20 Cuentos Jataka

June 5, 2021 | Author: Anonymous | Category: N/A
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V E I N T E CUENTOS JATA&A

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B I B L I O T E C A

D E

una

vez-.

C U E N T O S

M A R A V I L L O S O S

J P S E J . J o O L A N E T A , Ejüer- J e C o s t a l EJíeióiv l i v i t a J » Je- 1.000 t j e * p i » ( " i

Erase una vez... B I B L I O T E C A D E CUENTOS MARAVILLOSOS 14

INTRODUCCION L a palabra Játaka (de Jati, «nacimiento») designa una colección de cuentos tradicionales budistas que narran episodios de vidas anter i o r e s d e l B u d a Sákya-muni, cuando éste, aún c o m o bodhisattva, t o m ó c u e r p o en diversas formas humanas y animales.

1. edición, 1986 a

Diseño de Juan de Fdez.-Grande L a portada reproduce una ilustración para la edición original de este libro de H . Willebeek L e Mair (£ 1986, George G . Harrap & C o . L t d . London (£ 1986, para la presente edición:

José J. de Olañeta, Editor

Apartado 296 - 07080 Palma de Mallorca ISBN: 84-85354-27-8 Depósito Legal: B-7.602-1986 Impreso en Hurope, S. A. - Barcelona Printed in Spain

Estos relatos se integran en la más antigua colección sistemática de textos sagrados budistas de la p r i m e r a época, el Tipitaka, voluminoso « c o r p u s » redactado en p a l i , que sirve de Escrituras canónicas a la r a m a p r i m i t i v a d e l b u d i s m o , el Hinayána o «Pequeño Vehículo», circ u n s c r i t a básicamente, en cuanto a su localización geográfica, a C e i lán, B i r m a n i a e I n d o c h i n a . E l Tipitaka se c o m p o n e de tres (ti; sánscrito tri) Pitaka-s (lit.: « c e s t o s » ) : el Vinaya Pitaka, dedicado a la regla monástica, el Abhidamma Pitaka, de carácter d o c t r i n a l , y el Sutta Pitaka, consagrado a los discursos (suttanta) de Buda. E l Sutta Pitaka se subdivide a su vez en cinco Nikáya-s (colecciones), u n a de las cuales, la Khuddaka Nikáya, incluye entre los quince títulos q u e la c o m p o n e n , el Játaka, compilación de 547 relatos sobre las vidas anteriores de Buda. l

Estos relatos en prosa se articulan en t o r n o a unos versos que c o n s t a n de una o varias estrofas gnómicas (los gátha), que constituy e n , p o r d e c i r l o así, su quintaesencia. Y sólo estos versos, compuestos en u n lenguaje más arcaico, son reconocidos c o m o canónicos. A l g u n o s de ellos tan c o n o c i d o s c o m o el Dhummupadu



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o el

Udána.

L a v e r s i ó n que a q u í ofrecemos es t r a d u c c i ó n de la que presentó en i n g l é s N u r Inayat K h a n , quien a su vez se había basado, según su p r o p i o t e s t i m o n i o , en las dos obras siguientes: The Gátakamála or Garland of Birth-stories'1, de A y r e S ü r a , traducida del sánscrito p o r J.S. Speyer ( O x f o r d U n i v e r s i t y Press), y Játaka, or Stories of Buddba's Former Births, traducida del pali (Cambridge U n i v e r s i t y Press). E n su v e r s i ó n , N u r Inayat K h a n se limitó a 20 relatos, los cuales f u e r o n igualmente simplificados, para adaptarlos, según entendemos, a u n p ú b l i c o i n f a n t i l , habitual destinatario, en Occidente, de las fábulas de animales, p o r l o cual, en su selección, i n c l u y ó mayormente relatos en los que el f u t u r o B u d a aparece revistiendo forma animal. E n la e c o n o m í a general del b u d i s m o , que no se l i m i t a s ó l o a la esfera del ser h u m a n o y sus intereses concretos c o m o t a l , esto no es en m o d o a l g u n o c o n t r a d i c t o r i o . Si bien el animal, c o m o t a l , se sitúa g l o b a l m e n t e a u n nivel o n t o l ó g i c o inferior al del ser h u m a n o , el anim a l n o b l e puede ejemplificar una perfección divina particular, mejor, a u n q u e en m o d o pasivo, n o ya que u n h o m b r e v i l , lo cual está fuera de d u d a , sino incluso que el h o m b r e « c o r r i e n t e » . A d e m á s , en el caso de estos cuentos, el animal en cuestión aparece realzado en su « s t a t u s » p o r unas características no presentes en su c o n d i c i ó n terrena, que l o trasponen ipso facto a u n orden m í t i c o , y , s o b r e t o d o , p o r el especial c o m p o r t a m i e n t o que, c o m o vehículo del bodhisattva que es, exhibe en los mismos.

n i c o » para aquellos, quienes c o b r a r á n conciencia de su unidad intrínseca en la naturaleza del Buda. A h o r a b i e n , estos relatos, aunque budistas p o r su inspiración e i n t e n c i ó n , se organizan en base a u n material característicamente h i n d ú , t o m a n d o antiguos temas m i t o l ó g i c o s y refundiéndolos en f o r m a p o p u l a r . A s í pues, pueden hallarse paralelos de los mismos en t e x t o s tan e s p e c í f i c a m e n t e hindúes c o m o el Mahdbháratha, el Pañchatantra o los Purana-s. Por otra parte, ha p o d i d o hablarse de p r o l o n gaciones de los m i s m o s en las fábulas y a p ó l o g o s que circularon por O c c i d e n t e desde la é p o c a clásica, c o m o el famoso Kalüa y Dimna. L o s Játaka han hallado e x p r e s i ó n plástica en la arquitectura sagrada b u d i s t a 3 , pues stüpa-s y templos reproducen en piedra algunas de sus escenas m á s populares. A s í , p o r ejemplo, los stüpa-s de Sáñchí y de B h á r h u t , o el gran t e m p l o de B o r o b u d u r de la isla de Java. Adem á s , su presencia en estos edificios, de m á s fácil d a t a c i ó n , permite sit u a r m e j o r su origen y c o m p r o b a r c ó m o éste antecede en mucho a su puesta p o r escrito d e f i n i t i v a , r e v e l á n d o s e c o m o narraciones que circul a r o n desde los primeros días del b u d i s m o . 15 de Febrero de 1986 Festividad del Maháparinirvana del Buda S á k y a - m u n i

Este c o m p a r t i m i e n t o ilustra la v o c a c i ó n del bodhisattva, la cual, basada en la c o m p a s i ó n (karuná) universal hacia todos los seres, se i m p o n e el hacer participar a todos é s t o s de la iluminación b ú d i c a . A s í , la caridad b ú d i c a hacia todos los seres está ordenada a la promoción espiritual de los mismos y n o a u n transitorio bienestar ter r e n o . Y las actitudes que la vehiculan no deben confundirse, pues, c o n aquellos sentimientos « h u m a n o s » que las reflejan imperfectamente a u n n i v e l m u c h o m á s contingente. E l v o t o del bodhisattva de no entrar en el Nirvana antes de l o grar la l i b e r a c i ó n de todos los seres supone, p o r una parte, la identidad esencial de t o d o s ellos en el Tathatá, el A b s o l u t o , y p o r otra, que los actos que él realice han de servir, b á s i c a m e n t e , de « r e c u e r d o p l a t ó -

El Játakamalá de Á r y a s ü r a es un texto en s á n s c r i t o que se integra en el M a h á y a n a , o « G r a n V e h í c u l o » , y en él las encarnaciones anteriores del B u d a S á k y a - m u n i se cifran en 34.



10-

de

Y t a m b i é n en la pintura, c o m o lo testimonian los famosos frescos de las cuevas Ajanta.



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Y mientras el Buda estaba sentado y todos a su alrededor escuchaban, éstas fueron las historias que contó. «Hijos míos —dijo—, no es ésta la primera vez que he venido entre vosotros como vuestro Buda. He venido muchas veces antes: algunas, como un niño entre los niños; otras, entre los animales como uno de su especie, amándolos como os amo a vosotros ahora; y otras, en la Naturaleza, entre las flores, yo tracé para vosotros un camino sin que vosotros lo supierais. Asi, vuestro Buda vino como un mono entre los monos, como un ciervo entre los ciervos, y fue su jefe y su guia».

1 EL PUENTE DE LOS MONOS

H u b o una vez un gigantesco mono que reinaba sobre ochenta mil monos en las montañas del Himalaya 1 . Y por entre las rocas en las que vivían se deslizaba el río Ganges antes de llegar al valle en el que se levantaban ciudades. Y allí donde el agua burbujeante caía de roca en roca, se levantaba un árbol imponente. En primavera sacaba delicadas flores blancas, y luego se cargaba de unos frutos tan maravillosos que no había otros que pudieran comparárseles, y los fragantes vientos de la montaña les daban la dulzura de la miel. ¡Qué felices eran los monos! Comían esos frutos y vivían a la sombra de aquel maravilloso árbol. Por uno de los lados de éste, las ramas se extendían sobre el agua. Por tal motivo, cuando aparecían las flores en esas ramas, los monos se las comían o las destruían para que no pudieran dar frutos, y si uno llegaba a formarse, los monos lo arrancaban, aunque no fuera mayor que un corazón de flor, pues su jefe, viendo el peligro, les había advertido, diciendo: «¡Tened cuidado!, no dejéis que caiga ningún fruto al agua, no fuera que el río lo arrastrase hasta la ciudad, donde los hombres, viendo el hermoso Con un gran esfuerzo se agarró a la rama.

1 E l título original de este Jataka es el de Mahá-kapi-jdtaka, el jataka del «gran m o n o » , en razón de la forma que adopta en él el futuro Buda. La palabra «mahá», emparentada con el griego «megas» y el latín «magnum», puede igualmente ser entendida en un sentido espiritual, con lo cual el título de este játaka podría ser traducido, como se ha hecho en otras versiones, como el «mono magnánimo», de «gran alma». Este «rey de los m o n o s » nos hace evocar inmediatamente la figura de Hanumat, el gran mono blanco que se constituye en el más eficaz aliado de Rama en el Ramayana. Aunque los monos, desde una determinada perspectiva espiritual, encarnan, podríamos decir, una «inversión» del estado humano, su «caricatura», y se sitúan ontológicamente, por lo tanto, en las antípodas de éste, han podido igualmente, en virtud de otra persI " . uva no menos legítima, ser presentados como símbolos de estados angélicos, como es el caso en la tradición hindú.

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f r u t o , podrían darse en-buscar el árbol; siguiendo río arriba hasta las montañas, y encontrando el árbol, cogerían todos los frutos y nosotros tendríamos que abandonar este lugar». Los monos obedecieron y durante mucho tiempo no cayó un solo fruto al río. Pero llegó un día en que un fruto maduro, oculto por un nido de hormigas, y perdido entre las hojas, cayó al agua y fue arrastrado por la corriente río abajo, por las rocosas montañas hasta el valle en el que se levanta la gran ciudad de Benarés a orillas del Ganges. Y ese día, mientras el fruto atravesaba Benarés, arrastrado por las mansas ondas del río, el rey Brahmadatta se bañaba en las aguas de éste entre dos redes que unos pescadores sostenían mientras él se zambullía, nadaba y jugaba con los pequeños destellos del sol en el agua. Y el fruto fue a entrar en una de las redes. «¡Maravilloso!, exclamó el pescador que lo vio primero, ¿en qué lugar de la tierra crece un fruto así?» Y , cogiéndolo, se lo mostró al rey con ojos centelleantes. Brahmadatta contempló el fruto y se maravilló de su belleza. « ¿ D ó n d e podrá encontrarse el árbol que da este fruto?», se preguntó. Luego, llamando a unos leñadores que estaban cerca de la orilla, les preguntó si conocían el fruto y sabían dónde podía encontrarse. «Señor, dijeron, es un mango, un magnífico mango. Este fruto no se da en nuestro valle, sino en las montañas del Himalaya, donde el aire es puro y los rayos del sol lucen en todo su fulgor. Sin duda el árbol que los da se levanta en la orilla del río y habiendo caído un fruto en el agua, éste ha sido arrastrado hasta aquí». El rey les pidió entonces que lo probaran, y cuando lo hubieron hecho, él también lo probó y lo dio a probar a sus ministros y servidores. «Efectivamente, dijeron todos, este fruto es divino; no hay otro fruto que pueda comparársele». Los días y las noches pasaban lentamente y Brahmadatta se inquietaba cada vez más. El deseo de probar de nuevo el fruto se hacía más fuerte con el paso de los días. Por la noche, veía en sus sueños el árbol encantado con cien doradas copas de miel y néctar en cada una de sus ramas. « ¡ H a y que encontrarlo!», dijo un día el rey y dio órdenes para que aparejaran un barco para navegar río Ganges arriba, hasta las rocas del Himalaya en que, quizás, se pudiera encontrar el árbol. Y el propio Brahmadatta fue con la tripulación. Largo fue, verdaderamente, el viaje, atravesando los campos de flores y de arroz, pero por fin el rey y su séquito llegaron a las mon— 18 —

tañas del Himalaya una noche, y, contemplando a lo lejos, ¿qué es lo que vieron? Allí, bajo la luz de la luna, se levantaba el árbol objeto del deseo 2 , con sus frutos dorados centelleando entre las hojas. ¿Pero qué se movía en las ramas? ¿Que extrañas sombras se deslizaban entre las hojas? «¡Mirad!, dijo uno de los hombres, es un grupo de monos». « ¡ M o n o s ! , dijo el rey, ¡y comiendo esos frutos! Rodead el árbol para que no escapen. A l amanecer los mataremos y nos comeremos su carne y también los mangos». Estas palabras llegaron a los oídos de los monos, quienes, temblando, dijeron a su jefe: «¡Ah!, tú nos advertiste, amado jefe, pero algún fruto debió de caer a la corriente, pues han llegado unos hombres hasta aquí; rodean nuestro árbol y no podemos escapar, pues la distancia entre este árbol y el próximo es demasiado grande para que la salvemos de un salto. Oímos palabras que salían de boca de uno de los hombres que decían: " A l amanecer los mataremos a todos y nos comeremos su carne y también los mangos"». « Y o os salvaré, pequeños míos, dijo el jefe, no temáis y haced como yo os diga». Consolándolos de esta manera, el poderoso jefe trepó a la rama más alta del árbol, y rápido como el viento que pasa por entre las rocas, dio un salto de cien longitudes de arco por el aire y t o m ó pie en un árbol que había cerca de la ribera opuesta 3 . Allí, en la orilla del agua, arrancó de raíz una larga caña y pensó: «Ataré un extremo de la caña a este árbol y el otro, a mi pie. Luego, volveré a saltar hasta el mango, y así se creará un puente por el que mis subditos podrán escapar. He dado un salto de cien longitudes de arco; la caña es más larga que esto, así que puedo atar uno de sus extremos a este árbol». Y con el corazón alborozado, saltó de nuevo hacia el mango. Pero, ¡ay!, la caña resultó demasiado corta y sólo consiguió asirse del extremo de una rama. N o se le había ocurrido pensar que la caña tenia que ser lo bastante larga como para dar también para la pane que se ataba el pie. Con un gran esfuerzo se agarró a la rama y gritó a Este apelativo nos evoca la d e s i g n a c i ó n del graal por parte de VC'oltram von I s c l i c n b a c h c o m o el « w u n s c h von P a r d i s » : obviamente, en ambos casos se trata de la m i s m a realidad, la del A r b o l del P a r a í s o , c o m o por lo que se refiere al graal liemos e s t a b l e c i d o en o t r o lu^ar. l'.ste salto e v o c a , precisamente, el de H a n u m . u en el Ramayanu, por el cual la ¡ l i s de l.anka ( C e i l á n ) y loj;ra establecer un puente por el que el e j é r c i t o délos m o n o s puede penetrar en la isla.

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sus ochenta mil subditos: «Pasad por mi espalda hasta la caña y seréis salvos». Uno a uno, los monos pasaron por su espalda hasta la caña. Pero uno de ellos, llamado Devadatta 4 , saltó pesadamente sobre su espalda y, ¡ay!, un dolor penetrante lo atravesó: le había roto la espalda. Y el cruel Devadatta siguió su camino dejando a su jefe sufriendo solo. Brahmadatta había visto todo lo ocurrido y las lágrimas le brotaban de los ojos mientras contemplaba el jefe de los monos herido. Ordenó que fuera bajado del árbol al que todavía estaba asido, que fuera bañado con los más fragantes perfumes y vestido con un ropaje de color amarillo, y le dieron a beber agua fresca. Cuando el jefe de los monos estuvo bañado y vestido, se tendió bajo el árbol y el rey se sentó a su lado y le habló. Dijo éste: — Has hecho de tu cuerpo un puente para que los demás pasaran. ¿ A c a s o no sabías que tu vida iba a llegar a su término al hacerlo? Has dado t u vida por salvar a tus subditos. ¿Quién eres, oh bienaventurado, y quiénes son ellos? — O h rey —respondió el mono—, yo soy su jefe y su guía. Ellos vivían conmigo en este árbol y yo era su padre y los amaba. N o me pesa abandonar este mundo, pues he obtenido la liberación de mis subditos. Y si m i muerte puede servirte a t i de lección, entonces estaré más que contento. N o es tu espada la que hace de ti un rey, sino sólo el amor. N o olvides que tu vida es poca cosa que ofrecer si con ello aseguras la felicidad de tu pueblo. N o los gobiernes por la fuerza porque sean tus subditos, sino que gobiérnalos con el amor porque son tus hijos. Sólo así serás rey. Cuando yo ya no esté aquí, no olvides mis palabras, ¡oh Brahmadatta! El Bienaventurado cerró entonces sus ojos y murió. Pero el rey y su pueblo lloraron su muerte, y el rey construyó para él un templo blanco y puro a fin de que sus palabras nunca fueran olvidadas. Y Brahmadatta gobernó con amor a su pueblo y todos ellos fueron felices por siempre jamás.

' Este nombre, igual al español Deodato, «dado por D i o s » , es el que llevaba en vida del Buda Sákya-muni su principal antagonista. Primo suyo, llegó a pretender asesinarlo, en su atan de eclipsar su irradiación y suplantarlo con unas vistas exclusivamente materialistas.

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LOS PERROS CULPABLES

Cierto rey se paseó un día por toda la ciudad en su magnífico carro arrastrado por seis caballos blancos. Y al anochecer, cuando regresó, llevaron a los caballos a las cuadras, pero dejaron el carro en el patio con los arreos. Y cuando todo el mundo dormía en palacio, se puso a llover. «Ahora es nuestra ocasión; vamos a divertirnos un poco», dijeron los perros de palacio al ver los arreos de cuero mojados y reblandecidos por el aguacero. Bajaron de puntillas al patio, y mordieron y royeron las hermosas correas. Y después de jugar así toda la noche, se escabulleron antes del alba. «¡Las correas del carro real, comidas... destrozadas!», exclamaron horrorizados los mozos de cuadra al entrar en el patio a la mañana siguiente. Y con el corazón tembloroso fueron a comunicárselo al rey. «Benigno soberano, dijeron, los arreos del carro real han sido destrozados durante la noche. A buen seguro que es obra de los perros, que habrán estado royendo las hermosas correas». El rey se levantó furioso. «¡Matadlos a todos, ordenó, matad a todos los perros que encontréis en la ciudad!». La orden del rey fue pronto conocida por los setecientos perros que había en la ciudad, y todos ellos lloraron amargamente. Pero había un perro que era su jefe, pues los amaba y los protegía. Y en larga comitiva, se pusieron en camino para ir a verlo. — ¿Por qué os habéis congregado, hoy? —preguntó el jefe al verlos llorar— ¿Y qué os pone tan tristes?. — Corremos peligro —respondieron los perros—. Los arreos de cuero del carro real, que estuvo toda la noche en el patio del palacio, — 23 —

han sido destrozados y se nos culpa del daño. El rey está furioso y ha ordenado que nos maten a todos. «A ningún perro de la ciudad le es posible atravesar las puertas del palacio —pensó el jefe—; así pues, ¿quién podría haber destrozado los arreos sino los propios perros de palacio? Así, se perdona a los culpables y se manda acabar con los inocentes. N o puede ser: presentaré los culpables al rey, y los perros de la ciudad salvarán la vida». Estos eran los pensamientos del valiente jefe, y después de consolar a sus setecientos subditos, atravesó solo la ciudad. A cada paso encontraba hombres dispuestos a matarlo, pero sus ojos desbordaban tanto amor, que no se atrevían a tocarlo. Y entró en el palacio, y los guardias reales, hechizados por su porte, le permitieron atravesar las puertas. Entró así en el salón del trono, donde se encontraba el rey sentado en el trono; sus cortesanos estaban de pie a su alrededor, y a la vista de sus enfurecidos ojos, todos permanecían callados. A l cabo de un momento, el jefe habló. — Gran rey — d i j o — , ¿es orden vuestra que maten a todos los perros de la ciudad? —Sí —respondió el rey—, es orden mía. — ¿Qué daño han hecho, oh rey? —preguntó. — H a n destrozado los arreos de cuero del carro real —respondió el rey. — ¿Qué perros lo han hecho? —preguntó el jefe. — N o lo sé —respondió el rey—; por eso he ordenado que los maten a todos. — ¿Han de matar a todos los perros de vuestra ciudad —preguntó el jefe— o hay algunos a los que se les perdonará la vida? —Sólo a los perros reales se les perdonará la vida —contestó el rey. — O h rey —dijo el jefe con voz dulce—, ¿es justa vuestra orden? ¿Por qué habrían de ser inocentes los perros de palacio y culpables los de la ciudad? Aquellos a los que vos favorecéis son perdonados y han de matar a aquellos a los que no conocéis. O h rey justo, ¿dónde está vuestra justicia? El rey meditó unos instantes y luego dijo: — Sabio jefe, dime, pues, quiénes son los culpables. — Los perros reales —contestó el jefe. — Demuéstrame que tus palabras son verdaderas —dijo el rey. — 24 —

— Os lo demostraré —respondió el jefe—. Ordenad que traigan aquí a los perros de palacio y les den a comer hierba kusa y suero de mantequilla. El rey ordenó que se hiciera tal como el jefe pedía, y los perros reales fueron traídos ante él y les dieron a comer hierba kusa y suero de mantequilla. A poco que lo hubieron comido, fueron apareciendo en sus bocas tiras de cuero, que cayeron al suelo. Así se descubrió a los culpables. El rey se levantó pausadamente de su trono. —Tus palabras son verdaderas —dijo al sabio jefe—, verdaderas y puras como las gotas de lluvia que caen del cielo. Nunca te olvidaré por años que viva. Ordenó entonces que dieran comida suculenta y atenciones reales a todos los perros de la ciudad todos los días de sus vidas, y todos ellos vivieron felices por siempre jamás. 1

Esta h i e r b a (poa cynosuroides), a m e n u d o c o n t u n d i d a c o n la llamada darbba, e r a , c o m o é s t a , u n a h i e r b a sagrada usada en ciertas ceremonias religiosas (/>«¿i-s). E s t e n o m b r e e n t r a i g u a l m e n t e en la c o m p o s i c i ó n d e l del lugar en el q u e el Buda S á k y a - m u n i a b a n d o n ó la existencia t e r r e n a : K u s i - n a g a r a , a c t u a l m e n t e Kasia. 1

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BANIANO

¿ A quién pertenecen esos ojos de rubí que refulgen entre las sombras d e l bosque, esos cuernos que b r i l l a n c o m o argénteas medias lunas? ¡ O b s e r v a d , hijos míos, qué rápido pasan entre los arbustos esas nacaradas pezuñas! ¿ N o habéis oído hablar del ciervo dorado? «Banian o » , el r e y de los ciervos, le llaman. l

P e r o Baniano no era el único monarca del bosque de Benarés. R e i n a b a sobre q u i n i e n t o s ciervos, y o t r o r e y , «Rama» , gobernaba a otros quinientos. 2

E r a c o s t u m b r e del rey de Benarés cazar ciervos cada día. Antes de llegar al bosque, tenía que atravesar innumerables campos, y el a r r o z , el t r i g o y las plantas tiernas que cultivaban los campesinos eran pisoteadas p o r los caballos del rey y sus nobles. «Piedad», gritaban los c a m p e s i n o s , p e r o las trompetas sonaban y sus pobres voces se perdían en los c a m p o s . « ¿ C ó m o podemos cambiar esta situación?», se preguntaban los c a m p e s i n o s . « A r r o j e m o s del bosque a todos los ciervos y hagamos q u e p e n e t r e n en los p r o p i o s jardines del r e y ; así éste no pasará más p o r nuestros campos para i r a cazar».

«Vuelve con tu pequeño»,

dijo Baniano.

A s í , los campesinos, después de sembrar hierba y de construir estanques en los bosques del palacio, llamaron a los hombres de la c i u d a d , y c o n palos y lanzas se fueron todos al bosque para expulsar de él a los ciervos. L o s hombres rodearon p r i m e r o el bosque, para que los c i e r v o s n o pudiesen escapar p o r ningún lado, y luego, batiendo

E s t e es el n o m b r e de u n o de los á r b o l e s sagrados d e l b u d i s m o (Ficus Bengal l a m a d o en s á n s c r i t o nyagrodha. N o c o n f u n d i r c o n el n o m b r e del h é r o e m í t i c o h i n d ú . A q u í hemos t r a d u c i d o así el i n g l é s « B r a n c h » c o n el q u e la a u t o r a de esta versión designa a este personaje. 1

liensis),

2

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sus lanzas y sus armas, condujeron a los ciervos hasta los bosques del palacio y cerraron las entradas tras ellos. Entonces, fueron a ver al rey y dijeron: «Señor, ya no podíamos trabajar. ¡Ay!, cuando vos y vuestros nobles ibais de caza, los caballos pisoteaban nuestros campos; por lo tanto, hemos conducido a los ciervos hasta los bosques de palacio y hemos plantado hierba y construido estanques para que puedan comer y beber. Así, ya no tendréis necesidad de cruzar nuestros campos». Desde aquel día, el rey ya no fue más allá de los bosques de palacio para cazar. Cada día, observaba la hermosa manada y veía entre ellos a dos ciervos dorados. « N o hay que matar a los ciervos dorad o s » , ordenó a sus hombres. Y así, Baniano y Rama nunca fueron alcanzados por las agudas flechas. Pero, cada día, uno de los demás era muerto para el festín del rey, después de haber recibido innumerables heridas. Algunos ciervos eran heridos mil veces antes de caer abatidos al fin por las flechas de los cazadores. Rama, por esta razón, fue un día a ver a Baniano y le dijo: « A m i g o de los bosques, escucha con atención mis palabras. Nuestros subditos no sólo son muertos, sino heridos inútilmente. ¡ A y ! , cada día uno debe ser abatido, porque éste es el deseo del rey, pero ¿por qué tantos han de ser heridos antes de-atrapar a uno solo? ¿ N o sería más razonable que cada día fuera uno de nuestros subditos a palacio para que lo matasen?» Baniano estuvo de acuerdo y así fue ordenado. Cada día, por t u r n o , un ciervo iba al palacio y ponía su frente de blanco inmaculado en la piedra que había delante de la entrada. U n día, uno de la manada de Baniano, y al día siguiente, uno de la de Rama. Pero, un día, una joven cierva de la manada de Rama, madre de un cervatillo, fue informada de que había llegado su turno. A l oír la noticia corrió hacia Rama y dijo: —Señor, hoy me ha llegado el turno de ir al palacio, pero mi pequeño es débil y todavía necesita los cuidados de una madre. ¿ N o podría ir más adelante, cuando él fuera mayor? — ¡ N o ! —respondió Rama—, ningún otro puede coger tu turno. Ve al palacio tal como se te ha ordenado que hagas. Con el corazoncito temblando de pena, la cierva fue corriendo hasta Baniano y dijo: — O h rey Baniano, ha llegado mi turno de ir al palacio, pero tengo un pequeño que todavía me necesita. ¿ N o podría ir algo más adelante, cuando él fuera mayor? — 30 —

—Vuelve con t u pequeño —dijo Baniano—, me preocuparé de que otro coja tu turno. Y como el relámpago atravesando las nubes, así corrió Baniano entre los árboles y los arbustos e inclinó su testuz sobre la piedra de delante de la entrada del palacio. « ¡ O h ciervo de oro! ¡Aquí, en esta piedra para ser sacrificado! ¡ O h ! , ¿qué significa?», exclamó el hombre que cada día mataba un ciervo para el festín del rey. El cuchillo le cayó al suelo, y él, hechizado, corrió a ver al rey para contarle lo que acababa de contemplar. Igual como tú, hijo mío, correrías hacia el hermano que te es querido, así corrió el rey hacia Baniano. — ¡ O h bello ciervo! —exclamó—, ¿qué te ha traído a esta piedra de dolor? ¿ N o sabías que había ordenado que nunca te matasen? Ciervo de oro, dime qué te ha traído aquí. —Señor —respondió Baniano—, hoy era el turno de una cierva blanca, madre de un cervatillo; vengo en su lugar, pues su hijo es demasiado pequeño todavía para dejarlo solo. Las lágrimas resbalaron por las mejillas del rey y cayeron sobre la dorada testuz de Baniano, a la que sostenía entre sus manos. E, inclinándose sobre Baniano, dijo: — T u vida, oh divino, y la vida de la cierva serán perdonadas. Levántate y corre hacia los bosques de nuevo. —Señor —dijo Baniano—, nuestras vidas serán perdonadas, pero ¿qué haréis con nuestros semejantes que corren por los bosques? —También sus vidas serán perdonadas —contestó el rey. — A s í , los ciervos de los bosques de palacio se salvarán —añadió Baniano—, pero ¿qué será de los demás ciervos de vuestro reino, señor? —También todos ellos serán perdonados —contestó el rey. — ¡ O h rey! —dijo Baniano—, perdonaréis a los ciervos, pero ¿qué haréis con las vidas de los demás cuadrúpedos? — ¡ O h misericordioso! —dijo el rey—, todos ellos serán libres. —Señor, todos ellos serán libres; pero ¿qué será de las aves que vuelan por el espacio? —preguntó Baniano. —También ellas serán perdonadas —dijo el rey. —Señor —dijo Baniano—, perdonaréis las vidas de los cuadrúpedos y las aves, pero ¿qué será de los peces que viven en las aguas? —También ellos serán perdonados —contestó el rey. El amor había penetrado en el corazón del rey. Y éste reinó con amor sobre su pueblo, y todos los seres vivos de su reino fueron felices por siempre jamás. — 31 —

4 LA TORTUGA Y LOS GANSOS

— V e n con nosotros, amiga Tortuga —dijeron un día dos gansos salvajes a una vieja tortuga que vivía en una charca del Himalaya—; tenemos una bonita vivienda en una cueva de oro de la montaña Cittakutta . — N o tengo alas —contestó la tortuga—, ¿cómo podría llegar a vuestra casa? — ¿Puedes mantener la boca cerrada? —preguntaron los gansos. —Desde luego que sí —contestó. —Sostén este palo, pues, entre los dientes —dijeron los gansos— y nosotros tomaremos cada uno de los extremos con nuestros picos y te llevaremos por el aire. Y se fueron volando por encima de las cumbres de las montañas, con el mundo entero extendiéndose bajo ellos. Después de algún tiempo, volaron sobre los tejados de Benarés. — «¡Qué extraño! —exclamaron riendo unos niños que los veían pasar—: unos gansos llevan por el aire a una tortuga». Doña Tortuga, oyendo estas palabras, se puso muy agitada y un pequeñito fuego de ira empezó a arder en su corazoncito. 1

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L a palabra sánscrita «hansa», emparentada con las que, de raíz celta y latina respectivamente, han dado en castellano las palabras «ganso» y «ánsar», designa en general un ave acuática, y en cuanto ave de paso. Pero este nombre aparece ya en el RigVeda designando a una ave mítica, vehículo de los Asvins (Asvini-aevata), jinetes divinos precursores de la aurora (V. infra cuento 19), y en el hinduísmo ha servido para designar el Sí (Atma), estableciendo una relación con la expresión «ahan sa»: «yo soy Eso». E n el budismo simbolizan la propagación de la Doctrina a todos los reinos, cosmológicamente hablando. E n sánscrito Citra-küta, nombre del pico en el que establecieron su morada los exiliados Rama, Lakshmana y Sita, y lugar sagrado por excelencia de los adoradores de Rama. 1

Y se fueron volando por encima de las cumbres de las montañas, con el mundo entero extendiéndose bajo ellos.

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«¿Qué os importa si me llevan por el aire?», gritó. Naturalmente, no pudo hablar sin abrir la boca; sus dientes dejaron de agarrar el palo y la pobre Doña Tortuga cayó, yendo a parar al patio del palacio del rey. En un instante, toda la corte se movilizó. Ministros, nobles y guardias reales se asomaron por todas las ventanas, por todas las puertas. La nueva fue llevada al rey, quien se levantó de su trono y fue hasta el patio con su consejero, un prudente hombre de la Corte. «¡Pobre tortuga!, exclamó el rey, ¿cuál es la causa de que cayera en este patio y se rompiera su bello caparazón verde? Dime —dijo a su consejero—, ¿de dónde ha caído y por qué?» Ahora bien, se daba la circunstancia de que el rey tenía la costumbre de hablar mucho. Era bondadoso y de buen corazón, pero en su presencia era difícil que alguien consiguiera decir una sola palabra. Así, el consejero, que conocía la razón de la caída de la tortuga, pensó: «Aquí tengo la ocasión de darle una lección a nuestro hablador rey». «Señor, dijo, unas aves llevaban a la tortuga por el aire sosteniendo un palo con sus picos, al cual ella se agarraba con sus dientes. La tortuga oyó a los niños de la ciudad que se reían de ella. Esto, sin duda, la irritó y no pudo contenerse de replicarles, con lo cual se desasió del palo y cayó. Esta es la suerte que les está reservada a los que no pueden refrenar su lengua». Estas palabras penetraron en el corazón del rey; sabía que la lección iba dirigida a él, y desde aquel día, sus palabras fueron pocas y prudentes: hablaba sólo cuando era el momento de hablar, y vivió feliz por siempre jamás.

EL HADA Y LA LIEBRE

Llena de contento la liebre saltó al vivo juego.

Érase una vez una joven liebre que vivía en un pequeño bosque que había entre una montaña, un pueblo y un río. Hijos míos, hay muchas liebres que corren por entre el brezo y el musgo, pero ninguna tan preciosa como ella. Tenía tres amigos: un chacal, una nutria y un mono. Después de las fatigas del día, ocupados buscando comida, los cuatro se juntaban al anochecer para hablar y pensar. La hermosa liebre hablaba a sus tres compañeros y les enseñaba muchas cosas. Y ellos la escuchaban y aprendían a amar a todos los animales del bosque, y eran muy felices. « A m i g o s míos, dijo la liebre un día, ayunemos mañana, y la comida que obtengamos durante el día, la daremos a cualquier pobre animal que encontremos 1 ». Todos ellos accedieron. Y al día siguiente, como cada día, salieron al alba en busca de comida. El chacal encontró en una choza de la aldea un pedazo de carne y una jarra de leche cuajada con una cuerda atada a cada una de las asas. Por tres veces preguntó a voces: « ¿ D e quién es esta carne? ¿ A quién pertenece esta cuajada?» Pero la choza estaba vacía, y , al no recibir respuesta, se puso el pedazo de carne en la boca y la cuerda de la jarra alrededor del cuello, y escapó veloz hacia el bosque. Poniendo esas cosas a su lado, se dijo: «¡Qué buen chacal soy! Mañana me comeré lo que he encontrado si nadie pasa por aquí». Y ¿qué encontró la nutria en su recorrido? U n pescador había cogido unos cuantos peces de un brillante color dorado, y después de 1

ayuna.

Estableciendo así u n uposatha (sánscrito posadha), día consagrado en el que se

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ocultarlos bajo la arena, volvió al río a coger más. Pero la nutria descubrió el escondrijo, y después de sacar los pescados de la arena, gritó por tres veces preguntando: « ¿ D e quién son estos pescados dorados?» Pero el pescador sólo oía el murmullo del río y nadie respondió a la pregunta de la nutria. Así pues, se llevó los pescados hasta su pequeña casa del bosque y se dijo: «¡Qué buena nutria soy! Hoy no comeré este pescado, pero quizás otro día». Mientras, el mono había subido a la montaña, y habiendo encontrado unos mangos maduros, los bajó al bosque y los puso bajo un árbol y se dijo: «¡Qué buen mono soy!». Pero la liebre estaba tumbada sobre la hierba, en el bosque, conlos ojos humedecidos por la tristeza. «¿Qué podría ofrecer si algún pobre animal acertara a pasar por aquí? —se preguntaba— N o puedo ofrecer hierba, y no tengo ni arroz ni nueces para ofrecer». Pero, de pronto, saltó de contento. «Si alguien pasa por aquí, se dijo, me ofreceré yo misma como comida». Ahora bien, en el bosquecillo vivía un hada con alas de mariposa y largos cabellos de rayos de luna. Su nombre era Sakka 2 . Sabía todo lo que tenía lugar en el bosque. Sabía si una hormiguita le había robado algo a otra. Conocía los pensamientos de todos los animales, e incluso de las pobres florecillas, pisoteadas en la hierba. Y , ese día, sabía que los cuatro amigos del bosque ayunaban y que toda la comida que pudieran encontrar habían de darla a cualquier animal que encontraran. Así, Sakka se transformó en un viejo mendigo, que andaba encorvado apoyándose en un bastón. Se acercó primero al chacal y dijo: — He caminado durante días y semanas, y no he comido nada. N o tengo fuerzas para buscar comida. Por favor, dame algo, oh chacal. — Coge este pedazo de carne y esta jarra de leche cuajada —dijo el chacal—. Lo robé de una choza de la aldea, pero es todo lo que tengo para ofrecer. —Ya veré más tarde —dijo el mendigo, y siguió su camino por entre los umbrosos árboles. Entonces, Sakka fue 3 ver a la nutria y preguntó: — ¿Qué puedes ofrecerme, pequeña? -

E n s á n s c r i t o S a k r á . Es, en r e a l i d a d , una de los e p í t e t o s de I n d r a , u n o de los d i o s e s p r i n c i p a l e s d e l p a n t e ó n v é d i c o , m u y i m p o r t a n t e i g u a l m e n t e en la t r a d i c i ó n b u d i s t a .

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— Coge estos pescados, oh mendigo, y descansa un rato bajo este árbol —respondió la nutria. — E n otro momento —contestó el mendigo, y siguió su camino por el bosque. Algo más adelante, Sakka encontró al mono y dijo: — Dame algo de tu fruta, te lo ruego. Soy pobre y estoy fatigado y hambriento. —Toma todos estos mangos —dijo el mono—, los cogí para t i . — En otro momento —contestó el mendigo y no se detuvo. Sakka fue entonces adonde estaba la liebre y dijo: —Hermosa liebre de los musgosos bosques, dime ¿dónde puedo conseguir comida? Me he perdido en el bosque y estoy muy lejos de casa. —Te daré a mí misma para que me comas —contestó la liebre—. Recoge un poco de leña y haz un fuego; yo saltaré a las llamas y tú tendrás la carne de una pequeña liebre. Sakka hizo que de unos leños se elevaran unas llamas mágicas, y llena de contento la liebre saltó al vivo fuego. Pero las llamas eran frías como el agua, y no le quemaron la piel. « ¿ C ó m o es eso?, preguntó a Sakka, no siento las llamas. Las chispas son tan frías como el rocío de la mañana». Sakka tomó entonces de nuevo su figura de hada y le habló a la liebre en una voz más dulce que ninguna otra que ésta hubiera oído jamás. «Querida mía — d i j o — , soy el hada Sakka. Este fuego no es real, sólo es una prueba. La bondad de tu corazón, oh bienaventurada, será conocida por todo el mundo en las edades a por venir. Diciendo esto, Sakka golpeó la montaña con su varita, y con la esencia que brotó dibujó la figura de la liebre en la esfera de la luna. 4 . A l día siguiente, la liebre se reunió de nuevo con sus amigos, y todos los animales del bosque se congregaron en torno de ellos. Y la liebre les contó a todos lo que le había ocurrido, y todos se llenaron de gozo y vivieron felices por siempre jamás.

E s t a p a l a b r a t r a d u c e kappa, m i l l o n e s de a ñ o s . 4 A q u í se a l u d e a la t r a d i c i ó n s e m e j a n z a d e u n a l i e b r e . Se c o n o c e a que son atributivos formados a partir

s á n s c r i t o kalpa,

e q u i v a l e n t e a 1000 yugas, o 4.320

p o p u l a r i n d i a que ve en las s e ñ a l e s de la l u n a , la la l u n a c o n n o m b r e s ( c o m o sasa-dhara o sasanka) de la palabra « l i e b r e » (sasa).

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6 LAS PLUMAS DE ORO

Erase una vez unos padres con sus tres hijas que vivían en una pequeña cabana en el bosque, pues eran muy pobres. Y un día, el padre les dijo a su esposa y sus hijas: «Buena esposa, buenas hijas, debo abandonaros por algún tiempo. Pero volveré cargado de riquezas y cosas bellas. Mis hijas tendrán muchas alhajas para ponerse en el pelo, y todas vosotras seréis felices». Dichas estas palabras, el padre emprendió su largo viaje. En su camino, atravesó de noche un bosque y se encontró con un hada. — ¿ A dónde vas, viajero, a estas horas de la noche? —le preguntó ésta. — V o y a buscar fortuna —contestó. Sin otra palabra, el hada levantó su varita y le golpeó en el hombro con ella, convirtiéndolo en un ganso con plumas de oro. El pobre padre, transformado ahora en ganso, voló a la rama de un árbol y se dijo: «¿Qué puedo hacer por mi familia ahora? N o soy más que un ganso, no puedo ir en busca de riquezas y mi esposa y mis hijas son muy pobres». Estos eran sus pensamientos mientras estaba posado sobre la rama del árbol, y estaba terriblemente triste. Pero, de pronto, miró hacia abajo y se vio reflejado en una charca que había dejado. «¡Mis plumas son de o r o ! » , exclamó, sacudiendo sus alas con júbilo. Y se fue volando hasta la pequeña cabana en que su esposa y sus hijas esperaban. « ¡ M a d r e ! , se acerca hacia aquí un ganso de oro», exclamaron las hijas. Posándose frente a la puerta, el ganso les habló así: «Buena gente, sé que sois pobres, pero, ved, mis plumas son de oro». Y, cogiendo una pluma de su dorso, se la ofreció diciendo: «Coged esta pluma, pues, y vendedla. Yo vendré de nuevo más adelante». Y dicho esto se volvió volando al bosque. — 45 —

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La esposa vendió la pluma y recibió mucho dinero por ella. Y cada vez que éste se terminaba, el ganso volvía y les daba otra pluma. Pero un día la madre les dijo a las hijas: «Hijas mías, puede que este ganso un día se vaya y no vuelva jamás. La próxima vez que venga, hemos de arrancarle todas las plumas». Las hijas lloraron amargamente al ver esta muestra de ingratitud. Pero, con todo, cuando el ganso volvió, su madre lo agarró y le arrancó todas las plumas. Despojado de su plumaje, el ganso no podía volar, y su egoísta mujer lo metió en un tonel y apenas le daba que comer. Pero las plumas que ella arrancó se volvieron blancas como las de cualquier otro ganso, pues el hada las había hechizado, con un hechizo que les hacía volverse blancas si alguien en alguna ocasión se las quitaba. Después de haber vivido algún tiempo de este triste modo en el tonel, las alas del ganso se volvieron a poblar de blancas plumas. Y entonces se marchó volando, muy lejos, hasta un bosque en el que todas las aves eran felices, y vivió feliz con ellas por siempre jamás.

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7 EL JOVEN LORO

El joven

loro lleva comida a sus padres.

En lo alto de una montaña, había un bosque de ceibas, y en este bosque vivía una bandada de loros con su rey y su reina. Y el rey y la reina tenían un hermoso hijo, más hermoso que ningún otro loro del mundo. Pasaron los años, y el rey y la reina se hicieron viejos, y su hijo creció hasta volverse un magnífico loro, más grande que ningún otro loro en el mundo. Y un día les dijo a sus padres: «Queridos padres, ahora que ya soy crecido y fuerte, iré a los campos para traeros comida». Y cada día volaba con la bandada hasta los campos de arroz. Y después de comer con los demás, se llevaba en el pico una buena porción para dársela a sus padres. Pero un día los loros encontraron un hermoso campo, más fértil que ningún otro. Y desde entonces fueron siempre allí a comer. «He de decirle a mi amo que los loros se comen su arroz», se dijo el mozo del granjero. Y fue a ver a éste y le dijo: «Señor, nuestro campo es fértil y , verdaderamente, el arroz es mejor que en ningún otro campo. Pero cada día viene una bandada de loros para comerse los granos, y uno de ellos, más bello que los demás, después de comer una buena ración, se marcha con el pico lleno de arroz para almacenarlo en otra parte». A l propietario del campo le entró un gran deseo de ver este pájaro que se llevaba consigo el arroz. «Haz una trampa de crines de caballo y atrapa a ese loro, le dijo a su empleado, pero tráemelo vivo». A l día siguiente, el mozo de labranza levantó una trampa, y el joven l o r o , al ir a posarse, sintió su diminuta pata atrapada. N o gritó ni pidió ayuda, pues se dijo: «Si mis compañeros se enteran de que — 49 —

me han atrapado, se sobresaltarán y no comerán. Debo esperar hasta que hayan terminado de comer, y luego los llamaré». Y cuando ellos hubieron terminado de comer, los llamó, pero ninguno acudió a ayudarle; todos, atemorizados, se fueron volando. «¿Qué he hecho? —se preguntaba— ¿Por qué me abandonan?» Poco tiempo después llegaba el labriego a la trampa, y , agarrando jubiloso al loro, exclamó: «¡Vaya!, tú eres justamente el que yo quería atrapar». Y lo llevó a su amo. El propietario del terreno tomó delicadamente al loro entre sus manos y dijo: «Bello pájaro, ¿tienes una granja en alguna parte? ¿Es allí donde almacenas el arroz? Cuando terminas de comer en mi campo, te vas volando con el pico lleno de grano, pájaro malo». El loro respondió con una dulce voz humana: «Cada día con un deber cumplo Y un tesoro voy acumulando». — D i m e —dijo el propietario del campo—, ¿cuál es ese deber con que cumples, y cuál ese tesoro que acumulas? — M i deber —dijo el loro— es llevar comida a mis padres, que son viejos y no pueden volar; y mi tesoro es un bosque de amor. En ese bosque, los más fuertes ayudan a los débiles, y los que pasan hambre reciben comida. A l oír esto, el hombre sonrió: «El campo os pertenece a todos vosotros — d i j o — ; vuelve con tus padres que te están esperando. Pero ven a m i campo cada día». El hermoso pájaro voló raudo al bosque, donde sus padres lo llamaban. Y todos los demás loros se congregaron en torno y escucharon la historia del joven loro. Y todos los loros del bosque permanecieron unidos y vivieron felices por siempre jamás.

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8 EL LAGO VACIO

«Erase una vez, en este lago había un rey, un gran rey».

En un hermoso lago, un lago cubierto de nenúfares, se habían congregado muchos peces; lo habían hecho para escuchar la historia que contaba uno de ellos. «Erase una vez -—así decía el cuento—, en este lago había un rey, un gran rey. Era un pez como nosotros, con el lomo dorado, pero todavía mucho más dorado. En efecto, los que viven sobre la tierra tienen muchas estrellas en su cielo por la noche, pero él era la estrella de nuestro cielo, y cuando todo estaba oscuro, él alumbraba el camino por las aguas. «Sucedió entonces que la reina Lluvia olvidó mandar aguaceros a la tierra antes de la época de calor. Día tras día, madre Tierra y los sedientos rayos de sol se bebieron el agua de nuestro lago. Y el rey Viento, lanzando fuego de este a oeste, se llevó casi hasta la última gota. ¡ A y ! , nuestro lago se convirtió en una charca, y cada día venían las cornejas y devoraban a nuestros compañeros. »Pero nuestro rey, nuestro querido rey, habló con una voz queda y sus palabras llegaron hasta muy por encima de la tierra. La reina Lluvia, oyendo su llamada, bajó su mirada desde lo alto; las hadas que conducen a las nubes por el cielo, despertaron de su sueño; y el rey Trueno, escuchando la plegaria, se levantó y llamó a su ejército: "¡Os ordeno a todos: fuego!". «Inmediatamente, el mundo entero se estremeció. Las que conducen a las nubes avanzaron por el cielo; los cañones del Rey Trueno soltaron descargas de este a oeste; el ancho cielo se abrió, mostrando su luz interior, y el agua cayó a cántaros. »Las gotas de lluvia caían con fuerza, pero su sonido era dulce para nuestros oídos, comunicándonos lo que las hadas decían en el cielo. Y mientras escuchábamos, nuestras cabecitas gachas se alzaron de nuevo. — 53 —

»Pero nuestro rey temía que las nubes fueran retiradas antes de que el lago se llenara, y habló más fuerte: "Rey del Trueno, Reina de la Lluvia Mostrad una vez más vuestro poder Derramad agua y más agua Hasta que nuestro lago quede como antes". A estas palabras, el agua se precipitó de lo alto con la fuerza de un torrente de montaña. Retumbó el trueno y el mundo entero se estremeció. Los abrasadores rayos del sol se ocultaron por f i n , y las cornejas se alejaron. »Y descendiendo lentamente del cielo, el rey Trueno y la reina Lluvia dejaron su morada y vinieron a la tierra. »"Tu amor, dijeron a nuestro rey, es el que ha hecho que el mundo temblara y llovieran ríos de agua. N o temas, querido; nunca más se vaciará este lago, pues tu voz no será nunca olvidada". »Y el lago se llenó, y los nenúfares volvieron a cubrir sus aguas, y todos hemos vivido felices desde entonces».

9 EL REINO DE LOS CISNES

Muchos lagos existen en el mundo, lagos azules, lagos verdes, con blancos lotos algunos, otros con cisnes blancos nadando en sus aguas, pero ninguno tan bello como el lago Manasa , pues sus aguas brillaban con todos los colores del cielo. Flores milagrosas con grandes cálices encarnados llenos de néctar crecían por sus márgenes, y cada día soltaban un poco de su belleza en el lago. En este reino vivían sesenta m i l cisnes, gobernados por el rey Dhritarashtra y por Sumukha, el comandante de su ejército. Los cisnes eran bellos como sirenas, y el comandante de su ejército, majestuoso y fuerte, pero ninguno de ellos podía compararse con el rey, pues las plumas de éste eran de plata reluciente, y cuando se 1

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Mánasa o Mánasarowar («el lago más excelente de la Mente») es el nombre de un lago sagrado y lugar de peregrinaje tanto para los hindúes como para los budistas, al igual que para los practicantes de la antigua religión Bon del Tíbet. Está situado en el Himalaya occidental, en la región del Monte Kailas (de 6.714 m . ) , éste mismo lugar sagrado por excelencia, y ambos hoy en territorio de la República Popular China. El lago Mánasa, situado a 4.557 m . de altitud, está considerado como el lago de agua dulce más alto del mundo, y es el lugar de origen de los gansos salvajes, al que emigran cada año en la época de cría. A h o r a bien, tanto el Monte Kailas como el lago Mánasa cobran su especial significación por el hecho de ser considerados el reflejo físico de una realidad espiritual: el p r i m e r o es la expresión del mítico Monte Meru (en el budismo, Sumeru), centro («ombligo») del mundo, en cuya cima señorea Siva. Su forma se considera como representando un ¡inga, símbolo del principio masculino de la manifestación, mientras el lago, por su parte, simboliza el principio femenino. Se trata, respectivamente, de la representación del Espíritu Universal y el Alma del M u n d o , que, en el hombre, corresponden al Intelecto y al alma pensante (Mánasa deriva de manas, palabra emparentada con «mente»). - Dhritarashtra (en pali, Dhattarattha) es el nombre de un rey del Mahábharatha. En el budismo, designa a un rey de los gandharvas, seres semidivinos que ya aparecen en el Rig-Veda. 1

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deslizaba sobre las aguas por la noche, era como si la luna estuviera en °' En todos los palacios, los cortesanos hablaban a sus señores del reino de los cisnes. Muchos monarcas elogiaban esa maravillosa nación y se maravillaban de sus gobernantes Dhritarashtra y Sumukha. Pero quien sentía mayores anhelos de ver a éstos era Brahmadatta, el rey de Benarés. Así pues, un día congregó a sus cortesanos y dijo: «Fieles y prudentes cortesanos, vuestro rey nunca será feliz si no realiza determinado deseo». — ¿Podemos saber, señor, de qué deseo se trata? —preguntaron. —Anhelo conocer al rey y al comandante del lago Manasa; decidme, pues, cómo puedo ver realizado este deseo —contestó el rey. « O h rey —dijo uno de los cortesanos—, si quisierais oír mi consejo: sólo existe un modo. De orden vuestra, podría construirse cerca de la entrada de Benarés un lago más espléndido aún que el lago Manasa. Y cada día deberían vocearse estas palabras: " E l rey de Benarés ofrece este lago a todas las aves del mundo, que estarán bajo su protección". »Pronto llegaría la noticia a los cisnes del lago Manasa, los cuales, oyendo decir que existía en el mundo un lago más hermoso que el suyo, se apresurarían a visitarlo». Este consejo agradó al rey, quien dio las ordenes para que se iniciaran los trabajos. Fueron traídos árboles de floración perpetua desde lejanas tierras. Se llenó el lago con agua tan clara que podía verse nadar a los peces en su interior. Cuando el lago estuvo terminado, era mucho más grande que el lago Manasa. Y los pájaros, las abejas y las mariposas acudían a millares para cantar y bailar en él. Cada día se oía el pregón invitando a las aves de las demás tierras. Y éstas, llegando de todos los confines del mundo, hicieron del lago un lugar de reunión. U n día, dos jóvenes cisnes del lago Manasa abandonaron su reino para viajar por todo el mundo. Sobrevolando Benarés, vieron el encantador lago y , oyendo la invitación, descendieron y contemplaron a su alrededor. Lo que sus ojos vieron era un espectáculo de gran belleza: árboles y flores que ni siquiera habían visto en sueños, e incluso guirnaldas de flores meciéndose suavemente en el centro del lago. « ¡ O j a l á fuera éste nuestro reino!», exclamaron. Se desplazaron de un extremo a otro del lago, y luego alzaron el vuelo y regresaron a su patria.

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Día tras día, hablaban del maravilloso lago de las entradas de Benarés, y los sesenta mil cisnes se impacientaban. «¡Llévanos allá, oh rey!», pedían a Dhritarashtra cada día. Este, por f i n , se decidió a partir. Pero Sumukha, el reflexivo, no se alegraba. «Mi señor —dijo a Dhritarashtra—, ¿estáis completamente seguro de que es prudente contentar a vuestros subditos en esta cuestión? Tened cuidado con las palabras de los hombres; dulce es ciertamente la invitación, pero no conocemos lo que se esconde detrás de ésta. Pero si, no obstante, habéis decidido que vayamos, no estemos más que un solo día». Dhritarashtra accedió a esto, y a la caída de la noche, la bandada de cisnes alzó el vuelo y se dirigió a Benarés. Llegaron al lago al amanecer, y en un instante se olvidaron de Manasa y nadaron entre las flores como en un sueño. Se deslizaron majestuosamente por las plácidas aguas, brillando como sesenta mil estrellas del cielo, mientras la noticia de su llegada le era llevada a Brahmadatta, quien exclamó alborozado: «¡Atrapad a Dhritarashtra y a Sumukha y traédmelos a palacio!». Los servidores del rey no fueron tardos en colocar una trampa entre las flores, y pronto la argéntea pata de Dhritarashtra quedó atrapada en ella. M u y alarmados, los sesenta mil cisnes levantaron el vuelo frenéticamente con agudos gritos de pena y dolor, como si su jefe hubiera sido muerto en combate. Sólo Sumukha permaneció junto a su señor. «¡Vuelve a Manasa!», dijo Dhritarashtra a Sumukha, mis subditos no pueden ser dichosos solos. ¡Hazlo por ellos, oh Sumukha! Necesitan a su jefe para que los proteja en el lago». Pero Sumukha no quiso escuchar y permaneció junto a su rey. Cuando el servidor de Brahmadatta vio que un cisne había quedado atrapado y que otro se quedaba esperando a su lado, los contempló asombrado. « T u compañero está atrapado, dijo a Sumukha, pero tú, oh hermoso cisne, estás libre. ¿Por qué te quedas ahí, pues? ¿ N o sabes acaso que los guardias pueden cogerte? Tus alas son blancas y perfectas; aléjate volando, pues, valiente cisne, y no te demores aquí». Pero Sumukha respondió con voz humana: «Esta ave que habéis capturado es nuestro rey. ¿ C ó m o puedo, pues, huir de aquí y vivir feliz lejos de él? Si quisieras complacerme, oh guardia, llévame contigo y déjalo libre a él». — 59 —

« N o temas, contestó el guardia, no se le hará ningún daño a tu rey. Es cierto que su pata argéntea está atrapada, pero sólo porque nuestro rey Brahmadatta desea verlo. Ven, pues, sobre mi hombro, al palacio. Nuestro rey os rendirá honores a ambos». Fue todo tal como este hombre había dicho, y cuando hubo llevado a los cisnes, desatados, al palacio del rey, y hubo contado a Brahmadatta la historia, el rey permaneció mudo de asombro y temor reverencial. Pero Dhritarashtra le habló con una voz dulce y el corazón del rey se inclinó hacia él. Conversaron juntos alegremente, y luego que se les hubieron dispensado a los dos cines todos los favores reales, partieron de la Corte y regresaron a Manasa. Fue un jubiloso regreso al hogar para los sesenta mil cisnes, y desde entonces todos ellos vivieron felices por siempre jamás.

10 LA PRUEBA DEL MAESTRO

No hay lugar alguno en que nadie nos vea.

«Soy pobre y débil», dijo un día un maestro a sus discípulos, pero vosotros sois jóvenes, y yo os enseño: es deber vuestro, por lo tanto, conseguir el dinero que vuestro viejo maestro necesita para vivir». «¿Cómo podemos hacer eso? —preguntaron los discípulos—. Las gentes de esta ciudad son tan poco generosas que sería inútil pedirles ayuda». «Hijos míos —contestó el maestro—, existe un modo de conseguir dinero, no pidiéndolo, sino cogiéndolo. N o sería pecado para nosotros robar, pues merecemos más que otros el dinero. Pero, ¡ay!, yo soy demasiado viejo y débil para hacerlo». «Nosotros somos jóvenes —dijeron los discípulos— y podemos hacerlo. N o hay nada que no hiciéramos por vos, querido maestro. Decidnos sólo cómo hacerlo y nosotros obedeceremos». «Sois jóvenes —dijo el maestro— y es poca cosa para vosotros el apoderaros de la bolsa de algún hombre rico. Así es cómo debéis hacerlo: escoged algún lugar tranquilo donde nadie os vea, y luego agarrad a un transeúnte y coged su dinero, pero no lo lastiméis». «Vamos inmediatamente», dijeron todos los discípulos excepto uno, que había estado callado, con la mirada baja. El maestro miró a ese joven discípulo y dijo: — M i s otros discípulos son valientes y están deseosos de ayudarme, pero a t i poco te preocupa el sufrimiento de tu maestro. —Perdonadme, maestro —contestó—, pero el plan que nos habéis explicado me parece irrealizable; éste es el motivo de mi silencio. —¿Por qué es irrealizable? —preguntó el maestro. — Porque no existe lugar alguno en el que no haya nadie que nos vea —contestó el discípulo—; incluso cuando estoy solo mi Yo me — 63 —

observa. Antes cogería una escudilla e iría a mendigar que permitir que m i Y o me viera robar. A estas palabras, el rostro del maestro se iluminó de gozo. Estrechó a su joven discípulo entre sus brazos y le dijo: «Me doy por dichoso si uno solo de mis discípulos ha comprendido mis palabras». Sus otros discípulos, viendo que su maestro había querido ponerlos a prueba, bajaron la cabeza avergonzados. Y desde aquel día, siempre que un pensamiento indigno les venía a la mente, recordaban las palabras de su compañero: «Mi Yo me ve». Así se convirtieron en grandes hombres, y todos ellos vivieron felices por siempre jamás.

11 LOS DOS CERDITOS

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« T o c - t o c , toc-toc». «¿Quién pasa por el camino?, se preguntaron dos cerditos al borde del camino vecinal. Se trataba de una anciana tan encorvada como el sauce que se dobla hasta tocar las aguas del lago. « C r a c k , crack», crujía su bastón mientras caminaba; y cuatro ojitos asustados atisbaban por entre la hierba. «¿Quiénes sois, pequeños? —preguntó la anciana— ¿Os ha dejado solos vuestra madre? Entrad en mi cesto; os llevaré a mi casita cerca de la entrada de Benarés y seré vuestra madre». Y la anciana cogió a los dos cerditos y los puso en su cesto, que estaba lleno de algodón que traía de los algodonales. Luego, siguió andando, «toc-toc, toc-toc», hasta que llegó a su casita, donde sacó a los cerdos del cesto y se los puso sobre las rodillas, y sonreía y reía y se sentía muy feliz. Llamó al mayor Mahatundila y al pequeño, Cullatundila Y los días y los años pasaron y la anciana alimentaba a los cerdos y los amaba como si fueran hijos suyos. Pero un día se celebró en el pueblo cercano un gran festín. Y los hombres del pueblo bebieron todo el día hasta emborracharse, y , habiéndose terminado toda la carne que había en el pueblo, y aún no saciados, apetecieron más. Fueron a ver, pues, a la anciana y dijeron: « M a d r e , aquí tienes este dinero; danos tus cerdos a cambio». « D e ningún modo —respondió ella—; no os los daré. ¿Da alguien acaso a sus hijos a cambio de dinero?».

a los

' Tundila significa « v i e n t r e p r o m i n e n t e » , y es un e p í t e t o habitualmente aplicado Yaksa-s ( V . infra, n . ° 14, nota 1).

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«Esos no son tus hijos, madre, son cerdos —dijeron los hombres— ¿Qué harás con ellos más adelante? Dánoslos ahora, madre, y todas estas monedas de oro serán tuyas». Pero la anciana se limitó a sacudir su astuta cabeza. Entonces, los hombres la hicieron beber, y cuando estuvo ebria le volvieron a decir: «Madre, coge este dinero y danos los cerdos». «No os puedo dar a Mahatundila, pero coged a Cullatundila», d i j o , y , poniendo arroz en la pequeña escudilla, dejó ésta a la puerta y llamó: «¡Cullatundila, Cullatundila!» Mahatundila, oyendo la llamada, pensó: «Madre nunca ha llamado primero a Cullatundila; siempre me llama a mí primero. ¿Qué peligro nos acecha hoy?» Mientras, Cullatundila se acercó a la casita de la anciana, pero al ver la escudilla a la puerta, y a tantos hombres allí con cuerdas en las manos, volvió sobre sus pasos y se fue con Mahatundila, con el corazón temblando de miedo. — Hermano — d i j o Mahatundila—, ¿por qué tiemblas así? —Madre ha puesto nuestra escudilla a la puerta y allí hay hombres con cuerdas. Me temo, hermano, que nos acecha algún peligro —contestó. Los bondadosos ojos de Mahatundila se posaron tiernamente sobre su hermano, y con voz baja y dulce dijo: «No te aflijas. Has de saber que hemos sido criados y alimentados para este día, precisamente. ¡Ay!, nuestra carne es lo que quieren los hombres. Ve, Cullatundila; responde a la llamada de Madre». Y a continuación, conmovido por las lágrimas de su hermano, habló así:

Pero Cullatundila estaba perplejo: «¿Por qué habla de este modo mi hermano? Nunca nos bañamos en una charca, ni encontramos perfume alguno». «Dime, hermano — d i j o — , ¿qué es la charca y cuál el perfume que nunca se desvanece?» Mahatundila contestó, y la gran multitud calló mientras él hablaba: «La charca es el amor, y éste es la fragancia que nunca se desvanece. N o te entristezcas, hermano; no te dé pena dejar este mundo. Muchos están en él y son infelices, muchos parten y alcanzan la dicha». La dulce voz se introdujo incluso en la cúpula de marmol del palacio del rey de Benarés, a quien le movieron al llanto. La multitud de los miles de ciudadanos, por su parte, agitaron la mano y lanzaron fuertes gritos de júbilo. Luego, llevaron a Mahatundila y a Cullatundila al palacio, donde el rey dio órdenes para que los dos hermanos fueran bañados en el más suave perfume y vestidos con galas de seda. Les ofrecieron joyas para colgarse alrededor de sus cuellos, y en lo sucesivo, mientras el rey vivió, ellos vivieron con él en palacio, y todos los litigios fueron llevados ante Mahatundila, el bienaventurado, quien los resolvía. Por f i n , cargado de años, el rey murió, y Mahatundila y su hermano abandonaron la ciudad para vivir en el bosque, con gran desconsuelo de la población de Benarés, que lloró a su partida. Pero el reinado de la justicia no terminó en esa tierra. La gente continuó viviendo junta en concordia, y todos fueron felices por siempre jamás.

«Báñate en la charca como en un lucido día de fiesta Y encontrarás un perfume que nunca se desvanece». Y mientras hablaba así, el mundo entero se transformó. Las florecillas entre la hierba abrieron sus corazones para escuchar, los árboles se inclinaron, el viento se apaciguó y los pájaros se detuvieron en su vuelo. Los hombres y la anciana ya no estaban ebrios y las cuerdas les cayeron de las manos. La dulce voz penetró en la ciudad de Benarés y fue escuchada por miles de ciudadanos, ricos y pobres. A todos les saltaron las lágrimas, y unánimemente se fueron corriendo en la dirección de donde venía la voz, hasta llegar a la casita, donde, derribando la cerca, se agolparon. — 68 —

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12 EL BUFALO PACIENTE

U n gigantesco búfalo con poderosos cuernos estaba tumbado durmiendo bajo un árbol. Dos maliciosos ojos atisbaron entre las ramas, y un pequeño mono d i j o : «Conozco a un viejo búfalo que está durmiendo bajo el árbol Pero yo no le tengo miedo, ni él me lo tiene a mí».

El malicioso mono cogió un palo y le golpeó al búfalo en las orejas con él.

Y saltó desde las ramas sobre el lomo del búfalo. Éste abrió los ojos y , viendo al mono bailar sobre sus ancas, los volvió a cerrar, como si sólo se tratase de una mariposa. Entonces, el picaro mono ensayó otra jugarreta. Saltando sobre la cabeza del búfalo, entre sus dos enormes cuernos, y cogiendo los extremos de éstos, se balanceó como sobre un árbol. Pero el búfalo ni siquiera pestañeó. «¿Qué puedo hacer para que se enfade mi buen amigo?», se preguntaba el mono. Y mientras el búfalo pacía en el campo, él iba pisoteando toda la hierba que éste quería comer. Pero el búfalo se limitaba a irse a otro lugar. O t r o día, el malicioso mono cogió un palo y le golpeó al búfalo en las orejas con él. Luego, mientras el búfalo iba caminando, el mono se sentó en su lomo y cabalgó a modo de un héroe, sosteniendo el palo en la mano. El búfalo no soltó ni siquiera una queja por todo esto, aún cuando sus cuernos eran fuertes y poderosos. Pero un día, mientras el mono cabalgaba sobre su lomo, apareció un hada. — 73 —

«Eres grande, oh búfalo —dijo ella—, pero conoces poco tu propia fuerza. Tus cuernos pueden abatir árboles y tus patas, triturar piedras. Los leones y los tigres temen acercarse a t i . Tu fuerza y tu belleza son conocidas por el mundo entero, y aun así te paseas con un estúpido mono sobre el lomo. U n solo golpe con tus cuernos lo atravesaría, y uno solo con tu pie lo aplastaría. ¿Por qué no lo arrojas al suelo y terminas con todo este juego?» « E s t e mono es pequeño —contestó el búfalo—, y la Naturaleza no le ha dado mucho seso. ¿Por qué habría, pues, de castigarlo? Además, ¿por qué habría de hacerlo sufrir para ser yo feliz?». A estas palabras, el hada sonrió y con su varita mágica ahuyentó al mono. Y puso sobre el gran búfalo un hechizo por el cual nadie pudiera volver a hacerlo sufrir, y él vivió feliz ya por siempre jamás.

13 EL «SARABHA»

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Escaló las abruptas paredes con una fuerza superior a la del más poderoso elefante.

Existe un ciervo que vive tan en lo profundo de cierto bosque, que nadie lo ve jamás. Los hombres lo llaman el «Sarabha». Si prestas o í d o s , pequeño, cuando el mundo se acalla y el sol ya está lejos, podrás oír su voz que llega débilmente desde el bosque. U n día, un rey cazaba en ese bosque y penetró tanto en el mismo, que alcanzó a ver a uno de estos «sarabhas». «¿Quién eres tú, hermosa criatura?», exclamó. Pero el sarabha se fue corriendo y desapareció por entre los árboles. « ¡ L o atraparé! —exclamó furioso el rey—, ¡no se me escapará!» Y precipitándose adelante sobre su caballo, lanzó flechas contra el hermoso ciervo. Las flechas volaban en torno a éste, pero él no les tenía miedo y corría sobre la hierba como un pájaro vuela por el aire. El caballo del rey corrió cada vez más veloz, y el bosque, las montañas y los valles se sucedieron sin que el rey reparase en ellos. Sus monteros, su ejército, su escuadrón de elefantes quedaron atrás, en el bosque, buscando en vano a su rey. Todos ellos fueron olvidados: para el rey no existía otra cosa en el mundo que el hermoso ciervo al que estaba persiguiendo. « ¡ C o r r e más, más!», gritaba el rey enfurecido. Los cascos de su caballo apenas tocaban el suelo en su galope. Pero, inesperadamente, abocaron a un profundo abismo, que el sarabha había salvado limpiamente de un salto. El rey no vio el abismo, pues sólo tenía ojos para la presa que perseguía, pero su caballo sí lo advirtió y , no atreviéndose a saltar, se detuvo bruscamente en el borde del mismo, saliendo despedido el rey y cayendo al abismo. « ¿ C ó m o es que ya no oigo el fragor de los cascos del caballo? — se preguntó el sarabha— ¿Se ha vuelto el rey, o acaso ha caído en el abismo?» — 77 —

El sarabha miró detrás de él y vio al caballo corriendo de un lado para otro sin jinete, y su corazón se llenó de pena. «¡El rey ha caído al abismo! ¡Está completamente solo! ¡Su ejército está muy lejos! Sin duda, está sufriendo más de lo que sufriría otro cualquiera en una situación así, pues él tiene un ejército, deslumbrante de oro, un centenar de elefantes y hombres que lo guardan y están a su servicio. Pero ahora está solo, ¡pobre rey!. Lo salvaré, si todavía está vivo». Estos eran los pensamientos del sarabha mientras se daba la vuelta y regresaba al abismo. A l llegar al borde, miró abajo y vio a su enemigo doliéndose en el polvo. Inclinándose, le habló con voz suave: «Rey de hombres — d i j o — , no tengas miedo de mí. N o soy un duende de los que causan daño a los que se extravían lejos de su hogar. Yo bebo la misma agua que tú bebes y como la hierba que crece en la tierra. Puedo ayudarte, oh rey, y sacarte de este abismo. Confía en mí: bajaré». «¿Es cierto lo que ven mis ojos? —se preguntó el rey— ¿No es ése m i enemigo, que ha venido a auxiliarme?» Viendo al sarabha, el corazón del rey se inundó de vergüenza. «Noble animal.—dijo-—, no estoy muy lastimado, pues la armadura que llevo es muy fuerte. Pero la idea de que he sido tu enemigo me duele mucho más que mis heridas. Perdóname, bienaventurado». A l oír estas palabras, el sarabha supo que el rey confiaba en él y sentía amor por él. Descendió al fondo del abismo y, poniendo al rey sobre su lomo, escaló las abruptas paredes del mismo con una fuerza superior a la del más poderoso elefante, devolviendo al rey al bosque. El rey, entonces, lanzó sus brazos en torno del cuello del sarabha. «¿Cómo puedo agradecértelo? — d i j o — . M i palacio, mi país son tuyos. Ven, querido, vuelve conmigo a la ciudad. N o puedo permitir que te quedes en este bosque para que te maten los cazadores o las fieras». «Gran rey —dijo el sarabha—, no me pidas que vaya a tu palacio. Este bosque es mi país, los árboles son mis palacios. Pero si quieres hacerme feliz, concédeme este favor, pues, te lo ruego: no caces más en este bosque, para que los que viven bajo sus árboles puedan ser libres y felices». El rey se lo prometió de buen corazón y regresó a palacio, con gran regocijo de su pueblo, que lo recibió con vítores. Entonces, sin más dilación, publicó un decreto por el cual desde aquel momento nadie podía volver a cazar en el bosque. Y el rey y su pueblo y los animales del bosque vivieron felices por siempre jamás. — 78 —

14 LA CIUDAD DE LOS DUENDES

U n gran barco había sido arrojado por las embravecidas olas contra la rocosa costa de una isla. Afortunadamente, la tripulación y los viajeros, quinientos hombres en total, no se habían ahogado. Su situación, no obstante, era desventurada. Pero, al mirar en torno suyo, se les alegró el ánimo viendo la belleza de los alrededores. «Nuestro barco se ha hundido —dijeron—, pero sin duda esta isla alberga innumerables tesoros». A l cabo de un rato, llegó a sus oídos el sonido de unas voces y vieron acercarse a un grupo de mujeres. Pronto llegaron éstas al lugar donde estaban los hombres y les hablaron así: «¿De dónde venís, viajeros? ¿Se ha estrellado vuestro barco contra las rocas? Los hombres de esta isla partieron ha mucho en un barco y no regresaron jamás. ¡Venid, pues, a nuestras casas, viajeros! Cuidaremos de vosotros y os haremos felices». Éstas fueron las seductoras palabras de las mujeres, y mientras hablaban así ataban a los hombres con mágicas cadenas, y sin saber éstos que eran arrastrados por esas cadenas, siguieron a las mujeres hasta sus casas. Y durante algún tiempo vivieron en la ciudad y comieron el arroz que las mujeres preparaban en platos de oro. Pero una noche, cuando todos los hombres dormían, uno de los quinientos se despertó y oyó extrañas voces. «¿A quién pertenecen esas voces? —se preguntó— ¿No son voces de duendes?» Se levantó en silencio de la cama y se escondió detrás de una gran piedra y observó. Pronto obtuvo recompensa su espera, pues vio que las mujeres, transformadas en duendes, andaban por la ciudad. «¡Es una ciudad de duendes! —exclamó el hombre horrorizado—; debo decírselo a mis compañeros. ¡Tenemos que huir de 1

aquí!».

Los demás volvieron

a su país volando a lomos del caballo de plata.

Tan pronto como se le abrieron de este modo los ojos, vio que estaba atado con cadenas. Cuando llegó la mañana, contó a sus compañeros lo que había visto. Algunos no le creyeron, pero otros preguntaban con voz temblorosa «¿Cómo podemos escapar?»

Traducimos así literalmente el inglés «goblin». Se trata, en realidad, de Yakkkmi-s (sánscrito Yaksini-s, femenino de Yaksa), presentadas aquí como una especie de demonios femeninos que buscan, como ciertas hadas de nuestros cuentos occidentales, unirse .1 los hombres. Los Yaksa-s fueron originariamente considerados como una especie de genii loa, habitantes de los bosques y las montañas y guardianes de tesoros, y se caracterizaban, entre otras cosas, por sus abultados vientres (tundila-s). 1

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« N o podemos —contestó el hombre—, estamos atados con cadenas mágicas». Mientras decía estas palabras, hubo un destello de luz y del cielo bajó u n caballo blanco , que se paró en tierra ante ellos. Y oyeron una suave voz que procedía del mar que decía: 1

«Un caballo alado, con alas de plata, ha respondido a vuestra llamada. Montad en su lomo, vuestras cadenas se romperán, y él os salvará». Y cerion vieron felices

aquellos que no creyeron la historia de su compañero permanecon las mujeres en la ciudad de duendes, pero los demás vola su país volando a lomos del caballo de plata, y todos vivieron por siempre jamás.

15 EL GRAN ELEFANTE

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Se trata del caballo «Balaha», encarnación del bodhisattra Aralokitesvara.

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uando los hombres llegaron al lugar, vieron la gigantesca figura un gran temor se apoderó de ellos.

M u y en lo profundo del desierto de arena había un pequeño oasis tic palmeras y flores. Y en ese oasis vivía, como un ermitaño solitario, un elefante, un hermoso elefante. Comía los frutos de los árboles y bebía en un riachuelo que corría por entre las rocas. Vivía feliz, bailando entre los plátanos, observando noche y día avanzar al desierto. Pero un día, mientras avanzaba bailando, de lo lejos llegaron hasta sus oídos unas extrañas voces. «¿A quién pertenecen estas voces? —se preguntó— ¿No son acaso voces de hombres, oh infelices hombres? ¿Quiénes son esos hombres y por qué atraviesan el desierto? Sin duda están perdidos, o quizá sufren algún terrible dolor». Estos eran los pensamientos del hermoso elefante mientras avanzaba en dirección hacia donde procedían las voces. Anduvo un buen trecho por las candentes arenas, hasta que se encontró con un numer o s o grupo de hombres apretados unos contra otros y que se hallaban a las puertas de la muerte. Y a este lastimoso espectáculo, sus ojos, por primera vez en su feliz vida, se llenaron de lágrimas. «¡Oh viajeros! —les dijo con voz compasiva—, ¿de dónde venís y .1 dónde vais? ¿Os habéis extraviado en el desierto? Decidme, oh hombres, a fin de que yo pueda ayudaros de alguna forma». Tan contentos se pusieron los hombres al oír estas palabras afeci u o s a s , que cayeron de rodillas ante él. «Bello animal —dijeron—, hem o s sido expulsados de nuestro país por el rey, y hemos vagado por el desierto durante muchos días. N o hemos encontrado ni una gota de agua para beber, ni comida alguna para restablecer nuestras fuerzas. ¡Ayúdanos, querido—suplicaron—, ayúdanos!». «¿Cuántos sois?», preguntó el elefante. • Tramos mil —contestaron—, pero muchos han muerto en el camino». —

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El elefante los contempló. Uno imploraba agua, otro pedía comida. «Sois débiles, oh hombres —dijo—, y la ciudad más próxima queda demasiado lejos para que podáis llegar a ella sin agua ni comida. Por lo tanto, andad hacia la montaña que tenéis delante. A sus pies encontraréis el cuerpo de un gran elefante, que os proporcionará comida, y cerca corre un río de agua dulce». Cuando hubo pronunciado estas palabras, salió corriendo por las arenas ardientes y desapareció como había llegado. « ¿ A dónde fue el gran elefante? ¿Y por qué se fue corriendo tan aprisa?» —se preguntaron. El elefante se fue directamente hacia la montaña, la misma que había señalado a los hombres. Pero fue por otro camino, a fin de que los hombres no lo vieron ir hacia ella. Subió a la cima de la montaña y entonces, desde el punto más alto, y con un tremendo salto, fue a estrellarse contra el suelo. Cuando los hombres llegaron al lugar, vieron la gigantesca figura y un gran temor se apoderó de ellos. « ¿ N o es éste nuestro querido elefante?, exclamó uno de ellos. « L a cara es la misma; los ojos, aunque cerrados, son los mism o s » , dijo otro. Y todos ellos se sentaron en la arena y lloraron amargamente. A l cabo de un rato, uno de ellos habló. «Compañeros —dijo—, no podemos comernos este elefante que ha dado su vida por nosotros». «Al contrario, amigos —replicó otro—, si no nos comemos este elefante, su sacrificio habrá sido estéril y moriremos antes de llegar a otra ciudad. Quedaremos sin ayuda y su deseo tampoco se verá cumplido». N o hubo más palabras. Los hombres inclinaron sus cabezas sobre la arena ardiente y comieron la carne con lágrimas en los ojos. Y ella los hizo fuertes, muy fuertes, y pudieron cruzar el desierto y llegar a una ciudad donde sus problemas terminaron. Nunca olvidaron al gran elefante y vivieron felices por siempre jamás.



So-

ló LA RIÑA DE LAS CODORNICES

«No lloréis

más, pequeñas mías. Si hacéis caso de las palabras de vuestra reina, no os atraparán nunca».

¡ O í d esos gritos lastimeros que atraviesan cada día el silencioso b o s q u e ! ¡ A h ! , son los gemidos de seis m i l codornices. ¡Pobres aves! C a d a día llega u n h o m b r e del pueblo y las cubre con una red cuando se posan en el suelo. Después de arrojar la r e d , la recoge, atrapando asi a centenares de codornices, que lleva al pueblo para venderlas. A h o r a b i e n , u n día la reina C o d o r n i z d i j o : « N o lloréis más, pequeñas mías. Si hacéis caso de las palabras de vuestra reina, no os atraparán n u n c a . C u a n d o arrojen la red sobre vosotras, pasad las cabezas p o r los agujeros y levantad el vuelo todas juntas, elevando así la r e d en el aire. Si entonces os posáis sobre una montaña erizada de púas, éstas mantendrán la red p o r encima del suelo y vosotras podréis escapar p o r debajo antes de que el aldeano llegue a la montaña. H a c e d l o c o m o y o os d i g o , y todas os salvaréis. Pero si algún día se levanta una riña entre vosotras, y empezáis a pelearos, ese día, ¡ay!, os atraparán y nunca más volveréis a ver el bosque». Las codornices h i c i e r o n tal c o m o su reina les había aconsejado, y cada día, el aldeano volvía a su casa sin u n real, y su mujer se enfadaba m u c h í s i m o . « N o te preocupes — l e d i j o una noche a su m u j e r — . Esas perversas codornices se pelearán u n día de éstos, y entonces las atraparé tácilmente». Y sucedió que u n día una c o d o r n i z le pisó la cabeza a o t r a . « ¡ T e v o y a dar lo que te mereces!», gritó enfurecida la codorniz l a s t i m a d a , saltando sobre la otra y golpeándole en las alas. «¡Fuera de aquí, f u e r a ! » , gritaba. La reina C o d o r n i z , viendo la pelea, d i j o a las demás: « N o nos q u e d e m o s aquí. Estas dos infelices seguro que acabarán mal». Y se fue v o l a n d o c o n aquellas que h i c i e r o n c'aso de su advertencia.

Y mientras las dos codornices seguían peleándose, una extraña nube oscura cayó sobre sus cabezas: ¡era la red! Muchas más fueron atrapadas con éstas y llevadas al pueblo para ser sacrificadas. Pero la prudente reina Codorniz y aquellas que escucharon su consejo nunca fueron atrapadas. Y en el pequeño y silencioso bosque, vivieron todas felices por siempre jamás.

17 FUEGO EN EL BOSQUE

La pequeña no tenía miedo; miró fijamente a las llamas con sus dos ojillos brillantes.

«Portaos bien, pequeñas —dijo Mamá Codorniz a siete pequeñas codornices que piaban en el nido—: Papá y Mamá pronto os traerán gusanitos, e insectos y semillas». Pero cada vez que Papá y Mamá Codorniz volvían al nido, seis pequeñas codornices cogían los gusanos y los insectos, pero la séptima sólo comía las semillas. Y así, mientras las alas de sus hermanas se hacían firmes y fuertes, las suyas no creían nada. Una noche, cuando la pequeña familia estaba arrebujada cómodamente en el nido, fue despertada por unos tristes gemidos que llegaban de lo profundo del bosque. Papá y Mamá Codorniz y las siete pequeñas codornices se asomaron fuera del nido. ¿Qué eran esas ígneas nubes rojas que se cernían sobre los árboles a lo lejos? Las pequeñas codornices se pusieron a llorar, y sus padres las apretaban bajo sus alas, mientras las enormes nubes rojas bramaban. «¡Mira, papá! —exclamó la séptima codorniz—, hay un fuego en el b o s q u e » . Las ardientes llamas avanzaron por el bosque a la velocidad del viento, quemándolo todo a su paso. El estruendo se acercaba cada vez más, y pronto el fuego estuvo cerca del nido. N o había tiempo que perder y, como un rayo, Papá y Mamá Codorniz y las seis pequeñas codornices se lanzaron a volar. Pero la séptima se quedó sola, pues no tenía alas para volar. Las enormes nubes rojas bramaban mientras danzaban alrededor del nido. Pero la pequeña no tenía miedo; miró fijamente a las llamas con sus dos ojillos brillantes, y, con su vocecita gorjeante, les habló así: — 93 —

« S o y pequeña y no tengo alas. ¿Por qué venís a este nido chiquito en el que me han dejado sola? Seguid vuestro camino, poderosas llamas, no hay nada aquí para vosotras». Mientras hablaba de este modo, el furioso fuego se encogió y desapareció entre los árboles. El bosque quedó silencioso como después de una tormenta. Luego, empezaron a levantarse vocecillas del cenagal y las ranas dieron la señal de que todo estaba despejado. Una a una, fueron asomándose cabecitas desde sus escondrijos. Las nubes de humo se habían disipado y la reina Luna sonrió nuevamente por entre los árboles. La pequeña codorniz también sonrió en su nido al ver despertar de nuevo al bosque, y vivió allí feliz por siempre jamás.

18 EL FIN DEL MUNDO

hasta una montaña que se levantaba de los animales.

en el camino

U n día, una pequeña liebre sentada bajo un árbol frutal pensaba y pensaba. ¿En qué pensaba la pequeña liebre bajo el árbol? «¿Qué me sucederá cuando la tierra llegue a su final?», se preguntaba. Y en ese preciso momento, cayó un fruto del árbol. La liebre salió corriendo tan deprisa como podían llevarla sus patas, convencida de que el ruido del fruto cayendo al suelo era el de la tierra haciéndose pedazos. Y corrió y corrió, sin atreverse a volver la vista atrás. « ¡ H e r m a n a , hermana! —gritó otra pequeña liebre que la vio correr—, dime por favor qué ha sucedido». Pero la liebre siguió corriendo y ni siquiera se volvió para responder. Pero la otra liebre corrió tras ella, llamándola cada vez con más fuerza: «¿Qué ha ocurrido, hermanita, qué ha ocurrido?» Por f i n , la liebre se detuvo un momento y dijo: «¡La tierra se está haciendo pedazos!» A l oír esto, la otra liebre se puso a correr más rápido todavía. Una tercera liebre se unió a estas dos, y luego una cuarta, una quinta, hasta un total de cien mil liebres, que corrían a toda velocidad por los campos. Y corrieron por el bosque y las profundas selvas, y los ciervos, los jabalíes, los alces, los búfalos, los bueyes, los rinocerontes, los tigres, los leones y los elefantes, oyendo que la tierra tocaba a su l i n , corrieron todos locamente con ellas. Pero entre los que vivían en la selva había un león, un león sabio, que sabía todo lo que tenía lugar en el mundo. Y cuando supo que tantos centenares y millares de animales se iban corriendo porque creían que la tierra se estaba haciendo pedazos, pensó: «Esta tierra nuestra está muy lejos todavía de acercarse a su fin, pero mis pobres animales morirán si no los salvo, pues en su espanto se arrojarán al mar». — 97 —

Y corrió a tal velocidad, que llegó a una montaña que se levantaba en el camino de los animales antes de que éstos llegaran hasta ella. Y cuando pasaban por delante de la montaña, lanzó tres rugidos con tanta fuerza, que todos se detuvieron en su loca huida y se quedaron quietos unos junto a otros, temblando. El gran león bajo de la montaña y se acercó a ellos. «¿Por qué corréis a esa velocidad?», preguntó. — La tierra se está rompiendo en pedazos —contestaron. — ¿Quién ha visto que eso ocurra? —preguntó. — Los elefantes —respondieron. — ¿ L a visteis romperse? —preguntó a los elefantes. — Nosotros no, pero los leones lo vieron —contestaron. — ¿ L o visteis vosotros? —preguntó a los leones. — N o , pero los tigres lo vieron —contestaron. — ¿ L o visteis vosotros? —preguntó a los tigres. — Los rinocerontes lo vieron —respondieron los tigres. Pero los rinocerontes dijeron: «Los bueyes lo vieron». Los bueyes dijeron: « L o s búfalos lo vieron». Los búfalos dijeron: «Los alces lo vieron». Los alces dijeron: «Los jabalíes lo vieron». Los jabalíes dijeron: « L o s ciervos lo vieron». Los ciervos dijeron: «Las liebres lo vieron». Y las liebres dijeron: «Esa pequeña liebre nos dijo que la tierra se estaba desintegrando». — ¿Viste tú que se desintegrara? —preguntó a la pequeña liebre. — Sí, señor —respondió la liebre—, la vi desintegrarse. — ¿Dónde estabas cuando lo viste? —preguntó. Con voz temblorosa, la pequeña liebre contestó: «Estaba sentada bajo un árbol frutal y pensaba: "¿Qué me ocurrirá cuando la tierra llegue a su fin?" Y en ese momento, oí el ruido de la tierra desintegrándose y me fui corriendo». El gran león pensó: «Ella estaba sentada bajo un árbol frutal; seguro que el ruido que oyó fue el de un fruto al caer». «¡Súbete a mi lomo, pequeña! — d i j o — , y muéstrame el lugar en el que viste desintegrarse a la tierra». La pequeña liebre se montó sobre el lomo del león y éste voló hacia el lugar, pero cuando se acercaban al árbol frutal, la pequeña liebre bajó de un salto, por lo asustada que estaba de volver al lugar. Y señalando el árbol al león, dijo: «Señor, allí está el árbol». El león se acercó al árbol y vio el sitio en el que la liebre había estado sentada, así como el fruto que había caído del árbol. «Acércate, pequeña — d i j o — ; a ver, ¿dónde viste desintegrarse a la tierra?»

La pequeña liebre, después de mirar a su alrededor y ver el fruto « I el suelo, comprobó que no había habido ningún motivo para su sobresalto. Saltó de nuevo sobre el lomo del león y volvió con los centenares y miles de animales que esperaban su regreso. El león dijo entonces a la gran multitud que el ruido que la pequeña liebre había oído era el de un fruto cayendo al suelo. Y todos se volvieron, los elefantes a la selva, los leones a las cuevas, los ciervos a las riberas de los ríos, y la pequeña liebre al árbol Irutal, y todos vivieron felices por siempre jamás.

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EL GANSO DE ORO

« ¡ P o r encima de nuestra ciudad cruzan nubes de oro!», gritó un día la gente de Benarés, pues el cielo de esta ciudad se había cubierto de oro. N o se trataba ni de una nube ni del oro que pueda dejar una estrella a su paso; el oro se derramaba de las alas de un ganso, un hermoso ganso que volaba lenta y majestuosamente por el aire. El rey miró a lo alto desde la torre de su palacio. «Gran ave — exclamó con asombro—, sin ninguna duda tú eres el rey de los que vuelan por el espacio». Y llamó a sus cortesanos; sonó la música, fueron traídos guirnaldas de flores y perfumes, honrando así el rey al bello visitante. El ganso miró hacia abajo y, viendo al rey y sus cortesanos y las guirnaldas de flores, y oyendo la suave música, se volvió hacia la bandada de gansos qué lo seguía y preguntó: «¿Por qué me honra el rey de este m o d o ? » «Seguramente, señor, desea ser vuestro amigo», respondieron los gansos. Oyendo esto, el ganso de oro bajó a tierra y saludó al rey, y luego volvió con sus compañeros en el cielo. A l día siguiente, iba el rey andando por los jardines que había cerca del lago de Anokkatta, cuando la gran ave se le acercó de nuevo, llevando agua en un ala y polvo de sándalo en la otra. Su visita no duró más que la anterior, pues después de asperjar al rey con el agua y de espolvorizarlo con el polvo de sándalo, se reunió inmediatamente con sus compañeros y voló hasta su reino de Cittakutta. Con el paso del tiempo, el rey de Benarés anhelaba cada vez más volver a ver al ave de oro. Cada día se paseaba junto al lago Anokkatta, y cada día, contemplando el lejano horizonte, se preguntaba suspirando: «¿volverá alguna otra vez mi amigo?» — 103 —

Pero el ganso de oro estaba muy lejos, en las montañas de Cittakutta, con su bandada de noventa mil gansos. Todos ellos adoraban a su rey, y eran muy felices. Pero un día, los dos más jóvenes de la bandada fueron a ver al rey y, después de una profunda inclinación, dijeron: «Venimos a obtener licencia de vos, señor. Vamos a hacer una carrera con el sol». «Pero, pequeños míos —dijo el rey—, vuestras pequeñas alas son demasiado endebles para competir a volar con el sol; moriríais en el empeño: sed, pues, juiciosos, y no vayáis». Pero los jóvenes gansos persistieron en su idea. Se lo pidieron por segunda vez, y por una tercera, y, al recibir siempre de su rey la misma respuesta, decidieron partir sin su permiso. Así pues, antes de la salida del sol se escaparon al Monte Yughandara y esperaron allí a que el astro apareciera. Pero el rey supo que los dos pequeños gansos imprudentes se habían ido y que estaban en el Yughandara esperando. Voló raudo a la montaña y, cuando el rojo disco solar apareció en el cielo y los dos pequeños gansos desplegaron sus alas, él los siguió. Cuando el más pequeño hubo volado unas pocas horas, el batir de sus alas se hizo muy débil y éstas ya no podían llevarlo. Pero el rey volaba a su lado, y cuando vio que el pequeño ganso iba a caer a tierra, se acercó a él y lo tranquilizó, llevándolo sobre sus propias alas hasta Cittakutta. Entonces, el ganso de oro volvió volando junto al otro ganso pequeño, y, volando más rápido que el sol, lo alcanzó y voló a su lado. «Señor —gritó el joven ganso—, no puedo volar más». Entonces, la gran ave lo colocó delicadamente sobre sus alas y también lo llevó a Cittakutta. «¿Y si rebasara al sol, que está ahora mismo en su cénit?», pensó la gran ave. Y, atravesando las nubes y el espacio, rebasó al sol mil veces. Pero, al cabo de un rato, pensó: «¿Qué más me da a mí el sol? ¿Por qué tengo que competir con él? Me está reservada una misión mucho más importante. Iré a visitar a mi amigo el rey de Benarés y le diré palabras de sabiduría, y él y su pueblo serán felices». Voló entonces por encima del mundo entero, de un confín a otro, hasta que por fin llegó a Benarés. Una vez más la ciudad se iluminó con una claridad áurea. Y, descendiendo lentamente, el ganso de oro se posó ante una ventana del palacio. — 104 —

« ¡ H a venido mi amigo!», exclamó gozoso el rey. Y los vítores resonaron por todo el palacio. El propio rey trajo un trono de oro para el ave, y le rogó que entrase y se sentara con él. Y después de ofrecerle perfume para revigorizar sus alas y agua fresca para beber, el rey se sentó a su lado para poder conversar luntos. — ¿De dónde vienes, oh bella ave? Desde que volaste sobre Benarés, he anhelado volver a verte —dijo el rey. —Vengo de Cittakutta, de las montañas serenas —contestó el gran ganso. Después, le contó al rey la historia de su carrera con el sol. Los ojos del rey brillaban mientras le escuchaba. — ¿Podría ver tu carrera con el sol? —pidió humildemente el rey. — De ningún modo —contestó el ganso—; eso es algo que no puede verse nunca. Pero puedo demostrarte de otro modo, oh rey, la rapidez de mi vuelo. — ¿De qué modo, hermosa ave? —preguntó el rey. — Llama a cuatro de tus arqueros —dijo el ave—, y ordénales que disparen sus flechas a un muro, todos a una, y antes de que las flechas alcancen el muro, las habré atrapado todas con el pico. El rey ordenó que se hiciera como el ave pedía, y cuando los cuatro arqueros dispararon sus flechas, la gran ave las atrapó. N i una sola alcanzó el muro. — ¡Magnífico! —exclamó el rey—, ¿existe alguna velocidad que supere a la tuya, oh ave portentosa? — Sí —respondió el ave—, existe una velocidad mayor que la mía. Cien veces, mil veces, cien mil veces mayor que la mía es la velocidad del tiempo. Placeres, riquezas, palacios, a todos se los lleva el tiempo más rápido que mi más veloz vuelo. Al oír el rey estas palabras, tembló de espanto. Pero el ave lo consoló y le habló dulcemente: «¡Oh rey! —dijo—, no temas. Si amas a tu pueblo y tratas de hacerlo feliz, ¿qué importa si el tiempo corre?» Los ojos del rey se llenaron de lágrimas. «Gran ave —dijo—, no me dejes solo en la tarea de gobernar. Quédate siempre a mi lado en palacio y habíame, para que yo sea feliz y pueda hacer feliz a mi pueblo». — No —dijo el ave de oro—, no me quedaré. Un día, después de beber vino, podría ser que dijeras: «Matad a esa ave, para que podamos regalarnos con su carne». — ¡Nunca probaré el vino mientras estés aquí! —exclamó el rey. — 105 —

— Las voces de los leones y las aves son claras y puras —dijo el ganso—, pero las palabras de los hombres no son tan sinceras como aquéllas. Regresaré, por lo tanto, a mi reino, pero si tú me amas, seremos amigos aunque estemos muy lejos uno de otro. — ¿ N o te veré nunca más? —exclamó el rey. —Quizás algún día regrese —dijo el ganso—, y entonces volveremos a vernos. Con estas palabras, desplegó sus alas y se elevó en el aire, y el cielo cobró de nuevo un resplandor áureo, y el reino fue feliz por siempre jamás.

20 EL NOBLE CABALLO

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P e q u e ñ o s m í o s , ¡ c ó m o os habría gustado acariciar el sedoso pesc u e z o de u n animal tan bello c o m o el caballo de Brahmadatta, rey de B e n a r é s ! E r a más b e l l o , de mejor porte que ningún o t r o caballo del m u n d o ; v e l o z c o m o el ciervo y grácil c o m o el cisne. Sus ojos tenían u n a l u z de b o n d a d y sus pasos eran tan majestuosos, que no podían s i n o pertenecer a u n r e y . Su cuadra era u n palacio. E n ella ardía noche y día una lámpara c o n aceite o l o r o s o , y suaves cortinas de color de rosa con estrellas d o radas colgaban sobre su cabeza. E n esa época, Benarés era el reino más feliz de la I n d i a . Era rico y f l o r e c i e n t e , y m u c h o m a y o r que cualquier o t r o Estado. Por este m o t i v o , m u c h o s otros reyes sentían envidia, y algunos de ellos decid i e r o n declararle la guerra, temiendo que llegara a ser más poderoso q u e ellos. Siete de esos reyes j u n t a r o n sus ejércitos y marcharon sobre el p o d e r o s o estado. B r a h m a d a t t a llamó a u n o de sus caballeros: — N u e s t r o s enemigos — d i j o — se a p r o x i m a n a las puertas de la c i u d a d ; t u rey y t u país están en peligro. ¿Puedes tú, m i bravo guer r e r o , l u c h a r contra siete reyes?

De vuelta al palacio, el noble animal se desplomó al suelo.

— N o sólo contra siete —respondió el caballero—, sino contra cien reyes, señor, si me permitís m o n t a r vuestro noble caballo. — C o g e m i caballo — d i j o B r a h m a d a t t a — y corre a la batalla. V u e l v e a nosotros v i c t o r i o s o ; t u rey y t u patria confían en t i . A s í , el caballero, m o n t a d o en el noble caballo, se precipitó a la batalla y , al igual que una tormenta cruzando por encima de u n c a m p o de t r i g o , abatió el p r i m e r ejército enemigo, capturó a su rey y l o llevó p r i s i o n e r o a Benarés. —

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De nuevo se lanzó al campo de batalla, derrotó al segundo ejército y cogió prisionero al segundo rey. Una suerte semejante corrieron el tercero, el cuarto y el quinto, pero al capturar al sexto, el caballo resultó herido. De vuelta al palacio, el noble animal se desplomó al suelo. El caballero le quitó delicadamente los arneses, pero no podía quedarse, así que trajeron otro caballo. Cuando el caballero estaba a punto de montar en su nuevo cor.cel, el caballo herido abrió los ojos y pensó: «Mi valiente jinete corre a la muerte; nunca podrá imponerse al séptimo ejército sobre otro caballo. Benarés sera conquistada por el enemigo». Y, llamando al caballero, le habló con una voz profunda: «Valiente caballero — d i j o — , sé prudente. N o cojas otro caballo, pues sólo yo puedo permitirte derrotar al séptimo ejército. Ponme los arneses en el lomo de nuevo, y juntos obtendremos la victoria». El caballero vendó las heridas del noble animal, montó sobre él y salieron hacia el campo de batalla. Los enemigos eran muchos y la l u cha fue terrible, pero al final, el séptimo ejército fue vencido y el séptimo rey, capturado. Pero cuando la batalla hubo terminado, el noble caballo cayó al suelo sangrando. El rey se arrodilló a su lado y lo acarició. « N o te entristezcas, mi señor —dijo el noble caballo con un susurro—, mis heridas no me causan dolor, pues se ha conseguido la victoria. Pero no mates a los que son ahora tus prisioneros. Déjalos que vuelvan a sus casas, con la promesa de que no atacarán Benarés nunca más». Pronunciadas estas palabras, el caballo cerró los ojos y murió. Pero su memoria pervivió durante mucho tiempo en el país, y Brahmadatta escuchó su consejo. Los siete reyes fueron liberados y nunca más estalló la guerra. Los pueblos de todos los reinos se amaron los unos a los otros y todos vivieron felices por siempre jamás.

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20.

INTRODUCCION EL PUENTE DE LOS MONOS LOS PERROS CULPABLES BANIANO LA TORTUGA Y LOS GANSOS EL H A D A Y LA LIEBRE LAS PLUMAS DE ORO EL JOVEN LORO EL LAGO VACIO EL REINO DE LOS CISNES LA PRUEBA DEL MAESTRO LOS DOS CERDITOS EL BUFALO PACIENTE EL «SARABHA» LA C I U D A D DE DUENDES EL GRAN ELEFANTE LA RIÑA DE LAS CODORNICES FUEGO EN EL BOSQUE EL F I N DEL M U N D O EL GANSO DE ORO EL NOBLE CABALLO — 113 —

9 15 21 27 33 37 43 47 51 55 61 65 71 75 79 83 87 91 95 101 107

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