaba en la casa le resultaba imposible tener relaciones sexuales con su marido. La frigidez sexual era la primera defensa de esta mujer, por su culpa a raíz de la deslealtad que había cometido respecto de sus padres, y sus intentos de separarse eran la segunda. La señora E., una mujer de 38 años, se estaba recobrando de una reciente histerectomía. En presencia de su hija de 20 años, le dijo al terapeuta que no le había preocupado el hecho de perder su funcionamiento sexual. Describió un reciente sueño sexual como prueba de que todo andaba bien. La hija añadió que ella había tenido experiencias similares tanto en los sueños como con otros hombres; sin embargo, siempre había sido frígida con su marido. Añadió que tenía que estarle agradecida a la madre por haberle proporcionado un «buen equipo». Durante todo el examen de sus relaciones, la hija pareció acusar una fuerte dependencia respecto de la madre. El aspecto negativo de su mutua ambivalencia se contrapesaba mediante su compartida desvalorización de los hombres y el sacrificio que había hecho la hija de su matrimonio, supuestamente insalvable. Su incapacidad para comprometerse con el matrimonio era un acto de devoción inconciente hacia su madre. El hijo de padres que pelean en forma constante puede sentirse herido, rechazado, sobrestimulado o deprimido. No obstante, en el nivel de compromiso relacional, el hijo tiende a sentirse obligado a salvar a los padres y su matrimonio de la amenaza de destrucción. La hija de un matrimonio que siempre discutía estuvo presente en las sesiones de terapia familiar sólo durante las vacaciones, ya que asistía a la universidad fuera de la ciudad. Cuando se le preguntó por su vida social en la universidad, activa aunque bastante incoherente, dijo que era incapaz de consagrarse a una amistad o salir con muchachos porque siempre pensaba en sus padres. Como ya no estaba cerca para ayudar o proteger a sus progenitores, le preocupaba la posibilidad de que se divorciaran o de que su salud corriera un grave riesgo.

Congelación del sí-mismo Otra forma de estancamiento relacional es la congelación inconciente del sí-mismo interior y una incapacidad de compromiso con alguien en una relación íntima. Aunque esta forma de estancamiento hace referencia a un sí-mismo individual, sus determinantes se ubican en un libro mayor trigeneracional de justicia. Lo que sucedió en una generación se salda mediante determinados hechos en el curso de dos o más generaciones siguientes. La lealtad a la familia interiorizada de origen excluye cualquier compromiso personal más profundo. Sin embargo, una pauta de desempeño funcional productivo puede crear la apariencia de compromiso y capacidad de respuesta:

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Un padre de tres hijos, en una familia en apariencia separada pero atrincherada de manera simbiótica, había perdido a los 16 años a sus dos progenitores en un accidente automovilístico. Por ser hijo único, perdió así a toda su familia nuclear. Respondió a la pérdida con un acatamiento externo hacia la persona de una tía materna que lo llevó a vivir con ella. Nunca pudo liberarse de irracionales sentimientos de culpa; por obra de una suerte de amnesia, a menudo se preguntaba (ya que él también estaba en el auto) si no había sido de algún modo responsable del accidente. ¿Tratábase realmente de una culpa «psicológica» o era expresión de un balance fáctico negativo de sus obligaciones? Nunca más podría saldar su deuda para con los padres, y era doblemente culpable por sobrevivir. Estaba tan congelado en su interior que a pesar de ser un marido y padre que atendía en forma responsable las necesidades de su familia, no podía sostener un compromiso emocional con su esposa e hijos sin experimentar la sensación de haber traicionado y sido desleal a sus padres muertos. Irónicamente, la esposa recordó que se había casado con ese hombre por su capacidad de «devoción perruna». La congelación interna y el estancamiento relacional pueden parecer, a ojos de algunos, expresiones de estabilidad y confiabilidad. Muchas mujeres frígidas parecen ser cautivas de obligaciones ambivalentes hacia su anciana madre, tal como lo ilustra el caso de una familia remitida al consultorio a causa de dos hijos adolescentes fóbicos a la escuela: Su madre, la señora A., una mujer activa en lo profesional, había establecido una vinculación endeble con su marido, hombre reflexivo pero falto de iniciativa. La mujer rechazaba sus pedidos en muchas esferas de responsabilidad hogareña: la casa estaba descuidada, la comida era preparada con apatía, etc. Ella informó sobre su frigidez prácticamente total durante el matrimonio. A la vez, se sentía obligada a invitar a su madre a su casa casi todas las noches. Paradójicamente, la señora A. sostuvo haberse vuelto indiferente a las exigencias de la madre, ya que había reelaborado sus obligaciones durante varios años de psicoterapia individual. Sin embargo, cuando se le pidió que describiese sus actuales relaciones con la progenitora, rompió a llorar. Durante el segundo año de terapia familiar, la señora A. consintió en invitar tanto a su madre como a su hermana casada a una sesión especial a la que su marido e hijos no asistieron. Nos enteramos de que la abuela había llegado al país a los diecisiete años, se había casado con su primo hermano, y había vivido una vida que, según pensaba, era de continuo sacrificio y dedicación. Ella y el marido administraban un pequeño negocio y criaron a dos hijas. Después de perder al marido, la mujer vivió un tiempo con cada una de las dos hijas, por turnos, pero el acuerdo no funcionó. Durante los últimos años había vivido sola en un departamento, y tenía un trabajo de jornada completa. La terapia familiar había revelado el dilema insoluble que carcomía a la señora A.: cómo complacer a su madre, ese ser frustrado, sin amigos, solitario y abnegado. Sabía que si necesitaba ayuda podía acudir a la madre en forma incondicional, quien estaría contenta de prestarle todo servicio que necesitara. Por otra parte, la señora A. nunca pudo librarse de un sentido de obligación cargada de culpas hacia su madre. Ella sentía que tendría que estar capacitada para dar algo más de sí a su marido y sus dos hijos; sin embargo, siempre que hacía planes para pasar algún tiempo con ellos, comenzaba a sentirse culpable por el hecho de dejar afuera a la madre. Cuando la señora A. pudo superar su renuencia y su sentido de desesperanza, invitó a la madre y a la hermana a una sesión especial; ahora estaba lista para sostener un enfrentamiento triádico con el sistema de lealtad de su familia. Los siguientes son extractos de afirmaciones representativas efectuadas por las tres mujeres en esta sesión especial: «Hermana: Quería venir a Nueva York, pero me inquietaba la idea de que mamá estuviera aquí. No quería que mi hermana la hiriera... Tenía miedo de formular graves acusaciones contra mi hermana. En nuestra relación hay una espina, el modo en que tú [la señora A.] tratas a nuestra madre». [...]

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«Madre: Nuestra relación se acabó. Ya no me preocupa más. Melitta [la señora A.] no tiene tiempo para mí, aunque también puedo sentirme fuera de lugar con mi otra hija. Estoy contenta de tener un trabajo de iornada completa aunque tenga setenta años. [Llora]. »Hermana: Mamá, siempre tendrás un lugar a mi lado». [...] «Madre: Melitta, en 1952 yo estaba muy enferma, en el hospital, pero tú tenías cosas más importantes que hacer. Sin embargo, siempre hice lo imposible por tus hijos. »Señora A.: Pero mamá, yo iba al hospital dos veces por día. »Madre: Tal vez, pero cuando te necesité realmente, cuando tuve que comenzar a caminar de nuevo, no viniste a ayudarme. »Señora A.: Pero, ¿cómo podría haberlo sabido? No me lo dijiste. «Madre: A mí nadie tuvo que decirme cuándo mis hijos me necesitaban. Yo estaba allí: cuando los necesité, ellos no estaban. Para mí, morir y seguir viviendo da lo mismo». [...] «Hermana: Creo que los hijos de Melitta no tratan bien a mamá; su hija refleja su propia actitud. Melitta, tú puedes ser amable con un extraño y encogerte de hombros ante tu hermana. Estoy muy enojada: no eres agradecida con mamá. »Madre: Melitta, siento que nunca haces nada por mí. No hablemos de amor; ¡pero al menos, cierta consideración( »Señora A.: Oh, mamá, ¿crees que no te amo? Siento que hago tanto por ti como tú por mí. ¿No te das cuenta cuán a menudo modificamos nuestros planes familiares los fines de semana de modo de poder incluirte? ¿Tengo yo la culpa de no saber cuándo me necesitas si no me lo dices nunca? »Madre: Yo estuve allí todo el tiempo. Tú no estuviste cuando yo te necesitaba. Te pedí que vinieses conmigo para comprar un abrigo y dijiste que no tenias tiempo, pero cuando quieres que vaya contigo, lo hago el 99 % de las veces». Después de esta sesión, debido tal vez al abierto enfrentamiento de tantos problemas dolorosos y profundos, la señora A. debe de haberse sentido más tranquila. Tres días después, totalmente por propia voluntad, se apareció con la madre para asistir a otra sesión especial. La sesión comenzó cuando la señora A. relató su satisfacción por el hecho de que la madre expresara en forma tan directa sus sentimientos heridos y airados, Una vez más, la madre insistió en que era mejor que la señora A. «desapareciera», porque había matado el amor de su madre. La madre agregó también que sentía vergüenza por tener que decir cuán mal se sentía después de la sesión anterior, cómo había perdido el sueño y había tenido toda suerte de malestares durante dos días. En cierto modo, parecía que el ciclo de culpas se estaba quebrando de manera gradual. Los coterapeutas pudieron ayudar a la abuela, airada y desesperadamente sola, para que hablara de su propia historia personal. Esta pareció demostrar una silenciosa gratitud hacia los terapeutas por su comprensión de todos los esfuerzos que había hecho por la familia, recibiendo muy pocas gratificaciones a cambio. «Cuando alguien me da algo, siento que les debo mucho», dijo a los terapeutas. Admitió tener dificultades en aceptar nada de nadie. Se describió a sí misma como alguien que hacía todo dentro de márgenes estrechos, con poca capacidad para la compensación postergada y la confianza. Resultaba claro que la mujer había funcionado la mayor parte de su vida de acuerdo con ciertas pautas fijas. Como individuo, se la podría describir como una trabajadora compulsiva y una mártir. En función del balance de los sistemas relacionales, desplazaba sobre su hija sus actitudes de relación introyectadas de su familia de origen. Al hacerlo, ella misma se convertía en hija, y exigía aprecio por su trabajo de parte de su hija parentalizada, como si esta fuese la madre a quien había dejado en Europa a los trece años. Cabe meditar sobre los fundamentos de este desequilibrio relacional interiorizado y congelado: ¿Cuáles eran las pautas de relación de la familia de origen de la abuela? ¿Por qué la madre de la señora A. respondía revelándose tan hipersensible y culposa cuando se le brindaba cierta consideración? ¿Por qué se mostraba ciega ante los esfuerzos trasparentes y groseros que hacía

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por convertir a su hija en chivo emisario? ¿Por qué tenía que inducir en sus hijos una lealtad cargada de culpas hacia ella? ¿Qué le permitió elegir un marido en connivencia con el cual podía mantener el sistema? Superficialmente, sólo tenía palabras de elogio por su madre muerta, aunque también dijo que cuando su marido, a los 29 años, le brindó una oportunidad de visitar a su familia, ella la rechazó. Por ese entonces sus pautas de lealtad multigeneracional interiorizada deben de haber estado forjadas en medida suficiente como para mantener un «diálogo interno» [16, pág. 66], sin ninguna conciencia de la posibilidad de saldar realmente sus deudas. Así, el sistema de contabilidad original se reproyectaba de manera parcial sobre su familia nuclear, y se requerirían grandes esfuerzos para imprimir una nueva dirección a su «giroscopio» interiorizado. Interesa asociar el cuadro obtenido en esas dos sesiones con el que fue desarrollándose durante más de un año de terapia familiar con el señor y la señora A. y sus hijos. En sus orígenes, la señora A. era, de manera incuestionable, la madre exigente y franca y la esposa algo expoliadora que parecía ser inflexible para manifestar sus necesidades y expectativas. La única expectativa que su marido podía expresar era su constante insatisfacción por su descuido como ama de casa. A medida que avanzaba el tratamiento y la señora A. comenzó a revelar cómo era su relación con su madre, apareció en el cuadro como una hija devota parentalizada en exceso; a disposición de su madre y cautiva de esta. La señora A. había exhibido una tendencia a llorar en forma profusa en el curso de las sesiones, en especial cuando se mencionaba a su madre. Su visión de esta última también estaba llena de paradojas: era un ama de casa desordenada, pero estaba dispuesta a hacer las tareas de la casa en el hogar de la señora A. Su madre esperaba lealtad, pero se la recordaba como una persona poco digna de confianza, que no siempre mantenía sus promesas. «Mi madre no es realmente una persona, no tiene opiniones, es lo que uno quiere que sea. A veces parecería que soy yo la madre. Vive a través de nosotros, no tiene vida propia. Me siento muy mal cuando voy a nadar al club los domingos y mi madre se queda sola, sentada en casa. A veces pienso que me sentiré aliviada cuando se vaya». La señora A. veía en su hija de 12 años una réplica de su madre, por cuanto la hija la hacía sentir enojada y culpable en forma casi constante. La hija también sentía que la señora A. la controlaba mediante sus continuos «regaños», que le generaban culpa. La señora A. informó que en el caso de su hijo veía en él una réplica de su relación con su padre: era un hombre estimulante, impulsivo, desafiante. Como resultado de dos años de terapia, la señora A. se volvió capaz de darse a sí misma como mujer y se convirtió en una madre más comprensiva y receptiva, en proporción casi directa con sus deseos de enfrentar y encarar en forma activa sus obligaciones para con su propia madre. El que en el curso de las relaciones conyugales pueda darse algo más depende de lo rígidamente congeladas que estén las pautas de lealtad trasgeneracional. ¿De qué manera puede un cónyuge irrumpir en un cerrado sistema de lealtades entre tres generaciones, y modificarlo, en vez de sentirse explotado e inculpado por su fracaso? En los sistemas regidos por la devoción y el cautiverio, el mártir exitoso es quien ejerce la influencia controladora. Para el sistema analizado antes, es probable que en cada generación una hija se vea atrapada en medio de las culpas de sus obligaciones filiales no cumplidas. Las obligaciones no se cumplen debido a la actitud no receptiva, aunque generosa, de cada madre hacia su hija. El dolor causado por la culpa resultante vuelve desvalida a la hija, con la consiguiente pérdida de capacidad para relacionarse en otras situaciones. Se perpetúa el modelo de congelación del sí-mismo.

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Lealtad conyugal obtenida a expensas de la deslealtad vertical Los matrimonios mixtos desde el punto de vista de la religión pueden, en un comienzo, ser promesa de compromisos de lealtad insólitamente estables, como si ambas partes, al sentirse desterradas de sus endogrupos, pudieran formar un nuevo endogrupo. Sin embargo, la ruptura de lealtad para con su tradición, apoyada de modo mutuo en cada cónyuge, puede enmascarar su individuación no resuelta respecto de las familias de origen. La resistencia a enfrentar y revelar la lealtad invisible que ata a cada cónyuge respecto de su familia de origen es importante en la etapa inicial de toda psicoterapia familiar. Una de las expresiones que puede adoptar esa resistencia es la desmentida conjunta de la importancia de los lazos con las dos familias de origen. Otra se revela en la pronunciada disposición de la pareja a analizar como problema sus dificultades conyugales y sexuales, excluyendo por completo toda consideración de sus familias de origen. Los terapeutas experimentados pueden entrever una sutil negociación con la familia, al descubrir en forma continuada los aspectos vergonzantes de ciertos problemas individuales y conyugales con el fin de no tener que incluir a un abuelo en las sesiones. La asignación del rol de chivo emisario a un hijo, y la disposición de este a aceptar ese rol, puede también utilizarse como forma de resistencia ante las posibilidades de una exploración multipersonal. Los miembros de la familia pueden definirse como traidores en función de valores culturales suprafamiliares (es decir, religiosos) interiorizados de modo muy profundo. Hemos observado pautas multigeneracionales repetitivas de rebelión contra la lealtad religiosa. Cuando mayor sea el rechazo apasionado que la familia dispensa al miembro tildado de traidor, más probable es que se mantenga atado al sistema de lealtad, aunque sólo sea en forma de lealtad negativa. El miembro desleal puede mantener unido al resto de la familia a expensas suyas. Los padres rara vez son ubicados en el rol desleal y de abierta condenación por sus hijos. Sin embargo, desde el punto de vista de la justicia humana básica y las obligaciones paternas, los padres que abandonan a sus hijos se hacen merecedores de ese calificativo, sea cual fuere su explicación o excusa individual. La ira suprimida por largo tiempo y justificada de manera subjetiva por el hecho de haber sido entregado en adopción, o abandonado de algún otro modo, puede irrumpir a través de un desplazamiento sobre los padres adoptivos o la pareja. Dos rebeldes «desleales» pueden conjurarse en pautas de lealtad mutua y de simultáneo rechazo de sus respectivos endogrupos, como ocurre en los matrimonios mixtos desde el punto de vista racial o religioso. Ambas partes se convierten en exiliados de sus respectivos endogrupos, en tanto que forman un pequeño nuevo grupo de referencia para el que ambos endogrupos originarios serán exogrupos. No obstante, dichas parejas pueden sustituir el compromiso personal del uno hacia el otro por una causa común. Revelan la supervivencia de su compromiso latente con sus endogrupos originales mediante una cruzada apasionada contra sus prejuicios. Incluso dos «desertores» del mismo endogrupo pueden formar un pequeño exogrupo. La cuidadosa investigación de esos matrimonios muestra un proceso informal de «adopción», mediante el cual una de las partes se casa con la otra en la esperanza de adquirir una red familiar con mayor fuerza en su lealtad, a expensas de sus compromisos originales mutuamente abandonados. En última instancia, esos matrimonios desleales en forma conjunta son modelos exagerados de las «auténticas» relaciones de los adolescentes con sus pares. Parte de todo enamoramiento consiste en el entusiasmo provocado por la trasferencia de lealtad del endogrupo de la familia originaria a una futura familia nuclear. Otras fuentes de entusiasmo son la atracción sexual, la complejidad de un encuentro con otra persona, la perspectiva de crear una nueva vida, etc. Sin embargo, es probable

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que una significativa proporción de esas decisiones conyugales se asocien en forma directa a la desaprobación parental. En esos matrimonios, los hijos pueden aparecer bastante pronto, y representar la «causa» con que el nuevo sistema de lealtad puede pretender justificar la deslealtad que se le imputa respecto de las familias de origen. Este uso de los hijos los coloca en una postura ambivalente y los convierte en blanco adecuado de las necesidades ocultas de parentalización de sus padres. En última instancia, cuando los hijos crecen y están preparados para abandonar la órbita paterna, la perspectiva de una separación amenaza con privar a los padres de su causa. En un nivel manifiesto, la pérdida de vinculación de los padres en la vida de sus hijos puede llevar a la depresión y el agotamiento emocional. En un nivel más profundo, la amenaza de separación puede hacer que surjan sentimientos de culpa latentes y no resueltos hacia las familias de origen de los padres. Una de las maneras en que los padres envejecidos de hijos a punto de separarse pueden revivir, simbólicamente, su lealtad hacia sus familias de origen, es mediante las peleas conyugales intensificadas, como si su mutua destructividad fuese un sacrificio ofrecido a los padres abandonados. Además, dichas peleas pueden cumplir el propósito de aferrar a los hijos que se separan, manteniendo en ellos el compromiso (culpógeno) de cuidar de sus padres desdichados.

La realización individual como forma de estancamiento relacional; el dinero como dimensión del sistema La realización personal manifiesta de un miembro de la familia puede usarse como medio para evitar el crecimiento en todas las relaciones de familia. La persona de éxito puede contribuir con dinero, influencia política, fama, vinculaciones y distinción cultural como sustitutos del trabajo sobre la calidad de las relaciones familiares. Con no poca frecuencia hemos observado la coexistencia de miembros destacados con otros convertidos en chivos emisarios, enfermos psiquiátricos o delincuentes en la misma familia. A pesar de sus manifestaciones externas divergentes, representan dos componentes del mismo sistema homeostático de estancamiento. De manera tradicional, los intereses económicos se utilizan como punto de referencia para la organización familiar, pero pueden remplazarse para evitar el tener que enfrentar las relaciones de familia. El dinero puede usarse en muchos niveles como pretexto o sustituto de las respuestas personales. El hijo adolescente de un rico e influyente hombre de negocios se vio envuelto en conflictos cada vez más embarazosos con la ley. Durante el tratamiento quedó en claro que el muchacho necesitaba (y deseaba en forma oculta) recibir un correctivo del padre. Este hombre, ausente gran parte del tiempo, sea física o emocionalmente, sólo podía brindar respuestas generales, vagas, y caracterizadas por el desapego. No obstante, estaba dispuesto a utilizar su riqueza para sobornar al juzgado o los funcionarios policiales con el fin de evitar que esos «monos mudos» interfirieran. El rol familiar confirmado y mejor apoyado del padre era el de manipulador exitoso, poderoso e influyente. Por otra parte, al ofrecer un soborno a los funcionarios privaba al hijo de obtener la respuesta que necesitaba: hacerlo responsable de su conducta. En la familia de otro hombre de negocios exitoso en lo financiero un hijo psicótico fue internado durante muchos años en las instituciones privadas «mejores y más costosas». La actitud de los padres hacia la condición del hijo era de extrema abnegación y ayuda, como se desprendía del medio millón de dólares gastado en su tratamiento. Incluso tras un grado considerable de recuperación, el padre excusó al hijo de 26 años de todo esfuerzo por modificar su existencia improductiva y fácil afirmando: «Yo tuve que luchar por reunir mis riquezas, tú puedes darte el lujo

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de conservarlas simplemente». De este modo, el poder y la importancia de la riqueza pueden convertirse en el mito por el cual se impide el cambio o el desarrollo relacional. En algunas familias, la única referencia a las relaciones personales gira en torno del dinero. Los miembros hablan de su confiabilidad mutua sólo al describir el apoyo financiero que se brindan en casos de emergencia. La relación parental de un hombre de negocios de cierta edad se expresaba en el deseo de querer que sus hijos disfrutaran de su riqueza mientras todavía estaba vivo. Por consiguiente, extendía grandes préstamos a sus hijos para negocios e inversiones en la Bolsa con el fin de obtener su amor y aprecio, y a la vez retener su control sobre ellos. En el «hermano sano» de la familia se ve a menudo al ser que ha logrado escapar al sistema patógeno y no es afectado por el vínculo paralizante que ha vuelto abiertamente sintomáticos a uno o varios miembros. En ese sentido, el hermano sano podría ser tildado de desleal al sistema, como aquel que lo desafía manteniendo el sentido de la razón y la individuación. Sin embargo, en un nivel más profundo, orientado hacia la lealtad, a menudo pudo descubrirse que el hermano sano está atrapado por igual en un compromiso de extrema disponibilidad, paralizante y cargado de culpas. Su rol puede ser el más duro, por cuanto está comisionado para hacerse cargo de todas las necesidades de la familia en lo que a razón y organización manifiestas se refiere, con lo que permite que los otros miembros disfruten quedando a salvo de sus gratificaciones regresivas. La consideración de las diversas formas de estancamiento relacional, es decir la patogenia, plantea interrogantes fundamentales acerca del sentido de la vida en función de las relaciones. ¿Qué grado de libertad tiene el individuo frente al poder de programación restrictivo de mitos y convicciones? ¿Hasta qué punto es realista esperar que puedan jamás cambiar sistemas totales de relaciones? ¿Con qué frecuencia, por cierto, pueden los miembros de una familia hacer un nuevo balance conjunto de sus expectativas de lealtad y compromisos mutuos? ¿El individuo realmente tiene oportunidad de ser libre? Y ¿cuál es el significado de esa libertad? El crecimiento autónomo y la posibilidad de superar fijaciones respecto de las primeras pautas de relación pueden verse inhibidos por fuerzas caracterológicas defensivas dentro del propio sistema emocional de cada miembro (o sea, la estructura psíquica en el sentido freudiano clásico). Un determinante dinámico significativo del desarrollo fijado distorsionado es un compromiso de lealtad compartido de manera inconciente respecto de las necesidades de estancamiento, estabilidad, o identidad invariable del sistema de relaciones de la familia, tal como las experimentan los otros miembros. Aun cuando uno de los miembros fuese capaz de superar, por ejemplo la resistencia a la resolución de la pena, ligado por el deber seguiría obligado a «congelar» su capacidad de crecimiento con el fin de no causar heridas o sentimientos de pérdida en los otros miembros. Sus compromisos personales inconcientes de mantener el sistema corresponderán a las expectativas reales que le asignen los otros miembros.

Formas sustitutivas de dominio indirecto Ciertas pautas de relaciones familiares presentan una interacción en apariencia desequilibrada entre los miembros. Sin embargo, dichas pautas pueden equilibrar de manera indirecta las lealtades invisibles.

Lealtad negativa La lealtad basada en actos aparentemente negativos es importante para comprender los vínculos subyacentes en los sistemas de relaciones. El traidor y el chivo emisario, por ejemplo, en realidad no 104

son extraños al sistema del que fueron excluidos: son importantes eslabones en una cadena de posiciones relacionales complementarias. Las relaciones familiares, traicioneras en la superficie pero leales en su esencia, pueden ser descritas por la paradoja del «traidor leal». Históricamente, la bruja ha sido la portadora de roles negativos para la sociedad del sistema de lealtad. Hay muchos relatos de brujas que por su propia voluntad, aunque tal vez de modo inconciente, adoptaron la personificación que determinó su cruel fin. Las actitudes conyugales leales en forma negativa pueden hacer que el íntimo apego de los esposos corra riesgos, a menos de contarse con ayuda. En su primera sesión de terapia con su familia, una esposa resentida y llena de vengativa cólera declaró: «Lo único con que puedo contar, en lo que respecta a mi marido, es la imposibilidad de contar con él». La mujer se rehusaba a mostrarse afectuosa o tener intimidad sexual con su marido, y le decía que se fuera adonde quisiera. Sin embargo, el hombre seguía yendo a ella; a veces no lo dejaba entrar en la casa, y dormía en un auto estacionado afuera. El marido, un obrero buen mozo de tipo bien masculino, informó que era cierto que él tenía relaciones con otra mujer, pero que fundamentalmente lo hacía para tomarse la revancha de su esposa, que unos quince años antes, mientras él estaba en la marina mercante, había tenido relaciones con otro hombre. Aunque esto podría haber sido utilizado en defensa del hombre en la sesión de terapia, él se abstuvo de hacerlo. La esposa no negó lo sucedido y añadió que no le importaba que el marido durmiera con otra mujer siempre que no la molestara en el curso de otros cinco o seis meses, hasta que ella pudiera enfriarse. También había indicios de que la mujer había sido una madre negligente con sus hijos. Los estratos de lealtad y deslealtad entre esas dos personas se complicaron aún más cuando se reveló que la mujer había sostenido una guerra constante con su madre desde la más tierna infancia. En una sesión de terapia familiar a la que asistieron su madre y su abuela resultó claro que ella se había sentido aceptada por su abuela pero rechazada por su madre, una mujer narcisistamente fría y superficial, y a quien ella nunca pudo expresarle su amor. Su más profundo resentimiento estaba conectado con la idea de que su madre nunca se había tomado la molestia de tratar de «enderezarla» de niña. Describió entonces el modo en que luchaba con su hijo rebelde, en vez de abandonarlo, tal como había hecho su madre con ella. De producirse un enfrentamiento directo entre ella, su madre y la abuela, la mujer podría haberse vuelto mucho más aceptable, femenina y dispuesta a aceptar al marido. Una vez que se rastrean los orígenes de los libros mayores de lealtad en la familia de origen, la necesidad de relacionarse con el cónyuge por medio de una lealtad negativa habitualmente desaparece. La dinámica relacional más profunda puede hacer que cada miembro de la familia entable una lucha permanente por equilibrar sus necesidades de autonomía individual y asegurar su identidad contra una subordinación a formas de lealtad hacia el sistema familiar que disminuyan su culpa. A1 individuo puede asignársele cierto sector de la red multipersonal de significados, y se espera que se ajuste a él. Su obligación es participar, y no trastrocar la guestalt de significados personales entrelazados. En algunas familias, la elección de una persona como chivo emisario ofrece la única posibilidad para una interacción significativa entre los otros miembros. Cualquier forma de crecimiento «sano» de parte de alguien desajustaría el equilibrio relacional. El mártir desempeña siempre el rol más fuerte en un sistema motivado por la culpa, ya que sobre él pesan menos los sentimientos de culpa. Su sufrimiento devoto mitiga cualquier culpa por deslealtades pasadas, presentes o futuras. Esta ventaja la comparte el chivo emisario, aun cuando su camino difiere del propio del mártir. Resulta ostensible que toda aquella persona a quien se le

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asigna el rol de chivo emisario se ve colocada en esa posición debido a la culpa y la condena. Sin embargo, el hecho de ser rechazado y perseguido en forma colectiva coloca al chivo emisario en el rol de mártir, con lo cual está en una posición de ventaja para controlar los sentimientos de culpa de los demás. Este aspecto es aún más evidente si consideramos las vicisitudes de las necesidades de ajuste en los chivos emisarios y los inculpadores. Al culpar o rechazar a una persona, el resto de los miembros de la familia refuerzan su alianza mutua, y cada miembro puede reparar su propia lealtad hacia la familia. En un sistema relacional homeostático, si no se deteriora mi relación con A., mi relación con B. no puede mejorar. Por medio de su rol negativo, el chivo emisario puede disminuir su propia cuenta deudora, cargada de culpas. La rotación de los roles de chivo emisario o mártir entre los miembros de la familia permite el balance seriado de todas las cuentas. Tal vez, los miembros no puedan cumplirlo por medio de actos de entrega positiva. Por añadidura, los tipos de beneficios ofrecidos como compensación por un miembro pueden no resultar aceptables para los demás. Como resultado surge un sentido de obligación impaga, aumentando la culpa en uno de los miembros y el sentido de ser explotados en los otros. Mediante los actos de elección de un chivo emisario y deliberada victimización, la víctima se ve aliviada en forma parcial de su culpa por la falta de pago y los victimarios experimentan una temporaria disminución de su frustración por haber sido explotados. Desde nuestro punto de vista, no sólo importa señalar el sentido relacional de los intentos de un miembro individual de la familia por expiar la culpa convirtiéndose en chivo emisario, sino también demostrar un sistema de relaciones que funcione de modo de elegir chivos emisarios por fases y de manera multidireccional. En una familia vimos que la elección de chivos emisarios ocurría en forma casi idéntica a lo largo de tres generaciones. En cada una de ellas había una hermana que desafiaba los valores familiares, era considerada la «oveja negra», y luego expulsada o exiliada de la familia. En dos generaciones las hijas traidoras contrajeron matrimonio con hombres de distinta religión, y en la tercera generación una hija amenazaba de manera constante a sus escandalizados padres con un matrimonio de las mismas características. El hecho de que los restantes miembros de la familia acataran de modo rígido los principios de su religión hacía de esto un pecado imperdonable. La familia reaccionó condenando al ostracismo a esas mujeres; ellas, a su vez, vivían su vida en un exilio ostentosamente elegido por ellas mismas. Interesa contrastar el extremo rechazo del chivo emisario con las relaciones «estrechas» de manera uniforme y no separadas en lo individual de los demás miembros de la familia. Ellos vivían en una forma singularmente falta de individuación respecto, incluso, de sus más importantes decisiones personales. La menor desviación de esa postura unánime, como, por ejemplo, el hecho de planificar unas breves vacaciones, implicaría una deslealtad inaceptable. Cabe presuponer que esa lealtad tan excesiva sólo puede mantenerse si se la contrapesa con el extremo distanciamiento del chivo emisario. Tanto las pautas de relación positivas como las negativas eran componentes de un sistema total de relaciones, más que relaciones humanas distintivas por propio derecho. En la generación más joven el rol malo (rebelde, desleal, desconsiderado) de la hija, aunque emocionalmente sano (independiente, brillante), se veía contrapesado por el rol del único hijo, bueno en lo moral (leal, siempre disponible, preocupado, devoto) y enfermo en lo emocional (psicótico crónico, improductivo, dependiente). Parece ser que en ausencia de otros miembros con quienes compartir la carga, el muchacho tuvo que soportar las consecuencias de la extrema devoción hacia los padres, en una interminable unión simbiótica. La hija, si bien era ostensiblemente desleal y molesta para los demás,

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también cumplía en forma devota, por cuanto -como era de prever- desempeñaba el rol de lealtad negativo y, de esa manera; se ofrendaba a la familia como complemento de la lealtad positiva de esta. El compromiso persistente con un rol sacrificadamente negativo puede, en principio, configurar la base de muchos casos de delincuencia en niños y adolescentes. En este caso, el papel del chivo emisario se ve reforzado por la ulterior desaprobación de las instituciones de la sociedad. Erikson [34] destacó el beneficio psíquico de la «identidad negativa» de un joven delincuente, por contraste con la terrorífica alternativa de la «difusión de identidad». Cabe presuponer que una obligación de lealtad familiar negativa puede cumplir un papel en el fenómeno que Freud [39] describió como «reacción terapéutica negativa», en el que el paciente muestra un deterioro sintomático después que el analista exterioriza aprecio por sus progresos terapéuticos. Freud asociaba el fenómeno con el sentido de culpa inconciente del paciente, y su necesidad de castigo (o sea, su masoquismo). Desde nuestro punto de vista, una reacción terapéutica negativa puede estar codeterminada por la lealtad del paciente hacia el sistema familiar simbiótico. En este sentido la reacción misma es, por cierto, «psicológicamente incorrecta», ya que el fenómeno se afirma en el sistema multipersonal de obligaciones, más que en la psicología del individuo. Al buscar una teoría motivacional amplia de la delincuencia, basada en el sistema, debemos trascender (aunque no descartar) el ámbito de los determinantes individuales. Johnson y Szurek [56] describieron la falta de control interiorizado de los impulsos («lagunas del superyó») en los padres de los delincuentes como determinante de la delincuencia. De hecho, las acciones del niño, al inducir las consiguientes reacciones punitivas de la sociedad (medidas adoptadas por la policía, los tribunales, la escuela, etc.) constituyen un refuerzo externo de la función yoica intrafamiliar, también en beneficio de los propios padres. Una definición familiar «socialmente redentora» de la delincuencia pintaría la conducta censurable en forma abierta del hijo como sancionada de manera implícita. En concordancia, el hijo delincuente no sólo se beneficis,al adquirir lo que Erikson [34] denominó «identidad negativa», sino que también cumple un compromiso de lealtad negativo para con su familia de origen. El desempeño de esas obligaciones de lealtad puede explicar la llamativa falta de remordimiento del adolescente en relación con la delincuencia. Por añadidura, el acto delictivo puede de por sí gratificar las necesidades paternalistas y dependientes de los padres, incluso sin ninguna intervención de la sociedad como forma de control. La unión familiar y los sentimientos de seguridad se ven reforzados en los miembros «buenos» de la familia como resultado de la conducta supuestamente «traidora» del hijo. Los terapeutas deben estar alertas ante las pruebas de conducta de esas pautas ocultas de relación familiar. Un hijo puede ser orientado hacia una conducta negativa deseable de modo oculta mediante mandatos repetitivos en sentido inverso: aprendiendo qué es lo que no debe hacer. En la medida que los padres se hacen grandes problemas prohibiendo la conducta marginalmente delincuente, sin saberlo dan su aprobación ofreciendo una confirmación de identidad negativa como principal opción relacional para el hijo. El diálogo entre padre-hijo se vuelve patológico, no tan sólo debido a la existencia de una confirmación negativa, sino porque se destaca con exageración en forma selectiva y porque el diálogo entre padre e hijo en esencia se circunscribe a una sola dimensión.

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Sacrificio del desarrollo social como acto de devoción latente Ciertos sistemas de relaciones se mantienen con el objeto de rehuir las implicaciones de las lealtades negativas o, en un sentido más amplio, para no tener que enfrentar y saldar cuentas multigeneracionales de méritos y obligaciones. Familias enteras Pueden verse obstruidas de manera excesiva en su funcionamiento por la culpa debida a la explotación de los miembros. Como los hechos esenciales de sus libros mayores de justicia nunca son examinados, estas familias constituyen sistemas de relación menos elásticos que aquellos de cuyos miembros se espera que enfrenten el balance de justicia y se preocupen por la reciprocidad de obligaciones. Un joven miembro de una familia bloqueada al máximo puede buscar, de modo intuitivo «tomar fuerzas prestadas» al casarse con un miembro de una familia «más fuerte» que evite en menor medida la contabilidad sensible y responsable de la justicia relacional. Esta capacidad de valor y sensibilidad debe distinguirse de la abierta expresión de los sentimientos personales por parte de los individuos. Esto último, no prueba de por sí, la apertura de la familia a la indagación de las cuentas de justicia y mérito. Divorciada de su significado dentro del contexto de las relaciones, la mera expresión de sentimientos posee escaso valor. Cuando hacemos referencia a la fortaleza comparativa de las familias debemos destacar que el poder, en el sentido corriente, es el grado de individuación que los miembros pueden alcanzar en la familia. Su diferenciación como personalidades independientes debe permitirles vivir «con autenticidad» bajo la égida de un principio intrínseco del sí-mismo. Esa persona puede luchar por integrar sus necesidades emocionales del momento con las consecuencias a largo plazo de sus acciones. No es ni una mera víctima condenada al autosacrificio ni un mártir, así como tampoco un egoísta descuidado que niega las necesidades y derechos de los demás. Bowen menciona una escala de «diferenciación del sí-mismo» [22], y la concibe como cuantificable en forma intuitiva del 0 al 100, donde 0 categorizaría lo que denomina «masa yoica indiferenciada», y 100, un estado ideal de diferenciación del sí-mismo. Sin entrar a analizar el sistema teórico de Bowen, creemos que debe hacerse más hincapié en las características de los sistemas de relación como un todo, que en la primacía del pensamiento o del sentimiento en los individuos. Ninguna personalidad auténticamente independiente puede sustentarse sin una capacidad de enfrentar el libro mayor de responsabilidades recíprocas. Un acuerdo sobre chivos emisarios en las familias puede servir para evitar las lealtades familiares no resueltas. Empero, la elección de chivos emisarios tiene múltiples determinantes, y para evitar las lealtades familiares no resueltas. Sin embargo la elección de chivos emisarios tiene múltiples determinantes, y desempeña una serie de propósitos dentro de la familia nuclear. Es posible enmascarar la penosa discordia conyugal de los padres mediante la asignación del papel de culpable a alguien. El hijo tomado como chivo emisario también puede servir de objeto de parentalización, contra el cual los padres pueden exteriorizar su hostilidad acumulada y dependencia encubierta. Por añadidura, tal como ocurre en el caso de cualquier desequilibrio de la conducta, el fin posesivo o de retención objetal de la maniobra de elección del chivo emisario es un importante determinante motivacional. Er_ un nivel aún más profundo, la disposición sobre chivos emisarios puede entrelazarse de manera significativa con el sistema de obligación de lealtad de la familia de origen del progenitor. ún progenitor puede no tener conciencia del modo en que utiliza sus interacciones con el niño para evitar el enfrentamiento con sus propios conflictos no resueltos de separación y maduración. Las nociones concientes que tiene el progenitor sobre la separación de sus propios padres pueden enmascarar, sencillamente, sus sentimientos latentes de obligación y culpa acerca de la deslealtad. Por último, el chivo emisario voluntario puede recibir el beneficio encubierto de ser el miembro bueno y leal de la familia.

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El caso de una niña de doce años con fobia a la escuela ilustra en parte las complejidades de entrelazar las motivaciones ocultas. Por la época en que la familia fue derivada a la División de Psiquiatría Familiar, Alice no había asistido a la escuela durante más de un año debido a su propensión a ser víctima de temores incontrolables'y las náuseas consiguientes. Los padres presionaron en gran medida al terapeuta para internar a su hija, a quien describieron como en un estado de agitación incontrolable, amenazando con hacer trizas sus ropas, golpearse en las paredes de la casa del vecino, etc. Uno de los primeros indicios obvios acerca de la dinámica de ese sistema familiar fue la histérica agresividad de la madre hacia el marido, manso y dócil, y hacia el terapeuta. Tras la primera sesión de evaluación, el padre llamó a este y se quejó de no saber cómo convencer a la esposa de que aceptara la idea de la terapia familiar como sustituto de la internación de Alice. El terapeuta lo alentó a examinar las maneras en que pudiera mostrarse más fuerte y seguro de si mismo y, de ese modo, ayudar a su familia. Al día siguiente recibimos un mensaje según el cual la propia esposa había sido admitida en una clínica psiquiátrica. También nos enteramos de que durante ese periodo Alice se comportaba «maravillosamente bien». Según los informes del padre, cocinaba y hacia las tareas de la casa mejor que la madre. Esta última fue dada de alta de la clínica dos días después, y al cabo de una semana pudimos persuadir a los padres para que forzaran el retorno de Alice a la escuela. A la madre le aconsejamos realizar tareas como voluntaria en la escuela durante varias semanas, para ayudar a que Alice se quedara allí, y ayudarse a sí misma a enfrentar su angustiosa soledad durante el proceso de separación. Casi de inmediato Alice retomó su anterior nivel de buen rendimiento escolar. Asimismo, al sentirse tranquilizada por la creciente participación de la madre en el proceso terapéutico, se permitió hacer nuevas amistades entre el grupo de pares (toda una novedad en Alice). A medida que nos enteramos de las fantasías personales de la madre, descubrimos que creía que la hija se quedaba en casa en vez de ir a la escuela por miedo a que la madre no pudiera, por sí sola, realizar los quehaceres domésticos en forma competente. En el mismo contexto salieron a relucir tempranos recuerdos de su propia madre, quien había estado ausente del hogar la mayor parte del tiempo. Durante varios meses en el curso de la terapia, la madre produjo recuerdos casi exclusivamente negativos de su familia de origen. Luego, y de modo gradual, tuvo lugar una reversión casi total. Ella comenzó a mostrar preocupación por la imagen que podrían tener de ellos sus familiares. Empezó a preguntarse si ella misma había sido justa con su madre y hermanas. Este cambio en la lealtad de la madre hacia su familia de origen coincidió con la cada vez mayor toma de conciencia, por parte del padre, de sus obligaciones hacia su madre. Nos enteramos que el hombre había crecido en una atmósfera de continuos reproches, en que la madre había reñido al padre en forma abierta por sus hábitos de bebedor. Sin embargo, él recordaba a su padre como un trabajador conciente que proveía de manera adecuada a las necesidades de la familia. Recordó que al poco tiempo de la muerte de su padre, uno de sus hermanos abandonó a su esposa e hijos, perdió su trabajo responsable y se mudó a la casa de la madre, en la que comenzó a beber fuerte y se hizo objeto de continuas y amargas reprimendas de la progenitora. En ese punto de la terapia también salió a relucir la correspondencia secreta que había tenido lugar entre el padre y su madre. Un hecho clave se desarrolló cuando en el curso de una sesión de terapia se produjo un abierto enfrentamiento entre la abuela paterna y la esposa, y la abuela afirmó su derecho a proteger al hijo contra su poco razonable esposa.

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Podemos postular un desarrollo del superyó conflictuado en forma bastante insidiosa en el hijo, que en este tipo de familias actúa como chivo emisario. Por la época en que se desarrolló el síntoma de fobia a la escuela, Alice debió elegir entre dos opciones contradictorias para cumplir con sus obligaciones filiales: alcanzar un rendimiento responsable en la escuela, o mantenerse lealmente asequible hacia la madre y, en un sentido más amplio, a la familia. Ese desarrollo superyoico «contraautónomo», al que ya nos hemos referido en otro lugar [1], guarda relación con la definición freudiana [42] de ciertos tipos de caracteres, «aquellos que fracasan cuando triunfan», compelidos a ello por su conciencia moral. Sin embargo, desde nuestro punto de vista esas características individuales sólo configuran parte del real balance relacional. Para Álice, la culpa era mayor en relación con el hecho de separarse de la madre y la familia que con la «mala» conducta. Nos impresionó más la excesiva preocupación de la niña por los padres, que por sus propios temores y dependencia. En general, en cuanto los niños fóbicos a la escuela y sus familiares se enfrentan con sus lazos invisibles de lealtad, los hijos pueden volver a la escuela y rendir, al menos, en un nivel medio. Resulta importante destacar que el mantenimiento de una pauta de familia patógena no sólo lo comparten los padres y el hijo que desempeña el papel de chivo emisario, sino también 'el «hermano sano».

Escisión de la lealtad La lealtad escindida, en el sentido de rechazar en forma simultánea a una persona y mostrarse devoto de otra, puede ser fuente de gran dolor psíquico y frecuente causa de intensos celos. Es probable que los síntomas paranoides de los celos se basen de manera fundamental en un triángulo relacional interiorizado que explotaba la lealtad de una persona para obtener la devoción de otra. Un joven amante ofrece sus mejores cartas de presentación relacionales a la persona que está cortejando. Al mismo tiempo, su familia de origen puede ver en él un ser sucio, desconsiderado y negligente. Una madre puede herir al hijo mostrando su devoción por los extraños en presencia de aquel. La esposa de un médico a menudo siente que su marido se dedica de lleno a sus pacientes. El dueño de un perro puede explotar al animalito sin saberlo, despertando su devoción y, a la vez, negándose a considerar las necesidades del ansioso perro. Como el hecho de llevar libros mayores se basa en una contabilización cuantitativa de méritos, se deduce que la comparación del grado de devoción recibida es una dinámica relacional más importante que el grado absoluto de devoción de que se goza. Los celos son el indicador más sensible de la avidez de confianza y lealtad que experimenta una persona. Otros compromisos de lealtad escindida fueron vistos como factores cruciales en la vida familiar del clero, entre los ministros y rabinos. Estas profesiones tienen su origen en roles sacerdotales de la antigüedad, mágicos y omniscientes. Entonces, en un sentido estricto, Dios nunca tendría que verse relegado a un segundo plano frente a la lealtad debida a los seres humanos. No obstante, esposa e hijos suelen poner a prueba las lealtades comparativas del clérigo como marido y padre. La trasferencia terapéutica, al hacer que sobre el terapeuta se desplacen actitudes relacionales interiorizadas entre los miembros de la familia, tiene además importantes implicaciones desde el punto de vista de la escisión de la lealtad. Los terapeutas no sólo deben ver en los fenómenos de trasferencia oportunidades para resolver configuraciones psíquicas interiorizadas y conflictivas, sino también manifestaciones de sistemas multipersonales de compromisos de lealtad. Para la psicoterapia individual, una de las más importantes implicaciones de los sistemas de lealtad es que la trasferencia terapéutica positiva entraña una deslealtad implícita para con la familia de origen. Esto es importante de manera especial en lo que se refiere a diseñar una estrategia terapéutica para niños y adolescentes. Cuando el terapeuta representa un rival para los padres en relación con la

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lealtad del paciente, la trasferencia negativa que se produce es bienvenida, porque puede mejorar el sentido de lealtad hacia los padres reales o interiorizados. Hay «palancas» terapéuticas de importancia que también se relacionan con los intentos de la familia por escindir su lealtad hacia un equipo de tratamiento, como parte de sus profundas actitudes de trasferencia. En forma análoga, muchos padres ponen a prueba la devoción del terapeuta hacia sus propios hijos y pareja, como si representasen rivales reales que pugnan por obtener el favor de aquel. Los especialistas en terapia familiar suelen observar que un cónyuge, al desarrollar una culpa creciente por su deslealtad hacia los padres, puede llegar a sentir rechazo por su pareja. Esto puede aparecer como una adecuada movida de equilibrio destinada a apaciguar a los padres reales o interiorizados. Desde el punto de vista del individuo, algunos de los fenómenos de lealtad escindida también pueden caracterizarse como esfuerzos de compensación desplazados. Un ataque casi asesino al cónyuge puede aliviar la propia culpa por el resentimiento experimentado hacia los padres. Cuanto mayor es la culpa por la deslealtad vivida hacia los padres que provocan resentimiento, mayor será el rencor descargado en el ataque al blanco del desplazamiento.

Manipulación de la retribución desplazada El principio de contabilidad de saldos en los sistemas de lealtad equilibra de manera dinámica la que los padres deben a sus propios progenitores, por comparación con su grado de devoción parental frente a sus propios hijos. El progenitor puede estar atrapado en medio de una serie de obligaciones duales simultáneas, de manera tal que cuando, por ejemplo, la obligación hacia sus padres es desmentida o reprimida, su función se ve sobrecargada de culpa, de negligencia o de una posesividad parental revanchista del hijo. El hijo también puede, temporariamente, convertirse en beneficiario de las actitudes vengativas del padre contra sus propios progenitores. Los intentos de analizar los desplazamientos, proyecciones y otras actitudes inapropiadas y (desde nuestro punto de vista) retributivas de los padres hacia los hijos siempre serán incompletos si no se toma en cuenta la manera en que esas relaciones se afirman en otras anteriores. La razón de todo desplazamiento «irracional» reside sólo en parte en la incapacidad «psicológica» del progenitor para discriminar en lo emocional entre dos fronteras intergeneracionales de obligación inconciente, cuando ambas infringen de modo simultáneo su sentido de injusticia o tolerancia deteriorada hacia la culpa. De acuerdo con las leyes de la verdadera justicia dañada, la compensación efectuada en determinada dirección no puede reequilibrar en forma permanente la falta de pago hacia la otra generación. Hasta cierto punto, todos los matrimonios soportan el peso de las cuentas de lealtad no saldadas de los cónyuges hacia sus respectivas familias de origen. Cuanto más se nieguen de modo infructuoso dichas lealtades, o trate de renunciarse a ellas como expresión de deseos, más se sobrecargarán las cuentas ocultas de los roles conyugales' y parentales de la familia nuclear. Por lo común, lo que motiva el desplazamiento de las sobrecargadas cuentas hacia futuras relaciones no es una imposibilidad imaginaria, sino real y verificada por el tiempo, de restaurar el equilibrio en las relaciones originarias del padre. En consecuencia, el alivio terapéutico más eficaz para todos los miembros de la familia interesados debe ser consecuencia de la indagación del vínculo entre progenitor y abuelo. No obstante, es comprensible que las mismas razones que han creado la necesidad de negar las cuentas intergeneracionales de obligaciones generarán una resistencia a enfrentarlas en la terapia. Por contraste con la psicoterapia individual, la terapia de familia o basada en las relaciones de parentesco procede a eliminar paso a paso estratos cada vez más profundos de definiciones de

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lealtad poco auténticas. Los padres pueden iniciar la terapia con sus quejas acerca de un hijo hostil o de su relación conyugal. El problema puede plantearse en función del resentimiento que uno de los cónyuges experimenta por el hecho de ser explotado sexual o emocionalmente por el otro. Por lo general, todas las referencias a la generación de los abuelos se suprimen o se las juzga improcedentes respecto de los problemas tratados. En otros momentos, el origen intergeneracional de los conflictos de los padres sólo se disfraza en forma tenue, y está siempre listo para hacer irrupción. En apariencia la esposa puede ponerse de parte del marido al criticar la conducta de la suegra durante su última visita. El marido puede estar de acuerdo, y escribir una carta llena de críticas a su madre, culpándola por mostrarse fría con los nietos, comprarles regalos innecesarios o inútiles, irse demasiado pronto, etc. Al día siguiente puede producirse una fuerte discusión, y el marido, de modo impulsivo, alinearse junto a sus padres y contra la esposa, a quien decide dejar. En otros casos nos enteramos que hay impotencia, eyaculación precoz o demorada, frigidez, temor de los impulsos asesinos, etc. En muchas circunstancias estos «síntomas», que resistieron la terapia individual durante años enteros, pueden acusar una rápida mejoría cuando la indagación trigeneracional se torna productiva. Una forma de vinculo de lealtad esclavizante y repetitivo es el ejemplificado por una pauta multigeneracional de cuidados maternos martirizados. Una madre puede forjar obligaciones que atan a su prole al dar demasiado de sí y no aceptar o exigir nunca una compensación del hijo. De esta manera los padres, convertidos en aparentes mártires, refuerzan las obligaciones culposas del hijo hacia sus providentes y abnegados progenitores. El resultante libro mayor de obligaciones de los hijos muestra una cantidad inmensa de deudas de lealtad, que nunca pueden reducirse de manera significativa. Los padres convertidos en mártires aparentes pueden producir en su hijo una permanente ansiedad, combinada con un amargo resentimiento, y crear obligaciones cargadas de culpa así como una capacidad altamente desarrollada para manipular la culpa de los otros. Como los padres utilizan al hijo como sustituto, con el fin de reequilibrar el balance de las cuentas que quedaron sin saldar con los propios padres, han perdido de vista el contexto apropiado para cumplir su tarea. Pueden deshacer el nudo sólo acercándose de nuevo hacia los propios padres, en la esperanza de que antes que sea demasiado tarde puedan inducir pautas más generosas en sus relaciones. En otros casos, una o varias personas reciben un tratamiento prejuicioso dentro de la familia. Una forma específica del vínculo de lealtad es aquel en que el hijo tiene que saldar la obligación irreconciliable del padre hacia un abuelo; por ejemplo, si el progenitor ha tenido que mantenerse disponible después que el abuelo enviudó o fue abandonado por la esposa: El hijo de un hombre de negocios agresivo y despiadadamente egoísta abandonó la idea de llegar a ser ingeniero tras la temprana muerte de su madre, e ingresó a la empresa paterna. Durante los veinticinco años siguientes el hombre pareció convertirse en una mezcla de imitador del padre, por un lado, y de espectador que aplaudía a regañadientes los éxitos de este último, quien había realizado una hazaña casi épica al elevarse en lo económico desde su medio de origen, de inmigrantes muy modestos. Supuestamente, el hijo asumió formas éticas más estrictas de realizar los negocios. El padre comparaba todo el tiempo la ineficacia del hijo con sus propias formas, astutas y arteras, de conducir los negocios. Por ser virtuoso y respetuoso de la ley, el hijo se vio atrapado por la necesidad simultánea de tener que rebelarse contra los métodos del padre en tanto que se mantenía leal al sistema básico de valores adquisitivos de aquel. Siempre que el padre trataba de convertir al hijo adolescente en público admirador de su sistema de valores, el hijo lo rechazaba, como si se ubicara en la escala de valores del abuelo. El nieto, un ser aventurero, desafiante y rebelde de modo activo, se convirtió en crítico de la pasiva posición del padre, en esencia la de un perdedor.

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Los problemas del dar y el recibir deben aclararse antes de definir los criterios de explotación relacional. En contraposición con lo que sostienen las concepciones populares, el hecho de esperar y exigir responsabilidad del hijo equivale a las formas más cruciales de dar de parte de los padres; la crianza permisiva o «liberal» del hijo se equipara a una forma de explotación que elude obligaciones y abriga la encubierta esperanza de que el hijo asuma un papel adulto en forma prematura, es decir, que sea parentalizado. En términos del sistema, una parentalidad indulgente y dadivosa en demasía implica una tiranía de la permisividad. El hijo que no ha recibido suficiente orientación de sus padres respecto de los valores vigentes tiende a crecer en medio del resentimiento para con toda forma de autoridad, que para él representa en una forma simbólica a los padres despreciados, poco exigentes pero sutilmente expoliadores. El hijo sentirá que «ellos» no se preocuparon lo suficiente por él como para guiarlo y orientarlo, y, en consecuencia, lo privaron de valores interiorizados: «No me enseñaron lo que está bien o está mal». De manera inconciente, el hijo de esos padres tiende a desplazar su furor contra supuestos tiranos, como si estos fueran responsables por hacer del mundo algo tan tremendo y caótico. Algunos de los contestatarios más violentos de cualquier «sistema» político son los hijos de padres liberales de clase media alta, que han recibido una crianza permisiva.

Intentos incestuosos como forma de resolución de las obligaciones Otro intento sustitutivo por huir del estancamiento relacional consiste en la endogamia; o sea, cuando se tienen relaciones sexuales dentro de la familia de origen. Sobre esta base deben explicarse una variedad de pautas incestuosas verticales (multigeneracionales) y horizontales. La moral simbiótica y contraautónoma de la familia puede aprobar dicha lealtad, incluso a expensas de quebrar un importante tabú social. Tal vez sea ese el sentido del chiste que dice: «El incesto no tiene nada de malo mientras todo quede en familia». El individuo se siente exonerado debido a su adhesión a la lealtad familiar. La misma «ética» familiar básica puede explicar situaciones en que cualquier relación extrafamiliar de los hijos con sus pares, en especial cuando existen perspectivas de matrimonio, se considera como una verdadera traición: Una forma compleja de evitar en connivencia el enfrentamiento con la culpa creada por la deslealtad que implica la individuación se observó en una familia en la cual había existido conducta incestuosa durante muchas generaciones. En un comienzo, la persona derivada fue una hija, por su retraimiento casi psicótico y su depresión agravada con ideas de suicidio. Como el caso fue derivado a una institución en que uno de los autores actuaba como consultor de terapia familiar, tras varios meses de infructuosos afanes de tratamiento individual se sugirió una entrevista exploratoria con la familia. Con anterioridad, el terapeuta individual había visto una vez a la paciente con uno de sus hermanos. Todo intento por indagar en temas sexuales resultó bloqueado. El trabajador social observó que la preocupación del hermano por su hermana parecía teñida de una ternura heterosexual. La paciente estaba preocupada por el recuerdo de haber sido supuestamente mordida por un perro en la «vagina» cuando tenía tres años. Agregó que desde entonces había estado buscando la clase de comida adecuada para contrarrestar los efectos del hecho. Se le había diagnosticado una «reacción esquizofrénica». La madre y siete de los diez hermanos, incluida la paciente, aparecieron en el consultorio para la sesión de evaluación familiar. Al principio tuvo lugar una vivaz discusión sobre el modo en que los miembros de la familia se consideraban seres humanos superiores, a pesar de que el padre había

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abandonado a la familia y vuelto a vivir con su madre. En apariencia, el sentimiento de superioridad era inducido, en vista de que a ninguno de los hermanos se le permitía jugar con otros niños, para evitar el contacto con lo que se consideraba un vecindario malo. La mayoría de los hermanos tenían gran capacidad para el trabajo en el campo de las artes o de los negocios, desafiando las desventajas de su grupo de origen minoritario. En la entrevista se reveló que había habido casos de incesto entre el padre y varias de las hijas. Tras una vivaz discusión, la sesión terminó cuando varios miembros destacaron el hecho de que, a pesar de su conocimiento del incesto paterno, preferían considerar los aspectos buenos de esa familia y la de sus padres. A la siguiente sesión sólo asistió un hermano que estaba viviendo con la «paciente». Procedió a analizar la manera en que su hermana había tratado de seducirlo varias veces, sosteniendo que otro hermano también había tenido relaciones sexuales con ella. El especialista en terapia familiar alentó al hermano a considerar el problema junto con la hermana y el otro hermano. En el curso de las siguientes sesiones se reveló que la paciente había tenido su primera experiencia sexual con el hermano de la madre, un ministro religioso casado. Por añadidura, se descubrió que de jovencito uno de los hermanos había tenido relaciones sexuales con la esposa del tío. A medida que las indagaciones descubrieron una faceta tras otra de la relación, comenzó a surgir en todos sus ricos detalles el cuadro entero del sistema de lealtades entrelazadas de los miembros, su adhesión al mito de superioridad y su sexualidad incestuosa. Lo que en un comienzo era una búsqueda de lealtad y encubrimiento del «pecado» del padre se convirtió en investigación en gran escala de los antecedentes incestuosos dentro de la familia materna de origen. Fácilmente se advertía que la intensidad de la vinculación en las relaciones de esa familia era difícil de comparar con la de los pares. Se veían obstaculizados de modo serio en su lucha por alcanzar una auténtica identidad individual a raíz de su culpa por pautas secretas de incesto, las que impedían la resolución del mito simbiótico de superioridad familiar.

Culpa contra culpa Otro importante sistema relacionan se basa en la escalada mutua de jugadas inductoras de culpa, tanto en el padre como en el hijo. En tanto que el padre puede tener éxito en sus esfuerzos por mantener al hijo dentro de una lealtad simbiótica y 1°deada de culpas, este último puede contraatacar conociendo la manera de «palanquear» culpa en esos padres, el hijo puede obtener fragmentos de autonomía «en cuotas». Donde estaba internada la única hija. Tratábase de una mujer de 27 dos, deprimida y de aspecto poco femenino, que parecía vacilar antes en familia. Había dejado de funcionar en su forma monótona por lo general, tanto en el hogar como en su trabajo de empleada, y la madre tenía ocasionales ideas de suicidio. El señor S., un hombre alfabeto de origen extranjero, enfisemático en forma grave, las expectativas que la esposa alentaba respecto de esta señora S. fue descrita como una mujer parlanchina, voluminosa, envolvente de manera agresiva. Desde el punto de vista de la terapia individual, debió de considerar a la joven como un caso fronterizo de psicótica depresiva, inhibida, y algo evasiva ante los interrogatorios. En el nivel del sistema relacional fue posible observar la lucha de poderes desencadenada, Sujeción contra autonomía. El dominio simbiótico que ejercía sobre la hija era dramático y manifiesto, posiblemente reforzada por la amenaza de pérdida del marido a raíz de la enfermedad física N te. El equipo terapéutico esperaba que la hija tuviera alguna autonomía, como lo indicaban las relaciones marginales podía sostener con los hombres. Ella había tenido dos novios. Unos años atrás había pensado casarse con uno de ellos, pero por alguna razón lo perdió. El otro le llevaba quince años, y

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se había esbozado durante ocho sin mayores perspectivas de matrimonio. Persona dependiente de modo extremo, sin ingresos, que vivía los cheque de beneficios sociales de su anciana madre de 82 años, y de la señorita S. Siguiendo el modelo de lucha por el poder, la estrategia terapéutica debería diseñarse de manera de contrarrestar la intromisión simbiótica de la madre y reforzar toda tendencia a la autonomía en la hija. Sin embargo, si el sistema se formula de acuerdo con un modelo de compromiso de lealtad cargado de las ha, la terapia debería diseñarse de modo tal de reequilibrar. Obligaciones fijas, perjudiciales y negadas de los miembros. Al observar este tipo de familia, el terapeuta tiene la impresión de que los miembros están atados el uno al otro de manera tal, como en secreta alianza contra la sociedad. La madre la de a «proteger» a la hija contra toda participación seria en 'da, en tanto que esta última no quebraría nunca su alianza primaria con la madre. Su fuerza de cohesión más profunda parece arraigada en la culpa. La culpa por la deslealtad o la traición puede existir en cualquier grupo; y es posible que en forma exagerada en los sistemas con libros mayores intergeneracionales sobrecargados. De modo específico, el niño en proceso de desarrollo y el adolescente enfrentan una serie de períodos críticos en que el crecimiento y la separación se vinculan a la culpa por abandonar al progenitor. Sin embargo, en ciertas familias como la de S., la culpa por la deslealtad se veía aumentada por el horror de las desdichas y los pecados secretos. La lucha por la supervivencia individual parecía basarse en la pauta de esgrimir culpa contra culpa. Por ejemplo, cuando la hija enfrentó la elección entre mudarse de su hogar o continuar con su autodestructiva existencia, de negación de su propia personalidad, la excesiva lealtad hacia la familia comenzó a trasgredir su umbral de culpa, y empezó a castigarse a si misma enfermando psíquicamente. A la vez, ella podía utilizar la enfermedad como herramienta para hacer que su madre sintiera culpas. En respuesta, esta disminuía la presión de sus maniobras inductoras de culpa, expresaba preocupación por la enfermedad de la hija, y lloraba desesperada. En ese momento la hija decía llena de furia: «Madre, no llores». Al entrevistar a la familia el terapeuta palpó la existencia de una connivencia estrecha y defensiva. El sistema pareció abrirse sólo por un momento, cuando el terapeuta las colocó frente a su batalla de «culpa contra culpa». La hija hizo un comentario: «Bueno, tal vez sería mejor que volviéramos a casa, perdonáramos y olvidáramos». Cuando el terapeuta la exhortó a definir qué había que perdonar y olvidar, salió a relucir un interesante fragmento de su historia. La madre solía tener peleas con un tío borracho que a veces amenazaba su vida. La señorita S. recordó oportunidades en que le pedía a su madre que llamara a la policía para protegerlas, y esta respondía: «Déjame sola, el modo en que manejo a mi hermano es cosa mía». Entonces, la señorita S. se sentía frustrada y culpable. ¿Acaso había hecho algo que no debía? Acerca de este sistema se obtuvieron posteriores indicios entrelazados de manera fatal cuando se formularon a la madre preguntas sobre su propia infancia. Ella respondió que habían ocurrido muchas cosas horribles. Desde su más tierna infancia se vio obligada a ejecutar música como miembro de una familia de artistas funambulescos. Sin entrar en mayores detalles dio a entender que, atada por la lealtad, no podía revelar los vergonzantes secretos que debió compartir como niña que crecía en compañía de comediantes que viajaban de una ciudad a otra. Su vergonzoso pasado engendró la lucha emprendida por ella durante toda su vida para crear un estilo de vida tradicional de clase media a partir de una pauta familiar de marginados sociales. La familia sólo asistió a una sesión de evaluación, y por consiguiente resulta difícil predecir de qué modo podrían haber realizado progresos en el curso de la terapia. Por un lado, un signo favorable era que en una primera evaluación pudo revelarse una parte tan grande de las penosas obligaciones

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de la madre sobre lo que tenía que ocultar y negar. La hija estaba atrapada por sus propias obligaciones familiares, relacionadas tanto con la perspectiva de la solitaria viudez de la madre, como con el endeudamiento multigeneracional de sus padres. El mecanismo de «culpa contra culpa» se asemeja al sistema de chivos emisarios, por cuanto también está regido por la dimensión motivacional más poderosa: la culpa. No obstante, mientras que en la interacción con el chivo emisario la culpa se acumula en el victimario, en la interacción de culpa-contraculpa el mutuo martirio carece de una relación de causa y efecto entre la victimización del otro y la consiguiente culpa en quien la hace perpetua. Es mortal la lucha entre una madre que, debido al propio papel de víctima que cumplió en la infancia, se siente justificada en parentalizar a su hija, y la hija cuya vida se marchita en una parálisis autoperpetuada. Este sistema es más rígido y sutilmente más hostil que el acordado sobre la base de una elección de chivos emisarios. El hecho de pelear culpa contra culpa, no puede llevar muy lejos a la hija en el proceso de emancipación. Ella tendría que descubrir nuevos y efectivos medios de ayudar a sus padres, con el fin de reequilibrar el balance de su «heredada» cuenta negativa de obligaciones hacia sus padres.

Compensación del terapeuta en la trasferencia Una fuente de frustraciones que los especialistas en terapia familiar encuentran a menudo tiene implicaciones técnicas y teóricas. La terapia puede comenzar de la manera habitual: aparece una familia para una sesión de evaluación y, tras una investigación inicial en apariencia significativa, se conviene otra sesión. Sin embargo, pocos días después se recibe un mensaje telefónico: los padres decidieron que, si bien reconocen la necesidad de la terapia familiar, deben cancelar la entrevista al menos por el momento. En realidad, sostienen haber recibido ya ayuda. Esta conducta, con frecuencia paradójica, irrita y desilusiona al terapeuta. Pero él puede tratar de manejar la situación por varios medios. Por lógica, tal vez se incline a sugerir a la familia que asista a una sesión más, y analice su decisión en forma más profunda y detallada. A menudo la familia interpreta esto como un modo de responder a necesidades personales del terapeuta, que rechazan con visible satisfacción. También sucede con regularidad que la familia excluye, en la conversación telefónica, siquiera la posibilidad de asistir a otra sesión. Ellos pueden pedir que el miembro designado como paciente sea derivado a terapia individual, lo cual es incoherente por completo, si se tiene en cuenta su aparente comprensión de la dinámica familiar. Un aspecto fascinante de esta conducta es la forma repentina en que se da por terminada la participación de la familia. Esto no es una consecuencia lógica del aparente sentido profundo de sus respuestas ante las sugerencias del terapeuta y de la presunta capacidad de percepción y receptividad de la familia, manifestada pocos días antes. Por consiguiente, tiene que haber otra lógica por detrás de la motivación que lleva a los miembros de la familia a interrumpir la terapia. ¿Cómo pueden ellos ver el fin en una situación en que el terapeuta no lo ve? ¿Cómo pueden decidirse a dejar de lado todos esos convincentes indicios que ellos mismos acaban de brindar? La explicación más probable de este fenómeno es que ciertas familias asisten a la sesión de evaluación imbuidas de una serie de expectativas preexistentes dentro de las que se encuadrará el terapeuta, no importa lo que suceda o se diga durante la primera hora de evaluación. Posiblemente, se esté alistando al terapeuta en forma encubierta (por medio de la trasferencia) para ayudar a hacer un nuevo balance de las tempranas frustraciones infantiles de los padres. Es concebible que estos experimenten una súbita disminución de la culpa que sentían por su obligación no saldada hacia sus progenitores; el alivio contrarresta la culpa que puedan sentir por la actual explotación de que es objeto el terapeuta. De ese modo cumplen la doble hazaña de vengarse de otro y «lavar de culpas» a sus padres. La economía psíquica de dicha estrategia relacional para la familia es evidente, aunque sus miembros tal vez recién experimenten sus efectos al cabo de varios días. Esta

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designación de un chivo emisario ahorra los golpes de la venganza a los verdaderos parientes carnales, y con frecuencia la satisfacción emocional de los miembros de la familia perdura por algún tiempo, después de rechazarse al terapeuta. Los penosos sentimientos de rencor, largamente acumulados, al final se ponen en acción sin que causen mayor grado de culpa. De esa manera, la mutua lealtad entre los miembros crea una suerte de íntima trabazón, desconocida en la terapia individual. Por supuesto, este empleo de la situación propia de la terapia familiar no sólo no es terapéutico, sino que además resulta antiterapéutico. Puede generar pautas duraderas de evitación y negación. Los mecanismos evasivos del desplazamiento, la elección de chivos emisarios y el acting out inadecuado se refuerzan en forma emocional. En un sentido dinámico, a la larga la familia sale peor parada. El conocido fenómeno de la perpetua búsqueda de comparación entre instancias terapéuticas individuales se ve aquí reforzado por la fuerza colectiva del proceso familiar. Hay que establecer cómo puede manejarse este tipo de conducta de manera eficaz y terapéutica para los miembros de la familia. jJna de las medidas que se pueden adoptar para encarar el problema consiste en que el terapeuta demuestre inmediata curiosidad acerca de las relaciones de la familia extensa, con específica relación a las dos familias de origen de los padres. Al reenfocar la atención en esas fuentes originarias de sentimientos profundos, negados o reprimidos, el experto en terapia familiar obtiene una «palanca» que le permite actuar como valiente guía en esas cenagosas aguas. No obstante, es probable que en cualquier momento se le asigne el papel de sustituto simbólico de esos arcaicos personajes. Con preferencia, él tiene que convertirse en foro de la investigación y aliado potencial contra introyecciones acusatorias y punitivas. Al mismo tiempo, tratará de no reforzar una actitud de condena hacia las familias de origen. Al buscar cualquier indicio mínimo en el modo en que las relaciones familiares del pasado son descritas, o bien se niegan en forma evitativa y se desplazan en un hijo (o incluso en él mismo en esta etapa inicial), el terapeuta puede obtener valiosa información sobre cómo diseñar su estrategia a lo largo de las principales configuraciones relacionales de la familia. Él debería ser capaz de atrapar indicios al vuelo y movilizar al instante el valor y los esfuerzos necesarios para examinar sus implicaciones sobre la manera en que él mismo puede ser usado y explotado para satisfacer las necesidades de la familia. Los miembros de esta pueden resistirse a examinar sus tempranas relaciones, pero más aún sus reacciones ante el terapeuta, y por el contrario limitar su discusión al paciente designado como chivo emisario. Con frecuencia parecería que el grado de fijación en la búsqueda de chivos emisarios es inversamente proporcional a la disposición de los padres a analizar sus familias de origen. Aquí cabe recordar un importante principio operativo de la terapia familiar: asegurar una alianza con los recursos sanos: no con la patología de las familias. La siguiente nota ilustra una variedad de dobles mensajes cortésmente reveladores acerca del propuesto uso del terapeuta como conveniente amortiguador entre las relaciones pasadas no resueltas e interiorizadas, y su exteriorización en el matrimonio: «Estimado doctor: Como me es tan difícil dar con usted por teléfono, le escribo esta nota para explicarle por qué ya no me trataré más con usted. »Después de salir de su consultorio el sábado último por la tarde, tuve una discusión con mi marido, quien convino en verlo a usted el sábado siguiente; pero el miércoles ocurrió otro pequeño incidente, de por sí insignificante, y yo sufrí un involuntario ataque de pánico y terror que hizo que mi marido no fuera a trabajar y llamara al médico de la familia, quien me hizo internar durante tres días. Logró tranquilizarme hasta que pude recuperarme, y, por supuesto, tuve que contarle mis problemas. »Desde entonces me ha estado atendiendo, y todavía no ha decidido si necesito o no del análisis; pero mientras tanto mi marido abandonó en forma total su grupo de grabación y yo me siento mucho

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mejor. Espero que mi marido retome su hobby en cuanto yo recobre mi equilibrio. Sospecho que en realidad necesito del psicoanálisis, pero, como es natural, vacilo en comenzar. »Dudo de que nos volvamos a ver. De todos modos, muchas gracias. »

La liberación de los hermanos por medio del suicidio El segundo de cuatro hermanos, Jeff, era un muchacho de 22 años que había abandonado la universidad, y mientras estaba internado se suicidó arrojándose desde el cuarto piso a la vereda. Su cabeza quedó deformada por completo, y su rostro era irreconocible, incluso para la familia. Ya antes había estado internado varias veces durante breves períodos, y desde los 15 años se lo consideraba en esencia como un psicótico. Sus padres nunca tuvieron nada que se pareciera a una adecuada relación matrimonial. Por lo que Jeff podía recordar, ellos debatían en forma constante lo imposible que era su matrimonio, y las ventajas de un posible divorcio. El muchacho, un ser tímido, inhibido y de poco hablar, centraba todas sus preocupaciones en su propia infelicidad. Se culpaba a sí mismo por la desdicha de sus padres, y trataba de rehuir su culpa cayendo en una forma crónica de autodestrucción. Esta vez exhibió síntomas extraños; su mirada estaba fija en un punto situado arriba y a la derecha, y no podía mirar de frente al interlocutor. Lo lamentable resultó que, mientras la familia se sometía a tratamiento conjunto bajo la conducción de un preceptor de orientación individual, el terapeuta adoptó un método individual de refuerzo de la conducta. En consecuencia, el paciente se vio manipulado de manera simultánea en dos sentidos diferentes. Cuando el terapeuta estaba por asignarle una nueva tarea de adiestramiento, debido a que los síntomas del paciente habían mermado, se juzgó que Jeff había mejorado lo suficiente como para ser dado de alta de la clínica. Por ese entonces, aún no se le había proporcionado información sobre cómo se le adjudicaría un nuevo terapeuta. Tal como ocurriera en el pasado, sus padres de nuevo se negaron a llevarlo a su casa, de modo que el muchacho decidió mudarse a una residencia para convalecientes. Entonces, tras una entrevista de evaluación, las autoridades de ese establecimiento rechazaron su solicitud, afirmando que no estaba curado lo suficiente como para satisfacer sus criterios de admisión. Cuando el consultor de terapia familiar se enteró de todas esas novedades, exigió una total apertura en la información. Durante lo que resultaría ser la última sesión de familia, Jeff expresó su desilusión por el traslado de su terapeuta y añadió que estaba considerando la posibilidad de dejar la clínica sólo porque no quería que le asignaran otro médico. En ese momento su madre hizo saber sus sospechas de que el terapeuta partiera por algún motivo propio, fuera de lo que se refería a requerimientos de capacitación. En apariencia, tanto los padres como el terapeuta del paciente en ese momento deben de haber hecho que Jeff les perdiera la confianza con gran rapidez. Una semana después del suicidio la familia solicitó otra sesión de terapia familiar, con el fin ostensible de una ulterior planificación terapéutica. Los padres de Jeff, su hermano mayor, una tía materna y su marido asistieron a la sesión. La madre parecía sentirse deprimida y culpable al extremo, el padre habló con indolencia de asuntos que no venían al caso, en tanto que el hermano trataba de dejar puntualizadas ciertas circunstancias de una manera por completo coherente y hasta punzante. La sesión se inició con la sugerencia del tío materno en el sentido de que la muerte de Jeff debía ser un legado para la familia, o sea los padres, para que «se unieran tratando de salir a flote». En apariencia, ese tío y su esposa habían sido usados en forma continua como sustitutos paternos por esos padres infantiles de modo irremediable, al igual de lo que ocurría con sus hijos. El comentario

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del tío, bien intencionado, generoso y constructivo, también debe de haber tenido implicaciones profundamente acusatorias para los padres. El hermano declaró sentirse algo desconcertado por el grado de culpa que revelaba su madre. Este comentario también tenía un significado acusatorio implícito, en especial teniendo en cuenta que el hermano percibía en forma manifiesta que los cuatro hijos de esa familia se sentían crónicamente sobrecogidos por la imposible relación de los padres, llena de hostilidad. El hermano explicó que la carga que debían arrastrar los hijos no era causada tanto por sus relaciones individuales con los padres, como por su preocupación por la falta de una sólida relación conyugal entre aquellos. Agregó que a medida que los hijos crecían se volvían menos disponibles y pasibles de explotación, y de ese modo se creaba un nuevo vacío entre ellos y sus progenitores. Este vacío fue luego llenado en forma progresiva por la enfermedad de Jeff, quien durante los seis últimos años había requerido tanta atención que a veces sus padres, por más que estaban enemistados, olvidaban sus propios conflictos. El hermano de Jeff dijo entonces que era el momento de emprender una acción positiva, en vez de negativa. Describió sus propios problemas, complejos de por sí: acababa de divorciarse. El también había considerado a menudo la posibilidad del suicidio. A su modo de ver, sus hermanas también tenían muchos problemas, que ahora deberían enfrentar. Añadió que lo había tomado totalmente por sorpresa el pedido de los padres, de que los visitara después del funeral. Hacia el fin de la sesión, el hermano proporcionó un muy significativa fragmento de información adicional. Dijo que dos días antes del suicidio de su hermano, ellos dos habían sostenido una conversación en el curso de la cual Jeff mencionó sus intentos suicidas. El hermano admitió que, tras oírle hablar tantas veces al respecto, le había replicado que, si realmente lo sentía así, tenía todo el derecho a actuar en consecuencia. La sesión post mortem de la familia, tan llena de fuerza, puso de relieve el tema del legado de Jeff por medio del suicidio. Liberaba así a sus hermanos, tal vez de por vida, de la obligación de sentirse responsables de la situación matrimonial de sus padres. El hermano levantó un dedo acusador al referirse al ejemplo de Jeff: ¿era eso lo que se esperaba de ellos? El suicidio de Jeff hizo que las exigencias paternas, de extrema dependencia respecto de sus hijos, aparecieran absurdas y palpablemente insostenibles. Cuando se le preguntó qué era lo que más le impresionaba como mensaje personal del suicidio de Jeff, el hermano replicó que el aspecto más llamativo de su muerte era su forma violenta. Agregó que de ese modo no podría ponerse en duda la deliberación del acto. Así, como en el caso de los estudiantes que llegaban a la autoinmolación en una nación sometida, la modalidad violenta del autosacrificio se convertía en el factor más importante para sacudir un sistema familiar de sojuzgamiento y explotación.

Límites del cambio en los sistemas Hemos descrito el penetrante aporte motivacional del marco de contabilización de justicia ante una variedad de pautas familiares de «conductas patológicas» determinadas en forma múltiple. El seudodistanciamiento en las relaciones de familia, el rechazo (en connivencia) de todos los parientes políticos, la adicción a las drogas y las extrañas aventuras sexuales o destructivas para la comunidad, pueden utilizarse todas ellas para evitar un enfrentamiento con la reciprocidad de las obligaciones relacionales. Varios meses de terapia con una familia nuclear revelan poco a poco la importancia, al principio desestimada, de las visitas al antiguo hogar o a los parientes políticos, las llamadas telefónicas o el ocasional intercambio de cartas con algunos de ellos. Lo que parece ser una forma estancada, o fija de modo irremediable, de evitar todo contacto con la familia extensa a menudo permite alentar

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nuevas esperanzas. Por ejemplo, una relación distante entre padre y abuelo, mutuamente acusatoria, puede trasformarse en un enfrentamiento de dos adultos. El hijo que también es marido y padre puede descubrir, junto con sus ancianos progenitores, que en cierto nivel también puede seguir siendo hijo. En forma gradual, la seudoobjetividad y el seudodistanciamiento adquirido desaparecen, y como resultado afloran ciertos aspectos propios de las lealtades de la infancia. Por un tiempo ambos cónyuges pueden ponerse del lado de sus respectivas familias de origen, llenos de lealtad, y rechazar de manera explícita a la familia del otro. Con posterioridad, esto puede facilitarse para formar una alianza y apoyarse el uno al otro, para analizar en forma conjunta problemas no resueltos y negados en ambas familias de origen, y luchar contra ellos. Un ejemplo clínico de la total imposibilidad de hallar una reconciliación del conflicto entre la lealtad conyugal y la debida a la familia de origen es el que pudo observarse en una familia, que fue derivada al terapeuta debido a la condición esquizofrénica de ambos hijos. Pronto se descubrió que el matrimonio de los padres era una serie inacabable de mutuas recriminaciones y separaciones. Durante la mayor parte de los 24 años de matrimonio, el marido se mantuvo formalmente separado, o bien tenía un trabajo fuera de la ciudad. Sólo permanecía con la familia algunos fines de semana. Sin embargo, el hombre seguía atendiendo de manera adecuada las necesidades económicas de la familia. Un examen más detenido de ese sistema familiar nuclear y extenso reveló que la esposa se había mantenido siempre muy apegada a sus cinco hermanos y dos hermanas. Los cinco hermanos eran dueños de una empresa familiar, y en algún momento ambos cuñados habían estado empleados por la compañía. Los hermanos y hermanas se consultaban a diario por teléfono en relación con todos los problemas de importancia. Se reunían para celebrar todas las festividades religiosas, tal como lo habían hecho en vida de los padres. Los ocho hermanos mostraban una llamativa unanimidad en la exclusión de sus cónyuges, y compartían una visión desdeñosa y condenatoria de todos ellos. Uno por uno se los describía como seres estúpidos, débiles de carácter, físicamente inadecuados, irresponsables, o producto de una elección desacertada por alguna otra razón. Interesa advertir que en este caso la terapia familiar consistió en una serie de sesiones con la madre, sus dos hijos psicóticos, y dos o tres de los hermanos de ella por vez. Su marido pronto se mudó a otra ciudad, e interrumpió sus apariciones. No obstante, las sesiones con los hermanos de la madre continuaron durante más de un año. En el proceso de trabajo descubrimos que en casi todas las familias de los ocho hermanos había por lo menos un hijo psicótico o gravemente neurótico. Buscar refugio en la «carrera de las drogas» puede comportar un sentido de «cura» de la alienación. Lennard et al. [621 comentan que dicha cura aparente no es sino una forma de trágico autoengaño, porque el ser «levantado» por medio de fármacos es menos capaz aún de desarrollar relaciones interpersonales significativas. La droga disminuye la presión de otras opciones y aumenta el sentido de frustración y alienación. De todas maneras, cabe agregar que en algunos casos las pautas de vida del drogadicto, en apariencia irresponsables y sin esperanzas, puede enmascarar un subyacente y responsable compromiso de lealtad relacionado con un papel familiar de preocupación y solicitud, como en el caso del último hijo que desea estar a disposición de una madre ansiosa. Por consiguiente, el drogadicto no sólo es un prófugo que rehúye el dolor más visible de la alienación, sino también un recurso oculto para las expectativas relacionales sobrecogedoras de la familia. Nuestra era pone a prueba la función reproductora del hombre como base más significativa de auténtico compromiso en una relación heterosexual. El material sexual exhibicionista en los medios publicitarios, la moral sexual liberada, etc., más que causas pueden ser indicios de creciente alienación en un sentido interpersonal. Esta es una era de exploración sexual sin precedentes, basada en el avance de las técnicas anticonceptivas y el cuestionamiento en gran escala de los

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valores tradicionales de la sociedad, como lo demuestran ciertas comunidades nuevas y otros aspectos de la «cultura de los jóvenes». De acuerdo con nuestra experiencia, la mayoría de los jóvenes buscan vivir en comunidades con el fin expreso de escapar a la vida familiar tradicional. Es poco realista cuestionar la validez de su necesidad de relacionarse con sus padres; un examen más detenido de la situación, sin embargo, puede revelar que en forma no deliberada también se mantienen abiertos a las señales de desesperanzada angustia de sus padres, permisivamente liberales. Por detrás de la despreocupada fachada de la cultura hippie hay una actitud de sobrevinculación «pasivoagresiva» con autoridades críticas de la sociedad, que demuestran estar tan preocupadas por esos jóvenes como lo estuvieran sus propios padres.

Mitos sociales y lealtades En vista de la tradicional lucha del hombre contra las opresivas responsabilidades de contabilización de obligaciones, las necesidades de autonomía individual llevan, de manera natural, a formar alianzas en connivencia con ciertas tendencias político-económicas. Determinados mitos y valores sustentados en la cultura son antagónicos a los conceptos de solidaridad y de obligaciones familiares. En apariencia una persona puede escudarse en la familia como respaldo contra los excesos de poder de fuerzas políticas o económicas despiadadas, y viceversa. En ciertos momentos, la incapacidad de enfrentar las responsabilidades de las obligaciones recíprocas en la propia familia puede convertir a la persona en un idealista preocupado por la sociedad o, por el contrario, en un cruzado lleno de sospechas contra toda la humanidad o parte de ella. Uno de los mitos más difundidos de la civilización de Occidente es el de la discreta independencia del individuo como entidad idealmente absoluta, «monotética». Sin pretender cuestionar el valor del ideal de la responsabilidad individual y las obligaciones morales, los especialistas en terapia familiar deben actuar con cautela, para no considerar al individuo como un ser dinámicamente independiente o desconectado de su sistema relacional. Desde las épocas más remotas, los grandes dramaturgos y novelistas han pintado siempre al hombre como parte de un sistema relacional de motivaciones. La autonomía adquirida por medio de la separación completa en lo exterior y la negación de toda relación tiende a verse contrarrestada en lo interior por la acumulación de culpas y responsabilidades. Otra serie de mitos culturales hace referencia a la sobrevaloración de las manifestaciones de conducta abiertas como criterios para juzgar la esencia de las relaciones. Nuestra cultura científicoindustrial en apariencia debe valorar todo esfuerzo humano por el grado de progreso material, el cambio pasible de ser medido o descrito, o la capacidad de «adaptación» al progreso material. El compromiso con un futuro cada vez mejor, desde el punto de vista material y el progreso ilimitado, puede enmascarar nuestra falta de valor para el enfrentamiento relacional y nuestro deseo de eludir la difícil tarea de resolver obligaciones conflictivas. Los mitos sobre la separación de la familia nuclear como unidad idealmente autocontenida se utilizan para encubrir compromisos de lealtad ocultos y no resueltos para con la familia extensa. A menudo se alienta -incluso por parte de terapeutas profesionales- la separación física respecto de la anterior generación considerada por sí misma, sin tener en cuenta el grado de madurez emocional alcanzado o las bondades potenciales de la ulterior vida en común. El sistema de bienestar social prueba, supuestamente, la altruista disposición de la sociedad a compartir la responsabilidad de la manutención de hijos nacidos en condiciones familiares adversas. Sin embargo, parece faltarnos el valor necesario para analizar las implicaciones éticas de los hijos nacidos sin tomar en cuenta sus derechos a una maduración protegida. Una orientación hipócrita de

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la moral presenta el control del placer sexual y los tabúes contra la anticoncepción y el aborto como valores más importantes que la obligación de los padres de criar su prole, y el derecho de los hijos a un ambiente paterno de solicitud por ellos. Otra forma de hipocresía común en las familias puede erigirse en gran obstáculo para la resolución de las obligaciones conflictivas durante el tratamiento de familias. Muchos progenitores alientan la creencia de que mientras no incluyan a sus hijos en la discusión de su propia relación conflictuada, estos no se verán abrumados por las consecuencias de dichas relaciones negativas. Como es natural, los problemas en verdad privados entre los padres no deben discutirse en presencia de los hijos. No obstante, por experiencia sabemos que los hijos se sienten mucho más abrumados al verse excluidos de la discusión abierta y honesta de las diferencias. La posibilidad de ser testigos de la lucha de los padres para salir del caos y sustentar su relación es uno de los más grandes dones que pueden recibir de sus mayores. Los padres pueden contribuir en grado sumo al crecimiento de sus hijos compartiendo con ellos los aspectos humanos más profundos, incluso de esos conflictos. Finalmente, los sistemas políticos autocráticos pueden alentar el desapego de la familia con el fin de obtener mayor lealtad hacia el gobierno o el partido dominante. Sin embargo, en una sociedad libre y democrática, la juventud puede darse a un emocionalismo anárquico y contraautoritario, como vía de escape del enfrentamiento de las obligaciones relacionales.

Conclusiones En síntesis, desearíamos extender nuestra consideración de la estructura social subyacente de reciprocidad de méritos y justicia a todas las áreas de «patología» manifiesta en las relaciones de los seres humanos. Creemos que el dominio «interhumano» [26] de la justicia del mundo de los hombres es la base de cualquier perspectiva de confianza entre la gente. A la vez, el hecho de llevar cuentas de reciprocidad de la justicia tiende a plantear una exigencia abrumadora a todos los miembros de cualquier sistema de relaciones, y específicamente a las familias. Los intentos por negar o rehuir esa contabilidad constituyen la dinámica central de todo sistema de relaciones. En tanto que dicha huida puede ser una necesidad temporaria para las indagaciones autónomas de la persona, debe descubrírselo y enfrentárselo si queremos que el sistema social siga siendo productivo y dando lugar a un crecimiento sano. Cuando amplias esferas de las relaciones familiares se basan en la negación de los criterios de justa reciprocidad, la patogenia es inminente. El punto de vista sistémico de la patogenia tiene importantes implicaciones prácticas y terapéuticas. Mientras que la psicoterapia individual está dirigida a reforzar las actitudes responsables del paciente, a veces sin tener en cuenta la reciprocidad y equidad familiar, la terapia familiar o basada en un sistema de relaciones debe considerar de manera inexcusable el punto de vista justificable de cada miembro. A medida que se responsabiliza a un individuo respecto de la relación total, el terapeuta debe ampliar las bases de su preocupación y luchar por incluir a otros en forma «altruista». Las conclusiones terapéuticas sólo pueden desarrollarse de modo gradual a partir de los principios sistémicos descritos en este capítulo. El proceso de crecimiento emocional de una persona es parte imprescindible de toda psicoterapia. Sea que el lector haya practicado la terapia familiar o individual, o ambas, debe desarrollar una fórmula personal para encarar las exigencias de un enfrentamiento con cuentas ocultas en relaciones caracterizadas por la proximidad. Las implicaciones de la labor del terapeuta afectarán en forma inevitable, su propia capacidad de apertura para enfrentar el balance de sus relaciones personales. Al admirar al miembro individualista de la familia, que afirma su personalidad con valentía, sin duda descubrirá en sus pacientes réplicas de si mismo, su progenitor, su cónyuge y su hijo.

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El terapeuta no tiene más remedio que ser testigo de dramas humanos muy intensos. Observará las opciones de un padre, de sacrificar su tendencia a aferrarse con fuerza a un hijo que crece, o ceder a sus impulsos posesivos e ignorar el mandato de la siguiente generación a ojos del hijo. Advertirá el modo en que el adolescente vacila en comenzar a vivir su propia vida, antes que sus padres puedan hallar consuelo en el descubrimiento de su nueva soledad. Hasta la era posvictoriana, los problemas de lealtad familiar quedaban en gran medida sin formular, porque se los daba por sentado. Por su parte, nuestra era los niega con la ayuda de los mitos del éxito material individual y la eterna lucha contra la amenaza de la autoridad. Nuestra difundida fragmentación social puede hacer ver como que la lealtad no es operativa en la familia de hoy. Entonces, los problemas de lealtad surgen en forma subrepticia e inesperada. En muchas familias, los actos delictivos del hijo crean un sentido de lealtad familiar de desafío hacia la sociedad, por así decirlo. Hemos visto, por ejemplo, que incluso los hurtos reiterados en la escuela pueden ejercer un paradójico efecto de unificación de la familia. Desafiando a la escuela, es decir al representante del sistema social, los miembros de la familia suelen apoyar en forma encubierta la negación de los hechos por parte del niño. Es probable que la reformulación de la lealtad familiar sea el primer paso hacia la reforma de los valores sociales, de modo que pueda sobrevivir la sociedad libre. Las cuestiones de explotación y justicia deberán examinarse de tanto en tanto sobre una base de reciprocidad y lealtad relacional, más que de acuerdo con criterios fundamentalmente económicos. Por supuesto, la justicia económica es importante, pero también puede usarse como instrumento de un escapismo materialista de la realidad humana. Mientras los procesos políticos y sociales se sigan viendo en función del éxito competitivo de individuos y grupos, toda revolución tenderá a dar por resultado una forma de represión más amplia y expoliadora de modo sutil. Sólo trascendiendo el modelo de competencia por el poder habrá esperanzas de llegar a una ecuación social realmente más perfecta. La definición de criterios de justa reciprocidad entre las naciones, grupos étnicos, patrones y empleados, partes contratantes, etc., podrá en última instancia proporcionar mayor satisfacción a cada cual, en vez de contribuir a la explotación del otro. Entendemos que ningún grupo social, como la familia, sindicato, raza, religión o nación, podrá hacer una mejor inversión preventiva en sus relaciones que la que efectúe por medio del estudio enfocado sobre la moneda corriente que rige sus intercambios recíprocos dentro y fuera del grupo. El mantenimiento de un balance equilibrado en las relaciones no exige igualdad entre las partes. La relación entre seres desiguales puede ser equilibrada, siempre que las partes, de manera conciente o inconciente, puedan afrontar las cuentas de reciprocidad y ajustar la asimetría de los intercambios para compensar la asimetría de las ventajas. Las implicaciones terapéuticas del concepto sistémico de equilibrio y desequilibrio en las relaciones pueden alterar los valores y principios operativos del terapeuta. Los principios de apertura, insight, orientación directa, encuentro, etc., si bien valiosos dentro de sus propios alcances, se convierten en metas más limitadas. El enfrentamiento abierto con el libro mayor de reciprocidad relacional es nuestra primera tarea, pero sólo como medio de diseñar una estrategia para reequilibrar en forma activa las relaciones. Entonces, el conocimiento de sí mismo y la creciente reafirmación de la persona hallan su lugar en el contexto de las cuentas de equidad y justicia en las relaciones más estrechas.

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6. Parentalización Aunque con anterioridad hemos hecho referencia a la parentalización, en el presente capítulo enfocaremos en forma más detallada sus implicaciones sistémicas y de lealtad. El término suena poco familiar para quienes no se hallan vinculados con el tratamiento de familias, ya que se lo ha empleado principalmente como un concepto técnico para describir una faceta de la dinámica familiar patógena. Sin embargo, da cuenta de un aspecto muy difundido y de suma importancia en casi todas las relaciones humanas. Sugerimos que la parentalización no debe circunscribirse de manera incondicional al campo de la «patología» o la disfunción relacional. Es un componente del núcleo regresivo de relaciones caracterizadas por un grado suficiente de reciprocidad y de equilibrio. Por definición, la parentalización implica la distorsión subjetiva de una relación, como si en ella la propia pareja, o incluso los hijos, cumplieran el papel de padre. Dicha distorsión puede efectuarse en la fantasía, como expresión de deseos, o, de modo más notorio, mediante una conducta de dependencia. Por ejemplo, los padres pueden alentar a su hijo a que se esfuerce por convertirse en un genio, o negarse a tomar de manera responsable decisiones cruciales. Si el acto de enamorarse se basa siempre, en forma parcial, en una parentalización imaginaria, puede considerarse que la mayoría de los matrimonios entrañan los consiguientes contratos de por vida destinados a equilibrar esa fantasía por medio de una reciprocidad conyugal responsable y generosa. En los casos afortunados, la medida de parentalización conyugal sigue una pauta simétrica. La exigencia del otro es más fácil de tolerar si yo también puedo exigirle algo a él. Asimismo, hasta cierto punto todo hijo debe ser parentalizado por sus propios padres en determinados momentos; caso contrario, no aprendería a identificarse con roles responsables para su existencia futura. La interiorización de la imagen del sí-mismo como progenitor que puede dar algo de sí constituye un importante paso en dirección al crecimiento emocional. Por otra parte, si está rodeada de una atmósfera de obligatoriedad cargada de culpa, en exceso dicha interiorización puede configurar un lazo que atrapa al hijo en una sujeción prolongada a las exigencias unilaterales de parentalización. Más que condenar cualquier manifestación de parentalización, el especialista en terapia familiar debe interesarse por su importancia dinámica dentro del balance de relaciones, a los efectos de evaluar su grado de inconveniencia. Si un adulto parentaliza a otro (p. ej., a su cónyuge), por lo común la distorsión se da mediante una regresión fantaseada y a menudo inconciente del sí-mismo hacia una condición infantil. Por comparación con el sí-mismo, el cónyuge aparece como persona obligada a convertirse en proveedor, defensor o enfermera. Si un adulto parentaliza a un niño, la distorsión de la relación avanza otro paso. En realidad, la diferencia generacional debe invertirse. Primero, la persona del niño debe trasformarse en la de un adulto imaginario. ¿Por qué se hacen tantos esfuerzos en ese sentido? ¿Qué gana el adulto mediante la maniobra de parentalización? ¿Qué efecto ejerce sobre el hijo que está siendo parentalizado? El beneficio emocional derivado de la maniobra de parentalización está relacionado de modo íntimo con necesidades básicas de posesión. Una imaginaria dependencia infantil respecto de la persona del otro puede gratificar las propias necesidades de seguridad. Por añadidura, la fantasía de «rescatar» a un progenitor hace revivir antiguos deseos de curar la herida causada por la pérdida del propio estado de dependencia infantil respecto de padres todopoderosos y dadivosos. El dolor provocado por el enfrentamiento de las primeras pérdidas puede reiterarse con cada nueva separación. Sin duda alguna, hasta el más maduro de los adultos necesita abandonarse periódicamente a sus sueños de gratificación infantil, y se ve tentado de usar una relación actual como sustituto de la posesión de un progenitor. A la inversa, una relación se vuelve emocionalmente

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significativa para nosotros en la medida en que podamos investirla de fantasías regresivas de gratificación, infantil. Aunque nuestro concepto de la parentalización se expresa en términos en esencia posesivos (orales, dependientes), tenemos conciencia de otras implicaciones, como las agresivas o sexuales. El progenitor puede tratar al hijo como si fuese su igual desde el punto de vista generacional, en vez de alguien perteneciente a otra generación. El resentimiento acumulado durante largo tiempo puede descargarse sobre la figura del hijo, en forma de desplazamiento de represalias. Tradicionalmente, la estimulación heterosexual (edípica).entre progenitor e hijo se ha interpretado como algo que traspone las fronteras generacionales. El uso del hijo como igual para gratificar las necesidades sexuales del progenitor se convierte en incestuoso en el punto en que se viola la frontera generacional y se introduce un vínculo sexual entre dos adultos. Este análisis de la estructura relacional no pretende sustituir el estudio clínico. Por experiencia sabemos que las relaciones incestuosas tienen una motivación destructiva, devoradora, más que heterosexual de modo auténtico. Descubrimos que, fuera del hecho de que en lo individual el progenitor puede actuar llevado por sus impulsos sexuales o destructivos, en la interacción de un progenitor con otro y en la de toda la familia existen determinantes que condicionan la explotación agresiva y sexual de los hijos dentro de ciertas familias. Resulta probable que cierto grado de parentalización inconciente sea parte de la actitud de todos los progenitores hacia su hijo. En este sentido, configura un intento por impedir el agotamiento emocional del progenitor. No obstante, en determinadas circunstancias la necesidad paterna de parentalizar al hijo se vuelve conciente, e incluso se acentúa en forma obsesiva. Hemos visto casos de madres que manifiestan solazarse con el retrato de determinado hijo como un verdadero adulto en miniatura, desde el momento mismo del nacimiento. En otros, la primera visión que obtiene el progenitor de los rasgos faciales de su bebé lo convierte a este en candidato al eterno rol de chivo emisario, en apariencia debido a su semejanza física con uno de los padres o la hermana de aquel.

Posesión y pérdida de los seres queridos La posesión, por contraste con la pérdida de los seres queridos, es la dimensión clave de la más profunda experiencia y sentimiento de las relaciones familiares. El sistema concatenado de necesidades objetales posesivas de los miembros individuales contribuye a sentar las bases emocionales de la familia como unidad. La mayor satisfacción del hombre tiene lugar al forjar una relación, y su mayor dolor está vinculado a su falta de relación o a la amenaza de perder una relación importante. Así como la posibilidad de levantar una familia es fuente universal de felicidad anticipada, la perspectiva de perder un hijo, aun cuando sea a raíz de su crecimiento _s- madurez. puede generar la más profunda congoja. El hijo capacitado para dar un paso en pos de la separación debe, tarde o temprano, enfrentar su culpa y el hecho de tomar conciencia de que sus padres experimentarán dolor y sentirán un oculto resentimiento por ese paso que él dé. En última instancia, el proceso lleva a la obsolescencia de la anterior generación. Ese hecho existencial debe reconocerse como fuente principal de tensión en la vida familiar. a despecho de la propia orientación teórica hacia la psicología de las relaciones. La teoría dinámica de las relaciones objetales, tal como la elaboraron Klein, Fairbairn y Guntrip [49], en particular, ha desarrollado el concepto de interiorización y reexteriorización de las pautas de relación como mecanismo principal para compendiar los aspectos filiales y paternos de las relaciones familiares. Al recrear mis actitudes pasadas hacia mi propio padre en la relación con mi hijo, de manera potencial me convierto en padre e hijo a la vez. En un momento cualquiera en que copio las actitudes paternales de mi padre, hay algo que también revive en mí al símismo hambriento del hijo que solía ser mantenido y apoyado por sus padres. De este modo, en cierto sentido mi hijo, que ha

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hecho de mí un padre, también puede trasformarme en hijo. En términos generales cualquier relación caracterizada por la proximidad de los vínculos plantea un desafío: el de resolver la dialéctica antitética siempre reiterada de alternar los roles de sujeto y objeto en los dos participantes. Recibimos al dar, y viceversa. No podemos poseer a otros sin, a la vez, ser también poseídos por ellos. Ya nos hemos referido en otro lugar a la distinción entre dependencia funcional y dependencia óntica [12, pág. 37]. La dependencia funcional se basa en funciones específicas relativas a los cuidados brindados, en tanto que la dependencia óntica es inherente a nuestro ser psíquico. Desde el punto de vista psicológico, «vivimos» de relaciones, y estamos tan seguros como lo permitan nuestras relaciones con otras personas. La pérdida de una relación significativa implica siempre la desconfirmación óntica de la propia persona.

Parentalización y asignación de roles Desde el punto de vista terapéutico y teórico, las relaciones de familia o la psicología individual pueden enfocarse en dos niveles: el de los aspectos fácticos observables en forma manifiesta y el de las fuerzas encubiertas de determinación dinámica. Siempre es más fácil describir y estudiar la distribución explícita de roles en las familias. Sin embargo, en la terapia familiar a menudo descubrimos una relación paradójica entre ambos niveles, en que la abierta asignación de roles sólo contribuye a disfrazar motivaciones más profundas y diamétricamente opuestas. La estructura de nuestro compromiso interno con una relación se entrelaza por medios ocultos con la de la pareja o los copartícipes, formando un complejo equilibrio de fuerzas grupales y obligaciones inconcientes. Desde el comienzo mismo del movimiento de terapia familiar, diversos autores efectuaron intentos por describir la estructuración de los compromisos profundos que atan a los miembros de la familia. Se ha hecho referencia a algunas fuerzas de estructuración encubierta tildándoselas de «mitos familiares». Fuera del mito conciente, formulado de modo cognoscitivo, podemos encontrar pautas precognoscitivas, no verbales y menos concientes de relación, que todavía no pueden llamarse «mitos». La parentalización es una de esas pautas de estructuración de las relaciones que conlleva la asignación manifiesta de roles, así como características de expectativas y compromisos interiorizados. En primer lugar, enfocaremos la asignación de roles como aspecto de la parentalización.

Roles manifiestos relativos a los cuidados dispensados La elección de un cónyuge suele basarse en la fantasía encubierta de unirse a alguien que satisfará nuestros deseos como lo harían un padre o una madre. En un matrimonio bien equilibrado, las expectativas de parentalización tienden a formar una pauta más o menos simétrica. «Si tú me tratas como un bebé, en algún otro momento yo seré como un padre para ti». En ciertas oportunidades, la conducta regresiva de los progenitores exige de manera abierta que los hijos pequeños asuman el rol de cuidadores. Vimos cómo un chico de siete años discaba el número de la policía mientras su madre gritaba pidiendo ayuda, tirada en el suelo y semiahogada por el padre del niño. A menudo observamos cómo un hijo preadolescente oscila de un lado a otro como un péndulo, tratando de tranquilizar a un progenitor y luego al otro, en tanto que ellos siguen insistiendo en su insalvable incompatibilidad y la necesidad de divorciarse. Por regla general, es imposible hacer una evaluación cabal de las motivaciones de cualquier conflicto de los padres sin evaluar, también, sus efectos sobre la evolución emocional de los hijos. Por ejemplo, las amenazas de divorcio de los padres pueden detener los esfuerzos que sus hijos adolescentes o jóvenes realizan en pos de su emancipación. Aun cuando los hijos no carguen con el peso de los roles manifiestos de cuidadores, pueden funcionar como agentes de cimentación que sostienen en pie el matrimonio de sus padres. No nos referimos aquí al esfuerzo conciente que hacen muchos padres por evitar todo conflicto abierto en

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presencia de sus hijos. Una de las experiencias de aprendizaje más impresionante que hemos recogido a lo largo de la práctica de terapia familiar fue ver de qué manera puede, sin quererlo, obtenerse una profunda devoción, llena de tacto y consideración, de los hijos de tres o cuatro años de un matrimonio conflictuado. En las sesiones iniciales los hijos pueden incurrir en el acting out para ocultar los problemas de sus padres a la vista de extraños. Más adelante, los hijos pueden visualizar o expresar en forma verbal su preocupación por la posibilidad de que las peleas de sus padres lleven a la separación, el divorcio, o incluso el homicidio. Intervienen así para ayudar al perdidoso y alentar al deprimido. Los hijos de familias que viven en guetos suelen ser descritos como niños cargados de modo prematuro de responsabilidades parentales. Pavenstedt [68] describe familias en que el hijo de tres años calienta a medianoche la leche para el bebé, mientras la madre yace borracha en la habitación contigua. No obstante, fuera de esos extremos de explotación funcional, no es cierto que el funcionamiento adulto anticipado, y determinado por la realidad, tenga sobre el niño un efecto mutilador similar al que causa la explotación cargada de culpas del pequeño a raíz de necesidades más emocionales que reales. De hecho, en muchas familias la «república» que crean en su mundo propio los hermanos puede ser una fuente mucho más digna de confianza y seguridad para el hijo más pequeño que el progenitor dependiente e imprevisible. La dependencia mutua entre los hermanos puede impedir que sean dañados por la conducta infantil de padres inmaduros. En esas familias, el desarrollo de la confianza básica se afirma en funciones de parentalización recíproca entre los hermanos, más que en el desempeño de los padres.

Roles sacrificiales El sacrificio es un elemento universal con connotaciones religiosas y éticas, presente en todas las civilizaciones primitivas. Es la base de los pactos sellados entre grupos de hombres o entre el hombre y sus dioses. Sin embargo, con frecuencia se soslayan los importantes aportes de la víctima. Cuando debe ofrendarse un hijo en sacrificio a Dios, como en el caso de Isaac en la historia bíblica, nuestra primera reacción es de horror por la cruel explotación de un niño débil e inocente a manos de adultos poderosos. A decir verdad, la interpretación tradicional de lo que iba a ser el sacrificio de Isaac está elaborada en términos del poder y la obediencia. Dios le exige a Abraham que sacrifique a su hijo. Aquel obedece sin chistar, hasta tal punto que Dios, impresionado por su fe y lealtad, lo libera de la obligación de tener que cometer el acto en realidad. Conmovido por la lealtad de Abraham, Dios, que tiene el poder de borrar naciones enteras del mapa, le promete su lealtad a Abraham y sus descendientes. Es fácil ver aquí el refuerzo tradicional del rol paterno por medio de la figura de Dios, el superpadre, y soslayar el importante aporte del hijo, Isaac. Según se nos informa, Isaac no fue una víctima obediente y coaccionada en forma pasiva. De acuerdo con Ginsberg [46], Abraham no le ocultó a Isaac el objeto de su viaje a la montaña, y este último trasportó de modo voluntario parte de la leña necesaria para la hoguera de su propio sacrificio. Abraham no tuvo que valerse de la fuerza para obligar a su hijo a aceptar su destino. Isaac ni siquiera trató de resistirse a su cruel muerte. Por añadidura, Isaac no sólo no cuestionó la decisión paterna de consagrarlo en sacrificio, sino que él mismo le aconsejó al padre que le atara las manos, por miedo de echarse atrás y poner en peligro la ofrenda. Además, Isaac demostró su preocupación por lo que harían sus padres al llegar a la ancianidad sin él, su preciado hijo. He aquí la victoria de la lealtad familiar por sobre el poder y el miedo. El verdadero héroe es el hijo, quien actúa como si fuese un padre responsable en relación con sus propios progenitores, en el momento en que prevé su ofrenda en sacrificio a Dios, a manos de su padre. Sin su activa sumisión tal vez no se habría logrado un importante aporte al pacto sellado entre Dios y los hebreos.

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El autosacrificio voluntario es la base de la fuerza de cohesión de casi todas las grandes religiones. Así como la obediencia de Abraham a Dios al ofrecerle a su hijo en sacrificio se convirtió en un importante componente del pacto sellado entre Dios y los hebreos, el sacrificio voluntario de Cristo es el elemento clave en el pacto cristiano, tal como se desprende en forma cabal de la siguiente interpretación que propone la Encyclopedia of Religion and Ethics: «Este nuevo pacto, el evangelio cristiano [...] contrasta con la ley mosaica como pacto anterior o más antiguo. Al igual que este último, fue sellado con el sacrificio, incluso el de la sangre de Cristo, quien por Su voluntaria obediencia y sumisión a la muerte volvió superfluo el anterior sistema de sacrificios, convirtiéndose en mediador de un nuevo pacto» [52, pág. 219]. A menudo observamos que el ser humano que se ofrece como víctima voluntaria se convierte en fuente de mayor poder social. Por contraste con el aspecto expoliador del autosacrificio, lo que nos impresiona es su importancia en aras de la cohesión social. Un progenitor proclive al martirio y el autosacrificio (con mayor frecuencia, la madre) posiblemente resulte ser la fuerza de mayor cohesión y la influencia que más control ejerce dentro de la familia. El mismo principio se aplica al niño parentalizado como forma de sacrificio. Para el terapeuta es natural reaccionar ante el caso de un niño tomado por chivo emisario, viendo en él a la víctima que necesita de su auxilio activo para ser rescatado de sus opresores. No obstante, sería más exacto describir también a la víctima como colaborador voluntario y, de hecho, ganador. Los roles del sacrificio pueden ser cumplidos por seres «malos» o inocentes. En la historia bíblica Isaac es, claramente, una víctima inocente, al igual que algunos miembros «enfermos» en las familias contemporáneas. Tal vez se los respete, compadezca y sobreproteja a menudo en ciertos aspectos. La colaboración voluntaria de la víctima inocente, que ha sido elegida como chivo emisario, es difícil de comprender sin tomar conciencia de las recompensas emocionales derivadas de la aceptación de la jerarquía familiar de exigencias y compromisos. En tanto que el animal sacrificado es la triste víctima de la opresión humana, la persona tomada como chivo emisario suele ser superior a sus explotadores debido a su sensibilidad y capacidad de solicitud. Por ejemplo, puede describirse a un muchacho delincuente como a un ser por completo irresponsable, sumergido en una marejada de actos destructivos, y por añadidura entregado a la drogadicción. Sin embargo, puede tratarse de un jovencito que se quedó al lado de su madre cuando su padre la abandonó y todos los demás hermanos se marcharon del hogar. Su conducta delictiva y su aparente irresponsabilidad pueden balancearse, por medio de valores éticos, en un nivel más significativo de contabilidad relacional. Gracias a su asequibilidad para con la madre, carga con un exceso de responsabilidad en nombre de todos los restantes miembros de la familia. En determinadas familias, la víctima del sacrificio se vuelve «mala» de acuerdo con el sistema de valores morales de dicha familia. En este sentido, el delincuente juvenil o el joven de agresiva rebeldía son ejemplos típicos. Su apasionado repudio del acto traidor puede permitir a los otros miembros de la familia reforzar su sentido de solidaridad y estricta devoción. A menudo sale a relucir la misma pauta de rebeldía, por medio de mecanismos específicos en varias generaciones de una familia.

Roles neutrales Además de los roles de chivo emisario o de cuidador manifiesto, muchos roles en apariencia silenciosos contribuyen a la parentalización de los hijos. Uno de ellos es el del hermano sano. Al principio, los padres describen al hermano sano como el parangón de salud y adecuado desempeño. Cabe presuponer que él ha escapado a los efectos del sistema patógeno. Sin embargó, una observación más detenida permite descubrir que la supuesta salud de ese hijo es sólo un mito; con frecuencia se descubre que sufre tanto o más aún que el hijo designado paciente. Tal vez su rendimiento en la escuela sea deficiente, y se mantenga por completo alejado del mundo de sus 128

pares. Su existencia puede ser vacía, sin que sea ni sujeto por propio derecho ni objeto real de los intensos esfuerzos de los demás miembros de la familia: ni un «dador» ni un «receptor». Por detrás de su bien preservada fachada, él puede luchar con sus sentimientos de vacuidad, vacío emocional o depresión. En apariencia, la contribución que hace el hermano sano al sistema de lealtad de la familia reside en representar ciertos roles prescritos en forma prematura, sin vivir una vida apropiada para su edad. Esta función puede dotar de razón y de organización a toda una familia sumida en el caos. Los padres de una joven delincuente de 17 años describieron a su hermana de 19 como símbolo de lealtad familiar y conducta adecuada. Ella era una buena estudiante, y muy versada en religión. No le agradaba participar de las sesiones de terapia familiar, pero siempre que asistía su presencia resultaba benéfica, ya que los ataques maliciosos e incontrolables de que sus padres se hacían víctima mutuamente o dirigían contra el miembro designado como paciente se mantenían entonces dentro de ciertos límites. La conducta de la familia alcanzaba así cierto grado de dignidad. Más adelante, al abrir su corazón en el curso de la terapia, esa hermana sana y calma en la superficie se mostró desesperada, al punto de pensar en el suicidio. como posibilidad, porque se consideraba un total fracaso desde el punto de vista social, e incapacitada para aspirar al amor romántico, el matrimonio o la maternidad. A menudo, el cabal valor del aporte del hijo sano no resulta patente hasta que se produce su separación física de la familia. Una hija, la hermana sana en una familia caótica, se tornó incapacitada en forma grave mientras asistía a la universidad fuera de su ciudad natal. Con posterioridad, ella informó que cuando trataba de concentrarse en el estudio no hacía otra cosa que pensar en el desdichado matrimonio de sus padres y el efecto que tendría su ausencia en la capacidad de ellos para manejarse.

Parentalización y patogenia en las relaciones Para una psicoterapia basada en las relaciones, las implicaciones prácticas de la parentalización son demasiado vastas como para enumerarlas aquí. Ya hemos analizado la parentalización inherente a muchos casos de delincuencia juvenil. Entrevista en el contexto de la teoría de las relaciones, la persona hipocondriaca o con enfermedades psicosomáticas tiene el atributo mental de merecer convertirse en objeto de los cuidados de su sustituto paterno o enfermera, o depender de ellos. En ciertas parejas, uno de los cónyuges aparece enfermo, y obliga al otro a adoptar una actitud solícita y preocupada. El tratamiento familiar de la fobia a la escuela con frecuencia revela una parentalización oculta, en la que el progenitor acaricia la fantasía de ser cuidado por el hijo que falta a la escuela. Una madre, cuya propia madre, de mucha más edad, había consagrado un tiempo mucho mayor a los negocios que a la crianza de los hijos, acariciaba la fantasía (como expresión de deseos) de que su hija de 10 años no fuera a la escuela y se quedara en casa con el único propósito de supervisar sus prácticas como ama de casa. Un adolescente psicótico grave brindaba cuidados de tipo paterno a ambos progenitores, al punto de llegar al completo agotamiento emocional; el jovencito, de 16 años, a quien habían descrito como simple caso de custodia, más allá de toda posibilidad de psicoterapia, todas las noches le hacía al padre -dormido frente al aparato de televisión- el favor de levantarlo y trasportarlo hasta su dormitorio en el segundo piso. Los padres que maltratan o matan a un hijo suelen hacerlo llevados por la fuerza de una fantasía inconciente, según la cual se están tomando represalias respecto de sus propios progenitores, que se supone los habían hecho objeto de su rechazo [28, 65, 73]. Sistemas de compromiso: bases relacionales de la parentalización En un sistema de relaciones como la familia, las pautas de interacción se rigen por avenencias entre las expectativas, aspiraciones, restricciones y obligaciones. Cada progenitor introduce en el matrimonio la orientación normativa de valores propia de su familia de origen. Al tratar de vivir de 129

acuerdo con esos valores, procura que su cónyuge haga otro tanto. Como individuo, cada uno ingresa al matrimonio alentando expectativas, concientes e inconcientes, acerca de la relación conyugal. Su amor y respeto mutuo, y el que alientan por la empresa conjunta que significa crear una nueva familia, contribuye a atemperar sus feroces exigencias y amargas frustraciones. De la transacción a que llegan entre sus expectativas y obligaciones surgen una serie de valores y un libro mayor dinámico, que habrá de gobernar la mayor parte de sus interacciones como fundadores de una nueva familia nuclear. A medida que en un sistema de relaciones se van desarrollando configuraciones específicas de valores, se convierten en puntos focales de los compromisos de los miembros. Una de las muchas fórmulas posibles de valores podría enunciarse del siguiente modo: «Ni mi esposo ni yo sentimos cariño por nuestros padres, son todos horribles». Otra fórmula podría ser: «Si tú no te metes con mi familia, dejaré a la tuya en paz». Otro ejemplo es: «Formamos un buen matrimonio, pero es una lástima que nuestros dos hijos guerreen de manera constante entre sí». Dichas fórmulas de valores poseen características éticas innatas, ya que, además de constituir enunciados informativos, representan una autoridad tensora y prescriptiva que se hace sentir interiormente y guía la conducta de los miembros. Por ejemplo, los hijos cuyos padres presuponen que todos los conflictos están en los niños, más que en los progenitores mismos, se atendrán de modo inconciente a esas expectativas. De ese contexto se desprende que los valores éticos se hallan entrelazados de manera profunda, desde el punto de vista psicológico, con el libro mayor de reciprocidad en las relaciones, y con el compromiso que la persona asume respecto de esas relaciones. El cuarto mandamiento de Moisés dice: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen... » (Éxodo, 20:12). La conducta ética es inseparable de los sentimientos de lealtad. La mayor parte de los elementos propios de nuestra orientación ética se originan a partir de la relación interiorizada con nuestros padres. Freud [40], en su formulación del superyó, indicó el papel que cumplía como custodio de los valores morales y como objeto de amor parental interiorizado, que continúa vigente. De ahí que muchos de los aspectos supuestamente irracionales de las «peleas» conyugales son resultado del conflicto entre valores interiorizados que se originan a partir de las primeras relaciones formativas de cada cónyuge, por un lado, y las expectativas éticas de sus roles conyugales y paternos en la nueva familia, por otro. Las «cuentas» éticas son los determinantes más pertinaces de la conducta, porque su efecto se canaliza por medio de compromisos interiorizados en cada miembro del sistema social, más que a través de la coerción externa. Las estructuras sociales sostenidas por el poder externo, incluso el de carácter más restrictivo, por lo general son de duración más breve que las basadas en la lealtad y el compromiso con los valores de los participantes. Así lo demuestra la mayor capacidad de supervivencia de las religiones, en comparación con las dinastías o imperios basados de manera primordial en el poderío económico y político. También en las familias los padres esperan poder inculcar a sus hijos no sólo una actitud de sujeción mecanicista a su poder, sino además un compromiso interiorizado hacia los valores del libro mayor de méritos de la familia. En consecuencia, las avenencias a que se llega, respecto de los compromisos de lealtad basados en los méritos u obligaciones devengadas, configuran buena parte de la actividad reguladora y competencia para el liderazgo en las familias. Sólo desde un punto de vista ético extremo las familias pueden exigir de sus hijos una lealtad absoluta, sin términos medios. Ciertas formas de adoctrinamiento en ese sentido conducen a una implacable simbiosis familiar, en tanto que su carencia genera un vacío falto de compromisos, un estado anómico en la familia. Por lo tanto, el crecimiento autónomo es consecuencia de la integridad basada en el reconocimiento del balance de obligaciones, y de la capacidad para independizarse.

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El papel de la elección en los compromisos La parentalización es una de las expectativas alentadas dentro de un sistema familiar, y su blanco se elige de acuerdo a complejos determinantes. Por ejemplo, por lo común no es uno solo de los progenitores, sino el sistema familiar como un todo, el que elige al chivo emisario. La elección está determinada por fases anteriores de relaciones familiares y por la historia del desarrollo de cada miembro de la familia. Cabe observar cómo los miembros de una familia son parentalizados por turno. Cuanto mayor es la rigidez con que la asignación de ese rol se circunscribe a un individuo, más dañino resultará. La lealtad hacia la familia puede considerarse como una elección competitiva cuando se toman en cuenta vinculaciones externas. La cuestión del compromiso preferencial se torna más importante cuanto más limitado es el alcance de las relaciones significativas. Las familias unidas «simbióticamente» ponen a prueba en forma constante los compromisos de sus hijos casados: ¿Son ellos leales a su cónyuge, o a la familia de origen? El hijo parentalizado se encuentra en una posición en especial difícil para pensar y reflexionar en la posibilidad de asumir nuevos compromisos, como el matrimonio o la paternidad. No sólo puede llegar a violar las normas de lealtad que rigen su pertenencia a la familia, sino también su compromiso de cuidar de esta.

El compromiso como proceso simétrico (diálogo) La ley de la simetría en los compromisos exige igual capacidad de las dos partes para depositar confianza en el otro y funcionar en forma confiable. La aparente asimetría de una relación entre padre e hijo caracterizada por la falta de agradecimiento, por ejemplo, suele contrapesarse asumiendo obligaciones grandes al extremo que se van acumulando de manera encubierta. En tanto que, por lo general, el hijo salda parte de su deuda con los padres mediante el compromiso hacia el propio hijo cuando él mismo se convierte en padre, el hijo parentalizado rara vez se ve liberado de esta obligación. Cuanto más cercana a la del mártir esté la actitud de la madre, más fuerte será el vínculo de lealtad cargado de culpas para el hijo. Los sentimientos de culpa y de obligación oscurecen la devoción natural del hijo hacia el padre y conducen a una ambivalencia arraigada de modo profundo. Como el beneficiario del propio compromiso de lealtad suele ser objeto de abierto resentimiento y desdén, los jóvenes adultos esquizofrénicos, «simbióticamente» atados, suelen mostrarse hostiles de manera violenta hacia sus madres. A su vez, ellas aceptan esa hostilidad sin hacerse mayores problemas, y sin preocuparse demasiado con perder la lealtad del hijo. Ese tipo de progenitores conocen la verdad: la violencia del hijo documenta su inalterable vinculación e interminable devoción. El compromiso con la sociedad global y la parentalización Tanto en los sistemas sociales más vastos como en los pequeños pueden verse áreas de compromiso comparativamente excesivo o escaso. Los sistemas dictatoriales suelen despreciar y atacar los valores del compromiso familiar, y esperan del individuo que se aboque de lleno a defender los valores de la revolución, la ideología del partido o la religión. La devoción religiosa también suele verse como un compromiso de lealtad selectivo. La institución del celibato se fundó a partir de la idea de que el compromiso con la vida familiar reduce en el sacerdote la capacidad de consagrarse a la iglesia. El resquebrajamiento de toda organización política es a menudo precedido por una notable reducción del compromiso de sus miembros en relación con su ideología; así ocurrió en las fases postreras del Imperio Romano, en la Iglesia Católica durante el Renacimiento, en la Alemania de Weimar y, probablemente, así está sucediendo con el nacionalismo y la religiosidad de Estados Unidos en la actualidad. La falta de compromiso político, al menos en forma temporaria, puede provocar excesos del tipo menos deseable: sacrificios humanos en el circo romano, cazas de brujas

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y persecuciones religiosas en gran escala antes de la Reforma, actos inhumanos en la Alemania nazi, anarquía, violencia y extremismo en Estados Unidos. Otro resultado de la disminución del compromiso hacia la ideología difundida en la sociedad puede ser la mayor «investidura» emocional de la familia. Mucho se ha hablado acerca de la vida norteamericana contemporánea, «centrada en el niño». Sea o no una descripción exacta de ella, se da una difundida tendencia a sobrecargar la vida de las familias nucleares con expectativas de compromiso y satisfacción excesivos. Es probable que esta sobrecarga esté relacionada con un compromiso cada vez menor hacia la familia extensa, la religión y el nacionalismo, como también con un generalizado sentido de alienación en el hombre moderno. Creemos que la tendencia hacia la parentalización defensiva representa una manifestación de dicha sobrecarga de la familia nuclear.

Compromiso e indiferenciación «simbiótica» (fusión) Tanto el exceso como la falta de compromiso poseen un aspecto cuasi-cuantitativo y otro cualitativo. En el aspecto cuantitativo, uno puede comprometerse en exceso a raíz de haber «invertido» menos en otras relaciones, en un momento determinado. En lo cualitativo, uno también puede comprometerse en exceso por carecer de la capacidad o la libertad necesaria para modificar los compromisos, o incluso para convertirse en una persona independiente. La gente con una identidad amorfa tiende a verse atada de manera permanente a relaciones simbióticas e inalterables, como si los límites de su personalidad coincidieran con los de sus familias. La simbiosis se basa en la obligación de consagrarse a la familia de origen hasta la eternidad; la falta de individuación o diferenciación permite cumplir dicha obligación. En tanto que todo intento exitoso por mantener al hijo atado a la familia por medio de una lealtad cargada de culpas demora la maduración de aquel y conduce a su infantilización, en un nivel más significativo también parentaliza a ese hijo. El hecho de que un progenitor se aferre al hijo de manera simbiótica se origina en la falta de madurez del primero, y de delineación de sí mismo frente a sus propios padres. El intento inconciente de retener a los padres mediante el recurso mágico de la indiferenciación y la eterna inmadurez lleva a la posesión simbiótica de los hijos. Así, el estado de indiferenciación de la personalidad y el concomitante compromiso excesivo hacia la relación familiar se dan la mano. Sin embargo, el compromiso excesivo de tipo simbiótico no exige interacciones visibles o actos manifiestos de lealtad. La autodestrucción en apariencia carente de sentido, los ataques violentos e infundados al progenitor, la delincuencia o la psicosis de los vástagos pueden ser el resultado de una devoción fatal, inalterable e inconciente, hacia los padres.

Compromiso de lealtad y moral Las pautas de parentalización en las familias ilustran cómo funcionan las obligaciones para modelar las relaciones entre los miembros. Por lo general, los intentos de parentalización no se vuelven patógenos hasta que comienzan a afectar en forma seria el desarrollo del hijo. Lo descrito en el capítulo 3 -como «sistemas de compromisos de lealtad» representa una de las pautas de relación subyacentes de la parentalización. El vinculo entre padre e hijo es, de por sí, un importante ejemplo de sistema de lealtad, con su contabilización de méritos. Tanto del progenitor como del hijo se espera que «inviertan» en el sistema de lealtad con el fin de lograr que funcione de modo óptimo. Al principio, la madre brinda una dosis de amor incomparablemente mayor al bebé; sin embargo, se espera que el bebé «hipoteque» su lealtad como inversión a largo plazo en el sistema de compromisos. El progenitor obtiene, de parte del hijo que crece, cierto tipo de compensación psicológica de su inversión emocional, pero en circunstancias normales la índole de dicha compensación es más psicológica que tangible.

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Los siguientes párrafos, tomados de la carta escrita por una madre al novio de su hija, una esquizofrénica latente, desnudan algunas de las emociones provocadas por los efectos del futuro matrimonio sobre el sistema de lealtad: «Querido Jim: Parece que de nuevo tengo que enderezar las cosas... Mildred fue una espina clavada en mi costado desde que nació. Cuanto más rápido algún tonto que no sospeche nada me la saque de encima, mejor. Entonces me pondré a cantar y gritar, créame... »El otro día, en forma muy elegante Mildred me dijo que no tenía nada que agradecerme ni ningún motivo de gratitud hacia mí. Le respondí que debía agradecerme por el aire que respiraba, porque de no ser por mi ella no sería otra cosa que un sueño que nunca se materializó, ya que mi marido nunca quiso tener hijos. De modo que el hecho de que yo tuviera una familia era como poner dinero en el banco, no financieramente, sino hablando en sentido figurado. Ahora comienzo a recoger mis dividendos o interés de mi depósito en el llamado Joe, que tiene una familia y me ha dado nietos, o más bien bendecido con ellos, y créame cuando le digo que, además de respeto, nietos es cuanto espero que me den mis hijos.» En fragmentos de este tipo, llenos de tanta intensidad emocional, se encuentran con facilidad elementos de dolor negados por una pérdida prevista («Me pondré a cantar y gritar, créame»), expectativas éticas de lealtad, analogías financieras con la inversión en los cuidados suministrados y la compensación esperada, y un estereotipo cultural («además de respeto, nietos es cuanto espero»). La tragedia de esa madre en vísperas del casamiento de su hija se debe a que el acontecimiento es vivido como una traición, más que una prueba de fecunda madurez. Las ataduras éticas derivadas de esa lealtad cargada de culpas hacia la familia de origen son la fuente del vinculo «simbiótico» y de una serie de síntomas individuales, como la delincuencia. Los interminables lazos simbióticos de que son prisioneros los hijos psicóticos o neuróticos graves se fundan por lo común, en el miedo a traicionar una obligación. Por añadidura, el imperativo ético del vínculo de lealtad puede desplazar el énfasis, del tipo de moral común al basado en la lealtad. La clase de moral subyacente a cada uno de esos dos mandatos conforma dos tipos de desarrollo superyoico en los hijos. Otra esfera en que se utiliza la parentalización para balancear los libros mayores de méritos trasgeneracionales es la propia de las relaciones conyugales. El intento de un cónyuge parentalizado por asegurar una compensación a partir de su inversión puede llevar a una trágica desilusión, o incluso a deseos de venganza por parte del beneficiario endeudado. Una mujer de 48 años, madre de varios hijos al borde de la psicosis, alentaba ideas de profundo odio hacia su parentalizado marido, un hombre de 72 años. En una de las sesiones atacó a ese viejo serio y de apariencia mansa, deseando en forma abierta su muerte y diciendo que el día que él muriera se pondría un vestido rojo y reiría a carcajadas. Muy poco después, el hombre sufrió un colapso, fue hospitalizado y murió al cabo de diez días. La esposa efectivamente entró riendo y vestida de rojo. Con posterioridad ella cayó en un estado de depresión psicótica durante varios meses. El trasfondo de ese grotesco deseo de muerte a la manera del vudú se vinculaba con nuestro concepto de la contabilización trasgeneracional de la parentalización. La esposa creció siendo objeto de abierto rechazo y descuido por parte de sus padres. A los 20 años contrajo matrimonio con un hombre de 44. Es evidente que veía en él a un segundo padre; a su vez, el hombre llegó a resultarle repulsivo siempre que la requería sexualmente. En forma concomitante, el marido se convirtió en blanco desplazado del resentimiento que ella sentía hacia sus propios padres. Desde el punto de vista de la persona parentalizada, la parentalización es una maniobra de explotación manifiesta. La explotación del hijo es del tipo del doble vinculo: de él se espera que se

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muestre obediente, pero, a la vez, que actúe en concordancia con la posición superior de modo ostensible en que se lo coloca. Aunque se lo puede reconocer, al menos en forma encubierta, como víctima voluntariosa y fuente -de refuerzo del sistema familiar, él paga por el rango que le han asignado asumiendo el papel de cautivo. El mayor costo de dicho cautiverio es la detención del desarrollo y la autonomía individual. Frente a la influencia mutiladora de la parentalización de un hijo, ¿cómo pueden los padres permanecer inconcientes de sus implicaciones negativas? No es nuestra intención hacer retroceder el reloj, y volver a la actitud unidimensional de inculpación de los padres, que ocupó a la psicología del desarrollo durante algún tiempo. Los padres de hoy, pobres o adinerados, en realidad tienen mucho que sobrellevar, recibiendo un mínimo apoyo de sus familias extensas. No obstante, no deja de ser curioso cuán protegidos y en apariencia ciegos pueden mostrarse los padres negando su responsabilidad en la parentalización de un hijo. La respuesta puede residir, en parte, en un mecanismo específico de desplazamiento inconciente. Si yo, como progenitor, arrastro en mi interior una culpa de larga data por haber abandonado a mis padres, puedo alentar la ilusión de compensar mi deuda exagerando la devoción leal hacia mi hijo (como si fuera mi propio padre). Este desplazamiento del objeto de mi devoción me ayuda a disminuir mi culpa: estoy reduciendo mi antigua deuda brindando un exceso de devoción a mi hijo, en lugar de hacerlo con mis padres. En consecuencia, el aspecto dadivoso de mi devoción y lealtad desplazada enmascarará las exigencias y formas de explotación inherentes a mi dependencia excesiva en la persona de mi hijo.

Implicaciones terapéuticas y conclusiones Al explorar los diversos aspectos de la parentalización, descubrimos que se trata de un fenómeno lleno de ubicuidad, ya que se basa en obligaciones y necesidades fundamentales de posesión de los seres humanos. Representa un esfuerzo por recrear la anterior relación con el propio progenitor en la relación actual con los propios hijos. En tanto que la actitud de parentalización no afecte la libertad y perspectivas de crecimiento del hijo, puede considerársela dentro de los límites de lo normal, en especial si se extiende a todos los participantes con visos de reciprocidad. La parentalización asume un sentido patógeno si se vincula a la causa o mantenimiento de pautas de incapacidad en cualquier individuo, en particular un niño. Por consiguiente, su reconocimiento es importante para el especialista en terapia individual y esencial para el experto en terapia familiar. La parentalización disfrazada es un factor inherente a muchas formas de «patología» individual. La detención del desarrollo del niño, por ejemplo a raíz de un daño cerebral, puede contribuir a la parentalización, por cuanto la posesión del hijo por parte de la familia es prolongada. Al convertirse en un ser perturbado, y seguir en ese estado, el hijo puede enmascarar las dificultades propias de la relación de sus padres. Incluso la conducta delincuente puede coincidir con el hecho de que el hijo se vea parentalizado, ya que sus acciones pueden hacer que entren en el cuadro sustitutos paternos (o más bien, de los abuelos) deseados en forma inconciente, como la policía, los tribunales o las autoridades escolares. Mediante esta conducta el hijo responde a la propia necesidad de los padres, de contar con autoridades que fijen un límite. Su «maldad» se absuelve entonces de manera encubierta, por medio de sutiles recompensas y mensajes. Como no incluimos la parentalización en el marco conceptual de la patología individual, no examinaremos aquí su posible «cura». Preferimos hablar de «liberación», que en esencia es más un concepto político que médico. El carácter «institucionalizado» de los libros mayores familiares y multipersonales de méritos y obligaciones hacen necesario dicho enfoque. Consideramos que en el curso de la terapia individual puede intentarse lograr esa liberación, emancipación e individuación;

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las entrevistas de evaluación familiar desarrolladas con habilidad pueden contribuir a esclarecer los esfuerzos del terapeuta. Los efectos de la terapia familiar sobre la parentalización pueden dividirse en dos procesos, según sus fases: el efecto inmediato de trasferencia y el proceso de preelaboración, de alcance más vasto. En forma casi automática cabe presuponer que tiene lugar una adopción sustitutiva simbólica en las mentes de todos los miembros de la familia, incluso durante la primera sesión. A medida que los padres comienzan a trasferir e invisten al terapeuta de significado paterno, la presión ejercida sobre los hijos en pos de su parentalización tiende a disminuir de manera notable; en consecuencia, el paciente indicado como tal puede mejorar en forma sintomática. Esta mejoría sintomática inicial tiene sus aspectos traicioneros. Los miembros de la familia pueden experimentar una mejoría en la atmósfera emocional general, y optar por interrumpir el tratamiento. En tales casos, por lo común la mejoría no es duradera. Al mismo tiempo, los miembros de la familia, al rechazar al terapeuta, tal vez intenten utilizarlo como el objeto malo, sustituto de sus crueles introyecciones parentales. Quizá se valgan de la experiencia abortada de tratamiento para reafirmar su sistema, en vez de modificarlo, y continúen solicitando formas alternativas de tratamiento a medida que surgen ulteriores crisis. En los casos en que la familia tiene el valor y la fortaleza necesarios para proseguir el tratamiento, se pone a nuestra disposición un nuevo espectro de dimensiones dinámicas, sobre el que podemos trabajar. Los siguientes son signos de progreso hacia la «reelaboración»: Los padres compiten con sus hijos en busca de la atención del terapeuta, como si este fuera también 199 un padre; se pone a prueba al terapeuta en relación con sus sentimientos de parcialidad hacia miembros individuales de la familia; los hijos comienzan a ensayar nuevos roles familiares apropiados a su edad, y tratan de lograr que sus padres respondan como correponde a un progenitor. En conclusión, sea cual fuere la orientación teórica del terapeuta, él se encontrará en una posición mucho más adecuada para diseñar su estrategia y evaluar su progreso si aprende a reconocer los signos de parentalización en la dinámica relacional de las familias.

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7. Fundamentos de la psicodinámica y de la dinámica relacionan Conceptos relacionales y psicoanalíticos: convergencias y divergencias La teoría relacional constituye un desafío a la psicología dinámica individual (psicoanalítica) contemporánea. Este no apunta a la esencia del pensamiento freudiano en esferas en las que su validez es evidente. Al centrar nuestra indagación en las limitaciones clásicas de la teoría, procuramos llamar la atención del público y encauzar el debate con vistas a obtener resultados beneficiosos para ambos campos: la teoría individual y la relacional. Entendemos que las conclusiones monotéticas y unidimensionales merecen ser desafiadas por la rejuvenecedora dialéctica del enfoque relacional. Algunos de los conceptos freudianos originales fueron expresados en términos propios del pensamiento científico del siglo XIX, que subrayaba las dimensiones fijas de un incipiente orden racional del mundo. La rápida expansión de la tecnología y los conocimientos médico-biológicos alentaron al joven Freud a emprender la construcción de una «ciencia» de los mecanismos que operan en los ámbitos oscuros e inconcientes de la psique humana. De no ser por su valor y dedicación intelectual, dirigidos a poner orden en el caos, nuestros conocimientos de los fenómenos humanos no habrían llegado a su actual etapa de desarrollo. Uno de los aspectos vulnerables de la posición freudiana clásica concerniente a la terapia residía en que se encuadraba dentro de un marco básicamente cognoscitivo: las funciones psíquicas inconcientes tenían que volverse concientes. Si bien la integración del afecto y el afán por obtener insight, que sobrevinieron como fundamentacióri terapéutica de una etapa posterior de la teoría, constituían un concepto más amplio, las metas de la integración no se describían en detalle, o bien se expresaban en un lenguaje en esencia cognoscitivo. Sólo con posterioridad, y de manera gradual, surgieron conceptos estructurales de la personalidad básica como determinantes dinámicos no cognoscitivos, que no se basaban en el placer. Ferenczi, Melanie Klein, Fairbairn y Guntrip se contaron entre los pioneros de una teoría de la personalidad basada en las relaciones objetales dentro del psicoanálisis [49]. Fairbairn y Guntrip formularon una psicología individual basada en la tendencia del aparato psíquico a las relaciones de objeto. Según ella, la necesidad innata que tiene el hombre de establecer determinadas pautas de relaciones determina el desarrollo de la personalidad desde sus comienzos. Esta escuela del pensamiento es, probablemente, uno de los caminos más promisorios para la expansión de la teoría psicoanalítica, ya que estima indispensable ampliar el alcance de los fenómenos que serán investigados. No obstante, incluso dentro de esta escuela psicoanalítica, las relaciones sólo se consideran desde el punto de vista de las necesidades y regulaciones psíquicas individuales. Una dialéctica relacional existencialmente más apropiada sólo pudo surgir cuando los teóricos especializados en la terapia familiar comenzaron a interesarse por los balances y cuentas relacionados multipersonales.

1 Varias partes de este capítulo han sido tomadas, con pequeñas modificaciones, de 1. Boszormenyi-Nagy, «Loyalty implications of the trasference model in psychotherapy», Arch. Gen. Psychiatry, vol. 27, págs. 374-80, 1972. 201

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La consideración de la totalidad existencial de las relaciones lleva a enfocar cuestiones éticas, más que psicológicas. La psicologización de la esfera de las obligaciones interpersonales contribuye a negar el componente ético existencial de la propia responsabilidad para con los congéneres. La integridad de una justa reciprocidad en el proceder de dos seres humanos no puede reducirse de manera adecuada a una relación entre el yo y el superyó, ni tampoco equipararse a un enfoque puramente religioso de la obligación primaria del hombre, que lo llevaría a reparar sus trasgresiones contra el prójimo rindiendo cuentas a Dios en forma exclusiva. El especialista en terapia familiar debe reconocer la índole vitalmente dinámica de los problemas de la justicia reparatoria o el balance de justa reciprocidad en las relaciones. Importa separar este aspecto ético de las relaciones de una evaluación ética de los individuos según el grado de rectitud o maldad. El concepto de examen de realidad no puede divorciarse de una dialéctica relacional sin cometer el grave error de una excesiva simplificación. El hecho de destacar la capacidad de evaluación objetiva del «mundo externo» podría fácilmente confundirse con la tesis según la cual las vinculaciones personales muy cercanas pueden también encararse como partes de un mundo externo. La circunstancia de que uno siga mostrándose accesible para con un progenitor anciano y enfermo, o lo considere una carga no productiva desde el punto de vista económico, ¿podría acaso reducirse a una alternativa entre el subjetivismo y el examen objetivo de la realidad? Consideramos que la esencia de la solución de problemas semejantes no radica en el grado de objetividad cognoscitiva o de eficacia para hacer frente a los problemas de la vida, sino en la valentía y sensibilidad ética con que respondemos a una exigencia de integridad la cual reside más en la totalidad de una relación parento-filial de toda una vida que en una única persona. La reciprocidad de la lealtad es inseparable del libro mayor histórico de contabilización de méritos entre los miembros de la familia. El problema de evaluar el contexto y la naturaleza de la realidad en relación con las decisiones y acciones nos lleva a la teoría motivacional. Nos damos cuenta de que nuestro enfoque relacional de las motivaciones no puede ser de tipo reduccionista, aunque puede tener dimensiones privilegiadas como pautas intrínsecas de orientación.

Las necesidades frente al mérito como motivación La posición teórica original del psicoanálisis subrayó la organización pulsional o instintiva de la conducta y el funcionamiento psíquico. A menudo la teoría parecía dirigida a subordinar las relaciones humanas a la dicotomía conceptual entre el sujeto y el objeto de la pulsión. De ese modo, lo habitual era omitir toda consideración de las necesidades propias del objeto, en vez de incluirlas como elemento significativo. La estructuración relacional de la lealtad sólo es reductible, y de manera parcial, a la existencia de pulsiones, apetitos y necesidades de los miembros individuales. La teoría de las pulsiones o instintos se basa en un conflicto o modelo de poder. Puede existir una lucha competitiva entre sistemas psíquicos o individuos. Sin embargo, mientras trato de convertir al otro en objeto de mis pulsiones, ¿qué sucede con las necesidades que él tiene de convertirme a mí, o a algún otro, en objeto suyo? ¿Qué sucede si dos de nosotros, en forma competitiva, convertimos a un mismo tercero en objeto de pulsiones similares o diferentes? ¿Qué ocurre si yo quiero hacer de usted un objeto de afecto, y usted quiere hacer de mí un objeto de destrucción? Los conceptos freudianos sobre la horda primitiva, la catexia de las pulsiones, la envidia del pene y el dominio yoico son todos ilustrativos de su orientación hacia el poder y relacionados con la energía. Por otra parte, el mérito como concepto motivacional posee una estructuración multipersonal afirmada en un contexto ético. En tanto que la realidad última de las necesidades es la supervivencia biológica, la realidad del mérito reside en la historia existencial de un grupo. Como ocurre en el caso de las familias, en la historia de las naciones o los movimientos religiosos, la fuerza motivacional determinante del mérito es inconmensurable. La disposición de Abraham a sacrificar a su hijo en obediencia a Dios sirvió de

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base para el pacto que, supuestamente, comprometía la lealtad de Dios hacia su pueblo. El sacrificio de Cristo revolucionó el mérito de millones de personas sojuzgadas o condenadas durante siglos. La acción abnegada de los héroes de una nación y los actos presuntamente viles de sus enemigos determinan las motivaciones de incontables generaciones de jóvenes que nacen en cada contexto idiosincrásico de méritos. Según Shakespeare, Romeo y Julieta fueron víctimas de un «antiguo resentimiento» entre familias, que sólo puede quedar enterrado con la muerte de la «pareja de malhadados amantes». La estructura relacional de la lealtad abarca la trama de contabilidad de méritos en la historia de un grupo. Un niño nace en una situación predeterminada por el libro mayor de méritos y obligaciones de generaciones anteriores. Todos conocemos casos en que una madre está decidida a evitar que exploten a sus hijos del mismo modo en que ella lo fue durante su infancia, y sin embargo, por una de esas jugarretas de las motivaciones inconcientes, se encuentra haciendo exactamente lo que esperaba evitar. El hijo se ve atrapado en la lucha del padre por compensar una injusticia, y se convierte él mismo en chivo emisario de injusticias anteriores. Si bien sugerimos que la justicia reparatoria y la contabilización de méritos constituyen determinantes importantes de la motivación, coincidimos con Ricoeur en que la teoría motivacional no es una auténtica teoría causal. La necesidad y la conducta nunca pueden comprimirse en un simple modelo clásico de causa y efecto. En consecuencia, estamos lejos de sostener que la dinámica retributiva del mérito deba remplazar a todas las teorías individuales de la motivación. Estamos dispuestos a admitir la multiplicidad y relatividad de los determinantes de la conducta humana individual y colectiva; nuestra meta es la integración final de la psicología individual en el contexto de la dinámica sistémica relacional. Las obligaciones que crea la lealtad, si bien constituyen factores importantes, por sí solas no determinan las pautas de conducta inmediata: la gente puede desmentir sus obligaciones, de manera conciente o inconciente. Otro concepto clave del enfoque freudiano es el contraste entre determinantes concientes e inconcientes de la motivación. En la fase estructural del desarrollo teórico se realizaron intentos dirigidos a formular un sistema total de los afanes inconcientes del individuo como fuerza antropomórfica: el Inconciente, el Ello. Esto contribuyó a llamar la atención hacia la función unificadora, autorreguladora y orientada hacia una meta, de la naturaleza básica del hombre y de todo animal. La supervivencia del individuo y de la especie, tal vez, por primera vez en la historia, reciben su apropiado tributo psicológico. Resulta difícil que el especialista en terapia familiar no advierta «mecanismos» que están fuera de la conciencia de los miembros y, a la vez, parecen tener efectos determinantes previsibles sobre la familia. Esto plantea un interrogante: ¿podemos hablar de una organización inconciente de las motivaciones en un nivel sistémico multipersonal? Algunos primeros intentos por formular la estructura más profunda de las relaciones familiares se basaban, en forma explícita, en el modelo individual de funciones inconcientes, derivado de la psicodinámica freudiana. El modelo psicodinámico fue una elección obvia para explicar motivaciones en niveles múltiples, aun cuando los sistemas interaccionales se den en un nivel sistémico más complejo; sus aspectos encubiertos o inconcientes no podrían reconstruirse a partir de una sumatoria de funciones inconcientes de los miembros individuales. Tomados en su conjunto, ni los sueños y fantasías, ni siquiera las confesiones obtenidas con amital sódico, de los miembros de una familia revelarían las 1: pautas motivacionales compartidas de modo inconciente. Sin embargo, resulta incuestionable que los miembros de una familia desarrollan una ajustada complementación mutua de la dinámica inconciente de cada uno, al igual que de sus metas y esfuerzos concientes. Las jerarquías de obligaciones, las pautas defensivas y de explotación que se

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dan en connivencia en las familias, si bien no pueden definirse en términos psicológicos individuales, incluyen, se basan y se interrelacionan con las necesidades y compromisos inconcientes de todos y cada uno de los miembros. Consideramos que una actitud ética más amplia y extensiva es la clave para comprender la diferencia entre los puntos de vista individual y dinámico-relacional. Como si los puntos de vista individuales sostuvieran la premisa ética «egotista» de que la astucia puede equipararse a la ética: no me interesa nada, fuera de mi propio éxito y gratificación. Por otra parte, nuestro enfoque relacional asume la existencia de una auténtica preocupación, al menos, por unos pocos individuos relacionados en forma estrecha. Entonces, toda la gama de conceptos teóricos dinámicos puede revisarse desde los puntos de mira duales de esas dos actitudes éticas. Uno de esos conceptos es el muy importante de interiorización, proceso que con facilidad podría interpretarse como concluido en el individuo. En tanto que la psicología psicoanalítica del yo considera que los procesos de interiorización de las «relaciones objetales» son determinados por las reglas internas de la mente, los «puristas» teóricos de los sistemas sociales en el campo de la familia tienden a descartar el concepto de interiorización. La teoría dialéctica de las relaciones, propia de los presentes autores, ubica los fenómenos de interiorización en el contexto de las expectativas más profundas del toma y daca de las relaciones actuales de la persona. La teoría psicoanalítica clásica concebía la interiorización como un mecanismo psíquico defensivo, que en última instancia servía a la lucha del individuo por el control de los impulsos instintivos. En tiempos más recientes, Sandler y Rosenblatt declararon: «Es perfectamente coherente con la metapsicología psicoanalítica vincular la expresión de una necesidad instintiva con la forma de la representación del sí-mismo o, en todo caso, con la forma de una representación objetal» [77, págs. 135-36]. Sin embargo, los autores agregan: «El mundo de representaciones nunca es un agente activo [...] entraña, más bien, una serie de indicaciones que orientan al yo hacia una actividad adaptativa o defensiva apropiada. Puede compararse con un radar o pantalla de televisión que brinda información dotada de significado y sobre la cual puede basarse la acción». [77, pág. 136]. Por contraposición con el punto de vida intrapsíquico, la cuestión clave para una teoría de las relaciones es: ¿cómo se entrelaza el proceso de interiorización y se mantiene conectado con el compromiso activo de sus copartícipes relacionales? Por consiguiente, ¿de qué manera el objeto interiorizado es también un «agente activo» y representativo de las necesidades de los «objetos» de mis necesidades? Visto en completo aislamiento del contexto sistémico de las relaciones vitales, el proceso de interiorización en sí reviste limitado interés para nosotros. Lo vemos como un mero proceso de conservación: las relaciones vitales del pasado se trasforman en programación relaciona) para el futuro. Para nosotros, el concepto de representación simbólica e interiorizada del otro tiene que reverse y ampliarse, yendo desde el punto de vista de la conservación al de «convertibilidad». El endeudamiento del niño con sus padres puede convertirse en un superyó punitivo. Si la responsabilidad por los actos se presupone uno de los sustratos comunes más profundos de la determinación relacional, es decir psíquica, las relaciones objetales interiorizadas pueden considerarse como una moneda extranjera o cheques personales con los que pueden efectuarse pagos de obligaciones, al menos en forma temporaria, con bases de convertibilidad mientras la tasa de cambio permanece estable o la cuenta bancaria es sólida. Nuestro supuesto sobre la existencia de un universo humano con sus propias reglas de justicia va más allá de un mero modelo de aprendizaje de interiorización; presupone un flujo constante entre fuerzas dinámicas internas e interpersonales: «...la interacción refuerza los paradigmas de relaciones entre el sí-mismo y el otro. que. según se postula, operan como "pautas interiorizadas Yo-Tú" dentro de la estructura psíquica de un individuo» [61, pág. 1991.

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Se requiere una reevaluación dialéctica para redefinir el significado de la interiorización. Por medio de la contabilización de méritos, puede restaurarse la unidad entre hechos relacionales internos (psicológicos) y externos (interpersonales). Hemos demostrado que las relaciones interiorizadas sirven, en esencia, para sustentar la justicia de anteriores vínculos interpersonales, y que las interacciones en apariencia interpersonales pueden explotarse de manera tal de saldar cuentas con los agentes internos. Para todo propósito práctico (dinámico), el otro interiorizado es un participante activo del sistema de contabilización. En tanto que la teoría dinámica tradicional monotética buscaba, básicamente, rastrear los orígenes históricos de las necesidades que se manifiestan en la proyección (exteriorización) de una serie interna de pulsiones sobre una relación sin importancia, una indagación dialéctica debe buscar los aspectos «importantes» de las distorsiones aparentes de las actuales relaciones. El concepto de dinámica retributiva, o de reciprocidad, confiere un nuevo significado al mecanismo de las proyecciones. En vez de derivar la necesidad de proyecciones principalmente de una lucha dinámica entre los impulsos y el control de estos, la teoría retributiva presupone un mecanismo de reparación o venganza guiado de manera inconciente por el desequilibrio percibido en las cuentas pertenecientes al pasado de la persona. Como el crecimiento está relacionado en forma inevitable con ciertas dosis de frustración, resulta difícil definir con objetividad en qué punto el niño comienza a sentirse abandonado y, por lo tanto, intrínsecamente explotado por quienes lo han criado. No obstante, la cuantificación subjetiva intrínseca del toma y daca debe constituir la base de la cuenta que, entonces, tiene que saldarse a través de todas las consiguientes relaciones de la persona. Por momentos el desequilibrio se acumula como resultado del creciente endeudamiento. Una vez que el individuo siente que una cuenta sin saldar a largo plazo lo ha frustrado a través de los años, en él surge la necesidad y un sentido de justificación que lo llevan a tratar de saldar la cuenta mediante su «rembolso», así sea por medio de actos inapropiados, realizados en beneficio de una serie de terceros inadecuados, tomados como «reos» sustitutos. El niño que «se hace la rabona» tal vez no se dé cuenta de que «se la está cobrando» contra el sistema escolar como forma de desplazamiento de su familia de origen. De adulto, puede desarrollar una dependencia patológica en relación con su cónyuge, a quien atormenta y acusa, también como un desplazamiento. Como resultado, los demás tienden a tratarlo como un ser cuyo pensamiento está distorsionado, como a una persona paranoide y maliciosamente enferma. Sin embargo, en cierto modo, él tan sólo sigue la lógica de la justicia retributiva, satisfaciendo así la necesidad de saldar una cuenta pasada. Un interrogante de importancia es: ¿por qué ese desplazamiento? ¿Qué impide inteligir y reconocer las percepciones distorsionadas? Cabe presuponer que la nebulosa inicial de los recuerdos (amnesia) sobre el propio desarrollo temprano explica sólo en parte el aparente carácter azaroso de la elección de un blanco desplazado. También es posible preguntarse: ¿por qué no tomar represalias contra la familia de origen? Sugerimos que una explicación básica reside en lo que denominamos contabilidad doble. Con esto queremos significar que, en tanto que la persona se siente explotada por sus progenitores, también se siente endeudada hacia ellos. Los padres explotadores pueden, en forma simultánea aparecer como mártires, sufrientes y desdichados. La ambigüedad resultante, a través de su endeudamiento sutil e irresoluble, puede determinar que se establezca un mandato ético vedando toda forma de venganza contra los padres. En sus orígenes, la teoría de los instintos de Freud representaba un concepto intrínsecamente interpersonal, en la medida en que reconocía la importancia de la elección de otra persona como objeto de pulsión o de amor. Sin embargo, al reducir al otro al papel de objeto de la pulsión, Freud optó por pasar por alto el repertorio de características de los «otros» dotados de importancia para el paciente. Inicialmente se interesó por la verosimilitud de las cuentas históricas del paciente acerca

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de los malos tratos recibidos de parte de otros seres significativos. Con el tiempo, su interés se desplazó de las estructuras y mecanismos interpersonales a los intrapsíquicos. Toda teoría de las relaciones debe ser interpersonal de manera explícita, aunque no necesariamente psicológica. Debe evitar la asimetría implícita en los modelos de pulsión-sujeto y pulsión-objeto, y reconocer que el hecho de utilizar al otro como blanco de mis necesidades sólo representa un aspecto de la relación total. Sin tomar en cuenta las necesidades del otro, la indagación terapéutica se limitará al contexto del uso unilateral de los otros, y, probablemente, reforzará la explotación. La transición desde el modelo freudiano clásico al de la teoría de las relaciones puede hallarse en la teoría del superyó. Mediante el diálogo interiorizado con su superyó, el niño retiene una referencia dinámica hacia los sistemas de valores de otros seres importantes, o de la sociedad como un todo. Por consiguiente, en tanto que la persona de mi progenitor, y no sólo sus valores, sobreviven en la fase interior, a medida que sus necesidades son representadas a través de mi superyó, en cierta medida se convierten en mis propias necesidades, ya que deseo vivir en paz con mi conciencia. De acuerdo con el esquema psicodinámico tradicional, se visualiza a la persona en constante diálogo y búsqueda dinámica de una reciprocidad equilibrada, no sólo con su superyó sino, en forma simultánea, con los seres reales que habitualmente lo rodean. La relación yo-superyó determina sus sentimientos de culpa. No obstante, tal como lo subrayó Buber [25], se sienta culpable o no, una persona puede haber cometido un acto dirigido contra un semejante y, de ese modo, haber infringido la justicia del orden humano que lo circunda [25, pág. 117]. La psicoterapia puede contribuir a extirpar los sentimientos de culpa «neuróticos», pero no puede eliminar las consecuencias reales del abandono o la traición de que una persona ha hecho objeto a su amigo. Las acciones tienen una repercusión interpersonal más importante que los pensamientos, los sentimientos, las fantasías y otros hechos «psicológicos». En nuestra terminología, las acciones se registran en el libro mayor grupal de las cuentas de reciprocidad o de justicia. Sandler y Joffe declararon: «Teórica y clínicamente, es importante advertir que desde el punto de vista de la adaptación psíquica no existe cosa tal como el amor o la preocupación altruista o carente de egoísmo por un objeto (es decir, otra persona). El criterio último para determinar si una relación objetal especifica se mantiene o no, o si se lucha por ella, es su efecto sobre el estado básico de sentimientos del individuo» [76, pág. 89]. Esta declaración parece ignorar la realimentación que, como refuerzo mutuo, tiene lugar entre dos o más personas que configuran un sistema relacionel. Por añadidura, cabe presuponer que la propia obligación creada por un interés altruista está codeterminada por la propia posición en el balance «al minuto» de la cadena multigeneracional del toma y daca reciproco. El grado de mi altruismo dependerá en parte de que tenga una cuenta positiva o negativa en la hoja de balance. El empleo del término «carente de egoísmo» tiene, por supuesto, importancia decisiva dentro de nuestras consideraciones. ¿Cuáles son los criterios últimos que permiten juzgar si las relaciones «simbióticas» son motivadas en forma egoísta o no? Si no me puedo separar de mi madre, anciana y enferma, porque su estado me causa preocupación y aumenta el nivel de culpa en la lealtad que tengo hacia ella, ¿soy o no egoísta? ¿Hasta dónde llega la deuda de gratitud de un ser humano hacia su madre por la devoción de que fue objeto durante su primera infancia? ¿En qué medida debo recompensar a mi madre para que se me considere altruista o falto de egoísmo en relación con ella? Posiblemente, el especialista en terapia familiar se pregunte cuál será el resultado del proceso de realimentación puesto en marcha entre los distintos miembros de la familia por las motivaciones que los llevan a cuidar en forma «altruista» el uno del otro. En las sesiones de terapia familiar pueden observarse cadenas de expectativas y reacciones individuales a medida que se desarrollan en

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pautas multipersonales. Uno de los conceptos freudianos de bases individuales que promete ser más útil para la elaboración de teorías relacionales es el delineado en las fases iniciales de la concepción de su teoría estructural. Freud [41] postulaba que la psicología grupal está relacionada con una función similar a la superyoica, extrapolada y compartida entre todos los miembros de un grupo. Interesa advertir que, por lo que sabemos, no ha habido una ulterior elaboración sistemática de estos conceptos en la bibliografía especializada. Otro ejemplo de la relación intrínsecamente dialéctica existente entre las estructuras motivacionales manifiestas y encubiertas de la psiquis individual es el concepto freudiano clásico de formación reactiva del carácter. Este presupone una relación inversa entre rasgos visibles del carácter y sus configuraciones de necesidades exactamente opuestas en los ámbitos motivacionales inconcientes y más profundos de la psiquis. Por ejemplo, se interpreta que una actitud parentalizadora abierta, protectora o solícita en exceso, encubre y controla en forma defensiva intenciones hostiles arraigadas de manera profunda. Sin embargo, para nuestros fines es importante considerar algo más que esos dos niveles sistémicos. El concepto de formación reactiva del carácter se afirmaba en el individuo, en tanto que nuestros intereses se concentran en la programación dialéctica de las relaciones multipersonales. Por ejemplo, mediante un acuerdo al que de modo inconciente llegan en connivencia, los miembros de una familia pueden actuar de manera concertada para desplegar ambos aspectos de su antítesis motivacional sin experimentar ambivalencia en lo individual. Los miembros imbuidos de una rectitud manifiesta pueden participar en forma sustitutiva en los actos delictivos de otro miembro y sentirse, a la vez, superiores a él desde el punto de vista moral. A veces, incluso el hecho de que un miembro simpatiza abiertamente con el delincuente, puede facilitar a los otros para condenarlo sin sentir culpas por su invisible complicidad. Cabe plantear una pregunta: ¿El concepto de deslealtad agrega algo nuevo al de ambivalencia? Ambos connotan una avenencia escindida. La persona ambivalente odia al ser que también ama, en tanto que la desleal no respeta el compromiso que tiene para con una persona o el sistema. Desde el punto de vista del proceso de psicoterapia, existe otra similitud entre ambos fenómenos. Cuando uno examina su ambivalencia, por ejemplo hacia la propia madre, y comparte ese sentimiento con el terapeuta, comete de manera implícita una deslealtad hacia ella. Sin embargo, a pesar de esa deslealtad implícita, desde el punto de vista terapéutico tradicional se considera que la importancia dinámica de la ambivalencia radica en que la persona se ve enfrentada a sus propios sentimientos. Tradicionalmente, el despertar de culpas por esa ambivalencia se explica sobre la misma base: la confrontación del paciente con sus verdaderos, aunque a menudo reprimidos, sentimientos. El proceso terapéutico de toma de conciencia se interpreta entonces, básicamente, como una consecuencia intrapersonal, regida por la fuerza yoica por un lado, y la ansiosa necesidad de represión por el otro. Por otra parte, la deslealtad se relaciona con la dimensión de la acción, y se afirma en el orden del universo humano. La medida de la lealtad que realmente se debe guardar depende del libro mayor de acciones pasadas y presentes del otro. A su vez, lealtad o deslealtad también se expresan por medio de acciones. La actitud ambivalente está arraigada en la ambigüedad del amor y el odio; el acto desleal implica una obligación a la par que el repudio de esta. En el campo sistémico multipersonal de las relaciones familiares, la propia ambivalencia hacia el progenitor no puede separarse del problema de la lealtad hacia él. La relación terapéutica llega, de manera inevitable, a cuestionar las relaciones familiares existentes, y mediante sus aspectos de deslealtad implícitos puede aumentar en forma significativa la culpa producida por la ambivalencia.

Balance sustitutivo Dada nuestra tesis de que el rendimiento de cuentas de justicia es el principio central de la programación dinámica de las relaciones, debemos examinar su importancia para los fenómenos 142

psicológicos descritos como proyección, desplazamiento o reorientación. Un supuesto común a todos estos conceptos es que connotan la canalización «inapropiada» de impulsos y actitudes dinámicamente significativas en un contexto de realidad falso desde el punto de vista cognoscitivo. Tomando como prototipo la situación del niño en su familia, él tiene tres opciones para reparar la injusticia que ha sufrido. Si el pequeño se siente tratado en forma injusta y desesperadamente agobiado por el poder del mundo adulto, puede: 1) rebelarse contra los padres mismos, 2) si eso no es factible, desviar sus impulsos de venganza hacia otra persona, de modo inadecuado, 3) tratar de «tragarse» sus sentimientos heridos. Resulta evidente que la opción 1 cumple un importante papel en la delincuencia y la agresión intrafamiliar franca. La opción 2 puede dar lugar a un enfrentamiento a largo plazo que genera la total saturación de la vida futura del niño con tendencias iracundas, «inapropiadamente» retributivas y tal vez paranoides, originadas en su pasado. La opción 3 a menudo lleva al retraimiento, la depresión y el vuelco de la agresión contra sí mismo, o bien a otras pautas «sintomáticas», «patológicas» o «caracterológicas» secundarias. Puede utilizarse o manipularse una relación para saldar la injusticia de otra relación anterior. Por ejemplo, el cónyuge, o incluso el hijo, pueden ser parentalizados en forma inconciente por la supuesta víctima con el objeto de satisfacer su necesidad de tomarse represalias de los padres. Desde el punto de vista de la psicología individual, esto puede definirse como una exteriorización inapropiada o identificación peryectiva. Según el enfoque tradicional sobre este tipo de «patología» relacionel, su carácter inapropiado está determinado de modo inconciente; por ende, se supone que una creciente intelección o toma de conciencia tendría que ayudar a descubrir y, en consecuencia, a modificar esta pauta. En consonancia, una vez que a una persona con suficiente «fortaleza yoica» se le demuestra de qué manera poco apropiada utiliza sus actuales relaciones, como si quisiera saldar las cuentas de su pasado, él debería poder corregir la «distorsión». Se supone que el yo cada vez más realista, que entonces va creciendo, puede desarrollar canales más apropiados para la gratificación de los instintos o los impulsos. Nuestra posición agrega dos elementos teóricos de importancia en que nos desviamos de esa tesis, tanto desde el punto de vista dinámico como terapéutico. Primero, presuponemos que la búsqueda de justicia sustitutiva es una dinámica de relación por propio derecho, ubicada entre la persona y su mundo, y no entre la persona y sus impulsos o representaciones interiorizadas tan sólo. El balance de las justicias subjetivas de todos los miembros equivale a una característica implícita, aunque objetiva, del sistema. En segundo término, presumimos que se deriva un beneficio cuasi-ético al proteger la propia lealtad hacia los padres a expensas de otras relaciones posteriores. De este concepto de lealtad primaria hacia la propia familia de origen se desprende que el mayor de los «pecados» es infringir ese compromiso primario y, por consiguiente, preferencial. Ahí reside un importante determinante dinámico de todo tipo de actitud persecutoria y paranoide: El desplazamiento de las represalias sirve a la economía psíquica: puede atacarse a otra persona o a todo el mundo en un noble esfuerzo por retener la propia lealtad, sin acusar a los padres. Así, los actos supuestamente dañinos de los progenitores se vengan «en ausencia». La relación con el terapeuta puede verse atrapada en similares esfuerzos por equilibrar el balance. A Freud debemos el importante concepto de la trasferencia. Él descubrió que los pacientes tienden a repetir tempranas actitudes y expectativas infantiles en su conducta con el especialista, como si este último fuese el progenitor originario. Puesto que el cuerpo principal de la teoría psicoanalítica clásica fue expresado básicamente en términos cognoscitivos, las manifestaciones trasferenciales por lo general se consideraron distorsiones de la realidad perceptible. En otras palabras, el autoengaño del paciente con respecto a la naturaleza de su relación con el médico se describía como un error cognoscitivo, una distorsión en la percepción y el pensamiento. Cuando el paciente convierte al analista en blanco de sus reiteradas ansias infantiles, de modo inconciente se engaña a sí mismo; por consiguiente, una de las metas de

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la terapia será corregir esa distorsión. Los terapeutas especializados en el sistema familiar, por el contrario, se interesan más por las implicaciones existenciales de los aspectos de la trasferencia en todas las relaciones personales más estrechas. Las actitudes y expectativas trasferidas connotan la continuidad de pasadas obligaciones y expectativas sin resolver en los sistemas familiares, y más que una ficción engañosa entrañan hechos reales y verdaderos. En los capítulos 3 y 4 se ha hecho referencia a la importancia motivacional del mérito, contrastada con las necesidades. El mérito trasciende el marco individual o psicológico, ya que constituye una dimensión de cuentas éticas de lealtad y justicia en los sistemas relacionales. Desearíamos examinar el fenómeno de la trasferencia, concepto central de la teoría y la práctica psicoanalítica desde este punto de vista. Tradicionalmente, la trasferencia se ha enfocado dentro de un marco dinámico, determinado por la necesidad. El individuo, basándose en sus necesidades reiteradas y conservadoras de manera regresiva, puede utilizar al terapeuta, los miembros de la familia o cualquier otra persona de importancia como pantalla de su «proyecto» de trasferencia determinado por la necesidad. Desde la perspectiva de la economía de la satisfacción de sus necesidades psicológicas, la persona, en última instancia, puede ejercer una fútil repetición o lograr la necesaria utilización de la relación trasferencial en pos del cambio y el crecimiento. El punto de vista del mérito considera los fenómenos de trasferencia dentro del sistema estructurado de obligaciones y créditos familiares. En consonancia, al trabar cualquier relación nueva se modifica la posición de la persona en el libro mayor de méritos familiar. La deslealtad real o aparente hacia los otros miembros de la familia puede crear desequilibrios en relaciones que pueden realimentarse en el equilibrio de gratificación de necesidades del individuo vinculado en la trasferencia terapéutica. La trasferencia positiva significa que se cumple la anhelada fantasía de tener padres buenos, la negativa brinda al paciente la oportunidad de castigar al terapeuta en tanto que salva a los padres reales. De este modo, la trasferencia positiva implica siempre una deslealtad hacia los padres reales, mientras que la negativa restaura la lealtad, al menos de manera implícita, mediante la negación de lealtad al terapeuta. El cambio terapéutico que se da en el contexto de la trasferencia positiva, o sea los deseos de complacer al terapeuta como padre sustitutivo, entraña en sí una violación de la lealtad que guardamos hacia la familia de origen. En la medida en que la enfermedad y el fracaso sostienen la propia lealtad hacia el compromiso familiar de ausencia de cambio, el hecho de que ese síntoma ceda ante un extraño puede significar la mayor de las traiciones. De acuerdo con las mismas pautas, la mejoría sintomática tiene siempre una connotación de deslealtad hacia la propia familia de origen, y según nuestra experiencia, poco importa que los padres estén vivos o muertos. La patología intergeneracional trasmitida es una forma de contabilización leal persistente, mediante el balance sustitutivo dentro del sistema familiar. Cuanto más se aparte de la fuente y razón de la obligación, menos conocido es para el participante, y más ciego y patogénico se torna el sistema.

Implicaciones de lealtad en el modelo psicoterapéutico de la trasferencia Rastrearemos las implicaciones de nuestra teoría dialéctica de las relaciones, partiendo de la consideración de su contraste con la teoría psicológica individual, para un tema central de la teoría y la práctica psicoanalíticas: la trasferencia. ¿Estructuración multipersonal o unipersonal de las motivaciones? Existen grandes malentendidos sobre los problemas reales que surgen de la terapia familiar o relacional, contrastada con el enfoque individual. Uno de ellos es la creencia de que el enfoque relacional sólo encara interacciones visibles e implica únicamente un interés superficial en los 144

aspectos estructurales de los miembros individuales de la familia. Otro es el mito de que el carácter confidencial de una relación terapéutica entre dos personas es condición sine qua non para alcanzar profundidad terapéutica. Con el curso de los años, llegamos a convencernos de que la esencia del enfoque de terapia familiar reside en un compromiso motivacional y de lealtad en la relación terapeuta-paciente. El hecho de que el terapeuta vea por separado o en forma conjunta a los miembros notoriamente sintomáticos y a otros integrantes de la familia es mucho menos importante, desde el punto de vista dinámico, que su intención de ocuparse del bienestar emocional y el crecimiento de cada uno de ellos. El principal indicador que lleva a indagar o iniciar el tratamiento sobre una base familiar reside en la capacidad de «parcialidad multidireccional» del terapeuta, o sea su libertad interior para ponerse primero del lado de un miembro de la familia y luego del otro, tal como lo requiere su comprensión empática y su eficacia técnica. En el presente capítulo no intentamos establecer de qué manera difieren los fenómenos de trasferencia en las condiciones propias de la terapia familiar. Por el contrario, querríamos solicitarle al psicoterapeuta que considere el mérito de ciertas implicaciones teóricas y estrategias para la terapia individual, incluyendo la terapia residencial de niños. El monumental aporte que significa el concepto de trasferencia freudiano nos ayuda a entender los compromisos personales estructuralizados y ocultos del paciente, a medida que estos se exteriorizan y desplazan hacia el terapeuta. Comprender la inclinación que lleva al paciente a personalizar una relación en apariencia técnica se convirtió en uno de los principales criterios indicadores para emprender el psicoanálisis. El siguiente paso lógico en la expansión del alcance del conocimiento obtenido reside en incluir el contexto de las actuales relaciones familiares más cercanas del paciente. Nos preguntamos: ¿Los compromisos subjetivos personales del paciente, ante el terapeuta tienen implicaciones ocultas de lealtad familiar? Por añadidura, si la respuesta es si, debemos determinar cuán importantes son esas lealtades para el éxito terapéutico. Enfocaremos la culpa originada en la lealtad hacia la familia como principal fuente de resistencia frente al tratamiento y el cambio. Anna Freud observa: «En períodos de trasferencia positiva, los padres a menudo agravan el conflicto de lealtad entre analista y progenitor que invariablemente surge en el niño» [38, pág. 481. Desde el punto de vista del especialista en terapia familiar, es aún más importante reconocer que cada paso que se da hacia el cambio o la mejoría viola el compromiso inconciente de lealtad del hijo hacia la familia. El mero establecimiento de una fuerte trasferencia, sea positiva o negativa, desencadena culpas por la violación de lazos inconcientes de lealtad familiar. La trasferencia como intento de adopción temporaria, además de constituir una exteriorización de pautas intrapsiquicas, debe ser antitética respecto de los vínculos existentes entre hijo y padre, y no considerarse de manera exclusiva en el aislamiento de la relación terapéutica. La lealtad puede significar muchas cosas; para nuestros fines, la definimos como una de las fuerzas de estructuración multipersonales que están en la raíz de los sistemas o redes de relaciones. Las relaciones multipersonales abarcan las organizaciones psicológicas de los individuos, pero van más allá de ellas. En el lenguaje de la teoría de los sistemas, dichas organizaciones tienen una contribución causal o motivacional propia, así como las propiedades del agua son diferentes de la suma de las propiedades del hidrógeno y el oxígeno. Es bien sabido que la labor terapéutica directa, dirigida hacia las dimensiones de los sistemas de relación, es extremadamente compleja. Las pautas arcaicas repetitivas, generadas en la neurosis de trasferencia terapéutica individual y estudiadas en forma privada, in vitro, por así decirlo, deben entenderse dentro de una estructura integrada, entrelazada con interacciones interpersonales «reales». En una agria disputa conyugal, marido y mujer pierden la perspectiva hasta el punto de llegar a pelear entre sí y contra las sombras del mundo relacional interiorizado del otro. El punto de

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vista dinámico describe la vida como un proceso que tiene lugar en un campo de fuerzas en constante cambio. La teoría psicodinámica clásica ha dilucidado las fuerzas conflictivas de las configuraciones de necesidad internas y los intentos del yo por dominar la realidad exterior. Modificar una personalidad en una dirección dada ha sido el marco de referencia tradicional de la psicoterapia individual. Los fenómenos de trasferencia, como declaró Anna Freud, deben entenderse como parte de «toda una complicada red de pulsiones, afectos, relaciones objetales, aparatos yoicos, funciones y defensas yoicas, interiorizaciones e ideales, con las interdependencias mutuas entre ello y yo y los defectos resultantes del desarrollo, regresiones, angustias, formaciones de compromiso y distorsiones del carácter» [38, pág. 5]. Algunos de estos conceptos poseen una base individual, en tanto que otros hacen referencia a relaciones dinámicas. El especialista en terapia familiar debe ampliar su enfoque, yendo de las díadas a sistemas de relaciones más vastos, y considerar a cada miembro del sistema desde su punto de vista único y singular, como centro de un universo. En una palabra, el terapeuta especializado en familias y relaciones en general debe distinguir entre tres niveles de sistemas relacionales: 1. El aspecto puramente intrapsíquico (p. ej., yo-superyó, persona propia y voz ajena, sí-mismo y perseguidor imaginario, etc.). 2. El aspecto interno de lo interpersonal (p. ej., la lealtad hacia un progenitor o hacia el cónyuge). 3. El aspecto existencial de lo interpersonal (p. ej., el hecho de tener o no padres, hermanos, etc.) Los fenómenos relacionales que corresponden, básicamente, a uno de estos niveles pueden entrelazarse con fenómenos o expectativas en los otros niveles, y oscurecerlos. Puede darse una gran confusión y producirse una lucha improductiva y carente de sentido entre los miembros de la familia debido a su propia confusión y la del terapeuta respecto del nivel relacional en el cual reside la esencia de un problema. Otra diferencia entre los fenómenos relacionales en los niveles 2 y 3 podría ilustrarse con los sentimientos asesinos, incestuosos, etc., que uno experimenta hacia un progenitor con: a) el terapeuta solo, o b) en presencia del progenitor. Uno de los puntos de vista menos constructivos en los actuales ensayos sobre el enfoque familiar es el que presupone una relación de «lo uno o lo otro», mutuamente excluyente, entre la dinámica de personalidad individual y la dinámica relacional multipersonal o sistémica. Determinados autores hablan de una «ruptura discontinua» entre la teoría psicodinámica tradicional y los modelos familiar o relacional de la teoría motivacional. Nuestra propia perspectiva ha estado dominada por la búsqueda de una síntesis creativa de factores mutuamente complementarios y antitéticos en la evaluación de la situación hurnana. El hecho de que poseamos información nueva y valiosa acerca de las leyes homeostáticas reguladoras de los sistemas de relaciones no invalida la necesidad de comprender a la persona, en su individualidad, como un nivel válido del sistema motivacional. El siguiente paso de importancia en la teoría psicodinámica muy bien podría ser la descripción de la profunda estructuración dinámica de sistemas de relación multipersonales. Dicho lenguaje tomará muchos elementos prestados de la orientación en esencia intraindividual y parcialmente diádica de la teoría psicoanalítica clásica, pero también deberá integrar los logros conceptuales de la teoría de las relaciones y extender la utilidad de ambos marcos de referencia. Como es natural, dichas ampliaciones teóricas, tendrán que encarar los conceptos fronterizos que señalan la transición de una teoría individual a la teoría de los sistemas de relaciones.

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Individuación: diferenciación o extrañamiento Uno de los mitos que con frecuencia sustentan los partidarios del enfoque individual tradicional entraña la sobrevaloración de la separación física como medio de individuación. No cuestionamos el valor o la necesidad de ciertas separaciones conyugales, el divorcio, o la mudanza del adolescente para vivir solo cuando está preparado para ello. Lo que sí objetamos es el hecho de que se confunda separación con diferenciación, como medio de madurar. El traslado físico de un joven adulto esquizoide, sacándolo de su casa, por ejemplo, no servirá tanto a que madure como la ayuda directa respecto de sus relaciones dependientes en la familia. A la inversa, existe una difundida creencia (o tal vez resistencia) entre los profesionales, en el sentido de que el hecho de tratar juntos a todos los miembros de la familia equivale a convalidar, por parte del terapeuta, la unión simbiótica perenne de la familia. En realidad, si el terapeuta es experimentado y está capacitado de manera adecuada, el hecho de trabajar con las dimensiones de una relación en una sesión conjunta brinda más posibilidades de individuación que la separación física. Puede surgir confusión por el hecho de no distinguirse entre la individuación y la ruptura de los vínculos de relación. La primera fue definida por Anna Freud en los siguientes términos: «determinar si, y a partir de qué momento, el hijo debe dejar de ser considerado como un producto de su familia, dependiente de esta y merece que se le conceda el estatuto de una entidad separada, una estructura psíquica con derecho propio» [38, pág. 43]; y atañe a la formación de fronteras psíquicas. A menudo esta última se ve oscurecida por un mito personal, basado en alguna combinación de huida, desmentida, interiorización de la lealtad o contienda ostensiblemente hostil. El empleo de frases trilladas, como «es lo bastante grande como para mudarse de casa de sus padres» o «para algunas personas es mejor divorciarse», puede ocultar la propia relación no resuelta del terapeuta con su familia de origen. La capacidad del terapeuta para enfrentar su propia relación familiar determinará el que idee una estrategia para la separación o un método de indagación conjunta y enfrentamiento terapéutico. El siguiente fragmento de las declaraciones de un marido en una primera sesión de pareja plantea dicho problema: Realmente, a mí no me importa, doctor, qué sienten mis padres, ni qué hacen. No les guardo rencor, pero la verdad es que nunca hicieron nada en mi favor. Yo comencé a trabajar a los doce años, y cuando más necesité su ayuda no reunieron el dinero con el cual podrían haber pagado la fianza para sacarme de la cárcel. Ahora tengo un prontuario policial, que me impide obtener trabajos con nivel de ejecutivo. Durante años enteros sólo vi a mis padres una vez cada seis meses. Mi gran problema es la bebida. Amo a mi esposa, pero recién vuelvo a casa a eso de las dos o tres de la mañana, después del trabajo. En realidad, estoy vacío emocionalmente. Me siento en los bares y bebo hasta el punto de perder el conocimiento. Durante los dos últimos años solía ir a lo de mi madre unas dos veces por semana. Sólo voy para ayudarlo a mi padre con cosas tales como el seguro del coche, de la casa, y otras parecidas. Algunos terapeutas pueden percibir el desinterés y distanciamiento en la descripción que este hombre hace de la relación con sus padres; por el contrario, otros repararían en su paradójico interés por visitarlos dos veces por semana como potencial emergente para investigar vínculos de lealtad ocultos.

Enfrentamiento interno y enfrentamiento contextual Trátese de un niño o de un adulto, el teórico relacional se muestra adverso a considerar las estructuras intrapsíquicas en forma separada del contexto de las relaciones reales. El especialista en terapia familiar no sólo siente curiosidad por los efectos de la conducta del familiar sobre el paciente, sino que extiende la categoría «paciente» de modo de incluir el propio enfoque del familiar y la cuenta trasgeneracional de obligaciones entre los miembros. 147

Freud esperaba del paciente que tuviera la capacidad y el valor necesarios para enfrentar sus propias estructuras psíquicas internas y relaciones interiorizadas. La terapia relacional exige valentía para hacer frente a los fantasmas que se hacen presentes en relaciones reales. Si yo hablo de usted en su presencia, usted observará mis reacciones y yo seré testigo de las suyas. ¿Cuáles son los riesgos y los beneficios potenciales para cada miembro de la familia al hablar uno del otro y reafirmar sus puntos de vista en presencia de ese otro? Aparte de encarar la mutua exposición de experiencias terroríficas o vergonzosas, la actitud patológica sostenida en connivencia por los miembros de la familia tiene menos probabilidades de mantenerse oculta si la exposición es bilateral. Es más probable que los mitos familiares privados o compartidos se revelen en el contexto de la indagación conjunta. Las gratificaciones sustitutivas inconcientes que causan los actos destructivos del otro y la manipulación encubierta de roles suelen descubrirse en el curso de la terapia familiar. La naturaleza de la alianza entre familia y terapeuta es, por ende, muy distinta de la situación tradicional en que se espera que un individuo enfrente sus estructuras mentales inconcientes en presencia del terapeuta. Los familiares no sólo se convierten en copacientes, sino que sus pautas de interacción se vuelven observables en forma directa, en vez de ser meramente descritas y actuadas mediante la trasferencia y la contratrasferencia inducida en el terapeuta. La experiencia demuestra que una sola sesión conjunta puede revelar pautas interaccionales patogénicas de sorprendente importancia, que no podrían descubrirse en meses enteros de terapia individual, realizada por separado en forma colateral. Así lo demuestran muchos casos de fobia a la escuela. Una jovencita de 17 años recibió tratamiento individual en uno de los más importantes institutos de capacitación, siendo tratada como psicótica. A los dos meses de ser derivada a la División de Terapia Familiar, ella y su padrastro revelaron la existencia de una relación incestuosa que ya llevaba seis meses de duración. En el curso ulterior de la terapia, toda la familia, integrada por cuatro miembros, efectuó grandes progresos, y se descubrió que la madre necesitaba someterse a un tratamiento de larga duración. Al examinar los aspectos trasferenciales de los enfoques individual y de dinámica relacional, debemos considerar una más amplia expansión de nuestro horizonte teórico. A medida que nuestro punto de vista va cambiando, para ir de las formulaciones relativamente impersonales de mecanismos psíquicos a la experiencia subjetiva y el sentido de la interacción entre la gente, no sólo debemos tener en cuenta las reacciones psicológicas, sino también la maraña ética y existencial que configuran las vidas humanas. La preocupación y la responsabilidad mutua son importantes dimensiones inherentes a toda relación caracterizada por la cercanía, aun cuando se den en un ámbito estructural parcialmente inconciente. El terapeuta que desea liberar al paciente de su preocupación por los demás miembros de la familia, o de su lealtad cargada de culpas hacia ellos, tal vez atine a extirpar ciertas manifestaciones de culpa psicológica, pero a la vez puede aumentar la culpa existencial del paciente. Buber [25] distinguía entre sentimientos de culpa y culpa existencial. Esta última, como es evidente, va más allá de la psicología: guarda relación con el daño objetivo causado al orden y la justicia del universo humano. Si yo realmente traicionara a un amigo, o si mi madre en verdad siente que mi existencia le causó daño, la realidad de un orden perturbado del universo humano sigue manteniéndose, pueda o no liberarme de ciertos sentimientos de culpa. Dicha culpa se convierte en parte de un libro mayor sistémico de méritos, y sólo puede verse afectada por la acción y la reacomodación existencial.

El síntoma como lealtad Una consideración clave de la estructuración más profunda de las relaciones hace referencia al papel de la «patología» y el «síntoma» en la lealtad inconciente hacia la propia familia. En la medida en que el sistema familiar patogénico es apoyado por las necesidades regresivas de todos los 148

miembros de la familia, puede verse al miembro más abiertamente sintomático como una nueva víctima de su lealtad y de un pacto compartido de manera inconciente para evitar herir a cualquier miembro mediante el cambio personal de cualquiera de ellos. Un niño puede encubrir las necesidades regresivas de un progenitor a través de su fobia a la escuela; un adolescente delincuente puede tratar de equilibrar un matrimonio de tipo «yo-yo» en que los padres, por turno, amenazan con separarse. Es lógico presuponer entonces que el miembro sintomático, con suma frecuencia un hijo, se llena cada vez más de culpas a medida que va experimentando una mejoría en sus síntomas. En un sentido existencial, cuanto más mejore su función, más tenderá a dañar el orden de su universo humano. Esto es tanto más probable cuando su terapeuta promete que se hablará en forma confidencial, y que se forjará una alianza por separado; así, la tradición familiar se vuelve aún más pronunciada. En la medida en que la trasferencia equivale a una prueba y una adopción temporaria, el hecho de que tenga lugar magnifica todavía más los sentimientos de traición y se convierte en fuente de culpa psicológica, además de la culpa existencial inherente a la mejoría sintomática. Cabe agregar que la experiencia de terapia familiar pudo revelar la fuerza y cordura intrínseca de muchos miembros abiertamente sintomáticos de la familia. El papel de ese miembro es el de brindar atención externa y ayuda potencial a todo el sistema. Quizás él sea el único que en realidad actúa de manera tal que efectivamente pueda llevar a un cambio. Esto también explica por qué con tanta frecuencia el miembro al principio sintomático, designado como paciente, recibe un pronóstico más favorable que los padres silenciosamente patogénicos o los hermanos sanos. (Véase Framo [37].) Trasferencia en el seno de la familia En la terapia, la trasferencia como instrumento técnico es un medio de modificar las pautas de reacción de una persona. También constituye un puente entre mis reacciones habituales del pasado y las presentes o futuras. Al rexperimentar y actuar pautas del pasado frente al terapeuta, puedo tomar la necesaria distancia respecto de las interacciones cotidianas y comenzar a quebrar el orden repetitivo de mis ciclos «patológicos». En esencia, la trasferencia no es una experiencia cognoscitiva fría y objetiva, ni tampoco básicamente, un proceso de modificación de la conducta del tipo del aprendizaje. Por el contrario, significa una experiencia relacional cargada de sentido emocional, con la excitación subjetiva provocada por la satisfacción prometida y la decepción temida, bien que dolorosamente familiar. Todas nuestras relaciones significativas en lo emocional están enraizadas en el contexto de la trasferencia, al menos tal como se la define en sentido lato. Al enamorarme de una mujer, ella puede convertirse, para mí, en un objeto de trasferencia materna. A medida que mi relación con el jefe se vuelve personalizada, hay más posibilidades de que descubra el modo en que comienzo a revivir algunas actitudes que tuve hacia mi padre, hermano mayor o abuelo cuando era niño. Cuando los terapeutas comienzan a tratar familias enteras, en vez de individuos aislados, pronto los sacude un clima diferente para la trasferencia terapéutica. La razón principal lo constituye el hecho de que las relaciones de familia, en sí, tienen sus raíces en un contexto trasferencial; el especialista en terapia familiar puede incorporarse al sistema de relaciones trasferenciales ya vigente en vez de tener que recrearlo en una relación de trabajo desarrollada en exclusividad entre terapeuta y paciente. Cuando el primero tiene acceso al sistema de relaciones familiares más profundas y cargadas de modo intenso, se ve colocado en una posición que exige, por cierto, técnicas especializadas, pero su labor adquiere también mayor eficacia, al basarse en la mutualidad de los lazos de relación entre los miembros de la familia. A partir de Freud, los teóricos del psicoanálisis han sentido curiosidad acerca de los determinantes individuales de la capacidad de un paciente para desarrollar una trasferencia terapéutica intensiva. Hace ya bastante que dicha capacidad de los pacientes se juzga como condición básica para el

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tratamiento psicoanalítico. En tiempos recientes se ha prestado atención a la capacidad instantánea de ciertos pacientes psicóticos para realizar una trasferencia simbiótica. El analista extrae y condensa actitudes repetitivas y regresivas de una relación en la propia relación terapéutica, a la espera de que aparezca una neurosis de trasferencia técnicamente accesible. Por otra parte, el especialista en terapia familiar se interesa en las mismas tendencias dentro de las relaciones familiares. Él debe examinar los determinantes del sistema multipersonal de la vinculación trasferencial intrafamiliar de una persona y su capacidad para «trasferir» actitudes relacionales de su familia a extraños. Preferimos incluir a miembros de la familia de origen de ambos progenitores en cualquier familia que tengamos en tratamiento. Con frecuencia, la relación entre padres y abuelos se vuelve centro de observaciones y blanco de posible intervención. Dichas relaciones entre padres y abuelos abundan en procesos de realimentación entre la denominada realidad corriente y antiguos anhelos y desengaños sofocados o reprimidos durante largo tiempo.

Ejemplo clínico El especialista en terapia familiar presupone que los aspectos regresivos de la vida y actos de los miembros de la familia constituyen uno de los principales componentes del sistema de lealtad de la familia. La inversión que hace cada miembro en crecimiento sacrificado es recompensada por la tolerancia de sus gratificaciones regresivas por parte de los otros miembros. Ese entrelazamiento sutil, y parcialmente inconciente, entre las necesidades personales de los miembros y el sistema de valores idiosincrásico de la familia fortifica el contexto de intimidad familiar. A medida que la psicoterapia, o el análisis individual, reorienta mediante la trasferencia el acting out repetitivo hacia la persona del terapeuta, el sistema de lealtad familiar se ve amenazado. Y la amenaza es aun mayor cuando el paciente es un niño, ya que por lo general este se encuentra refugiado en una posición más dependiente que los miembros adultos. Una de las experiencias más ilustrativas en la práctica de la terapia familiar hace referencia a la dosis en que incluso los niños muy pequeños contribuyen a solidificar la lealtad familiar. Los extremos de dependencia paterna respecto de los niños pueden apreciarse mejor en los casos de abrumadora parentalización de los hijos. Sin embargo, aun cuando pasemos por alto esos extremos, son pocos los niños que no captan el mensaje: «Sólo confía en tu madre» o «Tu madre es tu única amiga verdadera», sea en forma explícita o implícita. El caso de un niño de diez años y su familia resulta ilustrativo de tales situaciones. El cuerpo directivo de una escuela privada de internado nos invitó a participar como consultores en terapia familiar, en su esfuerzo por extender el modelo psicoanalítico de tratamiento individual en que el niño era visto por un psicoterapeuta, y la madre sostenía conversaciones telefónicas de larga distancia con un trabajador social. El problema del niño fue presentado como un irritante retardo en la actividad motriz, aunado a una concentración obsesiva en los detalles. La vida de la familia giraba en torno de la lentitud de sus respuestas. Los padres señalaron que al niño le llevaba horas enteras acostarse, comía demasiado despacio, y podía vacilar largo rato antes de decidir de qué lado del ropero iba a colgar una camisa. Era fácil de ver la desesperación de la familia por su conducta, y sus deseos de cambio, al menos en un nivel conciente. Los tests psicológicos revelaron que el pequeño tenía una inteligencia adecuada, y una buena coordinación motriz. Su hermana de siete años era una niña muy rápida y vivaz. (Lamentablemente, no se recopilaron datos sobre los aportes de la hermana sana al sistema patogénico familiar.) Omitimos la descripción de la dinámica intrapsíquica del niño, para enfocar los factores relacionales. Los trabajadores asignados al caso informaron que los padres eran activos en el aspecto intelectual pero bastante desapegados en lo emocional. El padre era profesor de química, y la madre, que hubiera querido ser trabajadora social, terminó por estudiar sociología. En cierta ocasión, la madre fue internada durante tres semanas por razones psiquiátricas, y con posterioridad ella se sometió a

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tratamiento neuropsiquiátrico. Llena de desesperación estaba decidida a considerar el problema del hijo como algo esencialmente orgánico, y recordaba haberse sentido traumatizada en la clínica en la que, según alegaba, habían intentado hacerla sentirse una «madre desgraciada». No le gustaba hablar de su familia de origen, la cual vivía en otra ciudad, y a la que años antes había dejado. Dijo que sólo veía a sus padres (fríos y «neuróticos») una o dos veces por año. En su relación con ellos era superficial y no podía ser espontánea. Sostenía que tampoco confiaba en los profesionales. Cuanto quería era que la ayudaran a combatir la lentitud de su hijo. Sin embargo, y en forma paradójica, una vez por semana ella hablaba por teléfono hasta una hora con el trabajador social, ubicado a una distancia de casi seiscientos kilómetros. Los trabajadores sociales tenían la impresión de que el padre del niño era un progenitor en exceso distante y pasivo, y que su única resolución se había manifestado en su insistencia final de enviar al niño a una escuela residencial. Aunque era poco lo que se informaba sobre el papel del padre en el sistema patogénico familiar, podía postularse con facilidad que los progenitores, en esa aislada familia nuclear, carecían de mayores recursos para imbuir de vitalidad a una relación humana. De esta manera, se preparaba el terreno para una sutil parentalización de los hijos. El terapeuta del niño declaró que la notoria lentitud de la conducta de aquél también se exhibía en la escuela, y que sólo se había registrado una situación en la que pareció casi por completo ausente. Esto sucedió durante una excursión, en una casa fuera del terreno de la escuela, donde el niño comió a velocidad normal. También verificaron una interesante observación: en ocasión de un paseo escolar, el niño pareció disfrutarlo mucho. Cuando su familia lo visitó varios meses después, los hizo conducir el coche por el mismo itinerario del ómnibus escolar, en la esperanza de trasmitirles una experiencia igualmente feliz. El terapeuta agregó que el niño también recordaba haber hecho lo mismo en su hogar, en una serie de oportunidades; por ejemplo, haciendo que sus padres viajaran por el mismo camino que él y su tío habían atravesado antes, con ánimo feliz. La capacidad del pequeño para «dar» a los padres era una característica llamativa, considerando la falta de calidez personal en sus propias relaciones. Ver en el niño al «curador» de la familia (cuando sus síntomas demuestran la existencia de devoradoras exigencias orales y una fatigosa obsesividad anal) por cierto que parece paradójico. No obstante, cabe presuponer que los padres pudieron utilizar los síntomas del niño para huir de sus propios problemas no resueltos con sus familias de ori gen. Por añadidura, en un nivel existencial, las energías mal empleadas en la vida del hijo revitalizaban la estancada relación matrimonial. El niño enfermo brindaba a los padres un «tema polémico» en torno del cual cristalizar su débil identidad. Una gratificación intrínseca de la parentalización consiste en que los padres utilizan al hijo para desbaratar su propia privación objetal temprana. Como sabemos, la privación temprana puede generar una necesidad nunca resuelta de adhesión simbiótica, sin que se desarrolle una capacidad para la individuación y la separación. Cuanto más atrapado se ve el niño en su propia sintomatología, más largo es el período de implícita gratificación posesiva para el progenitor. El progenitor puede defenderse de la necesidad de inteligir dicha dependencia en la patología del niño, como hemos visto, mediante una rígida insistencia en la naturaleza orgánica de la condición. En el caso, recién examinado, se reveló que la madre siempre había estado preocupada por ver en el hijo a un ser dañado en el aspecto orgánico, desde los primeros meses de vida. El trabajador social informó que la mayoría de sus largas conversaciones por teléfono con ella eran discusiones sobre la posibilidad de que la condición del chiquillo fuese o no orgánica. En un nivel más profundo, la conducta del niño reveló una gran medida de preocupación por sus padres. Mediante mensajes encubiertos, se le debe de haber hecho ver que, aunque sus síntomas irritaban a la familia, su enfermedad impedía que la madre enfrentara su propia depresión, soledad y

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sentimientos heridos. Incluso en casos en que la psicosis o conflictos previos de un progenitor nunca se le muestran de manera abierta a un niño, éste, sin embargo, siente ansiedad, y responde con familiaridad ante la revelación tardía del secreto. Si presuponemos, entonces, que la homeostasis del sistema patogénico es regulada por una regresión ligada a la lealtad y a una detención del desarrollo, es previsible que la culpa del niño aumentará en la medida en que «traicione» a sus padres. El hecho de dejarlos atrás para que luchen solos en casa bordea ya la deslealtad; si, por añadidura, él ha de mejorar sintomáticamente, ello podría ser el equivalente de una traición psicológica. La culpa por la lealtad familiar no es, tan sólo, una fijación regresiva, afirmada en una situación interiorizada; más bien, está convalidada por la realidad interpersonal de los propios mensajes de los padres. Para atenuar su culpa, así como para proteger a los padres, el hijo debe tranquilizar al sistema: 1) manteniendo su síntoma, y 2) tratando de ayudar a los padres, compartiendo con ellos todo aquello que él pueda disfrutar en la vida. Por consiguiente, sería poco realista esperar que el niño fuese demasiado lejos frente a una deslealtad real y su creciente culpa por ella. En el caso citado, el modelo parecía diferir del tradicional, propio del equipo terapéutico de la escuela. Ellos dirigían su estrategia a lograr que el niño invistiera en el terapeuta la suficiente trasferencia como para desbaratar en forma gradual sus pautas fijas, de modo que con la orientación terapéutica podría comenzar a adquirir nuevas pautas de conducta. Tal como ellos lo señalaron, esto sucede en gran cantidad de casos sometidos a tratamiento residencial, aunque a menudo se informa que los efectos no duran mucho más allá de la descarga. La influencia familiar parece revertir el cambio terapéutico. Se interpreta como que la aprobación del progenitor (terapeuta) en relación con la trasferencia resulta contraria a las necesidades y deseos de los padres reales. Como especialistas en terapia familiar, sentimos intensa frustración por la falta de asequibilidad de los padres en este contexto: sólo vinieron a vernos cuatro veces en un año. ¿Cómo podemos nosotros, como consultores, sugerir métodos que afectan el sistema en estas circunstancias? Una vez más, observamos los graves obstáculos que una internación plantea con respecto al enfoque familiar.

Conclusiones La lógica de nuestro modelo de lealtad sostiene el posible uso de la situación de trasferencia, dirigida a disminuir la culpa causada por la deslealtad del paciente hacia su familia de origen. ¿Qué sucedería si el lema estratégico fuera: «¿Cómo podemos usted y yo, el terapeuta, trabajar como equipo para ayudar a su familia?», en vez de «¿Cómo puedo convertirme en mejor padre sustituto, de manera que pueda utilizarme para crecer emocionalmente?» Si se sigue la primera fórmula en la práctica, el terapeuta, escuchando la propia descripción que hace el niño de su experiencia familiar, puede diseñar modos en que el pequeño pueda ayudar a la familia y, a su vez, recibir ayuda permanente. Lo que se requiere es la solicitud del terapeuta para ayudar a todos los restantes miembros, considerando a cada uno como su propio paciente. Entonces pueden desarrollarse medios de acción incluso si los contactos entre hijo y familia son limitados (p. e¡., visitas ocasionales, llamadas telefónicas, correspondencia). Fn lo específico, el terapeuta debe colegir los medios por los cuales el niño puede ayudar a sus padres. El hijo puede tener sorprendente conciencia de dichas posibilidades y mostrarse ansioso por analizarlas con alguien que se preste a reconocer su rol como «curador» de la familia, desesperado por ayudarla. En dichos casos, al terapeuta le será fácil ofrecer una alianza dirigida a desarrollar estrategias para una ayuda más eficaz. Ee los casos en que el niño no tiene conciencia de su potencial eficacia «curativa» en la familia, el terapeuta primero tiene que indagar y verificar cuáles son las propias nociones del pequeño respecto de su rol familiar, y alentar el pensamiento de aquel reconociendo una lealtad oculta en su preocupación por la familia. Utilizando de esta manera su rol y

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su poder terapéutico, puede disminuir de manera considerable el conflicto de lealtad implícito en la devoción del pequeño hacia él, determinada por la trasferencia. Al considerar la anterior fórmula estratégica para la terapia, no queremos subestimar la meta de aumentar la autonomía y eficacia funcional del paciente individual. Sin embargo, en tanto que en el enfoque individual típico la meta se logra, básicamente, por medio de la relación de trasferencia con el terapeuta y aprendiendo nuevas pautas, sugerimos una dimensión adicional de investigación: las implicaciones de lealtad, tanto de la «inversión» trasferencia) como del ulterior cambio sintomático. Esto exigiría que el terapeuta incluyera la inversión de lealtad de todos los miembros de la familia como un significativo determinante dinámico en la capacidad del paciente para un crecimiento perdurable. En suma, el especialista en terapia familiar no se da por satisfecho con la visión teórica según la cual la trasferencia terapéutica debe considerarse en forma separada de los compromisos de lealtad dentro de la familia del paciente. En consecuencia, es probable que aliente nuevas sendas de participación entre los miembros de la familia. El hecho de trabajar con semejante sistema relaciona) abierto confiere al terapeuta mucha más eficacia que una consideración aislada de la relación trasferencial. La práctica tradicional de aislar las inversiones de trasferencia terapéutica de las lealtades familiares presupone, de manera implícita, liberar al niño de,cadenas de realimentación repetitivas de interacción familiar. La alianza exclusiva y confidencial entre terapeuta y paciente implica una fórmula: Con mi ayuda usted puede derrotar sus fuerzas patógenas, su compulsión hacia la repetición y (en especial si el paciente es un niño) las influencias del ambiente patogénico familiar. Si, no obstante, el terapeuta incluye en sus designios a la lealtad familiar como uno de los determinantes sistémicos de la compulsión hacia la repetición, guiado por la misma lógica tendrá que incluir el bienestar de los pacientes en su contrato de alianza terapéutica. Todos los miembros de la familia tendrán entonces que recibir ayuda, a los efectos de incrementar al máximo el potencial de cambio en todos y cada uno de ellos. Hemos aprendido a no confiar en los signos del airado deseo de un niño o adolescente, en el sentido de abandonar a sus padres ansiosos, represivos, culpógenos, parentalizadores o infantilizadores. Preferimos ir en busca de la subyacente lealtad antitética, cargada de culpas, y considerar la estructura de la paralizadora culpa existencial que se produce tras cometer la deslealtad hacia el sistema. No podemos entender de manera cabal la estructura de la lealtad cargada de culpas sin conocer y ocuparnos de todos los miembros del sistema de relaciones.

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8. Formación de una alianza operativa entre el sistema coterapéutico y el sistema familiar Cada familia que acepta ser derivada a tratamiento conjunto debe estudiarse en el propio contexto que le es privativo. Puede considerarse la psicoterapia familiar como un acuerdo contractual entre familia y terapeutas para emprender un examen de todos los miembros de aquella y su interacción, con el objetivo de beneficiar a la familia como un todo. Al formar una alianza terapéutica operativa con una familia, a los especialistas se le plantean complejas exigencias. Se han analizado las alianzas terapéuticas con pacientes individuales desde el punto de vista de la estructura yoica, las defensas y la motivación [48]. No obstante, el hecho de establecer un «contrato» con una familia (un sistema multipersonal) exige una formulación dinámica diferente. Debe tenerse en cuenta el modo en que la familia funcionó en el pasado, pero se requiere una revisión de técnicas para asegurarse de que todos los miembros se comprometen y participan del proceso terapéutico. Las familias manifiestan con rapidez su necesidad psicológica de asignar roles y proyectar culpas tanto dentro como fuera de su seno. A menudo, el deseo subyacente de sus miembros es reparar lo que interpretan como violaciones de la lealtad familiar, y rara vez cuestionan la posibilidad de que el sistema familiar impida el crecimiento y la maduración. Si estos y otros factores no se encaran pronto y en forma continuada, se asignará a terapeutas y terapia el papel de «incompetentes», y de manera abrupta la familia dará por terminado el tratamiento. Hollender [54] destaca que, al formalizar una alianza terapéutica con un individuo, primero el paciente tiene que estar deseoso de aprender qué hay en la raíz de sus problemas; segundo, cómo puede entonces modificar o cambiar su conducta; y, finalmente, saber si está dispuesto a realizar ese trabajo, y tiene capacidad para ello. Aunque estos elementos esenciales siguen aplicándose en el marco de la familia, la naturaleza del compromiso con la terapia familiar es un proceso más complejo y básicamente distinto. El aspecto sistémico multipersonal del funcionamiento de la familia es el verdadero problema. Debe tomarse en cuenta todo el sistema en proceso de cambio homeostático, en el cual, desde el punto de vista funcional, un individuo puede parecer adecuado al extremo, pero ser tan dependiente del sistema colusorio como el miembro en exceso inadecuado. Por añadidura, el integrante de la familia que funciona «bien» puede convertirse en el más sintomático durante cierto lapso, con lo que altera en forma radical la definición del problema. Los terapeutas deben informar a toda la familia que la terapia, en última instancia, puede brindar ayuda y aliviar el dolor subyacente, y no sólo en relación con el «síntoma» o individuo sintomático que decidió a la familia a someterse a tratamiento. Las relaciones de familia ambivalentes posesivas, en que la guerra se mezcla con el amor, están plagadas de temores identificables relacionados con el incesto y el asesinato, o temores opuestos de una abrumadora soledad o de aniquilación. Los miembros de la familia con frecuencia arrastran consigo una atmósfera de extrema desesperanza, y rara vez se los ha visto confiar en nadie fuera del marco de su propio grupo familiar. Aunque se muestren cautos y llenos de recelo, esto. no siempre se debe al miedo que pueda inspirar el extraño. Para ellos es difícil creer que alguien quiera o pueda ayudarlos. En su fuero interno se sienten indignos, faltos de mérito, sin esperanzas de cura. Searles [78] dice que tales sentimientos a menudo pueden erigir en el paciente una pantalla protectora frente al terapeuta. Los integrantes de la familia pueden preguntarse si los especialistas en terapia familiar «ingresarán» al sistema familiar y, de ser así, si resultarán aniquilados o llegarán a enloquecer. ¿Los terapeutas podrán ser lo bastante sólidos como para aguantar los embates? ¿Quién, por propia voluntad, estará dispuesto a inmiscuirse en las batallas familiares? ¿Quién llegará a apreciarlos o a entenderlos? Lo que ellos desean, aquello a lo que aspiran, es una vida familiar diferente, con cierto grado de seguridad emocional. ¿Los especialistas en terapia familiar

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son lo bastante fuertes como para ayudarlos a alcanzar ese estado, o sienten que la terapia llevará a un estado más desorganizado aún? La rigidez de algunos sistemas familiares y la intensidad de los sentimientos ambivalentes con que pueden enfrentarse los especialistas en terapia familiar merecen ser comprendidos. Se mantienen pautas repetitivas y complejas de conducta, de modo que el sistema de relaciones pueda perdurar sin cambios. Desde el punto de vista de los terapeutas, estas pautas en apariencia sin sentido cumplen propósitos múltiples. Por ejemplo, tal vez equivalgan a una defensa dirigida a controlar impulsos terroríficos. En determinado nivel, para la familia, resulta evidente que sus métodos han sido ineficaces en relación con el miembro designado paciente. Los miembros de la familia tienden a ver en el paciente más la causa que el resultado de las relaciones desequilibradas dentro de esa familia. Sin embargo, al referir la historia de sus familias nucleares y extensas, describen un sufrimiento generacional. Ellos pueden resistirse a la investigación de esas conexiones, o incluso rechazarla en forma conciente. Una mujer dijo: «¿Por qué abrir la caja de Pandora? Las cosas pueden ponerse aún peor de lo que están». Los terapeutas deben ser concientes de la necesidad que tiene la familia de que se la tranquilice, en el sentido de que el sistema de lealtad familiar será restaurado, o recompuesto, de manera tal que todos puedan sobrevivir. El joven miembro que intenta emanciparse de un sistema familiar patológico será considerado un traidor que ocasionará la disolución de la familia nuclear de origen. Las familias más sanas no se ven tan amenazadas por la separación emocional, y pueden adaptarse mejor. Tanto la familia como los terapeutas deben forjar y alimentar esperanzas en forma continua dentro de la familia patogénica, en relación con las esferas específicas de fortaleza y salud que existen en todas las familias. Los terapeutas deben dar a entender que, aunque tienen conciencia del sufrimiento de la familia, son lo bastante fuertes como para ayudarla a reforzar y reconstruir las áreas sanas. En otras palabras, los terapeutas deben emplear sus fuerzas para ayudar a sus miembros a quebrar las cadenas relacionales que impiden o interfieren la individuación. Esto sólo puede ocurrir si cada integrante de la familia adopta un compromiso con el proceso terapéutico en el que deberá participar toda la familia.

Derivación de pacientes Antes de formalizar una alianza operativa, los terapeutas deben averiguar cuáles son las actitudes del profesional que le derivó la familia, y lo que puede haber trasmitido a esta. ¿La terapia familiar fue presentada como terapia preferida, o como última posibilidad para la familia, o porque se juzgaba inadecuado al paciente? ¿Se la presentó como una oportunidad para que todos los miembros de la familia obtuvieran beneficios para si, tanto como para los demás? ¿La familia siente que se descartó la terapia individual porque sus integrantes ya no tienen remedio, sus problemas son demasiado graves y realmente no pueden ser tratados? ¿El profesional que los derivó se mostró ambivalente con respecto a la terapia familiar como método de tratamiento? ¿Qué tipos de problemas llevaron a la derivación? ¿Sólo se seleccionan las familias con un miembro psicótico, o delincuente, o aquejado de una enfermedad psicosomática? Para los especialistas en terapia familiar reviste una importancia crítica tomar conciencia del modo en que la familia ha reaccionado ante la persona que hizo la derivación, y establecer por qué aquella cree que se la envió para someterse a este tipo de terapia. ¿Consideran sus integrantes que podrían beneficiarse a partir de un esfuerzo terapéutico conjunto? Todo miembro de la familia debe participar en la discusión de los beneficios esperados y las metas deseables. Si no se analizan y comprenden estos problemas, y eliminan las resistencias manifiestas, la familia se verá imposibilitada de formar una alianza con los terapeutas, y no aceptará el tratamiento.

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Desde el comienzo los terapeutas deben mostrarse optimistas y convincentes respecto de los beneficios terapéuticos que pueden obtenerse de la terapia aplicada a toda una familia. Además, el equipo coterapéutico debe entonces ayudar a la familia a descubrir en sí misma esperanzas y fortaleza suficientes como para efectuar el cambio. Una de las facetas más importantes del contacto inicial con una familia estriba en que los terapeutas expresan exigencias de compromiso para con la terapia, incluso cuando se requiera una penosa indagación de parte de todos sus integrantes. Esta insistencia en el esfuerzo indagatorio es uno de los factores terapéuticos más importantes para lograr el crecimiento a lo largo de todo el proceso de tratamiento. Las aprensiones y resistencias generales y preliminares concernientes al tratamiento saldrán a relucir en forma tan directa y abierta como sea posible. Dichos temores pueden enfocarse con mayor especificidad y profundidad cuando la familia plantea problemas definidos contra los cuales lucha.

Descripción de las familias: proyección inicial de los problemas o de las soluciones Los individuos con un yo fuerte, como suele denominárselos, pueden mostrarse insatisfechos consigo mismos, con sus roles conyugales-paternos, y debido a ciertos síntomas perturbadores buscan emprender una terapia individual. Por el contrario, en algunos casos en que se solicita terapia de pareja, los supuestos problemas conyugales pueden encubrir un déficit en la relación padre-hijo. Un consultor matrimonial relató una situación en la que una pareja no mencionó nunca ningún problema que pudiera tener algo que ver con su hijo, hasta que este intentó suicidarse. Estudiar un único subsistema de la familia (o sea, el conyugal o paterno), en vez de ambos, equivale a pasar por alto el funcionamiento de toda la familia. Los adultos que inicialmente dicen que sólo hay problemas con un niño o niños sintomáticos, no perciben el hecho de que estos son una consecuencia de conflictos no resueltos entre los integrantes de la familia. Los problemas del niño se presentan como si todo los demás conflictos existentes dentro de la familia no tuvieran relación con ellos, o fuesen secundarios. Es posible que esto explique la rapidez con que algunos progenitores sugieren que el hijo reciba tratamiento individual. Con frecuencia se buscan otras soluciones, como una escuela con sistema de internado, academias militares, cárceles e instituciones psiquiátricas. Cualquiera de estos caminos favorece y refuerza la necesidad de los padres de resguardar o encubrir los problemas familiares. Al asignar el rótulo de «loco» o «malo» al hijo que presente los síntomas, los padres buscan demostrar de manera inconciente su propia normalidad y la de los otros hijos. Aunque dichas soluciones parezcan aliviar por un cierto tiempo las agudas tensiones existentes en la familia, la experiencia demuestra que los conflictos subyacentes no han sido resueltos. Cuando una familia «echa» a uno de sus miembros, el hecho en sí pospone y detiene los aspectos del proceso de crecimiento que derivan de sus relaciones mutuas. Los conflictos que pueden haber existido yacen latentes, tal como se ha confirmado en forma reiterada en los casos en que se ha alejado a un hijo del hogar, y poco después un segundo o tercer hijo se vuelve abiertamente sintomático. De manera conciente, los progenitores dicen (y en realidad quieren significarlo) que desean dar a su hijo una mejor oportunidad para crecer, padeciendo menos sufrimiento y privaciones de los que ellos mismos han experimentado. Los impulsos de crecimiento, o sea la continuada individuación y separación a edades apropiadas, se ratifican de modo conciente. Sin embargo, la observación de muchas familias indica que los libros mayores internos o inconcientes de compromisos parecen estar tironeando de ellas en un sentido opuesto. Las relaciones simbióticas e infantilizantes se refuerzan en forma encubierta. Bowen observó que todo intento por apartarse de ese sistema familiar se vive como una deslealtad, como una amenaza para el seno mismo del sistema familiar, que posee como núcleo una «masa yoica familiar indiferenciada» [20, pág. 45].

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Aunque las familias solicitan ayuda para poder cambiar, y los terapeutas se ven a si mismos como agentes del cambio, las metas familiares inconcientes y compartidas en connivencia pueden ser diametralmente opuestas. De poder visualizarse una escala de «pertenencia» a la familia, puede haber una «excesiva intimidad» en un extremo, y, en el otro, sentimientos de aislamiento, soledad intolerable, aniquilación o (tal como un padre lo describió) el hecho de «hamacarse en el espacio sideral». A menos que los especialistas en terapia familiar puedan ayudar a la familia a que los acepten a ellos como agentes de cambio, no se formará una alianza terapéutica. Si una familia proyecta de manera coherente sus problemas y soluciones fuera de su interior, es posible que se avenga a asistir a las sesiones, pero sin haber compromiso alguno con el proceso terapéutico de crecimiento.

Etapas iniciales de la alianza operativa Con la familia deben presentarse y analizarse tres problemas centrales: tiempo, honorarios, y compromiso. En apariencia, podría tratarse de problemas elementales que se dan por sentado. Sin embargo, cada problema, a medida que se va aclarando con la familia, comienza a revelar en qué medida sus integrantes han considerado seriamente las exigencias de dicha empresa. Por ejemplo, todos los miembros de la familia deben enfrentar la posible modificación de los planes escolares o de trabajo, para poder asistir con regularidad a la sesión semanal. Es preciso que la familia sepa que pueden planificarse sesiones adicionales, en caso de ser necesario, y que los terapeutas tienen tiempo disponible. Ellos necesitan saber cómo se encaran las cancelaciones por enfermedad o vacaciones. Toda cuestión que pueda interrumpir las sesiones de terapia debe reverse en forma abierta. A la familia hay que informarla respecto de los planes de vacaciones de los terapeutas o las citas no cumplidas. Si un miembro de la familia está enfermo, ellos tienen que saber si de todas maneras se espera que los demás familiares asistan a la sesión. El equipo coterapéutico y la familia deben hablar con claridad sobre las inevitables ausencias de cualquiera de las partes y cómo se encarará esto en relación con horarios y pago de honorarios. Tiempo y honorarios tienen un denominador común. ¿La familia consideró en términos de meses o años el tiempo que puede llevar la tarea, y teniendo en cuenta su situación económica, ha pensado en los posibles costos financieros? ¿Se sufragarán a partir de los ingresos semanales, o serán necesarios otros recursos? Muchas familias dicen que el tratamiento sólo puede emprenderse si utilizaran el dinero que estaban ahorrando para la educación universitaria de sus hijos. ¿A qué se dará prioridad si la familia debe enfrentar esa alternativa? Estos problemas revelan si en la familia se han hecho o no planes realistas sobre la posibilidad de comenzar la terapia, y continuarla. En general, los integrantes de la familia necesitan ayuda para tomar conciencia de lo importante que es el tratamiento como prioridad en esa etapa de sus vidas.

Diagnóstico y pronóstico La capacidad de trabajo de la familia Los especialistas en terapia familiar no han intentado llegar a un consenso sobre las familias que habrán de tratar, o los tipos de familias que resultan más aconsejables para hacer terapia familiar. Aceptan familias con uno o más pacientes sintomáticos, o sea familias con un miembro adolescente que recibió el diagnóstico de esquizofrenia y un progenitor deprimido, o familias derivadas a ellos en que el adulto sufre de depresión y el hijo tiene fobia a la escuela. Podría describirse a muchas de esas familias como carentes de individuación y separación, o de tipo simbiótico. Existe una gran cantidad de razones que explican la falta de criterios indicadores establecidos para la terapia familiar. Entre ellas, sobresale la falta de una definición de «patología familiar». Los pacientes que más se adaptan a la terapia familiar son los que revelan una capacidad para enfrentar problemas dentro de la familia, en vez de concentrarse simplemente en la presentación de

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síntomas. A una persona aquejada de neurosis obsesiva puede decírsele que el psicoanálisis le resultaría beneficioso, pero tal vez no acepte dicha recomendación o se vea siquiera lo suficientemente motivada.

Consenso Al analizar la capacidad de una familia para el trabajo y el compromiso que asume, los especialistas en terapia familiar han desarrollado determinados criterios. Además de reconocer los problemas del paciente designado como tal, resulta importante que cada adulto y los otros hermanos admitan que también ellos requieren ayuda. Específicamente, ¿qué espera cada uno obtener para si y para los demás? Desde el comienzo, cada familia necesita alcanzar un consenso respecto de lo que les ha faltado a todos sus miembros dentro de la familia, como ser, comprensión mutua, privacidad, incapacidad de hablar sin proferir amenazas o darse a la huida. Incluso cuando las necesidades difieran para cada persona, teniendo en cuenta edades y diferencias sexuales, existen denominadores comunes: necesidades humanas de aceptación, comprensión y respeto a pesar de la edad o las diferencias sexuales. Por añadidura, cada uno debe aceptar el rol.de paciente, o sea, tomar conciencia de que es un participante activo y debe contribuir a facilitar la resolución de problemas. El deseo de cambio expresado al inicio no puede aceptarse de plano como base para el futuro cambio sintomático o estructural, ni predecirse en esa etapa si la familia podrá tolerar la experiencia, o incluso sacar beneficios de ella. Sólo tras una prolongada fase de evaluación, a lo largo de varios meses, la familia revela su capacidad para enfrentar problemas básicos y tratar de comprender los sentimientos de cada uno. Aunque las resistencias se analizan en forma constante, algunas familias siguen hallando la labor demasiado penosa, difícil o amenazadora. Otras, que parecen dispuestas a intentarlo, se muestran demasiado fijadas y rígidas, «calcificadas». Algunas familias pronto se dan por satisfechas con la eliminación de los síntomas, en tanto que otras encuentran fuerzas, dentro de la familia misma, para trabajar hacia el cambio estructural. El siguiente ejemplo clínico indica el consenso preliminar que esa familia consiguió en relación con sus necesidades mutuas de terapia familiar conjunta. Se lo obtuvo mediante la participación directa de cada miembro, más que a partir de la conducta mencionada por un integrante. La presencia de los hijos en seguida dio la pauta a los terapeutas acerca de cuáles eran las esferas fundamentales de conflicto. En una sesión de familia, los tres hijos, dos varones y una niña, interrumpían constantemente la conversación de sus padres. Las bromas se concentraban en la hermana menor, una niña de once años. Cada progenitor coincidía con el otro en afirmar que entre ellos había una gran proximidad y mucho afecto, y que todo andaría bien de no ser por el tartamudeo del hijo. Los padres «vivían para sus hijos» y querían darles una vida por completo distinta de la que ellos habían tenido. Esto fue expresado por la madre, que era el vocero de la familia. A esta altura, la hija se quejó con fuerza acerca de los dos hermanos, diciendo que ella nunca podía tener ninguna privacidad. Cuando sus amigas venían a la casa, siempre alguno de los hermanos, o ambos, insistían en ser incluidos en los juegos, o bien los interrumpían. Cuando a la familia se le preguntó sobre la privacidad que había en su hogar, la madre rompió a llorar, diciendo que jamás tenía tiempo para sí. Los niños no le dejaban ningún momento para estar sola. Por la mañana, o después de la cena, entraban al dormitorio para vestirse o mirar televisión. Ellos nunca querían irse a dormir. El marido dijo que trataba de aliviar a la esposa en la medida de lo posible, pero que los niños no lo escuchaban a menos que él llegara al punto de maltratarlos. Sabía que la esposa estaba mal de los nervios. Nunca podían sostener una conversación sin que los hijos interrumpieran verbalmente o pidieran ayuda para hacer cosas que en realidad podían hacer solos.

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La madre dijo que tal vez ella era demasiado perfeccionista en relación con el hogar, esperando demasiado de los hijos y andando detrás de ellos todo el tiempo; pero sucedía que, sencillamente, no podía soportar el ruido y el desorden que causaban. El padre coincidió en afirmar que también él hallaba a los hijos demasiado descuidados e irreflexivos con todas las cosas que él les brindaba. Siguió apoyando todo lo que su esposa decía, pero en voz queda, repitiendo como un loro, como si tuviera mucho miedo de provocar la ira de su mujer. Los niños dijeron: «Mamá grita y nos reta demasiado». Esto era sumamente penoso para esa pareja perfeccionista al extremo, que se esforzaba de continuo por actuar como padres ideales. Por fin, los padres llegaron a un acuerdo con los hijos, en el sentido de que la familia necesitaba más privacidad física y oportunidades para poder hablar entre sí sin constantes interrupciones. Entre todos decidieron que, al presentarse como familia, podrían trabajar sobre esos problemas y otros conflictos a los que sólo se hizo referencia implícita (p. ej., la incompatibilidad conyugal).

Alivio sintomático Cuando mencionamos la capacidad de trabajo de una familia, nos estamos refiriendo a varios factores. El primero de ellos es poder, con el tiempo, comenzar a investigar y preelaborar los aspectos del desarrollo emocional interrumpido que están conectados de manera estructural con la postergación compartida del duelo, así como la individuación. El segundo consiste en enfrentar las pautas y cuentas invisibles dentro de las relaciones y, finalmente, ver cuáles son las obligaciones sin cumplir. Desde el punto de vista individual, Anna Freud manifestó: «Si por "duelo" entendemos, no las diversas manifestaciones de ansiedad, pena y disfunción que acompañan a la pérdida del objeto en las fases más tempranas, sino el proceso doloroso y gradual de disociar la libido de una imagen interna, por supuesto que no puede esperarse que esto ocurra antes de establecerse la constancia del objeto» [38, pág. 67]. Los aspectos compartidos de la lucha con un proceso de duelo postergado pueden conceptualizarse en términos sistémicos multipersonales. Boszormenyi-Nagy [14] definió la patología familiar como «organización multipersonal especializada de fantasías compartidas y pautas complementarias de gratificación de necesidades, mantenidas con el objeto de manejar experiencias pasadas de pérdida objetal. La misma cualidad simbiótica o indiferenciada de las transacciones de determinadas familias equivale a un vínculo multipersonal, capaz de impedir la toma de conciencia de las pérdidas para cualquier miembro individual. Otra meta de la organización familiar "simbiótica" es impedir las separaciones con que se amenaza. Las separaciones pueden darse en niveles interpersonalesinteraccionales y estructurales» [ 14, pág. 310]. Esto puede representar un proceso largo y penoso, que podría redundar en un cambio estructural básico en un sistema familiar. Para algunas familias el hecho de revivir y volver a experimentar el «proceso de duelo» es demasiado penoso. Por tal razón pueden seguir bajo tratamiento sólo hasta el momento en que se produce un alivio sintomático y algún cambio mínimo en el equilibrio familiar. Específicamente, la familia puede dar por terminado el tratamiento en el punto en que tiene lugar la mejoría de los síntomas en el paciente designado como tal. Por ejemplo, cuando se ayuda a que se reincorpore a la escuela un niño con fobia escolar, la familia se da por satisfecha con ese resultado y se muestra poco deseosa o incapaz de investigar esferas adicionales de la patología familiar. Esta meta, y el contrato concomitante, son legítimos, sea cual fuere la escala de valores del terapeuta.

Realidad inicial y reacciones trasferenciales ante los coterapeutas y el tratamiento: resistencias El hecho de tomar conciencia del sufrimiento, en forma de síntomas, en uno o más de sus miembros es lo que lleva a la familia a recurrir a la terapia, en la esperanza de obtener alivio. Esta es la fuerza 159

motivadora que impulsa a sus integrantes a tratar de forjar una relación con los terapeutas, quienes según espera la familia- podrán guiarlos para que se liberen de sus síntomas perturbadores. Sin embargo, existen factores fundamentales en la formación de la nueva relación, que tendrán que considerarse antes de poder alcanzar esas metas. En un nivel consiente, los terapeutas pueden visualizarse como expertos profesionales convertidos en benévolas figuras de autoridad. Aunque la realidad es un componente de importancia, también deben tenerse en cuenta las actitudes trasferenciales hacia los terapeutas. Greenson define la trasferencia como «el hecho de experimentar sentimientos, impulsos, actitudes, fantasías y defensas hacia una persona, en el presente, que no corresponden a esa persona y son una repetición, un desplazamiento de reacciones originadas hacia otras personas que fueron importantes durante la primera infancia» [48, pág. 156]. Las manifestaciones de la trasferencia en la terapia familiar son múltiples, e incluyen tanto las relaciones entre los miembros, como entre éstos y el terapeuta. Los integrantes de las familias más desorganizadas pronto revelan sus deseos de que el terapeuta asuma un rol omnipotente. Boszormenyi-Nagy asevera: «En la terapia familiar, las actitudes y distorsiones trasferenciales más importantes se dan entre los miembros de la familia, y no entre paciente y terapeuta, como ocurre en la terapia individual o grupal. El actual pariente cercano resulta la reencarnación más importante de los objetos interiorizados del propio sí-mismo infantil» [15, pág. 416]. La familia puede mostrarse desvalida, y poner de manifiesto sentimientos de extrema desesperanza: «Simplemente, díganos qué hacer v lo haremos; estamos desesperados, todo nos sale mal, usted es el experto». Deben desecharse esas ideas, esos deseos mágicos, ya que no es posible producir curas milagrosas, fáciles y rápidas. Estas actitudes deben remplazarse por la insistencia del terapeuta en el sentido de que son los componentes de la familia quienes deben trabajar en pos de una mayor comprensión para poder cambiar. Otras familias pretenden erigir al terapeuta en «juez» abocado a establecer quién tiene razón y quién no, quién es bueno y quién es malo. Una pareja exigió, en la primera sesión, que el terapeuta especificara si el marido era leal a su esposa o a la familia de origen. Otra familia habló sin parar de la «gente simpática» y al poco tiempo ubicó a la terapeuta en la categoría de gente «antipática» porque ella hizo preguntas acerca de los sentimientos de cólera en esa familia. Este tipo de exigencias y reacciones deben encararse de entrada de forma directa y continua.

Expectativas de las familias La mayor parte de las familias entrevistadas por los autores funcionaban por lo general en un nivel simbiótico, con una vinculación extrema. En consecuencia, las familias pueden percibirse a sí mismas, y las metas que se postulan, de manera muy diferente a la percepción de lo que tendría que ocurrir para que se produzca su ulterior maduración. Para algunas familias la meta consiste en regresar a la etapa anterior, libre de síntomas, antes de reconocer que constituían un sistema familiar pobremente individualizado y estancado. En términos individuales, Searles [78] define la simbiosis como «una modalidad de relación [...] intensamente gratificante [...] que permite a cada participante regodearse con sentimientos de satisfacción infantil, así como con fantasías maternas omnipotentes». Y agrega: «A pesar de su tormento, también proporciona gratificaciones preciosas» [78, pág. 16]. Bowen enfocó la simbiosis desde el punto ele vista de la familia y empleó el término «masa yoica indiferenciada». El concibe un «conjunto fusionado de yoes de miembros individuales de la familia, con una frontera yoica común. Algunos yoes se fusionan en la masa en forma más completa que otros. Ciertos yoes están envueltos de manera intensa en la masa familiar durante la tensión emocional, mientras que en otros momentos permanecen relativamente desapegados» [21, pág. 219]. 160

Las familias hacen referencia a los miembros no designados como pacientes diciendo que son sanos, independientes, adecuados y exitosos. Para ellos, tomar conciencia de que bajo la fachada de un funcionamiento eficiente en la superficie puede haber una gran fragilidad, así como necesidades internas insatisfechas de dependencia, constituye un proceso penoso.

Actitudes ambivalentes Las ansias de gratificación de las necesidades de dependencia existen en forma colateral con temores de ser arrasados, destruidos y abandonados. Los integrantes de la familia suelen vacilar como resultado de los sentimientos de amor-odio que sienten el uno hacia el otro, y que pueden incluir al terapeuta. Temen de igual manera la cercanía y la distancia. El terapeuta debe estar siempre sobre aviso, y encarar de manera abierta los temores excesivos que cunden en forma conjunta entre los componentes de la familia, pero que por lo general se atribuyen a uno solo de ellos. Caso contrario, los miembros de esa familia muy pronto proyectarán sobre el terapeuta sus propios temores relacionados con la cólera destructiva, la dependencia, la inadecuación o la debilidad. Si se sienten «inculpados» por el terapeuta, deben liberarse de él. El terapeuta también tiene que demostrar cierta calidez, que implica interés, consideración y la esperanza de poder alentar a la familia a que continúe investigando las causas de su sufrimiento. Sin embargo, reviste igual importancia que el terapeuta recuerde a los integrantes de la familia (planteándoselos como exigencia, de ser necesario) que tienen que tomar conciencia de que son ellos quienes deben asumir la responsabilidad por el hijo y la conducta de cada uno, tanto dentro como fuera de la situación de tratamiento. El terapeuta es el «encargado» de ayudarlos a hacer frente al balance de sus relaciones y hallar cierta comprensión: pero son ellos quienes deben asumir la responsabilidad por sí mismos. Por ejemplo, en determinada situación la madre siempre se había mantenido en contacto con el personal de la escuela. Se le preguntó si podía dejar que el marido se «encargara» en el futuro de los contactos y arreglos con la escuela. En otro caso, el padre estaba convencido de que el especialista en terapia familiar quería «tenerlo con las manos atadas». En cada sesión, se le recordaba que él estaba a cargo de su familia, y era responsable de su conducta; si alguien quería «atarlo», sería sin la ayuda del terapeuta. (Se recurrió a su sentido del humor haciéndole ver que era 30 centímetros más alto y 25 kilos más pesado, por lo cual atarlo no era muy fácil.)

Expectativas superyoicas Los componentes de la familia a menudo se tratan con aspereza, en forma crítica, y se echan las culpas el uno al otro por turnos. De manera análoga, parecen esperar que el terapeuta también esté pronto a inculparlos, hallándolos malos o inadecuados. Semejante estilo familiar se desarrolla como resultado de la experiencia de toda una vida de echar culpas y ser inculpado. Otras familias atribuyen el origen de las dificultades a elementos situados fuera del sistema familiar, como la escuela, la policía, las autoridades hospitalarias, etc. Esperan que el terapeuta acepte esas proyecciones, que sirven para evitar el ser responsabilizados por su conducta y sus consecuencias. La fortaleza del terapeuta se pone a prueba de modo permanente para ver si responde como los objetos interiorizados, críticos, acusadores, que inculpan o aprueban, o si por el contrario la actitud del terapeuta puede mantenerse invariable, buscando comprensión y tratando de infundir sentido de responsabilidad a la familia. Ellos necesitan oír la respuesta del terapeuta, firme aunque no crítica, ante su conducta en apariencia destructiva. A veces, la reprimenda casual del terapeuta se experimenta como anhelada muestra de interés. Una familia elaboró un plan para el trabajo de verano de un hijo, pero no lo llevó a cabo. Cuando se le señaló el hecho, el grupo familiar rápidamente hizo los planes adicionales y después buscó nuestra aprobación y reconocimiento de su capacidad para asumir responsabilidades. Sin embargo, a pesar de los mejores esfuerzos de los terapeutas, algunas familias se las arreglan para convertir en chivo emisario al propio equipo 161

coterapéutico, en vez de hacerlo con sus propios miembros. Así es como cierran filas y se unen para liberarse de los sustitutos paternos indeseables, representados por el equipo coterapéutico. Como se trata básicamente de un proceso inconciente, tal vez no estén capacitados ni se muestren deseosos de analizar las razones de esas decisiones rápidas y firmes.

Relaciones actuales utilizadas como sustitutos parentales Un cónyuge o un hijo pueden, de manera inconciente, aceptar la necesidad que tiene una madre de poseer un sustituto paterno. No obstante, en determinado momento, el hijo, aunque leal, puede sentirse abrumado por ese rol inadecuado y volverse sintomático. Entonces, la familia se volcará hacia los coterapeutas, buscando un sustituto del hijo parentalizado, en la esperanza de que los terapeutas acepten a la madre como adulto dependiente, desvalido e incapaz de cambiar. Si los terapeutas aceptaran esa imposibilidad de cambio, los integrantes de la familia seguirían indefinidamente en terapia, y el proceso terapéutico y el propio equipo de coterapeutas quedarían en manos del sistema patogénico. Toda clase de excusas, justificaciones y racionalizaciones pueden acompañar sus intentos de resistir el tratamiento. Una joven mujer casada, que tenía puntajes muy altos como maestra, se negaba a cocinar o hacer las compras porque consideraba que esas actividades estaban por debajo de su nivel. Por miedo a perturbarla, su marido e hijo asumían esas responsabilidades. En apariencia ella esperaba que tanto los terapeutas como su familia aceptaran por completo su actitud pasiva y dependiente, según la cual era totalmente indigno cumplir con esos aspectos del rol femenino. En tanto que los demás componentes aceptaran sus rígidas expectativas, existían escasas posibilidades de cambio o crecimiento en esa familia. De ese modo, en los terapeutas suelen verse «cuerpos extraños» que parecen exigir un cambio, cuando las demandas de este no surgen del mismo seno familiar. Si no se produce un acuerdo mutuo entre los miembros de la familia y los terapeutas en relación con las cuestiones que deben aclararse y los cambios deseados, entonces estos últimos son vistos como fuerzas destructivas, carentes de comprensión, que se alistan en contra de la familia y que, por consiguiente, deben apartarse del camino.

El equipo coterapéutico como sistema Reacciones ante el sistema familiar y sus efectos La reacción inicial del equipo coterapéutico ante los muy diferentes tipos de familias evaluadas desempeña un significativo papel en la creación de la alianza terapéutica. Whitaker [91] lo expresa con mayor fuerza cuando dice que las familias tienen que entablar contacto con él, antes de que él pueda «invertirse». Los especialistas en terapia individual, así como los coterapeutas especializados en terapia familiar, deben poseer cierta capacidad de empatía, compasión y confianza. No obstante, deben existir dimensiones adicionales en el equipo coterapéutico. Una de ellas es la capacidad de complementación, que requiere un insólito grado de flexibilidad y creatividad entre los coterapeutas. El sistema de lealtad proporcionado por el equipo coterapéutico debe ser más equilibrado, un modelo más adecuado para el sistema familiar «patogénico» que el que brinda un terapeuta individual. Un equipo terapéutico que funciona en forma adecuada permite a sus integrantes actuar depositando un grado suficiente de confianza en un compañero que da apoyo y complementación. Un solo terapeuta podría resultar engañado y verse excluido de manera dolorosa por una familia hostil que actúa en connivencia; por el contrario, dos terapeutas pueden recurrir el uno al otro y excluir a la familia mientras reúnen nuevas fuerzas, de modo de intentar un enfoque más acertado.

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Idealmente, un equipo heterosexual permite que cada individuo funcione con mayor comodidad en el papel biológicoemocional que le ha sido asignado de por vida. Sin embargo, también debe existir confianza y respeto mutuo a fines de confirmar la diferencia entre masculinidad y femineidad. Al equipo terapéutico se le plantean exigencias adicionales: por ejemplo, un terapeuta puede adentrarse y seguir apoyando la simbiosis familiar, las necesidades de dependencia, su aparente desvalimiento y las excesivas exigencias que plantean al terapeuta. En ese caso, el otro terapeuta puede mantenerse libre, en una sesión, para ayudar al coterapeuta y a los componentes de la familia a que salgan de ese nivel de relación. Puede «trastrocar» las técnicas de escisión que la familia procura utilizar con el equipo terapéutico. Un terapeuta puede mantenerse firme y fuerte en su posición, de búsqueda de progreso, crecimiento e individuación, en tanto que el otro terapeuta acepta y apoya la simbiosis de manera temporaria. Un ataque frontal temprano, o cualquier tipo de «mecanismos» relacionales defensivos, negaría a los integrantes de la familia su derecho al tacto y la consideración. Ambos terapeutas se encuentran a disposición de la familia para escucharla con la mejor disposición e interés, y para facilitar la mayor comprensión de uno mismo y del otro. En cualquier sesión, uno de ellos puede responder en forma activa en el nivel verbal, mientras el otro atiende de modo pasivo, escucha y toma nota de la conducta no verbal. También esta constituye una posición complementaria. Si la familia compite para lograr la atención de un terapeuta e ignora al otro, esto puede causar la escisión del equipo, si ambos no están sobre aviso. Debe haber confianza mutua entre los dos. Aunque cada uno de ellos, por turno, entre y salga del sistema familiar descubriendo las estrategias ocultas de la familia, deben mantenerse siempre el uno a disposición del otro. Sólo un equipo unido puede facilitar el proceso terapéutico. Las necesidades y reacciones de los coterapeutas ante cualquier sistema familiar determinan, de manera indirecta, el posible desarrollo de la situación de tratamiento. En un plano ideal, todos los terapeutas se encuentran psicológicamente a disposición de todas las familias que soliciten asistencia. No obstante, a pesar del grado de comprensión de sí mismo alcanzado, pueden producirse reacciones de contratrasferencia en extremo fuertes, y entonces tal vez resulte aconsejable derivar a la familia a otros especialistas en terapia familiar. De acuerdo con la experiencia de los autores, dichas reacciones no necesariamente surgen en familias desorganizadas de modo grave, deprimidas o dadas al acting out, sino, y más a menudo, en respuesta a familias que se relacionan de manera superficial o se muestran manipuladoras en exceso. Por ejemplo, un padre había pasado diez años en un reformatorio. Inició la terapia debido a la conducta delincuente del hijo. Expresó deseos de cambio en el estilo de vida de la familia, pero, tras ulteriores indagaciones, el grado de negación y proyección resultó ser tan grande que los terapeutas se veían frustrados de continuo. Las reacciones de estos últimos eran motivo de risas y burla, y las maniobras de distanciamiento hacían que fuese imposible llegar al padre. Los terapeutas se sentían «embaucados», como si la capacidad del padre para la búsqueda de la verdad fuese muy limitada. Era necesario aceptar el hecho de que esa forma de defensa, que lo había asistido desde la infancia, era intocable y en consecuencia imposible de modificar. Otras familias están tan petrificadas que incluso cuando se mostrasen dispuestas a someterse a terapia de manera interminable, los esfuerzos por hacerlas cambiar serían una pérdida de tiempo. Para los terapeutas no es fácil enfrentar o aceptar sus propias limitaciones, en especial cuando hay niños pequeños atrapados en situaciones familiares en apariencia irreversibles. Se describen y contrastan dos ejemplos clínicos en la fase de evaluación, desde el punto de vista de las técnicas de terapia familiar. La familia S. ilustra la capacidad de una familia para desarrollar una alianza con los especialistas en terapia familiar. En cambio, la familia B. era incapaz de hacerlo, a pesar de sus intensos sufrimientos y el compromiso asumido en relación con una meta conjunta. Además, la familia B. se mostraba fijada con mayor rigidez en un nivel simbiótico de vinculación

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entre sus integrantes. La principal diferencia entre estas familias no reside en la gravedad o seriedad de la sintomatología del miembro designado paciente, ya que todos ellos muy pronto revelaron una completa variedad de síntomas. Más bien, sucede que el conjunto de los integrantes de la familia S. aceptaban cierto grado de responsabilidad individual que contribuía a su funcionamiento patológico. Todos los integrantes de la familia S. coincidieron en que los problemas nunca se enfrentaban en forma directa, ya que cada uno de ellos se apartaba física o emocionalmente de los demás. Querían, y necesitaban, aprender a tratarse el uno al otro de manera diferente. Por el contrario, la familia B. en todo momento centraba su infelicidad en las dificultades del padre. Incluso cuando los miembros enumeraban su sintomatología individual, se rehusaban tenazmente a ver cualquier vinculación con los problemas de la totalidad familiar. Su resistencia a examinar todas sus relaciones se reveló aún más cuando se negaron a traer consigo a la abuela materna, quien vivía en la misma casa y era una figura central de la constelación familiar. La lealtad generada por la simbiosis subyacente entre la abuela materna y su hija era tan fuerte en ese sistema que les resultó imposible continuar el tratamiento. Primer caso: la familia S. La familia S. estaba integrada por. el señor S., de 52 años; la señora S., de 49; Robert, de 23 (que cumplía con su servicio militar); Sam, de 21 (había abandonado la universidad); Tom, de 16, y Ruth de 14. Todos ellos fueron derivados después que Tom se sometió a terapia individual durante un breve lapso. Tiempo más tarde había sido detenido por la policía por embriagarse y llevar bebidas alcohólicas en un auto. Con posterioridad fue trasferido a una clínica psiquiátrica, pero no participó de las sesiones de terapia individual o de grupo. Tal como lo manifestaron sus padres, la terapia familiar era «la última esperanza» para ellos. En las primeras sesiones, el señor y la señora S. describieron la situación familiar. El era un hombre buen mozo, aunque ligeramente obeso, cuya posición como ejecutivo en una cadena nacional de tiendas de ropa femenina lo obligaba a viajar en forma constante. Durante la semana, rara vez estaba en casa. Los sábados y domingos solía beber en exceso o se iba a cazar o a pescar. Su salud era precaria, desde que había sufrido dos ataques cardíacos. La señora S. era una mujer sumamente atractiva, y según toda la familia, una madre muy conciente. «Ella siempre estaba allí». A primera vista parecía muy cálida, sensible y competente. Tenía la sensación de que todas las decisiones y responsabilidades quedaban en sus manos. Por ese entonces Robert y Sam no vivían en la casa paterna. Desde los quince años, ambos habían cambiado varias veces sus escuelas privadas. Robert había terminado la universidad y estaba cumpliendo el servicio militar. Sam estaba por abandonar la universidad y presentar su solicitud para un programa de trabajo doméstico. También existía la posibilidad de que lo reclutasen las fuerzas armadas. Ruth fue descrita como la «preocupada» de la familia. Le iba mal en la escuela, tenía pocos amigos y realizaba escasas actividades. Ella expresó su preocupación por la salud del padre, la soledad de la madre y en especial la conducta delincuente de Tom. En el curso de las primeras sesiones hubo un acuerdo consensual en el sentido de que, o bien se producían estallidos explosivos, o los distintos integrantes de la familia respondían con el silencio o marchándose. Pronto se vio que existían diferencias en el modo en que las mujeres reaccionaban ante el conflicto. La señora S. y Ruth se preocupaban en forma abierta por todo y se mostraban deprimidas de modo crónico. El señor S. y sus hijos recurrían, básicamente, al método de mantenerse apartados o de alejarse como su vía de evitar los conflictos. La familia describió su

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propia vida como una «montaña rusa»: su existencia familiar estaba llena de altibajos para todos. Había constantes explosiones y miedo de que alguien estuviera a punto de perder el control. La señora S. dijo: «La vida era estar al borde de un precipicio, y otras veces, cuando trataban de resolver problemas, en vez de lograr un esclarecimiento todo terminaba en postergación y más postergación». Tom y Ruth coincidieron en que «la madre venia de una familia con un padre tiránico». Ambos progenitores intentaban ser el «mandamás» de la familia, pero el resultado era que cada uno de ellos anulaba al otro, de manera que nadie se hacía cargo de nada. Se hacían promesas que luego no se mantenían. La única vez que se comportaron como una verdadera familia fue en los períodos en que el señor S. sufrió los ataques cardíacos, y durante su convalecencia. Esos fueron tiempos de paz, intimidad y plena colaboración entre los componentes de la familia. Pero en cuanto el señor S. volvió a trabajar de nuevo cayeron en el desapego y el aislamiento, salvo en los momentos explosivos. En la sesión inicial, el señor S. dijo que la psiquiatría ocupaba una baja posición en su sistema de valores, pero que como estaban desesperados, se ponían en manos del terapeuta. En su familia de origen, él era el único que no se había separado o divorciado. En ciertas oportunidades algunos miembros de su familia habían sido internados, bebían en exceso, y tenían dificultades para funcionar en la esfera laboral. El y su esposa se habían separado durante un breve periodo. Habían consultado a un abogado sobre un posible divorcio, pero a la larga se reconciliaron. Su relación matrimonial había estado llena de escollos por un largo tiempo. Su hijo mayor también experimentaba graves dificultades. Sin embargo, fue el reciente encarcelamiento de Tom lo que los había sacudido, decidiéndolos a enfrentar la gravedad de las dificultades familiares.

El contrato con la familia S. La familia convino en seguida que tiempo y honorarios no eran ningún problema para ellos. Lo que fue preciso establecer con claridad absoluta, tanto como ellos precisaban para entender el punto, era que no podían, sencillamente, colocarse en nuestras manos. Tom y sus problemas no podían ponerse en manos de otros, como ocurriera cuando se sometió a tratamiento individual. El contrato y las exigencias de la terapia familiar eran diferentes. ¿Podía cada miembro trabajar arduamente, colaborar y obtener provecho para sí, como también ayudar a los demás? Se les hizo reflexionar sobre la costumbre que tenían de alejarse para evitar los problemas: esa había sido la solución inevitable en el pasado. ¿Había posibilidades de cambio? El hecho de que no se habían separado ni recurrido al divorcio como solución a sus dificultades era indicio de su lealtad subyacente. No obstante, el principal método que tenían para resolver problemas era buscar soluciones fuera de sí mismos. Por ejemplo, si un miembro tenía dificultades, se lo enviaba a otra escuela. Así, las autoridades externas, como la policía, o incluso los psiquiatras, eran utilizadas más para controlar la conducta que para enfrentar la falta de control dentro y fuera de sí mismos. ¿Podían ellos trabajar en relación con esa falta de comprensión mutua, o tratar de satisfacer necesidades que se expresaban en una conducta que derivaba en consecuencias graves? El terapeuta les reveló sus dudas sobre la capacidad de la familia para seguir el tratamiento, basándose en su historia anterior. ¿Podían verse de manera diferente, o tratar de hallar alternativas o soluciones constructivas para los conflictos? El señor y la señora S. admitieron de manera abierta que eso no había sido posible en el pasado, y no estaban seguros de que pudieran soportar el tratamiento. Ruth rogó a la familia que lo intentara. Lloraba sin parar, y dijo que no había otra alternativa: «En esta familia todo el mundo tiene que aprender a ceder, a hacer un esfuerzo». Tom era el reflejo de la desesperada condición del sistema familiar, y dijo que nunca podía hablar con su padre, y que jamás regresaría a esa casa que no era un hogar. La señora S. lloró y le rogó a Tom

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que no hablara así. El señor S., en un esfuerzo por controlar sus sentimientos heridos y su cólera, trató de recurrir al humor para disfrazar la situación. Pero entonces afloraron en un torrente sus sentimientos de impotencia:. El no sabía qué papel desempeñaba en todo eso, pero estaba dispuesto a intentarlo; tal vez aprendería a ser un padre, aunque no estaba seguro de poder cambiar. Estas primeras sesiones de evaluación fueron difíciles y penosas al extremo para los integrantes de la familia que habían recurrido a la evitación como principal defensa en el pasado. Robert y Sam, quienes pararon brevemente en su casa en los intervalos en que salían del ejército o la universidad, concurrieron a una o dos sesiones. Describieron el mito familiar: «Usar el tacto, en vez de decir la verdad, era la mejor manera de tratarse». Sus observaciones expresaron sus sentimientos de desaliento y apoyaron las relaciones simbióticamente restrictivas de la familia. En forma manifiesta, se presentaron como jóvenes adultos separados o individualizados, pero en realidad no estaban funcionando de modo adecuado. A pesar de su inteligencia y seudosofisticación, ellos trasmitían una sensación interna de fracaso y desesperanza. En estas sesiones iniciales, el síndrome de escapismo de la familia se postuló como el recurso alternativo de la asistencia a la terapia familiar. El objeto era ayudarlos a tomar firme conciencia de su especial forma de resistencia ante la continuidad y el cambio. De ese modo se los ayudó a hablar de sus deseos y necesidad de escapar, antes que quedarse a afrontar el daño y sufrimiento que cada uno de ellos experimentaba. Tenían necesidad de huir tomándose unas vacaciones breves, lo que les dio a ellos y al terapeuta la oportunidad de analizar su necesidad de escapar, tratando de negar el grado de conflicto y tensión dentro de la familia. Las vacaciones se utilizarían para decidir cuál sería el futuro de Tom después que lo sacaran de la clínica psiquiátrica. Cuando retornaron, admitieron que no habían tomado ninguna decisión, y, avergonzados, esperaban que el terapeuta los reprendiera diciéndoles: «Yo les había dicho». A su regreso, el terapeuta volvió a plantearles sus dudas de que pudieran resolver los problemas o conflictos por cualquier método que no fuera la huida, a la que todos seguían recurriendo. Esto pareció ayudarlos en forma temporaria a resolver su ambivalencia sobre la posibilidad de seguir sometiéndose a terapia familiar, y entonces expresaron su renovada decisión de trabajar en pos del cambio. A consecuencia de utilizar al terapeuta como autoridad parental que se mantenía firme, pero respondía ante la serie continua de problemas y emergencias, todos los miembros de la familia dieron muestras de haber alcanzado una esencial mejoría en su funcionamiento.

Segundo caso: la familia B. En la casa de la familia B. vivían la señora B., de 42 años; el señor B., de 44; George, de 16, Leonard, de 14; y la madre de la señora B., de 66. El señor B. se había sometido a terapia individual en forma intermitente en el curso de los últimos nueve años. Sus terapeutas y médicos internistas creían que sus reacciones no eran muestra de una auténtica depresión. Durante el verano anterior había estado hospitalizado por una dolencia cardíaca. Sentía que ni la terapia individual ni los medicamentos recetados habían aliviado su condición. La señora B. era la única integrante de la familia que no presentaba sintomatología. Vino a las sesiones con el cuello enyesado, a raíz de un reciente accidente automovilístico. Dos anos atrás había conseguido trabajo como auxiliar de enfermería. George era el miembro designado como paciente cuando la familia fue derivada a los terapeutas. El consejero escolar les había informado a los padres que, aunque potencialmente su híjo tenía capacidad para seguir estudios superiores, debido a sus notas bajas no se recomendaría su ingreso a la universidad. Además, el muchacho carecía de confianza en sí mismo, evitaba toda reunión

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social a la que era invitado, se guardaba sus sentimientos para sí y parecía alejado en lo emocional de su familia. Leonard había visto a un psiquiatra especializado en niños debido a su inmadurez general, hipersensibilidad y sentimientos de inadecuación. En la escuela siempre había obtenido las calificaciones necesarias para pasar de grado. En general, sentía que no era aceptado por sus pares. Unos nueve años atrás había muerto el padre de la señora B., y su madre había ido a vivir con la familia. La señora B. era hija única. Por esa época el señor B. sufrió su primer episodio depresivo, y desde entonces había seguido sintiéndose deprimido. Sus ingresos seguían siendo elevados porque su socio cubría sus responsabilidades laborales durante sus breves ausencias de la empresa. La familia se autodescribió como un grupo muy unido. Los padres nunca salían, salvo en las raras ocasiones en que sus hijos y abuela materna los acompañaban. La abuela hacía las tareas del hogar. Todos coincidían en que ella era de gran ayuda; excepto que a nadie le gustaba cómo cocinaba. Después de la cena se retiraba a su dormitorio, y sólo salía de la casa para hacer algunas compras con su hija. Todas las noches, padres e hijos miraban televisión en el dormitorio de aquellos. La familia declaró que cualquier intento por sostener una conversación entre todos terminaba en fuertes discusiones, en las que por lo general los hijos se ponían de parte de la señora $. Ella les advertía en forma constante que no debían molestar al señor B. o a la abuela. En tanto que se consultaba al señor B. en relación con las decisiones de importancia, las dos mujeres se encargaban de las tareas domésticas de manera tranquila y eficaz. Los padres no tenían la sensación de que hubiera falta de privacidad; sin embargo, no entendían por qué, cuando George se sentía perturbado, los dejaba solos, se refugiaba en su dormitorio y cerraba la puerta con llave. En una sesión típica, el señor B. permanecía sentado en posición fetal, todo acurrucado, y con voz llorosa comenzaba a quejarse de lo deprimido, solo y vacío que se sentía, diciendo que nadie creía en él ni lo comprendía. George, sentado bien erguido, con voz autoritaria regañaba al padre por no esforzarse más, por sentir lástima de sí mismo. El señor B. parecía herido y respondía: «Quieres decir que es todo pura imaginación, que en realidad no me siento terriblemente mal». George entonces decía a los otros: «Si procurase actuar como otros padres, se sentiría mejor». Leonard trataba de aplacar al padre modificando los comentarios de George. Luego le rogaba al padre que saliera, e hiciera cosas con la señora B. o con él. A semejanza de un niñito, apenas musitaba sus palabras, de pronto hacía silencio y todos lo ignoraban. O bien sus ojos se inundaban de lágrimas, y cuando se le preguntaba si podía hablar de sus propios sentimientos, sacudía la cabeza a modo de negativa y con la mano hacía un gesto de impotencia. En esos momentos el señor B. decía: «Todos ustedes se confabulan contra mí, y no entienden que sólo quiero quedarme en casa y leer». Con anterioridad, él había dicho que era incapaz de concentrarse y que no tenía energía suficiente para realizar tarea alguna ni llevar a sus hijos en coche a ningún lado. Los hijos dijeron al unísono: «¡Pareces capaz de hacer las cosas que en realidad deseas hacer!» La señora B. les rogó entonces a los tres que dejaran de hablar de esa manera: todos debían mostrarse más comprensivos en relación con los estados depresivos del señor B. Esto terminó con todo ulterior esfuerzo por investigar el modo en que cada uno percibía a los demás o expresaba sus deseos insatisfechos de cambio. Si el terapeuta reflexionaba sobre el estado de ánimo de la familia, diciendo que todos parecían tristes, desdichados y solitarios, rápidamente lo hacían callar sacando un tema ajeno al de los sentimientos expresados. Por ejemplo, la señora B. decía: «¿Por qué George no va a clases de baile social? Todos los otros muchachos del barrio van». El se mostraba poco sensible, o consiente de su timidez y temor de relacionarse con jovencitas del sexo opuesto. Ellos insistían en hablar del tema hasta que el muchacho empezaba a retorcerse en el asiento, se sonrojaba, y por fin

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comenzaba a lloriquear. Esos comentarios sólo parecían acentuar aún más su sensación de ser distinto de los muchachos de su edad, en vez de servir de aliento o apoyo. El padre y Leonard de inmediato apoyaban a la señora B., a pesar de que en cualquier momento ella les echaría en cara su comportamiento diciendo: «Ustedes no actúan como seres adultos; díganme, ¿por qué razón no pueden ser como otros hombres?» Ni el señor B. ni sus hijos podían decir nada mientras ella los reprendía, menospreciaba y subrayaba la decepción que significaban para ella. El mensaje dual era bien claro: sean adecuados, sean fuertes como yo; de lo contrario no son nada. Si George decía que ese no era el problema en cuestión, tenía dificultades para expresar por qué no estaba de acuerdo con la madre o para hablar directamente del tema. En el pasado, cuando el señor B. no se sentía bien solía ir a trabajar pero llamaba por teléfono a su esposa y le hablaba durante horas enteras. Gritaba y se quejaba de que no podía concentrarse en su trabajo, diciendo que era un inútil, que no servía para nada. A pesar de que ella escuchaba todo el tiempo, él decía que en realidad no oía lo que le estaba diciendo. El se enojaba con ella porque la mujer iba a trabajar, y sentía que por la noche nadie prestaba atención a nadie, porque siempre miraban televisión. La señora B. dijo que los cuatro constantemente estaban juntos cuando no trabajaban o iban a la escuela, pero no se entendían. A pesar de los estallidos de cólera breves y episódicos, sus sentimientos (de ira) reales se «barrían debajo de la alfombra» (con lo que quería decir que básicamente cada uno los guardaba para sí). Durante la fase de evaluación, que duró casi un mes y medio, el señor B. insistió en que sus depresiones eran la única causa de todos los problemas de la familia, y todos los demás coincidieron de inmediato. A pesar de esto, la señora B., George y Leonard lloraron sin disimulo al describir sus vidas aisladas, inactivas y sin amigos, tan diferentes, según decían, de las de otras familias. Después, negaron lo que habían dicho y volvieron a concentrarse en los síntomas del señor B. La familia describió a la señora B. como una persona similar a su madre: buena, de una generosidad extraordinaria, una mártir. Vivía sólo para su familia, de la misma manera que sus padres habían vivido para ella. Decía que ningún sacrificio era demasiado grande si con ello podía ayudar a su marido e hijos. Sin embargo, en la sesión en que lloró y habló de sí misma, dijo que se sentía abrumada por todos los cuidados y responsabilidades que habían recaído sobre sus hombros tras la muerte de su padre y la enfermedad de su esposo. Su marido e hijos nunca la habían oído quejarse en forma abierta y todos prometieron de inmediato que tratarían de ayudarla más. Fue después de esta sesión cuando la familia pareció «estrechar filas», y poco tiempo más tarde dio por terminado el tratamiento. En la sesión final, cuando el señor y la señora B. vinieron sin los hijos, él dijo que era sexualmente impotente. También le manifestó a su esposa por primera vez que él siempre se había sentido muy molesto por tener a su suegra viviendo con ellos. La señora B. hizo callar al señor B. diciendo que la falta de relaciones sexuales en realidad no le molestaba, y que sabia que en verdad él no había querido decir eso, ya que amaba y apreciaba a su madre tanto como ella y los hijos. Como un niñito, él pareció no atreverse a refutar las palabras de su esposa. Al aceptar sonriente su reprimenda, también coincidió con ella en que la terapia familiar no podía ayudarlos. La señora B., en efecto, había desmentido a su marido, y él se lo permitió. Al rever las sesiones trascritas, parecería que el equipo coterapéutico fue incapaz de encontrar el procedimiento que hubiera permitido a esa familia tolerar la terapia familiar. Las implicaciones del enfrentamiento producido consigo mismos eran demasiado penosas para que las pudieran soportar. En el pasado, se habían mostrado leales al negar o restarle importancia a la ira que deformaba sus

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relaciones, en especial respecto de la abuela materna. La familia no podía permitir una discusión abierta respecto de su presencia en el hogar. Aunque decían que su deseo era llegar a comprenderse mejor y mejorar todos el propio funcionamiento -en particular el señor B. y George- resultó evidente que cuando la señora B. se quejó de sentirse abrumada, la ulterior investigación resultó demasiado amenazadora. Se dio por terminado el tratamiento aunque ni el señor B. ni Leonard habían obtenido ninguna mejoría como consecuencia de la anterior terapia a que se sometieran. La necesidad de mantener el statu quo del sistema en que vivían, basado en la negación, era demasiado poderosa (a pesar del sufrimiento de todos los integrantes de la familia). En apariencia, la alianza excesivamente estrecha entablada entre la señora B. y su madre era intocable, y debía ser mantenida como un requerimiento absoluto de lealtad familiar básica, en relación con lo cual todos ellos actuaban en connivencia e indiferentes a su «costo». De este modo, la señora B. podía seguir asumiendo de manera franca su rol del ser fuerte y en extremo adecuado, que necesitaba sobreproteger y tratar como bebés a los «pobres hombres enfermos».

Comentarios Estas dos familias ilustran algunos de los aspectos centrales que deben considerarse al intentar la formación de una alianza terapéutica. Ambas familias revelaron la existencia de síntomas manifiestos en muchos de sus miembros: depresión, problemas de aprendizaje, rebeldía adolescente, alcoholismo y disputas conyugales. También, las dos familias sufrían, y no estaban satisfechas con el funcionamiento de alguno de sus componentes, sea dentro o fuera de la situación familiar. Los problemas del integrante designado como paciente hicieron que ambas familias comenzaran el tratamiento, y se reconoció que los demás miembros estaban envueltos directa e indirectamente en los conflictos familiares. La familia S. pudo asumir su compromiso en relación con la terapia; pero no ocurrió así con la B. Esta familia coincidió en forma abierta en que existían múltiples problemas en su seno, pero después sus miembros se concentraron en la depresión del señor B. como única causa de sus dificultades. Ellos no negaron su extrema involucración mutua, sino que se mostraban gratificados de manera manifiesta por su extrema proximidad. Hicieron un frente común, negando que hubiera necesidades insatisfechas o que en su interior se sintieran solos. Se negaban los sentimientos de cólera o el hecho de sentirse heridos, o bien se les restaba importancia. Ellos no podían tolerar la investigación de las causas de su funcionamiento simbiótico subyacente, tal como lo confirmaba el hecho de que acordaron no discutir la presencia de la madre de la señora B. en la casa; así, la relación de la señora B. con su madre era protegida por la falta de investigación. La señora B. y el resto de la familia preferían «mantener apartados» a los terapeutas, a pesar del posible costo psicológico para todos ellos. El problema originado por la insuficiente individuación y emancipación psicológica de la señora B. tal vez fue proyectado en los terapeutas después que estos indicaron que con el tiempo la abuela tendría que ser incluida en las sesiones. Por el contrario, la familia S. pronto dejó de inculpar a uno de sus integrantes, convirtiéndolo en el chivo emisario, para aceptar que ellos en conjunto contribuían al mal funcionamiento de la familia. Todos tenían la poco satisfactoria costumbre de caer en el silencio, o bien de marcharse, como válvula de escape, pero coincidieron en que de ese modo no resolvían ningún problema ni conflicto. La soledad resultante a consecuencia de ese mecanismo de distanciamiento era por igual intolerable para todos ellos. Aun cuando el funcionamiento ejecutivo de los padres era mínimo o inexistente en ambas familias, la B. era incapaz de enfrentar el hecho, en tanto que la S. reconoció que esa era la meta por la cual debían trabajar.

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Aunque en ambas los problemas eran igualmente graves, una familia demostraba fuerza y capacidad suficientes, al menos, como para iniciar la investigación de sus sufrimientos. En el caso de la familia B., tal vez los terapeutas no hayan sido todo ló hábiles que se necesitaba para ayudar a sus componentes a superar sus temores subyacentes de encarar sus pautas de relación desequilibrada. Se requiere una comprensión y habilidad mucho mayores al tratar con familias que parecen tan unidas y fijadas en forma simbiótica como la familia B. Aun así, es difícil entender todos los mecanismos posibles que permiten a una familia iniciar el tratamiento, y proseguirlo.

Conclusiones La formación de una alianza de trabajo depende de varios factores básicos: el más importante es la capacidad de la familia para comprometer a cada miembro, de modo individual, a que investigue en forma activa las cuentas pendientes en sus relaciones desequilibradas, y alcanzar un acuerdo consensual al menos respecto de uno o más objetivos. Si una familia persiste en la idea de que sólo acude a terapia por causa del integrante designado paciente, sin que todos sus componentes se comprometan de modo dinámico con el proceso de cambio y examinen todas las relaciones dentro de la familia nuclear y extensa, entonces el grado de resistencia será tan intenso que el proceso terapéutico no podrá continuar. Incluso, algunas familias lo abandonan al cabo de una única sesión, porque las perspectivas de dicha investigación son intolerables. Otras asisten a unas pocas sesiones, como si estuvieran en la etapa de «explorar» y de ser evaluadas, pero, al no producirse una «cura sintomática» instantánea, dan por terminado el tratamiento. No pueden aceptar la premisa de que los problemas del niño o el adulto se entrelacen con otros conflictos de la familia. Aun cuando los terapeutas tratan de ayudar a cada miembro del grupo familiar a aceptar que se pueden obtener beneficios para todos ellos, esto no los ayuda en medida suficiente a superar su desconfianza interna, su ansiedad y sus temores respecto del terapeuta y el proceso terapéutico. Algunas familias continúan el tratamiento durante períodos breves, en el curso de los cuales no se produce ninguna mejoría de los síntomas en el integrante designado paciente. No debe restarse importancia a esos esfuerzos o resultados, ni ignorárselos. Sin embargo, esto tampoco debe confundirse con el cambio estructural que podría tener lugar en un nivel multigeneracional; así, el endeudamiento y la desesperación, dolor y cólera subyacentes por el hecho de haber sido explotados continúan sin equilibrarse en las relaciones parento-filiales, conyugales y con los abuelos. Si las fuerzas regresivas siguen ocultas o invisibles, en tanto que la familia se muestra fijada de manera muy fuerte al mantenimiento de la relación simbiótica o demasiado distanciada, los procesos terapéuticos se experimentarán como algo amenazador e intolerable, y por ende serán rechazados. Los terapeutas son visualizados como «extraños entrometidos» y no se les brinda oportunidad suficiente para instilar o renovar esperanzas de mejoría en las relaciones familiares. Todavía no existen pautas de orientación o criterios objetivos mediante los cuales los terapeutas puedan determinar por anticipado qué familias serán capaces de formar una alianza de trabajo. Algunas familias tienen mayor capacidad para confiar en el terapeuta cuando este las tranquiliza y les recomienda que continúen la investigación y el tratamiento. El grado de sufrimiento o desesperación dentro de la familia no necesariamente facilita o garantiza la formación de una alianza; sin embargo, sí se vincula en forma directa con sus experiencias pasadas y presentes con la familia de origen. En particular, se conecta con el nuevo balance de los compromisos de lealtad y endeudamiento en las relaciones multigeneracionales, que incluyen a las familias nucleares y extensas más el sistema de parientes políticos. En la coterapia, la relación de equipo, por supuesto, es un poderoso factor en la participación de las familias en el proceso terapéutico. Si no hay suficiente confianza, respeto y capacidad esencial para la apertura y las diferencias, la familia puede llegar a dividir el equipo y convertir en chivo emisario a uno de sus integrantes o parentalizarlo, volviéndolo en contra del otro, lo que de manera inevitable

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lleva al rechazo de los terapeutas. Si existe demasiada competencia o rivalidad entre ellos, este hecho puede fomentar la resistencia de la familia. Esta puede cuestionar la unidad del equipo, como también la fuerza individual de cada terapeuta y las fronteras yoicas. Sin embargo, como ya dijimos, a pesar de la capacidad y experiencia de los terapeutas, algunos sistemas familiares patológicos son más poderosos que ellos en cuanto a resistir la apertura y el cambio. En dichos casos, de poco valen los esfuerzos para formar una alianza terapéutica o de trabajo, o para ayudar a las familias a que continúen en tratamiento.

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9. Terapia familiar y reciprocidad entre abuelos, padres y nietos Si uno acepta la premisa de que es indispensable estudiar la interrelación entre un individuo y su sistema familiar, entonces las fronteras de la familia deben extenderse de manera tal de incluir los vínculos existentes entre una familia nuclear y las de origen (incluyendo los parientes políticos). A partir del campo de la gerontología y de nuestras actuales experiencias clínicas con familias, se desmiente el mito de que pueda existir una familia nuclear aislada o por completo independiente. Los ancianos padres no han abandonado a sus hijos adultos o nietos, y, a su vez, las generaciones más jóvenes no han abandonado a sus mayores. En el sentido clínico o de tratamiento, la naturaleza de estas relaciones, y en especial la intensidad y profundidad de los lazos entre las tres generaciones, constituyen un territorio todavía no explorado en medida suficiente. La bibliografía sobre el tema revela que en unos pocos casos específicos se han incluido a los abuelos en una sesión de familia conjunta, pero no hay mayores datos sobre la continuidad del tratamiento y los efectos que ha tenido sobre todos los componentes de la familia. Muchos estudios han revelado y confirmado la existencia de una conducta intergeneracional responsable en el sentido externo y material: se cuida a los ancianos económica y físicamente. La frontera clínica sigue siendo la calidad emocional y el sentido de esas relaciones intergeneracionales, y los efectos que ejercen sobre cada generación. En el presente capitulo se proporcionan ejemplos ilustrativos del modo en que, en una serie de familias, una hija adulta o un yerno describen en un principio a las familias de origen. Se analizarán las técnicas empleadas para ayudar a las familias a que acepten e incluyan a los abuelos en las sesiones. También se describirá el objetivo y las metas potenciales de las entrevistas iniciales y el modo en que se las analiza de manera cabal con los progenitores adultos como un anticipo de las sesiones. Se incluirán las variadas formas de comunicación que tienen lugar entre las familias nucleares y extensas: las cartas, conversaciones telefónicas y visitas al hogar de cada uno. Siempre que fuere posible, los autores procurarán ejemplificar las profundas repercusiones existenciales que las tres generaciones siguen teniendo la una sobre la otra. En el capítulo 12 se presentará un caso único en las diversas fases del tratamiento, enfocando en forma circunstancial los sistemas infantil y paterno de los adultos jóvenes así como el sistema conyugal, al igual que los efectos que ejercen los sistemas familiares originarios sobre cada cónyuge. Los autores postulan que el principal vínculo de conexión entre las generaciones es el de lealtad, basado en la integridad del endeudamiento reciproco. Puede expresarse en forma de cuidados físicos, llamadas telefónicas, visitas, cartas, expresiones de interés, respeto y preocupación. A veces sólo se manifiesta a través de servicios concretos, aunque estos pueden darse aunados al apego y la involucración emocional. En los siglos pasados familias y gobernantes discutían con libertad el tema de la lealtad y el endeudamiento, y su forma de compensación se definía en términos concretos. Ya se tratase de un rey, un señor feudal, el alcalde de una ciudad o el jefe del propio clan, la supervivencia física estaba garantizada, siempre que hubiera pruebas económicas y políticas de la propia lealtad. Parte de las cosechas y otros productos de la tierra se compartían con los gobernantes de manera automática, a cambio de lo cual ellos garantizaban de modo implícito su protección a los súbditos leales. Estos bienes eran formas de pago de un deber, una obligación, y señal de alianza y respeto.

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En las antiguas familias extensas, el hombre de más edad era dueño de todos los derechos de propiedad, y su autoridad regia en virtud de la lealtad incondicional de todos los restantes miembros. En las familias actuales, los factores económicos o de protección siguen siendo importantes, pero no constituyen un factor tan significativo como los vínculos psicológicos. Las familias que están capacitadas para ello asumen la responsabilidad física por sus integrantes, pero la supervivencia de un individuo no depende, necesariamente, del apoyo de la familia. Cuando ha sido preciso, los gobiernos locales, estaduales y federales han intervenido para garantizar la protección física de los enfermos o los ancianos. Lo que nos interesa son las manifestaciones de lealtad basadas en el endeudamiento y la reciprocidad. La lealtad y sus múltiples formas de expresión constituyen una fuerza, saludable o no, que crea los vínculos de conexión entre generaciones pasadas y futuras. Incluso cuando se nieguen esos vínculos, o se les reste importancia de manera abierta, el ser humano sigue estando comprometido de modo inalterable y profundo con la compensación por los beneficios recibidos; e igualmente permanece vinculado con sus parientes sanguíneos. Para todos los adultos, la lucha consiste en equilibrar las antiguas relaciones con las nuevas: integrar en forma continuada las relaciones con las personas que antes fueron de importancia para uno, con la involucración y el compromiso asumido hacia las relaciones actuales (o sea, la pareja y los hijos). Algunas familias nucleares están tan «atadas» en lo emocional a la familia de origen, que no sólo viven al lado de los padres de uno de los cónyuges, sino que por lo menos en tres de los casos registrados construyeron un túnel que iba de una casa a la otra para seguir constituyendo todos una gran familia «feliz». El yerno o nuera parecen aceptar por completo dicho acuerdo familiar. La perduración de la simbiosis es evidente: de inmediato se sofoca toda manifestación de individualidad, tentativas de separación física o emocional, o comentarios críticos. La persona que lo intente es considerada desleal y desagradecida. En una de esas familias, la madre y la hija de ocho años compartían los mismos síntomas fóbicos e histéricos, y el marido, quien había sido criado en distintos hogares de padres adoptivos, aceptaba en forma pasiva las visitas y estadas con sus parientes políticos cinco o seis noches por semana. Otras familias nucleares aparecen desapegadas, independientes o carentes de interés o involucración con cualquiera de las familias de origen. A menudo lo expresan como si se tratara de un rechazo mutuo, «convenido». Las distancias geográficas se esgrimen con facilidad como argumento para reforzar la separación y el estado de absoluta independencia respecto de todos los demás. Tal vez en un comienzo concedan que hay algún contacto, pero describen visitas realizadas durante el período de vacaciones, llamadas telefónicas o cartas como algo despersonalizado, en un nivel superficial. Como excusas para el desapego se plantean también razones religiosas o diferencias étnicas o políticas. En la fase inicial del tratamiento, cuando se interroga a esas familias sobre los abuelos maternos o paternos, las primeras respuestas por lo general son de que existe un contacto mínimo. «No podemos, o queremos, depender de nadie fuera de nosotros mismos». «Nuestros problemas sólo atañen a ese hijo enfermo o malo; de no ser por él, todo andaría bien». Así como otras dificultades individuales y conyugales serias se disfrazan tras los problemas de un hijo «específico», en los comienzos también se ocultan los fuertes vínculos existentes con la propia familia de origen. Si los terapeutas investigan el cuadro que se presenta de las relaciones entre las tres generaciones, la respuesta habitual es: «¡No hay nada que analizar!» Si se les pregunta acerca de sus deseos de mejoría, la contestación general tiene un «matiz de desesperanza». Incluso, esto puede enmascararse detrás de francas carcajadas por lo que dicen los terapeutas, como si se tratara de una idea descabellada: «Usted debe estar bromeando, no conoce a mis padres o suegros... ellos

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siempre fueron imposibles, y siempre lo serán»; o bien: «Son tan anticuados que jamás entenderían». Al principio, tal vez el cónyuge coincida en forma abierta con los comentarios del otro esposo. A pesar de los intentos por restarle importancia a la indagación del terapeuta, resulta evidente que se trata de una esfera sumamente cargada: los tonos de voz se elevan con gran intensidad de manera inevitable. Si los hijos son inquietos o ruidosos, se hace absoluto silencio en la sala. Las justificaciones materiales por la «falta de contacto» surgen como un torrente, y por el momento parece imposible seguir examinando el tema. De inmediato, uno o más integrantes de la familia pueden desviar de nuevo el tema hacia uno de los componentes de la familia nuclear, como fuente principal de todas las dificultades. Alguien, por lo general un niño, habitualmente es el objeto «malo», decepcionante, perturbador. Considerado desde el punto de vista de la terapia individual, ese hijo, o hijos, tienen problemas, trátese de delincuencia, problemas de aprendizaje o de conducta en la escuela, mojar la cama, actos incendiarios, etc. Todas las quejas múltiples formuladas sobre cualquier individuo poseen validez. Incluso el hijo parentalizado que hasta muy poco tiempo atrás era bueno, adaptado, y apoyaba a sus padres en el hogar (ayudándolos, haciendo ciertas tareas o asumiendo responsabilidades en relación con sus hermanos) puede estar cambiando ahora, y ser descrito como un sujeto rebelde, holgazán o indiferente. Tal como se viera en otros capítulos, estos problemas sólo pueden interpretarse como dificultades intrapsíquicas del niño. Sin embargo, los especialistas en terapia familiar interpretamos los síntomas visibles presentados como indicativos de problemas en el sistema familiar multigeneracional. La tesis es que los síntomas de un hijo son también representativos de los conflictos ocultos y no resueltos entre varias generaciones de la misma familia, o entre ambas familias de origen. Los síntomas de una persona pueden ser una máscara tras la que se ocultan las graves dificultades matrimoniales; y a la inversa, las dificultades conyugales pueden disfrazar el problema de un hijo.

El individuo y sus relaciones familiares En primer lugar, se analizarán conflictos no resueltos desde el punto de vista individual. Después seguirán descubrimientos multigeneracionales; teóricos y clínicos. Lo que se enfoca en la terapia familiar son las obligaciones de lealtad entre cada uno de los miembros y todos ellos, y la manera de saldar las propias deudas. Sea que las primeras figuras paternas en la vida de un niño hayan sido poco gratificantes o frustrantes de modo abierto, en la realidad o la fantasía, o que uno o ambos progenitores estuvieran ausentes debido a abandono o muerte, como consecuencia el individuo puede sentirse indigno, inadecuado y carente de autoestima. Cuando las necesidades de dependencia no han sido resueltas y la constancia objetal fue deteriorada, el individuo sigue alentando anhelos internos de ser amado, apreciado y aprobado. Este anhelo subyacente puede ser negado o restársele importancia, en forma conciente o inconciente, y verse encubierto por sentimientos de cólera, resentimiento, rechazo de los demás o, incluso, un sentido de aletargamiento. Sin embargo, sigue dándose una eterna búsqueda de los objetos buenos y amados o los sustitutos paternos comprensivos, consoladores, que aceptan por completo una conducta que incluso puede ser infantil y destructiva. En muchos individuos, la ira y decepción por los objetivos originarios de importancia se proyectan fuera del sí-mismo: en un marido, esposa, hijo, o cualquier otra persona significativa pero al alcance de uno. Todos los individuos experimentan a veces actitudes ambivalentes, pero el aspecto más destacado de la ambivalencia no es sólo la frecuencia e intensidad de dichas respuestas, sino las reacciones continuas y fundamentales en esas relaciones estrechas. Pueden cambiarse las amistades y los patrones, pero dentro del propio sí-mismo siempre sigue en pie una sensación básica: el que uno haya recibido la adecuada dosis de amor, aceptación y reconocimiento de la propia valía por parte

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de los miembros actuales y pasados de la familia. Sea que las primeras relaciones se experimentaran como buenas y amantes o como malas, destructivas e inadecuadas, el individuo sigue sintiéndose obligado, con necesidad de pagar una deuda. Ese pago puede expresarse de modo directo hacia los ancianos padres, de manera generosa, afectuosa y llena de apoyo. La venganza por el tratamiento injusto puede surgir en forma de menosprecio, mofa o incluso negligencia. Quizá la compensación se produzca con los propios hijos, o se exterioricen sentimientos hacia los objetos malos y odiados de la anterior generación, y se los proyecte sobre aquellos. Puede haber un real descuido físico y emocional de los ancianos padres y suegros. La fase de enamoramiento y comienzos del matrimonio renueva las esperanzas de contar con el progenitor «idealizado» que provee aquello que uno busca y necesita eternamente, o nos compensa por ello. Si las expectativas y exigencias son abrumadoras e imposibles de satisfacer, entonces resulta inevitable que el cónyuge sea fuente de frustración y decepción. Los siguientes blancos de importancia al alcance de uno son los propios hijos. La mayoría de los progenitores están dispuestos a asegurar que su intención es ser mejores padres para sus hijos de lo que fueron sus padres con ellos. Pueden restar importancia o negar sus sentimientos de carencia, y hacer esfuerzos por darles «todo» a su prole. Sin embargo, ¿qué sucede con sus propios apetitos internos sin satisfacer? Ellos pueden convertirse, en forma abierta, en progenitores abnegados, sacrificados, a la manera de los mártires. Esto no sólo produce, de modo inevitable, sentimientos de culpa en el hijo receptor, que siente que debe pagar en exceso por lo que se le brinda de manera tan poco egoísta, sino que (lo que es más importante) ese hijo se siente obligado para siempre a satisfacer las expectativas paternas. Esos individuos siguen experimentando durante toda su vida la sensación de estar endeudados, o bien de haber asumido una obligación que nunca podrán saldar. Los lazos que los atan como consecuencia de esas dádivas propias de un mártir tienen infinitas repercusiones. Incluso si se separan físicamente, se casan y tienen su propia familia, siguen alentando sentimientos de culpa y la sensación de estar siempre en mora con sus deudas. Aun cuando el progenitor haya apoyado el matrimonio y la paternidad, el mensaje implícito puede ser que el hijo es un desertor desagradecido que no aprecia lo que se le ha dado. Los sentimientos más profundos son: «Si yo te di tanto, cómo puedes dejarme cuando me debes tanto». De igual modo, los celos o el rencor que provoca la pareja elegida pueden disfrazarse o minimizarse. En algunas familias, los sentimientos de culpa respecto del endeudamiento de un hijo hacia sus padres son tan exagerados que no hay esperanzas de compensación. Los hijos se mantienen siempre en posiciones fijas en esas relaciones de lealtad cargada de culpas. Deben tomarse en cuenta otras facetas de importancia, tales como el modo en que uno puede dar algo cuando es poco lo que ha recibido. En determinada situación, una joven tenía grandes dificultades con su novio, que era de distinta religión. Lo único que hacía la madre de ella era zaherir a la hija acerca de los aspectos religiosos de un matrimonio mixto. Cuando la hija quería analizar los puntos fundamentales de su pobre identificación femenina y sus dificultades sexuales, la madre evitaba esos temas. Debido a la propia identificación no maternal de la madre y a su insatisfactoria relación sexual, de ninguna manera podía ser de ayuda a su hija. Cuando se «da demasiado» puede experimentarse un sutil resentimiento por el hecho de que el hijo reciba más, en tanto que uno sigue «hambriento». En esencia, ese acto de dar es algo material, fáctico, o una relación de prédicas y sermones, de modo que no se comparten en forma personal las propias preocupaciones internas. Esto no significa que se discutan experiencias sexuales íntimas y privadas entre las generaciones, sino que se refiere a otras cuestiones cruciales de la relación, por ejemplo, las identificaciones y diferencias de lo

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masculino y lo femenino. El hijo puede parecer un ser desagradecido, e incluso rechazar esas pseudodádivas y formas de relación. El progenitor adulto puede sentirse atrapado en un vinculo que se le aparece como repetición del vivido con sus propios padres, y se sentirá herido, encolerizado y deprimido. Los antiguos anhelos ya no pueden negarse, ni restárseles importancia.

Relaciones en la familia nuclear y en la familia extensa Las antiguas esperanzas de ser amado, comprendido y cuidado pueden ser reprimidas de manera inconciente. Entonces las esperanzas se pierden en forma irremediable, y cada miembro de la pareja se siente atrapado en una posición culposa intolerable. Algunos cónyuges se describen a sí mismos como inermes por completo en sus sentimientos hacia la familia de origen. Los hijos de esas familias se ven contaminados por la desesperanza o la depresión íntima de ambos progenitores. Además, los conflictos no resueltos entre la generación de los abuelos y los padres son perfectamente conocidos por los hijos, aun cuando los padres crean que se los ha mantenido en secreto. Los hijos también conocen la naturaleza y extensión cabal de las batallas conyugales. Tienen aguda conciencia de que lo que quedó sin resolver en el pasado se saca a relucir ahora y que se trasfiere sobre sí mismos. Ellos hacen interminables esfuerzos por proteger o estar disponibles como objetos de gratificación. El hijo parentalizado puede, aun de adulto, continuar tratando de «compensar» o «devolver» lo que le debe a sus padres ya provectos. Brody y Spark [24, pág. 83] denominan a esos hijos «los que cargan con el peso de las cosas». Procuran consolar, tranquilizar, ser buenos y amantes progenitores sustitutivos. Los otros hijos también pueden luchar, aunque en sentido negativo, con el fin de infundir vida y entusiasmo en la esperanza de vivificar los aspectos estancados de manera irremediable, faltos de crecimiento e improductivos del matrimonio de sus padres. Quienes tratan de evitar esos roles o escapar a dichos sistemas familiares se convierten, de modo inevitable, en hijos «malos o locos», trasformados en chivos emisarios. Así, uno de los hijos posterga su propia maduración, y el otro lucha por ella, pero la familia interfiere e interpreta en forma errónea su conducta, como si fuera un hijo o hija desleal. Todas las relaciones familiares incluyen ciertos aspectos propios de las dimensiones de realidad: un bebé es un ser desvalido, lleno por completo de exigencias; el marido-padre es el protector, el que gana el sustento. Es por esta realidad que se interesan los especialistas en terapia familiar, como también ponla trasferencia dentro de todas las relaciones más cercanas. Aunque uno se sienta desleal o no se crea endeudado con los propios progenitores, resulta un hecho que existen expectativas implícitas de alguna forma de compensación. Si esa compensación se niega, o bien se le resta importancia, uno experimenta íntimos sentimientos de culpa. Es hacia esta esfera (de saldar en la realidad las propias obligaciones hacia la familia de origen, el cónyuge y los hijos) a la que los especialistas en terapia familiar deben dirigir sus esfuerzos. A los efectos de desempeñar su papel como agentes de cambio para las tres generaciones, los terapeutas deben concentrar su trabajo en las familias nucleares y extensas. El curso que debe seguirse es el examen de la naturaleza interconectada de los actos recíprocos de dar entre el individuo, la familia nuclear y ambas familias de origen.

Los parientes políticos como sistema de equilibrio Además de estudiar la situación en el contexto trigeneracional descrito, también es de suma importancia comprender la unidad o falta de armonía entre el sistema propio de la familia de origen y el de parentesco político. Cada sistema familiar tiene prescrito su propio código de reciprocidad para hacer, relacionarse, intercambiar: dar y tomar dentro de la categoría de ser amados. La relevancia de esta esfera del tratamiento recién ahora comienza a ser examinada. Dos extraños se conocen, se enamoran y se casan. El eterno chiste es: «Me casé contigo, no con tu familia». Nuestra experiencia clínica ubica esa frase en una categoría absolutamente mítica o fantaseada. 176

Un pariente político es un intruso. La afirmación habitual: «Hemos ganado un hijo» suele ser más una expresión de deseos que una realidad. Más allá de las consideraciones individuales sobre las posibilidades de que la joven pareja se complemente, apoye y satisfaga en forma mutua, y haga otro tanto en relación con las necesidades de sus hijos, siguen planteándose cuestiones esenciales sobre el modo en que las familias de origen serán incluidas o excluidas. ¿Cuánto es posible enfrentar y manejar con respecto a los códigos y cuentas de reciprocidad de una familia? Por ejemplo, ¿cómo se vivirá la presencia de los abuelos de cada parte, y qué apoyo se les dará? Una familia de origen puede ser muy expresiva en sus afectos y agresiva en sus sentimientos. Otras familias son reservadas, pero igualmente afectuosas y dispuestas a prestar apoyo. Hay familias sólidas, dignas de confianza, que siempre luchan por ir hacia adelante, pero que no son demostrativas en lo físico ni en lo verbal. En algunas se ha dado una conducta caótica, desorganizada, perturbadora, como por ejemplo en casos de abandono y divorcios múltiples. En un continuo -así como con los individuos- se dan las familias abiertamente simbióticas, sofocantes y protectoras, por comparación con familias que destacan la importancia del desapego, la extrema adecuación y la completa independencia, como si se tratara de una posibilidad realista. De hecho, los opuestos parecen atraerse el uno al otro, y, sin embargo, en el diario contacto estrecho de la vida familiar esos atributos pueden convertirse en fuente misma de aquello que resulta irritante e inaceptable en una relación. A despecho de lo previsto (aunque tal vez era lo que se necesitaba), el estilo de vida de la familia del cónyuge no puede absorberse o integrarse porque es demasiado distinto del propio de la familia de origen. Un pariente político y su familia muy pronto pueden convertirse en chivos emisarios del otro sistema familiar. Una nuera o yerno no es tan sólo un rival del afecto y apoyo de los padres; el sistema de valores y forma de vida de los parientes políticos son blancos de ataque, menosprecio o rechazo. Los aspectos emocionales pueden expresarse de manera simbólica en función de dinero, ocupación, religión y origen étnico, pero la dinámica interna sigue siendo en esencia la misma. Lo que estamos enfocando es el equilibrio de la lealtad y el endeudamiento dentro de las familias: ¿Quién hace qué para quién? ¿Cómo se lo experimenta? ¿Quién compensa, por qué y cuándo? Esto puede traducirse en distintos términos, por ejemplo, un sistema de justicia o de contabilización de méritos: «Le di los mejores años de mi vida a un marido, hijos, ¿y qué he recibido a cambio?». En términos mecanicistas puede hablarse de insumo y producto. En toda ética, rige un credo: Tanto doy, tanto recibiré. A menudo, las familias de referencia parecen hallarse en el limbo, o en un estado de resquebrajamiento emocional. La homeostasis familiar, tal como se la analizó en la bibliografía especializada, por lo general se refiere al estado presente del sistema familiar nuclear. Nuestra intención consiste en extender este concepto de homeostasis, de modo de incluir la dimensión bigeneracional de lealtad y endeudamiento, como también la escena multigeneracional y la de los parientes políticos. Los casos clínicos que ilustran este capítulo no sólo revelan distorsiones y proyecciones motivadas como expresión de deseos, sino también los esfuerzos insatisfactorios por enfrentar esas cuentas no saldadas y compromisos ocultos. Por ejemplo, un aspecto fascinante es el deseo de ser adoptado por los propios parientes políticos. Este fenómeno puede introducir ramificaciones tales como la de plantear, de manera inconciente, excesivas exigencias a los ancianos suegros, y provocar la rivalidad del propio cónyuge por el hecho de compartir a sus padres. También puede utilizarse como defensa por no preelaborar o enfrentar los propios compromisos y responsabilidad hacia la familia de origen. La pareja de cónyuges puede sufrir un doble golpe cuando el «mito de adopción» queda invalidado en forma repentina por la falta de adopción del pariente político.

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Inclusión de los abuelos en las sesiones En nuestros esfuerzos por incluir a los abuelos siempre que sea posible, debieron tenerse en cuenta varios aspectos de importancia. Esto se establecerá de modo más explícito en nuestros ejemplos clínicos, pero el primer factor reside en interrumpir el «síndrome de acusaciones» y no dejar que continúe. Los aspectos constructivos de la relación, que fomentan el crecimiento, constituyen la única preocupación y meta. Resulta inevitable que entre las generaciones se expresen sentimientos de cólera y de amargura; estos enfrentamientos brindan una oportunidad para comenzar a analizar de manera minuciosa lo que había sido proyectado o exteriorizado sobre la otra persona. Se alienta el diálogo mutuo, para que el anciano progenitor pueda revelar su propio pasado, así como sus deseos actuales. Deben balancearse las cuentas ocultas de explotación y méritos no compensados, con fuertes pretensiones. Sin embargo, en ese diálogo, nunca se da una reversión generacional: un anciano padre, aunque se vuelva más dependiente o incapacitado físicamente, sigue siendo un padre. Tal como dijeran Spark y Brody: «en el sentimiento, aunque el hijo adulto pueda ser viejo él mismo, sigue siendo hijo en la relación con el padre. No se convierte en padre de su propio padre» [80, pág. 200]. Al conceptualizar las fases del desarrollo más allá de la madurez genital, Blenkner [8] propone la fase de «madurez filial». Esta se caracteriza por la capacidad del adulto maduro para que el progenitor dependa de él, y marca una saludable transición desde la madurez genital a la ancianidad. De este modo, no se trata de una «reversión de roles» sino de cumplimiento del rol filial para con el progenitor, lo que implica la resolución de anteriores etapas de transición. A menudo se presupone, en forma incorrecta, que una persona anciana o que ha llegado a la etapa de la vida en que ya es abuela no puede cambiar o modificar sus relaciones familiares. No obstante, en algunos casos los abuelos pueden ser menos rígidos o estar menos fijados que un miembro más joven de la familia. Además, la mayoría de los padres ancianos siguen comprometidos hacia sus hijos y nietos, lo que contribuye a que las tres generaciones puedan enfrentar la naturaleza de las actuales relaciones y obligaciones, en lugar de las primitivas distorsiones interiorizadas respecto de los propios padres. Sea que el progenitor de más edad haya sido o no en realidad un ser frustrante y poco generoso, surgen nuevas esperanzas y oportunidades para esclarecer y mejorar una relación. Así, llega a compartirse por primera vez mucho de lo que se desconocía o estaba poco claro en torno de las circunstancias de la persona de más edad. Esto puede generar una mayor comprensión y un sentimiento de compasión mutua entre las generaciones. Es posible reducir el rechazo y el distanciamiento al mínimo, o bien eliminarlos en un grado originariamente no previsto por ningún miembro de la familia. Los nietos, quienes pueden haber soportado los embates de los sentimientos de trasferencia negativos de uno o ambos progenitores adultos, están sumamente ansiosos por reconciliarse con sus abuelos. De ese modo, no sólo se les ayuda a liberarse del rol parentalizado o de chivo emisario, sino que se renuevan sus esperanzas y se les proporciona un modelo para dirimir los conflictos que tienen con sus propios padres. Los niños suelen experimentar devoción por sus abuelos, pero pueden haber inhibido esos sentimientos debido a su sensibilidad y deseos de proteger a sus padres. Un niño de siete años se sentó en las rodillas del padre y le rogó que cuidara de los abuelos de la misma manera que cuidaba de él. En ese momento el joven padre inclinó la cabeza sobre el hombro del hijo y rompió a llorar. Cuando se está dando en demasía a los propios hijos puede, incluso, demostrarse negligencia e indiferencia por las necesidades físicas y emocionales de los ancianos padres. Es posible que cada generación se vea atrapada en un vínculo destructivo y hostil de relaciones mutuas. Nadie logra liberarse de sus obligaciones de manera apropiada para su edad o fase de su vida. Los ancianos son «dejados de lado», sienten celos y rencor hacia los nietos; los jóvenes adultos no reciben el

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apoyo y reconocimiento necesarios de sus padres, ni siquiera de sus hijos. Los hijos se sienten culpables de recibir demasiado o tomar aquello que, a su entender, debería compartirse con los abuelos. Los hijos adultos sienten que sus padres e hijos son desagradecidos. Con respecto a la falta de equilibrio en el balance del «registro», las tres generaciones sufren. Esos sentimientos de lealtad, aunque a menudo parecen inconcientes para el hijo adulto, vuelven a vivenciarse o actuarse en el sistema de la familia nuclear. A menos que se enfrenten dichos sentimientos, se modifique o cambie la fuente interior de sentimientos de culpa y se cancelen o salden las pasadas obligaciones, el hijo adulto seguirá teniendo dificultades para desempeñar de manera equilibrada su compromiso y deuda de lealtad hacia su cónyuge y prole. Si bien hay similitudes parciales con la terapia individual, nuestra meta va más allá, para modificar realmente la relación que existe entre las generaciones. Los conflictos intrapsiquicos o empeños infantiles por obtener gratificación de las personas importantes en el pasado, que son actuados dentro de la familia o sobre la sociedad, se abordan en las relaciones presentes, aquí y ahora. Lo que en el pasado se creía oculto en el inconciente de un individuo, asequible sólo por medio de los sueños, lapsus linguae y otros mecanismos psíquicos, se ve ahora de manera diferente. El anciano progenitor, el progenitor adulto y los hijos son los objetos de trasferencia sobre los cuales se expresan los apetitos infantiles. En vez de enfocar el modo en que los esfuerzos y actitudes infantiles se trasfieren a un terapeuta individual, el especialista en terapia familiar procura valerse de las conductas perturbadoras, regresivas y negativas expresadas en las relaciones «in vivo» con el fin de modificar y establecer un nuevo equilibrio en las relaciones de familia. Tal como lo postulara Boszormenyi-Nagy [18], este concepto de reconstrucción de las relaciones familiares difiere del de la dinámica individual, en el sentido de que la dinámica multipersonal la incluye, pero va más allá.

Técnicas y comentarios sobre la inclusión de los progenitores provectos Al tomar conciencia de que muchas familias seguían estando sumamente involucradas con sus familias de origen, se sugirió que se incluyera a los abuelos en las sesiones. Tal como se describiera con anterioridad, por lo general las reacciones iniciales eran negativas: «No se llegará a nada; es imposible; no estarían dispuestos», etc. Sin embargo, nuestra experiencia como terapeutas nos dice que en muchos casos los ancianos padres sienten, en realidad, que se los deja de lado. La terapia puede ser considerada como un rival o una fuerza que podría llegar a apartarlos o excluirlos aun más. Las familias que tratamos, al interrogar en forma directa a sus padres, descubrieron que tenían deseos de asistir a las sesiones, y en la mayoría de los casos estaban ansiosos por venir. Cada hijo adulto estaba en libertad de decidir cuándo utilizaría sesiones juntamente con sus padres, y determinar si deseaban incluir a sus respectivos cónyuges. Los padres provectos asistían a las sesiones no sólo porque todavía querían ser útiles a sus hijos adultos y nietos, sino también porque se sentían profundamente desdichados de esa relación, tanto en el presente como en el pasado. Al principio, todos se inculpaban de modo airado y había muchas recriminaciones mutuas, en lo que podría calificarse de enfrentamiento entre las generaciones. Con la ayuda de los terapeutas, esto por lo común no continuaba por mucho tiempo. Para los terapeutas, resulta más importante entresacar los principios de la contabilización de débito y crédito entre las generaciones. Ellos indagan sobre la vida anterior de los padres provectos, o a veces uno de estos, en forma espontánea, se dirige a ellos buscando consuelo y apoyo respecto de sus propias carencias del pasado. En este sentido, el síndrome de culpa puede reducirse al mínimo, y se ayuda a que los integrantes de la familia vean a sus padres provectos en un contexto más adulto. En lugar de que el hijo adulto se sienta deseperadamente enojado o dependiente, o tratado de modo injusto como puede haberse sentido desde la infancia, puede abrírsele una nueva dimensión. Tal como se explicara antes, no se produce una reversión de las generaciones, sino que más bien ocurre que el

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hijo adulto se ve enfrentado a la necesidad de compensar a sus padres o cuidar de ellos de manera diferente, y tal vez más responsable, respecto de cómo él mismo fuera tratado. De modo primordial, estas sesiones de terapia familiar alientan renovadas esperanzas por una más positiva relación y una mayor reciprocidad, para poder modificar los agravios anteriores o la conducta destructiva. Los hijos adultos, quienes ahora tienen propios hijos se hallan en una posición más ventajosa para identificarse con sus padres provectos: pueden reconciliarse las diferencias y resolverse las antiguas deudas y obligaciones emocionales, sea en un sentido emocional o también real, aunque no necesariamente material. A cada generación se le brinda la oportunidad de enumerar agravios y motivos de queja, con miras a alcanzar el objetivo final de un nuevo nivel de relación entre ellos. Esto puede consistir en el esclarecimiento y cambio de ciertas actitudes fijas, pero lo más importante es la modificación de la conducta. Se investigan los agravios que poseen una base de realidad y a veces se los rectifica de ese modo, con lo cual disminuyen los sentimientos de culpa. Incluso, tras varias sesiones con los padres provectos, existe en forma constante una realimentación respecto de los contactos desarrollados. Cuando los ancianos padres viven en otra ciudad, los componentes de la familia continúan informando sobre su comunicación con ellos por teléfono, carta y visitas. Siempre queda la posibilidad de que asistan a nuevas sesiones, si el hijo o hija adulta desea volver a invitarlos. Lo interesante es que el yerno o nuera, y en especial los hijos ya adultos, parecen ansiosos y francamente interesados en cualquier forma de reconciliación que pueda ocurrir. Por lo general, ellos hablan en forma muy directa y abierta respecto de la naturaleza de los conflictos intensos entre las generaciones, y de esa manera pueden calibrar el profundo amor, así como las heridas y desesperación de cada generación. Los hijos o el cónyuge se ven atrapados por el sentimiento de ser ellos los utilizados como objetos de «retribución», y anhelan que tanto los abuelos como ellos mismos puedan salir de esa trampa. Por vengativa que se haya mostrado o siga mostrándose una persona, la meta terapéutica no es el mero reconocimiento, enfrentamiento, expresión franca y, en consecuencia, la continuación de las relaciones negativas, sino que su enfoque se centra en el mutuo esclarecimiento y reconstrucción. Al hijo adulto y su progenitor se les da la oportunidad de romper pautas esclavizantes de relación, que pueden haber perdurado durante varias generaciones. El siguiente párrafo ilustra de manera adecuada la profunda comprensión de un niño pequeño: La madre del niño decía que su anciana madre estaba chocheando. La abuela materna compró dos abrigos y todo el tiempo le preguntaba a la gente que vivía en el edificio cuál de ellos era más atractivo. El nieto, de trece años, se dirigió a su madre y le dijo: «Es muy simple. Coméntale a la abuela qué abrigo le sienta mejor, en tu opinión, y luego devuelve el otro a la tienda. ¡Eso es lo que ella siempre solía hacer contigo!». Los niños tienen una conciencia tan aguda de todo que sus relaciones con sus propios padres podrían ser mucho más generosas y cariñosas en forma abierta si estos pudieran resolver algunos de sus conflictos con los abuelos. !En cierta familia los padres hablaron en tono de mofa y desprecio de sus padres, y luego tuvieron dificultad para darse cuenta por qué sus propios hijos se burlaban de ellos y los ridiculizaban)

Fragmentos clínicos de sesiones que incluyeron a progenitores provectos y sus hijos En primer lugar, se eligieron sesiones que permitieran ilustrar distintas combinaciones: hijos adultos y madres, hijas adultas y ambos progenitores, y que también podrían incluir a una hermana o hermano adulto. Un segundo objetivo fue mostrar diversos tipos de relaciones. Cabe esperar que la casuística permita establecer la vasta diferencia existente entre un hijo adulto que habla de manera directa con su progenitor en presencia de los especialistas en terapia familiar, por comparación con el «relato» hecho al especialista en terapia individual sobre la familia de origen. La mayoría de los 180

abuelos eran cincuentones o sesentones, y los hijos adultos contaban entre treinta y cuarenta y tantos años. Familia 1 La familia L. inició la terapia porque sus tres hijos se peleaban en forma constante entre sí o con los padres. Uno de los hijos, de trece años, participaba de modo activo en las competencias deportivas y el grupo de debate de la escuela pero se pasaba de cuatro a cinco horas en el subsuelo haciendo los deberes. El hijo de once años no tenía amigos, y al salir de la escuela siempre andaba detrás de su hermanita y se entrometía en los juegos con sus amigas o pasaba parte de la tarde haciéndole cosquillas y luchando con ella. Los progenitores siempre discutían por cuestiones de dinero y por los hijos, pero, sobre todo, cada uno atacaba a la familia de origen del otro. La señora L. tenía la sensación de que su familia de origen era perfecta, culta y refinada, en contraste con la de su marido, que solía discutir en voz alta pero con claridad, para luego hacer pronto las paces. El señor L. insistía en que ninguna familia podía ser tan ideal como su esposa pintaba a la suya. El estuvo de acuerdo en que la familia de ella estaba por encima de la de él en cuanto a educación, dinero y modales, pero sentía que no tenía por qué avergonzarse del medio del que provenía. Como la abuela materna vivía a la vuelta de la esquina, había un contacto cotidiano y constante entre ellos. La señora L. no tomaba ninguna decisión ni hacía compra alguna sin el consentimiento de su madre. Se sugirió que la señora L. viniera acompañada de su madre durante varias sesiones, ya que se pensó que la extremada idealización que hacía de la familia de sus progenitores interfería en sus compromisos como madre y cónyuge. Ella le echaba toda la culpa al marido, tanto en relación con sus dificultades como las de los hijos. Los siguientes son fragmentos de cuatro sesiones: dos entre la abuela materna y su hija, y la tercera y cuarta entre marido y mujer. Sesión 1: Celia L. y su madre (la señora K.) Celia: Le dije a mi madre que teníamos muchos problemas; sabe que mi matrimonio y mis hijos me hacen desdichada. Madre: Mi madre vivía con nosotros. Yo era hija única cuando ella enviudó, y vino a vivir con nosotros. Cuidó de mi hija más que yo misma. Celia: Detestaba tener que dormir con mi abuela hasta los diez años. Mamá, soy fría, frígida, y no tengo relaciones sexuales con mi marido. En un sueño vi a mi abuela con un hermoso camisón, y ella me abrazaba... toda su vida la dedicó a cuidarme a mí. Madre: La vida de mi madre era yo. Celia: Le debías tanto que no pudiste atenderme de niña con cariño; hacías demasiado hincapié en los modales. Mi madre podía hablar acerca de mí en forma personal, pero no quería hacerlo. Me sentí contenta cuando murió mi abuela, porque entonces podría hablar con mi madre. Seguramente fui una chica traviesa y mala. Ella me agarraba con fuerza, y mamá se contentaba con mirar. Si perdiera a mi madre, todo mi mundo se derrumbaría. Tengo pesadillas constantemente; les hacen daño a mis niños, y yo los protejo. Yo era obesa, y muy inhibida con mis pares. Madre: Nunca comparto mis sufrimientos con mi hija. Celia: Cuando mi padre murió se terminó el mundo para mí. Yo tenía catorce años, era fea, odiosa con mi abuela. Mi hermano era la «estrella». Yo siempre carecí de confianza en mí misma. Tuve una existencia vacía... mi infancia es un libro en blanco.

Sesión 2: Celia y su madre (la señora K.) 181

Celia: Hablé por teléfono con mi madre porque sentía que todo había adquirido proporciones enormes. Madre: ¡Estabas histérica) ¡Decías «mamá, ayúdame», a los gritosl Celia: ¿Por qué soy tan desdichada? ¿Acaso me casé con mi marido por despecho? Madre: Todo lo que quieres recordar son las cosas malas. Celia: La abuela se entrometía en mi vida. ¿Cuándo discutían tú y papá? Madre: Sólo después que ustedes [los hijos] se iban a la cama. Mis padres nunca discutieron en mi presencia. Celia: ¿Qué piensas de mi relación con mi hermano, no fue anormal? ¿Por qué soy tan fría sexualmente? Madre: ¿Qué papel juegan tus tres hijos? Me pregunto si el tercer hijo no la dejó dañada físicamente. Celia: Madre, ¿por qué soy tan anormal? Yo era un cero a la izquierda... cuando venían a casa los amigos de mi hermano, se suponía que ni siquiera tenia que entrar al living. [Los terapeutas le preguntan a la madre si consideraba que su vida como esposa y, sexualmente, como miembro de la pareja, era satisfactoria... si tal vez podría aconsejar a su hija sobre algo con lo que esta no ha tenido experiencia.] Madre: Alejaste a tu esposo de tu lado diciéndole que no lo amas. Una esposa siempre debe ceder, y tú no lo haces. [Los terapeutas alientan a las mujeres a que traten de compartir sus mutuos sentimientos personales como dos seres adultos. La señora K. dice que sabe que su hija la necesita, pero nunca le contó a nadie los sufrimientos que había experimentado durante la mayor parte de su vida. ] Sesión 3: Steve y Celia (cónyuges) Celia: Cuando la dejé, era una mujer mucho más adulta... mi madre no es en realidad una mujer. Tengo que buscar a algún otro que me ayude. Después de nuestra última sesión dijo que el sexo es como un remedio amargo... necesario para que el matrimonio siga en marcha... el 90% de las mujeres no gozan con él. Fue honesta, pero es como hablar con una amiguita. No estoy satisfecha con ser un robot... mi marido no puede dármelo. Steve: Mi suegra cree que el tratamiento está volviendo loca a mi mujer haciéndole creer que puede haber gratificación sexual. ¡No es ciertol No la he tocado en dos semanas. Solía decirme que me encuentra repulsivo. Puedo lograr que responda, en especial durante las vacaciones, pero espero su respuesta en casa. Celia: Le tengo miedo. Me insulta verbalmente y luego quiere tener relaciones sexuales, y no puedo. A veces tengo necesidad física de sexo, pero no cuando estoy en casa... Mi abuela durmió junto a mí todos esos años; le extirparon los pechos porque tenía cáncer, y era repulsiva. Fui cruel con ella cuando se estaba muriendo. Lo lamenté; no, en realidad no lo lamenté.

Sesión 4: Steve y Celia Steve: Una semana muy poco común, aunque hubo mucho antagonismo entre los chicos. Celia: Me sentí más cerca de mi marido que otras veces, y sin embargo él no estuvo diferente. Me hizo sentir que me necesita. Ustedes tenían razón sobre la relación con mi madre. Me siento una mujer liberada. No soy tan dependiente ahora. No la llamo tanto por teléfono. Solía sentir que me ponían contra la pared... el mismo sentimiento que me provocaba mi abuela, forzado. Steve: Los chicos no están acostumbrados a vernos tan juntos; a veces tengo la impresión de que tratan de romper nuestra intimidad... no están acostumbrados a vernos así. En el curso de las dos sesiones a las que Celia y su madre asistieron juntas hubo muestras de mutua proyección, negación, culpa y contradicción de lo que la otra decía. Se revelaron los lazos simbióticos entre madre e hija adulta. Incluso, se hizo referencia a la bisabuela y parte de los efectos que ejercía sobre la cuarta generación. En sesiones anteriores Celia había descrito su excesiva

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dependencia y compromiso hacia su familia de origen. Pero esta era intocable, ya que Celia escindió sus actitudes relacionales: su madre era idealizada y su abuela materna era el objeto malo y odiado que la sofocaba y asfixiaba. Su madre manipuló una alianza con la hija en vez de poder enfrentar las carencias de su relación. Le echó la culpa de la desdicha de Celia al marido o al nacimiento de un hijo. No sólo se negó a compartir sus propios sufrimientos en el pasado, sino que incluso continuó tratándola a Celia como una niña incapaz de pensar por sí misma o de tomar decisiones. A su vez, Celia permaneció a disposición de su madre en forma excesiva y con una conducta ambivalente. La madre de Celia fue honesta cuando describió sus actitudes hacia la sexualidad: lo que ella no experimentó como posible no puede ser presentado como placentero. Otro mito central que debía investigarse era el de que la familia de origen de Celia fuera perfecta o superior; en realidad, todas las familias tienen sus limitaciones y fragilidades humanas. En un sentido manifiesto, parecía ser que Celia se mostraba dependiente en extremo de su madre, exigiendo todo su interés y preocupación. Su madre hizo del marido y su familia de origen los chivos emisarios, tratándolos de seres inferiores, rústicos y demasiado expresivos de sus emociones; de ese modo, la señora K. seguía atando a su hija al antiguo sistema de lealtad. «Nosotros somos uno». Esto impedía que se indagaran los problemas del mérito de un auténtico dar y recibir en su familia. Pero, en apariencia, ella se había sentido en su vida tan victimizada como Celia creía serlo ahora. En la superficie, a la madre se la percibía como el ser que todo lo daba: tiempo, interés y cosas materiales. Aun cuando Celia era ahora una madre adulta, no había una reciprocidad equilibrada en la relación. Celia continuaba en una posición infantilizada, aunque anhelaba un modo distinto de acercamiento, sobre el cual su madre manifestó: «Nunca haré que mi hija comparta mis sufrimientos». Durante la siguiente sesión, Celia dijo que las cosas habían cambiado entre ella y su madre; y ahora era más adulta, independiente, y le había respondido sexualmente a su esposo. Se trataba de una «huida temporaria hacia la madurez». Sin embargo, una vez que se la experimenta, puede convertirse en meta respetable. No obstante, todavía faltaba mucho. Ahora había surgido otra forma de desequilibrio: «se sentirá menos dependiente de su madre, etc.». En opinión de Celia, ¿qué creía deberle aún a la madre? Su hermano fue descrito como un ser frío y desapegado. Aparte de Celia, ¿había alguna otra persona que pudiera cuidar de la madre y hacerse responsable de ella, tal como la madre lo hiciera con su propia progenitora? La madre de Celia había cuidado a la bisabuela durante toda su enfermedad y fase final. Equilibrar el sistema familiar, en lo que se aplica a Celia, significaría dar vuelta toda la relación, hasta el punto en que su madre, además de su marido e hijos, se convertiría en receptor. Hasta ese momento los hijos habían estado sobreprotegidos y sobredotados, como si ellos también fuesen dependientes de manera irremediable. Steve, quien en el pasado solía convertirse en chivo emisario con suma frecuencia, tenía que ser capaz de dar su ayuda para reestructurar el desequilibrio. Al haber perdido a su propia madre a una edad muy temprana, él se había sentido «adoptado» por su suegra, hasta que vio con claridad la medida en que afectaba en forma negativa su posición como marido y padre. Familia 2 Esta familia acudió a la terapia porque su hijo, de catorce años, era provocador, rebelde, y peleaba constantemente con los padres; la hermana menor, de doce años, experimentaba innumerables temores, y durante un tiempo tuvo grandes dificultades para asistir a la escuela (deficientes relaciones con sus pares y muy pocas actividades).

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No sólo eran tensas las relaciones entre hijos y padres, sino también con ambas familias de origen. Cuando se casaron, ellos vivieron con los padres de Larry G. Con posterioridad, la madre de la señora G. no sólo los ayudó a comprar una casa, sino que se mudó con ellos. El padre de la señora G. había muerto dos semanas antes que ella se casase. Sarah G. trabajaba medio día, e insistía en que los hijos cumplieran su parte de las tareas del hogar. Sin embargo, aunque siempre estaba regañando a los hijos por no ser prolijos y ordenados, la misma Sarah dejaba cosas tiradas por toda la casa, y el vestíbulo, dormitorio y pieza para huéspedes estaban atiborrados de diarios y revistas que ella se negaba a tirar. De niña, incluso cuando su madre trabajaba todo el día en un almacén, siempre le levantaba las cosas que dejaba tiradas, la servía, etc. Era evidente que de modo inconciente, Sarah procuraba lograr que su marido e hijos hicieran por ella lo que antes había hecho su madre. Como la madre de Sarah iba de visita a su casa dos o tres veces por semana, los terapeutas presintieron que esa relación cargada de culpas podía investigarse en forma directa. La hermana, Molly, también accedió a asistir a la sesión. Sarah dijo que con sus cartas y'llamadas telefónicas, Molly la hacía responsable de la desdicha de su madre. Sesión 1: Sarah G., Molly (hermana de Sarah) y su madre Molly: Dije que vendría... Me sentí molesta al saber que mamá estaría aquí. No quería que mi hermana la lastimara... tengo miedo de acusar a mi hermana de demasiadas cosas... Me preocupa el modo en que tratas a nuestra madre... es una espina en nuestra relación. Madre: Nuestra relación ya no existe... ya no me molesta más. Molly: Estoy enojada... vienes a mi casa y no dices qué es lo que te preocupa... Yo quise ayudar a mi madre y a mi hermana. Durante los últimos seis a ocho meses, he tratado de modificar mis actitudes hacia mi hermana... ser menos crítica, más cálida contigo. Madre: Sarah no tiene tiempo para mí... También me puedo sentir fuera de lugar con Molly, ustedes dos están tan ocupadas, me alegro de trabajar. [Llora.] Molly: Siempre tengo un lugar para tí... ojalá mi... Madre: En 1952 estuve muy enferma... Tú, Sarah, tenías cosas más importantes que hacer. Yo siempre hice todo por mis hijos. Sarah: Pero cuando estoy allí no quieres que esté. Madre: Cuando mis hijos me necesitaban, yo estaba allí; cuando los necesité a ellos, no vinieron. Para mí, morir no significa ninguna diferencia. Nadie puede ayudarme... estoy nerviosa... no puedo soportar a la gente posesiva, yo no lo soy... Molly: No creo que los hijos de Sarah traten bien a mi madre... ellos reflejan la actitud de mi hermana... en tu familia se dan más a los extraños; puedes encogerte de hombros ante una hermana, pero con amigos ser simpática. Eres dos personas: o bien la alegre Sarah, o bien una persona fuerte y dominante. Sarah: ¡Entre tú [Molly] y papá nadie tenía ocasión! Mi madre es una persona muy dadivosa, y no deja que nadie le dé las gracias. Madre: Recuerdo que Sarah me dijo... ya no seré más tu esclava. Sarah: Siempre sentí mucho afecto por ti [Molly], pero dejé de confiar en ti... me criticabas demasiado. Molly: Estoy muy disgustada.. Sarah no se muestra agradecida con mamá. Madre: Siento que nunca haces nada por mí... no digo amor, sino tan sólo consideración. Sarah: Oh, mamá, ¡crees que. note amo! Creo, mamá, que hago por ti tanto como tú haces por mí Madre: Me alegro por ti, entonces... y, Molly, tú vives lejos de esta ciudad, y es tan fácil criticar a distancia. Sarah: Mamá, nunca me dijiste cuándo me necesitabas. Madre: Cuando le pido a Sarah que venga conmigo a comprar un abrigo no tiene tiempo, pero cuando ella me pide que la acompañe, voy el 99 % de las veces...

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Sesión 2: Sarah y su madre Sarah: Le pedí a mamá que volviera. Madre: Cada vez me estoy alejando más de mi hija... Antes la amaba. [Llora.] No podía estar lejos de ella. Es mejor que ella se aleje de mí. No quise decir nada acerca de Molly, pero en su casa tampoco me hallo cómoda. Sarah: Es mejor hablar de eso... Creo que mi madre quiere que diga, querida, te quiero tanto, todo será siempre igual... Mamá, tú dices no cuando en realidad quieres decir sí... tú haces que tenga que rogarte. Madre: Siento vergüenza... Me sentí mal en tu casa... No dormí en toda la noche... Ayer también me sentí desgraciada todo el día. Tengo setenta años... cuántos años más puedo vivir... mis hijas han dominado mi vida desde que murió mi marido. Sarah: No puedo ser honesta contigo porque no escuchas, o lo das vuelta todo. Madre: Mataste mi amor por ti. Sarah: Siempre dijiste que éramos íntimas... pero siempre peleábamos. Madre: Porque siempre hacía cosas por ti. [Refiere cómo a los diecisiete años dejó a su familia y emigró a Estados Unidos. Su marido le ofreció pagarle el viaje para que fuera a visitar a su familia, pero ella no quiso ir. Ella y una hermana melliza venían después del menor de trece hijos. Las hermanas de su marido estaban en contra del matrimonio... las hermanas eran solteras. No tenía a nadie, salvo a su marido e hijos. Siempre trataba de ayudar a todo el mundo. Era muy independiente, e incluso ahora sigue trabajando; nunca quiere recibir.] Sarah y yo nos llevábamos bien cuando vivía en su casa, pero cuando dejó de trabajar me dijo que yo quería adueñarme de su casa; entonces me fui. Sarah: Mamá y yo siempre nos llevamos mejor que ella con Molly. [Molly también le había pedido a la madre que se fuera de su casa muchos años antes.] Si soy débil y dependiente, me tomas por una niña. No puedes aceptar nada, ningún regalo de mí, de Molly, o incluso de mi padre. Madre: Cuando alguien me da algo, tengo la sensación de estar en deuda con ese alguien. Sarah: Yo me esforcé mucho por no apoyarme en mi madre... todo el peso recae en mí. Madre: No puedo estar sin hacer nada... en todos lados lavo los platos... Alabo a mi hija, es hermosa e inteligente. Sarah: Me sentí mejor después de la última sesión, porque fue la primera vez que mi madre expresó su ira... pudimos ser amigas de nuevo. Al desarrollarse estas dos sesiones, resulta evidente que ambas hermanas estaban vinculadas de manera muy intensa con su madre viuda. La madre, a pesar de tener setenta años, se seguía viendo . sí misma como el ser dadivoso y abnegado a quien nunca le gustaba «deberle nada a nadie». Sin embargo, debido a su proceso de envejecimiento, su salud y su soledad, ahora necesitaba «consideración», tal como ella misma dijo: ser tratada como una persona, y respetada. Ambas hijas estaban llenas de sentimientos de culpa, a consecuencia de tener una progenitora que daba tanto de sí misma. En la segunda sesión se vio con mayor claridad que la anciana madre se defendía de su soledad y el proceso de envejecimiento tratando de dar algo de sí misma, aun cuando el hacerlo estuviera más allá de su capacidad física y emocional. ¿Daba en demasía debido a que había abandonado a su propia familia de origen? Sus ansias de que las hijas la cuidaran estaban implícitas en su declaración: «ambas están tan ocupadas». La madre las había atado en relaciones cargadas de culpa; sin embargo, pudo reconocer que para ella era difícil recibir nada. En el curso de las sesiones se produjo un duro enfrentamiento, en que el miembro mayor de la familia, la madre, tomó en cierto sentido la iniciativa. Fue esta la primera vez que ella pudo expresar en forma franca a sus hijas lo herida y enojada que se había sentido. Con anterioridad, había muchísimas cosas que se negaban por completo, o bien se les restaba importancia. ¡Sarah informó luego que ahora ella y su madre ya no se iban por las ramas1 Cuando la madre la visitaba a la hija en casa de esta, le decía exactamente lo que quería o necesitaba, igual que a su yerno y nietos. Por

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ejemplo, antes insistía en lavar siempre los platos. Ahora podía decir: «Estoy muy cansada», o bien «Con mucho gusto los ayudaré». El marido y los hijos confirmaron los cambios que habían tenido lugar: «Ahora todo el mundo se muestra más abierto y libre con los demás». Los antiguos rencores y tensiones entre Sarah y su madre habían disminuido en gran medida. Sesión 3: Jack G. (marido de Sarah G.), su hermana Lisa y su madre Jack, aunque en lo económico funcionaba como un ser adecuado y responsable, era ignorado por completo o despreciado por su mujer e hijos. En las sesiones en que se había incluido a Jack, Sarah y sus hijos, el hijo adolescente imitaba a los padres en forma payasesca, burlándose de ellos. Las sesiones, de modo inevitable, terminaban a los gritos. Jack parecía actuar como el simple eco de Sarah, a quien le permitía terminar sus propios comentarios, o bien superponerse a ellos. En la siguiente sesión, con Jack, la madre y la hermana Lisa, el hombre también se puso a la defensiva, solicitando su aprobación. Jack no podía actuar en forma directa ni mostrarse fuerte, fuera con su familia de origen o con su esposa e hijos. El hacía amenazas vagas y vacías, y gran parte del tiempo se sentía como un «niñito malo». En esta fase de la terapia, Jack había tomado conciencia de su posición, y luchaba por mejorar sus relaciones. El trataba de abandonar el rol pasivamente dependiente que tenía eón su familia de origen, al igual que con su esposa e hijos. Jack: Quiero hablar contigo, Lisa... en realidad no te gustan ni mi esposa ni mis hijos... eso me obliga a decidir de qué lado debo ponerme yo... no me gusta que mis hijos se vean en esta situación. Lisa: Tú no me disgustas, pero no me gusta tu esposa... es una persona diferente. Supongo que no poseo suficiente conciencia familiar. Me gustaría que los chicos estuvieran unidos. Nuestras vidas son tan diferentes... Nuestros amigos no podrían interesarles a ustedes, y viceversa. Yo he envejecido veinte años, pero Sarah no. No me siento cómoda en tu casa, y no creo que ni tú ni Sarah se sientan cómodos en la mía. Creo que ustedes, como padres, son muy descuidados en cuanto a la seguridad de los hijos... les dejan andar circulando en bicicleta entre los automóviles. Madre: Jack era un niño lleno de problemas... venía a casa directamente de la escuela, y se negaba a comer hasta que Lisa no hubiera regresado. Jack: Yo era el hijo preferido. Lisa: Yo era la favorita de mi padre. Con frecuencia deseaba ser un varón. Solía ver en mi hermano un hermano grande, más listo que cualquiera. Madre: Era bien evidente que mi marido tenía preferencia por los hijos de Lisa, y yo solía decirle que eso estaba mal. Lisa: Mi marido es extremadamente responsable, y si no llamo a mi madre por dos días, él me lo recuerda... tal vez haya adoptado a mi madre. Madre: El marido de Lisa solía decir: «Si tú, Lisa, me dejas alguna vez, no vayas a la casa de tu madre, porque ahí es donde iré yo». Jack: Mi madre cree que yo sólo la visito cuando deseo algo. Todavía seguimos en el nivel de madre e hijito pequeño... se discute si soy un niñito malo por no visitarte. Lisa: La casa de Sarah está sucia, nunca podré volver a comer allí. Mi hermano no es lo suficientemente fuerte como para lograr que su esposa conserve las cosas más limpias y prolijas. En la sesión con la madre y la hermana de Jack, al principio pareció ser que la hermana Lisa tomaba a la esposa de Jack y sus hijos como chivos emisarios, que motivaban su relación tan distante. «Sarah tiene sucia la casa. Ustedes son padres muy descuidados en relación con la seguridad de sus hijos». Al desarrollarse la sesión, salió a relucir en forma manifiesta la escisión entre Jack y Lisa: no sólo se debía a una rivalidad entre hermanos, sino que con claridad era el resultado del hecho de que cada uno de sus progenitores había demostrado una abierta preferencia por el hijo del sexo opuesto. Además, Lisa se había negado a asumir ninguna responsabilidad por su anciana madre. Cuando ella fue internada a raíz de un ataque cardíaco, Jack tuvo que enfrentar a su hermana debido a su falta de colaboración y su conducta poco responsable hacia la madre. Del «rol de niñito

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malo» pasó a mostrarse responsable directo por la madre y ponerse a su disposición, a la vez que encaraba a su hermana para que hiciera también su parte y demostrara algún interés. Lo más importante es que se produjo un cambio radical entre Jack y su madre, el que incluso comprendía a su esposa. El informó que, tras la sesión con la madre, «por primera vez en años tuve una larga conversación con ella». Esto llevó a hacer llamados telefónicos y visitas mutuas, no tanto movidos por la culpa sino por un auténtico interés y preocupación. En el pasado, la esposa le recordaba que tenia que llamar a la madre una vez por semana. Como ahora la esposa ya no era tomada como chivo emisario, se produjo una reconciliación más positiva entre nuera y suegra. Sesión 4 (la semana siguiente): Jack y Sarah G. Jack: Quedé muy deprimido después de la sesión de la semana pasada... no saqué nada positivo... mi hermana no fue en realidad sincera. De hecho, mi esposa funciona en dos niveles con la casa... se la maneja en un nivel de equipo. Sin embargo, la sesión de la semana pasada me ayudó en mis relaciones con mi madre... y también entre Sarah y mi madre. Mi hermana ha cambiado mucho. Mi cuñado se viste de manera muy prolija... le gustaría ser un blanco anglosajón protestante de clase alta. Tiene gran éxito en los negocios, heredó mucho dinero de su padre. Después de la sesión, por primera vez en mi vida sostuve una conversación muy larga con mi madre. Sarah: Me sentí mucho mejor en relación con mi suegra. En el pasado yo era mucho más hermosa que Lisa, y mi familia estaba económicamente mejor que la de mi marido. Lisa y su marido se habrían separado hace años si el marido no hubiera hecho terapia. Familia 3 La familia fue remitida al consultorio terapéutico porque los dos hijos adoptivos tenían dificultades en sus estudios, así como problemas de conducta en la escuela y el hogar. Se trataba del' segundo matrimonio de Rose D.: «¡Como esposa y madre soy un fracaso!». A veces decía que se había casado «por despecho»: que sus padres la habían empujado a contraer un segundo matrimonio. Al principio, ellos habían considerado que su segundo marido era un candidato muy aceptable, en comparación con el primero. Aun cuando Albert D. fuera un comerciante de gran éxito, Rose se quejaba de que no le confiaba dinero. Dijo que su esposo era un avaro, y lo veía, sobre todo, como marido y padre ausente. Ella expresó en forma abierta la continua furia que Albert despertaba en ella. Cuando hablaba de otras relaciones familiares, como sus hijos o padres, rompía a llorar o sollozaba 279 de manera incontrolable. Su marido e hijos se mostraban enojados o disgustados por su llanto, que, según decían, no tenía razón de ser. Nadie sentía que la mujer fuera tratada mal. Los extractos de las siguientes sesiones posiblemente trasmitan algo de las heridas mutuas entre una madre de edad y su hija adulta. Los lazos de dependencia, aunque surgen de manera negativa, revelan el compromiso y grado de involucración con la familia de origen. Sesión 1: Rose D. y su madre Madre: Hace unos años hubo algunas cosas que estaban mal, y que le pude decir a mi yerno... cuando su madre estuvo gravemente enferma, él no estaba en casa, y dejó a su madre al cuidado de mi hija... incluso tuve que decirle unas cuantas verdades, por no darle dinero suficiente. Mi hija era desdichada. Era hija única... mucha gente la malcrió... era muy bonita, un cuadro... mi padre estaba enloquecido con ella... queríamos que tuviera buen aspecto, mi hermana le compraba las mejores cosas, ropas, etc. Rose sentía rencor cuando su hermano se sentaba en mi falda. Mi hijo siempre estaba dispuesto a hacer cosas; no así Rose. Después ella cambió, y siempre quería estar conmigo e ir de compras. Se sintió desdichada cuando perdió a su primer bebé: quería un hijo. Yo estaba muy contenta por ella. [Madre e hija lloran.] Yo misma no estaba demasiado entusiasmada

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con la idea de tener más hijos. Mi marido siempre se mostró muy considerado... Yo siempre estaba primero para él. Yo nunca me respaldo en nadie. ¿Tú me extrañas, Rose? Rose: Te extrañé en el pasado, pero sigo creyendo que es mejor para ti que trabajes en el negocio de mi hermano... Yo tenía una hermana que era muy vanidosa. Mi madre era muy fría con los hijos (me trajeron a los Estados Unidos al año de edad). Mi padre me demostró mucho amor. Rose: Ya no sé qué quiero... ¡no sé qué pasa conmigo! Madre: Tal vez Rose sea mejor madre de lo que fui yo... Sesión 2: Albert, Rose D. y la madre de Rose Madre: Rose vio cómo me cuidaban cuando estuve enferma, y no lo ve en su matrimonio. La semana pasada me di cuenta de que no ver de nuevo a Rose era como morir... lloré mucho en casa... Rose, ¿te sentiste mejor después de la semana pasada? Rose: Creo que entendí algo. Cuando sentí que a nadie le importaba nada en realidad, comencé a construirme una caparazón en derredor. La pregunta era: si no recibí amor, ¿cómo podía dárselo a mis hijos? Madre: ¿Quién dejó de darte amor? Rose: Cuando hablo contigo por teléfono, en realidad no demuestras ningún interés... mi marido está demasiado ocupado para escucharme. Madre: ¿Estaría mejor trabajando contigo, Albert? Albert: No creo que haya sido bueno en el matrimonio de mis padres. Madre: ¿Por qué no la dejas gastarse cinco o diez dólares en algo? Rose: No quiero decir cosas que puedan herir a mi madre. Madre: Sería mejor para ella si pudiera decir las cosas. Rose: Sería tonto esperar que mi madre dejara de trabajar... Madre: Recuerdo cuando era una niñita... venía a mi cama cuando yo estaba dormida. Creía que era un gato, y comenzaba a patalear... al día siguiente quería hacer la valija y dejar la casa. Sesión 3: Rose y su madre Rose: Me siento cada vez más deprimida desde que vengo aquí. Mi madre cree que puede deberse al cambio de vida. No lloro durante la semana... pero me siento infeliz. No me gusta llorar frente a la familia... tengo un tremendo complejo de inferioridad. Podría haber algo que hiriera a mi madre, y no debería decirlo... que no me querías a mí... a los hijos. Madre: Dije al comienzo que no quería tener hijos... pero tú fuiste querida desde que naciste. Rose: Dijiste muchas veces que no querías tener hijos. Me gustaba ir a la casa de la abuela porque allí me querían. Madre: Tal vez Dios haya castigado a Rose debido a mi forma de ser.. no quería tener más hijos... no quería tener una docena de hijos como en mi casa. Rose: Siempre dijiste que yo era una chica mala. Sé cuáles son los problemas, pero no puedo superarlos. Mi madre siempre me dijo que yo no puedo hacer nada (ser enfermera, etc.), por eso me siento inferior. ¿Me alentaste cuando quise hacer algo? Madre: Cuando quisiste ser enfermera no te alenté; pensaba que eso no se amoldaba a tu forma de ser. Rose: Siempre me decías que era tonta. Madre: En la escuela tus notas nunca eran buenas... ella aprobaba los exámenes, pero... Rose: Siempre me decías que era una incapaz, y yo te creí al pie de la letra. Madre: Lo único que quería era casarse, y yo tenía miedo: ella solía deprimirse tanto... Mejor dejarla casarse que permitir que sucediera otra cosa. Sesión 4: Rose y su madre Madre: Si hubiera sabido que estaba tan herida porque yo dije que no quería hijos, hasta que nació ella... Rose: Al crecer siempre me desalentaban cuando quería hacer algo. Madre: Tenía más interés en los vestidos... las cosas materiales... Siempre que quise algo de mi hija, ella dijo no. Rose: Sé que soy espantosa como cocinera, espantosa como ama de casa... a los chicos no les gusta la comida, mi marido come afuera...

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Madre: Creía que Rose era muy parecida a mí, interesada en algo, pero ahora veo que no es así. Rose: Mi madre es más fuerte. Madre: Enfrento todos los problemas sin ser víctima del pánico. Así se hacen mejor las cosas. Rose: Nada es demasiado para mi madre, y todo es un esfuerzo para mí. Traté de ser una buena madre, pero no logré demasiado. Madre: ¡Logró bastantel Mi marido tenía en línea a los niños... yo no era demasiado buena con ellos, pero mi esposo no permitía que hablaran de mí diciendo «esa». No soy sentimental, no pienso en los cumpleaños. Rose: Me gustaría ser más fuerte y menos sensible. Mi padre se crió en un orfanato, tal vez por eso el hogar era tan importante para él. Sesión 5: Albert, Rose y la madre de Rose Rose: Mi visión ya fue afectada por cataratas. Robert (hijo) se mostró en realidad dulce ayer... la primera vez en mucho tiempo que actúa como un hijo... hizo la vida muy placentera... Cumplió quince años el sábado. Mi madre y yo nos sentimos más unidas cuando yo me divorcié de mi primer marido. Ella me dio tremendo apoyo moral... los vecinos pueden haber creído que yo era una cualquiera. Madre: Los vecinos creían que debía agachar la cabeza, yo no. Rose: No sé cómo alguien podría jamás odiar a la madre. Yo odio a mi cuñada. Mi padre dijo algo que me hirió profundamente... pero nunca lo diría frente a los niños... me acusó de ser promiscua, como si fuera por eso que me casé con mi primer marido. [Se le pregunta entonces si recuerda la última vez que se sintió enojada con su madre.] Cuando Robert era un bebé, una vez le dije a mi madre que nunca volviera a mi casa. Albert: Mi esposa llora en vez de enojarse. Madre: La única vez que recuerdo haberla visto enojada, a los 13 o 14 años, fue cuando ahorró dinero para un regalo del Día de la Madre, que no llegó a comprar; me dio el dinero, en cambio, diciendo: «¡aquí está el regaaol». Sesión 6: Rose y su madre Madre: Nunca creí que hubiera problemas de comunicación entre mi hija y yo. Rose: Hubo una época en que confiaba plenamente en mi madre, pero entonces me sentí herida, porque tú no demostrabas interés. Sentí que estabas contenta de que me hubiera casado, y tú no tenías que dejar tu participación en los negocios... estaba herida en mi interior aun antes de que naciera el hijo de mi hermano. [Llora.] Madre: La vida matrimonial es curiosa; hay cosas que uno tiene que dar, y cosas que toma¡. Rose: Me heriste por otra cuestión... tu actitud... darle los aros de mi abuela a mi sobrina, que llevaba el nombre de mi abuela. Madre [refiriéndose a la incapacidad de su hija para tener sus propios hijos]: No se puede ir contra Dios... tendrías que sentirte feliz por tener lo que tienes. [Llora y se culpa a sí misma por no haber ayudado más a su hija durante un embarazo que terminó con un aborto espontáneo.] En una sesión muy conmovedora, que tuvo lugar tiempo después, Rose comenzó a sollozar debido a que tenía una matriz infantil y no podía quedar embarazada y dar a luz un hijo. Rose sentía que su madre no podía saber de ningún modo cuán profundamente herida estaba. La madre también sollozó, y replicó: «Incluso, yo habría tenido ese hijo por ti, si tal cosa fuese posible». En el curso de esas sesiones, quizá por primera vez madre e hija compartieron sus propias necesidades no gratificadas, malentendidos y motivos de resentimiento. La madre de Rose había sido una de diez hijos, y en su hogar se demostraba poco o ningún afecto. No quería que su hija creciera llena de vanidad, como una de sus hermanas. Se describió a sí misma como una persona confiable y sólida: «Enfrento todos los problemas sin ser víctima del pánico». Fue la madre quien le dijo a su hija Rose que debía aprender a dar más de sí a su marido: «¡así es el matrimonio!». Rose se sentía solitaria y confusa. Para su madre era mejor continuar trabajando en el negocio de su hermano; sin embargo, en el pasado, e incluso ahora en el presente, ella siempre sentía que su hermano era el ganador (al menos en lo que concernía a su madre). La reacción de Rose ante el

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trabajo de su madre era vivirlo como si le hubiera robado a esta última. A su vez, la madre dijo: «La semana pasada me di cuenta de que no verla de nuevo a Rose era como estar muerta». En apariencia, la madre de Rose sentía que todavía le debía mucho a su hija y que respondía ante las necesidades y exigencias de la hija como si esta aún fuese una niñita. Al pasar el tiempo y demostrar su madre mayor interés y preocupación, Rose comenzó a trabajar para hallar algo en que pudiera destacarse. Se convirtió en experta en compra y venta de joyas antiguas. Entonces se produjo un cambio entre Rose y su madre, pero lo que es más importante, también entre las tres generaciones. Al salir Rose del rol en extremo protector con sus hijos y no regañar a su marido por sus horas dedicadas a los negocios y a hacer dinero, la familia podía mostrarse más asequible y espontánea entre sí que en el pasado. Familia 4 La familia S. fue remitida al consultorio terapéutico porque tanto un hijo como una hija tenían graves problemas con los estudios, y en la escuela no sabían si pasarían de año. Ambos hijos poseían una inteligencia superior. Alan, de 14 años, era el blanco más evidente de la cólera y desilusión de su padre. El veía a su hijo como un haragán, descuidado, charlatán, que no hacía nada. Ruth S. dijo que Bob, su marido, continuamente desacreditaba a Alan, del mismo modo en que él era s
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