La Muerte de Dionisos - Marcel Detienne

February 23, 2017 | Author: Nicolás Penna | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

Download La Muerte de Dionisos - Marcel Detienne...

Description

’O EN D ID O a la rareza —que le em puja a desempeñar el papel de extranjero en el in terio r de una ciudad de la* que es p arte integrante— , Dionisos traza en su deam bular entre la orilla y el centro las vías dobles y entrem ezcladas de la transgresión en tres terrenos esenciales: el sacrificio, la caza y el m atrim onio. »

Marcel Detienne

La muerte de Dionisos

taurus

La máscara de Dionisos, reflejando firme y lejano el sol negro de la demencia, constituye todavía hoy — al igual que en la antigua ciudad de Tebas— un símbolo eficaz para denunciar los empeños, procedentes de siglos pasados, y' aun. actuales,’ ■i, que se obstinan en exigir a Grecia la seguridad en el Hom bre y en los valores ejemplares.

·;<

DEL MISMO AUTOR EN TAURUS EDICIONES

• Los maestros de verdad en la Grecia arcaica (Col. «Ensayistas», número 197)

MARCEL DETIENNE

LA MUERTE DE DIONISOS Versión castellana de J uan J osé H errera

taurus

Título original: Dionysos mis a morí. © 1977, Editions Gallimard, París

© 1982, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergára, 81, 1. ° - MADRID-6 ISBN: 84 - 3 0 6 - 12 2 6 - 2 Depósito Legal: M - 1 0 . 557 - 1 98 3

PRINTED IN SPAIN

Circula la cspccic de que aún no hemos acabado con los Griegos y que su parte, en una antropología que englobara la historia, ha­ bría de estar a la medida de su presencia, insidiosa o declarada, en el marco de un saber repartido ya en tres siglos antes de que el Grie­ go, héroe hegeliano de la odisea fenomenológica, surgiera trazando el elevado camino que va de la conciencia natural a la conciencia fi­ losófica. El milagro, ciertamente, nunca ha sido menos creíble, pero la subversión del helenismo es vana si no procede del interior. En este caso, el Dionisos aquí invocado no adopta la figura del extranjero, todavía menos de comparsa. Los caminos que unen la caza a la erótica y llevan a los caníbales, lejanos o próximos, al san­ griento sacrificio cocinado por los Titanes, recorren un espacio que es el suyo: el de las limitaciones tanto como el de las transgresiones. Hemos preferido, pues, interrogar a la cultura griega en el lindero de sus normas, dejando aparte afirmaciones sobre el hombre que otros continúan firmando en nuestro hombre. Un sistema de pensa­ miento tan coherente como el orden político religioso de la ciudad, fundase en una serie de gestos de participación cuya ambigüedad, tanto aquí como en otras partes, tiene por objeto abrir el espacio de una posible transgresión en el momento en que marcan el límite. Para descubrir el horizonte completo de los valores simbólicos de una sociedad, es necesario también hacer el mapa de sus transgresio­ nes, examinar las desviaciones, señalar los fenómenos de rechazo y repulsa, circunscribir las desembocaduras de silencio que se abren sobre lo implícito y sobre el saber subyacente. De los dos caminos que llevan a los confines, uno siguiendo las huellas de los cazadores de ambiguo sexo que transgreden las rela­ ciones conyugales prescritas, otro el dédalo de las conductas alimen­ 7

ticias entre los andrófagos, los vegetarianos y los devoradores de car­ ne cruda, el segundo es hoy, sin duda, el que está mejor trazado. Desemboca en el espacio reorganizado del misticismo en el que las figuras cómplices de Pitágoras y Orfeo, dejando de parecemos vagos esbozos y exóticas formas, se organizan en una configuración que es alternativa al orden m undano del sistema político-religioso. El que las diversas modalidades de protesta se dejen aprehender en térmi­ nos de cocina, sin por ello sentirse afectadas por la burla, se debe a que toda la ciudad, por entero, se reconoce en la manducación de la carne —las carnes de un animal doméstico cocinadas al fuego— que coincide con el sacrificio sangriento, y fundan los valores dom inan­ tes de un mundo que se mantiene a medio camino entre lo natural y lo sobrenatural. Los márgenes del sacrificio son un campo privile­ giado para seguir las sendas de Dionisos. En primer lugar, en las distorsiones que multiplica a placer:·entre doméstico y salvaje, hom ­ bres y animales, dioses y mortales, degüello pacífico y captura vio­ lenta, cocinado y crudo, e incluso, en el proceso culinario de la va­ riante órfica, entre asador y caldero. La puesta en duda del modelo sacrificial de Dionisos se entabla tanto desde el interior como desde el exterior. A continuación, el dionisismo que, incluso en sus miste­ rios, no se inclina jamás hacia una renuncia absoluta del mundo, es­ boza en su recorrido por el interior de la ciudad el trayecto que los Cínicos adoptan en el siglo IV, cuando se comprometen a la des­ construcción del modelo antropológico dominante mediante un agresivo elogio a la comida cruda y al endocanibalismo familiar. Pero el poder subversivo de Dionisos no tiene sus límites en las fronteras de la historia Griega. Se afirma igualmente en el corazón de la teoría del sacrificio que se constituye al final del siglo XIX, en­ tre las cuestiones aportadas por la ilusión totémica y la reflexión de los primeros sociólogos acerca de las relaciones entre Religión y So­ ciedad. Una de las proposiciones fundamentales de las Formas ele­ mentales del pensamiento religioso es que la sociedad toma con­ ciencia de sí misma y se instaura a través del emblema escogido en­ tre las formas del m undo animal o vegetal con las que los hombres, en estado primitivo, se mantenían en la más inmediata relación fa­ miliar. La inmolación del animal distintivo con la devoración que le sigue, debía ser el prototipo de toda práctica sacrificial. Un Dios co­ mo Dionisos, que oscila entre la bestia, las' plantas y la apariencia humana, encontrábase, súbitamente, en el centro de los problemas compartidos por el hombre y el m undo animal o vegetal. Sediento de la sangre de víctimas humanas o animales, pero de­ 8

gollado a su vez, y entregado a aquellos que van a devorarlo, Dioni­ sos parecía presentar en su ambiguo papel de víctima y de dios de los misterios, la síntesis de una historia que comenzaba con el salva­ jismo de los Pueblos de la Naturaleza y que finalizaba con la m adu­ rez espiritual de la religión cristiana, centrada en un dios personal, inmolado porque él se sacrifica. Extraña ilusión de una teoría que, queriendo apartar la amenaza de una confusión entre el animal, el hombre y la divinidad, se ve arrastrada a buscar en Dionisos el in­ quietante precursor de un pensamiento religioso fundado sobre el sacrificio, en tanto que limitación del deseo sensible y renuncia vo­ luntariamente aceptada por el yo. Volviendo al Dionisos de los Órficos, de esos marginales que ponen los prestigios del dios degollado al servicio de una crítica ra­ dical del modelo alimenticio y sacrificial de la ciudad, descúbrese al mismo tiempo cómo el cristianismo, a través de sus apologías sucesi­ vas, ha impuesto progresivamente, a un pensamiento que se tenía por laico y sociológico, lo esencial de su problemática del «sacrificio». La fascinación ejercida por Dionisos sobre las ideologías del sacrificio no tiene más secreto que la antigua connivencia de este dios con las figuras de la delimitación del hombre entre dos mundos alternativos, dioses por un lado, brutos por el otro. El trayecto cinegético, el otro de los caminos que se dirige hacia los límites de una cultura, no es un rodeo menos familiar para el dios liminar de este libro. Uno de los gestos sintomáticos de la locura de Dionisos, la oribasia, consiste en lanzar a las mujeres casadas fuera de la casa, lejos de la ciudad, en una carrera a través de bosques y montañas, donde todo lo que vive, animal o ser humano, es captura­ do en la caza por la salvaje jauría. Paralelamente, uno de los rasgos pertinentes de la transgresión dionisíaca, en el orden del mito, consiste en sustituir la brutal persecución de una pieza —hombre o animal— desgarrada con las manos desnudas, por la matanza no violenta de un animal doméstico, comido después de cocinado, como conclusión del sacrificio. Las cazas preferidas por Dionisos trastornan tanto el es­ pacio del matrimonio como el ordenamiento del ritual sacrificial. Incidentalmente, la pantera que aquí pregonamos no tiene, para empezar, como Señor, a Dionisos. Pertenece a un bestiario donde la caza, la seducción y el matrimonio se interfieren a través de los mitos entrecruzados de Atalanta y Adonis. Ambos se entre­ gan a la caza. Atalanta rehúye el matrimonio, rehúsa los dones de Afrodita y busca, en una actividad esencialmente masculina y gue­ rrera, un refugio que la mantendrá lo más lejos posible del deseo 9

amoroso y del estado conyugal. Mujer en armas, de brazos y piernas veloces, su odio por el matrimonio afírmase particularmente en la prueba de velocidad que impone a los obstinados pretendientes: en lugar de que los varones compitan en ardor para alcanzar, al termi­ no de la pista, a la mujer deseable, como es uso en determinadas pruebas para el matrimonio, son forzados a huir desnudos y sin pro­ tección, bajo la amenaza de la mujer codiciada, que les da caza co­ mo si de medrosas liebres y tímidos cérvidos se tratara. Éstas son las piezas a las que prefiere perseguir el cazador Adonis. Abandonán­ dose a la excesiva pasión que le une a su dueña, en medio de los bosques, el amante de Afrodita excluyese del m undo viril de los en­ frentamientos con los animales feroces; y el comportamiento cinegé­ tico que escoge, opuesto al de Atalanta, le lleva a confundir el arte de acorralar la pieza con el arte de agradar y seducir. La caza que Adonis practica es la prolongación de la seducción con idénticos me­ dios y con las mismas armas, como así atestigua su complicidad con la pantera, el único animal dotado de un buen olor natural que le permite, a un mismo tiempo, cautivar y capturar a sus víctimas. En este territorio prohibido a las mujeres, y que solamente los jóvenes deben atravesar con fines iniciáticos, el encuentro entre la cazadora que rehuye el matrimonio, y el cazador, afeminado seduc­ tor, desemboca en un enfrentamiento en el que la transformación de Atalanta en bestia feroz, detestada por Afrodita, aparece solida­ ria de la matanza de Adonis, redoblada por el revés de su propia metamorfosis en planta perfumada. Si bien al término de sus ma­ landanzas, y a despecho de los ardides de Afrodita, Atalanta se ve confirmada en su vocación cazadora y en su rechazo del matrimo­ nio, si bien se integra, efectivamente, en el mundo de las bestias fe­ roces donde se levan los irreductibles enemigos que vienen a inte­ rrumpir la carrera de un mozo demasiado inclinado a confundir la caza con la seducción, su transformación en leona frígida denuncia, hasta en su aparente triunfo, la carencia que le aflige. Como si a través de estos relatos míticos, y algunos otros evocados de paso, un determinado comportamiento cinegético viniera a dibujar un espa­ cio liminal, abierto a la transgresión de los comportamientos sexua­ les dominantes, pero en el que no podría sino señalarse la impoten­ cia de una subversión eficaz de las relaciones entre los sexos según y cómo la sociedad los ordena. Este doble campo en las lindes del sacrificio, y con la interferend a de lo cinegético y lo erótico, lo hemos escogido no sólo por su ri­ queza en formas de transgresión, sino también por dos razones soli­ 10

darías. En primer lugar, la efectividad del sacrificio, tanto como la caza, en cuanto operadores míticos que descubren en la prolonga­ ción de análisis precedentes la pertinencia de las relaciones y siste­ mas de relaciones que subyacen a otras secuencias y a otros relatos de la misma mitología. De esta manera, mediante el rodeo de Ata­ lanta y el relato de Ovidio, la metamorfosis vegetal del cazador Adonis en anémona, flor sin perfume y sin frutos, confirma, por homología simbólica, las ya referidas afinidades con una planta co­ mo la lechuga. Trátase de la validez de una interpretación para la cual sólo los datos, las tradiciones y las creencias atestiguadas en una sociedad pueden servir como piezas justificadoras. Tal interpreta­ ción no sólo debe ser coherente y económica, sino que debe tam ­ bién poseer un valor heurístico, hacer aparecer relaciones entre ele­ mentos hasta entonces extraños o bien recortar informaciones atesti­ guadas en términos explícitos, pero inscritas en otra parte, en otros lugares, siempre que sea en el mismo sistema de pensamiento y en el interior de la misma cultura. Por eso mismo, nos hemos propuesto responder a las objeciones procedentes de los historiadores del pensamiento claro, los cuales re­ ducen de grado la historia a lo que realmente ha sucedido, y opo­ nen a un análisis que opera mediante modelos y que procede, me­ diante la reducción sistemática, las intuiciones del sentido común, escandalizado por la intrusión de la lógica en una forma de pensa­ miento como la fábula, que le es, por naturaleza, extraña. Todo un saber compartido fúndase aquí en algunos postulados: la historia es análisis del cambio real, lo que semánticamente es cierto para nos­ otros debe serlo para los demás, las únicas estructuras de un texto son aquellas que son legibles en la superficie y que van formuladas en términos explícitos. Pero los auténticos problemas del análisis de los mitos no giran en torno a las ilusiones de lo real, mantenidas por las prácticas de una historia tradicional; enúnciansc en torno a la le­ gibilidad de un texto, a las relaciones entre los que un relato mítico formula explícitamente y los diferentes grados del saber implícito que el analista puede y debe convocar según prefiera encaminar la interpretación hacia el recinto de un relato privilegiado o, por el contrario, abrirla en el horizonte, más o menos extenso, del conjun­ to de mitos de los que dispone una cultura.

11

•*

I

LOS GRIEGOS NO SON COMO. LOS DEMÁS

Si algún pueblo antiguo llegó a los últimos /imites de la ci­ vilización, fu e sin duda el pueblo griego. A.

La n g

and

Co.

Entre los helenistas y los practicantes del análisis de los mitos, las relaciones no son necesariamente de excelente vecindad. No es solamente, como algunos podrían pensarlo, por el hecho de que los primeros, hombres de experiencia, apesadumbrados por el patrimo­ nio grecorromano, dieran pruebas de reticencia ante un método inédito. La indisposición es más seria; aliméntase de diversos malen­ tendidos y varios contrasentidos: el «estructuralismo» ha suscitado sin duda algunos de ellos, los helenistas se han encargado del resto. Naturalmente, en el proyecto intelectual de Lévi-Strauss, la mitolo­ gía griega tiene su sitio al lado de los mitos africanos o polinesios, pues se trata fundamentalmente de mostrar que, por donde quiera que aparece, el pensamiento mítico remite a lo que Lévi-Strauss lla­ ma «un sistema de axiomas y de postulados». Desde ese punto de vista, establecer que los mitos griegos pueden ser enjuiciados por el análisis estructural, es dar prueba de que los mitos enunciados dos milenios antes que los mitos americanos engendran una imagen del m undo ya inscrita en la «arquitectura del espíritu». Pero ninguna lectura de Grecia es inocente, sobre todo cuando está motivada por la decisión de dar cuenta del funcionamiento del espíritu humano. ¿No es en la sociedad griega donde se ha producido, según la expre­ sión de Lévi-Strauss, «la conmoción decisiva1 que había de permitir la aparición de una reflexión científica, a partir de la invención de la filosofía y de la instauración de un pensamiento racional? Y el primer malentendido irrumpe. Para Lévi-Strauss, Grecia ya no ocupa una posición privilegiada; no es más que el lugar en el que la mitología desiste en favor de la filosofía, y el único mérito 1 MythoJogiques II. Du Mielaux Cendres, París, 1966, 407.

15

que puede reconocérsele es el de ofrecer el ejemplo, sin duda el más acabado, de una superación del pensamiento mítico por sí mismo, de esa marcha hacia la abstracción que se advierte en determinadas operaciones asumidas por vastos conjuntos de mitos dispersos por el mundo, pero que conoce en Grecia un desenlace en apariencia más feliz, dado que allí, por accidente, el pensamiento en estado salvaje se metamorfosea discretamente en un sistema cuyos principios esen­ ciales aún conserva el nuestro. De golpe, frente a una teoría que ampliaba la problemática a las dimensiones del espíritu humano, los helenistas tuvieron la impresión de haber sido desposeídos bru­ talmente de una causa que, por cierto, estaban inclinados a tratar en función de una sola división, trazada por el siglo XIX, entre mythos y logos, pero cuya suerte, así les parecía, no podía ser defi­ nitivamente decidida sin un previo y exhaustivo examen de los m i­ tos producidos por el pensamiento griego ni sin una prolongada confrontación entre las formas de pensamiento puestas en práctica en la filosofía, el derecho o la política, y aquellas que organizan el conjunto de la mitología a través de los siglos y allende los con­ tinentes. Este primer malentendido se ha visto agravado por otro cuyo análisis estructural parece tener la responsabilidad. En 1955, des­ pués de haber planteado que el mito era una utilización del lengua­ je en segundo grado, Lévi-Strauss se propone definir lo que por fi­ delidad a su modelo lingüístico llama entonces mitema o unidad constitutiva del mito; y para ilustrar su técnica del desglose en frases-relación, reagrupadas según sus afinidades temáticas, escogió un mito griego que resultó ser la historia de Edipo2, La razón de ante­ mano fue, sin duda, suponer que nadie ignora un mito semejante, pero hemos llegado a preguntarnos precisamente si esta elección no ha sido favorecida por el estatuto cultural de la historia de Edipo en nuestra propia sociedad: ningún otro ejemplo podría ofrecer con más seguridad a una metodología conquistadora la satisfacción in­ mediata de tener acceso a la universalidad. El mismo Lévi-Strauss lo ha dicho: Edipo es una elección camelística, «un ejemplo tratado de forma arbitraria»5. Un beneficio principal de la demostración fue poner en evidencia que el mito debía extraer su significación de las relaciones entre los diferentes mitemas. Por lo demás, el resultado 2 «La Structure des mythes» (1955), recogido en Anthropologie structuraíe, Pa­ rís, 1958, 227-255. 3 Op. cit., 238, n. 1.

16

era menos positivo: el conjunto de las versiones que este tipo de análisis se jactaba de tomar en consideración para definir cada mito hallábase aquí reemplazado por una historia despojada de la mayor parte de los rasgos pertinentes a una lectura estructural, ya que las secuencias del mito de Edipo distribuidas en esta matriz, habían si­ do tomadas en el presente caso de la lectura que Marie Delcour, le­ jos de toda perspectiva estructuralista, había hecho diez años antes. Por otra parte, ¿cómo un análisis estructural habría podido progre­ sar sin poseer un conocimiento directo y prolongado del contexto et­ nográfico del que Lévi-Strauss, en el mismo año de la publicación de la Anthropologie structurale, descubría y explicaba el papel ca­ pital en el desciframiento de la Gesta de Asdiwal?4. Ningún helenis­ ta podía adherirse a un método cuya única aplicación en estado de poder ser controlada revelaba claramente que procedía con tanta ar­ bitrariedad como otros mejor probados, aunque visiblemente más obsesionados por el descubrimiento de un sentido a priori. El recha­ zo del análisis lévi-straussiano del mito de Edipo era tanto más justi­ ficado cuanto que podría ser invocado desde los mismos principios de una lectura estructural, extraídos por primera vez en el estudio del mito de Asdiwal, publicado en 1958. De esta lectura del mito edípico había de nacer uno de los con­ trasentidos más admitidos y ampliamente difundidos de entre todos aquellos que el «estructuralismo» ha suscitado; sirviéndose como pretexto de algunas fórmulas lévi-straussianas que parecían definir el mito como el esfuerzo por encontrar una mediación entre tcrmiI nos contradictorios, el antropólogo inglés Ed. Leach concluye abusi­ vamente que el aspecto mediador del mito constituía su única fun­ ción5. Este contrasentido funcionalista que hacía del mito un útil lógico destinado a asegurar la mediación entre dos términos o dos situaciones contrarias, llevaba al mismo antropólogo, y a continua­ ción a algunos otros, a difundir un determinado número de análisis de mitos griegos o bíblicos cuya originalidad más innegable es ofre­ cer la prueba de que es posible decirse estructuralista sin dejar de ig­ norar los procedimientos e instrumentos elaborados por el análisis estructural desde hacía una decena de años. 4 «Annuaire de l’École pratique des Hautes Études», «Sciences religicuses» (1958-1959), París, 1958, 3-43, recogido en Anthropologie structurale deux, París, 1973, 175-233. 5 Ed. L e a c h , Genesis as Myth and other Essays, Londres, 1969, al igual que Lévi-Strauss (trad, fran.), Seghers, París, 1970; G. S. Kirk, Myth., 48 y ss. M. M e s UN, Pour une science des religions, París, 1973, 223-224, etc.

17

Esos malentendidos no habrían parecido tan profundos si no h u ­ bieran sido empozoñados por la malhadada querella entablada por el estructuralismo contra la Historia sin tener en cuenta las prácticas más nuevas de los historiadores de hoy. Convencidos de que estaban conminados a escoger entre sociedad caliente y sociedad fría, entre historia acumulativa e historia estacionaria, los helenistas y algunos otros no han tenido ningún reparo en persuadirse de que Grecia, que tan pronto había interiorizado su historia forjándose un pensa­ miento histórico solidario de su práctica política, formaba parte na­ turalmente de las sociedades no frías que la antropología estructural no parecía reivindicar con tanta seguridad. La distinción tajante en­ tre sociedades frías y sociedades calientes no podía sino precipitar un movimiento reflejo de repliegue sobre sí mismo, desencadenado por una serie de discordancias tácitas las más de las veces. Desde el siglo XDí, los grandes trabajos de la mitología clásica se han guiado a partir de dos postulados: por una parte, los funda­ mentos mitológicos dependen de una historia que toma en cuenta su mitología y su colonización, y cuyo objetivo constante es estable­ cer fechas, mostrar sucesiones, seguir caminos, localizar relatos ins­ cribiéndolos en el contexto geográfico que les ha visto nacer y desa­ rrollarse. El segundo postulado, corolario del primero, es que los re­ latos míticos están compuestos por una pluralidad de imágenes y te­ mas cuyas únicas relaciones son las de filiación y orden genético. Pa­ ra los filólogos que orientan sus investigaciones en este campo, el problema esencial es, en primer lugar, identificar la versión primiti­ va —la única que en sí conserva el raro perfume de la autentici­ dad— , para separar a continuación los componentes, de manera que pueda determinarse su significación respectiva y, a cambio, mostrar cómo los diferentes elementos se han combinado y han reaccionado los unos sobre los otros. Ahora bien, después de más de medio siglo, ambos postulados del saber histórico no han dejado de ser discutidos con relación a los procedimientos puestos en práctica por una serie de sectores de la investigación histórica: desde la histo­ ria demográfica a la historia de las técnicas, pasando por la historia de las mentalidades y las relaciones sociales. Dos rasgos dominan esta nueva práctica de la historia: por una parte, al trabajar sobre se­ ries, los historiadores toman desde ahora en consideración conjuntos cuyos datos, en apariencia dispersos, dependen de sistemas de trans­ formación reglamentados y sometidos a unas leyes. Por otra parte, al acometer fenómenos que escapan holgadamente a los fundam en­ tos conscientes, descubre este tipo de historia la importancia de los 18

cambios seculares, los flujos y reflujos de larga duración, así como el peso de las permanencias en un campo donde parecían reinar exclu­ sivamente la mudanza y el cambio. Hace ya casi cuarenta años que Georges Dumézil ha pedido a los historiadores de las sociedades an­ tiguas el derecho de ciudadanía para la estructura junto a la crono­ logía, para el análisis de los «complejos primarios» junto a los «com­ plejos secundarios», distinguiendo así, por una parte, los marcos so­ ciales y religiosos de un pensamiento y, por otra, lo que puede ex­ plicarse mediante las aportaciones sucesivas de la historia6. En nin­ gún momento a lo largo de estos cuarenta años, ha cesado de invitar Dumézil a los historiadores de las religiones a que reconozcan la existencia de estados de cosas complejos donde, como él dice, no so­ lamente se yuxtaponen numerosos elementos, sino que se articulan. Y esta larga demora ha sido necesaria para que se comience a com­ prender, aquí y allí, por ejemplo, que en las religiones politeístas, los panteones no son meras colecciones de dioses, más o menos ex­ tensas, sino que el análisis de las potencias divinas coincide necesa­ riamente con la definición de sus relaciones diferenciales en el seno de un conjunto «estructurado»7. Ya casi al fin del siglo XIX, Victor Bérard y algunos audaces compañeros esperaban devolver a la historia las tres cuartas partes de una mitología salvada así de la sinrazón que amenazaba con en­ gullirla. Hoy, los historiadores del m undo grecorromano parecen menos optimistas: algunos comienzan a entrever que un mito no es necesariamente una creación del medio histórico, geográfico y social en el cual parece inscribirse espontáneamente; otros renuncian a in­ terrogar un discurso que parece tan poco coherente y declaran que la única unidad de la mitología es la forma provisional y artificial que le prestan en la época helenística las recopilaciones y los m anua­ les mitográficos. Si los historiadores del m undo griego están decep­ cionados, los filósofos, por su parte, están cansados de buscar una versión auténtica que es, siempre, la forma irrecuperable de un mito. Abandonada por unos y descuidada por otros, la mitología pue­ de ser reconocida desde entonces como tradición: un orden autóno­ mo de significaciones que regenta fundamentalmente la producción de cada texto8. Es una suerte de postulado del análisis estructural: 6 Cfr. Les Dieux des Indo-Européens, París, 1952, 80yss. 7 Cfr. Mytbe et épopée III, París, 1973, 16. 8 Cfr. Paul Z u m t h o r , Essais depoétique médiévale, París, 1972, 75 y ss.

19

la mitología de una sociedad está constituida por un conjunto de re­ latos que guardan entre sí más afinidades que las que puedan guar­ dar con cualquier otro discurso o forma de pensamiento al que lo han asociado las artimañas de la cronología o los azares de la infor­ mación. Se trata de saber si las diferentes versiones de un mismo mito no deben ser confrontadas, en primer lugar, unas con otras, en vez de ser o bien descuidadas en provecho de una de ellas o bien re­ mitidas a temas de otro orden, sea éste histórico, social o económi­ co. Reivindicar la autonomía para la tradición mitológica es también romper con el hábito filológico de los paralelismos, que consiste en reagrupar las semejanzas y en borrar las diferencias reduciéndolas a consideraciones ficticias de lo imaginario individual. Para utilizar mejor las propiedades de la mitología, englobando el conjunto de mitos transmitidos y recitados, es necesario, por el contrario, acercar las diferentes versiones en virtud de sus diferencias e intentar ver si no pueden entonces ordenarse entre ellas dentro del espacio que la tradición mitológica les abre. Por ahí es por donde se inicia la apro­ ximación estructural al mito. No obstante, antes de examinar sus modalidades de aplicación es necesario apartar la objeción prejudicial de que este tipo de análi­ sis no podría aplicarse a la mitología de los griegos. En un artículo publicado hace poco tiempo en la Rivista storica italiana**, G. S. Kirk que, llegado el caso, no se niega a tratar determinados relatos a la manera estructuralista, insiste en lo que le parece ser un rasgo esencial de los mitos de Grecia: siempre están obliterados por una relectura alimentada con interpretaciones sucesivas de las que las más erudi­ tas, las de Helánico y Ferécides, en el siglo V antes de nuestra era, se contentan con prolongar otras más antiguas, contemporáneas de los mitos homéricos. Los griegos, pues, no habrían dejado de m anipu­ lar sus mitos para hacerlos más «creíbles», ya añadiéndoles nuevas secuencias, ya conjugándolos en función de acontecimientos o tradi­ ciones locales siempre nuevas. Resulta que a diferencia de los mitos revelados por las sociedades de tradición oral, a los que el mismo autor concede el privilegio de reflejar fielmente las estructuras socia­ les, la mitología griega estaría condenada a no aparecer jamás ante nosotros más que en un estado de incesante mudanza y decepcio­ nante elaboración secundaria. Podemos preguntarnos si la objeción 9 1972, 565-583. En la prolongación de un libro más ambicioso: Myth. Its Mea­ ning and Functions in ancient and other Cultures, Cambridge University Press, 1970 (Paperback, 1973).

20

no nace de una ilusión que lleva tanto al ejercicio del análisis estruc­ tural como en no meqor medida a la naturaleza de los mitos produ­ cidos por las sociedades de tradición oral. En efecto, el predominio de la palabra en una sociedad no implica que ésta ignore el cambio, y sería caer en la trampa de una distinción entre sociedades frías y sociedades calientes el desconocer la importancia de las desviaciones, repeticiones y continuas reinterpretaciones de las que dan testimo­ nio las diferentes versiones de un mismo mito, según hayan sido contadas cincuenta kilómetros más lejos o pronunciadas cincuenta años antes que otra. La mitología no sería la misma sin esa perpetua recuperación de una versión por otra. Para el análisis estructural ésa es, precisamente, la mayor justificación de su práctica. Al haber de­ finido el mito mediante la recurrencia y la repetición en la varia­ ción, se asigna como tarea el descifrar simultáneamente las versiones diferentes de un mismo mito de manera que pueda reconocerse el sistema escondido. En consecuencia, si las variantes son más num e­ rosas, más a su quehacer se entregará el análisis estructural. En reali­ dad, sería más pertinente objetar que la mitología griega ofrece más de una vez la aporía documental del mito aislado, conocido a través de una sola versión y despojado así del contexto esencial que podría asegurarle una variante. Una vez reconocida la autonomía de la tradición mítica, el pri­ mer empeño del análisis estructural consiste en construir su objeto. Pues, en principio, no se aplica a un mito aislado, sino a un grupo de relatos, sea el grupo que forman un mito y sus diferentes versio­ nes, sea aquél que comprende dos o varios mitos diferentes y, por supuesto, ambos tipos de grupos no son exclusivos el uno respecto del otro. Muy groseramente podríamos distinguir en Grecia tres gé­ neros de materiales mitológicos. El primero —y es el lote más im­ portante— , está constituido por las colecciones mitográficas com­ puestas a partir de la época helenística y cuyos títulos más conocidos son la Biblioteca del Pseudo-Apolodoro, las Fábulas y las Astronó­ micas de Higinio, el libro IV de las Historias de Diodoro, la colec­ ción de las Metamorfosis de Antoninus Liberalis o la compilación llamada Los Mitógrafos del Vaticano. Al margen de esta literatura técnica, dos tipos de relatos míticos se presentan en estado aislado: unos son presentados como informaciones fragmentarias por la lite­ ratura intersticial de los eruditos, que va desde los escoliastas a los lexicógrafos, y los otros son transmitidos por obras específicamente literarias —en el sentido griego— pudiendo ser éstas una epopeya, una tragedia o un poema lírico como el peán, el treno o el himno. 21

El análisis estructural reivindica el derecho de combinar estos dife­ rentes relatos míticos y de inscribirlos en los conjuntos y en los gru­ pos que tienen intención de constituir, sin dificultades de espacio ni de tiempo. Por todo eso, el primer paso, al menos en el campo grie­ go, es destruir, quebrar las figuras tradicionales tomadas del sentido aparente de los mitos, y echar abajo las cercas levantadas por los mitógrafos antiguos y fortalecidas por los mitólogos modernos que han respetado fielmente su trazado. En principio, cada mito remite al conjunto de los otros mitos. En la práctica, de hecho, el primer es­ bozo de un grupo puede sacar provecho de las afinidades entre per­ sonajes, acciones o temas dominantes. Así, en una primera fase, no es inútil, sin duda, confrontar, dentro del mismo grupo, los dife­ rentes mitos que cuentan la invención de la vida cultivada, o incluso aproximar la historia de las Danaides a la de las Lemnias. El peligro de este reconocimiento sería confundir el análisis estructural con la búsqueda de una estructura única que se repitiera en diferentes con­ textos, ya el motivo de la esposa asesina, ya el tema de la simple oposición entre salvajismo y vida civilizada. Los verdaderos conteni­ dos de un mito y, por eso, su lugar dentro de un grupo de relatos, no se dibujan más que a través del desciframiento de los diferentes planos de significación, sin los cuales no hay análisis estructural. En efecto, este tipo de lectura se propone como objeto el determinar los elementos constitutivos de un sistema sin jamás prejuzgar la sig­ nificación que, por otra parte, nunca es depositada en un elemento aislado. Por la misma razón que un mito no puede ser definido más que por el conjunto de sus variantes, ordenadas en una serie que forma un grupo de «permutaciones», tampoco puede ser delimitado si no es mediante los diferentes planos de significaciones que lo in­ forman constituyéndolo en objeto de ese tipo de análisis. En cierto modo, el análisis lévi-straussiano de los mitos se ins­ taura en las mismas condiciones que el análisis filológico y compara­ tivo del siglo XIX. Aquí y allí, el punto de partida es el mismo: el carácter gratuito e insensato del discurso mítico. Para Max Müller, la sinrazón del mito era un escándalo; para Lévi-Strauss un desafío. Una lectura estructural comienza por plantear que el mito no es una serie de palabras, una historia dotada de significación lingüística or­ dinaria, sino una cadena de relaciones, una serie de conceptos, un sistema de oposiciones significantes que se distribuyen en diferentes planos, a varios niveles semánticos, a los que Lévi-Strauss llama «có­ digos» porque sus unidades constitutivas parecen obedecer a leyes de economía y redundancia semejantes a las de los verdaderos códi­ 22

gos. Más allá de las secuencias que forman el contenido aparente, el análisis va, pues, a enarcar, distinguir y separar los diferentes planos de significación que forman la arquitectura del mito. La debilidad del primer análisis estructural, el que Lévi-Strauss aplicó al desafor­ tunado Edipo, consistía'en proceder al desglose del mito de manera que pudiera ser reorganizado como si fuera su propio contexto ra­ cional. El mito no podía ser validado más que por su coherencia in­ terna al ser definido sólo por su sistema conceptual; quedaba así abandonado al ingenio y a la arbitrariedad del constructor del mo­ delo. La aportación esencial de la Gesta de Asdiwal ha sido someter el análisis formal a un referente indispensable llamado «contexto et­ nográfico», es decir, el conjunto de informaciones que, en una so­ ciedad dada, constituyen el horizonte semántico de una mitología, desde los datos técnico-económicos hasta las creencias y las represen­ taciones religiosas pasando por las realidades geográficas, las estruc­ turas sociales y toda una red de prácticas institucionales. La manifes­ tación de las oposiciones pertinentes al mito dentro de sus niveles diferentes encuentra así la indispensable caución que —sólo él— puede darle el conocimiento profundo de un medio semántico orga­ nizado. El análisis estructural no es el formalismo charlatán al que algunos acusan de esquematismo y otros de vana complejidad. Con el objeto de definir los planos diferentes de significaciones, el análisis debe comenzar por ampliar el campo de la mitología al conjunto de informaciones concernientes a todos los registros de la vida social, espiritual y material del grupo humano considerado. La aparición del árbol de mirra, por ejemplo, en el mito griego de Adonis, implica el inventario minucioso de todos los testimonios que nos revelan la forma en que los griegos se han representado la mirra y las plantas aromáticas en relación a los demás tipos de plan­ tas; y este inventario no lleva solamente a definir el uso de la mirra en la práctica sacrificial o el empleo de los perfumes en la vida eróti­ ca, sino que exige también que interroguemos al conjunto de sabe­ res: botánico, médico, ritual, zoológico, a través de los cuales nos ofrecen los griegos las clasificaciones y cuadros enteros de su sistema simbólico. Es Lévi-Strauss quien ha enseñado a los mitólogos que para conocer la significación de una planta o de un animal era necesario determinar cada vez, con precisión, qué papel atribuía cada cultura a aquella planta o a aquel animal, sin olvidar que de todos los detalles que concernían a tal planta o a tal animal, la sociedad tomaba sola­ mente algunos para asignarles una función significante, pudiendo además, cada uno de estos detalles cobrar significaciones diferentes. 23

No será sino al término de este desciframiento del contexto etnográfico evocado por el mito cuando el análisis podrá determi­ nar relaciones conceptuales cuya pertinencia habrá sido validada por la recurrencia de los mismos valores semánticos de un extremo al otro del campo regido por este pensamiento simbólico. Y será inclu­ so a través de los diferentes planos de significación discernidos por este análisis como se dibujará el grupo al que pertenece tal mito o tal relato. Un ejemplo, escogido dentro del campo griego, permitirá ilustrar la solidaridad de las operaciones implicadas por este desci­ framiento: el mito órfico de los Titanes que dan muerte a Dionisos10. De entrada, la historia presenta un doble enigma: por una parte, nos refiere un monstruoso banquete protagonizado por unos caníbales —Dionisos niño comido por sus enemigos— , cuando este mito se halla en el centro de la antropogonía de los discípulos de Orfeo, cuyo pensamiento está dominado en su totalidad por la repulsión a verter sangre; en segundo lugar, la cocina a la que se en­ tregan los Titanes es extrañamente caprichosa: habiéndolas cocido previamente, asan las carnes de su víctima; Dionisos es transforma­ do en un cocido asado. Tomado en sí mismo, el mito órfico es un discurso paradójico que siempre se ha intentado explicar sea buscan­ do el reflejo de un ritual dionisíaco (el dtasparagmós), sea reducién­ dolo, mediante procesos comparativos, a la representación natural, por así decir, de un dios que muere y que renace. Ahora bien, lo que puede mostrar un análisis estructural, es que la rareza del relato órfico desaparece a medida que es confrontado con los procedimien­ tos sacrificiales, con la relación fundamental entre el asador y el cal­ dero y aparte de esto, con el conjunto de significaciones que los griegos han dado al asado y a la cocción por ebullición. Por lo mis­ mo, una vez precisado el detalle del yeso con el que los Titanes se han recubierto, en el momento en que hacen violencia a Dionisos, los actores del mito descubren su rostro de hombres primordiales, surgidos de la tierra blanquecina y asociados a la cal viva. Mediante sus rasgos más importantes, el relato es remitido entonces a un con­ junto de representaciones, en su mayor parte míticas, y que son re­ lativas a las prácticas alimenticias, a los procedimientos culinarios, al sacrificio sangriento y, por eso, a la condición del hombre, tal y co­ mo ésta se delimita respecto a los dioses y respecto a los animales. La muerte de Dionisos a manos de los Titanes viene así a inscribirse en una serie que comprende los mitos de Prometeo, las representa­ 10 Cfr. infra, p p. 127-169.

24

ciones de la homofagia dionisíaca, las especulaciones pitagóricas a propósito de la muerte del buey arador, pero que debe también en­ globar los diferentes relatos que la ciudad ha elaborado en el marco del ritual de las Bufonías, en torno a la acción de dar muerte al buey, compañero del hombre, relatos que se conectan por sí mis­ mos, con otras series de mitos, así, la que se centra en la historia de cómo se dio muerte al primer animal sacrificado. Solamente en rela­ ción a este conjunto, reconocido desde el interior del mito de Dio­ nisos, el relato de los Órficos cobra no sólo un sentido en cada uno de sus detalles singulares, sino que se convierte en elemento de un sistema más vasto, centrado en el sacrificio sangriento. El análisis estructural no busca ya el sentido del mito en un nivel de mera intriga o en los resortes de la historia relatada; lo halla a ni­ vel de un sistema formado por un grupo de relatos. Pero no por ello, como hace poco se le ha reprochado, opta el análisis estructural por la sintaxis contra la semántica; plantea solamente que es posible acceder al sentido de los mitos multiplicando los análisis formales que permiten extraer la armadura lógica de varios relatos. La semán­ tica de los mitos es tanto más rica cuanto que es descubierta a través de la sintaxis. Y aunque el método puesto en práctica por LéviStrauss ha preferido a menudo ocultar los valores semánticos de los grupos de mitos para mejor sacar a la luz sus preocupaciones lógicas, no deberíamos concluir apresuradamente que este tipo de lectura está consagrado exclusivamente al análisis combinatorio de X grupos de mitos; la misma práctica puede también llevarnos a descifrar un grupo restringido, centrado en una temática privilegiada. Pierre Smith y Dan Sperber han demostrado que, desde el punto de vista del análisis estructural, los mitos no eran solamente clasificaciones, un discurso sobre la lógica de las proposiciones de la que el fuego, la cocina, los animales y las plantas son materia e instrumento, sino que al mismo tiempo eran un saber sobre las categorías y sobre el m u n d o ” . La limitada experiencia del desciframiento de un deter­ minado número de mitos griegos, de los cuales unos hablan de la miel y los otros de los aromas, permite ver hasta qué punto toda es­ ta mitología, desconocida por estar dispersa en una literatura inters­ ticial, remite a un mismo saber sobre el m undo y, por tanto, a un mismo sistema de pensamiento: como si toda una parte de la m ito­ logía griega, al descubrir los albores de la vida cultivada, no hiciera más que explorar un solo y mismo problema, a saber, la condición 11 «Mythologiques de Georges Dumézil», Annales E. S. C , 1971, 583-585.

25

del hombre a través del matrimonio y el sacrificio, las dos institucio­ nes que alimentan toda una parte del pensamiento simbólico de los griegos,2. Que el análisis estructural puede contribuir al inventario de las riquezas de la mitología, incluso los más intratables de los helenistas lo concederán, sin duda, pero harán dos objeciones a su aplicación en el campo de los mitos griegos. La primera es que este tipo de análisis da poco valor a las formas particulares que el relato mítico puede adoptar según se trate de un esquelético resumen fruto de un mitógrafo tardío o de la versión reflejada por una tragedia de Es­ quilo. La segunda objeción es que el análisis estructural desconoce los datos coyunturales y parece prestar poca atención a las realidades sociales. Una y otra dificultad plantean problemas esenciales a este tipo de análisis en el ámbito griego. Desde un punto de vista lingüístico, el análisis lévi-straussiano procede de una manera un poco paradójica. Por una parte plantea que el mito no coincide con los datos de la lengua, con las frases de un relato y, por otra parte, el mismo análisis toma una serie de prés­ tamos de la lingüística estructural para aplicar las herramientas con­ ceptuales de esta lingüística al metalenguaje del mito. De hecho —y ahora puede verse mejor— el análisis de los mitos no debe a la lingüística más que motivaciones, y los procedimientos originales que pone en práctica no dependen más del estructuralismo fonoló­ gico que de la gramática generativa de la que su combinatoria de las Mythologiques ha podido parecer alguna vez hacerse eco13. Al tér­ mino de la indagación abierta por Le Cru et le Cuit, el proyecto de hacer una gramática de los mitos, fuera estructural o generativa, se enfrenta a la imposibilidad de definir las unidades constitutivas del mito: los mitemas siguen siendo imposible de encontrar. No obs­ tante, para el mitólogo helenista, confrontado con una serie de rela­ tos míticos que ya ha sido inducido a leer «en el texto», el problema de las estructuras lingüísticas y su relación con las estructuras míticas sigue siendo un problema esencial tanto más urgente cuanto que, en esta provincia de la mitología, un gran número de variantes re­ viste la forma de textos tan coherentes y altamente elaborados como los epinicios de Píndaro o las tragedias de Sófocles. Esquematizan­ lí Cfr. Les Jardins d'Adonis, París, 1972; «Orphéc au miel», en Paire de l'histoire, ed. J. Le Goff y P. N ora, III, 1974, 56-75. 13 Cfr. Dan S pe r b e r , «Le structuralisms en anthropologie» (Postfacio), en Qu'estce que le strucluralisme?, París, 1973l Le symbolisme en general, París, 1974 (III. La Signification absente).

26

do, se podrían distinguir tres situaciones. En la primera, la narra­ ción está reducida ^1 .mínimo: son resúmenes de mitos que, de mi­ tógrafos en mitógrafos, se van reduciendo hasta no ser más que una yuxtaposición de secuencias tan empobrecidas que no ofrecen nin­ guna resistencia a la lectura estructual que, por otra parte, está con­ denada tan a menudo a satisfacerse con las oposiciones que esa es­ clerosis del relato confía o cree oportuno desgajar. En el segundo caso, el mito se impone como un relato cuya lógica narrativa domi­ na toda la organización. El análisis estructural debe entonces dupli­ carse por un desciframiento de las figuras y de los efectos que el jue­ go de las formas narrativas ha trazado en la misma textura del mito. Trátase principalmente de relatos en verso transmitidos por obras como los Himnos Homéricos o La Teogonia de Hesíodo, es decir, por textos de los que los filólogos, por ejemplo, H. Schwabl respec­ to a La Teogonia14, han mostrado ya que su coherencia estaba ase­ gurada por toda una serie de paralelismos sintácticos, incluso si los helenistas no han entrevisto siempre que las «relaciones de equiva­ lencia y de paralelismos formales» imponen al auditor o al lector unas relaciones semánticas entre los elementos del relato, creando así una auténtica red de asociaciones de las que el análisis del mito no puede de ningún modo desprenderse. En cuanto a la tercera si­ tuación, se impone mediante obras como la lírica coral y la tragedia, cuya composición obedece a un determinado número de reglas muy estrictas que no se confunden con las del relato mítico. Es, en este contexto en particular, donde puede plantearse el problema de la reinterpretación de los mitos que evocaba G. S. Kirk. Tradicional­ mente, el elogio de un vencedor en los Juegos comprende un relato mítico a través del cual un poeta, investido en el caso de Píndaro con el estatuto de «maestro de verdad», define la norma del sistema de valores aristocráticos del que, por su función de elogiador, era garante indispensable. Lastrado con un valor paradigmático, el mito relatado por Píndaro se halla así situado dentro de nuevas condicio­ nes: es el lugar en donde se interfieren el pasado y el presente, don­ de la tradición y la actualidad se combinan, aunque siempre para unos fines determinados que desvela la sentencia gnómica colocada en la conclusión del poema. En el caso de Píndaro, la reinterpreta­ ción del relato mítico es, a veces, tan clara y tajante que se presenta bajo la forma de una corrección aportada al relato, sea en una se­ 14 Hans SCHWABL, «Hesiods Theogonic. Einc unitarische Analyse», Silz. d. Oesten. Akad. d. Wissenschaften, Phil. hist. Klasse, t. 250, 5, Viena, 1966.

27

cuencia entera, sea en un detalle singular. No obstante, en la mis­ ma medida en que es objeto de una confesión explícita, la distor­ sión impuesta al mito no descalifica, respecto a otras, la versión de Píndaro. En este tipo de obra lírica, si el mito es semantizado de nuevo, no lo es más que en la medida del valor paradigmático que le asigna el epinicio. En realidad, es solamente en la tragedia donde la mitología se halla directamente amenazada por una reorganización bastante pro­ funda que alcanzará, en determinados casos, a los resortes mismos del mito. La obra trágica no es separable de la mitología. Es una evi­ dencia. El mito da a la tragedia sus personajes esenciales y los gran­ des temas de su acción. Pero tomada y asumida en la representación trágica, la historia mítica es, al mismo tiempo, m antenida a distan­ cia, co m o j. P. Vernant y otros lo han subrayado11. A partir de ahí, el culto cae en el campo de la política. Los antiguos valores que la mitología transmite son confrontados con aquellos que la ciudad se ha ocupado en construir y de los que el oro se convierte en portavoz antagonista. En consecuencia, la tragedia utiliza una historia mítica a través de la cual pone en tela de juicio las gestas y palabras del hé­ roe y de los actores, pasando constantemente del sistema de valores de la ciudad a las formas de su pasado mítico. Pero esta actividad crítica no conduce solamente a la sucesión de las acciones relatadas por el mito, sino que conecta también, de una forma más directa, con determinados mecanismos esenciales del mito: en particular, cuando la tragedia tiene intención de enunciar las formas de ambi­ güedad y explotarlas de una manera sistemática. Aquí es donde el mitólogo, en lugar de tratar la versión trágica de un mito como lo haría con un relato de algún mitógrafo menesteroso, deberá, sin d u ­ da, hacer preceder su análisis del mito por el de la tragedia corres­ pondiente, de manera qüe pueda descubrir en ella los modos de reinterpretación y las formas de distorsión específicamente trágicas. El segundo problema, planteado por las objeciones de los hele­ nistas, no es otro que el de las relaciones entre los mitos y, por una parte, la realidad social; por la otra, la realidad de los acontecimien­ tos; es decir, los contrastes, las sacudidas, los cambios de la historia. Determinados historiadores de la antigüedad, como G. S. Kirk y 15 J. P. V er n a n t y Pierre V id a l -N a q u e t , Mythe et tragédie en Grece ancienne París, 1972; P. V id a l -N a q u e t , «Edipo en Atenas», prefacio de las Tragedies de So­ phocle, París, Gallimard, 1973, 9-37 (Colección Folio)·, Nicole L o r a u x , « l’interférence vagique». Critique, 317, oct. 1973, 908-925.

28

después Victor Bérard, están convencidos de que es suficiente cono­ cer las condiciones de' la primera enunciación de un mito para esta­ blecer su sentido exacto. Una vez devuelto a su origen y restituido a su primer paisaje en la historia, el relato mítico dejaría de ser opaco y sibilino, convirtiéndose al punto en algo transparente. Tal es el método de aquellos a los que llamaban antes «analistas»; por lo me­ nos es el camino a seguir, que conservaron de la empresa de KarlOtfried Müller y sus Prolégomenes a une connaissance scientifique de la mythologie, tan nuevos en 1825; hallar las circunstancias di­ versas que han dado nacimiento a un mito. Desde ese punto de vis­ ta, los mismos «analistas» se inclinan a pensar que Grecia se halla en singular desventaja respecto a las Américas y se placen en halagar la dicha de los etnólogos que viviesen en medio de un pueblo de rela­ tos, que hablando ingenua y espontáneamente de la sociedad que los ha producido y de la que los mitos confiarían sin misterios sus preocupaciones, problemas e inquietudes diversas. Los helenistas es­ tarían condenados entonces a no conocer nunca más que mitos pri­ vados de referencia a su contexto original, mitos que nos llegan del fondo del neolítico unos y que derivan del mundo micénico otros, alejados para siempre de aquello que les da un sentido, mitos m u­ dos o que hablan una lengua muerta que nadie espera descifrar al­ gún día. Quizás podamos dar algún consuelo a los historiadores de los que G. S. Kirk se hace intérprete, recordándoles que los ameri­ canistas no se hallan siempre al abrigo de los infortunios de la histo­ ria y que hay también, en este campo, toda una serie de trabajos, inspirados en el método de la escuela finlandesa que, llena de cora­ je, se esfuerza en hacer una especie de historia natural de los cuen­ tos y de los relatos transmitidos por tradición oral: ¿no consiste su mayor ambición en mostrar «dónde han nacido, en qué época y ba­ jo qué forma», con el fin de clasificar las variantes según el lugar y el orden de aparición?1S. Examinemos el problema de otra manera. Sucede a veces, a p e­ sar de los obstáculos que algunos objetan no sin razón, que los his­ toriadores logran encontrar en los desvanes de la Historia un docu­ mento que parece consignar el acta de nacimiento de un mito. To­ memos el ejemplo de uno de esos casos privilegiados que da al his­ toriador del mundo griego la satisfacción de pasar revista a las dife­ rentes interpretaciones propuestas por varias generaciones de mitó­ logos, con el sólo fin de verlas desvanecerse ante la evidencia y la 16 Cl. Lévi-Strauss, ¿'Origine des manieres de table, París, 1968, 186-189.

29

simplicidad de la explicación que la Historia da necesariamente des­ de que consiente en hablarnos. En este caso, el afortunado descubri­ dor se llama Paul Faure y el mito que se beneficia del descubrimien­ to es la historia de las hijas de Dánao, las Danaides, perseguidas por los cincuenta hijos de Egipto, desde las orillas del Nilo hasta las fuentes de Argos17. En 1964, en la antigua Tebas de Egipto, descu­ bren unos arqueólogos una inscripción jeroglífica grabada por Amenofis III, hacia 1380 antes de nuestra era. Esta inscripción nos ofrece una lista de nombres dispuestos a una parte y a la otra de dos prisio­ neros encadenados a los pies del Faraón. Uno de los prisioneros re­ presenta a la isla de Creta, la otra a los Danaoi, y entre la lista de las ciudades de los países asociados a los Danaoi, a las gentes de Dánao, puede leerse el nombre de Nauplia, el nombre de una ciudad fun­ dada, según Pausanias, por los egipcios llegados con Dánao (Paus., IV, 35, 2). La real inscripción, descubierta en 1964, nos ofrecería, pues, según Paul Faure, la clave del mito de las Danaides: el relato de las aventuras de las hijas de Dánao y de sus primos de Egipto no vendría más que a relatar un hecho histórico cuya fecha conocemos con algunos años de aproximación (hacia 1380 a. C.). Habríamos al­ canzado las fuentes de la leyenda de las Danaides: el triunfo de la

pegomanta. Admitamos que el mito de las Danaides ha nacido allí, en la orilla sobre la que los egipcios se encontraron a los griegos: ¿hasta qué punto va este acontecimiento a explicarnos, a darnos razón de los rasgos esenciales del mito? Paul Faure no nos dice hasta dónde llega el acontecimiento, ni qué relación, tiene con la huida de las Danaides su rechazo al matrimonio con sus primos, su carrera hasta Argos donde se secan las aguas subterráneas después de una disputa entre Hera y Poseidón. Nadie pretendería que una crónica más sur­ tida, detallándonos las prácticas matrimoniales alrededor de 1380, nos explicara por qué las Danaides son a la vez mujeres que huyen del matrimonio con los varones que les son demasiado próximos y esposas que pasan por haber introducido en Grecia el gran ritual del matrimonio, la fiesta de las Tesmoforias. Para comprender esta his­ toria, es necesario adentrarse en el relato, seguir las secuencias, in­ tentar comprender las relaciones de la fuente Amimona con el pan­ tano de Lerna, que es también una fuente; hay que estudiar los ri­ tuales de Algos que prescriben a los novios del año ir a beber el 17 Paul F a u r e , «Aux sources de la légende des Danaides», Revue des Études grecques, 82, 1969, pp. XXV1-XXVI1I.

30

agua pura del baño nupcial a la fuente de Amimona; aún es necesa­ rio tomar en cuenta los misterios de Lerna, el papel de Deméter en estos misterios, todos los simbolismos del agua; el agua que viene del m undo subterráneo, ,que brota de Abajo o que desaparece en las profundidades de la tierra; establecer la relación entre dos aguas ex­ tinguidas, dos aguas buscadas, otras llevadas, lustrales o sucias, y los recipientes rituales de las lutróforas, hidróforas y tesmóforas. Es el conjunto de contexto etnográfico del mito de las Danaides lo que deja escapar una lectura caída en la trampa de la referencia «históri­ ca» inicial. En este caso, el acontecimiento de 1380 nada puede explicar. Es un documento de historia política: ofrece indiscutiblemente la prueba de que, en el siglo XIV antes de nuestra era, hubo contactos entre los egipcios y los griegos, en las proximidades de Argos. Pero por muy detallada que fuera la crónica de los acontecimientos de aquella época no sería menos opaco el mito de las Danaides. Lo que hay que advertir, pues, en la lectura «historizante», privilegiada, conscientemente o no, por tantos helenistas, es la ilusión siempre vi­ va de que el discurso mítico debe necesariamente reflejar la «reali­ dad». El postulado fundamental de la mayor parte de las interpreta­ ciones historicistas consiste en creer que la relación de los mitos con la organización social, con el m undo físico, con el mundo natural, con los acontecimientos, es siempre exclusivamente del orden de la representación. Después de la Gesta de Asdiwal —hemos de men­ cionarlo aquí— , Lévi-Strauss ha mostrado, con una serie de ejem­ plos decisivos, que la mitología no podía servir para elaborar un cuadro fiel de la realidad etnográfica, y que el mito no debía ser vuelto a confundir con una fuente documental donde el etnólogo obtendría con qué reconstituir la organización social, las creencias y las prácticas de la sociedad. En principio, jamás puede deducirse lo real de un relato mítico. El analista estructural rehúsa admitir, pues, lo que no solamente los historiadores, sino también los sociólogos de las culturas arcaicas se concedían de buen grado en sus investiga­ ciones, a saber, que el pensamiento mítico tiene una relación direc­ ta con la base social (lo que sociólogos como Granet y Gernet admi­ tían explícitamente) y que determinadas imágenes míticas pueden mostrar a la mirada que sabe interrogarlas, comportamientos «prehis­ tóricos» e instituciones abolidas que no fulgen ya más que en los resplandores de un pensamiento muy antiguo. Por el contrario, el análisis estructural ha mostrado, más de una vez, cuando se refiere al contexto etnográfico, que las institucio31

nes descritas en los mitos pueden ser la negación de las instituciones reales o que los animales que intervienen en los relatos se compor­ tan de una manera completamente distinta a como la observación y la zoología parecen indicar. Cierto es que el mito mantiene una re­ lación con el entorno, con el dato ecológico, con el social y con la historia de un grupo, pero se trata de una relación indirecta y m e­ diata, la que conviene a un discurso autónomo que deduce de la realidad los elementos de los que dispone soberanamente. Un mito puede utilizar, en un plano de significación, un determinado nú­ mero de datos en bruto (por ejemplo, elementos de geografía física), a continuación, en otro plano, mezclar lo real con lo imagi­ nario y, por último, en un tercer orden, invertir, de manera siste­ mática o no, los datos de lo real1S. Sea social o coyuntural, la historia no posee ningún privilegio para la explicación de los mitos; no es más que un dato de entre to­ dos los que forman parte de la realidad que la mitología aprovecha. Es posible que el acontecimiento de 1380 tenga alguna relación con el mito de las Danaides. Tal vez incluso, sea el punto de partida. Pero haya o no dado el impulso al relato, el acontecimiento ha sido devorado por el mito. La mitología ha incorporado en sí misma este fragmento de historia; ha rearticulado ese elemento en sus propias estructuras. Este trabajo de reorganización, podemos observarlo en determi­ nados casos en que la lectura estructural ha sido guiada con cuidado y en los que más de una vez ha reiterado su labor. El mito hesiódico de las razas ofrece un convincente ejemplo de ello. El análisis de Jean Pierre Vernant descubre en la historia contada por Hesíodo, no cinco razas que se suceden cronológicamente siguiendo un orden de degradación progresiva, sino una construcción de tres pisos, cada uno dividido en dos aspectos opuestos y complementarios. Esta es­ tructura tripartita funciona en una serie de planos que el mito su­ perpone e imbrica en su relato, si bien ella misma está sobredeterminada por otra cuyos dos términos, mediante su relación, dan al conjunto de la construcción su polaridad máxima. Se trata de la oposición entre los dos principios de Dike, Justicia e Hybris, Des­ mesura, cuya importancia el mismo Hesíodo, cuando aprende del mito, con la intención del destinatario, la lección de que hay que escuchar a la Justicia, la Dike, sin dejar que la Hybris, la Desmesu­ 18 6-14.

Cl. Lévi-Strauss, «Structuralism and Ecology», Barnard Alumnae, 1972, I,

32

ra, se engrandezca. Ahora.bien, Los Trabajos y los Días no nos reve­ lan solamente las intenciones declaradas de Hesíodo; desarrollan an­ te nuestros ojos el contexto socio-económico inseparable del mito de las razas19. La situación económica y social de Ascra, en Beoda, está caracterizada por el parcelamiento de las tierras, la expropiación de los pequeños propietarios y el endeudamiento progresivo de los campesinos. Constituye una crisis agraria de la que Hesíodo enuncia determinados aspectos típicos: la miseria, el hambre, el enrareci­ miento de las tierras, que interpreta con sus categorías, es decir, con las categorías de un teólogo y de un moralista. La crisis a la que lla­ mamos «agraria» es vivida por el poeta de los Trabajos como un mal, como una Desmesura; la Hybris se hace grande y amenaza con hacer desaparecer a la Dike. Son esos dos principios los que Hesíodo pone en el centro del mito de las razas cuando se ve constreñido por determinadas circunstancias sociales y económicas a contar, a su vez, ese relato, reinterpretándolo, es decir, organizándolo a su manera que es la de su tiempo y su historia, la de una historia dura, seca y ventosa, como la tierra de Ascra, «burgo maldito, cruel en invierno, duro en verano». En Grecia, no menos que en cualquier otra parte, los mitos son perpetuam ente retocados, modificados, revisados y corregidos. Acontecimientos, encuentros, contactos entre los grupos y las socie­ dades, otros tantos datos que forman parte del entorno, con el mismo título que la fauna o el clima. Cada innovación, cada cam­ bio en la sociedad, en sus instituciones, en sus relaciones sociales puede traducirse mediante una reorganización cuya función mayor consiste en amortiguar los golpes. Más allá de las dificultades advertidas por algunos helenistas res­ pecto a un buen uso del análisis estructural en el campo griego, quedan las objeciones implícitas cuya evidencia inmediata transfor­ ma en presupuestos o cuya ingenuidad las convierte hoy en inconfe­ sables, en la mayor parte de los casos. En este lugar de lo no-dicho es donde se urden determinadas resistencias y se deciden soberana­ mente rechazos y exclusiones. Uno de los presupuestos mejor com­ partidos en el helenismo, y de los más fuertemente apuntados al cuerpo de los historiadores de la antigüedad griega, es la certidum­ bre, alimentada por el siglo XIX, de que Grecia, más que ninguna 19 «Le mythe hésiodique des races» (I960), en Mythe et pensée chez íes Grecs3,1, París, 1971, 38-41; M. D ETIENNE, Crtse agraire et attitude religieuse chez Hésiode, Collection Latomus, 68, Bruselas, 1963.

33

otra sociedad, se encuentra distinguida de manera indeleble por la Historia, una Historia profundamente interiorizada que habríase convertido así en un rasgo esencial de la experiencia del hombre griego. Nadie puede negar la importancia de Tucídides ni de una obra donde el reconocimiento de la condición histórica del ciudada­ no griego va a la par que la elaborada convicción de que este tipo de hombre puede actuar en el presente e influir en el porvenir. Esta concepción de la historia, como tipo de obra, es central para la sig­ nificación de la acción política en el mundo griego. Pero la Guerra del Peloponeso no ha sido nunca una razón suficiente para subordi­ nar todas las formas de pensamiento griegas a la concepción que Tucídides tiene de la historia, de la temporalidad y de la acción de los hombres. Y tampoco es ya una razón, por el hecho de que algu­ nos helenistas se hayan ilustrado con el estudio exhaustivo de la cro­ nología de los arcontes, para creer, siguiendo su estela, que en otros niveles de pensamiento, las operaciones del espíritu están constre­ ñidas por la misma necesidad cronológica. Aunque se corra el riesgo de escandalizar a algunos historiado­ res, celosos de antiguos privilegios, hay que mencionar que el estructuralismo, se ocupa principalmente de variaciones y que «el cam­ bio es un modo particular de variación20». Así, el análisis estructural puede, sin ningún imperialismo, hacer aparecer conjuntos dispares como variantes los unos de los otros. En el mundo griego, los mitos políticos, los mitos de fundación de ciudades vecinas o rivales debe­ rían ser tratados por este método al igual que los relatos de funda­ ción de culto o de santuario cuya propiedad reivindican varios gru­ pos sociales, las más de las veces a través de relatos concurrentes de los que historiadores helenistas han reconocido por sí mismos, más de una vez, las afinidades y acusado también las divergencias. Pero es más, un análisis estructural puede también tomar a su cargo pro­ blemas que parecían hasta el presente reservados sólo a la Historia: por ejemplo, el análisis de estados sucesivos que son las diferentes formas asumidas por un mismo conjunto. A partir de los análisis consagrados por D. Sabbatucci al misticismo griego, puede ser pro­ puesta una aplicación de este método para organizar el sistema de representaciones que los griegos elaboran, entre los siglos VI y IV an­ tes de nuestra era, en torno a la manducación de la carne hum ana y 20 Jean Pouillon, «Présentation» del volumen Problemes du structuralisme, Les Temps modemes, n.° 246, nov. 1966, 784. Cfr. Fetiches sans fétichisme, París, Maspero,· 1975, p. 23.

34

al problema de Ja alimentación a base de carne21. Frente al modelo sacrificial y alimentario dominado por las relaciones entre tres térm i­ nos —los dioses arriba; los animales abajo; y los hombres en el medio— , cuatro formas, de protesta contra la Ciudad (Pitagorismo, Orfismo, Dionisismo, Cinismo) permiten ser ordenadas unas en re­ lación con otras, dos a dos, según la orientación escogida. En un ca­ so, la protesta entraña la superación por arriba (Pitagorismo y Orfis­ mo); en el otro, por abajo (Dionisismo y Cinismo). El contraste en­ tre ambas soluciones se condensa en la representación del canibalis­ mo extremo que Pitagóricos y Cínicos poseen en común: un hijo que devora a sus propios padres. Pavorosa visión para los discípulos de Pitágoras de la vida carnívora y bestial llevada por los Otros, pero imagen ejemplar para los Cínicos de la desconstrucción radical de la Sociedad que tiende a realizar su práctica cotidiana. Ahora bien, lo que la Historia nos enseña es cómo, en este caso, dándose determi­ nadas circunstancias políticas, económicas y religiosas, se ha operado la metamorfosis de determinados Pitagóricos en discípulos de Diogenes. Transformación llevada a cabo en un tiempo dramático, a través de fracasos y violencias pero que, desde el punto de vista del sistema, se traduce por el paso de un extremo a otro, lo que viene a ser destacado, sin sobresalto, mediante un signo positivo que susti­ tuye a un signo negativo. El sistema de las transformaciones estruc­ turales se halla así instalado en el tiempo y en el espacio y la estruc­ tura no es sino «la regla de transformaciones históricamente reales22». El que no sea un ejemplo aislado no significa que todo cambio en la Historia dependa de este tipo de análisis. Al menos es necesario recordar que, en diferentes sectores, el análisis estructural puede mostrar cómo el desarrollo de la Historia está sometido a ve­ ces a determinadas tensiones, incluso si éstas dependen, a su vez, de otra Historia, la Historia generalizadora y viuda de acontecimientos de los lentos períodos y largos caminos a seguir. Pero el sello de la Historia, que distingue a Grecia en la frente, no brillaría tanto si no debiera portar, también, la confirmación del carácter elegido del pueblo griego . De Herder y Winckelmann a los humanistas nostálgicos, la ideología de Grecia no ha cesado de re­ novarse a través de algunos temas fundamentales centrados en los privilegios de lo Heleno. Portador de la Civilización, descubridor de la razón, el griego, de entre todos los pueblos, ha sido designado 21 Cfr. infra, pp. 105-125. 22 Cfr. J. P o u i u o n , op. cit.,, p. 23. 33

para crear lo bello con los materiales de lo Oriental y para aportar una decisiva contribución al progreso de los sentimientos de hum a­ nidad. Desde las relaciones de los Jesuítas en el Nuevo Mundo, que se miran en el espejo de Plutarco, hasta los enunciados de Nietzsche sobre la inocencia de los griegos cuyas obras nos sirven de normas y de modelos inaccesibles, las complejas relaciones que nuestras socie­ dades continúan desarrollando con la civilización grecorromana de­ penden directamente de la arqueología del mundo occidental em ­ prendida por Michel de Certeau y algunos otros. Hoy, aparte de al­ gunas insólitas tentativas por recordar la prioridad de los griegos en uno u otro sector de la actualidad, las profesiones de fe en el mode­ lo griego son raras y discretas. La franqueza y la simplicidad de que da prueba Brian Vickers poseen por ello un mayor precio. En una nueva e importante obra consagrada a los problemas planteados por una lectura sociológica de la Tragedia griega23, el crítico inglés, que entabla un virulento proceso contra su compatriota Kirk por su cola­ boración con el ocupante estructuralista, enuncia, como conclusión de una crítica radical a toda tentativa de aplicar el «método estruc­ tural» a los mitos de Grecia, las profundas razones de su posición en esta materia. Posición que debe una buena parte de su insolencia al estado de «humanista» del que se precia un autor libre de toda tecnicidad en este campo de estudios. Poco importa que Vickers repro­ che a Lévi-Strauss el distinguir en un mito la realidad de los concep­ tos de la apariencia del relato, o bien haber desconocido la clarivi­ dencia de Boas, que había descubierto la continuidad fundamental entre el discurso de la mitología y las normas de la vida social. Más fundamental nos, parece su reivindicación, consistente en tener un acceso directo al contenido del mito: Brian Vickers reclama el dere­ cho a oír la palabra mitológica sin estar forzado a recurrir, para pre­ guntar por su sentido, a un análisis siempre inquieto por lo que el discurso aparente se obstina en no decir. ¿Impaciencia del lector pa­ ra el que nada debe interponerse entre él y el texto?, ¿o razón de un teórico, convencido de que si los mitos han de ser descifrados, dejan de hablar entonces de la sociedad a la que se dirigen? Vickers presu­ me no ocultar nada, y menos tan buenas y sólidas razones: en pri­ mer lugar, los mitos griegos aún son los nuestros, y puesto que Oc­ cidente se ha nutrido de esa mitología, no podemos errar en su sen­ tido; a continuación, en los mitos de Grecia, aparte de algunos ele­ mentos irracionales, es del Hombre de lo que se trata: % mitología 23 Towards Greek Tragedy, Londres, 1973.

36

del Heleno está dominada por el antropomorfismo. Por otra parte, atended a lo que han'inventado: la literatura, el arte, las ciencias, el derecho, la política... Nada tienen que ver con los Tsimshian, los pescadores de salmón. No, verdaderamente los griegos no son como los demás *.

" Estas páginas constituyeron la materia de una comunicación presentada con ocasión del Coloquio consagrado al mito griego que organizó el Centro Internacional de Semiótica y Lingüistica de Urbino, del 7 al 12 de mayo de 1973. Las notas, en este caso reducidas al mínimo, hallaban su prolongación en la bibliografía puesta a punto por dos estudios de Claude C a la m e : «Philologie et anthropologie structurale. Λ pro­ pos d'un livre récent d'Angelo Brelich», Quademi Urbinati, II, 1971, 7-47; •Mythologiques de G. S. Kirk. Structures et fonctions du mythe», ibid., 14, 1972, 117-135. La revista Critique (332, enero de 1975, 3-24) ha difundido ya estas pocas páginas entre sus lectores.

37

ϊ

)ί ί i

r

II

LA PANTERA PERFUMADA 0

3.

1. Una lección de historia 2. Los infortunios de la caza La fábula de la pantera de amores 4. La rosa de viento

1

UNA LECCIÓN DE HISTORIA

En la historiografía actual, ser un goloso de la autopsia 1 consti­ tuiría una extrañeza por parte del historiador de la Antigüedad. Desde luego que no a la manera de los enguantados acólitos, vesti­ dos de blanco, a los que la investigación policial encarga mirar den­ tro del cuerpo del delito, sino a la manera de un testigo que sería un ojo viviente. «El poder asistir por sí mismo a todos los aconteci­ mientos sería, con mucho, la mejor forma de conocimiento»2. Para Eforo de Cumas, escritor, en el siglo IV antes de nuestra era, de una de las primeras historias universales, el modo verbal irreal es el reco­ nocimiento de que el exilio en el presente, en el momento en que la ausencia parece ya sumergir la mayor parte de la realidad, aguijo­ nea el deseo de un saber fundado en la visión directa de las acciones humanas. Dentro de una tradición que respeta al Padre y está con­ vencida de que la historia «ha seguido siendo en el fondo ella mis­ ma» desde Heródoto5, un determinado punto de vista, mantenido por los contemporáneos, anhela ejercerse en un campo a la vez deli­ mitado por el testimonio del que sabe por haber visto y revelado 1 Los historiadores y los sociólogos del mundo griego no solamente viven junto con algunos otros, «el brillo de la Historia» del que habla Pierre Nora, sino que con­ tribuyen al mismo, tanto mediante sus prácticas como poniendo en tela de juicio los procedimientos que ellos mismos han heredado los primeros, en el mismo lugar que la historia les asigna por un trabajo continuado el siglo xvi. 2 E foro , en F. Gr Hist 70 F 110. Cfr. G. N enci, «II motivo dell'autopsia nella storiografia greca», Studi classici e orientali, 3, 1955, 35-38; G. Schepens , «Eforo sur la valeur de l’autopsie». Ancient Society, I, 1970, 163, 182. 3 P. Bovancé , «Comment on écrit I’histoire», Revue des Études anciennes, 1972, 157. Para una lectura epistemológica del mismo ensayo de Paul Veyne (París, 1971), nos remitimos a las páginas de Michel de C erteau, «Una épistémologie de transition: Paul Veyne», Annales E.S.C., 1972, 1317-1327.

41

mediante la resplandeciente epoptia que confiere al acontecimiento una presencia real. Así, para un helenista, sabio epigrafista4, la ins­ cripción, del Atica a Bactriana, es un testigo directo: «Bajo el agua carbonosa que el dedo aparta suavemente de un mármol casi borra­ do, una ciudad que se creía a ciento cincuenta kilómetros de allí, aparece en una inscripción de Jonia ’». No solamente las piedras ha­ blan sin que sus voces lleguen de la ultratum ba que parece asignar­ les la máscara de su fría opacidad, sino que dejan contemplar el es­ pectáculo del pasado, componen juntas el calidoscopio6 gracias al cual el historiador-anticuario se ve transportado al medio de los an­ tiguos: se convierte en el contemporáneo del lapicida, del magistra­ do, del bienhechor...7. No se trata ya de localizar o de interrogar las fugitivas huellas de un ausente; el «agua de Juventa»8, que brota de la piedra epigráfica, confiere al historiador el privilegio de contem­ plar los acontecimientos directamente y con sus propios ojos. Por otra parte, la epoptia no está reservada sólo al descifrador del docu­ mento primario: «Todo lector de la inscripción puede experimentarla a su vez, pues una vez impreso el documento sobre el papel es tan directo como cuando está grabado en la piedra9*. En ese discurso metodológico, confiado en 1962 a un volumen colectivo sobre la Historia y sus métodos, un determinado «realis­ mo» conoce su apogeo: la narración de los acontecimientos pasados se eclipsa ante la visión compartida de un m undo al que se imagina­ ba ausente y que surge de la superficie legible de las palabras traza­ das en el mármol. Es verdad que el documento epigráfico no es un monumento entre otros, depositados a lo largo de los caminos que la Historia toma: por su masa, por su materia que impone la pre­ sencia real del pasado, ¿cómo no habría de dar al historiador la pas­ mosa impresión de asistir en persona a todos los acontecimientos, li­ brándolo de discusiones sin fin sobre textos manoseados desde hace cuatro siglos»?10. La única sombra que viene a inquietar a veces esta 4 L. Robert , «Épigraphic (Les Épigraphies et l'ípigraphie grecque et romaine)», en la Histoire et ses méthodes, bajo la dirección de Ch. Samaran, Encyclopedic de la Plétade, París, 1962, 453-497. ’ 462. 6 463’. «Un boletín (¡epigráfico!) que analiza cada año los nuevos descubrimien­ tos y publicaciones en un auténtico calidoscopio.» 7 461. 8 463. » 462. «o 461-46}.

42

sólida dicha es, conjurada cuidadosamente, la de las «piedras errantes»11 que ruedan a través del m undo, saltando de un lugar a otro y que, separando al documento-testigo de su paraje y geografía natural, pueden constituir una amenaza para el privilegio epigrafis­ ta de «hacer brotar la historia»12. La ilusión de lo real no posee a m enudo tanta fuerza, ni seme­ jante resplandor, pero, de manera más o menos insidiosa, el realis­ mo del «esto ha sucedido» no deja de regentar un saber compartido por los historiadores que, hoyen día, se presumen o se sienten «an­ ticuarios». En lo tocante al «realismo» visionario, un proyecto de análisis es­ tructural de los mitos no puede sino despenar sospechas. En primer lugar, ¿no está el historiador desprovisto en este terreno del recurso a una cronología continua que fracasa al organizar los mitos de la misma manera que logra ordenar los sucesivos arcontes? Desde que los herederos de K. O. Müller han descubierto que un mito no es necesariamente el producto del terruño histórico, social o geográfico del que parece surgir espontáneamente, la mitología no parece te­ ner más que una realidad dudosa: ni carne, ni pescado, y la escritu­ ra, privándola de la oralidad, no la ha purificado por eso de su per­ tenencia a lo imaginario. A la desconfianza instintiva que desde Hecateo de Mileto y las Historias de Heródoto, el historiador-escritor alimenta ante él mythos, ante la historia contada por el mito, viene a añadirse la inquietud positivista que hace nacer en las sociedades dominadas por la escritura la naturaleza «histórica» del mito, su rea­ lidad ante el acontecimiento tanto como su relación con un marco social, político o incluso económico. La sospecha que una Historia «realista» alimenta, conscientemente o no, hacia la figura del Mito, había, naturalmente, de precisarse al contacto con un análisis cuya práctica lleva a privilegiar las relaciones conceptuales latentes, y a re­ chazar, en primera instancia, el sentido explícito del relato. Tampo­ 11 Se les ha hecho un hueco bajo la rúbrica «Museo, piedras errantes, proceden­ cias*, en el Bulletin épigraphique (publicado a partir de 1938 por J. y L. R.), mamo­ treto de erudición que atraviesa el discurso histórico de L. Robert y donde se urde lo que Paul Veyne llama la intriga, el pesado singular de un plural que desemboca, a través del relato erudito, en una extraordinaria historia social, dominada por un locu­ tor gracias al cual se pueden localizar las articulaciones capitales entre un saber y un lugar (M. DE C erteau, L 'Ecriture de l'histoire, París, 1975, 63-120: la operación historiográfica). 13 475. Cfr. R. B arthes, «Le discours de l’histoire». Social Science Information, 6, 1975,65-75.

43

co es sorprendente que las principales objeciones dirigidas a un en­ sayo sobre la mitología de las plantas aromáticas en Grecia13 se anu­ den en torno a unas «realidades históricas», tan pronto descuidadas como radicalmente desconocidas. En una serie de observaciones que invitan al diálogo, Pierre Lévéque14 lamenta que el desciframiento de los diferentes planos de significación no sea efectuado «dentro de un marco más preocupado por las realidades históricas»I}. En una larga crítica romana cuya violencia llega hasta proferir un anatema, Giulia Piccaluga, que se vale de una interpretación del método histórico-religiosol6, denuncia el fracaso de la empresa estructuralista que falsifica sistemáticamente las relaciones entre el mito y la historia. La convergencia de ambas críticas, de intención e inspira­ ción diferentes, indica la importancia del problema cuyo asunto no es otro que la relación nodal entre Deméter y Adonis a todos los ni­ veles y en los diferentes planos del conjunto mítico analizado. Para Pierre Lévéque, atento al proceso histórico de la génesis del culto, las Tesmoforias, fiesta demetérea, tienen todas las posibilidades de 13 Les Jardins d 'Adonis. La mythologie des arómales en Grece, París, (Bibliothéque des Histoires), 1972. 14 «Un nouveau décryptage des mythes d'Adonis», Revtie des Études anciennes, 74, 1972, 180-185. 15 185. 16 «Adonis e i profumi di un cerro strutturalismo», Maia, 26, 1974, 33-51. Ya sea literario, crítico o ambos a la vez, un texto no se descubre necesaria y únicamente en el discurso que proclama. Concediendo tan generosamente la garantía de su auto­ ridad a la crítica publicada por su revista, el director de Maia parece no haber conta­ do con un aspecto implícitoen la discusión entablada por G. Piccaluga. Podría resul­ tar extraflo que un crítico literario tan despierto y diestro en la «exégesis puntual» (cfr. Maia, 25, 1973, 329) no haya reconocido que la violencia de los ataques dirigi­ dos contra Les Jardins se alimentaban de un presupuesto capital: que Adonis, el hijo de Mirra, pertenecía a la especie de los «cazadores derrotados». Esa es la tesis desarro­ llada por G. Piccaiuga bajo el título: Adonis. 1 Cacciatori folliti e l'avvenuto dell'agricoltura, en el Coloquio acerca del análisis de los mitos griegos, organizado por el Centre international de Sémiotique et de Linguistique (Urbino, 7-12, mayo 1973). El debate, en la actualidad, no será acerca del método, y las oportunas razo­ nes evocadas en la nota liminar firmada ALP, bastan con creces para explicar la som­ nolencia del espíritu crítico. ¿No sería necesario mostrar un ejemplo con el fin de de­ tener la marea estructuralista y restaurar la autoridad de un método filológicoliterario que, como es sabido, no tiene ya que dar pruebas? Mi respuesta iría encami­ nada hacia el mismo terreno sobre el que A. La Penna ha lanzado el desafío al análi­ sis estructural, condenado de «geometrismo» y esquema preconcebido: una «exégesis puntual», la de la actividad cinegética que la tradición mítica presta a Adonis, y en torno á la cual, a espaldas de A. La Penna, Piccaluga levanta la plaza fuerte que le asegura una tan bella maestría de la interpretación.

44

remontarse al II milenio, mientras que, evidentemente, en la casa griega, Adonis el Semita no es más que un rezagado17. La brecha que la cronología abre entre la divinidad griega autóctona y el dios extranjero de Oriente h^ría históricamente imposible que la oposi­ ción entre Adonis y Deméter designase una estructura fundamental en la mitología de los griegos. Dos términos de edad desigual no podrían constituir más que una mala pareja. Para Giulia Piccaluga, cuyo sistema de referencia es mucho más amplio, el análisis ignoraría una realidad histórica esencial: en el es­ pacio de los milenios, para las culturas más diversas, y en Grecia co­ mo en cualquier otro lugar, la cerealicultura, el orden demetéreo no se instaura más que una vez desaparecida la civilización de los cazadores-colectores18. En otros términos, el cazador'Adonis perte­ nece a una historia que cobra sentido mediante la aparición de una economía cerealista. Una y otra crítica escogen como lugar de refe­ rencia la realidad histórica. Pero, ironía del azar o astucia de la his­ toria, la mayor objección de G. Piccaluga es la inversa de la que for­ mula P. Lévéque: uno se reprocha haber ignorado que Deméter fue anterior a Adonis, mientras que el otro se queja de haber desco­ nocido que la potencia de los alimentos cerealistas era posterior a Adonis. La contradicción entre ambos historiadores no merma el crédito que normalmente merece la cronología. Todo lo más, invita el desacuerdo a preguntarse sobre los respectivos presupuestos del recurso, en este caso, a la diacronía y sobre la implícita configura­ ción, en uno y otro caso, de la llamada a la realidad de la Historia. Así, el debate podrá entablarse sobre los procedimientos de análisis y los problemas del camino a seguir, de manera que pueda desple­ garse ampliamente la red de preguntas que cada interpretación po­ ne en movimiento para analizar los mitos y asignarles un lugar den­ tro del conjunto de las producciones mentales y simbólicas de una sociedad. Para P. Lévéque, la referencia a la historia no es, en este terreno, ni un accidente ni un rodeo. Por el contrario, es la calzada real de una lectura que quiere «asir la génesis de los mitos y de los ritos, aprehender las relaciones de causalidad entre las infraestructuras socio-económicas y los hechos religiosos, seguir y explicar la evolu­ ción bajo la doble forma de las permanencias y las innovaciones»l9. 17 P. Lévéque, art. tit., 182. 18 G. P ic c a l u g a , art. cit., 4}. *9 185.

45

A esta lectura genética que tiende a no separar las realidades socio­ económicas de los fenómenos religiosos y de las tradiciones míticas, se opone, en determinado número de puntos, el análisis estructural llevado a la práctica en Les Jardins d'Adonis. Pues, sin hacerse nun­ ca representaciones religiosas de Adonis para el relato cronológico, ni de sus pompas o de sus obras, desde Fenicia hasta las orillas del Danubio, partiendo de su patria etimológica hasta los límites del Imperio Romano, mi proyecto era reconocer el sistema mítico al que pertenecen los relatos griegos centrados en Adonis, en el hijo de Mi­ rra. Proyecto que implicaba, dentro de la cultura griega, una doble confrontación: por una parte, con una serie de mitos cuyos persona­ jes parecen indiferentes a las desventuras del niño nacido del árbol de mirra; por otra, con una serie de tradiciones, eruditas o inge­ nuas, pero las más de las veces extrañas a los relatos míticos y origi­ narias de los diferentes sectores de la vida social, material y espiri­ tual del mundo griego. Se trataba de preferir a los problemas de la génesis de Adonis los de la inteligencia de un medio semántico or­ ganizado fuera del cual ni los diferentes detalles de los mitos con­ frontados ni las secuencias de las historias relatadas podían adquirir una significación más allá de lo que parecen querer decir con su apariencia inmediata. Entre un acercamiento «preocupado por la realidad histórica» y una lectura de tipo estructural pero que plantea de partida que el horizonte semántico de los mitos analizados no so­ brepasa el límite de la sociedad que los produce y que es investida por esta tradición, el debate, aunque clásico, no ha sido sin embar­ go superado en la misma medida en que actualmente, en este terre­ no preciso, pone en juego una determinada relación con la Historia. Entre los ejemplos que P. Lévéque se reserva para desarrollar esas objeciones, dos parecen plantear directamente las preguntas fundamentales. El primero conduce a un detalle: la relación entre las abejas y Deméter Tesmófora. El segundo comporta una interpre­ tación general de Adonis: sus relaciones con el m undo vegetal y con las potencias femeninas. A propósito de la fiesta de las Tesmoforias y del ayuno que hacen el segundo día las esposas legítimas separa­ das de sus maridos, insistí, alegando un determinado número de contrastes con las Adontas, en el ligero olor nauseabundo que des­ pedían en esta ocasión las mujeres sentadas sobre la tierra en la pos­ trada actitud de Deméter, de luto por su hija: perfume que un pro­ blema aristotélico explicaba mediante el enrarecimiento de la respi­ ración y las excreciones del flegma. Ese rasgo olfativo de las mujeres en las Tesmoforias habíame parecido encontrar su confirmación en 46

otro detalle relativo a las Abejas, a las Melisai, los insectos cuyo nombre portan ritualmente las mujeres casadas con ocasión de las Tesmoforias. En efecto, uno de los rasgos distintivos del animal que simboliza la mujer-emblema de las virtudes domésticas consiste en sentir un auténtico horror a los perfumes y una irreprimible aversión hacia los seductores y desenfrenados. La posición de las mujeres en las Tesmoforias hallábase así delimitada de dos maneras: tanto por el mal olor como por el rechazo a los perfum es20. P. Lévéque no po­ ne en duda estos datos ni en sí mismos ni en sus conexiones. Su ob­ jeción apunta a la relación denunciada entre el nombre ritual de las mujeres en las Tesmoforias y la sensibilidad olfativa que la tradi­ ción griega reconoce a las abejas: «Estoy seguro de que las fieles son las llamadas Melisai no por una referencia cualquiera al mundo de los olores sino porque las abejas han estado desde siempre vincula­ das a las Tierras-Madre»21. Disipemos en primer lugar un malenten­ dido. Es cierto que ningún autor antiguo justifica la denominación de abejas mediante una referencia al m undo de los olores, no más que yo mismo que, en ningún momento he anunciado una relación de causalidad privilegiada entre el título explícitamente atestiguado de Mujeres-Abeja22 por una parte, y un determinado comporta­ miento olfativo del insecto por otra. Pero la intención de la obje­ ción es metodológica: dentro de una perspectiva genética, el hori­ zonte de las abejas de Deméter ha de ampliarse hasta el Neolítico, hasta el prestigioso sitio de Qatal-Hüyük que, que con sus doce ni­ veles de ocupación, de 6.500 a 5.650, «brilla como una supernova de la galaxia nebulosa de las culturas agrarias contemporáneas»23. La realidad histórica que se descubre en una escapada tan vertiginosa toma la forma de una pintura mural, decorando verosímilmente un santuario y «representando sin duda el ciclo de la vida de la abeja»24. Un breve examen del documento publicado por J. Mellaart justifica plenamente la duda experimentada por P. Lévéque25 sobre la naturaleza de una composición demasiado mutilada para 20 LesJardins d'Adonis, 155-156. 21 P. Lévéque, art. cit., 180. 22 Apolodoro 244F 89 Jacoby: su testimonio hace fútiles las objeciones de G. P ic ­ c a l u g a , art. cit., 47. 23 J. Me ll a a r t , Villesprimitives d'Asie Mineure, Londres, 1965, tr.fr., Bruselas, 1969, 77. 24 P. L é v é q u e , art. cit., 180. 25 J. M ella a rt , Qatal Hüyük. A Neolithic Town in Anatolia, Londres, 1967, pá­ ginas 41-42, fig. 46.

47

poder descifrar en ella otras formas que no sean las de las abejas, pero suficientemente preservada para afirmar la ausencia, en este documento, de toda relación explícita y figurativa entre las abejas y una potencia que sería la Tierra Madre. Admitamos incluso la rela­ ción postulada: ¿qué puede enseñarnos a propósito de un ritual de Deméter, cuyas fieles se llamaban Abejas, sino que el binomio abeja-Tierra Madre es un dato tan fundamental y original que está consagrado a reproducirse de una forma inmutable? La historia ver­ tical desde el Neolítico hasta la época clásica regula definitivamente el problema de las Mujeres-Abeja. Pero si el método al que P. Lévéque llama «la génesis de una estructura» nos lleva a remontarnos con bastante profundidad en el tiempo para descubrir allí la aparición de una relación primaria, ¿hace por ello vana la recogida de infor­ maciones que permitan delimitar la posición de las abejas en el bes­ tiario de los griegos contemporáneos de los relatos transmitidos alre­ dedor de los siglos V y IV antes de nuestra era? A la inversa, si la ver­ dad de una estructura está inscrita en el trazado de su génesis, ¿por que acampar, pues, en las lindes del Paleolítico mientras que, de­ trás de la Señora de los Leopardos, familiar de Qatal-Hüyük el mis­ mo historiador sabe perfectamente que puede, con un salto apenas más audaz, desemboscar la alta figura de la Señora de la Caza?26 Por su procedimiento, el segundo ejemplo lleva más lejos. Aun­ que P. Lévéque rehúsa, por razones cronológicas, la serie de relacio­ nes diferenciales entre Adonis y Deméter, acoge de buen grado, no obstante, la íntima asociación del personaje de Adonis con el m un­ do aromático y perfumado, llegando a decir que la originalidad del hijo de Mirra «reside en su relación con la mirra»27. Podría pensarse que, por lo mismo, incluso aunque no acepte la filosofía natural subyacente en el conjunto de esas tradiciones, P. Lévéque toma en cuenta al menos en cuanto a la mirra, una serie de informaciones de botánicos, liturgistas y médicos cuyas sabidas y tradicionales exegesis delimitan el lugar reservado a esta especie aromática dentro de la taxinomia botánica, los rituales sacrificiales o las prácticas sexuales del mundo griego hacia la segunda mitad del primer milenio antes de nuestra era. Nada de eso. El árbol de mirra, cuidadosamente aislado del sistema simbólico del que es parte integrante, se ve anexionado, 26 P. IfvÉQUE, «Formes et structures mediterranéennes dans la genése de la reli­ gion grecque», Praelectiones Patavinae, Roma, 1972, 171. 27' P. Lévéque, «Un nouveau décryptage des mythes d ’Adonis», Revue des Éiudes anciennes, 74, 1972, 183.

48

sin miramientos, a la corona de plantas que consagra la soberanía de Adonis sobre «todo-el universo vegetal»28: «demonio vegetal, dios de la rama... unido a las flores, a los árboles y particularmente a las esencias aromáticas, a las legumbres, a los cereales... Adonis posee un inmenso teclado que, como su paredra, integra por completo al universo vegetal». ¿De dónde surgen estas riquezas vegetales? ¿Ha­ brían sido descuidadas durante tanto tiempo? De hecho, para ofre­ cer al joven Adonis su «inmenso teclado», P. Lévéque ha dispuesto, una al lado de la otra, todas las circunstancias botánicas que se ofre­ cían en la tradición mítica. Poco importa que las legumbres sean la lechuga y el hinojo, que la flor se llame anémona o que el centeno y el trigo sean tratados de una determinada manera en los relatos. Salvado de la mutilación con la que su poder sobre una sola planta le amenazaba, Adonis se ve amenazado de hipertrofia y condenado a perderse en la anónima m ultitud de los demonios de la vegeta­ ción. ¿Bastaría recordar, para preservar su identidad, que Adonis es un Niño Divino «entregado como tal a los abrazos de las madres», es decir, en primer lugar a Deméter? El paso siguiente puede ser en este punto paradójico: aplicando la ley de la cronología, al rigor de la Historia apenas ha separado a la regañada pareja de Deméter y Adonis cuando ya la está reconstituyendo por otras razones de carác­ ter no menos histórico que las primeras: «si el paso (de Adonis) a Grecia se efectúa fácilmente, ... es porque el concepto de Niño D i­ vino estaba ampliamente representado, y particularmente de muy antiguo, en el ciclo de Deméter»29. Las excesivas familiaridades que Deméter mantiene con Adonis no le privan ni de la intimidad con Perséfone ni de la apasionada vinculación con Afrodita. Desde el momento en que el hijo de Mirra deja de desviarse del campo de la seducción y, apañado de las intrigas, es devuelto a su terreno, «el de las grandes fuerzas de la sexualidad»30, deja de haber una verdadera diferencia entre los rostros de las potencias femeninas que existen entre el nacimiento y la muerte. Por otra parte, ¿no reúne Adonis las funciones de Niño Divino y de paredro Macho junto a Divinida­ des tan elevadas que la distancia entre la madre y la esposa pasa a ser desdeñable? Aún esta vez, basta con evocar a la Sagrada Familia para hacer desaparecer los conflictos entre Afrodita y Mitra, para bo­ rrar los detalles rituales de la fiesta de las Tesmoforias y para hacer 28 Id., art. cit., 184. » 183. » 184.

49

indiferente la elección de determinadas plantas preferentes frente a otras en la horticultura de las Adonías. Si del análisis practicado en los Jardins d ’A donis puede sospecharse que sobreinterpreta los m i­ tos ¿no estaría tentada en esta ocasión, la lectura de P. Lévéque, a subinterpretar? Desembarazada de los «uniformes de confección»31 salidos de los talleres de Frazer cuyo comparativismo, así nos dicen, está «a la vez fundamental y ampliamente superado»32, el análisis «resueltamente histórico» que propone P. Lévéque se asemeja a una historia en la que el cambio estuviera reducido sólo a los desplaza­ mientos de la cronología, una cronología tan fluida que pudiera deslizarse sin obstáculo entre el Neolítico y la época clásica o a la in­ versa. Como si la referencia al tiempo lineal tuviera por función principal la producción de la ilusión de lo real que debe de enmas­ carar las indagaciones sobre los orígenes y fundar el espectáculo de los arquetipos recobrados. Desde entonces es menos sorprendente que al término de un largo rodeo hacia la luz del Neolítico, el viaje de un historiador, sin­ cero y sin haber tomado partido, se parezca extrañamente al inmóvil paseo por el tpaís de las estructuras imaginarias que Gabriel Ger­ main nos invita a hacer, bajo su guía, a través de los mitos y la poe­ sía de Grecia y de otros lugares33. La historia era burlada; la Poesía está en peligro. Esta vez la amenaza es más grave: nuestra libertad es puesta en peligro por el espíritu de depuración. Para evitar el contagio del mal, Germain preconiza un método que ha decidido ilustrar con el ejemplo de la lechuga. Hace poco, con el fin de com­ prender por qué determinadas versiones del mito de Adonis le ha­ cen perecer en un huerto de lechugas adonde la furia del jabalí le lleva a refugiarse, reuní una serie de informaciones: las bromas de Eubulo, poeta cómico del siglo IV antes de nuestra era, a propósito de la impotencia causada por la lechuga, esa «comida de cadáveres»; las observaciones de Dioscórides el botánico y del médico Oribasio, sobre la naturaleza fría y húmeda de la planta; en definitiva, las tra­ diciones pitagóricas sobre una especie de lechuga llamada eunuco, refrescante legumbre cuyo consumo, al decir de Plinio el Viejo, era 31 Adopto la expresión de G. D u m é ZIL, Mythe et Épopée, I, París, 1968, 12, que examina retrospectivamente algunos libros de su juventud inspirados por James G. Frazer. 32 P. L é v é q u e , art. cit., 184-185. 33 G . G e rm a in , «Mythes, cpices et poésie», Revue des Etudes grecques, 86, 1973, 425-435.

50

particularmente apreciado en verano. Incluida en esta documenta­ ción, la lechuga del regimen pitagórico parecía confirmar los valores de muerte e impotencia desplegados por los testimonios del si­ glo IV, algunos de los cuales, como el de Eubulo, asocian estrecha­ mente en torno a la misma legumbre, las alusiones a la impotencia y la referencia a la muerte de Adonis. El itinerario a seguir de la mi­ rra a la lechuga, que proponía explícitamente la historia de Adonis, invitaba a buscar el lugar que ambas especies vegetales podrían ocu­ par dentro de un pensamiento bastante sistemático para clasificar unas plantas en relación a las otras34. Era olvidar —G. Germain me lo ha recordado— la psicología de la creación M. Las virtudes anafrodisíacas de la lechuga no pueden ponerse en duda, pero, puesto que reprueba el amor al sistema, G. Germain me invita a dar con el se­ creto de la lechuga en un almanaque contemporáneo, el Petit A l­ bert, que circulaba antiguamente por el campo francés: tampoco en él se recomendaba la lechuga a los seductores. Y ésta es la ocasión para exponer el método en dos puntos. En primer lugar: «Todo lo tocante a las funciones genésicas apasiona a la humanidad». Con los Jardins d'Adonis he pasado a las declaraciones. Pero aún hay más: «La libido, puede empujarnos al drama». ¿Qué decir a esto? Más claramente: «una vez lanzada, la tradición sigue al objeto»36. Enten­ dámonos: la lechuga escoltada por su triste reputación. Si no com­ prendo mal el pensamiento de G. Germain, el método que propo­ ne con osadía y simplicidad depende al mismo tiempo de la sabidu­ ría libidinal y de la balística, anteriormente parte de la ciencia de la mecánica. Dado que la mitología es una mezcolanza de tradiciones populares dentro de la cual unas están vinculadas a raras especies y otras a simples lechugas; dado que nada viaja más lejos y por más tiempo que dichas tradiciones populares, el mitólogo, digno inge­ niero mas libre de todo sistema, se convierte en el encargado de cal­ cular la trayectoria de las tradiciones parásitas y de determinar, en función del punto de caída, —el Petit Albert o la Atenas de Pericles— la propulsión, estimada en unidades de deseo y de pla54 Les Jardins d'Adonis, 130-135; 233-234. La esterilidad de los jardines cultiva­ dos en el curso de las Adonías va a la par con los defectos del «semen de los disolutos que abusan del amor»: estéril e infecundo (agonon y akarpon, P lut., Licurgo, 19. 3). Pero a la esterilidad que entraña la seducción corresponde la impotencia que repre­ senta la lechuga: la negación de los placeres amorosos y la privación del deseo sexual son los signos precursores de la muerte que acecha al adolescente precoz. 35 Art. cit., 427. 428.

ccr, de los proyectiles así lanzados más allá de los mares y allende los desiertos. Por seductoras que sean las perspectivas, la «psicología de la creación» que G. Germain desearía promover no parece zanjar definitivamente la suerte de la lechuga.

52

2

LOS INFORTUNIOS DE LA CAZA

La crítica se hace radical con G. Piccaluga, en nombre de una Historia cuya vocación comparativa parece ser su originalidad dom inante37. Partiendo del principio de que la comparación es legí­ tima «cuando lleva unos datos históricamente comparables porque se insertan en tradiciones culturales semejantes»38, el análisis «histórico-religioso» de la escuela de Roma del que se vale G. Picca­ luga, plantea, de una manera general, que un sistema de pensa­ miento religioso es siempre una realidad histórica cuya formación y desarrollo no pueden reconocerse más que una vez desplegadas las correspondencias y verificaciones histérico-culturales reveladas por la etnología. De F. Graebner a E. Jensen, dicho método históricocultural parece oscilar entre las taxonomías positivistas de los dife­ rentes tipos de cultura y la revelación existencial de las unidades cul­ turales portadoras de creaciones espirituales. Tan pronto se descifra cada cultura como un texto, cuyas palabras han sido trazadas sobre el suelo e inscritas en la vida material de un grupo social cuyos com57 La critica desplegada por G . P ic c a lu g a (Maia, 26, 1974, 33-51) hace alusión, en diferentes lugares (40, 43, 44, 49), a una lectura de la mitología de Adonis que nunca se hace explícita, pero de la que los participantes del Coloquio sobre el análisis de los mitos griegos (Urbino, 7-12, mayo 1973) habían tenido la primicia. Las difi­ cultades reservadas a la publicación de las Actas son las únicas responsables de la dis­ creción que parece rodear la tesis de G . Piccaluga y, si nosotros podemos hacernos eco de la misma, es gracias a la cortesía del Secretariado del Coloquio que nos pro­ porcionó, como a cualquier otro que lo hubiera pedido, el texto de la comunicación redactado por el autor para un volumen de próxima aparición. Fue publicada, poste­ riormente, bajo el título II mito greco, ed. B. G en tili y G . P a io n i , Roma, 1977, pá­ ginas 33-48. 58 La fó rm u la es R . P e t t a z z o n i , La Religion de la Grice Antique1 (R o m a , 1952), trad, f r . , P arís, 1953, 22.

53

portamientos, condiciones económicas y formas de imaginación es­ tán en gran pane determinados por un medio geográfico original, como tan pronto, en el camino abierto por la morfología cultural, la historia de la humanidad no occidental se enuncia mediante un nú­ mero limitado de percepciones míticas fundamentales, complejos primarios e innovadores, inseparables de una o varias unidades cul­ turales. Es allí, en los remotos confines de las primeras experiencias cuyo secreto está confiado al hombre primitivo, donde hemos de buscar el sentido de un fenómeno cultural o la significación de un mitologema apartado de su contexto y que, lentamente, ha deriva­ do hacia lejanas tradiciones. Se instaura una arqueología del mito que asigna a la Historia el campo de lo culturalmente semejante, in­ tentando identificar, mediante relaciones de paralelismo entre las sociedades arcaicas, dentro de la copiosidad de las tradiciones m íti­ cas, la desvaída figura de un mitologema o la forma evanescente de una experiencia mítica cuya autenticidad se ha conservado intacta a través de sucesivas degradaciones. Así, para comprender las tradicio­ nes griegas y romanas del héroe al que la muerte metamorfosea en narciso o en croco, es necesario, confrontándolas con las tradiciones culturales de Ceram (Molucas), referirlas al mitologema agrícola del d e m a , una divinidad cuya muerte inaugura el reparto entre los hombres y ios dioses y cuyo cadáver da vida a los cereales. Sólo el ro­ deo por una civilización «en estado agrícola claramente arcaico» hace creíble que la observación de las metamorfosis vegetales de las que el humus es el producto singular39 haya inspirado a un jardinero anó­ nimo las aventuras de Narciso. En la interpretación «histórico-religiosa» del mito de Adonis de­ sarrollada por G. Piccaluga, la comparación con diferentes socieda­ des arcaicas (desde el N.O. canadiense a los Pigmeos de la selva ecuatorial) nos lleva a discernir una configuración mítica de la caza, un mitologema construido sobre el reparto entre dos períodos cultu­ rales de la Historia hum ana40. Por un lado, la caza auténtica: la ac­ tividad cinegética en su función primordial y fundadora, tal y como se impone a una hum anidad cuya economía depende por entero de la caza —a la que se añadirán los complementos de la cosecha. Por el otro, en una época cultural de la historia humana dominada por 3® Cfr. Ilcana Chirassi, EJementt dt culture precereali net miti e ritigreci, Roma, 1968. El mismo modelo inspiró algunas observaciones de A. Brbuch, GU eroigreci. Un problema ¡tonco-religioso, Roma, 1958, 178-181.

54

la producción de plantas cultivadas, la caza, regresiva, es vista como una actividad que la.economía cerealista convierte en anacrónica y desusada. Ese modelo de importación etnográfica sirve de casillero para ordenar la mitología de los cazadores en el mundo griego y pa­ ra denunciar, bajo la aparente confusión de los relatos referentes a la caza, la estructura oposicional de dos comportamientos cinegéti­ cos fundamentales. A los héroes cazadores, así Orión, Hipólito o Atalanta, cuyas aventuras se desarrollan lejos de toda referencia al campo de la agricultura y cuyo destino les asocia más o menos estre­ chamente a la instauración de un orden de tipo cósmico, suceden y se oponen a la vez, una serie de practicantes de la caza, como Acteón, Pérdicas o Melanión cuyos destinos obedecen a un mismo tra­ zado: hostiles a Artemisa, a menudo, incluso, en declarado conflicto con ella; más hábiles cuando lanzan el lazo y capturan inofensivos animales que cuando persiguen caza mayor o se enfrentan a grandes fieras, son cazadores ya medio vueltos al trabajo de la tierra, que descubren los cereales, inventan técnicas de cultura e incluso llegan a descuidar sus ocupaciones cinegéticas. Inútiles cazadores y agricul­ tores sin esperanza, que llevan dos géneros de vida contradictorios, desgarrados entre Artemisa y Deméter, ¿cómo no habrían de cono­ cer un trágico destino? Unos huyen del género humano, otros pere­ cen de inanición, algunos caen en una violencia convulsiva o se en­ tregan a la homosexualidad. Para G. Piccaluga, Adonis pertenece a la especie de los cazadores desfortunados. Mas ningún mito de caza, hasta en sus más anodinos detalles, parece relatar de manera tan convincente el infortunio de un héroe que no llega a ser él mismo si no es desvaneciéndose ante las realidades de un m undo cuya bue­ na nueva anuncia, pero que le condena ineluctablemente a una las­ timosa muerte. Aún esta vez, es a la «realidad histórica» a la que el mito de Adonis se remite y por eso mismo es desvelado, sin violen­ cia ninguna, en el nombre de esa evidente relación que «la mitolo­ gía, como toda tradición cultural, mantiene con la Historia, de la que es producto»41. Pero la Historia de G. Piccaluga, así lo supone­ mos, no confirma necesariamente lo que otros llaman con confianza «realidad histórica». Dos rasgos en este caso hacen que sea singular. Por una parte, la apertura a un horizonte temporal sin límite, extra­ ño a la puntillosa cronología de los contables de Olimpíadas y en el que dicha civilización griega del primer milenio antes de nuestra era, una vez confrontada con los conjuntos culturales primarios, ve 41 G . P ic c a lu g a , Μαία, 26, 1974, 44.

55

cómo le es asignada, dentro de la historia de la humanidad, una po­ sición que sólo la comparación permite calcular sin error. Frente a una Historia que se presume atenta a los cambios y que ordena sus acciones en el tiempo lineal de un relato «cronófago», el análisis histórico-religioso de Piccaluga puede considerarse como una histo­ ria secreta que controla, bajo la apariencia de los acontecimientos, el encadenamiento de las relaciones y el orden conceptual subyacente. Esas afinidades de tipo estructural parecen confirmarse mediante otro aspecto. En efecto, la interpretación que el proceso comparati­ vo impone en esc caso se presenta bajo la forma de un modelo que íntegra en la oposición inmóvil de dos conjuntos económicoculturales un elemento de diacronía, reducido a la simple expresión de una relación de antes y de después. La antítesis cinegética pro­ puesta no podría ser excluida entonces so pretexto de que es un fósil vivo, uno de esos residuos anteriormente conocidos con el afectuoso nombre de «supervivencias». Tras la equívoca máscara de una histo­ ria cuya homología cultural delimita su territorio, nos sería necesario reconocer una suerte de análisis estructural de los mitos de caza en el m undo griego. Siguiendo esta perspectiva, la división trazada por G. Piccaluga entre dos tipos de cazadores convoca un determinado número de observaciones a propósito de la pertinencia del modelo propuesto. Una ojeada al cuadro permite constatar la ausencia de varios ca­ zadores reputados y, a cambio, la presencia de personajes cuya ca­ rrera cinegética es de lo más oscura. Ni Céfalo ni Procris ni Perseo ni Meleagro, sino Glauco, Epiménides, Belerofonte y Asclepios. Si basta con estar incluido entre los alumnos del centauro Quirón —como nos parece que es el caso de Asclepios— para ser considera­ do como un héroe de la caza, ¿por virtud de qué injustos rigores no se ha contado con Ulises, Palamedes o Aquiles que han tomado sin embargo clases en la misma escuela u otros no menos famosos, para los que rematar un jabalí o acosar a un ciervo es tan natural como ser bien nacido y poseer por nombre toda una genealogía? Otra ob­ servación hace poner en duda la validez de los criterios que presiden la separación de los cazadores en dos categorías, Orión, Hipólito y Melanión se encuentran en una y otra pane, como si fueran dem a­ siado valiosos para ser clasificados a la izquierda antes que a la dere­ cha o a la inversa. Para imponer a la mitología griega de la caza el repano «histórico-cultural», no bastaba con recurrir a una comparación et­ nográfica; era además necesario descubrir, en el mismo corazón de 56

A

B

Hipólito „ ,.Orión Asclcpios ' / ·/ Actcón Arcas Tesco Calisto 'v / * Toante Maira ''v Amazonas Endimión «Melanión Scila / * 'Hipólito Orión / Pérdicas Calidón / Ancaios Tmolos / Belerofonte Teuthras / Boutés Saron / Demofonte Reso / Buziges Narciso / ’ Phyllis Atalanta / Melanión' Galuco Idas Epiménides la tradición mítica de los griegos, el relato que haría creíbles las ejemplares desdichas de un cazador predemetéreo y que aportaría, con el testimonio directo e irrecusable de los indígenas, la garantía filológica y la prueba histórica, más familiar, de que, en verdad, las cosas se sucedieron realmente de esa manera, ya que los mismos griegos así nos lo dicen42. Desde ese punto de vista, la historia de Pérdicas merece ser mejor conocida. La colección de los Mitógrafos del Vaticano la da a conocer bajo la forma de un relato duplicado por su exégesis45. Cazador de fieras salvajes, Pérdicas está enamora­ do de su madre. Tan sólo la vergüenza de cometer un crimen inau­ dito se convierte en obstáculo ante la violencia de su deseo. Arrui­ nado por su mal, cae en un estado de extrema languidez. Ahora 42 De la misma manera, I. C h ir a ssi se apoyaba en Teofrasto que todavía sabía perfectamente la verdad que nosotros distinguimos a duras penas: ¿no decía en sus escritos que el centeno habla llegado a Grecia después de las leguminosas? (op. cit., 12, n. 20) 43 Myth, vat., 1, 232; II, 130; III, 7, 3. Cfr. F u l g e n c io .Mithol., III, 2.

57

bien, es el mismo Pérdicas el que, según Virgilio, inventó la sierra. Pero, he aquí la verdad, nos dice el mitógrafo. Pérdicas era cazador aunque no le gustaba matar animales feroces ni verter sangre o co­ rrer por los bosques solitarios. Se había dicho que sus colegas, Acteón, Adonis e Hipólito conocieron un trágico fin y que, maldicien­ do la caza, se dedicó al cultivo de la tierra. Por eso, contaban que amó a la Tierra, madre de todas las cosas. Pero que fue la vida en el campo la que le dejó tan delgado. El pensamiento indígena no muestra siempre tanta lucidez res­ pecto al propio camino recorrido. Hay que rendirse ante la eviden­ cia. Todavía una vez más nos han aventajado los griegos; ya habían construido su teoría de la caza desafortunada. El Pérdicas de los Mitógrafos del Vaticano no es solamente un cazador que se aparta os­ tensiblemente de sus trabajos cinegéticos, es un héroe trágico. De­ nuncia la quiebra de un género de vida del que fueron víctimas sus mejores compañeros: Acteón, despedazado por su jauría, Hipólito que encuentra la muerte bajo su carro, Adonis, herido mortalmente por el jabalí. Pérdicas, a su vez, nos lo testimonia con su propia his­ toria: se convierte en el primer campesino de Grecia, consagrándose al servicio de Deméter, asumiendo por ello su destino de sufrido mediador, desgarrado entre dos mundos contradictorios. Víctima de desarreglos sexuales, agotado por el trabajo de la tierra, Pérdicas es un muerto en suspenso. ¿No está contenida ahí la confesión, más preciosa aún si ha sido confiada al relato mitológico, de que el m o­ delo histórico-cultural, caído en apariencia del cielo, pertenece a la historia que se halla enterrada en la conciencia histórica de los grie­ gos, como si la Historia, una e indivisible, no quisiera escribirse más que usando las mismas palabras, antaño como hoy en día? Es a todas luces evidente que las aventuras del cazador Pérdicas se hallan en el centro de un debate entablado por el análisis histórico-religioso sobre las relaciones de la mitología con la Histo­ ria. Por otra parte, es haciendo referencia explícita a este relato co­ mo la interpretación picealugiana de los mitos de la caza fundam en­ ta el no ser más que la paráfrasis de la exégesis indígena de un mito griego. Desde entonces, no cabe duda, al menos, sobre la naturale­ za de la interpretación que nos es propuesta. En efecto, aunque pa­ ra imponerse mejor, el mitologema de ambos tipos de caza se ofrez­ ca como un dato fáctico enunciado explícitamente, no puede aspirar ya tan cómodamente al papel de modelo estructural, modelo del que ya hemos indicado por otra parte cuán poco satisfactorio parecía dentro de los mismos límites de su propio campo de aplicación. 58

Pero es necesario llevar más lejos el examen de los procedimientos entablados en nombre de la Historia. En la mejor de las hipótesis, las desgracias de Pérdicas aportarían todo lo más la prueba de que un Griego de la Antigüedad podía fabricar una exégesis tan convin­ cente como la de G. Piccaluga. En este caso, es en primer lugar so­ bre el personaje de Pérdicas sobre el que debería ejercerse la sagaci­ dad del intérprete, antes que borrar la distancia, señalada por el Mitógrafo del Vaticano, que hay entre la historia mítica y el relato de su verdad. Pues si, en la primera, se trata de un cazador devorado por una pasión incestuosa hacia su madre, pero que también es el inventor de la sierra, en la versión exegética cuya «verdad» se instau­ ra a través de la relación simbólica entre la madre y la tierra, la histo­ ria de Pérdicas cuenta la metamorfosis de un cazador decepcionado en agricultor laborioso. Dejamos a otros la interrogación sobre las relaciones «oblicuas» que pueden trabarse entre la sierra, ei incesto y la caza. Pero, sin instruir un dosier cuya importancia ante nuestros ojos depende esencialmente de los «mitológicos» de la Historia, bás­ tenos advertir que las aventuras atribuidas a Pérdicas parecen situar­ se en la confluencia de las hazañas de Pérdix, sobrino de Dédalo que concibió la primera sierra de metal basándose en el modelo de una mandíbula de serpiente44, y de los amores incestuosos de Pérdi­ cas que —se decía— pereció de languidez por haber ofendido a Eros y a Afrodita45. En el campo de la interpretación, una de las ideas fijas del pen­ samiento histórico —ese saber compartido durante más de un siglo— hacía evidente que la Mitología había de explicarse sólo me­ diante su pasado, y que detrás de cada configuración mítica había un acontecimiento «histórico» que esperaba, silencioso —aunque apenas exhumado, irrecusable— a ser convocado para dar un senti­ do al insensato decir del relato fabuloso. Según perteneciera el 44 F r. FRONTISIDUCROUX, Dédale. MylÁologie de ¡'artisan en Grice anctenne, Pa­ rís, 1975, 123-124. 45 La enfermedad de Pérdicas (Aegritudo Perdicae) es el título de un poema, atribuido a Dracontius, que cuenta en 290 versos las desdichas de un joven conde­ nado a consumirse por su madre, desde el día en que omitió ofrecer un sacrificio a Eros y a Afrodita. El informe de Pérdicas no ha dejado de enriquecerse desde la apa­ rición de los análisis de Émil B a e h r e n s , Unedirte iatemische Gedichte, Leipzig, 1877, 5-26, pasando por las hipótesis de E. Rohde sobre la languidez del rey de Ma­ cedonia, Pérdicas (que moría de amores por la concubina de su padre), hasta los es­ tudios de G . B a u a ir a , «Perdica e Mirra», Rivista di Cultura, classica c Medioevale, X , 1968, 219-240, que muestra la influencia ejercida por el mito ovidiano de Mirra so­ bre el de Pérdicas.

59

acontecimiento fundador a un pasado más o menos remoto, el in­ térprete-historiador calculaba los efectos de realidad que asegurarían la credibilidad de su relato. Consecuentemente, mucho antes de de­ sembarcar en las orillas del Paleolítico, las motivaciones, liberadas de las tensiones de la erudición, invaden el modelo interpretativo, entregándolo por entero a una exégesis que se halla en el interior del mismo sistema simbólico cuya interpretación se presumía distan­ te y separada. Nadie lo ignora: por lejos que los descubra la arquelogia, los primeros asentamientos griegos tienen como base material la cultura de los cereales y los animales domésticos. Los cazadorescolectores lindan con las brumas del Paleolítico. Sólo que aparecen más atormentados en las interpretaciones de algunos modernos cuya manera de escribir la Historia se desliza insensiblemente hacia el re­ lato fabuloso, bajo el efecto del deseo de exhibir el origen, sin re­ nunciar por ello a las exigencias del realismo que constituye el único horizonte de lo verosímil46. Es aquí donde, mediando la conniven­ cia entre ambas, se reúnen la interpretación que rige sobre la regre­ sión obligada de los cazadores-colectores ante la ascensión de los que se alimentan de cereales y la firme explicación de que, siendo el Paleolítico el único período suficientemente largo para dar forma a la evolución genética de la hum anidad, es en la actividad cinegética desplegada a lo largo de esos millares de años donde hanse inventa­ do gestas y conductas que han impresionado la memoria de los hombres, y tomado forma los relatos míticos que reemplazaron a unos ritos, en extremo debilitados desde hacía largo tiem po47. Esta herencia del Paleolítico que los mismos griegos testimonian de for­ ma más o menos consciente mediante algún insólito ritual o alguna tradición singular de su historia, lleva a cabo una acción que no puede ser concebida si no es a través de un arquetipo psíquico o al­ guna estructura fixista. Para el historiador contemporáneo que las desarrolla, hay sin duda motivaciones bastante esdarecedoras sobre nuestra propia «mitología» de la caza y sobre el lugar que por razo­ nes diversas nuestra ideología concede a esta actividad. Pero es nece­ sario cargar en la cuenta de los caminos oblicuos de la Historia el hecho de que los analistas de mitos antiguos objetan a las interpre­ taciones estructurales la ignorancia de una realidad histórica que ellos mismos se empeñan en producir, convencidos de que el pasado 46 Cfr. R. B arthes, «L’effet de réel», Communications, II, 1968,84-90. 47 De esta orientación dada por Karl Meuli dan testimonio las investigaciones de W. B u r k e r t , Homo Necans, Berlín-Nueva York, 1972, sobre la fosilización, en el es­ trato ritual, de las conductas asesinas del hombre paleolítico, predador y cazador.

60

: sólo puede servir de caución a los relatos de la mitología. Sin em; bargo, ¿no es, evidentemente, uno de los primeros inconvenientes de la operación, el que fantasmales cazadores llegados del Paleolíti­ co hagan vanas y futiles tpdas las informaciones del 1" milenio sobre el estatuto socio-económico de la caza? Ya que la caza, al contrario que la iniciación tribal, no es ni un elemento residual ni una insti­ tución moribunda, desde las expediciones colectivas que reúnen a los jóvenes bajo la ideología épica hasta la persecución de una liebre por un buen propietario contemporáneo de Jenofonte, cuyo Arte de la caza intenta recordar las buenas maneras en este campo. Entre los siglos V y IV antes de nuestra era, es decir, en el período contempo­ ráneo de la tradición ateniense sobre la historia de Adonis, Grecia conserva en servicio activo, uno junto al otro, al cazador-ciudadano y al cripto-espartano: el pequeño burgués que abandona la agita­ ción de una asamblea por el placer de un día en el campo, y el hombre nocturno, inquietante, peligroso como una fiera, para el que cazar forma parte de un adiestramiento y de un vasto complejo iniciático del que A. Brelich, hace poco, señalaba determinadas co­ rrespondencias formales con prácticas de iniciación de sociedades «primitivas»48. Para hacer una historia contemporánea aplicada a un pasado más lejano y casi inaccesible, aún habríamos de convencernos de que se debe, y se puede, a través de representaciones e idologías im­ bricadas, reconstruir una suerte de trama socio-económica de la caza que permitiría la aparición por contraste del dibujo de la cadena mítica. Ningún argumento serio hace pensar que la mitología sea un desecho o subproducto de la Historia. Por el contrario, un deter­ minado número de análisis y reflexiones teóricas sobre el mito su­ gieren que los diferentes planos de significación, que atraviesan el conjunto de la mitología, disponen de una amplia autonomía y que si la caza, por ejemplo, da orientación a una serie de mitos en una sociedad tan fundamentalmente agrícola como la Grecia del I" m i­ lenio no es, a modo de un lejano eco, sino fiel a las relaciones socia­ les de producción de una horda de cazadores que habría atravesado los claros de la Historia con algunos milenios de anterioridad, pero, de una manera más económica, puesto que, en el orden mítico, la actividad cinegética constituye un excelente operador. Esto se debe a una serie de razones: es una actividad fundamentalmente masculi­ na en la que el enfrentamiento con los animales salvajes lleva a ver48 Paides e Parthcnoi, I, Roma, 1969.

61

ter la sangre procurando siempre un complemento de alimentación a base de carne, la caza contrasta con el cultivo de la tierra, pero se articula estrechamente con la guerra. Si bien esta última es por com­ pleto un privilegio del macho, pues es una obra de muerte, la pro­ ducción de alimentos cultivados, por el contrario, se opera en el modo de gestación y de reproducción aún cuando el trabajo de la tierra sea asumido en Grecia por los hombres. En la interferencia entre las potencias de vida y las fuerzas de la muerte, el espacio de la caza constituye simultáneamente el más allá y la negación de las tierras cultivadas. Lugar de elección de las potencias del salvajismo, el campo abierto al cazador pertenece en exclusiva al sexo masculi­ no. Para los jóvenes muchachos que se aventuran en ella, solos o con compañeros de la misma edad, la hazaña cinegética asegura la integración en la clase política de los adultos. Adentrándose en las tierras salvajes es como el niño varón, arrebatado a la penumbra y al calor de los cuerpos femeninos, se introduce en el reino de la virili­ dad; al enfrentarse a los animales salvajes se prepara, más o menos directamente, para convertirse en un guerrero, iniciado en el privile­ gio exclusivo de los hombres: la violencia que hace verter la sangre. Artemisa, señora de la caza pero virgen, no hace más que entrea­ brir su territorio de bosques y montañas a las muchachas condena­ das al matrimonio. Las pequeñas «osas» no pueden salir del recinto del santuario en el que para expiar la matanza, cometida por un hombre en ese mismo lugar, de una osa íntima de Artemisa, las jó­ venes de Atenas están obligadas a entrar al servicio de la diosa y «hacer de osa» con un vestido color de azafrán, con el fin de tener, al término del noviciado, derecho a abandonar su virginidad y en­ trar de nuevo en la ciudad para convertirse allí en esposas y madres49. Prohibido a las jóvenes y atravesado por los muchachos antes de acceder al estatuto de los guerreros y de los adultos, el territorio de caza no es solamente la negación de las tierras de cultivo y el espacio cerrado de la casa, está también considerado como un espacio exte­ rior al matrimonio: acoge formas de sexualidad desviadas o simple­ mente extrañas a las de la ciudad. Parece así, que entre la caza y la erótica se establecen una serie de relaciones: por odio a las mujeres, « Pflanzen baiTheokrit, Heidelberg, 1970, 167-168. 189 2. 176.3. En el análisis de G. Piccaluga, centrado en los infortunios que sufre el cazador, la anémona desempeña un papel importante: nos confirma de manera decisiva que, hasta en su muerte, le es negado a Adonis el acceso al reino de Demcter. Debido a las necesidades que implica su demostración, G. Piccaluga recurrre al testimonio de Amiano Marcelino (22, 9. 15) que pone en relación la muerte de Ado­ nis con la aparición de una variedad de anémona, llamada adonis, cuya floración pre­ cede a la siega del trigo (ia ormai prossima maturazione del grano). He aquí el texto invocado: «Evenerat autem eisdem diebus annuo cursu completo, Adonea ritu veteri celebrari amato Veneris, ut fabulae fingunt, apri dente ferali deleto quod in adulto flore sectarum est indicium frugum .· El emperador Julio llega a Antioquía. «Eran aquellos días en que, habiendo sido trastocado el curso del año, se celebraban las Adonías a la antigua manera; el amante de Venus, como así cuentan los mitos, pere­ ció ante los embates del jabalí, lo que quiere decir que, en la flor de su juventud, era el símbolo del trigo segado» (en su edición Le Stone di Ammiano Marcellino, Turin, 1965, A. Selem remite a 19, 1, II, para la expresión in adulto flore). Ninguna huella de la anémona, sino, por el contrario, como se ha podido ver desde hace mucho tiempo (W. A ttalah , Adonis, 320), una exégesis que transforma a Adonis en sím­ bolo de los frutos maduros, a la manera de Porfirio , en el Tratado sobre ¡as Imáge­ nes (7, p. 10', ed. Bidez). Es un observador informe (Rev. Hist. Re¡., abril 1974, 208-211), R. Turcan tie­ ne en cuenta que Adonis de aboros se convierte en horaios y que, muerto prematura­ mente, es el que muere también en plena juventud, en la flor de su belleza. No es que la lectura sea solamente posible, Porfirio y algunos otros la han llevado a cabo. Las relaciones con Demeter han sido modificadas, así como el equilibrio de todos los conceptos inventariados en las diferentes configuraciones. Estamos de acuerdo ple­ namente con R. Turcan (211) para decir que nuestros análisis nos han hecho desem­ bocar en informaciones y versiones del mito en el contexto ateniense entre los si­ glos vi y IV, y para reconocer la necesidad de otras lecturas que precisen las variacio­ nes aparentes en la época helenística, distinguiendo además la pertenencia geográfica de esas otras versiones (Alejandría o Biblos), como sugería H. Seyrig (Antigüedades sirias, 96. La resurrección de Adonis y el texto de Luciano, Siria, 49, 1972, 100). i » T eofrasto , H. Pl., 6, 8, L-2; P u n io , H. N., 21, 64.

99

rrera, mientras que la anémona blanca se enrojece con la sangre de A donis191. Por otra parte, en el Canto fúnebre por Adonis atribuido a Bión son rosas las que hace surgir la sangre de la víctima del jabalí y es la anémona la que florece en el lugar donde Afrodita vertió sus lágrimas192. En esta última versión, son las afinidades de la rosa y de la anémona las que les permiten intercambiar su papel, aunque al precio de optar a favor del perfume hasta en la muerte. Puesto que si el proverbio dice que no hay que comparar ni a la zarza ni a la anémona con las rosas195, es porque entre ambas flores igualmente efímeras y primaverales, una es olorosa y la otra no. La rosa (rhódos) debe su nombre al halo de perfume (rheüma t¿s odobés) que des­ prende 194; su perfume es tan violento que hace morir a los buitres ávidos del hedor de los cadáveres195. Por el contrario, la anémona es inodora y el escoliasta que escribe la exégesis de la versión de Nican­ dro, según la cual esta flor nace de la sangre de Adonis, define a la anémona como una rosa sin perfume (ánodmon) m . Sólo en el con­ texto del relato de Ovidio, la metamorfosis en anémona asigna al amante de Afrodita una posición desfavorable en la escala de los amantes convertidos en vegetales: para Leucotoe, el árbol del in­ cienso; para Minta, la hierba perfumada, y para Adonis, una flor que no es más que una rosa inodora. Otros dos rasgos acentúan el carácter negativo de la metamorfo­ sis de Adonis. La anémona roja es como la flor del granado, pero el parecido no se da más que para nombrar la ausencia de la promesa de frutos, en la flor nacida de la sangre, y la privación de la fecundi­ dad 197 que, bajo su delgada corteza, oculta el fruto ofrecido el día 191 Sebo/. Licophr. 831, ed. Scheer, 266, 22 yss. 192 (B io n ), Canto fúnebre por Adonis, 65-66. 193 T eOcrito , 5, 92; Paroemiographi graeci, II, 365, 1-2 L.S. P lut., Simpas., Ill, I, 3,648 A. 195 T eofrasto , C. Pt. VI, 5. L.: tosas y perfumes artificiales (cfr. Les jardins

d'Adonis, 50). 196 Sebo/. Teocr., 5,92eW endel. 197 Unas palabras respecto a la objeción que me dirigen, por adelantado, aque­ llos mismos que han alegado, a mi intención, el interés de la metamorfosis en.ané­ mona (J. P. Borle, en un informe aparecido en el Museum Helveticum, 30, 1973. 236-237; y A. V oelke, a través de una correspondencia al respecto). En varios luga­ res, botanistas y médicos recuerdan (D iosc Orides, 2, 176, 2; P u n io , XXI, 165; G ale­ n o , XI, 831), entre las virtudes de la planta, que hace subir la leche y que es emenagoga. La eficacia de la anémona respecto a la menstruación y la lactación orientarla esta flor, asociada a Adonis, en la dirección de la fecundidad femenina y, en conse­ cuencia, habría que incorporarla al mundo de Demeter. En primer lugar hay que ob­ servar que, en la mis detallada de las versiones, la de Ovidio, las características de la 100

í de la boda a la nueva esposa. Al igual que los cereales y las semillas ' de Deméter, la anémona de Adonis se sitúa en las antípodas de los frutos maduros. Y el segundo rasgo tenido en cuenta por Ovidio consolida la esterilidad proverbial de los «jardines de piedra» surgii dos de las Adonías198: sin perfume, sin frutos, la anémona es una flor efímera y frágil. Mal arraigada y demasiado ligera, basta un so­ plo para arrancarla. No tiene raíz, vana como las palabras que se lle­ va el viento y a las que Luciano llama «anémonas del lenguaje»l". Apartado de una metamorfosis animal que sancionaría su destino, simétrico del de Atalanta, el cazador-seductor se ve exiliado del mundo de los perfumes y de los olores convirtiéndose en una flor inodora, en una rosa de viento. La última floración que Afrodita in­ tenta obtener para él no es más que la falsa apariencia de una flor a planta, fijadas y explicitadas, niegan toda relación con la fertilidad o la fecundidad. Si el relato de las Metamorfosis no proporcionara ningún detalle sobre la anémona, habría sido necesario, sin duda, convocar el máximo de informaciones dispersas den­ tro de la cultura, de manera que fuera posible considerar las diferentes soluciones que dieran cuenta de la elección de la flor dentro de ese contexto mítico. Aún que­ daría por decir que una misma planta puede transmitir valores altamente contrasta­ dos entre los cuales su posición, dentro de un mito o de un grupo de mitos, no per­ mite necesariamente decidirse. Dentro del conjunto mítico que está centrado en los perfumes y la seducción, el caso de la anémona no es un caso aislado. Otra investigación nos ha permitido com­ pletar la lechuga de Adonis mediante la lechuga de Hera, y poner en evidencia que, aunque esa verdura entrañaba la impotencia, era igualmente responsable del naci­ miento de Hebe, Juventa, la hija que Hera engendra sola comiendo una lechuga. Lo mismo puede decirse del sauzgatillo en el marco de las Tesmoforias: sus virtudes anafrodisíacas van a la par que su eficacia sobre los fenómenos de la menstruación y la lactación. Para ambas especies botánicas, la contradicción aparente de un doble regis­ tro remite a un reparto más profundo entre los planos del deseo erótico, del placer amoroso, de la seducción y los planos de la fecundidad del cuerpo femenino, de la producción de niños legítimos. Aunque en ambos casos el reparto es el mismo, no se opera sobre la misma superficie. Respecto a la lechuga es la pareja: vuelve impotente al hombre, privando de deseo al macho mientras que en lo tocante a la mujer, la le­ chuga es el sustituto del esperma y de la simiente. En cuanto al sauzgatillo, sólo con­ vierte a la mujer: la planta que impone el silencio del deseo en su cuerpo es también la que, provocando la menstruación y haciendo subir la leche, favorece la actividad reproductora en el organismo femenino. Dentro de esta perspectiva, la doble orientación de los valores de la anémona po­ dría hallar una explicación que hiciera intervenir a ambos sexos: connotaría el fracaso de la seducción (sin perfumes y sin frutos) y la muerte del deseo erótico masculino dejando por completo intacto y como disponible, una fecundidad femenina mante­ nida en la ignorancia de toda sexualidad. Aún queda por descubrir el mito que ex­ plota el segundo registro de la anémona. 198 Les Jardins d'Adonis, 192-194. 199 Cfr. supra, n. 187. 101

la que un soplo hace caer. Por un camino que prolonga en el plano botánico la metamorfosis rival de Atalanta, el itinerario de la mirra a la lechuga se halla confirmado: hasta en la flor que nace de su muerte, Adonis se encuentra despojado de toda pertenencia al mundo del deseo, desterrado del campo rico en flores y buenos olo­ res donde Eros florece200. En una misma versión, la que adopta el poeta alejandrino Nicandro, la lechuga y la anémona están asocia­ das en una sola secuencia donde una sirve de refugio irrisorio ante la furia del jabalí, mientras que la otra nace de la herida mortal de la víctima201. Al seguir la caza de Atalanta, leona para el amante de Afrodita, el análisis da un rodeo hacia el mundo de los olores que, de la pan­ tera a la anémona, convoca el cazador llegado de las plantas aromá­ ticas. Pues la metamorfosis de Adonis, en rosa privada de perfume, no es solamente la prueba de que el árbol de mirra dibuja un plano semántico esencial en la mitología del hermoso cazador víctima del jabalí; nos llevaría incluso a enriquecer —si no llegara el momento de introducir un término resueltamente arbitrario— el modelo bo­ tánico apenas propuesto202, indicando, de entre el grupo de los ce­ reales y los frutos maduros y más allá de ellos, las flores sin perfume que responden a perfumes sin flores201. A pesar de ello, no sería más que una forma de resaltar la relación entre las categorías del mito y el pensamiento explícito que lleva a uno de los convidados de Plutarco204 a distinguir entre perfumes frescos y perfumes «co­ rrompidos» ,M. Si éstos, anunciados como engañosos y ficticios, no 200 PLATON, Banquete, 196b: Sobre aquello que no florece o que se ha converti­ do en flor, cuerpo, alma o cualquier otra cosa, el Amor no viene a posarse. 201 F. 65 y 120 Schneider. 202 Cfr. la clasificación esquematizada en Les Jardín d'Adonis, 33-36. 20} En el nacimiento del niño divino de la IV Égloga, al igual que en torno a Dionisos, las flores olorosas se mezclan con los más raros perfumes. La Edad de Oro dionisíaca no puede desarrollarse más que recorriendo el espacio de un extremo al otro. Cfr. H . J eanmaire, Le Messianisme de Virgile, Parts, 1930, 185 y ss.;J. H ubaux y M. Leroy , «Vulgo nascetur amomum», Ann. Inst. Philol. Hist. Or. U (19331934) = Melanges J. Bidez, Bruselas, 1934, 505-530. Simpas. Ill, I, 646 B. 205 El reparto trazado por Baudelaire en los tercetos de las Correspondances es ex­ traño a Grecia que desconocía los perfumes de origen animal como el almizcle, y que tampoco asociaba la sensualidad al carácter místico de los perfumes de origen vegetal como el incienso y el benjuí. Cfr. J. G engoux , «Les Tercets des Correspondances de Baudelaire: signification et prolongemems». Annales de la Fac. de. Lettres et Se. humaines. Univ. de Dakar, 1971, I, 119-187. Tal vez haya en Empédocles una repre­ sentación de los olores en que la corrupción es el envés de la violencia de un perfu-

102

pueden engendrar más que delectaciones artificiales, aquéllos, asi­ milados a los productos ofrecidos por las estaciones, no difieren de ninguna manera de los frutos maduros que, como ellos, son natura­ les y puros. Desposeído de sus privilegios caniculares, el cazador-seductor no puede encontrar asilo en ese tiempo verdequeante, cuando Eros se alza, «a la misma hora en que la tierra fecundada se cubre de flores primaverales»206. Su ruina está consumada. ¿No es él culpable de haber confundido la selva y el jardín, como lo es la virgen cazadora de haber transgredido, a su vez, el espacio asignado a la naturaleza femenina? El cazador afeminado ya no pertenece ni a uno ni a otro sexo207; privado de deseo como Atalanta, convertida en leona, sus dos recorridos opuestos se alcanzan al término de una condena úni­ ca e inapelable, como si, con un mismo gesto, la imaginería de los Griegos exorcizara las figuras subversivas del modelo dominante de las relaciones entre lo masculino y lo femenino.

me. Los efluvios mis preciados nacen de la flor y de la madurez, aunque mientras mis poderoso sea el olor, mis se consume la vida y amenaza la muerte (j. B o u a c k , Empedocle, I, París, 1965, 235-237). La documentación que Saara Lilja ha reunido. The Treatment o f Odours in the Poetry o f Antiquity (Coll. Commentationes Huma­ norum Litterarum, 49), Helsinki, 1972, debería conducimos a explorar más las cate­ gorías olfativas del hombre griego. 204 T eognis , 1275-1277.

207 Cfr. LesJardins d'Adonis, 225, n. 3. En el relato de Afrodita, Ovidio sugiere la misma ambigüedad a propósito de Atalanta: «Hipomen ve el rostro de Atalanta y su cuerpo despojado de los mantos, un cuerpo como el mío, como sería el tuyo si te convirtieras en mujer, si femina fias· (X, 579). Agradezco a G. Devallet el haber he­ cho posible esta observación.

103

.

Ill

DEVORAR LA CABEZA DE SUS PADRES

Ladrón de fuego, encargado de la hum anidad de los pro­ pios animales. R im b a u d

15 de mayo de 1871 Para vivir solo hay que ser un animal o un dios, dice Aristó­ teles. Queda un tercer caso: hay que ser ambos a un tiem­ po... filósofo... N ie t z s c h e

Viva fue la emoción cuando, a finales del pasado siglo, la Escue­ la antropológica inglesa se propuso denunciar «vestigios de un esta­ do salvaje» en el pensamiento y en la sociedad, sobre los que la civi­ lización occidental había colocado, sin inquietud, sus principios y valores. Los griegos, que habían milagrosamente descubierto la Ra­ zón encarnada en el hombre, y que también habían sido los prime­ ros en reconocer la posición privilegiada del ser humano en el m un­ do, ¿habrían podido saborear la carne humana y comerse al hombre como los Iroqueses o los salvajes de Melanesia? Si los mitos eran cla­ ro testimonio de un estado social caduco, como afirmaban Tylor y sus discípulos, el banquete de Tiestes, el sacrificio de Licaón, la his­ toria de Cronos se transformarían entonces en otras tantas pruebas abrumadoras de que los ancestros de Platón se asemejaban singular­ mente a los Indios de América Si los helenistas son hoy víctimas del insomnio, ya no es, sin d u ­ da, a causa del canibalismo de un bisabuelo de Platón. El problema se plantea en otros términos2. Aparte de un insólito ritual como es el del hombre lobo, en el curso del cual los iniciados se reparten la carne humana mezclada con pedazos de una víctima animal, la antropofagia es esencialmen­ te, en la Grecia antigua, «buena para pensar», ya sea en los mitos, ya en las representaciones religiosas o en las ideologías políticas. El 1 A. Lan g , La Mythologie, trad. fr. L. P arm cnuer, Prefacio de C h. Michel, Pa­ rís, 1886. 2 Maria DelCOURT reúne y analiza un ab u n d an te m aterial con diferentes enfo­ q u es, «Tydée e t M élanippe», Studi e Materiali di Storia delle Religioni, t. 37, 1966, 139-188; G iulia PlCCALUGA, Lykaon. Un tema mítico, Roma, 1968; W . BuRKERT, Homo Necans, Berlín, 1972.

107

Ladrón de fuego, encargado de la hum anidad de los pro­ pios animales. R im b a u d

15 de mayo de 1871 Para vivir solo hay que ser un animal o un dios, dice Aristó­ teles. Queda un tercer caso: hay que ser ambos a un tiem­ po... filósofo... N

ie t z s c h e

Viva fue la emoción cuando, a finales del pasado siglo, la Escue­ la antropológica inglesa se propuso denunciar «vestigios de un esta­ do salvaje» en el pensamiento y en la sociedad, sobre los que la civi­ lización occidental había colocado, sin inquietud, sus principios y valores. Los griegos, que habían milagrosamente descubierto la Ra­ zón encarnada en el hombre, y que también habían sido los prime­ ros en reconocer la posición privilegiada del ser humano en el m un­ do, ¿habrían podido saborear la carne humana y comerse al hombre como los Iroqueses o los salvajes de Melanesia? Si los mitos eran cla­ ro testimonio de un estado social caduco, como afirmaban Tylor y sus discípulos, el banquete de Tiestes, el sacrificio de Licaón, la his­ toria de Cronos se transformarían entonces en otras tantas pruebas abrumadoras de que los ancestros de Platón se asemejaban singular­ mente a los Indios de América ·. Si los helenistas son hoy víctimas del insomnio, ya no es, sin du­ da, a causa del canibalismo de un bisabuelo de Platón. El problema se plantea en otros térm inos2. Aparte de un insólito ritual como es el del hombre lobo, en el curso del cual los iniciados se reparten la carne humana mezclada con pedazos de una víctima animal, la antropofagia es esencialmen­ te, en la Grecia antigua, «buena para pensar», ya sea en los mitos, ya en las representaciones religiosas o en las ideologías políticas. El 1 A. Lang, La Mythologie, trad. fr. L. Parmentier, Prefacio de Ch. Michel, Pa­ rís, 1886. 2 Maria D elc o u r t reúne y analiza un abundante material con diferentes enfo­ ques, «Tydée et Melanippe», Studi e Materiali di Storia delle Religioni, t. 37, 1966, 139-188; Giulia PICCALUGA, Lykaon. Un lema mítico, Roma, 1968; W. B u r k e r t , Homo Necans, Berlín, 1972.

107

desciframiento del canibalismo puede hacerse desde esc momento de dos maneras. La primera sería una suerte de lectura temática cu­ yo campo se extendería a la serie de los mitos y relatos en los que aparece, de forma más o menos episódica, el motivo de la antropo­ fagia. Dionisos devorado por los Titanes, Tereo y Tiestes engullendo a sus hijos, la Esfinge tebana que devoraba a los jóvenes con los que copulaba, Tántalo y Licaón ofreciendo a los dioses un banquete de carne humana, Cronos tragándose a los retoños que le nacen de Rea, y tantos otros mitos en los que el canibalismo parece inmedia­ to, pero que, apenas reunidos por las necesidades de la investiga­ ción, se revelan como profundamente diferentes unos de otros. Por­ que la significación de lo que parece ofrecérsenos como una conduc­ ta antropofágica depende cada vez de un contexto, que es el único que puede decidir sobre su auténtico significado. Dos ejemplos bas­ tarán para demostrar las aporías del primer método. La de Cronos en primer lugar. Una lectura ingenua de Hesíodo puede hacer pen­ sar que Cronos es un padre caníbal, ya que engulle a cada uno de los recién nacidos tan pronto como Rea los tiene entre sus rodillas5. Pero una vez situado en el contexto de los mitos de soberanía en los que se inscribe su historia, la conducta de Cronos cobra un sentido completamente diferente *. Al igual que Zeus, que es su homólogo en el mito de Hesíodo, Cronos es un dios soberano cuyo destino es ser destronado por su hijo, por un hijo más poderoso que su padre. Para prevenir ese peligro, Cronos y Zeus recurren al mismo procedi­ miento: devorar (katapínein). Cronos no devora a su progenie naci­ da de Rea descuartizándola, sino que la engulle viva esperando vo­ mitarla bajo el efecto de la droga que le administra el cómplice de Zeus, Metis. Precisamente esa Metis a la que Zeus, amenazado a su vez con ver a un hijo más poderoso que le despojará de la soberanía, decide engullir, después de haberla despojado, de manera que pue­ da hacer suya toda la astuta inteligencia sin la cual su reino h?bría de ser tan efímero como el de Cronos. Ni uno ni otro son verdade­ ros caníbales: son dioses soberanos que se tragan a sus adversarios para defender o para fundar su poder. El segundo ejemplo nos lo proporcionan los mitos de Tereo y

} Teogonia, 459-460. 4 Cfr. J. P. V e r n a n t , «Mitis et les mythes de souvcraincté», Revue de l'histoire des religions, 1971. 29-76 (en particular 41-44), examinado también en Les Ruses de ¡'intelligence. La metis des Grecs, París, 1974, 70-74, de M. D e tien n e y J. P. V er ­ nant.

108

Politecnos5, dos versiones de una historia en la que un hombre co­ me sin saberlo la carne de su hijo, aderezada con esmero por su es­ posa. Aislada de su contexto, esta comida monstruosa permite todos los contrasentidos, incluido el del banquete dionisíaco y el de la co­ mida omofágica6. Por el contrario, un análisis del contexto mitoló­ gico permite, al inscribir esos mitos en un conjunto centrado en la miel, precisar el sentido de la alelofagia practicada por Terco y por Politecnos7. En efecto, ambos mitos son versiones paralelas de un relato que se inicia con una luna de miel excesiva y que desemboca en la transformación de la miel en podredumbre y en excrementos. En la versión de Tereo, el esposo que abusa de la luna de miel es condenado, en principio, a seducir y violar a su cuñada, para devo­ rar a continuación las carnes de su hijo, antes de transformarse en abubilla, es decir, en un pájaro que se alimenta de excrementos hu­ manos. En la versión de Politecnos, que es el pájaro carpintero, se­ ñor de la miel y de las abejas, una luna de miel igualmente excesiva lleva al esposo culpable, por el mismo camino (violación, alelofa­ gia), a perecer mediante la miel en la que se ha revolcado antes de ser abandonado a las mordeduras de los insectos y a las picaduras de las moscas. Suplicio que conviene perfectamente al culpable, cuya falta inicial era haberse revolcado demasiado tiempo en ella o ha­ berla tomado en exceso —para retomar las expresiones que usan los griegos cuando hablan de la luna de miel y del placer que se dan, el uno al otro, los jóvenes esposos— . Porque los mitos de Tereo y de Politecnos cuentan simplemente cómo un mal uso de la miel trans­ forma este alimento en su contrario, en excremento o en podredum­ bre, transformación que es mediatizada por una fase de alelofagia a la que otros mitos del mismo grupo definen como un estado ante­ rior al descubrimiento de la miel, relatando cómo los hombres se comieron entre sí hasta el momento en que las Mujeres-Abeja les enseñaron a alimentarse con la miel recolectada en el bosque8. Con­ secuentemente, el canibalismo de esos mitos, al término de un aná­ lisis estructural, se revela a la vez como signo de una regresión a lo más acá de la miel y como el primer grado de una corrupción del alimento melado antes de que éste se torne en excremento, en el ca­ 5 G. M ih a il o v , «La légende de Tereo», Annuairt de l'Universilé de Sofia, t. L, 2. 1955, 77-208. é En el que incurren Welcker, Hiller von Gaertringen Cazzaniga... 7 Esos mitos tienen su lugar en una lectura de la mitología de la miel. 8 Cfr. «Orphée au miel», en Faire de l'histoire, ed. J. Le GOFF y P. N o r a , t. 111, París, 1974, 56-75.

109

so de la abubilla, o en podredumbre cuando al pájaro carpintero se refiere. A falta de una lectura sistemática de los diferentes grupos de mitos de los que forman parte los relatos referentes a la antropofa­ gia, otra vía queda aún abierta: definir el canibalismo desde el inte­ rior del sistema de pensamiento de los griegos, situarlo dentro del conjunto de las representaciones que una sociedad se hace de sí mis­ ma y de otra a través de sus maneras de comer. En efecto, la antro­ pofagia, que los griegos tienen por una modalidad de la alelofagia, es un término esencial del código alimentario que, dentro de su pensamiento social y religioso, representa un plano de significación privilegiado para definir el conjunto de las relaciones entre el hom ­ bre, la naturaleza y la sobrenaturaleza9. Es necesario, pues, desple­ gar todo esc sistema con el fin de sacar al canibalismo de la posición marginal que le impone explícitamente una sociedad que se niega radicalmente a practicarlo, pero que, por eso mismo que consiente en decir a propósito de él, constriñe a los individuos o a los grupos contestatarios a expresar su rechazo mediante el rodeo de ese mismo comportamiento alimentario. En otros términos, la definición del canibalismo en Grecia no se enuncia solamente desde el interior de un sistema de pensamiento político-religioso, se formula también desde fuera, a través de las diferentes formas que reviste en Grecia el rechazo de la ciudad y de sus valores: rechazo pronunciado tanto por individuos más o menos aislados como los Orficos o los Cínicos, como por sectas o grupos más o menos organizados, así los Pitagóri­ cos o los fieles de Dionisos. Ya pretendan ser un antisistema ya sean una protesta contra la ciudad, esos cuatro movimientos —Pitagoris­ mo, Orfismo, Dionisismo, Cinismo— constituyen un conjunto de cuatro términos en el que cada uno remite a la manera de un espe­ jo, una imagen del sistema político-religioso en la que el canibalis­ mo es destacado tan pronto positiva como negativamente. El sistema político-religioso obtiene su predominio de la práctica sacrificial que informa el conjunto de las conductas políticas y deter­ 9 Cfr. M. D e t ie n n e , Les Jardins d'Adonis, Gallimard, 1972, 71-11}, y la Intro­ ducción de J. P. Vernant, pp. VII-IX, X1-XU1I, tanto como los añal isis de P. VlDALN a q u e t , «Chasse et sacrifice dans l’Orestie d'Eschyle», Parola delPassato, 1969, 401425 (tratado en J. P. V ekn a n t y P. V id a i -N a q u e t , Mythe et tragédie en Grtce ancienne, París, 1972, 135-158); «Valeurs religicuses et mythiques de la terre et du sa­ crifice dans VOdysée*, Annales E.S.C., 1970, 1278-1297; «Bétes, hommes et dieux chez les Grecs*. en Hommes et bétes. Entretiens sur le racisme, ed. L. Poliakov, Pa­ rís, 1975, 129-142. 110

mina la vida alimentaria de los griegos. En efecto, la alimentación a base de carne coincide con la ofrenda a los dioses de un animal doméstico cuyas partes carnosas se reservan los hombres, dejando a las potencias divinas el humo de los huesos calcinados y el olor de las plantas aromáticas quemadas para la ocasión. En el plano ali­ mentario, el reparto queda de esta manera claramente trazado entre los hombres y los dioses: los primeros reciben la carne, ya que para vivir tienen necesidad de comer carnes perecederas como ellos mis­ mos; los segundos, tienen el privilegio de los olores, de los perfu­ mes, de las sustancias incorruptibles que constituyen alimentos su­ periores reservados a las potencias inmortales. He ahí una primera definición de la condición humana. El sacri­ ficio empero implica otra, no ya respecto a los dioses, sino respecto a los animales. Esta vez la frontera es menos clara por una serie de razones: en primer lugar, porque los hombres y los animales tienen en común la necesidad de comer y sufren por igual con el hambre, que es el signo de la muerte; a continuación, porque determinadas especies animales son carnívoras con el mismo título que la especie humana; en definitiva, porque aunque los dioses y los hombres es­ tén separados hasta el punto de que es necesario quemar las plantas aromáticas para convocar a los primeros a los sacrificios de los segun­ dos, los humanos y los animales, por el contrario, conviven con una familiaridad a veces tan grande que el grupo de los hombres experi­ menta en determinadas ocasiones auténticas dificultades para distin­ guirse radicalmente de un animal como, por ejemplo, el buey arador. Dentro del marco de la ciudad, la ideología dominante que con­ cierne a las relaciones entre el hombre y el mundo animal se expresa a través de Aristóteles y la Escuela estoica, ambos de acuerdo en pensar que los animales existen con miras al bien del hombre, que están allí para proporcionarle el alimento, procurarle abrigo y ayu­ darle en sus trabajos. Es una ley justa de la naturaleza, dice Aristó­ teles, que el hombre utilice los animales para sus fines10. De lo que se harán eco los adversarios del vegetarianismo: renunciar a servirse de los animales implica correr el riesgo de «llevar una vida bestial»11. 10 P orfirio , De Abstinentia , I. 6; A ristoteles , Pol., A, 8, 1256b, 7-26. Cfr. P. M oraux , A la recherche de l'Aristote perdu. Le dialogue tSur la justice», ParísLovaina, 1957, 100-107; M. Laffranque, Poseidonios d'Apamée, París, 1964, 468 y 478, con las observaciones de A.-J. VoELKE, Studia Philosophica, t. XXVI, 1966, 287. u Porfirio , De Abstinentia, I. 4.

Ill

El hombre puede, pues, soberanamente, dividir el m undo animal en dos: aquellos a los que protege en virtud de los servicios que es­ pera de ellos y aquellos a los que da caza por temer sus estragos. Mas sean salvajes o domésticos, son considerados siempre como seres desprovistos de razón, con los que los hombres no pueden estable­ cer ninguna relación de derecho, dado que los animales son incapa­ ces de «concluir entre sí acuerdos a cuyo término no podrían sufrir ningún perjuicio ni tampoco recibirlo»12. El mundo animal no co­ noce ni justicia ni injusticia. Y esta ignorancia esencial dibuja en el pensamiento griego la más radical de las oposiciones entre hombres y animales: separados de la humanidad que vive bajo el régimen de la díké, de las relaciones de derecho, los animales están condenados a devorarse mutuamente. El reino de la alelofagia se extiende en las antípodas de la justicia: «Así es la ley que el hijo de Cronos ha pres­ crito a los hombres: que los peces, las fieras, los pájaros alados se devoren, ya que entre ellos no existe la justicia»11. Como consecuen­ cia, al igual que entre los dioses y la hum anidad, la verdadera dife­ rencia entre el hombre y el animal se destaca en el plano alimenta­ rio, pero con el matiz de que, del lado del m undo animal, ésta es doble, pues comprende dos grados de los que lo crudo no es más que el primero. «El hombre no es un animal comedor de carne cru­ da»14; para todo el pensamiento griego, el alimento humano es in­ separable del fuego sacrificial, mientras que los menos salvajes de los animales domésticos, los herbívoros, se hallan aún condenados a comer lo no-cocido ·\ Dicho de otra manera, la bestialidad comien­ za con la omofagia y culmina en la alelofagia. Entre los animales y los dioses, la posición del hombre está bien protegida: todo el sistema político-religioso la apoya a través de la práctica cotidiana del sacrificio sangriento de tipo alimentario. Aho­ ra bien, bajo esta forma estereotipada, ese modelo de tres términos 12 E p ic u r o , Rar. Sent., XXXII, en U se n e r , Epicurea, 78, 10-14, y los análisis de P. Moraux. Cfr., igualmente, J. M élEz e -M o d r z e je w s k i , iHommes libres et bétes dans les droits antiques·, en Hommes el bétes. Entretiens sur le racisme, ed. L. Po­ liakov, París, 1975, 75-102. 15 H e s . , Trabajos, 276-278; P lat On , Político, 271 d\ Protágoras, 321a. Ahora bien, a la ortodoxia de Hesíodo o de Aristóteles responde la tradición de la fábula en el mundo animal, en el que la hybris del águila contraviene la equidad, la díké, a la que el zorro aspiraba al asociarse con el pájaro de las alturas (A r q u Il o c o , 168-174, Lasserre y Bonnard). Para la tradición cristiana, cfr. J. P a ssa m o r e , The «Treatment of Animal»,journal o f the History o f the Ideas, 36, 1975, 195-218. 14 P o r f ., De Abstinentia, I, 13. 15 Les Jardins d'Adonis, 33.

no es ni correcto ni adecuado. Y no lo será más que una vez recono­ cido su carácter dinámico. La condición humana no se define sola­ mente por lo que no es, también se delimita por lo que ya no es. En la ciudad griega, donde la historia cultural releva al discurso mítico sobre los orígenes, se desarrolla una doble tradición, representada por la alternancia de la Edad de Oro y el Salvajismo. Ora han llega­ do a comer la carne —éste es el mito de Hesíodo— después de haber conocido la comensalidad con los dioses, ora —y éste es el mito de las Mujeres-Abeja— han accedido a su régimen alimen­ tario actual después de haber participado por largo tiempo de la vida de los animales salvajes, comiendo crudo y devorándose unos a otros. El modelo presenta, pues, dos aperturas simétricas; una, por arriba; la otra, por abajo, que dibuja en el campo conceptual dos orientaciones concurrentes cuya homología está subrayada por la presencia, en uno y otro extremo, de un mismo mediador: Prome­ teo. En un caso, por la invención del sacrificio, Prometeo asegura el paso de la comensalidad de la Edad de Oro a la alimentación a base de carne16; en el otro, mediante la aportación del fuego y la inven­ ción de diferentes técnicas, Prometeo arrebata la humanidad a la vi­ da salvaje y la aleja de la bestialidad17. Dos representaciones entre las cuales la ciudad no tiene empeño en escoger, concediendo luga­ res iguales a una y a otra. En su práctica sacrificial, asume de forma implícita el camino a seguir trazado por el mito hesiódico mientras que, en las diferentes ideologías centradas en su propia historia, no cesa de privilegiar el paso que lleva de la alelofagia al régimen ali­ mentario definido por la manducación del pan y la carne. Consecuentemente, en el sistema de pensamiento políticoreligioso, el canibalismo es denunciado claramente como una forma de bestialidad que la ciudad rechaza sin ambigüedades y que sitúa en los confines de su historia, en una época anterior de la hum ani­ dad, o en los límites de su espacio, con los pueblos primitivos que componen el m undo de los Bárbaros. La distribución geográfica de los Salvajes obedece al principio de que la omofagia es una forma de bestialidad menos destacada que la alelofagia18. También pue­ 16 J. P. V e r n a n t , Introducción, en Les Jardtns d 'Adonis, pp. XXXVI-XXXVI1. 17 Th. C o l e , Democritus and the Sources o f Greek Anthropology, Princeton, 1967, 6, 20-21, 150. 18 Cfr. A. J. FESTUGIÉRE, *A propos des arétalogies d 'Isis», Harvard Theological Review, 1949, 216-220, tratado también en Études de Religion grecque et héllenistique, París, 1972, 145-149.

113

den encontrarse comedores de carne cruda hasta en determinadas regiones más ocultas de Grecia, como, por ejemplo, en el Norte de Etolia, donde habitan los Euritanos «que hablan una lengua por completo ininteligible y se alimentan de carne cruda»19. Los verda­ deros caníbales habitan en los lugares más remotos: son los Escitas, que comen carne humana como otros de su especie se alimentan con la leche de su jum ento20. Heródoto los llama Andrófagos: «Tie­ nen las más salvajes costumbres, no observan la justicia y no tienen ninguna ley. Son nómadas...; sólo los pueblos de los que hablamos comen carne humana»21. Es lo que Aristóteles llama, con lenguaje clínico, «disposiciones bestiales», lo cual descubre en los mismos pueblos salvajes de la región del Ponto que tienen «una tendencia al crimen y al canibalismo», tendencia a veces institucionalizada como en determinadas tribus que, según se dice, se proveían de niños unas a otras para hacer festejos22. Todos ellos son ejemplos del cani­ balismo de los confínes del mundo civilizado donde los griegos pue­ den denunciar tanto, cual lo hace Platón, la supervivencia de un es­ tado primitivo de la hum anidad21, como reconocer, al igual que los contemporáneos de Aristóteles, la tribu salvaje a la que pertenece el coco Lamia que viene por la noche a devorar los fetos de los que se apodera destripando a las mujeres encinta24. Esta representación sociológica del canibalismo ha de ser com­ pletada por otra que confirma la manera con que la ciudad excluye radicalmente toda conducta antropofágica. En el pensamiento grie­ go de los siglos V y IV, el tirano, el tyrannos, es un tipo de hombre cuya definición recurre en términos explícitos al modelo de tres tér­ minos que relaciona la práctica sacrificial y el sistema alimentario de la ciudad. Pues obtiene el poder de sí mismo, sin haberlo recibido en reparto y sin estar constreñido a volver a dejarlo «en el centro» (es méson), el tirano se coloca por encima de los otros y por encima de las leyes: su carácter de todopoderoso le consagra a ser el igual de los dioses. Pero, por lo mismo, el tirano se halla excluido de la comuni­ dad y apartado en un lugar en el que el pensamiento político ya no distingue entre el super-hombre y el sub-hombre, donde se borra la 19 T ucidides, III, 94. 20 Eforo, en F Gr Hist 70 F 42. 21 H erodoto, IV, 106. 22 Ética a Nicómaco, VII, 1148¿, 19-25; Político, VIII, 1338b, 19-22. 2} Leyes, 782b, 6-c, 2. 24 Comentario anónimo en Comment, in Aristot. graeca, t. XX, Berlín, 1892, 427, 38-40.

114

distancia entre los dioses y los animales” . En la República platóni­ ca, el comportamiento tiránico representa la aparición a la luz del día de los apetitos salvajes que no despiertan en nosotros ordinaria­ mente más que con el sueño cuando, bajo el efecto de la bebida, la parte bestial del alma, totheriódes, se dispone, en sueños, a cometer el incesto con su madre, a violar no importa a quién, hombre, dios o animal, matar a su padre o comer a sus propios hijos26. Fuera de la ciudad y del sistema jerarquizado del que es solidario, el hombre, el dios y el animal no son más que objetos intercambiables del de­ seo que habita en el tirano y le empuja a cometer el incesto y el pa­ rricidio antes de arrastrarlo al endocanibalismo. Devorando su pro­ pia carne, el tirano muestra claramente que está fuera de juego, ex­ cluido de la sociedad, como el chivo expiatorio es expulsado de la ciudad en el transcurso de determinadas fiestas de primavera, en di­ ferentes regiones de Grecia. En efecto, comer carne humana es penetrar en un mundo inhu­ mano del que no se está muy seguro de volver. Cuando Cambises, en su locura, decidió someter a los Etíopes «Larga vida», que son los compañeros de la Mesa del Sol y los habitantes dichosos de los ex­ tremos de la tierra, sus ejércitos, a medida que avanzaban y que los víveres iban faltando, se veían obligados progresivamente a comerse a las bestias de carga, a ramonear plantas y hierbas y, en fin, a devo­ rar a un hombre de cada diez, después de haberlo echado a suertes. Por loco que estuviera, dice Heródoto, Cambises renunció al pun­ to a su expedición de tanto que temía que sus hombres se devoraran unos a otros27 y fueran semejantes a los animales salvajes, como los mercenarios fenicios y los libios disidentes, forzados por el hambre a comerse entre sí, y cuyo vencedor, Amílcar Barca, hizo aplastar por sus elefantes porque pensaba que los antropófagos «ya no podrían, sin sacrilegio, mezclarse con los otros hombres»28. Se da ahí un mo­ delo de exclusión cuya eficacia ha sido puesta a prueba mediante de­ terminadas y polémicas empresas dirigidas contra aquellos a los que se quería denunciar como enemigos de la humanidad. Dormir con su madre o con su hermana, degollar a un recién nacido para comer 25 J . P. V ernant , «Ambigu'íté et renversement. Sur la structure cnigmatiquc á'Oedipe-Roit, en J. P. Vernant y P. Vidal -N aquet , Mythe et tragédie en Grece ancienne, París, 1972, 116-117; 128-130. 26 República, 571® O. F. S i Kern. 11 A r is t ó f a n e s , Ranas, 1032; Platón, Leyes, 782 ( - O.F., Test., 212 Kern); E u r íp id e s , Hipólito, 952-953 ( - O.F., Test., 213 Kern.). 12 Cfr. D. SABBATUCa, Saggio sul misticismo greco, Roma, 1965, 69-83.

132

la crítica del sistema político-religioso se efectúa desde el interior, tratándose entonces de un reformismo. El Pitagorismo se presenta, pues, como un movimiento político de inspiración religiosa que as­ pira a transformar la ciudad. Esa orientación no deja de implicar otras conductas alimentarias de las que son testimonio los Pitagóri­ cos, que consienten en comer cerdo o cabra y rehúsan, sin embargo, tomar carne de buey o de carnero, como si ambas especies de ani­ males representaran por sí solas todo el conjunto de la alimentación a base de carne del que cerdos y cabras se hallaran excluidos por dife­ rentes motivos que la ideología pitagórica detalla13. Por el contrario, para los discípulos de Orfeo no cabe más que una actitud posible, pues el Orfismo se mueve exclusivamente en un plano religioso. Es una secta que pone en tela de juicio la reli­ gión oficial de la ciudad. En particular, a dos niveles: uno de pensa­ miento teológico, otro de prácticas y comportamientos. El Orfismo es fundamentalmente una religión de libro, más bien de textos, con las cosmogonías, teogonias e interpretaciones que éstas no dejan de engendrar. En lo esencial, toda esa literatura parece elaborada con­ tra la teología dominante de los griegos, es decir, la de Hesíodo y su Teogonia. Tres ejemplos bastarán para señalar los contrastres entre el Orfismo y el Hesiodismo M. El primero es la oposición entre el Caos de Hesíodo y el Huevo primordial de los órficos. La Teogonia hesiódica sitúa en el origen de todas las cosas a una potencia de lo inorganizado, la Apertura, Caos, a partir de la cual y mediante etapas sucesivas, las potencias constitutivas del cosmos van a distinguirse, a tomar forma y a defi­ nirse las unas en relación a las otras. La soberanía de Zeus representa el fin de un proceso que, iniciado en el No-Ser, desemboca en el Ser. En las cosmogonías órficas, el camino seguido es inverso. En el origen de todo está el Huevo, símbolo de la vida, imagen de lo per­ fecto viviente; el Huevo, que representa la plenitud original del Ser irá degradándose poco a poco hasta llegar al No-Ser de la existencia individual. Un segundo ejemplo: Eros, el Amor, que desempeña un papel capital en la Teogonia rapsódica de los Órficos es puesto, por así decir, entre paréntesis por Hesíodo. En los primeros, Eros apare­ ce bajo el nombre de Primer Nacido, Protógonos, de aquél que ha­ ce brillar, Fanes. El Amor, potencia que integra, que concilia los 15 Cfr. «La cuisine de Pythagorc», Archives de Sociologie des Religions, 29, 1970, 141-162. 14 Los tomamos prestados de D. S a bb a tu c c i (op. cu., 87-126).

133

opuestos y los contrarios, es la fuerza primordial que permite unifi­ car los aspectos diferenciados de un mundo desgarrado por la acción de Neikos, la Querella. En la Teogonia de Hesíodo, por el contra­ rio, Eros no es más que el principio de la generación por acopla­ miento cuya mediación permite la diferenciación de potencias dis­ tintas. Esta divergencia en la orientación de ambos sistemas de pen­ samiento aparece aún con más claridad en el lugar que uno y otro reservan al hombre y a la antropogonía. Para Hesíodo, el verdadero discurso sobre el Ser es elconjunto de los dioses, sus partes respecti­ vas, su historia hasta la victoria definitiva de Zeus. El reparto traza­ do por el sacrificio prometeico no hace más que fundar, en un pla­ no mítico, el orden definido por las potencias divinas. Por el contra­ rio, en el pensamiento órfico, la antropogonía constituye un capítu­ lo capital: se trata de explicar a la vez cómo los primeros hombres hicieron su aparición en un mundo originalmente perfecto, y por qué fueron condenados a una existencia individual conservando por completo en su interior una parcela de origen divino. Al ser el Orfismo una literatura inseparable de un género de vi­ da, la ruptura con el pensamiento oficial entraña diferencias no me­ nos grandes en las prácticas y en los comportamientos. Aquel que opta por vivir a la manera órfica, el bíos orphíkos se presenta, en primer lugar, como un individuo y como un marginado; es un hombre errante, semejante a esos Orfeo-telestes que van de ciudad en ciudad, proponiendo a los particulares sus recetas de salvación, paseándose por el m undo como los demiurgos de antaño1. Por otra parte, no colma el vacío teológico130 de un movi­ miento que parece haber sido más rico en prácticas de iniciación que en discursos exegéticos131, al,contrario q Ue el Orfismo, del que cada «rito iniciático», cada teleté, adoptaba la forma de un relato con carácter teológico, texto escrito en las márgenes y repliegues de otro, y cuya voz hacía aumentar ese «tumulto de libros» que tanto malhumoraba a Platón l32. Pero, para imponer a Dionisos la señal de su opción, aún era ne­ cesario que los Órficos se propusieran poner en la picota el salvajis­ mo dionisíaco de tal manera que fuera abiertamente censurado y denunciado sin ningún compromiso. De eso es de lo que nos puede ofrecer testimonio el relato mítico de la muerte de Orfeo, referido por Esquilo en una tragedia que forma parte de la tetralogía organi­ zada en torno a Livurgo: las Bassares o Bacantes133. Cada mañana, Orfeo sube a la cima del Pangeo para celebrar la aparición del Sol al que identifica con el dios ApoloIM. Y Dionisos, que reina sobre el país, se venga del desprecio que Orfeo le hace, entregándolo a la fu­ ria de las ménades: el devoto del Sol, el devoto de Apolo, es hecho pedazos por los sectarios de Dionisos. El misticismo apolíneo que los discípulos de Orfeo alimentan en compañía de los Pitagóricos aparece aquí opuesto radicalmente al comportamiento inspirado por 129 Cfr. H. J eanmairh, Dionysos, 399-414. 150 Id., ibid., 401. 131 En la Indagación acerca de los misterios de Dionisos que el edicto de Ptolomeo IV Filopator organiza a escala para Egipto, el funcionario real que la encabeza debe interrogar a todos aquellos que se inician en los misterios a fin de descubrir quién ha transmitido esos ritos hasta una tercera generación y obtener comunicación en pliego sellado sobre la doctrina sagrada. Cfr. P. R o u s se l , «Un édit de Ptolomée Philopator relatif au cuite de Dionysos», CRAI, 1919, 237-243 y a propósito de algu­ nos puntos, G. Zuntz, Once more the so-called “ Edict of Philopator on the Diony­ siae mysteries"», Hermes, XCI, 1963, 228-239. A una pluralidad de prácticas res­ ponde una diversidad de discursos sagrados. 152 República, 364 E. Cfr. Eur ., Hipo., 954. 133 E s q u il o , F. 83 ed. H. J . Mette (Comment, II, 138-139). 134 En un ensayo sobre «El Apolo solar» (Melanges J. Carcopino, París, Hachctic, 1966, 149-170). P. Boyancé ha demostrado que la equivalencia entre Apolo y Helios era fruto de especulaciones eruditas de las que los Pitagóricos podían reivindicar su parte.

165

Dionisos. Por un lado, «el gran sacerdote de Tracia, de largo sobre­ pelliz blanco» 13\ enfrente, una banda de mujeres que acosan al ani­ mal humano. Son las Bacantes, llamadas Bássares, con el mismo nombre que las razonables sacerdotisas que llevan el tiasos a Efeso o a Torre Nova136, pero homónimas también de esos devotos de Dio­ nisos de los que Porfirio describe la peligrosa locura que les había conducido a devorarse entre ellos, embriagados por el placer de ha­ ber probado la carne de las víctimas humanas escogidas para sus sa­ crificios 137. El reparto entre Dionisos y Apolo se efectúa aquí si­ guiendo las huellas de otro anterior, más profundo sin duda, que el Orfismo ha hecho suyo: entre la mujer y el hombre, entre la bestia­ lidad impura de una y la pura espiritualidad prometida al otro. El Orfismo exila las violencias salvajes de Dionisos al m undo animal de la mujer que se halla así, por su misma naturaleza, excluida de la norma de vida dictada por O rfeo138. No cabe duda de que a determinados lectores de mitos, llevados de un exigente gusto por lo concreto, les gustaría reconocer en la desventura de Orfeo un mortificante episodio de las discrepancias que habrían opuesto los partidarios de Dionisos a los inocentes dis­ cípulos de O rfeo159. Pero la historia de los tumultos sociales no es 135 Tal y como Joachim Du Bcllay lo llama. 136 Cfr. F. Cumont, «La grande inscription bachiquc du Metropolitan Museum». American Journal o f Archaeology, 37, 1933, 249. 157 De Abstinentia, II, 8. 138 El menadismo es cosa femenina como a menudo ha sido advertido. Sin duda alguna ya se ven en la ¿poca helenística hombres que están en el misterio, iniciados, que ocupaban funciones importantes. Pero incluso entonces, eran las mujeres las que presidían el Tiasos y desempeñaban el papel de mistagoga (Cfr. A. J. F e s t u g i é RE, Eludes de religión grecque et hellénistique, París, 1072, p. 19, n. 4). No obstante, en el colegio de Torre-Nova, de origen griego, el personal es mayoritajiamente mas­ culino y el dignatario que abre el cortejo, porta el nombre de Heros. El primer perso­ naje femenino, que marcha a su lado, es la Daduca, la Portadora de la antorcha. Aunque haya Pitagóricas, no parece que se den Órficos de sexo femenino. Los Orfeotelestes de Platón son sobrada y exclusivamente masculinos. Cuando los textos órficos abandonan un silencio despectivo es para tomar de nuevo la fórmula: Nada más pe­ rro que una mujer (O.F., 234 Kern). No se trata solamente de una vaga misoginia, ya que el odio de Hipólito con respecto a las mujeres, al matrimonio y al sexo es, sin duda, una componente de ese personaje que justifica mejor que nadie el hecho de aparecer ante los ojos de Teseo y de los espectadores atenienses como un seguidor de Orfeo. Aún podríamos referirnos a Eurídice y su relación provilegiada con Órfeo. Con la esperanza de una interpretación más rigurosa, véase: «Orphée au miel», Quadem i Urbmati di Cultura classica, n. 12, 1971, 7-23 (Faire de l'histoire, ed. J. Le GoFFy P. N o r a , 111. París, 1974, 56-75). '39 Ver en ello —co m o W il a m o w it z , Der Glaube der Hellenen2, Basilea, II.

166

más que la crónica de los cataclismos transcrita directamente en el discurso de los mitos. El enfrentamiento entre un Dionisos salvaje y un Orfeo apolíneo no adquiere significación más que confrontado él mismo a la relación de estrecha complementariedad entre el Apolo de Delfos y el Dionisos víctima de los Titanes. Si en una versión, Apolo, en lugar de Deméter o de Rea, es el encargado de recoger los jirones del niño degollado140, y si en varios relatos, es en Delfos, en el más apolíneo de los santuarios, donde Dionisos es acogido141, es porque en la teología de los discípulos de Orfeo hay una estricta separación entre el Dionisos de la edad de oro, Soberano de la Uni­ dad recobrada, y el dios de la omofagia, Príncipe de la bestialidad. Mas podemos preguntarnos si el reparto que traza el Orfismo en el propio cuerpo del dionisismo no está directamente amenazado por eso mismo que lo autoriza y lo hace posible, es decir, por la os­ cilación permanente de Dionisos entre dos polos alternativos: el Sal­ vajismo y el Paraíso recobrado. Al conferir el primer lugar a una po­ tencia divina cuya realeza en los orígenes del mundo afirma el privi­ legio de reunir en ella los más diversos elementos y formas, median­ te la integración de las diferencias afirmadas, el Orfismo se veía in­ defectiblemente atraído hacia la órbita del fenómeno dionisíaco y arrastrado al movimiento de las metamorfosis a las que se entrega, a lo largo de la historia, la locura constituyente y siempre renovada de Dionisos.

En verdad es un discurso de teólogos, ya que se trata de deter­ minar la posición de una potencia divina dentro de un sistema de pensamiento que se teje en torno a la problemática de lo uno y de lo múltiple. Dionisos se encuentran tan estrechamente en el interior 1959, 190— una prueba de que el antiguo orfismo había sido más apolíneo que dionisíaco, es hacer un mal uso de las apariencias de la diacronía. M. P. N ils s o n de­ muestra haberse inspirado mejor al leer el episodio en términos de conflictos y ten­ siones entre ambos movimientos místicos (Geschicbte der gnechischen Religión'1, 1955, 686-687). Cfr. también, con ese sentido, H. Je a n m a ir e . op. cit., p. 407. Con­ tra la tesis de A. KRÜGER (Quaestiones orphicae, Halis Saxonum, 1934, 30-33), que pretende distinguir dos orfismos, véase las objeciones de M . J . L a g r a n g e , VOrphisme, 44-46. 140 O.F., 35 Kern. 141 O.F., 35 y 210 Kern (en particular Schol in Lycophr., 208, p. 98, 5, Scheer). Dionisos en Delfos: H. J ea n m a ir e , Dionysos, 187-198, etc.

167

de la misma que hace que el análisis sea interminable. Pero para acordarnos del proceso es necesario, de forma provisional y arbitra­ ria, suspender su funcionamiento. El primer paso no ha consistido en rechazar lecturas convencidas de que el mito debía reflejar el escenario de un ritual dionisíaco o de que la devoración de un niño divino se dejara reducir, por aproximación comparativa, a la repre­ sentación, por así decir, natural, de un dios consagrado por esencia a morir y a renacer. En el punto de partida hay una serie de cuestio­ nes singulares, alimentada por una doble paradoja, culinaria y sacri­ ficial, que se inscribe en el centro del mito órfico. Pero esas interro­ gaciones no podrían formularse más que si otros relatos, prácticas ri­ tuales, diferentes tradiciones míticas, hubieran sido ya convocadas, confrontadas y puestas en relación unas con otras. Denunciar el ca­ rácter insólito de una historia de canibalismo, en una secta obsesio­ nada por el horror a verter sangre, o hacer objeciones a un fantasio­ so uso de las formas de cocina es emprender la lectura de un medio semántico organizado sin el cual el desciframiento del mito no pue­ de ni abrirse ni orientarse. La rareza del relato órfico se hace eviden­ te en la medida en que sus datos son confrontados con los procedi­ mientos sacrificiales, con la relación cardinal entre el espetón y el caldero y el conjunto de significaciones que los griegos han concedi­ do al asado como proceso y a la cocción por ebullición. Por lo mis­ mo, será precisando los valores del yeso con el que los Titanes se manchan, como los actores del mito descubrirán su rostro de hom ­ bres primordiales, surgidos de la tierra blanquecina y asociados a la cal viva. El relato de la muerte de Dionisos se remite, pues, median­ te sus rasgos más pertienentes, a un conjunto de representaciones, mayormente míticas, que se organizan en torno a las prácticas ali­ mentarias, procedimientos culinarios, sacrificio sangriento y, por eso, en torno a la condición del ser humano tal y como se delimita en relación a los animales y respecto a los dioses. La matanza de Dionisos llevada a cabo por los Titanes se inserta así en un grupo de mitos que comprende la historia de Prometeo, las representaciones de la omofagia dionisíaca, las especulaciones pitagóricas sobre la muerte del buey arador, pero que podría también aplicarse en dos direcciones: por una parte, hacia los diferentes relatos que la ciudad ha elaborado en torno al ritual de las Bufonias, relatos que constitu­ yen por sí mismos un subgrupo de los mitos centrados en la sangre vertida del primer animal; por otro, hacia el conjunto de tradiciones míticas y rituales que forman la textura de la historia de Dionisos, fragmento de una mitología cuya lectura apremia, aunque sólo sea 168

desde la perspectiva inmediata de una confrontación prolongada en­ tre el dionisismo y el orfismo. El sentido de ese mito, central para el pensamiento órfico, no ha sido confiado a lo que el relato parece querer decir más o menos ex­ plícitamente, a través de las relaciones superficiales que enlazan a los diferentes personajes: los Titanes, Dionisos, los Hombres, los Dioses. Ha sido necesario, por el contrario, alejarse de un mensaje perentorio para reconocer las relaciones semánticas que cada uno de los términos del mito órfico mantiene con otros relatos igualmente míticos o con datos rituales diversos. Único medio para medir el tra­ bajo de reorganización invertido en un discurso concebido y fabrica­ do por teólogos. Teólogos de la marginalidad cuyo discurso se enun­ cia en oposición al pensamiento político religioso, rompiendo con los mitos hesiódicos y con el sistema de la ciudad, pero teólogos que toman, a niveles diferentes, tan pronto de las tradiciones marginales como de los relatos comunes, los elementos, los términos y las rela­ ciones que reinterpretarán, combinándolas, en un discurso mítico deliberadamente erudito que procede mediante rodeos y connota­ ciones bien meditadas*.

' Este análisis, presentado y discutido en varios seminarios en la Escuela Normal Superior de Pisa, ha sido publicado en los Annali della Scuola Normale Superiore de Pisa, Cl. di Lettere e Filosofía, S. Ill, vol. IV, 4, 1974, 1193-1234. La presente ver­ sión ha sido reformada en una serie de puntos. Entre aquellos que han tenido la amabilidad de discutir conmigo estas páginas, debo particularmente mi agradecimiento a Luc Brisson, Walter Burkert, Jean-Louis Durand, Pierre Smith y Froma Zeitlin.

169

f; •i

ι i

t

INDICE DE NOMBRES Y MATERIAS

Abeja (Mujeres), 46-47, 109, 113 Accame, S., 155n. Acteón, 55, 57-58 Adontas, 46, 50, 51n, 101 Adonis, 9. 10, 23, 44n., 45, 48, 51, 54-55, 58, 61, 65n, 66n, 67-69n, 74-79, 83n, 85. 87n, 92-96n., 9798n., 99n., 100n., 101n., 102 Afrodisia Agrá, 83 Afrodita, 9, 10, 49, 59n., 63, 66-69, 71, 74-78, 83n., 85-87n., 88-91n.. 92-98n, 99-101. 103n. Agavé, 119-120. Agrio nías, 162 agua, 30-31 ¿boros, 99n. alelofagia, 109-112, 116, 118-121, 141-142, 157-158, 161 Alexis, 124n., 125n. alimentación a base de carne, 34-35. 110-112, 113, 116 Amazonas, 57, 72n., 73 Amenofis III, 30 Amímona, 30, 31, 66n. Amor, 76. 78, 83, 96, 133. Véase también Eros Anceo, 65n. A ndré,J ., 99n. anémona, 11, 98η., 99η., 100η., 101η. anemos: Véase viento

Anfitrión, 72 animales, 111-112, 123. Vcase tam­ bién bestias Anquises, 77 Anteo, 74 Anteros, 78 antropofagia, 107-109, 116-117, 152. Véase también canibalismo antropogonía, 110, 134, 147, 151 antiáneira, 73 Antífanes, 124n. Antoninus Liberalis, 21, 63η., 90η., 120η., 164η. apaté: Véase engaño. Apolo, 90, 165η., 166-167 [Apolodoro], 71n., 72n., 73, 75n., 86, 91n., 94n. Aquiles, 56 Arabia, 95 Ares, 72n., 76, 66n. Argos, 30, 31 Aristarco, 66, 73n. Aristofón, 124n. Aristóteles, 46, 79-80n., 83n., 96n., I l l , 112n., 114, 131n., 139-l4ln., 145-147, 149, 156n., 159n. armas, 71-72 Arquitas, 124 Arrigoni, G ., 69η., 91η., 94n. Artemisa, 55, 62-63, 66, 68, 70, 72. 75, 90-91n., 93

171

asado, 8, 25, 117, 140, 144-146, 168 Asclépios, 56, 57 Ascra, 33 Asdiwal, 17, 22, 31 asesinato: 117, 120. Véase también phónos y matanza astucia, 85-86, 90, 92-93, 97 Atalanta, 9, 10, 55, 57, 63, 67-69n., 70-72n., 74-76, 85-87, 90-97, 101, 103n. atélesta, 71-72 Atenea, 72, 155-156 Atenea Apaturía, 72n. Atenea Zostéria, 72 Atreo, 140n. Atropos, 68 Attalah, W ., 67η., 76η., 77η., 96n., 99n. Attis, 95n. Bacantes, 119-120, 130, 136, 163-169 Baehrens, E ., 59n. Baquios (epíteto de Dionisos), 162 Barthes, R., 43n., 60n. Bassares, 120-121, 162, 165-166 Baudelaire, 102n. Bcazley.J. D ., 67, 83n., 137n. Belerofonte, 56-57 Berard., V., 19, 29, 129n. Beroe (cazadora), 66n. Berthiaumc, G ., l4 ln . bestialidad, 112-114, 117, 119-120, 162, 164-166. bestias, 8, 25, 34, 92, 111-115, 125, 133, 154, 161-167. Véase también animales bíos orphtcos, 118, 134 Boardman, 72n., 86n. Bollack.,J., 103n. Bonanno, M. G ., 71n. Borle, J. P., 100η. Boyancé, P., 41η,, 134n., I39n., I48n., 153n., 158n., 165n. Braurón, 70 Brelich, A., 54n., 61 Briarero, 141 Bromios (epíteto de Dionisos), 157 bronce, I64n. buey, 25, 111, 116, 133, 152, 168

172

Bufonías, 25, 168 Burkert, W ., 60n., 107η., 125n., 153n., 159n., Buziges, 57, l69n. Byl, S., 158n.

124n.,

cabra, 116, 133 Caíame, Cl., 37n. caldero, 8, 25, 132, l40n., 144-146, 168. Calisto, 57 Calidon, 57 Cambises, 114 Camilo, 141 canibalismo, 34-35, 107-109, 114, 116, 118, 120-123, 135n., 158, 168 canto, 75 Caos, 133 Cárites, 133 Carlier, Jeannie, 138n. carne, 8, 73, 111, 115-116, 118-120, 132, 135, 142, 153-154, 156, 160161 catrera, 69-70, 73, 87-88, 92 Casabona.J., 135n. Qatal-Hüyilk, 47 caza, cazador: 7-11, 53-79, 82-86, 88, 91n., 92-97, 101-103; caza (presa) pág. 82. Véase presa Cazzaniga, 109n. Cecrops, 149 Céfalo, 56 ceñidor, 71, 72n. Vcase también zos­ ter cereales, cerealicultura, 45, 55, 58, 62-63, 98, 102-103, 142 cerebro, 156n. Certeau, M. de, 36, 4 ln ., 42. cérvidos, 10, 63n., 67, 74-75 Cibeles, 91, 95n. Cíclope, l40n. Cidón, 89 Cínicos, cinismo, 8, 35, 110, 116, 121-124, 125n. ciudad, 7-9, 28, 34, 63, 110-119, 121-125n., 129, 135. 154, 161-162, 169 Clitia, 48n.

cocido (por ebullición), 8, 136, 145, 147. Véase también hervido cocina, 142 Cole, Th., 113n. comensaJidad, 143-144, 150 Cook, A. B., 136n. corazón, 154-156n., 157n., 158-159 cosecha, 54 Creta, 31, 63 crisis agraria, 33 cristianismo 8-9, 130-131 Cronos, 107-108, 112, 160 crudo, 8-9, 112-114, 119-120, 122, 136, 145-146, 160-161 Ctesilla, 90 Cumont, F., I66n. Curetes (colegio de los), 155 Chantraine, P ., 98n. Chirassi, 54, 57n., 88n. Chipre, 88 Danaides, 22, 30-32, 74 D au x .G ., l43n., 157n. Delatte, A., 83n., I42n. Delcourt, M., 17, 107n., 157n. Delfos, 167 dema, 54 Demeter, 31, 44-49. 55, 58, 89-90, 99n., 100n., 101, 142, 154, 167 Demeter Tesmoforia, 46 Demofonte, 57 deseo, 82-85, 91-93. 96-97, 100n., 102-103 deshonra, 120 desmembramiento, 138. Véase dias· paragmós desmesura, véase hybris Despeina, 138 Detienne, M., 33, 85n., 108n., llOn. Deubner, L., 89n. Devallet, G ., 95n., 103n. dtasparagmós, 136, 138 Dieterich, A., l49n. diké, 32-33, 112n. Diodoro, 21, 9 ln. Diodoro de Aspendos, 125n. Diógenes de Sinope, 35, 122-123

dionisismo, 8, 36-38, 102n., 110, 116, 118-124, 127, 130-132, 135137n., 139, 150-159, 160 Dioscórides, 30, 99, lOOn. dioses, 8, 24, 35, 111-113, 115-119, 122-123, 125, 132-133, 135, 150, 154, 160-161, 163, 168 Dodds, E. R., 136n. doméstico (animal), 8-9, 111, 161 don, 87, 91, 93· Véase también dora dora, 86 DOrig, J ., 84n., 86n. Dracontius, 59n. Drew-Bear, Th., 73n. Dumézil, G ., 19, 25n., 50n. Edad de oro, 102n., 113, 117, 123, 147, l63n., 164, 167 Edipo, 16, 17. 23, 30, 122 Empedocles, 103n. endocanibalismo, 8, 95, 114-115, 122 engaño, 82, 85 entera, 14 ln. Epiménides, 56 epoptia, 42 erastes, 63, 75 eromenes, 63, 75 Eros: 59n., 77-78, 84n., 87, 96, 101103, 133. Véase también Am or erótica, 7, 10, 62-63, 65, 74-75 Erquia, 142 Escitas, 114 Esfinge, 108 Esmirna, 144, 157 espejo, 131, 137n., 138 esperma, 157 espetón, 8, 24, 118, 140, 145-146, 168 esposa, 63 esterilidad, 51n., 101 Estigia (laguna), 141 estructural (análisis), estructuralismo, 15-27, 31, 33-35, 43-44n., 46, 56. 110

Eubulos, 50-51, 65 Eupátridas, 143 Eurídice, I66n. Eurítanos, 114 Eustacio, 150

173

Fabbri, P., 98n. Fanes, 133, 159-160 Faure, P., 30n. fecundidad, 100η., 101n. Ferécides, 20, 88n. Féstugiérc, A.-J., 113n., 130n., I31n., 139n., 162n., I66n. Filocoro, F ., l45n. Filolao, 159n. filosofía, 15 Fornival, R. de, 81n. Frazer, J. G ., 50, 94, 130, 136 Fritz, K. von, 124n. froncsis, 79 Frontisi-Ducroux, Fr., 59n. Fuchs, W ., 86n. fuego, 112, 122, 151, 164

Gaertringen, Hiller von, 109n. Gaidoz, H ., 90n. gamos: 71n., 72. Véase también matrimonio gato, 83η., 84η. G engoux.J., 102η. Gentili, Β., 53η., 71η. géras, 144 Germain, G ., 50η., 51, 52 Gernet, L., 31 Girard, R., 130η., 136η. Glauco, 56 Gracbner, F., 53 Graf, I., 135n. granada, granado, 88-90, 98-100 Granet, 31 Greifenhagen, A., 78η., 96n. guepardo: 77-79- Véase también pan­ tera guerra, guerrero, 10, 62-64, 72-7576 Guthrie, W .K .C ., 131n., 136n.

Hecateo de Mileto, 43 hedysmata, 142 Henrichs, A., 139n., 155n. Helánico, 20 Helena, 70, 89 Hera, 30, 63. 72n., 88n., 87-93, 101η. Heracles, 66, 72n., 83 Herder, 35 Hermes, 76, 78 Hermocares, 90 Heródoto, 41, 43, 92n., 95-96, ll4 n ., 115, 134n., 138n., I64n. hervido. Véase también cocido (por ebullición). Hesíodo, 27, 32, 33. 72n., 85-86, 90, 108, 112n., 113, 133-135. 150-152. Hespérides, 88n. Hestia, 158-159 Heusch, Luc de hierbas aromáticas, 23, 25, 44, 81, 98, 102, 111, 117 hierro, I64n. Higinio, 21, 91n., 93n. Hímeros, 96 Hipólito, 55-58, 63, 64, 76, 76, 88n., l66n. Hipólita, 72 Hipómenes, 85-87, 91-92, 103n. Hirmer, N ., 86n. historia, 34, 35. 42, 45-46, 53-56, 5869, 123-124 hombre, 166 hombres, 8-9, 24-26, 34-35, 110-113, 116, 118-119, 122-123, 125. 132133. 135, 149, 154, 161, 163-168 boraios, 71n., 99n. Horn, H. G ., 81n. H ubaux.J., 102n., I63n. huevo, 133, 157 húmedo, 145, 156-157 hybris, 32-33, 112n.

haba, 117, 155-158 Hades, 89-90, 97. 98n. Harris, C.R.S., 158n. Harrison,J ., l48n., I49n. Haussleiter, J ., 121n. Hebe, 101η.

Immerwahr, W ., 69n. incesto, 59, 63-64, 115, 122 iniciación, 10,61-63, 148-149 Ippolito, G. di, 66n. iunx, 81

174

jabalí, 93, 65-68, 70, 76, 86, 93, 98. 102η. Jeanmaire, Η ., 163η., 102η., 136η., 156η., 160η., 165η., 167η. Jenofonte, 61, 82η., 83η. Jensen, Ε., 53 juramento, 90 justicia: 32; véase d ike Justino, 116 Kahil, L. G ., 70n. Kambitsis, J ., 63n., 120n. Karousou, S., 63n. kasalbas, 82 K eil.J., 155n., 157n. Keller, O ., 77n., 79n. Kérényi, Κ., l40n. Kirk, G. S., 17n., 20, 27-29, 36, 37n. krea, 146-l47n. Kriiger, A., I67n.

liebre, 10, 63n., 67. 74-75, 86, 93, 95, 96n., 97 Lilja, S., 103n. Linforth, I. Μ., 130n., 135n., 153n. Littelwood, D. R., 88n. Locres (tablillas de), 89 locura, 91, 94 logos, 16 Loisy, A., 129n., 130, l49n. Loraux, N ., 28n. Lugauer, M., 88n. lyssa: 87n. Véase también locura Macchioro, V., 130η. máchaira, 138η. macho, 10, 62, 95 mágeiros, 142 mancha, 120 Mannhardt, 136 manzana, 86-91 Marech, G ., 155n. Margival, N. de, 81n. marmita, 117 Martin, R., I49n. matanza: 118, 135, 152. Véase tam­ bién phónos y asesinato matrimonio, 9-10, 26, 30-31, 62-64, 68, 69n., 70, 72-76, 78, 85-86, 8891, 92, 94 Matthews, V. J ., 68n. Méautis, G ., 124n. mediador, mediación, 17, 151-152 Mekoné, 151 Melanión, 55-57, 85-86,94 Meleagro, 56, 67-68, 70, 86, 94 Méléze-Modrzejewski, J ., 112n. Melisai: 47. Véase abejas M ellaart.J., 47n. membrillo, 89, 90 Memoria, 75 Ménades, menadismo, 119, 164,

Laffranque, M., l l l n . lag óbólon, 83n. Lagrange, M. J ., 131n., 137n., I60n., I67n. Lamia, 114, 117 Lang, A., 107n. Langlotz, E., 77n. La Penna, A., 44n. Launey, M., 156n. Leach, Ed., I7n. lechuga, 11, 49-52, 65, 98, 100η., 101n., 102 Le Goff, J ., 26n„ 62n., 109n. Lembach, Κ., 99n. león, leona, 10, 66-68, 76, 85, 92-97, 102-103 leopardo, 48, 79, 94 Lerat, L., 144η. Lerna, 30, 31 Leroy, Μ., 102η., 163η. Lesbos, 119 Leucotoe, 98η., 100 Lévéque, P., 44, 45η., 46-47n., 148η., 49-50n. Lévi-Strauss, Cl., 15, 17, 22-23, 25, 26, 29, 31. 32n., 36 Licaón, 107-108, 140n.

I66n. Menelao, 89 m enta, 98n. méria, 143 Meslin, M., 17n. Metis, 108, 159-160 Metzger, Η ., 84η., 136η. Meuli, Κ., 60η.

175

m id, 25, 109 Mihailov, G ., 109n. Mileto, 162 Miltner, F., 155n. Miniadcs, 119-120, 162, 164 Minta, 97-98n., 100 Minto, A., 73n. Mirra, 46, 48-49, 84, 98n. mirra, 23, 48, 51, 101 mirrina, 82 misterios, 129-130, 137n., 165n. misticismo, 8, 131n. mito, 11, 15-37, 43-45, 54-56, 58, 60-61 mitógrafos, 21-22 mitre, 72n. Moira, véase Atropos moirai, l47n. Molpes, 140 Montaña, 63-64, 71, 86 Moraux, P., l l l n . , U 2n. Moulinier, L., 153n. muerte, 62, 118 mujer, 9-10, 46-47, 70, 74, 166η. Müller, K. O ., 29, 43 Müllcr, M., 22 muñeca, 131-132, 137 Musas, 75 Myste (epíteto de Dionisos), 129 mythos, 16, 43, 96 Narciso, 54, 57 Nauplia, 31 néctar, 164 Neikos, 134 Nenci, G ., 4 ln . Nestor, 143 Nivendro de Colofón, 65 Nietzsche, F., 36, 106 Nilsson, M. P., I60n., I48n., l67n. Noche, 159-160 Nock, A. D ., 129n., 157n. Nora, P., 26n., 4 ln ., 6 ln ., 109n. olor, 10, 46, 80, 94, 101, 111, 132 oistros, 9 In. Olivieri, A ., I57n. Omádios; (epíteto de Dionisos), 119

Óméstés: (epíteto de Dionisos), 119, 161 omofagia, 25, 112-113, 119-120, 122, 136-137. I60n.-163 Onomácrito, 150, 153 Orfeo, órficos, orfismo, 8, 9, 24-25, 35, 110, 116, 118-120, 130, 132135, 137n., 139n., 145, 147, 150154, 156-158n., 159-169 Orfeo-telestes, 134, 166n. Oribasio, 50 oribasía, 9 Orígenes, 116 Orión, 55-57 Orlandos, A., l49n «osas», 62-63, 70 Osiris, 130 O tto, W. F., 136n. Ovidio, 65n., 66, 68, 69, 74-75, 83, 85, 87-88, 91n., 92n., 93, 97, 98n., lOOn., 101, 103n., I4 ln .

Paioni, G ., 53n. palabra, 21 Palamedes, 56 Pandora, 72 Panfilia, 81 pantera, 9-10, 77, 79n.-81, 83n.-85, 97 pardáleion, 80n. párdalis, 79, 80, 82 París, 77 parricida, 115, 123 pártenos: 71; véase también virgen Passamore.J. P., 112n. Peithó: 77-78, 83. Véase también persuasión Peleo, 86 Penélope, 74 Penteo, 119 peonza, 131, 173n. pepansis, 145 P ép in .J., 137n. Pérdicas, 55, 57-59n., 65n. Pérdicas (rey de Macedonia), 59n. Perdix, 59 perfume, 23, 46, 80-82, 95. 100102n., 111 Perseo, 56

176

Perséfone, 89-90, 97-98n., 160 Persuasión: 78, 91, 97. Véase tam ­ bién peithb Petiazzoni, R., 53n. phónos: 118, 135, 152. Véase tam­ bién matanza y asesinato Picard, Ch., 72η., 66η. Piccaluga, G ., 44η., 45η., 47η., 53η., 54, 55η., 56, 59, 99η., 107η. Pindaro, 26-28, 74 Pitágoras, pitagóricos, pitagorismo, 8. 35, 110, 116, 118-120, 124-125n., 132-133. 146-147, 154 Platón, 102n., 107, 112n., 114-115, 123, 134n., 138n., t4 ln ., 145-147, 150n., 153. 165 Plinio el Viejo, 50, 80, 94, 98n., 99η., 100η. Plutarco, 36, 50n., 89, 91n., 100n., 102, 120n., 122n., 138n., I41n., 153n., 156, 162 podrido, podredumbre, 109-110, 117 Pohlcnz, Μ., I49n. poikílos, 80 Politecnos, 109 Polyfonte, 63n. Poseidón, 30, 122, 143 P ouillon.J., 34, 35n. presa (caza): 73, 82: Véase también caza Procris, 56 Proeto (hijas de), 63-64 Prometeo, 24, 72, 113, 118, 122-123, 137, 151-152, 168 Protógonos, 133 Prümm, Κ., 131n. puente, 114 pureza (masculina), 164-165

Quíos, 119 racional (pensamiento), 15-16 razas (mito de las), 32-33 Rea, 108, 154, 167 real, 41-43 Reinach, S., 131n., 139n. Reinos, 63n. religión, 8

Ricci, G ., l40n. Robert, L., 42n., 43n. Robert, J. y L., 42, 150n. Rodas, 156 Rohde, E., I60n. Rolley, Cl., 72n. rombo, 131, 137 rosa, 85-103 Roussei, P., 56n., I65n. Roux.J., 164n. R udhardt.J., 137n., 151n.

Sabbatucci, D ., 34, 132n., 133n. sacrificio, 7, 9, 11, 24-25, 110-112, 116-119, 127-148, 150-157. 160163, 168 sal, 141, 144 Sale, W ., 62n salvajismo, 61, 113-114, 117, 119121, 123, 163 sauzgatillo, 10 In. Schauenburg, Κ., 63n. Schcfold, Κ., 77n. Schepens, G ., 4ln. Schilling, R., 68n. Schmidt, J ., 72n., 119n., 162n. Schnapp, A., 83n. Schwabl, H ., 27n. Schwartz, J ., 73n., 86n. seco, 145 seducción, 9-11, 49, 51n., 68, 76, 8283, 90, 97. 101n,-103 Segal, C h., 8-7n. selva, 62-64, 69, 71, 91 Ser, 134 serpiente, 95 Seyrig, H ., 99n. Shmueli, E., 121 Simon, E., 76, 77n., 78n., 79 Smith, C., 136n. Smith, P., 25, 147η. Smith, R., 130 soberanía, 108-109, 133, 148, 160 Sócrates, 82, 83n. Sófocles, 26 Sokolowsky, Fr. 140η., l43n., 155n., 157n., I62n. Sol, 98n., 115, 149, 165 Solón, 89

177

Sperber, D ., 25, 26n. splanchna, 140-144, 146η., 155 Tamasos, 88 Tannery, P., 125n. Tántalo, 108 tephra, 150 teleta, 71 Telémaco, 143 Teleté, 139, 153, 165 tilos, 71η.-72 Tenedos, 119 Teofrasto, 57η., 80η., 99η., 100η., 142η. Teognis de Megara, 71 Teseo, 108-109 Tesmoforias, 30, 44, 46, 47, 49, 101η. Tierney, Μ., 158η. Tierra, 58, 88 Tierra Madre, 48 Tiestes, 107-108, 140η. tirano, 114 Titán, 149, 151 Titanes, 7, 24, 108, 118, 130-131, 136-139N., 145-146, 150-155. 157158, 160-161, 169 Titanís ge, 149 W anos, l49n., 150 Toynbee, T. M. C., 84n. tragar (katapinein), 108 tragedia, 21, 26-28, 36, 69n. trampa, 82, 95 trastocamiento (inversión de térmi­ nos, de sistemas), 116, 118 Trumpf, J ., 88n. Tucídides, 34, 114n. Turcan, R., 99n., 157n. Tylor, 107 Ulises, 56, 74 ulóchytai, 142 Urano, 159 Usener, 112n.

vegetarianos, vegetarianismo, 8, 111, 116, 118, 135. 161 Veies, 141 Vernant, J.-P ., 28n., 32, 108n., 110N., 113n., 115n., 151n., 159n., 161n. Veyne, P., 4 ln ., 43n. Vickers, B ., 36 vida, 62 VidaJ-Naquet, P ., 28, 61n., 85n., 110n., U 5 n ., I63n. viento, 98n. vino, 143 virgen, virginidad, 63, 88 Virgilio, 58 visceras: 144. Véase también splanch­ na Voelke, A.-J., 100n., 11 ln.

Waltzing, J.-P ., 116n. Welcker, 109n. W ide, S., 72η. Wilamowitz, 131η., 153η., 166η. Winckelmann, 35

xenismós, 129

yeso, 24, 131, 148-149, 151, 168

Zancani-Montuoro, P ., 89η. Zeus, 72, 88η., 91, 108, 131-134, 141-142, 150, 154, 156, 160 Zeus Meiliquios, 142-143 zorro, 80, 85-86, 91-92, 97 zóster: 72n. Véase también ceñidor Zumthor, P ., 19n. Zuntz, G ., I65n.

178

INDICE DE TEXTOS CITADOS

Alexis La Pitagórica, F. 2 y 3 Meincke: 124n. Tarentinos, F. 1 y 2 Meineke: 125n. Amiano Marcelino 22, 9, 15: 99n. Antífanes Mnemata, FGC III, 87 Meineke: 124n. Antoninus Liberalis Metamorfosis, I: 90η.; X: 120n., I64n.; XXI: 63n. (Apolodoro) Biblioteca, II, 5, 9: 72η.; III, 9, 2: 70, 71, 73, 86; III\ 14, 4: 75n. Aristófanes Ranas, 1032: 132n., 135n., 139n. Usistrata, 785-796: 86n.; 10141015: 82n. Aves, 686: 150n. Paz, 1115: l43n. Fragmento 478 Kock: 82n. Aristofón El Pitagórico, F. 3, 4 y 5 Meineke: 124n. Aristóteles Etica a Nicómaco, VII, 1148b 1925: ll4 n . Gen. A nim ., 734 a 16: 159η.; III, I, 750 a 30-35: 96; IV, 5, 774 a 3235: 96n.

Historia de los animales, VI, 31, 579b 1-5: 65-84; IX, 6, 612 a 5-12: 8On.; IX, 6, 612 a 12-15: 81-82; IX, 9, 614 a 26-28: 88n. Meteorológicas, IV, II, 389a 28: 149 Part. Anim ., 666a 7-10 y 20-22: 158n.; 666a 14-16: 159n.; 666b 610; 159n.; 667b 1 y ss.: 141; 670a 23-26: 158n.; 673b 1-3: I4n.; 673b 1 y ss.: 141; 670a 23-26: 158n.; 673b 1-3: l4 ln .; 673b 15 y ss.; l4 ln . Política, A, 8, 1256b 7-26: l l l n .; VIII, 1338b 19-22: ll4 n . Fragmento 194 Rose; 156n. (Aristóteles) Mirabilia 6: 80n. Problemas, III, 43 ed. Bussemaker, t. IV, 331, 15 y ss.: 131η. XIII, 4, 907b 35-37: 80n. Atenea III, 84 C: 88n.; IV, 163 E-F: 125n.; IX. 410 A-B: I44n. Atenión ap. Atenea, XIV, 660 E: l42n., 146 (Bión) Canto fúnebre p o r Adonis, 65-66: 100 Damascios Vida de Isidoro, 97: 82n.

179

Diógcnes Laercio VI, 56: 122η.; VIII, 28: 157η. Dión Crisóstomo VI, 25: 122η.; XXX, 56: 148η., 153 Dionisio el Pcriégeta V, 935-947: Ι63η. Dioscórides 2, 176, 3: 99n. Eforo F G rH ist., 70 F. 42: ll4 n . El ¡ano Sobre la naturaleza de ¡os animales, V, 40: 81η.; VI, 2: 79n. Epicuro Rar. Sent. XXXII: 112n. Escolios de Aristófanes Nubes, 996997: 90n. Escolios de Eurípides Hipólito, 1421; 75n. Escolios de Eurípides Fenicias, 150: 69n. Escolios T en litada de Homero, XXIV, 31: 66n. Escolios de Licofrón, 831: 75n.76n., lOOn. Escolios de Teócrito Idilios, III, 38b: 88η.; III, 40d: 69η.; V, 92c: lOOn. Esquilo Prometeo, 172: 77n. Bassares, F. 83 Mette: l65n. Esopo Fábulas, 42: 80n. Estrabón X, 483: 63n. Eurípides Bacantes, 702-768: 163; 11851189: 119n.; 1240 1242: 119n. Cíclope, 243-247: 356 y ss., l40n. Heracles, 416-418: 72n. Hipólito, 742-750; 88n. Fcrécidcs F Gr Hist., 3 F 16 Jacoby: 88n. Filocoro F G rH ist., 328 f 74Jacoby: 149n.; 328 F 173 Jacoby: l45n.; 334 F 1Jacoby: l49n. Filolao

B 17: 159n.

Filón de Alejandría Leg. allegoriae, II, 6 p. 107 Mondésert: 158n. Filóstrato imágenes, L, 6, 5: 96n. Vida de Apolonio de Tiana, II, 12: 81; IV, 28: 88n. Firmicus Maternus Tratado sobre los errores de las re­ ligiones paganas, 6, p. 15, 2 Zie­ gler: 136n. Gratio Cinegética I, 24 y ss.: 65n., 66n. Heródoto II, 41: 138η.; II, 64: 92η.; II, 81: 134η.; III, 25: 115; III, 108-109: 95η.. 96η.; III, 110: I63n.; IV, 106: 114n.

Hesíodo Teogonia, 459-460: 108n. Trabajos, 61: 150n.; 59; 63; 72n, Catálogo de las mujeres, f. 76, W.M.: 86-87, 91 Hesiquio s. v. kardiusthai, 155n. Higinio Fábulas, 185: 73n., 93n. H im no homérico a Afrodita 64-74: 91n. Himno homérico a D eméter 372-374; 411-413 90n. Homero litada, II, 735: 150; XXI, 573-580: 79n. Odisea, III, 5-66: l43n.; XI, 245: 72η.; XI, 465: 98n. Ibico de Rhegium Poetae Melici Graeci, 286 Page: 89η. Jámblico Protreptico, XXI, 108, 5-6 Pistelli: 156n. Vit. Pit., 109, p. 63, 2-3 Dcubner: 156; 154, p. 87, 6-7 Deubner: l47n. üámblico) Theolog. Arithm ., c. XXIII: 156n. Jenófanes B. 33 7 D .-K .: 150n.

180

Pindaro Jenofonte Piticas, 9, 105-124: 74n. Memor., Ill, I, I, 5 y ss.: 82n. y Platón 83n. Luciano El Banquete, 196b: 102n. Eutidemo, 301 a: 138n. De Sacrificiis, 13: 155n. Leyes, 782b 6-c 2: ll4 n .; 782c: Lex., 23: 9Pn. 132η., 134n. Mitógrafos del Vaticano Protagoras, 320 D: 150n. I, 232; II, 130; III, 7, 3: 58-60 República, 364 E: l65n.; 372 DNicandrio 373 A: l46n.; 404 A-D: l46n.; 572 Fragmentos, 65 y 120 Schneider: 102n. C: 115n. Plinio Nonnos Historia Natural, 8, 43 : 94n.; 8, Dionistacas, 12, 87-89: 9 I n .; 35, 82: 73n.; 41, 155-157: 65n., 66n., 62: 81n.; 13, 6: 80n.; 21, 165: 98n. 41, 209-211: 66n.; 42, 209-211: Plutarco 76n. Opiano Camilo, V, 5-6: 141η. A qua an ignis util., 2, 956 B: 122n. Cinegética, IV, 320-353: 82n. Orficorum fragmenta (Kern) De esu camium, 995 C-D: 122n.; fr. 31: 137n.; fr. 34: 138n.; fr. 35: 9 9 6 C: 153n. 132η., 138η., 139η., 154n., l67n. Preceptos conyugales, 138 D: 89-91. Quaest. Graec., 38, 299 E: 120n.; fr. 36: 138n., 154n.,fr. 107: 159n.; fr. 207: l60n.; fr. 209: 137n., 148n., 38, 299 E-300 A: l62n. fr. 210: 138n., 155n.. I67n.; fr. Quaesi. Conviv., II, 3, 1, 635, e-f: 211: 138n.; fr. 234: l66n. 156-157, 158n., 159; III, 1, 646 B: Ovidio 102n.; Ill, 1, 3, 648 A: lOOn. Porfirio Fastos, III, 605 y ss.: I4ln. De Abstinentia, I, 4: l l l n .; I, 13: Metamorfosis, I, 228-229: l40n.; 112η.; II, 8: 140-141, I62n.; II, IV, 190-255: 98η.; VIII, 317-430: 57: 115n. 70-71; X, 529-739: 66, 68-69, 83; X, 579: 107η.; X, 609-680: 87n.; Solón Fragmentos 127 a, b, c, RuschenX, 644-648: 88η.; X, 694: 920; X, busch: 89n. 698-707: 85n., 92; X, 725-739: 97, Teócrito 98n., 99-100. 147-148, 149-150 Parmenides Idilios, 111, 40-42: 86-88, 90-91; V. 88: 90η.; V, 92: lOOn. 8, 4; 8, 32; 42; 73n. Paroemiographi graeci Teognis de Megara 1275-1277: 103n.; 1289-1294, 84: II, 513, 5-8 L.-S.: 72η.; II, 635. 71n. 1-2 L.-S.: 100; II, 770 L.-S.: 89n. Teófilo Pausanias A d Autolycum, III, 5: 123n. II, 11, 5: 149η.; II, 17, 4: 88η.; II. Teofrasto 32. 2: 720; III, 12, 4 y ss.: 13, 6: Caus. Plant., VI, 5, 1: 100n.; VI, 74η.; IV, 35, 2: 30; VIII, 37, 5: 15In.; VIII, 37, 8: 138η.; IX, 17, 17. 9: 80 Hist. Plant., VI, 8, 1-2: 99n. 3: 72n.;X , 4, 3: 150n. Physiologus: I, 16. Sbordone, p. 60, Tucidides III, 94: ll4 n . 5 y ss.: 95 (n. 119): 81n.

181

INDICE

I. Los Griegos no son como los d e m á s ....................................... II. La pantera p erfu m ad a..............................................................

10 39

Una lección de Historia .................................................... Los infortunios de la caza ................................................. La fábula de la pantera de amores .................................. La rosa de vien to ................................................................

41 53 65 85

III. Devorar la cabeza de sus p a d re s ............................................. IV. El Dionisos órfico y el cocido a s a d o .......................................

105 127

I n d ic e d e n o m br es y m a t e r ia s ................................................................. ÍNDICE DE TEXTOS CITADOS...........................................................................

17 1 179

1. 2. 3. 4.

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF