He Venido Para Que Tengan Vida: Ejercicios de Ocho Días Con San Juan - Simon Decloux

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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SIMON DECLOUX, SJ

«He venido para que tengan vida» Ejercicios de ocho días con san Juan

SAL T2ERRAE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

Título del original: «Je suis venu pour qu’ils aient la vie». Retraite de huit jours avec saint Jean © Éditions Fidélité, 2009 Namur (Belgique) www.editionsjesuites.com Traducción: M. M. Leonetti © Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Manuel Herrero Fernández, OSA Administrador diocesano de Santander 26-01-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2454-9

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Presentación or cuarta vez, algunos amigos del padre Simon Decloux tenemos el placer de presentar por escrito el texto de una de sus tandas de ejercicios de ocho días. Después de san Lucas, san Mateo y san Marcos1, ahora le toca el turno a san Juan. Como ya ocurrió con los anteriores, los presentes ejercicios se dieron –y hasta se grabaron– varias veces. Nos hemos servido de una de estas grabaciones para ponerlos por escrito, un trabajo austero del que se ha encargado el padre Réginald Nolf, SJ , al que damos de nuevo las gracias públicamente; en esta tarea ha colaborado también la hermana Noëlle Hausman: sin su dinamismo, la publicación de este libro se hubiera visto demorada todavía algún tiempo.

P

El padre Decloux ha revisado el texto impreso y le ha aportado algunos matices. Disponemos así de un manuscrito que conserva las cualidades y el estilo propios de los ejercicios orales, al mismo tiempo que se convierte en apoyo para la oración del lector que se muestre deseoso de volver a la fuente. Porque es el mismo Evangelio de Juan lo que resuena al hilo de estas páginas, dispuestas a la manera de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola: el cristiano se ve llevado, de misterio en misterio, a seguir e imitar, conocer y amar a Cristo, Hijo de Dios. «He venido para que tengan vida», hemos elegido estas palabras de Jesús como título de la obra que no cesen de resonar en todo el mundo.

EL EDITOR

1. Véase El Espíritu Santo vendrá sobre ti. Ejercicios de ocho días con san Lucas, Sal Terrae, Santander 2007; «Dichosos vosotros». Ejercicios de ocho días con san Mateo, Sal Terrae, Santander 2007; «¡Creed en el Evangelio!» Ejercicios de ocho días con san Marcos, Sal Terrae, Santander 2008.

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Introducción: Prólogo del evangelio sta noche nos vamos a contentar con introducir el camino que seguiremos a lo largo de estos ejercicios. El tema –si es que podemos hablar de «tema»– que hemos elegido es el del Evangelio de Juan. Evidentemente, no podemos recorrer en ocho días el evangelio en todas sus etapas; por consiguiente, no vamos a seguir paso a paso todo el relato evangélico. Con todo, nos esforzaremos en hacer aparecer su desarrollo global.

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Como sabéis, el cuarto evangelio se atribuye habitualmente al apóstol Juan, hijo, junto con Santiago, de Zebedeo. Por otra parte, los exégetas remiten hoy con frecuencia al discípulo que Jesús amaba, que podría ser Juan el Presbítero. No forma parte de nuestro cometido debatir esta cuestión; nosotros hablaremos habitualmente de Juan y de su evangelio (el cuarto evangelio), conscientes de que este suele ponerse en relación con la escuela joánica de Éfeso. El término «el discípulo que Jesús amaba» se identifica, por otra parte, con el autor del cuarto evangelio. Lo que os propongo esta noche es leer juntos, comentándolo de manera breve, el texto del Prólogo con el que Juan comienza su evangelio. Con ello nos sumergiremos ya en pleno corazón del mensaje que recorre las páginas del cuarto evangelio. «Comenzar»: ¿no es de eso mismo de lo que se trata en el Prólogo? Ahora bien, ¿no tiene cada evangelio su propia manera de comenzar? El Evangelio de Mateo nos ofrece al principio una genealogía que se remonta al comienzo de la historia del pueblo de la promesa, con Abrahán, e intenta alcanzar a continuación, a través del encadenamiento de las generaciones, la etapa final de la Alianza consumada en José, María y Jesús. Es una manera de remontarnos al inicio situándonos en el interior de una historia que Dios ya había comenzado antes. Marcos empieza su evangelio de una manera más abrupta: «Comienza la buena noticia de Jesucristo»; y, para empezar, propone asistir a la irrupción de Jesús en el interior de la historia de los hombres, como anunciador de un tiempo nuevo que coincide con la proclamación de la Palabra de Dios, que abre una historia nueva. Lucas, por su parte, después de haber dedicado su evangelio a Teófilo, sitúa la historia de Jesús en el interior de la historia que se está escribiendo en tiempos de Herodes, rey de Judea, y de Zacarías, el sumo sacerdote: doble referencia, política y religiosa. ¿Acaso no nos situamos todavía hoy en la historia política del mundo y en la historia de la salvación? Sin embargo, he aquí que Juan, por su parte, nos propone otro inicio, un comienzo muy «anterior» a todos los otros: «Al principio ya existía la Palabra». Al comenzar su evangelio con estas palabras, Juan no retoma el enunciado que se encuentra al inicio de la Biblia: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». La intención de Juan es, en efecto, indicar que ya antes del principio de la creación existía otra realidad mucho más 5

«antigua»: «Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Dios existe incluso antes de crear. Existe en su eternidad, en su vida, que «precede» a todos los tiempos y que nunca terminará, porque Dios es la Vida. Y Juan nos pide que proyectemos nuestra mirada, nuestra escucha y nuestra atención sobre Aquel que participa en esta eternidad de Dios, sobre la presencia de la Palabra, del Verbo en Dios mismo. ¿Acaso no enuncia el relato del Génesis: «Al principio creó Dios [...] dijo? Por consiguiente, es la Palabra de Dios, que existe desde siempre con Dios, lo que Juan nos pide que reconozcamos en el punto de partida de todas las cosas. Si nosotros somos, si existe el universo, si todas las cosas que conocemos pueden ser contempladas, si están animadas por el aliento de vida y si están en la luz que nos permite verlas, es porque Dios existe desde toda la eternidad, porque su Palabra está con él y porque, en virtud de su Palabra, creó todas las cosas. Estamos hablando del «Prólogo» del Evangelio de Juan. Esta palabra, «prólogo», se puede emplear para designar la «palabra» que precede a todas las otras palabras. Ahora bien, Dios es por sí mismo, por su Verbo, esta «palabra» que precede a todo, porque es el Verbo de Dios. En cuanto a nosotros, no podemos hablar más que en la medida en que ya hemos sido precedidos por esta Palabra, que es la palabra misma de Dios. Antes de entrar en la historia, que es «la historia» de Jesús entre nosotros, Juan escribe, pues, este Prólogo, rico en temas (si es que podemos emplear este término), que serán recogidos, orquestados en el resto del evangelio, pero que se despliegan aquí incluso más acá de la historia, siendo aquello a partir de lo cual surge la historia y encuentra su propia densidad. Digo antes de la historia En realidad, tal como vamos a constatar, hay como dos momentos que se suceden en el interior del Prólogo del evangelio. En todo caso, es este doble momento lo que intentaremos sacar a la luz. El texto parte de la existencia de la vida en Dios, pero de una vida que, a continuación, viene a «materializarse», a «encarnarse» en nuestra historia humana. Así es como Juan hablará del Verbo hecho carne, manifestado en el corazón de la historia del mundo, de Jesús, el Verbo encarnado. El segundo momento, apenas esbozado en el Prólogo, aunque desplegado a continuación en la revelación evangélica, es la manifestación de este Verbo de Dios encarnado en el corazón de nuestra historia. Con él vuelve a Dios mismo el impulso inicial. Así pues, Dios nos envía a su Hijo, y este nos lleva de nuevo con él hacia Dios. Este sería, en cierto modo, el movimiento de fondo que sostiene el texto de este Prólogo. Juan nos dice ya desde este momento: antes de hablaros de la historia de Jesús y antes de invitaros a fijar vuestra mirada en algunos de los momentos de su vida particularmente significativos, os invito a que miremos juntos este doble movimiento, que viene de Dios para alcanzarnos en Jesús y que nos lleva de nuevo con él hacia el Padre. Perfilemos, por tanto, ahora las sucesivas etapas de este despliegue: tanto el movimiento que viene de Dios para unirse a nosotros en Jesús como el movimiento que nos lleva con Jesús hacia Dios.

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En el punto de partida se encuentra, por tanto, el versículo: «Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios». Trasladémonos con el evangelista hacia este comienzo que precede a todas las cosas; es ahí donde Dios existe, y es ahí donde Dios ya es Palabra, una Palabra que expresa la profundidad, el infinito, la santidad de Dios; una Palabra que está con Dios y vuelta hacia Dios. El conocimiento que de sí mismo tiene Dios desde siempre, de sí mismo en aquel al que engendra y que es su Hijo (para emplear ya desde ahora los términos de «Padre y de Hijo», que no aparecerán sino más adelante en el Prólogo), suscita en cierto modo en él la réplica y la reproducción viviente de su esplendor y de su santidad. Tras este primer paso que nos mantiene todavía en Dios, en la vida más íntima de Dios, pasemos a un segundo momento, con el versículo 3: «Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe». Si existe Dios en el punto de partida, Dios en su unidad y en su vida íntima, existe «a continuación», a partir de Dios y de su Verbo, la creación de todo lo que existe, la creación del mundo, la creación de todas las cosas. Realidad grandiosa que nunca acabaremos de explorar y que no podemos descubrir sino poco a poco. Este mundo no viene, por supuesto, de él mismo; surge de la potencia creadora de Dios, surge del Verbo de Dios, que despliega en cierto modo algo de su magnificencia en la creación. «Todo existió por medio de ella». Es la Palabra de Dios que, según el relato del Génesis, despliega algo de su riqueza en la realidad del universo. «Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe». Todo existe desde entonces por el Padre, pero también por el Hijo, por aquel que es la Palabra por la que el Padre lo crea todo. La tercera etapa está afirmada en los versículos 4 y 5: «En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron». Juan intenta decirnos, con unos términos que poseen en él una gran carga significativa, el dinamismo que hay en el interior de todo lo que existe, en la creación de Dios. Todo eso está animado de vida y, a partir de ese momento, no es estático, porque lo que viene de Dios no es una realidad muerta y paralizada; es una realidad efectivamente animada por la vida, por esa vida que suscita y pone en marcha el universo, que de algún modo anima todo el cosmos con la expansión extraordinaria del mundo, con sus estrellas y sus galaxias que van descubriendo los sabios. Todo lo que existe a nuestro alrededor y encima de nosotros, todo lo que no cesa de extenderse más allá de toda imaginación o proyección, así como la realidad misteriosa de lo extremadamente pequeño inscrito en una planta o en un animal, aunque de modo decisivo en el hombre. Esta vida viene de más lejos que ella misma, de algo más profundo que ella misma, porque toda vida viene, en última instancia, del corazón de Dios y de su Palabra. ¿Acaso no nos mostramos hoy particularmente atentos a toda transmisión de la vida y a la lucha de la vida contra la muerte? Ahora bien, frente a estas cuestiones seguimos siendo unos pobres pequeños artesanos que intentan comprender e imitar lo que de todos modos no tiene su origen más que en Dios. La vida es ese movimiento que viene de Dios desde el comienzo de la creación, porque Dios es él mismo Vida, y es Dios quien anima todas las cosas, quien nos anima a nosotros y anima 7

el universo a nuestro alrededor. Esta realidad asombrosa es la que Juan nos invita a contemplar y a reconocer cuando emplea la palabra «vida». Con todo, tal como ya hemos dicho, la palabra «vida» dista mucho de evocar únicamente la vida biológica. Existe, en efecto, con una entidad mucho más profunda, la vida interior, la vida espiritual, esa vida que descubrimos en nosotros. Los versículos 4 y 5, que nos hablan de la vida, nos hablan también de la luz. Se trata de otro misterio distinto al de la luz. Si está el misterio de la vida como una especie de dinamismo incomprensible, la luz constituye claramente otro misterio. En el mismo momento en que abrimos los ojos, se nos revela una riqueza asombrosa, una riqueza compuesta de perfiles, de volúmenes, de colores..., un espacio habitado donde las cosas, en virtud de sus colores, su frescura, su consonancia y su manera de existir, se revelan a nosotros y se dan a conocer. Si no hay luz, no hay nada que conocer, nada que captar, nada que percibir, nada que comprender. La luz es como el fondo mismo de lo que existe y de lo que el conocimiento del hombre puede desplegar. Ahora bien, aquí de nuevo, más allá de la luz de nuestros ojos, está la luz interior, la luz del corazón, incluidos los ciegos, a través de la cual se puede desarrollar la comunión y que es fuente de adhesión al misterio. Juan nos dice: lo que viene de Dios, lo que ha sido creado por la Palabra de Dios, todo eso está penetrado de vida y de luz, y nosotros mismos nos bañamos en la luz y en la vida. A poco que reflexionemos sobre ello, hay aquí algo inmenso y fascinante, más allá incluso de todo lo que podemos intentar comprender. Sin embargo, después de estos sucesivos despliegues, he aquí que Juan nos habla de un hombre: «Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino un testigo de la luz». Estos versículos, el 6, el 7 y el 8, constituyen como una cuarta etapa en el despliegue que nos propone Juan a partir de la realidad de Dios. El hombre del que nos habla está inscrito en el interior de una historia compuesta de testimonios. Porque, si Dios existe, si Dios se revela, y si Dios comunica la vida, el hombre no tiene acceso a él más que a partir del testimonio que se le rinde, a partir de lo que se dice de él. Ahora bien, nosotros nos encontramos en una historia en la que conocemos a Dios a partir de un montón de testimonios que se nos han propuesto sobre él. Testimonios entre los que destaca un punto de referencia absolutamente preciso y determinado: el testimonio de aquel al que llaman Juan el Bautista, alguien que llegará a designar a Jesús como «el Elegido de Dios». A nuestra historia, que es una historia de revelación progresiva, a esta historia en la que se va anunciando poco a poco al hombre la presencia de Dios, he aquí que viene alguien para consumar en cierto modo los testimonios anteriores que preparaban la venida de Jesús. Viene para dar testimonio de la Luz, sin ser la verdadera Luz. Una luz, tal como indicaba ya el versículo 5, que ha sido tomada en el interior de un combate. Y es que la Luz debe poder triunfar sobre las tinieblas. Si bien Dios es Aquel que ilumina, nosotros, por nuestra parte, estamos encerrados, en efecto, en unas tinieblas, que sirven de obstáculo a la Luz. Dios, al crear el universo de los hombres, se implica así, en cierto modo, en un combate en el que debe 8

triunfar sobre las tinieblas. Y todos los testimonios que precedieron a la venida de Jesús y que culminan en Juan el Bautista son testimonios que deben triunfar sobre las tinieblas que oscurecen el corazón del hombre. Juan el Bautista viene para dar testimonio de la Luz. Siguen los versículos 9-11, que constituyen una quinta etapa en el primer movimiento que dibuja el Prólogo del cuarto evangelio: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre. Venía al mundo, estaba en el mundo, y el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a su casa, y los suyos no la acogieron». Si todo viene de Dios por el Verbo, si todo eso es, si todo eso es luz, si todo eso es vida, en medio de todo eso estalla un testimonio decisivo. Y he aquí que ese testimonio desemboca, a su vez, en la presencia misma de Aquel que es la luz y que viene a iluminar el mundo, haciéndose presente en el corazón de este mundo, él, la Luz verdadera que ilumina a todo hombre; Luz que viene de Dios y fuera de la cual nada se deja comprender ni captar plenamente. He aquí, por tanto, que esta luz ocupa su sitio en el interior de la historia humana. La luz que viene de Dios se nos hace ahora presente en Jesús, encarnada en él, el Señor, en el mismo corazón de la historia. A partir de ahora, proyectando nuestra mirada sobre Jesús, es como podemos abrirnos a la verdadera Luz. Juan desarrollará esto a lo largo de su evangelio: «Yo soy la luz del mundo», dirá Jesús. Si queremos ver de verdad, contemplar el mundo en su más honda profundidad, es en la mirada que proyectemos sobre Jesús donde alcanzaremos la riqueza, la densidad y la profundidad mismas del mundo. Y, sin embargo, puesto que la Luz está implicada en un combate contra las tinieblas, he aquí que Juan, al hablarnos de esta Luz que debe iluminar a todo hombre, debe añadir de inmediato: «El mundo no la reconoció. Vino a su casa, y los suyos no la acogieron». Esta luz que Dios nos da para que conozcamos la realidad última de las cosas, la profundidad divina del universo y de nuestra vocación humana, esta Luz es, efectivamente, rehusada, rechazada; en cierto modo, es dejada de lado, puesto que el hombre busca otras luces para alumbrarse, cuando solo a partir de esta Luz encuentra cualquier otra luz su propia realidad. La luz de la ciencia, del arte..., cualquier luz a la que pueda confiarse el hombre no expresa su verdad más que en la medida en que todo se ve finalmente vuelto a colocar en la perspectiva de Aquel que es la Luz verdadera que viene a este mundo. Sin embargo, los hombres no reconocen esta Luz y se cierran a menudo ante ella. Cuando digo «los hombres», no me refiero, no obstante, a una sola opción posible; también hay otra: aquella en la que el hombre acoge, recibe, se deja iluminar por la Luz que Dios le envía. Henos, pues, de este modo, introducidos en los versículos 12 y 13, que constituyen el centro mismo de este Prólogo del cuarto evangelio: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre, él, que no ha nacido de la sangre ni del deseo de la carne ni del deseo del varón, sino de Dios». Existe también, por tanto, no solo la posibilidad, sino la realidad misma de la acogida del Verbo de Dios, de la Luz de Dios, de la Palabra de Dios. Y, dice Juan, en la medida en que el hombre se abre a la palabra de Dios y a su Luz, en la medida en que 9

acoge en su historia la presencia de Aquel que ilumina todas las cosas, se encuentra en cierto modo conformado a él. Asume, en efecto, su misma forma y se identifica con él, transformándose en él y llegando a ser con él hijo de Dios. «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre». Recibir la luz es, por consiguiente, creer en la Luz que Dios nos da, y con ello dejarnos asumir por el movimiento de la fe, que es un movimiento de adhesión total a Jesús. Adhiriéndonos a él, nos encontramos transformados en él, penetrados por su luz, proyectando otra mirada sobre cualquier otra cosa, porque es a partir de Aquel que constituye el origen de la luz y la luz misma, como podemos mirar a partir de ahora todo lo que existe. «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre, él, que no ha nacido de la sangre ni del deseo de la carne ni del deseo del varón, sino de Dios». Recibimos, por tanto de Jesús, la filiación divina que es la suya. Abordemos ahora el versículo 14: «La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad». Juan había escrito antes, en los versículos 9-11, que el Verbo era la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo; y es claramente eso lo que ahora podemos considerar, intentar comprender y acoger de verdad. El Verbo ha habitado entre nosotros; por consiguiente, podemos dejarle habitar realmente en nuestro corazón y habitar en nuestro mundo, fijar su morada entre nosotros. De este modo podemos reconocer la gloria que hay en él, esta fuente de luz que manifiesta la gloria misma de Dios. Podemos descubrir en la persona de Jesús y en su rostro esta gloria que le viene del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. El término «Palabra», que se empleaba ya en la primera parte del Prólogo, se completa a partir de aquí con la palabra «Hijo», anunciada ya en el versículo 12: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios». La Palabra, el Verbo de Dios, el Hijo: esas son las palabras con las que designamos a esta persona que está con el Padre desde siempre, el Verbo engendrado por Dios, el Hijo de Dios venido a anunciar el amor de su Padre, a revelarle entre nosotros. Y nosotros podemos contemplar su gloria, que es ante todo la gloria de amar. Y ahora el versículo 15: «Juan grita dando testimonio de él: Este es aquel del que yo decía: “El que viene detrás de mí existía antes que yo, porque está antes que yo”». En el momento en que Jesús se revela, Juan le proclama indicando que Jesús es aquel que existe desde siempre antes de todo: «existía antes que yo». Henos, pues, aquí interpelados por un testimonio que, en adelante, puede acompañar a toda la historia del mundo: el testimonio que debemos dar de Jesús, como Juan lo rindió cuando apareció Jesús, y cuando Juan se vio llevado a enviarle a sus propios discípulos. El versículo 16 nos invita a recibir la plenitud de su don: «De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia». Lo que recibimos, a partir de la mirada proyectada sobre Jesús y de la acogida que reservamos a su presencia, a partir de nuestra fe en él, es «gracia sobre gracia». Tal es la riqueza de esta comunicación: ya no engloba solo su vida, 10

que ya tenemos en virtud de la creación por Dios, sino que ahora, y en adelante, tenemos también la gracia, es decir, la comunicación misma de la vida íntima que surge del corazón de Dios. En efecto, la gracia no es otra cosa que la vida misma de Dios comunicada a los hombres. El versículo 17, a su vez, responde al versículo 3: «Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe», decía el versículo 3. «Pues la ley se promulgó por medio de Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo», proclama el versículo 17. Si, en el momento en que Dios crea, crea en la Palabra («y sin ella nada existió de cuanto existe»), vemos ahora que lo que viene de él, no es solo, como en el Antiguo Testamento, el don de la Ley, sino el don de la gracia y de la verdad. Esta comunicación es el don del mismo Dios. A la creación, de la que habla el versículo 3, responde a partir de ahora la participación en la vida del mismo Dios y la acogida de la Verdad revelada por el Hijo único. Nos queda por leer el versículo 18, que responde al versículo 1: «Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba vuelto hacia el seno del Padre, lo ha dado a conocer». Si nos dejamos habitar por esta presencia del Verbo de Dios, si nos adherimos a él por la fe, si nos dejamos engendrar por él, con él podremos proyectar nuestra mirada hacia el mismo Dios, sobre el corazón del Padre; porque, si bien nadie ha visto nunca a Dios, ahora, gracias a la Palabra que ha sido pronunciada en nuestra historia y que es la Palabra misma de Dios, podremos descubrir al Padre al acoger su Palabra en aquel que es su Hijo: «El Hijo único, Dios, que estaba vuelto hacia el seno del Padre, lo ha dado a conocer». Al invitarnos a proyectar nuestra mirada sobre Jesús, el evangelio nos enseña a conocer y a comprender el corazón mismo de Dios. Jesús nos lo dice en el discurso que siguió a la cena: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». Esta presentación tal vez haya sido un tanto esquemática, dado que no hemos intentado hacer aparecer la composición misma del Prólogo. Lo que importa, evidentemente, en nuestra oración no es someternos a un esquema ni intentar ver cómo diversos versículos se responden en el conjunto del Prólogo, sino más bien intentar penetrar en el corazón de lo que se nos dice en este texto con el que comienza el Evangelio de Juan. Lo que se nos dice, ante todo, es lo que he intentado subrayar en los versículos 12 y 13 como centro del Prólogo, a saber: la llamada a creer en Jesús que se nos dirige, porque a partir de ahí es desde donde, en cierto modo, se juega todo para nosotros, porque, o bien nos cerramos y no recibimos la luz que viene de Dios, o bien nos abrimos a esta luz y, a partir de ahí, nos transformamos en el Hijo único, recibiendo la gracia de la filiación: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios». Lo que se nos pide, en el momento de comenzar la lectura del Evangelio de Juan, es ponernos en esta actitud de fe de la que también nos habla Juan al comienzo de su primera carta: «Lo que vimos y oímos os lo anunciamos también a vosotros, para que compartáis nuestra vida como nosotros la compartimos con el Padre y con su Hijo 11

Jesucristo» (1 Jn 1,3). Creer en Jesús es la gracia fundamental de nuestra vida y es la gracia en cuyo nombre podremos pedir al Padre que nos colme, ya desde el comienzo de estos ejercicios, dándonos una fe viva en aquel que es el Hijo que ha venido a habitar en nuestra historia. Si por nuestra parte nos abrimos a esta gracia de la fe, si intentamos dejarnos colmar por la fe en Jesús y, por consiguiente, si intentamos acoger la gracia de la filiación ligada a la fe, he aquí que podremos proyectar otra mirada sobre el mundo y sobre nuestra historia, aprendiendo, en primer lugar, a percibir en ella la presencia del Hijo de Dios encarnado. Porque es en él donde toda la historia encuentra su densidad y su realidad última. También podremos pedir descubrir toda la realidad de gracia, de vida, de luz, de las que nos habla el Prólogo; podremos reconocer que todo está habitado por una luz que nos hace ver y comprender la presencia de una vida que participa en la del Verbo de Dios. Finalmente, podremos dejarnos guiar hasta la fuente y el fin de todas las cosas, Dios mismo. Podremos adorar a Dios como la fuente sobreabundante de toda vida y de nuestra propia existencia, como Aquel que nos crea y nos recrea en Jesús. Podremos agradecer al Padre el compartir con nosotros la vida de Jesús, haciéndonos participar en su vida divina y llamándonos a crecer constantemente en el conocimiento de su misterio.

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PRIMER DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

La señal de Caná (Jn 2) i bien Jesús se revela de una manera progresiva en el Evangelio de Juan, es a través de las señales como se manifiesta. Tendremos que acudir frecuentemente a la lectura de estas señales. Henos aquí ahora frente a la primera señal: la de las bodas de Caná, al comienzo del capítulo 2. Se trata de un texto breve que vamos a leerlo, pues, una primera vez en su totalidad, después intentaremos penetrar en él a través de algunas perspectivas complementarias.

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«Al tercer día se celebraba una boda en Caná de Galilea; allí estaba la madre de Jesús. Jesús y sus discípulos estaban invitados a la boda. Se acabó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”. Le responde Jesús: “¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi hora”. La madre dice a los sirvientes: “Lo que os diga hacedlo”. Había allí seis tinajas de piedra para las abluciones de los judíos, con una capacidad de setenta a cien litros. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”. Las llenaron hasta el borde. Les dice: “Ahora sacad algo y llevádselo al maestresala”. Se lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino (sin saber de dónde procedía, aunque los sirvientes que habían sacado el agua lo sabían), se dirige al novio y le dice: “Todo el mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los convidados están algo bebidos, saca el peor. Tú has guardado hasta ahora el vino mejor”. En Caná de Galilea hizo Jesús esta primera señal, manifestó su gloria, y creyeron en él los discípulos. Después, con su madre, sus hermanos y discípulos, bajó a Cafarnaún, donde se detuvo varios días». Si tomamos como punto de partida de nuestro trabajo de comprensión lo que se afirma al final de este breve episodio, veremos en él la constitución de una comunidad de creyentes en torno a Jesús. Está su madre, de la que se nos habla en este episodio, pero que no volverá a aparecer, en el Evangelio de Juan, hasta el capítulo 19, al pie de la cruz. Únicamente estos dos episodios hablan, en efecto, de la Virgen María: aquí, en Caná, y al pie de la cruz, donde recibe su misión de maternidad eclesial. Ahora bien, María ya está presente aquí con Jesús, ella, «la madre de Jesús», con sus discípulos, que poco a poco se van viendo llamados a formar la familia de los que pertenecen a Jesús. En Caná se trata de una «señal», la primera de las señales que realiza Jesús. No debemos entender este término en el sentido en que se entiende habitualmente: el de un milagro concebido simplemente como una acción asombrosa y un tanto maravillosa, capaz de producir un impacto en nuestro espíritu, porque se sale de las realidades 14

ordinarias de la vida. No es este carácter extraordinario lo que Juan pone de relieve, sino precisamente el carácter de señal: Jesús hace una señal, es decir, que indica, anuncia, quiere significar algo. Es en la hondura de la señal que Jesús nos manifiesta en las bodas de Caná donde tenemos que intentar penetrar ahora, por consiguiente. La señal, si bien significa, está entregada siempre asimismo a la actitud interior, a la libertad de aquel que la mira. Si bien, como dice Juan, «creyeron en él sus discípulos», eso no significa que todos los asistentes hubieran podido leer la señal y comprenderla y, por consiguiente, que la señal sea inmediatamente portadora de su significación. En consecuencia, es preciso poder leer las señales, entrar en su interioridad, percibir su alcance. ¿Y cuál es el alcance, cuál es el sentido que Jesús revela aquí con esta señal de Caná? El texto debe indicárnoslo a buen seguro; nos indica incluso diferentes dimensiones constitutivas de la misma señal. En primer lugar, está la cuestión de la hora de Jesús. Él dice, en efecto, a su madre cuando intercede ante él: «Aún no ha llegado mi hora», del mismo modo que podrá decir más tarde: «Aún no ha llegado mi hora». Se nos dice, por tanto, que la señal dada se refiere a algo que deberá insertarse en su tiempo (a su hora) en la vida de Jesús. Se nos dice, por otra parte, que eso tendrá lugar «al tercer día». La referencia a la Pascua de Jesús, la hora por excelencia de su vida y momento decisivo de la revelación de su misterio, está en condiciones de iluminar el alcance de la señal manifestada ahora. Es en el momento en que muere Jesús y, a través de la muerte, pasa al Padre y resucita, es en el momento de este paso del mundo al Padre, tal como Juan nos explica en el capítulo 13, y es, por consiguiente, en su resurrección, cuando Jesús nos da la señal propuesta a nuestra fe, la señal que nos revela definitivamente la filiación divina de Jesús, y cómo recibimos en él la capacidad de llegar a ser hijos de Dios. Jesús quiere anticipar aquí esta señal, puesto que, al hablar del tercer día, el texto nos sitúa ya en esta perspectiva pascual. Esta señal es aquella cuya traducción simbólica vemos al constatar la acción de Jesús que transforma el agua en vino. Hay aquí, ciertamente, una manifestación exterior de lo que podemos considerar como un acto maravilloso; pero, tal como ya hemos subrayado, no es el aspecto de acto maravilloso y extraordinario lo que debe retener nuestra atención; es más bien la misma realidad del vino y de lo que este significa lo que debe retenerla: Jesús, que ofrece vino, y vino de manera sobreabundante, porque las diez tinajas de piedra llenas de vino debían contener, en total, unos quinientos litros. ¿Qué es lo que el vino podía significar para los que acompañaban a Jesús o para los judíos, alimentados por la lectura de la Biblia? Leamos a este respecto dos textos proféticos entre otros muchos: Jl 2,23-24, y Am 9,13. Evoquemos, en primer lugar, el texto de Joel: «Hijos de Sion, alegraos y festejad al Señor, vuestro Dios, que os da la lluvia temprana en su sazón, la lluvia tardía como antaño, y derrama para vosotros el aguacero. Las eras se llenarán de grano, rebosarán los lagares de vino y aceite». 15

Leamos ahora el texto del profeta Amós, tomado del v. 13 del capítulo 9: «Mirad que llegan días –oráculo del Señor– cuando el que ara seguirá de cerca al segador, y el que pisa uvas al sembrador; fluirá licor por los montes y ondearán los collados». Tenemos aquí claramente el anuncio de un vino destinado a empapar toda la tierra. Ahora bien, este vino anunciado por los profetas encuentra también su sitio en los libros sapienciales, por ejemplo en el libro de los Proverbios, al comienzo del capítulo 9: «La Sabiduría se ha edificado una casa, ha labrado siete columnas, ha matado las reses, mezclado el vino y puesto la mesa, ha despachado a sus criadas a pregonarlo en los puntos que dominan la ciudad. El que sea inexperto, venga acá; al falto de juicio le quiero hablar: Venid a comer de mis manjares y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid derechos el camino de la prudencia». Así, tanto en los libros proféticos como en los sapienciales se nos propone una representación de la riqueza que Dios ofrece al hombre a través de la imagen del vino, el símbolo o la señal del vino. Sin embargo, ¿qué se nos dice aquí de este vino? En primer lugar, que se da de una manera sobreabundante y, a continuación, que es un vino nuevo, y un vino que viene cuando ya no había otro. En cierto modo, la economía antigua que atraviesa todos los tiempos de la espera del pueblo hebreo conduce a esta carencia de vino, del vino anunciado por los profetas y destilado por la Sabiduría. Este vino llega a faltar, y eso es lo que María (la hija de Sion) le dice a Jesús: no tienen vino. En esta carencia, en esta especie de falta o de escasez, interviene Jesús por medio de su presencia; y he aquí que se da el vino, y se da como un vino nuevo que supera con mucho al antiguo. Este es el vino de la alianza consumada; ese es claramente el comentario que hace el maestresala: todo el mundo sirve primero el vino bueno, pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora. He aquí el vino bueno dado a partir de ahora por Jesús. El vino nuevo del Reino anunciado por los profetas, y sugerido ya por la Sabiduría, ese vino nos lo ofrece Jesús, y es un vino superior, el vino nuevo del Reino. ¿Cómo comprender esta sobreabundancia? Cuando se constata y se comprende la acción de Jesús en su dimensión mesiánica por los que la miran, los evangelios sinópticos remiten espontáneamente a lo que había anunciado el profeta Isaías cuando proclamaba: «los cojos andan, los ciegos ven, los prisioneros son liberados». Jesús viene, efectivamente, a realizar esta obra profética. Pero aún tenemos que entender bien lo que lleva a cabo su venida. El don de Jesús no se mide, en efecto, por las necesidades del hombre; su generosidad no se mide por nuestras carencias. Si así fuera, nuestro modo de comprender la acción de Jesús podría detenerse demasiado pronto, al verla medida por nuestras carencias y nuestras necesidades. La primera señal de que habla Juan nos invita a ir mucho más allá: no hay necesidad de quinientos litros de vino cuando se está al final de una comida. Sin embargo, a causa de su sobreabundancia, la acción de Dios sobrepasa con mucho la indigencia del hombre; su acción es más amplia, más ancha: se mide solo por lo infinito, por la inmensidad de su amor. 16

A este aspecto de la señal de Caná tenemos que añadirle aún, también, y en primer lugar, este otro: no se trata aquí solo de vino; se trata, en primer lugar, de unas bodas. La imagen de las bodas constituye asimismo una imagen explícitamente significativa de la obra de Dios para quien tiene presente en su mente ciertas imágenes del Antiguo Testamento. Son asimismo textos de libros proféticos los que tenemos que interrogar para descubrir cuál es el sentido de estas bodas. No nos vamos a detener mucho tiempo en ellos; vamos a tomar simplemente los vv. 4-8 del capítulo 54 de Isaías (la Palabra de Dios en Jerusalén): «No temas, no tendrás que avergonzarte, no te sonrojes, no te afrentarán; olvidarás el bochorno de tu soltería, ya no recordarás la afrenta de tu viudez. Pues el que te hizo te toma por esposa: su nombre es Señor de los ejércitos. Tu redentor es el Santo de Israel, se llama Dios de toda la tierra. Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor; como a esposa de juventud, repudiada –dice tu Dios–. Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te recogeré. En un arrebato de ira te escondí un instante mi rostro, pero con lealtad eterna te quiero –dice el Señor, tu redentor–». Fijemos también nuestra atención en el v. 4 del capítulo 62 del mismo profeta: «Ya no te llamarán “la Abandonada”, ni a tu tierra “la Devastada”; a ti te llamarán “mi Preferida”, y a tu tierra “la Desposada”, porque el Señor te prefiere a ti». Podemos remitir también, por supuesto, al Cantar de los Cantares y al profeta Oseas. Encontramos, por tanto, en muchos lugares del Antiguo Testamento esta imagen de las bodas empleada para expresar el amor que Dios tiene a su pueblo, ofreciéndole su Alianza, es decir, un amor mutuo sellado en la relación de Dios con su pueblo y de su pueblo con Dios. Sea cual sea la infidelidad del pueblo, Yahvé, por su parte, permanece fiel al amor que le ha ofrecido. Ahora bien, aquí, en el episodio de Caná, estamos invitados asimismo a un banquete de bodas. Y si no se nos facilita el nombre del esposo, es porque, al leer este texto, hemos de comprender que en estas bodas, que dicen mucho más que un acontecimiento pasajero, Dios mismo quiere ser el esposo de su pueblo Israel. Jesús, que viene para realizar los desposorios de Dios con su pueblo, anuncia, pues, en Caná que, mediante su venida, se lleva a cabo la alianza ofrecida ya al pueblo de Israel, pero que a partir de ahora llega a su consumación total; la Alianza de Dios se lleva así a cabo en las bodas definitivas entre Dios y la comunidad de aquellos que él reúne, los que a partir de ahora creen en él. Es hacia esta realidad asombrosa hacia donde puede proyectarse nuestra mirada en nuestra oración: sobre esta relación esencial que Dios mismo quiere contraer, en Jesús, con la humanidad, con la comunidad de los creyentes y con cada uno de nosotros. Una relación tan profunda, e incluso más, tan decisiva, e incluso más, que la que se vive en el matrimonio. Dios mismo, por medio de su Hijo Jesús, es el Esposo de estas bodas que él quiere contraer desde siempre con su pueblo, porque se ha ofrecido para siempre a este pueblo. Y ahora el pueblo se amplía, se convierte en el pueblo formado por todos los que creen en Jesús y que en las señales de Jesús reconocen el don de Dios. Así se presenta la primera parte de nuestra lectura de este texto de las bodas de Caná; por nuestra parte, hemos intentado entrar en el signo pascual del don de la 17

sobreabundancia de Dios y de esta novedad de la alianza ofrecida por Dios a su pueblo y, en adelante, a todos. Y nos la ofrece él, que es el Esposo; él, que viene a unirse para siempre con todos los que creen en él. Ahora vamos a añadir, de manera breve, la evocación de otro aspecto: el que nos brinda la madre de Jesús. Existe, efectivamente, en este texto una dimensión mariana; se trata incluso de uno de los dos únicos textos en que Juan nos habla de la Virgen María. Podríamos decir que es en ella donde se expresa la disponibilidad del pueblo al don de Dios. Es ella, en efecto, la primera que expresa su fe en Jesús, antes incluso del gesto que realizó este. Ella es portadora de la actitud de expectativa que anima al pueblo al que Dios ofreció su alianza. Y ella expresa esta alianza de una manera muy sencilla: sale al encuentro de su hijo y le dice: «No tienen vino». No es que le dicte a Jesús el gesto que debe realizar; María no pretende ejercer ningún poder sobre su hijo. El relato revela, por el contrario, la expectativa que anida en ella y en todos aquellos a los que Dios ama, pues María habla aquí en nombre del pueblo de la Alianza. Expresa cuál es nuestra expectativa de Dios y nuestra apertura a él: «No tienen vino». Es en esta oración de María donde se inserta nuestra disponibilidad al don de Dios. Como símbolo de la Iglesia sierva y pobre, María expresa a partir de ahora la pobreza y la disponibilidad de la comunidad significada ya por ella y que se expresa en los discípulos de Jesús, en los que se anticipa el pueblo de Dios fascinado por la gloria del Señor. «Al tercer día se celebraba una boda en Caná de Galilea; allí estaba la madre de Jesús. Jesús y sus discípulos estaban invitados a la boda». Tras haber expresado su expectativa y su disponibilidad a la acción de Dios, María, que es sierva y pobre, invita a los criados a adoptar esta misma actitud cuando les dice: «Haced lo que él os diga». María les invita, y con ello nos invita a nosotros, a adoptar esa actitud que es la suya: dejar que la palabra de Jesús manifieste, en nosotros y a través de nosotros, su eficacia. Un poco al modo de las palabras pronunciadas por María en el Evangelio de Lucas, en el momento de la Anunciación: «Que se cumpla en mí tu palabra». La recomendación que dirige María a los criados significa en cierto modo esto: que su palabra cumpla en vosotros y a través de vosotros lo que ella quiere realizar, aquello de lo que es portadora. María despierta así en nosotros la actitud que permite al Señor Jesús realizar la obra para la que vino, es decir, la obra de su Pascua, pero de una Pascua anticipada aquí, de esta Pascua manifestada como el don de la sobreabundancia de Dios, de esta Pascua significada como la consumación de las bodas de Dios con la comunidad de los que creen en él. En la respuesta de Jesús a su madre hay una frase que a veces nos resulta menos fácil de comprender. Jesús le dice: «¿Qué quieres de mí, mujer? Aún no ha llegado mi hora». Es el término «mujer» el que tenemos que comprender aquí. No se trata de imponer con él una distancia entre Jesús y su madre. La palabra «mujer» explicita más bien, en la nueva economía inaugurada por Jesús, no ya al antiguo Israel, sino la economía que representa Sion en la espera de la manifestación de su Señor. ¿No fue

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gracias a la respuesta de Jesús a su pregunta como sus discípulos empezaron a creer en él? Ojalá pueda suscitar también en nosotros la fe en su hijo Jesús.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

Nicodemo (Jn 3,1-21) amos a abordar ahora la lectura del capítulo 3. Entramos así en un conjunto que contiene los capítulos 3 y 4. Después de la evocación de la misión de Jesús, ahora se trata de percibir la respuesta que hemos de darle, adhiriéndonos primero a él mediante la fe. Al cabo del relato que refiere las bodas de Caná, podemos leer ahora esta conclusión: «En Caná de Galilea hizo Jesús esta primera señal, manifestó su gloria y creyeron en él los discípulos».

V

Ahora bien, ¿cómo compone Jesús esta comunidad de fe que quiere reunir a su alrededor? La compone de hombres y mujeres diversos, y es a ellos a comienzan a presentar en los capítulos 3 y 4. La diversidad de las personas con que se encuentra Jesús, con las que entra en diálogo y que, de este modo, se ven llevados a creer en él – judíos, samaritanos, paganos–, evoca en cada ocasión una iniciativa distinta para unirse a él y creer de verdad en él. Los tres últimos versículos del capítulo 2 constituyen algo así como unos versículos de enlace y, al mismo tiempo, de introducción. Después del relato de la expulsión de los vendedores del templo, se dice que Jesús se queda en Jerusalén algún tiempo durante la fiesta de la Pascua: «Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía». El evangelista no se detiene en la consideración de estas señales. Pero añade inmediatamente: «Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, pues él sabía lo que hay dentro del hombre». El Evangelio de Juan subraya a partir de ahí lo mucho que debe ser probada la fe vivida de verdad y abrir verdaderamente al hombre a Jesús. La fe debe ahondar en el hombre una disposición de todo su ser, una entrega total de uno mismo a Jesús. Tras haber llevado a cabo de este modo la transición entre el capítulo 2 y los capítulos siguientes, Juan nos presenta ahora, en los capítulos 3 y 4, el modo en que Jesús se encuentra con diversas personas, y cómo estas personas se sitúan con respecto a él y expresan su deseo de creer o su entrada efectiva en la fe en Jesús. Está, en primer lugar, la historia de Nicodemo, un maestro en Israel, un judío. La cuestión es saber, en el caso de este judío de buena voluntad, cuál puede ser el discurso que Jesús le destina. «Había un hombre del partido fariseo, llamado Nicodemo, una autoridad entre los judíos. Fue a visitarlo de noche y le dijo: “Rabí, sabemos que vienes de parte de Dios como maestro, pues nadie puede hacer las señales que tú haces si Dios no está con él”». Aquí tenemos, pues, la entrada de Nicodemo en un diálogo con Jesús. Es un fariseo, una autoridad entre los judíos, un hombre bien formado en consecuencia en el conocimiento de la Ley.

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Permanezcamos atentos al diálogo entre él y Jesús, a fin de detectar el sitio que toma, en este episodio, el vocabulario correspondiente al orden del conocimiento. Se habla aquí de conocer, de luz y de tinieblas, de comprender o de no comprender. Nos encontramos así en un contexto que pone de relieve la cuestión del «verdadero» conocimiento de Dios. Se trata, en efecto, de un judío; y el judío, en la perspectiva de Juan y en la de una revelación progresiva de Dios, es alguien que ha podido abrirse ya a un verdadero conocimiento de Dios, alguien que conoce al verdadero Dios. A este pueblo es al que Jesús viene a darle la revelación definitiva del Dios que ya conocen. Jesús viene a visitar al Pueblo de la Alianza para introducirlo plenamente en el verdadero conocimiento de Dios que ya ha empezado a recibir. Esa es la situación en que se encuentra Nicodemo y en la que se encuentran algunos judíos con los que chocará Jesús en bastantes episodios del cuarto evangelio. Dado que conocen a Dios, ¿van a aceptar recibir la revelación definitiva que Dios les ofrece en Jesús? Nicodemo viene de noche: por consiguiente, en un momento de la jornada en que no se afirma la luz del día. «En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas», enunciaba el Prólogo del evangelio. Jesús viene para ser esta luz; Nicodemo, por su parte, se encuentra todavía, en parte, en la noche; con todo, el comienzo de su diálogo con Jesús expresa su deseo de entrar en un mayor conocimiento: «Rabí, sabemos...». Tú eres un rabí, un maestro; por tanto, dispones de un conocimiento que puedes darnos, y que puede hacernos progresar. Vienes de parte de Dios como un maestro que enseña. «Nadie puede hacer las señales que tú haces si Dios no está con él». Hay en este saludo algo así como una invitación implícita a ser introducido en un conocimiento ulterior. Sin embargo, la respuesta de Jesús es una respuesta muy abrupta: «Te aseguro que, si uno no nace de nuevo, no puede ver el reinado de Dios». Como si Jesús quisiera hacerle pensar, hacerle comprender, ya desde el principio, que de lo que aquí se trata no es de añadir algunos conocimientos a los conocimientos ya adquiridos. Como si quisiera subrayar que no basta con acumular conocimientos para entrar en lo que es la revelación plena de Dios. Acumular conocimientos supone también algunas veces, sin que tal vez nos demos cuenta, una tentación, porque, en nuestra voluntad de llegar a Dios, creemos que lo conseguiremos leyendo dos o tres libros más. Los libros, a buen seguro, pueden ayudarnos, hacernos reflexionar, hacernos pensar. Y, sin embargo, puede haber aquí una trampa si creemos que basta simplemente con conocer un poco más para llegar al conocimiento de Dios. Hace falta aún, dice Jesús, que todo se encuentre dispuesto en la verdadera perspectiva y, sobre todo, vivirlo a partir de la actitud que nos dispone a dejarnos enseñar verdaderamente por Dios. Es preciso que nos pongamos en la actitud del Hijo engendrado a la vida por su Padre: «Te aseguro que si uno no nace de lo alto no puede ver el reinado de Dios». El conocimiento que andas buscando, le dice Jesús en cierto modo, el conocimiento que te puedo dar, es el conocimiento que está inscrito en el don de la vida que tú acoges de parte de Dios.

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Claudel, como sabéis, reflexionó sobre el término «conocimiento», reconociéndole una falsa etimología, aunque le daba una explicación muy sugestiva: co-nacer [«conocer» se dice en francés «connaître», y nacer, «naître»: ndt], es decir, nacer con; de este modo se penetra en un verdadero conocimiento. Hay algo de esto en la respuesta de Jesús a Nicodemo: para conocer [en francés, connaître] a Dios, debes aceptar ser engendrado por él como un hijo. Y a partir de este conocimiento interior que Dios te da, de este conocimiento inscrito en el amor mismo que Dios te tiene, a partir de tu apertura a este gesto de amor que te hace vivir, es como puedes abrirte al verdadero conocimiento de Dios. Todos los libros pueden encontrar entonces su sitio, pero a partir de esta percepción de la presencia interior, amorosa, eterna de Dios que guía nuestras vidas, que las suscita a partir de él. Jesús pide así a Nicodemo que practique una especie de inversión: en vez de ir hacia el conocimiento de Dios como un término hacia el que nos acercamos, es preciso descubrir que el conocimiento de Dios es un don al que nos abrimos y que recibimos en la misma acogida que presentamos al don de su vida. Dios se da a conocer a nosotros en el mismo acto en que nos engendra a su vida. «Le responde Nicodemo». (Tenemos aquí uno de los procedimientos frecuentes empleados en el Evangelio de Juan, porque los términos empleados por Jesús deben ser descubiertos de una manera progresiva, ya que han sido comprendidos primero en un nivel que no es el verdadero. Esto es lo que recibe el nombre de «ironía joánica»). Jesús ha dicho: «Si uno no nace...»; y Nicodemo responde: «¿Cómo puedo nacer?». Nicodemo le responde: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?, ¿podrá entrar de nuevo en el vientre materno para nacer?». ¿Cómo nacer cuando uno ya ha nacido y lleva en él ese recuerdo lejano, el del nacimiento. Jesús respondió: «Te aseguro que, si uno no nace de agua y Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios». Esa es, por tanto, la respuesta de Jesús: no se trata del nacimiento en el que estás pensando, Nicodemo. En los términos «agua» y «espíritu» tenemos, evidentemente, una referencia absolutamente directa al bautismo. Vamos a ver, además, cómo el discurso de Jesús con que termina este episodio puede ser tomado como una especie de catequesis bautismal. En todo caso, se trata de un nacimiento de lo alto, como ya había dicho Jesús precedentemente; es decir, del nacimiento que recibimos de Dios, de nuestro verdadero nacimiento, de este nacimiento que es la fuente, el origen de nuestra vida, no temporal, sino de nuestra vida eterna. Y esta es la que se significa en el acto del bautismo. Como Nicodemo parecía esperar de Jesús un discurso que le permitiera progresar en su vida de relación con Dios, Jesús le dice: esta vida de relación con Dios es la entrada en el Reino de Dios, la participación en la vida de Dios; esta requiere de nosotros que nos dejemos asumir en un movimiento de comunión con Dios. Ahora bien, tú, Nicodemo, no puedes vivir eso más que en la medida en que te dejes alcanzar por el amor de Dios, que te crea, que te engendra a su propia vida. «De la carne nace carne; del Espíritu nace espíritu». Aquí están, pues, los dos nacimientos que Jesús pide no confundir. Está el nacimiento carnal, nuestro nacimiento que nos hace entrar en la historia de los hombres, 22

historia temporal en la que se suceden las generaciones. Pero está también este otro nacimiento que se inserta en el primero para fundamentarlo y para darnos nuestra vida verdadera, el nacimiento en el Espíritu. Dios nos ama, nos comunica su Espíritu para que estemos en comunión de vida con él; porque el Espíritu del que habla aquí Jesús es precisamente el Espíritu que es, en Dios mismo, la comunión entre el Padre y el Hijo y que nos hace entrar en la misma comunión. Ser amado por Dios es recibir la comunión con él, en el Hijo y por el Espíritu. «No te extrañes si te he dicho que hay que nacer de nuevo. El viento sopla hacia donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así sucede con el que ha nacido del Espíritu». Jesús le repite a Nicodemo: lo que te he dicho, eso de lo que te he hablado, es precisamente este nacimiento en el Espíritu, que consiste para ti, como para todo hombre, en entregarse a la aventura del Espíritu. Jesús no ha dicho: es preciso haber nacido de lo alto, sino: «si uno no nace de lo alto...». Eso significa que tenemos aquí un presente continuamente repetido, un presente continuo: es preciso ser engendrado ahora, actualmente, en lo que constituye el presente de nuestra vida, por el Dios que nos ama. Y eso significa que somos asumidos en un movimiento que es el movimiento mismo del Espíritu, sobre el que no tenemos ningún medio para actuar. No podemos decir ni adónde va ni de dónde viene. Estamos asumidos en ese movimiento del Espíritu, porque ser engendrados por Dios es dejarse conducir por el viento del Espíritu, que nos lleva hacia donde no sabemos, en una dirección sobre la que nosotros mismos no tenemos ningún poder. Esa es la vida de aquel que se confía a Dios, del que se deja guiar por el Espíritu y, con ello, aprende, en el mismo movimiento de su vida, a conocer al Dios que le guía y al que entrega toda su existencia. Esa es la perspectiva hacia la que Jesús abre la expectativa de Nicodemo. Nosotros sabemos, ciertamente, que este va a necesitar tiempo para acceder plenamente a lo que Jesús acaba de declararle. Con todo, estará allí para interrogar al sanedrín sobre la condena a muerte de Jesús, y después, tras la muerte de Jesús en la cruz, para recogerle y depositarle en la tumba. Nicodemo estará, por tanto, allí de nuevo, en la hora de las tinieblas, podríamos decir, cuando Jesús muere en la cruz; pero en ese momento será como una especie de testigo de la luz, él, el mismo que vino primero de noche para reunirse con Jesús. Vamos a abordar ahora el símbolo de la luz, desarrollado más ampliamente al final de este pasaje. «Le respondió Nicodemo: ¿Cómo puede suceder eso?». Ese es el punto en que se encuentra ahora Nicodemo en su diálogo con Jesús: está muy bien lo que me dices, pero ¿cómo puede suceder eso? «Replicó Jesús: “Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas?”». Este texto nos confirma cómo se explota continuamente en este relato el registro del conocimiento. «Tú eres maestro de Israel...» Nicodemo, tú me hablabas hace un momento de conocer y tú me saludabas como a un maestro. ¿No puedo recordarte yo que «tú eres maestro de Israel»? Sin embargo, el conocimiento que buscas no lo has alcanzado todavía. No basta con ser un maestro de Israel para conocer el misterio de Dios. El conocimiento probado que se trata

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de alcanzar es el conocimiento interior, existencial, vivido, que hunde sus raíces en la relación del hombre con Dios. Y Jesús continúa; pero el resto de su discurso parece desarraigarse en cierto modo de la situación concreta en que se encontraba, para extenderse más allá de Nicodemo y del encuentro con él. Lo vamos a constatar en el cambio de los pronombres personales. «Te lo aseguro: hablamos de lo que sabemos, atestiguamos lo que hemos visto, y no aceptáis nuestro testimonio». Es como si Jesús, al hablar con Nicodemo, se abriera a otro auditorio, para hablar a todos aquellos a los que Nicodemo representa, es decir, a todos los miembros del pueblo judío. Hay ya aquí, en este discurso, tal como Juan lo redactó, una indicación dirigida al conjunto del pueblo judío. «Te lo aseguro: hablamos de lo que sabemos, atestiguamos lo que hemos visto». Lo que se enuncia de este modo concierne, evidentemente, al registro del conocimiento. El conocimiento, dice Jesús, soy yo quien os lo puede dar, porque soy yo quien conoce al Padre, y es escuchándome y adhiriéndoos a mi palabra, creyendo en mí, como accederéis al conocimiento del Padre. Porque yo he visto al Padre (retomando así la afirmación del Prólogo: «Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba vuelto hacia el seno del Padre, lo ha dado a conocer»). Esto es lo que Juan desarrolla aquí, en este pasaje del diálogo de Jesús con Nicodemo: ningún hombre ha visto a Dios, pero yo os lo doy a conocer; aceptad, por consiguiente, mi testimonio. Pues, precisamente, «no aceptáis nuestro testimonio». Encontramos aquí algo así como una petición de Jesús a todos aquellos que, entre los judíos, tal como se afirma cada vez más en el resto del evangelio, se cierran al único que puede hacerles acceder al pleno conocimiento del Dios Padre, Hijo y Espíritu. Jesús quiere hacerles conocer a Dios como el Padre que les engendra, un Padre que, por su Hijo Jesús, que da testimonio del Padre, les comunica el Espíritu. Jesús continúa, pues, su discurso empleando siempre el pronombre personal en segunda persona del plural: «Si os he dicho cosas de la tierra y no creéis, ¿cómo creeréis cuando os diga cosas del cielo?». Eso de lo que os hablo ahora, enuncia Jesús, es algo que, en cierto modo, podéis alcanzar todavía en vosotros, algo que ya está inscrito en vuestra experiencia y en vuestro conocimiento. Vosotros podéis descubrir, efectivamente, en vosotros la presencia amorosa de Dios, que os engendra a su vida. Pero si yo os hablo del mismo Dios (Jesús ha venido, en efecto, a revelarnos el misterio mismo de Dios), ¿cómo vais a abriros a mi palabra? ¿Cómo vais a creer, puesto que vosotros, que sois amados por Dios, os negáis a creerme cuando os hablo de vuestra propia vida? «Nadie ha subido al cielo si no es el que bajó del cielo: el Hijo del hombre. Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna». Jesús habla aquí de la revelación que desea hacernos de Dios, porque él ha «bajado» del cielo. Yo he venido, dice Jesús, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia. He venido, he bajado del cielo; Jesús es, por tanto, entre nosotros el enviado de Dios, aquel que Dios nos envía y aquel que, dado por Dios y bajado del cielo, vuelve a subir a Dios en este doble movimiento del que ya hablábamos a propósito del Prólogo: Jesús viene a encarnarse 24

entre nosotros para acompañarnos en nuestro «retorno» hacia Dios. Nos acompaña y nos lleva con él en el movimiento de su Pascua, es decir, siendo «elevado», un término que Juan emplea varias veces y que tiene doble sentido. Ser elevado en la cruz, en ese patíbulo de ignominia, es, en efecto, aparentemente, la señal de un aparente fracaso total de la vida de Jesús. Con todo, si bien Jesús es crucificado, es en ese mismo momento cuando es elevado a la gloria, manifestándonos el amor infinito que Dios nos tiene. «Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna». Se trata claramente de esta vida eterna de la que Jesús viene a hablar a Nicodemo cuando le habla de la vida de Dios que nos engendra. Esta vida eterna no podemos recibirla plenamente sino en la medida en que Jesús entrega su vida por nosotros, y en que, contemplándole, aceptamos a través de él el don que viene de Dios. A partir del versículo 14, los pronombres personales cambian de nuevo en el resto del discurso: «Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre». Siendo que Jesús hablaba, hasta ahora, en primera persona: «¿cómo creeréis cuando os diga cosas del cielo?», ahora se habla de Jesús en tercera persona, como si se tratara de una reflexión segunda sobre el misterio de Dios manifestado en Jesús. En cierto modo, Juan, al acoger el discurso de Je-sús, se pone a reflexionar para captar todo su alcance y para invitarnos a reflexionar con él. Reflexionemos, pues, con Juan sobre el misterio de Jesús en cuanto que nos viene de Dios, en cuanto que es aquel que Dios nos da para nuestra salvación: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Lo que se nos invita a comprender a partir de este discurso y, de una manera global, a partir del encuentro de Jesús con Nicodemo, es el amor loco de Dios a los hombres. Es un amor tal que conduce al Padre a entregar a su Hijo único para salvar a los hombres. Si Jesús viene para ser el que nos revela a Dios, viene así para estar cerca de nosotros y pronunciarse en nuestro favor, en favor de cada uno de nosotros; desde esos presupuestos podemos recibir el don de Dios, que es su Hijo único. Y, al recibir este don, podemos creer en él y recibir de este modo la vida eterna. Gracias a Jesús, se abre en nuestro corazón la actitud requerida para recibir la vida eterna. El Padre nos ama en Jesús, tal como ya afirmaba el Prólogo: «Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe. De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia». Gracias al don que Dios nos hace de su Hijo, nosotros, a nuestra vez, podemos abrirnos a la vida eterna, acoger el don de la vida eterna. «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él». El Hijo no juzga al mundo en el sentido de que el juicio sería un juicio de condenación, de descalificación. Este tema lo desarrollaremos más a partir del capítulo 5. A buen seguro, si Dios envía a su Hijo al mundo, no es para condenar al mundo, sino para salvarlo. Jesús no viene para ser el testigo del rechazo del hombre por Dios, sino, al contrario, para ser aquel que nos invita a acoger a Dios acogiéndole a él, a Jesús, creyendo en él, abriéndonos a su palabra, a su presencia y a su acción. «El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios». Existe, por 25

tanto, una opción decisiva que debe realizar el mismo hombre, porque es él quien se encuentra en el punto de partida de su decisión. El que cree en Jesús no es juzgado; está salvado, puesto que se deja salvar por aquel a quien nos envía el Padre. «El que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios». Esa es la otra opción, que consiste en cerrarse a la palabra de Jesús, a su presencia y a su amor. El hombre puede decir a buen seguro: no tengo nada que hacer con Jesús, me encierro en mí mismo, me encierro en mi propia vida, en mi propio universo, sigo mi propio camino. «El que no cree ya está juzgado», porque la negativa a creer somete al hombre al juicio de Dios, puesto que se cierra así al acto de Jesús Salvador. Y en esto consiste el juicio: «Que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas». Vemos que se reproduce aquí la dialéctica de la luz y las tinieblas, presente ya desde el Prólogo y que se vuelve a tomar aquí en el contexto del conocimiento que se nos da de la luz, en el contexto del conocimiento de Dios que Jesús viene a ofrecernos. ¿Por qué no accedemos a la luz por este conocimiento que Jesús nos brinda y que es la acogida del don de Dios, del don de su vida? Porque es posible que amemos más las tinieblas que la luz. En eso consiste el juicio: en el rechazo de la luz: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas». ¿Por qué puede cerrarse el hombre a la luz? ¿Por qué puede preferir encerrarse en las tinieblas? Eso es lo que Juan nos va a explicar en los versículos siguientes: entrar en la luz es aceptar que todo salga a plena luz, es decir, que se viva todo en un clima de transparencia con respecto a Jesús y a Dios. El hombre que se repliega, por el contrario, es alguien que no quiere acceder a esta transparencia: «Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que esta no delate sus acciones». Existe, por tanto, en la actitud del hombre una resistencia a dejarse iluminar por la luz que irradia Jesús, por esta luz que él nos ofrece de tal suerte que seamos justificados ante Dios. El juicio de Dios, tal como subraya el evangelio, es un juicio que justifica, es decir, que salva, de tal modo que Dios nos salva al acceder a la luz de Cristo. «Quien procede en la verdad se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios». Dicho con otras palabras, nuestra situación con respecto a Jesús es la situación que conviene a un pecador, puesto que se trata de que seamos salvados, tal como enuncia el texto de Juan; es una situación que se puede vivir dejándonos iluminar, abriéndonos a la luz que Cristo nos da, aceptando así ser salvados; o si, por el contrario, alguien elige la situación del pecador que se encierra en sí mismo, de tal suerte que no acoja la luz y se condene a vivir en esas tinieblas, ese tal se expone por este mismo hecho al juicio. No cabe duda de que no nos será posible retomar todo el texto de este pasaje en nuestra oración, pero algunas frases, o afirmaciones, ciertas palabras que hayamos podido cruzar, podrán inspirar nuestro diálogo de oración a fin de abrirnos al don de aquel que Dios nos ha enviado para que sea el principio de nuestra salvación.

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SEGUNDO DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

Juan el Bautista (Jn 3,22-36 y 1,19-34) l texto que vamos a ver ahora cubre la segunda parte del capítulo 3. Sin embargo, para introducirlo empezaremos nuestra lectura comentando brevemente el texto incluido en los vv. 19-34 del capítulo 1. En los dos textos que acabamos de evocar se habla del testimonio que Juan el Bautista dio de Jesús.

E

Vamos a leer, por tanto, estos dos fragmentos juntos. Nos encontramos en la perspectiva que yo intentaba esbozar al introducir el diálogo con Nicodemo: el acceso a la fe cristiana para un judío que vive la Alianza de Dios con Israel. Hemos oído la pregunta de Nicodemo y percibido la exigencia y la dificultad de su paso a la revelación que Jesús viene a traer, y que es la de su propia presencia: el Padre nos entrega a su Hijo, para que en él recibamos la vida eterna y para que, a nuestra vez, nos dejemos engendrar como hijos, naciendo de lo alto y dejándonos habitar y mover por el Espíritu. Encontramos aquí al personaje de Juan el Bautista, y descubrimos su disponibilidad total a la novedad de Dios anunciada por Jesús. Recordemos que es también Juan el Bautista quien envía a sus primeros discípulos a Jesús. Tomemos, pues, el pasaje incluido en los versículos 19-34, del capítulo 1: «Este es el testimonio de Juan» –es el testimonio del que hablaba ya el Prólogo en dos lugares, en los vv. 6-8 y en el v. 15–, «cuando los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle quién era». «Los judíos», en el vocabulario de san Juan, pueden designar a todo el pueblo judío en su generalidad, pero de manera mucho más habitual a los responsables del pueblo en su resistencia a Jesús. Este término expresará, por consiguiente, cada vez más, una tensión en relación con el mensaje que trae Jesús. El evangelio nos habla aquí de los responsables del pueblo, que envían desde Jerusalén a sacerdotes y levitas para interrogar a Juan el Bautista, cuya misión y predicación se nos refiere de un modo más desarrollado en el Evangelio de Mateo. La misión de los enviados consiste en aclarar la misión de este hombre que reúne multitudes, que bautiza y que, de este modo, llama enormemente la atención. «Él confesó sin reticencias, confesó que no era el Mesías. Le preguntaron: “Entonces ¿eres Elías? Respondió: “No lo soy. ¿Eres el profeta?”. Respondió: “No”. Le dijeron: “¿Quién eres? Tenemos que llevar una respuesta a quienes nos enviaron; ¿qué dices de ti?”». Este es el primer tiempo del diálogo entre los enviados de los judíos y Juan el Bautista; en la respuesta del Bautista percibimos la manera que tiene de situarse; se trata de una manera determinada negativamente: «No lo soy». La conciencia de Juan el Bautista se nos manifiesta aquí muy claramente: no pretende ocupar un sitio que no es el suyo, porque él no es el Cristo. Y en el tiempo en que apareció Jesús había en el pueblo de Israel un número 29

considerable que pretendía serlo, según el testimonio de los descubrimientos de Qumrán: una expectativa alimentada por un movimiento mesiánico. Por consiguiente, es normal que los judíos se interroguen de una manera particular: ¿acaso sería el Cristo, o acaso pretendería serlo? Y Juan el Bautista se sitúa con una gran nitidez ante esta pregunta: él no es el Cristo. Tampoco reivindica la misión de aquel que Dios debía enviar en los últimos tiempos, a saber: Elías. Existía, efectivamente, puesto que Elías había subido al cielo en un carro de fuego, la creencia de que volvería en el tiempo mesiánico, para anunciar la venida del Mesías. El final de la profecía de Malaquías (Mal 3,23-24) da testimonio de esta actitud. ¿El profeta? Existía asimismo en el pueblo la expectativa de un gran profeta, un profeta que vendría a anunciar la venida del Mesías. Juan el Bautista se sitúa, pues, frente a todas estas preguntas respondiendo de manera negativa. Aquí tenemos ya una característica de su persona: él es, ante todo, alguien que se eclipsa, alguien que no intenta ocupar un sitio que no sea el suyo, ponerse por delante, reivindicar un papel ni atribuirse una misión particular, algo que sería para su propia gloria. Es, por el contrario, alguien que desea cumplir la misión que le ha confiado Dios y que es, esencialmente, una misión de anuncio y de servicio. Así es como responde a la pregunta que le plantean por fin: «“¿Quién eres?” [...] Respondió: “Yo soy la voz del que clama en el desierto: Allanad el camino del Señor”». Al decir esto, cita un pasaje del capítulo 40, v. 3 del libro de Isaías: «Una voz grita: “En el desierto preparad un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios”». Así empieza, efectivamente, la segunda parte del libro de Isaías, a saber: el libro de la Consolación de Israel. Tenemos aquí un pasaje escrito en un tiempo en el que el pueblo, todavía en el exilio, veía llegar el final del mismo. Comienza entonces a alegrarse previendo su retorno a la tierra de la que había sido arrancado cuando fue deportado a Babilonia. Todo el libro de la Consolación de Israel está habitado por una expectativa que adquiere una dimensión mesiánica. Sin embargo, al citar este pasaje del capítulo 40 de Isaías, Juan el Bautista se sitúa de una manera totalmente relativa a otro, se pone en la situación de alguien que se define y se comprende al servicio de otro. La dimensión de eclipsado que hemos subrayado antes se añade aquí a otra dimensión: la de una relación de servicio y de total dependencia con respecto a aquel al que anuncia. Juan el Bautista sabe que viene únicamente a preparar, que viene a anunciar al pueblo la venida de otro y, por consiguiente, que el bautismo que él confiere es un bautismo de purificación, de conversión, a fin de que aquel que debe venir pueda ser más reconocido y acogido. Habían enviado a unos fariseos. «Le dijeron: “Si no eres el Mesías ni Elías ni el profeta, ¿por qué bautizas?”. Juan les respondió: “Yo bautizo con agua. Entre vosotros está uno que no conocéis, que viene detrás de mí; y yo no soy quién para soltarle la correa de la sandalia”». Al precisar que bautiza con agua, Juan el Bautista precisa el alcance del bautismo que él ofrece: se trata de un bautismo de purificación, puesto que se administra con agua, signo mismo de esta purificación y de la conversión interior que permite acoger a Cristo y esperarle previamente. «Esto sucedía en Betania, junto al Jordán, donde Juan bautizaba».

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«Al día siguiente ve acercarse a Jesús y dice: “Ahí está el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”». He aquí, pues, que se consuma, y con creces, la liberación recibida por Israel y consumada en la Pascua judía, que recuerda la salida de Egipto. La expresión «cordero de Dios» remite tanto al cordero pascual como al texto sobre el Siervo de Yahvé, que reacciona «como un cordero llevado al matadero». Se presenta así a Jesús como aquel que cumple el anuncio mesiánico, que reproduce la figura del siervo de Yahvé y consuma la Pascua antigua, fuente y punto de partida de la Antigua Alianza, destinada a renovarse en la Alianza consumada. «De él dije yo: “Detrás de mí viene un varón que existía antes que yo, porque está antes de mí”». Hay aquí una referencia al v. 15 del Prólogo. «Aunque yo no lo conocía, vine a bautizar con agua para que se manifestase a Israel». El mismo Juan el Bautista ha sido tomado por Dios, como los profetas de antaño, y puesto a trabajar para realizar la misión que le correspondía, sin saber aún sobre quién o sobre qué iba a desembocar el trabajo de preparación que le había sido confiado: «Yo no lo conocía». «Juan dio este testimonio: “Contemplé al Espíritu, que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar me había dicho: ‘Aquel sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo’”». La alusión que aquí se hace se refiere al bautismo de Jesús relatado por los evangelios sinópticos. Juan supo entonces, por una certeza interior, lo que se esperaba de él: «El que me envió a bautizar me había dicho...» que un día podría reconocer a aquel a quien debía anunciar, al Mesías esperado, y que aquel a quien de-bía anunciar se manifestaría a sus ojos en el momento en que viera «bajar y posarse el Espíritu». Descubriría en ese momento que el que estaba delante de él, el que estaba habitado por el Espíritu Santo, era el que podía conferir un nuevo bautismo: el bautismo en el Espíritu. Esto es claramente lo que el relato del bautismo de Jesús nos propone en los sinópticos: Jesús, después de haber salido del agua en la que había sido bautizado, se ve investido de pronto por el Espíritu y oye la voz del Padre que le designa como el Hijo amado. Juan el Bautista, al realizar la obra para la que ha sido enviado, a través del eclipse y la tensión absolutamente consagrada al servicio del Otro, se ha hecho capaz de acoger a Jesús. De este modo se lleva a cabo el paso de la Alianza a su cumplimiento; el Bautista es la persona en la que se realiza este paso, está totalmente disponible, es imagen del Israel fiel a Dios, del Israel al que Dios se ha revelado, al que Dios ha ofrecido su Alianza y, en virtud de esto mismo, del Israel al que Dios condujo al reconocimiento de la Alianza consumada. Jesús, al manifestarse a Juan el Bautista, le invita a acoger la consumación de la Alianza, reconociendo en él al Mesías esperado. «Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios». La lectura de este texto nos permite pasar ahora a la segunda parte del capítulo 3, en la que vamos a ver hacerse más profunda en cierto modo la actitud de Juan el Bautista ante Jesús. «Algo después, Jesús con sus discípulos se dirigió a Judea; allí se quedó con ellos». Todo esto acontece después de la conversación con Nicodemo, que tuvo lugar probablemente en Jerusalén, puesto que Jesús había subido allí para la Pascua y 31

había expulsado a los vendedores del templo. El final del capítulo 2 habla también de Jerusalén. Ahora, pues, Jesús se va a Judea, a los alrededores de Jerusalén. «Y se puso a bautizar». Afirmación un tanto extraña: ¿cómo empezó Jesús a bautizar? Para poder precisarlo, nos hace falta leer el v. 2 del capítulo 4: «Si bien eran sus discípulos los que bautizaban, no él personalmente». De este modo comprendemos con más facilidad de qué se trata: puesto que los primeros discípulos le fueron enviados por Juan el Bautista y, por consiguiente, participaron en el movimiento bautista, cuya figura principal, aunque no exclusiva, era Juan, ya que había otras personas que bautizaban en este tiempo de espera del Mesías; y al comienzo de su vida con Jesús es posible que los discípulos continuaran bautizando, preparando así a la gente para la venida y el reconocimiento del Mesías. Con todo, no es esta la afirmación importante de este pasaje; no se trata aún más que de la descripción del contexto en que se va a desarrollar la nueva pregunta que le van a plantear a Juan el Bautista. «También Juan bautizaba en Ainón, cerca de Salín, donde había agua abundante. La gente acudía y se bautizaba. Todavía no habían metido a Juan en la cárcel». Tenemos aquí de nuevo un acontecimiento del que no volverá a hablar el Evangelio de Juan, pero que sí aparece en los sinópticos. «Surgió una discusión de los discípulos de Juan con un judío a propósito de purificaciones». Por consiguiente, aquí se trata de situarse. Se preguntan: ¿qué es esta purificación?, ¿cuál es el alcance de este bautismo? Y además está, esta otra constatación: «Acudieron a Juan y le dijeron: “Rabí, el que estaba contigo en la otra orilla del Jordán, del que diste testimonio, está bautizando, y todo el mundo acude a él”». La cuestión que preocupa a los discípulos que se habían quedado con Juan el Bautista tiene que ver, por tanto, con lo que podríamos llamar un cambio de las muchedumbres. La gente que venía a escuchar a Juan el Bautista y a la que sus palabras conducían a la conversión, he aquí que está tomando otro camino; se pone a la escucha de otro; ¿cómo hay que comprender eso? Tú, Juan, has dado testimonio de él, de este Jesús, pero ¿puedes decirnos más de él? Porque ahora todos van a él. «Respondió Juan: “Nadie puede arrogarse nada si no se lo concede Dios. Vosotros sois testigos de que dije: Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante de él. Quien se lleva a la novia es el novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la voz del novio. Y en esto consiste mi gozo colmado”». Aquí es donde entramos en lo más hondo del alma de Juan el Bautista, tal como nos la describe el Evangelio de Juan. Y, en primer lugar, tenemos aquí una constatación completamente decisiva: si todos van a Jesús, es porque Dios mismo los conduce a él: «Nadie puede arrogarse nada si no se lo concede Dios». ¿Qué es lo que está pasando ahora? Es la obra de Dios, una obra que nosotros debemos reconocer, respetar, adorar. ¿Cómo tiene que molestarme que todos vayan a él? ¿Acaso no he definido yo mi misión con estas palabras: «Yo no soy el Mesías», he sido enviado por delante de él? Juan el Bautista, que ha definido la suya como una actitud de eclipse, nos indica aquí la misma profundidad del mismo. Declara, en cierto modo, que su misión ya está cumplida, que se 32

acaba con la llegada de Jesús. Y que eso está bien, porque el que viene, Jesús, es el Novio que se lleva a la novia, el pueblo de la Alianza. Si el pueblo va hacia Jesús, es porque puede reconocer en él al Novio, al enviado de Dios, que viene a visitar a su pueblo. Ya hemos desarrollado esto en el episodio de las bodas de Caná: los desposorios con su pueblo; y vemos aquí la gran intensidad con que esta afirmación se inserta en la perspectiva simbólica del Evangelio de Juan. ¿Cómo encontrará, pues, Juan el Bautista su sitio frente al único que es el Novio, frente al único que es el don definitivo del amor de Dios respecto a su pueblo y, a través de él, respecto a los hombres? Juan el Bautista descubre ahora su propio sitio al designarse como «el amigo del Novio». ¡El amigo! Si leyéramos juntos todo este evangelio, encontraríamos este término en varios lugares: a propósito del amigo Lázaro y en el discurso que siguió a la Cena, en el que Jesús habla de la alegría completa y dice a sus discípulos: no os llamo siervos, sino amigos. La situación de los que se dejan convocar por Jesús en la alianza que consuma su Pascua (puesto que es en el momento en que va a vivir su misterio de muerte y resurrección cuando Jesús dice esto a sus discípulos), es la situación propia de una relación de amistad con Jesús, y Juan el Bautista anticipa esta relación de amistad describiéndose a sí mismo como el amigo del Novio, como alguien que puede participar en la alegría de sus desposorios. Jesús dirá durante la última cena: os he dicho esto a fin de que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea perfecta. Esto es lo que se anticipa también aquí en la persona de Juan el Bautista. Juan descubre la alegría de poder asociarse al acto de Dios que viene a ofrecer la Alianza a su pueblo y, de este modo, también a toda la humanidad, celebrando los desposorios de Dios con la humanidad salvada. Juan el Bautista está ahí, desde ahora, como aquel que reconoce su relación de amistad con el Novio. La alegría que le invade así es una alegría fundamental, profunda, no una alegría superficial y un tanto episódica, sino una alegría radical: la de saber que Dios se entrega y la de que el hombre es capaz de acoger a Dios; la de que en adelante existe una unión decisiva entre Dios y la humanidad, puesto que los desposorios de Dios con la humanidad se celebran en la venida de Jesús entre nosotros. ¿Cómo no habríamos de abrirnos con Juan el Bautista al don de la alegría perfecta que Dios nos hace? Volviendo sobre lo que califica, a partir de estos presupuestos a su propia persona y su propia actitud, Juan el Bautista enuncia un programa que debería caracterizar la perspectiva de toda vida espiritual y de toda vida apostólica: «Él debe crecer, yo disminuir». Juan define de este modo la fuente misma de su alegría. Se trata de una alegría que no tiende a exaltarse a sí misma, sino totalmente desinteresada, gracias a que descubre cuál es la fuente que la alimenta, a saber: el mismo crecimiento de Jesús, que en consecuencia va acompañado de un decrecimiento, de un eclipse todavía mayor de su propia persona. ¿Hay algún modo de crecer en el Espíritu que no sea aquel en que Jesús toma más sitio en nosotros y, en consecuencia, aquel en que nuestro sitio, el que desearíamos ocupar como maestros, se va reduciendo más y más, en contra del movimiento espontáneo de nuestro ser, que nos en-cierra en nuestra pobre existencia 33

pasajera, en vez de dejarnos habitar por aquel que se entrega a nosotros? San Pablo escribirá en este sentido: «Ya no soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí». Es la misma lógica la que explicitan aquí las palabras de Juan el Bautista. Y este es el mismo movimiento que debe habitar en toda vida apostólica, en todo anuncio de Cristo. Es un movimiento que consiste, no en realizar una obra propia, sino, al contrario, en anunciar al único que es capaz de salvar a los hombres, de darles su alegría, de comunicarles la vida. Y, prosiguiendo la reflexión, un poco como ayer, el evangelista amplía lo que acaba de decir Juan el Bautista, en una especie de reflexión destinada a hacernos entrar en la perspectiva que se nos acaba de abrir: «Quien viene de arriba está por encima de todos. Quien viene de la tierra es terreno y habla de cosas terrenas. Quien viene del cielo está por encima de todos. Él atestigua lo que ha visto y oído, y nadie acepta su testimonio». Esta es, claramente, la situación en que se encuentran, no Juan el Bautista, sino los judíos que vinieron antes a interrogarle, o aquellos que dudan en entrar en la perspectiva abierta por Jesús. El que viene de lo alto, es decir, Jesús, es quien dispone de la misma palabra de Dios. «Quien viene de la tierra», o sea, todos los que vinieron antes que él, incluido Juan el Bautista, «es terreno y habla de cosas terrenas». No es que se nieguen a abrirse a la expectativa de Dios, pero su palabra es una palabra de hombre en busca de Dios, y no es todavía la palabra del mismo Dios. Tal como le decía Jesús a Nicodemo, hay dos nacimientos para el hombre: «De la carne nace carne; del Espíritu nace espíritu». Es la misma afirmación que encontramos aquí: el que viene de lo alto y, por consiguiente, está habitado por el Espíritu, el que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído. ¿No decía Jesús a Nicodemo: lo que os anuncio es lo que he visto? «Y nadie acepta su testimonio». Nos encontramos aquí frente a la dureza de corazón del hombre que se cierra a la venida del Señor, y de la resistencia que Jesús encuentra al realizar su misión mesiánica, en aquellos mismos a quienes se dirige la buena nueva. Se refleja aquí toda la tensión presente en el Evangelio de Juan: esta tensión muestra a Jesús en debate continuo con aquellos que, sin embargo, deberían poder reconocer en él a aquel que anunciaron los profetas. Los que acogen el testimonio de Jesús certifican que Dios es verídico. En efecto, aquel a quien Dios ha enviado pronuncia las palabras de Dios y da el Espíritu sin medida. Junto a los que no acogen su testimonio están, por supuesto, los que lo acogen, tal como afirmaba ya el Prólogo, donde se decía: «Vino a su casa, y los suyos no la acogieron; pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios». Los que acogen su testimonio reciben, por tanto, el Espíritu sin medida; porque, al hablar en nombre de Dios, Cristo el Señor nos comunica también su Espíritu, el Espíritu del que había hablado en el diálogo con Nicodemo, el Espíritu por el que tenemos que dejarnos llevar, sin saber adónde va ni adónde nos conduce. Hemos de entregarnos al 34

movimiento del Espíritu y, por consiguiente, acoger las palabras de Jesús y reconocer en él al que viene, al Novio que se ofrece a nosotros. Es preciso reconocer esto en la relación de amistad a la que nos convida, y con ello recibir de él el Espíritu. Pero no una pequeña medida del Espíritu; Jesús nos ofrece el Espíritu sin medida. Es que no podemos vivir encerrados en el interior de un horizonte cercado en nuestros propios límites, sino que tenemos que descubrir al Dios sin medida, cuyo don es infinito. El Padre se comunica al Hijo en el Espíritu sin medida y, también en el Espíritu, el Hijo, recibiéndose del Padre, se ofrece a su vez a él. «El Padre ama al Hijo y todo lo pone en sus manos. Quien cree en el Hijo tiene vida eterna. Quien no cree al Hijo no verá la vida, pues lleva encima la ira de Dios». El Espíritu que nosotros recibimos es el del Padre y el del Hijo, el mismo amor que el Padre tiene a todos sus hijos. Este amor nos lo puede ofrecer el Hijo, porque lo recibe de su Padre para compartirlo con nosotros. Lo que se nos pide desde el Prólogo es, por consiguiente, que entremos de verdad en la fe en el Hijo. Porque «quien cree en el Hijo tiene vida eterna». La vida eterna, anunciada ya a Nicodemo, es la vida misma de Dios, ofrecida para que nosotros vivamos de ella; la recibimos si creemos en el Hijo, si nos dejamos tomar por Jesús, si nos adherimos a él, si le entregamos nuestra vida, si nos remitimos a sus palabras, si dejamos que estas palabras se impriman en nosotros. De este modo, creyendo en el Hijo, recibimos la vida eterna. Por el contrario, negarnos a creer en el Hijo sería cerrarnos a la vida y exponernos a la ira de Dios. Esa ira que es, no una actitud decidida por Dios de una manera arbitraria, sino el modo en que Dios obra con respecto a nosotros en la medida en que nosotros nos cerramos a él, al negarnos a creer en el Hijo. Dejemos, pues, que estos pasajes nos inspiren en nuestra oración; probemos, sobre todo, a dejar que las palabras de Juan el Bautista nos inspiren, nos conduzcan, nos indiquen lo que significa: creer en Cristo, entrar en la fe en Cristo como él mismo –testigo de la Alianza ofrecida a Israel, pero también capaz de acoger el don renovado de Dios– entró.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La Samaritana (Jn 4,1-42) rosiguiendo con nuestro recorrido a través del Evangelio de Juan, vamos a leer esta noche los 42 primeros versículos del capítulo 4. En ellos se nos evoca la travesía de Jesús por las tierras de Samaría, su encuentro con la Samaritana y el diálogo que de ahí se siguió con sus discípulos.

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La pregunta que planteamos a propósito de la adhesión de fe a Jesús la hemos considerado hasta ahora en el encuentro de Jesús con los judíos: Nicodemo y Juan el Bautista. Ahora se encuentra Jesús con los samaritanos. La pregunta de un judío formado en el conocimiento de la Escritura puede ser, como vimos ayer con Nicodemo, una cuestión de conocimiento y, por consiguiente, de revelación: ¿cómo abrirse al conocimiento del verdadero Dios, a la revelación decisiva de Dios? La cuestión de un samaritano o de una samaritana no se inserta exactamente en la misma vía. Los samaritanos, algo que nos va a ser recordado inmediatamente, habitaban en la tierra prometida, que estaba distribuida en tres regiones: Judea, Samaría y Galilea. Ahora bien, Israel había conocido una historia muy agitada, y en particular una secesión, una ruptura de la Alianza: Samaría se refugió en los falsos dioses. Por consiguiente, se encontraba en una situación difícil, aunque tenía un pasado común con el resto del pueblo judío. El texto del evangelio nos habla del pozo de Jacob, patriarca al que pueden referirse ambos pueblos. Sin embargo, Samaría dispone asimismo de un lugar rival de Jerusalén: ¿Es en esta montaña o en Jerusalén donde hay que adorar?, preguntará la mujer a Jesús. La cuestión a la que se enfrentan, por tanto, los samaritanos es la de saber cómo permanecer fieles a la comunión de alianza con Dios. Después de esta breve introducción, vamos a empezar la lectura del capítulo 4, cuyos primeros versículos constituyen una especie de transición, donde se nos describe la ruta seguida por Jesús, que pasa ahora de Judea a Samaría. «Los fariseos se enteraron de que Jesús ganaba más discípulos y bautizaba más que Juan, si bien eran sus discípulos, no él personalmente, los que bautizaban. Cuando lo supo, Jesús abandonó Judea y se dirigió de nuevo a Galilea». Lo que acabamos de leer hace alusión al pasaje que leíamos esta mañana y que refería la discusión que uno de sus discípulos había entablado con Juan. Para volver de Judea a Galilea era preciso atravesar normalmente Samaría. «Tenía que atravesar Samaría. Así que llegó a una aldea de Samaría llamada Sicar, cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del camino, se sentó tranquilamente junto al pozo. Era mediodía». Con esto ya estamos situados en el marco donde se va a desarrollar el episodio. «Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: “Dame de beber”. Los discípulos 36

habían ido a la aldea a comprar comida. Le responde la samaritana: “Tú, que eres judío, ¿cómo pides de beber a una mujer samaritana? Los judíos no se tratan con los samaritanos”». De este modo, se entabla un diálogo entre Jesús y la mujer, y se nos dice que este diálogo no es algo corriente, puesto que se ha producido una ruptura y existe una oposición, a menudo radical, entre los judíos y los samaritanos, un corte de relaciones. Sin embargo, he aquí que Jesús entra en relación con la mujer por medio de unas cuantas palabras: «dame de beber». Nosotros sabemos que son unas palabras muy similares a las que Jesús pronunciará en la cruz: «Tengo sed». Esto nos permite comprender ya desde ahora que en estas palabras hay, sin duda, mucho más que lo que la mujer puede poner inmediatamente en ellas. Está, por supuesto, la sed física de Jesús después de haber caminado bajo el sol de mediodía. Con todo, la sed, que es una de las necesidades más fundamentales del hombre, puede servir de símbolo de todas las necesidades humanas, de todas las expectativas, de todos los deseos del hombre. Y el deseo más profundo que anima al Señor Jesús es aquí el deseo de reinstaurar la comunión allí donde se ha producido la ruptura; ¿acaso no ha sido enviado para eso, para franquear las barreras como las que separaban entonces a los judíos de los samaritanos? Jesús desea reinstaurar la comunión con aquellos que han roto la alianza. Y porque desea la comunión, porque Dios mismo desea la comunión, lo que Jesús revela en primer lugar a la mujer es su propia necesidad, su propio deseo, su propia expectativa. Porque en el corazón de Dios hay una expectativa y un deseo profundo del hombre, de todo hombre, en particular de los que están separados de la comunión con él. «Jesús le contestó: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva”». Aquí vemos cuán cargada estaba la primera petición de Jesús de algo muy diferente al simple deseo de calmar su sed física. Para Jesús, se trata de poder ofrecer a esta mujer, y a través de ella al pueblo que representa, toda la riqueza del don de Dios. Porque si Dios expresa así su deseo de comunión, es despertando también en el corazón del hombre un profundo deseo de comunión, un deseo de dejarse asumir en su amor. «Si conocieras el don de Dios...». Este Dios que pide es un Dios que desea primero dar, y su petición dirigida al hombre es la petición de que este le abra su corazón, para que pueda verter en él el infinito de su amor. «Tú le pedirías»: si te dieras cuenta de quién es el que está ante ti, habrías comprendido; si supieras quién está aquí ante ti, le habrías pedido agua viva. Esta agua que va a ser presentada, en el capítulo 7, todavía con mayor claridad como símbolo del Espíritu Esta es el agua que Dios nos da a beber para calmar nuestra sed: «Quien tenga sed, acuda a mí a beber: quien crea en mí. Así dice la Escritura: “De sus entrañas manarán ríos de agua viva”» (7,37-38). Y el v. 39 precisa: «Se refería al Espíritu que habían de recibir los creyentes en él». El agua viva, que Jesús y el Padre quieren darnos, no es otra cosa que el Espíritu de amor, para calmar nuestra sed y hacernos vivir en su comunión.

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«Le dice la mujer: “Señor, no tienes cubo y el pozo es profundo, ¿de dónde sacas agua viva? ¿No serás tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos legó el pozo, del que bebían él, sus hijos y sus rebaños?”». La mujer, al tomar también, como ya había hecho Nicodemo, las palabras de Jesús en su sentido más literal, no comprende de inmediato lo que Jesús le quiere decir. Pero esto no hace más que avivar su interés, haciendo que plantee de nuevo la pregunta: pero ¿quién eres tú para hablar así?; ¿acaso tú, que quieres sacar agua del pozo sin tener con qué hacerlo, eres más grande que nuestro padre Jacob? En este contexto, el patriarca Jacob constituye una referencia común a los judíos y a los samaritanos. «Le contestó Jesús: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, pues el agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna”». Jesús precisa claramente que sus palabras no se refieren al agua que hay en el pozo, del mismo modo que en el caso de Nicodemo no se trataba del nacimiento físico, sino de otro nacimiento. Y del mismo modo que hay otro nacimiento, hay también otra agua. Está, a buen seguro, el agua que necesitamos para mantenernos en vida, en nuestra vida biológica; pero ir a sacar agua es una acción que debemos repetir constantemente, porque la sed renace: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed». Hay, por el contrario, otra agua, que es la riqueza infinita del Espíritu. El que beba de ella no tendrá ya nunca sed, porque esta agua no hará más que brotar continuamente en él, una vez la haya recibido. «El agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna». Se trata, por tanto, de dejarse asumir en una relación de amor y de comunión con Dios, de abrirse al don del amor de Dios, al don del Espíritu; se trata de descubrir este Espíritu como fuente de una vida que se realimenta continuamente a sí misma. En consecuencia, ya no es preciso ir de nuevo a buscar agua al pozo; lo único que hace falta es dejar, simplemente, que el Espíritu siga brotando, manifestando hasta qué punto es la fuente que continuamente se renueva. Esta es la invitación que Jesús dirige a la Samaritana: una invitación a dejarse asumir en la comunión de alianza con Dios, a abrirse al don del Espíritu, que es fuente de agua que brota dando vida eterna. «Le dice la mujer: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed y no tenga que venir acá a sacar agua”». La mujer sigue todavía aquí en el nivel de comprensión en que se había situado desde el comienzo del encuentro. Lo que hay en su cabeza es la necesidad de ir constantemente al pozo a sacar el agua que necesita para su casa, su cocina, su hogar...; el agua que necesita a diario. Si pudiera tener un agua capaz de calmar la sed para siempre, una fuente que se renovara constantemente, sería una maravilla, ya no tendría que volver allí para sacar agua. «Le dice: “Anda, llama a tu marido y vuelve acá”. Le contestó la mujer: “No tengo marido”. Le dice Jesús: “Tienes razón al decir que no tienes marido; pues has tenido cinco hombres, y el de ahora tampoco es tu marido. En eso has dicho la verdad”». Los cinco maridos de los que habla Jesús pueden hacer referencia a los dioses extranjeros acogidos por Samaría. Ahora bien, por este mismo hecho, aquello a lo que nos introduce Jesús con ello, es a una coherencia entre la comunión con Dios y lo que 38

podríamos llamar la rectitud del amor humano, la rectitud vivida en las relaciones humanas. Jesús le dice, en cierto modo: tú deseas tener esta agua, es decir, que deseas abrirte al don de esta alianza con Dios. No hay medio de acogerla en verdad si no existe al mismo tiempo una auténtica restauración de tu manera de amar y de establecer alianza a nivel humano. Eso, que vale para la relación mujer-marido, vale también para todas las relaciones humanas. Para acoger la comunión con Dios es menester que haya al mismo tiempo, como condición y zócalo de nuestra vida, la coherencia, la rectitud, la verdad, la autenticidad de las relaciones vividas en el plano humano. Vemos aquí cómo el discurso de Jesús se desarrolla siguiendo una lógica interna. Para Jesús no se trata simplemente de interpelar a la mujer para hacerle descubrir que tiene ante ella a alguien que sabe más de lo que ella pensaba. Esta mujer –y nosotros con ella– debe descubrir el vínculo íntimo que hay entre su vida y todo el discurso que Jesús le está dirigiendo. Jesús le revela este vínculo; su discurso es un discurso de revelación, que enuncia las exigencias del don de la comunión con Dios, de la presencia del amor de Dios en su vida, de este amor al que ella está llamada a abrirse. Para abrirse a este amor que Dios da hace falta aún que su corazón sea un corazón que ama rectamente y que se deja asumir, modelar, educar, corregir por la verdad del amor. «Le dice la mujer: “Señor, veo que eres profeta. Nuestros padres daban culto en este monte; vosotros, en cambio, decís que es en Jerusalén donde hay que dar culto”». La mujer se encuentra, en este momento, como expuesta a plena luz, situada en su verdad, y reconoce en Jesús a alguien al que vale la pena preguntarle, un profeta que puede iluminarla. ¿Cuál es, pues, la cuestión que ella plantea en ese momento a Jesús? Es la pregunta que puede plantearle un samaritano, como ya hemos sugerido antes: ¿dónde, a fin de cuentas, se encuentra la verdad de la Alianza? Te pido, por tanto, que me digas ahora cuál es la verdad a la que debemos adherirnos: ¿es la que seguimos los samaritanos?; ¿es la que profesan los judíos?; ¿dónde se encuentra Dios?; ¿dónde podemos encontrarle?, ¿en Jerusalén o en el monte Garizín? «Le dice Jesús: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén se dará culto al Padre. Vosotros dais culto a lo que desconocéis, nosotros damos culto a lo que conocemos; pues la salvación procede de los judíos. Pero llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y en verdad. Tal es el culto que busca el Padre. Dios es Espíritu, y los que le dan culto lo han de hacer en espíritu y en verdad”». Jesús le responde así, situando la relación o, más bien, la tensión que existe entre los judíos y los samaritanos. No dice: ninguno de los dos tiene razón; lo que afirma es que existe una fidelidad de Dios a su Alianza, y que esta se inserta en la historia de los judíos, porque vosotros, los samaritanos, habéis perdido el conocimiento del verdadero Dios, «vosotros dais culto a lo que desconocéis, nosotros damos culto a lo que conocemos; pues la salvación procede de los judíos». La Alianza continúa, por tanto, a través de la historia de los judíos, y los samaritanos han perdido el hilo de esta Alianza. Pero he aquí que entramos ahora en un tiempo nuevo: se ha acabado el tiempo en que deben oponerse la fe de los judíos y la de los samaritanos; 39

entramos, efectivamente, en este tiempo nuevo en el que todos podrán tener acceso a Dios. ¿Dónde se encuentra el lugar en el que podemos dar culto a Dios? El culto verdadero se deberá dar, a partir de ahora, en el cuerpo de Jesús. Por consiguiente, es también en nuestro propio cuerpo donde se debe dar el culto verdadero debido a Dios. Es en el cuerpo de Jesús y en nuestro propio cuerpo y nuestra vida donde adoramos a Dios en adelante. Esto es lo que desarrolla Jesús al decir: «Pero llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y en verdad». Ya no se trata de un lugar geográfico; en cualquier parte que: viva el hombre puede estar habitado por el Espíritu y, por consiguiente, puede vivir su vida en la verdad revelada por Jesús. En la medida en que el hombre orienta su vida según la verdad de la Palabra de Dios y se deja habitar por el Espíritu, en esa misma medida adora a Dios y le tributa el culto que se le debe. Esos son los adoradores que busca el Padre. Allí donde reina la rectitud, la verdad de la vida iluminada por la revelación de Jesús, donde reina la autenticidad del amor, allí donde el hombre vive, ama, se relaciona con los otros, tal como acabamos de oír, allí es donde el hombre adora al Padre. «Dios es Espíritu, y los que le dan culto lo han de hacer en espíritu y en verdad». Hay en estas palabras de Jesús una revelación profunda, una revelación que nos hace descubrir cómo es en lo concreto de la existencia, en la verdad de la vida habitada por el Espíritu y la Palabra de Dios, donde estamos llamados a vivir; amando y conociendo a Dios en verdad es como nos convertimos en verdaderos adoradores. Así es como podemos adorar: no ya fijándonos en un lugar que sea el lugar privilegiado de la adoración, sino descubriendo que esta adoración debe ser ofrecida a Dios siempre y por doquier, allí donde el Espíritu se da a nosotros y donde nosotros podemos acogerlo; allí donde la Palabra de verdad viene a iluminar nuestra vida. «Le dice la mujer: “Sé que vendrá el Mesías (es decir, Cristo). Cuando él venga, nos lo explicará todo”». La mujer empieza a descubrir así un mundo nuevo que se abre ante ella, y expresa el deseo de esta novedad que ella lleva en el fondo de sí misma: sí, yo también espero la novedad de que hablas. También a nosotros se nos ha anunciado este Mesías; y es él quien debe explicarnos todo. «Le dice Jesús: “Soy yo, el que habla contigo”». Jesús hace pasar así a esta mujer a la actitud de fe que se le pide: ¿Crees que soy yo aquel que esperas, el Mesías prometido a los judíos, pero también a los samaritanos, el que os introduce en la novedad del amor de Dios, en el don definitivo de la Alianza por el don del Espíritu? Y he aquí que el diálogo se interrumpe en este punto, porque llegan otras personas, los discípulos, que habían ido a la aldea a comprar provisiones: «En esto, llegaron los discípulos y se maravillaron de verlo hablar con una mujer». Jesús es sorprendido aquí por dos veces en flagrante delito: por una parte, es un judío y está hablando con una samaritana y, por otra, es un hombre y está hablando con una mujer. Tenemos también aquí un aspecto de la revolución del evangelio, que se afirma así en el relato de la vida de 40

Jesús. El evangelio ilumina también con una luz nueva la relación del hombre con la mujer, aun cuando esta novedad abierta por el evangelio no producirá sino poco a poco sus frutos en la historia. El momento más decisivo será, sin duda, el de la elección por Jesús de mujeres como primeros testigos de su resurrección, siendo que el testimonio de mujeres no se admitía en el pueblo judío. «Pero ninguno le preguntó qué buscaba o por qué hablaba con ella. La mujer dejó el cántaro, se fue a la aldea y dijo a los vecinos: “Venid a ver a un hombre que me ha contado lo que yo he hecho: ¿será el Mesías?”. Ellos salieron de la aldea y acudieron a él». La mujer lleva así a cabo una inversión fundamental: había cogido su cántaro para ir a sacar agua, y he aquí que deja el cántaro porque ha descubierto otra agua y porque se ha vuelto testigo de la misma. «Entretanto, los discípulos le rogaban: “Rabí, come”. Él les dijo: “Yo tengo un sustento que vosotros no conocéis”». Con esto no hemos hecho más que pasar del registro de la sed al registro del hambre, permaneciendo, por tanto, en el ámbito de las necesidades fundamentales. «Los discípulos comentaban: “¿Le habrá traído alguien de comer?”». Se encuentran, por consiguiente, en una situación semejante a la de la Samaritana, que no sabía cómo interpretar las palabras de Jesús sobre la sed. «Jesús les dice: “Mi sustento es cumplir la voluntad del que me envió y dar remate a su obra”». Así, el alimento de Jesús, el sustento de su vida, es cumplir la voluntad de aquel que le ha enviado. Jesús se alimenta así, en la medida en que está en comunión de voluntad y, por consiguiente, en comunión de amor con el Padre que le envía para que lleve su obra a buen puerto. Esta comunión de amor con el Padre se inserta, para Jesús, en lo que se le ha pedido que haga. Jesús inserta su vida en lo concreto de lo que el Padre le confía, de aquello a lo que debe aplicarse para hacer su voluntad. Lo que Jesús acaba de vivir en su encuentro con la Samaritana no es otra cosa que el cumplimiento de la misión para la que ha sido enviado por el Padre. Jesús se alimenta del amor y de la comunión con el Padre, en el testimonio que ha podido proclamar a la Samaritana, en el mensaje que le ha podido entregar, que es el mensaje que procede de lo más profundo del corazón de Dios, tanto para los samaritanos como para todos los hombres, llamados a dejarse asumir en la comunión de Alianza con Dios. Jesús, por ser el mensajero de la Alianza ofrecida a todos por Dios, comulgaba con la Samaritana, pero, de un modo todavía más radical, comulgaba con el Padre, del que es testigo para todos. Esto es lo que podemos intentar contemplar y comprender poniéndonos ante el Señor Jesús: comprender que lo que nos da, lo que nos ofrece, lo que nos dice...: todo eso consiste para él en comulgar con la voluntad del Padre, que desea hacernos hijos suyos. En la medida en que el Padre nos ama, nos envía a su Hijo, y todas las palabras de Jesús son palabras que él nos dirige desposándose con el amor del Padre por nosotros. Y Jesús continúa: «“¿No decís vosotros que faltan cuatro meses para la siega?”. Pues yo os digo: “Levantad la vista y observad los campos clareando ya para la 41

cosecha”». Jesús nos habla de esta obra que hay que llevar a buen puerto: ya es posible verla, en efecto, desde ahora; es como una cosecha preparada. Es preciso poner esto en relación con el texto que precedía inmediatamente al diálogo de Jesús con sus discípulos; este texto describía la venida de los samaritanos para encontrarse con Jesús: salían de la aldea y se dirigían hacia él: «El segador ya está recibiendo su jornal y cosechando el fruto para la vida eterna; así lo celebran sembrador y segador. De ese modo se cumple el refrán: uno siembra y otro siega. Yo os he enviado a cosechar donde no os habéis fatigado. Otros se fatigaron, y vosotros habéis entrado a aprovecharos de sus fatigas». El discurso de Jesús, situado en este contexto, se dirige, de hecho, a los apóstoles; pero, adoptando una perspectiva más amplia, se dirige también a nosotros, nos alcanza al evocar la historia de la siega, de la obra para la que ha sido enviado Jesús. Se trata de una obra a la que también estamos invitados nosotros a aportar nuestra propia colaboración. Ahora bien, en la realización de esta obra hay diferentes momentos: el momento de la siembra y el de la siega. Estos tiempos se suceden, y no nos corresponde a nosotros fijar los tiempos y los momentos. Lo importante es estar ahí, en el campo del Señor, en el sitio que se nos ofrece. Jesús está encargado de la siembra, y nosotros no podemos gloriarnos de la cosecha para guardar, porque otros, y concretamente Jesús, han tenido que trabajar fatigosamente en el tiempo de la siembra. Porque Jesús es claramente el sembrador que echa su palabra en la tierra y que ha trabajado fatigosamente para que la cosecha pueda ser guardada algún día. Es a nosotros a quienes se nos da la alegría de la cosecha: «uno siembra y otro siega». Lo que ya podemos pedir desde ahora al Señor es que nos conceda ser fieles a la misión que nos corresponde y que consiste en segar lo que no hemos sembrado. «En aquella aldea muchos creyeron en él por lo que había contado la mujer, afirmando que le había contado todo lo que ella había hecho. Los samaritanos acudieron a él y le rogaban que se quedara con ellos». Al principio, creen, pues, por lo que había contado la mujer, dado que fueron persuadidos por la convicción interior que la animaba cuando afirmaba: es el Mesías que esperamos, me ha dicho todo lo que he hecho. «Se quedó allí dos días, y muchos más creyeron por las palabras de él; y a la mujer le decían: “Ya no creemos por lo que nos has contado, pues nosotros mismos hemos escuchado y sabemos que este es realmente el salvador del mundo”». Lo que se reproduce aquí es algo semejante a lo que descubríamos en el pasaje relacionado con Juan el Bautista. A la mujer ya no le queda más que eclipsarse a partir de ahora, puesto que ya ha hecho lo que le correspondía, esto es, ser un puro pasaje, testigo de lo que ella había recibido de Jesús, a fin de que los samaritanos pudieran recibir de él, a su vez, esta misma revelación; porque Jesús ha venido a salvar a todos los hombres, no solo a los judíos, sino también a los samaritanos, y a muchos otros aún: «Sabemos que este es realmente el salvador del mundo» y, por consiguiente, de todos los hombres. Así se anuncia en el resto del capítulo 4: el encuentro de alguien que no es ni de Judea ni de Samaría, sino que es un pagano (el «funcionario real») con Jesús. Pues Jesús ha venido para todos los hombres.

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TERCER DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

El enfermo de Betesda (Jn 5,1-18) amos a abordar ahora la lectura del capítulo 5. Entramos así en otra fase del evangelio. Después del capítulo primero, que contiene el Prólogo y la llamada a los primeros discípulos; después del capítulo segundo, que sitúa todo el evangelio a la luz del signo pascual y nupcial iluminando la vida de Jesús, hemos asistido, en los capítulos 3 y 4, al encuentro de Jesús con unos interlocutores procedentes del judaísmo, y a continuación con una samaritana. En cada una de estas ocasiones se piden ciertas iniciativas para entrar en la actitud de fe en Jesús, gracias a la cual, tal como afirma el Prólogo, recibimos la facultad de llegar a ser hijos de Dios.

V

He aquí ahora que, a partir del capítulo 5, Jesús va a revelar, poco a poco, lo que él es para el hombre, con unas afirmaciones que se multiplicarán a lo largo de los capítulos siguientes: «Yo soy la luz del mundo, el camino, la verdad y la vida, el buen pastor, la resurrección y la vida». Jesús se encuentra así en el corazón de la revelación que nos proporciona el evangelio en cada uno de estos capítulos, del mismo modo que, en los discursos que siguen habitualmente a los relatos, Jesús se revela como alguien a quien tenemos que descubrir y acoger, que ilumina nuestra vida y que nos la da. En el capítulo 5 aparece un tema, el tema del juicio. En el camino que sigue Jesús, un camino en el que, tanto a través de los gestos que realiza como a través de los discursos que pronuncia y en los que se revela al hombre, en este camino –decíamos– se está llevando a cabo un juicio. Este tema del juicio, sin embargo, debemos tomarlo como a dos niveles. Está el nivel en el que el hombre actúa oponiéndose a Jesús. Se trata de aquellos a los que se dirige Jesús: judíos, como dice san Juan, los judíos que juzgan a Jesús. Estos someten la acción de Jesús a un proceso, erigiéndose en jueces de su conducta y de sus actitudes. El proceso se va a desencadenar al final del texto que vamos a abordar esta mañana. Como vamos a ver, finalmente es portador de muerte. Para Juan, se trata del proceso fundamental del evangelio. Hasta tal punto que, cuando arrestan a Jesús (en el momento en que entra en su pasión), Juan no desarrolla la parte del proceso que depende de la autoridad judía. Este proceso se ha ido realizando a lo largo de todo el evangelio: los judíos han clausurado desde ese momento el proceso a que han sometido a Jesús, y este no desfilará sino muy brevemente ante ellos para ser entregado, a continuación, a Pilato en el momento de la Pasión. Tenemos, pues, aquí una primera dimensión del juicio: el juicio del hombre, que conduce a la muerte, porque su fin es descalificar, excluir y, finalmente, matar. Basta con que reflexionemos un poco en ello para que caigamos en la cuenta de la frecuencia con 45

que el juicio del hombre es portador de muerte. Ahora bien, a otro nivel, se realiza el juicio de Dios, que es, por su parte, portador de vida. Se trata de un juicio con el que Dios quiere salvar y dar la vida al hombre. Cuando se somete a juicio a Jesús, tal como lo explicita la incoación de su proceso y su juicio definitivo por Pilato, en el fondo es el mismo Jesús el que juzga; pero el juicio que él lleva a cabo en nombre de Dios es un juicio que salva al hombre, que quiere dar la vida al hombre. En el discurso de Jesús que sigue al episodio que hemos considerado esta mañana, empieza ya a imponerse el tema del juicio. Desgraciadamente, no tendremos tiempo para desarrollarlo. Con todo, en este debate, Jesús se va revelando poco a poco, y su luz viene a chocar con nuestras tinieblas: mientras que el juicio del hombre quiere excluir a Jesús y condenarle a muerte, él, que es la luz que las tinieblas no pueden sofocar, es portador del juicio de Dios, de ese juicio que salva al hombre y vuelve a darle vida. Vamos a tomar, pues, esta mañana los dieciocho primeros versículos del capítulo 5. «Después de esto, celebraban los judíos una fiesta, y Jesús subió a Jerusalén». Jesús, como ya sabemos, había subido a Galilea atravesando Samaría. Tras haber regresado a Caná para realizar una segunda señal, se encuentra ahora de nuevo en Jerusalén, con ocasión de una fiesta de los judíos (una fiesta de la que no se dice más; no es la Pascua, sino otra fiesta que Jesús va a celebrar en Jerusalén). «Hay en Jerusalén, junto a la puerta de los Rebaños, una piscina llamada en hebreo Betesda, con cinco soportales». Ya tenemos, pues, descrito el contexto en el que se va a desarrollar el episodio; nos encontramos junto a esta piscina. «Yacía en ellos una multitud de enfermos, ciegos, cojos y lisiados que aguardaban a que se removiese el agua. Periódicamente bajaba el ángel del Señor a la piscina y agitaba el agua, y el primero que se metía, apenas agitada el agua, se curaba de cualquier enfermedad que padeciese». Detengámonos en esta descripción de una multitud que padece diferentes enfermedades: enfermos, ciegos, cojos y lisiados. En los evangelios sinópticos aparecen con frecuencia descripciones parecidas cuando se nos habla de los desplazamientos de Jesús por las tierras de Israel. Se agolpan a su alrededor todos los que se encuentran en un estado de espera, todos los que experimentan la necesidad de algo o de alguien. Semejantes descripciones nos invitan a ensanchar nuestra mirada para ver a toda la humanidad en espera de salvación, porque es esta la que aquí se significa. Por allí por donde pasa Jesús, se encuentran todos los hombres que cargan sobre sí tantos males, enfermedades, penas, dificultades...: todos esos hombres que esperan la salvación. Jesús se encuentra cerca de la piscina de Betesda, donde a veces surgía el agua, cargada de una virtud curativa. El que conseguía entrar inmediatamente quedaba curado de cualquier enfermedad que padeciese. Lo que se puede significar de este modo es, sin duda, la realidad del mundo creado por Dios y en el que él nos ofrece tanta bondad, una bondad que podemos acoger porque viene a colmar nuestras expectativas. Sin embargo, la dificultad que se nos presenta, en este mundo donde habitamos y en el que somos objeto de la bondad de Dios a través de todo lo que él nos ofrece, es que nos encontramos en un mundo marcado por la competición. Esto es claramente lo que se nos describe aquí. Aquí no se trata de compartir, porque no todos pueden recibir el beneficio ofrecido; es 46

menester llegar el primero para obtener el beneficio. Ahora bien, el que llega el primero excluye, por ese mismo hecho, a los demás. Nos encontramos, ciertamente, en el mundo tal como Dios lo ha creado, en este mundo que es fruto de su bondad y en el que se une al hombre, dispuesto como está Dios a bendecir la vida del hombre. Pero este mundo es un mundo donde los hombres habitan viviendo en él una dura competición de unos contra otros y excluyéndose los unos a los otros en la misma acogida de los signos de la bondad de Dios. Esta es, claramente, la descripción que aquí se nos propone y que expresa la situación en que vivimos nosotros, la realidad del mundo en el que habitamos. No podemos decir que el mundo es malo: «Y vio Dios que era bueno». Es mucha la bondad de Dios manifestada en este mundo, pero ¿quién puede tener acceso a ella? No todo el mundo; el primero es aquí el único que consigue apropiársela. «Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús lo vio acostado y, sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dice: “¿Quieres curarte?”». Tras haber contemplado a aquella multitud reunida en espera de salvación, se nos invita ahora a proyectar nuestra mirada sobre uno de los que la formaban. Un hombre enormemente animado por la virtud de la paciencia, puesto que espera su curación desde hace treinta y ocho años; en esta breve mención hay, sin duda, materia para hacernos reflexionar: a veces es preciso esperar, porque no es verdad que las cosas deban realizarse siempre enseguida. No conviene desanimarse porque los acontecimientos no se produzcan tal como los esperábamos y en el momento en que lo esperábamos. Y he aquí que tiene lugar un encuentro entre este hombre y Jesús, que le ve. La mirada de Jesús viene a posarse, en efecto, sobre él, y Jesús se entera de que este hombre lleva allí muchísimo tiempo. Jesús sale, por consiguiente, al encuentro de su deseo más vivo, de su deseo más profundo: «¿Quieres curarte?». Un poco así como proyectaba su mirada, en el capítulo 1, sobre los apóstoles, cuando les invitaba a seguirle]: «¿Qué buscáis?» (1,38). Esta pregunta de Jesús va, por tanto, en busca del deseo del hombre, expresando lo que es probablemente este deseo: un deseo de curación. Y es la respuesta del enfermo que somos nosotros, sin duda, el núcleo mismo de lo que se desarrolla a lo largo de esta escena. «Le contestó el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. En lo que llego yo, se ha metido otro antes”». Aparece aquí claramente la competición, la rivalidad que hemos sugerido hace un momento, cuando el enfermo parece encontrarse ahí, ¡desprovisto de toda ayuda desde hace treinta y ocho años! Ahora bien, lo importante en la respuesta que da a Jesús es el comienzo de la misma: «Señor, no tengo a nadie». Lo que le falta a este hombre para poder obtener la curación, para poder acoger la bondad de Dios que quiere llegar a todos los hombres, es la presencia y la intervención de alguien. Dios también puede llegar a ser para él el que le colma y le cura; pero hace falta alguien que le ayude. Este hombre se encuentra, por consiguiente, aislado, y cada uno de nosotros se encuentra, en cierto modo, aislado, frecuentemente abandonado a sí mismo en este mundo. ¿Acaso no es esta una situación muy frecuente en la sociedad humana, una sociedad en la que cada cual, dejado a sí mismo, está invitado a arreglárselas 47

completamente solo al descubrir que no hay nadie con quien pueda contar para que le socorra, para permitirle tener acceso a lo que tan profundamente desea? «Le dice Jesús: “Levántate, toma la camilla y camina”». Este hombre no tiene a nadie y, por consiguiente, Jesús se convierte para él en aquel a quien lleva tanto tiempo aguardando. Su larga espera de treinta y ocho años desemboca ahora en algo mucho más profundo aún que la curación a la que aspira: la presencia de alguien que está ahí para él ahora. ¿Acaso no tiene como fin la presencia de Jesús en este momento ser el que actúa en favor de este hombre? También nosotros podemos situarnos, en nuestra oración, ante el Señor, descubriendo que lo que fue la verdad para este enfermo aquel día, es también la verdad continua de nuestra vida, en la medida en que nos dejemos mirar por Jesús y en que la mirada de Jesús, al proyectarse sobre nosotros, encuentre la profundidad de nuestro deseo: «¿Quieres curarte? – Señor, no tengo a nadie», pero sé que eres tú aquel a quien espero, y que en lo más profundo de mí mismo, más aún que la curación, lo que vivo como expectativa es la expectativa de ti. Lo que el enfermo vivió al borde de la piscina, sin saberlo, era, ante todo, la espera de Jesús. Y Jesús, a través de sus palabras, describe muy brevemente el milagro que realiza. El evangelio no se detiene nunca, de hecho, extensamente en el relato de un milagro. Lo que importa es lo que se lleva a cabo en la vida de este hombre en virtud de la palabra de Jesús. Y a través de las breves palabras pronunciadas por Jesús nos invita el evangelio a comprender lo que ha pasado realmente en la vida de este hombre, una vez que se ha encontrado con Jesús y ha descubierto en él a aquel a quien esperaba. «Levántate». El hombre así acostado junto a la piscina, este hombre incapaz de caminar, oye ahora una voz que le dice: «Levántate»; porque ahora tienes la capacidad de mantenerte de pie y de existir por ti mismo, de tomar tú mismo tu vida entre tus manos: «toma la camilla y camina». A partir de ahora eres tú mismo el que va a caminar en tu propia vida, porque no estás más que en el punto de partida de un camino por el que debes caminar en lo sucesivo. El encuentro con Jesús es como el punto de partida de otra vida por la que empieza a caminar este hombre. Sabemos que, en los Hechos de los Apóstoles, el modo de vivir de Jesús, convertido en el de las comunidades cristianas y practicado por los primeros cristianos, aparece designado como «la vía», es decir, el camino por el que se han introducido a partir de ahora. ¿Acaso no dirá Jesús, en el Evangelio de Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? Este hombre que se ha encontrado con Jesús se pone a partir de ahora en camino, porque ha descubierto al que es la vía, y en cuyos pasos puede empezar a caminar a partir de este momento, ha descubierto a alguien que le indica la ruta, porque él mismo es la ruta. Este hombre ha encontrado una vida nueva a partir de su encuentro con Jesús. «Al punto se curó aquel hombre, tomó la camilla y echó a andar». La descripción de lo que ocurre en este momento no hace más que retomar las indicaciones dadas por la palabra de Jesús. Y es que la palabra de Jesús es portadora de su propia realización. Y el hombre que acaba de ser curado debe creer que la palabra de Jesús es portadora, efectivamente, para él de su propia realización. En el caso de un hombre que lleva 48

tendido en el suelo treinta y ocho años, se trata de levantarse, simplemente porque le ha sido dirigida una palabra: «Levántate. Él se levantó. Tomó la camilla y echó a andar». «Pero aquel día era sábado; por lo cual, los judíos dijeron al que se había curado: “Hoy es sábado, no puedes transportar la camilla”. Les contestó: “El que me curó me dijo que tomara la camilla y caminara”. Le preguntaron: “¿Quién te dijo que tomaras la camilla y caminaras?”. El hombre curado no sabía quién era, porque Jesús se había retirado de lugar tan concurrido». Entramos ahora en el comienzo del debate que se convertirá en el proceso realizado a Jesús. Este ha realizado el milagro el día del sabbat, y eso no pueden admitirlo los judíos, porque piensan que están viendo a un hombre realizando una acción prohibida en este día. El debate del evangelio sobre el sabbat (más frecuente en los sinópticos) no afecta directamente a la Ley de Dios tal como fue proclamada en el Sinaí, sino al modo en que, poco a poco, quisieron «precisarla» los maestros de la ley, al interpretar la Ley de Dios. El sabbat, tal como remitía a la creación de Dios, tal como formaba parte de la Ley, era algo más global y mucho más simple. Encontramos su significación y su práctica en el capítulo 20 (8-11) del libro del Éxodo: «Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó». De este modo, queda trazada la perspectiva fundamental; pero en cuanto a decir a partir de ahí que se pueden dar tantos pasos, que se puede realizar tal acción y no tal otra, supone dar a la Ley una interpretación que viene más del hombre que de Dios. Ahora bien, es precisamente con eso con lo que choca Jesús: no es que él ponga en tela de juicio la Ley de Dios, sino la manera de comprender la fidelidad a esta Ley. Ese es el debate que comienza desde ahora con este relato. Para el hombre curado por Jesús, existe, sin embargo, una certeza que sobrepasa a todas las otras, y es la única que encuentra para oponer a los que le interpelan al verle llevar su camilla: en mi caso, no tengo más que una certeza, y esta certeza hela aquí: cuando yo no tenía a nadie, encontré a alguien, y este alguien me dijo: toma tu camilla, y yo, por consiguiente, la tomé: eso me basta. Los que le interpelan quieren saber quién es ese alguien que viene, en cierto modo, a molestar a los que saben, quién es ese alguien que viene a dar la vida a los que le esperan. ¿Vamos a comprender por qué este hombre viene a turbar así nuestras referencias más ciertas? En este momento del relato, el paralítico no sabe aún de quién se trata: solo se ha encontrado con alguien, sin saber su nombre, sin haber penetrado aún en el verdadero conocimiento de Jesús. «Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira que te has curado. No vuelvas a pecar, no te vaya a suceder algo peor”». Jesús le encuentra, y este encuentro se vive ahora en el templo, en la casa de Dios. A partir de ahora, ya no se trata solo del detonante de la curación, sino de una relación que se precisa: Jesús ya había 49

introducido al enfermo por el camino; ¿no es acaso el punto de partida de un camino por recorrer? Jesús le recuerda, pues, en primer lugar, el don del que ha sido beneficiario: «Mira que te has curado». Tiene una enorme importancia, en la relación con Jesús, poder hacer memoria, poder acordarse de los beneficios recibidos de él: las curaciones, los ahondamientos, los descubrimientos, las revelaciones que Jesús haya podido hacernos: mira que te has curado. En adelante, en función de esta memoria que te habita y que es mi presencia en ti, «no vuelvas a pecar, no te vaya a suceder algo peor». No debemos interpretar esto a la manera de una amenaza: «¡Ay de ti, si pecas! No sabes lo que te pasará si lo haces. Lo peor que pueda pasarte es, justamente, pecar». Si llevas en ti el recuerdo de tu curación, lo importante a partir de ahora será vivir en la amistad con Dios. La elección inversa sería peor que estar enfermo. La separación de Dios es, en efecto, mucho peor que la enfermedad. Jesús, al encontrarse con este hombre, da así un paso más y le declara: lo que deseo llevar a cabo en tu vida, más aún que la curación física que has recibido, es la renovación interior, que te permite vivir constante y fielmente en la amistad con Dios. Sí, es un mal mayor el que te amenazaría, el que entraría en ti si te separaras de Dios. De este modo se nos invita a recibir la enseñanza de Jesús sobre lo que es el verdadero mal del hombre. No es el no poder caminar como él quisiera; puede sucedernos, en un momento u otro, que la marcha se nos vuelva más difícil; pero hay algo mucho más importante: vivir en la amistad con Dios. «El hombre fue y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había curado». No hemos de malinterpretar, ciertamente, esta iniciativa, como si este hombre hubiera querido denunciar a Jesús. Antes no sabía; ahora sabe: Jesús es su benefactor. Hay algo de espontáneo y de verdadero en la iniciativa de este hombre: desea dar a conocer el nombre del hombre que se ha revelado a él como la presencia más decisiva de su vida. Antes no tenía a nadie, y ahora tiene a alguien, y ese alguien es Jesús. Este hombre, que no podía caminar, se va, pues, a todas partes a afirmar que es Jesús el que ha entrado en su vida y el que la ha transformado. «Por ese motivo perseguían los judíos a Jesús, por hacer tales cosas en sábado». Esta frase traduce ya de manera vigorosa la reacción de los judíos con respecto a Jesús: «los judíos perseguían a Jesús». Más aún, entablan un proceso contra él con el motivo de que pone en tela de juicio algunas exigencias del sabbat. Jesús, que viene para dar la vida, y que se la ha dado a este enfermo, llevando así a cabo el juicio salvífico de Dios, va a convertirse en víctima del juicio de los hombres, que a partir de ahora quieren perseguirle. «Pero Jesús les dijo: “Mi Padre sigue trabajando, y yo también trabajo”». ¿Qué es lo que quiere decir Jesús con esto? Es preciso que recordemos la manera en que ciertos rabinos interpretaban el reposo de Dios en el día del sabbat. Según el relato del Génesis, Dios trabajó durante seis días, y el séptimo día reposó. Ahora bien, si Dios reposara por completo, pobres de nosotros, porque nos podría pasar cualquier cosa. En consecuencia, introducían una distinción y decían: Dios reposó de sus obras de creación el día del sabbat, pero siguió ese día con sus obras de juicio. Eso implicaba su vigilancia, 50

por medio de su Providencia, sobre su pueblo Israel y sobre el mundo. Por eso les dice Jesús: ¿qué es lo que decís de Dios cuando decís que reposó el día del sabbat? Decís que entonces siguió velando sobre su pueblo. Pues bien, eso mismo es lo que hago yo. Si Dios continúa dando la vida el día del sabbat, pues de lo contrario se os retiraría la vida y todos vosotros desapareceríais, pues bien, yo estoy haciendo lo mismo: realizo las obras de Dios, doy la vida el día del sabbat. «Por lo cual los judíos con más ganas intentaban darle muerte, porque no solo violaba el sábado, sino que además llamaba a Dios Padre suyo, igualándose a Dios». Nos encontramos aquí en el corazón del proceso entablado a Jesús. Las expresiones son las más fuertes que podamos imaginar: los judíos intentan matarle. Su juicio es portador de muerte desde el punto de partida: Jesús debe desaparecer. ¿Por qué? No solo porque ha infringido las reglas que nosotros hemos definido para comprender las exigencias del sabbat, sino porque se presenta a nosotros como igual a Dios, porque se dirige a Dios como a su propio Padre. Este es el centro mismo del mensaje de Jesús: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios». Jesús se presenta a nosotros como el Hijo de Dios, y eso es lo que no es aceptable, lo que debe ser excluido de manera definitiva. En eso consiste la oposición de los judíos a la fe que Juan afirmaba en el mismo corazón del Prólogo: se trata de creer en Jesús, de descubrir en él al Hijo de Dios y, en virtud de ello, ser asociado a su filiación divina. El proceso entablado a Jesús es un proceso que se opone al mismo centro del mensaje de Jesús. En nuestra oración, el Señor nos puede indicar diferentes pistas. Lo importante es que descubramos que Jesús es, también para nosotros, ese alguien al que, de un modo u otro, esperamos para salvarnos; ese alguien que nos da la vida, allí donde precisamente tenemos que recibirla de él; ese alguien que viene a visitarnos, en nombre de Dios, para que vivamos a partir de ahora en la amistad con Dios.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La multiplicación de los panes (Jn 6,1-21) amos a abordar ahora la lectura del capítulo 6 del Evangelio de Juan, y tomaremos para nuestra reflexión los veintiún primeros versículos. En esta primera parte del capítulo se nos refieren dos episodios: la multiplicación de los panes y la marcha de Jesús sobre las aguas. Podemos leer este texto como una auténtica introducción a la realidad de la Eucaristía de Jesús. Juan no recoge, en efecto, el relato de la institución de la Eucaristía en el relato de la última cena. Propone la escena del lavatorio de los pies y, a continuación, el largo discurso de Jesús, que atraviesa los capítulos 13-17 y en el que enseña unas dimensiones que son, además, constitutivas de su Eucaristía y de nuestra entrada en la Eucaristía de Jesús: vida de caridad, de unión con él como él está unido con su Padre, presencia del Espíritu, nuestro combate en el mundo. Jesús sitúa ya, en este capítulo 6, su vida, su enseñanza, su presencia en medio de nosotros, sus acciones, sus gestos, en una perspectiva que es la que hoy acogemos al celebrar su Eucaristía. Y el extenso discurso pronunciado en la sinagoga de Cafarnaún, que ocupa la segunda parte del capítulo 6, es un discurso sobre el pan de vida, sobre la Eucaristía del Señor.

V

De este modo, se nos refiere la multiplicación de los panes a modo de introducción al discurso sobre la Eucaristía de Jesús. Tenemos que leer esa multiplicación intentando comprender en ella la Eucaristía, no solo como una celebración (aun cuando en este relato de la multiplicación se evoquen algunos de los mismos gestos de la celebración eucarística), sino como una nueva lógica de la existencia humana, a la luz de la vida de Jesús; la Eucaristía imprime en la vida de los hombres la exigencia de una humanidad nueva, de otro modo de comportarse y de relacionarse los unos con los otros en nombre del Señor, en función de su presencia y del don que él quiere ser para nosotros. «Algún tiempo después, pasó Jesús a la otra orilla del lago de Galilea (el Tiberíades). Lo seguía una gran multitud, pues veían las señales que hacía con los enfermos». Hemos visto que Jesús había subido a Judea después de haber realizado su segunda señal en Caná (en el capítulo 4). Le hemos visto a continuación junto a la piscina de Betesda, en Jerusalén; y desde allí vuelve a subir al otro lado del lago de Galilea. Todo un trayecto para recorrer. Y le seguía una gran multitud. «Jesús se retiró a un monte, y allí se sentó con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos». Nos encontramos, por tanto, en un clima pascual, y desde esta perspectiva de la Pascua judía nos va a introducir Jesús en lo que va a ser la realidad de su Pascua. La celebración judía de la Pascua es el recuerdo de un acontecimiento pasado, el de la liberación de Egipto; y Jesús quiere convertirla en una celebración nueva: la celebración de su presencia en medio de nosotros, instaurando, una relación nueva de él con nosotros y de nosotros con él y, a través de él, de nosotros con Dios, de Dios con nosotros y de 52

nosotros unos con otros; una relación nueva, marcada por una libertad a partir de ahora definitiva, puesto que es la libertad que Dios da a sus hijos. «Alzando la vista y viendo la multitud que acudía a él, Jesús dice a Felipe: “¿Dónde compraremos pan para que coman esos?”. (Lo decía para ponerlo a prueba, pues bien sabía él lo que iba a hacer.) Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastarían para que a cada uno le tocase un pedazo”». Aquí tenemos, pues, de nuevo a Jesús frente a una gran multitud. Hemos visto, en la descripción que nos proponía el comienzo del capítulo 5, a Jesús caminando solo entre la multitud de enfermos que se agolpaban a su paso. Aquí son las multitudes humanas las que se encuentran ante el Señor. La cuestión planteada por Jesús podemos tomarla a dos niveles, como ocurre a menudo con los símbolos que emplea san Juan. Está aquí la cuestión del pan y, por consiguiente, la cuestión del hambre del hombre; está también este otro pan y esta otra hambre que nos revela el evangelio. Ahora bien, para leer adecuadamente este pasaje tenemos que ver, sobre todo, el vínculo que religa estas dos realidades. Dicho con otras palabras: el texto no tiene que ser leído simplemente a un nivel en el que hablaría del hambre física del hombre, abriendo a una respuesta que Jesús daría directamente a la cuestión, siempre actual, del hambre en el mundo. Está también esta otra hambre en el corazón del hombre, que necesita ser saciada. Está este otro pan que Jesús ofrece y del que va a decir, en el gran discurso eucarístico, que es el don de sí mismo que él hace al hombre. Con todo, conviene ver también y sobre todo el vínculo que hay entre estas dos realidades, sin que se trate por ello de centrar únicamente nuestra atención en la cuestión que plantea el hambre en el mundo. Es posible que el modo en que el hombre comprende el don que hace Jesús, así como el modo en que él es asociado al mismo, abra también una perspectiva sobre lo que sería otra manera de vivir entre nosotros, que nos permitiría asimismo afrontar algunas cuestiones fundamentales, como la del hambre del hombre. La situación en la que se encuentran los hombres es la que expresa Felipe: no tenemos gran cosa. Doscientos denarios no bastarían para que a cada uno le tocase un pedazo. No hay gran cosa y, por consiguiente, se corre fácilmente el riesgo de que haya excluidos, puesto que no van a recibir todos. Si queremos reflexionar aquí sobre el modo en que vivimos nosotros, los hombres, nuestra vida común en el mundo, apoyándonos en esta cuestión del hambre, ¿no es algo que podríamos expresar y traducir todavía hoy de este modo: se corre claramente el riesgo de que haya excluidos, porque aquello de que disponemos no basta para todo el mundo? Hasta tal punto que, cuando se intenta definir en qué consiste la ciencia económica, que tiene tanta importancia en el mundo de hoy, se la pone en relación con la disposición de «bienes escasos» a los que tiene acceso el hombre. Por consiguiente, es preciso organizar, distribuir, producir bienes luchando, trabajando, negociando con la escasez de los recursos que están a nuestra disposición. Con todo, la escasez de los bienes nos interpela, puesto que, al leer el Evangelio de Juan, hablamos de sobreabundancia. ¿En qué punto nos encontramos, pues? ¿Y quién tiene razón? ¿Nos da Dios realmente de manera abundante, o es que se muestra tan avaro con sus dones que 53

tenemos que arreglárnoslas con algo que, de todos modos, no bastará, puesto que estamos sumergidos hasta el fondo en un régimen de escasez? Sin embargo, es posible que no se zanje la cuestión simplemente proyectando una mirada objetiva sobre las «cosas». ¿Quién va a decir si hay mucho o si hay poco? No es una evaluación «objetiva» la que nos permitirá zanjar el asunto, porque el hombre se sitúa en el mundo no solo con lo que cree descubrir su mirada, sino también con todo el movimiento de su deseo y de sus ilimitadas necesidades. Algo que nos permite decir eventualmente: nos encontramos en un régimen de escasez, hay excesivamente poco para todo el mundo; y no es solo la evaluación objetiva y exterior, sino el movimiento del deseo, el que atraviesa esta experiencia. El hombre no vive sus necesidades como el animal: tanto forraje por día, y basta. El hombre tiene necesidades que llevan toda la impetuosidad, toda la exigencia (una exigencia que no tiene límites en sí misma) del deseo humano; el hombre está abierto así a un cierto «infinito». Las necesidades del hombre están atravesadas ellas mismas por la apertura del hombre a lo que no tiene límites. Si el hombre no modera sus exigencias, si no las mesura, sus necesidades exigirán cada vez más. ¿Quién me dirá si me basta con tener tal coche en vez de tal otro, si me basta con tener dos en vez de tres...? ¿Dónde va a detenerse la necesidad del hombre? Pues parece movido por una exigencia interior que, de por sí, es ilimitada. Así las cosas, ¿cómo vivir juntos semejante situación, cómo vamos a arreglarnos entre nosotros, cómo vamos a comprender la manera de habitar juntos el universo? De eso es, en efecto, de lo que se trata en la «economía»: oikos significa casa, y nomos significa ley. La economía anda, por consiguiente, en busca de una cierta racionalidad, de una cierta organización de esta morada que es nuestra morada común; si se trata de organizarla juntos, ¿cómo nos las vamos a arreglar? Es esta una cuestión, entre otras cuestiones fundamentales, a las que el hombre tiene que enfrentarse y con las que tropieza de continuo. En este mundo que es el nuestro y al que definimos diciendo que es un mundo marcado por un consumo creciente, ¿no nos arriesgamos a ser víctimas de ese movimiento?; ¿no tiene límites el consumo? Cuando miramos el producto interior de los distintos Estados, la exigencia de que crezca incesantemente, y el drama que representa toda disminución, comprendemos que la ley del compartir y el agradecimiento por lo que se nos da andan lejos de definir de manera fundamental la actitud de nuestro corazón. Es como si estuviéramos atrapados en una especie de engranaje que se impusiera a nosotros, pero del que también somos cómplices. Esa es la situación por la que estamos marcados en el interior de cada na-ción, de cada sociedad. Y si observamos esto a nivel del planeta, es evidente que «no hay bastante para todo el mundo», si todo el mundo quiere poseer cada vez más. Esto es, en cierto modo, lo que podemos evocar a través de la respuesta de Felipe: lo que tenemos a nuestra disposición no basta para que cada uno reciba, no solo un pedacito, sino todo lo que desearía. «Uno de los discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro, le dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?”». No hay bastante, pero, a pesar de todo, hay algo, lo poco de que disponemos. 54

Lo importante, para entrar en la lógica de la Eucaristía, que Jesús quiere celebrar con nosotros en el mundo, es precisamente que aprendamos a desprendernos, a entregar, a compartir ese poco que consideramos muy poco y que apenas parece servir. Esa es la situación de este muchacho, que tiene lo justo para subvenir a sus propias necesidades. Que no cierre su corazón en sus propias necesidades, que no piense simplemente en él mismo, sino que acepte ser una parte de esta multitud; que comprenda, por consiguiente, la cuestión que se le plantea a él como una cuestión que no es solo la suya, sino la de toda la multitud. Se produce aquí como una inversión del deseo exigente centrado en sí mismo, y que es la manifestación del egoísmo que habita en el corazón del hombre. Es menester invertir este movimiento del egoísmo humano, a fin de que pueda convertirse en una actitud de compartir. Es preciso que el deseo de apropiación que habita en el hombre en su relación con las cosas se convierta en un deseo y una actitud de compartir, de ponerse a disposición de los otros, de entrada en una puesta en común. «Jesús dijo: “Haced que la gente se siente”. Había hierba abundante en el lugar. Se sentaron. Los varones eran cinco mil. Entonces Jesús tomó los panes, dio gracias y los repartió a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados: todo lo que querían». Los gestos que evoca aquí el relato de Juan son los gestos de la Eucaristía de Jesús. Jesús toma los panes, da gracias, distribuye. Lo que se evoca inmediatamente es, por tanto, la Eucaristía de Jesús sobre el mundo: Jesús transforma lo poco que se le presenta, haciéndolo pasar por él, de suerte que se transforme en su propia sustancia, en el signo mismo de su amor que se entrega. Y he aquí que da gracias a su Padre, una actitud muy diferente de la que consiste en decir: desgraciadamente estamos en un régimen de escasez. ¿No tenemos que reconocer en primer lugar la bondad de Dios con nosotros, que Dios nos da la vida y que de él lo recibimos todo? Tenemos que vivir lo que este muchacho vivió aquel día, desposeyéndose de lo que tenía y de lo que era, de lo que podía, de todo lo que constituía su propia realidad, de aquello sobre lo que hubiera sentido la tentación de hacer reposar su propia seguridad. Querer desprendernos de lo que nos pertenece, para que esté a disposición de todos, para que sea destinado al bien de todos: esa es la nueva lógica de la Eucaristía de Jesús. Si nos dejáramos asumir realmente por esta lógica, si la humanidad se dejara convertir por esta nueva lógica que Jesús viene a instaurar, ¿sería verdad que podemos seguir diciendo que hay pocos bienes y riquezas, y que no hay para todo el mundo? ¿No se deberá a que todavía debemos aprender a compartir el que proyectemos sobre las cosas una mirada de niño mimado, que siempre afirmará no hay bastante? ¿No tendremos que reconocer que Dios es bastante generoso en su bondad y en el don de su creación que ha hecho al hombre, a fin de que los hombres puedan vivir juntos respetándose y promoviéndose los unos a los otros? La mirada que se nos invita a proyectar, a la luz de este relato de la multiplicación de los panes, sería a la vez el descubrimiento del don extraordinario que Jesús nos hace de su vida, de su cuerpo, a través de la Eucaristía; porque todo pasa por él, y es él quien se entrega en todas las cosas. Por último, es de él de quien tenemos hambre, porque es él quien restaura nuestra vida, porque es él quien nos hace pasar a una vida nueva, a una

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transformación de nuestra existencia ya desde ahora, al ofrecernos otra manera de considerarnos y de considerar juntos el mundo y situarnos juntos frente a él. «Cuando quedaron satisfechos, dice Jesús a los discípulos: “Recoged las sobras para que no se desaproveche nada”. Las recogieron y, con los trozos de los cinco panes de cebada que habían sobrado a los comensales llenaron doce cestas. Cuando la gente vio la señal que había hecho, dijeron: “Este es el profeta que había de venir al mundo”. Jesús, conociendo que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo». Hay aquí claramente algo extraordinario: hay poco, demasiado poco, pero Jesús dice: «Recoged las sobras». Hay poco, pero se produce la sobreabundancia. ¿Acaso no había considerado Dios su propia creación como buena: «Y vio Dios que era bueno». ¿Acaso no es capaz de satisfacer esta creación todas las necesidades del hombre, si el hombre aprende a moderar y a disciplinar sus necesidades y, sobre todo, si aprende a mirar a su hermano, y a ver cómo, juntos, podemos y debemos hacer frente a nuestra situación? Entonces descubriremos que hay bastantes bienes, y no solo lo justo, sino que hay de sobra, estas sobras recogidas aquí en las doce cestas. «Doce» hace referencia inmediata a los doce apóstoles que están con Jesús, que alude a la existencia del nuevo Israel, que prolonga la historia de las doce tribus que componían el antiguo Israel. Estas doce cestas son el alimento puesto a disposición de la Iglesia y, a través de ella, de la humanidad. El Señor no solo se entrega así en el instante, cuando realiza esta señal, sino que quiere que su Iglesia disponga de él, que pueda atravesar la historia con estas sobras que se le han dado. Así hemos intentado considerar la escena que describe el evangelio, a la luz de la Eucaristía, pero de la Eucaristía que penetra toda la existencia del hombre. Pero todavía nos hace falta articular los dos niveles distinguidos en nuestra lectura. Y es que ahora nos encontramos frente a otra reacción: la de la multitud que cree descubrir en Jesús a un Mesías puramente terrestre, ese que respondería a las necesidades inmediatas del hombre, ahorrando así la conversión del corazón, la transformación que se espera del hombre cuando se sitúa de verdad ante Dios y ante sus semejantes. Lo que mueve a la multitud hacia Jesús, como dirá el mismo Jesús más adelante, es el deseo que impulsa a estas personas a apoderarse de los dones que les hace Jesús, con la intención de disponer de ellos de una manera egoísta. Jesús es, pues, como el rey que va a transformar su existencia. Ahora bien, transformar la existencia del hombre en el nivel exterior es algo que no sirve, a fin de cuentas, para nada ni responde a ninguna exigencia profunda del hombre. Si eso debiera revertir en gloria de Israel, podría ser a costa de las otras naciones. El mesianismo terrestre es siempre una ilusión. Consiste en creer que los problemas del hombre se resuelven sin que este tenga que convertirse, sin que tenga que transformar su corazón. Sin embargo, es ahí, en el fondo del corazón, donde pide Jesús que tengan lugar las cosas: que este muchacho se desprenda, y también nosotros con él. Ante el espejismo del mesianismo terrestre que amenaza con renacer de tantas maneras, Jesús no puede hacer otra cosa que retirarse. No hay solución a los dramas de la historia humana más que en la medida en que el hombre se convierta de su egoísmo y se abra a 56

su hermano, a todos sus hermanos. Jesús se retira, pues, al monte, completamente solo, y esta retirada es la que nos va a introducir en el pasaje siguiente. ¿De qué modo se sustrae Jesús a la influencia que querrían ejercer sobre él los que han visto la señal y querían apoderarse de él para convertirle en su rey? Jesús no se define solo en relación con esta multitud; se define, en primer lugar, en su relación con su Padre, por la soledad que le habita y que está penetrada por su relación con su Padre. A partir de la comunión con su Padre es como Jesús considera a la multitud y como vive en medio de ella. A partir del misterio de Dios que habita en él es como vive todo esto. A partir de una nueva relación con Dios es como, a nuestra vez, podemos renovar nuestras relaciones entre nosotros. Jesús está ahí, en soledad, que es el lugar donde vive plenamente la inmediatez de su relación con su Padre. Hemos hablado de la Iglesia, que puede caminar gracias a las doce cestas llenas de las sobras, y también hemos hablado de Jesús solo en la montaña, con su Padre; y esto es tal vez lo que nos proporciona una clave de lectura, entre otras, para leer el pasaje siguiente: el de la tempestad en el lago. «Al atardecer, los discípulos bajaron hasta el lago. Montaron en la barca y atravesaron el lago hacia Cafarnaún. Había oscurecido, y Jesús no los había alcanzado aún. Soplaba un viento recio, y el lago se encrespaba». Los discípulos están en la barca, sin la presencia visible de Jesús, que está ahora con su Padre. ¿No es esta la situación en que se encuentra la Iglesia? El Señor, después de su resurrección, ha subido a los cielos y está a la derecha de Dios. Jesús ha vuelto a subir junto a su Padre, y nosotros estamos aquí sin que Jesús se manifieste, sin que sea visible, sin que aparentemente podamos contar con su presencia. Y esta Iglesia, que somos nosotros, está atravesando el mar de este mundo. Sabemos lo mucho que se ha representado a la Iglesia con esta imagen, la de un barco que atraviesa el mar. Y no siempre le resulta fácil atravesarlo, porque puede llegar la oscuridad e impedir ver muy bien a dónde se dirige. También es posible que tenga que afrontar tempestades. Soplaba un viento recio, y el mar se encrespaba. Es posible que haya que luchar contra los elementos. Asunto de discípulos; asunto, por tanto, de la Iglesia cuando tiene que hacer frente a dificultades, cuando tiene que avanzar sin ver siempre claro ni comprender plenamente lo que pasa, y sin poder reconocer a veces precisamente la presencia de Jesús. «Cuando habían remado unos cinco o seis kilómetros, ven a Jesús que se acercaba al barco caminando sobre el agua, y se asustaron. Él les dice: “Soy yo, no temáis”». Si, aparentemente, Jesús no está aquí, no es porque nos haya sido arrebatada realmente su presencia. Jesús puede manifestar en ciertos momentos su presencia, y, en la fe, nosotros tenemos que creer que está ahí. Y que él, Jesús, es quien domina el mar y las olas, aquel que es capaz de dominar todas las situaciones difíciles, aquel sobre el que hemos de reposar, aquel en quien tenemos que poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza. Aquel que nos permite, gracias a la certeza que nos procura su presencia, atravesar el mar y remar, a pesar de la oscuridad y de los elementos hostiles. Jesús está ahí, y de una manera tan decisiva que el hombre reconoce ante él que es el Señor de su vida. El evangelio nos habla claramente de una reacción de miedo, como cada vez que se 57

produce una manifestación particular del señorío y de la divinidad de Jesús. Esa es la reacción del hombre ante aquel que le supera infinitamente, aquel ante el que se encuentra desprovisto, al descubrir toda la distancia que le separa de él. Esa es la reacción experimentada por los discípulos frente al señorío de Jesús. Este les dice: esa no debe ser vuestra reacción ante mí; vosotros me conocéis, «no temáis». La recomendación que nos hace Jesús, como la hace a su Iglesia, a todos los cristianos, es que no tengamos miedo y atravesemos el mar sin temer a la oscuridad ni a las olas. «Quisieron subirlo a bordo, y enseguida la barca tocó tierra, donde se dirigían». Desearíamos disponer más de la proximidad del Señor, pero el barco en que navegamos está orientado; va al lugar al que todos debemos ir, es decir, al lugar donde el Señor nos ha precedido: junto a su Padre. La Iglesia camina compartiendo la Pascua de Jesús, su paso del mundo al Padre. En el marco de esta Pascua de Jesús, que ha sido iluminada por la multiplicación de los panes, comprendemos que también nosotros tenemos que vivir nuestro paso, que es el mismo de Jesús; un paso en el que él nos acompaña, y en el que nos encontraremos con él cara a cara cuando también toquemos nosotros el lugar al que nos dirigimos y descubramos al Padre hacia el que caminamos. Sabemos que disponemos, para esta travesía de las doce cestas, de la Eucaristía de Jesús, que cada día nos renueva y transforma nuestra vida en la suya.

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CUARTO DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

El ciego de nacimiento – 1 (Jn 9,1-23) esús se ha marchado definitivamente de Galilea; los capítulos 7 y 8 del Evangelio de Juan nos refieren su presencia en Jerusalén para la fiesta de las Tiendas. Allí anunció el don del agua viva del Espíritu; allí se designó a sí mismo como «la luz del mundo» y afirmó su divinidad: «Yo soy». El capítulo 9, que relata la curación de un ciego de nacimiento, se inserta en la prolongación de estos dos capítulos. ¿Cómo habría de negarse a curar a un ciego aquel que es la luz? Vamos a leer y comentar ahora los veintitrés primeros versículos del capítulo 9 del evangelio.

J

«Al pasar vio a un hombre ciego de nacimiento». Jesús, que ha salido del templo, encuentra ahora en su camino a un hombre que se presenta a él en su condición de indigencia; un hombre incapaz de ver, y eso desde siempre. Parece que los discípulos están al corriente de la condición de este hombre, al que conocen como ciego desde siempre, porque interrogan a Jesús al respecto. «Los discípulos le preguntaron: “Rabí, ¿quién pecó para que naciera ciego?, ¿él o sus padres?”. Contestó Jesús: “Ni él pecó ni sus padres; ha sucedido para que se revele en él la acción de Dios. Mientras es de día, tenéis que trabajar en las obras del que me envió. Llegará la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”». La afirmación de Jesús, «Soy la luz del mundo», está recogida aquí en relación con el texto del capítulo 7. En cuanto a la pregunta de los discípulos, se inserta en el interior de una convicción que compartía, sin duda, mucha gente en la cultura en que vivía Jesús. No existía por entonces una creencia muy firme sobre la vida del más allá en un buen número de judíos; la representación del sheol, es decir, del lugar en el que el ser humano se hunde después de su muerte, evocaba un lugar en el que el hombre no existía, en cierto modo, más que a medias, y en el que apenas existía continuidad con la vida precedente; la vida que se llevaba allí era, por consiguiente, una vida indiferenciada, sin que importara la vida que se había llevado en la tierra. De ahí la convicción de que la fidelidad del hombre a vivir su vida en la justicia y la verdad debía ser recompensada, en cierto modo, ya desde aquí abajo. En consecuencia, ver a alguien que parecía afligido por lo que podía ser considerado como un castigo planteaba la cuestión de saber de dónde procedía ese castigo, de cuál había sido su origen. Un origen situado en su propia vida o bien, en virtud de una cierta solidaridad entre las generaciones, un origen en la vida de sus padres. Jesús no entra en esta visión de las cosas. Sin embargo, todavía hoy seguimos oyendo afirmaciones que parecen suponer que lo malo o lo inesperado que le acontece al hombre, lo que no se corresponde con sus verdaderas expectativas, representa un castigo de Dios. «¿Qué habré hecho yo para merecer una cosa así?», se oye decir. «¿Cómo puede permitir Dios que me vea reducido hasta este punto?». ¡Como 60

si Dios fuera ante todo alguien que sanciona y castiga, alguien que se opone al impulso de nuestra vida! La respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos echa por tierra, en cierto modo, estas concepciones: Dios desea ser en plenitud el Dios de este hombre y actuar en su vida «para que se revele en él la acción de Dios». Si Dios es un Dios que se comunica al hombre en una relación de Amor, también desea realizar en la vida de cada uno su verdadera felicidad y su verdadera vida. ¿No sucede con frecuencia que, allí donde descubrimos en nosotros una debilidad, descubrimos también el lugar en que podemos abrirnos más a Dios, en que podemos reconocer todavía más que Dios nos visita? Pablo afirma, como ya sabemos, que es en su propia debilidad donde se manifiesta la fuerza de Dios: «Pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10), con una fuerza que, por consiguiente, ya no es una fuerza que se despliega a partir de mí mismo, sino una fuerza que se descubre en mi relación con Dios, por la posibilidad que tengo de acogerle y de dejarle actuar en mí. Jesús habla aquí del día en el que se desarrolla este encuentro («mientras es de día») y de la noche en que ya no podrá trabajar. De este modo, evoca el horizonte de su pasión y de su muerte, la hora de las tinieblas en la que deberá entrar, esa hora de las tinieblas que no permitirá a la luz brillar y manifestar su claridad. «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Prosiguiendo nuestra reflexión sobre este diálogo, podemos darnos cuenta de que nuestra relación con Dios es una relación que debe permitir a Dios ser Dios, y ser Dios para nosotros, visitándonos allí donde esté abierta nuestra puerta, allí donde estemos más atentos a esperar su visita y a acogerla. En cierto sentido, se podría considerar que la actitud espontánea de ciertos hombres consistiría en afirmar: Dios es un verdadero Dios y es reconocible en la medida en que mi vida es autosuficiente y no se preocupa de recurrir a él. Entonces sí, Dios sería Dios; sería Dios, pero ¿para quién? No sabríamos nada, porque precisamente en ese momento no tendríamos que preocuparnos de él. Ahora bien, Jesús nos dice que el Dios de la Alianza, ese Dios cuyas obras realiza para el hombre y cuyo amor al hombre manifiesta, ese Dios es feliz al poder, no ya hundir al hombre en su pobreza, sino al entrar en relación con él, en el interior de esta misma pobreza, de tal suerte que acoja en ella el don de Dios. Entremos ahora en el relato de la curación del ciego de nacimiento. Los evangelios sinópticos nos ofrecen varios relatos de curaciones de ciegos, porque se trata de uno de los signos de la acción mesiánica de Jesús. Así, en Mateo 11,5, cuando Juan el Bautista envía a sus discípulos a preguntarle a Jesús si él es realmente el que debe venir, Jesús describe las acciones que está realizando y subraya, entre otras señales de su acción mesiánica, precisamente esa: «Id a informar a Juan de lo que oís y veis: Ciegos recobran la vista, etc.». Los ciegos ven: tenemos aquí claramente la señal de que Jesús está realizando la obra de Dios. Jesús viene a transformar la condición del hombre 61

encerrado en su ceguera, para abrirle a la luz, que, a fin de cuentas, no es otra cosa que la misma luz de Dios. Encontramos, en efecto, sobre todo en el libro de Isaías, varios textos que hablan de la expectativa mesiánica en unos términos que hacen esperar la curación del hombre ciego. Por ejemplo, en el capítulo 29, v. 18: «Aquel día oirán los sordos las palabras del libro, sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos». Lo que el hombre espera, al esperar a aquel a quien Dios envía para salvarle, es especialmente poder salir de sus tinieblas para tener acceso a la verdadera luz. En el capítulo 42, vv. 6-7, en el primer canto del Siervo, leemos aún a propósito del enviado de Dios: «Yo, el Señor, te he llamado para la justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas». La espera del Mesías, del Enviado de Dios, la comprende así el hombre a través de la luz que debe iluminar su camino. La curación del ciego que cuenta el Evangelio de Juan es, por tanto, la manifestación de la acción mesiánica de Jesús. Esta acción mesiánica hace entrar al hombre, por consiguiente, en una vida nueva, una vida en la que, abierto a la luz, puede ser, tal como llamaban a los cristianos después de su bautismo, un «iluminado». Y es que, por el bautismo, sus ojos se han abierto a la luz. De este modo, pueden ver claro, al disponer de una luz suficiente para caminar y saber dónde poner sus pies, al descubrir el camino que deben seguir, ese camino que no es otro que Jesús. Tomemos algunos textos del Nuevo Testamento que fundamentan esta concepción de los bautizados, de aquellos que han recibido la gracia de Cristo, como seres iluminados. En el capítulo 26 de los Hechos de los Apóstoles, Pablo, encarcelado en ese momento, cuenta el relato de su conversión, y así es como describe lo que le pasó: «El Señor respondió: “Soy Jesús, a quien tú persigues. Ponte en pie; que para esto me he aparecido a ti, para nombrarte servidor y testigo de que me has visto y de lo que te haré ver. Te defenderé de tu pueblo y de los paganos a los que te envío. Les abrirás los ojos para que se conviertan de las tinieblas a la luz, del dominio de Satanás a Dios, para recibir el perdón de los pecados y una porción entre los consagrados por creer en mí”» (vv. 15-18). Se lleva a cabo, por consiguiente, tanto en la vida de Pablo como en la vida de aquellos a los que es enviado para llevarles el mensaje de la salvación, un paso de las tinieblas a la luz. Y en varias de las cartas de san Pablo encontramos expresiones semejantes que subrayan el carácter de luminosidad de la vida del creyente. Por ejemplo, en la Primera Carta a los Tesalonicenses, 5,5: «Sois todos ciudadanos de la luz y del día; no pertenecemos a la noche ni a las tinieblas». Volvemos a encontrar, pues, la oposición, totalmente joánica, entre las tinieblas y la luz; y Pablo la emplea para evocar lo que ha pasado en la vida de los que han aceptado la fe en Jesús: han pasado ahora de las tinieblas; su vida ya no puede estar entenebrecida; debe ser una vida iluminada. O también, de una manera más desarrollada, en la carta a los Efesios 5,8-14, al recordar a los creyentes lo que pasó en su vida y cómo fueron transformados por el don de la gracia 62

de Jesús. Así es como se expresa Pablo: «Pues si un tiempo erais tinieblas, ahora por el Señor sois luz: proceded como hijos de la luz». La luz de Dios no es, por otra parte, únicamente una luz que hace ver, sino que es una luz que hace vivir y comprometerse por el camino verdadero de la existencia humana. Pues «fruto de la luz es toda bondad, justicia y verdad. Comprobad qué agrada al Señor. No participéis en las obras estériles de las tinieblas, antes bien denunciadlas. Lo que ellos hacen a ocultas da vergüenza decirlo». Aquí se hace alusión a la vida de las tinieblas. Pero cuando se denuncia esto, es cuando se ve aparecer la luz. En efecto, todo lo que aparece es luz; por eso se dice: «¡Despierta, tú que duermes, levántate de la muerte, y te iluminará Cristo!». Y de nuevo en la Carta a los Hebreos, 6,4 tenemos una alusión semejante a la vida iluminada, alumbrada, que debe ser la del cristiano. Es imposible, en efecto, que los que ya han sido iluminados una vez, los que han probado el don celeste, encuentren una segunda vez la renovación de la conversión; tal es la condición del cristiano: ha sido iluminado, ha probado el don celeste. Y el último texto que vamos a citar en la misma perspectiva es el de la Primera Carta de Pedro 9,2: «Pero vosotros sois raza escogida, sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido para que proclame las proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz». En el relato de la curación de un ciego de nacimiento tenemos, pues, a la vez, una verificación de la condición mesiánica de Jesús, puesto que las obras que realiza son las obras esperadas del Mesías y, al mismo tiempo, toda una dimensión simbólica de lo que es la nueva existencia en Cristo, existencia basada en la fe en Jesús. Es una existencia que pasa de las tinieblas a la luz, a la que Jesús ofrece la luz. Eso es lo que se va a desarrollar ahora ante nuestros ojos para el ciego de nacimiento ante el que se encuentra Jesús. Vamos a retomar, pues, la lectura del capítulo 9 en el v. 6: «Dicho esto, escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos y le dijo: “Ve a lavarte en la alberca de Siloé” (que significa Enviado). Fue, se lavó y volvió con vista». ¿Qué hace Jesús? Realiza un gesto que, ciertamente, debe ser reconocido de nuevo en su dimensión simbólica. Tras escupir en el suelo, hace barro y lo pone en los ojos del ciego. Probablemente es preciso ver en este barro, en el que el hombre puede fácilmente encenagarse, el barro que puede invadir de este modo su existencia y nublar sus ojos impidiéndole ver. Para evocar esta función del barro podemos leer, por ejemplo, algunos textos tomados de los salmos. Así en el salmo 69,3: «Me hundo en un cieno profundo y no puedo hacer pie; me he adentrado en aguas hondas y me arrastra la corriente». O bien en el mismo salmo 69,15: «Arráncame del cieno, que no me hunda, líbrame de los que me aborrecen y de las aguas sin fondo». O también en el salmo 40,3: «Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa. Afianzó mis pies sobre una peña y aseguró mis pasos». La acción de Jesús consiste, por tanto, en arrancar al hombre de su fango. He dicho «la acción de Jesús»; en efecto, cuando el relato evangélico nos habla de la purificación de los ojos del ciego de los que va a quitar el barro, nos habla de lo que pasa en la visita que Jesús le ha ordenado hacer a la alberca de Siloé (que significa 63

«enviado»). Y el enviado es, evidentemente, Jesús mismo, el Enviado de Dios, tal como él mismo se define constantemente en el Evangelio de Juan. Jesús imita en cierto modo la condición de este hombre al poner barro en sus ojos y al enviarle al Enviado, a fin de que allí puedan ser liberados sus ojos de lo que los obstruye y se abran así a la luz. Esa es la condición del ciego en un primer momento: la de no ver, porque está enfangado, porque está atrapado en una realidad puramente humana que le cierra los ojos; pero el contacto con el Enviado, con las aguas de la alberca de Siloé, llevadas en procesión el día de la fiesta de las Tiendas, le permite ver: «Fue, se lavó y volvió con vista». Sigue ahora una serie de discusiones en las que intervienen varias personas. Y Juan nos invita a descubrir si estas penetran o no en el corazón de lo que ha pasado y si se dejan iluminar o no por la luz que proviene de la acción de Jesús, por la luz que es el mismo Jesús. En primer lugar intervienen los vecinos: «Los vecinos y los que lo veían antes pidiendo limosna comentaban: “¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?”. Unos decían: “Es él”. Otros decían: “No es, sino que se le parece”. Él respondía: “Soy yo”. Así que le preguntaron: “¿Cómo se te abrieron los ojos?”. Contestó: “Ese individuo que se llama Jesús hizo barro, me untó con él los ojos y me dijo que fuera a lavarme a la fuente de Siloé. Fui, me lavé y recobré la vista”. Le preguntaron: “¿Dónde está él?”. Responde: “No sé”». A partir de ese momento aparece un interrogante en el espíritu de los vecinos y de los que conocen al ciego de nacimiento. Un interrogante y, por consiguiente, una duda, una vacilación a la hora de reconocer lo que ha pasado, a lo que se añade la curiosidad por saber más. Una curiosidad que, no obstante, acaba pronto y que, en un determinado momento, no va más lejos, sino que se contenta con un enunciado de lo que ha pasado y no desea entrar más a fondo en la verdad de lo que ha sucedido, para convertir eventualmente esta verdad en un principio de vida, de cambio, de libertad. Los vecinos llevaban consigo una cuestión, y el hombre vive a menudo con cuestiones. Sin embargo, se contenta en ocasiones con respuestas rápidas, superficiales, a sus cuestiones, sin querer llegar hasta el fondo de la búsqueda de la verdad, de la acogida de la verdad y, por consiguiente, del cambio que esta verdad puede implicar para su vida. En cuanto al ciego, ya sabe algo, pero no lo sabe todo. Sabe y se adhiere a lo que sabe, lo expresa, lo proclama; pero todavía queda en él mucha oscuridad. Sabe que ha obedecido a aquel a quien él se refiere como «ese individuo que se llama Jesús»; a ese hombre que dispone de una fuerza, de un poder que no tienen todos los hombres. Reconoce el poder de Jesús tal como se ejerce en su vida para transformar su condición de ciego en la que tiene ahora. Sin embargo, todavía le falta ir más lejos, porque cuando le plantean la pregunta: ¿Dónde está Jesús?», su respuesta es: «No sé». En consecuencia, todavía se encuentra en la oscuridad en lo concerniente al sitio que corresponde a Jesús, en lo concerniente y a la manera en que Jesús se inserta en el interior del universo, al que, en virtud de su curación, puede abrirse con mayor amplitud. Por consiguiente, está en camino, aunque viviendo asimismo una auténtica disponibilidad en relación con lo que todavía debe revelársele. 64

Viene a continuación la reacción de los fariseos: «Presentaron a los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos le preguntaron otra vez cómo había recobrado la vista. Les respondió: “Me aplicó barro a los ojos, me lavé, y ahora veo”. Algunos fariseos le dijeron: “Ese hombre no viene de parte de Dios, porque no observa el sábado”. Otros decían: “¿Cómo puede un pecador hacer tales señales?”. Y estaban divididos. Preguntaron de nuevo al ciego: “Puesto que te ha abierto los ojos, ¿tú qué dices de él?”. Contestó: “Que es profeta”». La posición de los fariseos no es, por tanto, uniforme. Para un buen número de ellos, no se trata siquiera de una facultad que haya que comprender, dejando eventualmente el sitio a una especie de progresión en la adhesión, como ocurre con el ciego curado; se trata de un rechazo a ver, apoyándose en una verdad absoluta ya poseída. Este absoluto en el que se apoyan no está inscrito, en efecto, en su historia con Dios; este absoluto se ha convertido para ellos en un criterio fijo y abstracto. En su caso, la verdad de que disponen es la observancia del sabbat, tal como ellos mismos han dispuesto sus exigencias. El que quiera observar el sabbat tiene que hacer unas cosas y evitar otras. A partir de esta especie de certeza, de fijación en este criterio muerto de verdad, se afirma una incapacidad para abrirse a una historia que continúa y en la que Dios abre los ojos del hombre a la luz de la verdad. Por supuesto, no todos comparten exactamente la misma actitud, puesto que algunos se sienten conmovidos en su certeza. En su caso, no se puede decir simplemente que Jesús esté pecando, dado que las señales que realiza son señales de vida, y precisamente señales que se esperaban del Mesías. ¿Cómo se puede, pues, identificar pura y simplemente la vida y la acción de Jesús con el pecado? En cuanto al ciego, al que interrogan de nuevo, esta vez los fariseos, lo que él cree que puede decir es esto: si Jesús puede hablar con autoridad y acompañar sus palabras con una acción que es portadora de vida, entonces su palabra solo puede venir de Dios. Jesús es, por tanto, un profeta, que habla y actúa en nombre de Dios: existe un lazo entre Jesús y Dios. Por último, intervienen los padres: «Los judíos no acababan de creer que había sido ciego y había recobrado la vista; así que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: “¿Es este vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?”. Contestaron sus padres: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego; cómo es que ahora ve, no lo sabemos; quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Preguntadle a él, que tiene edad y puede dar razón de sí”. Lo decían sus padres por temor a los judíos; porque los judíos ya habían decidido que quien lo confesara como Mesías fuera expulsado de la sinagoga. Por eso dijeron los padres que tenía edad y que le preguntaran a él». En el relato de este diálogo podemos detectar un movimiento de intimidación ejercido sobre los padres, que, evidentemente, tienen miedo. La relación de los padres con la verdad y con la revelación de Dios en Jesús se ha convertido en una relación habitada por el miedo. Dicen, a buen seguro, lo que saben al nivel puramente objetivo de las cosas. Ahora bien, en cuanto a 65

comprometerse con respecto a lo que ha pasado, en cuanto a responder a la visita divina de la que ha sido objeto su vida, es algo que ellos, ligados muy de cerca a su hijo, no tienen el valor de realizar. No se arriesgan, por tanto, a dar testimonio de Jesús; por consiguiente, no están dispuestos a pagar el precio que representaría la acogida plena de la verdad. Nos encontramos, pues, en este relato ante diferentes actitudes del hombre frente a la verdad, frente a la luz y frente a la revelación de Dios. Está el modo del ciego: alguien cuya misma debilidad e indigencia le disponen, sin duda, a recibir una luz de la que sabe que no puede venir de él. Entra progresivamente en esta luz y se deja visitar por ella, adhiriéndose a lo que ve. Está, por otra parte, la situación de la muchedumbre, compuesta de duda, de vacilación, a la hora de ver las cosas en su profundidad, y se queda así en la superficie de lo que está pasando, y evita, por consiguiente, llevar la cuestión más lejos, entrar más a fondo en la revelación de Dios y en la verdad que él comunica. Está la situación de los fariseos, de la que decíamos que era una situación de rechazo, una relación con la verdad que consiste en hacerse dueño, en disponer de ella para poder juzgar sobre todo, y por eso mismo una imposibilidad y un rechazo a caminar a la luz de la verdad y a dejarse implicar en una historia que no es totalmente controlable, porque no pertenece más que a Dios, en una historia en la que se trata, por tanto, de reconocer el modo en que Dios interviene y en que nos habla. Están, por último, los padres, que, frente a lo que pasa y a lo que se les revela frente a la luz que se les da, prefieren no comprometerse, no correr el riesgo de ir más lejos, porque no se atreven a pagar el precio de un compromiso decisivo en favor de la verdad. En nuestra oración, vamos a preguntarnos cuál es, en lo que nos concierne, nuestro modo de relacionarnos con la verdad, nuestro modo de acogerla y comprometernos con la vía que ella nos abre.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La curación del ciego de nacimiento – 2 (Jn 9,24-41) amos a reemprender nuestra lectura del relato de la curación del ciego de nacimiento en el lugar donde la habíamos dejado, es decir, en el v. 24, y leeremos toda la segunda parte de este capítulo, hasta el versículo 41. Los relatos de curación no son muchos en el Evangelio de Juan y constituyen esencialmente señales que permiten reconocer la acción realizada por Jesús como obra de Dios, haciendo entrar así en la fe en él. Hay una primera curación referida ya al final del capítulo 4 (que hemos evocado brevemente) a petición de un funcionario real. Vienen después las dos señales: la de la curación de un enfermo en la alberca de Betesda, en el capítulo 5; y la de la curación del ciego de nacimiento en el capítulo 9, en espera del relato de la resurrección de Lázaro en el capítulo 11. Si comparamos, sin entrar en excesivas precisiones, los dos relatos del capítulo 5 y del capítulo 9, aparece, sin embargo, algo que merece ser puesto de relieve, a saber: la diferente actitud que adopta el ciego de nacimiento, si la comparamos con la del enfermo del que habla el capítulo 5. Este enfermo es el beneficiario de una señal de Jesús: «“¿Quieres curarte?”. “Señor, no tengo a nadie...”. Le dice Jesús: “Levántate, toma la camilla y camina”. Al punto se curó aquel hombre. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira que te has curado. No vuelvas a pecar, no te vaya a suceder algo peor”. El hombre fue y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había curado». En el conjunto de este relato el enfermo se muestra relativamente pasivo, si podemos hablar así, es decir, que es el beneficiario de una acción del Señor sin que tenga que comprometerse ni cooperar activamente en esta acción de Jesús. Aquí, en el capítulo 9, en la curación del ciego de nacimiento, vemos, por el contrario, cómo se desarrolla la acción de Jesús; vemos también cómo el ciego, o el que era ciego, debe entrar él mismo, a partir de un determinado momento del relato, en el interior de la historia vivida, debe asumirla en primera persona, correspondiendo al beneficio que ha recibido. La perspectiva en la que se inserta este relato nos invita, pues, a comprender no solo la acción de Dios en su Hijo Jesús, sino también cómo debe dejarse asumir el hombre en esta acción de Dios, corresponderle y abrirse hasta el fondo a esta acción. En efecto, ya desde el comienzo del relato, cuando el Señor encuentra al ciego, le dice Jesús: «Ve a lavarte en la alberca de Siloé». Debe ir allí; esto es lo primero que tiene que hacer, en correspondencia con la palabra de Jesús. Jesús le habla, y él debe obedecer a su palabra. Y hemos podido descubrir después en todo el pasaje situado en el centro del capítulo, en todo el debate que comienza a entablarse, la fidelidad de este hombre en el seno de una prueba que se debe a la gracia que se le ha otorgado y a la verdad que esta gracia le revela poco a poco. Así pues, se verá activamente comprometido a lo largo de toda la prueba por la que tendrá que pasar hasta reconocer a Jesús y a postrarse finalmente ante él, unos cuantos versículos antes del final del capítulo. Es desde esta perspectiva desde la

V

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que también permanecíamos atentos esta mañana a la manera en que los otros actores de este drama se comportan, a fin de sacar a la luz precisamente el comportamiento del ciego curado por el Señor, aun comprendiendo que hay muchas otras maneras de referirse a la verdad, de actuar frente a la luz. Nos acordamos de cómo esta mañana veíamos, en primer lugar, a la muchedumbre actuar de cierto modo. ¿Cómo, a ejemplo suyo, se comporta el hombre frecuentemente frente a la luz? Puede ser de una manera un tanto rápida y superficial, sin ahondar, sin ir hasta el fondo, sin sentirse implicado en una historia cuyos restos y pedazos se recogen, sin que haya una luz capaz de invadir la vida y apoderarse de ella. Veíamos, a continuación, a los fariseos tal como nos los describe el relato; estos, por el contrario, se endurecen y se cierran frente a la luz, al menos los que se muestran mayoritarios en la descripción que ha llegado a nosotros; se cierran a la luz en nombre de una luz que, supuestamente, dicen poseer y en la que cierran el horizonte en el que desearían encerrar todo el universo. Venían después los padres: sin decir lo contrario de la verdad, se dejan imponer, no obstante, por miedo, una actitud muy poco comprometedora con respecto a la luz. Deseaban muy poco dejarse conmover ni dejarse coger en un asunto que podía conducirles a un sitio al que no querían ir. Cabe descubrir a veces la luz hasta cierto punto, sin estar dispuesto, no obstante, a dejarse introducir en el camino que abre esta luz, si este camino es difícil de recorrer o se presenta como un camino amenazador. Esta historia, tal como subrayaba yo al introducir nuestra lectura de esta tarde, es una historia en la que el ciego de nacimiento es el único que corresponde plenamente a la luz recibida. Y en eso se distingue de otras personas que, poco a poco, se van situando en este relato, ayudándonos así a descubrir que no es tan sencillo aceptar verdaderamente la luz, estar disponibles de verdad a ella, dejarse guiar de verdad por la luz que recibimos e implicarnos en ella por completo, comprometiendo con ella nuestra vida. Retomemos ahora, pues, el hilo del relato leyendo los primeros versículos que siguen al pasaje de esta mañana. Comenzaremos nuestra lectura en el v. 24: «[Los judíos] llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios. A nosotros nos consta que aquel es un pecador”». «Da gloria a Dios»: tenemos aquí una especie de conjuro que sitúa la palabra esperada de este hombre en el interior del respeto debido a Dios y a su gloria. Los judíos quieren situar así a este hombre y sus palabras en el interior del respeto debido a la gloria de Dios. Esa es la razón por la que le proponen adherirse a lo que ellos mismos enuncian, a saber: que Jesús es un pecador. Tal es la paradoja de la situación construida por los judíos: una situación en la que la gloria de Dios debería conducir a la condena de Jesús, a rechazar reconocerle como el Enviado del Padre. ¿Cómo se va a situar el ciego frente a esta pretendida referencia a la gloria de Dios? Jesús, dirigiéndose a los fariseos, les reprocha en distintas ocasiones: «Vosotros buscáis vuestra propia gloria y no dais ningún valor a 68

la gloria que viene de Dios». No es, pues, verdaderamente en el interior de la gloria de Dios donde se desarrolla el debate y el diálogo con el ciego. «Les contestó: “Si es pecador, no lo sé; pero una cosa me consta: que yo era ciego y ahora veo”». Vemos, por tanto, que este hombre se niega a introducirse por el camino en el que querrían introducirle, a saber: en su disociación con respecto a Jesús y en la condena del mismo. Pero dice: no tengo ninguna razón para estar de acuerdo con lo que decís. Tengo una parte de la verdad, aunque no la conozca todavía por entero. Sé al menos una cosa, y no puedo renunciar a ella, a saber: que me ha devuelto la vista. Lo que aparece ahora en este hombre es su deseo de ser fiel a la luz que ya ha podido acoger. Decíamos esta mañana que esto no era aún más que un comienzo, dado que no puede responder a la pregunta: ¿dónde está Jesús? Por consiguiente, todavía no sabe situarse totalmente con respecto a Jesús. Con todo, ha recibido de él una luz: él, que estaba ciego, ve y desea ser fiel a esta luz, que es a partir de ahora la suya. Me parece que es importante subrayar esto; y es que a veces esperamos luces que no llegan; desearíamos tener evidencias absolutas, ver las cosas con una total transparencia y lucidez, y eso no siempre se nos concede. Ahora bien, lo que Dios nos pide es ser fieles a la parte de luz que hemos recibido y caminar a esta luz; dar, por tanto, los pasos que nos invita a dar esta luz de que disponemos. En esto consiste la fidelidad a la luz recibida en la historia. Y esta luz, en la medida en que somos fieles a ella, es una luz que crece, que se confirma y que abre nuevos horizontes. Esto es lo que va a pasar en el caso del ciego; esto es lo que le va a conducir hasta la fe radical en Jesús, hasta la entrega de sí mismo a Jesús. «Le preguntaron de nuevo: “¿Cómo te abrió los ojos?”. Les contestó: “Ya os lo he dicho y no me creísteis; ¿para qué queréis oírlo de nuevo? ¿No será que queréis haceros discípulos suyos?”». Hay aquí, por parte de los interlocutores judíos de este ciego de nacimiento, una especie de curiosidad que parece incomodarles y, al mismo tiempo, una insistencia a la que no consiguen renunciar. Y en la respuesta llena de precisión del antiguo ciego, se inserta la perseverancia en afirmar lo que cree. Les dice, en efecto: si existe en vosotros esta curiosidad, esta insistencia, debe de ser porque hay aquí para vosotros algo vital. Una curiosidad que no sirva a la vida es, efectivamente, una curiosidad mórbida, mortífera. Tal vez esto pueda ser también objeto de nuestras reflexiones. La curiosidad verdadera, la que nos guía, la que nos hace crecer, la que nos permite caminar, es la que nos compromete, la que nos hace progresar en el descubrimiento de la verdad, en la adhesión a esta. «Lo insultaron diciendo: “Discípulo de él lo serás tú, que nosotros somos discípulos de Moisés. De Moisés nos consta que le habló Dios; en cuanto a ese, no sabemos de dónde viene”». Lo que quieren decir con esto los judíos es que ellos se refieren a lo que es para ellos la acción de Dios que se inserta en su historia: a la acción de Dios que se manifestó en el éxodo de Egipto y en la conducción de Moisés, en la 69

fundación del pueblo de la Alianza guiado por la fe en Dios ofrecida a Moisés. Se refieren claramente a esto. Ahora bien, ¿qué significa para ellos esta referencia a Moisés, sino una referencia que, a fin de cuentas, ellos se apropian? Su fidelidad a Moisés no es, en todo caso, su fidelidad a la actitud de Moisés, que se mantuvo totalmente disponible ante Dios y que caminó intentando acoger de Dios, en cada etapa, lo que Dios quería confiarle, sin cerrarse nunca, sin clausurar jamás el mundo de verdad en el que Dios le hacía entrar. Sin embargo, he aquí que la referencia a Moisés se ha convertido en una referencia muerta. Lo que importa es el Moisés del pasado, en el que ya está desarrollado todo y en el que disponemos de todo lo que necesitamos para juzgar sobre todo. El juicio emitido aquí por los judíos se fundamenta en unas certezas poseídas, establecidas y que, por ello mismo, impiden recibir en el presente la verdad de Dios, la luz de Dios, seguir caminando en una historia en la que Dios puede actuar todavía. Dios ya no puede actuar en su historia, puesto que esta se ha cerrado en cierto modo con la historia de Moisés y con lo que ellos se creen obligados a tomar de ella, a saber: el modo en que es preciso interpretar la ley y juzgar en nombre de la misma. «Les replicó: “Eso es lo extraño, que vosotros no sabéis de dónde viene, y a mí me abrió los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino que escucha al que es religioso y cumple su voluntad. Jamás se oyó contar que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si ese no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada”. Le contestaron: “Empecatado naciste, ¿y quieres darnos lecciones?”. Y lo expulsaron». El antiguo ciego, siempre fiel al don de la curación que había recibido, insiste, por tanto, en la coherencia propia de lo que acaba de vivir, de la experiencia que ha tenido. Porque se trató de una experiencia en la que Dios manifestó su presencia y su acción, puesto que le hizo pasar de la ceguera a la luz. Y aquel que ha sido el instrumento de Dios para llevar a cabo este paso no puede ser separado de Dios. No puede ser opuesto a Dios ni ser encerrado en el pecado. Al contrario, mantiene una relación, y una relación vigorosa, con Dios: «Si ese no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada». ¿No decía Jesús, en el capítulo 8 de este mismo evangelio: «Yo no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como mi Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (8,28-29)? Este hombre descubre que es preciso reconocer a Dios de un modo u otro en su curación. No se trata solo de Jesús, sino que se trata también de Dios. Helo, pues, por el camino del reconocimiento del misterio de Jesús. Sin embargo, la reacción que suscita nos hace ver cómo los que le rechazan se oponen a partir de ahora a él. No solo tienen sus propias ideas irrevocables sobre Dios y sobre lo que Dios puede hacer, porque ya lo ha hecho; sino que también tienen sus ideas igualmente irrevocables sobre la humanidad y sobre aquello de lo que está hecha: por una parte, unos hombres de virtud y de ciencia; por otra, otros hombres que no son más que pecado e ignorancia: «Le contestaron: “Empecatado naciste, ¿y quieres darnos lecciones?”». Dividir así a la humanidad es, evidentemente, haber decidido de qué lado 70

se encuentra cada uno. Ahora bien, viviendo de ese modo, no solo se renuncia también a dejarse interpelar por Dios, sino que ya no hay modo de dejarse interpelar por el otro, puesto que se le rechaza en la misma medida en que se convierte en una interpelación. De este modo, el hombre se encierra en su propia certeza. Ese es el drama que subraya Juan a lo largo de estos capítulos de su evangelio: cómo es posible cerrarse a la luz en nombre de una certeza que se atribuye a Dios. «Oyó Jesús que lo habían expulsado y, cuando lo encontró, le dijo: “¿Crees en el Hijo del hombre?”. Contestó: “¿Quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: “Lo has visto: es el que está hablando contigo”. Respondió: “Creo, Señor”. Y se postró ante él». Aquí tenemos ahora el encuentro conclusivo que lleva a su final la curación de este antiguo ciego. Jesús le plantea esta pregunta: «¿Crees en el Hijo del hombre?». ¿Qué significa «el Hijo del hombre»? En cualquier contexto en que Jesús se designa a sí mismo como «Hijo del hombre», se trata de una evocación de la visión de Daniel 7,13: «Seguí mirando, y en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo una figura humana, que se acercó al anciano y fue presentada ante él. Le dieron poder real y dominio: todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán». Desde los tiempos de Daniel existe una expectativa mesiánica que se traduce a través de la figura del «Hijo del hombre». Cuando Jesús le dice al ciego curado si cree en el «Hijo del hombre», se une precisamente a esta expectativa. ¿Crees en aquel que ha sido enviado por Dios para realizar su Reino? ¿Crees? ¿Estás abierto a este don de Dios? Y he aquí que la confianza que este antiguo ciego ha empezado a poner en Jesús a partir del beneficio que ha recibido de él, se confirma ahora en una disponibilidad radical: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». En este hombre habita el deseo de dejarse guiar por Jesús hasta el final, el deseo de recibir de Jesús el don que le quiere hacer. Y este don que Jesús le quiere hacer no es otra cosa que él mismo. Jesús le dice: «Lo has visto». Y, al ofrecerse de este modo al ciego de nacimiento, se ofrece a él a partir de lo que ha sido su historia de salvación. Esta historia está presente todavía, puesto que es ella la que le proporciona la posibilidad de ver: «Lo has visto». Sin embargo, he aquí que, al verle, es su modo de ver el que se consuma ahora. Tú veías y no veías. Te abrías a la verdad y la seguías ignorando. He aquí que ahora, al ver al que está delante de ti, en el centro de este universo que te ha permitido ver, tu vista adquiere ahora toda su profundidad. Para el ciego de nacimiento, a partir de ese momento, ver es ver todo a partir de Jesús y centrado en Jesús. Es ver a Jesús en el centro de este universo al que ha sido plenamente restituido; es ver a Jesús como aquel que da a las cosas, a las personas, a los seres, su verdadera perspectiva, su verdadero horizonte. Y es que ver es ver, en última instancia, a partir de Jesús y en Jesús. Y es esa visión, son esos ojos, es esa luz lo que Jesús nos da, puesto que dice de sí mismo que él es la luz, y que no es posible ver más que en la luz. La respuesta del ciego de nacimiento consiste en ofrecerse a su vez a Jesús. Si Jesús se da a él, él se da también a Jesús: yo te reconozco como mi Señor, creo en ti, pongo toda mi confianza de hombre en ti. Se 71

postra ante él con el impulso de todo su ser, con toda la realidad de su persona. Se encuentra ahí, de rodillas ante Jesús, y reconoce en él a su Señor. Jesús dice entonces: «He venido a este mundo a entablar proceso, para que los ciegos vean y los que vean queden ciegos». La venida de Jesús no cesa: sigue viniendo hoy como ayer. El Señor, que continúa viniendo, ofrece a los que le ven la posibilidad de discernir las cosas a partir de él. Sin embargo, en el interior de esta acción de Jesús, que sitúa a cada uno con respecto a él, he aquí que se está operando una inversión. Los que no ven, es decir, los que tal vez son incapaces de ver, pero que se reconocen incapaces de ver verdaderamente; aquellos que son ignorantes y que no ven del todo, pero que sí le reconocen...: esos tales, en la medida en que desean acoger la luz que se les ofrece, y que no es su propia luz, pueden abrirse al don de la luz que viene de Dios y que es la persona misma de Jesús. Reconocer ante Jesús que nosotros no disponemos de la luz, que necesitamos recibir la luz de él, porque nosotros mismos no vemos, es abrirnos a la luz y, por consiguiente, comenzar a ver en él. En sentido contrario, los que ven, los que pretenden disponer del conocimiento y de la luz de la verdad y, en función de la verdad que han adquirido, creen que pueden juzgar sobre todas las cosas y que no tienen nada que aprender, esos que creen ver de este modo, se hunden en su ceguera, porque son incapaces de acoger la nueva luz que es la venida constante de Jesús para hacernos caminar con él en una historia que siempre está pendiente de descubrir y de acoger. «Algunos fariseos que se encontraban con él preguntaron: “Y nosotros ¿estamos ciegos?”. Les respondió Jesús: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís que veis, vuestro pecado permanece”». ¿Qué dice Jesús con esta respuesta? Dice lo que se ha ido aclarando poco a poco desde el comienzo de este capítulo: lo que le impide al hombre ver, lo que le cierra a Dios, no es su debilidad, su incapacidad; ser ciego, no disponer de la vista, no supone estar separado de Dios, estar en pecado, sino quedarse fijado definitivamente en la visión que se tiene de las cosas, pretender dominarlo todo y juzgarlo todo a partir de lo que uno mismo ve o cree ver: eso supone hundirse en la cerrazón frente a Dios. «Como decís que veis, vuestro pecado permanece». Y lo que el Señor nos invita a reconocer con ello es que, tal como venimos diciendo desde el comienzo de nuestra lectura de este capítulo, el mayor peligro es el de la autosuficiencia, puesto que esa es la disposición de espíritu que nos cierra al don que hemos de acoger. Mientras que el reconocimiento de nuestra indigencia, de nuestra necesidad, de nuestra debilidad es, por el contrario, si la llevamos y la asumimos volviéndonos hacia el Señor, la puerta por la que él puede entrar en nosotros y ofrecernos el don de Dios que es él mismo.

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QUINTO DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

La resurrección de Lázaro – 1 (Jn 11,1-27)

J

esús ha desarrollado en el capítulo 10 su discurso sobre el buen pastor, después se ha visto implicado en una última confrontación con los judíos.

Al final de este capítulo nos dice el evangelio: «Pasó de nuevo a la otra orilla del Jordán». Y hacia el final del capítulo 11, concretamente en el v. 54, se nos dirá aún que Jesús se retiró a una región próxima al desierto, a un pueblo llamado Efraín, y que permaneció allí con sus discípulos. Jesús se ha retirado, pues, al otro lado del Jordán; está a la espera de la hora, de esa hora que va a coincidir con la Pascua. Sin embargo, en el corazón de esta espera, se nos da la señal más brillante entre todas las señales realizadas por Jesús: la señal de la resurrección de Lázaro. Es como una especie de epifanía que viene a atravesar este tiempo de la espera, una especie de manifestación de lo que representa la presencia de Jesús en el corazón de nuestra historia. Podemos contemplar, efectivamente, en él lo que es la acción y la obra del Hijo en favor de todos sus hermanos en el corazón de su historia. El episodio de la resurrección de Lázaro se presenta así como un episodio que tiene su propia consistencia y que viene a poner un punto culminante a todas las señales que Jesús nos ha dejado ya: Jesús, que manifestó su gloria por primera vez en las bodas de Caná y que es el enviado de Dios para celebrar sus bodas con la humanidad; Jesús, que ha manifestado en la multiplicación de los panes que es aquel que da sin medida, porque, a través de todos estos dones, es él mismo el que se da; Jesús, que ha hecho caminar al enfermo, que ha curado al hijo del funcionario real; Jesús, que ha dado la vista al ciego de nacimiento, es ahora el que vuelve a dar la vida a Lázaro, el que se manifiesta así como el Señor de la vida, porque es, efectivamente, de él de quien tenemos que recibir el don de la vida, que viene de Dios. Los primeros versículos del capítulo 11 nos ponen en situación, sobre todo fijando nuestra atención en las personas que van a intervenir en este episodio. «Había un enfermo llamado Lázaro, de Betania, la aldea de María y su hermana Marta. María era la que había ungido al Señor con mirra y le había enjugado los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro estaba enfermo. Las hermanas le enviaron un recado: “Señor, tu amigo está enfermo”. Al oírlo, Jesús comentó: “Esta enfermedad no ha de acabar en muerte; es para gloria de Dios, para que el hijo de Dios sea glorificado por ella”. Jesús era amigo de Marta, de su hermana y de Lázaro. Cuando oyó que estaba enfermo, prolongó su estancia dos días en el lugar». Se nos presentan así algunos personajes: está Lázaro, el futuro muerto resucitado, del que no se nos dice nada más en el evangelio; están sus dos hermanas, de las que nada nos ha dicho Juan antes, pero de 74

las que sí habla el Evangelio de Lucas. Y es a esta tradición concerniente a las dos hermanas a la que parece referirse el comienzo de este capítulo al hablar del pueblo de María y de su hermana Marta. Tal vez podamos releer este episodio de Marta y María en el Evangelio de Lucas, porque es un episodio muy breve; y se nos describirá a ambas hermanas, en el relato de la resurrección de Lázaro, con unos comportamientos que corresponden bastante bien a lo que leemos en el Evangelio de Lucas. Se encuentra al final del capítulo 10, vv. 38-42: «Yendo de camino, entró Jesús en una aldea. Una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a los pies del Señor, escuchaba sus palabras, mientras Marta se afanaba en múltiples servicios. Hasta que se paró y dijo: “Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en la tarea? Dile que me ayude”. El Señor le replicó: “Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es necesaria. María escogió la mejor parte, y no se la quitarán”». El relato del Evangelio de Juan que vamos a abordar bosqueja un contexto en el que intervienen las dos hermanas, estas dos hermanas que tienen un hermano llamado Lázaro. Se nos dice asimismo de María, en el v. 2, que fue la que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos. De hecho, este episodio todavía no ha tenido lugar; será señalado en el capítulo siguiente, en la introducción inmediata a la celebración pascual. La unción de Betania se refiere, en efecto, al comienzo del capítulo 12 del Evangelio de Juan. Se nos dice aquí que Lázaro estaba enfermo. Y podemos fijar nuestra atención en él. Como ocurre siempre en el evangelio, cuando fijamos nuestra atención en alguien que interviene en el camino de Jesús, la persona con la que nos encontramos de este modo nos invita a reconocer su situación humana, y a reconocerla, además, como nuestra propia situación y como la situación de los hombres en general. Lázaro estaba enfermo: condición del hombre frágil, del hombre que tiene que hacer frente a la realidad de la muerte. Eso es lo que se manifiesta en el corazón de este episodio: el hombre confrontado con el adversario último, como dice Pablo, que no es otro que la muerte, el hombre visitado por Jesús en su condición de fragilidad. Lo que las dos hermanas envían a decir a Jesús se enuncia en una frase muy simple: «Señor, tu amigo está enfermo». Evidentemente, se puede ver evocada en estas palabras una relación directa entre Jesús y Lázaro, del mismo modo que entre Jesús y sus dos hermanas; con todo, podemos abrir de nuevo esta frase a una realidad más amplia. La enfermedad del hombre no deja al Señor indiferente, porque es una enfermedad que el Señor mira a partir de su amor por él, desde el interior de su amor. ¿Acaso no había dicho en el capítulo 10, al presentarse como el pastor, que él llama a cada oveja una por una: sus ovejas escuchan su voz, las llama una por una y las lleva afuera? Para Jesús, está Lázaro, pero también tal otro, y todavía tal otro..., y de todos se puede decir: «tu amigo», puesto que conoce a cada una de sus ovejas, a cada una le ofrece su amor, con cada una desea instaurar una comunión de vida y de amor. La enfermedad del hombre, cuando se vive en referencia a Jesús, se inserta en el interior del amor que Jesús tiene a cada uno.

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Y Jesús, frente a esta enfermedad, enuncia con convicción: «Esta enfermedad no ha de acabar en muerte». La enfermedad es, a buen seguro, signo de la condición mortal del hombre. Ahora bien, lo que Jesús va a manifestar en la señal de la resurrección de Lázaro es que la muerte ha sido vencida a partir de ahora; por consiguiente, la enfermedad del hombre ya no ha de ser considerada como lo que destruye al hombre, sino que es (puede ser) para gloria de Dios si se la vive en la relación de amor con Jesús, en esa relación personal que es la de Jesús con cada uno, al ser Jesús aquel cuya vida en su totalidad manifiesta a Dios y, en consecuencia, da gloria a Dios. Toda enfermedad, toda fragilidad, toda impotencia, toda situación trágica, todo sufrimiento del hombre deben insertarse, pues, en la relación con él; deben ser signo de la gloria de Dios, que triunfa en el hombre sobre la muerte, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios. En la enfermedad de Lázaro va a poder ser glorificado Jesús, manifestando que él es el Señor de la vida, y que en él se da la vida a todos, y en plenitud. ¿Acaso no ha dicho, al hablar de sus ovejas en el capítulo 10, que él da su vida y que quiere que sus ovejas vivan, que tengan vida y que la tengan en plenitud? «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en superabundancia». «Jesús era amigo de Marta, de su hermana y de Lázaro. Cuando oyó que estaba enfermo, prolongó su estancia dos días en el lugar». He aquí algo que puede invitarnos, sin duda, a comprender adecuadamente las expectativas que nos impone Jesús, la paciencia que nos pide en ocasiones y la necesaria disponibilidad del corazón que se nos exige en nuestra relación con él. Si Jesús nos hace esperar, si Jesús no responde con la rapidez que querríamos imponerle, si Jesús no se pone en camino como nosotros querríamos que hiciera, no se trata de una falta de amor por su parte: «Jesús era amigo de Marta, de su hermana y de Lázaro. Cuando oyó que estaba enfermo, prolongó su estancia dos días en el lugar». A nuestra vez, tenemos que aprender a encomendarnos a la iniciativa de Jesús, a la soberanía de su acción para con nosotros. Jesús es el que da gloria a Dios y nos pide que, a su vez, toda nuestra vida pueda dar gloria a Dios, ayudándonos a entrar en el misterio del Hijo de Dios, que quiere compartirlo todo con nosotros. El texto sigue ahora: «Después dice a los discípulos: “Vamos a volver a Judea”. Le dicen los discípulos: “Rabí, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y quieres volver allá?”. Jesús les contestó: “¿No tiene el día doce horas? Quien camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; quien camina de noche tropieza, porque no tiene luz”». Tenemos que descubrir los dos movimientos que atraviesan este relato del capítulo 11. Está la historia de Lázaro, que es conducido de la enfermedad a la muerte, y que de la muerte vuelve a la vida. Está también la situación en la que se encuentra Jesús, una situación que hace presagiar ya lo que será el final de su existencia terrena. Jesús se ha visto obligado a retirarse aparte, porque está amenazado de muerte, han querido lapidarle. Y Jesús va a acudir en ayuda de Lázaro, despreciando su propia vida. Porque, si bien se dirige hacia lo que es el final de su existencia, lo hace como alguien 76

que quiere ofrecer al hombre la verdadera vida y que no retrocede ante este don que desea hacer al hombre, aun cuando ello le conduzca a la muerte. Sin embargo, al trenzar en cierto modo estos dos hilos, el capítulo 11 nos permite comprender que, para Jesús, ir a la muerte, siendo como es el Señor de la vida, es también invitarnos a entender de otra manera nuestro enfrentamiento a la muerte. Dicho con otras palabras, es pasando a través de la muerte como Jesús restaura la vida y como hace triunfar la vida en nosotros. Lo hace asumiendo la misma muerte, y no quedándose en el exterior de la condición mortal de los hombres. Jesús no es un Señor de la vida que se habría mantenido al margen de la condición mortal de los hombres. Es, por el contrario, entrando plenamente en esta condición, como se afirma en cuanto Señor de la vida y como se convierte, para cada uno de nosotros, en este Señor de nuestra vida. Jesús invita a sus discípulos a acompañarle por el camino que ahora va a recorrer para dirigirse a Betania, que se encuentra a algunos kilómetros de Jerusalén y, por consiguiente, en plena Judea. Los discípulos son muy conscientes del peligro que corren, del riesgo que implica este viaje al que les convida Jesús: «los judíos intentaban lapidarte, y tú vuelves...» Jesús les responde invitándoles a reconocer en él al que es la luz, porque hay que caminar mientras hay luz. Si Jesús camina, entonces hemos de caminar con él, porque caminando con Jesús, sea cual sea además el desenlace del camino emprendido con él, estamos en la luz. Pero si nos separamos de Jesús, entramos en la noche, y nos vencen las fuerzas hostiles, que son las fuerzas de la muerte, porque en este caso ha sido vencida la luz. Jesús dice esto y añade: «“Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a despertarlo”. Contestaron los discípulos: “Señor, si está dormido, se curará”. Pero Jesús se refería a su muerte, mientras que ellos creyeron que se refería al sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto. Y por vosotros me alegro de no estar allí, para que creáis. Vayamos a verlo”. Tomás (que significa Mellizo) dijo a los demás discípulos: “Vamos también nosotros a morir con él”». Jesús habla, pues, ahora de la nueva situación en la que se encuentra: Lázaro no solo está enfermo, y está bien ir a visitarle, sino que reposa, y está bien ir a despertarle. Este vocabulario evoca la realidad de la muerte y la realidad de la llamada a la vida; «despertar» es, en efecto, un verbo que indica la vuelta a la vida. Los discípulos, sin embargo, no comprenden de inmediato –algo que ocurre con relativa frecuencia en el Evangelio de Juan– el sentido que hay que dar a la afirmación de Jesús; comprenden que en el caso de Lázaro se trata de un reposo restaurador: dichoso el enfermo que puede dormir realmente, porque eso significa que saldrá curado de su enfermedad, que se salvará. Sin embargo, Jesús habla también de otra salvación: de esa salvación que él viene a traer al hombre y que es la salvación de la muerte. Si entendemos la muerte con toda la amplitud que esta palabra tiene en la Escritura, podemos introducir en ella la dimensión del pecado, porque la muerte entró en el mundo con el pecado, como subraya, por ejemplo, san Pablo; y su realidad está presente en toda la Escritura. Ahora bien, la salvación que Jesús viene a traer es una salvación que permite al hombre conseguir la victoria sobre todo lo que le destruye, a saber: la muerte y el 77

pecado. Cuando Jesús dice que Lázaro ha muerto, pero que su muerte no es una muerte definitiva, nos invita a reconocer una fuerza más grande y más poderosa que la muerte, a saber: la fuerza de la presencia del mismo Jesús en el corazón de la historia para vencer a las fuerzas de la muerte y del pecado. Y Jesús se alegra, porque al volver a llamar a Lázaro a la vida, podrá dar la señal más capaz que cualquier otra de abrir los ojos de aquellos que le ven actuar, que podrán reconocer en él las obras de Dios y que, de este modo, podrán abrirse a la fe: «para que creáis». Al final del evangelio, en los vv. 30-31 del capítulo 20, antes de la adición del capítulo 21, concluye san Juan con estas palabras: «Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están consignadas en este libro. Estas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él». Ahora nos encontramos ante la señal más decisiva, más definitiva, entre todas esas señales referidas por Juan en su evangelio, puesto que es a través de ella como Jesús se manifiesta como aquel que da la vida. Si creemos en él, acogemos de él este don de la vida, y en adelante tenemos la vida en su nombre. Eso es lo que dice Jesús a sus apóstoles: para que creáis y, de este modo, acojáis la vida que quiero compartir con vosotros. «Vayamos a verlo». Tomás reacciona de una manera un tanto irónica o ligera con estas palabras: «Vamos también nosotros a morir con él». Esa es la disposición que habita en el corazón de los discípulos al acompañar a Jesús. ¿Acaso no es en su compañía como se está en la luz? Sin embargo, sabemos que la prueba de la muerte, tal como Jesús deberá padecerla, es ahora demasiado fuerte para ellos y no podrán vivir su presencia junto al Señor hasta el final. «Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba cuatro días en el sepulcro. Betania queda cerca de Jerusalén, a unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para darles el pésame por la muerte de su hermano». Cuatro días: aquí tenemos una indicación bastante precisa, porque es a partir del cuarto día cuando el alma, que hasta ese momento, según la representación que se hacían los judíos del tiempo de Je-sús, ha permanecido junto al cuerpo, ya no es capaz de reanimarlo, de volver a unirse con este cuerpo. Se da, pues, en la situación de Lázaro una etapa decisiva de la muerte; Lázaro ha muerto verdaderamente, y su vuelta a la vida se ha vuelto imposible a partir de ahora. Se nos recuerda la situación de Betania para explicar que Marta y María no están solas; que pudieron contar durante todo este tiempo con el consuelo de los judíos que vienen de Jerusalén y se encuentran junto a las dos hermanas, para consolarlas por la muerte de su hermano. He aquí, pues, un primer movimiento: el de los judíos que han ido a hacer compañía a las dos hermanas. Sin embargo, vamos a constatar que, a partir de ahora, todos los movimientos que van a seguir orientarán a todos estos personajes hacia Jesús. Marta irá hacia Jesús, María también, y también la muchedumbre, en espera de que Lázaro, saliendo de la tumba, venga a su vez hacia Jesús.

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Jesús aparece descrito, a lo largo de todo este relato que conduce a la señal de la resurrección, como el centro hacia el que todo converge y del que se puede recibir todo. A partir de Jesús es, en efecto, como tenemos la esperanza de conseguir la victoria sobre la muerte. Y Jesús, por su parte, camina hacia el hombre, caminando así hacia su pasión, hacia el don total de su vida. Jesús viene hacia el hombre entregando su propia vida, y el hombre se siente atraído por Jesús para poder acoger de él el don que le hace de su vida. «Cuando Marta oyó que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María se quedaba sentada en casa». Tenemos aquí una descripción bastante conforme a lo que se dice de las dos hermanas en el texto de san Lucas que hemos citado: Marta toma la iniciativa de salir al encuentro de Jesús y hablarle, mientras que María se queda en casa: intenta interiorizar y acoger el acontecimiento que acaba de afligir su vida. «Marta dijo a Jesús: “Si hubieras estado aquí, Señor, no habría muerto mi hermano. Pero sé que lo que pidas, Dios te lo concederá”». La manera en que Marta hablaba a Jesús en el Evangelio de Lucas puede hacernos leer este pasaje en un determinado sentido. Marta decía a Jesús en el Evangelio de Lucas: «Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en la tarea?» –una especie de reproche dirigido a Jesús–, «Dile que me ayude» –una especie de orden dirigida a Jesús–. Y ahora, la primera frase que ella dirige a Jesús podemos entenderla de nuevo como una especie de reproche: «¿Por qué no has venido?». «Si hubieras estado aquí...». Es un modo de situarse el hombre frente a la muerte y, a partir de ahí, de situarse también ante Dios: si Dios hubiera intervenido, no habría pasado esto. «Si hu-bieras estado aquí, Señor, no habría muerto mi hermano». Y, a continuación, una especie de orden: «Pero sé que lo que pidas, Dios te lo concederá». Por consiguiente, ¡ya sabes ahora lo que tienes que hacer! «Le dice Jesús: “Tu hermano resucitará”». Lo que debes comprender es que la muerte no es el punto final. No es la conclusión de la existencia, porque la vida continúa, la vida es más fuerte: tu hermano resucitará. «Le dice Marta: “Sé que resucitará en la resurrección del último día”». Existía, al menos en una parte del pueblo judío, en tiempos de Jesús, una fe en la resurrección de los muertos en el último día. Por otra parte, no todos compartían esa fe. Y a esa fe es a la que se aferra Marta: sé muy bien que resucitará, como todos los otros, en el último día. Tenemos aquí una afirmación que, en cierto sentido, no se define aún a partir de Jesús, y de Jesús resucitado, puesto que se trata de una creencia difundida entre ciertos miembros del pueblo elegido a propósito de lo que hay después de la muerte. «Le contestó Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Lo crees?”». Jesús declara: no hay que comprender la resurrección como un acontecimiento, como algo desconocido, como algo que pasará en el futuro, para ti o para los otros. La resurrección hay que comprenderla como algo basado en tu relación conmigo, como lo que es en adelante la realidad de tu vida, si vives tu vida en relación conmigo. «Yo soy la resurrección». Lo que afirma aquí Jesús, y es lo que se encuentra en el corazón del capítulo que estamos leyendo, es que él es el Señor de la vida, y que morir, si alguien cree en él, no es morir para siempre, ni siquiera es perder la vida, es 79

vivir. «Quien cree en mí, aunque muera, vivirá». Jesús propone a Marta la fe en él, la fe por la que tanto se ha desvivido en todas las discusiones que nos narran los capítulos precedentes del evangelio; es como si Jesús suplicara a Marta que creyera, puesto que Dios quiere revelarse como el Dios de los hombres y choca con una incomprensión, con un rechazo, con una especie de distanciamiento frente a la novedad del Dios que se revela y a la que tanto le cuesta al hombre abrirse. Jesús lo afirma: todo se juega ahí, en la fe de aquel que cree en mí. El que cree en mí recibe la vida, porque el Padre le da al Hijo vivir eternamente, y esa vida es la que el Hijo comparte con todos sus hermanos, con todos los que acogen el don de la filiación. «Quien vive y cree en mí no morirá para siempre». Tener la vida en nosotros es tener el mismo don de Dios, es tener una vida que no es solo una vida biológica, una vida que cubre el espacio de unos cuantos años y que cede el paso a la muerte. El que cree en Jesús sabe que la vida que recibe de él es la misma vida de Dios, y acoge esta vida como un don que se hace sin vuelta atrás y para siempre. Esta vida es la que hemos de acoger y alimentar; esta vida es la que debe seguir creciendo continuamente en el creyente, puesto que es así como acoge el don de Dios en Jesús y como se hace dar por Dios la misma vida de Dios. «¿Lo crees?». «Ella le contestó: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo”». Marta, retomando las dos afirmaciones a las que hemos hecho referencia, termina de este modo su diálogo con Jesús, con un acto de fe que consiste en acoger también, a través de la palabra de Jesús, el don que hace Jesús y que quiere hacer asimismo al mundo: Jesús ha venido al mundo para ofrecer a todos esta vida que no tiene fin.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La resurrección de Lázaro – 2 (Jn 11,28-54) amos a proseguir nuestra lectura del capítulo 11 del Evangelio de Juan. Al final del pasaje que leíamos esta mañana, Jesús afirmaba a Marta, que había salido a su encuentro, la verdad que ilumina toda la historia de los hombres y que se afirma en este capítulo: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Lo crees?». Lo que pretende Jesús, al responder de este modo a la afirmación de Marta sobre la resurrección en el último día, es que tomemos conciencia de que, cuando hablamos de vida eterna, no se trata de una realidad que sería para más tarde, algo que simplemente podemos esperar. No es solo una promesa para el futuro; se trata de nuestra vida actual; es la vida de todos los días la que es vida eterna, la vida de Dios en nosotros. No es una vida que viene a sobreañadirse a la que vivimos, como si Dios nos diera otra vida después de la vida presente o como suplemento de la vida que hoy vivimos. Nuestra vida es en verdad la vida de los hijos de Dios. Tenemos que acoger en las palabras de Jesús una luz que se proyecta así sobre nuestra vida personal y también sobre la vida de todo hombre; tenemos que descubrir esta profundidad de la vida que Dios comunica a todo hombre en su Hijo Jesús. Porque Jesús es la «resurrección», es la relación con Jesús lo que constituye la victoria sobre la muerte y, por consiguiente, ya es vida eterna. Dios nos engendra a todos, en su Hijo Jesús, a su propia vida, y de esta vida es de la que vivimos ya desde ahora.

V

En este momento de nuestros ejercicios, ya podemos empezar a recoger poco a poco los frutos de nuestra oración y de las interpelaciones de Dios, los frutos de la luz que él nos da, así como los frutos de la reflexión que hemos ido haciendo estos días ante él; podemos preguntarnos sobre cuáles son en nosotros las verdaderas fuentes de vida, los verdaderos principios de vida, las perspectivas desde las que la vida puede ser en nosotros verdaderamente aquello que ella es: la verdadera vida. También tomaremos conciencia, de modo paralelo, de que hay, en efecto, obstáculos que nosotros mismos podemos poner al surgimiento de la vida en nosotros, a la verdad de esta vida tal como Dios nos la da. Cuando nuestra fe en Jesús se expresa en la verdad de un compromiso, de una respuesta, tal como él nos invita a hacerlo al invitarnos a seguirle, abriéndonos con ello al don de la vida, es cuando respondemos al amor y al don de Dios. Marta ha respondido a Jesús: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo». Jesús proyecta, pues, también su luz sobre el mundo. Él, que ha afirmado ser la luz del mundo, la luz que nos hace ver el mundo, a los hombres y la historia de otra manera, a partir del engendramiento por Dios de su Hijo y, en él, de todos sus hijos. Jesús viene al mundo para revelarnos esto, porque en él se cumple y se realiza esto mismo para cada uno de nosotros y para todo hombre. 81

«Dicho esto, se fue, llamó en privado a su hermana María y le dijo: “El Maestro está aquí y te llama”. Al oírlo, se alzó a toda prisa y se dirigió hacia él». Habíamos visto que María se había quedado sentada en casa, y he aquí que ahora se pone en marcha. Lo que la pone en marcha, de acuerdo con lo que hemos leído esta mañana en el Evangelio de Lucas con respecto a ella, es la escucha de la palabra, es la presencia de Jesús. «El Maestro está ahí y te llama». Es esta llamada la que, por así decirlo, imanta a María y la pone en marcha, haciéndola ir hacia Jesús. «Se alzó a toda prisa»... Hay, por tanto, en este movimiento una respuesta que expresa la relación inscrita en el corazón de María con respecto a su Señor. Al enterarse de que Jesús está ahí y que la llama, es todo el movimiento de su ser el que, ya, la lleva hacia él. «Jesús no había llegado aún a la aldea, sino que estaba en el lugar donde lo encontró Marta. Los judíos que estaban con ella en la casa consolándola, al ver que María se levantaba a toda prisa y salía, fueron detrás de ella, pensando que iba al sepulcro a llorar allí». Habíamos dejado, en efecto, a María con los judíos que habían venido a visitarla. Cuando estos ven este movimiento repentino de María, la idea que les viene espontáneamente a la cabeza es que se dirige a la tumba de su hermano. Sin embargo, lo que la ha puesto en marcha no es la intención de visitar al muerto, sino su respuesta a la visita del viviente, de Jesús, que viene para darle la vida. «Cuando María llegó adonde estaba Jesús, al verlo, cayó a sus pies y le dijo: “Si hubieras estado aquí, Señor, no habría muerto mi hermano”». La descripción que se nos da de María nos hace pensar de nuevo en el texto de san Lucas: María cae a los pies de Jesús, porque, en cierto modo, ese es el lugar en el que María vive su relación con él. Ella se encuentra ahí, ante aquel al que reconoce como su Señor, aquel cuya palabra la educa, la ilumina y la consuela. Y le dice a Jesús una frase, la misma que ya había pronunciado Marta. Si intentamos percibir su alcance en el contexto que se nos describe, me parece que podríamos entenderla como tenemos que entender por ejemplo, en el Evangelio de Lucas, la pregunta de María, la madre de Jesús, cuando encuentra a su hijo en el templo: «¿Por qué nos has hecho esto?». No se trata de un reproche, sino del deseo de comprender a partir de Jesús el misterio en el que se encuentra sumergido. María se encuentra sumergida en el misterio de la separación, de la partida de su hermano y, a los pies de Jesús, desea comprender, a partir de él, cuál es la razón de su ausencia en el momento en el que se hubiera esperado su llegada. «Al ver Jesús a María llorando y a los judíos que la acompañaban llorando, se estremeció por dentro y se turbó». Tenemos aquí una de las descripciones más desgarradoras del evangelio, que nos hace entrar en la profundidad de la humanidad de Jesús. El evangelio nos habla, desde el comienzo, de la relación de Jesús con Lázaro y con sus dos hermanas: una relación de amistad, una relación sostenida por el amor de Jesús, por este amor, decíamos esta mañana, que tiene a todos los hombres: «tu amigo». Ahora bien, a partir del amor que Jesús tiene a los que visita, a partir del sufrimiento de María, que se le manifiesta cuando la ve llorar, a partir del sufrimiento, que no es solo el de María, sino un sufrimiento que comparten todos los presentes y que es como el 82

sufrimiento del mundo, Jesús no puede dejar de estremecerse en lo más profundo de su ser y «turbarse», como dice el evangelio. En efecto, Jesús no permanece insensible ante el dolor del hombre; no ha venido a habitar en nuestra historia como alguien que no se deja tocar. Al contrario, aquí se le describe como en la profundidad de su vulnerabilidad. Jesús es, por tanto, alguien que se deja afectar por el llanto y la angustia de los hombres. Jesús es alguien que se estremece comulgando con ese llanto y esa angustia, alguien que no vacila en dejarse turbar y que vive en pleno corazón de la pasta humana, compartiendo los sufrimientos de los hombres. Esa es la relación que tenemos con Jesús, una relación que no se sitúa como al margen de los sentimientos humanos, sino una relación que transforma y garantiza en su profundidad todo el vigor y toda la fuerza de los sentimientos humanos, arraigándolos en el interior de una relación compuesta de amor puro, de amor de entrega, y que es entrega total de sí mismo a los demás. «Y dijo: “¿Dónde lo habéis puesto?”. Le dicen: “Señor, ven a ver”. Jesús se echó a llorar». Vemos, y seguiremos viendo aún en los versículos que siguen, lo fuerte que es la emoción de Jesús aquí descrita. La muerte en cuanto fenómeno de separación brutal, en cuanto dolor que nos visita de repente, es para el hombre un fenómeno con el que se encontró Jesús a partir de su realidad humana, y no solo a partir de su realidad divina. Él mismo deberá enfrentarse a la muerte, y lo hará turbándose profundamente, en el momento que corresponde en el Evangelio de Juan a la agonía de los sinópticos, a saber: en la segunda parte del capítulo siguiente, el capítulo 12. «Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!”. Pero algunos decían: “El que abrió los ojos al ciego, ¿no pudo impedir que este muriera?”». Lo que Jesús manifiesta de una manera tan intensa en el corazón de esta escena, antes de mostrar que es el Señor de la vida, es un amor profundísimamente humano. No le resulta fácil al hombre vivir de modo transparente la pureza del amor. Y es que el amor se vuelve interesado con una enorme facilidad y busca sus propias satisfacciones. En vez de confiar en aquel que revela la transparencia del amor y dejarse llevar por él al despojo del amor, acogiendo sin preguntas el amor que brota de su corazón, he aquí que las personas presentes se expresan con una cuestión: ¿por qué? Se dejan anegar humanamente en la incomprensión: «El que abrió los ojos al ciego», ¿por qué no sigue realizando gestos de poder? Esa sería, por tanto, la razón que conduce a adherirse a Jesús; eso es lo que corre constantemente el riesgo de renacer en nuestro corazón, porque con frecuencia deseamos adherirnos al Señor en función de lo que podemos recibir de él, del beneficio que podríamos obtener. No es esa, evidentemente, la pureza del amor; no es ese el amor tal como lo vive Jesús, que se entregó a los que amaba. «Jesús, estremeciéndose de nuevo, se dirigió al sepulcro. Era una cueva con una piedra delante. Jesús dice: “Retirad la piedra”». La tumba se nos describe así de una manera muy sobria, pero de un modo que evoca ya anticipadamente la tumba en la que también Jesús será encerrado. Y cuando dice Jesús: «Retirad la piedra», estas palabras 83

anuncian la descripción que nos ofrece el primer versículo del capítulo 20, en el relato de la resurrección de Jesús: María de Magdala percibe que la piedra ha sido retirada de la tumba. «Retirad la piedra». Para eso ha venido Jesús: para que nuestras vidas humanas ya no queden selladas por la piedra, para que ya no queden clausuradas por un muro o por un obstáculo definitivo, por un cierre contra el que el hombre no podría nada. «Retirad la piedra». Tenemos que aceptar esta invitación de Jesús allí donde, de un modo u otro, tiende a imponerse el poder de la muerte, encerrándonos o impidiéndonos vivir de verdad. Jesús pide que retiren la piedra y que triunfe la vida, porque para eso ha venido, y la vida que él nos da debe ser vivida en plenitud. «Le dice Marta, la hermana del difunto: “Señor, ya hiede, pues lleva cuatro días”». Marta interviene de este modo, ella que, sin embargo, había afirmado poco antes: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios», respondiendo a la afirmación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá». Ya hemos explicado esta mañana la razón por la que hemos de considerar el cuarto día como un momento particularmente significativo; se puede decir que, a partir de ese momento, el cuerpo está abocado a la corrupción, la muerte ha vencido, ha conseguido la victoria; ya no hay, por consiguiente, ningún medio para combatirla. Sin embargo, es contra la muerte, que parece haber conseguido la victoria sobre la vida, contra lo que se alza Jesús. La vida que se va a devolver a Lázaro no es, a buen seguro, la vida que conocerá Jesús resucitado; es una vida que sigue siendo mortal y, en consecuencia, Lázaro volverá a morir de nuevo. Pero aquí se trata de una señal. No se puede confundir, por tanto, la «resurrección» de Lázaro con la resurrección de Jesús; en el caso de Lázaro, se trata de una señal que anuncia de manera anticipada la resurrección de Jesús y, a partir de ahí, nuestra propia resurrección. Jesús ha venido, efectivamente, a vencer a la muerte, esa muerte que en la historia de los hombres, parece imponerse definitivamente a ellos, dando, aparentemente, la impresión de hacer fracasar el acto creador de Dios. Porque si Dios es aquel que da la vida, que hace vivir al hombre para que viva con él una relación de amor, la muerte parece presentarse como un fracaso del acto creador de Dios. Eso es lo que Jesús hace bascular y es además la fuerza definitiva de la vida, cuyo triunfo él manifiesta ya en la señal del retorno de Lázaro a la vida. Jesús hace volver a un muerto a la vida y así se manifiesta como aquel que da la vida, y la da gratuitamente, porque la ha recibido desde siempre de su Padre, a fin de poder compartirla con nosotros. Eso es lo que el Señor va a enunciar pronto en su oración. «Le contesta Jesús: “¿No te dije que, si crees, verás la gloria de Dios?”». Tenemos aquí una pregunta que nosotros debemos aceptar, a nuestra vez, de parte del Señor, porque invierte la manera en que nosotros sentiríamos la tentación de proceder espontáneamente. Nosotros quisiéramos ver para creer. Y si no creemos, nos justificamos fácilmente diciendo que, si no vemos, es muy normal que dudemos. 84

Hacemos reposar nuestra falta de fe en el hecho de que no vemos realidades o acontecimientos que puedan suscitar nuestra fe. Nuestro movimiento espontáneo es, por consiguiente, el de una exigencia de ver para comprometernos, a continuación, en la fe. Y Jesús invierte esta manera de abordar la vida, de situarnos frente a Dios y frente a él. Es en la medida en que creemos como podemos ver en verdad. Es creyendo en Dios y viendo así su gloria como reconoceremos las señales de su presencia. Se trata, por tanto, de dejarnos interpelar por todas las señales que Dios nos hace, pero en el interior de nuestra adhesión de fe en él. A veces querríamos disponer de señales que valieran por sí mismas y que fueran como el fundamento sobre el que nuestra fe debería edificarse a continuación. Jesús, que hace las obras de Dios, como él mismo dice en todas sus discusiones con los judíos, nos invita a mirar sus obras y, mirándolas a partir de una actitud de acogida, entregarnos a él y creer que él es el Enviado, el Hijo de Dios y, creyendo así que es el Hijo de Dios, situarnos en lo concreto de nuestra vida como hijos de Dios, sin dejar de ver en todos los acontecimientos, incluso en aquellos que nos desconciertan a veces, la gloria del Señor. «Retiraron la piedra. Jesús alzó la vista al cielo y dijo: “Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me enviaste”». Jesús adopta así la actitud más significativa del Hijo abierto a los dones del Padre y a la vida que le ofrece el Padre: «Te doy gracias». Es, en efecto, la acción de gracias la oración que sigue siendo la de Jesús todavía hoy en la Iglesia: en eso consiste la Eucaristía de cada día. Jesús nos lleva a diario en su acción de gracias, que es la oración de los hijos; Jesús, al vivir así su relación con el Padre como el Hijo amado, se sabe alcanzado desde siempre y para siempre por el amor del Padre. Jesús nos expresa, por tanto, su certeza de ser atendido por el Padre, de ser oído, escuchado por él, y de poder contar totalmente, sin reservas, con el amor del Padre: «Yo sabía que siempre me escuchas». Lo que Jesús, que ha sido enviado al mundo para revelar a Dios y para introducirnos en la filiación divina, está viviendo es un esfuerzo destinado a hacernos entrar también a nosotros, por medio de la fe en él, en esa certeza que él tiene y que debe convertirse en la nuestra en relación con el Padre. «Lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me enviaste». Tenemos que acoger, pues, la certeza de los hijos que se saben amados, al descubrir en Jesús lo que es la existencia filial; Jesús pide que nuestra fe nos haga penetrar en la actitud de aquellos que se saben alcanzados en todo por el amor del Padre. «Dicho esto, gritó con voz fuerte: “Lázaro, sal afuera”». Este es el momento en que Jesús se manifiesta ante nuestros ojos como el señor de la vida; y la misma fuerza de su voz expresa el poder que tiene para compartir con sus hermanos la vida recibida del Padre. Le pide a Lázaro que salga afuera, es decir, que venga hacia él, que descubra en él al que comparte con él la vida. Sabe, como ha dicho en su oración, que su Padre da la vida a su hermano Lázaro. Por consiguiente, tiene derecho a decirle a Lázaro que reciba esta vida que el Padre le da. «“Lázaro, sal afuera”. Salió el muerto con los pies y las manos sujetos con vendas y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo 85

y dejadlo ir”». La descripción que se nos hace de este momento decisivo es muy simple; es la de un muerto que ha sido sepultado y, por consiguiente, está envuelto en vendas y en un sudario. Sin embargo, Jesús, al devolver la vida a Lázaro, desea que pueda disponer de nuevo de ella. Porque si Dios da la vida a los hombres, es para que la vivan a partir de la libertad filial que les ha sido dada: «Desatadlo». Nuestra vida no puede ser una vida atada, impedida, encerrada y obstaculizada; es una vida destinada a ser movida por el mismo movimiento de la libertad, por la propia disposición de nosotros mismos que Dios nos concede cuando nos hace nacer a la vida. «Dejadlo ir». Tras este episodio de la resurrección de Lázaro, el capítulo 11 del Evangelio de Juan nos proporciona un texto breve que nos habla de la reacción de las autoridades judías ante el acontecimiento que acaba de producirse: «Muchos judíos que habían ido a visitar a María y vieron lo que hizo creyeron en él». Constatamos, como ocurre en otros distintos lugares del evangelio, la respuesta de fe que nace en el corazón de quienes se dejan alcanzar por la revelación de Jesús y por su acción. «Pero algunos fueron y contaron a los fariseos lo que había hecho Jesús». La reacción de los testigos aparece, por tanto, contrastada: están los que se dejan convencer por la acción de Jesús y se dejan alcanzar por la oferta que hace de su vida y de su presencia; y están los que, por el contrario, se cierran a Jesús y pactan con sus adversarios, decididos a hacerle morir. «Los sumos sacerdotes y los fariseos reunieron entonces el Consejo y dijeron: “¿Qué hacemos? Este hombre está haciendo muchas señales. Si lo dejamos correr, van a creer en él todos. Vendrán los romanos y nos destruirán el santuario y la nación”». La lógica de este discurso se encuentra en muchos otros discursos humanos, y quizá también en discursos a los que nos adherimos. Hay una cosa constatada, y de ella se parte: este hombre hace muchas señales. En buena lógica, sería comprensible que, si hace señales, la primera cuestión sería saber lo que significan esas señales, dejarse interrogar y enseñar por ellas, a fin de estar seguros de estar en la verdad, para respetar lo que se muestra, para respetar la verdad que se revela de este modo y en la que se desea entrar. Ahora bien, lo que sigue en el discurso toma una dirección completamente distinta: si Jesús hace señales, se vuelve peligroso, porque vivimos en una época en la que hay muchas expectativas en relación con aquel al que se considera como el Mesías. ¿No se corre el riesgo de que la muchedumbre se ponga detrás de él para levantarse y, en consecuencia, amenazar al ocupante romano? Es mejor evitar todos estos movimientos peligrosos. ¿No será suprimirle la solución más simple? Se ve sin dificultad la calidad de este razonamiento, que forma parte de la realpolitik. En vez de buscar la verdad para aliarse con ella, se piensa en desarrollos nefastos que carecen de verdaderos apoyos en la realidad, y se hace pagar duramente a alguien el precio de unas amenazas imaginarias. «Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “No entendéis nada. ¿No veis que es mejor que muera uno solo por el pueblo y que no perezca toda la nación?”. No lo dijo por cuenta propia, sino que, siendo sumo 86

sacerdote aquel año, profetizó que Jesús moriría por la nación. Y no solo por la nación, sino para congregar a los hijos de Dios dispersos». Caifás lleva hasta el extremo la conclusión de la amenazadora situación de la que ya hemos hablado. Con todo, la interpretación que el evangelista hace de su discurso nos lleva a convencernos de que los hombres, muy a menudo, actúan y hablan más allá de lo que comprenden, de lo que piensan, de lo que quieren; en la misma medida en que tienen que ejercer una función de parte de Dios. Por consiguiente, hay un sentido que debemos dar a las palabras del sumo sacerdote, y hay también un sentido que se le escapa a este. El sumo sacerdote ignora, en efecto, la verdadera significación de las palabras que pronuncia. Y es que la declaración hecha por Caifás puede ser comprendida en un primer nivel, que es, sin duda, en el que quiere expresarse. Sin embargo, puede y debe ser comprendida por el evangelista a otro nivel, que, en consecuencia, alcanza al misterio profundo de Jesús. «Que muera uno solo por el pueblo». He aquí, en primer lugar, lo que pretende decir Caifás: tras constatar el riesgo que pesa sobre tantas personas, es mejor sacrificar a alguien para que no perezca toda la nación. Según este modo de comprender, en la frase: «Que muera uno solo por el pueblo», el «por» no indica ninguna intención ni relación alguna entre este hombre y el pueblo. Pues lo que le interesa a Caifás es esto: la confrontación que él instaura entre este hombre y el pueblo consiste en comparar sus pesos respectivos en los dos platillos de una balanza; en ese caso está claro que es mejor sacrificar a un hombre que a todo el pueblo. Ahora bien, en la interpretación de esta frase, tal como la comprendió san Juan, se afirma una profecía en el anuncio de que Jesús va a morir por la nación, es decir, en favor de la nación. Esta comprensión de las palabras de Caifás nos introduce en el corazón de la relación que existe efectivamente entre Jesús y el pueblo, entre Jesús y la nación. Y no solo con la nación, sino con todos los hijos de Dios dispersos, precisa san Juan. Jesús ha venido, en efecto, por ellos y está dispuesto a dar su vida por ellos. En virtud de la solidaridad que le caracteriza con todos sus hermanos, Jesús está dispuesto a llegar hasta el final en la entrega de sí mismo, a fin de transformar la existencia del hombre en la verdadera vida; para que el hombre unido a Jesús pueda descubrir, desde lo más profundo de su miseria, el camino de la vida y del amor y se comprometa en favor de ese camino de la verdadera vida y del verdadero amor. Jesús va a morir por la nación, es decir, por el pueblo que espera al Mesías, y no únicamente por la nación, sino «para congregar a los hijos de Dios dispersos». Por consiguiente, es Jesús, el Hijo amado del Padre, el que, mediante el acto de amor por el que se entrega, congrega a todos sus hermanos y les comunica la vida compartiéndola con ellos. «Así, a partir de aquel día, acordaron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se marchó a una región próxima al desierto, a un pueblo llamado Efraín, y allí se quedó con los discípulos». Es el texto que ya hemos evocado esta mañana, al indicar que Jesús, tras haber resucitado a Lázaro, tomaba de nuevo sus distancias. Ahora se encuentra a la expectativa de lo que va a pasar muy pronto. Mientras dura esta expectativa, está con sus discípulos y vive con ellos el don 87

común de la vida que el Padre le ha otorgado a él y a sus discípulos, de la vida que ha venido a compartir con cada uno de nosotros.

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SEXTO DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

Jesús lava los pies a los discípulos (Jn 13,1-10) l Evangelio de Juan inaugura con el capítulo 12 su segunda parte: tras el «libro de las señales», he aquí el «libro de la Pascua». Jesús toma su última comida con sus discípulos. Juan no nos habla de la institución de la Eucaristía, pero nos propone contemplar a Jesús lavando los pies de los apóstoles (la reflexión de san Juan sobre la Eucaristía se encuentra más bien en el capítulo 6 de su evangelio).

E

El texto comienza con una introducción dotada de una amplitud particular y está enunciada de manera solemne: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, después de haber amado a los suyos del mundo, los amó hasta el extremo». Nos encontramos aquí claramente en el comienzo de una nueva parte del evangelio, y el evangelista nos propone una introducción tan amplia que podría bastar para estructurar plenamente nuestra contemplación. Está Jesús, está el Padre, están los suyos, está el mundo... La Pascua aparece descrita como paso de este mundo al Padre y se vive en el colmo del amor, cuando llega la hora del fin. Vamos a retomar, pues, brevemente estos elementos que nos propone el texto, con la mirada puesta en Jesús, porque es él quien nos introduce en la verdad de nuestras vidas y en la verdad de Dios. Jesús, tal como podemos en este momento en el que va a tomar la última comida con los suyos, es el Jesús que tiene la mirada puesta en el Padre. Toda su vida ha estado animada por el amor del Padre. Ha venido a vivir entre nosotros la vida del Hijo amado, iluminando con ello la verdad de su vocación filial. Y poniendo su mirada en el Padre es como Jesús se sitúa asimismo con respecto al mundo y a los suyos, que están en este mundo. Es, en efecto, el Padre quien le ha enviado al mundo, y vive su relación con el mundo a partir de su amor al Padre. La vive también, concretamente, a partir de aquellos a los que ha reunido en este mundo, los suyos, que están a su alrededor. ¿No es también esta, hablando de una manera muy concisa, la situación que nos caracteriza también a nosotros constantemente? Nuestra vida es una vida ante Dios, una vida que se recibe filialmente de Dios, una vida que, a partir de este don de Dios que habita en nosotros, es enviada al mundo, que asume sus responsabilidades en el mundo en que nos encontramos, permaneciendo atentos, en primer lugar, a aquellos a los que podemos llegar, a los «nuestros» en cierto modo, a aquellos a los que el mismo Señor nos envía. Todo eso lo vive Jesús «antes de la fiesta de la Pascua», la Pascua judía, que recuerda el día en que Dios iluminó el camino de su pueblo como un camino de paso, a través del desierto, hacia la Tierra Prometida; era en este paso en el que debía ponerse a prueba la libertad filial de este pueblo amado de Dios. 90

Jesús retoma e ilumina definitivamente esta Pascua, este paso, en el curso de su última comida, cuando le ha llegado la hora de partir de este mundo al Padre. La vida de Jesús es un camino de libertad, en la medida en que vive toda su vida recibiéndola del Padre y caminando con alegría hacia el Padre. Nuestra vida, en la medida en que la descubrimos como una vida habitada por el amor de Dios, es también una vida que vive su paso hacia Dios. ¿Cómo vivir esta vida abierta a los otros y, por consiguiente, fraterna, a la luz de Jesús, a no ser viviéndola como una vida habitada por el amor? «Después de haber amado a los suyos del mundo, los amó hasta el extremo». La vida de Jesús es amor al Padre y amor a los hermanos. Y aceptar ver esta vida de Jesús como el «Principio y Fundamento» de nuestra propia vida es descubrir la gran medida en que, a partir del amor de Dios que nos engendra, somos suscitados al amor de Dios y de los otros. Este es, claramente, el sentido continuo de nuestra vida, el sentido que engloba nuestra vida en el amor que no tiene límites, que es el amor que procede del mismo corazón de Dios y que nos vuelve a conducir a él. Este amor, que es entrega del propio ser hasta el extremo, es el que hemos de vivir siguiendo las huellas de Jesús. Una palabra aún sobre los episodios dolorosos en los que está invitado a entrar ahora Jesús: «Sabiendo Jesús que llegaba la hora...». Jesús no vive el movimiento de su existencia de una manera pasiva, como si simplemente estuviera conmocionado y sacudido por los acontecimientos. Eso es algo que merece ser subrayado, y tanto más por el hecho de que aquí comienza el camino de su Pasión, que algunos podrían sentir la tentación de identificar con una actitud de pasividad. ¿Acaso no es la vida lo que otros hacen de ella?; ¿no es la vida los golpes que hemos de recibir?; ¿no es la vida, simplemente, dejar que venga lo que tenga que venir? Jesús no vive así su pasión. Sabe que todo tiene que ser reasumido en el interior del movimiento que le dirige hacia el Padre: «Sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre...» Todos los acontecimientos por los que hemos de pasar, todo lo que no depende, o no depende sino en parte, de nosotros en nuestra vida debe ser asumido a la luz que la revelación de Jesús da a nuestra existencia y, por tanto, debe ser asumido por nuestra libertad filial y fraterna. Contrariamente al camino habitual de nuestra vida, es a veces en estos momentos de tinieblas cuando puede faltarnos una mirada clara. Y es que en esos momentos ya no sabemos, sino de una manera oscura, de qué se trata. Podemos llegar incluso a perder en cierto modo el sentido de los acontecimientos, descubriéndonos como sumergidos en el curso del mundo y de su desarrollo, que nosotros tenemos que recorrer. Y, sin embargo, es esta mirada clara la que tenemos que resucitar en cierto modo en nuestro espíritu, así como en la mirada que proyectamos sobre nuestra vida. «Sabiendo Jesús que llegaba la hora...»: ese es claramente, en efecto, el objetivo de su vida, tal como lo propone san Juan en su evangelio. Cuando Jesús ha tomado conciencia de esta verdad tan transparente y tan decisiva para la vida del hombre, helo aquí dejándose iluminar y entrando con toda transparencia en el drama que le conduce a la muerte. Jesús dispone con plena conciencia de su vida y del don que quiere hacer de ella. La pasión de Jesús se puede leer como el camino seguido por Jesús y como el 91

camino que le imponen los hombres. Sin embargo, hay que leerlo más aún como el movimiento que surge del corazón de Dios y el que atraviesa el corazón de Jesús, dándose y entregándose con plena conciencia y libertad. Jesús empieza, pues, con sus discípulos, con sus apóstoles, con «los suyos», esta comida que precede a su pasión o que la inaugura. «Durante la cena, cuando el Diablo había sugerido a Judas Iscariote que lo entregara, sabiendo que todo lo había puesto el Padre en sus manos, que había salido de Dios y volvía a Dios, se levanta de la mesa, se quita el manto y tomando una toalla, se la ciñe. Después echa agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida». «Cuando el Diablo había sugerido a Judas Iscariote que lo entregara...». Este mundo al que ha venido Jesús, este mundo que, gracias a su presencia y a su Palabra, es un mundo habitado por el amor y que se consuma en la claridad del amor, es también un mundo habitado por el pecado, la traición, el rechazo, las divisiones, las incomprensiones... que existen entre los hombres. Jesús vive trágicamente esta traición; vive trágicamente todas las incomprensiones y las divisiones que atraviesan la historia del mundo amado por Dios. Jesús va a recoger también todo eso en su libertad para caminar de manera filial hacia el Padre y para entregarse de manera fraternal a los hombres. Jesús sabe que el Padre lo ha puesto todo en sus manos, que ha venido de Dios y que va hacia Dios: este es, en efecto, el movimiento que se inserta en su vida y a partir del cual recibe su propia dimensión todo lo demás. Todo lo demás es, en efecto, efímero. Jesús, que vive así un diálogo constante con su Padre, desea manifestarnos el amor del Padre, que le lleva a entregarse a los suyos. Amar al Padre, aceptar el don del amor del Padre, es, efectivamente, vivir una vida de amor que se expresa en la entrega del propio ser. Jesús se levanta de la mesa y se quita el manto. La palabra «quitar» es la que se emplea ya en el capítulo 10 del evangelio, cuando Jesús habla de la vida que él puede quitarse y recuperar. Jesús está, pues, en medio de nosotros como el que se quita su vida por nosotros, como el que da su vida por nosotros. Y, por supuesto, podemos leer esta afirmación desde la perspectiva eucarística que acompaña la última comida de Jesús. Jesús se quita el manto y adopta la postura propia del siervo o el esclavo que lava los pies de los que participan en la comida: «Y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba ceñida». ¿Qué significa, para Jesús, vivir su relación fraterna con los suyos? Dicho con toda la verdad y la lealtad de su corazón fraterno, es ponerse a los pies de cada uno; es considerarse así como el último de aquellos a los que el Padre ama y engendra a su vida. Es recibir en cada uno, en la persona de cada uno, el don del amor del Padre. Jesús nos invita así a entrar en ese movimiento de amor que consiste en ponernos en el último puesto, en el último lugar, para acoger el amor del Padre, que se nos une en el don recibido de los otros. En cierto modo, Jesús contempla así, en cierto modo, en cada uno de los suyos la grandeza del amor del Padre, que le da a cada uno de los suyos para que los ame. Es como si Jesús, desposándose con el amor del Padre, que engendra 92

desde lo alto a cada uno de los suyos, se pusiera abajo, a los pies de cada uno, comprometiendo así, a su vez, el movimiento de su ser en la edificación de todos los suyos. Y es que recibir a los otros desde lo alto es ponerse en lo más bajo para ayudar así a la edificación de su ser. Recibir a los otros de lo alto, contemplar así en los otros el don de Dios, es comprender que lo que hemos de hacer es servirles en nombre de Dios, es convertirnos en su siervo en nombre del Dios que los ama. Lo que Jesús enuncia de este modo lo podemos contemplar de una manera muy simple, según la descripción del evangelio, viéndole adoptar la posición de aquel que sirve y está al servicio de todos. El evangelio nos habla de lo difícil que nos resulta la comprensión de esto. Esa es la reacción de Simón Pedro: «Llegó, pues, a Simón Pedro, el cual le dice: “Señor, ¿lavarme tú a mí los pies?”. Respondió Jesús: “Lo que yo hago no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde”. Replica Pedro: “No me lavarás los pies jamás”. Le respondió Jesús: “Si no te lavo, no tienes que ver conmigo”. Le dice Simón Pedro: “Señor, no solo los pies, sino las manos y la cabeza”. Le responde Jesús: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, pues el resto está limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Conocía al que lo iba a entregar y por eso dijo que no todos estaban limpios». Simón Pedro quiere sustraerse a la posición tomada por Jesús. No puede aceptar que el que es el Señor, nuestro Señor, se ponga a nuestros pies para servirnos. ¿Cómo se puede aceptar que aquel que está revestido de la grandeza de lo alto se convierta en alguien que se presenta como el más humilde, el más pequeño? Ahora bien, lo que se resiste en nosotros a la acción de Jesús es precisamente nuestra propia manera de considerar la grandeza, la autoridad. Nosotros creemos espontáneamente que todo lo que nos engrandece, toda responsabilidad que se nos confía, nos autoriza en cierto modo a elevarnos, a dominar, a hacer que se note nuestra grandeza. Pero Jesús nos invita a una inversión total, que consiste simplemente en poner al servicio de nuestros hermanos todo aquello que en nosotros puede ser considerado como grande, como fuente de superioridad y como marcado de autoridad. Sin embargo, lo que es un valor reconocido en nosotros, aquello que nos convertiría en cierto modo en señores a los ojos de los otros es, precisamente, lo que debe rebajarse para ser puesto a su servicio. «Lo que yo hago no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde». No cabe duda de que a veces no conseguimos comprender, no conseguimos caer en la cuenta de por qué las cosas siguen el curso que siguen, por qué nos hemos quedado fijados en un momento de incomprensión, en un momento en el que nadie parece reconocernos. Lo que no sabemos en el momento en que lo vivimos, tenemos que vivirlo simplemente como lo que se nos permite vivir, porque se aclarará un día. Y no se aclarará nunca en otra parte más que en el misterio de Jesús, dando a cada cosa su sitio en el mismo corazón de este misterio de Jesús. Acepta no comprender lo que no comprendes ahora y recibe de mí la luz que te permitirá comprenderlo. «Le respondió Jesús: “Si no te lavo, no tienes que ver conmigo”». Nosotros conocemos el salmo 16, donde el salmista nos invita a exclamar: «El Señor es la porción de mi lote y de mi copa». «No tienes que ver 93

conmigo» significa, por tanto: pertenecerás a un mundo diferente del mío. No estarás disponible a mi Espíritu y para mi obra. Te dejarás comprometer por otros maestros y te dejarás conducir por ellos. Aceptar que Jesús se revela así como alguien que nos sirve, como alguien que entrega su vida por nosotros, como alguien que quiere estar simple y humildemente al servicio de nuestra vida, es estar invitados a invertir las perspectivas habituales de los hombres; es estar invitados a nuestra vez a entrar en este mundo nuevo que Jesús desea crear con nosotros y para nosotros, en este mundo donde la relación con el otro, en vez de ser de dominación y aplastamiento, o de superioridad que se impone, se traduce en la humildad del don y en el eclipse del servicio. Pedro propone a continuación que Jesús le lave del todo, no solo los pies, y Jesús le explica: aquí no se trata de un rito de purificación; se trata simplemente de descubrir que, como Señor, quiero ponerme a vuestro servicio, y, por consiguiente, también vosotros debéis poneros al servicio los unos de los otros todo lo que podáis. «Cuando les hubo lavado los pies, se puso el manto, se reclinó y les dijo: “¿Entendéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy maestro y señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros mutuamente los pies. Os he dado ejemplo para que hagáis lo que yo he hecho”». El movimiento que Jesús traza es, por tanto, el movimiento de la verdad que debe atravesar cada una de nuestras vidas. El «principio y fundamento» en que consiste la verdad de nuestras vidas nos lo revela Jesús rebajándose así a los pies de los apóstoles, amándoles en nombre del Padre, uniéndose en ellos al amor que les tiene el Padre y haciéndoles el don de su servicio fraterno. Jesús no niega que es nuestro Maestro y Señor, porque lo es. Se ha puesto de nuevo el manto. Él es alguien que, en cierto modo, es dueño de su propia vida; es él quien la da, nadie se la quita. Pero es justamente eso lo que nos quiere enseñar. Si yo he vivido así, si os he enseñado eso, del mismo modo tenéis que vivir vosotros. Y cuando Jesús dice: «Os he dado ejemplo para que hagáis lo que yo he hecho», no lo hemos de tomar de una manera excesivamente extrínseca, demasiado exterior, como si solo se tratara de proyectar una mirada exterior o puramente objetiva sobre Jesús, comprometiéndonos en cierto modo a «copiar» su actitud. Se trata de algo mucho más interior, porque se trata del movimiento que Jesús quiere suscitar en el interior de nuestra vida y al que debemos negarnos a resistir. Debemos admitir que el Señor, que nos instruye, que nos ilumina y transfigura nuestra existencia, nos guíe siguiendo lo que es la ley de su propia vida. También nosotros tenemos que vivir siguiendo el mismo movimiento de entrega, de abandono, de humildad radical. «Os aseguro que el esclavo no es más que el amo, ni el enviado más que el que lo envía. Si lo sabéis y lo cumplís, seréis dichosos. No hablo de todos vosotros, pues sé a quiénes he escogido. Pero se ha de cumplir aquello de la Escritura: El que compartía mi pan me ha echado la zancadilla». Jesús dice esto en nuestro mundo pecador. Y esta 94

entrega de sí mismo que él no cesa de hacer ofreciendo su Palabra, compartiendo con nosotros su Eucaristía, continúa viviéndolo en nuestro mundo pecador, en medio de los rechazos y las incomprensiones. Ahora bien, con ello desea renovar nuestras vidas y orientarlas en el sentido de su verdad, porque el siervo no es más que su señor. ¿Qué otra cosa podríamos soñar que lo que Jesús vivió? «El enviado no es más que el que lo envía». ¿Cómo vamos a dejarnos conducir, en la misión que desarrollamos, por una ley diferente de la que presidió la misión de Jesús? «Si lo sabéis y lo cumplís, seréis dichosos». Lo que Jesús nos ofrece de este modo es la verdadera bienaventuranza de nuestras vidas. Esta bienaventuranza no consiste en doblarnos, de una manera un tanto rígida, frente a lo que podríamos considerar como un obstáculo, como una dificultad; consiste más bien en dejar que el amor de Jesús invada nuestras vidas para conducirlas a la verdadera actitud de la humildad, que es en sí misma bienaventuranza: alegría en Dios, alegría recibida de Dios. «Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo soy. Os lo aseguro: Quien reciba al que yo envíe me recibe a mí, y quien me recibe a mí recibe al que me envió». Jesús está en el corazón de nuestra historia, luz de Dios que nos ilumina: para que «creáis que Yo soy». Al contemplar este pasaje del Evangelio de Juan, es el Señor, el Hijo de Dios, al que miramos y por el que intentamos dejarnos iluminar hasta lo más profundo de nuestro ser. La luz que Jesús nos proporciona sobre nuestra vida nos la proporciona tanto sobre nuestra historia como sobre la suya. Él nos permite ver cómo lo que él mismo comenzó en los días de su vida terrena continúa a lo largo de las generaciones y los siglos. «Quien reciba al que yo envíe me recibe a mí». Se trata de acoger el gesto de Jesús. Se trata de que también nosotros nos dejemos acoger: «y quien me recibe a mí recibe al que me envió», sabiendo que en ese don que nos hacemos los unos a los otros, en ese don que suscita la acogida de los unos por los otros, compartimos el mismo don de Dios, y cada vida dada puede abrirse a ese don de Dios para descubrirse en lo más profundo de su ser.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La misión de los amigos de Jesús (Jn 15,11-27) ras el lavatorio de los pies, Juan da la palabra largamente a Jesús: este, después de haber predicho la traición de Judas, la huida de sus apóstoles y la negación de Pedro, al despedirse de los suyos desarrolla la imagen de la vid verdadera y envía a sus apóstoles al mundo prometiéndoles al Paráclito. Anuncia su pronto retorno, antes de volver con su Padre y expresar su oración, no solo por él, sino por todos los que le pertenecen.

T

Nuestra contemplación se fijará esta noche en la segunda parte del capítulo 15, concretamente en los versículos 11-27. Jesús convierte a los suyos en sus amigos, enviados para dar testimonio de él en todo el mundo por la fuerza del Espíritu. Empecemos primero por la lectura de los versículos 11-17, en los que Jesús se dirige a los suyos reunidos a su alrededor. «Os he dicho esto para que participéis de mi alegría, y vuestra alegría sea colmada. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé». Jesús acaba de decir a los suyos que están invitados a permanecer en su amor como él mismo ha permanecido en el amor del Padre guardando sus mandamientos. ¿Por qué les habla y nos habla así Jesús? Nos dice que nos habla así para que participemos de su alegría, y nuestra alegría se vea colmada. No cabe duda de que podemos pensar en la segunda parte del capítulo 3, que habla de Juan el Bautista y de su reacción ante la predicación de Jesús, así como del movimiento que esta suscita en las muchedumbres. Esto es lo que leemos en el v. 29 de este capítulo: «Quien se lleva a la novia es el novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la voz del novio. Y en esto consiste mi gozo colmado». La novia es el pueblo amado de Dios. Si Jesús puede atraer de este modo al pueblo que corre hacia él, es porque él es el novio, y porque en él se realizan los desposorios de Dios con su pueblo. Juan se si-túa así como el amigo del novio, que se siente radiante de alegría al oír la voz del novio. Remito a este texto porque, inmediatamente después de haber hablado de nuestra alegría –compartir su propia vida–, Jesús nos designa como sus amigos. Está la alegría de amar, la alegría de verse asociado al amor, la alegría de ser llamado a amar acogiendo el amor. Y Jesús quiere que sea esta alegría la que nos invada; no una alegría superficial, pasajera, sino una alegría colmada, como él dice; es decir, una alegría que no deja sitio a la tristeza, una alegría que nos llena el alma y el espíritu. Así es como Jesús quiere vernos vivir, en la medida en que penetramos en el interior de lo que es la verdad de la vida, a saber, la llamada a amar y la acogida del amor. Por eso continúa Jesús inmediatamente, tras haber hablado de la alegría, diciéndonos: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os 96

he amado». En esto es, efectivamente, en lo que podemos encontrar nuestra verdadera alegría. Y Jesús sigue hablando del amor, de lo que es la exigencia íntima del amor: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando». ¿Cuál es la medida del amor?, ¿dónde se detiene el amor? El amor no se detiene nunca. No pone plazo, no fija ninguna medida. Jesús se revela a nosotros como el revelador perfecto del amor. Lo que da no es una cosa, una parte de su atención, de su tiempo, de su interés. Jesús se entrega él mismo. Da su vida, y así es como se revela el amor en él. Cuando Jesús nos habla de su mandamiento, que es amar, nos pide que acojamos ese amor; un amor que se adueña de nosotros hasta hacer entrega de nuestra vida. Un amor, por tanto, que no nos permite detenernos nunca diciendo que ya hemos hecho bastante, que eso ya no es posible, que de todos modos nos encontramos en un callejón sin salida, ante una dificultad insuperable... Si reaccionamos de este modo, significa que el amor no ha entrado aún verdaderamente en nuestro corazón, que no es todavía la ley de nuestra existencia, puesto que el amor, si está en nosotros, se traduce en la entrega misma de nuestra vida, una entrega sin medida, más allá de toda medida. Jesús nos dice que aquellos por quienes ofrece así su vida, dado que el amor consiste en dar la vida por los amigos, somos precisamente nosotros: «Vosotros sois mis amigos», es decir, aquellos por quienes yo doy mi vida, si entráis en esta vía que yo os propongo, en este camino que soy yo mismo para vosotros. Jesús vuelve sobre la palabra «amigos» para que comprendamos adecuadamente el tipo de relación que desea tener con nosotros. «Ya no os llamo “siervos”, porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado “amigos”, porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre». Es cierto que podemos hablar en verdad de nuestra vida como de una vida de servicio, pero tenemos que ver en el mismo Jesús al siervo. Con todo, aún tenemos que comprender el alcance de la palabra «siervo» cuando la empleamos de este modo. No se trata de uno de esos servicios habituales que consisten en ofrecer una prestación determinada, en ser contratado al servicio de alguien para prestarle determinados servicios. Yo no os llamo siervos de ese modo, porque entre vosotros y yo hay un intercambio mucho más total. No se tiene un intercambio con un siervo, no se vive una relación de intimidad compartida con un siervo. No, lo que Jesús vive con nosotros, lo que él ha venido a vivir en medio de los hombres, es este compartir total de lo que él es, de su mismo corazón. El siervo no sabe lo que hace su señor: eso no tiene nada que ver con él, no le interesa; no consiste en eso su servicio. «A vosotros os he llamado “amigos”, porque os co-muniqué cuanto escuché a mi Padre». Jesús lo ha compartido todo con nosotros. Ha dicho cuál era la realidad profunda de su vida. Se ha mostrado a nosotros como el Hijo amado del Padre; él nos ha dicho cuál es la vía para ir hacia aquel que nos ama y de quien procede todo amor, hacia: el Padre. Jesús ha instaurado así con nosotros una amistad que consiste en compartir sin

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reservas. Jesús da su vida por nosotros en función de esta amistad: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos». «No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca; así, lo que pidáis al Padre alegando mi nombre os lo concederá. Esto es lo que os mando: que os améis unos a otros». Esta mutua relación de amistad de la que nos habla Jesús reposa, a buen seguro, en la opción que nosotros queremos realizar por Jesús, en la búsqueda de la conformidad de nuestra vida con la vida de Jesús; pero, antes de eso, está la iniciativa suya. La opción no ha venido de nosotros. Lo que constituye el secreto de nuestra vida no es que nosotros hayamos elegido a Jesús, sino que él mismo nos ha elegido. Jesús habla a los que tiene a su alrededor, a los doce que ha llamado, uno a uno, a los que ha encontrado por el camino y para los que se ha constituido poco a poco en su ruta, en su camino, transformando de este modo su vida. Lo que podemos dejar acudir a nuestro espíritu al oír estas palabras de Jesús es el modo en que él mismo nos ha elegido desde siempre, desde el día de nuestro bautismo, en el que quiso que entráramos en la vida misma de la Trinidad. He aquí que se nos ha dado a conocer a nosotros; he aquí que todo lo que ha oído del Padre lo ha compartido con nosotros; he aquí que, por eso mismo, nosotros nos hemos descubierto comprometidos con él en una amistad que era acogida del don que nos hacía e invitación a ofrecernos a él a nuestra vez. Si nosotros hemos podido elegir a Jesús, si podemos, todavía ahora, elegirle como el Camino, la Verdad y la Vida, es porque nos descubrimos elegidos por él, porque nos sentimos objeto de su amor sin medida. Este amor de Jesús no es solo un compartir íntimo. No es solo relación mutua; también es responsabilidad de Jesús, único Señor, en nuestra vida; es también la alegría que nos proporciona el hecho de poder comprometer nuestra vida por él, para «dar fruto, y un fruto que permanezca». Ahora bien, este fruto lo tenemos que dar, no a partir de nuestros propios recursos; es un fruto que el mismo Señor quiere producir en nosotros. Si Jesús quiere entablar con nosotros una amistad que se encuentra, de una manera decisiva, en el fundamento de nuestra vida, es para que actuando en nosotros, para que suscitando en nosotros una disponibilidad a su acción y a su gracia, podamos realizar algo que no depende de nosotros, sino que es obra suya. Y para que el fruto que demos sea un fruto que permanezca. En nuestro mundo, en el que se mi-de espontáneamente la eficacia, es posible sentirse atraído por frutos aparentes, por cosas que funcionan, por iniciativas que triunfan. Todo esto se puede proponer, por supuesto, como un fruto; pero lo que importa es que el fruto dado sea un fruto de vida eterna, un fruto que permanezca. Que sea un fruto que brote de la savia de la viña de la que somos sarmientos, «así, lo que pidáis al Padre alegando mi nombre os lo concederá». Insertados en la amistad de Jesús, no formando más que uno con él, haciendo nuestros sus intereses, compartiendo la atención, el amor y la ternura que siente por todos los hombres, podemos entrar también en su oración. Podemos volvernos hacia el Padre, tal como él mismo nos invita a hacer, pidiéndole lo que solo él puede darnos, es decir, la vida que viene de él y que nosotros estamos llamados a compartir. «Esto es lo 98

que os mando: que os améis unos a otros». En cierto modo, la clave de esta vida que es amor consiste precisamente en que nos dejemos guiar por el Amor. Y así entramos en otro tema de este capítulo, un tema que empieza en el versículo 18, donde Jesús nos habla del mundo. Jesús, que ya ha tocado este tema, nos habla de nuevo de nuestra relación con el mundo, entendiendo por la palabra «mundo» el mundo encerrado en su suficiencia; el mundo que no tiene necesidad de Dios; el mundo que pretende tener en sí mismo su origen y su fin; el mundo que cree, por tanto, poder designar sus valores, poder crear él mismo sus propios valores. «Si el mundo os odia, sabed que primero me odió a mí. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo. Pero, como no sois del mundo, sino que yo os elegí sacándoos del mundo, por eso os odia el mundo». Jesús emplea aquí unos términos muy fuertes. Con todo, no podemos dejar de aceptar lo que nos dice, puesto que pone en ellos todo el peso de alguien que camina hacia su Pasión y su muerte. En efecto, está a punto de ser colgado en la cruz, odiado por el mundo. «Si el mundo os odia, sabed que primero me odió a mí». Este odio, que es rechazo de Dios, indiferencia ante Dios, puede traducirse asimismo en nuestro caso, dice Jesús, de muchas maneras, que son como modalidades del odio, aunque sin manifestar siempre este mismo exceso. Esto se puede expresar a través de sarcasmos, a través de una suficiencia altiva, a través de la indiferencia. Nos encontramos todavía hoy en un mundo que, en parte, no conoce a Dios ni quiere conocerle, que reivindica y proclama otros valores. No tenemos que buscar una especie de entendimiento irénico con este mundo, porque no es eso lo que buscó Jesús. Él habló y actuó con toda claridad. Por nuestra parte, debemos dar testimonio de algo distinto de estos falsos valores. «Recordad lo que os dije: Un siervo no es más que su amo. Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán; si cumplieron mi palabra, cumplirán la vuestra». Jesús nos dice que verifiquemos bien el asunto de que aquí se trata. No se trata, por supuesto, de suscitar la enemistad y el odio en virtud de un temperamento insoportable por nuestra parte. No es eso lo que debe despertar el odio del mundo. No se trata de armar gresca por doquier y, en consecuencia, hacer que nos «persiga la justicia». Jesús no habla de eso. Nos habla de lo que puede ser suscitado a nuestro alrededor para rechazarnos, para repelernos; nos habla de la incomprensión que puede suscitar nuestra unión con él, nuestra pertenencia a él, nuestra fe en él, que nos ha elegido primero. «Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán». El rechazo del que nos habla Jesús es un rechazo que se nos presenta porque somos de él. «Si cumplieron mi palabra, cumplirán la vuestra». La actitud que aquí se evoca es la de los amigos abiertos a la revelación de Jesús. También nosotros, si damos testimonio de él, los descubriremos acogedores, abiertos a lo que les ofrecemos. Jesús nos envía, por consiguiente, al mundo para seguir viviendo el camino que fue el suyo: un camino en el que conoció la acogida y el rechazo. Nos pide que estemos preparados para esto y vivirlo a partir de nuestra amistad con él, de nuestra unión con él, porque «el siervo no es más que el amo», un siervo que ya no es únicamente siervo, sino que es considerado como amigo.

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«Todo eso os lo harán a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió». El rechazo de Jesús, un rechazo que también podemos experimentar nosotros en ocasiones, con el que podemos encontrarnos de diferentes maneras, es, en cierto modo, el rechazo de Dios. Hemos de aceptar ser acogidos por el Señor en este sufrimiento que es el suyo, en esta dura confrontación que es la suya con todas las fuerzas que se oponen a Dios, con todas las fuerzas mortíferas que son las fuerzas del ateísmo vivido como rechazo de Dios y como pretensión, por parte del hombre, de ser para sí mismo su propio sentido y su propio fin, o bien aún, por este deseo que alimenta el hombre de construirse un Dios a su imagen, de elegir él mismo sus propios dioses, de componer él mismo su propia religión, o de hacerse una religión a la carta. «No conocen al que me envió». Jesús nos habla así de nuestra presencia, en su nombre, en un mundo por el que se siente rechazado, un mundo que, en una parte de sí mismo, se cierra a Dios y a su gracia. No para que nosotros condenemos a este mundo al destierro; Jesús vino a salvar, pero constata que esta oferta de salvación no recibe siempre la acogida que cabría esperar. Jesús continúa diciendo: «Si no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado». Jesús ha querido revelar al Padre y con las palabras que ha pronunciado ha intentado abrir el espíritu de los que le escuchaban. Sin embargo, no fue escuchado, y vivió eso como un rechazo que afecta al mismo Dios, porque «quien me odia a mí odia al Padre». Por consiguiente, es eso lo que todavía hoy nos pide Jesús: que vivamos con coraje y con humildad. «Si no hubiera hecho ante ellos obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado. Pero ahora, aunque las han visto, nos odian a mí y a mi Padre». Jesús no solo ha hablado, sino que ha actuado. Y con estas acciones, con estas obras, ha manifestado hasta qué punto el Dios que él anunciaba era el Dios autor de la vida, el Dios que restaura al hombre en su dignidad de hombre, en su realidad humana. Algunos no le acogieron ni le reconocieron. He aquí que todavía hoy, los que le pertenecen, su Iglesia, pueden ser fácilmente humillados cuando, en lo que más les une a Jesús, intentan vivir esta misma atención al hombre, este mismo deseo de restaurar al hombre en su dignidad, socorrerle allí donde es oprimido, rechazado, ignorado. Jesús nos invita a vivir este combate como un combate que llevamos en el interior de nosotros mismos, aunque es también un combate que nos enfrenta con fuerzas exteriores que no deben imponernos. «Así se cumple lo escrito en la ley acerca de ellos: Me odiarán sin razón». Jesús cita aquí dos salmos que hablan del Justo perseguido (Sal 35,19; 69,5). Jesús percibe esta persecución de una manera más profunda en este momento, en el que habla de su pasión; sabe que no hay ninguna razón para la persecución ni para el odio de que es objeto. Se trata claramente del despropósito inscrito en el corazón del hombre. «Cuando venga el Valedor que yo os enviaré de parte del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio». Jesús sabe que el camino que le conduce a la muerte no es un camino que acaba en el vacío. Sabe que vuelve al Padre y promete a sus discípulos que 100

habrá de enviarles al Valedor. Este Abogado que nos va a dar, este Espíritu que nos enviará desde el Padre, este Espíritu que nos promete, abrirá y seguirá abriendo constantemente nuestro corazón a la Verdad. Es en la actualidad de nuestra existencia donde Jesús, que es el Viviente y que está constantemente a nuestro lado, nos habla de este don del Espíritu de la Verdad, de este Espíritu que da testimonio de Jesús, que suscita en nosotros una fuerte adhesión a su persona, que nos permite renovar constantemente nuestra fe en sus palabras y nuestra confianza en su presencia. Jesús es alguien que, al darnos el Espíritu, suscita en lo más profundo de nosotros mismos un testimonio de su persona, de él, que es el Hijo de Dios y que quiere considerarnos como amigos suyos. Ese es el testimonio que tenemos que dar de Jesús: «También vosotros daréis testimonio, porque habéis estado conmigo desde el principio». El testimonio, dice Jesús a sus discípulos, nace de la familiaridad que han tenido los Doce con él, al compartir juntos la existencia de cada día, al compartir las obras y las acciones de cada día. «Esto ya se ha consolidado en vosotros y será también fuente de vuestro testimonio. A partir de ahí podréis dar testimonio de mí». Estas son las palabras que Jesús dirige a sus discípulos en este momento del camino que ha emprendido en su pasión. Jesús también nos las repite a nosotros, pidiéndonos que seamos sus testigos en este mundo, en el que reina todavía tanta ignorancia respecto de Dios, tanto distanciamiento respecto del evangelio que proclamó Jesús. Él nos pide que seamos sus testigos, es decir, que confortemos a nuestros hermanos, que les anunciemos la Palabra, que les llevemos a él, a fin de que puedan realizar con nosotros, gracias a nosotros, la obra que Jesús desea continuar realizando con todos aquellos a los que todavía hoy quiere hacer amigos suyos.

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SÉPTIMO DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

Jesús ante Pilato (Jn 18,28 – 19,16) l discurso de Jesús pronunciado después de la cena acaba con la «oración sacerdotal» (capítulo 17). Los guardias de los sumos sacerdotes (comienzo del capítulo 18) detienen a Jesús en el huerto de Getsemaní, adonde se ha desplazado con los Once, y le llevan prisionero ante Anás y Caifás. Entre tanto, Pedro le niega.

E

Nuestra lectura comenzará en el v. 28 del capítulo 18, momento en que conducen a Jesús al pretorio, y continuaremos esta lectura hasta el capítulo 19, v. 16, momento en el que Pilato condena y entrega a Jesús. Por consiguiente, se trata de todo el relato de la comparecencia de Jesús ante el pretorio y de su diálogo con Pilato. Es un texto relativamente largo. Por nuestra parte, no vamos a detenernos en todo lo que aquí se nos dice. Por otra parte, mucho de lo que podemos leer aquí se propone sobre todo a nuestra contemplación, en una actitud de adoración y de profundo respeto al Señor. No me detendré más que en ciertos lugares para profundizar un poco en lo que nos propone el texto del evangelio. En efecto, el relato de la Pasión en san Juan es también un texto de revelación muy preciso. En los diálogos entre Pilato y Jesús que Juan nos propone a nuestra escucha, Jesús manifiesta lo que es, no solo en breves diálogos, sino también en momentos en que san Juan se detiene más para describir lo que pasa. «Llevan, pues, a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era temprano. Ellos no entraron en el pretorio para evitar contaminarse y poder comer la Pascua». Se nos presenta, pues, el paso de Jesús desde Caifás –es decir, aquel que, por ser sumo sacerdote, podía juzgarle en nombre del pueblo judío– al pretorio, es decir, a Pilato, que es quien puede juzgarle, porque dispone del poder reservado al ocupante romano. Jesús comparece, pues, ante las «naciones», y estas pronuncian su juicio. Jesús, el Mesías, debía ser juzgado por las autoridades religiosas de su pueblo; pero, dado que no es solo el Mesías salvador del pueblo elegido, sino que su misión es universal, debe comparecer asimismo ante la autoridad reservada al emperador de Roma para ser juzgado. Lo hemos oído en boca de Caifás: «es bueno que muera un hombre por todo el pueblo», con este comentario de san Juan: «No lo dijo por cuenta propia, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús moriría por la nación. Y no solo por la nación, sino para congregar a los hijos de Dios dispersos». Este paso de Jesús desde la autoridad judía a la autoridad de las naciones significa, en cierto modo, la apertura, el ensanchamiento, la universalización del camino de pasión y de redención que está abriendo. Los judíos no entran en el pretorio, porque van a comer la Pascua y, por consiguiente, no pueden contaminarse entrando en un edificio pagano. ¡La Pascua! Para san Juan, Jesús muere en el momento en que se celebra la Pascua, mientras que, para los sinópticos, Jesús celebra la Pascua con sus discípulos y, a continuación, es detenido para 103

dirigirse a su pasión y a su muerte. San Juan nos invita, pues, a ver a Jesús condenado a muerte como el verdadero cordero pascual. Es su Pascua la que retoma la Pascua antigua; ahora bien, los judíos quieren comer la Pascua, y por eso no entran. Sin embargo, a aquel que es a partir de ahora nuestra Pascua, a Jesús, le designa Juan el Bautista, desde el comienzo de este evangelio, como «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Podemos en-contrar esta afirmación del Evangelio de Juan en el v. 29 del capítulo 1: «Ahí está el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». «Salió, pues, Pilato afuera, adonde estaban, y les preguntó: “¿De qué acusáis a este hombre?”. Le contestaron: “Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado”. Les replicó Pilato: “Pues tomadlo y juzgadlo según vuestra legislación”. Los judíos le dijeron: “No nos está permitido dar muerte a nadie”. Para que se cumpliera lo que había dicho Jesús indicando de qué muerte iba a morir». Si seguimos todo el desarrollo del diálogo que comienza en este punto del evangelio, nos daremos cuenta de que los cargos presentados contra Jesús van a evolucionar constantemente. Esto significa que lo que cuenta no es el contenido de la acusación, sino que se pueda acusar a Jesús, y acusarle de tal modo que la acusación sea suficientemente fuerte como para que implique su condena a la crucifixión. Aquí se dice de Jesús que es un malhechor. Una ironía dramática recogida por san Juan: al que pasó haciendo el bien (y todo el relato de su vida va en este sentido) se le trata de malhechor. Pues bien, puesto que se trata de un malhechor, «tomadlo y juzgadlo según vuestra legislación», declara Pilato. Sin embargo, recibe esta respuesta: «No nos está permitido dar muerte a nadie». Los judíos podían condenar, ciertamente, a la lapidación, aunque, bajo la ocupación romana, parece que tenían necesidad de la autorización del ocupante para ello. El caso es que quieren endosar la condena a muerte a Pilato; y la muerte a la que se verá conducido Jesús será, por tanto, la muerte por crucifixión: «Indicando de qué muerte iba a morir». Esta es la afirmación hecha por el mismo Jesús ya en el capítulo 3 del Evangelio de Juan, concretamente en el diálogo con Nicodemo. Jesús habla aquí, en efecto, de ser «elevado»: «Así ha de ser elevado el Hijo del hombre». Esta elevación significa a la vez, al modo de ver de san Juan, el hecho de estar clavado en el cadalso de infamia que es la cruz y la elevación gloriosa de Jesús. «Entró de nuevo Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó [se trata de un primer diálogo que gira en torno a la realeza, al Reino, a Jesús rey]: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Respondió Jesús: “¿Lo dices por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. Respondió Pilato: “¡Ni que fuera yo judío! Tu nación y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” Contestó Jesús: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores habrían peleado para que no me entregaran a los judíos. Ahora bien, mi reino no es de aquí”. Le dijo Pilato: “Entonces, ¿tú eres rey?”. Contestó Jesús: “Lo que dices. Yo soy rey: para eso he nacido, para eso he venido al mundo: para atestiguar la verdad. Quien está por la verdad escucha mi voz”. Le dice Pilato: “¿Qué es la verdad?”». Es un diálogo bastante incisivo y de largo alcance. La cuestión la plantea Pilato al comienzo, sin duda a partir de 104

lo que ha podido recoger de las acusaciones que oía: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Una cuestión a la que Jesús no quiere responder inmediatamente, porque la respuesta depende de lo que se entienda por «rey de los judíos». «¿Lo dices por tu cuenta?» ¿Cuál es, pues, el sentido de esta realeza por la que me interrogas?; ¿se trata de una realeza que tú estás en condiciones de entender? En ese caso, por supuesto, no soy rey. Ahora bien, ¿se trata de ese otro tipo de realeza que los judíos, al menos algunos de ellos, deberían comprender? «¿Lo dices por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?». Y Pilato, por consiguiente, remite la cuestión a los judíos: yo no soy judío; te han entregado a mí: ¿qué has hecho, pues? Puesto que se trata de lo que dicen los judíos, Jesús retoma entonces la cuestión atribuyéndose el reinado: él ha venido, en efecto, para anunciar y consumar el Reino: en eso consiste claramente su misión. ¿Cómo podría, pues, Jesús renunciar a lo que constituye el corazón mismo de su misión? Asume, pues, con una gran claridad la afirmación de la realeza. Lo que es preciso comprender, no obstante, es que el reinado de que se trata no es un reinado que deba dar miedo al César; no es un reinado que se oponga a otros reinados, no es un reinado que entre en el juego de las rivalidades que oponen entre ellos a los reinados de este mundo: «Mi reino no es de este mundo». Cuando la multiplicación de los panes, Jesús tuvo que sustraerse a los que querían hacerse con él para hacerle rey. Desde entonces tuvo que resistirse a la modalidad de realeza que esperaban muchos judíos, en quienes habitaba la esperanza de un mesianismo temporal. Jesús no vino, en efecto, para realizar esta modalidad de mesianismo. Lo afirma de modo claro: no tiene nada para defenderse, no dispone de nadie que estuviera dispuesto a combatir por él, como ocurriría en el caso de que fueran dos reinos rivales los que se opusieran. «Mi reino no es de este mundo». El reino que anuncia Jesús es el que Dios quiere realizar reuniendo a todos sus hijos dispersos. Es el único reino del que Dios es rey, junto con el Hijo de Dios, a quien el Padre le ha confiado todo, poniendo todo en sus manos. Mi reino no se limita, pues, a esta tierra, porque mi reino no es de este mundo. Pilato se encuentra, por tanto, desconcertado ante la respuesta de Jesús: «Entonces, ¿tú eres rey?» ¿Qué dices? Y Jesús prosigue con la misma seguridad: «Yo soy rey». Cuando dije, hace un momento, que el relato que nos propone el Evangelio de Juan es un relato de revelación, estaba invitando, por ejemplo, a mirar a Jesús interrogado por Pilato, a considerarle como alguien que nos revela su realeza, como alguien que nos introduce en su reino. Ahora bien, ¿de qué realeza se trata? «Para eso he nacido, para eso he venido al mundo, para atestiguar la verdad». La realeza que Jesús reivindica es la que puede afirmarse y proponerse al hombre que busca su verdad. Jesús ha venido, en efecto, a anunciar la verdad del hombre; ha venido, por tanto, a provocar al hombre a su verdad. Lo ha enunciado de diferentes maneras, como, por ejemplo, cuando enuncia: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

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Jesús es, en efecto, la verdad del hombre. Y el reino que Jesús quiere edificar en nombre de su Padre es el que suscita en el hombre su verdad, el que le hace acceder a su verdad, esa verdad tan grande de su filiación divina. Jesús ha venido para introducirnos en esa verdad. «Quien está por la verdad escucha mi voz». Aquí tenemos una manera de situarnos de nuevo, para san Juan, frente a lo que está pasando, comprendiendo que, si bien Jesús está siendo juzgado en este momento por Pilato, es, no obstante, Jesús quien dispone del juicio de Dios sobre el romano. Y es que Pilato también debería acceder por su parte a su verdad, a la exigencia de verdad que se inserta en la responsabilidad que tiene; ¿no debería escuchar lo que Jesús tiene que decirle? Pero Pilato esquiva la pregunta: «¿Qué es la verdad?». Esta forma tan familiar de esquivar que practican los hombres, consiste en darle la vuelta a cualquier afirmación planteándola en forma de pregunta; y es que la pregunta nos evita tener que adherirnos a algo que se nos resiste; engendra en nosotros una suerte de escepticismo que nos permite pasar por las cosas sin comprometernos nunca. Tal es, frecuentemente, esa especie de inteligencia abstracta que manejan los hombres, en vez de esforzarse por crecer en la verdad. En efecto, les resulta más fácil encogerse de hombros. «¿Qué es la verdad?». «Dicho esto, salió de nuevo a donde estaban los judíos y les dijo: “No encuentro en él culpa alguna. Pero es costumbre vuestra que os indulte a uno por Pascua. ¿Queréis que os indulte al rey de los judíos?”. Volvieron a gritar: “¡A ese no, a Barrabás!”. Barrabás era un bandido». Es otro episodio en el que san Juan nos invita a detenernos. Lo que dice Pilato es lo que va a repetir varias veces, a saber: que no hay ningún motivo para condenar a Jesús. Pero no sabe cómo arreglárselas para cumplir su función, porque se encuentra frente a un pueblo cuyas exigencias querría satisfacer por miedo; y, al mismo tiempo, está su exigencia interior, que, al cumplir su función de juez, le hace reconocer que no tiene ningún motivo para condenar a Jesús. «¿Qué es la verdad?». ¿No consistirá esta al menos, Pilato, en detenerte ahí, puesto que no encuentras ningún motivo de condena? Sin embargo, Pilato busca una solución, porque el arte de esquivar le inspira de nuevo un medio de salir bien librado: basta con liberar a Jesús con ocasión de la Pascua, ejerciendo el derecho de gracia que se le reconoce. Pero he aquí que la muchedumbre a la que propone el trato se resiste: no debes soltar a ese, sino a Barrabás. Si queremos ahondar en el objeto de este debate, hace falta, sin duda, que comprendamos quién es, de hecho, el bandido Barrabás, que va a ser liberado en este momento al precio de la pasión y muerte de Jesús. Jesús muere, enunciaba Juan, «para congregar a los hijos de Dios dispersos». Ahora bien, ¿no designa el nombre de Barrabás (Bar-abbas) a los hijos del Padre? Así pues, será por todos los hombres, empezando por Barrabás el bandido, por quienes Jesús será condenado a muerte, porque promete a todos la liberación y la salvación. «Entonces Pilato se hizo cargo de Jesús y lo mandó azotar. Los soldados entrelazaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza; lo revistieron con un manto purpúreo, se acercaban a él y decían: “¡Salve, rey de los judíos!”, y le daban un bofetón». Esta escena de burlas la podemos contemplar intentando comprender lo que 106

representa. Se trata, al parecer, del momento más doloroso, en todo caso desde el punto de vista físico, de toda la pasión de Jesús. Miremos a Jesús flagelado y coronado de espinas. Juan aprovecha esta escena de burla para invitarnos a fijar nuestra mirada en el Señor, reconociéndole como nuestro Rey. «Salió otra vez Pilato afuera y les dice: “Mirad, os lo saco para que sepáis que no encuentro culpa alguna en él”. Salió, pues, Jesús afuera, con la corona de espinos y el manto purpúreo. Pilato les dice: “Aquí tenéis al hombre”. Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Les dice Pilato: “Tomadlo vosotros y crucificadlo, que yo no encuentro culpa en él”. Le replicaron los judíos: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se ha hecho hijo de Dios”». Jesús aparece. Y si fijamos nuestra mirada en él, le veremos, a la vez, coronado de espinas y vestido con el manto purpúreo. Jesús se nos muestra así en su realeza, que no es realmente de este mundo. Y las palabras de Pilato van de nuevo mucho más lejos de lo que cree enunciar. «Aquí tenéis al hombre», como si dijera, sin más: aquí está el hombre del que hablamos, el hombre en cuestión. Sin embargo, con estas palabras Pilato nos invita a mirar a Jesús y a reconocer en él la verdad del hombre. Es, en efecto, en Jesús donde el hombre revela su más profunda verdad: «He venido al mundo para atestiguar la verdad». ¿Cuál es, pues, la verdad del hombre? ¿Cómo se manifiesta el hombre a lo largo de su historia y cómo ha asumido Jesús nuestra historia? El hombre, tal como se revela en este momento en Jesús, es, ante todo, el hombre aplastado, despreciado, escarnecido, el hombre injustamente condenado. ¿No tenemos aquí el drama de la historia humana? Y es que Jesús ha querido visitar la historia de los hombres con toda su verdad y ha querido asumirla en cierto modo para convertirla en su historia: aquí tenemos claramente «el hombre». Sin embargo, al mismo tiempo, la mirada que proyectamos sobre Jesús y que nos hace contemplar su decadencia nos hace descubrir en él la dignidad infinita de que está revestido el hombre. Este hombre, Jesús, es testigo de la verdad y es al mismo tiempo la verdad misma, que suscita en nosotros la verdad de lo que somos. Porque, incluso en medio de la profunda humillación y el desprecio de que es objeto, Jesús suscita en nosotros toda la dignidad de que está revestido el hombre, porque es él quien nos da acceso a nuestra verdadera dignidad, a la dignidad de lo que somos a fin de cuentas: hijos de Dios. «Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. Les dice Pilato: “Tomadlo vosotros y crucificadlo, que yo no encuentro culpa en él”». Los judíos toman ahora otra vía: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios». Esta alusión remite especialmente al debate que encontramos ya, por ejemplo, en el capítulo 10 de este evangelio, donde Jesús entra en controversia con los judíos, que quieren lapidarlo. «“Por ninguna obra buena te apedreamos, se dice en el v. 33, sino por la blasfemia, porque siendo hombre te haces Dios”. Les contestó Jesús: “En vuestra ley está escrito: ‘Yo os digo: sois dioses’. Si llama dioses a aquellos a quienes se dirigió la palabra de Dios, y la 107

Escritura no puede fallar, al que el Padre consagró y envió al mundo ¿vosotros decís que blasfemo porque digo que soy Hijo de Dios?”». Jesús se ha presentado, efectivamente, como el Hijo de Dios, aunque no para reivindicar con ello un poder, a no ser el poder del amor y el poder del servicio. Así es como él nos introduce a nosotros mismos en esta filiación divina. Algo que la Escritura ya anuncia misteriosamente: sois dioses. Y es en Jesús en quien se cumple esto. «Cuando Pilato oyó aquellas palabras, se asustó mucho. Entró en el pretorio y dice de nuevo a Jesús [nuevo breve diálogo]: “¿De dónde eres?”. Jesús no le dio respuesta. Le dice Pilato: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?”. Le contestó Jesús: “No tendrías poder contra mí si no te lo hubiera dado el cielo. Por eso el que me entrega es más culpable”». La pregunta que Pilato plantea ahora a Jesús es una pregunta a la que Jesús no quiere responder. «¿De dónde eres?». ¿Cómo podría responder Jesús a esta pregunta de Pilato? Pues ¿qué sentido puede tener esta pregunta para Pilato? En efecto, los judíos acaban de enunciarlo: «se ha hecho hijo de Dios». Y he aquí que Pilato se pone ahora, en cierto modo, bastante nervioso ante el silencio de Jesús, y le hace notar que es él quien tiene el poder, porque es él quien puede soltarle y es él quien puede hacerle crucificar. Pero Jesús le remite entonces a su verdad y a la verdad de todo poder: «No tendrías poder contra mí si no te lo hubiera dado el cielo». En la simplicidad de esta frase de Jesús se encuentra la reflexión más radical que se pueda hacer sobre lo que es todo poder. El poder sobre un hombre no puede pertenecer a otro hombre. ¿Con qué derecho podría considerarse como superior a otro?; ¿cómo podría sentirse autorizado a mandar a otro, a ponerse por encima de otro? Este poder, tal como lo presenta Pilato, es un poder arbitrario: «Tengo poder para soltarte y poder para crucificarte». Ahora bien, el poder, en virtud de su naturaleza, no puede ser arbitrario: el poder, aun cuando se haya recibido al cabo de una elección o en función de una situación, como sería el poder de un padre o de una madre de familia, no puede ejercerse más que en nombre de Dios, porque esa es su verdadera naturaleza. Solo Dios dispone del poder sobre el hombre, y el hombre no es más que siervo de Dios en el ejercicio de todo poder. Solo Dios, hemos dicho, tiene poder sobre el hombre; ahora bien, ¿en qué consiste este poder, sino precisamente en servirle, en hacerle crecer, en estar con él al servicio de la vida? Todo poder se vive de manera auténtica y responsable cuando se ejerce al servicio de la vida, de la vida de aquellos respecto de los cuales se ejerce tal poder. Y el poder que no se ejerce al servicio de la vida es un poder que se destruye a sí mismo, destruyendo a la vez aquello que es en él la presencia, con gran frecuencia ignorada, de Dios. Jesús dice, pues, a Pilato: ese poder del que dispones no lo ejerces más que en nombre de Dios y, en consecuencia, no puedes ejercerlo más que sometiéndote a la verdad: «Quien está por la verdad escucha mi voz». Pero el ejercicio arbitrario del poder del que habla Jesús a Pilato ya ha sido puesto en práctica por el sanedrín: «Por eso, el que me entrega es más culpable». ¿Acaso no exigía, por sí mismo su poder, reconocer en Jesús al mesías prometido por Dios?

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«A partir de entonces, Pilato procuraba soltarlo, mientras los judíos gritaban. “Si sueltas a ese, no eres amigo del César. El que se hace rey va contra el César”. Al oír aquello, Pilato sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el lugar llamado Enlosado (en hebreo Gabbata)». Aquí tenemos otra manera de obligar a actuar a Pilato contra su voluntad: no te juegues el puesto, porque todo el que se hace rey se opone al César. Ahora bien, la descripción que nos ofrece ahora san Juan nos invita a considerar a Jesús como aquel que pronuncia, efectivamente, el juicio. Es él quien juzga en nombre de Dios, porque ha recibido el poder de su Padre sobre todos aquellos que el Padre le ha dado. El juicio de Jesús, sin embargo, es un juicio que pronuncia la salvación de todos, porque vino para que todos tengan la vida. Jesús vive, efectivamente, su poder al servicio de la vida de todos. «Pilato sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal», dice aquí el texto. Y es que el texto griego se puede traducir de dos maneras: «él se sentó en el tribunal», o «lo sentó en el tribunal». Jesús se encuentra, pues, ahí como quien juzga nuestro mundo y nuestra historia, como quien los salva así. «Era la víspera de Pascua, al mediodía. Dice a los judíos: “Ahí tenéis a vuestro rey”». Ante la cercanía de la Pascua, Pilato se vuelve por última vez a los judíos presentándoles a Jesús: Ahí tenéis a vuestro rey. «Ellos gritaron: “¡Fuera, fuera, crucifícalo!”. Les dice Pilato: “¿Voy a crucificar a vuestro rey?”. Contestaron los sumos sacerdotes: “No tenemos más rey que al César”. Entonces se lo entregó para que fuera crucificado». La respuesta de los judíos expresa su rechazo de aquel que Dios les ha enviado según su promesa: el Mesías Rey. Pero al mismo tiempo afirman que no reconocen más realeza que la del César. Nosotros sabemos hasta qué punto fue, en cierto modo, en el Antiguo Testamento, un drama para el pueblo elegido la elección de un rey, algo que le hacía correr el riesgo de poner así en tela de juicio la única realeza de Dios. ¿Qué se puede decir aquí del sometimiento al César? Jesús es entregado ahora, pero, al mismo tiempo y sobre todo, se entrega él mismo, para ser crucificado.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La muerte de Jesús en la cruz (Jn 19,16-42) a descripción que nos hace san Juan de la pasión y de la muerte de Jesús es, ante todo, revelación de Dios. Lo que nos propone el evangelio es, por consiguiente, fijar nuestra mirada, contemplar de tal suerte que se revele a nuestros ojos lo que Jesús nos manifiesta, que se descubra lo que, tal vez con excesiva frecuencia, queda aún oculto a nuestros ojos, a fin de que de este modo se nos muestre lo que Jesús ha anunciado. El relato que vamos a recorrer ahora es un relato en el que se podría decir que el objetivo (en el sentido cinematográfico del término) se desplaza lentamente, se detiene en un sitio, en un momento de la pasión y de la muerte de Jesús, invitándonos a fijar nuestra mirada y a acoger, a dejar penetrar en nosotros lo que en esta pasión y en esta muerte se muestra y se revela del amor de Dios manifestado en Jesucristo.

L

Hemos de recorrer un primer pasaje, que comprende los vv. 16-22 del capítulo 19: «Se lo llevaron; y Jesús salió cargado él mismo con la cruz, hacia un lugar llamado La Calavera (en hebreo, Gólgota). Allí lo crucificaron con otros dos: uno a cada lado, y en medio Jesús. Pilato había hecho escribir un letrero y clavarlo en la cruz. El escrito decía: Jesús el Nazareno Rey de los Judíos. Muchos judíos leyeron el letrero, porque el lugar donde estaba Jesús crucificado quedaba cerca de la ciudad. Además estaba escrito en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes decían a Pilato: “No escribas ‘Rey de los Judíos’, sino: Ha dicho ‘soy rey de los judíos’”. Contestó Pilato: “Lo escrito escrito está”». Veamos, en primer lugar, lo que san Juan nos invita a mirar: Jesús ha sido detenido y, por consiguiente, da la impresión de que ya no es más que un juguete en manos de quienes pueden disponer de él, hasta la muerte en la cruz: «Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Se lo llevaron...». Pero he aquí que la frase siguiente es de una factura completamente distinta: «Jesús salió cargado él mismo con la cruz, hacia un lugar llamado La Calavera». Aquí se nos describe a Jesús como alguien que dispone de sí mismo, que lleva la iniciativa de lo que está pasando; es él quien sale de la ciudad para ser crucificado fuera de la ciudad, a la luz de todas las naciones. Es él quien lleva su cruz: «Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). La mirada que se nos invita a proyectar en Jesús es, por consiguiente, la mirada que podemos proyectar en alguien que dispone de su vida y que la entrega. Sale de la ciudad, lleva su cruz y se dirige al Gólgota. San Juan no se detiene en el camino al Calvario, Pilato ha presentado a Jesús a la muchedumbre como el rey, y ese rey es entronizado ahora en gloria. A los ojos del evangelista, Jesús crucificado es elevado a la gloria: «Allí lo crucificaron». Tampoco se detiene san Juan en los otros dos crucificados: «con otros dos: uno a cada lado, y en medio Jesús». Lo que parece importarle no es lo que son los otros dos, 110

sino que entre ellos se encuentra Jesús. ¿No está en medio de tantos hombres, incluso en medio de toda la humanidad? Jesús muere, efectivamente, en medio, en el corazón de toda la humanidad, rodeado de estos dos hombres, pero siendo también aquel hacia quien convergen todos los demás. Jesús es alguien al que podemos mirar como insertado en el mismo corazón de nuestra humanidad. Y, dado que Pilato presentó a Jesús a la muchedumbre como su rey, en el momento mismo en que iba a condenarle, ahora hace poner en la cruz un letrero, escrito en las tres lenguas que podían comprender los que se habían reunido en aquel momento en Jerusalén para celebrar la Pascua. Todos deben comprender, porque en todas las lenguas de la tierra se deberá proclamar este mensaje y afirmar esta verdad: Jesús es el rey de los judíos, cuya realeza se abre a todas las naciones. Jesús en la cruz es, por consiguiente, aquel a quien miramos como aquel que nos hace entrar en el reino del amor, donde vivir de verdad consiste, esencialmente, en dar la propia vida: «Quien pierda la vida por mí la alcanzará» (Mt 16,25). Pilato, al fijar su letrero en la cruz, afirma una verdad que le escapa a él mismo, pero que para nosotros constituye una proclamación de la verdad de Jesús. Jesús es el Mesías esperado y, por consiguiente, aquel en quien el pueblo elegido está invitado a reconocer a su Rey. Sin embargo, este Mesías esperado es también el Mesías para todo el mundo, para todos los pueblos, y es el universo entero el que, al fijar su mirada en la cruz de Jesús, está invitado a reconocer en él a su Rey. Fijar nuestra mirada en la cruz de Jesús: ¿no es eso lo que vivimos, sin ni siquiera darnos cuenta ahora? La manera en que Jesús inserta su presencia en los lugares donde vivimos, allí donde estamos cada uno de nosotros, ¿no es la de un Cristo crucificado? Es la cruz de Jesús la que llevamos ahora con nosotros, ¿no es sobre la cruz de Jesús sobre la que proyectamos ahora nuestra mirada, descubriendo en ella la revelación de aquel que nos salva: «Jesús el Nazareno, Rey de los Judíos», Rey de todas las naciones? Después se nos invita a fijarnos en otro momento de la descripción que nos ofrece el evangelista. «Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron su ropa y la dividieron en cuatro porciones, una para cada soldado; aparte la túnica. Era una túnica sin costuras, tejida de arriba abajo, de una pieza. Así que se dijeron: “No la rasguemos; echémosla a suertes, para quien le to-que”. Así se cumplió lo escrito: Se repartieron mis vestidos y se sortearon mi túnica. Es lo que hicieron los soldados». Una descripción muy simple que descubrimos también, en términos un poco diferentes, en los evangelios sinópticos. Despojan a Jesús, que está en la cruz, y su ropa pasa a ser presa a partir de ahora de los que quieren apoderarse de ella. Hicieron cuatro partes, puesto que eran cuatro soldados, y además «la túnica». Pero nos dice san Juan, y este detalle solo lo trae él, que «era una túnica sin costuras, tejida de arriba abajo, de una pieza». San Juan se apoya para hacer esta afirmación en el texto del salmo 22, cuyo cumplimiento ve aquí: «Así se cumplió lo escrito: Se repartieron mis vestidos y se sortearon mi túnica». Cuando el Evangelio de Juan nos describe cómo era esta túnica sorteada, nos dice que era una túnica sin costuras, tejida de arriba abajo, de una pieza; parece que estamos aquí ante una vestidura sacerdotal, hasta tal punto que Jesús, a quien 111

contemplamos como nuestro Rey erigido en la gloria sobre el cadalso de la cruz, es al mismo tiempo alguien al que podemos mirar como el sacerdote de la Alianza consumada. Es, efectivamente, en él en quien se consuma la Alianza entre Dios y la humanidad. Él es el sacerdote, aquel que celebra, siendo él mismo el altar, el sacerdote y la víctima, tal como se dirá en la carta a los Hebreos. Jesús es, por consiguiente, quien lleva a cabo definitivamente la reconciliación de la humanidad con Dios. En él la humanidad se abre a Dios sin reservas. Él, el Hijo del hombre, es aquel cuya vida ha sido en su totalidad un «sí» dirigido a su Padre. En este sí total pronunciado por Jesús como respuesta de los hombres, sus hermanos, a Dios, su Padre, se consuma la reconciliación total de Dios con la humanidad: Jesús es el sacerdote de la nueva Alianza. Nuestra mirada se desplaza de nuevo, y he aquí que san Juan nos describe el diálogo entre Jesús y su madre. «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María la Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Después dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa». Jesús está en la cruz, y junto a la cruz, dice el texto, se encuentran la madre de Jesús, las mujeres que la acompañan, y junto a ellas el discípulo predilecto. Si bien Juan se designa a sí mismo de este modo, no pone, ciertamente, en ello ninguna exclusividad, sino que nos invita más bien a reconocernos también nosotros en este término con el que él mismo se designa. Nosotros somos, pues, cada uno de nosotros, en san Juan, el discípulo predilecto de Jesús. Henos, por tanto, aquí con Juan al pie de la cruz, junto a María, para escuchar las palabras que pronuncia Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». «Mujer»: esta palabra nos conduce de nuevo a la aurora de los tiempos, cuando, en el capítulo 2 del Génesis, Dios crea a la mujer y Adán exclama: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Hembra». Por consiguiente, es a la madre de todos los vivientes a quien Jesús ve y reconoce en su madre, María. Ya en Caná, en la primera señal que anticipaba lo que debería ser revelado a su hora, Jesús había llamado así a su madre: «¿Qué quieres de mí, mujer?». La madre que ha traído a Jesús al mundo es la que, en él, debe engendrar a la humanidad, de tal suerte que esta se convierta en el cuerpo de su Hijo, y todos los hombres reconozcan en ella a aquella de la que reciben la vida que Dios, en Jesús su Hijo, nos da en plenitud. «Después dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”». También nosotros estamos invitados, como Juan, a acoger en nuestra casa a nuestra Señora, como aquella que nos educa maternalmente, nos hace crecer, desarrolla constantemente en nosotros la vida de Jesús, su Hijo. Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. A continuación, el objetivo se desplaza de nuevo y se nos invita a mirar lo que Juan nos propone ver: «Después Jesús, sabiendo que todo había terminado, para que se cumpliese la Escritura, dice: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Empaparon una esponja en vinagre, la sujetaron a un hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús tomó el vinagre y dijo: “Está acabado”. Dobló la cabeza y entregó el espíritu». Jesús sabe que todo ha acabado. De este saber de Jesús nos viene hablando 112

Juan desde el capítulo 13: «Sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre...». Jesús atravesó todo el camino de su pasión habitado por este saber que es el impulso que le lleva hacia el Padre. Jesús sabe que ahora ya está todo acabado. Sin embargo, para que se cumpla perfectamente la Escritura, resuena este grito de Jesús: «¡Tengo sed!» Este grito lo encontramos tanto en el salmo 22 como en el salmo 69, donde se dice que el justo condenado a muerte tiene su lengua pegada al paladar; en el salmo 22 también podemos leer: «Seca como una teja mi garganta, la lengua pegada al paladar». Jesús expresa, por tanto, ahora la sed que experimenta. Podemos detenernos en estas palabras de Jesús y comprender que, una vez deshidratado, su cuerpo aspira a lo que podría reanimarle de nuevo. Y es que, en cierto modo, Jesús muere de sed. Sin embargo, al hablarnos así de su sed, Jesús nos abre a una sed más profunda que habita en él. Si Jesús recibe, como respuesta a la sed que dice tener, una esponja empapada en vinagre, según el salmo, es para hacernos comprender en primer lugar que, para la sed del Señor, no podemos ofrecer más que la amargura de este vinagre. Sin embargo, Jesús continúa experimentando esta sed como algo que habita en él intensamente. Cuando Jesús se encontró con la Samaritana (capítulo 4), le pidió de beber. Y Jesús ha atravesado la historia de los hombres sin parar de pedir de beber, porque la sed, tal como los salmos nos hablan de ella, es una sed que expresa todo el impulso del corazón: «Mi alma tiene sed del Dios vivo». La sed que Jesús nos revela es la sed que él, el Hijo de Dios, que cumple la misión del Padre, que le ha enviado a nosotros, tiene de nosotros mismos. Jesús no experimenta, clavado en la cruz, en las palabras que nos transmite Juan, ante todo la sed que nosotros podemos tener de Dios, sino que experimenta la sed que Dios tiene de los hombres, esa de la que Jesús hablaba a la Samaritana: «Dame de beber». Como el evangelista nos va a decir pronto, Jesús es aquel de quien va a manar el agua que calma la sed. Así ocurrió con la Samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y te daría agua viva». Es Jesús quien tiene sed de los hombres para poder calmarles la sed, para poder ofrecerles la inmensidad, el infinito de su amor. Jesús mendiga del hombre la apertura de su corazón; pero Jesús no encierra esta sed en él como un secreto, es la sed que él mismo nos confía: «Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros» (Jn 20,21); sed responsables de esta sed, llevadla en vosotros, dejaos habitar por esta sed, que es la sed que yo tengo de los hombres que el Padre me ha confiado: «los que me diste», los que el Padre me da para que los ame. «Jesús tomó el vinagre y dijo: “Está acabado”». Es lo que acabamos de recordar: Jesús está entre nosotros como el que cumple la misión del Padre, revelándonos su amor, y revelándolo no solo con las palabras que nos dirige, sino sobre todo con la vida que ha venido a vivir en medio de nosotros y con el don de la vida con el que consuma su misión. «Está acabado»: Jesús acaba con la entrega de su vida la misión del Padre, que consiste en revelarle como un Dios de amor. «Dobló la cabeza y entregó el espíritu». No tenemos que comprender aquí, en el texto de san Juan, que Jesús entrega su espíritu entre las manos del Padre; esto, 113

evidentemente, no se niega, pero no es ese el sentido que tiene la afirmación de Juan. Esta nos habla del don del Espíritu. ¿No era este don lo que había prometido en el discurso que siguió a la cena? Jesús nos había prometido en él su Espíritu: si no vuelvo junto al Padre, no podré daros el Espíritu. Y he aquí que, en la cruz, Jesús es aquel que vuelve al Padre. Y es volviendo al Padre como nos da el Espíritu, de tal suerte que seamos habitados, renovados por su Espíritu, y vivamos de él. El Señor crucificado es el Señor en gloria, es el Señor que ya consuma su Pascua hacia el Padre, es también el Señor que anticipa ya el don del Espíritu. Antes de pasar al relato del enterramiento, he aquí, no obstante, un último pasaje que hemos de contemplar, y san Juan nos invita a ello de una manera explícita: «Era la víspera del sábado, el más solemne de todos; los judíos, para que los cadáveres no quedaran en la cruz el sábado, pidieron a Pilato que les quebrasen las piernas y los descolgasen. Fueron los soldados y quebraron las piernas a los dos crucificados con él. Al llegar a Jesús, viendo que estaba muerto, no le quebraron las piernas; pero un soldado le abrió el costado de una lanzada. Al punto brotó sangre y agua. El que lo vio lo atestigua, y su testimonio es fidedigno; sabe que dice la verdad, para que creáis vosotros. Esto sucedió de modo que se cumpliera la Escritura: No le quebraréis ni un hueso; y otra Escritura dice: Mirarán al que atravesaron». La preparación de que habla este texto es la entrada en la Pascua de los judíos; por consiguiente, hay que disponerlo todo para celebrarla. Para ello es menester que descuelguen de la cruz a los que están en ella, y antes de eso que estos hayan concluido el camino de su suplicio, que estén realmente muertos. Según la costumbre, para precipitar la muerte de los crucificados, les quiebran las piernas, de tal suerte que se desplomen y mueran ahogados; eso es lo que hacen con los dos que están crucificados a ambos lados de Jesús. Pero cuando llegan a él, ya está muerto. No le quiebran, por tanto, las piernas, sino que, para verificar su muerte, uno de los soldados le perfora el costado, y sale sangre y agua. Es en esta escena en la que san Juan nos invita a fijar nuestra mirada, interrumpiendo él mismo el hilo de su relato y diciendo: el testimonio que debéis aceptar es un testimonio verdadero, «el que lo vio lo atestigua, y su testimonio es fidedigno; sabe que dice la verdad». Este es el testimonio que la revelación os ofrece también a vosotros y que debéis acoger, «para que creáis». ¿Qué es, pues, lo que hemos de comprender en la escena que se nos acaba de describir? En primer lugar, el cumplimiento de la Escritura que dice: «No le quebraréis ni un hueso». Esta exigencia se encuentra inscrita en la descripción de la celebración de la Pascua: no se debe romper los huesos al cordero pascual. Asimismo, en el salmo 39 se habla del justo perseguido al que no quebrarán los huesos. Jesús es, por tanto, a la vez, el justo del que hablaba el Antiguo Testamento, el justo perseguido, y el cordero pascual, en el que se consuma la liberación del pueblo y, a partir de ahora, de toda la humanidad, ya no solo arrancando a los hombres de la servidumbre de Egipto para hacerlos entrar en la tierra prometida, sino arrancándolos de lo que es su condición terrena, a fin de pasar con él al Padre. Jesús es, por consiguiente, el Cordero pascual, y nosotros le miramos como aquel en quien ya se 114

anticipa nuestra Pascua. También reconocemos en él al justo perseguido en el que nos hemos reconciliado con Dios. Lo vemos asimismo, a partir de la lanzada del soldado, como aquel de quien habla misteriosamente el profeta Zacarías en el capítulo 12, v. 10, cuando dice del que traspasaron: «Al mirarme traspasado por ellos mismos, harán duelo como por un hijo único». Se trata aquí de un texto con perspectiva mesiánica, en el que el profeta Zacarías describe lo que será la venida del tiempo mesiánico para Jerusalén. Jesús es este profeta traspasado en el que renace nuestra vida. ¿Y cómo renace? Precisamente, si fijamos nuestra mirada en lo que nos describe el texto del evangelio, acogiendo la sangre y el agua que manan del costado de Jesús. En efecto, lo que tenemos que contemplar al dirigir nuestra mirada hacia el costado traspasado del Señor es, en primer lugar, por supuesto, la realidad misma de este costado traspasado. El corazón de Jesús que se revela a nosotros aparece descrito, en efecto, como un corazón abierto, en el que podemos penetrar, porque en él leemos la profundidad de su amor, totalmente dado, totalmente entregado. También reconocemos en él un corazón vulnerable, porque ha querido vivir entre nosotros abandonado a nuestra historia pecadora. Dios habita, en efecto, nuestra historia por su amor, y porque acoge esta pobre historia. Del costado traspasado de Jesús manan sangre y agua. La sangre: signo de la vida. El que ha dado su vida por nosotros es aquel que nos da la vida, porque podemos recibir de él el don de su sangre, de esa sangre que nos regenera y que a partir de ahora es nuestra vida. En cuanto al agua, símbolo del Espíritu, Juan nos ha dicho ya que Jesús, al entregar el Espíritu, nos lo da en plenitud. En esta poca sangre, en esta poca agua, que manan del costado traspasado del Señor, ve san Juan la superabundancia de la vida y del Espíritu que nos comunica el Cristo crucificado. Nosotros acogemos en nuestro interior este don de la vida y del Espíritu que Jesús no cesa de ofrecernos hoy como cada día. Queda un breve pasaje que nos habla del enterramiento. Vamos a leerlo brevemente: «Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús, por miedo a los judíos, pidió permiso a Pilato para llevarse el cadáver de Jesús. Pilato se lo concedió. Él fue y se llevó el cadáver. Fue también Nicodemo, el que lo había visitado en una ocasión de noche, llevando cien libras de una mezcla de mirra y áloe. Tomaron el cadáver de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los perfumes, como es costumbre enterrar entre los judíos. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en él un sepulcro nuevo, en el que nadie había sido sepultado. Como era la víspera de la fiesta judía y como el sepulcro estaba cerca, colocaron allí a Jesús». Aparecen dos hombres, que salen como de las tinieblas. José de Arimatea, discípulo clandestino por miedo, que ahora se atreve a manifestarse a plena luz. Y Nicodemo, que había ido de noche a ver a Jesús, sale también de la oscuridad para actuar a plena luz: aparece ya la victoria del Crucificado en estas personas, que se atreven a revelar su adhesión a Jesús. Vienen para darle sepultura. La sepultura ya se ha consumado en este evangelio incluso antes de retirarse para celebrar la Pascua. Traen con ellos una mezcla de mirra y áloe. 115

Jesús le había dicho a Nicodemo: debes volver a nacer, debes nacer del espíritu; y he aquí que el Espíritu ya está a la labor, he aquí que se está consumando el nuevo nacimiento. Cogen el cuerpo de Jesús y lo ponen finalmente en una tumba nueva: con ello se significa un carácter de novedad que, para nosotros, abre ya a la novedad del mundo al que Jesús crucificado nos lleva. Él está ahí, en un huerto. Fue en un huerto donde, cuando tuvo lugar el arresto de Jesús, el hombre pecador creyó poder eliminar al Hijo de Dios; es también en un huerto donde Dios deja reposar a su Hijo antes de convertirle, visiblemente, en el principio de la nueva creación.

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OCTAVO DÍA

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PRIMERA MEDITACIÓN:

La resurrección de Jesús (Jn 20,1-18) amos a leer ahora los vv. 1-18 del capítulo 20 del Evangelio de Juan. En ellos encontramos el relato de la resurrección. Debemos entendernos bien cuando hablamos de resurrección, y esta observación vale para los cuatro evangelios. En ellos no hay ningún relato que nos haría asistir en cierto modo a la resurrección de Jesús. La resurrección no se ve. Es el paso de este mundo al Padre; en el caso de Jesús, que vivía en el tiempo, consiste en ser arrancado del tiempo de nuestra historia para poder visitarla en adelante a partir de esta morada eterna en la que nos espera con el Padre. El paso del tiempo a la eternidad no es, pues, visible. Es cierto que en el Evangelio de Mateo se nos dice que se produjo un terremoto en ese momento; pero eso no es aún mostrarnos a Jesús resucitando, sino llamar la atención sobre el momento en que eso tiene lugar. Lo que se nos propone en los evangelios es, por consiguiente, un descubrimiento progresivo que va realizando la fe, en primer lugar por parte de los discípulos y de las mujeres que van a la tumba de Jesús.

V

Se produce así un descubrimiento progresivo de Jesús como el resucitado. Vamos a ver cómo nos presenta Juan todo esto. A propósito de las mujeres, debemos decir que Juan no habla más que de María de Magdala, como si, en cierto modo, lo concentrara todo en ella. Es lo mismo que ocurría en el texto de Juan que leíamos ayer, algo que no ocurre en los tres sinópticos, Juan no describe apenas a las mujeres que se encuentran al pie de la cruz y que asisten a la muerte y al enterramiento de Jesús. Aparece, sí, el momento en que María se encuentra ahí y oye lo que le dice su Hijo, rodeada además de otras mujeres. Sin embargo, en el momento de la muerte ya no nos habla el evangelio de ellas, ni tampoco en el momento del entierro. Es como si todo estuviera concentrado primero en la persona de María y, después, en la de María de Magdala. Y tal vez sea ahí donde podemos contemplar la misión de la mujer en la fe en el Cristo resucitado. Está, en primer lugar, la mujer que da a luz con dolores, como decía Jesús en el capítulo 16: «Cuando una mujer va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora. Pero, cuando ha dado a luz a la criatura, no se acuerda de la angustia, por la alegría de que un hombre le haya nacido al mundo». Eso es lo que se nos propuso en la mirada que proyectamos ayer en la Virgen María al pie de la cruz. Era entonces el tiempo de los dolores, pero también el tiempo del parto. Y he aquí que surge en nuestro mundo su Hijo resucitado que continúa en aquellos que, juntos, componen su cuerpo. Mientras que en los tres sinópticos son varias las mujeres que van a la tumba el primer día de la semana, aquí María de Magdala está sola para vivir este movimiento que la convierte en portadora de la buena nueva, del mensaje de la vida nueva que se ofrece en el Cristo resucitado.

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Hemos de recordar también lo que decíamos ayer, a saber: que, en el Evangelio de Juan, Jesús fue realmente sepultado cuando le pusieron en la tumba, es decir, que su cuerpo fue sepultado con aromas, siguiendo la costumbre de aquel tiempo. Cuando María de Magdala va al sepulcro no lleva, por tanto, los aromas, mientras que sí los lleva en los evangelios sinópticos. Eso es algo que nos introduce todavía más en una gratuidad más total del gesto de María de Magdala. En efecto, ¿qué tiene que hacer? En realidad, no hay nada más que hacer, ni siquiera queda sepultar, porque ya está todo hecho, y la razón de su visita ya no pertenece al orden del hacer. Durante el camino que la lleva al sepulcro no piensa en nada que tenga que hacer, piensa únicamente en aquel al que ama y que reposa en la tumba. «El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro. Llega corriendo adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el predilecto de Jesús, y les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”». «El primer día de la semana», una afirmación que encontramos en los cuatro evangelios, porque la semana, a partir de ahora, empieza para los cristianos el día que es «el día del Señor» y que viene detrás del sabbat. El sabbat es el día en que se consumó la creación de Dios. El primer día de la semana es el día en que el Señor retoma su creación y la restaura, el día de la nueva creación. Cristo resucitado es alguien en quien Dios Padre da a luz a partir de ahora de manera definitiva a la humanidad que él ama: es el primer día de la semana. María de Magdala se dirige muy temprano a la tumba: encontramos la misma indicación en los otros tres evangelios. San Juan subraya algo que los otros no subrayan del mismo modo: «todavía a oscuras». En los evangelios de Mateo y de Lucas se dice que apuntaba el día, y en Marcos que ya había salido el sol. Aquí estamos todavía a oscuras; no se trata de una gran diferencia, pero lo que sin duda quiere sugerir san Juan es que todavía no brilla la luz. Se trata de la segunda creación; ahora bien, el primer día, Dios creó la luz, y fue Cristo quien dijo: «Yo soy la luz del mundo». Hace falta, por tanto, que se manifieste aún aquel que es la luz. En efecto, todavía está oscuro, porque cuando María de Magdala ve que la piedra ha sido retirada de la tumba, corre a buscar a Pedro y al otro discípulo y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». En esta afirmación no hay solo la incomprensión de un acontecimiento que no se consigue comprender ni interpretar, sino que hay algo todavía más masivo: el no saber del hombre ante el misterio del Cristo resucitado. Hay, pues, todavía una especie de oscuridad: «todavía a oscuras». Juan ha hablado, a lo largo de todo su evangelio, de la luz y de las tinieblas. Si todavía está oscuro, es que todavía no se sabe. Nosotros nos acordamos, por el contrario, que Jesús sabe muy bien, desde el comienzo de su marcha hacia su pasión y su muerte, que ha llegado su hora. Jesús es alguien que vive en la luz, porque él es la luz, y todo lo que él vive lo sabe a partir de la íntima unión de su corazón con el Padre; nosotros, por el contrario, no sabemos. Es menester, en efecto, que la luz de Dios venga a perforar nuestras tinieblas; es preciso que 119

pasemos de la ignorancia en la que nos encontramos con excesiva frecuencia frente al misterio de Dios, a fin de recibir la luz que nos viene del Cristo resucitado. María de Magdala sale entonces corriendo, corre. Lo que ha visto es simplemente una piedra retirada; iba al lugar con la idea de no hacer nada, simplemente por Jesús. Ahora bien, si la piedra ha sido retirada, Jesús ya no está allí, y el desconcierto se apodera de ella. Sale corriendo, como también Pedro y Juan van a venir co-rriendo a la tumba. En las descripciones que se nos dan de lo que pasa el día de la resurrección de Jesús (al igual que en los otros evangelios), tienen lugar un montón de carreras. Es como si una nueva energía, es como si un nuevo impulso, se apoderara ya de los hombres, en espera de lo que Jesús debe manifestarles aún. María de Magdala va a buscar a Simón Pedro y al otro discípulo, «el predilecto de Jesús». Simón Pedro es el primer apóstol, y lo que ella ha visto es algo que interesa a los apóstoles; la cuestión interesa también a la comunidad que Jesús ha reunido a su alrededor, como nos interesa hoy a nosotros. El otro discípulo, el preferido de Jesús, es el que se encontraba al pie de la cruz, y al que había dicho Jesús: «Ahí tienes a tu madre». Él, que había estado tan cerca de Jesús en la última cena, fue también el que recibió a la madre de Jesús en nombre de todos nosotros. «Se han llevado del sepulcro al Señor». María de Magdala se contentaba, cuando se dirigía al sepulcro, con el cuerpo muerto, con el cadáver del Señor embalsamado; ¿no estaba cargado con todos sus recuerdos? Había sido tan extraordinaria su vida con Jesús... Desde el día en que se encontró con él, todo había basculado en ella; se le había abierto una historia nueva, y Jesús se había convertido en todo para ella. Jesús muerto era, pues, el drama por excelencia, pero al menos yendo a visitar su cuerpo le era posible aún recordar, retener en su espíritu los hilos de esta historia, revivir aún, junto a este cadáver, algo de lo que ella había vivido. «Y no sabemos dónde lo han puesto». De este modo, entra la oscuridad en su corazón, ella no comprende ya nada, ahora se encuentra como en la imposibilidad de ver aún cualquier cosa. «Salió Pedro con el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. Corrían los dos juntos». Los dos se dejan coger por el ritmo de la carrera y ambos corren juntos hacia la tumba, hacia el lugar donde está pasando algo, pues María les ha dicho: la piedra ha sido retirada. «Pero el otro discípulo corría más que Pedro y llegó el primero al sepulcro». ¿Hemos de comprender aquí que lo que lleva ahora en volandas al discípulo preferido de Jesús son precisamente las alas del amor? Entonces no es nada extraño que llegue el primero a la tumba. «Inclinándose ve las sábanas en el suelo, pero no entró». Ya se revela aquí algo más que la piedra retirada, porque se ven sábanas en el suelo de la tumba. ¿Qué son estas sábanas, qué ha pasado? Pero el discípulo predilecto de Jesús espera a Simón Pedro, a fin de dejarle que entrara el primero. «Llega, pues, Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Observa los lienzos en el suelo y el sudario que le había envuelto la cabeza no en el suelo con los lienzos, sino enrollado en lugar aparte». Llega Simón Pedro, y el otro discípulo le deja entrar. Tal vez podamos recordar lo que pasó en el momento en que Jesús fue detenido y en el 120

que, juntos, seguían a Jesús, que les había sido arrebatado. En el momento en que Jesús entró en la casa del sumo sacerdote, el otro discípulo, el que era conocido del sumo sacerdote, dijo algo a la portera e hizo entrar a Pedro (capítulo 18, v. 16), precisamente al sitio que se convirtió en el de sus negaciones, cuando pretendía que no tenía nada que ver con Jesús. Y he aquí que el discípulo predilecto de Jesús hace entrar, otra vez, a Pedro, a ese lugar en el que tanto quisiera vivir de nuevo con Jesús. Pero ¿acaso es posible vivir aún con Jesús, si ha sido sepultado? ¿Qué vemos en esta tumba en la que Jesús ha sido envuelto en lienzos, en la que el sudario que le cubría la cabeza parece puesto aparte, y donde los mismos lienzos están como vacíos de su contenido? «Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Hasta entonces no habían entendido lo escrito, que había de resucitar de la muerte. Los discípulos se volvieron a casa». No habían entendido: por tercera vez se nos propone este verbo de desconocimiento, para comprender la situación en la que se encuentran María de Magdala y los discípulos, y en la que frecuentemente nos encontramos nosotros. No entendemos y, por consiguiente, ¿qué podemos ver, qué podemos comprender? Ver es, sin embargo, lo que hace el otro discípulo: «Vio y creyó». Pedro también había visto los lienzos en el suelo, así como el sudario que había recubierto la cabeza de Jesús. Es como si hubiera dos modos de ver. Es posible, ciertamente, ver y sentirse eventualmente desconcertado por lo que se ve; pero eso no es todavía ver verdaderamente. Ver verdaderamente es ver en el interior de la fe: «Vio y creyó». Es Juan el que ve lo que ha pasado, porque ve en el interior de la fe, y descubre mediante esta mirada que es el mismo Jesús el que ha salido de la tumba, que Jesús ha vencido a la muerte. No habían entendido aún que Jesús debía resucitar de entre los muertos; y, sin embargo, esto es lo que Jesús les había dicho, lo que estaba anunciado en la Escritura y se proponía ahora a su espíritu. Todo eso se convertía ahora en una luz nueva. Todavía estaba oscuro, pero he aquí que la luz iluminaba la mirada de Juan: vio y creyó. Estar unido a Cristo resucitado, estar abierto a la resurrección de Cristo, es a partir de ahora ver de otro modo; es ver los acontecimientos de nuestra vida, ver todo lo que pasa, ver también a los otros y ver todo lo que hay que ver en el mundo; pero es verlo de otro modo, es decir, en la fe en Cristo, el Viviente. Si aceptamos este mensaje de la resurrección que nos ofrece este capítulo del evangelio, quedaremos invitados a ver de un modo diferente al que usamos habitualmente, porque si no vemos de otro modo, todavía estará oscuro, y no entenderemos. Los discípulos se volvieron, y he aquí que el evangelio nos propone de nuevo mirar a María de Magdala, que había regresado junto al sepulcro. «María estaba frente al sepulcro, fuera, llorando. Llorosa se inclinó hacia el sepulcro y ve dos ángeles vestidos de blanco, sentados: uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cadáver de Jesús. Le dicen: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Responde: “Porque se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto”». María ha vuelto, por tanto, como imantada por este lugar en el que, según lo que sabe hasta ahora, han depositado a Jesús. Es el único lugar donde hay algo que le habla todavía de Jesús, puesto que es el único 121

lugar donde ha sido depositado. Ahora bien, dado que ya no está ahí, ¿cómo va a vivir la relación con Jesús sino en medio de esta especie de desolación que llena su corazón? María llora a mares. Rumiando así sus pensamientos, en medio de la desolación por la situación en que se encuentra, lamentando no haber estado ahí para impedir que vengan a sustraer el cuerpo de Jesús, pensando así en el futuro antaño tan bello, que ahora parece deshacerse, es como María proyecta su mirada hacia el interior del sepulcro. Hay en él, como dice el evangelio, una presencia misteriosa, vestida con ropa blanca y que anuncia una presencia divina: por consiguiente, Dios está cerca. Y esta realidad divina es algo que se debe acoger, porque en el lugar donde se encontraba Jesús está ahora esta presencia envolvente, y la cuestión planteada a María de Magdala: «¿Por qué lloras?». ¿No nos ocurre en ocasiones que lloramos sin saber muy bien por qué, desconsolados por no poder hacer luz sobre lo que constituye la fuente de nuestro desconsuelo? Remóntate, pues, a la fuente de tu desconsuelo, intenta conocer, comprender, intenta no encerrarte en el conjunto de tus recuerdos, abrirte tal vez a otra cosa a la que ahora sigues cerrado: «¿Por qué lloras?». En el caso de María de Magdala no es difícil decirlo: se trata simplemente, aunque con toda claridad, de que Jesús ya no está ahí: «Porque se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto». María se encuentra, por consiguiente, en la oscuridad, porque desconoce radicalmente el lugar donde se encuentra Jesús. Su Señor, es decir, aquel que lo era todo para ella, aquel para el que ella quería vivir, por tanto, hasta el final de su vida. Y he aquí que ella ya no sabe, he aquí que ante ella se encuentra simplemente el vacío. Jesús no parece dejarle ninguna señal de su presencia, parece escaparle por completo: en consecuencia, ella ya no tiene nada entre las manos. Ahora bien, ¿no es así, con las manos vacías, como se puede acoger al que se entrega, y que no es el Señor al que podríamos retener nosotros mismos? En las palabras de María de Magdala referidas aquí habría que entender, por supuesto, como en una especie de estribillo que nos permite comprender lo que ella vive, el siguiente pasaje del Cantar de los Cantares. En efecto, al comienzo del capítulo 3 de este libro se lee este himno al amor de Dios por su pueblo que le ama; y se afirma, en el corazón de estos desposorios entre Dios y su pueblo, este canto vibrante de amor. «En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: “¿Visteis al amor de mi alma?”. Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma». 122

Y esto, que anuncia ya lo que vamos a leer pronto: «Lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas». María Magdalena vive esta experiencia apasionada: el amor por aquel en quien ella ha reconocido a su Señor. «Dicho esto, dio media vuelta y ve a Jesús de pie; pero no reconoció que era Jesús». Ahora aparecen juntas las dos palabras: ella ve, pero no reconoció. Esta mirada es la mirada oscura, que no perfora el secreto de las cosas, de la presencia, el secreto de Dios. María está encerrada aún en sus sentimientos por aquel que es su Señor. Ve a Jesús, pero no sabe que es él. ¿No es frecuente que Jesús se muestre, que se ofrezca, que esté ahí, y que nosotros no sepamos que es él? «Le dice Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo”». Jesús le habla, primero haciéndole la misma pregunta que ya le habían hecho los dos ángeles: «¿Por qué lloras?». Intenta encontrar la fuente de tus sentimientos y, al intentarlo, ¿qué puedes encontrar sino tu apasionado deseo de aquel que quiere entregarse a ti? Cuando Jesús fue arrestado en el huerto (y de nuevo nos encontramos en un huerto), les preguntó a los que venían a arrestarle: «¿A quién buscáis?». Y cuando Jesús se encuentra con sus primeros discípulos, les hace la misma pregunta: «¿Qué buscáis?». Lo que está en juego en nuestra relación con Jesús, porque, a fin de cuentas, siempre nos encontramos de un modo u otro debatiendo con Jesús, es el profundo deseo que tenemos de él. Y de recuperar este deseo es de lo que Jesús habla con María: «¿A quién buscas?». En vez de dejarte encerrar en tu desconsuelo, recupera el movimiento íntimo de tu deseo que te lleva hacia él. «Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo”». María sigue repitiendo lo que ya ha dicho. Desea recuperar el cuerpo de su Señor. Tiene delante al que ella toma por el hortelano y que, sin la menor duda, es realmente para Juan, que es quien nos describe la cosa, el hortelano de este huerto donde Dios, en su Hijo, renueva su creación. Dios creó al hombre en el huerto, y fue en el huerto donde se consumó la revuelta del hombre contra Dios. Esta revuelta se manifestó también cuando, en el huerto, vinieron unos hombres a apoderarse de Jesús. Pero he aquí que, en el huerto, Jesús, guardián de la nueva creación que el Padre le ofrece, se presenta a María de Magdala y nos pide que le reconozcamos como el hortelano de este nuevo huerto. «Le dice Jesús: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice (en hebreo): “Rabbuni” (que significa maestro)». Tal es el encuentro que no requiere comentario, porque lo que hay ahora es lo que cada uno es para el otro, y nada más, porque eso es todo. Jesús lo es todo para María, como él ha querido serlo para siempre, y María ha sido recogida, 123

imantada por Jesús, tal como decíamos antes, ¡ojalá pueda ser esto verdad para cada uno de nosotros! «Le dice Jesús: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”». Lo agarré, decía el texto del Cantar, y Jesús dice: «Suéltame». Nosotros no podemos, en efecto, encerrar a Jesús en este mundo que es el nuestro. Si Jesús ha resucitado, eso significa que puede manifestarse en nuestro mundo, pero a partir de otra parte. Ya no está encerrado a partir de ahora en nuestro espacio y nuestro tiempo, aunque pueda visitarlos; Jesús es en adelante aquel que viene hacia nosotros subiendo al Padre. Y es que ese es el movimiento de su Pascua, que le conduce hacia el Padre y que suscita en nosotros el mismo movimiento hacia Dios. Jesús es aquel que nos visita para llevarnos hacia Dios, para volvernos hacia el Padre. Con todo, sigue siendo también aquel que nos visita y se muestra a nosotros para enviarnos a nuestros hermanos: «Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Si Jesús está ahora junto al Padre, esto nos descubre que aquel que es su Padre es al mismo tiempo nuestro Padre. «El Padre mismo os ama», decía Jesús en el capítulo 16 (v. 27) de aquel que es nuestro Dios; y del mismo modo en que es su Dios, es también nuestro Dios. Jesús nos introduce así en la relación con su Padre, con Dios su Padre, la relación que él vive desde siempre y que vive ahora de manera definitiva. Y por lo que a nosotros respecta, he aquí que nuestra vida nos compromete en la misión de Jesús, en la misión que Jesús nos confía. Jesús, que vuelve al Padre –«Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros»–, es el que suscita en nosotros el deseo de anunciar su palabra, su mensaje, su evangelio: «Ve a decir a mis hermanos...» Lo que ella, María de Magdala, tiene que decirles es precisamente este mensaje, este evangelio, esta buena nueva: Jesús es el Viviente, es el Hijo de Dios que ha vuelto a su Padre. María de Magdala va a anunciar a los discípulos: He visto al Señor, y me ha dicho esto.

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SEGUNDA MEDITACIÓN:

La aparición junto al lago (Jn 21) sta noche vamos a leer juntos el capítulo 21 del Evangelio de Juan. Podría extrañarnos, sin embargo, encontrar este capítulo 21, porque en el 20, el relato de la aparición a los discípulos reunidos en el cenáculo, en presencia de Tomás, termina con esta conclusión: «Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están consignadas en este libro. Estas quedan escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida por medio de él». El capítulo 21 nos refiere, no obstante, otra señal escrita en el libro del evangelio, y termina a su vez con otra conclusión. Se ha reflexionado sobre la razón de esta doble conclusión. Da la impresión de que el capítulo 21 haya sido añadido a una primera redacción del evangelio. En todo caso, se podrían interpretar las cosas de este modo. Pero ¿cómo, por qué, cuándo se habría añadido este capítulo? Lo que se afirma inmediatamente antes de la conclusión podría darnos alguna luz: «Así se corrió el rumor entre los discípulos de que aquel discípulo [Juan] no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». ¿Debía, pues, morir Juan antes del retorno de Jesús? Las primeras comunidades cristianas, como sabemos también por las cartas de san Pablo, esperaban para un tiempo bastante inmediato el retorno del Señor, y, por consiguiente, era normal decir: Jesús volverá antes de que muera Juan. Juan era ya entonces el último de los testigos oculares de la vida de Jesús. Pero he aquí que Juan muere, no cabe duda, y la situación se vuelve a partir de ese momento un tanto diferente de la que habían conocido hasta entonces. Cuando se aparece a sus apóstoles en presencia de Tomás, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: «Dichosos los que creerán sin haber visto». Tal era, a buen seguro, la condición de un buen número de los primeros cristianos: no habían visto, pero creían por el testimonio de los que se lo anunciaban. Ahora bien, los que estaban en el punto de partida de este anuncio habían visto. Y he aquí que con la muerte de Juan desaparecía el último testigo ocular. La historia de la Iglesia se insertaba a partir de ahora en un tiempo en el que ya no había presencia viva de los testigos oculares. Fue en ese momento –en todo caso, podemos imaginarlo así– cuando los discípulos de Juan añadieron el capítulo 21, tanto para recordar que Jesús no había prometido a Juan que no moriría antes de su vuelta, como para referirnos el episodio que vamos a leer ahora y que es muy iluminador para la situación en que se encontraban y en la que nos encontramos nosotros. Ahora se encontraban en Iglesia, comunidad reunida por el Señor, que vive de su palabra y de su presencia, y comunidad movilizada para su misión. Eso es lo que ellos vivían y eso es lo que nosotros vivimos. Nosotros somos la comunidad eclesial a través de todas las comunidades a las que pertenecemos: comunidades que viven de la presencia del Señor que nos reúne, comunidades movilizadas para su misión. Vamos a leer este capítulo 21

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en el momento en que cada uno de nosotros se prepara para volver al lugar donde se encuentra su realidad habitual, la de las comunidades a las que pertenecemos, aquellas en las que desarrollamos nuestra misión. El Evangelio de Juan nos da este viático en el momento en que nos preparamos para partir, un viático que consiste en la meditación del capítulo 21. «Después se apareció de nuevo Jesús a los discípulos junto al lago de Tiberíades». Podría parecer que, tras haber leído la conclusión del capítulo 20, ya no habría más manifestaciones de Jesús. ¡Pero sí, se manifiesta! Y allí donde están, allí donde Jesús encontró a los discípulos en el punto de partida de su vida pública, en el lugar al que han vuelto ahora. Jesús se manifiesta allí donde viven los hombres, allí es donde les sale al encuentro. «Estaban juntos Simón Pedro, Tomás (llamado el Mellizo), Natanael de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos». Unos discípulos de los que en su mayor parte se nos da el nombre, y también algunos otros. Aquí tenemos, pues, una parte de la primera comunidad de los creyentes en Jesús, de aquellos a los que llamó Jesús para enviarles a su misión. Se encuentran allí reunidos. «Les dice Simón Pedro: “Voy a pescar”. Le responden: “Vamos contigo”. Salieron, pues, y montaron en la barca; pero aquella noche no pescaron nada». «Voy a pescar»: bajo esta frase tan simple, bajo esta invitación que Pedro lanza a los otros, podemos captar como un doble sentido, y un sentido verdadero en la doble dirección en que nos habla. Pescar: dado que la mayor parte de los que allí están reunidos han ejercido esta profesión, ¿no es normal que se vayan a pescar? Si Jesús se manifiesta aún, es en el lugar donde los hombres trabajan en lo que constituye su trabajo, su profesión, el ámbito en que se encuentran implicados. Es ahí, en la vida diaria, donde Jesús se manifiesta ahora. Sin embargo, pescar es también, en la perspectiva que abren los evangelios, ser movilizado por Jesús para su pesca. Esto es lo que dice Jesús en los sinópticos a los pescadores a los que llama para que le sigan: «A partir de ahora seréis pescadores de hombres». Pescar es también esa dimensión apostólica de sus vidas, simbolizada por el acto de la pesca. Si es en la vida cotidiana donde Jesús viene a nosotros, es también ahí donde nos moviliza para su misión. Y los discípulos, invitados por Pedro para que se vayan con él a la pesca, se le asocian: «Vamos contigo». Helos, pues, juntos en la barca. Se trata claramente de una comunidad, reunida por el Señor, de un grupo de hombres que están ahí, juntos, porque Jesús ha pasado por sus vidas y los ha llamado uno tras otro; se encuentran en la barca, con el deseo de pescar, «pero aquella noche no pescaron nada». Podemos comprender que se trata de una evocación de lo que constituye a menudo la experiencia de la vida. Trabajar, repetir cada día los mismos gestos, entregarnos a lo que se nos ha confiado, dedicarnos a una profesión, ahí se encuentra eso cuyo fruto no vemos directamente. Parece que estamos cogidos en un trabajo que no revela de inmediato el alcance que tiene. Lo mismo ocurre también si vemos en la pesca el trabajo apostólico al que se entregan los discípulos del Señor. Es posible trabajar, y además de una manera dura, es posible comprometer todas las energías de que se dispone en ese trabajo, a fin de realizar la misión de Jesús. Sin 126

embargo, el fruto no es siempre visible: «pero aquella noche no pescaron nada». Para nosotros, que vivimos a veces la aparente ineficacia de nuestro trabajo, de nuestro compromiso, es claramente de noche. «Ya de mañana estaba Jesús en la playa; pero los discípulos no reconocieron que era Jesús. Les dice Jesús: “Muchachos, ¿tenéis algo de comer?”. Contestaron: “No”. Les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La echaron y no podían arrastrarla por la abundancia de peces». Esta historia que viven los hombres, esta historia que es la nuestra y la de nuestras comunidades, es una historia de la que Jesús no está ausente. Jesús está ahí, aparentemente a distancia; no se le percibe más que cuando sale el sol, y a veces ni siquiera entonces. «Los discípulos no reconocieron que era Jesús». Esta presencia, que sigue acompañándoles a lo largo de su vida, es una presencia que, a veces, parece serles arrebatada, en la que parece que no pasan el resto de su vida. Es que la presencia de Jesús no es siempre lo que nos viene al espíritu, y no reconocemos siempre su presencia. Sin embargo, Jesús entra en su experiencia de hombres, en lo que están viviendo, porque eso le interesa hasta tal punto que les plantea la pregunta: «¿Tenéis algo de comer?». ¿No tenéis nada de comer? Jesús está interesado por lo que vivimos, allí mismo donde nosotros parecemos no advertir su presencia, e interviene en lo que está inscrito así en nuestras vidas, para que, a esta señal, reconozcamos su presencia: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Y siguiendo la palabra de Jesús, obedeciendo a su invitación, actuando como les ha sugerido que hagan, se encuentran ahora ante una pesca extraordinaria. Allí donde no había peces, hay ahora demasiados; allí donde no había fruto, hay ahora fruto superabundante. Lo importante para nosotros, que actuamos en nombre del Señor, es dejarnos movilizar por su palabra, es actuar según lo que él mismo nos inspira. Eso no significa que se vayan a multiplicar los días de pesca extraordinaria. No siempre se nos ofrecerá la eficacia, al menos como una eficacia reconocible, pero, a pesar de todo, tenemos que actuar, confiando en la palabra de Jesús, que nos envía y que nos reúne. Y es que el trabajo que se nos encomienda no es un trabajo a nuestra medida y, por consiguiente, no nos corresponde a nosotros verificar su alcance y su importancia; ¿cómo podríamos verificar nosotros la eficacia de nuestras palabras, de nuestros gestos y de nuestras acciones, si todo eso se hace en nombre de Jesús? «El discípulo predilecto de Jesús dice a Pedro: “Es el Señor”. Al oír Pedro que era el Señor, se ciñó un blusón, pues no llevaba otra cosa, y se tiró al agua. Los demás discípulos se acercaron en el bote, arrastrando la red con los peces, pues no estaban lejos de la orilla, apenas doscientos codos». Es aquí donde este grupo de hombres, esta comunidad apostólica, revela la diversidad que hay en ella: está Pedro, está Juan, están los otros. Juan, el discípulo predilecto de Jesús, con su mirada capaz de escrutar la realidad, de comprender espontáneamente la acción de Jesús, es el primero en descubrir su presencia y su acción. Simón Pedro, el hombre habitado por el deseo de guiar a los otros, de arrastrarlos tras él, se echa al agua, para ir hacia Jesús. Están los otros, ocupados en su trabajo, que lo hacen con tenacidad, hasta llevar el bote a la orilla. Una 127

comunidad reunida por el Señor está compuesta de personas diversas, y lo importante es que esta diversidad pueda manifestarse en provecho de todos. A veces vivimos la diversidad como algo que parece ser un obstáculo para la unidad, porque cada uno tira para su lado, cada uno quiere afirmar en cierto modo su diversidad como algo a lo que tiene derecho. Sin embargo, no se trata de derecho; se trata de poner a disposición de los otros la gracia que cada uno recibe de Dios. Para Juan, lo que está en cuestión es ofrecer a los otros el don de poder reconocerle que ha recibido del Señor. En el caso de Pedro, lo que le pone a disposición de los otros es su temperamento decidido, convencido, que les arrastra tras él. En el caso de los otros, de cada uno, es ofrecer sus energías para la faena común, para el trabajo común. Una comunidad en la que existe la diversidad es una comunidad en la que cada uno ofrece a los demás lo que la acción de Dios obra en él, para que todos se beneficien. Y cada uno se siente feliz, a la vez, por lo que lleva en sí como don de Dios y por lo que Dios le ofrece a través de los otros como su don. «Cuando saltaron a tierra, ven unas brasas preparadas y encima pescado y pan. Les dice Jesús: “Traed algo de lo que habéis pescado ahora”. Salió Pedro arrastrando a tierra la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rasgó la red. Les dice Jesús: “Venid a almorzar”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor». Helos, pues, reunidos en torno a Jesús, en su presencia. Y lo que encuentran es, en primer lugar, el signo de la deferencia de Jesús: ya ha encendido el fuego para preparar el pescado. Es él quien nos acoge, y aquel que va siempre por delante de nosotros. Si nos dejemos movilizar, reunir por él, descubriremos que está ahí como el que nos precede, pero no como el que nos sustituye, como el que no quiere contar con nuestro trabajo, como si no tuviera necesidad de nuestro compromiso: «Traed algo de lo que habéis pescado ahora». Jesús, que ha preparado el pescado, quiere que los apóstoles le ofrezcan lo que ellos han pescado, eso que, respondiendo a su palabra, han cogido con tanta abundancia. Jesús es aquel que nos precede; también el que, tras haber suscitado nuestro compromiso y nuestro trabajo, desea que retiremos los frutos del mismo. Y he aquí que Simón Pedro sale para arrastrar la red repleta de peces grandes: los ciento cincuenta y tres grandes peces. La explicación de este número que podría satisfacerme es la que ve en él el número de los diferentes peces reconocidos en esta época. El número significaría, por tanto, que están todos, que no falta ninguno. Y a pesar de todo no se rasga la red. ¿Cuál es, pues, la amplitud de la misión recibida de Jesús?, ¿a quién quiere reunir Jesús al movilizarnos para la pesca? Se trata de todos los peces, pero de tal modo que puedan cohabitar juntos, que puedan estar juntos en la misma red sin que esta se rasgue. San Juan emplea en este pasaje el verbo skidzein para afirmar que la red no se rasga (el mismo que emplea cuando nos habla de la túnica de Jesús, una túnica sin costura: «No la rasguemos»). Se trata, a no dudar, de la mirada que nosotros debemos proyectar sobre la misión de Jesús, también a la luz de su oración: «Que sean uno». Que estén ahí todos los peces, pero que

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estén ahí en la unidad que el amor de Jesús nos permite vivir como el don que recibimos de él. «Venid a almorzar». Los discípulos se han reunido alrededor de Jesús, y «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era». No hay ninguna razón para interrogar a Jesús: saben muy bien que es el Señor. Este conocimiento, esta certeza, esta ciencia, que se nos da en ocasiones, de que el Señor está entre nosotros, de que es él quien nos reúne, de que vivimos gracias a él, de que es él quien suscita nuestro compromiso, es algo que no tenemos que repetirnos: sabemos bien que es el Señor. «Llega Jesús, toma pan y se lo reparte, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera aparición de Jesús, ya resucitado, a sus discípulos». Jesús parte el pan y lo da a sus discípulos, signo privilegiado de su presencia. Jesús nos da el pan cada día, para que nos alimentemos de su amor y de lo que quiere realizar en nosotros. Es la tercera vez que Jesús se manifiesta a sus discípulos reunidos. Pero el texto continúa: «Cuando terminaron de almorzar, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón de Juan, ¿me quieres más que estos?”. Le responde: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Apacienta mis corderos”. Le pregunta por segunda vez: “Simón de Juan, ¿me quieres?”. Le responde: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Apacienta mis ovejas”. Por tercera vez le pregunta: “Simón de Juan, ¿me quieres?”. Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice: “Apacienta mis ovejas”». En este pasaje hay, sin duda, algo que concierne al mismo Pedro, que tiene que ver con el misterio de su propia vida en su relación con Jesús, pues vamos a ver más adelante que Jesús reivindica el mismo secreto para Juan. Ahora bien, lo que de este modo nos transmite el evangelio también podemos recibirlo como algo que nos ilumina en el lugar donde vivimos cada uno de nosotros, y en lo que tenemos que vivir cada uno de nosotros. Está la pregunta de Jesús, que se repite tres veces. La primera vez dice Jesús: «¿Me quieres más que estos?». Como si Jesús quisiera recordarle a Pedro, que en la última cena había reivindicado una fidelidad particular para sí mismo, que nadie puede servirle más que en la humildad. Jesús repite su pregunta tres veces, porque tres veces le preguntaron a Pedro en el transcurso de la Pasión, y tres veces respondió que no tenía nada que ver con él. Si bien Jesús puede suscitar de este modo la tristeza en el corazón de Pedro –«Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez si lo quería»–, su intención no es que se encierre en su tristeza, sino, al contrario, que tenga la ocasión de volver sobre lo que vivió tan mal aquel día. Pedro renegó por tres veces, y por tres veces puede decirle a Jesús; pues sí, te conozco, y sí, respondo a tu pregunta de si te quiero. Ahora bien, ¿cómo responde Pedro a la pregunta de Jesús? A partir de ahora, ya no es con aquella especie de seguridad que creía poder encontrar antaño en sí mismo. La respuesta de Pedro consiste en remitir a Jesús al conocimiento que tiene de él: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». El amor que Pedro tiene a Jesús, ¿quién lo puede conocer, sino Jesús? Del amor que cada uno de nosotros puede tener a Jesús no somos nosotros mismos los que podemos dar cuenta, es el mismo Jesús el que lo conoce; pero 129

Jesús interroga a Pedro sobre este amor porque encadena en cierto modo su pregunta y la respuesta que se le da con lo que sigue inmediatamente: «Apacienta mis corderos», «Apacienta mis ovejas». Para poder apacentar en nombre del Señor a los que le pertenecen (aquí ya no se usa la imagen de la pesca, sino la imagen del pastor), para poder ser pastor en nombre de Jesús y con él, es preciso que la responsabilidad que recibimos de él esté arraigada en nuestra adhesión personal a él: «¿Me quieres?». Para poder realizar algo en la viña del Señor (otra imagen), es preciso que estemos arraigados en el amor que le tenemos, y es a partir de este amor, de este lazo, de esta amistad («Ya no os llamo “siervos”, [...] a vosotros os he llamado “amigos”»), es a partir de ahí desde donde dice Jesús: «Apacienta mis corderos», «Apacienta mis ovejas». Jesús nos confía a los que son suyos, a los que le pertenecen. «Padre, decía dirigiéndose a Él, guarda a los que me diste». Y he aquí que Jesús, a su vez, nos los confía a nosotros, para que su propia misión con ellos, podamos realizarla nosotros, a nuestra vez, en su nombre. «“Te lo aseguro, cuando eras mozo, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. (Lo decía indicando con qué muerte había de glorificar a Dios). Dicho esto, añadió: “Sígueme”». Son las últimas palabras que Jesús dirige a Pedro, que tendrá que responder aún a su pregunta; pero estas son las palabras con las que Jesús introduce a Pedro en el interior del misterio de su propia vida. Jesús ha dado su vida por los suyos y le pide a Pedro que le siga hasta ahí. Hablando de este modo indica «con qué muerte había de glorificar a Dios». Cuando dice a Pedro: «Sígueme», le pide que le siga hasta la muerte, hasta la entrega de su propia vida. Esto que Jesús anuncia, de una manera gráfica, podemos aplicarlo también, sin duda, a nuestra propia situación y, probablemente, más aún a la de algunos de nosotros. «Cuando eras mozo... cuando envejezcas...» Es el anuncio de la crucifixión de Pedro, pero es también un texto en el que podemos oír a Jesús hablar a aquellos de nosotros que están más afectados por los límites de la edad avanzada, por las disminuciones de la vida y de las fuerzas. «Cuando eras mozo, tú mismo te ceñías», podías disponer de ti mismo, había en ti un montón de energía, de capacidad de iniciativa, de realización. «Cuando envejezcas, extenderás las manos, otro te ceñirá». He aquí que con la edad crece la pasividad. Es el mismo Señor el que así nos visita, el que quiere ceñirnos y llevarnos al lugar donde tendremos que abandonarnos hasta el extremo con él y en su nombre. «Pedro se volvió y ve al discípulo predilecto de Jesús, el que se había apoyado sobre su costado durante la cena y le había preguntado quién era el traidor. Viéndolo, Pedro pregunta a Jesús: “Señor, y de este ¿qué?”. Le responde Jesús: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme”». Pedro sabe lo que le espera, y lo recibe, sin duda, de Jesús con agradecimiento, puesto que se trata de seguir a Jesús hasta ahí. Pero está el otro, ¿qué va a ser de él? Pedro y Juan, reunidos con tanta frecuencia en estos relatos del evangelio, en los textos que hemos leído. ¿Por qué no diría también Jesús a Pedro lo que será de Juan? «Señor, y de este ¿qué?». La respuesta 130

de Jesús es la que nos remite a cada uno al misterio de nuestra propia vida: «Si quiero... ¿a ti qué? Tú sígueme». La cuestión que nos afecta es una cuestión que solo nosotros podemos resolver, la cuestión de nuestra vida. Por otra parte, es preciso respetar el misterio que late en lo más profundo de cada uno, y es menester guardar discreción sobre lo que es el camino de Jesús, el camino de Dios en la vida de cada persona. «¿A ti qué? Tú sígueme». Y henos aquí de nuevo sobre los versículos con los que comenzábamos nuestra introducción a este capítulo 21: «Así se corrió el rumor entre los discípulos de que aquel discípulo [Juan] no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: Si quiero que se quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?». Y de este modo se nos introduce (¡si podemos hablar así!) en la conclusión final de este Evangelio de Juan, que hemos intentado comprender mejor. «Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas». Es Juan quien nos ha hablado, es su testimonio el que hemos recibido, gracias a él y por él hemos sido conducidos a la escucha de Jesús. «Nos consta que su testimonio es fidedigno»: es a la verdad misma de Dios a la que nos abrimos cuando lo hacemos a estas páginas del evangelio. «Quedan otras muchas cosas que hizo Jesús. Si quisiéramos escribirlas una por una, pienso que los libros escritos no cabrían en el mundo». ¿Cómo hemos de comprender esta última afirmación, sabiendo que la vida de Jesús ha sido de todos modos relativamente breve? ¿Cómo no podría contener el mundo los libros que habría que escribir para contar todo lo que hizo Jesús? Es que –y este es el sentido de este capítulo 21 tal como lo hemos introducido– Jesús no ha cesado de hacer las cosas que ha hecho. Lo que ofreció a sus discípulos cuando todavía vivía con ellos, no cesa de ofrecerlo a cada uno de los suyos. Cada uno de nosotros tiene que continuar la historia de Simón Pedro, de Juan y de los otros. Y Jesús continúa ofreciendo su presencia y su acción a todos los suyos; por consiguiente, ¿cómo es posible decir todo lo que Jesús ha hecho, puesto que no ha acabado de hacerlo y sigue haciéndolo? La cuestión que nos afecta a nosotros es reconocer lo que hace, y permitirle hacer en nosotros y a través de nosotros lo que él desea hacer hoy y mañana.

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Índice Portada Créditos Presentación Introducción: Prólogo del evangelio PRIMER DÍA Primera meditación: La señal de Caná (Jn 2) Segunda meditación: Nicodemo (Jn 3,1-21)

SEGUNDO DÍA

2 3 4 5 13 14 20

28

Primera meditación: Juan el Bautista (Jn 3,22-36 y 1,19-34) Segunda meditación: La Samaritana (Jn 4,1-42)

TERCER DÍA

29 36

44

Primera meditación: El enfermo de Betesda (Jn 5,1-18) Segunda meditación: La multiplicación de los panes (Jn 6,1-21)

CUARTO DÍA

45 52

59

Primera meditación: El ciego de nacimiento – 1 (Jn 9,1-23) Segunda meditación: La curación del ciego de nacimiento – 2 (Jn 9,24-41)

QUINTO DÍA

60 67

73

Primera meditación: La resurrección de Lázaro – 1 (Jn 11,1-27) Segunda meditación: La resurrección de Lázaro – 2 (Jn 11,28-54)

SEXTO DÍA

74 81

89

Primera meditación: Jesús lava los pies a los discípulos (Jn 13,1-10) Segunda meditación: La misión de los amigos de Jesús (Jn 15,11-27)

SÉPTIMO DÍA

90 96

102

Primera meditación: Jesús ante Pilato (Jn 18,28 – 19,16) Segunda meditación: La muerte de Jesús en la cruz (Jn 19,16-42)

OCTAVO DÍA

103 110

117

Primera meditación: La resurrección de Jesús (Jn 20,1-18) Segunda meditación: La aparición junto al lago (Jn 21)

132

118 125

133

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